El Recolector de Historias

El Recolector de Historias

lunes, 4 de enero de 2010

"Hasta en los Mares"

"El hombre descansaba sobre la erosionada cima de un risco, oteando más allá del valle. Desde allí podía ver una gran distancia, pero en toda la marchita extensión no había ningún movimiento visible. Nada se agitaba en la polvorienta llanura ni en la desmenuzada arena de los lechos de ríos desecados mucho tiempo atrás, por donde una vez fluyeran los caudalosas corrientes de la juventud de la Tierra. Había poco verdor en aquel mundo terminal, aquel capítulo final de la prolongada presencia de la humanidad sobre el planeta. Durante incontables eones, la sequía y las tormentas de arena habían asolado todas las tierras. Los árboles arbustos habían dado paso a pequeños y retorcidos matorrales que subsistieron largo tiempo merced a su fortaleza: pero ellos, a su vez, perecieron ante la embestida de toscas hierbas y fibrosa y dura vegetación de extraña evolución.El omnipresente calor, creciente según la Tierra giraba más próxima al Sol, marchitó y mató con rayos inmisericordes. No había sucedido repentinamente, transcurrieron largos eones antes de que pudiera sentirse el cambio. Y, a lo largo de esas primeras eras, la adaptable forma del hombre había seguido una lenta mutación, moderándose a sí mismo para soportar el progresivamente tórrido aire. Luego llegó el día en que el hombre pudo aguantar en sus calurosas ciudades, aunque enfermo, y comenzó el gradual retroceso, lento pero imparable. Aquellas ciudades y poblaciones cercanas al ecuador fueron las primeras, por supuesto, pero después fueron seguidas por otras. El hombre, degenerado y exhausto, no pudo hacer frente durante mucho tiempo al calor que ascendía inexorablemente. Se consumía, y la evolución era demasiado lenta para dotarle de nuevas resistencias.Aunque no bruscamente, las grandes ciudades del ecuador fueron las primeras en ser abandonadas a merced de la araña y el escorpión. En los primeros años hubo muchos que resistieron, ideando curiosos escudos y armaduras contra el calor y la mortífera sequedad. Esas almas intrépidas, reforzando algunos edificios contra el sol implacable, crearon mundos refugio en miniatura en cuyo interior no era necesaria la armadura protectora. inventaron maravillosos ingenios, de forma que unos pocos hombres continuaron en las oxidadas torres, esperando así aguantar en las antiguas tierras hasta que terminara la sequía. Ya que muchos no quisieron creer cuanto decían los astrónomos y aguardaban la vuelta del viejo mundo. Pero un día, los hombres de Dath, en la nueva ciudad de Niyara, hicieron señales a Yuanario, su capital de antigüedad inmemorial, y no recibieron ninguna respuesta de los pocos que permanecían en su interior. Y cuando los exploradores llegaron a la milenario ciudad de torres enlazadas por puentes encontraron sólo silencio. No había ni siquiera el horror de la corrupción, ya que los lagartos carroñeros habían sido diligentes.Sólo entonces la gente comprendió plenamente que aquellas ciudades estaban perdidas para ellos y supieron que debían abandonarlas por siempre a la naturaleza. Los otros colonizadores de las tierras cálidas huyeron de sus arriesgadas posiciones, y el silencio total reinó entre los altos muros de basalto de un millar de torres vacías. De las densas muchedumbres y actividades multitudinarias del pasado no quedó finalmente nada. Entonces, allí se alzaron, contra los desiertos sin lluvia, las ahuecadas torres de hogares vacíos, factorías y estructuras de todas clases, reflejando la deslumbrante radiación del sol y agostándose bajo el cada vez más intolerable calor.Muchas tierras, sin embargo, habían escapado aún a la plaga abrasadora, por lo que pronto los refugiados fueron absorbidos en la vida de un nuevo mundo. Durante siglos extrañamente prósperos, las blanqueadas ciudades desiertas del ecuador fueron medio olvidadas y adornadas con fantásticas fábulas. Hubopocos pensamientos sobre aquellas torres espectrales en ruinas... aquellos montones de muros gastados y invadidas por cactos, oscuramente silenciosas y abandonadas.Hubo guerras, devastadoras y prolongadas, aunque los tiempos de paz fueron mayores. Pero siempre el henchido sol aumentaba su emisión según la Tierra giraba más próxima a su progenitor. Era como si el planeta pensara volver a la fuente de donde brotó, eones atrás, merced a un cataclismo de dimensiones cósmicas. Tras un tiempo, el desastre reptó más allá del cinturón central. El sur de Yarat se convirtió en un árido desierto... y luego el norte. En Perath y Baling, cuyas antiguas ciudades fueron habitadas durante incontables siglos, tan sólo se movían las escamosas formas de la serpiente y la salamandra, y en la última Loton sólo se escuchaba las esporádicas caídas de las tambaleantes torres y las desmoronadas cúpulas.El gran desahucio del hombre de los dominios que siempre conocieran tuvo lugar lenta, universal e inexorablemente. Ninguna tierra en el interior del creciente y destructor cinturón se libró. Fue una épica, una titánica tragedia cuya trama no fue revelada a los actores: el total abandono de las ciudades del hombre. No llevó siglos ni eras, sino milenios de crueles cambios. Y aún continuaba... sombría, inevitable, brutalmente devastadora.La agricultura se paralizó; rápidamente, el mundo se volvió demasiado árido para las cosechas. Se remedió mediante sustitutos artificiales, pronto universalmente empleados. Y mientras los viejos lugares que habían conocido los grandes hechos de los mortales eran abandonados, el botín rescatado por los fugitivos mermó más y más. Objetos del mayor valor e importancia quedaron olvidados en museos muertos -perdidos entre los siglos- y, al fin, la herencia de un pasado inmemorial fue abandonada. La decadencia tanto física como cultural surgió con el insidioso calor. Ya que los hombres habían vivido tanto tiempo cómodos y seguros que este éxodo de pasados escenarios fue difícil. Tales sucesos no fueron recibidos Temáticamente, su misma lentitud era aterradora. La degradación y el desastre fueron pronto comunes, los gobiernos se disolvieron y las desamparadas civilizaciones se sumieron en la barbarie.Luego, cuarenta y nueve siglos después de la ruina del cinturón ecuatorial, todo el hemisferio oeste quedó despoblado y el caos fue completo. No hubo trazas de orden o decencia en las últimas escenas de esta titánica, atroz e impresionante migración. Locura y frenesí acosaron a todos, y los fanáticos portavoces de un Armaged6n estaban a la orden del día.La humanidad se convirtió un lastimero residuo de antiguas razas, un fugitivo no sólo de las condiciones imperantes, sino también de su propia degeneración. Aquellos que pudieron huyeron a las tierras del norte y el antártico, el resto se sumió durante años en una increíble saturnalia, dudando vagamente de la cercana tragedia. En la ciudad de Borligo se llevó a cabo la total ejecución de los nuevos profetas, tras meses de espera infructuosa. Pensaron que la fuga a tierras del norte era innecesaria y no aguardaban el amenazador final.Cómo perecieron debió ser terrible sin duda... aquellas vanas y necias criaturas que pensaron desafiar al universo. Pero las tiznadas y chamuscadas torres son mudas...Tales sucesos, no obstante, no deben ser registrados, porque hay cosas más importantes para considerar que la lenta y total caída de una civilización perdida. Durante un largo periodo, la moral tuvo su punto más bajo entre los pocos valientes asentados en las riberas del ártico y el antártico, tan templados como lo fuera el sur de Yarat en tiempos muy pretéritos. Pero aquello era sólo una prorrroga. El suelo era fértil, y las perdidas artes de 1ª ganadería fueron recobradas de nuevo. Fue durante mucho tiempo un tranquilo y pequeño epítome de las tierras perdidas, aunque no había ya inmensas multitudes ni grandes edificios. Tan sólo el diseminado remanente de humanidad superviviente a eones de cambios habitando aquellas dispersas poblaciones de la tierra tardía.Cuántos milenios duró esto, no se sabe. El sol era lento en invadir este último refugio y, con el devenir de las eras, se desarrolló una raza fuerte y sana que no guardaba memoria o leyendas de las viejas y perdidas tierras. Este nuevo pueblo efectuaba pocas navegaciones, y las máquinas voladoras estaban totalmente olvidadas. Sus artefactos eran del tipo más simple, y su cultura sencilla y primitiva. Aun así, eran felices y aceptaban el caluroso clima como algo natural y acostumbrado. Pero, desconocidos para aquellos sencillos campesinos, aún mayores rigores de la naturaleza les estaban reservados. Mientras pasaban las generaciones, las aguas del vasto e insondable océano fueron secándose lentamente, enriqueciendo el aire y el reseco suelo, pero menguando más a cada siglo. El batiente oleaje aún relucía claro, y los tornadizos remolinos permanecían, pero un destino de desecación pendía sobre la total extensión de las aguas. No obstante, la merma no podía ser detectada excepto mediante instrumentos más delicados que los conocidos por la raza. Aun descubriendo la gente esta contracción del océano, no es probable que cundieran grandes alarmas o perturbaciones, ya que las pérdidas eran tan ligeras y los mares tan grandes... sólo unos pocos centímetros durante muchos siglos; pero en muchos siglos, e incrementándose...Así desaparecieron por fin los océanos, y el agua llegó a ser una rareza en el globo resecado por el ardiente sol. El hombre se había desparramado lentamente por todas las tierras árticas y antárticas. Las ciudades ecuatoriales, y muchas de las posteriores poblaciones, estaban perdidas aun para las leyendas. Había alteraciones de la paz a cada momento, ya que el agua era escasa y sólo se encontraba en profundas cavernas. Incluso así, era bastante poca, y los hombres morían en sedientos vagabundeas por lejanos lugares. Aunque tan lentos eran aquellos mortíferos cambios que cada nueva generación era renuente a creer lo que oía de sus padres. Nadie quería admitir que el calor hubiera sido menor o el agua más abundante en los viejos tiempos, ni guardarse del ardor resecante y agostador que estaba por llegar. Así fue hasta el final, cuando sólo unos pocos centenares de humanos jadeaban en busca de aliento bajo el cruel sol: un mísero puñado agrupado de los incontables millones que una vez moraran sobre el