El Recolector de Historias

El Recolector de Historias

domingo, 10 de enero de 2010

"El Diario del Señor Poynter"

"La sala de una casa de subastas de libros prestigiosa y antigua de Londres es, desde luego, un importante lugar de encuentro para coleccionistas, bibliotecarios y marchantes, no sólo durante la puja sino más especialmente quizá, cuando se hallan expuestos los libros que se van a subastar. Fue en una de estas salas donde empezaron la serie de sucesos sorprendentes que hace unos meses me refirió con detalle la persona a la que afectaron de manera principal, a saber: el señor James Denton, Lic. en Letras, M. de la Soc. de Ant., etc, etc, en otro tiempo residente en Trinity Hall y hoy, o hasta hace poco, en Rendcomb Manor, condado de Warwick.Hace unos años, por primavera, pasó unos días en Londres, dedicado principalmente a hacer gestiones para amueblar la casa que acababa de construir en Rendcomb. Tal vez os decepcione saber que Rendcomb Manor es un edificio reciente, pero eso es algo que yo no puedo remediar. La verdad es que había habido allí una casa antigua, pero no había destacado ni por su belleza ni por su interés. Y aunque hubiese sido así, ni la belleza ni el interés la habrían salvado del incendio devastador que un par de años antes del comienzo de mi historia la arrasó por completo. Me alegra decir que se salvó cuanto contenía de valor, y que estaba asegurada. De manera que el señor Denton pudo afrontar con relativa alegría la tarea de construir una morada nueva y bastante más cómoda, para él y para su tía, que constituía toda su familia.Dado que estaba en Londres, con tiempo de sobra, y no lejos de la casa de subastas a la que someramente me acabo de referir, al señor Denton se le ocurrió que podía detenerse allí una hora, para ver si descubría entre los manuscritos de la famosa colección Thomas que sabía que estaban expuestos, algo sobre la historia o la topografía de la comarca de Warwickshire donde vivía.Entró, pues, compró el catálogo y subió a la sala, donde, como es costumbre, estaban expuestos los libros, unos en vitrinas y otros abiertos sobre largas mesas. Junto a las estanterías, o sentadas ante las mesas, había numerosas personas, a muchas de las cuales conocía. Intercambió un gesto o unas palabras de saludo con varias, y a continuación se dedicó a estudiar el catálogo y a señalar los ejemplares que podían tener algún interés para él. Había recorrido ya unos doscientos de los quinientos títulos —levantándose de cuando en cuando a sacar el correspondiente libro de la estantería y echarle una ojeada—, cuando una mano se posó en su hombro; alzó los ojos. El que le interrumpía era uno de esos intelectuales de barba puntiaguda y camisa de franela, de los que fue tan prolífico el último cuarto del siglo XIX.No es mi propósito repetir la conversación entera que siguió entre el señor Denton y su amigo. Baste decir que gran parte versó sobre conocidos comunes, sobre el sobrino del amigo del señor Denton, por ejemplo, que se había casado hacía poco y había fijado residencia en Chelsea; sobre la cuñada del amigo del señor Denton, que acababa de pasar una grave enfermedad y ahora estaba mejor, y sobre una pieza de porcelana que el amigo del señor Denton había comprado unos meses antes a un precio muy por debajo de su valor real... de donde podéis inferir con toda justicia que más bien se trató de un monólogo. Llegado el momento, no obstante, el amigo cayó en la cuenta de que el señor Denton estaba allí con algún propósito, y dijo:—¿Qué, estás buscando algo en particular? Me parece que no hay gran cosa esta vez.—Ya; pensaba que podía haber alguna colección de estampas de Warwickshire; pero no veo nada de Warwick en el catálogo.—No, parece que no —dijo el amigo—. Aunque creo que he visto algo así como un diario de Warwickshire. ¿Cómo se llamaba el autor? ¿Drayton? ¿Potter? ¿Painter?... Empezaba por P o por D, estoy seguro —pasó hojas rápidamente—. Sí. Aquí está: Poynter. Lote 486. Tal vez te interese esto. Allí están los libros, creo: en aquella mesa. Los estaba mirando alguien. Bueno, tengo que irme. Hasta pronto. Vendrás a vernos, ¿de acuerdo? ¿Podría ser esta tarde? Tenemos un poco de música a eso de las cuatro. Bueno, entonces la próxima vez que vengas a la capital.Se fue. El señor Denton consultó su reloj y, para su confusión, vio que sólo disponía de un momento antes de pasar a recoger el equipaje y salir para la estación. Y ese momento le bastó para localizar cuatro grandes volúmenes del diario: correspondían a la década de 1710, y al parecer contenían bastantes anotaciones de diversa naturaleza. Pensó que merecía la pena dejar una puja de hasta veinticinco libras, cosa que pudo hacer porque justamente entró en la sala su agente habitual cuando él estaba a punto de marcharse.Esa noche se reunió con su tía en su domicilio provisional: una pequeña vivienda a unos centenares de yardas de la mansión. Por la mañana reanudaron una discusión que ya duraba varias semanas sobre el equipamiento de la nueva casa. El señor Denton presentó a su tía un informe de sus gestiones en la capital: detalles sobre alfombras, sillas, armarios y loza de dormitorio.—Sí, cariño —dijo su tía—. Pero aquí no veo nada sobre la tela de zaraza. ¿Fuiste a...?El señor Denton dio una patada en el suelo (¿dónde iba a darla si no?):—¡Vaya por Dios! —dijo—; es lo único que se me ha olvidado. Lo siento de verasEl caso es que me dirigía allí cuando pasé casualmente por delante de Robin's...Su tía alzó las manos.—¿De Robin's? Entonces no tardará en llegar otro paquete de libros horribles y viejos a un precio de escándalo. Creo, James, que dado que me tomo todos estos trabajos por ti, podías esforzarte en recordar el par de cosas que te suplico especialmente que me busques. No las pido para mí. No sé si habrás creído que eran para darme gusto a mí misma, pero si es eso lo que crees te puedo asegurar que es al revés. No te puedes imaginar las preocupaciones, molestias y quebraderos de cabeza que representa para mí; en cambio tú lo único que tienes que hacer es ir a la tienda y pedirlo.El señor Denton exhaló un gemido de compunción.—Oh, tía...—Sí; todo eso está muy bien, cariño; no quiero ser severa contigo, pero tienes que reconocer que es un fastidio; sobre todo porque retrasará todo nuestro trabajo hasta no sé cuándo. Hoy es miércoles: mañana vienen los Simpson y no puedes desatenderles. Después, sabes que hemos quedado en que el sábado vendrán amigos a jugar al tenis. Sí, dijiste que les invitarías tú, pero naturalmente, he tenido que escribir yo las invitaciones; y es ridículo que tuerzas el gesto, James: de cuando en cuando hay que ser amables con los vecinos; no querrás que vayan diciendo por ahí que somos unos cavernícolas. ¿Qué estaba diciendo? En fin, a lo que me refiero es a que no volverás a la capital lo menos hasta el jueves que viene, y mientras no decidamos la tela para esas cortinas no podemos ocuparnos de nada más.El señor Denton se atrevió a insinuar que, puesto que ya estaban encargados el papel y la pintura para las paredes, esa forma de ver las cosas era demasiado rigurosa; pero su tía no estaba dispuesta a admitir semejante opinión en este momento. Ni habría podido él expresar ninguna otra, en realidad, que su tía se hubiera sentido inclinada a admitir. Sin embargo, conforme avanzaba el día, fue ablandando su actitud: examinó cada vez con menos displicencia las muestras y precios que le había traído el sobrino, e incluso en algunos casos dio su aprobación de experta a lo escogido.En cuanto a él, se sentía un poco contrariado por la conciencia de no haber cumplido todos los encargos, pero sobre todo por la perspectiva de tener que jugar al tenis, un mal que, aunque inevitable en agosto, había creído que no era de temer que le cayese encima en mayo. Pero el viernes por la mañana vino a levantarle el ánimo en cierta medida el anuncio de que había conseguido los cuatro tomos del diario manuscrito de Poynter al precio de 12 libras y diez chelines, y aún se lo levantó más la llegada, a la mañana siguiente, del diario propiamente dicho.La obligación, el sábado por la mañana, de sacar al señor y la señora Simpson a dar un paseo en coche y atender a sus vecinos e invitados por la tarde le impidió hacer otra cosa que abrir el paquete; hasta el sábado por la noche, una vez que se habían retirado todos a descansar. Fue entonces cuando comprobó —hasta ahora había sido mera suposición— que había adquirido efectivamente el diario de William Poynter, dueño de Acrington (a unas cuatro millas de su propio municipio): el mismo Poynter que durante un tiempo fue miembro del círculo de anticuarios de Oxford, cuya alma era Thomas Hearne, y con el que al parecer Hearne acabó peleándose: episodio nada insólito en la carrera de este hombre extraordinario. Como en el caso de las colecciones del propio Hearne, el diario de Poynter contenía multitud de notas tomadas de libros publicados, descripciones de monedas y otras antigüedades sometidas a su juicio, así como borradores de cartas sobre estas cuestiones, además de la crónica de los acontecimientos diarios. La descripción que traía el catálogo de la subasta no había hecho sospechar al señor Denton el interés que parecía encerrar la obra, y permaneció leyendo el primero de los cuatro volúmenes hasta una hora censurablemente tardía.El domingo por la mañana entró su tía en el despacho al regresar de la iglesia, y al ver los cuatro libros en piel marrón sobre la mesa se le fue de la cabeza lo que venía a decirle.—¿Qué es eso? —dijo con recelo—. ¿Son nuevos? ¡Ah!, ¿eso es lo que te hizo olvidar mi tela para las cortinas? Me lo figuraba. Una repugnancia. ¿Se puede saber qué te han costado? ¿Más de diez libras? James, es un escándalo. Bueno, si tienes dinero para dilapidarlo en esas cosas no puede haber ninguna razón para que no te suscribas (y generosamente) a mi Liga Antivivisección. Verdaderamente no la hay, James; y me disgustaría mucho si... ¿Quién dices que lo escribió? ¿El viejo señor Poynter de Acrington? Bueno, por supuesto, no está mal reunir viejos escritos de este contorno ¡Pero diez libras! —cogió uno de los volúmenes, no el que había estado leyendo su sobrino, lo abrió al azar, y lo soltó al instante siguiente con una exclamación de repugnancia, al tiempo que salía de entre sus páginas una tijereta. El señor Denton lo recogió del suelo, reprimiendo un exabrupto, y dijo:—¡Pobre libro! Creo que eres demasiado adusta con el señor Poynter.—¿De veras, cariño? Pues le pido perdón, pero ya sabes que no soporto esos bichos horribles. Déjame ver si lo he estropeado.—No; creo que no ha pasado nada. Pero mira por dónde lo has abierto.—¡Dios mío, es verdad! ¡Qué interesante! Despréndelo, James, y déjame que lo vea.Era un trozo de tela estampada del tamaño de la página en cuarto a la que estaba sujeto con un alfiler anticuado. James lo desprendió y se lo tendió a su tía, volviendo a clavar cuidadosamente el alfiler en el papel.Bien, yo no sé exactamente qué clase de tejido era, pero tenía un dibujo que fascinó totalmente a la señorita Denton. Se sintió entusiasmada, lo puso sobre la pared, pidió a James que lo sujetara él, a fin de poder observarlo ella a cierta distancia; después lo examinó de cerca, y terminó expresando, en los términos más encendidos, su apreciación del gusto del viejo señor Poynter, que había tenido la feliz idea de conservar esta muestra en su diario.—Es un estampado precioso de verdad —dijo—; y muy original. Mira qué ondulaciones más bonitas hacen las rayas. Recuerdan mucho las del pelo, ¿verdad? Y con esos lazos a intervalos. Dan el tono de color preciso. Me pregunto...—Iba a decirte —dijo James con deferencia—, si costaría mucho encargar que lo copiaran para nuestras cortinas.—¿Mandarlo copiar? ¿Y cómo podría hacerse una cosa así, james?—Bueno, yo el proceso no lo sé, pero supongo que es un dibujo impreso, y puede sacarse un molde en madera o en metal.