El Recolector de Historias

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lunes, 21 de diciembre de 2009

"Tres Líneas de Francés Antiguo"

"-Por rica que fuera la guerra para las ciencias quirúrgicas -concluyó Hawtry-, al abrir por medio de las torturas y las mutilaciones, zonas inexploradas en las que el ingenio del hombre se apresuró a entrar, descubriendo medios, al hacerlo, para darles jaque mate a los sufrimientos y la muerte, porque siempre, amigos míos, el destilado de sangre y sacrificio es progreso, por grande que todo ello fuera, la tragedia mundial laa abierto aún otra zona en la que pueden descubrirse, quizá, conocimientos todavía mayores. Fue una clínica insuperable para los sicólogos, todavía más que para los cirujanos.Latour, el gran doctor francés, se inquietó, extirpándose de las profundidades del gran sillón; las luces de la chimenea danzaban sobre su rostro enjuto.-Eso es cierto -dijo-. Si, es cierto. En ese horno, la mente humana se abrió, como una flor bajo un sol demasiado brillante. Castigados en esa tempestad colosal de fuerzas primitivas, atrapados en el caos de energías tanto físicas como síquicas, que, aunque el hombre mismo era su creador, hicieron que pareciera una polilla en medio de un remolino de aire, todos esos factores oscuros y misteriosos de la mente, a los que los hombres, por falta de conocimientos, hemos llamado alma, quedaron libres de sus inhibiciones y obtuvieron la fuerza para actuar.-¿Cómo podía suceder otra cosa, cuando los hombres y las mujeres, oprimidos por tristezas y alegrías vibrantes, manifiestan las emociones de las profundidades ocultas de sus espíritus..., cómo hubiera podido suceder otra cosa en ese crescendo mantenido constantemente de emociones?McAndrews intervino.-¿A qué región sicológica se refiere usted, Hawtry? -inquirió.Estábamos cuatro de nosotros instalados junto a la chimenea del Science Club: Hawtry, que ocupa la cátedra de sicología en una de nuestras principales universidades y cuyo nombre se honra en todo el mundo; Latour, un inmortal de Francia; McAndrews, el famoso cirujano estadounidense, cuyo trabajo durante la guerra ha escrito una nueva página en el libro brillante de la ciencia, y yo mismo. Los nombres de mis tres acompaitantes no eran verdaderamente esos; pero sí eran tal y como los he descrito. No voy a esforzarme en identificarlos más.-Me refiero al campo de la sugestión -replicó el sicólogo-. Las reacciones mentales que se revelan como visiones, una formación accidental en las nubes que se convierte para las imaginaciones sobreexcitadas de los dominadores en las multitudes de Juana de Arco saliendo de los cielos, el reflejo de la luna en los bordes de las formaciones de nubes que se convierten para los asediados en una cruz sostenida por arcángeles; la desesperación y la esperanza, que se transforman en leyendas tales como la de los arqueros de Mons, arqueros fantasmales que dominan y abruman con sus flechas a los arqueros enemigos; jirones de niebla, en la tierra de nadie, que son interpretados por los ojos cansados de los vigilantes, en la forma del mismo Hijo del Hombre, que camina con tristeza entre los muertos. Señales, portentos y milagros; las multitudes de premoniciones, de apariciones de seres amados, habitantes todos de esa región de las sugestiones; nacidos todos ellos del desgarramiento de los velos del subconsciente. En este caso, con sólo que se logre reunir una milésima parte, será ya suficiente para que los ana lizadores sicológicos trabajen ininterrumpidamente durante veinte años.-¿Y los límites de esa zona? -preguntó McAndrews.-¿Los límites?Resultaba evidente que Hawtry estaba perplejo.Durante unos momentos, McAndrews permaneció en silencio. Luego, sacó del bolsillo una hoja de papel amarillento, un cablegrama.-El joven Peter Laveller murió hoy -dijo, en tono aparentemente casual-. Murió donde lo había manifestado, en los restos de las trincheras que atraviesan los antiguos dominios de los señores de Tocquelain, cerca de Bethune.-¡Murió allí! -el asombro de Hawtry era profundo-. Sin embargo, leí que lo habían llevado a casa; en realidad, ¡que se trataba de otro de sus triunfos, McAndrews!-Dije que fue allí a morir -repitió el cirujano, lentamente.Así pues, eso explicaba la curiosa reticencia de los Laveller con respecto a lo que le había ocurrido a su hijo soldado, un secreto que había causado sorpresa entre los periodistas profesionales durante varias semanas, ya que el joven Peter Laveller era uno de los héroes de la nación. Hijo único del viejo Peter Laveller, y tampoco este es el nombre verdadero de la familia, ya que, como sucede con los demás, no puedo revelarlo, era el heredero de los millones del viejo y taciturno rey del carbón, y el latido secreto y más amado de su corazón. Al comenzar la guerra se había alistado con los franceses. La influencia del padre pudo abrogar la ley del Ejército Francés, según la cual todos los hombres deben comenzar desde abajo -no lo sé-; pero el joven Peter no lo quiso. Con una gran determinación, lleno del fuego de los primeros cruzados, tomó su lugar en las filas.De estampa limpia, ojos azules v un metro ochenta de estatura, de sólo veinticinco años de edad, quizá un poco soñador, era un tipo capaz de excitar las imaginaciones de los "peludos" (soldados franceses), que lo apreciaban. Fue herido dos veces, en el curso de los días más peligrosos, y cuando los Estados Unidos intervinieron en la guerra, fue transferido a nuestras fuerzas expedicionarias. Fue en el asedio a Mount Kemmel donde recibió las heridas que lo hicieron regresar junto a su padre y su hermana. Yo sabía que McAndrews lo había acompañado hasta ultramar y que, en opinión de todos, había logrado "remendarlo".¿Qué había ocurrido entonces? ¿Y por qué había regresado Laveller a Francia, a morir, como lo había dlcho McAndrews?Volvió a meterse el cablegrama en el bolsillo.-Hay un límite, John -le dijo a Hawtry-. El caso de Laveller era de los limítrofes. Voy a explicártelo.Dudó unos instantes.-Quizá no debiera hacerlo. No obstante, tengo la idea de que a Peter le agradaría que lo relatara; después de todo se consideraba como descubridor.Volvió a hacer una pausa. Luego, tomó definitivamente una decisión y se volvió hacia mí.-Merritt, puedes utilizar este relato, si lo consideras conveniente. Pero si te decides a ello, cambia los nombres y asegúrate de que no publicarás ningún detalle que facilite la identificación. Después de todo, lo importante es lo que sucedió, si es importante, y no interesan en absoluto los protagonistas.Se lo prometí, y he cumplido con mi promesa. Relato todo tal y como lo reconstruyó la persona a la que llamo McAndrews, en la habitación sumida en la penumbra, donde permanecíamos en silencio, hasta que él entró...Laveller permaneció en pie detrás del parapeto de una trinchera de primera línea. Era de noche, una noche de principios de abril en el norte de Francia, y al decir esto, no hace falta añadir nada para quienes han estado ya en esos lugares.A su lado había un periscopio de trinchera. Su fusil se encontraba muy cerca. El periscopio es prácticamente inútil durante la noche; por consiguiente, a través de una rendija, entre los sacos de arena, observaba la extensión, de unos cien metros, que era la tierra de nadie. Frente a él sabía que otros ojos permanecían fijos, mirando por rendijas simílares, en el parapeto alemán, del mismo modo que lo hacía él, registrando hasta los menores movimientos. Por toda la tierra de nadie estaban diseminadas formas grotescas, y cuando se encendían los obuses y llenaban con su resplandor aquella zona, esas formas parecían agitarse, moverse, algunas de ellas incluso levantarse, gesticular y protestar. Y eso resultaba horrible, ya que quienes se movían bajo la iluminación eran los cadáveres franceses e ingleses, prusianos y bávaros, fragmentos de un cargamento llevado a la gran prensa de vino tinto de la guerra, que se había instalado en aquel sector.Había dos escoceses muertos en el terreno, uno segado por las balas de una ametralladora, en el momento en que trataba de atravesar la tierra de nadie. El choque de la muerte rápida y múltiple había hecho que pasara su brazo izquierdo sobre el cuello del camarada más cercano, y este último había sido herido en aquel preciso momento. Se encontraban allí tirados, abrazados, y conforme los obuses explotaban y se apagaban, iluminaban el terreno y morian, parecían girar, querer liberarse de los alambres de espino, lanzarse hacia adelante y regresar. Laveller estaba cansado, fatigado más allá de toda comprensión. Aquel sector era uno de los peores y más agitados. Durante casi setenta y dos horas había permanecido sin dormir, ya que los pocos minutos que se permitía de estupor, de vez en cuando eran interrumpidos por las alarmas constantes, haciendo que resultaran peor que el sueño. El bombardeo había sido continuo, y los alimentos escaseaban y era peligroso obtenerlos; cinco kilómetros atrás, a través del fuego enemigo, se habían visto obligados a recogerlos. Las raciones enviadas desde el aire no podían acercarse más.Constantemente era preciso reconstruir los parapetos y reparar los alambres, y cuando se efectuaba esa labor, los obuses los destrozaban de nuevo y era preciso efectuar, una vez más, la rutina horrible de su reparación, ya que tenían órdenes de conservar aquel sector a toda costa. Todo lo que le quedaba de conciencia a Laveller estaba concentrado en sus ojos Sólo permanecía con vida su facultad de ver. Y la visión, obedeciendo a las órdenes rígidas inexorables de conservar todas sus reservas de vitalidad en el deber que estaba ejecutando, no veía otra cosa que la franja de terreno que debía vigilar Laveller, hasta que fuera relevado. Sentía el cuerpo anquilosado, no sentía el suelo bajo sus pies y, a veces, parecía flotar en el aire, como los dos escoceses que se encontraban sobre la alambrada. ¿Por qué no podían estarse quietos? ¿Qué derecho tienen los hombres cuya sangre se les ha escapado, para formar el charco oscuro bajo ellos, a bailar y hacer piruetas, al ritmo de las explosiones? ¡ Malditos sean! ¿Por qué no podría algún obús arrojarlos al suelo y enterrarlos?Había un castillo como a ochocientos metros de allí, a mano derecha. Al menos los restos de lo que había sido un castillo. Bajo él había sótanos profundos, en los que era posible arrastrarse y dormir. Lo sabía, debido a que hacía infinidad de tiempo, al llegar a aquella parte de las lineas, había dormido allí durante una noche. Sería como volver a entrar al paraíso el arrastrarse nuevamente a ese sótano, protegiéndose de la lluvia inclemente, y dormir, una vez más, con un techo sobre la cabeza. "Dormiré, dormiré y dormiré. y dormiré, dormiré y dormiré", se dijo. Luego se puso rigido a medida que la repetición de la palabra hizo que la oscuridad comenzara a reunirse en torno suyo. Los obuses explotaban y se apagaban, se iluminaban y desaparecían. Llegó basta él el tableteo de una ametralladora, pero debían ser sus dientes que castañeteaban, hasta que lo poco que le quedaba de conciencia le hizo comprender de qué se trataba en realidad: algún soldado alenáin demasiado nervioso que trataba de detener el movímiento interminable de los cadáveres. Oyó un arrastrar de pies sobre el barro calizo. No necesitaba mirar hacia allá, eran amigos, ya que de lo contrario no hubieran pasado junto a los centinelas que se encontraban en las esquinas de la posición. No obstante, de manera involuntaria, sus ojos se volvieron hacia los sonidos, tomando nota de que se trataba de tres figuras oscuras que lo observaban.En aquel momento flotaba sobre ellos una media docena de luces, y por medio de sus resplandores pudo reconocer a los recién llegados. Uno de ellos era aquel famoso cirujano que había llegado desde el hospital de la base de Bethune para ver cómo se infligían las heridas que curaba. Los otros eran su mayor y su capitán. Sin duda, todos ellos se dirigían hacia los sótanos del castillo. ¡Vaya, algunos tenían toda la suerte! Volvió a mirar a través de la rendija, entre los sacos de arena.-¿Qué sucede?Era la voz de su mayor, que se dirigía al visitante.-¿Qué sucede?, ¿qué sucede?, ¿qué sucede?Las palabras se repetían con rapidez y de manera insistente en el interior de su cerebro, una y otra vez, tratando de despertarlo.-Bueno, ¿qué sucede?¡No sucedía nada! ¿No estaba allí él, Laveller, vigilando? El cerebro atormentado se reveló con furia. ¡No sucedía nada! ¿Por qué no se iban y lo dejaban vigilar en paz? Le hubiera parecido mucho más agradable.-Nada.Era el cirujano, y nuevamente las palabras se repitieron en los oídos de Laveller, como en un susurro, una y otra vez.-Nada, nada, nada, nada.Pero, ¿qué era lo que estaba diciendo el cirujano? De manera fraccionaria, comprendiendo sólo a medias, las frases se registraron:-Es un caso perfecto de lo que les he estado diciendo. Ese muchacho, extraordinariamente cansado, desgastado, con toda su conciencia centrada en una sola cosa: la vigilancia... La conciencia se encuentra desgastada hasta el punto máximo... Detrás de ello, todo su subconsciente trata de escapar... La conciencia responderá sólo a un estímulo-movimiento, procedente del exterior..., pero el subconsciente, tan cercano a la superficie y controlado en forma tan ligera..., ¿qué hará si se suelta esa ligera suspensión?... Es un caso perfecto.¿De qué estaban hablando?Sólo llegaban ya hasta él susurros.-Así pues, si me dieran permiso...Era de nuevo el cirujano quien hablaba. ¿Permiso para qué? ¿Por qué no se iban y dejaban de molestarlo? ¿No era suficientemente duro tener que vigilar, sin que le hicieran también escuchar? Algo pasó ante sus ojos. Lo miró ciegamente, sin reconocerlo. Su visión debía estar nublada. Levantó una mano y se frotó los párpados. Sí, debía tratarse de sus ojos, ya que la visión había desaparecido. Un pequeño circulo de luz brilló contra el parapeto, cerca de su rostro. Lo lanzaba una pequeña lámpara. ¿De qué estaban hablando? ¿Qué miraban? Una mano apareció en el circulo, una mano de dedos largos y flexibles que se agitaban sobre un pedazo de papal en el que estaba escribiendo. ¿Querían también que leyera? ¡No sólo vigilar y escuchar, sino también leer! Reunió todas sus fuerzas para protestar.Antes de que pudiera obligar a sus labios rígidos a moverse, sintió que le desabrochaban el botón superior de su capote, que una mano se deslizaba por la abertura y arrojaba algo al bolsillo de su guerrera, inmediatamente por encima de su corazón. Alguien susurró:-Lucie de Tocquelain.¿Qué quería decir aquello? Esa no era la palabra de contraseña.Sentía ruidos muy fuertes en su cabeza, como si se estuviera hundiendo en el agua. ¿Qué era aquella luz que danzaba ante él, incluso cuando cerraba sus párpados? Abrió los ojos con dificultad.Laveller miró directamente hacia el disco de un sol dorado, que se elevaba por encima de una hilera de robles. Parpadeó y bajó la mirada. Estaba de pie sobre un césped verde y suave que le llegaba hasta los tobillos, y que era interrumpido por pequeñas plantas con florecitas azules. Las abejas se paseaban entre sus cálices. Entre ellas se deslizaban mariposas de alas amarillentas. Soplaba una brisa suave, cálida y fragante. De forma rara, no sintió ninguna extrañeza. Era un mundo absolutamente normal, tal y como debía serlo. Pero recordó que en cierto momento había estado en otro mundo, remoto y muy diferente de este: un mundo lleno de miseria y dolor, de barro manchado de sangre y suciedad, de frío y humedad; era un mundo lleno de crueldad, cuyas noches eran disturbadas por el infierno de luces brillantes, los sonidos cortantes y los hombres atormentados, que trataban en vano de descansar y dormir, mientras los cadáveres danzaban. ¿Qué era aquello? ¿Había existido en realidad aquel mundo? Ya no se sentía soñoliento.Levantó las manos y se las miró. Estaban rugosas, sucias y llenas de cortaduras. Llevaba un capote húmedo, sucio y salpicado de barro. Sus piernas estaban protegidas por botas altas. Junto a un pie incrustado en el lodo había un manojo de florecitas azules, medio aplastadas. Gimió, con piedad, y se inclinó, tratando de levantar los capullos rotos.-¡Ya hay demasiados muertos, demasiados! -suspiró.Luego hizo una pausa.¡Había llegado desde un mundo de pesadilla! De otro modo, ¿cómo era posible que en aquel mundo limpio y feliz estuviera tan sucio?Por supuesto que era así, pero, ¿dónde estaba? ¿Cómo había logrado abrirse paso hasta allí? ¿Se había pronunciado una contraseña?, ¿cuál era?La recordó de pronto.