sentenciado planeta.Y los centenares disminuyeron aún más, hasta que la humanidad se redujo a unas decenas. Esas decenas se refugiaron junto a la menguante humedad de las cuevas y supieron que el fin estaba cerca. Tan pequeño era su radio de acción, que nadie había visto jamas las pequeñas fabulosas áreas de hielo cercanas a los polos del planeta... si es que éstas aún existían. incluso de haber sido así, y de haber sido conocidas por los hombres, nadie podría haberlas alcanzado a través de los formidables desiertos sin caminos. Y así el último y patético resto disminuia...No puede describirse esa espantosa cadena de sucesos que despoblaron la Tierra entera, es demasiado tremendo para que nadie pueda pintarlos o abarcarlos. Del pueblo de las eras afortunadas de la Tierra, miles de millones de años atrás, sólo unos pocos profetas y locos pudieron haber concebido lo que iba a suceder; pudieron haber tenido visiones de las tierras silenciosas y muertas, y los lechos de los mares totalmente vacíos. El resto habría dudado... dudado tanto de la sombra de cambio sobre el planeta como de la sombra de sentencia sobre la especie. Ya que el hombre se ha considerado siempre como el amo inmortal de las cosas naturales... Cuando hubo aliviado los estertores moribundos de la anciana, Ull lanzó una temerosa mirada a las deslumbrantes arenas. Ella había sido un ser espantoso, arrugado y deshidratado como una hoja marchita. Su rostro tenía el color de la enfermiza hierba amarilla que se agostaba bajo el viento ardiente, y era espantosamente vieja.Pero había sido una compañía, alguien con quien compartir vagos temores, con quien hablar de cosas increíbles; un camarada con el que compartir la esperanza de auxilio de esas otras silenciosas colonias más allá de las montañas. No podía creer que no viviera nadie en alguna otra parte, ya que Ull era joven y no tenía la certidumbre de la anciana. Durante muchos años no había conocido a nadie más que la anciana: su nombre era Mladdna. Había llegado el día de su undécimo cumpleaños, cuando los cazadores salieron a buscar carne y no regresaron. Ull no tenía madre que pudiera recordar, y había pocas mujeres en el grupo. Cuando los hombres desaparecieron, aquellas tres mujeres, la joven y las dos viejas, habían gritado aterradas y gimoteado durante mucho tiempo. -Luego la joven había enloquecido, dándose muerte con un bastón afilado. Las ancianas la enterraron en un agujero poco profundo excavado con sus propias uñas; así que Ull estaba solo cuando llegó esta Mladdna, aún más vieja. Ella caminaba con ayuda de un nudoso bastón, una preciada reliquia de los viejos bosques, duro y pulido por los años de uso. No dijo de dónde provenía, pero renqueó hasta el interior mientras la joven suicida era enterrada. Allí aguardó hasta que volvieron las dos, y éstas la aceptaron sin curiosidad.Así fue durante muchas semanas, hasta que las otras dos cayeron enfermas, y Mladdna no pudo curarlas. Extraño fue que aquellas dos, más jóvenes, cayeran, mientras que ella, más débil y anciana, sobrevivió. Mladdna las había cuidado durante muchos días, y por fin murieron, por lo que Ull quedó solo con la extranjera. Él gritó toda la noche, hasta que ella acabó perdiendo la paciencia y le amenazó con morir también. Entonces, oyéndola, se calmó al fin, ya que no deseaba quedar en completa soledad. Tras eso, había vivido con Mladdna y ella desenterraba raíces para comer. La podrida dentadura de Mladdna estaba demasiado enferma para roer la comida que encontraba, pero ellos la picaban hasta que ella podía tomarla. Esta fatigosa rutina de búsqueda y comida constituyó la infancia de Ull.Ahora, a sus diecinueve años, era fuerte y firme, y la anciana había muerto. No había nada que le atara allí, por lo que se decidió por fin a buscar aquellas fabulosas cabañas detrás de las montañas y vivir con aquel pueblo. Ull cerró la puerta de su choza -por qué, él no pudo contestárselo, ya que no había allí animales desde hacía muchos años- y dejó a la mujer muerta en su interior. Medio deslumbrado, y aterrado ante su propia audacia, caminó durante largas horas por las secas hierbas, hasta que por fin alcanzó las primeras estribaciones de las colinas. El atardecer llegó, y él trepó hasta que estuvo exhausto y se tumbó sobre la hierba. Allí tendido, pensó en muchas cosas. Se preguntó acerca de la vida extranjera, apasionadamente ansioso de alcanzar la perdida colonia del otro lado de las montañas, pero al fin se durmió. Cuando despertó, había luz de estrellas en su rostro y se sintió vigorizado. Ahora que el sol se había ido por un tiempo, viajó más rápido y decidió apresurarse antes de que la falta de agua se volviera insoportable. No había llevado nada consigo, ya que el último pueblo, morando en un lugar fijo y no teniendo ocasiones para acarrear su preciada agua, carecía de recipientes de cualquier clase. Ull deseaba alcanzar su meta antes de un día y escapar así de la sed, por eso se apresuraba bajo el fulgor de las estrellas, corriendo a veces en la atmósfera cálida y reduciendo a un paso ligero en otras ocasiones.Prosiguió mientras el sol se elevaba, aunque aún estaba en las pequeñas colinas con tres grandes picos alzándose al frente. Bajo su sombra, descansó de nuevo. Luego ascendió durante toda la mañana, y a mediodía remontó el primer pico; allí se tumbó por un tiempo, estudiando el espacio antes de la nueva etapa. El hombre descansó sobre el borde erosionado de un risco. Ante él pudo ver grandes distancias, pero en toda la desértico extensión no había movimientos visibles... Llegó la segunda noche, y encontró a Ull entre los rudos picos, con el valle y el lugar donde había descansado muy lejos y abajo. Estaba cerca del segundo pico ahora y aún se apresuraba. Alcanzó el tercero aquel día, lamentando su locura. Aunque no podía haber permanecido allí con el cadáver, solo en la pradera. Trató de convencerse de esto y se apresuró todavía hacia delante, cansadamente tenso.Y por fin sólo hubo unos pocos pasos antes de que el risco terminara, permitiéndole contemplar la tierra de más allá. Ull se tambaleó agotado por el camino rocoso, cayendo y golpeándose aún más. Estaba cerca, esa tierra donde los hombres rumoreaban que habían habitado, esa tierra sobre la que había oído historias en su niñez. El camino era largo, pero la recompensa grande. Una roca de gigantesco perímetro interrumpió su Vista, y él la escaló ansiosamente. Por fin pudo contemplar el sumido orbe de su tan ansiado destino, y sus doloridos y sedientos músculos fueron olvidados cuando vio gozoso que una pequeña aglomeración de construcciones pendía de la base del risco más lejano. Ull no se detuvo, sino que, espoleado por lo que vio, corrió, se tambaleó y se arrastró el kilómetro restante. Creyó detectar formas entre las rústicas cabañas. El sol estaba a punto de ponerse; el odioso, devastador sol que había acabado con la humanidad. No pudo vislumbrar detalles, pero pronto las cabañas estuvieron cerca. Eran muy viejas, de bloques arcillosos consumidos por la perenne sequedad del mundo moribundo. Poco, en efecto, cambiaba excepto por los seres vivientes: las hierbas y aquellos últimos hombres.Ante él, una puerta abierta pendía de toscos goznes. Bajo la luz moribunda Ull entró, exhausto, buscando con avidez los ansiados rostros. Luego se desplomó sobre el suelo y lloró a mares, ya que sobre la mesa se apoyaba un reseco y antiguo esqueleto. Se levantó por fin, enloquecido por la sed, insoportablemente dolorido y sufriendo las mayores desilusiones que cualquier mortal pueda conocer. Era, pues, el último ser viviente sobre el globo. Él, el heredero de la Tierra... todas las tierras, y todas igualmente inútiles para él. Retrocedió tambaleándose, sin mirar a la borrosa figura blanca bajo el reflejo de la luz de la luna, y cruzó la puerta. Deambuló por el vacío poblado buscando agua e inspeccionando con tristeza aquel lugar vacío, tan espectralmente conservado por el aire inmóvil. Ahí había una morada, allá un rústico lugar para fabricar objetos... recipientes de arcilla que sólo contenían polvo y nada de líquido para mitigar su sed abrasadora.Entonces, en el centro del pequeño poblado, Ull vio la boca de un pozo. Sabía qué era, ya que había oído cuentos sobre ello a Mladdna. Con mísera alegría, se tambaleó hacia adelante y se inclinó sobre la boca. Allí, por fin, estaba el final de su búsqueda. Agua -fangosa, estancada y escasa, pero agua- ante sus ojos. Ull aulló con la voz de un animal torturado, tanteando en busca de cubo y cadena. Su mano resbaló en el fangoso borde y cayó sobre el pecho en el pretil. Durante un instante se mantuvo allí, luego, sin un sonido, su cuerpo se precipitó en el negro pozo.Hubo un ligero chapuzón en la tenebrosa superficie cuando impactó contra una piedra sumergida, desprendida eones atrás de la masiva albardilla. La agitación del agua se sosegó progresivamente. Así, por fin, la Tierra estuvo muerta. El último superviviente, digno de lástima, había perecido. Los incontables miles de millones, los lentos eones, los imperios y civilizaciones de la humanidad se resumían en aquella pobre forma retorcida... ¡y cuán titánico sinsentido fue todo! Ahora, en efecto, había llegado un final y clímax para todos los esfuerzos de la humanidad... ¡cuán monstruoso e increíble clímax a ojos de aquellos pobres necios complacientes de los días prósperos! Nunca más conocería el planeta el atronador hollar de millones de humanos... ni el reptar de los lagartos o el zumbido de insectos, ya que-ellos también se habían ido. Había llegado el reino de las ramas sin savia y de los interminables campos de marchita hierba. La Tierra, como su fría e imperturbable luna, se había sumido en el silencio y la oscuridad para siempre.Las estrellas ronroneaban; el mismo plan descuidado continuaría por desconocidas infinidades. Este final trivial para un episodio insignificante no importaba a las distantes nebulosas o a los soles naciendo, floreciendo y muriendo. La estirpe del hombre, demasiado minúscula y efímera para tener una función o propósito reales, era tal conclusión le habían como si nunca hubiera existido. A tal conclusión le habian llevado los eones de su ridícula y tramposa evolución. Pero cuando los mortíferos rayos del sol naciente se derramaron por el valle, una luz alcanzó el fatigado rostro de una quebrada figura que yacía en el fango".