—Pues, sí; sería realmente maravilloso, James. Casi me alegro de que fueras tan... de que olvidaras la tela de zaraza el miércoles. Desde luego te prometo perdonártelo y olvidarlo si consigues que te copien esta antigua maravilla. Nadie tendrá algo así ni de lejos; y recuerda, James, que no hay que consentir que vendan tela con este dibujo. Ahora tengo que irme; se me ha olvidado por completo qué venía a decirte. No importa; ya me acordaré.Después de marcharse su tía, James Denton dedicó unos minutos a examinar el dibujo más detenidamente de lo que había tenido ocasión de hacer. Le tenía perplejo lo mucho que había impresionado a la señorita Denton. No le parecía especialmente bonito ni original. Desde luego estaba bastante bien para dibujo de cortina: formaba franjas verticales e insinuaban una tendencia a converger hacia arriba. También tenía razón su tía al decir que estas franjas amplias semejaban mechones de cabello ondulado, casi rizado. Bueno, lo principal era encontrar en los anuarios comerciales una empresa que pudiera llevar a cabo la reproducción de un viejo dibujo de este género. Para no entretener al lector con los pormenores de esta parte de la historia: el señor Denton se hizo una lista de empresas capaces de realizar el trabajo, y fijó el día para hacerles una visita con la muestra.Las dos primeras visitas que hizo fueron infructuosas; pero a la tercera va la vencida: la empresa de Bermondsey, que era la tercera de la lista, estaba acostumbrada a este tipo de trabajos. Las pruebas que le mostraron justificaban que les confiase el encargo. «Nuestro señor Cattel» se tomó un entusiasta interés personal en él.—Es impresionante —dijo— la cantidad de hermosos paños medievales de esta clase que permanecen guardados en tantas de nuestras mansiones campestres; muchos de ellos, supongo, en peligro de ir a la basura... como insignificantes bagatelas, como dice Shakespeare. ¡Ah!, yo siempre digo, señor, que es un hombre que tiene una palabra para cada uno de nosotros. Me refiero a Shakespeare; aunque sé muy bien que no todos coinciden en eso. El otro día tuve una pequeña discusión con un señor que vino: un nombre de alcurnia, además; y recuerdo que me dijo que había escrito algo sobre este tema. Yo cité casualmente lo de Hércules y la tela teñida. ¡Válgame Dios!, no vea usted cómo se puso. Pero en cuanto a este trabajo que tiene la gentileza de confiarnos, lo haremos con verdadero entusiasmo, poniendo en ello toda nuestra pericia. Lo que ha hecho el hombre, como le decía yo hace unas semanas a otro estimado cliente, el hombre lo puede hacer, y en el plazo de tres o cuatro semanas, si todo va bien, esperamos poder presentarle la prueba fehaciente. Señor Higgins, tome nota, haga el favor.Ése fue el tenor general del discurso del señor Cattell con ocasión de su primera entrevista con el señor Denton. Como un mes más tarde, avisado de que tenían ya preparadas unas muestras para que las viese, el señor Denton volvió a hablar con él, y al parecer tuvo motivos para sentirse satisfecho de la fidelidad con que habían logrado reproducir el dibujo. Habían completado la parte superior conforme a la indicación a que he hecho referencia, de forma que las franjas verticales se unían arriba. Sin embargo, todavía había que sacar el color del original. El señor Cattell hizo una serie de sugerencias de carácter técnico, con las que no tengo por qué importunaros. Además, se mostró vagamente escéptico en cuanto a la posibilidad de que el dibujo tuviera buena acogida en el mercado:—¿Dice que no desea que se suministre este estampado a nadie salvo a amigos personales provistos de una autorización suya? Descuide. Comprendo su deseo de tenerlo en exclusiva: da originalidad al juego del dormitorio, ¿verdad? Lo que es de todos, dicen, no es de nadie.—¿Cree que se popularizaría si fuese accesible al público? —preguntó el señor Denton.—No lo creo, señor —dijo Cattell, cogiéndose pensativamente la barba—. No lo creo. No me parece de gusto corriente; no le ha parecido corriente al señor Higgins, que es quien ha hecho las plantillas.—¿Le ha resultado un trabajo difícil?—No lo llamó así, señor; pero lo cierto es que el temperamento artístico (porque nuestros operarios, todos sin excepción, son tan artistas como los que el mundo califica así) es propenso a extrañas simpatías y antipatías difíciles de explicar, y éste es un ejemplo. Las dos o tres veces que he ido a ver cómo marchaba el trabajo, entendí sus palabras, porque ésa es la manera suya de hablar; pero no el evidente desagrado a lo que yo llamaría una cosa exquisita; ni consigo entenderlo ahora. Parecía —dijo el señor Cattell mirando fijamente al señor Denton— como si el hombre notara un olor infernal en el dibujo.—¿De verdad? ¿Eso dijo? Pues yo no lo encuentro nada siniestro.—Ni yo, señor. De hecho se lo dije así. «Vamos, Gatwick», dije, «¿qué le pasa? ¿A qué vienen esas aprensiones?... Porque no puedo llamarlo de otra manera». Pero nada; no le saqué ninguna explicación. Así que me limité, como ahora, a un encogimiento de hombros y un cui bono. Pero en fin, aquí está —y tras este comentario volvió a primer plano el aspecto técnico de la cuestión.La tarea de sacar los colores para el fondo, la orilla y los lazos fue con mucho la parte más laboriosa del proceso, e hicieron falta muchas idas y venidas por correo de las muestras y nuevas pruebas. Además, durante parte de agosto y septiembre, los Denton estuvieron ausentes de casa, de manera que hasta bien entrado octubre no tuvieron hecha suficiente cantidad de tela para proveer de cortinas los tres o cuatro dormitorios que había que vestir.El día de san Simón y san judas, tía y sobrino regresaron de una corta visita para encontrarlo todo terminado, y su satisfacción ante el efecto general fue inmensa. Las nuevas cortinas, sobre todo, iban admirablemente con el conjunto. Observando su habitación mientras se vestía para cenar, el señor Denton se congratulaba, una y otra vez de la suerte que primero le había hecho olvidarse del encargo de su tía, y después había puesto en sus manos este medio eficacísimo de reparar su olvido. Como dijo en la cena, el dibujo era sedante sin resultar insulso. Y la señorita Denton —que dicho sea de paso no tenía nada con esa tela en su habitación—, estuvo totalmente dispuesta a coincidir con él.En el desayuno, a la mañana siguiente, matizó un poco, aunque muy ligeramente, su satisfacción.—Hay una cosa que ahora me sabe mal —dijo—, y es haber dejado que unieran por arriba las franjas verticales. Creo que habría sido mejor dejarlas como eran.—¿Sí? —dijo su tía interrogante.—Sí; mientras leía en la cama, anoche, me distraían constantemente. O sea, a cada momento me sorprendía a mí mismo mirándolas. Era como si hubiese alguien espiando entre las cortinas en un lugar donde no había bordes de ninguna clase, y creo que se debía al hecho de juntarse arriba las franjas. Otra cosa que me ha molestado ha sido el viento.—Vaya, pues a mí me ha parecido una noche de lo más apacible.—Puede que soplara solamente por el lado de la casa donde duermo yo; pero era lo bastante fuerte como para agitar las cortinas y hacerlas susurrar más de lo que yo hubiera querido.Esa noche llegó un amigo soltero de James Denton, y se le acomodó en una habitación de la misma planta que su anfitrión, aunque al final de un largo pasillo en cuya mitad había una puerta forrada de bayeta roja para impedir que se formasen corrientes y evitar ruidos.Se habían retirado los tres. La señorita Denton mucho antes, y los dos hombres hacia las once. James Denton, que aún no tenía ganas de meterse en la cama, se sentó en una butaca a leer un rato. Se adormiló, se despabiló al poco rato y recordó que no había subido con él su spaniel marrón, que normalmente dormía también en su cuarto. Pero en seguida comprobó que se había equivocado; porque al mover la mano que le colgaba por encima del brazo del sillón a pocas pulgadas del suelo, notó en el dorso el roce leve de una superficie peluda; y extendiéndola en esa dirección, rascó y acarició parte de su redondez. Pero el tacto, y más aún el hecho de que en vez de responder con algún movimiento siguiera inmóvil, le hizo asomarse a mirar. Lo que había estado tocando se levantó hacia él. Tenía la postura del que ha entrado arrastrándose vientre a tierra y, según pudo recordar más tarde, forma humana. Pero de la cara que ahora se acercó a unas pulgadas de la suya no pudo discernir ningún rasgo; era toda pelo. Aunque informe, había en ella un aire tan horrible de amenaza que al saltar del sillón y salir despavorido se oyó a sí mismo exhalar un gemido de terror; y sin duda hizo bien en huir. Al chocar con la puerta que cortaba el pasillo, y —olvidando que se abría hacia él — mientras la empujaba con todas sus fuerzas, sintió que algo le arañaba inocuamente la espalda, y que dicha presión iba en aumento; como si la mano, o algo peor quizá, se fuera haciendo más material a medida que la furia del perseguidor se volvía más concentrada. Entonces recordó qué pasaba con la puerta: la abrió, cerró tras él, llegó a la habitación de su amigo, y eso es cuanto necesitamos saber.Es curioso que durante todo el tiempo transcurrido desde que compró el diario del señor Poynter no hubiera buscado James Denton una explicación a la presencia del trozo de tela prendido en él; bueno, había leído el diario de principio a fin sin encontrar mención alguna, y concluyó que no había nada que decir. Pero al abandonar Rendcomb Manor (no sabía si para siempre), como naturalmente se empeñó en hacer al día siguiente de la espantosa experiencia que he intentado explicar con palabras, se llevó consigo el diario. Y en su alojamiento junto al mar examinó con más detenimiento el lugar donde había estado prendida la tela. Resultó ser cierto lo que recordaba haber sospechado al principio: había dos o tres hojas pegadas; pero estaban escritas, como quedó patente al mirarlas al trasluz. Al ponerlas al vapor se despegaron con facilidad, dado que el engrudo había perdido fuerza. Y el texto que contenían hacía referencia al dibujo de la tela.La anotación era de 1797:...El viejo señor Casbury de Acrington me ha hablado mucho hoy de sir Everard Charlett, al que recordaba de estudiante de la unibersidad (y consideraba de la misma familia que el doctor Arthur Charlett), hoy cabeza suprema de ese centro. Este Charlett era un joben de buena presencia, aunque también ateo irreconciliable, y gran Libador, como llamavan entonces a los muy bebedores, y aún siguen llamándolos por lo que sé. Fue muy sinificado, y ogeto de varias censuras en divesas ocasiones por sus estravagancias; y si se huviese llegado a conocer la historia entera de sus escándalos, sin duda habría sido espulsado de la unibersidad; eso si no movió ningún hilo en su favor, como sospechaba el señor Casbury. Era muy gentil de persona, y lucía siempre su propio cabello, que era muy abundante; debido a lo cual, y a su licenciosa vida, vinieron a ponerle el apodo de Absalón; y él solía decir que, en efeto, creía que había acortado los días de David, refiriéndose con ello a su padre, sir Job Charlett, un caballero anciano y respetable....Así mismo el señor Casbury dice que no recuerda el año de la muerte de sir Everard Charlett, pero que debió ser en 1692 o 93. Murió de súbito en octubre [se han suprimido varias líneas en las que se describen sus hábitos condenables y los desmanes que se le atribuyen]. Dado que le había visto rebosante de ánimo la víspera, el señor Casbury se quedó estupefato al enterarse de su muerte. Le encontraron en el foso de la ciudad, con el cavello arrancado de la cabeza. La mayoría de las campanas de Oxford doblaron por él, dado que era noble, y fue enterrado a la noche siguiente en la iglesia de san Pedro, en el lado este. Pero dos años más tarde, cuando su sucesor quiso trasladar sus restos a su propiedad solariega, se dijo que el ataúd, al romperse por acidente puso al descubierto que estaba lleno de cabello; cosa que parece fábula, aunque creo que hay registrados otros casos, como en la Historia de Staffordshire, del doctor Piot....Más tarde, al ser desguarnecidas sus cámaras, el señor Casbury guardó para sí parte de las colgaduras que dicen que había mandado hacer este Charlett a modo de homenage a su cabello, entregando al artesano encargado de dicha labor un mechón suyo para que lo siguiese, y el trozo que he prendido aquí es muestra del mismo, que el señor Casbury me ha facilitado. Dice que cree que el dibujo encierra alguna clase de artificio, aunque él no lo ha descubierto, ni le gusta pensar en eso...Bien podían haber arrojado al fuego el dinero gastado en las cortinas, como arrojaron éstas. El comentario del señor Cattell cuando le contaron el episodio tomó forma de cita de Shakespeare. Seguro que la adivináis sin dificultad; empieza con estas palabras: «Hay más cosas...»"