-¡Lucie de Tocquelain!Laveller gritó ese nombre todavía de rodillas.Una mano suave y pequeña se posó en su mejilla, y una voz delgada, de tono suave, le acarició los oídos.-Soy Lucie de Tocquelain. Y las flores volverán a crecer -dijo-; pero es muy emocionante que se sienta triste por ellas.Laveller se puso en pie de un salto. A su lado se encontraba una muchacha, una joven esbelta, de unos dieciocho años de edad, cuyo cabello era como una nube voluptuosa que rodeaba su cabeza diminuta y orgullosa, en cuyos ojos grandes y de color castaño, posados en él, podía observarse la ternura y una piedad no exenta de alegría. Peter permaneció en pie silenciosamente, bebiéndosela con la mirada; su frente blanca, amplia y suave, los labios curvados y rojos, los hombros blancos y redondeados que destacaban a través del tejido plateado de su chal; el cuerpo dulce y esbelto en el vestido pendiente y de calidad, con su cinturón elevado, de cuero. Era bastante hermosa, pero a los ojos cansados de Peter era más que eso, como un manantial que surgía en el árido desierto, el primer soplo de brisa fresca, de penumbra, sobre una isla agobiada por el calor; la primera visión del paraíso para un alma surgida de una permanencia de varios siglos en el infierno. Y bajo la admiración ardiente de sus ojos, los de la joven descendieron hasta el suelo. Cierto rubor tiñó la garganta blanca y se elevó hacia el cabello oscuro.-Yo... soy la señorita de Tocquelain, señor -murmuró-. Y usted...-Laveller... Me llamo Peter Laveller -tartamudeó-. Excuse mi brusquedad, pero no sé cómo llegué aquí, ni tampoco de dónde, con la excepción de que se trataba de un lugar muy distinto. Y usted es muy hermosa, señorita.Los ojos claros volvieron a levantarse durante un instante, con cierta emoción reflejada en sus profundidades, y volvieron a descender de nuevo. Pero el rubor se hizo más acentuado.Laveller la observó, mostrando en sus os todo su corazón, que comenzaba a despertar; luego, se despertó su perplejidad y lo agobió insistentemente.-¿Puede usted decirme qué lugar es este, señorita? -tartamudeó-. ¿Y cómo llegué aquí, si usted...? -hizo una pausa.Desde algún lugar remoto, a muchas leguas en el espacio, un cansancio insoportable estaba extendiéndose sobre él. Lo sintió acercarse y apoderarse de él, cada vez más. Se hundía profundamente, y caía, caía... Dos manos suaves y cálidas se apoderaron de las suyas. Su cabeza cansada se desplomó sobre ellas. De las palmas pequeñas de aquellas manos se desprendía reposo y fuerza. El cansancio comenzó a retirarse..., poco a poco..., hasta desaparecer por completo. Detrás quedó un deseo incontrolable de llorar..., de llorar de alivio porque había pasado el cansancio, de que el mundo infernal cuyas sombras se arrastraban todavía en su memoria, estaba tras él, y que estaba allí, con aquella joven. Y sus lágrimas brotaron, mojando las diminutas manos. ¿Sintió la cabeza de la joven inclinada sobre la suya, y sus labios que se posaban dulcemente en sus cabellos? Consiguió sosegarse y levantó la cabeza, con el rostro lleno de vergüenza.-No sé por qué he llorado, señorita... -comenzó a decir.Entonces se dio cuenta de que los dedos pequeños y blancos de la joven estaban reposando sobre los suyos. Los soltó, con un terror repentino.-Lo siento -tartamudeO-. No debo tocarla...La joven alargó la mano rápidamente y volvió a cogerle las manos entre las suyas, dándole palmaditas, mientras sus ojos relampagueaban.-Yo no veo sus manos como usted, señor Pierre -respondió Lucie-. Y aunque lo hiciera, ¿no son para mi sus manchas como trazos de los bravos corazones de los hijos de los gonfalones de Francia? No piense más en sus manchas, señor, a no ser como condecoraciones.¿Francia?... ¿Francia? ¡Ese era el nombre del mundo del que había salido, del mundo que había dejado atrás; donde los hombres trataban inútilmente de dormir y los cadáveres danzaban!Los cadáveres danzaban..., ¿qué quería decir aquello?Volvió sus ojos llenos de extrañeza hacia la joven.Y con un grito de piedad, la muchacha se apretó contra él.-Está usted tan cansado..., tan hambriento... -se dolió-. No piense más ni trate de recordar nada, señor, en tanto no haya comido y bebido con nosotros, descansando un poco.Se habían vuelto y Laveller pudo ver, a corta distancia, un castillo. Era alto y severo, lleno de serenidad y grandeza, con sus torres esbeltas lanzadas hacía el cielo, como plumas tomadas del casco de algún príncipe altivo.Tomados de la mano, como niños, la señorita de Tocquelain y Peter Laveller se acercaron a la construcción, a través del verde césped.-Ése es mi hogar, señor -dijo la joven-. Ahí, entre los rosales, mi madre me está esperando. Mi padre se encuentra lejos y se pondrá triste por no haberlo conocido, pero ya lo verá cuando usted regrese.Entonces, debía regresar. Eso quería decir que no podría quedarse. Pero, ¿adónde tendría que irse?... ¿De dónde debería regresar? Su mente trabajaba febrilmente, se cegaba y volvía a aclararse. Caminaban entre rosales; por todas partes había rosas, grandes y fragantes, con capullos abiertos de escarlatas y azafranes, de colores rosados y blancos; macizos y macizos de flores trepando por las terrazas y ocultando la base del castillo con sus pétalos fragantes. Y cuando, todavía tomados de la mano, pasaron entre ellos, llegaron junto a una mesa cubierta de manteles níveos y con vajilla de porcelana fina. Una mujer estaba instalada a la mesa. Peter estimó que acababa apenas de dejar atrás su primera juventud. Vio que tenía el cabello blanco por el polvo y las mejillas blancas y sonrosadas como las de un niño. Sus ojos chispeaban y tenían el mismo color castaño de los de la señorita. Era graciosa, muy graciosa, opinó Peter, como una gran dama de la antigua Francia. La señorita le hizo una breve reverencia.-Mamá -dijo-, te presento al señor Piene la Valliere, un caballero muy valeroso y galante que ha venido a visitarnos brevemente.Los ojos límpidos de la dama lo observaron con mucha atención. Luego, la cabeza blanca se inclinó y una mano delicada se tendió hacia Peter, sobre la mesa. Comprendió que debería tomarla y besarla, pero dudó, sintiéndose desgraciado y sucio y observando sus propias manos, llenas de barro.-El señor Pierre no se ve a sí mismo como lo hacemos nosotros -dijo la joven con una especie de tono alegre de reproche, luego soltó una carcajada que resonó como el tañido cristalino y acariciador de un carillón de oro-. Madre, ¿hacemos que se vea las manos como lo hacemos nosotros?La dama de cabello blanco sonrió, asintiendo, con una expresión llena de amabilidad en los ojos y, notó Laveller, al mismo tiempo, con la misma piedad que había observado en los ojos de su hija, cuando la vio por primera vez. La señorita tocó ligeramente los ojos de Peter; luego le tomó las manos y le puso las palmas frente a los ojos. ¡Eran blancas, finas y limpias y, en una forma extraña, hermosas! Nuevamente un temor profundo se apoderó de él, pero se impuso su temperamento. Venció su sentimiento de extrañeza, se inclinó cortésmente, tomó entre sus dedos la mano ofrecida por la dama y la levantó hasta sus labios. La mujer hizo sonar una campanilla de plata. Entre los rosales aparecieron dos hombres altos, en librea, que tomaron el capote de Laveller. Los seguían cuatro niños negros, vestidos con ropa alegre, de color escarlata, con bordados dorados. Llevaban bandejas de plata en las que había carne, pan blanco muy fino y pastelillos, así como vino en frascos altos de cristal.Peter recordó lo hambriento que estaba. Pero de aquella fiesta fue poco lo que recordó..., hasta cierto punto. Lo único que sabía era que estaba sentado allí, lleno de un gozo y una felicidad mayores que los que había sentido nunca, en sus veinticinco años de vida. La madre habló muy poco, pero la señorita Lucie y Peter Laveller conversaron y se rieron como niños, cuando no permanecían en silencio, bebiéndose el uno al otro con la mirada. En el corazón de Laveller fue tomando cuerpo una especie de adoración hacia aquella señorita encontrada de manera tan extraña. Ese sentimiento creció hasta que le pareció que su corazón era incapaz de contener tanta alegría. También los ojos de la joven, cuando reposaban en él, se hacían más suaves, llenos de ternura y promesas; el rostro orgulloso de la madre, bajo el cabello níveo, mientras los observaba, tomó la esencia de esa dulzura infinitamente grande que es el alma de las madonas. Finalmente, la señorita de Tocquelain, al levantar la mirada y encontrarse con la mirada de su madre, enrojeció, bajó sus largas pestañas e inclinó la cabeza; luego, volvió a levantar la mirada valerosamente.-¿Está contenta, madre? -preguntó con gravedad.-Estoy muy contenta, hija -fue la respuesta sonriente.Repentinamente sucedió lo increíble, lo más terrible en aquella escena de belleza y paz que era, dijo Laveller, como el golpe relampagueante descargado por la garra de un gorila en el pecho de una virgen. Un alarido surgido de lo más profundo del infierno y que interrumpía los cánticos de los ángeles. A su derecha, entre las rosas, comenzó a brillar una luz, una luz resplandeciente que lo iluminaba todo y se apagaba, volvía a iluminar y a apagarse. En esa forma podía distinguir dos figuras. Una de ellas tenía un brazo pasado en torno al cuello de la otra; permanecían abrazados bajo la luz, y parecían hacer piruetas, tratando de liberarse, de lanzarse hacia adelante, regresar y bailar. ¡Eran los cadáveres que danzaban!Un mundo en el que los hombres buscaban reposo, donde trataban de dormir, sin que les fuera posible hacerlo. En él ni siquiera los muertos hallaban reposo, ¡debían danzar al ritmo del estallido de los obuses! Peter gruñó, se puso en pie de un salto y observó la escena, temblando con todo su cuerpo. La joven y la dama siguieron su mirada rígida, se volvieron de nuevo hacia él y sus ojos estaban llenos de compasión y lágrimas.-¡No es nada! ¡No es nada! ¡Puede ver que no hay nada!Una vez más le tocó los párpados y la luz y las figuras oscilantes desaparecieron. Pero Laveller sabía ya a qué atenerse. En el fondo de su conciencia se agitaba la marea plena de los recuerdos, en su memoria vio nuevamente el barro y la suciedad, las manchas y los sonidos desgarradores, la crueldad, la miseria y los odios; el recuerdo de hombres despedazados y cadáveres atormentados. Sabía de dónde procedía: de las trincheras. ¡Las trincheras! ¡ Se había dormido y todo aquello no era más que un sueño! Se había quedado dormido en su puesto, mientras que sus camaradas confiaban en que estaba vigilando. Y aquellas dos figuras fantasmales, entre las rosas, eran los dos escoceses, colocados sobre la alambrada, y que le recordaban cuál era su deber. Le pedían que regresara. ¡Era preciso que se despertara! ¡Debía despertarse! Se esforzó desesperadamente en liberarse de aquella ilusión, obligarse a regresar a aquel mundo endemoniado en el que, durante aquella hora de encanto, había sido, para su mente, tan sólo como una nube en un horizonte lejano. Y mientras se esforzaba, la señorita de ojos castaños y la dama de cabellos blancos lo observaban, derramando lágrimas con una conmiseración infinita.-¡Las trincheras! -gritó Laveller-. Santo cielo, debo despertarme! ¡ Debo regresar! ¡Dios santo, despiértame!-Entonces, ¿no soy yo más que un sueño?Era la voz de la señorita Lucie, un poco decepcionada y temblorosa.-Debo regresar -gruñó, aunque la pregunta hecha por la joven parecía destrozarle el corazón-. ¡Déjenme despertar!-¿Soy un sueño? -la voz sonaba llena de enojo. La señorita se le acercó-. ¿No soy real? -un pie diminuto tropezó furiosamente con el de él, una manita ascendió y le pellizcó con fuerza, cerca del codo. Peter sintió el dolor y se frotó, mirándola con extrañeza-. ¿Cree usted que soy un sueño? -murmuró la joven.Levantó las palmas de las manos, se las colocó en las sienes, haciéndole bajar la cabeza, hasta que sus ojos quedaron prendidos en los de ella. Laveller observó y observó, descendiendo hasta las profundidades de aquellos ojos y perdiéndose en ellos. El aliento cálido y dulce de la joven le acariciaba las mejillas; fuera donde fuera que estuviera, en todo caso, Lucie no era un sueño.-¡Pero debo regresar..., debo volver a la trinchera!Su carácter de soldado le mostraba el camino que debía seguir.-Hijo mio -era la madre quien hablaba-. Hijo mio, estás en tu trinchera.Peter la miró, asombrado. Recorrió con los ojos la escena maravillosa que le rodeaba. Cuando se volvió de nuevo hacia ella, lo hizo con la expresión de un niño absolutamente perplejo.La dama sonrió.-No tema -le dijo-. Todo está bien. Está en su trinchera, pero en esa trinchera hace siglos. Sí, hace doscientos años, si contamos el tiempo como lo hacen ustedes... y como lo hacíamos también nosotros antes.Laveller sintió un sudor muy frío. ¿Estaban locas? ¿Estaba loco él? Su brazo resbaló sobre un hombro suave; la sensación le hizo recuperarse y le dio fuerzas para seguir adelante.-¿Y ustedes? -se esforzó en preguntar.Sorprendió un intercambio rápido de miradas entre las dos mujeres, y como respuesta a una pregunta no formulada, la madre asintió. La señorita Lucie oprimió sus suaves manos en el rostro del soldado, y le miró de nuevo a los ojos.-¡Mi amor! -dijo con amabilidad-, hemos estado... -vaciló- lo que llaman muertas... en tu mundo..., durante doscientos años.Pero antes de que hubiera podido pronunciar esas palabras, creo que Laveller había presentido ya lo que iban a decirle, y durante un instante sintió que por todas sus venas corría el hielo. No obstante, esa sensación de frialdad se desvaneció tras la exaltación que le recorrió. Se desvaneció como el rocío bajo los rayos candentes del sol, porque si aquello fuera cierto entonces la muerte no existía. ¡Y era cierto! ¡Era cierto! Lo supo con una seguridad absoluta y sin la menor sombra de duda; pero, ¿hasta qué punto su deseo de creer estaba incluido en aquella seguridad? Miró al castillo. ¡Por supuesto! Eran sus ruinas las que había estado viendo cuando el resplandor de los obuses rompía la oscuridad de la noche, aquel en cuyo sótano se había acostado a dormir. La muerte... ¡Oh, qué corazones más tontos y temerosos tenían los hombres! ¿Era aquello la muerte? ¿Aquel lugar maravilloso, lleno de paz y hermosura? ¡Y aquella joven maravillosa, cuyos ojos castaños eran las llaves de los deseos del corazón! ¡La muerte...! Soltó una carcajada interminable.Otro pensamiento le sorprendió y le corrió como un torrente. Debía regresar a las trincheras y decirles la gran verdad que habla descubierto. Era como un viajero procedente de un mundo moribundo que tropieza, de pronto, con un secreto capaz de hacer que aquel mundo de muerte se convirtiera en un paraíso lleno de vida. Ya no habla necesidad de que los hombres temieran la metralla de los obuses que explotaban, las balas que los desgarraban, del plomo o el acero cortante. ¿Qué podía importarle, si aquello, aquello era la verdad? Tenía que regresar a decirselo. Incluso aquellos dos escoceses permanecerían tranquilos sobre las alambradas cuando se lo susurrara. Pero se olvidaba...: ellos ya lo sabían. Sin embargo, no podían regresar a decirlo, como podía hacerlo él. Estaba loco de alegría, sintiéndose elevado hasta los cielos, como un semidiós. Era el portador de una verdad que liberaría al mundo endemoniado de su infierno; un nuevo Prometeo que le devolvería a la humanidad una llama más preciosa que la que le devolvió el antiguo.-¡Debo irme! -gritó- ¡Debo decírselo! ¡Indíquenme cómo regresar... rápidamente! -lo asaltó una duda; reflexionó en ello-. Pero no podrán creerme -susurró-. No. Debo llevar pruebas. Es preciso que lleve algo que se lo demuestre.La señora de Tocquelain sonrió. Tomó un pequeño cuchillo de la mesa y, alargando la mano hacia uno de los rosales, cortó un racimo de capullos, que lanzó hacia las manos ansiosas del soldado. Antes de que pudiera atraparlas, la señorita lo había hecho ya.-¡Espere! -murmuró-. Le voy a dar otro mensaje.Sobre la mesa había tinta y una pluma, y Peter se preguntó cómo habrían llegado allí. No las había visto antes... Pero, entre tantas maravillas, ¿qué importaba una más?La señorita Lucie tenía en la mano un pedazo de papel. Inclinó su cabeza diminuta y hermosa, y escribió; sopló al papel, lo agitó en el aire para secarlo, suspiró, le sonrió a Peter y envolvió en él el tallo del racimo de capullos de rosas, lo colocó en la mesa y alargó la mano, retirando la de Laveller.