H.P Lovecraft/H. Barlow.

domingo, 3 de enero de 2010

"La Reina de Picas"

La dama de picas significa malevolencia secreta.Novísimo tratado de cartomanciaI.Y en los días de lluvia se solían reunir a menudo.Y—¡que Dios les perdone!—apostaban a cien la jugada.Y a veces ganaban,apuntaban con tiza las deudas.De este modo ocupaban, en los días de lluvia,su tiempo.

"Un día en casa del oficial de la Guardia Narúmov jugaban a las cartas. La larga noche de invierno pasó sin que nadie lo notara; se sentaron a cenar pasadas las cuatro de la mañana. Los que habían ganado comían con gran apetito; los demás permanecían sentados ante sus platos vacíos con aire distraído. Pero apareció el champán, la conversación se animó y todos tomaron parte en ella.—¿Qué has hecho, Surin?—preguntó el amo de la casa.—Perder, como de costumbre. He de admitir que no tengo suerte: juego sin subir las apuestas, nunca me acaloro, no hay modo de sacarme de quicio, ¡y de todos modos sigo perdiendo!—¿Y alguna vez no te has dejado llevar por la tentación? ¿Ponerlo todo a una carta?... Me asombra tu firmeza...—¡Pues ahí tenéis a Guermann!—dijo uno de los presentes señalando a un joven oficial de ingenieros—. ¡Jamás en su vida ha tenido una carta en las manos, nunca ha hecho ni un pároli, y, en cambio, se queda con nosotros hasta las cinco a mirar cómo jugamos!—Me atrae mucho el juego—dijo Guermann—, pero no estoy en condiciones de sacrificar lo imprescindible con la esperanza de salir sobrado.—Guermann es alemán, cuenta su dinero, ¡eso es todo! —observó Tomski—. Pero si hay alguien a quien no entiendo es a mi abuela, la condesa Anna Fedótovna.—¿Cómo?, ¿quién?—exclamaron los contertulios.—¡No me entra en la cabeza —prosiguió Tomski—, cómo puede ser que mi abuela no juegue!—¿Qué tiene de extraño que una vieja ochentona no juegue? —dijo Narúmov.—¿Pero no sabéis nada de ella?—¡ No! ¡ De verdad, nada!—¿No? Pues, escuchad:Debéis saber que mi abuela, hará unos sesenta años, vivió en París e hizo allí auténtico furor. La gente corría tras ella para ver a la Vénus moscovite; Richelieu estaba prendado de ella y la abuela asegura que casi se pega un tiro por la crueldad con que ella lo trató. En aquel tiempo las damas jugaban al faraón. Cierta vez, jugando en la corte, perdió bajo palabra con el duque de Orleáns no sé qué suma inmensa. La abuela al llegar a casa, mientras se despegaba los lunares de la cara y se desataba el miriñaque, le comunicó al abuelo que había perdido en el juego y le mandó que se hiciera cargo de la deuda. Por cuanto recuerdo, mi difunto abuelo era una especie de mayordomo de la abuela. La temía como al fuego y, sin embargo, al oír la horrorosa suma, perdió los estribos: se trajo el libro de cuentas y, tras mostrarle que en medio año se habían gastado medio millón y que ni su aldea cercana a Moscú ni la de Saratov se encontraban en las afueras de París, se negó en redondo a pagar. La abuela le dio un bofetón y se acostó sola en señal de enojo.Al día siguiente mandó llamar a su marido con la esperanza de que el castigo doméstico hubiera surtido efecto, pero lo encontró incólume. Por primera vez en su vida la abuela accedió a entrar en razón y a dar explicaciones; pensaba avergonzarlo, y se dignó a demostrarle que había deudas y deudas, como había diferencia entre un príncipe y un carretero. ¡Pero ni modo! ¡El abuelo se había sublevado y seguía en sus trece! La abuela no sabía qué hacer. Anna Fedótovna era amiga íntima de un hombre muy notable. Habréis oído hablar del conde Saint-Germain, de quien tantos prodigios se cuentan. Como sabréis, se hacía pasar por el Judío errante, por el inventor del elixir de la vida, de la piedra filosofal y de muchas cosas más. La gente se reía de él tomándolo por un charlatán, y Casanova en sus Memorias dice que era un espía. En cualquier caso, a pesar de todo el misterio que lo envolvía, Saint-Germain tenía un aspecto muy distinguido y en sociedad era una persona muy amable. La abuela, que lo sigue venerando hasta hoy y se enfada cuando hablan de él sin el debido respeto, sabía que Saint-Germain podía disponer de grandes sumas de dinero, y decidió recurrir a él. Le escribió una nota en la que le pedía que viniera a verla de inmediato.El estrafalario viejo se presentó al punto y halló a la dama sumida en una horrible pena. La mujer le describió el bárbaro proceder de su marido en los tonos más negros, para acabar diciendo que depositaba todas sus esperanzas en la amistad y en la amabilidad del francés.Saint-Germain se quedó pensativo.—Yo puedo proporcionarle esta suma—le dijo—, pero como sé que usted no se sentiría tranquila hasta no resarcirme la deuda, no querría yo abrumarla con nuevos quebraderos de cabeza. Existe otro medio: puede usted recuperar su deuda.—Pero, mi querido conde—le dijo la abuela—, si le estoy diciendo que no tenemos nada de dinero. —Ni falta que le hace—replicó Saint-Germain—: tenga la bondad de escucharme.Y entonces le descubrió un secreto por el cual cualquiera de nosotros daría lo que fuera...Los jóvenes jugadores redoblaron su atención. Tomski encendió una pipa, dio una bocanada y prosiguió su relato:—Aquel mismo día la abuela se presentó en Versalles, au jeu de la Reine. El duque de Orleáns llevaba la banca; la abuela le dio una vaga excusa por no haberle satisfecho la deuda, para justificarse se inventó una pequeña historia y se sentó enfrente apostando contra él. Eligió tres cartas, las colocó una tras otra: ganó las tres manos y recuperó todo lo perdido.—¡Por casualidad!—dijo uno de los contertulios.—¡Esto es un cuento! —observó Guermann.—¿No serían cartas marcadas? —añadió un tercero.—No lo creo—respondió Tomski con aire grave.—¡Cómo!—dijo Narúmov—. ¿Tienes una abuela que acierta tres cartas seguidas y hasta ahora no te has hecho con su cabalística?—¡Qué más quisiera!—replicó Tomski—. La abuela tuvo cuatro hijos, entre ellos a mi padre: los cuatro son unos jugadores empedernidos y a ninguno de los cuatro les ha revelado su secreto; aunque no les hubiera ido mal, como tampoco a mí, conocerlo.Pero oíd lo que me contó mi tío el conde Iván Ilich, asegurándome por su honor la veracidad de la historia. El difunto Chaplitski—el mismo que murió en la miseria después de haber despilfarrado sus millones—, cierta vez en su juventud y, si no recuerdo mal, con Zórich, perdió cerca de trescientos mil rublos. El hombre estaba desesperado. La abuela, que siempre había sido muy severa con las travesuras de los jóvenes, esta vez parece que se apiadó de Chaplitski. Le dio tres cartas para que las apostara una tras otra y le hizo jurar que ya no jugaría nunca más. Chaplitski se presentó ante su ganador; se pusieron a jugar. Chaplitski apostó a su primera carta cincuenta mil y ganó; hizo un pároli y lo dobló en la siguiente jugada, y así saldó su deuda y aún salió ganado... Pero es hora de irse a dormir: ya son las seis menos cuarto.En efecto, ya amanecía: los jóvenes apuraron sus copas y se marcharon.II.
Il paraît que monsieur est décidément pour les suivantes.Que voulez-vous, madame? Elles sont plus fraîches.La vieja condesa ••• se hallaba en su tocador ante el espejo. La rodeaban tres doncellas. Una sostenía un tarro de arrebol; otra, una cajita con horquillas, y la tercera, una alta cofia con cintas de color de fuego. La condesa no pretendía en lo más mínimo verse hermosa, su belleza hacía tiempo que se había marchitado, pero conservaba todos los hábitos de sus años jóvenes, seguía rigurosamente la moda de los setenta y se vestía con la misma lentitud, con el mismo esmero de hace sesenta años. Junto a la ventana se sentaba ante su labor una señorita, su pupila.—Buenos días, grand'maman—dijo al entrar un joven oficial—. Bonjour, mademoiselle Lise. Grand' maman, he venido a pedirle un favor.—¿Qué, Paúl?—Quisiera presentarle a uno de mis compañeros para que lo invite usted a su baile el viernes.—Tráelo directamente a la fiesta y allí me lo presentas. ¿Estuviste ayer en casa de •••?—¡Cómo no! Fue una fiesta muy alegre; bailamos hasta las cinco. ¡Yelétskaya estuvo encantadora!—¡Qué dices, querido! ¡Qué tiene de encantadora esa muchacha? Ni comparar con su abuela, la princesa Daria Petrovna... Por cierto, ¿la princesa Daria Petrovna se verá muy envejecida?—¿Cómo, envejecida?—respondió distraído Tomski—, si se murió hará unos siete años.La señorita levantó la cabeza e hizo una seña al joven. Éste recordó que a la vieja condesa le ocultaban la muerte de las mujeres de su edad y se mordió el labio. Pero la condesa escuchó la noticia, nueva para ella, con gran indiferencia.—¡Ha muerto! —dijo—. Y yo sin saberlo. Pues cuando nos hicieron damas de honor a las dos, su majestad...Y por centésima vez empezó a contar la anécdota a su nieto.—Bien Paúl—dijo luego—, ahora ayúdame a levantarme. Liza, ¿dónde está mi tabaquera?La condesa se dirigió con sus doncellas detrás del biombo para acabar de arreglarse y Tomski se quedó con la señorita.—¿A quién le quiere presentar? —preguntó en voz baja Lizaveta Ivánovna.—A Narúmov. ¿Lo conoce?—¡No! ¿Es militar o civil?—Militar.—¿Ingeniero?—No. De caballería. ¿Y por qué ha creído usted que era ingeniero?La señorita se rió, pero no dijo ni palabra.—¡Paúl!—gritó la condesa desde detrás del biombo—, mándame alguna novela nueva, pero, por favor, que no sea de las de ahora.—¿Cómo es eso, grand'maman?—Quiero decir, una novela en la que el héroe no estrangule a su padre o a su madre, y en la que no haya ahogados. ¡Tengo un pánico terrible a los ahogados!—Novelas así hoy ya ni existen. ¿No querrá una novela rusa?—¿Pero es que hay novelas rusas?... ¡Pues mándame una, querido, te lo ruego, mándamela!—Le ruego que me excuse, grand'maman: tengo prisa... Perdone, Lizaveta Ivánovna. Pero, ¿por qué ha pensado usted que Narúmov era ingeniero?Y Tomski abandonó el tocador.Lizaveta Ivánovna se quedó sola: abandonó su labor y se puso a mirar por la ventana. Al poco, a un lado de la calle, desde la casa de la esquina, apareció un joven oficial. Un rubor cubrió las mejillas de la señorita, que retornó a su labor e inclinó la cabeza hasta la misma trama. En este momento entró la condesa ya del todo arreglada.—Liza —se dirigió a la señorita—, manda que enganchen la carroza, vamos a dar un paseo.Liza se levantó y se puso a recoger su labor.—¡Pero, por Dios, chiquilla, ¿estás sorda?!—gritó la condesa—. Manda que enganchen cuanto antes la carroza.—¡Ahora mismo! —respondió con voz queda la señorita y echó a correr hacia el recibidor.Entró un sirviente y entregó a la condesa unos libros de parte del príncipe Pável Aleksándrovich.—¡Bien! Que le den las gracias —dijo la condesa—. ¡Liza, Liza! Pero ¿adónde vas corriendo?—A vestirme.—Ya tendrás tiempo, chiquilla. Siéntate aquí. Abre el primer tomo; lee en voz alta...La señorita tomó el libro y leyó varias líneas.—¡Más alto! —dijo la condesa—. ¿Qué te pasa, chiquilla? ¿Has perdido la voz, o qué?... Espera; acércame el banco un poco más... ¡más cerca!Lizaveta Ivánovna leyó dos páginas más. La condesa bostezó.—Deja ese libro—dijo—, ¡qué estupidez! Devuélvele eso al príncipe Pável y di que se lo agradezcan de mi parte... Pero, ¿qué pasa con la carroza?—Ya está lista—dijo Lizaveta Ivánovna lanzando una mirada hacia la ventana.—¿Y qué haces que no estás vestida? —dijo la condesa—. ¡Siempre hay que esperarte! Chiquilla, esto resulta insoportable.Liza corrió a su habitación. No pasaron ni dos minutos que la condesa se puso a tocar la campanilla con todas sus fuerzas. Las tres doncellas entraron corriendo por una puerta, y el ayuda de cámara, por otra.—¿Qué pasa que no hay modo de que vengáis cuando se os llama?—les dijo la condesa—. Decidle a Lizaveta Ivánovna que la estoy esperando.Entró Lizaveta Ivánovna, con la capa y el sombrero.—¡Por fin, muchacha! —dijo la condesa—. ¡Qué emperifollada! ¿Para qué?... ¿A quién quieres engatusar?... ¿Y el tiempo, qué tal? Parece que haga viento.—¡De ningún modo, excelencia! ¡Todo está en calma! —replicó el ayuda de cámara.—Siempre habláis sin ton ni son. Abrid la ventanilla. Lo que yo decía: ¡hace viento! ¡Y helado!¡Que desenganchen la carroza! No vamos a salir, Liza, te está bien por disfrazarte tanto.