El Recolector de Historias

El Recolector de Historias

lunes, 30 de noviembre de 2015

"Polvo"

"Aquí está el problema, una maravilla para todos.
¡Mirad la fascinante cosa que tengo en mi mano!
Sorprendente magia, un misterio extraño,
Como un milagro difícil de entender.

¿Qué es esto? Sólo un puñado de tierra: Para el tacto,
Un áspero polvo seco que se agita bajo los pies,
Oscuro y sin vida; pero piensa por un momento
¿Cuántas bellezas se ocultan a los ojos, amargas o dulces?

¡Piensa en la gloria del color! El rojo de la rosa,
En las miríadas verdes de hojas y en los campos de hierba,
Amarillos tan brillantes como el sol golpeando los narcisos,
Púrpura donde las violetas lloran ante la brisa que pasa.

Piensa en las múltiples formas del roble y de la vid,
De nueces y frutas, de racimos y filas apretadas de maíz;
Piensa en el anclado lirio de agua, una cosa divina,
Desplegando su nieve deslumbrante al beso de la mañana.

Piensa en los delicados aromas nacidos de la tempestad,
En los dorados sauces respirando el perfume de la primavera,
En el aliento luctuoso de las flores pálidas,
En la semilla melodiosa flotando sobre los capullos,
Huyendo de la daga lacerante de las ortigas.

Es extraño que aquello oscuro y sin vida nos de el vino,
La flor y el árbol, colores, formas, y fragancias también;
Que la madera que construye la casa, al barco en su mar,
De este polvo extraiga su fuerza y su voluntad.

Que el cacao entre las palmas, su leche ha de absorber
De este polvo seco, mientras nutre en el mismo suelo
Diversas y dulces frutas: Que nuestra brillante seda,
En las hojas de la morera, deben ceder ante la lentitud del gusano.

¿Cómo puede la adormidera robar su sueño de la misma fuente
Dónde brota el jugo de la vid, que puede enloquecer y alegrar?
¿Cómo puede la maleza encontrar el sustento para su tejido grueso
Dónde los lirios lucen orgullosos sus pétalos de cielo?

¿Quién ha de sondear el pensamiento profundo de Dios?
Sólo podemos alabar, ya que no podemos comprender;
Pero en este mundo no hay enigma más hermoso
Que aquel oculto en mi mano, en este puñado de polvo".

Celia Leighton Thaxter

domingo, 29 de noviembre de 2015

"El Libro Verde"

"La encuadernación estaba estropeada, descolorida. No tenía manchas ni señales de uso. El libro tenía el aspecto de haber sido comprado en una visita a Londres, hacía unos setenta u ochenta años y, por alguna razón, olvidado y obligado a permanecer fuera del alcance de la vista. De él emanaba un olor añejo, delicado, persistente, como el que a veces se apodera de los muebles antiguos. Las guardas, en el interior de la encuadernación, estaban adornadas con formas coloreadas y oro desteñido. Parecía insignificante, pero como el papel era muy fino, tenía muchas hojas, cubiertas de una escritura menuda, penosamente trazada.

-Encontré este libro -comenzaba el manuscrito- en un cajón. Era un día lluvioso y, como no podía salir, por la tarde tomé una vela y me puse a revolver en el escritorio. Casi todos los cajones estaban llenos de ropa antigua, pero uno de los pequeños parecía vacío y allí encontré este libro, oculto en el fondo. Buscaba un libro como éste, de modo que me lo quedé para escribir en él. Está lleno de secretos. Tengo muchos otros libros de secretos, escritos por mí, ocultos, y en éste voy a escribir muchos de los antiguos secretos y algunos de los nuevos; solamente hay algunos que de ninguna manera pondré por escrito.

No tengo por qué anotar los verdaderos nombres de los días y los meses, que descubrí hace un año, ni tampoco cómo se hacen los tipos de letra Aklo, ni cuál es la lengua de Quíos, ni qué son los grandes y hermosos Círculos, o los Juegos Mao o los Cánticos principales. Es posible que escriba algo sobre todas estas cosas, pero no sobre la manera de hacerlas, por razones personales. Tampoco tengo por qué decir quiénes son las Ninfas, o los Däls, o Jeelo, o qué significa voolas. Son los secretos más secretos, y me alegro al recordar su significado y la cantidad de maravillosas lenguas que conozco. Pero hay algo que yo llamo los secretos de los secretos, en los que no me atrevo a pensar a menos que esté completamente sola, y entonces cierro los ojos, me los cubro con las manos, susurro la palabra y surge el Alala. Esto únicamente lo hago de noche, en mi habitación o en ciertos bosques que yo me sé, pero no debo describirlos porque son bosques secretos. Luego están las ceremonias, todas ellas muy importantes, aunque algunas son más deliciosas que otras.

Son las ceremonias blancas, las ceremonias verdes y las ceremonias escarlata. Estas últimas son las mejores, pero sólo pueden ser celebradas en un sitio concreto, aunque existe una imitación muy buena y que he llevado a cabo en otros lugares. Además, cuento con las danzas y la comedia; a veces he representado la comedia cuando los demás me miraban, pero nadie entendía nada. Era todavía muy pequeña cuando supe por vez primera de estas cosas.

Cuando era muy chica y todavía vivía mamá, recuerdo que me acordaba de cosas todavía más antiguas, sólo que todo se me hace un lío. Pero recuerdo que cuando tenía cinco o seis años les oía hablar a mi alrededor, creyendo que no me daba cuenta. Hablaban de las extrañas cosas que habían ocurrido uno o dos años antes, y cómo la niñera había llamado a mi madre para que viniera y me oyera hablar sola, pronunciando palabras que nadie podía entender. Hablaba en la lengua Xu, pero sólo recuerdo muy pocas palabras, como me ocurre con las caras blancas que solían contemplarme cuando estaba echada en la cuna. Solían hablarme y así aprendí su lengua y hablé con ellos de cierto lugar blanco donde vivían, donde los árboles y la hierba eran completamente blancos, y había blancas colinas, tan altas como la luna, y un viento frío. He soñado a menudo con ese lugar, pero los rostros desaparecieron cuando era muy pequeña. Pero me sucedió una cosa maravillosa cuando tenía unos cinco años. Mi niñera me llevaba en brazos; atravesamos un campo de trigo amarillo; luego llegamos a un sendero que atravesaba el bosque, y un hombre alto vino en nuestra busca y nos acompañó a un lugar muy oscuro y sombrío donde había una profunda charca. La niñera me depositó sobre el blanco musgo, debajo de un árbol, y dijo: -Desde aquí no podrá llegar a la charca-. Así que me dejaron allí y me senté, inmóvil, y observé, y salieron del agua y del bosque dos maravillosas criaturas blancas, y empezaron a jugar, a bailar y a cantar.

Eran de un blanco cremoso, como la vieja figura de marfil del salón; una era una hermosa dama de bellos ojos oscuros, rostro severo, y largos cabellos negros, que sonreía tristemente al otro, el cual se reía e iba hacia ella. Jugaron juntos, bailaron y cantaron una canción hasta que me dormí. La niñera me despertó al volver; se parecía un poco a la dama que había visto, así que se lo conté todo y le pregunté el porqué de ese parecido. Al principio lloró y luego pareció asustarse y palideció. Me depositó en la hierba, me miró fijamente, y pude ver que estaba temblando. Entonces me dijo que lo había soñado todo, pero yo sabía que no era cierto. Luego me hizo prometer no decir nada, pues, si lo hacía, sería arrojada al pozo negro. Yo no estaba en absoluto asustada, aunque la niñera sí, y nunca olvidé lo sucedido, porque cuando cerraba los ojos, a solas en medio del silencio, podía verlos de nuevo, muy tenues y lejanos, pero magníficamente; y me venían a la cabeza retazos de la canción que cantaban, aunque yo no era capaz de cantarla.

Tenía trece años, casi catorce, cuando me sucedió una singular aventura, tan extraña que al día en que ocurrió se le llama siempre el Día Blanco. Mi madre había muerto hacía más de un año; por las mañanas recibía clases, pero por las tardes me dejaban salir a pasear. Aquella tarde fui por un camino distinto, y un pequeño arroyo me condujo hasta una nueva región, pero me desgarré el babero al atravesar unos matorrales y los arbustos espinosos de las colinas y los sombríos bosques llenos de plantas trepadoras. El camino era largo, muy largo. Parecía que no iba a terminar, y tuve que arrastrarme por una especie de túnel, por donde debió correr un arroyo, que ahora estaba completamente seco; el suelo era rocoso y los arbustos habían crecido por encima hasta juntarse, de manera que el lugar resultaba completamente oscuro. Continué avanzando por aquel sombrío paraje; el camino era largo, muy largo.

Y llegué a una colina que jamás había visto. Al atravesar un tenebroso matorral, lleno de ramas negras y retorcidas, me desgarré la ropa y lloré, luego advertí que estaba ascendiendo, y continué subiendo y subiendo un largo trecho, hasta que, finalmente, desaparecieron los matorrales y llegué, sin dejar de llorar, a un lugar donde se abría una gran explanada, cubierta de feas piedras grises y con algunos árboles retorcidos, como si fueran serpientes. Seguí ascendiendo hasta alcanzar la cumbre. Jamás había visto unas piedras tan grandes y repulsivas; algunas salían de la tierra, otras parecían como si las hubiesen llevado rodando hasta allí, y se extendían a lo lejos hasta donde alcanzaba la vista. Desde ellas contemplé el paisaje, que era muy extraño. Era invierno, y las colinas circundantes estaban cubiertas de terribles bosques ennegrecidos; era como ver un enorme salón cubierto de negros cortinajes, y los árboles parecían completamente diferentes a los que había visto antes.

Estaba asustada. Luego, más allá de los bosques, había otras colinas que me rodeaban como un gran anillo, pero que jamás había divisado; parecían negras y cada una tenía un voor encima. Todo estaba tranquilo y silencioso, y el cielo cargado, gris y triste como las espantosas cúpulas voorianas del Abismo de Dendo. Continué avanzando por entre las horribles rocas.

Había centenares. Algunas parecían hombres haciendo muecas; pude ver sus rostros, dispuestos a salirse de la piedra y saltar sobre mí y arrastrarme con ellos a las rocas, de donde nunca podría salir. Otras eran como animales, reptantes y repugnantes animales que sacaban la lengua; otras eran como palabras que no puedo pronunciar; y, finalmente, otras parecían muertos tumbados sobre la hierba. Seguí mi camino, aunque me asustasen, y mi mente se llenó de abominables canciones que ellas le introducían; me dieron ganas de gesticular y retorcerme como ellas, pero seguí adelante hasta que, finalmente, me gustó su aspecto y dejaron de asustarme. Canté las canciones que podía recordar, canciones llenas de palabras que no deben ser pronunciadas ni escritas. Entonces hice muecas como los rostros de las rocas, me retorcí como ellas, me tumbé en la hierba imitando a las que parecían muertas, subí a una que estaba haciendo muecas y, pasando mis brazos en torno, la abracé. Luego seguí más y más hasta llegar a un montículo redondo en medio de ellas. Era más elevado de lo normal, casi tan alto como nuestra casa, y parecía una palangana puesta boca abajo, completamente lisa, redonda y verde, con una piedra clavada en la cima, como un poste. Ascendí por sus laderas, pero eran tan empinadas que tuve que detenerme o de lo contrario posiblemente habría rodado de nuevo hacia abajo a lo largo del camino, me habría golpeado contra las piedras del fondo y, tal vez, habría muerto. Pero yo quería subir hasta la cima, así que me tumbé con la cara contra el suelo, me agarré a la hierba con las manos y me incorporé poco a poco hasta llegar a lo alto. Entonces me senté en la piedra del centro y eché un vistazo a cuanto me rodeaba.

Tuve la sensación de haber recorrido un camino muy largo, como si, de pronto, me encontrara a cien millas de casa, en otro país diferente, o en alguno de los extraños lugares citados en los Cuentos del Genio y en Las mil y una noches, o como si me hubiera alejado a través de los mares durante años y hubiera encontrado otro mundo, o como si hubiese surcado los cielos y hubiera caído en una de esas estrellas de las que hablan los libros, en las que todo está muerto, frío y gris, no existe el aire y el viento no sopla. Me senté en la piedra y miré hacia abajo en todas direcciones. Era como estar sentada en lo alto de una torre, en medio de una gran ciudad vacía, pues no podía ver en torno mío más que las rocas grises que cubrían todo el campo. Ya no podía distinguir sus formas, pero no dejaba de verlas a lo lejos, y al mirarlas me pareció que estaban dispuestas formando dibujos, formas y figuras.

Sabía que esto no era posible, pues había visto que muchas de ellas emergían de la tierra, de modo que las volví a mirar, pero no vi más que círculos, pequeños círculos dentro de otros mayores, y pirámides, y cúpulas, y espirales, que parecían rodear por todas partes el lugar donde yo estaba sentada; y, cuanto más las miraba, más veía esos grandes anillos de rocas haciéndose cada vez mayores; estuve tanto tiempo mirándolas que tuve la impresión de que se movían y daban vueltas, como una inmensa rueda, y que yo también daba vueltas en el centro. La cabeza me dio vueltas y me sentí aturdida, todo comenzó a tornarse nebuloso y confuso, vi pequeños destellos de luz azulada, y las piedras parecieron saltar, bailar y retorcerse mientras giraban sin cesar. Me asusté de nuevo y grité en voz alta; luego salté de la piedra donde estaba sentada, y caí al suelo. Cuando me levanté, estaba tan contenta de que parecieran haberse quedado inmóviles, que me senté en la cima del montículo, me deslizé hacia abajo, y de nuevo proseguí mi camino.