-Su capote -dijo-. Lo necesitará porque ahora debe regresar.Peter metió los brazos en la prenda de vestir. Se estaba riendo, pero los ojos grandes y castaños estaban llenos de lágrimas; la boca roja estaba muy apretada.Entonces la madre se levantó y volvió a extenderle la mano; Laveller se inclinó y se la besó.-Lo estaremos esperando aquí, hijo mío -le dijo con dulzura-, hasta cuando le llegue el momento. .. de regresar.Peter alargó la mano para tomar las rosas envueltas en el papel. La señorita colocó una mano sobre ellas y las levantó, antes de que pudiera tocarlas.-No deberá leerlo basta que se haya ido -le dijo.Sus mejillas y su garganta se cubrieron nuevamente de rubor.Tomados de la mano, como niños, se apresuraron a atravesar el verde césped, hasta el lugar en que Peter la vio por primera vez. Se detuvieron una vez allí, mirándose el uno al otro, con gravedad. Entonces, aquel otro milagro que le había ocurrido a Laveller, y del cual se había olvidado a causa de su importante descubrimiento, se presentó nuevamente.-¡La amo! -le susurró Peter a su viva, aunque muerta desde hacía tiempo, señorita de Tocquelain.Ella suspiró y se lanzó a sus brazos.-¡Sé que me ama! -gritó ella-. Sé que lo hace, mi amor..., pero tenía mucho miedo de que se fuera sin decírmelo.La joven levantó sus dulces labios, los oprimió largamente contra los de él y retrocedió.-Yo lo amé desde el primer momento que lo vi, en pie, en ese mismo lugar -explicó-. Estaré esperándolo aquí cuando regrese. Y ahora debe irse, mi amor; pero espere... -sintió que una mano se deslizaba al bolsillo de su guerrera y oprimía algo contra su corazón-. Los mensajes -dijo Lucie-. Tómelos. Y recuerde... que le estaré esperando. Se lo prometo yo..., Lucie de Tocquelain.Peter sintió como un cántico en su cabeza. Abrió los ojos. Estaba de regreso en la trinchera, y en sus oídos resonaba todavía el nombre de la señorita, sintiendo junto a su corazón la presión de su mano. Tenía la cabeza vuelta hacia los tres hombres que lo estaban observando.Uno de ellos tenía un reloj en la mano, era el cirujano... ¿Por qué miraba aquel reloj? ¿Había permanecido ausente durante mucho tiempo? De todos modos, ¿qué importaba eso, cuando era portador de un mensaje semejante? Ya no se sentía cansado sino transformado, lleno de júbilo. Tenía el alma llena de alegría. Olvidándose de la disciplina, se lanzó hacia los tres hombres.-¡La muerte no existe! -les gritó-. ¡Debemos enviar ese mensaje a todos, inmediatamente! Inmediatamente, ¿lo comprenden? Díganselo al mundo...; una prueba...Tartamudeaba en su apresuramiento. Los tres hombres se miraron uno al otro. Su mayor levantó su lámpara eléctrica de bolsillo, dirigiendo los rayos de luz hacia el rostro de Peter y mirándolo extrañado. Luego, con calma, avanzó y se colocó entre su subordinado y el fusil.-Recupere el aliento, amigo..., y cuéntenos después todo lo ocurrido -dijo.Parecían estar muy poco impresionados. Bueno, que esperaran hasta que escucharan lo que tenía que decirles.Y Peter lo hizo, suprimiendo de su relato, tan sólo, lo que había sucedido entre él y la señorita. De todos modos, ¿no era esa una cuestión personal? Lo escucharon en silencio y con gravedad, pero la preocupación reflejada en los ojos de su mayor fue haciéndose cada vez más profunda, a medida que avanzaba en su relato.-Desde luego..., regresé con tanta rapidez como pude para decírselo a todos. Para liberarnos de todo esto...Sus manos trazaron en el aire un amplio circulo, con un gesto de profundo desagrado.-¡Porque no importa nada de eso! ¡ Cuando morimos... vivimos! -concluyó.En el rostro del hombre de ciencia podía observarse una profunda satisfacción.-¡Es una demostración perfecta! ¡Mejor de lo que hubiera podido imaginarme! -le dijo al mayor, por encima de la cabeza de Laveller-. ¡Cuán grande es la imaginación de los hombres!Su voz tenía cierta tonalidad extraña.¿Imaginación? Peter comprendió lo que ocurría. ¡No le creían! ¡Pero iba a demostrárselo!-¡Tengo pruebas! -les gritó.Se abrió el capote, metió la mano en el bolsillo de la guerrera y su mano se cerró sobre un pedazo de papel que rodeaba a un tallo. ¡Ahora iba a demostrárselo!Lo sacó y se los mostró.-¡Miren!Su voz sonó como un toque triunfal de trompeta. ¿Qué les pasaba? ¿No alcanzaban a ver? ¿Por qué lo miraban a la cara, en lugar de tratar de comprender qué era lo que les estaba mostrando? Bajó la mirada hacia lo que tenía en las manos. Luego, con incredulidad, se lo acercó todavía más a los ojos, sintiendo un sonido en los oídos, como si el universo se alejara de él, y como si su corazón se hubiera olvidado de latir. En su mano, con el tallo envuelto en el papel, no se encontraba el racimo de capullos frescos y fragantes que había cortado para él la madre de su señorita de ojos castaños. No. No tenía más que un manojo de capullos artificiales, gastados y rotos, manchados, ajados y viejos. Peter sintió un enorme desaliento. Miró en forma extraña al cirujano, a su capitán y al mayor, cuyo rostro reflejaba ya una enorme preocupación e, incluso, cierta decepción.-¿Qué significa eso? -murmuró.¿Había sido todo un sueño? ¿No existía la radiante Lucie, excepto en su propia mente? ¿No había ninguna señorita de ojos castaños que le amaba y a la que también él amaba?El científico dio un paso al frente, tomó de entre los dedos flojos el pequeño manojo de capullos ajados y el pedazo de papel resbaló, permaneciendo en la mano del soldado.-Naturalmente, se merece usted saber con exactitud lo que le ha estado sucediendo, amigo mío -le dijo la voz citadina y que denotaba una gran capacidad-. Sobre todo, después de la reacción que tuvo usted ante nuestro pequeño experimento -añadió, riéndose de manera agradable.¿Experimento? ¿Experimento? Una rabia sorda comenzó a desarrollarse en el interior de Peter. La furia se iba apoderando lentamente de él.-¡Señor!Era el mayor quien lo llamaba, advirtiéndolo en cierto modo, según parecía, preocupado por su distinguido visitante.-No se inquiete, mayor -siguió diciendo el gran hombre-. Se trata de un muchacho de elevada inteligencia y educado, lo cual puede verse por el modo en que se expresó. Estoy seguro de que lo comprenderá.El mayor no era científico, sino un francés, humano y con una imaginación propia.Se encogió de hombros, pero se acercó un poco más al fusil que reposaba en el suelo.-Estuvimos conversando sus oficiales y yo -siguió diciendo la voz del visitante-. Los sueños son el esfuerzo hecho por las mentes semidormidas para explicar algún contacto, algún sonido poco familiar, o cualquier cosa que amenace al sueño. Por ejemplo, alguien que está adormecido tiene cerca una ventana rota, que cruje. El que duerme oye, su consciente se empeña en darse cuenta de todo, pero el control ha pasado ya al subconsciente. Este último entra en acción, acomodándose a las circunstancias, pero no puede responder, y sólo puede expresarse por medio de imágenes.Toma el sonido y fabrica un pequeño romance en torno a él. Hace lo mejor que puede para explicarlo. Desgraciadamente, lo mejor que puede hacer es fabricar una mentira, más o menos fantástica..., reconocida como tal por la conciencia, en el momento en que despierta. Y el movimiento del subconsciente en esa presentación de imágenes es inconcebiblemente rápido. Puede representar, en una fracción de segundo, toda una serie de incidentes que, si ocurrieran en realidad, necesitarían varias horas... o incluso días. ¿Me ha comprendido hasta ahora? ¿Reconoce quizá la experiencia que acabo de describirle? Desde luego, debería hacerlo.Laveller asintió. La rabia amarga que lo consumia estaba haciéndose cada vez más fuerte. Sin embargo, exteriormente parecía calmado, prestando toda su atención. Deseaba escuchar lo que aquel demonio tan satisfecho había hecho con él y luego...-Sus oficiales estaban en desacuerdo con algunas de mis conclusiones. Lo vi a usted aquí cansado, concentrado en el deber presente, medio hipnotizado por la tensión y el continuo encenderse y apagarse de las luces. Era usted un sujeto clínico perfecto, un testigo de laboratorio excelente...¿Podría impedir que sus manos se cerraran sobre aquella garganta, antes de que hubiera concluido su explicación? Laveller se lo estaba preguntando.Lucie, su Lucie, era una mentira fantástica...-Tranquilícese, amigo mío... -le susurró el mayor. Cuando atacara debería hacerlo con rapidez ya que aquel oficial estaba demasiado cerca. No obstante, debía ocuparse de su vigilancia, en su lugar, observando a través de la rendija, entre los sacos de arena. Quizá estuviera mirando hacia afuera cuando saltara Peter.-Y así pues... -el tono de voz del cirujano era como el de un profesor dando una conferencia a nuevos doctores en una clínica-, así pues, tomé un pequeño manojo de flores artificiales que encontré entre las hojas de un antiguo misal, que recogí en las ruinas del castillo. En un pedazo de papel escribí una frase en francés, porque pensé que era usted de esa nacionalidad. Era una frase simple de la balada de Aucassin y Nicolette:Y ella lo espera, para saludarlo, cuando todos sus días hayan pasado.-Asimismo, hahia un nombre escrito en la portada del misal. Sin duda el de su propietaria, fallecida desde hacía ya mucho tiempo: "Lucie de Tocquelain"...¡Lucie! La rabia y el odio de Peter quedaron sumidos ante un gran impulso de ansiedad que se hizo más fuerte que nunca.-Por consiguiente, pasé el manojo de flores ante sus ojos que no veían, que no veían conscientemente, quiero decir, porque estaba seguro de que su subconsciente tomaría buena nota. Le mostré la línea escrita. Su subconsciente la absorbió también, con la sugestión de una aventura amorosa, una separación y una espera. Envolví el tallo de las flores en el papel y le metí ambas cosas en el bolsillo, susurrándole al oído el nombre de Lucie de Tocquelain.El problema consistía en saber qué haría su subconsciente con esas cuatro cosas: las viejas flores, la sugestión de la frase escrita, el contacto y el nombre susurrado. ¡Era en verdad un problema fascinante! Y apenas había retirado la mano, casi antes de que mis labios se cerraran sobre las palabras que acababa de pronunciar, cuando se volvió usted hacia nosotros gritándonos que no existía nada semejante a la muerte; explicándonos, a renglón seguido, ese relato tan notable..., construido totalmente por su imaginación.Pero no siguió hablando, la rabia mortal de Laveller había roto todos sus controles. Se abalanzó hacia adelante, lleno de furia, lanzándose, sin producir ningún sonido, hacia la garganta del cirujano. Sus ojos despedían chispas, como si tuvieran llamas rojas y vivas. Lo matarían por ello, pero le quitaría la vida a aquel adversario de sangre fría que era capaz de sacarle a un hombre del infierno, hacerle entrever el paraíso y permitir que regresara una vez más a un infierno que era ya cien veces más cruel debido a la pérdida de la esperanza para toda la eternidad. Antes de que pudiera hacer daño, unas manos fuertes lo sujetaron, zeteniéndole. La cortina de color escarlata brillaba ante sus ojos; luego desapareció. Pensó escuchar una voz llena de ternura y musical, que le susurraba:-¡No es nada! ¡ No es nada! ¡Tienes que verlo, como lo hago yo!Estaba de pie entre sus oficiales, que lo sujetaban a ambos lados. Guardaban silencio, observando al cirujano de rostro repentinamente pálido, con una expresión bastante fría y llena de animosidad.-¡Amigo mío, amigo mío... -la placidez y la calma habían abandonado al científico-. No lo comprendo... De ningún modo. Nunca pensé que lo tomaría tan en serio.Laveller les habló a sus oficiales con calma:-Todo ha pasado, señores. Ya no necesitan sujetarme.Lo miraron, lo soltaron y le dieron palmaditas en el hombro, mientras observaban a su visitante con la misma frialdad.Peter, con movimientos inseguros, se volvió hacia el parapeto. Sus ojos estaban llenos de lágrimas. Su cerebro, su corazón y su alma no eran sino una desolación, un desperdicio extraordinariamente árido de esperanza e, incluso, de todo deseo de seguir esperando. Aquel mensaje suyo, la verdad sagrada que iba a hacer que se afirmaran los pies de un mundo atormentado, en el sendero del paraíso, era sólo un sueño. Lucie, su señorita de ojos castaños, que le había susurrado su amor, era un objeto que se componía de una sola palabra, un contacto, una frase escrita y flores artificiales. No podía ni deseaba creerlo. Todavía sentía el contacto de sus dulces labios contra los suyos. Su cuerpo cálido que temblaba entre sus brazos. Y le había dicho que regresaría, prometiéndole esperarlo. Laveller arrugó el pedazo de papel con furia..., lo levantó y se dispuso a tirarlo a sus pies.Alguien pareció detenerle la mano.Con lentitud desplegó el mensaje.Los tres hombres que lo observaban vieron que en su rostro se extendia una expresión llena de felicidad parecida a la de un alma redimida de la tortura infinita. Su pena y su dolor desaparecieron, dejándole, una vez más, lleno de alegría. Permaneció en pie, soñando, con los ojos muy abiertos. El mayor dio un paso al frente, le quitó a su subordinado el papel con suavidad y se dispuso a leerlo. En ese momento, varias luces aparecieron en el cielo y la trinchera estaba muy iluminada, de modo que era imposible leer con facilidad lo escrito. En su rostro, cuando lo alzó, se reflejaba una profunda impresión... Y cuando los demás le quitaron el papel y lo leyeron, en sus rostros apareció aquella misma expresión de incredulidad. Sobre la frase que había escrito el cirujano había tres líneas en francés antiguo:No temas, mi amor, no temas por las apariencias...Después de los sueños viene el despertar.Quien te ama,LUCIEEse era el relato de McAndrews, y fue Hawtry quien rompió al fin el silencio que siguió.-Por supuesto, esas frases debían haber estado ya en el papel -dijo-. Probablemente estaban poco marcadas, y su cirujano no las había visto. Estaba lloviznando, de modo que la humedad las hizo resurgir.-No -respondió McAndrews-. No había nada antes.-¿Cómo puede estar usted tan seguro de ello? -insistió el sicólogo.-Porque yo era ese cirujano -declaró McAndrews, con calma-. El papel era una página arrancada de mi libreta de notas. Cuando enrollé en él el manojo de flores, estaba limpio..., con excepción de la frase que yo mismo había escrito."Además, había otra... Bueno, ¿podriamos llamarle otra prueba, John? La escritura del mensaje de Laveller era la misma que la que vi en la misiva en que estaban encerradas las flores. Y la firma "Lucie", era exactamente la misma, curva por curva y trazo por trazo, con el mismo estilo anticuado." Siguió un silencio prolongado, roto una vez más, con brusquedad, por Hawtry.-¿Qué pasó con el papel? -inquirió-. ¿Se analizó la tinta? ¿Trató usted de...?-Mientras permanecíamos allí, haciéndonos preguntas -lo interrumpió McAndrews-, se abatió sobre la trinchera un soplo violento de viento que me arrebató el papel de las manos, llevándoselo. Laveller lo observó, sin hacer ningún esfuerzo por recuperarlo."-Ya no importa. Ahora lo sé -dijo."Y me sonrió, con la felicidad de un niño lleno de gozo."-Perdóneme, doctor... Es usted el mejor amigo que he tenido. Creí, al principio, que me había hecho lo que ningún hombre puede hacerle a uno de sus prójimos... Ahora comprendo que hizo por mí lo que ningún otro hombre pudiera hacer."Y eso es todo. Permaneció durante toda la guerra sin buscar la muerte, ni evitarla. Llegué a amarlo como a un hijo. Se hubiera muerto después de Mount Kemmel, de no haber sido por mí. Deseaba vivir lo suficiente para despedirse de su padre y su hermana, y lo curé. Fue a despedirse, y luego regresó a la antigua trinchera, a la sombra del viejo castillo en ruinas, donde había encontrado a su señorita de ojos castaños."-¿Por qué? -preguntó Hawtry.-Porque pensó que desde allí podría regresar con mayor rapidez junto a ella.-Esa conclusión me parece absolutamente desprovista de fundamento -dijo el sicólogo con irritación, casi con enojo-. Todo eso debe tener alguna explicación natural y simple.-Por supuesto, John -le respondió el cirujano, en tono apaciguador-. Por supuesto que existe. Díganosla usted, ¿quiere?Pero Hawtry, según parecía, no podía ofrecer ninguna explicación en absoluto".