«¡Qué vida!», pensó Lizaveta Ivánovna.En efecto Lizaveta Ivánovna era una criatura desdichada. Amargo sabe el pan ajeno, dice Dante, y pesados los escalones de una casa extraña, ¿y quién mejor que la pobre pupila de una vieja aristócrata para conocer la amargura de la dependencia? La condesa ••• no tenía mal corazón, por supuesto, pero era antojadiza, como toda mujer mimada por la alta sociedad, avara y llena de frío egoísmo, como toda la gente mayor, que tras haber agotado en su tiempo el amor, hoy vive de espaldas al presente. Participaba en todas las vanidades del gran mundo, asistía a los bailes, donde se sentaba en un rincón, con la cara pintada y vestida a la vieja moda, igual que un ornamento deforme e imprescindible del salón; los invitados al llegar se le acercaban entre profundas reverencias, como si lo mandara el ceremonial, pero luego ya nadie se ocupaba de ella. Recibía en su casa a toda la ciudad, observando la más rigurosa etiqueta y no reconocía a nadie por la cara. Su numerosa servidumbre, que engordaba y encanecía en su antesala y en el cuarto de las doncellas, hacía lo que le venía en gana y desplumaba a cuál más a la moribunda anciana.Lizaveta Ivánovna era la mártir de la casa. Ella servía el té y recibía las reprimendas por el excesivo gasto de azúcar; leía en voz alta las novelas y era la culpable de todos los errores del autor; acompañaba a la vieja en sus paseos y respondía del tiempo y por el estado del empedrado. Se le había asignado un sueldo que nunca le acababan de pagar; en cambio, se le exigía que fuera vestida como todas, es decir, como muy pocas. En sociedad desempeñaba el papel más lamentable. Todos la conocían, pero nadie notaba su presencia; en las fiestas sólo bailaba cuando faltaba alguien para un vis-à-vis y las damas se la llevaban del brazo siempre que, para recomponer algo de sus atuendos, debían ir al tocador. Tenía mucho amor propio, se apercibía vivamente de su condición y miraba a su alrededor esperando con impaciencia a su salvador. Pero los jóvenes calculadores en su despreocupada vanidad, no le prestaban atención, aunque Lizaveta Ivánovna era cien veces más hermosa que las descaradas y frías muchachas casaderas en cuyo derredor aquellos revoloteaban. ¡Cuántas veces, tras abandonar imperceptiblemente el aburrido y suntuoso salón, se retiraba a llorar a su modesto cuarto con un biombo empapelado, una cómoda, un pequeño espejo y una cama pintada, y donde la vela de sebo ardía mortecina sobre una palmatoria de bronce!En cierta ocasión—esto sucedía a los dos días de la velada descrita al comienzo del relato y una semana antes de la escena en que nos hemos detenido—, Lizaveta Ivánovna, sentada junto a la ventana con su bastidor, miró casualmente a la calle y vio a un joven oficial de ingenieros que inmóvil mantenía fija la mirada en su ventana. La joven bajó la cabeza y retornó a su labor; al cabo de cinco minutos miró de nuevo: el joven oficial seguía en el mismo lugar. Como no tenía costumbre de coquetear con cualquier oficial, dejó de mirar al exterior y estuvo bordando cerca de dos horas sin levantar la cabeza. Llamaron a comer. La joven se levantó, comenzó a recoger el bastidor y, al echar un vistazo casual a la calle, de nuevo vio al oficial. El hecho le pareció bastante extraño. Después de comer se acercó a la ventana con sensación de cierto desasosiego, pero el oficial ya no estaba, y se olvidó de él... Al cabo de dos días, al salir con la condesa a tomar la carroza, lo vio de nuevo. Estaba justo delante del portal, con la cara cubierta con un cuello de piel de castor: sus ojos negros centelleaban bajo el gorro. Lizaveta Ivánovna, ella misma sin saber por qué, se asustó y subió a la carroza con un temblor inexplicable.Al regresar a casa, corrió a la ventana: el oficial estaba donde siempre, con la mirada fija en ella. La joven se apartó venciendo la curiosidad, turbada por un sentimiento completamente nuevo para ella. Desde entonces no había día en que el joven, a la misma hora, no apareciera bajo las ventanas de la casa. Entre ambos se estableció una relación inadvertida. Sentada junto a su labor, ella notaba su llegada, levantaba la cabeza y lo miraba cada vez más largo rato. El joven parecía estarle agradecido por ello: la muchacha, con la aguda mirada de la juventud, veía cómo un repentino rubor cubría las pálidas mejillas del oficial cada vez que sus miradas se encontraban. Al cabo de una semana ella le sonrió...Cuando Tomski vino a pedir permiso a la condesa para presentarle a su amigo, el corazón de la pobre muchacha latió con fuerza. Pero, al enterarse de que Narúmov no era un oficial de ingenieros, sino de caballería, lamentó que con aquella indiscreta pregunta hubiera descubierto al alocado Tomski su secreto.Guermann era hijo de un alemán afincado en Rusia que había dejado a su hijo un pequeño capital. Firmemente convencido como estaba de la necesidad de afianzar su independencia, Guermann no tocaba siquiera los intereses del dinero, vivía de su paga y no se permitía el menor de los caprichos. Pero dado su carácter reservado y ambicioso, sus compañeros rara vez tenían ocasión de burlarse de su desmedido sentido del ahorro. Era un hombre de fuertes pasiones y con una desbocada imaginación, pero su entereza lo había salvado de los acostumbrados extravíos de la juventud. Así, por ejemplo siendo en el fondo de su alma un jugador, nunca había tocado unas cartas, pues estimaba que su fortuna no le permitía (como solía decir) sacrificar lo imprescindible con la esperanza de salir sobrado, y, entretanto, se pasaba noches enteras en torno a las mesas de juego y seguía con frenesí febril cada una de las evoluciones de la partida.La anécdota de las tres cartas impresionó poderosamente su imaginación y en toda la noche no le salió de la cabeza.«¡Qué pasaría si la vieja condesa me descubre su secreto! —pensaba en la tarde del día siguiente vagando por Petersburgo—, ¡o si me indica las tres cartas de la suerte! ¿Por qué no puedo yo probar fortuna?... Podría presentarme a ella, ganarme su favor, tal vez convertirme en su amante; aunque para todo esto se necesita tiempo, y la vieja tiene ochenta y siete años, puede morirse en una semana, ¡o dentro de dos días!... Y la historia misma... ¿Se puede creer en ella?... ¡No! ¡Las cuentas claras, la moderación y el amor al trabajo: éstas son mis tres cartas de la suerte! ¡Esto es lo que triplicará, lo que multiplicará por siete mi capital y me permitirá alcanzar el sosiego y la independencia!»Pensando de este modo se encontró en una de las calles principales de Petersburgo, ante una casa de estilo antiguo. El paseo estaba abarrotado de coches, las carrozas se detenían una tras otra ante el iluminado portal. De ellas a cada instante asomaba o la esbelta pierna de una bella joven, o una estruendosa bota, ya una media a rayas, ya los botines de un diplomático. Abrigos de piel y capotes se deslizaban ante un majestuoso portero. Guermann se detuvo.—¿De quién es esta casa?—preguntó al guardia de la garita de la esquina.—De la condesa •••—contestó el de la garita.Guermann se estremeció. De nuevo en su imaginación se dibujó la asombrosa historia. Se puso a rondar junto a la casa pensando en su dueña y en su mágico don. Regresó tarde a su humilde rincón, tardó mucho en dormirse, y cuando le venció el sueño se le aparecieron unas cartas, una mesa verde, montañas de billetes y montones de monedas. Tiraba una carta tras otra, doblaba las apuestas con decisión, ganaba sin parar, recogía el oro a manos llenas y atestaba de billetes los bolsillos.Al despertar, tarde ya, suspiró ante la pérdida de su fantástica fortuna, se marchó a vagar de nuevo por la ciudad y otra vez se encontró ante la casa de la condesa •••. Al parecer, una fuerza invisible lo atraía hacia el lugar. Se detuvo y se puso a mirar a las ventanas. En una de ellas vio una cabecita de cabellos morenos, inclinada seguramente sobre algún libro o una labor. La cabecita se alzó. Guermann vio un rostro fresco y unos ojos negros. Aquel instante decidió su suerte...III.
Vous m'écrivez, mon ange, des lettres de quatre pages plus vite que je ne puis les lire.No había tenido tiempo Lizaveta Ivánovna de quitarse la capa y el sombrero que ya la condesa la había mandado llamar para ordenarle que engancharan de nuevo los caballos. En el preciso momento en que dos lacayos levantaban a la vieja y la introducían a través de las portezuelas en la carroza, Lizaveta Ivánovna vio junto a la misma rueda a su ingeniero; él la asió de la mano, ella no pudo reaccionar del susto, y el joven desapareció: en la mano de la muchacha quedó una carta. La escondió dentro del guante y durante todo el paseo ni vio ni oyó nada.En la carroza la condesa tenía la costumbre de hacer preguntas sin parar: ¿quién es ese que se ha cruzado con nosotros?, ¿cómo se llama este puente?, ¿qué dice ese anuncio? En esta ocasión Lizaveta Ivánovna contestaba sin ton ni son y a destiempo a las preguntas y enojó a la condesa.—¡¿Qué te ocurre, chiquilla?! ¿O es que te ha dado un pasmo? ¿Qué pasa, no me oyes o no me entiendes?... ¡Gracias a Dios que no soy tartamuda ni he perdido la razón!Lizaveta Ivánovna no la escuchaba. De regreso a casa corrió a su cuarto, sacó del guante la carta: no estaba sellada. Lizaveta Ivánovna la leyó. La nota contenía una declaración de amor: unas palabras tiernas, respetuosas y tomadas letra por letra de una novela alemana. Pero Lizaveta Ivánovna no sabía alemán y quedó muy satisfecha. Y, sin embargo, la carta, que ella había aceptado, la dejó sumamente preocupada. Era la primera vez que entablaba una relación secreta y estrecha con un hombre joven. El atrevimiento de éste la horrorizaba. Se reprochaba su imprudente conducta y no sabía qué hacer: ¿dejar de sentarse junto a la ventana y, con su desdén, enfriar en el joven oficial su afán de proseguir con el acoso?, ¿devolverle la carta?, ¿o bien responderle en tono frío y decidido? No tenía a quién pedir consejo, ni una amiga, o mentora. Lizaveta Ivánovna optó por contestar.Se sentó a la mesa del escritorio, tomó pluma y papel y se puso a pensar. Comenzó la carta varias veces y la rompió otras tantas: unas su tono le parecía demasiado condescendiente, otras en exceso cruel. Por fin logró escribir varias líneas de las que se sintió satisfecha:Estoy convencida de que sus intenciones son honestas —escribía—y que con este paso irreflexivo no ha querido usted ofenderme; pero nuestro trato no debería dar comienzo de este modo. Le devuelvo la carta esperando no tener motivos para lamentar en el futuro una inmerecida falta de respeto por su parte.Al día siguiente, al ver pasar a Guermann, Lizaveta Ivánovna se levantó abandonando su labor, entró en la sala, abrió la ventanilla y, confiando en la destreza del joven oficial, arrojó la carta a la calle. Guermann se lanzó hacia el lugar, recogió el sobre y entró en una confitería. Arrancando el sello encontró su carta y la respuesta de Lizaveta Ivánovna. Era justo lo que esperaba, y muy absorto en su intriga regresó a su casa.Tres días después, una mademoiselle jovencita y de ojos vivarachos trajo de una tienda de modas una nota para Lizaveta Ivánovna. Ésta la abrió preocupada temiendo encontrarse con algún pago que le reclamaban, pero, de pronto, reconoció la letra de Guermann.—Se ha equivocado usted, jovencita —dijo—; esta nota no es para mí.—No. ¡Es para usted, seguro!—respondió la valiente chica sin esconder una sonrisa maliciosa—. ¡Tenga la bondad de leerla!Lizaveta Ivánovna recorrió la hoja de papel. Guermann le pedía una cita.—¡No puede ser! —dijo Lizaveta Ivánovna asustada tanto por lo apremiante de la petición como por el método empleado para hacerla—. ¡Seguro que no es para mí! —y rompió la carta en pequeños pedacitos.—Si no era para usted, entonces ¿por qué ha roto la carta?—dijo la mademoiselle—. Se la habría devuelto a quien la ha mandado.—Le ruego, jovencita —replicó Lizaveta Ivánovna ruborizándose ante aquella observación—, que en adelante no me traiga más notas. Y a quien la envía dígale que debería darle vergüenza...Pero Guermann no se dio por vencido. Lizaveta Ivánovna, de un modo o de otro, recibía notas suyas cada día. Ya no eran cartas traducidas del alemán. Guermann las escribía inspirado por la pasión, hablaba con sus propias palabras: en ellas se expresaba tanto lo irrenunciable de su deseo, como el desorden de su desbocada imaginación. Lizaveta Ivánovna abandonó la idea de devolver las cartas: se embriagaba con ellas; comenzó a contestarlas, y sus notas por momentos se tornaban más largas y más tiernas. Por fin le arrojó por la ventanilla la carta siguiente:Hoy se celebra un baile en casa del embajador de •••. La condesa irá. Nos quedaremos hasta las dos. He aquí la ocasión para verme a solas. En cuanto la condesa se haya marchado, lo más probable es que los sirvientes también se vayan; en el zaguán se queda el conserje, pero acostumbra a encerrarse en su cuartucho. Venga usted hacia las once y media. Diríjase directamente a la escalinata. Si se encuentra a alguien en el recibidor pregunte usted si la condesa está en casa. Le dirán que no y, ¡qué le vamos a hacer!. deberá usted marcharse. Pero es probable que no encuentre usted a nadie. Las doncellas se recluyen todas en su alcoba. Del recibidor diríjase hacia la izquierda, siga todo recto hasta el dormitorio de la condesa. Allí, tras el biombo verá usted dos pequeñas puertas. La de la derecha da al despacho, donde la condesa no entra nunca; la de la izquierda, a un pasillo, allí verá una estrecha escalera de caracol. La escalera conduce a mi cuarto.Guermann se estremecía como un tigre, en espera del momento señalado. A las diez de la noche ya se encontraba ante la casa de la condesa. El tiempo era horroroso: aullaba el viento, una nieve húmeda caía a grandes copos, las farolas ardían mortecinas, las calles estaban desiertas. De vez en cuando se arrastraba un coche de alquiler con su flaco jamelgo en busca de algún cliente rezagado. Guermann permanecía de pie, sólo con su levita, sin notar ni el viento ni la nieve.Por fin apareció la carroza de la condesa. Guermann vio cómo los lacayos sacaron a la encorvada dama llevándola del brazo, envuelta en un abrigo de marta cebellina, y cómo, tras ella, cubierta por una capa liviana, con la cabeza adornada de flores naturales, se deslizó su pupila. Se cerraron las portezuelas. La carroza arrancó