Al andar bailaba de la misma forma especial en que lo hacían las rocas cuando me dio el vértigo, y me puse tan contenta de poder hacerlo tan bien que seguí bailando y bailando, y canté sorprendentes canciones que me venían a la cabeza. Finalmente llegué al borde de aquella enorme colina: allí no había rocas y el camino atravesaba de nuevo una hondonada cubierta de maleza. Estaba en tan mal estado como el que tuve que seguir al subir, pero no me importó, de lo contenta que estaba por haber visto aquellas singulares danzas, y además ser capaz de imitarlas. Continué bajando entre los arbustos, y una enorme ortiga me picó en la pierna, pero no me importó, y aunque sentí el escozor de las ramas y las espinas, únicamente reía y cantaba. Cuando abandoné la espesura llegué a un valle, un lugar secreto semejante a un sombrío pasadizo, de tan angosto y profundo que era y tan espesos los bosques que lo circundaban. Allí, sobre una escarpada ladera poblada de árboles, los helechos se conservan verdes todo el invierno, cuando los de la colina se mueren y amarillean, y despiden un olor dulce y fuerte parecido al que rezuma de los abetos. Un arroyo descendía por el valle, tan pequeño que pude cruzarlo fácilmente. Bebí agua en mi mano y la saboreé como si se tratara de un ilustre vino dorado.

Brillaba al correr sobre hermosas piedras rojas y amarillas, de manera que parecía viva y con todos los colores al mismo tiempo. Volví a beber más en mi mano, pero como no me bastaba, me tumbé en el suelo, agaché la cabeza y sorbí el agua con los labios. Las olas llegaban a mi boca y me besaban, y yo me reía y volvía a beber, imaginando que la que me besaba era una ninfa, como la del viejo cuadro de mi casa, que vivía en el agua. Así que me incliné otra vez hasta rozar suavemente el agua con los labios y le susurré a la ninfa que volvería. Estaba segura de que aquella agua no era normal, y cuando me levanté y proseguí mi marcha, bailé de nuevo y ascendí al valle, bajo la mirada de las lúgubres colinas. Al alcanzar la cumbre, el suelo se elevó delante de mí, alto y escarpado como un muro, y no se veía más que ese muro verde y el cielo. Pensé en aquello de por siempre jamás, pues realmente debía haber llegado al fin del mundo, ya que aquello parecía el final de todo, como si más allá no pudiera haber nada excepto el reino de Voor, donde va la luz cuando se apaga y corre el agua cuando el sol se la lleva. Empecé a pensar en el largo camino recorrido, en cómo había encontrado un arroyo y había seguido su curso a través de arbustos, matorrales espinosos y sombríos bosques cubiertos de espinos rastreros. Luego me había arrastrado por un túnel bajo los árboles, había trepado por entre los matorrales, había contemplado las rocas grises y me había sentado en medio de ellas cuando daban vueltas; después había seguido adelante por entre las rocas, había bajado la colina por entre matorrales urticantes y había escalado el sombrío valle por un sendero muy largo. Me preguntaba cómo regresaría a casa, si es que lograba encontrar el camino, y si es que seguía estando allí y no se había convertido, igual que todo lo demás, en rocas grises, como en Las mil y una noches.

Me senté en la hierba y pensé en lo que haría. Estaba cansada y los pies me dolían. Al mirar a mi alrededor descubrí un maravilloso pozo, justamente al pie del escarpado muro de hierba. A su alrededor todo el suelo estaba cubierto de musgo brillante, verde y chorreante; había todo tipo de musgos, unos que parecían hermosos helechos en miniatura, y otros que semejaban palmeras y abetos; todos ellos tan verdes como las esmeraldas y rezumando gotas de agua cual diamantes. En medio estaba el gran pozo, profundo, resplandeciente y hermoso, tan claro que daba la impresión de que se podía tocar la arena roja del fondo, aunque estaba muy hondo. Permanecí a su lado y me miré en él como en un espejo. En el fondo, los rojos granos de arena no dejaban de agitarse, y se veía burbujear el agua, pero su superficie estaba en calma y rebosaba. Era un pozo grande, como una bañera, rodeado de musgo verde, reluciente y brillante, que le daba la apariencia de una gran alhaja transparente rodeada de joyas verdes. Tenía los pies tan doloridos y cansados que me quité las botas y las medias, y los metí en el agua; cuando me levanté ya no estaba cansada y pensé que debía seguir adelante, alejándome cada vez más, hasta descubrir lo que había al otro lado del muro. Lo escalé muy despacio, siempre de lado, y cuando llegué arriba y miré por encima, me encontré con la más curiosa región que jamás viera, más extraña incluso que la colina de las rocas grises. Parecía como si allí hubiesen estado jugando con sus palas niños terrícolas, pues estaba todo lleno de colinas, hoyos y muros de tierra cubiertos de hierba. Había dos montículos, redondos, grandes y solemnes, como dos enormes colmenas, y también profundas depresiones, y un escarpado muro como los que había visto en cierta ocasión en la costa, con cañones y soldados encima. Casi me caí en una de las fosas, de tan repentinamente como surgió bajo mis pies, y bajé corriendo por una de sus pendientes, hasta el fondo, donde permanecí mirando hacia arriba.

Todo era extraño y misterioso. No se veía más que el cielo gris, cargado, y las laderas de la hondonada; todo lo demás había desaparecido; pensé que de noche debía de llenarse de fantasmas, sombras movedizas y pálidas criaturas, cuando la luna brillara en su fondo en plena noche y el viento gimiera en las alturas. Era tan extraña, misteriosa y solitaria como un templo vacío dedicado a anticuados dioses paganos. Me recordó algo que la niñera me había contado cuando yo era muy pequeña; la misma niñera que me llevó al bosque donde vi a la hermosa gente blanca.Recuerdo que la niñera me contó el cuento una noche invernal. Me contó que en alguna parte existía un pozo vacío, y que gozaba de tan mala reputación que todo el mundo tenía miedo de acercarse. Pero hubo una pobre chica que dijo que bajaría al pozo; todos intentaron detenerla, pero ella fue allá. Y bajó al pozo y regresó riendo y diciendo que allí no había nada en absoluto, excepto hierba verde, piedras rojas y blancas, y flores amarillas. Poco después la gente vio que llevaba unos preciosos pendientes de esmeraldas y le preguntaron cómo los había conseguido, ya que tanto ella como su madre eran verdaderamente pobres. Pero ella se rió y dijo que sus pendientes no eran de esmeraldas ni nada parecido, sino que estaban hechos de hierba verde. Luego, cierto día, vieron que llevaba en el pecho el rubí más rojo que jamás se había visto por esos contornos, y que brillaba y centelleaba. Le preguntaron cómo lo había obtenido, ya que tanto ella como su madre eran verdaderamente pobres. Pero ella se rió y dijo que no era un rubí, sino solamente una piedra roja.

Luego, otro día, vieron que llevaba alrededor del cuello el collar más hermoso que jamás se había visto por esos contornos, mucho más elegante que el más elegante de la reina, compuesto de relucientes diamantes, a centenares, que resplandecían como las estrellas en una noche de junio. Así que le preguntaron cómo lo había conseguido. Pero ella se rió y dijo que no eran diamantes, sino únicamente piedras blancas. Y un día fue a la Corte llevando en la cabeza una corona de monedas de oro puro, eso dijo la niñera, que brillaba como el sol y era mucho más espléndida que la que llevaba el propio rey; además, llevaba esmeraldas en las orejas, un gran rubí le servía de broche, y un magnífico collar de diamantes centelleaba en su cuello. El rey y la reina pensaron que sería alguna eminente princesa de un país lejano y descendieron de sus tronos para salir a su encuentro; pero alguien les contó de quién se trataba en realidad y que era completamente pobre. Así que el rey le preguntó por qué llevaba una corona de oro y cómo la había conseguido. Y ella se rió y dijo que no era una corona de oro, sino solamente unas flores amarillas que se había puesto en el pelo. El rey pensó que aquello era muy extraño y le dijo que debería permanecer en la Corte y ya verían que pasaba después. La joven era tan encantadora que todos decían que sus ojos eran más verdes que las esmeraldas, sus labios más rojos que el rubí, su piel más blanca que los diamantes, y su pelo más resplandeciente que el oro. De forma que el hijo del rey dijo que quería casarse con ella, y el rey le respondió que podía hacerlo.

El obispo los casó y hubo una gran cena; después, el hijo del rey fue a la alcoba de su esposa. Pero justo cuando iba a abrir la puerta, vio frente a ésta a un hombre alto, vestido de negro, con una cara espantosa, y una voz dijo: -No arriesgues tu vida , pues ésta es mi propia esposa-

Entonces el hijo del rey cayó al suelo fulminado. Acudió mucha gente que intentó entrar en la alcoba sin conseguirlo, y golpeó la puerta con hachas; pero la madera se había endurecido como el hierro y, finalmente, huyeron todos, tan asustados que estaban por los gritos, risas, chillidos y llantos que salían de la alcoba.

Al día siguiente consiguieron entrar, descubriendo que no había en ella más que un espeso humo negro, ya que el hombre de negro se había llevado a la joven. Encontraron sobre la cama dos lazos de hierba marchita, una piedra roja, y algunas piedras blancas y flores amarillas ajadas. Me acordé de este cuento de mi niñera mientras permanecí en el fondo del profundo hoyo; todo allí era tan extraño que sentí miedo. No pude divisar ninguna de las piedras ni de las flores, pero temí llevármelas sin saberlo, y se me ocurrió hacer un hechizo que me vino a la memoria para mantener alejado al hombre de negro. Así que permanecí de pie en el mismo centro de la hoya, me aseguré de que no llevaba encima ni piedras ni flores, y luego di varias vueltas al lugar, toqué mis ojos, mis labios y mi pelo de una manera especial, y susurré algunas extrañas palabras que me había enseñado la niñera para alejar a las cosas malignas. Entonces me sentí a salvo, salí trepando de la hoya y proseguí a través de todos aquellos montículos, depresiones y barreras, hasta llegar al final, que estaba más elevado que el resto, desde donde pude ver que las diferentes formas dibujadas sobre la tierra estaban dispuestas siguiendo una pauta, algo así como las rocas grises, sólo que con distinta pauta.

Empezaba a oscurecer, pero desde donde yo me encontraba parecían dos enormes figuras humanas tumbadas en la hierba. Seguí adelante y, finalmente, encontré cierto bosque, demasiado secreto para describirlo, pues nadie sabe cómo atravesarlo, descubrimiento que yo hice de manera muy curiosa, viendo entrar a un animalito. De modo que seguí al animal por un sendero muy estrecho y oscuro, bajo espinos y arbustos, y ya casi había anochecido cuando llegué a una especie de claro en el centro.

Allí vi la cosa más maravillosa que jamás había visto, aunque sólo un momento, pues huí inmediatamente, salí del bosque por el sendero por el que había venido, y corrí más deprisa que nunca, porque estaba asustada de tan maravilloso, extraño y hermoso que era lo que acababa de ver. Pero quería regresar a casa y pensar en ello, pues no sabía lo que podía sucederme si me quedaba en el bosque. Mientras corría por la espesura, ardía y temblaba, mi corazón latía aceleradamente, y no podía evitar el dejar escapar extraños gritos.

Me alegré de que una enorme luna blanca apareciese sobre una colina y me mostrara el camino, de modo que volví a pasar por los montículos y hoyas, descendí al angosto valle, ascendí a través de los matorrales al lugar de las rocas grises y, finalmente, llegué a casa. Mi padre estaba ocupado en su despacho y los criados no le habían contado que yo no había vuelto a casa, aunque estaban asustados, y se preguntaban qué debían hacer; de modo que les dije que me había perdido, pero no les dejé que descubrieran el verdadero camino que había seguido.

Me fui a la cama y permanecí despierta, pensando en lo que había visto. Cuando abandoné el estrecho sendero me pareció todo tan auténtico que durante el camino de vuelta a casa estuve segura de haberlo visto. Ahora deseaba quedarme a solas en mi habitación para alegrarme por cuanto había presenciado y, cerrando los ojos, fingir que me encontraba allí y que hacía todas las cosas que habría hecho de no haberme asustado tanto. Pero cuando cerré los ojos no me vino la visión, y comencé otra vez a pensar en mi aventura, y recordé lo oscura y misteriosa que resultó al final, y temí que todo fuera un engaño, pues parecía imposible que hubiera sucedido todo aquello. Parecía uno de los cuentos de la niñera, en los que realmente no creía, aunque en verdad me había asustado en el fondo de la hoya; las historias que ella me contaba cuando yo era pequeña me volvieron a la mente, y me pregunté si sería cierto lo que creía haber visto, o si alguno de los cuentos habría sucedido hace mucho tiempo. Permanecí despierta. La casa estaba en silencio. Había oído a mi padre subir las escaleras, y poco después el reloj dio las doce y la casa se quedó silenciosa y vacía, como si nadie viviera en ella. Aunque todo estaba oscuro en mi habitación, un pálido resplandor brillaba a través de la blanca persiana, y en cuanto me levanté y miré hacia afuera, vi la gran sombra negra de la casa cubriendo el jardín, como si fuera una cárcel de condenados a muerte, y más allá todo estaba blanco, y el bosque resplandecía de blancura con negros abismos entre los árboles. Era una noche clara y tranquila, sin nubes en el cielo.

Deseaba pensar en lo que había visto, pero no podía, y empecé a recordar todos los cuentos que la niñera me había contado hace mucho tiempo y creía haber olvidado. Los recordé todos y los mezclé con los matorrales y las rocas grises y las hoyas en la tierra y el bosque secreto, hasta que apenas supe lo que era verdad y lo que era cuento, y pensé si todo no sería un sueño.