M.R. James

sábado, 9 de enero de 2010

"La Danza de los Fantasmas"

"Un día de fiesta, los jóvenes del Bosquel habían bailado y bebido mucho. La mayoría de ellos estaban medio borrachos.—¿Y si termináramos la fiesta yendo a bailar al cementerio? —propuso uno de ellos.—Sí, sí. ¡Vamos a bailar alrededor de las tumbas! —exclamaron todos los demás. Y, tomándose de la mano, se marcharon cantando para bailar entre las tumbas. Unos tropezaban en los túmulos, otros derribaban las cruces de madera, pero se levantaban rápidos y el baile proseguía. De repente, se oyeron las doce de la noche en la iglesia del pueblo y sin saber por qué, los jóvenes se detuvieron. Todas las tumbas se abrieron y se tragaron a los alegres danzantes. Ni uno sólo regresó al pueblo.Cada año, el día de la fiesta patronal, cuentan que las tumbas se abren y que los danzantes prosiguen su baile lanzando horribles gemidos. A las doce de la noche las tumbas vuelven a cerrarse con los fantasmas dentro y todo vuelve al silencio".

Henri Carnoy

viernes, 8 de enero de 2010

"El Conductor de Autobús"

"Mi amigo Hugh Grainger y yo acabábamos de regresar de una estancia de dos días en el campo durante la que nos habíamos hospedado en una casa de siniestra fama, que se suponía acosada por fantasmas de un tipo peculiarmente temible y truculento. Por sí sola la casa tenía todo lo que debía tener una casa semejante, pues era jacobina y revestida de tablas de roble, con pasillos largos y oscuros y altas estancias abovedadas. Además se hallaba situada en un lugar muy remoto, rodeada por un bosque de sombríos pinos que murmuraban y susurraban en la oscuridad; todo el tiempo que estuvimos allí había predominado un ventarrón del sudoeste con torrentes de lluvia que era la causa de que día y noche voces extrañas gimieran y cantaran en las chimeneas, de que un grupo de espíritus inquietos celebraran coloquios entre los árboles, y de que golpes y señales llamaran nuestra atención desde los cristales de las ventanas. Pero, a pesar de ese entorno que casi podríamos decir que bastaba por sí solo para generar espontáneamente fenómenos ocultos, no había sucedido nada de ese tipo. Me siento inclinado a añadir, además, que mi estado mental se hallaba peculiarmente bien dispuesto a recibir, incluso a inventar, los suspiros y sonidos que habíamos ido a buscar; pues confieso que durante todo el tiempo que estuvimos allí me hallaba en un estado de abyecta aprensión, y permanecí despierto las dos noches de largas horas de terrorífica inquietud, teniendo miedo de la oscuridad; y más miedo todavía de lo que una vela encendida pudiera mostrarme.La tarde siguiente a nuestro regreso a la ciudad Hugh Grainger cenó conmigo, y como es natural, tras la cena nuestra conversación recayó pronto en esos temas cautivadores.—No soy capaz de imaginar el motivo de que quieras buscar fantasmas —me dijo—,pues de puro miedo los dientes te castañeteaban y los ojos se te salían de las órbitas todo el tiempo que estuvimos allí. ¿Es que te gusta estar asustado?Aunque en general inteligente, Hugh es duro de mollera en algunos aspectos; y uno de ellos es éste.—Vaya, desde luego que me gusta sentirme asustado —respondí—. Quiero que me hagan arrastrarme, arrastrarme y arrastrarme. El miedo es la más absorbente y lujosa de las emociones. Cuando uno tiene miedo se olvida de todo lo demás.—Bien, pero el hecho de que ninguno de nosotros viera nada confirma lo que siempre he creído —replicó él.—¿Y qué es lo que siempre has creído?—Que estos fenómenos son puramente objetivos, no subjetivos, y que el estado mental no tiene nada que ver con la percepción que los percibe, ni está relacionado con las circunstancias o los alrededores. Fíjate en Osburton. Durante años había tenido fama de ser una casa encantada, y la verdad es que tiene todos los accesorios necesarios. Fíjate también en ti mismo, con todos los nervios a flor de piel... ¡temeroso de mirar a tu alrededor o encender una vela por miedo a ver algo! Seguramente, si los fantasmas fueran subjetivos, ahí habríamos tenido al hombre adecuado en el lugar correcto.Se levantó y encendió un cigarrillo, y mirándole —Hugh mide casi un metro ochenta y es tan ancho como largo— sentí una réplica en mis labios, pero no pude evitar que mi mente retrocediera a un período determinado de su vida, cuando por alguna causa que, por lo que sé, no había contado a nadie, se había convertido en una simple masa estremecida de nervios desordenados. Extrañamente, en ese mismo momento y por primera vez empezó a hablar de ello.—Podrás contestarme que tampoco merecía la pena que fuera yo, porque evidentemente era el hombre equivocado en el lugar erróneo. Pero no es así. Tú, pese a todas tus aprensiones y expectativas, nunca habías visto un fantasma. Pero yo sí, aunque sea la última persona en el mundo que tú pensarías que lo ha visto; y aunque ahora mis nervios están totalmente recuperados, aquello me deshizo en pedazos.Se volvió a sentar en la silla.—Sin duda te acordarás de que había quedado hecho polvo —siguió diciéndome—. Y como creo que ahora vuelvo a estar bien, preferiría hablarte de ello. Pero antes no habría podido hacerlo; no era capaz de hablar de ello con nadie. Y sin embargo en aquello no debía haber nada amenazador; el fantasma que vi era ciertamente de lo más útil y amigable. Aun así, procedía del lado oscuro de las cosas; surgió de pronto de la noche y el misterio con el que está rodeado la vida.Primero quiero hablarte brevemente de mi teoría sobre la aparición de fantasmas —siguió diciendo—. Y creo que se explica mejor con un símil, con una imagen. Piensa que tú y yo, y todo el mundo, somos personas cuyo ojo está directamente al otro lado de un pequeñísimo agujero hecho en una plancha de cartón que está continuamente moviéndose y girando. Al otro lado de la hoja de cartón hay otro, que también por leyes propias se encuentra en un movimiento perpetuo pero independiente. También en el otro cartón hay un agujero, y cuando de una manera al parecer fortuita los dos agujeros, aquél por el que estamos siempre mirando y el otro, del plano espiritual, quedan uno delante del otro, vemos a través de ellos, y sólo entonces las visiones y sonidos del mundo espiritual se nos vuelven visibles o audibles. En el caso de la mayoría de las personas esos agujeros nunca llegan a estar uno delante del otro en toda su vida. Pero a la hora de la muerte lo hacen, y entonces permanecen inmóviles. Sospecho que así es como perdemos el conocimiento.Ahora bien, en algunas naturalezas esos agujeros son comparativamente grandes, y están colocándose en posición constantemente. Es lo que pasa en el caso de clarividentes y médiums. Pero por lo que yo sabía no tenía la menor facultad clarividente o mediumnística. Por tanto soy de esas personas que hace mucho tiempo decidieron que nunca verían un fantasma. Por así decirlo había una posibilidad diminuta de que mi pequeño agujero entrara en posición con el otro. Pero lo hizo, y me dejó sin sentido.Ya había oído antes una teoría semejante, y si bien Hugh la expresaba de manera bastante pintoresca, no existía en ella nada que resultara mínimamente convincente o práctico. Podía ser así, o podía no serlo.—Espero que tu fantasma fuera más original que tu teoría —dije yo para que no se desviara del tema.—Sí, creo que lo fue. Tú mismo podrás juzgar.Añadí más carbón y avivé el fuego. Siempre he considerado que Hugh tiene un gran talento para contar historias, y ese sentido del drama que tan necesario es para el narrador. Lo cierto es que ya antes le había sugerido que adoptara esa profesión, sentándose junto a la fuente de Piccadilly Circus, cuando el tiempo es malo, como de costumbre, y contara historias a los viandantes, a la manera de los árabes, a cambio de una gratificación. Sé que a la mayor parte de la humanidad no le gustan las historias largas, pero para aquellas pocas personas, entre las que me cuento a mí mismo, a quienes les gusta realmente escuchar largos relatos de experiencias, Hugh es un narrador ideal. No me importan sus teorías ni sus símiles, pero por lo que respecta a los hechos, a las cosas que han sucedido, me gusta que se demoren.—Sigue, por favor, y lentamente —le dije—. La brevedad puede ser el alma del ingenio, pero es la perdición del contador de historias. Quiero saber cuándo, dónde y cómo sucedió, y lo que habías comido en el almuerzo, y dónde habías cenado, y lo que...Hugh me interrumpió y empezó su historia:—Fue el veinticuatro de junio, hace exactamente dieciocho meses. Había abandonado mi piso, como recordarás, para dirigirme al campo y pasar contigo una semana. Cenamos a solas...No pude evitar interrumpirle.—¿Viste al fantasma aquí? —pregunté—. ¿En esta pequeña y cuadrada caja que es esta casa y en una calle moderna?—Lo vi en la casa.Mentalmente, me felicité a mí mismo.