pesadamente por la fláccida nieve. El conserje cerró la puerta. La luz de las ventanas se apagó.Guermann echó a andar junto a la casa vacía; se acercó a una farola, miró el reloj, eran las once y veinte. Se quedó junto a la farola con los ojos clavados en la aguja del reloj esperando que transcurrieran los minutos restantes.Justo a las once y media Guermann pisó el porche de la condesa y subió al zaguán brillantemente iluminado. El conserje no estaba. Guermann subió corriendo por la escalinata, abrió la puerta y vio a un criado que dormía bajo la lámpara en un sillón vetusto y manchado. Con paso ligero y firme Guermann pasó junto a aquel. El salón y el recibidor estaban a oscuras. La lámpara los iluminaba débilmente desde la entrada.Guermann entró en el dormitorio. En el rincón de los iconos, repleto de imágenes antiguas, ardía tenue una lamparilla de oro. Unos desteñidos sillones y divanes damasquinos con cojines de plumas y dorados desgastados se disponían en triste simetría junto a las paredes cubiertas de seda china. En una de ellas colgaban dos retratos pintados en París por madame Lebrun. Un cuadro representaba a un hombre de unos cuarenta años, sonrosado y grueso, con uniforme verde claro y una estrella; el otro, a una joven belleza de nariz aguileña, las sienes peinadas hacia arriba y una rosa en el empolvado cabello. Por todas partes asomaban pastorcillas de porcelana, un reloj de mesa obra del célebre Leroy, cofrecillos, yoyós, abanicos y diversos juguetes de señora inventados a finales del siglo pasado a la par que el globo de los Montgolfier y el magnetismo de Mesmer.Guermann se dirigió detrás del biombo. Tras éste se encontraba una pequeña cama de hierro; a la derecha se veía una puerta que conducía al despacho; a la izquierda, otra, que daba a un pasillo. Guermann la abrió y vio la estrecha escalera de caracol que conducía al cuarto de la pobre pupila... Pero regresó y entró en el oscuro despacho.El tiempo pasaba lentamente. Todo estaba en silencio. En el salón sonaron doce campanadas; en todas las habitaciones, uno tras otro, los relojes dieron las doce, y de nuevo todo quedó en silencio. Guermann esperaba de pie, apoyado en la fría estufa. Estaba sereno, su corazón latía acompasado, como el de un hombre decidido a una empresa peligrosa, pero necesaria. Los relojes dieron la una, luego las dos de la madrugada, y el joven oyó el lejano ruido de la carroza. Le dominó una emoción incontenible. La carroza se acercó a la casa y se detuvo. Guermann oyó el ruido del estribo al bajar. La casa se puso en movimiento. Los criados echaron a correr, sonaron voces y la casa se iluminó. Entraron corriendo en la habitación las tres viejas doncellas, y apareció la condesa que, más muerta que viva, se dejó caer en el sillón Voltaire. Guermann miraba a través de una rendija: Lizaveta Ivánovna pasó a su lado. Guermann oyó sus apresurados pasos subiendo por la escalera. En su corazón brotó y se apagó de nuevo algo parecido a un remordimiento. El joven estaba petrificado.La condesa comenzó a desvestirse ante el espejo. Le desprendieron las agujas de la cofia adornada de rosas; le quitaron la empolvada peluca de su cabeza canosa y de pelo muy corto. Los alfileres volaban como una lluvia a su alrededor. El vestido amarillo, bordado de plata, cayó a sus pies hinchados. Guermann era testigo de los repugnantes misterios de su tocador; por fin la condesa se quedó en camisón y gorro de dormir; con este atuendo, más propio de sus muchos años, parecía menos horrorosa y deforme.Como toda la gente mayor, también la condesa padecía de insomnio. Una vez desvestida, se sentó junto a la ventana en su sillón Voltaire y despidió a las doncellas. Se llevaron las velas y de nuevo la habitación quedó sólo iluminada con la mariposa. La condesa, toda amarilla, sentada en su sillón, meneaba sus labios fláccidos balanceándose a izquierda y derecha. En su turbia mirada se reflejaba la ausencia de todo pensamiento; al verla se podría pensar que el balanceo de la espantosa vieja, más que deberse a su propia voluntad, era fruto de un oculto galvanismo. De pronto su rostro muerto se alteró de manera indescriptible. Sus labios dejaron de moverse, la mirada cobró vida: ante la condesa se encontraba un desconocido.—¡No se asuste, por Dios, no se asuste! —dijo éste con voz clara y queda—. No tengo la intención de hacerle daño; he venido a implorarle que me conceda una merced.La vieja lo miraba en silencio y parecía como si no lo oyera. Guermann pensó que era sorda e, inclinándose hasta casi tocar su oreja le repitió las mismas palabras. La vieja seguía callada.—Usted puede hacerme feliz para el resto de mi vida —prosiguió Guermann—, y no le va a costar nada: yo sé que usted puede adivinar tres cartas seguidas...Guermann calló. La condesa, al parecer, comprendió lo que querían de ella; se diría que buscaba las palabras para responder.—¡Aquello fue una broma! —dijo al fin—. ¡Se lo juro! ¡Una broma!—¡Con cosas así no se bromea! —replicó enojado Guermann—. Acuérdese de Chaplitski, al que ayudó usted a recuperar su deuda.La condesa pareció turbarse. Los rasgos de su cara reflejaron una poderosa emoción en su alma pero en seguida la anciana se sumergió en la impasividad de antes.—¿Puede usted indicarme estas tres cartas seguras?—añadió Guermann.La condesa seguía callada; Guermann prosiguió:—¿Para quién quiere usted guardarse su secreto? ¿Para los nietos? ¿Qué falta les hace si ya son ricos? Si ni siquiera conocen el valor del dinero. A manirrotos como ellos sus tres cartas no les serán de ayuda. Quien no sabe cuidar de la herencia paterna, por muchas artes diabólicas que tenga a su alcance, de todos modos ha de morir en la miseria. Pero yo no soy un derrochador; yo sé el valor del dinero. Conmigo sus tres cartas no caerán en saco roto. ¡¿Y bien?!...Guermann calló y esperó anhelante la respuesta. La condesa callaba; Guermann se arrodilló.—Si alguna vez—dijo—su corazón ha conocido el sentimiento del amor, si recuerda usted cuánta emoción el amor depara, si ha sonreído siquiera una vez ante el primer llanto de su hijo recién nacido, si algún sentimiento humano ha palpitado en su pecho, le imploro a usted, por su amor de esposa, de amante y de madre, por lo más sagrado que haya en este mundo, ¡no rechace mi súplica! ¡Descúbrame su secreto! ¿Qué más le da a usted?... ¿Quizá el secreto entrañe un pecado horrible, la pérdida de la dicha eterna, un pacto con el diablo?... Piénselo; usted ya es vieja, no le queda mucho de vida; yo, en cambio, estoy dispuesto a cargar con su pecado. Lo único que le pido es que me revele su secreto. Piense que la felicidad de un hombre se halla en sus manos, que no sólo yo, sino mis hijos, mis nietos y biznietos bendecirán su nombre y honrarán su memoria como a una santa...La vieja no decía ni palabra.Guermann se levantó.—¡Vieja bruja! —dijo apretando los dientes—. ¡Yo te haré hablar!...Dicho esto, sacó del bolsillo una pistola.Al ver el arma, la condesa mostró de nuevo en su rostro una poderosa emoción. Movió de arriba abajo la cabeza y levantó una mano como si se protegiera del disparo... Después cayó hacia atrás y se quedó inmóvil.—Déjese de chiquilladas—dijo Guermann tomándola de la mano—. Se lo pregunto por última vez: ¿quiere usted decirme sus tres cartas? ¿Sí o no?La condesa no contestaba. Guermann vio que estaba muerta.IV.7 Mai 18••
Homme sans moeurs et sans religion!LIZAVETA Ivánovna, sentada en su habitación aún con el vestido de baile, se hallaba sumida en profundos pensamientos. Al llegar a casa, se apresuró a despedir a la soñolienta doncella que le había ofrecido con desgana sus servicios, diciéndole que ella misma se desvestiría, entró temblorosa en su cuarto con la esperanza de ver allí a Guermann y deseando no encontrarlo. Comprobó a primera vista su ausencia y agradeció al destino por el contratiempo que había impedido aquella cita. Se sentó sin quitarse el vestido y se puso a rememorar todas las circunstancias que en tan poco tiempo tan lejos la habían llevado.No habían pasado ni tres semanas desde que viera por primera vez tras la ventana a aquel joven, y ya mantenía con él correspondencia, ¡y éste ya le había arrancado una cita nocturna! Sabía su nombre sólo porque algunas de sus cartas iban firmadas; nunca le había dirigido la palabra, no conocía su voz y no había oído hablar de Guermann... hasta aquella misma noche. ¡Qué raro!Justo aquella noche, en el baile, Tomski, enojado con la joven princesa Polina ••• que, en contra de lo habitual, coqueteaba con otro, quiso vengarse de ella mostrándose indiferente: invitó a Lizaveta Ivánovna y bailó con ella una interminable mazurca. Durante todo el rato se burló de su interés por los oficiales de ingenieros. Le confesó que sabía muchas más cosas de las que ella podía suponer, y algunas de sus bromas fueron tan atinadas que Lizaveta Ivánovna pensó varias veces que Tomski conocía su secreto.—¿Por quién se ha enterado de todo esto? —le preguntó ella entre risas.—Por un compañero de quien usted sabe—contestó Tomski—, ¡una persona muy notable!—¿Y quién es esta persona notable?—Se llama Guermann.Lizaveta Ivánovna no dijo nada, pero las manos y los pies se le helaron...—Este Guermann —prosiguió Tomski— es un personaje en verdad romántico: tiene el perfil de Napoleón y el alma de Mefistófeles. Creo que sobre su conciencia pesan al menos tres crímenes. ¡Cómo ha palidecido usted!—Me duele la cabeza... ¿Qué es lo que le decía su Guermann, o como se llame?...—Guermann está muy disgustado con su compañero: dice que en su lugar él se hubiera comportado de muy otro modo... Yo supongo, incluso, que el propio Guermann le ha echado a usted el ojo; al menos escucha sin perder detalle las expansiones amorosas de su amigo.—¿Y dónde me habrá visto?—En la iglesia, tal vez... en algún paseo... ¡El diablo lo sabe! A lo mejor, en su habitación, mientras usted dormía: él es capaz...Tres damas se acercaron a ellos con la preguntar «oubli ou regret?» e interrumpieron aquella charla que aguijoneaba cada vez de modo más torturante la curiosidad de Lizaveta Ivánovna. La dama elegida por Tomski fue la propia princesa •••. Esta se tomó el tiempo suficiente para aclarar sus malentendidos en las varias vueltas que dio y en el largo camino que recorrió con él hasta la silla, de modo que Tomski al regresar a su lugar ya no pensaba ni en Guermann ni en Lizaveta Ivánovna. Ella quería reanudar sin falta la charla interrumpida, pero la mazurca había llegado a su fin y al poco rato la condesa decidió irse.Las palabras de Tomski no eran otra cosa que pura palabrería de salón, pero calaron muy hondo en el alma de la joven soñadora. El retrato esbozado por Tomski se asemejaba al que se había formado ella, y, gracias a las novelas más recientes, este rostro entonces ya vulgar espantaba y atraía a la vez su imaginación.Se hallaba sentada con los brazos cruzados inclinando sobre el pecho descubierto su cabeza aún adornada de flores... De pronto la puerta se abrió y entró Guermann. Lizaveta Ivánovna se echó a temblar...—Pero, ¿dónde estaba usted?—preguntó ella en un susurro espantado.—En el dormitorio de la vieja condesa—respondió Guermann—; ahora vengo de verla. La condesa está muerta.—¡Dios santo!... ¿Qué dice usted?—Y, al parecer—prosiguió Guermann—, yo soy la causa de su muerte.Lizaveta Ivánovna lo miró y las palabras de Tomski resonaron en su alma: «¡Este hombre lleva sobre su conciencia tres crímenes al menos!» Guermann se sentó en el alféizar de la ventana y se lo contó todo.Lizaveta Ivánovna lo escuchó llena de horror. De modo que todas aquellas apasionadas cartas, aquellos encendidos ruegos, aquella persecución osada y tenaz, ¡todo eso no era amor! ¡Dinero: he aquí lo que ansiaba aquella alma! ¡La pobre pupila no era otra cosa que la ciega cómplice de un bandido, del asesino de su anciana protectora!...La joven lloró amargamente en un acceso de tardío y torturado arrepentimiento. Guermann la miraba en silencio: también su corazón se sentía desgarrado, pero ni las lágrimas de la desdichada muchacha ni la asombrosa belleza de su amargura conmovían su espíritu severo. Guermann no sentía remordimientos de conciencia ante la idea de la vieja muerta. Sólo una cosa lo llenaba de espanto: la irreparable pérdida del secreto con el que había soñado enriquecerse.—¡Es usted un monstruo! —dijo al fin Lizaveta Ivánovna.—Yo no quería matarla —dijo Guermann—. La pistola no estaba cargada.Ambos callaron.Llegaba el amanecer. Lizaveta Ivánovna apagó la vela mortecina: una luz pálida iluminó la habitación. Se enjugó los ojos llorosos y alzó la mirada hacia Guermann: éste seguía sentado en el alféizar de la ventana, las manos cruzadas y el severo ceño fruncido. En esta postura recordaba asombrosamente el retrato de Napoleón. Su parecido sorprendió incluso a Lizaveta Ivánovna.—¿Cómo podrá salir de la casa?—dijo finalmente Lizaveta Ivánovna—. Pensaba conducirlo por una escalera secreta, pero hay que pasar por el dormitorio, y me da miedo.—Dígame cómo encontrar esta escalera y me iré.Lizaveta Ivánovna se levantó, sacó de la cómoda una llave, se la entregó a Guermann y le hizo una detallada descripción del camino. Guermann estrechó su fría e insensible mano. Besó su cabeza inclinada y salió.Bajó por la escalera de caracol y entró de nuevo en el dormitorio de la condesa. La vieja muerta seguía sentada, su rostro petrificado expresaba una serenidad profunda. Guermann se detuvo ante ella, la miró largamente, como si quisiera cerciorarse de la horrible verdad; por fin entró en el despacho, encontró a tientas tras el tapizado de la pared una puerta y comenzó a bajar por una oscura escalera, abrumado por extrañas sensaciones.«Tal vez por esta misma escalera —pensaba— hará unos sesenta años, a este mismo dormitorio y a la misma hora, con un caftán bordado, peinado à l'oiseau royal, estrechando contra el pecho un sombrero de tres picos, se habría deslizado el joven afortunado que desde hace tiempo se pudre en su tumba; en cambio, ha sido hoy cuando el corazón de su anciana amante ha dejado de latir...»A final de la escalera Guermann encontró una puerta que abrió con la llave, y se encontró en un largo corredor que lo condujo a la calle.V.