Entonces me acordé de aquella calurosa tarde de verano, hace tanto tiempo, en que la niñera me dejó sola a la sombra y la gente blanca salió del agua y del bosque, y jugó, bailó y cantó, y tuve la impresión de que la niñera me había contado algo parecido antes de que lo viera, sólo que no podía recordar exactamente de qué se trataba. Entonces me pregunté si no sería ella la dama blanca, pues recordé que era igual de blanca y de bella, y tenía idénticos ojos oscuros y pelo negro; y a veces, al contarme alguno de sus cuentos, que empezaban por Érase una vez, o En tiempo de las hadas..., sonreía y me miraba como solía hacerlo la dama. Pero pensé que no podía ser ella, pues parecía haber tomado un camino diferente en el bosque, y no creía que el hombre que vino siguiéndonos fuese el otro, porque entonces no podría haber visto aquel maravilloso secreto del bosque secreto. Pensé en la luna: pero no vi aparecer su enorme disco blanco por encima de una colina hasta después, cuando me encontraba en medio del territorio salvaje donde la tierra formaba grandes figuras y todo eran barreras, misteriosas hoyas y suaves montículos redondeados. Pensé en todas estas cosas hasta que, finalmente, me asusté, pues temía que me pasara algo, y recordé el cuento de la pobre chica que se metió en una hoya y al final el hombre negro se la llevó. Sabía que yo también había bajado al fondo de una hoya, quién sabe si a la misma, y había hecho algo espantoso.

Así que volví a hacer el hechizo, me toqué los ojos, los labios y los cabellos de una forma especial, y pronuncié las viejas palabras en el idioma de las hadas, para poder estar segura de que nadie me llevaría. Intenté ver de nuevo el bosque secreto, reptar por el pasadizo y ver lo que había visto la otra vez, pero, por alguna razón, no pude y seguí pensando en los cuentos de la niñera. Me acordé de uno acerca de un joven que fue una vez a cazar: él y sus perros estuvieron todo el día cazando pero no encontraron nada. El joven estaba irritado y ya iba a retornar cuando, en el preciso momento en que el sol incidía sobre la montaña, vio salir de la maleza frente a él a un magnífico venado blanco. Azuzó a sus perros, pero éstos empezaron a gimotear y no quisieron perseguirlo; azuzó a su caballo, pero éste se estremeció y permaneció inmóvil; el joven saltó del caballo, abandonó a los perros y comenzó a perseguir solo al venado blanco. Pronto se hizo de noche; el cielo estaba negro, sin que brillase en él ni una sola estrella, y el venado desapareció en la oscuridad.

Y aunque el hombre llevaba consigo su escopeta, no disparó, pues quería capturarlo con vida. Pero jamás perdió su rastro, pese a lo negro que estaba el cielo y lo oscuro de la noche, y el venado siguió su camino hasta que el joven ya no supo dónde estaba. Atravesaron bosques inmensos donde el aire estaba repleto de susurros y un pálido y mortecino resplandor brotaba de los troncos podridos que yacían en el suelo, y justamente cuando el hombre creyó haber perdido al venado, lo vio frente a él todo blanco y resplandeciente; corrió velozmente tras él, pero el venado fue más rápido, de modo que no pudo atraparlo.

Atravesaron bosques inmensos, cruzaron ríos a nado, vadearon negros pantanos en los que el suelo burbujeaba y el aire estaba lleno de fuegos fatuos; el venado, en su huida, bajó a angostos valles rocosos donde el aire olía a panteón, y el hombre siguió tras él.

Escalaron grandes montañas y el hombre escuchó al viento bajar del cielo, y el venado siguió huyendo y el hombre siguió tras él. Finalmente salió el sol y el joven descubrió que se encontraba en un país que jamás había visto antes; era un hermoso valle atravesado por una corriente transparente, con una gran colina redonda en el centro. El venado descendió al valle, en dirección a la colina, y parecía hallarse cansado, pues iba cada vez más despacio, y el hombre, aunque también estaba muy cansado, empezó a correr más deprisa, seguro de que, finalmente, capturaría al venado. Pero justamente al llegar al pie de la colina, cuando el hombre alargaba la mano para atrapar al venado, éste desapareció bajo tierra; y el hombre empezó a llorar porque sentía haberlo perdido después de una cacería tan larga.

Pero mientras lloraba descubrió una entrada en la colina, justo frente a él, la franqueó y se encontró completamente a oscuras, pero siguió adelante, pues pensaba dar con el venado blanco. De pronto se hizo la luz y pudo verse el cielo, el sol resplandeciente, pájaros cantando en los árboles y una hermosa fuente. Junto a ella estaba sentada una adorable dama, la reina de las hadas, que le dijo al hombre que se había transformado en venado para llevarle hasta allí, debido a lo mucho que le amaba. Luego sacó una gran copa de oro cubierta de joyas, procedente de su palacio mágico, y le ofreció en ella vino. Bebió él, y cuanto más bebía más ansias tenía de beber, pues el vino estaba encantado. De modo que besó a la dama y la hizo su esposa, y permaneció todo el día y toda la noche en la colina donde ella vivía. Cuando despertó se encontró tumbado en el suelo, cerca del lugar en donde había visto por vez primera al venado; allí estaba su caballo y sus perros, esperándole, y al levantar la vista vio que el sol estaba poniéndose detrás de la montaña. Regresó a su casa y vivió muchos años, pero jamás volvió a besar a ninguna otra dama porque había besado a la reina de las hadas, y nunca más volvió a beber vino corriente, ya que había probado el vino encantado. A veces la niñera me contaba cuentos que había oído a su bisabuela, que era muy anciana y vivía sola en una casa de campo en la montaña; la mayoría de ellos trataban de una colina, donde, hace mucho tiempo, la gente solía reunirse de noche para jugar a toda clase de juegos y hacer cosas raras que la niñera me contó, pero que yo no pude entender. Según ella, ahora, a excepción de su bisabuela, todos habían olvidado aquello, y nadie sabía dónde estaba la colina, ni siquiera su bisabuela.

Sin embargo, me contó una extraña historia relacionada con esa colina, y me estremecí al recordarla. Me dijo que la gente iba siempre allí en verano, cuando hacía mucho calor, y tenían que bailar mucho. Al principio todo estaba a oscuras y había allí árboles que ensombrecían mucho más el lugar; la gente venía, uno tras otro, de todas direcciones, por un sendero secreto; dos de ellos se quedaban a vigilar, y todos los que subían tenían que hacerles una señal muy extraña, que la niñera me enseñó lo mejor que pudo, aunque dijo que no podía enseñármela como es debido. Acudía toda clase de gente: personas bien nacidas y aldeanos, algunos ancianos, chicos y chicas, y bastantes niños pequeños, que se sentaban y observaban. Todo estaba a oscuras cuando llegaban, excepto un rincón donde alguien quemaba algo que olía fuerte y fragante y les hacía reír, mientras se veía el resplandor de los carbones y el humo rojo elevándose.

Entraban todos, y cuando lo había hecho el último la puerta desaparecía, de modo que nadie más podía entrar, aunque supiese que al otro lado había algo. En cierta ocasión, un caballero extranjero, que llevaba cabalgando un buen trecho, se extravió de noche y su caballo le condujo al mismo centro de esta región salvaje, por todas partes había espantosos pantanos y grandes piedras, agujeros en el suelo, y los árboles parecían horcas, pues tenían largos brazos negros que se extendían a través del camino. Este caballero estaba muy asustado y su caballo comenzó a temblar, hasta que, finalmente, se detuvo y no hubo forma de hacerle seguir, por lo que el caballero descabalgó e intentó llevarlo de las riendas, mas no consiguió moverlo, estando todo él cubierto de un sudor cadavérico. Así que el caballero continuó solo, internándose cada vez más en la región salvaje, hasta que al fin llegó a un lugar oscuro, donde oyó gritos, cánticos y llantos, como jamás había oído anteriormente. Todo sonaba muy cerca, pero no podía ver nada, así que se puso a dar voces y, mientras lo hacía, algo apareció a sus espaldas y, en un momento, quedó inmovilizado de pies, manos y boca y se desvaneció. Cuando volvió en sí estaba tumbado al borde del camino, exactamente donde se había perdido el caballo la primera vez, bajo un roble seco de tronco ennegrecido, y su montura estaba atada a su lado. De modo que cabalgó hasta la ciudad y allí contó a la gente lo que le había sucedido; algunos se asombraron, pero otros sabían de lo que se trataba. Una vez que todos habían entrado, la puerta desaparecía para que nadie más pudiera pasar por ella. Y cuando estaban todos dentro, reunidos en círculo, tocándose unos a otros, alguien comenzaba a cantar en la oscuridad, y otro hacía un ruido parecido al trueno con un objeto que tenían a propósito.

En las noches de calma, la gente oía aquel estruendoso ruido mucho más lejos de la región salvaje, y algunos, que creían saber lo que pasaba, solían hacerse una señal en el pecho cuando despertaban en sus lechos en plena noche y oían aquel terrible ruido grave, parecido al trueno en las montañas. El ruido y los cánticos continuaban, y la gente, agrupada en círculo, se balanceaba de un lado para otro; la canción estaba en una antigua lengua que nadie conoce ahora, y la tonada era extraña. La niñera decía que su bisabuela había conocido, siendo todavía muy niña, a un hombre que se acordaba un poco de la canción; luego trató de contarme algo de ella, y la tonada era tan rara que me quedé completamente helada y se me puso la carne de gallina, como si hubiese tocado algo muerto. Unas veces era un hombre quien la cantaba, y otras una mujer; y, de vez en cuando, el que la cantaba lo hacía tan bien que dos o tres personas allí presentes caían al suelo gritando. El cántico proseguía y la gente seguía balanceándose durante un buen rato, y, por fin, la luna se elevaba por encima de un lugar que llamaban Tole Deol, ascendía y los iluminaba dando vueltas, rodeados de un espeso humo procedente de los carbones encendidos.

Entonces cenaban. Un chico y una chica les servían la cena; el chico portaba una gran copa de vino, y la chica una barra de pan, e iban pasándose de uno a otro el pan y el vino, que sabían muy distintos del pan y el vino corrientes y transformaban a cuantos los probaban. Luego se levantaban todos y bailaban, y sacaban objetos secretos de sus escondites, y jugaban a juegos extraordinarios, y bailaban en círculo a la luz de la luna, y, a veces, había gente que desaparecía de repente y nunca más se tenían noticias de ellos ni nadie sabía lo que les había sucedido. Y bebían más de aquel curioso vino, y fabricaban imágenes y las adoraban; y un día que salimos a pasear, al pasar por un lugar donde había un montón de arcilla húmeda, me enseñó cómo se fabricaban estas imágenes. De modo que me preguntó si me gustaría saber qué eran aquellas cosas que hacían en la colina, y le dije que sí. Entonces me pidió que le prometiera no decir ni una sola palabra a ningún ser viviente, pues si lo hacía sería arrojada al pozo negro con los muertos. Le contesté que no se lo contaría a nadie, pero ella siguió diciéndome lo mismo una y otra vez, hasta que se lo prometí.


Así es que tomó mi pala de madera, extrajo arcilla, la puso en mi cubo de hojalata, y me advirtió que, si nos encontrábamos con alguien, dijera que pensaba hacer pasteles al regresar a casa. Luego proseguimos el camino hasta llegar a un matorral que crecía junto a la carretera. La niñera se detuvo, miró la carretera de arriba a abajo, atisbó luego, a través del soto, el campo que se extendía al lado opuesto, y exclamó: ¡Rápido! Entonces corrimos hacia el matorral, nos arrastramos a su interior, y salimos igualmente a rastras entre unos arbustos, hasta distanciarnos un buen trecho de la carretera. Después nos sentamos bajo un arbusto; ardía en deseos de saber lo que la niñera iba a hacer con la arcilla, pero, antes de empezar, me hizo prometer otra vez que no diría ni una palabra. Nos sentamos y sacó la arcilla y comenzó a amasarla con las manos, a darle vueltas. Luego la ocultó un momento bajo una hoja de romaza, la volvió a sacar, y después se levantó, se sentó, dio vueltas en torno de una manera especial, y todo el tiempo estuvo cantando en voz baja una especie de rima, mientras su rostro enrojecía. Luego se sentó, tomó la arcilla y comenzó a darle la forma de un muñeco, pero no como los que tengo en casa; así que hizo con la arcilla húmeda el muñeco más raro que he visto, y lo escondió debajo de un arbusto para que se secara y endureciese, y mientras estuvo haciendo esto no dejaba de cantar aquellas rimas, y su rostro enrojecía cada vez mas. De modo que dejamos allí el muñeco, donde nadie lo pudiera encontrar. Y unos días después volvimos y, al llegar a esa parte angosta y oscura de la senda, la niñera me hizo prometer todo de nuevo, miró en torno como hizo la otra vez, y nos arrastramos por entre los arbustos hasta llegar al matorral donde estaba escondido el hombrecillo de arcilla.

Lo recuerdo muy bien, aunque no tenía más de ocho años, y desde hace otros ocho estoy poniéndolo todo por escrito; el cielo era de color azul violáceo, y, en medio del matorral había un enorme y viejo árbol cubierto de flores, al otro lado, un macizo de ulmarias; cuando pienso en aquel día, el perfume de las ulmarias y de las flores del árbol parece llenar mi habitación, y si cierro los ojos puedo ver el cielo surcado de nubes muy blancas, y a la niñera, que hace mucho tiempo se marchó de casa, sentada frente a mí, con su gran parecido a la hermosa dama blanca del bosque. Nos sentamos, sacó el muñeco de arcilla del lugar secreto, y dijo que teníamos que presentarle nuestros respetos y que ella me mostraría lo que tenía que hacer, para lo cual debía observarla. Así que hizo toda clase de cosas raras con el hombrecillo de arcilla, y advertí que estaba bañada en sudor pese a haber caminado muy despacio; entonces me dijo que presentase mis respetos, y yo hice todo lo que le vi hacer a ella, porque la quería y se trataba de un juego poco corriente. Me dijo que si alguien amaba bastante, el hombre de arcilla servía de mucho, con tal de hacer ciertas cosas con él; y si alguien odiaba mucho, aquél era igualmente útil, sólo que había que hacer cosas distintas. Jugamos con él mucho rato e imaginamos toda suerte de cosas. La niñera me dijo que su bisabuela le había contado todo lo referente a esas figuras, y que no existía mal alguno en lo que habíamos hecho, solamente era un juego. Sin embargo, me contó una historia acerca de estas figuras, que me asustó mucho, la cual recordé aquella noche en que estuve tumbada despierta en mi dormitorio, en medio de la oscuridad, pensando en lo que había visto en el bosque secreto. Según la niñera, hubo una vez una joven dama de elevada alcurnia que vivía en un gran castillo. Era tan bella que todos los caballeros querían casarse con ella, ya que se trataba de la más adorable criatura jamás vista, y era muy amable con todo el mundo, por lo que todos pensaban que era muy buena.

