El Recolector de Historias

El Recolector de Historias

lunes, 30 de noviembre de 2009

"El Templo"

"Yo, Karl Heinrich Graf von Altberg-Ehrenstein, capitán de corbeta de la Armada Imperial Alemana y al mando del submarino U-29, el día 20 de agosto de 1917, deposito esta botella y este informe en el océano Atlántico, en una situación que me es desconocida, pero que probablemente ronda los 20° de latitud norte y los 35° de longitud oeste, donde mi nave yace averiada en el fondo del océano. Llevo esto a cabo porque es mi deseo dar a la luz pública ciertos hechos insólitos; dado que seguramente no sobreviviré para entregar en persona estas noti­cias, ya que las circunstancias que concurren en torno a mí son tan amenazadoras como extraordinarias, e incluyen no sólo la avería fatal del U-29, sino incluso el flaquear de mi férrea volun­tad germánica en una forma de lo más desastrosa.En la tarde del 18 de junio, tal y como comunicamos por radio al U-61, que se dirigía a Kiel, torpedeamos al carguero británico Victory, que se dirigía de Nueva York a Liverpool, en latitud 45° 1G norte y longitud 28° 34' oeste, permitiendo a la tripulación embarcar en sus botes para obtener una buena fil­mación con destino a los archivos del Almirantazgo. El barco se hundió de forma bastante teatral, a pique por la proa, con la popa alzándose sobre las aguas hasta que todo el casco enfiló perpendicularmente hacia el fondo del mar. Nuestra cámara no perdió detalle, y me pesa que una película tan buena no pueda llegar a Berlín. Después hundimos a cañonazos los botes salvavi­das y nos sumergimos.Cuando emergimos, al ocaso, descubrimos el cuerpo de un marino en cubierta, aferrándose de una forma curiosa a la barandilla. El pobre hombre era joven, bastante moreno y muy agraciado; seguramente griego o italiano, y con certeza tripu­lante del Victory. Sin duda había buscado refugio en la misma nave que se había visto forzada a destruir la suya... una víctima más de la injusta guerra de agresión que los malditos perros ingleses llevan a cabo contra la patria. Nuestros hombres le registraron en busca de recuerdos y hallaron en su bolsillo una pieza de marfil sumamente extraña, tallada en forma de una cabeza juvenil coronada de laureles. El otro comandante, el teniente' Klenze, creía que aquello era muy antiguo y de gran valor artístico, por lo que se apropió de ella. Cómo había podido llegar a las manos de un vulgar marinero era algo que ninguno de los dos podía imaginar.Al arrojar al muerto por la borda tuvieron lugar dos inci­dentes que perturbaron grandemente a la tripulación. Los hom­bres le habían cerrado los ojos, pero, al desprenderlo de la barandilla, éstos se abrieron, y muchos sufrieron la extraña ilusión de que miraban fijamente y en son de burla a Schmidt y Zimmer, que se hallaban inclinados sobre el cadáver. El contra­maestre Müller, un hombre de edad al que le habría ido mejor de no ser un supersticioso rufián alsaciano, se alteró tanto por la impresión que estuvo observando el cuerpo en el agua, y jura que, tras sumergirse algo, colocó los brazos en la posición del nadador y se impulsó bajo las aguas hacia el sur. Tanto a Klenze como a mí nos desagradaron tales muestras de ignorancia cam­pesina, y reprendimos severamente a los hombres, sobre todo a Müller.Al día siguiente se creó un verdadero problema debido a la indisposición de varios miembros de la tripulación. Evidente­mente, se veían aquejados por algún tipo de tensión nerviosa provocada por nuestro largo periplo, y habían sufrido malos sueños. Varios de ellos parecían aturdidos y obnubilados; y tras cerciorarme que ninguno de ellos fingía su debilidad, les relevé de sus funciones. El mar se hallaba bastante picado, así que bajamos a una profundidad donde las olas nos resultaran un problema menor. Allí permanecimos en una calma relativa, a pesar de la aparición de alguna corriente misteriosa de rumbo sur que no pudimos encontrar en nuestras cartas. Los gemidos de los enfermos resultaban positivamente fastidiosos, pero ya que no parecían desmoralizar al resto de la tripulación, nos abs­tuvimos de tomar medidas drásticas. Teníamos la intención de permanecer en aquella posición e interceptar al buque de línea Dacia, consignado en la información recibida de nuestros agen­tes de Nueva York.A primera hora de la tarde salimos a la superficie y descubri­mos la mar menos gruesa. El humo de un buque de guerra flo­taba en el horizonte norte, pero la distancia a la que nos hallába­mos y nuestra capacidad de inmersión nos mantenían a salvo. Lo que más nos preocupaban eran las habladurías del contrama­estre Müller, que se hacían más estrafalarias al caer la noche. Se hallaba en un estado infantil, aborrecible, y farfullaba acerca de fantasías sobre cuerpos muertos flotando al otro lado de las por­tillas; cuerpos que le miraban fijamente, y que él, a pesar de lo hinchados que estaban, había reconocido por haberlos visto morir durante alguna de nuestras victoriosas hazañas germáni­cas. Y decía que su jefe era el joven hallado y arrojado al mar. Era algo grosero y anómalo, así que pusimos grilletes a Müller y mandamos que le dieran unos buenos latigazos. Los hombres no se mostraron muy conformes con tal castigo, pero la disciplina es fundamental. Incluso rechazamos la petición de un comité encabezado por el marinero Zimmer, que pedía que la curiosa cabeza tallada en marfil fuera arrojada al mar.El 20 de junio, los marineros Bohm y Schmidt, que habían caído enfermos el día antes, se volvieron locos furiosos. Sentí que no hubiera ningún médico entre nuestros oficiales, ya que las vidas alemanas resultan preciosas, pero los constantes desva­ríos de ambos acerca de una terrible maldición eran de lo más dañino para la disciplina, así que hubimos de tomar una deci­sión severa. La tripulación encajó este hecho de forma sombría, aunque eso pareció apaciguar a Müller, que de ahí en adelante no volvió a dar problemas. Le liberamos por la tarde y volvió en silencio a sus ocupaciones.La semana siguiente estuvimos todos muy nerviosos, espe­rando al Dacia. La tensión creció con la desaparición de Müller y Zimmer, que sin duda se suicidaron víctimas de los temores que parecían atormentarlos, aunque nadie los vio en el instante de saltar al mar. Yo me sentía relativamente contento de librarme de Müller, ya que aun su silencio había afectado negativamente a la tripulación. Todos parecían dados ahora al silencio, como albergando secretos temores. Muchos estaban enfermos, pero ninguno había enloquecido. El teniente Menze, crispado por la tensión, se alteraba ante cualquier minucia... como, por ejemplo, un banco de delfines que merodeaba en número cada vez mayor en torno a U-29, o la creciente intensidad de esa corriente sur que no aparecía en ninguna de nuestras cartas.A la postre se hizo evidente que se nos había escapado com­pletamente el Dacia. Avatares así no son raros, y nos sentíamos más complacidos que defraudados, ya que ahora se nos orde­naba regresar a Wilhelmshaven. El mediodía del 28 de junio arrumbamos al noreste y, pese a algún enredo bastante cómico con la inaudita masa de delfines, nos pusimos en marcha.La explosión en la sala de máquinas a las dos de la tarde nos pilló completamente desprevenidos. No se había descubierto ningún defecto de las máquinas o negligencia de los hombres; pero aun así, sin previo aviso, la nave se vio sacudida de punta a punta por una explosión colosal. El teniente Klenze se abalanzó hacia la sala de máquinas, descubriendo que el depósito de com­bustible y la mayor parte de la maquinaria estaba destrozada, asimismo los maquinistas Raabe y Schneider habían resultado muertos en el acto. En un instante nuestra situación se había vuelto crítica, ya que aunque los regeneradores químicos estaban intactos, y aunque podíamos usar los aparatos para emerger y sumergirnos, y abrir las escotillas mientras tuviéramos aire com­primido y batería, nos veíamos incapacitados para propulsarnos o pilotar el submarino. Buscar la salvación en los botes salvavi­das significaba ponernos a nosotros mismos en manos de ene­migos irracionalmente resentidos contra nuestra gran nación alemana, y nuestra radio había estado fallándonos desde que, debido al asunto del Victoria, nos pusimos en contacto con otro U-boat de la Armada Imperial.Desde la hora del accidente hasta el 2 de julio derivamos constantemente hacia el sur, sin hacer ningún plan ni encontrar nave alguna. Los delfines todavía rodeaban el U-29, una cir­cunstancia digna de reseñar, habida cuenta de la distancia reco­rrida. En la mañana del 2 de julio avistamos un buque de guerra que enarbolaba colores estadounidenses, y los hombres se agitaron deseosos de rendirse. Al final, el teniente Klenze hubo de usar su arma contra un marinero llamado Traube que incitaba a tal acto antigermánico con especial virulencia. Eso apaciguó de momento a la tripulación y nos sumergimos sin ser avistados.Durante la tarde siguiente, una gran bandada de aves mari­nas llegó desde el sur y el mar comenzó a tornarse amenazador. Cerrando escotillas, aguardamos acontecimientos hasta com­prender que debíamos sumergirnos o perecer entre las olas mon­tañosas. La electricidad y la presión de aire menguaba, e intentá­bamos evitar cualquier uso innecesario de nuestros escasos recursos mecánicos; pero en este caso no había opción. No baja­mos demasiado, y cuando la mar se calmó horas más tarde, decidimos retornar a la superficie. Aquí, no obstante, surgió un nuevo contratiempo, ya que la nave no respondió a nuestra guía, a pesar de todos los esfuerzos realizados por los mecánicos. Según cundía el pánico entre los hombres atrapados en esa pri­sión submarina, algunos de ellos comenzaron a murmurar con­tra la imagen de marfil del teniente Klenze, pero la visión de una pistola automática les aplacó. Tuvimos ocupados a los pobres diablos tanto como pudimos, trasteando entre la maqui­naria, aunque bien sabíamos que todo eso era inútil.Klenze y yo solíamos turnarnos para dormir, y durante mi periodo de sueño, sobre las cinco de la mañana M4 de julio, se desató abiertamente el motín. Los seis cerdos de marineros supervivientes, sospechando que estábamos perdidos, estallaron bruscamente en una furia maniaca, motivada por nuestro rechazo a rendirnos dos días antes al buque de guerra yanqui, y se sumieron en un delirio de improperios y destrucción. Rugían como los animales que eran, y rompían indiscriminadamente mobiliario e instrumental, vociferando sobre insensateces tales como la maldición de la imagen de marfil y el joven moreno muerto que nos miraba y se alejaba nadando. El teniente Klenze parecía paralizado e incapaz de respuesta, que es lo que cabría esperar de un renano blando y afeminado. Maté a los seis hom­bres, pues fue necesario, y me aseguré de que no sobreviviera ninguno.Arrojamos los cuerpos a través de las escotillas dobles y nos quedamos a solas en el U-29. Klenze parecía muy nervioso y bebía en demasía. Yo estaba dispuesto a seguir con vida tanto como fuera posible, empleando el generoso depósito de provi­siones y el suministro químico de oxígeno, que no habían sufrido de las locas payasadas de aquellos malditos puercos de marineros. Nuestras agujas, barómetros y otros instrumentos de precisión estaban destruidos, por lo que de ahí en adelante cual­quier cálculo sería meramente estimado, basado en nuestros cro­nómetros, almanaques y la deriva estimada a juzgar por algunos objetos que podíamos atisbar a través de las troneras o desde la torreta. Por fortuna teníamos estibadas baterías capaces aún de largo uso, tanto por alumbrado interior como para empleo del foco. A menudo barríamos con éste alrededor de la nave, pero tan sólo veíamos delfines nadando paralelos a nuestro propio rumbo de deriva. Yo me sentía interesado desde el punto de vista científico en aquellos delfines, ya que aunque el Delphínus delphis común es un cetáceo incapaz de sobrevivir sin aire, observé durante cerca de dos horas a uno de esos nadadores y no lo vi abandonar en ningún momento su inmersión.Con el tiempo, Klenze y yo llegamos a la conclusión de que seguíamos derivando hacia el sur, sumergiéndonos más y más. Reparando en la fauna y flora marinas, leímos mucho al res­pecto en los libros que yo me había llevado conmigo para los ratos de ocio. No pude evitar el observar, no obstante, la defi­ciente preparación científica de mi compañero. Su intelecto no era prusiano, sino dado a fantasías y especulaciones sin valor. La inminencia de nuestra muerte le afectaba de forma curiosa y con frecuencia hablaba arrepentido sobre los hombres, mujeres y niños que había enviado al fondo, olvidando que todo eso resulta noble para alguien que sirve al estado alemán. Al cabo comenzó a desvariar ostensiblemente, observando durante horas su imagen de marfil y tramando fantásticas historias acerca de cosas perdidas y olvidadas bajo el mar. A veces, a modo de expe­rimento psicológico, azuzaba tales desvaríos para escuchar sus interminables citas poéticas y relatos acerca de barcos hundidos. Lo sentía de veras, ya que aborrezco ver sufrir a un alemán, pero no resultaba una buena compañía para morir. Por mi parte me sentía orgulloso, sabedor de que la patria honraría mi memoria y que mis hijos serían educados para ser hombres como yo.El 9 de agosto vislumbramos el suelo del océano y, con el foco, lanzamos sobre él un potente rayo. Se trataba de una vasta planicie ondulante, cubierta en su mayor parte de algas y salpi­cado por las conchas de pequeños moluscos. Aquí y allá había fangosos objetos de formas inquietantes, festoneados de algas e incrustados de percebes, que Klenze supuso antiguos buques hundidos. Algo lo alteró; un pico de sólida materia, sobresa­liendo del lecho del océano entorno a un metro, con alrededor de medio metro de ancho, lados planos y suaves superficies superiores que. convergían en ángulo sumamente obtuso. Yo dije que aquel pico debía tratarse de un afloramiento rocoso, pero Klenze creía haber visto tallas en su superficie. Tras un momento comenzó a temblar y apartó la vista como si tuviese miedo, aun­que sin dar otra explicación de que se sentía sobrecogido ante las dimensiones, oscuridad, lejanía, antigüedad y misterio de los abismos oceánicos. Su cerebro estaba fatigado, pero yo soy siem­pre un alemán y no tardé en advertir dos cosas; una que el U-29 aguantaba admirablemente la presión del mar, y otra que los peculiares delfines seguían en torno nuestro, incluso a una pro­fundidad donde la mayoría de los naturalistas consideran impo­sible la vida para organismo superiores. Parecía evidente que yo había sobrestimado nuestra profundidad, pero aun así estába­mos lo bastante abajo como para que aquel fenómeno resultara notable. Nuestra velocidad de deriva hacia el sur, según lo medía por el suelo del océano, era más o menos la estimada mediante los organismos con los que nos habíamos cruzado en niveles superiores. A las tres y cuarto de la tarde del 12 de agosto, el pobre Klenze enloqueció completamente. Había estado en la torreta usando el reflector, antes de precipitarse en la biblioteca, donde yo estaba leyendo, y su rostro lo traicionó instantáneamente.-¡Él nos llama! ¡Él nos llama! ¡Lo oigo! ¡Tenemos que acu­dir! -mientras hablaba cogió de la mesa la imagen de marfil, se la metió en el bolsillo y atenazó mi brazo en un intentó por arrastrarme escaleras arriba hasta la cubierta. En un momento comprendí que pretendía abrir la escotilla y lanzarse en mi com­pañía al exterior, una extravagancia suicida y asesina para la que yo no estaba preparado. Cuando retrocedí y traté de apaciguarlo se volvió aún más violento.