Aquella noche se me aparecióla difunta baronesa von V•••.Iba toda vestida de blanco, y me dijo:«¡Buenas noches, señor consejero!»SWEDENBORGTRES días después de la fatídica noche, a las nueve de la mañana, Guermann se dirigió al monasterio de •••, donde debían celebrarse los funerales de la difunta condesa. Sin sentirse arrepentido, no podía sin embargo ahogar del todo la voz de su conciencia que le repetía: ¡eres el asesino de la vieja! No era hombre de verdadera fe, pero sí muy supersticioso. Creía que la condesa muerta podía ejercer un influjo maléfico sobre su vida, y para conseguir de ella el perdón decidió presentarse al entierro.La iglesia estaba llena. Guermann logró a duras penas abrirse paso entre la multitud. El féretro se alzaba sobre un rico catafalco bajo un baldaquino de terciopelo. La difunta yacía en el ataúd, las manos cruzadas sobre el pecho, con una cofia de encaje y un vestido de raso blanco. A su alrededor se encontraban los suyos: la servidumbre, en caftanes negros con cintas blasonadas sobre el hombro y sosteniendo los candelabros; los familiares: hijos, nietos y biznietos, de luto riguroso. Nadie lloraba; las lágrimas hubieran sido une affectation. La condesa era tan vieja que su muerte ya no podía extrañar a nadie, y desde hacía tiempo, los familiares la veían como más del otro mundo que de éste.Un joven prelado pronunció la oración fúnebre. Glosó con expresiones sencillas y emotivas el tránsito de la hija de Dios por este mundo, cuyos largos años de vida habían sido un callado y conmovedor preparativo para una cristiana muerte.—El ángel de la muerte la ha tomado en plena vigilia—dijo el orador—, entregada a la piadosa reflexión y en espera del novio de la medianoche.El servicio se desarrolló con la tristeza y el decoro merecido. Los familiares fueron los primeros en dirigirse a dar el último adiós a la difunta. Tras ellos se puso en movimiento la numerosa muchedumbre reunida para inclinarse ante la dama que desde hacía tantos años había sido partícipe de sus mundanas diversiones. Después también siguió toda la servidumbre. Finalmente se acercó el ama de llaves de la señora, una anciana de sus mismos años. Dos jóvenes doncellas la conducían sujetándola de los brazos. No tuvo fuerzas para inclinarse hasta el suelo, y fue la única en dejar caer unas cuantas lágrimas al besar la fría mano de su señora.Tras ella, Guermann se decidió a acercarse al féretro. Hizo una reverencia hasta tocar el suelo y permaneció varios minutos sobre las frías losas cubiertas de ramas de abeto. Al fin se levantó, pálido como la propia difunta, subió los escalones del catafalco y se inclinó... En aquel instante le pareció que la muerta lo miró con expresión burlona y le guiñó un ojo. Guermann retrocedió con premura, tropezó y cayó de espaldas sobre el suelo. Lo levantaron. En aquel mismo instante sacaron al exterior a Lizaveta Ivánovna desmayada.El episodio perturbó por varios minutos la solemnidad de la lúgubre ceremonia. Entre los asistentes se alzó un sordo rumor, y un escuálido chambelán, pariente cercano de la difunta, le susurró al oído a un inglés que se encontraba a su lado que el joven oficial era un hijo natural de la condesa, a lo que el inglés respondió con frialdad: ¿Oh?Todo el día Guermann se sintió extraordinariamente disgustado. Durante el almuerzo en una apartada hostería, en contra de su costumbre, bebió muchísimo con la esperanza de ahogar su desasosiego interior. Pero el vino enardecía aún más su imaginación. Al regresar a casa, se dejó caer sin desnudarse sobre la cama y se durmió profundamente.Se despertó cuando ya era de noche: la luna iluminaba su habitación. Miró el reloj: eran las tres menos cuarto. Le había abandonado el sueño; se sentó en la cama y se quedó pensando en el entierro de la vieja condesa. En aquel momento alguien miró desde la calle a través de la ventana y se retiró al instante. Guermann no prestó atención alguna al hecho. Al cabo de un minuto oyó que abrían la puerta de la entrada. Guermann pensó que su ordenanza, borracho como de costumbre, regresaba de un paseo nocturno. Pero oyó unos pasos desconocidos: alguien andaba arrastrando silenciosamente los zapatos. La puerta se abrió, entró una mujer vestida de blanco. Guermann la tomó por su vieja aya y se asombró de verla en casa a aquellas horas. Pero la mujer de blanco, en un abrir y cerrar de ojos, de pronto apareció ante él, ¡y Guermann reconoció a la condesa!—He venido a verte en contra de mi voluntad —dijo la condesa con voz firme—. Pero se me ha mandado que cumpla tu deseo. El tres, el siete y el as, uno tras otro, te harán ganar; pero, con una condición: que no apuestes más de una carta al día y que en lo sucesivo no juegues nunca más. Te perdono mi muerte con tal de que te cases con mi protegida Lizaveta Ivánovna...Tras estas palabras se dio la vuelta en silencio, se dirigió hacia la puerta y desapareció arrastrando los zapatos. Guermann oyó cómo resonó la puerta en el zaguán y vio que alguien lo miró de nuevo por la ventana.Guermann tardó mucho rato en recobrarse. Salió a la habitación contigua. Su ordenanza dormía en el suelo; Guermann lo despertó a duras penas. El ordenanza, como de costumbre, estaba borracho, de modo que no pudo sacar de él nada en claro. La puerta del zaguán estaba cerrada. Guermann regresó a su cuarto, encendió una vela y anotó su visión.VI.—Attendez !¡Cómo se atreve a decirme attendez?—Perdón, excelencia, he dicho: attendez-vous!Dos ideas fijas no pueden existir al mismo tiempo en el ámbito de lo moral, de igual modo que en el mundo físico dos cuerpos no pueden ocupar idéntico lugar. El tres, el siete y el as pronto desplazaron en la mente de Guermann la imagen de la vieja muerta. El tres, el siete y el as no salían de su imaginación y le brotaban constantemente en los labios. Al ver a una joven, decía:—¡Qué esbelta es!... Un auténtico tres de corazones.Le preguntaban la hora y contestaba:—Faltan cinco minutos para... un siete.Cualquier hombre barrigudo le recordaba a un as. El tres, el siete y el as lo perseguían en sueños adoptando todos los aspectos posibles: el tres florecía ante sus ojos en forma de suntuosa magnolia; el siete se le aparecía como un portal gótico, y el as, como una enorme araña. Y todos sus pensamientos confluían en uno: cómo sacar provecho del secreto que tan caro le había costado. Comenzó a pensar en pedir el retiro, en marchar de viaje. Quería hacerse con el tesoro de la encantada fortuna en alguna casa de juegos de París. Pero una ocasión le ahorró los quebraderos de cabeza.En Moscú se había formado una sociedad de ricos jugadores bajo la presidencia del célebre Chekalinski, un hombre que se había pasado la vida jugando a las cartas y que en su tiempo había amasado millones ganando con talones y perdiendo en dinero contante y sonante. Los largos años de experiencia le granjearon la confianza de sus compañeros, y la casa siempre abierta, su famoso cocinero y el trato amable y jovial le proporcionaron el respeto del público. Chekalinski se instaló en Petersburgo. Los jóvenes inundaron sus salones abandonando los bailes por las cartas y prefiriendo las tentaciones del faraón al atractivo del galanteo. Allí llevó Narúmov a Guermann. Atravesaron una serie de salas espléndidas llenas de corteses camareros. Varios generales y consejeros privados jugaban al whist; los jóvenes se sentaban recostados en mullidos sofás, comían helado y fumaban en pipa. En el salón, tras una larga mesa alrededor de la cual se agolpaban unos veinte jugadores, se sentaba el dueño, que llevaba la banca. Era un hombre de unos sesenta años, de la más respetable apariencia; unas canas plateadas cubrían su cabeza; su cara oronda y fresca era todo afabilidad; sus ojos, animados de una constante sonrisa, brillaban. Narúmov le presentó a Guermann. Chekalinski le estrechó amistosamente la mano, le rogó que se sintiera como en su casa y siguió tallando.La partida duró largo rato. Sobre el tapete había más de treinta cartas. Chekalinski se detenía tras cada tirada para dar tiempo a los jugadores a que hicieran sus apuestas; apuntaba las pérdidas, atendía cortésmente las reclamaciones y con aún mayor cortesía alisaba más de un pico doblado por alguna mano distraída. Finalmente terminó la partida. Chekalinski barajó las cartas y se dispuso a tallar de nuevo.—Permítame jugar una mano —dijo Guermann alargando su brazo de detrás de un señor gordo que estaba jugando. Chekalinski sonrió, inclinó en silencio la cabeza en señal de sumiso asentimiento. Narúmov felicitó entre risas a Guermann por haber roto su largo ayuno y le deseó un buen comienzo.—¡Voy! —dijo Guermann tras escribir con tiza la apuesta en su carta.—¿Cuánto?—preguntó entornando los ojos el de la banca—. Perdone, no lo veo bien.—Cuarenta y siete mil—contestó Guermann.Al oír aquellas palabras, al instante, todas las cabezas y todas las miradas se dirigieron hacia Guermann. «¡Se ha vuelto loco!», pensó Narúmov.—Permítame advertirle—dijo Chekalinski con su imborrable sonrisa—, que juega usted muy fuerte; aquí nunca nadie ha apostado más de doscientos setenta y cinco a una sola carta.—¿Y bien?—replicó Guermann—. ¿Acepta usted mi carta a no?Chekalinski inclinó la cabeza con el aspecto de sumiso asentimiento de siempre.—Sólo quería informarle—dijo—que la confianza con que me honran los compañeros no me permite jugar con nada que no sea dinero en efectivo. Por mi parte, claro está, estoy seguro de que con su palabra basta, pero, para el buen orden del juego y de las cuentas, le ruego que coloque la suma sobre la carta.Guermann extrajo del bolsillo un billete de banco y lo entregó a Chekalinski, quien, tras echarle un simple vistazo, lo colocó sobre la carta de Guermann. Lanzó dos cartas. A la derecha cayó un nueve, a la izquierda un tres.—¡La mía gana!—dijo Guermann mostrando su carta.Entre los jugadores se alzó un murmullo. Chekalinski frunció el ceño, pero al momento la sonrisa retornó a su cara.—¿Desea retirar sus ganancias?—le preguntó a Guermann.—Si tiene la bondad.Chekalinski sacó del bolsillo varios billetes de banco y saldó la deuda al punto. Guermann tomó su dinero y se alejó de la mesa. Narúmov no podía recobrarse de su perplejidad. Guermann se bebió un vaso de limonada y se marchó a casa. Al día siguiente por la noche se presentó de nuevo en casa de Chekalinski. El dueño llevaba la banca. Guermann se acercó a la mesa; los jugadores en seguida le hicieron sitio. Chekalinski lo saludó con una cariñosa reverencia. Guermann esperó la nueva partida, colocó su carta poniendo sobre ella sus cuarenta y siete mil rublos y lo ganado el día anterior.Chekalinski lanzó las cartas. A la derecha cayó un valet, a la izquierda un siete.Guermann descubrió su siete.Todos lanzaron un ¡ah! Chekalinski se turbó visiblemente. Contó noventa y cuatro mil rublos y los entregó a Guermann. Este los tomó impasible y al punto se alejó.A la noche siguiente Guermann apareció de nuevo ante la mesa. Todos lo esperaban. Los generales y consejeros privados abandonaron su whist para ver aquella inusitada partida. Los jóvenes oficiales saltaron de sus divanes; todos los camareros se reunieron en el salón. Todos rodeaban a Guermann. Los demás jugadores abandonaron sus cartas impacientes por ver cómo acabaría aquel joven. Guermann, de pie junto a la mesa, se disponía a apuntar él solo contra el pálido pero todavía sonriente Chekalinski. Cada uno desempaquetó una baraja de cartas. Chekalinski barajó. Guermann tomó y colocó su carta cubriéndola de un montón de billetes de banco. Aquello parecía un duelo. Reinaba un profundo silencio.Chekalinski lanzó las cartas, las manos le temblaban. A la derecha se posó una dama, a la izquierda un as.—¡El as ha ganado! —dijo Guermann y descubrió su carta.—Han matado a su dama—dijo cariñoso Chekalinski.Guermann se estremeció: en efecto, en lugar de un as tenía ante sí una dama de picas. No daba crédito a sus ojos, no comprendía cómo había podido confundirse.En aquel instante le pareció que la dama de picas le guiñó un ojo y le sonrió burlona. La inusitada semejanza lo fulminó...—¡La vieja! —gritó lleno de horror.Chekalinski se acercó los billetes. Guermann seguía inmóvil. Cuando se apartó de la mesa, se alzó un rumor de voces.—¡Una jugada divina! —comentaban los jugadores.Chekalinski barajó de nuevo las cartas; el juego siguió su curso".