Pero, aunque fue muy cortés con los caballeros que deseaban casarse, los rechazó a todos y dijo que no podía decidirse, y que ni siquiera estaba segura de querer casarse. Su padre, que era un importante señor, se enfadó, y le preguntó por qué no elegía a alguno de los guapos solteros jóvenes que frecuentaban el castillo.

Pero ella respondió que no amaba a ninguno y que debía esperar; y añadió que si insistían se iría y se metería monja en algún convento. De modo que todos los caballeros dijeron que se marcharían y esperarían un año y un día, y pasado este tiempo regresarían de nuevo y le preguntarían con cual de ellos se casaría. Así que se fijó la fecha de partida y todos los caballeros se fueron, luego que la dama les prometiera que, al cabo de un año y un día, celebraría sus bodas con uno de ellos. Pero la verdad es que ella era la reina del pueblo que bailaba en la colina las noches de verano y, en las noches apropiadas, cerraba la puerta de su habitación, salía furtivamente del castillo en compañía de su doncella por un pasadizo secreto, y se iban a la colina. Sabía más de estas cosas secretas que cualquiera, y más de lo que nadie ha sabido antes o después, ya que no contó a nadie sus secretos. Sabía hacer las cosas más atroces: destrozar a los jóvenes, maldecir a la gente, y otras cosas que nunca pude entender. Su verdadero nombre era Lady Avelin, pero la gente danzarina la llamaba Cassap, que en la antigua lengua significa alguien muy sabio. Era más blanca que cualquiera de ellos, y más alta, y sus ojos brillaban en la oscuridad; sabía cantar canciones que el resto desconocía, y cuando lo hacía, caían todos de bruces y la adoraban. También sabía hacer lo que ellos llamaban shibshow, que era un hechizo estupendo.

Le decía a su padre que quería ir a los bosques a buscar flores, él la dejaba ir, y se iba con su doncella a los bosques donde nadie acudía, y la doncella se quedaba a vigilar. Entonces, la dama se tumbaba bajo los árboles, empezaba a cantar una determinada canción, extendía los brazos, y, de todas partes del bosque, llegaban enormes serpientes, silbando y deslizándose por entre los árboles, y sacando sus lenguas bífidas mientras reptaban en dirección a la dama. Llegaban hasta ella y se enroscaban alrededor de su cuerpo, de sus brazos y de su cuello, hasta cubrirla de serpientes enroscadas de manera que sólo se le viera la cabeza. Ella les susurraba y les cantaba, y las serpientes se enroscaban a su alrededor cada vez más deprisa, hasta que les decía que se fueran. Inmediatamente se iban todas de vuelta a sus agujeros, y sobre el pecho de la dama quedaba una piedra de lo más curioso y bello, en forma de huevo, de color azul oscuro y amarillo, rojo y verde, con marcas como escamas de serpiente. Se la consideraba una piedra mágica, y con ella podía hacerse toda clase de prodigios; la niñera decía que su bisabuela había visto con sus propios ojos una piedra mágica y, en efecto, era brillante y escamosa como una serpiente. La dama sabía hacer también otras muchas cosas, pero estaba firmemente determinada a no casarse. Había varios caballeros que querían casarse con ella, pero, sobre todo, cinco cuyos nombres eran Sir Simon, Sir John, Sir Oliver, Sir Richard y Sir Rowland. Los demás creían que la dama decía la verdad y que elegiría a uno de ellos por marido al cabo de un año y un día; solamente Sir Simon, que era muy astuto, pensaba que les estaba engañando y juró estar alerta y tratar de descubrir algo. Pese a ser muy sensato, era todavía muy joven y tenía un rostro lampiño y suave como una chica; fingió, como los demás, que no volvería al castillo en un año y un día, y anunció que se marchaba a países extranjeros allende los mares.

Pero, en realidad, sólo se alejó un poco y regresó disfrazado de criada, consiguiendo un empleo en el castillo como fregaplatos. Esperó, observó, escuchó y calló; se ocultaba en lugares oscuros, y por la noche se mantenía en vela y espiaba, y oyó y vio cosas que le parecieron muy extrañas. Era tan astuto que le contó a la chica que servía a la dama que, en realidad, era un hombre y que se había vestido de mujer porque la amaba tanto que quería estar en la misma casa que ella; la chica se alegró tanto que le contó muchas cosas, y cada vez estaba más seguro de que Lady Avelin les estaba engañando a él y a los demás.

Y era tan listo, y contó tantas mentiras a la criada, que una noche se las arregló para esconderse en la habitación de Lady Avelin, detrás de las cortinas. Permaneció completamente callado e inmóvil, y, finalmente, llegó la dama. Se inclinó bajo la cama y levantó una piedra; debajo había un hoyo, del que sacó una figura de cera igual a la de arcilla que la niñera y yo habíamos hecho en la maleza. Sus ojos ardieron todo el tiempo como rubíes. Cogió en brazos al muñeco de cera y lo oprimió contra su pecho, y le murmuró y le susurró cosas, y lo levantó y lo puso de nuevo en el suelo, y lo sostuvo en alto y lo bajó, y lo puso otra vez en el suelo. Y dijo:

-Bienaventurado sea el que engendró al obispo, que ordenó al clérigo, que casó al hombre, que poseyó a la mujer, que moldeó la colmena, que albergó a la abeja, que recogió la cera de la que está hecho mi único amor verdadero-.

Luego sacó un gran cuenco dorado, y una gran jarra de vino, y vertió un poco de vino en el cuenco; después metió poco a poco el maniquí en el vino y lo lavó. Luego se dirigió a un aparador, cogió un pequeño pastel redondo, se lo puso en la boca a la figura, y después cargó con ella suavemente y la tapó. Sir Simon, que había estado espiando todo el tiempo, pese a hallarse terriblemente asustado, vio inclinarse a la dama y extender los brazos, susurrar y cantar; entonces, el caballero descubrió junto a ella a un apuesto joven que la besaba en los labios. Y juntos bebieron vino del cuenco dorado, y juntos se comieron el pastel. Pero cuando salió el sol, únicamente quedaba el diminuto muñeco de cera, que la dama escondió otra vez en el hueco de debajo de la cama. De modo que Sir Simon se enteró perfectamente de quién era la dama, y esperó y vigiló hasta que el plazo que ella fijó casi hubiera finalizado, y sólo faltara una semana para cumplirse el año y un día. Una noche que estaba espiando, oculto tras las cortinas de la habitación de la dama, la vio haciendo más muñecos de cera.

Hizo cinco y los escondió. La noche siguiente cogió uno, lo levantó, llenó de agua el cuenco dorado, tomó al muñeco por el cuello, y lo metió bajo el agua. Entonces dijo:

-Sir Dickon, Sir Dickon, tu día ha llegado, en oscuras aguas morirás ahogado.

Al día siguiente llegaron noticias de que Sir Richard se había ahogado en un vado. Y esa noche la dama cogió otro muñeco, le ató un cordón violeta alrededor del cuello, y lo colgó de un clavo. Entonces dijo:

-Sir Rowland, de tu vida el plazo ha terminado, de lo alto de un árbol te veo colgado.

Y al día siguiente llegaron noticias de que a Sir Rowland le habían ahorcado en el bosque unos salteadores. Y esa noche la dama cogió otro muñeco y le clavó un alfiler en el corazón. Entonces dijo:

-Sir Noll, Sir Noll, cesa así tu vida, traspasado el corazón por honda herida.

Y al día siguiente llegaron noticias de que Sir Oliver se había peleado en una taberna y un desconocido le había apuñalado en el corazón. Y esa noche la dama cogió otro muñeco y lo puso al fuego de carbón hasta que se derritió. Entonces dijo:

-Sir John, al polvo regresarás, en febril fuego te consumirás.

Y al día siguiente llegaron noticias de que Sir John había muerto abrasado por la fiebre.

Entonces Sir Simon abandonó el castillo, montó en su caballo, se fue a ver al obispo, y le contó todo. El obispo envió a sus hombres, los cuales prendieron a Lady Avelin, descubriendo todo cuanto había hecho. De modo que un día después de cumplirse el año y un día, fecha en que debía casarse, la llevaron por toda la ciudad en su bata, la ataron a una gran estaca en la plaza del mercado, y la quemaron viva, con la figura de cera colgándole del cuello. La gente dijo que el hombre de cera chilló al ser consumido por las llamas. Una y otra vez pensé en esta historia mientras yacía despierta en la cama, y me pareció estar viendo a Lady Avelin en la plaza del mercado, su hermoso cuerpo blanco devorado por las llamas. Y tantas vueltas le di que me pareció estar metida yo misma en la historia, y me imaginé ser la dama, y que vendrían a prenderme para ser quemada en la hoguera a la vista de toda la ciudad. Y me pregunté si a ella le hubiera preocupado eso, después de tantas cosas extrañas como había hecho, o si le habría dolido mucho que la quemaran en la hoguera. Una y otra vez intenté olvidar las historias de la niñera, y recordar el secreto que presencié aquella tarde, y lo que había en el bosque secreto; pero no lograba ver más que la oscuridad y un breve destello, que pronto desaparecía, y a continuación únicamente me veía a mí misma corriendo, hasta que una luna muy blanca surgía por encima de la sombría colina. Entonces de nuevo me volvieron a la memoria los viejos cuentos y las extrañas rimas que la niñera solía cantarme. Había una que empezaba Hasly cumsy, Helen musty, que ella solía cantarme dulcemente cuando quería que me durmiese. Y me puse a cantarla para mis adentros hasta quedarme dormida.

A la mañana siguiente estaba muy cansada y apenas pude estudiar mis lecciones, y me alegré mucho cuando terminé y me puse a almorzar, pues quería salir y estar sola. Era un día caluroso y fui a una linda colina cubierta de césped, junto al río, y me senté encima del viejo chal de mi madre. El cielo estaba gris, como el día anterior, pero había una especie de resplandor blanco, y desde donde yo estaba sentada, podía contemplar todo el pueblo, tan inmóvil, silencioso y blanco como un cuadro. Recordé que fue en esa colina donde la niñera me enseñó a jugar un antiguo juego llamado Ciudad de Troya, en el que una tenía que bailar, enroscarse y retorcerse sobre un dibujo trazado en la hierba, y luego, cuando ya había bailado y dado suficientes vueltas, la otra persona te hacía preguntas que no podías evitar el contestar, quisieras o no, y tenías la impresión de que debías hacer cualquier cosa que ella te ordenara. La niñera decía que solía haber muchos juegos como ése. Había uno mediante el cual podías convertir a la gente en lo que quisieras, y un anciano que su bisabuela había conocido sabía de una chica que se había convertido en una serpiente. Existía otro juego muy antiguo consistente en bailar, retorcerse y dar vueltas, mediante el cual podías sacar a una persona de su propio ser y retenerla en tu poder todo el tiempo que quisieras, mientras su cuerpo seguía paseándose completamente vacío y sin sentido. Pero yo fui a aquella colina porque quería meditar sobre lo que había ocurrido el día anterior y sobre el secreto del bosque. Desde el lugar donde estaba sentada podía ver, al otro lado del pueblo, el claro que encontré, por donde un pequeño arroyo me condujo hasta un país desconocido.

Imaginé que, de nuevo, seguía el curso del arroyo, y repasé todo el camino mentalmente; por último llegué al bosque, me arrastré entre los arbustos, y entonces vi algo en la oscuridad que me hizo sentir como si estuviera llena de fuego, como si deseara bailar, cantar y volar, pues me notaba cambiada y estupenda. Pero lo que vi no había cambiado nada, ni había envejecido, y me pregunté una y otra vez cómo podían suceder semejantes cosas, y si serían realmente ciertas las historias de la niñera, porque a la luz del día y al aire libre todo parecía diferente que por la noche. Una vez le conté a mi padre uno de esos cuentos, que trataba de un fantasma, y le pregunté si era cierto; él lo negó rotundamente diciendo que la gente ignorante creía en semejantes disparates. Se enfadó mucho con la niñera por haberme contado el cuento, y la regañó; después de eso, ella me hizo prometer que nunca más susurraría ni una sola palabra de lo que me contara, pues si lo hacía sería mordida por la gran serpiente negra que vivía en la charca del bosque.

Completamente a solas en la colina, me pregunté qué habría de verdad en todo aquello. Había visto algo muy asombroso y muy hermoso, sabía un cuento, y si realmente había visto eso y no lo había inventado a partir de las tinieblas, las ramas negras y el brillante resplandor que iba subiendo hasta el cielo por detrás de la gran colina redonda, si de verdad lo había visto, entonces había todo tipo de cosas maravillosas, encantadoras y terribles en que pensar, de modo que suspiré y temblé, y ardía pese a estar helada. Bajé la mirada hacia el pueblo, tan inmóvil y silencioso como un inofensivo cuadro, y pensé una y otra vez si no sería todo cierto. Pasó mucho tiempo antes de que pudiera decidir algo; el corazón me palpitaba de una forma tan extraña que parecía susurrarme todo el tiempo que todavía no me había sacado aquello de la cabeza; y, no obstante, parecía completamente imposible, y sabía que mi padre y todos los demás dirían que era un terrible disparate.

Jamás pensé decirle a él o a cualquier otro ni una palabra del asunto, porque sabía que de nada serviría y únicamente me acarrearía burlas y reprimendas; así que durante un tiempo fui muy discreta, sin dejar por ello de pensar y de maravillarme; y de noche solía soñar cosas asombrosas, y a veces me despertaba de madrugada gritando con los brazos extendidos. También me asustaba porque, de ser cierta la historia, existían evidentes peligros, y podía sucederme algo espantoso, a menos que tuviera mucho cuidado.