Abraham Merrit

domingo, 20 de diciembre de 2009

"La Promesa del Vikingo"

"En el Mar Báltico, cerca de la desembocadura del Oder, hay una isla que lleva actualmente el nombre de Wolin, pero que antaño se llamaba Ioms, y poseía una villa fortificada, Iomsborg.Allí, bajo el reinado del rey danés Svend, que llevaba el sobrenombre de “Barba doble” fundó Palnatoke, una colonia de Vikingos. Esta colonia se hizo casi independiente, tuvo su gobierno y su derecho consuetudinario y pronto se hizo próspera.La isla servía de base para fructosas operaciones sobre las costas vecinas, y pronto albergó una flota numerosa y el rico botín traído de las aventuras.Los guerreros que la habitaban, libres e intrépidos, se sometían, no obstante, a reglas rigurosas.

Habían promulgado leyes que ninguno podía infringir sin que le fuera en ello la vida. Prevenían así la relajación de las costumbres y conservaban en un alto grado las virtudes militares. Las mujeres estaban proscritas en la villa y, en periodo de paz, los vikingos no habían de permanecer fuera de las murallas más de tres noches consecutivas.Al rey Svend “Barba doble” no le gustaban los vikingos de Ioms, cuyas expediciones no respetaban el país danés. Pero los temía por su audacia y no se atrevía a atacarlos abiertamente. Sin embargo, tramaba acabar con ellos con la astucia y buscaba en su propia temeridad el instrumento de su ruina.Después de largas reflexiones, decidió invitarlos a una gran fiesta funeraria que se celebraba a la memoria del rey Haroldo, su padre. Envió, pues, mensajeros a Ioms, ante el duque Sigvald, quien gobernaba a los vikingos, rogándole que asistiera con sus guerreros a las solemnidades que preparaba.
El día señalado, la escuadra de los vikingos de Ioms se armó y se hizo a la vela en dirección a Dinamarca. El rey Svend la aguardaba en la isla de Seeland, en la que se celebrara la conmemoración y , cuando la flota estuvo a la vista, contó en ella sesenta navíos, todos ellos magníficamente aparejados, que cubrían todo el mar hasta el horizonte.Para dar una buena acogida a sus huéspedes, Svend había ordenado celebrar unas ceremonias pomposas y había invitado a todo lo que de noble e ilustre había en Dinamarca. Conforme a la usanza, habían puesto grandes mesas para el festín.Ya la primera noche, los vikingos se pusieron a beber sin moderación las bebidas fermentadas, la cerveza y el hidromiel, que les servían unos solícitos servidores. Y se pusieron a reír estrepitosamente, a cantar, a bromear y a pronunciar palabras desatinadas. Cuando el rey vio que los vapores de la embriaguez empezaban a turbar su razón, alzó la voz y dijo:— Señores, no olvidemos que este día está consagrado al recuerdo de mi venerable padre. Bebo pues, y os pido que bebáis conmigo por Haroldo, rey de Dinamarca.Llenaron los cuernos de metal cincelado y les dieron a los vikingos los más grandes, que rebosaban de la mas fuerte bebida. Y toda la asamblea bebió en honor de Haroldo.— Ahora, dijo Svend, conviene que alabemos a Dios por los bienes y la gloria que concede a cada uno de nosotros. Bebo, pues, y os pido que bebáis conmigo por el nombre de Cristo.
De nuevo circularon entre los convidados los cuernos llenos; los que colocaron ante los vikingos tenían la altura de un niño. Y toda la asamblea bebió en honor de Cristo.El rey continuó:— Es justo también, en una reunión de guerreros, que se rinda homenaje al patrono de los hombres de guerra; el duque de las legiones celestiales. Bebo pues, y os pido que bebáis conmigo por el nombre de San Miguel.Los cueros fueron llenados por tercera vez, y los que cogieron los vikingos superaban cualquier medida conocida. La asamblea bebió en honor de San Miguel.El rey Svend comprendió entonces que los vikingos no eran ya dueños de sus palabras. Extendió el brazo para apagar el rumor que se elevaba y exclamó con un tono de buen humor:— Señores, mi corazón se alegra grandemente por el espectáculo que se ofrece a mi vista; nunca han visto estas murallas compañía tan buena y numerosa, ni festín tan agradable por la alegría y la resistencia. Y un acontecimiento tan singular como éste, ¿no ha de dejar huella? Desearía que se produjera, hoy, en este lugar, un hecho único y extraordinario que hiciera este día para siempre memorable.