Epílogo:


"Guermann ha perdido la razón. Está en la clínica Obújov, en la habitación número 17. No contesta a ninguna pregunta y murmura con inusitada celeridad: «¡Tres, siete, as! ¡Tres, siete, dama!...»Lizaveta Ivánovna se ha casado con un joven muy afable que sirve en alguna parte y posee una fortuna considerable: es el hijo del que fuera el administrador de la difunta condesa. Lizaveta Ivánovna tiene de pupila a una pariente pobre.Tomski ha ascendido a capitán y se ha casado con la princesa Polina".

Alexander Pushkin

sábado, 2 de enero de 2010

"La Última Hoja"

"En un pequeño barrio al oeste de Washington Square las calles, como locas, se han quebrado en pequeñas franjas llamadas "lugares". Esos "lugares" forman extraños ángulos y curvas. Una calle se cruza a sí misma una o dos veces. Un pintor descubrió en esa calle una valiosa posibilidad. ¡Supongamos que un cobrador, con una cuenta por pinturas, papel y tela, al cruzar esa ruta se encuentre de pronto consigo mismo de regreso, sin que se le haya pagado a cuenta un sólo centavo! Por eso los artistas pronto empezaron a rondar por el viejo Greenwich Village, en pos de ventanas orientadas al norte y umbrales del siglo XVIII, buhardillas holandesas y alquileres bajos. Luego importaron algunos jarros de peltre y un par de platos averiados de la Sexta Avenida y se transformaron en una colonia.Sue y Johnsy tenían su estudio en los altos de un gordo edificio de ladrillo de tres pisos. Johnsy era el apodo familiar que le daban a Joanna. Sue era de Maine; su amiga, de California. Ambas se conocieron junto a una mesa común de un delmónico de la calle ocho y descubrieron que sus gustos en materia de arte, ensalada de achicoria y moda, eran tan afines que decidieron establecer un estudio asociado. Eso sucedió en mayo. En noviembre, un frió e invisible forastero a quien los médicos llamaban Neumonía empezó a pasearse furtivamente por la colonia, tocando a uno aquí y a otro allá con sus dedos de hielo. El devastador intruso recorrió con temerarios pasos el East Side, fulminando a veintenas de víctimas; pero su pie avanzaba con más lentitud a través del laberinto de los "lugares" más angostos y cubiertos de musgo. El señor Neumonía no era lo que uno podría llamar un viejo caballeresco. Atacar a una mujercita, cuya sangre habían adelgazado los céfiros de California, no era juego limpio para aquel viejo tramposo de puños rojos y aliento corto. Pero, con todo, fulminó a johnsy; y ahí yacía la muchacha, casi inmóvil en su cama de hierro pintado, mirando por la pequeña ventana holandesa del flanco sin pintar de la casa de ladrillos contigua. Una mañana el atareado médico llevó a Sue al pasillo, y su rostro de hirsutas cejas se oscureció.-Su amiga sólo tiene una probabilidad de salvarse sobre ... digamos, sobre diez -declaró, mientras agitaba el termómetro para hacer bajar el mercurio-. Esa probabilidad es que quiera vivir. La costumbre que tienen algunos de tomar partido por la funeraria pone en ridículo a la farmacopea íntegra. Su amiguita ha decidido que no podrá curarse. ¿Tiene alguna preocupación?-Quería... quería pintar algún día la bahía de Nápoles -dijo Sue.-¿Pintar? ¡Pamplinas! ¿Piensa esa muchacha en algo que valga la pena pensarlo dos veces? ¿En un hombre, por ejemplo?-¿Un hombre? -repitió Sue, con un tono nasal de arpa judía-. ¿Acaso un hombre vale la pena de ...? Pero no, doctor... No hay tal cosa.-Bueno -dijo el médico-. Entonces, será su debilidad. Haré todo lo que pueda la ciencia, hasta donde logren ampliarla mis esfuerzos. Pero cuando una paciente mía comienza a contar los coches de su cortejo fúnebre, le resto el cincuenta por ciento al poder curativo de los medicamentos. Si usted consigue que su amiga le pregunte cuáles son las nuevas modas de invierno en mangas de abrigos, tendrá, se lo garantizo, una probabilidad sobre cinco de sobrevivir en vez de una sobre diez.Cuando el médico se fue, Sue entró al atelier y lloró hasta reducir a mera pulpa una servilleta. Luego penetró con aire afectado en el cuarto de Johnsy llevando su tablero de dibujo y silbando ragtime. Su amiga estaba casi inmóvil, sin levantar la más leve onda en sus cobertores, con el rostro vuelto hacia la ventana. Sue la creyó dormida y dejó de silbar. Acomodó su tablero e inició un dibujo a pluma para ilustrar un cuento de una revista. Los pintores jóvenes deben allanarse el camino del Arte ilustrando los cuentos que los jóvenes escriben para las revistas, a fin de facilitarse el camino el la Literatura.Mientras Sue bosquejaba unos elegantes pantalones de montar sobre la figura del protagonista del cuento, un vaquero de Idaho, oyó un leve rumor que se repitió varias veces. Se acercó rápidamente a la cabecera de la cama. Los ojos de Johnsy estaban muy abiertos. Miraba la ventana y contaba... contaba al revés.-Doce -dijo. Y poco después agregó-. Once - y luego -: diez... nueve... ocho... siete... - casi juntos.Sue miró, solícita, por la ventana. ¿Qué se podía contar allí? Apenas se veía un patio desnudo y desolado y el lado sin pintar de la casa de ladrillos situada a siete metros de distancia. Una enredadera de hiedra vieja, muy vieja, nudosa, de raíces podridas, trepaba hasta la mitad de la pared. El frío soplo del otoño le había arrancado las hojas y sus escuálidas ramas se aferraban, casi peladas, a los desmoronados ladrillos.-¿Que sucede, querida? -preguntó Sue.-Seis -dijo- Johnsy, casi en un susurro -. Ahora están cayendo con mas rapidez. Hace tres días había casi un centenar. Contarlas me hacía doler la cabeza. Pero ahora me resulta fácil. Ahí va otra. Ahora apenas quedan cinco.-¿Cinco qué, querida? Díselo a tu Susie.-Hojas. Sobre la enredadera de hiedra. Cuando caiga la última hoja también me iré yo. Lo se desde hace tres días. ¿No te lo dijo el médico?-¡Oh nunca oí disparate semejante! -se quejo Sue, con soberbio desdén-. ¿Que tienen que ver las hojas de una vieja enredadera con tu salud? ¡Y tú le tenías tanto cariño a esa planta, niña mala! ¡No seas tontita! Pedro si el médico me dijo esta mañana que tus probabilidades de reponerte muy pronto eran -veamos, sus palabras exactas -... ¡de diez contra una! ¡Es una probabilidad casi tan sólida como la que tenemos en Nueva York cuando viajamos en tranvía o pasamos a pie junto a un edificio nuevo! Ahora, trata de tomar un poco de caldo y deja que Susie vuelva a su dibujo, para seducir al director de la revista y así comprar oporto para su niña enferma y unas costillas de cerdo para ella misma.-No necesitas comprar más vino -dijo Johnsy, con los ojos fijos más allá de la ventana -. Ahí cae otra. No, no quiero caldo. Sólo quedan cuatro. Quiero ver cómo cae la última antes de anochecer. Entonces también yo me iré.-Mi querida Johnsy -dijo Sue, inclinéndose sobre ella-. ¿Me prometes cerrar los ojos y no mirar por la ventana hasta que yo haya concluido mi dibujo? Tengo que entregar esos trabajos mañana. Necesito luz: de lo contrario, oscurecería demasiado los tintes.-¿No podrías dibujar en el otro cuarto? -preguntó Johnsy, con frialdad.-Prefiero estar a tu lado -dijo Sue-. Además, no quiero que sigas mirando esas estúpidas hojas de la enredadera.-Apenas hayas terminado, dímelo -pidió Johnsy cerrando los ojos y tendiéndose, quieta y blanca, como una estatua caída -. Por que quiero ver caer la última hoja. Estoy cansada de esperar . Estoy cansada de pensar. Quiero abandonarlo todo, e irme navegando hacia abajo, como una de esas pobres hojas fatigadas.-Procura dormir -dijo Sue-. Debo llamar a Behrman para que me sirva de modelo a fin de dibujar al viejo minero ermitaño. Volveré inmediatamente. No intentes moverte hasta que yo vuelva.El viejo Behrman era un pintor que vivía en el piso bajo. Tenía más de sesenta años y la barba de un Moisés de Miguel Angel, que bajaba, enroscándose, desde su cabeza de sátiro hasta su tronco de duende. Era un fracaso como pintor. Durante cuarenta años había esgrimido el pincel, sin haberse acercado siquiera lo suficiente al arte. Siempre se disponía a pintar su obra maestra, pero no la había iniciado todavía. Durante muchos años no había pintado nada, salvo, de vez en cuando, algún mamarracho comercial o publicitario. Ganaba unos dólares sirviendo de modelo a los pintores jóvenes de la colonia que no podían pagar un modelo profesional. Bebía ginebra inmoderadamente y seguía hablando de su futura obra maestra. Por lo demás, era un viejecito feroz, que se nozaba violentamente de la suavidad ajena, y se consideraba algo así como un guardián destinado a proteger a las dos jóvenes pintoras del piso de arriba. En su guarida mal iluminada, Behrman olía marcadamente a nebrina. En un rincón había un lienzo en blanco colocado sobre un caballete, que esperaba desde hace veinticinco años el primer trazo de su obra maestra. Sue le contó la divagación de Johnsy y le confesó sus temores de que su amiga, liviana y frágil como una hoja, se desprendiera también de la tierra cuando se debilitara el leve vínculo que la unía a la vida.El viejo Behrman, con los ojos enrojecidos y llorando a mares, expresó con sus gritos el desprecio y la risa que le inspiraban tan estúpidas fantasías.-¡Was! -gritó-. ¿Hay en el mundo gente que cometa la estupidez de morirse porque hojas caen de una maldita enredadera? Nunca oí semejante cosa. No, yo no serviré de modelo para ese badulaque de ermitaño. ¿Cómo permite usted que se le ocurra a ella semejante imbecilidad? ¡Pobre señorita Johnsy!-Está muy enferma y muy débil -dijo Sue-, y la fiebre la ha vuelto morbosa y le ha llenado la cabeza de extrañas fantasías. Está bien, señor Behrman. Si no quiere servirme de modelo, no lo haga. Pero debo decirle que usted me parece un horrible viejo... ¡un viejo charlatán!-¡Se ve que usted es sólo una mujer! -aulló Behrman-. ¿Quien dijo que no le serviré de modelo? Vamos. Iré con usted. Desde hace media hora estoy tratando de decirle que le voy a servir de modelo. Gott! Este no es un lugar adecuado para que esté en su cama de enferma una persona tan buena como la señoríta Johnsy. Algún día, pintaré una obra maestra y todos nos iremos de aquí. Gott! ya lo creo que nos iremos.Johnsy dormía cuando subieron. Sue bajó la persiana y le hizo señas a Behrman para pasar a la otra habitación. Allí se asomaron a la ventana y contemplaron con temor la enredadera. Luego se miraron sin hablar. Caía una lluvia insistente y fría , mezclada con nieve. Behrman, en su vieja camisa azul, se sentó como minero ermitaño sobre una olla invertida. Cuando Sue despertó a la mañana siguiente, después de haber dormido sólo una hora, vio que Johnsy miraba fijamente, con aire apagado y los ojos muy abiertos, la persiana verde corrida.-¡Levántala! Quiero ver -.ordenó la enferma, en voz baja.Con lasitud, Sue obedeció.Pero después de la violenta lluvia y de las salvajes ráfagas de viento que duraron toda esa larga noche, aún pendía, contra la pared de ladrillo, una hoja de hiedra. Era la última. Conservaba todavía el color verde oscuro cerca del tallo, pero sus bordes dentados estaban teñidos con el amarillo de la desintegración y la putrefacción. Colgada valerosamente de una rama a unos siete metros del suelo.-Es la última -dijo Johnsy-. Yo estaba segura de que caería durante la noche. Oía el viento. Caerá hoy y al mismo tiempo moriré yo.-¡Querida, querida! -dijo Sue, apoyando contra la almohada su agotado rostro-. Piensa en mi, si no quieres pensar en ti misma. ¿Que haría yo?Pero Johnsy no respondió. Lo más solitario que hay en el mundo es un alma que se prepara a emprender ese viaje misterioso y lejano. La imaginación parecía adueñarse de ella con más vigor a medida que se aflojaban, uno por uno, los lazos que la ligaban a la amistad y a la tierra. Transcurrió el día, y cuando empezó a anochecer ambas pudieron aún distinguir entre las sombras la solitaria hoja de hiedra adherida a su tallo, contra la pared. Luego, cuando llegó la noche el viento norte volvió a zumbar con violencia mientras la lluvia seguía martillando las ventanas y los bajos aleros holandeses.Al día siguiente, cuando hubo suficiente claridad, la despiadada Johnsy ordenó que levantaran la persiana. La hoja aún seguía allí. Johnsy se quedó tendida largo tiempo, mirándola. Y luego llamó a Sue, que estaba revolviendo su caldo de gallina sobre el hornillo.-He sido una mala muchacha, Susie -dijo-. Algo ha hecho que esa última hoja se quedara allí, para probarme lo mala que fui. Es un pecado querer morir. Ahora, puedes traerme un poco de caldo y de leche, con algo de oporto y... no; tráeme antes un espejo. Luego pon-me detrás unas almohadas y me sentaré y te miraré cocinar.Una hora después, Johnsy dijo:-Susie, confío en que algún día podre pintar la bahía de Nápoles. Por la tarde acudió el médico y Sue encontró un pretexto para seguirlo al comedor cuando salía.-Hay buenas probabilidades -dijo el médico, tomando en la suya, la mano delgada y temblorosa de Sue -. Cuidándola bien, usted la salvará. Y ahora tengo que ver a otro enfermo en el piso bajo. Es un tal Behrman... un artista, según parece. Otro caso de neumonía. Es un hombre viejo y débil y el acceso es agudo. No hay esperanzas de salvarlo; pero hoy lo llevan al hospital para que esté más cómodo.Al día siguiente el médico le dijo a Sue:-Su amiga está fuera de peligro. Usted ha vencido. Alimentación y cuidados, ahora. Eso es todo.Y esa tarde Sue se acercó a la cama donde Johnsy, muy contenta, tejía una bufanda de lana muy azul y muy inútil, y la ciñó con el brazo, rodeando hasta las almohadas.-Tengo que decirte una cosa -dijo-. Hoy murió de neumonía en el hospital el señor Behrman. Sólo estuvo enfermo dos días. El mayordomo lo encontró en la mañana del primer día en su cuarto, impotente de dolor. Tenía los zapatos y la ropa empapados y fríos. No pudieron comprender dónde había pasado una noche tan horrible. Luego encontraron una linterna encendida aún, y una escalera que Behrman había sacado de su lugar y algunos pinceles dispersos y una paleta con una mezcla de verde y amarillo... y... Mira la ventana, querida, observa esa última hoja de hiedra que está sobre la pared ¿No es extraño que no se moviera ni agitara al soplar el viento? ¡Oh querida! Es la obra maestra de Behrman: la pintó allí la noche en que cayó la última hoja".