Aquellos viejos cuentos no se me iban de la cabeza ni de noche ni de día, constantemente volvía sobre ellos y me los contaba a mí misma una y otra vez, mientras paseaba por los mismos lugares en donde la niñera me los había contado; y cuando me sentaba en la habitación de los niños junto al fuego, solía imaginarme que la niñera estaba sentada en la otra silla, contándome en voz baja alguna maravillosa historia por miedo a que alguien la oyera. Pero ella prefería contarme esas cosas cuando estábamos en el campo, lejos de casa, porque, según ella, eran grandes secretos y las paredes oyen.

Y si se trataba de algo mucho más secreto, teníamos que ocultarnos en matorrales o bosques; solía pensar que era muy divertido arrastrarse a lo largo de un seto, y, de pronto, meterse entre los arbustos o correr hacia el bosque, estando seguras de que nadie nos veía. De modo que sabíamos que nuestros secretos eran solamente nuestros, y que nadie más sabía nada de ellos. De vez en cuando, después de habernos escondido según acabo de describir, acostumbraba a enseñarme toda clase de cosas raras.

Un día, recuerdo que estábamos escondidas en un matorral de avellano que domina el arroyo. La niñera dijo que me enseñaría algo divertido que me haría reír, y entonces me mostró cómo poner patas arriba toda una casa sin que nadie se dé cuenta, haciendo saltar ollas y cacerolas, rompiendo la porcelana, y provocando que las sillas caigan unas encima de las otras. Lo intenté un día en la cocina, y comprobé que podía hacerlo bastante bien: una fila entera de platos cayó del aparador, y la pequeña mesa auxiliar de la cocinera se volvió delante de sus ojos, según dijo, asustándose tanto y poniéndose tan blanca que no lo volví a hacer, pues la estimaba. Más tarde, en el bosquecillo de avellanos, donde me había enseñado a hacer que las cosas se caigan, me explicó la manera de provocar ruido como de golpes, y aprendí también a hacerlo.

Después me enseñó rimas para determinadas ocasiones, extraños signos para ejecutar en otras circunstancias, y otras cosas que su bisabuela le había enseñado cuando era una niña. Y ésas fueron las cosas en las que pensé aquellos días, después del extraño paseo en el que creí descubrir un gran secreto, y deseé que la niñera estuviera aquí para preguntarle al respecto, pero se había marchado hacía más de dos años y nadie parecía saber adónde se había ido. Pero yo siempre recordaré aquellos días aunque viva muchos años más, pues constantemente me sentía muy extraña, perpleja e incrédula, y unas veces me notaba completamente segura y decidida, y otras estaba convencida de que tales cosas realmente no podían suceder, y vuelta a empezar. Pero tuve mucho cuidado de no hacer ciertas cosas que pudieran ser peligrosas. Así que esperé y medité durante mucho tiempo, y aunque no estaba completamente segura de nada, nunca me atreví a indagar más. Pero un día tuve la certeza de que todo lo que dijo la niñera era verdad, y me encontré muy sola al descubrirlo.

Temblé de pies a cabeza, de alegría y espanto al mismo tiempo, y corrí tan rápida como pude hacia uno de aquellos matorrales que solíamos frecuentar, y me deslizé en su interior, y cuando llegué al más antiguo de todos ellos me tapé la cara con las manos y me tumbé boca abajo sobre la hierba, y permanecí inmóvil durante un par de horas, susurrándome a mí misma deliciosas y terribles cosas, y repitiendo una y otra vez ciertas palabras. Todo era cierto, maravilloso y espléndido, cuando recordaba la historia que conocía, y pensaba en lo que realmente había visto, me daban escalofríos y el aire parecía llenarse de perfumes y flores y canciones. Primero de todo quise moldear un hombre de arcilla, como el que había hecho la niñera hacía tanto tiempo, y tuve que inventarme varios planes y estrategias, y vigilar, y pensar las cosas de antemano, a fin de que nadie pudiera imaginarse lo que estaba haciendo o iba a hacer, pues era demasiado mayor para llevar arcilla en un cubo de hojalata.

Al fin ideé un plan, llevé la arcilla húmeda al matorral e hice lo mismo que había hecho la niñera, sólo que la figura que yo hice era mucho más perfecta que la de ella; y cuando la terminé, hice cuanto pude imaginar y mucho más de lo que ella hizo, por lo que su aspecto era mucho mejor.

Pocos días después, habiendo terminado de estudiar, recorrí por segunda vez el camino del arroyo que me había conducido a un país extraño. Lo seguí, pasé por entre los arbustos y bajo las ramas, y atravesé los matorrales de la colina y los sombríos bosques. Luego me arrastré por el oscuro túnel por donde pasaba antes el arroyo, cuyo suelo era pedregoso, hasta que finalmente llegué al matorral que trepaba por la colina, y, aunque las hojas estaban brotando de los árboles, todo estaba tan tenebroso como la primera vez que fui allá. El matorral era el mismo, y lo atravesé despacio hasta salir a la gran colina pelada, donde empecé a caminar entre maravillosas rocas. Vi que el terrible voor lo envolvía todo de nuevo, pues, aunque el cielo estaba más claro, el anillo que formaban las yermas colinas circundantes estaba todavía en sombras, los bosques que las cubrían parecían espantosos, y las extrañas rocas eran tan grises como de costumbre. Cuando las recorrí con la mirada desde lo alto del gran montículo, sentada encima de la piedra, pude contemplar sus asombrosos círculos y cercos, unos dentro de otros, y tuve que permanecer completamente inmóvil, sin perderlos de vista, cuando empezaron a volverse hacia mí; cada piedra bailaba en su sitio, y todas parecían girar en un gran torbellino, como si estuviesen en medio de las estrellas y las oyeran precipitarse a través de la atmósfera. De modo que bajé entre las rocas para bailar con ellas y cantar extraordinarias canciones, y atravesé el otro matorral, y bebí del claro riachuelo del poco accesible y secreto valle, posando los labios en la burbujeante agua; luego proseguí hasta llegar al hondo y rebosante pozo, rodeado de reluciente musgo, y me senté al lado. Miré al frente hacia la oscuridad secreta del valle; detrás de mí se alzaba el elevado muro de hierba, y a mi alrededor los espesos bosques que hacían del valle un lugar secreto. Sabía que no había ninguna otra persona aparte de mí, y que nadie podía verme.

Así que me quité las botas y los calcetines y metí los pies en el agua, pronunciando las palabras que sabía.

El agua no estaba tan fría como yo pensaba, sino que era cálida y muy agradable, y cuando mis pies se introdujeron en ella, tuve la impresión de que eran de seda o que la ninfa me los besaba. Hecho esto, pronuncié las restantes palabras e hice las señales convenidas; luego, me sequé los pies con una toalla que me había llevado a propósito, y me puse los calcetines y las botas. Después trepé por la empinada pared y llegué al lugar donde estaban las hoyas, y los dos bellos montículos, y las redondas lomas de tierra, y las figuras extrañas. Esta vez no bajé a la hoya, sino que, al final, retrocedí y vislumbré las figuras con bastante claridad, pues había más luz, y recordé una historia que había olvidado completamente; en esa historia las dos figuras se llamaban Adán y Eva, y sólo los que conocen la historia comprenden lo que esto quiere decir. Luego proseguí mi camino hasta llegar al bosque secreto que no debe ser descrito, y me arrastré en su interior por el pasadizo que había descubierto. Y cuando había cubierto aproximadamente la mitad del recorrido me detuve, me volví, me preparé, me tapé los ojos con un pañuelo y me aseguré de que no podía ver nada en absoluto, ni una ramita, ni la punta de una hoja, ni la luz del cielo, pues era un viejo pañuelo de seda roja con grandes lunares amarillos, que me daba dos vueltas a la cabeza y cubría mis ojos de forma que no pudiera ver nada.

Entonces comencé a andar, paso a paso, muy despacio. Mi corazón latía cada vez más deprisa, y algo me subía por la garganta que me ahogaba y me provocaba ganas de gritar, pero no despegué los labios y continué. Las ramas se prendían en mis cabellos al andar, y los gigantescos espinos me desgarraban la carne; no obstante, seguí adelante hasta el final del sendero. Entonces me detuve, extendí los brazos y me incliné, y al principio di un rodeo, tanteando con las manos, y no encontré nada. La segunda vez di otro rodeo, tanteando con las manos, y tampoco hallé nada. Entonces lo intenté por tercera vez, tanteando con las manos, y la historia resultó ser cierta, y deseé que hubieran pasado los años para no tener que esperar tanto tiempo a ser feliz para siempre.

La niñera debió de haber sido uno de esos profetas que menciona la Biblia. Todo lo que dijo empezó a cumplirse, y desde entonces han ocurrido otras cosas que ella me contó. Así fue como llegué a saber que sus historias eran verídicas y que yo no me había inventado nada. Pero aquel día sucedió también otra cosa. Acudí por segunda vez al lugar secreto en el hondo y rebosante pozo; mientras permanecía de pie sobre el musgo, me incliné y miré al pozo, y entonces supe quién era la dama blanca que había visto salir del agua en aquel bosque hace mucho tiempo, siendo muy pequeña.

Me estremecí, pues esto me reveló otras cosas. Entonces recordé que poco después de haber visto a la gente blanca en el bosque, la niñera me preguntó más cosas acerca de ellos; se lo volví a contar todo otra vez, lo escuchó sin pronunciar palabra durante mucho tiempo, y por fin dijo: -La verás de nuevo-. Así comprendí lo que había pasado y lo que iba a pasar.

Y entendí todo lo referente a las ninfas: cómo encontrarlas en cualquier lugar; que ellas me ayudarían siempre; y que debía buscarlas siempre bajo todo tipo de apariencias y formas extrañas. Sin las ninfas nunca hubiera podido descubrir el secreto; sin ellas, ninguna de las demás cosas podrían haber sucedido. La niñera me había contado todo lo relacionado con ellas hacía mucho tiempo, pero las llamaba por otro nombre, y no supe lo que quería decir, ni qué significaban sus cuentos, solamente que eran muy raros.

Había dos clases de ninfas, las claras y las oscuras, y ambas eran encantadoras y maravillosas; algunos únicamente veían a las de una clase; otros solamente a las de la otra; pero había quien veía a las de ambas. Normalmente aparecían primero las oscuras, y luego llegaban las claras, y acerca de ambas se contaban extraordinarios cuentos. Un día o dos después de haber regresado a casa procedente del lugar secreto, fue cuando conocí realmente a las ninfas por vez primera.

La niñera me había enseñado a llamarlas y yo había intentado hacerlo; pero no entendí lo que ella quiso decirme, de modo que pensé que eran tonterías. Pero me decidí a intentarlo otra vez; me dirigí al bosque en donde estaba la charca en la que había visto a la gente blanca y lo intenté de nuevo. Vino Alanna, la ninfa oscura, y convirtió la charca de agua en charca de fuego...


Epílogo.

-¡Qué historia más extraña! -dijo Cotgrave, devolviendo el libro verde al solitario Ambrose-. En líneas generales la he entendido, pero hay muchas cosas que se me escapan. Por ejemplo, en la última página, ¿qué quiere decir eso de ninfas?
-Bien, creo que en todo el manuscrito hay referencias a ciertos procesos que se han trasmitido por tradición popular a través de los siglos. Algunos de estos procesos están empezando a entrar dentro de la competencia de la ciencia, que ha llegado a ellos mediante procedimientos totalmente diferentes. Yo he interpretado la referencia a las ninfas como una referencia a uno de estos procesos.
-¿Cree usted que existen semejantes cosas?
-¡Oh!, sí que lo creo, y me parece que puedo proporcionarle pruebas convincentes sobre ese punto. Me temo que no se haya preocupado usted del estudio de la alquimia. Es una pena, porque, en todo caso, su simbolismo es muy hermoso, y además, si estuviera usted al corriente de ciertos libros sobre el tema, podría recordarle frases susceptibles de explicar buena parte del manuscrito que acaba de leer.
-De acuerdo. Pero me gustaría saber si usted cree que existe algún fundamento bajo esas fantasías. ¿No pertenecen todas ellas a la esfera de la poesía? ¿No son un curioso sueño que el hombre se ha consentido a sí mismo?
-Sólo puedo decirle que, sin duda, lo más conveniente para la gran masa de gente es rechazarlas como un sueño. Pero si me pregunta usted lo que de verdad creo, eso es harina de otro costal. No, no diría yo que creo, sino más bien que conozco. Le aseguro que he conocido casos de hombres que han tropezado de forma completamente accidental con algunos de esos procesos, y se han asombrado de sus consecuencias inesperadas. En los casos de que hablo no podía haber ninguna posibilidad de sugestión o de acto subconsciente de ningún tipo. Igual podría suponerse entonces que un estudiante se sugestiona con la existencia de Esquilo cuando empolla mecánicamente las declinaciones griegas.