-Vamos ahora... no esperemos mas; es mejor arrepentirse y lograr el perdón que desafiar y ser condenado.Entonces yo abandoné el intento de calmarlo y lo acusé de estar loco... loco de atar. Pero él se mantuvo inconmovible y gri­taba:-¡Si estoy loco, estoy de suerte! ¡Qué los dioses se apiaden del hombre que en su contumacia permanezca cuerdo hasta el fin! ¡Ven y enloquece ahora que él aún nos llama benevolente­mente!Aquel exabrupto pareció aliviar una presión en su mente, ya que al terminar se tornó más comedido, pidiéndome que le dejase ir solo en caso de no querer acompañarle. Mi obligación resultaba clara. Era un alemán, pero tan sólo un renano y un plebeyo, y ahora se había convertido en un loco potencialmente peligroso. Accediendo a su petición suicida me libraría en el acto de alguien que era más bien amenaza que compañía. Le pedí que me cediera la imagen de marfil antes de marcharse, pero tal petición despertó en él una hilaridad tan desaforada que no me atreví a insistir. Entonces le pregunté si deseaba dejar algún recuerdo o un mechón de cabello con destino a su familia en Alemania, por si se daba el caso de que yo fuera rescatado, pero de nuevo prorrumpió en esa extraña risa. Así que mientras él subía la escalerilla, yo acudí a las palancas y, guardando el per­tinente intervalo, accioné la maquinaria que le envió a la muerte. Cerciorándome luego de que no se hallaba a bordo, dirigí el foco alrededor tratando de lograr un postrer vistazo, ya que deseaba comprobar si la presión del agua lo había aplastado, tal y como debiera teóricamente haber ocurrido, o si por el contra­rio el cuerpo no había sido afectado, tal y como sucedía con aquellos extraordinarios delfines. No logré, de todos modos, localizar a mi finado compañero, ya que los delfines se apeloto­naban en gran número en torno a la torreta.Esa tarde lamenté no haber cogido subrepticiamente la ima­gen de marfil del bolsillo del pobre Klenze en el momento en que me dejó, ya que el recuerdo de aquélla me fascinaba. Aun cuando no soy de temperamento artístico, no podía olvidar la cabeza hermosa, juvenil, con su corona de hojas. Sentía bastante no tener con quien conversar. Klenze, aun no estando a mi altura intelectual, era mucho mejor que nada. Esa noche no dormí bien, y me preguntaba cuándo llegaría exactamente el fin. Desde luego, tenía muy pocas posibilidades de ser rescatado.Al día siguiente subí a la torreta y comencé la observación de costumbre con el foco. Hacia el norte el panorama era simi­lar al de los cuatro días que habíamos tardado en alcanzar el fondo, pero noté que la deriva del U-29 resultaba menos rápida. Según paseaba el rayo por el sur, advertí que el suelo oceánico a proa tomaba un pronunciado declive y en algunos sitios apare­cían bloques de piedra curiosamente regulares, dispuesto como respondiendo a alguna planificación. La nave no bajaba paralela al fondo oceánico, por lo que me vi obligado a ajustar el foco para lograr un haz lo más estrecho posible. Debido a la rapidez del cambio se desconectó un cable, lo que obligó a una pausa de varios minutos mientras lo reparaba; pero al fin la luz se pro­yectó, inundando el valle marino que tenía debajo.No soy dado a emociones de ninguna especie, pero mi asombro fue mayúsculo al contemplar lo que había desvelado el resplandor eléctrico. Y sin embargo, estando empapado de la mejor Kultur prusiana, no debí asombrarme, ya que la geología y la tradición nos hablan sobre tremendas conmociones en áreas oceánicas y continentales. Lo que yo vi resultaba una extensa y elaborada panorámica de edificios en ruinas, todos construidos en una arquitectura magnífica aunque inclasificable, y en diver­sos estadíos de conservación. La mayor parte parecía de mármol, resplandeciendo blanquecino bajo los rayos del proyector, y el plano general resultaba el de una gran ciudad al fondo de un valle angosto, con gran número de templos y villas diseminados por las escarpadas laderas. Los tejados estaban caídos y las columnas rotas, pero aún conservaban un aire de esplendor inmemorialmente antiguo que nada podía opacar.Enfrentado al fin con esa Atlántida que yo previamente con­sideraba un mito total, ahora era el más ávido de los explorado­res. Alguna vez hubo un río en el fondo de ese valle, ya que mientras examinaba con más detenimiento el lugar, pude ver restos de puentes y diques de piedra y mármol, así como terrazas y terraplenes que una vez fueran verdes y gratos. En mi entu­siasmo me volví casi tan tonto como el pobre Klenze y tardé un rato en advertir que la corriente de rumbo sur había por fin cesado, permitiendo al U-29 bajar lentamente sobre la ciudad submarina, tal y como un aeroplano desciende sobre una ciudad en las tierras emergidas. También tardé en percatarme de que el banco de insólitos delfines se había esfumado.En un par de horas la nave fue a descansar sobre una plaza pavimentada cerca de la pared rocosa del valle. A un lado podía ver toda la ciudad descendiendo desde la plaza a la antigua orilla del río; al otro lado, en una sobrecogedora proximidad, descubrí la fachada ricamente ornamentada y en perfecto estado de con­servación de un gran edificio, sin duda un templo excavado en roca viva. Tan sólo puedo conjeturar sobre la factura originaria de esa titánica construcción. La fachada, de inmensas dimensio­nes, cubre aparentemente una gran oquedad, ya que sus venta­nas son multitud y están dispuestas por todos lados. En el cen­tro bosteza un gran pórtico, al que se accede mediante una imponente escalinata, y se halla circundado por exquisitas tallas, semejantes a escenas de bacanales en relieve. Ante ellos se encuentran grandes columnas y frisos, ambos decorados con esculturas de belleza inexplicable, obviamente representando idílicas escenas pastorales y procesiones de sacerdotes y sacerdo­tisas portando extraños objetos ceremoniales en honor de un dios radiante. El arte es de la más asombrosa perfección, con concepciones impregnadas de helenismo, aunque curiosamente particulares. Emana una sensación de antigüedad tremenda, como si se tratase del más remoto y no del más cercano antece­sor del arte griego. No tengo ninguna duda de que cada detalle de este masivo edificio fue labrado en la roca viva de nuestro planeta en la ladera de la colina. Es evidentemente parte de la muralla del valle, aunque cómo pudo ser el inmenso interior alguna vez excavado no puedo ni imaginarlo. Quizás su núcleo estuviese formado por una caverna o por una serie de ellas. Ni la edad ni su estado sumergido han corroído la prístina belleza de este sobrecogedor templo, ya que de un templo debe tratarse, y hoy, tras miles de años, reposa con todo su lustre e inviolado y en la noche y el silencio sin fin del abismo oceánico.No puedo precisar el número de horas empleadas en la observación de la ciudad sumergida con sus edificios, arcos, estatuas y puentes, y el templo colosal repleto de belleza y miste­rio. Aunque sabía a la muerte próxima, me consumía la curiosidad, y paseaba alrededor el rayo del proyector en ansiosa bús­queda. El haz de luz me permitió llegar a conocer multitud de detalles, pero no pudo mostrarme nada más allá de la puerta tras la bostezante entrada al templo abierto en la roca, y al cabo del tiempo corté la corriente, sabedor de que necesitaba ahorrar energía. Los rayos resultaban ahora perceptiblemente más débiles de lo que fueran durante las semanas de deriva. Mi deseo de explorar los misterios acuáticos iba en aumento, como aguzado por la creciente atenuación de la luz. ¡Yo, un alemán, debía ser el pri­mero en adentrarme en aquellos caminos olvidados por el tiempo!Extraje y revisé una escafandra de profundidad, realizada en metal articulado, y probé la luz portátil y el regenerador de aire. Aunque resultaría problemático manipular a solas las dobles escotillas, me creía capaz de sobrepasar cualquier obstáculo gra­cias a mi capacidad científica, y caminar realmente en persona por la ciudad muerta.El 16 de agosto efectué una salida del U-29 y me abrí paso dificultosamente a través de las calles llenas de ruinas y fango hacia el antiguo río. No descubrí esqueletos ni restos humanos, pero recogí un tesoro de saber arqueológico en forma de escul­turas y monedas. De todo esto no puedo hablar ahora, excepto para proclamar mi temor ante una cultura que se hallaba en la cúspide de la gloria cuando los cavernícolas vagaban por Europa y el Nilo corría inexplorado hacia el mar. Otros, de la mano de este manuscrito, si finalmente llega a ser encontrado, podrán desvelar misterios que yo tan sólo alcanzo a vislumbrar. Volví a la nave cuando mis baterías eléctricas comenzaron a flaquear, resuelto a explorar el templo de piedra al día siguiente. El 17, cuando mi impulso de penetrar en el misterio del templo se hacía más y más acuciante, sufrí una enorme decep­ción, ya que descubrí que los materiales necesarios para recargar la luz portátil habían resultado destruidos durante el motín de aquellos puercos en julio. Mi indignación no conoció límites, aunque mi sensatez alemana me precavía contra aventurarme sin medios en un interior completamente a oscuras que podía resultar la madriguera de cualquier indecible monstruo marino o un laberinto de corredores de entre cuyos recovecos nunca lograría salir. Todo cuanto podía hacer era volver el vacilante foco del U-29 y a su luz subir los peldaños del templo y estudiar las tallas exteriores. El haz de luz entraba por la puerta en ángulo ascendente, y yo escudriñé esperando atisbar algo, pero todo fue en vano. Ni siquiera el techo era visible, y aunque subí un peldaño o dos hacia el interior tras probar con un bastón el suelo, no me atreví a continuar. Además, por primera vez en mi vida experimenté esa emoción llamada miedo. Comencé a com­prender cómo se habían desatado algunos de los estados de ánimo del pobre Klenze, ya que mientras el templo parecía reclamarme más y más, empecé a temer sus acuosos abismos con creciente terror ciego. De vuelta al submarino, apagué las luces y me senté a meditar en la oscuridad. Debía preservar ahora la electricidad para las emergencias.El sábado 18 lo pasé en total oscuridad, atormentado por pensamientos y recuerdos que amenazaban con vencer mi ger­mánica voluntad. Klenze se había vuelto loco y había muerto antes de alcanzar ese siniestro resto de un pasado inconcebible­mente remoto, y me había instado a marchar con él. ¿Había, en efecto, preservado el Destino mi razón sólo para arrastrarme irremisiblemente a un fin más temible e inconcebible de lo que cualquier hombre pudiera soñar? Claramente, mis nervios esta­ban sometidos a una gran tensión, y yo debía librarme de esas aprensiones propias de un hombre más débil.No pude dormir durante la noche del sábado y encendí las luces sin pensar en el porvenir. Resultaba deplorable que la elec­tricidad no fuese a durar tanto como el aire y las provisiones. Retomé mis ideas de suicidio y revisé mi pistola automática. Hacía la mañana debí dormirme con las luces encendidas, ya que cuando desperté ayer en la oscuridad fue para encontrarme con las baterías agotadas. Encendí varias cerillas, una tras otra, y lamenté desesperado la imprevisión que me había llevado a mal­gastar las pocas velas que portábamos. Tras apagarse la última vela que me atreví a gastar, me senté en completa inmovilidad, sin luces. Mientras reflexionaba sobre el inevitable fin, mi cabeza volvía a los sucesos previos, y caí en algo hasta ahora inadvertido que hubiera hecho temblar a un hombre más débil y supersticioso. La cabeza del dios radiante de las esculturas del templo de piedra es la misma que la de la pieza tallada en marfil que tenía el marinero recogido del mar y que el pobre Klenze se llevó de vuelta consigo al mar.Me sentía un poco estremecido ante tal coincidencia, pero no aterrado. Tan sólo el pensador de inferior categoría se apre­sura a explicar lo singular y lo complicado mediante el primitivo atajo hacia lo sobrenatural. La coincidencia resultaba extraña, pero yo estaba demasiado hecho al raciocinio como para conec­tar circunstancias que no admitían un nexo lógico, o asociar de alguna extraordinaria manera los desastrosos sucesos que me habían llevado desde el asunto del Victoria a mi estado actual. Sintiéndome necesitado de sueño, tomé un sedante y me ase­guré un poco más de sueño. Mi estado nervioso quedó de mani­fiesto en mis sueños, ya que creí escuchar gritos de gente aho­gándose y ver rostros muertos apretujados contra las troneras de la nave. Y entre esos rostros muertos se encontraba el semblante vivo, burlón, del joven de la imagen de marfil.Debo cuidar las anotaciones que registran mi despertar de hoy, ya que estoy trastornado y debe haber gran cantidad de alu­cinación entremezclada con los hechos. Mi caso resulta de lo más interesante desde el punto de vista psicológico, y lamento no poder ser sometido a observación por parte de la autoridad alemana competente. Al abrir los ojos mi primera sensación fue la de un invencible deseo de visitar el templo de piedra, un ansia que crecía a cada instante, aunque automáticamente yo trataba de resistirme mediante las emociones de miedo que obraban en contra. Luego tuve la impresión de una luz en medio de aquella oscuridad causada por las baterías consumidas, y creí ver una especie de resplandor fosforescente en el agua a través del porti­llo que se abría hacia el templo. Eso despertó mi curiosidad, ya que yo no sabía de ningún organismo abisal capaz de emitir tal luminiscencia. Pero antes de poder investigar me llegó una ter­cera impresión que, a causa de su irracionalidad, me provoca serias dudas sobre la objetividad que cualquier cosa que puedan registrar mis sentidos. Era una ilusión aural, una sensación de sones rítmicos y melodiosos, como una especie de cántico 0 himno coral salvaje, aunque agradable. Convencido de mi abe­rración psicológica y nerviosa, encendí algunas cerillas y tomé una exorbitante cantidad de solución de bromuro sódico, que pareció calmarme hasta el punto de disipar la ilusión de sonido. Pero persistía la fosforescencia y tuve dificultades para contener el pueril impulso de acercarme a la portilla y buscar su fuente. Resultaba horriblemente real y pronto pude descubrir con su ayuda los objetos familiares que me rodeaban, así como el vaso vacío del bromuro sódico, del que no tenía ni previa impresión visual ni idea sobre su posición actual. Esta última circunstancia me hizo reflexionar y crucé la estancia para tocar el vaso. Se hallaba en efecto en el lugar donde me parecía verlo. Ahora ya sabía que la luz era lo bastante real o parte de una alucinación tan fija y persistente que no podía esperar que se esfumase, así que abandonando toda reticencia subí a la torreta para buscar la fuente luminosa. ¿Sería quizás otro U-boat, brindándome una posibilidad de rescate?Es comprensible que el lector no acepte nada de cuanto sigue como verdad objetiva, ya que los hechos suponen una transgresión de la ley natural, siendo necesariamente creaciones subjetivas e irreales de mi mente trastornada. Cuando llegué a la torreta, descubrí que el mar estaba en un estado muy apartado de la luminosidad que yo esperaba. No había fosforescencia ani­mal o vegetal en las cercanías, y la ciudad, bajando hasta el río, resultaba invisible en la oscuridad. Lo que vi no era espectacular, ni grotesco o terrorífico, pero ahuyentó el último vestigio de confianza en mi propio raciocinio, ya que la puerta del templo submarino abierto en la colina rocosa se veía brillantemente alum­brada con un resplandor titilante, como el de una gran llama cere­monial encendida en sus profundidades.Los sucesos posteriores resultan caóticos. Mientras contem­plaba las puertas y ventanas tan extraordinariamente iluminadas, comencé a sufrir las más extravagantes visiones... visiones tan extravagantes que no me atrevo ni aun a consignarlas. Creí dis­cernir objetos en el templo -objetos tanto estáticos como en movimiento-, y me pareció escuchar de nuevo el irreal cántico que flotaba a mi alrededor al despertar. Y por encima de todo se alzaban pensamientos e imágenes centrados en el joven del mar y la imagen marfileña cuya talla se veía duplicada en los frisos y columnas del templo que tenía ante los ojos. Pensé en el pobre Klenze, y me pregunté si su cuerpo descansaría con la imagen que se llevó al mar. Él me había prevenido contra algo y yo no le había prestado atención... ya que era un palurdo renano que se volvía loco ante problemas que un prusiano era capaz de afron­tar sin dificultad.El resto es muy sencillo. Mi impulso de ir y penetrar el tem­plo se ha convertido ahora en una orden imperiosa e inexplica­ble que ya no puedo desobedecer. Mi propia voluntad germá­nica no basta ya para controlar mis actos, y la elección, en ade­lante, tan sólo será posible en asuntos menores. Tal locura es la que condujo a Menze a la muerte, acudiendo a cabeza descu­bierta y sin protección al océano; pero yo soy un prusiano y un hombre cabal, y utilizaré hasta el fin la poca voluntad que me resta. Al comprender que debía marcharme, preparé escafandra, casco y regenerador de aire para un uso inmediato, y al instante comencé a escribir esta crónica apresurada con la esperanza de que algún día pueda llegar al mundo. Guardaré el manuscrito en una botella y la confiaré al mar al abandonar para siempre el U-29.No tengo miedo de nada, ni siquiera de las profecías del enloquecido Klenze. Lo que he visto no puede ser real, y sé que este trastorno de mi propia voluntad tan sólo puede llevarme a la muerte por asfixia una vez se me agote el aire. La luz del tem­plo es una completa ilusión y moriré sosegadamente, como un alemán, en las oscuras y olvidadas profundidades. Esa risa demoníaca que escucho mientras escribo procede únicamente de mi propio cerebro debilitado. Así que me colocaré meticulo­samente la escafandra y ascenderé resuelto los peldaños que con­ducen a ese santuario primigenio, ese silencioso enigma de la aguas insondadas y los años olvidados".