El duque Sigvald se levantó. Tenía la cara larga y la nariz encorvada; su tez era de natural pálida, sus ojos eran claros y brillantes. Entorpecido por la embriaguez, apenas podía tenerse en pie. Y respondió al rey:— Tu proposición, Svend, merece ser tomada en consideración. Pero no olvidemos que tú estas por encima de nosotros, como la montaña esta por encima del océano; es a ti, pues, a quien corresponde dar el ejemplo de las acciones admirables que harán célebre este festín en este tiempo y en los tiempos por venir. Aquello que ti harás primero, nosotros lo haremos a continuación; me comprometo a ello delante de todos.El rey le dio las gracias y dijo:— Es costumbre, durante las fiestas como éstas, en las que están reunidos eminentes personajes, que se formulen promesas solemnes, propias para ennoblecer a quien las hace y para servir al interés común. Yo me plegaré de buen grado a esta respetable usanza, convencido como estoy de que seré seguido por vos, señores, y quizás superado; pues, así como los vikingos de Ioms son superiores a todos los demás hombres del Norte, del mismo modo sus promesas y sus proezas deben superar a todas las promesas y a todas las proezas. Vos, señores, sois cautivos de vuestra valentía y de vuestro renombre; no podéis emprender nada que no sea singular y maravillosamente llevado a término; vuestras aventuras llenarán de asombro a la posteridad.Estas alabanzas obtuvieron un murmullo de aprobación. El rey Svend sonrió y continuó.— Puesto que me corresponde a mí hablar primero, he aquí mi promesa: me comprometo a expulsar de sus Estados, antes del tercer invierno, a Ethelred, rey de Inglaterra; y digo que si no es expulsado de ellos, será muerto por mi mano sobre el suelo de su país, y quiero incorporar su reino al mío en el plazo que he declarado. Ahora te toca a ti, Sigvald, duque y caudillo de Iomsborg; te desafío a que hagas una promesa que valga con loa que yo acabo de hacer.Sigvald replicó:— Tu reto, rey Svend, es digno de tí y también de mí. Pero primero beberé, como tu hiciste hace un instante, a la memoria de mi padre, el duque Strutharald, quien, con prudencia y acierto, gobernó la provincia de Skaane, en Suecia.
Y cuando se hubieron vaciado los cuernos, Sigvald prosiguió:— Escuchad cual es mi promesa: haré la guerra a Noruega con mis solas fuerzas, con mis compañeros y mis soldados; antes de dos años, habré expulsado de sus Estados o muerto por mi mano al duque Haakon ; y si esto no es así, sabed, señores, que dormiré mi último sueño bajo el túmulo de piedras de tierra noruega.— ¡Esta es, exclamó el rey, la promesa que podía esperarse de un guerrero como tú! ¡Honor a ti, Sigvald, duque y caudillo de Iomsborg! Pero veo a tu lado a tu hermano Thorkel el grande, cuya estatura es la de un roble adulto. ¿Qué promesa hará él? Creo que, si abre la boca, oiremos palabras notables.Thorkel el grande se volvió hacia el rey y dijo:— Hace un rato que pienso en ello. Mi promesa será esta: como la sombra no deja a la lanza bajo el sol, yo no dejaré tampoco a mi hermano Sigvald; no huiré antes de que vea la popa de su nave vuelta hacia el enemigo. Y si él pone pie a tierra en las playas de Noruega, yo permaneceré en ésta tanto tiempo como su estandarte ondee sobre una línea de batalla.El rey replicó:— Nunca han contemplado mis ojos a hombre más capaz que tú de cumplir lo que prometes. Y tú, Bue el corpulento, cuyo peso hace doblegarse a un caballo y vacilar a la nave de mejor puente, ¿qué nos dirás? Si tu promesa está a la altura de tu corpulencia, palabras formidables van a herir nuestros oídos.Bue era enorme, como una de esas peñas que quebranta la furia de las olas; tres hombres habrían cabido holgadamente en la cota que ceñía su torso.— Esta es mi promesa, rey Svend — dijo él con voz de trueno —: marcharé con el duque Sugvald en esta expedición, y sólo huiré cuando haya mas guerreros abatidos que en pie; e, incluso entonces, si el duque Sigvald lo quiere, yo resistiré.— No esperaba menos de ti replicó el rey —. Ahora es tu vez, Sigurd, a quien llaman “manto”, tú, cuya intrepidez, si damos crédito al rumor popular, no tiene igual. Ya has oído a Bue, tu hermano; dinos ahora qué harás tu. Sigurd-Manto se puso en pie. Era bello, poco hablador y tímido. Respondió:— Mi promesa es corta, señor. Seguiré a mi hermano; huiré si él huye, moriré si el muere.— Lo sabía —dijo el rey—, estáis unidos, no sólo por la sangre, sino por el valor de vuestras almas. Ahora tú, Vagn, hijo de Aege. Tus tíos Bue y Sigurd te muestran el camino. Se sostiene que tu fidelidad nunca flaqueó, y que si sólo existe un hombre capaz de cumplir su palabra, tú eres ese hombre. Y tengo curiosidad por oírte, pues aquellos de quienes desciendes fueron intrépidos guerreros y audaces navegantes.
Vagn avanzó hasta el centro de la sala. Era alto y bello, y toda su persona respiraba juventud y fuerza; llevaba una armadura resplandeciente, un collar de oro y un casco cuya cimera brillaba como la media luna.— Rey Svend, dijo, ésta es mi promesa: También yo iré con el duque Sigvald hasta Noruega; combatiré junto a Bue, mi tío, a quien amo mas que a ninguna otra persona en el mundo, y mientras Bue viva, él tocará mi mano y verá relucir mi espada. Pero yo haré dos promesas más: la primera es la de no volver a Dinamarca antes de haberme acostado en la cama de Ingeborg, la hija del noruego Thorkel Lera, la más hermosa doncella del Norte, y ello sin el consentimiento o incluso contra la voluntad de su padre y de toda su familia. La segunda es la de no volver a Dinamarca antes de haber matado a Thorkel Lera, que es el primero entre los hombres de Noruega.
Guardó silencio, y el rey exclamó:— La promesa mas grata y la más temeraria es la que tú has hecho, Vagn, y esto no puede sorprender a nadie, pues tú te elevas, por la audacia y la constancia, por encima de los héroes de este país y de los que viven en otras regiones.Entonces, bebió en honor de Vagn y la asistencia lanzó largas aclamaciones. Un viejo poeta cantó la batalla que libraron los vikingos con el duque Haakon sobre las playas de Noruega, en el fiordo de Hiörungevaag.En los gavilanes del mar, en las grandes naves veloces, los vikingos llevan espadas y cotas; la velocidad es su gozo, el azote de la brisa, su placer. Y se lanzan a través de las líquidas praderas.
Por todas partes, del mediodía a septentrión, ha resonado el fragor de las armas. Tú no esperabas tan pronto, Noruega, este choque formidable. Y tú, oh duque, el destructor de los feroces navíos, de los monstruos marinos, tu tiemblas ante la nueva de que, en el sur, llevadas y mecidas por las olas, ascienden las naves de Dinamarca.Por el mar profundo, condicen los guerreros sus naves, sus embarcaciones ligeras. Y ahora, poeta, entona el canto de honor para los héroes valerosos, para aquellos que han combatido, han remado, han tensado el arco con los ojos clavados en el suelo natal, y que han muerto realizando grandes hechos.El horizonte se cubre de barcos impacientes. El viento impele con viveza a los vikingos hacia el norte. En las velas y las jarcias, retumba y ruge la tempestad. Sobre las montañas de espuma, galopan los corceles de la mar; su pecho hiende las azules aguas; a sus flancos se levantan y se desploman gélidas cascadas; sus pies dominan el furor de la ola.
Los corceles de la mar han conducido a sus amos hasta la tierra de Noruega, y el estrépito de las batallas pronto llena los aires. Allí se encuentran y chocan innumerables navíos; los escudos retumban bajo el golpe de las espadas, y para los cuervos se prepara un inmenso botín.El duque Haakon ha escogido a sus hombres más valientes, a sus soldados más decididos para hacer frente al asalto de Sigvald. Ha formado en orden de combate a sus mejores navíos. Los remos emparejados tiemblan bajo el vigoroso esfuerzo de los remeros, pero el corazón de los guerreros que se abren camino por las olas no ha temblado.
A la cabeza de los vikingos van tres caudillos de renombre: Sigvald el duque, que es fuerte y buen capitán; Bue el corpulento, de brazo terrible; y Vagn, el mas bello joven. Toda una flota obedece a cada uno de ellos, una flota que recibe de sus labios la orden de vencer. Largo tiempo
perdurará el recuerdo de aquellos cuyas armas han levantado este tumulto. Para siempre será famoso el combate librado en el ancho Hiörungevaag.Las naves danesas, blancas y puras como vírgenes del océano, se deslizan a lo largo de las riberas. Algunas ya están vacías de marineros, muchos corceles que vagan por el agua ya no llevan sino cadáveres. En lo más alto de los mástiles se agitan las banderas. El viento de las espadas cortantes desgasta las camisas de hierro. ¡Cuántas vidas destruidas bajo las hondas y las lanzas! Sobre los grandes escudos, cantan las espadas desnudas.Cabezas y manos saltan por encima de la borda. A los lobos atraídos a la ribera, el mar les trae su presa.El vikingo hiende los cascos de bronce y corta las cotas más sólidas. El vikingo asesta golpes redoblados en la masa enemiga. Aquel que hace frente al vikingo corre al encuentro de la muerte.
Ningún arma permanece inactiva; los puños golpean los pechos; con rabia remolinean las espadas; las hachas buscan ávidamente los cráneos; en espesa nube vuelan las flechas; con grandes voces, cantan, sobre los escudos, las espadas ensangrentadas. Cuando brilla la espada fogosa, la cota, cosida bien tupida por las manos de las mujeres, se rasga de arriba a abajo; defensa inútil en lo sucesivo, buena para lanzar al mar.Los gavilanes de la mar se doblan y gimen bajo el peso de los muertos. Las espadas prontas a abrir heridas abaten a los héroes intrépidos; sobre las cabezas cantan las espadas relucientes; los cascos rotos ya no preservan de la muerte.Crece el fragor de la batalla. Se oye a lo lejos, en el mar y en tierra firme. Y he aquí que, ante el furor de los vikingos, en el huracán de dardos, entre los quejidos y el clamoreo, los hombres de Noruega retroceden.
Con la cólera y la desesperación en el corazón, el duque Haakon debe retroceder. Gana la playa y desembarca en la arena. Entonces, echa mano de un cuchillo afilado, hace venir a su hijo pequeño, Erling, un hermoso niño, y lo degüella, lo sacrifica a los dioses, invocando la victoria. No obstante, Bue el temible ha roto la línea enemiga. Su nave vuela a través de las filas. Hace un gran trabajo para los cuervos, y el canto de las espadas ahoga el rumor del mar.Y de repente, del norte, acude contra los vikingos la tempestad. Un tremendo temporal se abate sobre los guerreros de Dinamarca. El pedrisco crepita sobre los cascos; las nubes dejan caer piedras de hielo; el viento ciega a los héroes. Las heridas se abren, la sangre mana.
Cada pedrisco es tan grande como una moneda, y cada pedrisco le da a un hombre. La sangre roja se derrama por el mar, pero el agua del cielo borra pronto sus huellas. Con la lluvia se mezclan flechas y azagayas, y, de pronto, los nubarrones se animan: en la bruma, galopa y carga el ejército de las valquirias.¡Noruega, Noruega, un nuevo ardor te posee! ¡Lanza adelante, oh duque, la nave en que ondea tu bandera!En la proa de esta nave hay una mujer de pie. Los vikingos, llenos de espanto, lo han visto. Ella extiende los brazos; sus ojos lanzan llamas maravillosas; de sus dedos salen flechas, numerosas como las gotas de lluvia. Abte la horrible hechicera, caen los más nobles guerreros; nada puede salvarlos de la muerte. Nunca tan dura prueba ha sorprendido a unos héroes; nunca tan gran desorden ha turbado el inmenso mar.El miedo habla con su voz funesta a los oídos del duque Sigvald: «¡Saca a tus naves de la batalla, iza la vela, coge el timón! ¡Allá abajo donde está la tierra de Dinamarca, una esposa amada espera tu regreso!».
Las velas suben a lo alto de los mástiles, la ola impulsa a los barcos, en el viento hincha sus alas blancas, y hacía el horizonte huye Sigvald el cobarde.Pero Bue y Bagn no han huído. ¡Que se alejen hacia Dinamarca los barcos traidores! ¡Que otros, privados de guerreros, se dispersen a la ventura! en el de Bue y en el de Vagn permanecen los hombres valientes. El que los aborda es repelido con violencia, el que los ataca es precipitado al agua profunda.
Pero Bue, el héroe fornido, es golpeado duramente; su nasal está destrozado, sus labios, cortados, sus mejillas, rajadas, su mentón, roto. Pero el enemigo no lo capturará- En el fondo de la nave hay dos cofres llenos de tesoros. Bue se apodera de ellos y se arroja al mar, que traga al valiente.Vagn ha combatido como el águila; bajo su espada ha sometido a los más fuertes, a los más audaces. Ha dado a las aves de rapiña una abundante cantidad de alimento. Pero el número lo abruma, la fatiga lo aplasta; sus heridas le escuecen, su sangre le quema como el fuego. Con treinta de los suyos, es capturado por los noruegos.
Los vencedores ganaron la costa con sus prisioneros. Ataron a éstos unos con otros con una larga cadena y los encerraron bajo la vigilancia de esclavos. Luego, los noruegos encendieron fuegos, sacrificaron reses y prepararon un festín en el que pasaron el tiempo hasta el anochecer. Cuando estuvieron saciados, fueron a ver a los prisioneros, y el duque Haakon dijo feliz;— Señores, he decidido, para regocijaros después de la bebida, que todos estos vikingos sean decapitados antes de la noche; y he decidido también que el mas digno y mas glorioso de nosotros, Thorkel Lera, el primer guerrero de este país, lleve a cabo esta mueva proeza.— Ella no me asusta nada — Dijo Thorkel Lera —, y que pierda vuestra estima, señores, si me hago culpable de blandura. Acomodaos y ved actuar a la espada de Thorkel Lera.
Desataron a algunos de los vikingos mas heridos, y tres de ellos fueron arrastrados ante él. Los esclavos, ocupados hasta entonces en vigilarlos, les tiraron de los cabellos hacia atrás para que el cuello quedase bien al descubierto. Thorkel levantó su espada e hizo caer las tres cabezas una detrás de otra. Luego volviéndose hacia el duque, dijo orgullosamente:— Una vieja leyenda pretende que no pueden cortarse tres cabezas seguidas sin demudarse. ¿Es eso cierto, duque Haakon?El duque contestó:— Tu rostro no se ha demudado, Thorkel, durante la tarea, pero has palidecido, me parece, antes de empezarla.
Hicieron avanzar a un cuarto vikingo, que sufría también graves heridas y apenas podía moverse. Thorkel lo miró de hito en hito y le dijo:—Hete aquí buen cerca de la muerte, amigo mio. ¿Qué piensas de ello?
El vikingo respondió tranquilamente:—Pienso que esto mismo le llegó a mi padre, a mi abuelo y a todos mis antepasados, y que preciso es que me llegue a mi también. Los esclavos le hicieron arrodillarse, tiraron hacia sí de sus cabellos, y Thorkel lo mató.Trajeron al quinto vikingo. Thorkel Lera le preguntó:—¿No encuentras desagradable morir?El hombre dijo:—Sabe que las leyes de Iomosborg no enseñan ni el miedo ni el lamento. El mismo se inclinó y presentó el cuello a la espada.Con la sexta víctima, Thorkel repitió su pregunta y recibió esta respuesta:—Es preferible morir honrosamente como yo que vivir vergonzosamente como aquel que hace oficio de verdugo. El séptimo vikingo se acercó. Tenía en la mano un chuchillo que no habían podido arrebatarle.
Cuando Thorkel le hubo preguntado contestó:— Estoy contento de morir de este modo y sólo deseo una cosa, que tu golpe sea rápido y certero. En Iomosborg, hemos discutido muchas veces sobre si un hombre al que decapitan conserva algo de conocimiento en el instante que sigue a la caída de su cabeza. Quiero hacer esta experiencia con este cuchillo, y te ruego que me observes con atención cuando me hayas cortado la cabeza; si conservo algo de conocimiento, agitaré mi cuchillo; sin o, mis dedos lo dejarán escapar.Thorkel se lo prometió y le asestó un golpe rápido como el rayo. El vikingo cayó rodando al suelo y el cuchillo le saltó de la mano.
El octavo vikingo, hombre de aspecto feroz, con ojos encendidos, le respondió:—Moriré sin queja, como todos los vikingos de Ioms, pero no quiero ser tratado como un cordero. Permíteme sentarme; entonces, me golpearás en pleno rostro y observarás bien si cambio de expresión, pues éste es también un problema sobre el que no nos ponemos de acuerdo.Se hizo lo que él deseeaba, y Thorkel le golpeó con su espada en pleno rostro. Las facciones del vikingo permanecieron inmíviles, excepto los párpados, que se cerraron cuando la muerte los tocó.A continuación, los esclavos empujaron hacia adelante a un muchacho que tenía una magnífica cabellera rubia y sedosa.—No sientes mucho dejarnos tan pronto? — le preguntó Thorkel Lera.—¿Porqué habría de sentirlo? — respondió—.Lo mejor de mi vida ya ha pasado, y acabo de ver morir a tan grandes guerreros, que me sonrojo al pensar que yo pueda sobrevivirles. No obstante, me repugna ser arrastrado a la muerte por unos esclavos. Exigo que un hombre libre ture de mis cabellos, y que ponga cuidado en que la sangre que saltará no los manche.Un noruego se acercó y agarró la cabellera del adolescente. Tuvo que enroscarla varias veces en torno de sus muñecas, de tan largos y finos como eran sus rizos; luego, tiró violentamente. Thorkel hizo oscilar su espada, pero, en el preciso instante en que el arma caía, el vikingo hizo un movimiento hacia atras con la cabeza, de manera que el golpe alcanzó al que sostenía los cabellos y le cortó limpiamente los brazos a la altura del codo. El muchacho se puso en pie de un salto y exclamó echándose a reir.—¿Quién de vosotros, señores, ha olvidado sus manos entre mis cabellos?El duque Haakon dijo a los de su corte:—Verdaderamente, éstos son unos temibles adversarios; no conozco nada que esté a la altura de su valor y su astucia. Y, dirigiéndose a Thorkel Lera, añadió;—Apresurate a matar a todos los que todavía viven; sino, las cosas pueden tomar un mal cariz.
Entonces, su hijo, el duque Erik, que estaba a su lado, le hizo señas a Thorkel Lera de que esperase y dijo:—Dudo de que haya de terminar esta tarea. Su audacia y su genio me llenan, no de espanto, sino de admiración. Sería mas prudente ganarnos a estos valientes que exterminarlos como malhechores. Informémonos, por lo menos, de su ascendencia; la mayoría de ellos no pueden ser de raza vil.Y preguntó al joven vikingo cómo se llamaba.—Me llamo Svend, soy hijo de Bue el corpulento y de nobleza danesa.—¿Qué edad tienes?—Cumpliría dieciocho años el próximo invierno si viviera hasta entonces.—Vivirás; me comprometo a ello.Y le hizo entrar en su séquito. El duque Haakon frunció el ceño. Una cólera sorda le llenaba el pecho, pero la contenía, pues temía a Erik, que era querido en Noruega y resistía mal la autoridad paterna.—¡Sea! —dijo—, éste te pertenece. Y ahora, ¡que Thorkel Lera acabe de una vez!
Erik intervino de nuevo:—Todavía no. Quiero conversar con estos hombres y decidir sobre la suerte de cada uno de ellos. El duque Haakon guardó silencio. Trajeron a otro prisionero, que era alto, bello y de aspecto vigoroso. Thorkel le dijo: — Y tu vikingo, ¿no echas de menos alguna cosa, ahora que vas a morir?—Nada, dijo el hombre, salvo no haber podido cumplir antes una promesa solemne que hice.El duque Erik preguntó:—¿Cómo te llamas y cuál es la promesa?El vikingo respondió:—Soy Vagn, hijo de Aage y nieto de Palnatoke, el fionés.—¿Y tu promesa?—Me comprometí, su desembarcaba en el suelo de Noruega, a matar a Thorkel Lera, después de haberme acostado, contra su voluntad y la de los suyos, en la cama de Ingeborg, su hija, que es la doncella mas seductora del Norte. Y afirmo, señores, que moriré apesadumbrado, que habré malogrado mi vida, si no puedo cumplir mi promesa.
Al oir estas palabras, Thorkel Lera exclamó:—¡Ya te lo impediré yo!Se arrojó sobre Vagn, con la espada al puño. Pero su enemigo, rápido como el rayo, evitó el choque. Thorkel golpeó el aire y, arrastrado por el peso del arma, cayó pesadamente, perdiendo su espada. Vagn se apoderó de ella y, antes de que nadie pudiese detenerlo, dio con ella un golpe terrible en la nuca de Thorkel, diciendo:—Por lo menos habré cumplido la mitad de mi promesa y moriré contento a medias.El duque Haakon se levantó, presa de una extrema agitación, y acuciaba a sus hombres a matar a Vagn. Pero el duque Erik se precipitó delante de los noruegos y les dijo:—Si me es permitido levantar aquí la voz, os juro que antes pasareis por mi cadáver que tocareis a este vikingo.
El duque Haakon palideció. Vio a su hijo sereno y decidido; vio a sus fieles, vacilantes, bajar sus lanzas y retroceder; y extendió su mano en signo de paz.—No nos pelearemos por tan poca cosa, hijo mío —dijo—; que se haga tu voluntad, ya que eres tú, ahora, quien habla como dueño y señor.—Señor —respondió Erik—, algún día me daréis la razón por haberos conservado la vida de este hombre. Por lo que se refiere a Thorkel Lera, no os sorprendáis de su fin repentino. Vos mismo, padre mío, lo habéis anunciado hace un momento al decirle: «Has palidecido al comenzar tu tarea». Y nadie ignora que la palidez de la frente de aquel que va a dar muerte a otros es el presagio cierto de una muerte próxima.El ejército noruego levantó pronto el campo para volver a sus ciudades. Vagn se sentó junto al duque Erik. Cabalgó hasta el anochecer hasta que llegaron a la villa de Vigen. Y aquella noche, se acostó en la cama de Ingeborg, la virgen mas bella del Norte, y permaneció junto a ella todo el invierno".