—Habíamos cenado solos aquí, en Graeme Street —dijo—. Y después de la cena yo salí a una fiesta y tú te quedaste en casa. Tu criado no se quedó hasta la cena, y cuando te pregunté que dónde estaba me contestaste que se encontraba enfermo, y me pareció que cambiabas de tema abruptamente. Al salir me diste el llavín, y al regresar vi que te habías acostado. Yo tenía varias cartas que era necesario responder, así que las escribí allí mismo, metiéndolas en el buzón de enfrente, por lo que supongo que era bastante tarde cuando subí a acostarme.Me habías asignado la habitación delantera del tercer piso, desde la que se veía la calle; una habitación que creía yo que solías ocupar tú. Era una noche muy calurosa, y aunque se veía la luna cuando me dirigí a la fiesta, de regreso todo el cielo estaba cubierto por nubes; no sólo parecía que fuéramos a tener tormenta antes de amanecer, sino que tenía además esa sensación. Tenía mucho sueño y me sentía pesado, y sólo cuando me metí en la cama observé por las sombras de los marcos de las ventanas sobre la persiana que sólo una de las ventanas estaba abierta. No me pareció que mereciera la pena levantarme para abrirlas, aunque me sentía incómodo por la falta de aire, y me dormí.No sé qué hora era cuando desperté, pero con seguridad todavía no había amanecido, y no recuerdo haber conocido jamás una quietud tan extraordinaria como la que invadía el ambiente. No había ruido ni de peatones ni de tráfico rodado; la música de la vida parecía haber enmudecido absolutamente. Y entonces, en lugar de somnoliento y pesado, aunque debía haber dormido una o dos horas como máximo, pues todavía no había amanecido, me sentí totalmente recuperado y despierto, y el esfuerzo que antes no me había parecido necesario hacer, el de levantarme de la cama para abrir la otra ventana, ahora me parecía muy sencillo, por lo que subí la persiana, abrí bien la ventana y me asomé al exterior, pues tenía verdadera necesidad de aire fresco. Pero también en el exterior la opresión resultaba notable, y, aunque como ya sabes, no me dejo afectar fácilmente por los efectos mentales del clima, tuve conciencia de una sensación escalofriante. Intenté rechazarla mediante el análisis, pero sin éxito; el día anterior había resultado agradable, el día siguiente me esperaba otra jornada agradable, y sin embargo me invadía una aprensión inexpresable. Además, en esa quietud anterior al amanecer me sentía terriblemente solo.Escuché entonces de pronto, y no muy lejano, el sonido de un vehículo que se aproximaba; podía distinguir el resonar de los cascos de dos caballos que avanzaban a paso lento. Aunque todavía no podía verlos, subían por la calle, pero esa indicación de vida no puso fin a la terrible sensación de soledad de la que te he hablado. Además, de una manera oscura y carente de formulación, lo que se aproximaba me pareció que tenía alguna relación con la causa de mi opresión.El vehículo apareció ante mi vista. No pude distinguir al principio de qué se trataba, pero luego vi que los caballos eran negros y tenían la cola larga, y que lo que arrastraban estaba hecho de cristal, aunque con un bastidor negro. Era un coche fúnebre. Vacío.Subía por este lado de la calle y se detuvo junto a tu puerta.Entonces me sobrecogió la solución evidente. Durante la cena habías dicho que tu criado estaba enfermo, y me pareció que no deseabas hablar más del asunto. Imaginé ahora que sin duda había muerto, y que por alguna razón, quizás porque no querías que supiera nada sobre ello, habías pedido que se llevaran el cadáver por la noche. Debo decirte que eso pasó por mí mente instantáneamente, y que no se me ocurrió lo improbable que resultaba antes de que sucediera el acontecimiento siguiente.Estaba todavía asomado a la ventana y recuerdo que me sorprendió, aunque momentáneamente, lo extraño que era que viera las cosas —o más bien la única cosa que estaba mirando— de manera tan clara. Evidentemente la luna estaba tras las nubes, pero resultaba curioso que fueran visibles todos los detalles del coche y los caballos. En el coche sólo iba un hombre, el conductor, y aparte del vehículo la calle estaba absolutamente desierta. Ahora le estaba mirando a él. Pude ver todos los detalles de su ropa, aunque desde el lugar en el que me encontraba, muy por encima de él, no pudiera verle el rostro.Vestía pantalones grises, botas marrones, una capa negra abotonada hasta arriba y un sombrero de paja. Le cruzaba el hombro una cinta de la que parecía colgar una especie de bolsita. Parecía exactamente como... bueno, a partir de esa descripción, ¿qué crees tú que parecía?—Bueno... un cobrador de autobús —respondí yo de inmediato.—Eso es lo que pensé yo, y cuando lo estaba pensando, él me miró. Tenía un rostro delgado y alargado, y en la mejilla izquierda un lunar en el que crecían pelos oscuros. Todo resultaba tan claro como si fuera mediodía, y como si me encontrara a un metro de él. No tuve tiempo sin embargo —fue tan instantáneo lo que narrado exige tanto tiempo— para pensar que era extraño que el conductor de un coche mortuorio fuera vestido de manera tan poco funeraria.Se quitó el sombrero ante mí e hizo una señal con el pulgar por encima de su hombro.—Dentro hay sitio para uno, señor—dijo.Había en ello algo tan odioso, tan tosco y desagradable, que al instante metí la cabeza, volví a bajar la persiana y, por alguna razón que desconozco, encendí la luz eléctrica para ver qué hora era. Las manecillas del reloj señalaban las once y media. Creo que fue entonces cuando por primera vez cruzó mi mente una duda relativa a la naturaleza de lo que acababa de ver. Apagué la luz de nuevo, me metí en la cama y empecé a pensar. Habíamos cenado; yo había ido a una fiesta, al regresar había escrito cartas, me había acostado y me había dormido. Entonces, ¿cómo podían ser las once y media...? O, ¿qué once y media eran?Entonces se me ocurrió otra solución sencilla; mi reloj se debía haber parado. Pero no era así; podía oír su tic-tac. Volvió otra vez la quietud y el silencio. A cada momento esperaba escuchar pasos ahogados en las escaleras, pasos que se movieran lenta y cuidadosamente bajo el peso de una gran carga, pero en el interior de la casa no había sonido alguno. También fuera había ese mismo silencio mortal mientras el coche funerario aguardaba en la puerta. Los minutos pasaban y pasaban y finalmente empecé a ver una diferencia en la luz de la habitación que me hizo saber que fuera empezaba a amanecer. ¿Cómo explicar entonces que si el cadáver iba a ser sacado por la noche estuviera todavía allí, y que el coche funerario aguardara aún, cuando la mañana ya había llegado?Volví a salir de la cama, y con una sensación poderosa de encogimiento físico fui a la ventana y subí la persiana. El amanecer se acercaba rápidamente; la calle entera estaba iluminada por esa luz plateada y sin tonalidad de la mañana. Pero allí no estaba el coche. Volví a mirar el reloj. Eran las cuatro y cuarto, y habría jurado que no había pasado media hora desde que había visto las once y media.Tuve entonces una curiosa sensación doble, como si hubiera estado viviendo en el presente y simultáneamente viviera en otro tiempo. Era el amanecer del veinticinco de junio, y naturalmente la calle estaba vacía. Pero poco antes el conductor de un coche funerario me había hablado y eran las once y media. ¿Qué era ese conductor, a qué plano pertenecía? Y además, ¿qué once y media eran las que había visto en la esfera de mi reloj?Me dije entonces que todo había sido un sueño. Pero si me preguntas si creía lo que me estaba diciendo, debo confesarte que no. Tu criado no se presentó esa mañana durante el desayuno, ni volví a verle antes de irme por la tarde. Creo que de haberlo visto te habría contado todo esto, pero, como comprenderás, seguía siendo posible que lo que yo hubiera visto fuera un coche funerario auténtico conducido por un conductor auténtico, pese a la animación fantasmal del rostro que me miró, y a la levedad de la mano con la que me hizo la señal. Debía haberme quedado dormido poco después de verle, y permanecer así mientras el coche funerario se llevaba el cadáver. Por eso no te dije nada.En todo aquello había algo maravillosamente sencillo y prosaico; no había aquí casas jacobinas con entablamientos de roble rodeadas por pinares, y de alguna manera la ausencia de un entorno conveniente hacía que la historia resultara más impresionante. Pero por un momento me asaltó la duda.—No me digas que todo fue un sueño —comenté.—No sé si lo fue o no. Lo único que puedo decir es que creía estar bien despierto. En cualquier caso, el resto de la historia es... extraña.Aquella tarde volví a ir a la ciudad —siguió diciendo—, y debo decir que no creo que ni siquiera por un momento me acosara la sensación de lo que había visto o soñado aquella noche. Estaba siempre presente en mí como una visión incumplida. Era como si algún reloj hubiera dado los cuatro cuartos y siguiera esperando a que tocara la hora exacta.Exactamente un mes después volví a encontrarme en Londres, pero sólo para pasar el día. Llegué a la estación Victoria hacia las once, y tomé el metro hasta Sloane Square para ver si estabas en la ciudad y almorzabas conmigo. Era una mañana muy calurosa y decidí tomar un autobús desde King's Road hasta Graeme Street. Nada más salir de la estación vi una parada en la esquina, pero el piso superior del autobús estaba completo y el interior también parecía estarlo. En el momento en que yo llegaba el cobrador, que imagino había estado en el interior cobrando los billetes, salió a la plataforma, a escasos metros de mí. Llevaba pantalones grises, botas marrones, una chaqueta negra abotonada, sombrero de paja y sobre el hombro llevaba una cinta de la que colgaba su maquinilla para perforar billetes. Vi también su rostro y era el del conductor del coche funerario, con un lunar en la mejilla izquierda. Entonces me habló haciéndome una seña con el pulgar por encima de su hombro.—Dentro hay sitio para uno, señor—dijo.Al oír eso se apoderó de mí una especie de pánico y terror, y me acuerdo que gesticulé torpemente con los brazos mientras gritaba: «¡No, no!» Pero en ese momento no vivía en la hora que era entonces, sino en aquella hora que había transcurrido hacía un mes, cuando me asomé a la ventana de tu dormitorio poco antes de amanecer. También supe en ese momento que el agujero de mi cartón se había colocado enfrente del agujero del cartón del mundo espiritual. Lo que había visto allí había tenido algún significado que ahora se estaba realizando, un significado que estaba más allá de los acontecimientos triviales del hoy y el mañana. Las Potencias de las que tan pocas cosas sabemos funcionaban de una manera visible delante de mí. Y yo me quedé allí en la acera, agitado y tembloroso.Me encontraba enfrente de la oficina de correos de la esquina y exactamente cuando se marchó el autobús mi mirada se fijó en el reloj del escaparate. No es necesario que te diga qué hora marcaba.Quizás no sea necesario que te cuente el resto, pues probablemente lo imaginarás, ya que no habrás olvidado lo que sucedió en la esquina de Sloane Square a finales de julio durante el último verano. El autobús, al salir de la parada, rodeó un furgón de mudanzas que tenía delante. Bajaba en ese momento por King's Road un gran vehículo de motor a una peligrosísima velocidad. Se estrelló contra el autobús, metiéndose en él con la facilidad con la que una barrena se mete en un tablero.Se detuvo.—Y ésa es mi historia —dijo".