H.P Lovecraft

domingo, 29 de noviembre de 2009

"Los Ojos Culpables"

"Cuentan que un hombre compró a una muchacha por cuatro mil denarios. Un día la miró y echó a llorar. La muchacha le preguntó por qué lloraba; él respondió: -Tienes tan bellos ojos que me olvido de adorar a Dios.
Cuando quedó sola, la muchacha se arrancó los ojos. Al verla en ese estado el hombre se afligió y le dijo:
-¿Por qué te has maltratado así? Has disminuido tu valor.
Ella le respondió:
-No quiero que haya nada en mí que te aparte de adorar a Dios.
A la noche, el hombre oyó en sueños una voz que le decía:
-La muchacha disminuyó su valor para ti, pero lo aumentó para nosotros y te la hemos tomado.
Al despertar, encontró cuatro mil denarios bajo la almohada. La muchacha estaba muerta".


Ah'med Ech Chiruani

sábado, 28 de noviembre de 2009

"La Persecución del Maestro"

"Entonces el discípulo atravesó el país en busca del maestro predestinado. Sabía su nombre: Tilopa; sabía que era imprescindible. Lo perseguía de ciudad en ciudad, siempre con atraso.
Una noche, famélico, llama a la puerta de una casa y pide comida. Sale un borracho y con voz estrepitosa le ofrece vino. El discípulo rehúsa, indignado. La casa entera desaparece; el discípulo queda solo en mitad del campo; la voz del borracho le grita: Yo era Tilopa.
Otra vez un aldeano le pide ayuda para cuerear un caballo muerto; asqueado, el discípulo se aleja sin contestar; una burlona voz le grita: Yo era Tilopa.
En un desfiladero un hombre arrastra del pelo a una mujer. El discípulo ataca al forajido y logra que suelte a su víctima. Bruscamente se encuentra solo y la voz le repite: Yo era Tilopa.
Llega, una tarde, a un cementerio; ve a un hombre agazapado junto a una hoguera de ennegrecidos restos humanos; comprende, se prosterna, toma los pies del maestro y los pone sobre su cabeza. Esta vez Tilopa no desaparece".


Alexandra David-Néel

viernes, 27 de noviembre de 2009

"La Sentencia"

"Aquella noche, en la hora de la rata, el emperador soñó que había salido de su palacio y que en la oscuridad caminaba por el jardín, bajo los árboles en flor. Algo se arrodilló a sus pies y le pidió amparo. El emperador accedió; el suplicante dijo que era un dragón y que los astros le habían revelado que al día siguiente, antes de la caída de la noche, Wei Cheng, ministro del emperador, le cortaría la cabeza. En el sueño, el emperador juró protegerlo.Al despertarse, el emperador preguntó por Wei Cheng. Le dijeron que no estaba en el palacio; el emperador lo mandó buscar y lo tuvo atareado el día entero, para que no matara al dragón, y hacia el atardecer le propuso que jugaran al ajedrez. La partida era larga, el ministro estaba cansado y se quedó dormido.
Un estruendo conmovió la tierra. Poco después irrumpieron dos capitanes, que traían una inmensa cabeza de dragón empapada en sangre. La arrojaron a los pies del emperador y gritaron:
-¡Cayó del cielo!
Wei Cheng, que había despertado, la miró con perplejidad y observó:
-Qué raro, yo soñé que mataba a un dragón así".


Wu Ch'eng-en

jueves, 26 de noviembre de 2009

"Un Teólogo en la Muerte"

"Los ángeles me comunicaron que cuando falleció Melanchton le fue suministrada en el otro mundo una casa ilusoriamente igual a la que había tenido en la tierra. (A casi todos los recién venidos a la eternidad les ocurre lo mismo y por eso creen que no han muerto.) Los objetos domésticos eran iguales: la mesa, el escritorio con sus cajones, la biblioteca. En cuanto Melanchton se despertó en ese domicilio, reanudó sus tareas literarias como si no fuera un cadáver y escribió durante unos días sobre la justificación por la fe. Como era su costumbre, no dijo una palabra sobre la caridad. Los ángeles notaron esa omisión y mandaron personas a interrogarlo. Melanchton les dijo:
-He demostrado irrefutablemente que el alma puede prescindir de la caridad y que para ingresar en el cielo basta la fe.
Esas cosas las decía con soberbia y no sabía que ya estaba muerto y que su lugar no era el cielo. Cuando los ángeles oyeron este discurso, lo abandonaron. A las pocas semanas, los muebles empezaron a afantasmarse hasta ser invisibles, salvo el sillón, la mesa, las hojas de papel y el tintero. Además, las paredes del aposento se mancharon de cal, y el piso, de un barniz amarillo. Su misma ropa ya era mucho más ordinaria. Seguía, sin embargo, escribiendo, pero como persistía en la negación de la caridad, lo trasladaron a un taller subterráneo, donde había otros teólogos como él. Ahí estuvo unos días y empezó a dudar de su tesis y le permitieron volver. Su ropa era de cuero sin curtir, pero trató de imaginarse que lo anterior había sido una mera alucinación y prosiguió elevando la fe y denigrando la caridad. Un atardecer, sintió frío. Entonces recorrió la casa y comprobó que los demás aposentos ya no correspondían a los de su habitación en la tierra. Alguno contenía instrumentos desconocidos; otro se había achicado tanto que era imposible entrar; otro no había cambiado, pero sus ventanas y puertas daban a grandes médanos. La pieza del fondo estaba llena de personas que lo adoraban y que le repetían que ningún teólogo era tan sapiente como él. Esa adoración le agradó, pero como alguna de esas personas no tenía cara y otras parecían muertas, acabó por aborrecerlas y desconfiar. Entonces determinó escribir un elogio de la caridad, pero las páginas escritas hoy aparecían mañana borradas. Eso le aconteció porque las componía sin convicción.
Recibía muchas visitas de gente recién muerta, pero sentía vergüenza de mostrarse en un alojamiento tan sórdido. Para hacerles creer que estaba en el cielo, se arregló con un brujo de los de la pieza del fondo, y éste los engañaba con simulacros de esplendor y de serenidad. Apenas las visitas se retiraban reaparecían la pobreza y la cal, y a veces un poco antes.
Las últimas noticias de Melanchton dicen que el brujo y uno de los hombres sin cara lo llevaron hacia los médanos y que ahora es como un sirviente de los demonios".