Leyenda de la Mitología Nórdica

sábado, 19 de diciembre de 2009

"El Cuerno del Horror"

"Durante los últimos diez días Alhubel había estado cubierto de sol bajo el radiante clima invernal propio de su altura, superior a los mil ochocientos metros. Desde el amanecer hasta el crepúsculo, el sol (que tan sorprendente resultaba para quienes hasta ahora lo habían asociado con un disco pálido y tibio que brillaba vagamente a través del aire turbio de Inglaterra) había abierto su camino llameante a través de un azul de chispas, y todas las noches la helada serena y quieta había hecho que las estrellas titilaran como polvo de diamantes iluminado. Antes de Navidad había caído nieve suficiente para contentar a los esquiadores, y la pista grande, sobre la que nevaba todas las noches. El bridge y el baile servían para distraer la mayor parte de la noche, y a mí, que disfrutaba por primera vez de las alegrías de un invierno en Engadine, me parecía que una tierra y un cielo nuevos habían sido iluminados, calentados y refrigerados especialmente en beneficio de aquellos que, como yo mismo, habían sido lo bastante inteligentes como para reservar sus días de vacaciones para el invierno.Pero en esas condiciones ideales se produjo una ruptura: una tarde un velo vaporoso fue cubriendo el sol, y valle arriba, desde el noroeste, un viento helado que había recorrido millas de distancia sobre laderas cubiertas de hielo comenzó a batir los tranquilos salones de los cielos. Muy pronto se fue cubriendo de nieve, primero en copos pequeños que se movían casi horizontalmente ante el aliento congelado, y más tarde en copos tan gruesos como de plumón de cisne. Durante los quince días anteriores el destino de las naciones y la vida y la muerte me habían parecido de menos importancia que realizar determinados trazados de las cuchillas de patinaje sobre el hielo con la forma y el tamaño adecuados, pero ahora me parecía que la consideración primordial era regresar al hotel: era más prudente abandonar los giros entre las rocas antes de quedar congelado.Había acudido allí con mi primo, el profesor Ingram, famoso fisiólogo y alpinista. En la serenidad de la última quincena había hecho un par de ascensiones invernales, pero aquella mañana la sabiduría que tenía para el tiempo le había hecho desconfiar de los signos celestes, y en lugar de intentar el ascenso del Piz Passug, había aguardado a comprobar si se justificaban sus recelos. Se había quedado sentado por ello en el salón del admirable hotel, con los pies apoyados en las tuberías de la calefacción y la última entrega de la correspondencia de Inglaterra en sus manos. Incluía un panfleto concerniente al resultado de la expedición al monte Everest, que acababa de leer atentamente cuando entré yo.-Un informe muy interesante. -dijo pasándomelo- Y la verdad es que merecen conseguirlo el próximo año. Pero quién sabe lo que pueden entrañar esos dos mil últimos metros. Casi dos mil metros más cuando ya has subido cerca de siete mil no parece mucho, pero por el momento nadie sabe si la estructura humana puede soportar el esfuerzo a esa altura. Quizás no afecte sólo a los pulmones y el corazón, sino también al cerebro. Pueden producirse alucinaciones delirantes. De hecho, diría que los escaladores sufrieron ya una de esas alucinaciones, de no ser porque sé que no fue así.-¿A qué te refieres? -pregunté.-Sabrás que creyeron ver a gran altitud las huellas de un pie humano descalzo. A primera vista parece una alucinación. ¿Qué hay más natural que un cerebro excitado y estimulado por la altura extrema interpretara ciertas marcas en la nieve como las huellas de un ser humano? A esa altitud todo órgano corporal está esforzándose al máximo para realizar su trabajo, y el cerebro se fija en esas marcas de la nieve y dice: Sí, tengo razón, estoy haciendo mi trabajo y veo marcas en la nieve que afirmo son huellas humanas. Tú sabes que incluso a la altitud a la que nos encontramos el cerebro se muestra inquieto y ansioso, y me hablaste de la viveza de los sueños que tuviste anoche. Multiplica por tres ese estímulo con su consiguiente ansiedad e inquietud, y verás lo natural que resulta que el cerebro albergue ilusiones. Al fin y al cabo, ¿qué es el delirio que suele acompañar a la fiebre alta sino el esfuerzo del cerebro para realizar su trabajo bajo la presión de la condición febril? ¡Está tan ansioso por seguir percibiendo que percibe cosas que no existen!-Y sin embargo no crees que esas huellas humanas fueran ilusiones. -dije yo- Me dijiste que así lo habrías creído de no ser por alguna otra cosa.Se removió en su silla y se quedó un momento mirando por la ventana. El aire se había vuelto espeso ahora por la densidad de los grandes copos de nieve que transportaba el ventarrón del noroeste.-Así es. -añadió- Con toda probabilidad eran huellas humanas auténticas. Espero que fueran las de un ser que se parezca más a un hombre que a cualquier otra cosa. El motivo de que diga eso es que sé que esos seres existen. Incluso he tenido muy cerca a la criatura, llamémosla así, que podría dejar esas huellas, y te aseguro que, a pesar de mi curiosidad intensa, no deseé tenerla más cerca. Si la nevada no fuera tan densa podría enseñarte el lugar en donde la vi.Señaló por la ventana, más allá del valle, hacia donde se elevaba la enorme torre del Ungeheuerhorn, con el pico de roca tallada arriba como una especie de gigantesco cuerno de rinoceronte. Por lo que vi, la montaña sólo era practicable por un lado, y eso sólo para los mejores escaladores; por los otros tres una sucesión de repisas y precipicios los volvían imposibles de escalar. Seiscientos metros de roca perpendicular formaban la torre; abajo se extendían ciento cincuenta metros de cantos rodados, y hasta el borde de éstos crecían bosques densos de pino y alerces.-¿En el Ungeheuerhorn? -pregunté.-Sí. Hasta hace veinte años nadie lo había escalado, y yo mismo, como otros muchos, empleé mucho tiempo tratando de encontrar una ruta en él. Mi guía y yo pasamos a veces hasta tres noches en la choza que hay bajo el glaciar de Blumen, merodeando por los alrededores, y sólo por un golpe de suerte encontramos la ruta, pues la montaña parece todavía más impracticable desde el lado alejado que desde éste. Pero un día encontramos en el costado una fisura larga y transversal que conducía a una plataforma transitable; partía de allí un pasillo de hielo en pendiente que no se veía hasta que lo estabas pisando. Pero no necesité meterme en él.La sala grande en la que nos hallábamos sentados se estaba llenando de alegres grupos empujados allí por la repentina tormenta y nevada. Además la orquesta, esa herencia invariable de la hora del té en los establecimientos suizos, había comenzado a afinar los instrumentos para atacar el habitual popurrí de las obras de Puccini. Un momento después empezaban las azucaradas y sentimentales melodías.-¡Qué contraste tan extraño! -observó Ingram- Aquí estamos sentados, calientes y cómodos, dejando que estas melodías infantiles acaricien nuestros oídos mientras en el exterior la gran tormenta se va haciendo más violenta a cada momento, arremolinándose alrededor de los austeros riscos del Ungeheuerhorn: el Cuerno del Horror, pues eso es lo que fue en realidad para mí.-Quiero oír toda la historia -intervine- Cada detalle: si la historia es breve, alárgala. Quiero saber por qué es tu Cuerno del Horror.-Bien, Chanton y yo (él era mi guía) solíamos pasar varios días merodeando por los riscos, avanzando un poco por un lado para luego vernos detenidos, y ganando quizás ciento cincuenta metros por otro lado para vernos enfrentados después a un obstáculo insuperable, hasta el día en que, por suerte, encontramos la ruta. A Chanton no le gustaba ese trabajo, por alguna razón que yo no podía ni sospechar. No era por la dificultad o el peligro de la escalada, pues era el hombre con menos miedo que he conocido nunca frente a las rocas y el hielo, pero siempre insistía en que abandonáramos la montaña y regresáramos a la cabaña de Blumen antes del crepúsculo.No se sentía tranquilo ni siquiera cuando habíamos regresado a nuestro abrigo y habíamos cerrado la puerta con una barra, y me acuerdo bien de una noche en la que, mientras cenábamos, escuchamos a un animal, probablemente un lobo, que aullaba en algún lugar del exterior. Se apoderó de él un pánico auténtico, y creo que no pegó ojo hasta el amanecer. Se me ocurrió entonces que pudiera existir alguna leyenda horrible acerca de la montaña, relacionada posiblemente con su nombre, por lo que al día siguiente le pregunté el motivo de que se llamara el Cuerno del Horror. Al principio evadió la pregunta y dijo que, lo mismo que el Schreckhorn, debía ese nombre a sus precipicios y a las rocas caídas; pero cuando le presioné un poco reconoció que existía una leyenda que le había contado su padre. Se suponía que había allí criaturas que vivían en sus cuevas, de forma humana y cubiertas de un pelo negro y largo salvo en el rostro y las manos. Su estatura era baja, aproximadamente un metro veinte, pero su agilidad y fuerza eran prodigiosas y debían ser los restos de alguna raza salvaje y primitiva. Parecía que se hallaban todavía en una fase ascendente de la evolución, o eso conjeturé yo, pues se contaba que algunas veces habían raptado chicas jóvenes, pero no como presa, ni para someterlas al destino de los cautivos de los caníbales, sino para tener descendencia. También habían raptado a hombres jóvenes para emparejarlos con las mujeres de su tribu. Tal como te digo, daba la impresión de que esas criaturas tendieran hacia la humanidad.Como es natural no me creí una palabra, sobre todo pensando en el día de hoy. Quizás hace siglos pudieran haber existido esos seres, y por la tenacidad extraordinaria de la tradición las noticias sobre ellos pudieron ser transmitidas de generación en generación y escucharse todavía en los hogares de los campesinos. En cuanto a su número, Chanton me contó que un hombre que gracias a su velocidad con los esquíes pudo escapar para contar la historia vio en una ocasión a tres de ellos juntos. Afirmó que aquel hombre no era otro que su abuelo, a quien una tarde de invierno se le hizo de noche mientras cruzaba los densos bosques que hay bajo el Ungeheuerhorn, y Chanton suponía que aquellos seres habían descendido a altitudes tan bajas buscando alimento por causa de la severidad del clima invernal, pues en todas las otras ocasiones sólo se les había visto entre las rocas de la propia cumbre. Habían perseguido a su abuelo, que entonces era un hombre joven, a un paso extraordinariamente rápido, corriendo a veces erguidos como hombres, y otras veces a cuatro patas, a la manera de los animales, y sus aullidos eran como el que habíamos escuchado aquella misma noche en la cabaña de Blumen. Ésa fue, en todo caso, la historia que me contó Chanton, y lo mismo que te pasa a ti la consideré como una absurda superstición. Pero al día siguiente tuve motivos para reconsiderar mi opinión.Ese día, después de una semana de exploración, fue cuando dimos con la única ruta actualmente conocida hasta nuestra cumbre. Partimos en cuanto hubo luz suficiente para escalar, pues como podrás imaginarte es imposible escalar esas rocas dificilísimas con la luz de la luna o de una linterna. Vimos la fisura alargada de la que te he hablado, exploramos la plataforma que desde abajo parecía terminar en el vacío, y formando una escalera con los picos ascendimos por el pasillo que sube desde allí. De ahí en adelante hay una escalada en roca de considerable dificultad, pero sin descubrir nada angustioso, hacia las nueve de la mañana estábamos arriba. No nos quedamos allí mucho tiempo, pues cuando el sol calienta en ese lado de la montaña se corre el riesgo de que caigan piedras al soltarse del hielo que las sujeta, y cruzamos la plataforma en la que las caídas son más frecuentes. Después teníamos que descender por la larga fisura, lo que no era muy difícil, y habíamos terminado nuestro trabajo a mediodía, encontrándonos los dos, como podrás imaginar, en un estado de euforia máxima.Se abría entonces ante nosotros una larga y fatigosa caminata por entre los enormes cantos rodados que habían caído al pie del risco. Allí la ladera es muy porosa y se extendían grandes cuevas hasta la montaña. Nos habíamos desatado en la base de la fisura y estábamos deshaciendo el camino como mejor sabíamos entre aquellas rocas caídas, muchas de ellas más grandes que una casa, cuando al rodear una de ellas vi algo que evidenciaba que las historias que me había contado Chanton no eran ningún fragmento de una superstición tradicional.A menos de veinte metros de mí estaba uno de esos seres de los que Chanton había hablado. Estaba allí desnudo, calentándose boca arriba con el rostro vuelto hacia el sol, que sus ojos estrechos contemplaban sin pestañear. En cuanto a la forma era totalmente humano, aunque el crecimiento del pelo, que cubría por igual miembros y tronco, ocultaba casi totalmente su piel bronceada. Pero el rostro carecía de pelo, salvo en las mejillas y la barbilla, lo que me permitió contemplar un semblante de bestialidad sensual y malévola que me dejó horrorizado. De haber sido un animal, apenas habría sentido un estremecimiento ante su grosero animalismo; el horror estaba en el hecho de que era un hombre. Estaba allí tumbado junto a un par de huesos roídos, y terminada la comida se relamía perezosamente los labios protuberantes, de los que brotaba como un ronroneo de alegría. Con una mano se rascaba el pelo grueso del vientre, con la otra sujetaba uno de los huesos, que en ese momento se partió por la mitad bajo la presión de sus dedos. Pero mi horror no se basó en la información acerca de lo que les ocurría a quienes eran apresados por esos seres; se debía tan sólo a la proximidad de algo tan humano y tan infernal. La cumbre, que tanta satisfacción y euforia nos había producido sólo unos momentos antes al lograr coronarla, se convirtió verdaderamente para mí en un Ungeheuerhorn, pues era el hogar de unos seres más horribles de los que habría podido producir el delirio de una pesadilla.Chanton estaba unos doce pasos detrás de mí, y con un movimiento hacia atrás de la mano le indiqué que se detuviera. Después, retrocediendo yo mismo con infinita precaución, para no atraer la mirada de esa criatura, rodeé la roca por el otro lado, susurrándole lo que había visto, dimos un largo rodeo, escudriñando desde cada esquina y agachados, pues no sabíamos si al siguiente paso daríamos con otro de esos seres, o si por la boca de una de las cuevas de la ladera aparecería otro de esos rostros temibles y sin pelo, llevando esa vez los pechos y la señal de la mujer. Eso habría sido lo peor de todo.La suerte nos favoreció, pues nos abrimos camino entre los cantos rodados y las piedras sueltas, que en cualquier momento habrían podido crujir y traicionarnos, sin que se repitiera mi experiencia, y cuando nos encontramos entre los árboles corrimos como si las propias Furias nos persiguieran. Ahora entendía, aunque creo que no soy capaz de transmitirlo, los recelos de la mente de Chanton cuando me hablaba de aquellos seres. Era su humanidad misma lo que los volvía tan terribles, el hecho de que fueran de nuestra misma raza, pero de un tipo tan abismalmente degradado que el más brutal e inhumano de los hombres habría parecido angélico en comparación.La música de la pequeña banda había terminado antes que la narración, y los grupos de conversadores sentados junto a la mesa de té se habían dispersado. Se detuvo un momento.