E.F. Benson

jueves, 7 de enero de 2010

"El castillo de Leixlip"

"Los incidentes del relato no están basados en hechos; son hechos en sí mismos, que ocurrieron en una época en mi propia familia. El matrimonio de las partes, su repentina y misteriosa separación, y su total distanciamiento uno del otro hasta el último período de su existencia mortal, son todos hechos. No puedo garantizar la verdad de la solución sobrenatural dada a estos misterios; pero aun así debo considerar la historia como una muestra de horrores góticos, y nunca puedo olvidar la impresión que me hizo cuando lo escuché relatar la primera vez entre muchas otras estremecedoras narraciones del mismo suceso.
C.R.M.La tranquilidad de los Católicos de Irlanda durante los perturbados períodos de 1715 y 1745 era de lo más admirable, y en cierto modo, extraordinaria; entrar en un análisis de sus motivos, no es en absoluto el objeto del escritor de este relato, tal como es más placentero afirmar el hecho de su honor que, a esta distancia en el tiempo, asignar dudosas razones para ella. Muchos de ellos, sin embargo, mostraban una especie de secreto disgusto con el existente estado de cosas, dejando sus residencias familiares y deambulando como personas que estuvieran dudosas de sus hogares, o posiblemente confiando más en alguna cercana y afortunada contingencia.Entre los demás estaba un baronet jacobita, quien, disgustado de su antipática situación en un barrio Whig (*partido liberal inglés), en el norte -donde no escuchaba otra cosa que la heroica defensa de Londonderry, las barbaridades de los generales franceses, y las irresistibles exhortaciones del piadoso Sr. Walker, un clérigo presbiteriano, a quien los ciudadanos la daban el título de evangelista-, abandonó su residencia paterna y alrededor del año 1720 alquiló el Castillo de Leixlip por tres años (era entonces la propiedad de los Connolly, que la dejaban a inquilinos), y se trasladó hacia allá con su familia, que consistía en tres hijas, ya que la madre de las niñas estaba muerta desde hacía tiempo.El Castillo de Leixlip, en esa época, poseía una belleza romántica y grandeza feudal, como pocos edificios en Irlanda pueden mostrar, y el cual está ahora totalmente borrado por la destrucción de sus nobles bosques. Leixlip, aunque alrededor de siete millas de Dublín, tiene todo el retirado y pintoresco carácter que la imaginación podría atribuir a un paisaje a cien millas de, no sólo la metrópolis, sino de un pueblo inhabitado. Después de conducir una monótona milla al pasar de Lucan a Leixlip, el camino de inmediato se abre al puente de Leixlip, casi en ángulo recto, y se despliega un lujo de paisaje sobre el cual la vista que lo ha contemplado, incluso en la infancia, se aposenta con regocijada memoria. El puente de Leixlip, una tosca pero sólida estructura, se proyecta desde un alto banco del Liffey, y declina hacia el lado opuesto, que descansa notablemente bajo. A la derecha las plantaciones de la propiedad de Vesey casi entremezclan sus oscuros bosques en su corriente, con los opuestos de los de Marshfield y St. Catherine. El río es apenas visible, empequeñecido por el profundo y curvado follaje de los árboles. A la izquierda explota en toda la refulgencia de la luz, baña los escalones de los jardines de las casas de Leixlip, discurre alrededor de las bajas tapias de su campo santo, juega con la embarcación de placer amarrada bajo los arcos sobre los cuales está levantada la casa de verano del castillo, y luego se pierde entre los fértiles bosques que alguna vez orillaron los campos en su misma margen. El contraste en el otro lado, con los exuberantes paseos, matorrales desparramados, templos asentados sobre pináculos, y malezas que ocultan la vista del río hasta que se está en los bancos, que marcan el carácter de los campos que son ahora la propiedad del coronel Marly, es peculiarmente impactante.Visible sobre los más altos techos del pueblo, aunque un cuarto de milla distante de ellos, están las ruinas del Castillo de Confy, una recta, bien antigua torre de rapiña de los agitados tiempos cuando la sangre era vertida como agua; y cuando se pasa el puente se alcanza a ver la cascada (o salto de salmón, como la llaman) en cuyos brillos del mediodía, o su belleza como luz de luna, probablemente los ásperos habitantes del tiempo en que el Castillo de Confy era una torre de fortaleza, nunca echaron una mirada o proyectaron un pensamiento, mientras traqueteaban con sus arreos sobre el puente de Leixlip, o se abrían camino a través de la corriente antes de que esa comodidad estuviera en existencia.Si la soledad en la cual él vivía contribuyó a tranquilizar los sentimientos de Sir Redmond Blaney, o si éstos habían comenzado a oxidarse por necesidad de colisión con los de otros, es imposible de decir, pero es seguro que el buen baronet comenzó gradualmente a perder su tenacidad en asuntos políticos; y excepto cuando un amigo jacobita concurría a cenar con él, el rey en la otra orilla o el cura de la parroquia hablaba de las esperanzas de mejores tiempos y el éxito final de la causa, y la antigua religión; o se escuchaba a un sirviente jacobita en la soledad de la gran mansión silbar Charlie es mi favorito, a lo cual Sir Redmond involuntariamente respondía con una profunda voz de bajo, de alguna forma la peor para el deterioro, y marcaba con más énfasis que buen tino. Su vida, parecía pasar sin novedades o esfuerzos. Las calamidades domésticas, también, estrujaban dolorosamente al anciano caballero: de tres hijas, la más joven, Jane, había desaparecido de tan extraordinaria manera en su infancia, que aunque no es más que una alocada, remota tradición familiar, no puedo resistirme a relatarla:La muchacha era de belleza e inteligencia poco comunes, y estaba restringida a recorrer las inmediaciones del castillo con la hija de una sirvienta, que también se llamaba Jane, como un nombre de caricia. Una tarde Jane Blaney y su compañera se internaron en el bosque. Su ausencia no creó ninguna inquietud, ya que estas excursiones no eran inusuales, hasta que su compañera de juegos regresó sola y llorando. Su explicación fue que al atravesar una senda a cierta distancia del castillo, una vieja, con vestido fingalliano (un refajo o enagua roja y un largo saco verde), de pronto salió al camino desde un matorral, y tomó a Jane Blaney por el brazo: tenía en su mano dos juncos, uno de los cuales arrojó por sobre su hombro, y dando el otro a la niña, le indicó con la mano que hiciera lo mismo. Su joven compañera, aterrorizada por lo que veía, estaba ya escapando, cuando Jane Blaney la llamó:-Adiós, adiós, mucho tiempo pasará antes de que me veas de nuevo.La chica dijo que entonces desaparecieron, y que ella encontró el camino a casa como pudo. Una infatigable batida comenzó inmediatamente —se recorrieron los bosques, se exploraron los matorrales, se secaron los estanques— todo en vano. La búsqueda y la esperanza se abandonaron al fin. Diez años más tarde, el ama de llaves de Sir Redmond, habiendo recordado que dejara la llave de un armario donde se guardaban las golosinas sobre la mesa de la cocina, volvió a recogerla. Al aproximarse a la puerta escuchó una voz infantil murmurando:-Frío… frío… frío… cuánto tiempo hace desde que he sentido un fuego.Ella avanzó, y vio, para su asombro, a Jane Blaney, encogida a la mitad de su tamaño normal, y cubierta de harapos, acuclillándose sobre los rescoldos del fuego. El ama de llaves voló de terror del lugar, y alertó a los sirvientes, pero la visión se había desvanecido. Se reportó que la niña había sido vista varias veces posteriormente, en forma diminuta, como si no hubiera crecido una pulgada desde que tenía diez años de edad, y siempre acuclillándose sobre un fuego, ya sea en la habitación del torreón o en la cocina, quejándose de frío y hambre, y aparentemente cubierta de harapos. Se dice que su existencia se prolonga bajo estas deprimentes circunstancias, tan distintas de aquéllas de Lucy Gray en la hermosa balada de
Wordsworth:Y aun alguien dirá, que hasta el día de hoyella es una niña viviente…Que han encontrado a la dulce Lucy Grayen la yerma estepa;Sobre lo agreste y lo suave ella marcha,y nunca mira atrás;y tararea una solitaria canciónque silba en el viento.El destino de la hermana mayor fue más melancólico, aunque menos extraordinario. Estaba comprometida con un caballero de calificada fortuna e irreprochable carácter: era católico, además; y Sir Redmond Blaney refrendó las cláusulas del matrimonio, en total satisfacción de la seguridad del alma de su hija, tanto como de sus bienes parafernales. La boda fue celebrada en el Castillo de Leixlip, y después de que los novios se hubieran retirado, los invitados no obstante permanecieron bebiendo a la salud de su futura felicidad, cuando de repente, para gran alarma de Sir Redmond y sus amigos, se escucharon fuertes y penetrantes gritos, emitidos desde la parte del castillo en la cual estaba situada la cámara nupcial.Algunos de los más valientes se apresuraron escaleras arriba. Era demasiado tarde… el desventurado novio había estallado, en esa noche fatal, en un repentino y de lo más horrible paroxismo de locura. La mutilada forma de la infortunada y agonizante dama daba testimonio de la mortal virulencia con la cual la enfermedad había operado en el infeliz esposo, que se mató luego del involuntario asesinato de su consorte. Los cuerpos fueron enterrados tan pronto como la decencia lo permitió, y la historia se silenció.Las esperanzas de Sir Redmond sobre el rescate de Jane fueron disminuyendo cada día, aunque todavía continuaba escuchando cada descabellado relato contado por las domésticas; y se suponía que toda su dedicación estaba ahora dirigida hacia su única hija sobreviviente. Anne, viviendo en soledad, y tomando parte solamente de la muy limitada educación de las mujeres irlandesas de ese tiempo, fue abandonada más que nada a los sirvientes, entre quienes incrementó su gusto por los horrores supersticiosos y sobrenaturales, a un grado que tuviera el más desastroso efecto en su vida futura.Entre los numerosos lacayos del castillo, se encontraba una marchita vieja, que había sido niñera de la madre de la finada Lady Blaney, y cuya memoria era un completo Thesaurus terrorum. El misterioso destino de Jane primero alentó a su hermana a escuchar los disparatados cuentos de esta arpía, que aseveraba que una vez vio a la fugitiva de pie frente al retrato de su madre muerta en uno de los aposentos del castillo, y murmurando para sí misma:—¡Pobre de mí, pobre de mí! ¡Nunca mi madre pensó que su diminuta Jane se convertiría en lo que es!Pero a medida que Anne crecía comenzó a “inclinarse más seriamente” a las promesas de la vieja bruja de que ella podría mostrarle a su futuro prometido, luego de la ejecución de ciertas ceremonias, las cuales a ella al principio le disgustaban, como horribles e impías. Pero finalmente, bajo la repetida instigación de la vieja, consintió en tomar parte. El período fijado para la realización de estos ritos no consagrados estaba a la sazón aproximándose —era cerca del 31 de octubre—; la memorable noche cuando tales ceremonias eran, y todavía se suponen que son, en el norte de Irlanda, más potentes en sus efectos. Durante todo el día la vieja bruja tuvo cuidado de reducir la mente de la joven damita al apropiado tono de sumisa y vacilante credulidad, con todas las horribles historias que pudo relatar; y las narró con aterradora y sobrenatural energía. A esta mujer la familia la llamaba Collogue, un nombre equivalente a Chisme en Inglaterra, o Bruja en Escocia (aunque su nombre real era Bridget Dease); y ella convalidaba el sobrenombre a través del ejercicio de una incansable locuacidad, una infatigable memoria y un ensañamiento por comunicar e infligir terror, que no tenía piedad de ninguna víctima en la casa, desde el palafrenero, a quien mandaba temblando a su manta, hasta la Dama del Castillo, sobre quien sentía que tenía ilimitada influencia.El 31 de octubre llegó —el castillo estaba perfectamente calmo antes de las once—. Media hora después, la Collogue y Anne Blaney eran vistas deslizándose a lo largo de un pasadizo que las dirigía a lo que se llama la Torre del Rey John, donde se dice que el monarca recibió el homenaje del príncipe irlandés como Señor de Irlanda y el cual era, en todo caso, la parte más antigua de la estructura.La Collogue abrió una pequeña puerta con una llave que había ocultado entre sus ropas, y urgió a la joven a que se apurase. Anne avanzó hacia el postigo y permaneció de pie allí, irresoluta y temblando como una tímida bañista a la vera de un arroyo desconocido. Era una oscura noche otoñal. Un fuerte viento suspiraba entre los bosques del castillo, e inclinaba las ramas de los árboles más bajos casi hasta las olas del Liffey, el cual, crecido por las recientes lluvias, luchaba y rugía entre las piedras que obstruían su cauce. La pronunciada pendiente desde el castillo se extendía frente a ella, con su oscura avenida de olmos. Unas pocas luces todavía brillaban en el pequeño pueblo de Leixlip, pero por lo tardío de la hora era probable que pronto se extinguieran.La dama se demoró.—¿Y debo ir sola? —dijo, anticipando que los terrores de su espantosa excursión podrían ser agravados por su más espantoso propósito.—Debéis, o todo será arruinado —dijo la vieja, oscureciendo la miserable luz, que no extendía su influencia más de seis pulgadas en el camino de la víctima—. Debéis ir sola… y yo vigilaré por ti aquí, querida, hasta que vuelvas, y veas entonces lo que vendrá a ti a las doce en punto.La infortunada muchacha hizo una pausa.—¡Oh! Collogue, Collogue, si tan solo vinieras conmigo. ¡Oh! Collogue, ven conmigo, aunque más no sea hasta el final de la cuesta del castillo.—Si yo fuera contigo, querida, nunca alcanzaríamos vivas de nuevo su cima, porque los que están cerca nos desgarrarían en pedazos.—¡Oh! Collogue, Collogue… déjame volver entonces, e ir a mi cuarto… he ido demasiado lejos y he hecho demasiado.