Manuel Swendenborg

miércoles, 25 de noviembre de 2009

"Historia de Zorros"

"Wang vio dos zorros parados en las patas traseras y apoyados contra un árbol. Uno de ellos tenía una hoja de papel en la mano y se reían como compartiendo una broma.
Trató de espantarlos, pero se mantuvieron firmes y él disparó contra el del papel; lo hirió en el ojo y se llevó el papel. En la posada, refirió su aventura a los otros huéspedes. Mientras estaba hablando, entró un señor que tenía un ojo lastimado. Escuchó con interés el cuento de Wang y pidió que le mostraran el papel. Wang ya iba a mostrárselo, cuando el posadero notó que el recién venido tenía cola.
-¡Es un zorro! -exclamó, y en el acto el señor se convirtió en un zorro y huyó.
Los zorros intentaron repetidas veces recuperar el papel, que estaba cubierto de caracteres ininteligibles; pero fracasaron. Wang resolvió volver a su casa. En el camino se encontró con toda su familia, que se dirigía a la capital. Declararon que él les había ordenado ese viaje, y su madre le mostró la carta en que le pedía que vendiera todas las propiedades y se juntara con él en la capital. Wang examinó la carta y vio que era una hoja en blanco. Aunque ya no tenían techo que los cobijara, Wang ordenó:
-Regresemos.
Un día apareció un hermano menor que todos habían tenido por muerto. Preguntó por las desgracias de la familia y Wang le refirió toda la historia.
-Ah -dijo el hermano, cuando Wang llegó a su aventura con los zorros- ahí está la raíz de todo el mal.
Wang mostró el documento. Arrancándoselo, su hermano lo guardó con apuro.
-Al fin he recobrado lo que buscaba -exclamó y, convirtiéndose en zorro, se fue".


Niu Chiao

martes, 24 de noviembre de 2009

"Final Para un Cuento Fantástico"

"-¡Que extraño! -dijo la muchacha avanzando cautelosamente-. ¡Qué puerta más pesada!La tocó, al hablar, y se cerró de pronto, con un golpe.
-¡Dios mío! -dijo el hombre-. Me parece que no tiene picaporte del lado de adentro. ¡Cómo, nos han encerrado a los dos!
-A los dos no. A uno solo -dijo la muchacha.
Pasó a través de la puerta y desapareció".

I.A.Ireland

lunes, 23 de noviembre de 2009

"La Sombra de las Jugadas"

"En uno de los cuentos que integran la serie de lo Mabinogion, dos reyes enemigos juegan al ajedrez, mientras en un valle cercano sus ejércitos luchan y se destrozan. Llegan mensajeros con noticias de la batalla; los reyes no parecen oírlos e, inclinados sobre el tablero de plata, mueven las piezas de oro. Gradualmente se aclara que las vicisitudes del combate siguen las vicisitudes del juego. Hacia el atardecer, uno de los reyes derriba el tablero, porque le han dado jaque mate y poco después un jinete ensangrentado le anuncia: Tu ejército huye, has perdido el reino".

Edwin Morgan

domingo, 22 de noviembre de 2009

"Historia de Ts'in Kiu-Po"

"Ts'in Kiu-Po, natural de Lang-Ya, tenía sesenta años. Una noche, al volver de la taberna, pasaba delante del templo de P'on-chan, cuando vio a sus dos nietos salir a su encuentro. Lo ayudaron a andar durante un centenar de pasos, luego lo asieron del cuello y lo derribaron.
-¡Viejo esclavo -gritaron al unísono-, el otro día nos vapuleaste, hoy te vamos a matar!
El anciano recordó que, en efecto, días atrás había maltratado a sus nietos. Se fingió muerto y sus nietos lo abandonaron en la calle. Cuando llegó a su casa quiso castigar a los muchachos, pero éstos, con la frente inclinada hasta el suelo, le imploraron:
-Somos tus nietos, ¿cómo íbamos a cometer semejante barbaridad? Han debido ser los demonios. Te suplicamos que hagas una prueba.
El abuelo se dejó convencer por sus súplicas.
Unos días después, fingiendo estar borracho, fue a los alrededores del templo y de nuevo vio venir a sus nietos, que lo ayudaron a andar. Él los agarró fuertemente, los inmovilizó y se llevó a su casa a aquellos dos demonios en figura humana. Les aherrojó el pecho y la espalda y los encadenó al patio, pero desaparecieron durante la noche y él lamentó vivamente no haberlos matado.
Pasó un mes. El viejo volvió a fingir estar borracho y salió a la aventura, después de haber escondido su puñal en el pecho, sin que su familia lo supiera. Era ya muy avanzada la noche y aún no había vuelto a su casa. Sus nietos temieron que los demonios lo estuviesen atormentando y salieron a buscarlo.
Él los vio venir y apuñaló a uno y a otro".


Kan pao

sábado, 21 de noviembre de 2009

"Las Gafas"

"Tengo gafas para ver verdades. Como no tengo costumbre no las uso nunca.Sólo una vez...
Mi mujer dormía a mi lado.
Puestas las gafas, la miré.
La calavera del esqueleto que yacía debajo de las sabanas roncaba a mi lado, junto a mí.
El hueso redondo sobre la almohada tenía los cabellos de mi mujer, con los rulos de mi mujer.
Los dientes descarnados que mordían el aire a cada ronquido, tenían la prótesis de platino de mi mujer.
Acaricié los cabellos y palpé el hueso procurando no entrar en las cuencas de los ojos: no cabía duda, aquello era mi mujer.
Dejé las gafas, me levanté, y estuve paseando hasta que el sueño me rindió y me volvió a la cama.
Desde entonces, pienso mucho en las cosas de la vida y de la muerte.
Amo a mi mujer, pero si fuera más joven me metería a monje".


Matías García Megías

viernes, 20 de noviembre de 2009

"Un Creyente"

"Al caer la tarde, dos desconocidos se encuentran en los oscuros corredores de una galería de cuadros. Con un ligero escalofrío, uno de ellos dijo:
-Este lugar es siniestro. ¿Usted cree en fantasmas?
-Yo no -respondió el otro-. ¿Y usted?
-Yo sí -dijo el primero, y desapareció".


George Loring Frost

jueves, 19 de noviembre de 2009

"La Obra y el Poeta"

"El poeta hindú Tulsi Das, compuso la gesta de Hanuman y de su ejército de monos. Años después, un rey lo encarceló en una torre de piedra. En la celda se puso a meditar y de la meditación surgió Hanuman con su ejército de monos y conquistaron la ciudad e irrumpieron en la torre y lo libertaron".

R.F Burton

miércoles, 18 de noviembre de 2009

"El Espejo de Viento y Luna"

"En un año las dolencias de Kia Yui se agravaron. La imagen de la inaccesible señora Fénix gastaba sus días; las pesadillas y el insomnio, sus noches. Una tarde un mendigo taoísta pedía limosna en la calle, proclamando que podía curar las enfermedades del alma. Kia Yui lo hizo llamar. El mendigo le dijo: -Con medicinas no se cura su mal. Tengo un tesoro que lo sanará si sigue mis órdenes. De su manga sacó un espejo bruñido de ambos lados; el espejo tenía la inscripción: Precioso Espejo de Viento y Luna. Agregó: -Este espejo viene del Palacio del Hada del Terrible Despertar y tiene la virtud de curar los males causados por los pensamientos impuros. Pero guárdese de mirar el anverso. Sólo mire el reverso. Mañana volveré a buscar el espejo y a felicitarlo por su mejoría. Se fue sin aceptar las monedas que le ofrecieron. Kia Yui tomó el espejo y miró según le había indicado el mendigo. Lo arrojó con espanto: El espejo reflejaba una calavera. Maldijo al mendigo; irritado, quiso ver el anverso. Empuñó el espejo y miró: Desde su fondo, la señora Fénix, espléndidamente vestida, le hacía señas. Kia Yui se sintió arrebatado por el espejo y atravesó el metal y cumplió el acto de amor. Después, Fénix lo acompañó hasta la salida. Cuando Kia Yui se despertó, el espejo estaba al revés y le mostraba, de nuevo, la calavera. Agotado por la delicia del lado falaz del espejo, Kia Yui no resistió, sin embargo, a la tentación de mirarlo una vez más. De nuevo Fénix le hizo señas, de nuevo penetró en el espejo y satisficieron su amor. Esto ocurrió unas cuantas veces. La última, dos hombres lo apresaron al salir y lo encadenaron. -Los seguiré -murmuró- pero déjenme llevar el espejo. Fueron sus últimas palabras. Lo hallaron muerto, sobre la sábana manchada".

Tsao Hsue-Kin

martes, 17 de noviembre de 2009

"El gesto de la Muerte"


"Un joven jardinero persa dice a su príncipe: -¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahán.El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta:-Esta mañana ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?-No fue un gesto de amenaza -le responde- sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahán esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahán".

Jean Cocteau

lunes, 16 de noviembre de 2009

"El Sueño del Rey"

"-Ahora está soñando. ¿Con quién sueña? ¿Lo sabes?

-Nadie lo sabe.

-Sueña contigo. Y si dejara de soñar, ¿qué sería de ti?

-No lo sé.

-Desaparecerías. Eres una figura de su sueño. Si se despertara ese Rey te apagarías como una vela".

Lewis Carroll

domingo, 15 de noviembre de 2009

"Un Rajá que se Aburre"

"¡El rajá se aburre! ¡Ah, sí, se aburre el rajá! ¡Se aburre como quizá nunca se aburrió en su vida! (¡Y Buda sabe si el pobre rajá se aburrió!) En el patio norte del palacio, la escolta aguarda. Y también aguardan los elefantes del rajá. Porque hoy el rajá debía cazar al jaguar. Ante yo no sé qué suave gesto del rajá, el intendente comprende: ¡que entre la escolta!; ¡que entren los elefantes! Muy perezosamente, entra la escolta, llena de contento. Los elefantes murmuran roncamente, que es la manera, entre los elefantes, de expresar el descontento. Porque, al contrario del elefante de África, que gusta solamente de la caza de mariposas, el elefante de Asia sólo se apasiona con la caza del jaguar. Entonces, ¡que vengan las bailarinas! ¡Aquí están las bailarinas! Las bailarinas no impiden que el rajá se aburra. ¡Afuera, afuera las bailarinas! Y las bailarinas se van. ¡Un momento, un momento! Hay entre las bailarinas una nueva pequeña que el rajá no conoce. -Quédate aquí, pequeña bailarina. ¡Y baila! ¡He aquí que baila, la pequeña bailarina! ¡Oh, su danza! ¡El encanto de su paso, de su actitud, de sus ademanes graves! ¡Oh, los arabescos que sus diminutos pies escriben sobre el ónix de las baldosas! ¡Oh, la gracia casi religiosa de sus manos menudas y lentas! ¡Oh, todo! Y he aquí que al ritmo de la música ella comienza a desvestirse. Una a una, cada pieza de su vestido, ágilmente desprendida, vuela a su alrededor. ¡El rajá se enciende! Y cada vez que una pieza del vestido cae, el rajá, impaciente, ronco, dice: -¡Más! Ahora, hela aquí toda desnuda. Su pequeño cuerpo, joven y fresco, es un encantamiento. No se sabría decir si es de bronce infinitamente claro o de marfil un poco rosado. ¿Ambas cosas, quizá? El rajá está parado, y ruge, como loco: -¡Más! La pobre pequeña bailarina vacila. ¿Ha olvidada sobre ella una insignificante brizna de tejido? Pero no, está bien desnuda. El rajá arroja a sus servidores una malvada mirada oscura y ruge nuevamente: -¡Más! Ellos lo entendieron. Los largos cuchillos salen de las vainas. Los servidores levantan, no sin destreza, la piel de la linda pequeña bailarina. La niña soporta con coraje superior a su edad esta ridícula operación, y pronto aparece ante el rajá como una pieza anatómica escarlata, jadeante y humeante. Todo el mundo se retira por discreción. ¡Y el rajá no se aburre más!"

Alphonse Allais

sábado, 14 de noviembre de 2009

"El Dedo"

"Un hombre pobre se encontró en su camino a un antiguo amigo. Éste tenía un poder sobrenatural que le permitía hacer milagros. Como el hombre pobre se quejara de las dificultades de su vida, su amigo tocó con el dedo un ladrillo que de inmediato se convirtió en oro. Se lo ofreció al pobre, pero éste se lamentó de que eso era muy poco. El amigo tocó un león de piedra que se convirtió en un león de oro macizo y lo agregó al ladrillo de oro. El amigo insistió en que ambos regalos eran poca cosa.
-¿Qué más deseas, pues? -le preguntó sorprendido el hacedor de prodigios.
-¡Quisiera tu dedo! -contestó el otro".