-Lo que experimenté entonces fue un horror del espíritu, del que verdaderamente creo no haberme recuperado totalmente. -siguió diciéndome- Entonces vi lo terrible que puede ser un ser vivo, y en consecuencia lo terrible que era la vida misma. Supongo que en todos nosotros habita algún germen heredado de esa bestialidad inefable, y quién sabe si, aunque parece haberse vuelto estéril con el curso de los siglos, no podrá fructificar de nuevo. Cuando vi tomar el sol a esa criatura contemplé el abismo del que hemos salido a rastras. Y esas criaturas están tratando de salir ahora, si es que existen todavía, pues lo cierto es que en los últimos veinte años no se sabe de nadie que los haya visto, hasta que encontramos esta historia de las huellas vistas por los escaladores del Everest. Si la historia es auténtica, si el grupo no las confundió con las huellas de algún oso, o por qué no de unos pasos humanos, es como si todavía existiesen esos restos varados de la humanidad.Ingram había contado bien su historia; pero sentados en esa habitación cálida y civilizada no me había comunicado de una forma viva el horror que, claramente, había sentido él. Acepto que intelectualmente podía apreciar su horror, pero la verdad es que mi espíritu no se estremeció interiormente.-Resulta extraño que tu gran interés por la fisiología no venciera tus vacilaciones. Estabas contemplando una forma de hombre que probablemente es más remota que los más antiguos restos humanos. ¿Acaso no había algo en tu interior que te decía que aquello tenía un significado apasionante?Lo negó con un gesto.-No: lo único que quería era escapar. Tal como te he dicho, no era el terror hacia lo que nos podía aguardar si nos capturaban, según la historia de Chanton; era un horror absoluto ante la criatura. Me estremecí ante aquello.Aquella noche aumentó la violencia de la nevada y la tormenta, y dormí inquieto, saliendo una y otra vez del sueño por los fuertes golpes del viento al sacudir mis ventanas, como si exigiera imperiosamente ser admitido. Venía en ráfagas hinchadas entremezcladas con extraños ruidos cuando menguaba un momento, con aleteos y quejidos que se convertían en gritos cuando retornaba su furia. Sin duda esos ruidos se mezclaron en mi conciencia amodorrada y somnolienta, y en una ocasión salí de la pesadilla imaginando que las criaturas del Cuerno del Horror estaban en mi balcón golpeando los cerrojos de la ventana. La tormenta pasó antes de que amaneciera y al despertar vi la nieve cayendo rápida y densa en el aire. La nevada prosiguió tres días sin cesar, y cuando acabó la siguió una helada como nunca en mi vida había experimentado. Una noche el termómetro marcó cuarenta y cinco grados bajo cero, y más la noche siguiente, por lo que no era capaz de imaginar el frío que debía hacer en los riscos del Ungeheuerhorn. Creí que sería suficiente para acabar por completo con sus habitantes secretos: ese día, hacía veinte años, mi primo había perdido una oportunidad de estudio que probablemente no volvería a tener ni él ni ningún otro.Una mañana recibí la carta de un amigo que me decía que había llegado a la vecina estación invernal de St. Luigi, y me proponía que fuera a patinar con él durante la mañana para almorzar después juntos. El lugar se encontraba a unos cuatro kilómetros si se tomaba el camino de las laderas bajas cubiertas de bosques de pinos, por encima de las cuales se encontraban los bosques empinados bajo las primeras pendientes rocosas del Ungeheuerhorn. Llevando a la espalda una mochila con los patines, me deslicé con los esquíes sobre las pendientes arboladas y tomé una pendiente que en un suave descenso que me conducía hasta St. Luigi. El día estaba encapotado, las nubes oscurecían totalmente las cumbres más altas, aunque el sol resultaba visible, pálido y sin brillo, por entre la niebla.Mejoró conforme pasaba la mañana y pude deslizarme hacia St. Luigi bajo un firmamento centelleante. Patinamos, almorzamos y después, como parecía que retornaba el mal tiempo, inicié el viaje de regreso hacia las tres. Apenas había entrado en los bosques cuando por arriba se espesaron las nubes y madejas e hilachas de éstas comenzaron a descender entre los pinares que cruzaba mi camino. Diez minutos más tarde su opacidad había aumentado tanto que apenas sí podía ver a un par de metros delante de mí. Enseguida me di cuenta de que debía haberme salido del camino, pues me cerraban el paso matorrales con las puntas cubiertas de nieve, y al retroceder para encontrarlo de nuevo confundí totalmente la dirección. Pero aunque el avance era difícil sabía que bastaba con que siguiera ascendiendo, pues de ese modo llegaría a la cresta de las colinas bajas y podría descender desde allí al valle abierto en donde estaba Alhubel. De modo que seguí avanzando, dando traspiés y resbalando, e incapaz por el espesor de la nieve de quitarme los esquíes, pues de haberlo hecho me habría hundido hasta las rodillas a cada paso.El ascenso proseguía y al mirar el reloj vi que hacía ya casi una hora que había salido de St. Luigi, período más que suficiente para completar el viaje. Seguía todavía aferrado a la idea de que, aunque debía de haberme alejado de la ruta adecuada, con toda seguridad llegaría a la parte de arriba y podría encontrar el camino descendente hasta el siguiente valle. Fue entonces cuando observé que la niebla se iba llenando de un color rosado, y aunque deduje por ello que el crepúsculo debía estar próximo, me consolé pensando que sin duda la niebla se levantaría en cualquier momento descubriéndome mi posición. Pero el hecho de que pronto fuera a anochecer me obligaba a defenderme mentalmente contra esa desesperación de la soledad que roe el corazón de un hombre perdido en el bosque o en una ladera hasta el punto de que, aunque tiene todavía mucho vigor en sus miembros, pierde la fuerza nerviosa y no puede hacer otra cosa que tumbarse y abandonarse a lo que le reserva el destino... Lo que escuché entonces me hizo pensar que la soledad era en realidad una bendición, pues había un destino peor que el de estar solo. Lo que oí se asemejaba al aullido de un lobo y procedía de un lugar no muy alejado de mí, donde la cresta -¿era una cresta?- seguía elevándose recubierta de pinos.Repentinamente el viento sopló a mi espalda agitando la nieve congelada de las ramas de los pinos y barriendo la niebla lo mismo que una escoba barre el polvo del suelo. Ante mí se extendía radiante el cielo sin nubes, cargado ya del color rojo del crepúsculo, y delante vi que había llegado a la linde misma del bosque que durante tanto tiempo había recorrido. Pero no encontré delante ningún valle en el que pudiera penetrar, sino la fuerte pendiente de cantos rodados y rocas que se elevaban al pie del Ungeheuerhorn. ¿De dónde procedía entonces el grito de lobo que me había paralizado el corazón? Pude verlo.A menos de veinte metros había un tronco caído y se apoyaba en él uno de los habitantes del Cuerno del Horror: era una mujer. Estaba envuelta por una espesa capa de cabellos grises y en forma de mechones, desde la cabeza le caía el pelo sobre los hombros y el pecho, del que colgaban unos pechos marchitos y oscilantes. Al mirarle el rostro entendí lo que había sentido Ingram, pero no sólo con la mente, sino también con un estremecimiento del espíritu. Jamás una pesadilla había dado forma a un semblante tan terrible; la belleza del sol y las estrellas, y de los animales del campo y de la amigable raza de los hombres no podía expiar una encarnación tan infernal del espíritu de la vida. Un bestialismo insondable modelaba la boca babeante y los hombros estrechos; contemplé el abismo mismo, y supe que desde ese abismo en cuyo borde yo me inclinaba habían subido, escalándolo, generaciones de hombres.¿Y si esa plataforma se deshacía delante de mí y me enviaba directamente a sus profundidades inferiores...?Ella sostenía con una mano los cuernos de una gamuza que luchaba y pateaba. Un golpe de una pata trasera del animal dio en su muslo seco, y ella, con un gruñido de cólera, cogió la pata con la otra mano, y con la facilidad con la que un hombre puede sacar de su vaina un tallo de hierba de la pradera, se la arrancó del cuerpo dejando la piel desgarrada colgando alrededor de la herida abierta. Entonces, llevándose a la boca el miembro rojo y sangrante, lo chupó como haría un niño con un palo de caramelo. Sus dientes oscuros penetraron en la carne y los cartílagos y después se relamió los labios con un sonido de satisfacción. Dejó entonces la pata a un lado, volvió a contemplar el cuerpo de la presa, que se estremecía ahora en sus convulsiones mortales, y con un dedo y el pulgar le sacó un ojo. Le clavó los dientes y crujió como una nuez de cascara blanda.Debí pasar algunos segundos observándola en pie, preso de una indescriptible catalepsia de terror, mientras a través de mi cerebro repiqueteaba la orden que el pánico enviaba a mis miembros encogidos: Vete, vete mientras tengas tiempo. Recuperando la capacidad de mis músculos y articulaciones, traté de colocarme tras un árbol para ocultarme a esa aparición. Pero la mujer -¿debo llamarla así?- debió captar el movimiento, pues levantó la vista que tenía fija en el festín vivo y me vio.Inclinó el cuello, dejó caer su presa y, alzándose a medias, comenzó a moverse hacia mí. Al hacerlo abrió la boca y lanzó un aullido como el que había oído un momento antes. Le respondió otro, aunque débil y distante.Deslizándome, con las puntas de los esquíes tropezando en los obstáculos que había bajo la nieve, me lancé colina abajo entre los pinos. El sol descendente se hundía bajo una elevación montañosa, enrojeciendo con sus últimos rayos la nieve y los pinos. La mochila, con los patines dentro, se sacudía de un lado para otro a mi espalda, y una rama baja de un pino me había quitado de la mano un bastón de esquiar, pero no podía permitirme ni un sólo segundo para recuperarlo. No miraba hacia atrás y no sabía a qué velocidad iba mi perseguidora, o si todavía me perseguía, pues toda mi mente y mi energía, que volvían a funcionar a pleno rendimiento por la tensa situación de pánico, estaban dedicadas a alejarme colina abajo y salir del bosque tan rápidamente como me lo pudieran permitir mis piernas. Durante unos momentos no oí otra cosa que la nieve que siseaba a mi paso, y el crujido de los matorrales cubiertos de nieve bajo mis pies, hasta que muy cerca y detrás de mí volvió a sonar el aullido de lobo y escuché unos pasos distintos a los míos.La cinta de la mochila se había movido, y como dentro los patines se agitaban de un lado a otro, rozaba y presionaba mi garganta, impidiendo que entrara libremente el aire que, bien lo sabía Dios, mis fatigados pulmones necesitaban desesperadamente, por lo que sin detenerme la deslicé para dejar libre el cuello y la sostuve con la mano que había quedado libre por la pérdida del bastón. Con ese cambio me moví con algo más de facilidad, y no muy distante pude ver entonces, más abajo, el camino del que me había apartado. Si podía llegar hasta él, el deslizamiento más suave me permitiría seguramente distanciar a mi perseguidora, pues incluso en un terreno más accidentado sólo lentamente se aproximaba a mí, y la visión de esa cinta que se extendía sin impedimentos colina abajo permitió que un rayo de esperanza cruzara el pánico negro de mi alma. Con esa esperanza llegó también el deseo insistente de ver quién o qué me perseguía, por lo que me permití una mirada hacia atrás. Era ella, la bruja a la que había visto entregada a su horripilante comida; sus largos pelos grises volaban hacia atrás con el movimiento, su boca parloteaba y farfullaba, sus dedos se movían como asiendo algo, como si se hubieran cerrado ya sobre mí.Pero el camino ya estaba cerca y supongo que esa proximidad me hizo dejar de ser precavido. Un grupo de arbustos cubiertos de nieve se hallaba en mi camino, y creyendo que podría saltar por encima de él tropecé y caí ahogándome en la nieve. Muy cerca de mí escuché un ruido maníaco, mitad grito y mitad risotada, y antes de que pudiera recobrarme sus dedos estaban agarrándome el cuello, con una fuerza que me hacía pensar que lo tenía metido en un torno de acero. Pero mi mano derecha, aquella con la que sujetaba la mochila de los patines, estaba libre, y con un movimiento desde atrás hacia adelante la lancé en toda la longitud de la correa, y supe que mi golpe desesperado había dado en algún lugar del objetivo. Antes incluso de que pudiera mirar sentí que se relajaba el apretón en mi cuello, al tiempo que algo caía encima del matorral mismo que me había atrapado. Me puse en pie y me di la vuelta.Allí estaba ella, agitándose y estremeciéndose. El talón de uno de los patines, traspasando la piel delgada de la mochila, le había golpeado en una sien, de la que brotaba sangre, pero a unos cien metros vi a otra de esas figuras que bajaba hacia allí, dando grandes saltos. El pánico volvió a sobrecogerme y me apresuré a recorrer el camino liso y blanco que llevaba hasta las luces del pueblo. Ni una sola vez me detuve en mi camino: no volvería a tener seguridad hasta que hubiera regresado a las guaridas de los hombres. Me precipité contra la puerta del hotel y grité pidiendo que me dejaran entrar, aunque sólo hubiera tenido que girar el asa para hacerlo; y una vez más, como cuando Ingram me contó su historia, encontré el sonido de la banda, las voces conversando y también estaba allí él; levantó la vista y se puso rápidamente en pie ante mi ruidosa entrada.-También yo los he visto. -grité- Mira mi mochila. ¿No hay sangre en ella? Es la sangre de uno de ellos, una mujer, una bruja que mientras yo la miraba arrancó la pata de una gamuza, y me persiguió por ese maldito bosque. Yo...No sé si fui yo quien dio la vuelta, o si la habitación pareció girar a mi alrededor, pero me oí caer sobre el suelo, y en el siguiente instante de conciencia me encontré en la cama. Allí estaba Ingram, que me dijo que estaba totalmente a salvo, y otro hombre, un desconocido, que pinchaba mi brazo con la aguja de una jeringa, y me tranquilizaba...Uno o dos días más tarde pude dar una descripción coherente de mi aventura, y tres o cuatro hombres armados con escopetas siguieron mi rastro. Encontraron el matorral con el que había tropezado junto al cual un charco de sangre había empapado la nieve, y siguiendo las huellas de mis esquíes dieron con el cuerpo de una gamuza a la que le habían arrancado una de las patas traseras y le habían vaciado un ojo. Eso es lo único que puedo aportar al lector para corroborar mi historia, y personalmente imagino que la criatura que me persiguió no murió por causa de mi golpe, o que sus compañeros se llevaron el cadáver... en cualquier caso, el incrédulo puede merodear por las cuevas del Ungeheuerhorn para ver si sucede algo que pueda convencerle".