O Henry

viernes, 1 de enero de 2010

"El Tesoro del Diablo"

"Dos caballeros de Malta tenían un esclavo que se jactaba de poseer el secreto de invocar a los demonios y obligarles a revelarle las cosas más ocultas.Sus amos le llevaron a un viejo castillo donde creían que había tesoros ocultos.El esclavo, una vez solo, realizó las invocaciones y finalmente el diablo abrió una roca de donde extrajo un cofre. El esclavo quiso apoderarse de él, pero el cofre volvió a meterse rápidamente en la roca. La misma operación se repitió más de una vez; y el esclavo, después de vanos esfuerzos, fue a decir a los dos caballeros lo que le había sucedido. Se encontraba tan debilitado por los esfuerzos realizados que pidió un poco de licor para recuperarse. Se lo dieron y volvió al lugar del tesoro.Horas más tarde, oyeron un ruido; bajaron a la caverna con una luz y encontraron al esclavo muerto, con todo el cuerpo lleno de heridas producidas por algo parecido a un cortaplumas, y que representaban la forma de una cruz.Tenía tantas heridas que no había un lugar donde poner el dedo sin tocar alguna. Los caballeros llevaron el cadáver al borde del mar y desde allí lo tiraron al agua con una gran piedra atada al cuello a fin de que nadie pudiera sospechar nada de este suceso".

Charles Nodier

jueves, 31 de diciembre de 2009

"Thanatopía"

"-Mi padre fue el célebre doctor John Leen, miembro de la Real Sociedad de Investigaciones Psíquicas, de Londres, y muy conocido en el mundo científico por sus estudios sobre el hipnotismo y su célebre Memoria sobre el Old. Ha muerto no hace mucho tiempo. Dios lo tenga en gloria. (James Leen vació en su estómago gran parte de su cerveza y continuó):-Os habéis reído de mí y de lo que llamáis mis preocupaciones y ridiculeces. Os perdono porque, francamente, no sospecháis ninguna de las cosas que no comprende nuestra filosofía en el cielo y en la tierra, como dice nuestro maravilloso William. No sabéis que he sufrido mucho, que sufro mucho, aun las más amargas torturas, a causa de vuestras risas... Sí, os repito: no puedo dormir sin luz, no puedo soportar la soledad de una casa abandonada; tiemblo al ruido misterioso que en horas crepusculares brota de los boscajes en un camino; no me agrada ver revolar un mochuelo o un murciélago; no visito, en ninguna ciudad, los cementerios; me martirizan las conversaciones sobre asuntos macabros, y cuando las tengo, mis ojos aguardan para cerrarse, al amor del sueño, que la luz aparezca.Tengo horror de.. ¡oh Dios! de la muerte. Jamás me harían permanecer en una casa donde hubiese un cadáver, así fuese el de mi más amado amigo. Mirad: esa palabra es la más fatídica de las que existen en cualquier idioma: cadáver. Os habéis reído, os reís de mí: sea. Pero permitidme que os diga la verdad de mi secreto. Yo he llegado a la República Argentina, prófugo, después de haber estado cinco años preso, secuestrado miserablemente por el doctor Leen, mi padre, el cual, si era un gran sabio, sospecho que era un gran bandido. Por orden suya fui llevado a la casa de salud; por orden suya, pues, temía quizás que algún día me revelase lo que él pretendía tener oculto. Lo que vais a saber, porque ya me es imposible resistir el silencio por más tiempo.Os advierto que no estoy borracho. No he sido loco. Él ordenó mi secuestro, porque... Poned atención.(Delgado, rubio, nervioso, agitado por un frecuente estremecimiento, levantaba su busto James Leen, en la mesa de la cervecería en que, rodeado de amigos, nos decía esos conceptos. ¿Quién no le conoce en Buenos Aires? No es un excéntrico en su vida cotidiana. De cuando en cuando suele tener esos raros arranques. Como profesor, es uno de los más estimables en uno de nuestros principales colegios, y, como hombre de mundo, aunque un tanto silencioso, es uno de los mejores elementos jóvenes de los famosos cinderellas dance. Así prosiguió esa noche su extraña narración, que no nos atrevimos a calificar de fumisterie, dado el carácter de nuestro amigo. Dejamos al lector la apreciación de los hechos.)-Desde muy joven perdí a mi madre, y fui enviado por orden paternal a un colegio de Oxford. Mi padre, que nunca se manifestó cariñoso conmigo, me iba a visitar de Londres una vez al año al establecimiento de educación en donde yo crecía, solitario en mi espíritu, sin afectos, sin halagos. Allí aprendí a ser triste. Físicamente era el retrato de mi madre, según me han dicho, y supongo que por esto el doctor procuraba mirarme lo menos que podía. No os diré más sobre esto. Son ideas que me vienen. Excusad la manera de mi narración.Cuando he tocado ese tópico me he sentido conmovido por una reconocida fuerza. Procurad comprenderme. Digo, pues, que vivía yo solitario en mi espíritu, aprendiendo tristeza en aquel colegio de muros negros, que veo aún en mi imaginación en noches de luna. ¡Oh cómo aprendí entonces a ser triste! Veo aún, por una ventana de mi cuarto, bañados de una pálida y maleficiosa luz lunar, los álamos, los cipreses -¿por qué había cipreses en el colegio?- y a lo largo del parque, viejos Términos carcomidos, leprosos de tiempo, en donde solían posar las lechuzas que criaba el abominable septuagenario y encorvado rector -¿para qué criaba lechuzas el rector?- Y oigo, en lo más silencioso de la noche, el vuelo de los animales nocturnos y los crujidos de las mesas y una media noche, os lo juro, una voz: James. ¡Oh voz!Al cumplir los veinte años se me anunció un día la visita de mi padre. Alegréme, a pesar de que instintivamente sentía repulsión por él: alegréme, porque necesitaba en aquellos momentos desahogarme con alguien, aunque fuese con él. Llegó más amable que otras veces, y aunque no me miraba frente a frente, su voz sonaba grave, con cierta amabilidad. Yo le manifesté que deseaba, por fin, volver a Londres, que había concluido mis estudios; que si permanecía más tiempo en aquella casa, me moriría de tristeza. Su voz resonó grave, con cierta amabilidad para conmigo:-He pensado, cabalmente, James, llevarte hoy mismo. El rector me ha comunicado que no estás bien de salud, que padeces de insomnios, que comes poco. El exceso de estudios es malo, como todos los excesos. Además, quería decirte, tengo otro motivo para llevarte a Londres. Mi edad necesita un apoyo y lo he buscado. Tienes una madrastra, a quien he de presentarte y que desea ardientemente conocerte. Hoy mismo vendrás, pues, conmigo. ¡Una madrastra! Y de pronto se me vino a la memoria mi dulce y blanca y rubia madrecita, que de niño me amó tanto, me mimó tanto, abandonada casi por mi padre, que se pasaba noches y días en su horrible laboratorio, mientras aquella pobre y delicada flor se consumía. ¡Una madrastra! Iría yo, pues, a soportar la tiranía de la nueva esposa del doctor Leen, quizá una espantable bluestocking, o una cruel sabihonda, o una bruja. Perdonad las palabras. A veces no sé ciertamente lo que digo, o quizá lo sé demasiado.No contesté una sola palabra a mi padre, y, conforme con su disposición tomamos el tren que nos condujo a nuestra mansión de Londres.Desde que llegamos, desde que penetré por la gran puerta antigua, a la que seguía una escalera oscura que daba al piso principal, me sorprendí desagradablemente: no había en casa uno solo de los antiguos sirvientes. Cuatro o cinco viejos enclenques, con grandes libreas flojas y negras, se inclinaban a nuestro paso, con genuflexiones tardías, mudos. Penetramos al gran salón. Todo estaba cambiado: los muebles de antes estaban substituidos por otros de un gusto seco y frío. Tan solamente quedaba en el fondo del salón un gran, retrato de mi madre, obra de Dante Gabriel Rossetti, cubierto de un largo velo de crespón.Mi padre me condujo a mis habitaciones, que no quedaban lejos de su laboratorio. Me dio las buenas tardes. Por una inexplicable cortesía, preguntéle por mi madrastra. Me contestó despaciosamente, recalcando las sílabas con una voz entre cariñosa y temerosa que entonces yo no comprendía:-La verás luego. Que la has de ver es seguro, James. Adiós.- Ángeles del Señor, ¿por qué no me llevasteis con vosotros? Y tú, madre, madrecita mía? my sweet Lily, ¿por qué no me llevaste contigo en aquellos instantes? Hubiera preferido ser tragado por un abismo o pulverizado por una roca, o reducido a ceniza por la llama de un relámpago.Fue esa misma noche, sí. Con una extraña fatiga de cuerpo y de espíritu, me había echado en el lecho, vestido con el mismo traje de viaje. Como en un ensueño, recuerdo haber oído acercarse a mi cuarto a uno de los viejos de la servidumbre, mascullando no sé qué palabras y mirándome vagamente con un par de ojillos estrábicos que me hacían el efecto de un mal sueño. Luego vi que prendió un candelabro con tres velas de cera. Cuando desperté a eso de las nueve, las velas ardían en la habitación. Lavéme. Mudéme. Luego sentí pasos, apareció mi padre. Por primera vez, ¡por primera vez!, vi sus ojos clavados en los míos. Unos indescriptibles ojos, os lo aseguro; unos ojos como no habéis visto jamás, ni veréis jamás: unos ojos con una retina casi roja, como ojos de conejo; unos ojos que os harían temblar por la manera especial con que miraban.-Vamos hijo mío, te espera tu madrastra. Está allá, en el salón. Vamos.Allá, en un sillón de alto respaldo, como una silla de coro, estaba sentada una mujer.Ella...Y mi padre:-¡Acércate, mi pequeño James, acércate!Me acerqué maquinalmente. La mujer me tendía la mano. Oí entonces, como si viniese del gran retrato, del gran retrato envuelto en crespón, aquella voz del colegio de Oxford, pero muy triste, mucho más triste: ¡James!Tendí la mano. El contacto de aquella mano me heló, me horrorizó. Sentí hielo en mis huesos. Aquella mano rígida, fría, fría. Y la mujer no me miraba. Balbuceé un saludo, un cumplimiento. Y mi padre:-Esposa mía, aquí tienes a tu hijastro, a nuestro muy amado James. Mírale, aquí le tienes; ya es tu hijo también.- Y me miró. Mis mandíbulas se afianzaron una contra otra. Me poseyó el espanto: aquellos ojos no tenían brillo alguno. Una idea comenzó, enloquecedora, horrible, horrible, a aparecer clara en mi cerebro. De pronto, un olor, olor... ese olor, ¡madre mía! ¡Dios mío! Ese olor -no os lo quiero decir- porque ya lo sabéis, y os protesto: lo discuto aún ; me eriza los cabellos.Y luego brotó de aquellos labios blancos, de aquella mujer pálida, pálida, pálida, una voz, una voz como si saliese de un cántaro gemebundo o de un subterráneo:-James, nuestro querido James, hijito mío, acércate; quiero darte un beso en la frente, otro beso en los ojos, otro beso en la boca...No pude más. Grité:— ¡Madre, socorro! ¡Ángeles de Dios, socorro! ¡Potestades celestes, todas, socorro! ¡Quiero partir de aquí pronto, pronto; que me saquen de aquí!Oí la voz de mi padre:-¡Cálmate, James! ¡Cálmate, hijo mío! Silencio, hijo mío.-No -grité más alto, ya en lucha con los viejos de la servidumbre . Yo saldré de aquí y diré a todo el mundo que el doctor Leen es un cruel asesino; que su mujer es un vampiro; ¡que está casado mi padre con una muerta!"

Rubén Darío