Feng Meng-Lung

viernes, 13 de noviembre de 2009

"El Lobo"

"Logré que uno de mis compañeros de hostería -un soldado más valiente que Plutón- me acompañara. Al primer canto del gallo, emprendimos la marcha; brillaba la luna como el sol a mediodía. Llegamos a unas tumbas. Mi hombre se para; empieza a conjurar astros; yo me siento y me pongo a contar las columnas y a canturrear. Al rato me vuelvo hacia mi compañero y lo veo desnudarse y dejar la ropa al borde del camino. De miedo se me abrieron las carnes; me quedé como muerto: Lo vi orinar alrededor de su ropa y convertirse en lobo.
Lobo, rompió a dar maullidos y huyó al bosque.
Fui a recoger su ropa y vi que se había transformado en piedra.
Desenvainé la espada y temblando llegué a casa. Melisa se extrañó de verme llegar a tales horas.
-Si hubieras llegado un poco antes -me dijo- hubieras podido ayudarnos: Un lobo ha penetrado en el redil y ha matado las ovejas; fue una verdadera carnicería; logró escapar, pero uno de los esclavos le atravesó el pescuezo con la lanza.
Al día siguiente volví por el camino de las tumbas. En lugar de la ropa petrificada había una mancha de sangre.
Entré en la hostería; el soldado estaba tendido en un lecho. Sangraba como un buey; un médico estaba curándole el cuello".


Petronio Capítulo LXII del Satiricón

jueves, 12 de noviembre de 2009

"El Verdugo"

"Cuenta la historia que había una vez un verdugo llamado Wang Lun, que vivía en el reino del segundo emperador de la dinastía Ming. Era famoso por su habilidad y rapidez al decapitar a sus víctimas, pero toda su vida había tenido una secreta aspiración jamás realizada todavía: cortar tan rápidamente el cuello de una persona que la cabeza quedara sobre el cuello, posada sobre él. Practicó y practicó y finalmente, en su año sesenta y seis, realizó su ambición. Era un atareado día de ejecuciones y él despachaba cada hombre con graciosa velocidad; las cabezas rodaban en el polvo. Llegó el duodécimo hombre, empezó a subir el patíbulo y Wang Lun, con un golpe de su espada, lo decapitó con tal celeridad que la víctima continuó subiendo. Cuando llegó arriba, se dirigió airadamente al verdugo:
-¿Por qué prolongas mi agonía? -le preguntó-. ¡Habías sido tan misericordiosamente rápido con los otros!
Fue el gran momento de Wang Lun; había coronado el trabajo de toda su vida. En su rostro apareció una serena sonrisa; se volvió hacia su víctima y le dijo:
-Tenga la bondad de inclinar la cabeza, por favor".


A.Koestler

miércoles, 11 de noviembre de 2009

"Sueño de la Mariposa"

"Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu".

Chuang Tzu China 300.AC

martes, 10 de noviembre de 2009

"Asgard"

"Asgard, es el hogar de los dioses, es el plano mas cercano a Yggdrasill, el árbol del mundo. Muchos de los hogares de los dioses asgardianos en forma de palacios o grandes pabellones llamados también estancias o salones por que la importancia la tienen sus grandes nombres.
Odin tiene dos palacios en Asgard, Valhalla y Valaskjalf.
Valhalla: El Valhalla es el hogar para todos aquellos caídos en combate los einherjar(los muertos heroicos). Tiene 550 puertas, cada una de las cuales es suficiente ancha para que pasen por ella 800 hombres a la vez marchando hombro con hombro.Estas enormes puertas están diseñadas para que los guerreros escojidos se lanzaran al ataque al primer signo del Ragnarok, el día de la ciada de los dioses, donde caerían de nuevo al lado de estos, en una gran batalla en la llanura de Vigrit".


Leyenda de la Mitología Nórdica.

lunes, 9 de noviembre de 2009

"El Ojo del Sol"

"Ra, el rey de los dioses, sabía que su hija Hathor, cuando tenía apariencia humana, era la diosa más agraciada en virtudes. Llenaba de alegría y de encanto todos los lugares. Era la protectora de los dioses. “El Ojo Del Sol” era el lado más negativo de la diosa Hathor. Ella adquiría muy variadas formas. Cuando se enojaba todos los dioses la temían.
Un día Ra tuvo que discutir con su hija. El Ojo Del Sol tenía muchísimos celos de los dioses que creó su padre. Éste no pudo consentir ese comportamiento tan injusto y Hathor se enfadó muchísimo y se marchó hacia Nubia, teniendo que atravesar desiertos. La diosa ya no mostraba su forma humana, tenía la apariencia de un gato salvaje o la de una leona furiosa. Cualquier criatura que se le acercase sería víctima de ella. Cazaba y mataba, vivía de ese modo.
Ra entristeció y cayó en una profunda melancolía, hasta tal punto que “ El dios Sol” ocultó su rostro y la tierra se quedó sin luz, en una profunda oscuridad.
Yo me pregunto una cosa:
-¡Ra! ¿Cómo pudo ocurrir tal cosa, tú, que eres el que envía la alegría al mundo y ahuyentas las desgracias y las penas?
Egipto estaba desconocido. Era muy cruel ver ese panorama en la tierra. ¡Qué tristeza!
Ra pidió ayuda a los dioses y le dijo a Thot, el dios más sabio, uno de mis dioses favoritos, que fuera a Nubia a convencer a Hathor para que volviera a Egipto. Thot estaba atemorizado, pues sabía que en cuanto lo viera, Hathor lo mataría. Entonces pensó que lo mejor sería adquirir la forma de un mandril para ser más insignificante.
Después de seguir los pasos de la diosa, la encontró y se acercó a ella. Thot le dio conversación haciendo referencia a Ra y recordándole que era la hija del sol, pero ella bajo la forma de gato salvaje le dijo:
-¡Dime lo que tengas que decir y muere!
Thot comenzó a contarle una historia para distraerla y a su vez para recordarle que el rey de los dioses, Ra, su padre, siempre hacía justicia. Comenzó contándole la historia de un buitre hembra que había tenido pollitos y una gata que había tenido gatitos. Ambas mamás habían hecho un pacto y habían jurado por Ra que ninguna atacaría a las crías de la otra.
Un día uno de los pollitos se escapó del nido en una de las ausencias de la madre, y al no saber volar fue a caer donde estaban los gatitos y les quitó un poco de comida. La madre gata sin pararse a pensar atacó al polluelo y lo hirió, después le dijo que se fuera.
El pequeñín no podía volar todavía porque era un pollito, pero le dijo a la gata:
-¡Has roto el pacto y Ra te lo hará pagar!
El polluelo murió. Su madre lo buscó y finalmente lo encontró en la otra montaña muerto. El buitre se dirigió enseguida hacia los gatitos y cuando estuvo ausente la gata, entonces los mató y se los llevó al nido como alimento para sus polluelos.
La gata se enfureció y le pidió a Ra vengar al buitre. El dios Sol decidió castigar a las dos mamás por haber roto el juramento que habían hecho en su nombre. Entonces ocurrió lo siguiente: El buitre vio a un cazador que se estaba asando una pierna para comérsela. Enseguida se lanzó a cogerla para llevársela a su nido como alimento, pero resulta que la carne contenía todavía brasas que estaban encendidas y éstas cayeron sobre los pollitos, muriendo éstos y sin poder hacer nada la madre por ellos.
Thot terminó de hablar y El Ojo Del Sol se quedó pensativa y recordó lo poderoso y lo justo que era su padre. Hathor había cambiado su carácter completamente. Thot le había recordado a su padre, a su hermano Shu, a su tierra “Egipto“... Y en ese momento recordó lo mucho que los hombres la adoraban.
También el más sabio de los dioses le comentaba cómo estaba Egipto sin ella: en tinieblas, triste, sin alegría...
Pero cuando más confiado estaba Thot en hacerla regresar, ésta se dio cuenta de que el mandril quería disuadirla para volver a Egipto y entonces montó en cólera por haberla hecho llorar, y se enfureció de tal manera que se convirtió en una enorme leona.
-¡En nombre de Ra, perdóname! ¡Antes de atacarme escucha la historia que te voy a contar! -dijo Thot.
Mi sabio Thot comenzó enseguida a contarle otra historia para tranquilizarla:
«Dos buitres se pasaban el tiempo discutiendo sobre cual de ellos poseía más dones:
-Yo soy capaz de... -decía uno de ellos.
-Pues yo puedo... -replicaba el otro.
De repente uno de ellos se empezó a reír y dijo :
-Si supieras lo que he visto.
-¿Qué has visto? -contestó el otro.
-Como tú ya sabes tengo una poderosa vista y he podido contemplar lo siguiente: He visto cómo una lagartija se comía una mosca. Después una serpiente se comía la lagartija y posteriormente un halcón se llevaba la serpiente, pero como ésta pesaba mucho, el halcón cayó al mar y los dos fueron comidos por un pez. Y seguidamente ha pasado un pez más grande y se ha comido al primero. El pez grande se había acercado a la orilla del mar y había sido capturado por un león. Después apareció una criatura extraña, mitad león y mitad águila, y se lo ha llevado a su nido para comérselo.
Uno de ellos dijo:
-Seguramente que esa criatura extraña es un mensajero de Ra. Los que matan mueren. Y no hay nada que se pueda comparar con la justicia del rey de los dioses.»
Thot le dijo a El Ojo Del Sol:
-Tu propio padre es quien da bien por bien y mal por mal.
En ese momento la diosa se sintió muy orgullosa de su padre y le dijo al mandril:
-No te preocupes que no te voy a matar.
El sabio Thot emprendió el viaje hacia Egipto acompañado por el gato salvaje (la diosa). Como no se fiaba todavía de ella comenzó a contarle otra historia:
-“Dos chacales que vivían en el desierto...”
Cuando terminó de contarle la historia le dijo:
-Como me has perdonado la vida yo te protegeré durante todo el camino.
La diosa se empezó a reír y le dijo que El Ojo Del Sol no necesitaba su protección, pues el mandril era mucho más débil que ella.
El mandril, es decir, Thot, comenzó a hablar:
-Te voy a recordar una historia: «Trata de un león que buscaba desesperadamente al hombre para matarlo. El león pensaba que él era el más fuerte. Se había enfurecido pensando que una criatura que no conocía, “el hombre”, pudiera con una pantera que se había encontrado medio muerta. Con un león y con varias criaturas que se habían cruzado por el camino y que habían sido víctimas del hombre. Con lo que no contaba el león era con el arma más poderosa del hombre: ”la astucia”. En su búsqueda desesperada se encontró con un ratoncillo, y éste le dijo:
-Oiga, por favor, no me aplaste. Si me aplasta para luego comerme, no le va ha merecer la pena, pues soy tan diminuto que no le voy a saber a nada. Dejándome en libertad algún día le devolveré el favor.
El león no lo mató y se fue riéndose a carcajadas.
-Un ratoncillo ayudarme a mí, ja, ja,ja -dijo el león.
Al poco tiempo sucedió que el león fue a caer en una trampa que había preparado el hombre. El león cayó en un agujero que estaba tapado con ramas, y éste había quedado atrapado en una red. Quedaba poco tiempo para que el hombre lo matara. A media noche pasó el ratoncillo por allí y enseguida ayudó al león para que éste pudiera escapar. El diminuto animal comenzó a roer todas las redes, todas las cuerdas. Y el león se fue lejos de aquel lugar, donde no le pudiese atrapar el hombre. Pero la experiencia le hizo comprender que un ser más débil puede ayudar al que tiene más fuerza.»
Hathor lo escuchó y comenzó a tenerle mucho más respeto al mandril.
En El-Kab, al pasar la frontera de Egipto, Hathor tomó la apariencia de un buitre, y en el siguiente pueblo volvió a cambiar de aspecto. Hasta acercarse a Tebas, allí adquirió la apariencia de un gato salvaje.
Todo Egipto estaba pendiente del regreso de su bella diosa. También estaban los enemigos de Ra, y mientras Hathor dormía, una serpiente venenosa se le acercó, pero Thot, que estaba vigilante, avisó a su diosa y ésta saltó como una fiera hacia la serpiente y la mató.
Hathor recordó la historia del ratón y el león y se fue dándole las gracias a su amigo el mandril.
Al llegar a Tebas por la mañana se transformó en una bella mujer, llena de bondad y alegría, como ella era. La bella Hathor se juntó con su padre en la ciudad sagrada de Heliópolis y se dieron un fuerte abrazo. Todo Egipto saltó de alegría. Thot volvió a mostrar su apariencia normal y la diosa lo reconoció.
Ra agradeció a Thot el regreso de El Ojo Del Sol y formaron una gran fiesta.
Como se puede ver, Thot tenía una gran sabiduría".


Anónimo Egipcio

domingo, 8 de noviembre de 2009

"La Verdad....¿es la Verdad?