-Pero ya se habrá usted dado cuenta de la oscuridad del relato -prosiguió Ambrose-. En este caso particular debe haber sido dictada por el instinto, ya que la escritora nunca pensó que su manuscrito caería en otras manos. Pero la experiencia ha sido general, por muchas y excelentes razones. Las medicinas realmente eficaces, que también son, forzosamente, virulentos venenos, se guardan en un armario cerrado; un niño puede encontrar la llave por casualidad y bebérselas hasta morir. Pero en la mayoría de los casos la búsqueda es intencionada, y los frascos contienen preciosos elixires para todo aquel que pacientemente se haya fabricado su propia llave.
-¿No le importaría entrar en detalles?
-No, francamente no. Prefiero que siga usted sin convencerse. Pero ya vio usted cómo ilustra el manuscrito la charla que sostuvimos la semana pasada.
-¿Vive todavía la chica?
-No. Yo fui uno de los que la encontraron. Conocí bien a su padre; era abogado y jamás se preocupó de ella. No pensaba más que en escrituras y arrendamientos, de manera que las noticias que le llegaron le causaron una espantosa sorpresa. Había desaparecido una mañana, supongo que alrededor de un año después de haber escrito lo que usted ha leído. Llamaron a las criadas, y éstas contaron algunas cosas y dieron la única explicación lógica, aunque completamente errónea. Descubrieron el libro verde en algún rincón de su cuarto, y yo la encontré a ella en el lugar que describió con tanto pavor, tumbada en el suelo frente a la imagen.
-¿Había una imagen?
-Sí; estaba oculta por los espinos y la espesa maleza que la rodeaban. Era una comarca salvaje y desierta; pero usted ya la conoce por la descripción de ella, aunque, por supuesto, debe comprender que han sido recargadas las tintas. La imaginación de un niño siempre ve más altas las cumbres y más profundos los abismos de lo que realmente son; y esta chica tenía, desgraciadamente para ella, algo más que imaginación. Podría decirse, tal vez, que su representación mental, que hasta cierto punto consiguió expresar en palabras, era la misma escena que habría podido interpretar un artista imaginativo. No obstante, en cualquier caso se trata de una tierra extraña y desolada.
-¿Estaba muerta?
-Sí. Se había envenenado... a tiempo. No; no se dijo ni una sola palabra en contra suya, como era habitual. ¿Recuerda usted la historia que le conté la otra noche acerca de una dama que vio cómo una ventana aplastaba los dedos de su hija?
-Y ¿qué era esa estatua?
-Bueno, era una escultura romana, de una clase de piedra que no se había ennegrecido con el paso del tiempo, sino que se había puesto blanca y luminosa. Los matorrales habían crecido a su alrededor, ocultándola, y en la Edad Media los partidarios de cierta tradición muy antigua supieron utilizarla en su propio beneficio. De hecho, fue incorporada a la monstruosa mitología del Sabbat. Habrá observado usted que a aquellos a quienes por casualidad les ha sido otorgada la visión de esa blancura resplandeciente, o, mejor dicho, por aparente azar, se les exige taparse los ojos la segunda vez que se aproximen a ella. Es muy significativo.
-¿Todavía esta allí?
-Mandé buscar herramientas y la redujimos a polvo y fragmentos. La persistencia de la tradición jamás me sorprende. Podría citar más de una parroquia inglesa donde todavía perviven, con vigor oculto, aunque constante, tradiciones como las que esta chica oyó en su infancia. No, para mí lo extraño y lo espantoso no son las secuelas sino la historia en sí misma, pues siempre he creído que los prodigios son privilegio del alma".

Arthur Machen


sábado, 28 de noviembre de 2015

"No hay un Mañana"

"Largo tiempo han amado, y ahora la ninfa deseada
Viste la mortaja del matrimonio, como lo requiere el caso;
Urgida en el día donde su tristeza fue forjada,
Él prometió casarse con ella mañana.
Una y otra vez lo juró, para aplacar la tormenta
Que con sus votos habría de invocar.
El Mañana llegó en plácidas sucesiones;
Impacientes cada uno en si, la dama encinta
Lo conmina a mantener la palabra,
Y el infame sostiene sus mentiras.
Cuando al final, agotado, sin compasión,
Ajeno al remordimiento de la confesión,
Por sus juramentos eligió el engaño, la ilusión
De que era libre cuando no había un Mañana.
Pues cuando llegó el momento
Pensó que el mundo es Hoy,
Que no hay dicha en el Mañana.

El cuento es fantasía, más su moral es verdadera;
Mañana y mañana, nuestra juventud nos engaña:
En la decrepitud permanecerán las lágrimas.
El moribundo jamás piensa que hoy morirá;
Deshecha todos los designios del Señor:
Para la mente despierta no hay un Mañana".


Ann Finch, condesa de Winchilsea

viernes, 27 de noviembre de 2015

"El Cable Nocturno"

"-New York, 30 de Septiembre CP FLASH.-
-El embajador Holliwell murió hoy. El final le llegó súbitamente cuando el embajador estaba solo en su estudio...-

Había algo extraño sobre este negocio de los cables nocturnos. Uno se sienta aquí en el último piso de un rascacielos y escucha los murmullos de la civilización. Nueva York, Londres, Calcuta, Bombay, Singapur... eran todos mis vecinos cuando se apagaban las luces de la calle y cuando el mundo se había ido a dormir. Solo, en la quietud de la noche, entre las dos y las cuatro, las operadoras abrían sus auriculares y las noticias le llegaban. Fuegos, desastres y suicidios. Asesinatos, multitudes, catástrofes. Algunas veces un terremoto con una lista de muertos tan larga como un brazo. El hombre del cable nocturno podía llegar casi a dormirse, mientras escribía en su máquina con un dedo.

Una vez en un largo tiempo uno abría sus oídos y escuchaba. Podía escuchar cosas sobre alguien que conocía en Singapur, Halifax o París. Tal vez habría sido promovido, pero más probablemente habría sido asesinado o ahogado. Quizás habría decidido renunciar y tomar alguna salida bizarra. Muchas cosas interesantes había en las noticias. Pero no pasaba seguido. La mayoría del tiempo uno se sentaba y dormitaba un poco, y tap, tap en la máquina de escribir y siempre deseando estar en casa para poder dormir en una cama. Algunas veces, sin embargo, cosas extrañas pasaban. Una pasó la otra noche, y todavía no se repitió. Eso espero.

Ustedes saben, yo manejo la oficina nocturna de una ciudad occidental marítima; el nombre no importa. Había solamente un operador nocturno en mi staff, un compañero llamado John Morgan, de unos cuarenta años de edad, un tipo sobrio, que trabaja duro. Él era uno de los mejores operadores que jamás conocí, era como un hombre "doble". Esto significa que podía manejar dos instrumentos a la vez, y tipear las historias en diferentes máquinas al mismo tiempo. Solo conocí a otros dos hombres que podían hacer esto consistentemente, hora tras hora, sin jamás llegar a cometer un error.

Generalmente, acostumbrábamos a recibir un solo cable nocturno, pero algunas veces, cuando era tarde, y las noticias venían rápido, las oficinas de Chicago y Denver abrían un segundo cable, y entonces Morgan hacía lo suyo. Era un mago, un autómata mecánico que funcionaba maravillosamente, pero sin imaginación. La noche del 16 él se mostró cansado. Fue la primera y última vez que lo escuché decir una palabra acerca de sí mismo, y lo traté por tres años. Eran justo las tres de la mañana y teníamos solo un cable. Estaba cabeceando sobre los reportes en mi escritorio y sin prestar mucha atención, cuando habló:

-Jim - dijo -, ¿no sientes como que estamos muy encerrados aquí?
-¿Por qué? No, John - respondí -, pero abre la ventana si lo deseas.
-No importa - dijo -, supongo que solo estoy un poco cansado.

Eso fue todo lo que dijo, y yo continué trabajando. Cada diez minutos, más o menos, yo caminaba y tomaba una pila de copias de las que él había tipidiado por triplicado. Debieron haber pasado unos veinte minutos desde que habló cunado me di cuenta que tenía abierto el segundo cable y que estaba usando ambas máquinas de escribir. Pensé que era muy inusual, ya que no estaba pasando nada que fuera "caliente". En mi siguiente caminata tomé las copias de ambas máquinas y las llevé a mi escritorio, para ordenar los duplicados. El primer cable tenía el tipo de cosas normales y solo lo miré apresuradamente. Luego miré la segunda pila de copias. La recuerdo particularmente, ya que la historia era sobre una ciudad de la que jamás había escuchado hablar antes: "Xebico". Este era el despacho. Salvé un duplicado de esto de nuestros archivos:

-Xebico, Sept 16 CP BOLETIN
-La niebla más pesada en la historia de la ciudad se extendió sobre el poblado a las 4 en punto de la tarde de ayer. Todo el tráfico se paró y la bruma cayó como una tela sobre todo. Las luces de intensidad ordinaria no podían atravesar el fenómeno, que está creciendo constantemente.-
-Los científicos hasta ahora no han podido ponerse de acuerdo sobre su origen, y la oficina meteorológica local declara que nunca antes había ocurrido algo así en la historia de la ciudad.-
-A las 7 P.M. de anoche las autoridades municipales...
(más)

Esto era todo lo que había. Nada fuera de lo normal en la oficina, pero, como dije antes, me fijé en la historia a causa del nombre de la ciudad. Debieron haber pasado unos quince minutos hasta que me acerqué por otro destajo de copias. Morgan se había dejado caer en su silla y había corrido su lámpara eléctrica de manera que no le llegue a los ojos y solo alumbre la parte superior de las dos máquinas. Solo las cosas usuales en la pila de la derecha, pero en la de la izquierda había otro cable de Xebico. Todos los despachos venían en "tomas", o sea que las partes de varias historias diferentes estaban unidas todas entre sí; solo eran uno o dos párrafos de cada una por vez Esta segunda historia estaba marcada como "Sube la niebla". Esta es la copia:

-A las 7 P.M. la niebla ha aumentado marcadamente. Todas las luces son ahora invisibles y la ciudad entera está cubierta por la oscuridad más absoluta. Como una peculiaridad del fenómeno, la neblina es acompañada por un olor malsano, comparable a nada experimentado anteriormente.

Abajo estaba la acostumbrada indicación de la hora, 3:27, y las iniciales del operador, JM.

Hubo solamente una historia más en la pila del segundo cable. Esta es:
-2a. Niebla Xebico.
-La explicación del origen de la niebla difiere grandemente. Entre lo más inusual está la del sacristán de la iglesia local, que anda a tientas buscando el camino a su oficina en condición histérica. Él declaró que la niebla se originó en el camposanto del pueblo. Lo primero que se vio fue una suave neblina gris que surgió desde el interior de la tierra de las tumbas, declaró. Luego comenzó a subir cada vez más alto. Una brisa subterránea pareció extenderla, ya que se cuarteó y luego se volvió a unir. Niebla fantasma, contorsionándose en angustiosas y extrañas formas y figuras. Y luego, en el espeso centro del grueso de la niebla, algo se movió. -Me volví y corrí de ese maldito lugar. Detrás mío escuché gritos viniendo de las casas que bordeaban el cementerio-.
-A pesar de que la versión del sacristán ha sido desacreditada, una partida está investigando.

Inmediatamente luego de contar esto, el sacristán colapsó y ahora está en el hospital local, inconciente.

No era una extraña historia, ya que estábamos acostumbrados a este tipo de cosas, ya que muchas historias inusuales venían en los cablegramas. Pero por alguna razón, quizás por la quietud general de esa noche, el reporte de la niebla me causó una gran impresión. Fui casi con espanto sobre las pilas de copias. Morgan no se movió, y el único sonido en la habitación fue el tap-tap de la sonda. Era ominoso y exasperante. Hubo otra historia desde Xebico en la pila de copias. La tomé ansiosamente.

-Nueva versión Niebla Xebico CP
-La partida de rescate que llegó a las 11 P.M. para investigar la extraña versión sobre el origen de la niebla que desde ayer ha estado opacando la ciudad, no ha regresado. Otra partida más numerosa ha sido despachada.
-En mientras, la niebla se ha puesto más abundante. Se cuela a través de las grietas en las paredes y llena los ambientes con un depresivo olor a putrefacción. Es opresivo, aterrorizante, trae la impresión sutil de cosas muertas durante mucho tiempo.
-Los pobladores de la ciudad han dejado sus casas y han ido a tientas hacia la iglesia local, donde los curas llevan a cabo servicios de oración. La escena está más allá de toda descripción. Tanto los niños como los adultos están asustados y muchos entran en pánico. Entre el vapor que cubre parcialmente el auditorio de la iglesia, un viejo sacerdote reza por el bienestar de su grey. Del público alternadamente se ven escenas de llanto y desesperación. Desde las afueras de la ciudad se escuchan llantos de voces desconocidas. Su eco a través de la niebla provoca extrañas cadencias menores. Los sonidos se parecen al sonido del viento silbando en un gigantesco túnel. Pero la noche está calma y no hay viento. La segunda partida de rescate... (más)

Soy un hombre calmado y nunca, en los últimos doce años que llevaba con los cables, me había excitado tanto. Pero igual me levanté de mi asiento y caminé hacia la ventana. Podía estar equivocado, ¿o allá a lo lejos, en el desfiladero de la ciudad siguiente estaba viendo un débil rastro de neblina? ¡Pshaw! Era todo mi imaginación. En la oficina el click de la sonda parecía haber elevado el ritmo de su tono. Morgan no se había movido de su asiento. Su cabeza hundida entre sus hombros, sacaba las hojas fuera de las máquinas de escribir con un dedo de cada mano. Parecía adormecido, pero no; continuamente, eficientemente, las dos máquinas matraqueaban línea tras línea, implacablemente y sin esfuerzo, como la muerte misma. Había algo acerca del monótono movimiento de las teclas que me fascinaba. Caminé y me paré detrás de su silla, leyendo sobre su hombro las cosas que tipiaba, letra por letra.

Ah, aquí había otro:

-Flash Xebico CP
-No habrá más boletines desde esta oficina. Lo imposible ha pasado. Ningún mensaje ha llegado a esta oficina durante los últimos veinte minutos. Fuimos aislados del exterior y hasta de las calles de afuera.
-Voy a estar con el cablegrama hasta el final.
-Este es el fin. Desde las 4 P.M. de ayer la niebla ha cubierto toda la ciudad. Siguiendo los reportes del sacristán de la iglesia, dos partidas de rescate fueron enviadas a investigar las condiciones en las afueras de la ciudad. Ninguna de las partidas regresó y no hemos recibido palabra de ellas. Casi con certeza se puede decir que nunca regresarán. Desde mi máquina puedo mirar abajo, a la calle. Por la posición de esta habitación, en el piso trece, se puede ver casi toda la ciudad. Ahora veo solamente una espesa capa de negrura donde habitualmente había luz y vida.

-Me temo grandemente que los gemidos que se escuchan constantemente desde las afueras de la ciudad son los gritos de muerte de los habitantes. Los sonidos crecen constantemente en volumen y cada vez se acercan más al centro de la ciudad. La niebla aún cubre todo. Está más densa que antes, y su condición ha cambiado. En vez de una impenetrable muralla de vapor oloroso y opaco, ahora se ven remolinos y contorsiones de una masa informe que se retuerce como si agonizara. Ahora la masa se parte y puedo ver atisbos de las calles. La gente está corriendo para un lado y para el otro, gritando con desesperación. Un alboroto de sonidos llega hasta la ventana, y por encima de todo está el inmenso silbido de vientos invisibles e imperceptibles.