—Y eso es lo que tienes, querida, y por eso debes ir más lejos, y todavía hacer más, no sea que, cuando regreses a tu cuarto, vieres la imitación de alguien en vez de un apuesto y joven novio.La joven dama miró a su alrededor por un momento, el terror y una indómita esperanza tremolando en su corazón. Entonces, con un repentino impulso de coraje sobrenatural, se lanzó como un pájaro desde la terraza del castillo. El revoloteo de sus blancas prendas fue visto por unos pocos momentos, y luego la vieja bruja, que había estado oscureciendo el parpadeo de la luz con una mano, echó el cerrojo al postigo, y ubicando la vela delante de una tronera vidriada, se sentó sobre una silla de piedra a la entrada de la torre, para mirar la ocurrencia del hechizo. Pasó una hora antes de que la joven dama regresara. Su rostro estaba pálido y sus ojos fijos como los de un cuerpo muerto, pero sostenía en su puño una vestidura chorreante, una prueba de que su diligencia había sido ejecutada.Se arrojó a las manos de su compañera, y luego permaneció de pie, resoplando y mirando enloquecidamente a su alrededor, como si no supiera dónde estaba. La propia vieja se aterrorizó ante el insano y jadeante estado de su víctima, y la llevó apresuradamente a su cámara; pero aquí, las preparaciones de las terribles ceremonias de la noche fueron los primeros objetos que la impresionaron, y estremeciéndose a la vista de ellas, se cubrió los ojos con las manos, y se paró firmemente clavada en el centro de la habitación.Se necesitaron todas las persuasiones de la vieja (ayudada incluso por misteriosas amenazas), combinada con las facultades que retornaban y la renacida curiosidad de la pobre chica, para persuadirla de pasar por los asuntos pendientes de la noche. Al final, dijo como presa de desesperación:—Lo llevaré a cabo: pero en la habitación de al lado; y si lo que temo pasa, haré sonar la pequeña campana de plata de mi padre, que me he procurado por esta noche… y si tienes un alma para ser salvada, Collogue, ven a mí con el primer sonido.La vieja prometió, le dio sus últimas instrucciones con ferviente y celosa minuciosidad, y luego se retiró a su propio cuarto, que era adyacente al de la joven. La vela se había consumido, pero removió las ascuas del fuego de turba, y se sentó, dando cabezadas sobre ellas, alisando el camastro de vez en cuando, pero resolvió no acostarse mientras existiera la posibilidad de un sonido del cuarto de la damita, el cual ella misma, marchitos como estaban sus sentimientos, esperaba con una mezcla de ansiedad y terror.Era ya muy pasada la medianoche, y todo estaba en silencio sepulcral en el castillo. La vieja bruja dormitaba sobre los rescoldos hasta que su cabeza tocó sus rodillas, entonces se incorporó cuando el sonido de la campana pareció tintinear en sus oídos, luego dormitó otra vez, y de nuevo se incorporó cuando la campana pareció tintinear más claramente. De pronto se despertó, no por la campana, sino por los más agudos y horribles gritos de la cámara vecina. La Collogue, consternada por primera vez por las posibles consecuencias de la fechoría que podría haber ocasionado, se apresuró a ir al dormitorio. Anne estaba con convulsiones, y la vieja se vio obligada, con desagrado, a llamar al ama de llaves (quitando mientras tanto los implementos de la ceremonia), y a ayudar a poner en práctica todos los específicos conocidos de esa época; plumas quemadas, etc., para reestablecerla. Cuando al fin lo hubieron logrado, el ama de llaves fue despedida, se trancó la puerta, y la Collogue quedó a solas con Anne. El asunto de su sesión podría haber sido adivinado, pero no fue conocido hasta muchos años más tarde. Pero Anne esa noche sostenía en su mano, en la forma de un arma, con cuya utilización ninguna de ellas estaba al corriente, una evidencia de que su cuarto había sido visitado por un ser fuera de este mundo.La vieja le importunó con peticiones de destruir esta evidencia, o tirarla: pero ella insistió con fatal tenacidad en conservarla. La guardó bajo llave, sin embargo, inmediatamente, y parecía pensar que había adquirido un derecho, ya que había lidiado tan espantosamente con los misterios de la vida futura, a saber todos los secretos a cuyos descubrimientos esa arma aún podría conducir. Pero desde esa noche se notó que su carácter, sus modales, y aun su aspecto, se alteraron. Se volvió adusta y solitaria, engurruñada a la vista de sus antiguas compañeras, e imperativamente prohibió la menor alusión a las circunstancias que habían ocasionado este misterioso cambio.Fue unos pocos días subsiguientes a este suceso que Anne, que después del almuerzo había dejado al capellán leyendo la vida de San Francisco Xavier a Sir Redmond, y se había retirado a su propio cuarto a trabajar, y, quizás, a meditar, se sorprendió al escuchar la campana del portón exterior repiquetear fuerte y repetidamente —un sonido que nunca había escuchado desde su primera estadía en el castillo, ya que los pocos invitados que concurrían allí, venían y partían tan calladamente como los humildes visitantes de un gran hombre generalmente lo hacen—. Al instante cabalgó por la avenida de olmos, que ya hemos mencionado, un imponente caballero, seguido de cuatro sirvientes, todos montados, los dos primeros con pistolas en sus fundas, y los dos últimos cargando talegos de montura delante de ellos: aunque era la primera semana de noviembre, siendo la hora del almuerzo la una en punto, Anne tenía suficiente luz como para notar todas estas circunstancias.El arribo del extraño parecía causar mucho (aunque no mal recibido) tumulto en el castillo; las órdenes se daban fuerte y apremiantemente para el alojamiento de sirvientes y caballos —se escucharon pasos recorriendo los pasadizos por una hora entera— y luego todo estuvo quieto; y se dijo que Sir Redmond había cerrado con llave con su propia mano la puerta de la sala donde él y el extraño se sentaron, y pidió que nadie se atreviera a acercarse. Alrededor de dos horas más tarde, una sirvienta vino con órdenes de su amo, de tener lista una abundante cena a las ocho en punto, en la cual deseaba la presencia de su hija.El establecimiento familiar estaba en un buen nivel, para una casa irlandesa, y Anne solamente tuvo que descender a la cocina para ordenar que los pollos asados estuvieran bien cubiertos de azúcar negra de acuerdo a la refinada moda de aquellos días, para inspeccionar la mezcla del bol de sagú con su ración de una botella de oporto y un buen puñado de las más ricas especias, y para ordenar particularmente que el pudín de arvejas tuviera un enorme trozo de manteca salada fría en el centro; y luego, sus preocupaciones de menaje terminadas, para retirarse a su cuarto y vestirse para la ocasión con un largo traje de noche blanco adamascado.A las ocho en punto fue mandada llamar al comedor. Entró, de acuerdo a la moda de la época, con el primer plato; pero al atravesar la antesala, donde los sirvientes estaban sosteniendo luces y cargando los platos, le tiraron bruscamente de las mangas, y la fantasmal cara de la Collogue se arrimó a la de ella, mientras murmuraba:—¿No dije que vendría por ti, querida?A Anne se le heló la sangre, pero avanzó, saludó a su padre y al desconocido con dos profundas y marcadas reverencias, y luego tomó su lugar a la mesa. Sus sentimientos de pasmo y quizá de terror por el susurro de su aliada, no se vieron disminuidos por la aparición del extraño; hubo una singular y muda solemnidad en su comportamiento durante la cena. Él no comió nada. Sir Redmond parecía embarazado, sombrío y pensativo. Al fin, comenzando, dijo (sin mencionar el nombre del desconocido):—¿Beberá a la salud de mi hija?El extraño dio a entender su buena voluntad de tener ese honor, pero distraídamente llenó su copa con agua; Anne puso unas pocas gotas de vino en la de ella y se inclinó hacia él. En ese momento, por primera vez desde que se habían conocido, ella contempló su rostro: era pálido como el de un cadáver. La blancura mortal de sus mejillas y labios, el hueco y distante sonido de su voz, y el extraño brillo de sus grandes y oscuros ojos inmóviles, fuertemente fijos en ella, la hizo detenerse e inclusive temblar mientras llevaba la copa a sus labios; la bajó, y luego con otra silenciosa reverencia se retiró a su cámara.Allí encontró a Bridget Dease, ocupada en recoger la turba que ardía en la chimenea, ya que no había ninguna rejilla en el aposento.—¿Por qué estás tú aquí? —dijo ella impacientemente.La vieja se volvió, con un espantoso rictus de satisfacción.—¿No te dije que él vendría por ti?—Creo que por eso ha venido —dijo la infortunada muchacha, hundiéndose en la enorme silla de mimbre al lado de su cama—, ya que nunca vi un mortal con tal apariencia.—¿Pero no es un fino y majestuoso caballero? —prosiguió la vieja.—Luce como si no fuera de este mundo —dijo Anne.—De este mundo, o del próximo —dijo la vieja, levantando su huesudo dedo índice—. Atención a mis palabras… tan cierto como el… (aquí repitió algunas de las horribles fórmulas del 31 de octubre)… así también es seguro que él será tu prometido.—Entonces seré la novia de un cadáver —dijo Anne—, ya que el que vi esta noche no es un hombre vivo.Transcurrieron dos semanas, y ya sea que Anne se reconcilió con las facciones que las había considerado tan espectrales, al descubrir que ellas eran las más agraciadas que había contemplado jamás, y que la voz, cuyo sonido al principio era tan extraño y sobrenatural, se redujo a un tono de lastimera blandura cuando se dirigía a ella o si es imposible para dos jóvenes con corazones disponibles encontrarse en el campo —y encontrarse seguido, para observar silenciosamente el mismo arroyuelo, vagar bajo los mismos árboles y escuchar juntos el viento que bate las ramas— sin experimentar una asimilación de sentimientos rápidamente deviniendo en una asimilación de gustos; o si fue por todas estas causas combinadas, pero en menos de un mes Anne oyó la declaración de la pasión del extranjero con mucho sonrojo, aunque sin un suspiro. Entonces declaró su nombre y posición. Afirmó ser un baronet escocés, con el nombre de Sir Richard Maxwell. Adversidades familiares lo habían separado de su país, y habían excluido para siempre la posibilidad de su retorno: había trasladado sus pertenencias a Irlanda, y se proponía fijar su residencia allí de por vida. Tal fue su declaración.El galanteo de esos días era breve y simple. Anne se convirtió en esposa de Sir Richard, y, creo, residieron con su padre hasta su muerte, cuando se mudaron a sus propiedades en el norte. Allí permanecieron por muchos años, en tranquilidad y felicidad, y tuvieron una numerosa familia. La conducta de Sir Richard estuvo marcada por dos peculiaridades: no sólo rehuía toda comunicación, sino la vista de cualquiera de sus compatriotas, y si llegaba a escuchar que un escocés había llegado al pueblo vecino, se encerraba hasta estar seguro de la partida del extranjero.La otra era su costumbre de retirarse a su propia cámara, y permanecer invisible para su familia en el aniversario del 31 de octubre. La señora, que tenía sus propias asociaciones con relación a ese período, solamente le preguntó una vez sobre la razón de su encierro, y entonces, solemne e incluso severamente, se le ordenó nunca repetir sus averiguaciones. Así estaban las cosas, en cierto sentido, de forma extraña, pero no desgraciada, cuando de súbito, sin ninguna causa asignada o asignable, Sir Richard y Lady Maxwell se separaron, y nunca más se encontraron en este mundo, ni a ella le fue permitido ver a ninguno de sus hijos hasta el momento de su muerte. Él continuó viviendo en la mansión familiar y ella fijó su residencia con un pariente lejano en una remota parte del país. Tan total fue su desunión, que el nombre de ambos nunca fue escuchado filtrarse por los labios del otro, desde el momento de la separación hasta el de la desintegración.Lady Maxwell sobrevivió a Sir Richard cuarenta años, viviendo hasta la edad de noventa y seis años; y de acuerdo con una promesa previamente dada, reveló a un descendiente con quien ella había vivido las siguientes extraordinarias circunstancias.Dijo que en la noche del 31 de octubre, alrededor de setenta y cinco años antes, a instigaciones y malos consejos de su asistente, había lavado una de sus prendas en un lugar donde confluían cuatro arroyos, y había llevado a cabo otras ceremonias no consagradas bajo la dirección de la Collogue, con la esperanza de que su futuro marido se le apareciera en su cámara a las doce en punto de esa noche. El momento crítico llegó, pero no en forma de un amante. Una visión de indescriptible horror se acercó a su cama, y arrojándole un arma de hierro de una forma y construcción desconocida para ella, le ordenó que “reconociera a su futuro marido por eso”. Los terrores de esta visita pronto la privaron de sus sentidos; pero con su recuperación, insistió, como ha sido dicho, en conservar la hórrida prueba de la realidad de la visión, la cual, puesta bajo examen, resultó estar incrustada con sangre. Permaneció escondida en el cajón más interno de su armario hasta la mañana de la separación. Esa mañana, Sir Richard Maxwell se levantó antes de amanecer para sumarse a una partida de caza. Precisaba un cuchillo para algún propósito casual, y habiendo perdido el suyo, llamó a Lady Maxwell, que todavía estaba acostada, para que le prestara uno. La señora, que estaba medio dormida, respondió que en tal cajón de su armario lo encontraría. Él fue, sin embargo, a otro, y al instante siguiente ella estaba totalmente despierta al ver a su marido presentando la terrible arma en su garganta, y amenazándola con una muerte instantánea a menos que le revelara cómo la había conseguido. Ella suplicó por su vida, y luego, en una agonía de horror y contrición, le contó la historia de aquella memorable noche. Él la miró por un momento con un semblante al que la furia, el odio y la desesperación convertían, como ella admitió, en un símil viviente de la faz de demonio que alguna vez había contemplado (tan singularmente fue cumplida la semejanza predestinada), y luego exclamando “Me conseguiste con la ayuda del diablo, pero no me conservarás por mucho tiempo”, la dejó, para no encontrarse ya en este mundo. El secreto de su marido no era desconocido para la señora, aunque los medios por los cuales los poseyó eran completamente injustificables. Su curiosidad había sido fuertemente excitada por la aversión de su marido a sus compatriotas, y tanto fue así —estimulada por la llegada de un caballero escocés en las vecindades algún tiempo antes, quien se declaró antiguo conocido de Sir Richard, y habló misteriosamente de las causas que lo habían llevado fuera de su país—, que ella se dio maña para obtener una entrevista con él bajo un nombre falso, y obtuvo de él el conocimiento de circunstancias que amargaran su vida venidera hasta su última hora. Su historia fue esta:Sir Richard Maxwell estaba en mortal contienda con un hermano menor. Se propuso una fiesta familiar para reconciliarlos, y como el uso de cuchillos y tenedores era entonces desconocido en las Tierras Altas, los comensales se reunieron con sus puñales con el propósito de trinchar. Bebieron de firme. La fiesta, en vez de armonizar, comenzó a inflamar sus espíritus; se renovaron las cuestiones de viejo antagonismo; las manos, que al principio tanteaban las armas en desafío, las desenvainaron al fin en furia, y en la refriega Sir Richard hirió mortalmente a su hermano. Su vida fue salvada con dificultad de la venganza del clan, y fue llevado deprisa hacia la costa del mar, cerca de la cual se erigía la casa, y se escondió allí hasta que se pudo conseguir una nave para conducirlo a Irlanda.Embarcó en la noche del 31 de octubre, y mientras estaba atravesando la cubierta en indecible agonía de espíritu, su mano tocó accidentalmente el puñal que inconscientemente había llevado desde la noche fatal. Lo desenvainó, y rogando “que la culpa de la sangre de su hermano estuviera tan lejos de su alma, como pudiera arrojar el arma de su cuerpo,” lo lanzó por el aire con todas su fuerzas. Este instrumento encontró él oculto en el armario de la señora, y si realmente le creyó a ella que tomó posesión de él por medios sobrenaturales, o si temió que su esposa fuera un testigo secreto de su crimen, no ha sido determinado.La separación tuvo lugar con el descubrimiento. Por lo demás, desconozco cuál pueda ser la verdad fundada, cuento la historia tal como a mí me fue contada".