"El rey había entrado en un estado de honda reflexión durante los últimos días. Estaba pensativo y ausente. Se hacía muchas preguntas, entre otras por qué los seres humanos no eran mejores. Sin poder resolver esta última interrogante, pidió que trajeran a su presencia a un ermitaño que moraba en un bosque cercano y que llevaba años dedicado a la meditación, habiendo cobrado fama de sabio y ecuánime.Sólo porque se lo exigieron, el eremita abandonó la inmensa paz del bosque.
-Señor, ¿qué deseas de mí? -preguntó ante el meditabundo monarca.
-He oído hablar mucho de ti -dijo el rey-. Sé que apenas hablas, que no gustas de honores ni placeres, que no haces diferencia entre un trozo de oro y uno de arcilla, pero todos dicen que eres un sabio.
-La gente dice, señor -repuso indiferente el ermitaño.
-A propósito de la gente quiero preguntarte -dijo el monarca-. ¿Cómo lograr que la gente sea mejor?
-Puedo decirte, señor -repuso el ermitaño-, que las leyes por sí mismas no bastan, en absoluto, para hacer mejor a la gente. El ser humano tiene que cultivar ciertas actitudes y practicar ciertos métodos para alcanzar la verdad de orden superior y la clara comprensión. Esa verdad de orden superior tiene, desde luego, muy poco que ver con la verdad ordinaria.
El rey se quedó dubitativo. Luego reaccionó para replicar:
-De lo que no hay duda, ermitaño, es de que yo, al menos, puedo lograr que la gente diga la verdad; al menos puedo conseguir que sean veraces.
El eremita sonrió levemente, pero nada dijo. Guardó un noble silencio.
El rey decidió establecer un patíbulo en el puente que servía de acceso a la ciudad. Un escuadrón a las órdenes de un capitán revisaba a todo aquel que entraba a la ciudad. Se hizo público lo siguiente: “Toda persona que quiera entrar en la ciudad será previamente interrogada. Si dice la verdad, podrá entrar. Si miente, será conducida al patíbulo y ahorcada”.
Amanecía. El ermitaño, tras meditar toda la noche, se puso en marcha hacia la ciudad. Su amado bosque quedaba a sus espaldas. Caminaba con lentitud. Avanzó hacia el puente. El capitán se interpuso en su camino y le preguntó:
-¿Adónde vas?
-Voy camino de la horca para que puedan ahorcarme -repuso sereno el eremita.
El capitán aseveró:
-No lo creo.
-Pues bien, capitán, si he mentido, ahórcame.
-Pero si te ahorcamos por haber mentido -repuso el capitán-, habremos convertido en cierto lo que has dicho y, en ese caso, no te habremos ahorcado por mentir, sino por decir la verdad.
-Así es -afirmó el ermitaño-.
Ahora usted sabe lo que es la verdad... ¡Su verdad!"


Anónimo Hindú

sábado, 7 de noviembre de 2009

"Llorando la Muerte de una Madre"

"La madre de un hombre que vivía al este de la ciudad murió y él lloró su muerte, pero su llanto no sonaba suficientemente triste.
Al ver esto, el hijo de una mujer que vivía al oeste de la ciudad dijo a su madre:
-¿Por qué no te mueres pronto? Prometo llorarte con gran desconsuelo.
Será difícil que un hombre que desea la muerte de su madre pueda llorarla amargamente".


Anónimo Chino

viernes, 6 de noviembre de 2009

"El Puente de la Discordia"

"Mejor es prevenir cuanto antes: esta historia no le agradará a todos. Es comprensible y verán por qué: En el pueblo de Ardes-sur-Couze, en el Puy-de-Dôme, decidieron un día construir un puente sobre un río para ir sin esfuerzo a una venerable iglesia. El puente fue construido en piedra, de un solo arco y tan estrecho y arqueado que, al entrar en él por un extremo, no podía verse se alguien caminaba en sentido contrario. Así fue que, desde el primer día, dos gruesas cabras se encontraron frente a frente. Ninguna de las dos quería ceder el paso, por lo que llegaron a pelearse por pasar y a caer finalmente las dos en el agua. Al día siguiente, le llegó el turno a dos burras. El mismo rechazo a ceder el paso, la misma disputa y la misma caída en el río. En esas condiciones, decidieron prohibir el paso por el puente a los animales. Pero al tercer día, dos campesinas de los alrededores llegaron a encontrarse cara a cara. No lo hicieron mejor que las cabras o las burras y su querella terminó en el Couze... Por lo que inventaron un dicho: «Una cabra, una burra y una mujer, tal para cual». ¡Ya les decía yo que habría alguien que se enojaría al leer esta historia!"

Anónimo francés

jueves, 5 de noviembre de 2009

"Los Caballeros Templarios"