E. F. Benson

viernes, 18 de diciembre de 2009

"Donde Suben y Bajan las Mareas"

"Soñé que había hecho algo horrible, tan horrible, que se me negó sepultura en tierra y en mar, y ni siquiera había infierno para mí. Esperé algunas horas con esta certidumbre. Entonces vinieron por mí mis amigos, y secretamente me asesinaron, y con antiguo rito y entre grandes hachones encendidos, me sacaron.Esto acontecía en Londres, y furtivamente, en el silencio de la noche, me llevaron a lo largo de calles grises y por entre míseras casas hasta el río. Y el río y el flujo del mar pugnaban entre bancos de cieno, y ambos estaban negros y llenos de los reflejos de las luces. Una súbita sorpresa asomó a sus ojos cuando se les acercaron mis amigos con sus hachas fulgurantes. Y yo lo veía, muerto y rígido, porque mi alma aún estaba entre mis huesos, porque no había infierno para ella, porque se me había negado sepultura cristiana.Me bajaron por una escalera cubierta de musgo y viscosidades, y así descendí poco a poco al terrible fango. Allí, en el territorio de las cosas abandonadas, excavaron una fosa. Después me depositaron en la tumba, y de repente arrojaron las antorchas al río. Y cuando el agua extinguió el fulgor de las teas, se vieron, pálidas y pequeñas, nadar en la marea; y al punto se desvaneció el resplandor de la calamidad, y advertí que se aproximaba la enorme aurora; mis amigos se taparon los rostros con sus capas, y la solemne procesión se dispersó, y mis amigos fugitivos desaparecieron calladamente.Entonces volvió el fango cansadamente y lo cubrió todo, menos mi cara. Allí yacía solo, con las cosas olvidadas, con las cosas amontonadas que las mareas no llevarán más adelante, con las cosas inútiles y perdidas, con los ladrillos horribles que no son tierra ni piedra. Nada sentía, porque me habían asesinado; mas la percepción y el pensamiento estaban en mi alma desdichada. La aurora se abría, y vi las desoladas viviendas amontonadas en la margen del río, y en mis ojos muertos penetraban sus ventanas muertas, tras de las cuales había fardos en vez de ojos humanos.Y tanto hastío sentí al mirar aquellas cosas abandonadas, que quise llorar, mas no pude porque estaba muerto. Supe entonces lo que jamás había sabido: que durante muchos años aquel rebaño de casas desoladas había querido llorar también, mas, por estar muertas, estaban mudas. Y supe que también las cosas olvidadas hubiesen llorado, pero no tenían ojos ni vida. Y yo también intenté llorar, pero no había lágrimas en mis ojos muertos. Y supe que el río podía habernos cuidado, podía habernos acariciado, podía habernos cantado, mas él seguía corriendo sin pensar más que en los barcos maravillosos.Por fin, la marea hizo lo que no hizo el río, y vino y me cubrió, y mi alma halló reposo en el agua verde, y se regocijó, e imaginó que tenía la sepultura del mar. Mas con el reflujo descendió el agua otra vez, y otra vez me dejó solo con el fango insensible, con las cosas olvidadas, ahora dispersas, y con el paisaje de las desoladas casas, y con la certidumbre de que todos estábamos muertos.En el negro muro que tenía detrás, tapizado de verdes algas, despojo del mar, aparecieron oscuros túneles y secretas galerías tortuosas que estaban dormidas y obstruidas. De ellas bajaron al cabo furtivas ratas a roerme, y mi alma se regocijó creyendo que al fin se vería libre de los malditos huesos a los que se había negado entierro.Pero pronto se apartaron las ratas y murmuraron entre sí. No volvieron más. Cuando descubrí que hasta las ratas me execraban, intenté llorar de nuevo. Entonces, la marea vino retirándose, y cubrió el espantoso fango, y ocultó las desoladas casas, y acarició las cosas olvidadas, y mi alma reposó por un momento en la sepultura del mar. Luego me abandonó otra vez la marea. Y sobre mí pasó durante muchos años arriba y abajo. Un día me encontró el Consejo del Condado y me dio sepultura decorosa. Era la primera tumba en que dormía. Pero aquella misma noche mis amigos vinieron por mi, y me exhumaron, y me llevaron de nuevo al hoyo somero del fango.Una y otra vez hallaron mis huesos sepultura a través de los años, pero siempre al fin del funeral acechaba uno de aquellos hombres terribles, quienes, no bien caía la noche, venían, me sacaban y me volvían nuevamente al hoyo del fango. Por fin, un día murió el último de aquellos hombres que hicieron un tiempo la terrible ceremonia conmigo. Oí pasar su alma por el río al ponerse el sol. Y esperé de nuevo.Pocas semanas después me encontraron otra vez, y de nuevo me sacaron de aquel lugar en que no hallaba reposo, y me dieron profunda sepultura en sagrado, donde mi alma esperaba descanso. Y al punto vinieron hombres embozados en capas y con hachones encendidos para volverme al fango, porque la ceremonia había llegado a ser tradicional y de rito. Y todas las cosas abandonadas se mofaron de mí en sus mudos corazones cuando me vieron volver, porque estaban celosas de que hubiese dejado el fango. Debe recordarse que yo no podía llorar.Y corrían los años hacia el mar adonde van las negras barcas, y las grandes centurias abandonadas se perdían en el mar, y allí permanecía yo sin motivo de esperanza y sin atreverme a esperar sin motivo por miedo a la terrible envidia y a la cólera de las cosas que ya no podían navegar.Una vez se desató una gran borrasca que llegó hasta Londres y que venía del mar del Sur; y vino retorciéndose río arriba empujada por el viento furioso del Este. Y era más poderosa que las espantosas mareas, y pasó a grandes saltos sobre el fango movedizo. Y todas las tristes cosas olvidadas se regocijaron y mezcláronse con cosas que estaban más altas que ellas, y pulularon otra vez entre los señoriles barcos que se balanceaban arriba y abajo. Y sacó mis huesos de su horrible morada para no volver nunca más, esperaba yo, a sufrir la injuria de las mareas. Y con la bajamar cabalgó río abajo, y dobló hacia el Sur, y tornóse a su morada. Y repartió mis huesos por las islas y por las costas de felices y extraños continentes. Y por un momento, mientras estuvieron separados, mi alma se creyó casi libre.Luego se levantó, al mandato de la Luna, el asiduo flujo de la marea, y deshizo en un punto el trabajo del reflujo, y recogió mis huesos de las riberas de las islas de sol, y los rebuscó por las costas de los continentes, y fluyó hacia el Norte hasta que llegó a la boca del Támesis, y subió por el río y encontró el hoyo en el fango, y en él dejó caer mis huesos; y el fango cubrió algunos y dejó otros al descubierto, porque el fango no cuida de las cosas abandonadas.Llegó el reflujo, y vi los ojos muertos de las cosas y la envidia de las otras cosas olvidadas que no había removido la tempestad. Y transcurrieron algunas centurias más sobre el flujo y el reflujo y sobre la soledad de las cosas olvidadas. Y allí permanecía, en la indiferente prisión del fango, jamás cubierto por completo ni jamás libre, y ansiaba la gran caricia cálida de la tierra o el dulce regazo del mar.A veces encontraban los hombres mis huesos y los enterraban, pero nunca moría la tradición, y siempre me volvían al fango los sucesores de mis amigos. Al fin dejaron de pasar los barcos y fueron apagándose las luces; ya no flotaron más río abajo las tablas de madera, y en cambio llegaron viejos árboles descuajados por el viento, en su natural simplicidad.Al cabo percibí que dondequiera a mi lado se movía una brizna de hierba y el musgo crecía en los muros de las casas muertas. Un día, una rama de cardo silvestre pasó río abajo. Por algunos años espié atentamente aquéllas señales, hasta que me cercioré de que Londres desaparecía. Entonces perdí una vez más la esperanza, y en toda la orilla del río reinaba la ira entre las cosas perdidas, pues nada se atrevía a esperar en el fango abandonado. Poco a poco se desmoronaron las horribles casas, hasta que las pobres cosas muertas que jamás tuvieron vida encontraron sepultura decorosa entre las plantas y el musgo. Al fin apareció la flor del espino y la clemátide. Y sobre los diques que habían sido muelles y almacenes se irguió al fin la rosa silvestre. Entonces supe que la causa de la Naturaleza había triunfado y que Londres había desaparecido.El último hombre de Londres vino al muro del río, embozado en una antigua capa, que era una de aquellas que un tiempo usaron mis amigos, y se asomó al pretil para asegurarse de que yo estaba quieto allí; se marchó y no le volví a ver: había desaparecido a la par que Londres.Pocos días después de haberse ido el último hombre entraron las aves en Londres, todas las aves que cantan. Cuando me vieron, me miraron con recelo, se apartaron un poco y hablaron entre sí.Sólo pecó contra el Hombre. -dijeron- No es cuestión nuestra.Seamos buenas con él. -dijeron.Entonces se me acercaron y empezaron a cantar. Era la hora del amanecer, y en las dos orillas del río, y en el cielo, y en las espesuras que un tiempo fueron calles, cantaban centenares de pájaros. A medida que el día adelantaba, arreciaban en su canto los pájaros; sus bandadas espesábanse en el aire, sobre mi cabeza, hasta que se reunieron miles de ellos cantando, y después millones, y por último no pude ver sino un ejército de alas batientes, con la luz del sol sobre ellas, y breves claros de cielo. Entonces, cuando nada se oía en Londres más que las miríadas de notas del canto alborozado, mi alma se desprendió de mis huesos en el hoyo del fango y comenzó a trepar sobre el canto hacia el cielo. Y pareció que se abría entre las alas de los pájaros un sendero que subía y subía, y a su término se entreabría una estrecha puerta del Paraíso. Y entonces conocí por una señal que el fango no había de recibirme más, porque de repente me encontré que podía llorar.En este instante abrí los ojos en la cama de una casa de Londres, y fuera, a la luz radiante de la mañana, trínaban unos gorriones sobre un árbol; y aún había lágrimas en mi rostro, pues la represión propia se debilita en el sueño. Me levanté y abrí de par en par la ventana, y extendiendo mis manos sobre el jardincillo, bendije a los pájaros cuyos cantos me habían arrancado a los turbulentos y espantosos siglos de mi sueño".

Lord Dunsany