Charles Maturin

miércoles, 6 de enero de 2010

"El Cardenal Napellus"

"Aparte de su nombre: Hieronymus Radspieller, sólo sabíamos de él que vivía año tras año en el castillo semiderruido cuyo propietario, un vasco canoso y siempre malhumorado –ex sirviente y luego heredero de un antiguo y noble linaje que se fue perdiendo en la soledad y la tristeza– le había alquilado todo un piso para él solamente, quien lo había hecho habitable con muebles y otros enseres muy anticuados, pero también muy lujosos.Era un contraste fantástico el que aguardaba a quien entrara en esas habitaciones después de atravesar la tierra inculta y despoblada que rodeaba el castillo, donde nunca se oía cantar un pájaro y donde todo parecía dejado de la mano de Dios y de la vida, si no fuera que de tanto en tanto los tejos hiciesen oír sus "quejidos bajo los embates del viento cálido que venía del Sud, o que el lago –como un ojo enorme siempre abierto al cielo– reflejara en su pupila verdinegra las blancas nubes que flotaban en lo alto. Casi todo el día se lo pasaba Hieronymus Radspieller en su bote, dejando caer en las aguas un huevo de metal suspendido de un fino cordel de seda: una sonda para indagar las profundidades del lago.–Seguramente se hallará al servicio de alguna compañía de estudios geográficos –arriesgó uno de nosotros, cuando cierta noche, después de nuestras cotidianas excursiones de pesca, nos hallábamos reunidos en la biblioteca de Radspieller, que él, gentilmente, había puesto a nuestra disposición. –Casualmente hoy me enteré por medio de la vieja mandadera que lleva la correspondencia al otro lado del desfiladero, que corre el rumor de que en su juventud fue monje en un convento donde se flagelaba día y noche; algunos parecen afirmar, incluso, haber visto que su espalda está totalmente cubierta de cicatrices –intervino Mr. Finch, trayendo un novedoso aporte a una de las tantas conversaciones en las que se barajaban conjeturas en cuanto a la personalidad de. Hieronymus Radspieller–; y a propósito: ¿no les parece extraño que tarde tanto? Ya deben ser más de las once. –Hoy hay luna llena –dijo Giovanni Braccesco señalando con su mano mustia hacia la ventana, a través de la cual se divisaba la plateada franja de luz que se extendía sobre el lago–; nos será muy fácil ver su bote si nos asomamos.Al corto rato oímos pasos que subían la escalera; pero era Eshcuid, el botánico, que venía a reunirse con nosotros después de una de sus largas caminatas. Traía consigo una planta casi tan alta como él con flores de un azul acerado.–Este es sin duda el ejemplar más grande de esta especie que se haya encontrado jamás; nunca hubiese creído que un "matalobos azul" creciera en estas alturas –dijo lacónicamente y depositó la planta con un sin fin de precauciones sobre el alféizar de la ventana."Le va igual que a todos nosotros", pensé mientras lo observaba, y tuve la sensación de que Mr. Finch y Giovanni Braccesco estaban pensando en aquel momento lo mismo que yo, "viejo como es, anda de un lado a otro sobre esta tierra como alguien que debe buscar su propia tumba sin poderla nunca hallar; colecciona plantas que mañana estarán secas; ¿por qué?, ¿para qué? Parece no importarle. Sabe que su quehacer es estéril, como lo sabemos nosotros del nuestro, pero también a él lo debe haber desmoralizado la triste certeza de que todo lo que se comienza termina siendo inútil, tanto las empresas grandes como las pequeñas. Ya desde muy jóvenes comenzamos a ser como moribundos cuyos dedos tantean inquietos las ropas de la cama y que no saben de donde asirse; como moribundos que saben: la muerte está en esta habitación, qué importa entonces si en el momento mismo de morir las manos están plegadas o si están apretadas como puños".–¿Adonde piensa ir cuando acá haya terminado la temporada de pesca? –preguntó el botánico después de echarle una última mirada a su planta y sentándose lentamente junto a la mesa.Mr. Finch pasó los dedos de una mano por sus blancos cabellos, mientras con la otra seguía jugando distraídamente con un anzuelo; finalmente sé encogió de hombros sin levantar la vista.–No sé –contestó al rato Giovanni Braccesco, como si la pregunta hubiese estado dirigida a él.Debe haber pasado fácilmente una hora sin que habláramos una sola palabra; el silencio era tan total, que podía oír el latido de mis sienes. Por fin se abrió la puerta y en el vano de la misma quedaron enmarcados el cuerpo y la cara pálida y afeitada de Hieronymus Radspieiler. Su expresión era reposada y senil, como siempre, y su mano permaneció firme y tranquila mientras se servía una copa de vino y la alzaba como brindando a la salud de los presentes; pero en la habitación reinaba un clima de excitación contenida que había entrado, a mí no me cabía la menor duda, junto con él, transmitiéndose muy pronto a todos nosotros.Sus ojos –que siempre parecían cansados y que tenían la peculiaridad de que sus pupilas nunca se contraían ni se dilataban, como si no reaccionaran a la luz, igualitos a botones de chaleco con un punto negro en el centro, según Mr. Finch– hoy parecían afiebrados e inquietos y recorrían indecisos las paredes y los estantes de libros, sin quedar fijos en ninguna parte. Giovanni Braccesco promovió un tema de conversación y comenzó a hablar acerca de nuestros extraños métodos para pescar esos bagres viejísimos y gigantescos, totalmente cubiertos de musgo, que viven allá abajo, en las profundidades inescrutables del lago, rodeados de una noche sin principio ni fin, que desdeñan todo manjar que pueda brindarles la naturaleza y que sólo se interesan por las formas caprichosas y extravagantes que nacen de la imaginación de los pescadores: manos de lata plateada y brillosa que realizan movimientos extraños en el agua, o murciélagos de vidrio rojo que esconden entre sus alas los ganchos traicioneros.Hieronytnus Radspieller no prestaba atención. Para mí resultaba evidente qué sus ideas estaban en otra parte. Súbitamente estalló, era como cuando alguien se desprende violentamente de un secreto que ha estado guardando celosamente por demasiado tiempo y cuya fuerza sus labios ya no pueden contener:–Hoy, por fin mi sonda tocó fondo.Nosotros nos miramos consternados sin entender nada. Pero yo había quedado tan impresionado por la extraña emoción que había Vibrado en sus palabras, que no me pude concentrar enseguida en las explicaciones que nos dio a continuación acerca de los diversos procesos de medición y arqueo de aguas profundas: habría allí abajo –a muchas brazas de profundidad– torbellinos tan vertiginosos que rechazan cualquier sonda, la mantienen flotando en el agua e impiden que toque fondo, salvo que intervenga una coincidencia favorable. Y de pronto de su discurso se desprendió una frase como un disparo:–Esta es la parte más profunda de la tierra a la que pudo llegar un instrumento hecho por la mano del hombre. –Estas palabras se grabaron a fuego en mi conciencia, sin que yo pudiera hallar una razón por la cual me resultaran tan inquietantes. En ellas se ocultaba sin duda un doble sentido fantasmal y, por un instante, me pareció que por su boca alguien invisible se estaba dirigiendo a mí por medio de símbolos obscuros e indescifrables.Me era imposible quitar la vista de la cara de Radspieller; ¡qué espectral e irreal me pareció en ese momento! Si cerraba mis ojos podía verlo como aureolado por temblorosas llamitas azules; "los fuegos de San Telmo", pensé, "los fuegos de la muerte", y me vi obligado a apretar fuertemente los labios para que estas palabras, que me quemaban la lengua, no salieran de mi boca como un grito. Por mi mente comenzaron a pasar, como en un sueño, algunos párrafos pertenecientes a libros escritos por Radspieller que yo había leído en mis ratos de ocio, asombrado siempre por la cantidad de conocimiento que allí se evidenciaba, en algunas Partes daba rienda suelta a su odio contra la religión, la fe, la esperanza y todo lo que en la Biblia hay de promisión.Es el contragolpe –comprendí– que arroja su alma a las miserias de la tierra luego de un ascetismo ardiente y de una juventud atormentada por el éxtasis religioso: es el movimiento de péndulo propio del destino y que lanza a los hombres de la luz a la sombra. Me arranqué con violencia de ese adormecimiento paralizante que había hecho presa de mis sentidos, obligándome a prestar atención al relato de Radspieller, cuyo comienzo todavía despertaba en mí extraños ecos. En esos momentos sostenía en la mano la sonda de cobre haciéndola girar de tal manera que sus destellos brillaran a la luz de la lámpara, y mientras tanto iba diciendo:–Ustedes, apasionados de la pesca, afirman que es sumamente excitante sentir que al otro extremo del cordel, que después de todo nunca sobrepasa las 200 yardas, se ha enganchado un pez muy grande, y con gran expectación aguardan a que el monstruo aparezca en la superficie y les eche agua a la cara. Pero ahora imagínense esa misma sensación multiplicada por mil, y tal vez comprendan qué sentí yo cuando este trozo de metal me avisó por fin: he tocado fondo. Para mí fue lo mismo que si mi mano acabara de llamar a una puerta... Este es el fin de un trabajo que duró decenios –agregó en voz baja, como para sí, y de su voz parecía desprenderse una pregunta temerosa: "¿qué haré mañana?"–Y no es poco lo que para la ciencia significa el haber sondeado el punto de mayor profundidad sobre la tierra –intervino el botánico Eshcuid.–¡Ciencia... para la ciencia! –repetía Radspieller como ausente, mientras nos contemplaba, uno a uno–: ¡Qué me importa a mí la ciencia! –le espetó.Acto seguido se puso de pie apresuradamente. Y comenzó a pasearse por la habitación.–A usted la ciencia le importa tan poco como a mí, profesor –le dijo a Eshcuid, y sonó como una interpelación–. ¿Por qué no llama a las cosas por su nombre? Para nosotros la ciencia no es más que un pretexto para hacer algo, cualquier cosa, no importa qué; la vida, la terrible, despiadada vida, ha marchitado nuestras almas, nos ha robado nuestro propio yo, y entonces, para no estar gritando siempre de dolor, andamos detrás de caprichos pueriles para olvidar lo que perdimos. Para olvidar, nada más que para eso. ¡No nos engañemos más a nosotros mismos!Todos permanecíamos callados.–Pero a ello hay que agregarle otro sentido más –de pronto pareció invadirlo una inquietud casi salvaje–; me refiero a nuestros caprichos. Lo he ido viendo muy poco a poco: una suerte de instinto mental me dice que cada acto que realizamos posee un doble sentido mágico. Lo cierto es que no podemos hacer nada que no sea mágico... Yo sé muy bien cuál es la causa ñor la que he estado sondeando ascuas durante casi la mitad de mi vida. Y también sé qué significado tiene que por fin haya logrado llegar al fondo, comunicándome así mediante un cordel muy largo y muy fino y a través de todos los torbellinos, con un reino al cual no Podrán llegar los rayos de este sol maldito cuyo mayor placer es dejar morir de sed a sus criaturas. Lo que realicé hoy no deja de constituir un acontecimiento externo e intrascendente, pero a cualquiera que sepa ver e interpretar lo que hay detrás de las cosas más simples, le basta con la sombra informe que se dibuja contra la pared para saber quién se ha puesto delante de la lámpara –ahora me sonreía con mal disimulada sorna–, y a usted le voy a explicar en muy pocas palabras qué importancia adquiere en mi interior este acontecimiento exterior: finalmente he podido hallar lo que estaba buscando, de aquí en más estaré inmunizado para siempre contra las serpientes venenosas de la fe y la esperanza que sólo pueden vivir en la claridad; lo he sentido así con el brinco que dio mi corazón cuando hoy pude ver cumplida mi voluntad al tocar el fondo del lago con mi sonda de cobre. Un acontecimiento exterior e intrascendente me acaba de mostrar su cara interior.