"Continuando por la calle de Rivoli en París, antes de llegar a los bulevares, se halla un enorme edificio situado en la esquina formada por la unión de esta calle con la de la Corderie. Se trata del palacio de los caballeros templarios, en el que habitaba el jefe o Gran Maestre de aquella célebre orden que, desde la cima de su riqueza y poderío, estaba destinado a legar a la historia inolvidables recuerdos para la posteridad, con el ejemplo que su precipitada ruina ofreció acerca de la inestabilidad de la grandeza humana. La génesis de la milicia del Temple se fecha en la época en que Godofredo de Bouillon fue a plantar el estandarte de la cruz sobre los muros de Jerusalén. Sus nueve fundadores, al frente de los cuales figuraban Hugo de Payens y Geofredo de Saint-Omer, después de conquistar la Ciudad Santa, pronunciaron el solemne juramento de defenderla de los ataques de los turcos, y defender a los numerosos peregrinos que entrasen a visitarla. Aparte de los tres votos religiosos ante el patriarca de Jerusalén, incorporaron otro en virtud del cual se obligaron a combatir contra los infieles. La cruz de esta orden militar era de tela roja, como la de los cruzados franceses, y su estandarte, denominado Baucens o Baucan, estaba partido en negro y blanco. El afán de estos misericordiosos caballeros atrajo a un buen número de imitadores, y al observar el rey Balduino II que otros muchos soldados cristianos ingresaban en la nueva orden, le entregó para su sede, en el año 1118, un edificio aledaño al Temple. De aquí la denominación con que fueron conocidos en lo sucesivo: frailes de la milicia del Temple, caballeros del Temple y templarios. El concilio de Troyes, en 1128, tras admitir la nueva orden, formuló sus estatutos, disponiendo que el hábito o el uniforme de los caballeros se compusiera de una capa blanca con una cruz roja en el hombro. Más tarde, la comunidad se extendió prontamente por los diversos países de la cristiandad, y con el tiempo obtuvo sedes en Francia, Inglaterra, Alemania, España, Portugal, Suecia, Dinamarca, Polonia, Cerdeña, Sicilia, Chipre, Constantinopla y otros lugares. No obstante, París fue la sede principal de los templarios. El primer indicio conocido de su presencia en aquella ciudad es la memoria de un capítulo de la orden celebrado allí en el año 1147, en el cual se presentaron ciento treinta caballeros. Es posible que a partir de ese momento los templarios se congregasen en un edificio conocido más tarde con la designación de Viejo Temple, que tenían próximo a la plaza de San Gervasio, y una torre perteneciente al mismo que limitaba en el siglo anterior con el coro de la iglesia de Saint-Jean-en-Greve. Con todo, los nuevos religiosos se asentaron en la Villa Nueva del Temple, como era conocida, antes del año 1182. La orden de la milicia del Temple mantuvo durante largos años su honor y notoriedad con constantes hazañas heroicas. El gran deber que se habían encomendado y que constituía el propósito principal de su institución, a saber, la defensa de los santos lugares contra los paganos, al menos pudieron desempeñarlo con un valor y una devoción ejemplares. Durante la dilatada e inestable contienda entre la cruz y la media luna, que ocupa la historia de los siglos XII y XIII, contemplamos a los templarios mezclados con los más valerosos donde quiera que se esconda el peligro; y en Jerusalén, en Chipre, en Tolemaida, allí donde bullía el centro del conflicto, vertían su generosa sangre, bien en la brecha, bien en el campo de batalla. «Sencillamente vestidos y cubiertos de polvo -dice el elocuente san Bernardo en una de aquellas arengas con que tan intensamente fomentó la segunda cruzada-, presentan un semblante quemado por los rayos del sol, y sus miradas son arrogantes y severas: al aproximarse el momento de la lucha, envuelven de fe su ánima y de hierro su cuerpo; sus armas son sus únicas galas, y las emplean con valentía en los mayores peligros, sin temer el número ni la fuerza de los infieles: tienen puesta toda su fe en el Dios de los ejércitos, y al batallar por su causa buscan una victoria segura, o una santa y digna muerte. ¡Oh, bienaventurada forma de vivir, gracias a la cual se espera sin miedo la muerte, anhelándola con alegría y aceptándola con la certeza de la salvación eterna!» Continuó animándolos este auténtico espíritu castrense mientras constituyeron una comunidad, y a pesar del poder y los bienes que obtuvieron, nunca olvidaron que eran soldados de la fe, ni trataron de desligarse de los servicios y riesgos a que por su condición estaban destinados. En relación con los hábitos generales de los templarios, es de suponer que no siempre fueron tan irreprochables como exigían las obligaciones a las que se habían consagrado y los votos que habían pronunciado como defensores de la fe. El período en que prosperaron, a pesar de su espíritu de entusiasmo religioso, se destacó más por cualquier otro concepto que por la probidad de costumbres; de modo que incluso la mezcla de la devoción con la inmoralidad en un mismo individuo no era un hecho excepcional, y parecía que la una servía para encubrir a la otra. Las mismas cruzadas abrían el cauce para que la corriente del desenfreno anegara Europa, con las malas costumbres que los guerreros de aquellas incursiones llevaban consigo a su país al regresar de sus desenfrenadas contiendas, así como con la suspensión de la normalidad en la apacible industria y con el movimiento universal de la sociedad, causadas con anterioridad por la emigración de tantos aventureros a países lejanos. Parece que los templarios no dejaron de contagiarse entre esta predominante relajación; al mismo tiempo que gastaban sus vidas en la hosca profesión de las armas, olvidaban a menudo que eran frailes, y estaban muy predispuestos a seguir el comportamiento que observaban en los demás soldados. También es posible que cuando estaban en las inmensas y magníficas residencias que poseían en Francia y en otros lugares, redujesen la severidad de la disciplina tomándose muchas libertades a las que ni siquiera hacían referencia sus normas, como han hecho otras comunidades religiosas, sin contar con causa tan buena que alegar en sus pasados servicios y penalidades, o en las tentaciones a que su forma de vida los había expuesto. En definitiva, sus enormes riquezas, el poder que éstas les otorgaban y los cuantiosos placeres que con ellas podían conseguir, motivaron que la soberbia y el desenfreno fuesen las marcas características de la orden; y bajo este juicio, seguro que no carecía de base el cargo de inmoralidad y corrupción que contra ellos se alegó. Pero también es muy cierto que nunca se ha demostrado el menor indicio de irreligiosidad y depravación de que se les acusaba, cuando solamente se buscaba y se anhelaba la total desarticulación de la orden. En una obra aparecida hace años en Francia por M. Raynouard, en la que se estudiaba el tema con mucho detalle y ecuanimidad, con una enorme cantidad de documentos inéditos que aún no se habían utilizado para dilucidarlo, se ha probado notoriamente que hasta el instante en que se decidió acabar con ellos, la conducta de los templarios no había dado lugar a las calumnias de que fueron víctimas y que continuaron manchando la memoria de los desafortunados caballeros, aunque no se intuía más que la verdad de algunas de ellas. Pese a que numerosos escritores, desde la disolución de la orden, han dado fundamento a juicios adversos acerca de la actitud de sus miembros, no hay ninguna señal de parecida acusación en las obras publicadas antes de aquel suceso. Muy al contrario, no sólo se hicieron merecedores los caballeros templarios de las repetidas recomendaciones de los más radicales detractores de otros religiosos, sino que además vemos ensalzados con las mejores palabras su gallardía, su piedad y su caritativa generosidad, pocos años antes de su abolición, por los mismos que después se transformarían en sus implacables destructores. Seguramente de todo esto no se colige ninguna demostración de su inocencia, pero al menos deja establecida su reputación sin tacha y evidencia que las impresiones adversas que han sostenido respecto a ellos algunas autoridades en los tiempos modernos, nacen de las mismas pruebas que se presentaron para justificar la condena de la orden y no poseen otra base en que apoyarse; de todos modos, la naturaleza y el auténtico valor de tales pruebas por fortuna no admiten mucha polémica. Felipe IV de Francia, llamado el Hermoso, era uno de los varones más decididos y autoritarios que jamás ocuparon el trono de aquel o de cualquier otro país. Había recibido la corona en 1285 por muerte de su padre Felipe III, a los diecisiete años de edad; y desde el momento en que se vio investido de la autoridad real, pareció resuelto a impedir que experimentase la más mínima limitación en sus manos. Las guerras que había emprendido, aunque la mayor parte fueron victoriosas, le colocaron en grandes dificultades económicas de las que no podían salvarlo los expedientes habituales de aquella época. Por tanto, urgía hallar recursos, y Felipe no era hombre que dudase ante los medios de que debía valerse para alcanzar sus fines. Fue entonces cuando, tras incrementar el valor de la moneda mientras la nación pudo asumirlo, medida que se solía emplear en tales circunstancias, se fijó en las ricas propiedades de los templarios y decidió satisfacer sus necesidades con la desgracia de esta famosa comunidad. Las principales herramientas de que se valió Felipe para cumplir sus propósitos fueron sus dos ministros, Enguerrando de Marigni y Guillermo de Nogaret, hombres afines a sus intereses y de carácter parecido al suyo. Otro de sus aliados fue el papa Clemente V, que gracias a la influencia de Felipe el Hermoso, había prosperado del arzobispado de Burdeos a la silla de San Pedro y era una de sus hechuras no sólo por gratitud y por las acostumbradas simpatías entre protector y protegido, sino también, de acuerdo con algunos historiadores, por los lazos de una conveniencia positiva. Poco después de su llegada a la silla papal, Clemente V dio una prueba irrefutable a la cristiandad de su consideración para con el rey de Francia cruzando los Alpes e instalando su corte en Aviñón, es decir, en los dominios de aquel monarca. Capítulo II El viernes 13 de octubre de 1307, el Gran Maestre y todos los caballeros templarios que se hallaban en su residencia de París fueron detenidos por orden del rey Felipe, mientras al mismo tiempo se trataba de igual forma a todos los miembros de la orden en el resto de Francia. Se les pusieron grilletes de inmediato. El rey se apropió el castillo del Temple y se divulgó un panfleto que denunciaba a aquellos desdichados como a unos monstruos malévolos, cuyas acciones, e incluso sus palabras, eran suficientes para corromper la tierra y contaminar el aire; seguidamente se instó al vulgo a reunirse en el jardín real para oír los detalles de los increíbles crímenes que habían cometido los frailes del Temple. Habiendo, pues, acudido un gran número de personas de todas las parroquias de la capital, hicieron uso de la palabra varias personas designadas para tal propósito, y en el estilo oratorio más apropiado para exacerbar los sentimientos, pregonaron las acusaciones que se habían formulado contra la piadosa orden. Según atestiguan numerosas autoridades, los denunciantes de los templarios, en primer lugar, fueron dos miembros de su misma comunidad que habían sido castigados por el Gran Maestre a cadena perpetua, como castigo a su continuo desenfreno. Debe tenerse en cuenta que después fallecieron miserablemente, siendo ahorcado uno de ellos. Como premio al servicio que en ese momento habían prestado acusando a sus hermanos, fueron puestos en libertad. A sus declaraciones se añadieron en seguida las de otros testigos, y vamos a ver de qué modo se consiguieron. Las imputaciones merecen una aclaración, siquiera concisa, ya que competen al género más sutil para aprovechar la credulidad de aquellos tiempos e insultar el raciocinio de quienes lo tenemos. Se tomaba como cierto que la ceremonia de iniciación comprendía una miscelánea de irreligiosidad y perversión en que toda la asamblea practicaba los desmanes más grotescos de una y otra, adoctrinando concienzudamente en ellas al aspirante. Cualquiera que haya sido el libertinaje de los caballeros templarios, es totalmente improbable que en ninguna ocasión se consintiera semejante comportamiento en las juntas generales de la orden, y mucho menos cuando tenía lugar la recepción de nuevos aspirantes en su seno; pero M. Raynouard señala por vez primera un hecho que todavía hace más injusto lo irracional y lo inverosímil de la acusación. Se ha comprobado que los templarios, no solamente en Francia, sino en otros países, estaban bien informados de la conspiración que se estaba urdiendo contra su comunidad, mucho tiempo antes de someterlos a presidio. Una carta del papa Clemente, de fecha 22 de agosto de 1307 (unos dos meses antes de aquel acontecimiento), atestigua que el Gran Maestre y otros caballeros de la orden, conociendo que se les había denunciado, acudieron a él, no una, sino repetidas veces, demandando que se llevase a cabo una investigación sobre las cuestiones de las que se les acusaba. Esta urgencia, esta angustia por enfrentarse a las imputaciones que se les achacaban, argumenta en favor de su inocencia; por lo menos podemos asegurar que si hasta entonces mancillaron sus reuniones con prácticas criminales, debieron abandonarlas en cuanto conocieron la peligrosa posición en que se hallaban. No obstante, respecto a las pruebas, resulta que muchos de los testigos que declararon haber visto los hipotéticos hechos monstruosos de la orden, habían ingresado en ella, según ellos mismos afirmaron, muy pocos meses, muy pocas semanas, muy pocos días antes del encarcelamiento colectivo. Los individuos que realizaron tales declaraciones eran miembros que con ellas compraban su vida y su libertad, mientras que sus hermanos, que afirmaban la falsedad de las acusaciones, eran torturados, sometidos a prisión y atados a un poste. Al parecer, su declaración, harto dudosa por las circunstancias, era totalmente rebatida por su misma esencial inverosimilitud. Pero, ciertamente, ¿qué podemos pensar de las fábulas urdidas en aquella circunstancia, salvo que se habían inventado para sorprender la fácil credulidad de unos tiempos de ignorancia, cuando observamos el enredado tejido de sucesos espantosos, ridículos e inviables que forman su esencia? Si hubiésemos de creer tan extravagantes embustes, era tan impetuoso el celo anticristiano de los caballeros que en cuanto habían aceptado en la orden a un nuevo hermano, le obligaban a renegar del Salvador y a pisotear el crucifijo. Además, su abyecta superstición había llegado a tal extremo que en sus asambleas generales solían adorar a una cabeza de madera con una gran barba. Su impiedad parece haber sido la más osada, la más desordenada y la más irreconciliable, bien con sus propios intereses, bien con los sentimientos y costumbres naturales de su vocación, bien por fin con sus otras depravaciones y desatinos, como para sugerir que con ella ocasionaban toda clase de ultrajes a la fe católica. Añádase a esto que algunos testigos afirmaron también que el diablo solía aparecer en las reuniones de la orden, en forma de gato, el cual hablaba con los templarios mientras ellos hacían una genuflexión y lo idolatraban. Seguro que esta patraña no fue la que se admitió con menos facilidad. En una palabra, las imputaciones alegadas contra los templarios a nada se asemejan tanto en su naturaleza general como a las acusaciones dirigidas a la multitud de desgraciados que en nuestro país y en varios otros se castigó a la hoguera por los crímenes de brujería y encantamiento. Igual parecido ofrece la forma con que en ambos casos se conseguía la evidencia o convicción de los cargos imputados. Después de su encarcelamiento, se aplicó en todas partes la tortura a los caballeros, para obligarlos a confesar los crímenes que se les imputaban. Los que habían sido encarcelados en París fueron entregados al piadoso inquisidor Imbert, confesor de Felipe el Hermoso, que según las apariencias era persona no demasiado remisa en el cumplimiento de los deberes de su cargo. La brutalidad de los tormentos que él y sus ayudantes aplicaron a sus víctimas, provocó el fallecimiento en sus manos de treinta y seis de ellas. Otros desdichados, incapaces de soportar tan crueles tormentos, confesaron todo lo que sus verdugos quisieron, entre los cuales se contaba el mismo Gran Maestre, Jacobo Molé (Molay), hijo de una noble familia de Borgoña que, aceptado en la orden del Temple el año 1265, se había destacado en las guerras contra los infieles, y durante su ausencia en ultramar había sido elegido jefe de la orden por unanimidad, en 1298. Molé confesó que había negado al Redentor y pisoteado una vez el símbolo de la cruz. Sin embargo, muchos de ellos, que así hubieron de doblegarse a la debilidad de la naturaleza, pronto se arrepintieron de la traición a la orden y a la verdad, con la cual se habían librado de la tortura y, decretando su propia condena, se desdijeron de las confesiones que sólo les había arrancado la intensidad del tormento. Nadie lamentó con más amargura su apocamiento que el Gran Maestre. Pasaremos por alto las interminables ignominias y afrentas que durante unos dos años se ejercieron en distintas localidades del reino contra los desventurados caballeros que habían sobrevivido al primer estrago de los torturadores, y que durante el mismo período estuvieron cargados de cadenas en sus calabozos, mientras el rey recibía sus rentas. Por último, el 7 de agosto de 1309 se reunió en París el tribunal que se había nombrado para juzgarlos, y el 26 de noviembre, llevado a este tribunal, el Gran Maestre declaró su intención de seguir en su defensa, y añadió: -Sin embargo, no se me oculta la dificultad de la empresa que emprendo, toda vez que me hallo reo en manos del papa y del rey, y sin la menor cantidad con que costear los gastos indispensables de semejante pleito. Al día siguiente se hizo asistir a Tousard de Gisi, otro de los caballeros que había confesado la verdad de las acusaciones formuladas contra la milicia del Temple. -¿Piensas