-La niebla nuevamente cubre toda la ciudad y el silbido se acerca más y más.

-Ahora está directamente bajo esta oficina.

-¡Dios! Hace un instante la bruma se abrió y pude vislumbrar las calles allá abajo.

-La niebla no es un simple vapor. ¡Vive! Al lado de cada grito y lamento humano hay una figura, un aura de extraños matices y colores. ¡Cómo las formas están trepando! ¡Tal y cómo un ser viviente!

-Los hombres y mujeres están caídos, de bruces. Las figuras de la niebla los cubren amablemente. Están de rodillas sobre ellos. Ellos están... no me atrevo a decirlo. Los cuerpos han sido desarrapados de sus vestimentas. Están siendo consumidos, por partes. Una piadosa capa de vapor ha cubierto nuevamente la escena. No puedo ver más. Debajo mío la niebla está cambiando de colores. Parece alumbrado por fuegos infernales. No, no es así. He cometido una equivocación. Los colores vienen de arriba, son reflecciones del cielo.

-¡Arriba! ¡Arriba! El cielo entero está en llamas. Colores como nunca antes habían sido vistos por hombres o demonios. Las llamas se mueven, han comenzado a entremezclarse; los colores se reconfiguran. Son tan brillantes que mis ojos no los soportan. Ahora están comenzando a arremolinarse, provocando círculos como espirales. Es como un calidoscopio de brillo sobrenatural.

-He hecho un descubrimiento. No hay nada dañino en las luces. Irradian fuerza, alegría. Pero por su gran potencia, hace daño. Como veo, se acercan cada vez más. Millones de millas con la velocidad de la luz. Sí, es una luz como de una quintaesencia de todas las luces. Bajo la misma la niebla se disuelve en calina radiante, un espectro de cientos de luces, un arco iris fatuo.

-Ahora puedo ver las calles. ¡Están llenas de gente! Las luces se acercan, están sobre mí. Me envuelven...

El mensaje se detuvo abruptamente. El cablegrama desde Xebico estaba muerto. Bajo mis ojos en el angosto círculo de luz verdecina de la lámpara, se detuvo la impresión, en el medio de la página. La estancia se llenó con una solemne quietud, un silencio vagamente impresionante, potente. Miré a Morgan. Sus manos habían caído fríamente a sus costados, mientras su cuerpo estaba peculiarmente encorvado. Moví la lámpara, para iluminar su rostro. Sus ojos estaban fijos. Con un súbito presentimiento, di un paso a su lado y llamé a Chicago a través del cablegrama. Luego de un segundo, respondió. ¿Por qué? Había algo malo ahí. Chicago estaba reportando que el cable Dos no había sido utilizado en ningún momento de la noche.

-¡Morgan! -grité- ¡Morgan! Despierta, no era verdad. Alguien nos estuvo embaucando.
Porque... -en mi ímpetu lo aferré del hombro.

Su cuerpo estaba muy frío. Morgan había estado muerto durante cuatro horas. ¿Pudo ser que su mente sensitiva y dedos automáticos habían continuado grabando impresiones luego del fin? Nunca lo sabré, ya que nunca más volví a trabajar en el turno nocturno. Busqué en un atlas mundial y nunca encontré ninguna ciudad con el nombre Xebico. Lo que fuera que mató a John Morgan seguirá siendo un misterio".
 

H.F. Arnold

jueves, 26 de noviembre de 2015

"La Orilla Triste"

"—¿Así, tú crees que un hombre puede engañar a la muerte y burlar al destino? —preguntó el hombrecillo pálido de frente abombada, oculta por un negro capuchón.
El Ratonero Gris, que sostenía el cubilete a punto de arrojar los dados, se detuvo para dirigir una rápida mirada de soslayo a quien así le interrogaba.
—Yo he dicho que un hombre astuto puede engañar a la muerte durante mucho tiempo.

La taberna de la antigua Lankhmar, capital del país de Lankhmar, que no figura en los libros de historia, resonaba con roncas voces y risotadas. Entre el público predominaban los espadachines, y el resonar de los aceros se mezclaba con el entrechocar de los vasos, que servía de ruido de fondo para la risa alocada de las mujerzuelas. Los jactanciosos soldados de la guardia se codeaban con los matones a sueldo de los jóvenes señores. Entre ellos correteaban sonrientes siervos, cargados con jarras de vino. En un rincón bailaba una joven esclava; el tintineo de sus ajorcas de plata se perdía entre la barahúnda. Al otro lado de las ventanucas de postigos fuertemente cerrados aullaba el viento del sur, cargado de polvo que se depositaba entre los cantos rodados que empedraban la calle y enturbiaba la vista de las estrellas. Pero en la taberna reinaba la más jovial confusión.

El Ratonero Gris estaba ante la mesa de juego en compañía de una docena de clientes. Vestía todo de gris —justillo, camisa de seda y gorra de piel de ratón— pero sus ojos negros y centelleantes y su sonrisa inescrutable le conferían mayor vivacidad que a los demás, con excepción del corpulento bárbaro de cabellos cobrizos que estaba a su lado, que reía ruidosamente y trasegaba enormes vasos del agrio y pesado vino de Lankhmar como si fuera cerveza.

—Dicen que tú eres un hábil espadachín y que has visto la muerte de cerca muchas veces —continuó el hombrecillo pálido de ropaje negro, entreabriendo apenas sus delgados labios para pronunciar estas palabras.

Pero el Ratonero ya había tirado, y los extraños dados de Lankhmar se detuvieron con los símbolos de la anguila y la serpiente en la parte superior, y él recogió un montón de monedas triangulares de oro. Fue el bárbaro quien respondió por él.

—Sí, el Gris maneja muy bien la espada... casi tan bien como yo. También es un gran tramposo jugando a los dados.
—¿Eres tú, pues, Fafhrd el hombre del Norte —preguntó su interlocutor—, y tú también crees que un hombre puede engañar a la muerte, por hábil que sea en hacer trampas con los dados?

El bárbaro sonrió mostrando su blanca dentadura y miró intrigado al hombrecillo pálido, cuyo aspecto sombrío y cuyos modales tan extrañamente contrastaban con la turbulenta concurrencia que se apiñaba en la taberna de techo bajo, llena de humo y vapores del alcohol.

—Has vuelto a acertar —dijo en tono fanfarrón—. Yo soy Fafhrd el hombre del Norte, y estoy dispuesto a emplear mi ingenio para burlarme del destino. —Dio un codazo a su compañero—. Oye, Ratonero, ¿qué piensas de ese ratoncito negro que ha entrado aquí por una grieta del suelo y que quiere hablar contigo y conmigo acerca de la muerte?

El hombre vestido de negro no pareció advertir el tono insultante y burlón. Sus labios exangües se movieron de nuevo imperceptiblemente, pero sus palabras no resultaron afectadas por el clamor que reinaba en la taberna, e hirieron los oídos de Fafhrd y el Ratonero Gris con extraña claridad.

—Se dice que ambos estuvisteis muy cerca de la muerte en la Ciudad Prohibida de los ídolos Negros, en la trampa pétrea de Angarngi, y en la brumosa isla del Mar de los Monstruos. Se dice también que habéis luchado con el destino en el Desierto Helado y en los laberintos de Klesth. Pero, ¿quién puede estar seguro de estas cosas, y de si tuvisteis tan cerca la muerte y el destino? ¿Quién sabe si ambos no sois más que unos fanfarrones que se pavonean demasiado? Ahora bien, he oído decir que la muerte llama a veces a los hombres con una voz que sólo ellos pueden oír. Entonces, quien escucha la llamada debe alzarse y dejar a sus amigos, para ir adonde la muerte le ordene, y enfrentarse allí con su destino. ¿Os ha llamado alguna vez la muerte de esta guisa?

Fafhrd pudiera haber reído, pero no lo hizo. El Ratonero tenía una mordaz respuesta en la punta de la lengua, pero en vez de ella dijo:

—¿Con qué palabras puede llamar la muerte?
—Eso depende —dijo el hombrecillo—. Puede miraros como yo lo hago y decir: «La Orilla Tétrica». Nada más que eso. «La Orilla Tétrica». Y ambos os levantaríais y tendríais que ir.

Esta vez Fafhrd quiso reír, pero la risa no salió de su garganta. Lo único que ambos pudieron hacer fue sostener la mirada del hombrecillo de frente blanca y abombada, mirar estúpidamente a sus ojos fríos y cavernosos. En torno a ellos la concurrencia lanzaba risotadas ante alguna broma. Un guardia borracho cantaba a grito pelado. Los jugadores llamaron con impaciencia al Ratonero, diciéndole que hiciese su próxima apuesta. Una mujer vestida de rojo y oro, y que reía alocadamente, pasó tropezando junto al hombrecillo pálido, casi rozando la negra caperuza que le cubría la cabeza. Pero él no se movió. Y Fafhrd y el Ratonero Gris continuaron mirando fijamente —fascinados y desvalidos— sus fríos ojos negros, que parecieron convertirse en dos pequeños túneles que conducían a lugares remotos y perversos. Algo más profundo que el miedo les agarrotó con puño de hierro. El ruido de la taberna pareció atenuarse, y la vieron como si la contemplasen a través de muchos espesores de cristal. Únicamente veían aquellos ojos y lo que había más allá de ellos; era algo desolado, terrible y funesto.

—La Orilla Tétrica —repitió el misterioso personaje—, y vosotros tendréis que ir. Entonces todos cuantos se hallaban en la taberna vieron cómo se levantaban Fafhrd y el Ratonero Gris, y sin pronunciar palabra de despedida ni hacer ninguna seña, se dirigieron juntos a la baja puerta de roble. Un guardia lanzó una maldición cuando el corpulento hombre del Norte lo apartó ciegamente de un empellón. Se oyeron algunas interpelaciones y sarcasmos —el Ratonero se llevaba sus ganancias— pero pronto todos se callaron, pues percibieron algo extraño y pavoroso en el aspecto de ambos. Nadie reparó en el hombrecillo pálido vestido de negro. Vieron abrirse la puerta. Oyeron el seco gemido del viento y un golpeteo hueco causado sin duda por el toldo. Vieron alzarse un torbellino de polvo ante el umbral. Luego la puerta se cerró y Fafhrd y el Ratonero desaparecieron.

Nadie les vio dirigirse a los grandes muelles de piedra que bordean el río Hlal de un extremo de Lankhmar a otro. Nadie vio zarpar la nave roja de Fafhrd, con sus velas de sangre y su aparejo norteño, para introducirse en la corriente que desciende hacia el tormentoso Mar Interior. La noche era oscura y la tempestad de polvo mantenía a las gentes en sus casas. Pero al día siguiente se habían ido ellos y su nave, con su tripulación Mingold de cuatro hombres... prisioneros convertidos en esclavos, que habían jurado servirles durante toda su vida, y que Fafhrd y el Ratonero capturaron en su incursión contra la Ciudad Prohibida de los ídolos Negros.
Unos quince días después llegó una noticia a Lankhmar procedente de Finisterre, el pequeño puerto situado más allá de todos los puertos hacia poniente, en las mismas orillas del Mar Exterior, que no surca ninguna nave. Decía la noticia que una embarcación con aparejo nórdico había recalado en aquel puerto para tomar a bordo una insólita cantidad de víveres y de agua... insólita porque sólo había seis hombres en la nave: un ceñudo bárbaro del Norte, de tez blanca; un hombrecillo vestido de gris que no sonreía, y cuatro mingotes de fuerte complexión, cabellos negros y faz estólida. Después la esbelta nave se hizo a la vela y zarpó en derechura hacia Poniente. Los habitantes de Finisterre siguieron con la mirada la vela roja hasta la caída de la noche, moviendo con asombro la cabeza ante la audacia de aquellos navegantes. Cuando esta noticia se repitió en Lankhmar, fueron muchos también los que movieron la cabeza, y algunos se refirieron en términos significativos a la peculiar conducta de los dos amigos la noche de su partida. Y cuando las emanas se convirtieron en meses y los meses fuéronse sucediendo lentamente, cada vez fueron más los que dieron por muertos a Fafhrd y el Ratonero Gris. Hasta que un día hizo su aparición Ourph el Mingold, que contó una curiosa historia a los hombres que descargaban naves en el muelle de Lankhmar. Hubo algunas diferencias de opinión acerca de la veracidad de esta historia, pues si bien Ourph hablaba el suave idioma de Lankhmar con bastante perfección, era un forastero, y cuando se hubo ido, nadie pudo demostrar que no fuese uno de los cuatro mingoles embarcados en la nave nórdica. Además su relato dejaba sin respuesta varias enigmáticas preguntas, siendo ésta una de las razones por la que muchos lo consideraban falso.

—Estaban locos —dijo Ourph— o bajo los efectos de una maldición, esos dos hombres, el alto y el bajo. Lo sospeché cuando nos perdonaron la vida al pie de las mismas murallas de la Ciudad Prohibida. Y lo supe por seguro cuando navegaron sin parar hacia el oeste sin arriar jamás las velas, sin cambiar de rumbo, manteniendo siempre la estrella de los hielos por la banda de estribor. Apenas hablaban, dormían poco y no reían en absoluto. ¡Estaban malditos, sí! En cuanto a nosotros cuatro —Teevs, Larlt, Ouwenyis y yo— nos trataban bien, aunque hacían caso omiso de nuestra presencia. Nosotros teníamos nuestros amuletos para defendernos de las magias malignas. Habíamos jurado ser sus esclavos hasta la muerte. Eramos hombres de la Ciudad Prohibida. No nos amotinamos. Navegamos durante muchos días. La mar era tranquila y desierta a nuestro alrededor, y pequeña, muy pequeña, parecía como si se inclinase y desapareciese de vista por el norte, el sur y el temible oeste, como si la mar terminase a una hora de navegación de donde estábamos. Y después empezó a adquirir también el mismo aspecto por el este. Pero la mano del gigantesco hombre del Norte empuñaba firmemente el timón, y la mano de su pequeño compañero gris era tan firme como la suya. Nosotros cuatro nos pasábamos las horas sentados en la proa, porque apenas teníamos que ocuparnos de las velas, y día y noche nos jugábamos a los dados nuestros amuletos, nuestras monedas y nuestras ropas... y, de no haber sido esclavos, nos hubiéramos jugado también nuestro pellejo y nuestros huesos.