–¿Tan trágicas fueron las cosas que le ocurrieron en la vida, es decir, durante él tiempo en eme fue eclesiástico? –preguntó Mr. Finch, agregando muy despacio, casi murmurando–: ¿Cómo se explicaría si no que su alma haya quedado tan malherida?Radspieller no respondió y parecía estar viendo un cuadro recién surgido ante su vista; luego se sentó nuevamente junto a la mesa, posó su mirada en los rayos de luna que atravesaban la ventana y comenzó su relato como un sonámbulo, casi sin tomar aliento:–Nunca fui eclesiástico, pero ya desde muy joven había algo en mí, una ansiedad obscura y potente que me alejaba de las cosas terrenales. He vivido horas en que el rostro de la naturaleza se transformaba ante mis ojos en la máscara siniestra del diablo, en tanto que las montañas, el agua, el cielo, todo el paisaje e incluso mi propio cuerpo me parecieron ser los muros insalvables de una cárcel. A ningún niño lo va a impresionar demasiado que una nube pasajera arroje fugazmente su sombra sobre una pradera iluminada por el sol, pero a mí ya me acometía en aquel entonces un terror paralizante y me parecía que una mano invisible y violenta me estaba arrancando una venda de los ojos, permitiéndome ver hasta lo más profundo de ese mundo secreto y tormentoso habitado por millones de minúsculos seres vivientes, que ocultos tras las briznas y raíces de las yerbas, se destrozaban mutuamente movidos por el odio.Tal vez sólo se tratase de una insania hereditaria –mi padre murió sumido en el delirio religioso– que me impedía ver a la tierra de otro modo que no fuese como a una cueva de bandidos inundada de sangre. Poco a poco toda mi vida se fue convirtiendo en el tormento constante de sentir que mi alma se moría de sed. No podía dormir ni pensar, y tanto de día como de noche mis labios formaban temblando y sin parar, mecánicamente, siempre la misma frase: ¡Sálvanos de todo mal!... hasta, que un día la debilidad me venció y pendí el conocimiento.En el valle en que he nacido existe una secta religiosa llamada por todos «los Hermanos Azules», cuyos miembros, cuando sienten que su fin está cercano, se hacen enterrar vivos. Todavía puede verse el convento que mandaron construir y el escudo de piedra esculpido sobre la entrada principal: un acónito formado por cinco pétalos azules, de los cuales el superior se asemeja a una capucha de monje: el aconitum napellus, más conocido por «matalobos azul». Yo era un hombre muy joven cuando busqué refugio en esa orden... y casi un anciano cuando la abandoné.Detrás de los muros del convento hay un jardín en el que durante el verano florece un cantero repleto de esas flores azules de la muerte, y los monjes lo riegan con la sangre derramada por las Léridas que ellos mismos se producen. Cada uno tiene la obligación, al quedar incorporado a la comunidad, de plantar una de esas plantas, que al igual que en la ceremonia bautismal, recibe el nombre cristiano de quien la plantó. La mía se llamó Hieronymus y bebió de mi sangre mientras yo mismo me consumía durante años rogando en vano que se cumpliera el milagro de que el «jardinero invisible» regara las raíces de mi vida con una sola gota de agua. El contenido simbólico de este bautismo de sangre consiste en que el hombre plante mágicamente su alma en el jardín del Paraíso y que la fertilice con la sangre de sus deseos. Dice la leyenda, que sobre el sepulcro del fundador de aquella secta de ascetas, el también legendario cardenal Napellus, creció en una sola noche de luna llena uno de esos matalobos azules de una altura similar a la de un hombre: y que estaba totalmente cubierto de flores: y que cuando abrieron nuevamente la tumba, el cadáver había desaparecido. Se supuso por lo tanto que aquel santo varón se había convertido en esa planta y que de ella, la primera en el mundo, proceden todas las demás.Cuando en el otoño las flores se marchitaban, nosotros recolectábamos sus semillas venenosas muy similares a pequeños corazones humanos y que, según la doctrina secreta de los Hermanos Azules, son el «grano de mostaza» de la fe; quien la posee puede mover montañas, motivo por el cual... nosotros las comíamos. Y del mismo modo en que un veneno muy fuerte puede alterar el corazón de un hombre colocándolo entre la vida y la muerte, así se esperaba qué la esencia de la fe transformara nuestra sangre y se convirtiera en fuerza milagrosa en horas de miedo mortal y maravilloso éxtasis. Pero yo logré llegar con la sonda de mi conocimiento a profundidades mucho mayores que esas milagrosas metáforas, di un paso más allá y pude enfrentarme con la cuestión cara a cara: ¿Qué sucederá con mi sangre cuando haya quedado preñada por el veneno de la flor azul? Y entonces las cosas a mi alrededor cobraron vida, hasta las piedras al borde del camino me gritaron con mil voces diferentes: Una y otra vez, con el retorno de cada primavera, será vertida para que crezca una nueva planta venenosa que llevará tu propio nombre.Y a partir de ese mismo instante pude despojar de su máscara al vampiro que había estado alimentando dentro mío y me sentí presa de un odio inextinguible. Salí al jardín y con mis pies hundí en el suelo la planta que me había robado mi nombre Hieronymus y que se había cebado con mi propia vida. De ahí en adelante mi vida pareció estar sembrada de acontecimientos milagrosos. Aquella misma noche tuve una visión: se me apareció el cardenal Napellus, llevando en la mano –con los dedos en la misma posición de quien transporta una vela– el acónito azul con su flor de cinco pétalos. Sus rasgos eran los de un cadáver, sólo en su mirada brillaba indestructible la vida.Se parecía tanto a mí mismo que creí verme ante mi propio rostro, al punto de tocarme espantado la cara como quien insiste en querer comprobar la existencia del brazo que le acaba de ser arrancado por una explosión... Luego me llegué hasta el refectorio y encendido por mi odio violé el armario –que según había oído decir, contenía las reliquias del cardenal Napellus– con el firme propósito de destruirlas. Pero sólo encontré ese globo terráqueo que ven allí en la repisa. –Radspieller se levantó, fue a buscar el globo y lo colocó sobre la mesa, prosiguiendo luego su relato: –Lo llevé conmigo al huir del convento para hacerlo añicos y para que así no quedara nada de lo que alguna vez perteneciera al fundador de aquella secta.Más tarde cambié de idea y pensé que le haría sentir mucho más mi desprecio por él y su reliquia si la vendía y regalaba el dinero a una prostituta. Y así lo hice en cuanto se me presentó la ocasión. Desde entonces han pasado muchos años, pero yo no he dejado de pensar ni un solo minuto rastreando siempre las raíces invisibles de aquél otro acónito que envenena la sangre y los corazones de toda la humanidad, para poder arrancarlas de cuajo de mi propio corazón. Y como ya les dije al comenzar este relato, desde el momento mismo en que desperté a la claridad, fui tropezando con un milagro tras otro; pero yo me mantuve firme: ya no hubo fuego fatuo que me pudiera hacer volver al lodazal.Cuando comencé a coleccionar antigüedades ... todo lo que ustedes pueden ver en esta habitación proviene de aquella época de mi vida... me topé con diversos objetos que me hicieron recordar los obscuros ritos de origen gnóstico y del siglo de los camisardos; incluso el anillo de zafiros que llevo en este dedo –que tiene grabado el mismo acónito que sirve de emblema a los Hermanos Azules– llegó a mis manos casualmente mientras revisaba la tienda de un vendedor de alhajas antiguas ... y les aseguro que no despertó en mí ni los más remotos ecos de una emoción. Y el día en que un amigo me trajo de regalo este globo –el mismo que robé de un convento para luego venderlo y regalar el dinero obtenido, la reliquia del cardenal Napellus–, bueno, ese día no pude menos que reírme de esta amenaza pueril que parecía provenir de un azar absurdo y necio.No, hasta aquí, donde el aire es claro y transparente, ya no ha de llegarme nunca más el veneno de la fe y la esperanza; en estas alturas, donde sólo reinan los ventisqueros, el acónito azul no podrá crecer jamás. En mí tomó cuerpo la verdad con un sentido nuevo a través del viejo adagio: Quien quiera sondear las profundidades debe vivir en las alturas. Es por eso que no quiero bajar nunca más a ningún valle. Ahora he sanado; y aunque todos los milagros de los mundos angélicos me fuesen regalados, yo los arrojaría de mí como inservibles baratijas. Que el acónito azul siga siendo un medicamento ponzoñoso para los enfermos del corazón y los débiles habitantes de los valles; yo quiero vivir aquí arriba y morir a la vista de la rígida ley diamantina de las necesidades vitales inalterables, luz que no puede ser quebrada por ningún fantasma demoníaco. Yo seguiré sondeando y sondeando, sin meta y sin añoranza, alegre como un niño al que le basta con el juego y que aún no está apestado por la mentira según la cual la vida tiene objetivos más profundos; seguiré sondeando y sondeando... pero cada vez que logre tocar fondo se alzará en mí un grito de júbilo: siempre, siempre es tierra lo que toco, y nada más que tierra... esa orgullosa tierra que rechaza fríamente la traicionera luz del sol para devolverla al éter; la tierra que se mantiene fiel a sí misma por dentro y por fuera; del mismo modo que este globo terráqueo, la última triste herencia del gran cardenal Napellus, seguirá siendo siempre un tonto pedazo de madera, por fuera y por dentro.Y las negras fauces del lago me lo dirán siempre de nuevo: sobre la costra de la tierra siguen creciendo –nutridos por el sol– venenos espantosos, pero en su interior los abismos y los grandes precipicios permanecen inmunes, las profundidades se mantienen puras. –El rostro de Radspieller estaba desencajado a causa de la emoción que lo embargaba y su enfático discurso se quebró; ahora daba rienda suelta a su rencor. –Si yo pudiera expresar un único deseo y esperar que éste se cumpliera –gritó casi, apretando los puños–, desearía poder llegar con mi sonda hasta el centro mismo de la tierra, para poder gritarlo luego y que el mundo entero me escuchara: ¡Miren, miren: tierra y nada más que tierra!Nosotros levantamos la vista, asombrados por el repentino silencio que siguió al estallido.Ahora estaba en pie delante de la ventana.El botánico Eshcuid había sacado su lupa y se agachaba sobre el globo terráqueo; enseguida dijo en voz bien alta, como para disipar el malestar que entre todos nosotros habían despertado las últimas palabras de Radspieller:–Esta reliquia debe ser una falsificación y provenir, si no me equivoco demasiado, de este mismo siglo; aquí están señalados –y puso el dedo sobre América– los cinco continentes.Por más que esta frase haya sido dicha en un tono totalmente neutro y desapasionado, no logró quebrar la atmósfera deprimente en la que todos habíamos quedado aprisionados, y que se volvía más densa y amenazante según pasaban los segundos hasta convertirse en indisimulable angustia. Súbitamente, un olor dulce y perturbador, como de arraclán o adelfilla, invadió la habitación."Lo trae el viento desde el parque", quise decir, pero Eshcuid ya se había adelantado a mi desesperado intento por despejar ese aire de pesadilla que nos envolvía: había introducido la punta de una aguja en el globo y murmuraba algo como: "Es extraño que este lago, un punto tan minúsculo, figure en el mapa", y en ese mismo momento la voz de Radspieller volvió a despertar y lo interrumpió con tono agudo:–¿Alguien puede explicarme por qué ya no me persigue más de día y de noche... como antes la imagen de su eminencia el gran cardenal Napellus? En el Código Nazareno, el libro de los azules monjes gnósticos, escrito 200 años antes de Cristo, está la profecía para el neófito: "Quien riegue la planta mística con su propia sangre hasta el fin, será fielmente acompañado por ella hasta las mismas puertas de la vida eterna; pero al impío que ose arrancarla lo enfrentará cara a cara como la misma muerte, y su espíritu vagará sin derrotero para perderse en las tinieblas hasta que llegue la nueva primavera". ¿Dónde está el valor de estas palabras? ¿Se ha muerto acaso? Yo sólo les diré una cosa: contra mí se estrelló una profecía de dos milenios. ¿Por qué no viene a enfrentarme cara a cara para que yo pueda escupirle en la suya, a él, el cardenal Nap... –Un tartajeante estertor le arrancó a Radspieller la última sílaba de la boca; había visto la planta que el botánico colocara horas antes sobre el alféizar de la ventana y la miraba con ojos desorbitados.Mi primera intención fue la de levantarme y correr en su ayuda.Pero un grito de Giovanni Braccesco me retuvo:La corteza apergaminada del globo se había desprendido bajo la insistente presión de la aguja de Eshcuid del mismo modo en que se desprende la cascara de una fruta madura, y ante nosotros quedó al descubierto una gran esfera de cristal... En su interior podía verse el resultado de una obra de artesanía excepcional: la figura de un cardenal con capa y sombrero, que en la mano traía como quien porta una vela encendida una planta con flores de cinco pétalos de un azul acerado. Paralizado de espanto como estaba, apenas si atiné a girar la cabeza hacia donde se encontraba Radspieller.Estaba nuevamente parado junto a la ventana, rígido y cadavérico, y tan inmóvil como la estatuilla de la esfera de cristal; y como ella sostenía en su mano el acónito azul, en tanto que no podía quitar la vista del rostro del cardenal. Sólo el brillo de sus ojos revelaba que aún estaba vivo; pero nosotros comprendimos claramente que su espíritu se había hundido para ya nunca más volver en la noche de la demencia.Eshcuid, Mr. Finch, Giovanni Braccesco y yo nos despedimos a la mañana siguiente, casi sin palabras: las últimas horas de la noche anterior aún repercutían en nuestras mentes pesarosas y el desconcierto sellaba nuestros labios. He seguido viajando por el mundo, solo y sin plan previo, pero nunca me he vuelto a encontrar con ninguno de ellos.Una sola vez, después de muchos años, mi camino me llevó hasta aquella región: del castillo ya no quedaban más que los muros, pero entre las ruinas se extendía, quemado por el sol de las alturas, en un gran cantero azul: el Aconitum napellus".

Gustav Meyrink