defender a la orden? -preguntaron los jueces. -Sí, señorías -contestó Gisi-; la imputación que se nos ha atribuido de negar a Jesucristo, de pisar su cruz y de realizar depravadas obscenidades en nuestras reuniones, y todas las demás acusaciones que se nos atribuyen, son completamente falsas. Si yo mismo y otros caballeros nos hemos confesado ante el obispo de París o quien quiera que sea, hemos faltado a la verdad, hemos claudicado ante el temor, el peligro, la violencia. Éramos torturados por Hexian de Beziers, por el prior de Montfaucon y por el fraile Guillermo Robert, los tres oponentes nuestros. Muchos de los prisioneros acordaron entre sí hacer estas confesiones para escapar de una muerte cierta, pues treinta y seis caballeros habían sucumbido a la tortura en París, sin tener en cuenta el gran número de ellos que habían muerto en otras ciudades. Por lo que a mí concierne, estoy dispuesto a defender a la orden, en mi nombre y en el de todos los que hagan causa común conmigo, si se me permite satisfacer los gastos necesarios con los bienes a la comunidad. En seguida pidió la asistencia del abogado que nombró, y puso en la mesa una lista de individuos que consideraba contrarios a él y a sus hermanos, y por tanto no aptos para juzgarlos o para ser oídos contra ellos. Aquella lista no contenía más que cuatro o cinco nombres, al frente de los cuales estaban los de los dos frailes que habían dirigido sus angustias en la tortura, y de cuya dura insensibilidad en aquella ocasión las víctimas habían conservado un vivo recuerdo. -¿Les aplicaron el tormento? -preguntó el presidente. -Sí -respondió Gisi-, tres meses antes de la confesión que realicé al obispo. Me ataron las manos detrás de la espalda, con tanta fuerza y tirantez, que la sangre casi me estaba manando por entre las uñas; y en este estado permanecí una hora en la celda. En una de las siguientes asambleas del tribunal, otro caballero, Bernardo de Vado, dijo: -Fui tan atrozmente torturado, y se alargó tanto la tortura del fuego, que se consumió la carne de las plantas de mis pies, y se dislocaron estos dos huesos que les muestro. El número de los caballeros que se presentaron para expresar sus deseos de defender a la orden llegó pronto a novecientos; pero únicamente se escogieron setenta y cinco para llevar a cabo dicha obligación. El 11 de abril de 1310 se empezó pues a encausar formalmente el sumario, que con motivo de una serie de aplazamientos, se alargó hasta la tarde del domingo 11 de mayo, habiéndose escuchado la declaración de catorce testigos este día. Entre tanto, el rey parecía haber llegado a la conclusión de que semejante pleito no ofrecía la mejor manera de asegurar el éxito de sus planes. Aquella noche, el hermano del canciller Marigny, recién designado para la silla arzobispal de Sens, cursó órdenes para proceder al encarcelamiento de cincuenta y cuatro de los caballeros encargados de defender la orden, integrantes todos de los que en un principio habían reconocido los cargos que se les imputaban y después se habían desdicho de sus confesiones. Bajo esta excusa el arzobispo los declaró herejes reincidentes, y los condenó a la hoguera. El veredicto dictaminado contra ellos se ejecutó al día siguiente: los desdichados caballeros fueron quemados en un campo detrás de la abadía de San Antonio. Después de haber llegado al lugar del calvario, se les ofreció la vida y la libertad con tal que ratificasen su primera declaración; pero aunque acosados por las vivísimas súplicas de sus parientes y amigos; aunque ardían ante sus ojos las antorchas que habían de prender la hoguera de su suplicio, ninguno de ellos tuvo la flaqueza de comprar por segunda vez el alargamiento de sus días, o de intentar librarse de las torturas corporales, con la falsedad y la propia degradación. Los desdichados fallecieron invocando a Dios y a los santos, cantando himnos y proclamando su inocencia en su último aliento, en medio de las abrasadoras llamas. Hasta los espectadores obsesionados como estaban contra ellos, al observar sus sufrimientos y su noble perseverancia, no pudieron menos de expresar su admiración y simpatía, entre los murmullos de indignación que contra sus ejecutores se alzaron. Este espantoso ejemplo surtió en gran medida el efecto que esperaban los enemigos de los templarios. Cuarenta y cuatro caballeros retiraron inmediatamente su alegato de inocencia, y tanto ellos como todos los demás que admitieron los crímenes que se les atribuían, a título de arrepentidos y reconciliados, fueron puestos en libertad y en repetidas ocasiones recompensados. Mientras tanto, en los otros puntos del reino se reprodujeron los mismos métodos que se habían seguido en París respecto a los llamados herejes reincidentes, y falleció un enorme número de ellos en distintas poblaciones, sentenciados también a la cruel muerte que habían padecido las víctimas del arzobispo de Sens. Los mismos hombres de las comisiones que conocían su causa, parecían aterrorizados con lo que observaban, y el 21 de mayo postergaron sus asambleas para el 3 de noviembre. Reunidos en este día, y hecha la habitual advertencia de que podían hacer acto de presencia todos los que deseasen defender a la orden, nadie compareció. Sin embargo, continuaron recibiendo los testimonios de algunos testigos hasta el 26 de mayo de 1311. Muchos de los caballeros que eran llevados ante las comisiones, todavía tenían el arrojo de perseverar en sus proclamaciones de inocencia; pero como quiera que ya no vivían los miembros más valerosos de la orden, inmolados por la venganza de sus adversarios, mientras que por otra parte no se permitía, sin duda por miedo, que prestasen sus testimonios los caballeros más resueltos que aún gemían en las celdas, no es de extrañar que el mayor número de personas interrogadas realizasen unas declaraciones favorables a las intenciones de los que manejaban la instrucción del pleito, asegurando a la vez su propia salvación. El número total de testigos sumó doscientos treinta y uno, ciento cincuenta de los cuales eran caballeros que confesaron en todo o en parte los crímenes atribuidos a la milicia del Temple. No es arriesgado convenir, no obstante, que los anales judiciales no recuerdan nada más funesto que estos testimonios. Los testigos expresan una lucha interior entre el miedo y la mala conciencia que les están abrumando, lo que se aprecia en las claras contradicciones y otras señales de turbación, repugnancia y pánico de desatinar en sus forzados embustes, que con independencia de la irracionalidad de sus aseveraciones, son sobradamente suficientes para desposeerlos de todo atisbo de verosimilitud. Capítulo III Pese a toda aquella matanza, aún no estaba formalmente decidido el destino de los templarios. Para ello se creyó conveniente convocar un concilio general de la iglesia, que en efecto se reunió el 13 de octubre de 1311, en Viena del Delfinado, precisamente cuatro años después del arresto general de los caballeros. Los procesos que se llevaron a cabo fueron sumamente extraordinarios. Habiéndose ordenado que comparecieran todos los que querían defender a la orden inculpada, se presentaron nueve caballeros ante los prelados reunidos, declarando que eran representantes de unos mil quinientos a dos mil hermanos suyos que, huidos en la época del primer ataque contra su comunidad, habían llevado una vida errante desde entones, como prófugos por las montañas y las cercanías de Lyon, y estaban decididos a defender la causa común contra todos sus enemigos y detractores. Ellos se ofrecían para esta finalidad, decían, bajo la garantía de la fe pública y del permiso especial otorgado por el Sumo Pontífice y proclamado por toda la cristiandad. Estos valerosos caballeros se habían arrojado a la cueva del león. En cuanto declararon su comisión, fueron encarcelados por orden del papa Clemente, y cargados de cadenas. El mismo pontífice consigna el hecho en una carta de fecha 11 de noviembre, enviada a un aliado del rey Felipe y copiada por Raynouard de su original latino. Este hecho de cruel alevosía enardeció la indignación general del concilio, y muchos de los prelados expresaron sin tapujos ni rodeos lo que sentían. Habiéndose preguntado si era necesario o no escuchar a los inculpados en su propia defensa (extraña cuestión por cierto para debatirse en cualquier circunstancia, y en especial después de las diligencias practicadas en el presente caso), todos los de Francia, menos los arzobispos de Reims, de Sens y de Ruán, y todos los de España, Alemania, Dinamarca, Inglaterra, Escocia e Irlanda, votaron afirmativamente. Con este motivo, Clemente declaró incontinenti finalizada la sesión y aplazado el concilio para el 3 de abril de 1312. Mientras tanto, a primeros de febrero, el mismo Felipe se presentó de imprevisto en Viena, acompañado de sus tres hijos, de su hermano y de una numerosa comitiva. Después el Papa reunió a los cardenales junto con algunos prelados de su confianza, en consejo secreto, y de su propia potestad abolió la orden. Expeditada en el día convocado la segunda sesión del concilio, se vio sentado a la derecha del Papa al rey de Francia, rodeado de su hermano, de sus hijos y de un imponente séquito de militares. El día 2 del mes siguiente, con la honorable presencia de Felipe, el Papa leyó llanamente a la asamblea el decreto en cuya virtud había declarado disuelta la orden de los templarios. Los santos padres la escucharon en silencio, sin que ninguno juzgara conveniente declarar su desacuerdo o beneplácito Ya no faltaba pues más que la escena final de esta larga tragedia. A 18 de marzo de 1314, el Gran Maestre y otros tres jefes de la orden que anteriormente habían prestado su confesión, fueron sacados de sus celdas, en las que habían sollozado por espacio de más de seis años, y colocados sobre un alto entarimado situado delante del pórtico de Nuestra Señora, en uno de cuyos lados estaba sentado el arzobispo de Sens y otros eclesiásticos con carácter de magistrados, mientras el gentío lo ocupaba todo alrededor. No se siguió ninguna forma de sumario, sino que se hizo comprender a los caballeros que como consecuencia del arrepentimiento que habían declarado al aceptar su culpabilidad, solamente estaban condenados a reclusión perpetua. Al escuchar esta sentencia, el Gran Maestre, llamando a todos los asistentes para que escuchasen sus palabras, dijo en voz alta las siguientes: -Justo es que en estos últimos instantes de mi existencia revele la verdad. Confieso por lo tanto, ante Dios y ante los hombres, que, para mi eterna deshonra, he cometido en efecto los mayores crímenes, pero únicamente cuando reconocí y confesé aquellos que una maldad muy oscura ha imputado a nuestra orden: afirmo, como la verdad me obliga a constatar, que la orden es inocente. Si alguna vez declaré lo opuesto, lo hice únicamente para finalizar los horribles estragos del suplicio y para conseguir la indulgencia de mis torturadores. Conozco el castigo que me espera por las palabras que estoy diciendo; pero el horrible espectáculo que se me ha presentado con el destino de muchos de mis hermanos, no me llevará de nuevo a confirmar mi primera falsedad con otra; la vida que se me ofrece con tan nefasta condición, la dejaré sin sentimiento. La turbación con que los asistentes escucharon esta disertación salió de los labios del populacho transformada en un murmullo de aceptación. Uno de los tres cofrades del Gran Maestre, Guido, jefe de los templarios en Normandía y hermano del conde de Auvernia, manifestó rápidamente su beneplácito a todo lo dicho por Jacobo Molé. Los dos valerosos caballeros no tardaron en conocer de seguro el fin que les aguardaba. Convocado desde luego el consejo del rey, ambos fueron sentenciados a la hoguera; y aquella misma tarde fueron quemados juntos, a fuego lento, en la parte más meridional de las dos pequeñas islas del Sena que en aquel momento se situaban al este de la isla de la Cité, pero que después fueron unidas con ella. Guido y Molé padecieron su terrible suplicio con heroica resistencia, y en su última exhalación proclamaron una vez más la inocencia de la orden. El espectáculo exacerbó en grado extraordinario la compasión y admiración del pueblo; y escritores contemporáneos cuentan que durante la noche acudieron muchas personas al sitio donde habían fallecido los dos mártires, con objeto de recoger sus cenizas y guardarlas como veneradas reliquias. Tal es la deplorable historia de la abolición de esta famosa milicia religiosa, cuyos dirigentes por tanto tiempo habían sido muy semejantes a los príncipes de la tierra. La orden de los templarios se disolvió al mismo tiempo en la mayor parte de los países de Europa; pero en ninguno se aplicaron a los caballeros tan terribles castigos como en Francia. Aunque despojados de sus riquezas, en ningún otro país fueron sentenciados a muerte, ni perseguidos siquiera; y en algunos países, como en Inglaterra, se les proporcionó a casi todos asilo en los monasterios, después de ser expulsados de sus propias residencias. En Francia, así que fue abolida la orden, el monarca y el pontífice tomaron posesión de sus casas y otras propiedades; y aunque el palacio del Gran Maestre, con sus muebles y otros objetos de la propiedad incautada, fueron después cedidos a los hospitalarios de San Juan de Jerusalén, conocidos generalmente con el nombre de caballeros de Malta, se acredita que estos últimos abonaron el valor total de sus nuevas adquisiciones. Los principales autores de la tragedia de los templarios no sobrevivieron mucho a sus víctimas. Clemente murió de súbito seis semanas después de la ejecución del Gran Maestre, y Felipe falleció como consecuencia de una caída de su caballo antes de finalizar el año. Bajo el influjo de una superstición no del todo infundada, se tuvo por artículo de fe, entre la población, el que Molé, mientras se quemaba en el poste, había convocado a sus dos poderosos perseguidores ante el tribunal de Dios dentro de los breves plazos que les habían restado de vida. Pero el destino más extraordinario y merecido fue el que tuvo el ministro Marigny, principal consejero e instrumento de su monarca en aquellos abominables procedimientos. Privado por la muerte de su real amo y señor de la salvaguardia que le había permitido desafiar el rencor de sus oponentes, el exvalido quedó atrapado en las redes de una poderosa alianza, a la cabeza de la cual figuraba el conde de Valois, tío del nuevo rey, Luis X; siendo destituido de su cargo en la corte y condenado a prisión con muchos de sus amigos y conocidos. La cárcel en que fueron recluidos él y sus compañeros era el Temple. Después de permanecer allí por algún tiempo encadenados, se les torturó para obligarlos a confesar los crímenes que se les imputaban. Pero las acusaciones que la maldad de sus adversarios estaba creando para perjudicar a Marigny, eran ciertamente tan falsas como las que él y su señor habían creado para exterminar a los templarios; y aunque padecieron terribles tormentos, no pudo arrancarse de ninguno de ellos la confesión exigida. El desdichado Marigny fue aún vigilado de cerca, cargado de grilletes y manillas, y custodiado con mucho esmero. Por último, fue objeto de una nueva imputación, la más grave de todas en aquella época. Se le acusó de brujo, y de que, como tal, se había esforzado para lograr la respectiva muerte del monarca y de otras personalidades renombradas, moldeando sus imágenes con cera y atravesándolas con agujas. ¡Con qué amargo remordimiento debió Marigny de recordar la activa parte que había emprendido en el escarnio de los templarios, cuando vio arriesgada su propia vida bajo el peso de unas inculpaciones tan parecidas a las que le habían servido para causar la tragedia de la orden! En virtud de esta ridícula acusación fue en efecto condenado al patíbulo, y Marigny padeció su castigo en Montfaucon, cuya horca se había levantado antes por mandato suyo. ¡Quién le había de contar que un día había de fallecer en ella, cuando se estaba construyendo! «No deja de sorprender -dicen las Memorias que consultamos del año 1836- que la orden de los templarios, aún expropiada de sus riquezas, no se encuentra desaparecida en Francia, sino que todavía existe en París reformada en una comunidad que ha llegado a nuestros días por una continuidad no interrumpida desde la gran persecución de que hemos tratado. Esta comunidad, que aún guarda el nombre de orden de los caballeros del Temple, es propietaria de diversos documentos que pertenecieron a la comunidad en los tiempos de su abolición, y en especial un volumen griego manuscrito, con tipo de letra del siglo XII, el cual contiene, entre otros muchos datos preciosos, la memoria original de la creación de la orden y la tabla de oro o la lista de los Grandes Maestres. Parece que esta dignidad nunca ha estado vacía desde los tiempos de Jacobo Molé, el cual la cedió antes de su muerte a Juan Marcos Larmenius de Jerusalén, quien la cedió igualmente en 1334 a Francisco Teobaldo o Tibaldo de Alejandría, por una epístola escrita en latín que todavía permanece en los archivos de la comunidad. En 1340 la recibió Amoldo de Bracque de manos de una familia muy distinguida de Francia; y de este último ha pasado a los tiempos modernos por una ininterrumpida línea de sucesores, todos franceses, y muchos de ellos de alta alcurnia. En 1825 era Gran Maestre el doctor Bernardo Raimundo Fabré-Palaprat. Entre las reliquias que la comunidad posee, figuran la espada de Jacobo Molé y algunos pedazos de huesos calcinados, envueltos en un viejo pañuelo de hilo, y que, según se comenta, se recogieron de entre las cenizas de la hoguera que devoró el cuerpo de aquel desdichado jefe.» Éstas son las noticias más veraces que sobre la infortunada orden del Temple podemos mostrar a nuestros lectores. Cuando la avaricia se apodera del ánima de los potentados codiciosos, y el infundio halla eco entre la plebe ignorante, la crueldad supera la justicia y la inocencia. Seguramente, Clemente V no se hubiera ensañado contra los templarios de no existir un rey como Felipe el Hermoso; pero también hay que tener en cuenta que sin este monarca Clemente no hubiera empuñado las llaves de San Pedro. Condenemos el trágico final de esta orden, mas respetemos los altos e imprevisibles avatares de la Providencia".

Alejandro Dumas