Para llevar cuenta de los días, me até una cuerdecita en torno a mi pulgar derecho y la fui pasando de un dedo a otro cada día hasta que del meñique derecho saltó el meñique izquierdo y volvió a mi pulgar izquierdo. Entonces empecé de nuevo con el pulgar derecho de Teevs. Cuando llegué a su pulgar izquierdo continué con Larlt. Así pudimos contar los días y saber los que pasaron. Y cada día el cielo se hacía más vacío y la mar más pequeña, hasta que pareció que el horizonte estaba únicamente a tiro de arco de nuestra proa, nuestra popa y los costados de nuestra nave. Teevs dijo que estábamos sobre unas aguas encantadas, que nos llevaban por los aires hacia la estrella roja llamada Infierno.

Seguramente Teevs tenía razón. No podía haber tanta agua hacia el oeste. Lo digo yo, que he atravesado el Mar Interior y el Mar de los Monstruos. Cuando la cuerda rodeaba el dedo anular izquierdo de Larlt, nos asaltó una gran tempestad que venía del sureste. Durante tres días seguidos su fuerza fue en aumento, encrespando las aguas en grandes olas espumeantes, por las que subíamos y bajábamos mientras el rocío salpicaba nuestros mástiles. Somos los únicos hombres que hemos visto o verán olas tan colosales, más altas que nuestro palo mayor; no están hechas a nuestra medida ni a la de nuestros océanos. Entonces tuve nuevas pruebas de que nuestros amos se hallaban bajo una maldición. Hicieron caso omiso de la tempestad y dejaron que ésta desgarrase las velas. No se inmutaron cuando Teevs fue arrebatado por una ola, cuando el buque quedó medio anegado y lleno de espuma hasta las bordas, ni cuando nuestros cubos de achique espumeaban como jarras de cerveza. Ambos permanecían de pie en la popa, atados al gobernalle, empapados por las olas impetuosas, con la vista fija en la proa, cual si conversasen con seres que sólo los embrujados pueden oír. ¡Sí, estaban malditos! Algún oscuro demonio protegía sus vidas, por tenebrosas razones que sólo él sabía. ¿Cómo si no se explica que atravesáramos indemnes la tempestad?

Porque cuando la cuerda estaba en el pulgar izquierdo de Larlt, las gigantescas olas coronadas de espuma se convirtieron en un gran oleaje negro que el viento que soplaba del oeste hinchaba sin blanquearlo. Cuando llegó el alba y lo vimos, Ouwenyis exclamó que navegábamos por arte de magia sobre un mar de arena negra, y Larlt aseguró que durante la noche y en el curso de la tempestad habíamos caído en el océano de aceite sulfuroso que algunos dicen que existe bajo la tierra... pues Larlt había visto los negros y burbujeantes lagos del Extremo Oriente; yo recordé lo que había dicho Teevs y me pregunté si el agua que nos sostenía no habría sido transportada por los aires, para caer en un mar completamente distinto de un mundo desconocido. Pero el hombrecillo gris escuchó nuestras conversaciones, arrojó un cubo por la borda y nos roció con él, por lo que supimos que el casco de nuestra nave aún tocaba en el agua y que ésta aún era salada... fuese lo que fuese aquel agua. Y entonces nos ordenó que remendásemos las velas y reparásemos los desperfectos de la nave. A mediodía volábamos hacia el oeste con una velocidad aún mayor que la que alcanzamos durante la tempestad, pero tan largas eran las olas y tan velozmente avanzaban con nosotros, que sólo remontábamos cinco o seis de ellas en un solo día. ¡Por los ídolos Negros, os aseguro que eran muy largas!

Y entonces la cuerda empezó a pasar por los dedos de Ouwenyis. Pero las nubes parecían de plomo sobre nosotros, lo mismo que la pesada y extraña mar que rodeaba nuestro casco, y no sabíamos si la luz que se filtraba por aquélla era la del sol o de una luna hechicera, y cuando pudimos ver las estrellas éstas nos fueron desconocidas. Pero la blanca mano del hombre del Norte seguía empuñando firmemente el gobernalle, y él y su compañero seguían mirando fijamente al frente. Pero al tercer día de nuestra navegación por aquel mar tenebroso el hombre del Norte rompió el silencio. Una terrible sonrisa desprovista de toda alegría plegó sus labios, y le oí murmurar: «La Orilla Tétrica». Nada más que esto. El Gris asintió, como si estas palabras encerrasen una virtud portentosa. Cuatro veces se las oí pronunciar al hombre del Norte, y así quedaron grabadas en mi memoria. Los días hiciéronse más oscuros y más fríos, las nubes eran cada vez más bajas y amenazadoras, como el techo de una gran caverna. Y cuando la cuerda estaba en el índice de Ouwenyis, vimos ante nosotros una extensión plomiza e inmóvil, que se confundía con las olas pero se levantaba sobre ellas, y supimos que habíamos arribado a «La Orilla Tétrica». Cada vez a mayor altura se elevaba la orilla, hasta que pudimos distinguir las imponentes torres de basalto, redondeadas como las olas del mar y sembradas de peñascos grisáceos, que en algunos puntos mostraban manchas blancuzcas, como causadas por las deyecciones de las aves... aunque allí no vimos aves. Sobre los acantilados se extendían los negros nubarrones, y al pie de aquéllos vimos únicamente una faja de arenas pálidas.

Entonces el hombre del Norte metió el gobernalle a una banda y fuimos en derechura hacia la costa, como si se propusiese estrellarnos contra ella, pero en el último momento nos hizo pasar a un mástil de distancia de un escollo redondeado que apenas rompía la cresta del oleaje, y nos encontró un fondeadero. Echamos el ancla y nos detuvimos seguros.

-Entonces el hombre del Norte y el Gris, moviéndose como los personajes de un sueño, revistieron sus armas, poniéndose cada uno de ellos un camisote de cota de malla ligera y un yelmo redondo y sin cimera... tanto los yelmos como la cota de malla estaban blancos de sal que había depositado en ellos la espuma y el rocío marino. Y ciñeron la espada al costado, se echaron a los hombros unos grandes mantos, y, después de tomar un poco de comida y de agua, nos ordenaron que botásemos el chinchorro. Yo mismo los llevé remando a tierra, y ambos saltaron a la playa y se encaminaron hacia los acantilados. Entonces, aunque me dominaba un gran pavor, les grité: «¿Adónde vais? ¿Debemos seguiros? ¿Qué tenemos que hacer?» Durante unos instantes no me contestaron. Luego, sin volver la cabeza, el Gris me contestó con un murmullo ronco apenas perceptible. «No nos sigáis. Somos hombres muertos. Regresad, si podéis».

Yo me estremecí e incliné la cabeza en asentimiento a estas palabras. Después regresé remando a la nave. Ouwenyis, Larlt y yo les vimos escalar los abruptos y redondeados riscos. Se fueron empequeñeciendo a nuestra vista, hasta que el hombre del Norte parecía un diminuto escarabajo y su gris compañero era casi invisible, salvo cuando cruzaban un espacio blanquecino del mar cerca de la costa, y comprendimos que podíamos hacernos a la mar. Pero nos quedamos, porque, vamos a ver... ¿no habíamos jurado fidelidad a nuestros amos? ¿Y no soy yo un Mingold? Al caer la noche, el viento aumentó en intensidad, lo mismo que nuestro deseo de partir... aunque sólo fuese para perecer ahogados en aquel mar ignoto. No nos gustaban los riscos basálticos extrañamente redondeados de la Orilla Tétrica; no nos gustaba no ver gaviotas, halcones y ninguna clase de aves en aquel aire plomizo, ni algas en la playa. Y entonces los tres empezamos a ver algo brillante y negro en lo alto de los acantilados. Pero esperamos hasta la hora tercia de la noche para levar anclas y alejarnos de la Orilla Tétrica.

Encontramos otra terrible tempestad tras varios días de navegación, y quizás ésta nos arrojó de nuevo a mares conocidos. Ouwenyis se cayó por la borda y Larlt enloqueció de sed, y hacia el final del viaje ni yo mismo me daba cuenta de nada. Solo sé que fui arrojado a la costa del sur, en las cercanías de Quarmall y que, después de innúmeras dificultades, conseguí llegar aquí a Lankhmar. Pero en mis sueños vuelvo a ver aquellos negros acantilados y me asalta la visión de los blancos huesos de mis amos y de sus calaveras, que miran con ojos vacíos y una horrible sonrisa algo extraño y mortífero.

Sin hacer caso de la fatiga que envaraba sus músculos, el Ratonero Gris contorneó el último peñasco, haciendo presa con manos y pies en los resquicios que presentaba la unión del granito y el basalto negro, y finalmente se irguió en la cumbre de los riscos redondeados que cerraban como un baluarte la Orilla Tétrica. Se percató de la presencia a su lado de Fafhrd el hombre del Norte, como una vaga y corpulenta figura vestida con cota de malla y capa. Pero le veía con dificultad, como a través de muchos espesores de cristal. Lo único que veía claramente —y le parecía que había estado mirando por ellos desde hacía una eternidad —eran dos ojos negros y cavernosos que parecían dos túneles, a cuyo extremo había algo desolado y mortífero, que antes había estado muy lejos pero que ahora se hallaba al alcance de su mano. Así había sido, desde que se levantó de la mesa de juego en la taberna de Lankhmar. Recordó vagamente la forma como le miraban los moradores de Finisterre, la espuma y la furia de la tempestad, la curva del mar oscuro y la expresión de terror en la cara de Ourph el Mingold; estos recuerdos también los veía como a través de muchos espesores de cristal. Comprendió confusamente que él y su compañero se hallaban bajo una maldición, y que por fin habían llegado a la fuente de donde emanaba. El desolado paisaje que se extendía ante ellos no mostraba el menor signo de vida. A sus pies el basalto descendía para formar una gran concavidad cuyo fondo estaba constituido por arena negra... diminutos granos ferruginosos. Medio enterrados en la arena, el Ratonero Gris vio cerca de medio centenar de los que le parecieron peñascos ovalados de distintos tamaños y negros como la tinta. Pero su redondez era demasiado perfecta, su forma excesivamente regular, y poco a poco el Ratonero fue comprendiendo que no eran peñascos, sino monstruosos huevos negros, algunos pequeños, otros tan grandes que un hombre no hubiera podido rodearlos con sus brazos y uno de ellos tan enorme, que parecía una tienda hemisférica.

Esparcidos por la arena habían multitud de osamentas, grandes y pequeñas. El Ratonero reconoció el cráneo de un verraco, armado de grandes colmillos, y otros dos más pequeños, pertenecientes a lobos. Vio también el esqueleto de un gran felino, agazapado como para atacar. Más allá yacían los huesos de un caballo, y junto a ellos la caja torácica de un hombre o un antropoide. Los huesos formaban un círculo blanco y resplandeciente en torno a los enormes huevos negros. De un lugar indeterminado llegó a ellos una voz desprovista de tonalidad, débil pero clara, de tono imperativo, que decía:

—Una muerte de guerreros para los guerreros.
El Ratonero conocía la voz, porque ésta había estado resonando durante semanas en sus oídos, desde el día en que brotó de los labios de un hombrecillo pálido y de frente abultada, envuelto en negras vestiduras y sentado a su lado en una taberna de Lankhmar. Entonces vio que lo que tenía ante él no se hallaba completamente desprovisto de vida. Un extraño movimiento se estaba produciendo en la Orilla Tétrica. Una grieta había aparecido en uno de los grandes huevos negros, y luego en otro, y las grietas se ramificaban y se ensanchaban mientras los cascarones se resquebrajaban y caían en pedazos al suelo negro y arenoso. El Ratonero comprendió que esto ocurría en respuesta a la orden proferida por la voz. Supo que aquel era el fin que la vocecita del desconocido le ordenó que fuese a buscar en la otra orilla del Mar Exterior. Incapaz de seguir avanzando, observó sombríamente cómo progresaba con lentitud aquella monstruosa eclosión. Bajo aquel cielo plomizo y tenebroso vio nacer dos muertes gemelas, una para él y otra para su compañero. Tuvo el primer atisbo de su naturaleza al ver asomar por una grieta, ensanchándola más, una larga garra que parecía una espada. La caída de fragmentos del cascarón se aceleró.

Los dos seres que surgieron en las crecientes tinieblas eran monstruosos incluso para la mente embotada del Ratonero. Andaban dando grandes zancadas, erguidos como los hombres pero más altos, con cabeza de reptil rematada por una cresta ósea que parecía un casco, y con patas provistas de garras de lagarto, hombros provistos de espinas óseas y patas delanteras terminadas en una sola garra, que tenían una vara de largo. En la semioscuridad parecían horrendas caricaturas de combatientes, provistos de coraza y espada. La escasa luz no ocultaba el color amarillento de sus ojos parpadeantes. Entonces la voz repitió:

—Una muerte de guerreros para los guerreros.
Al conjuro de estas palabras, los paralizados miembros del Ratonero recuperaron sus movimientos. Por unos instantes creyó despertar de un sueño. Pero entonces vio a los horrendos seres recién nacidos corriendo hacia ellos, mientras de sus largos hocicos brotaba un agudo y ávido alarido. A su lado se escuchó el ruido que hacía la espada de Fafhrd al salir de su vaina. Entonces el Ratonero desenvainó la suya, con la que un momento después paró la estocada dirigida contra su garganta por una garra que parecía de acero. Simultáneamente Fafhrd paró un golpe semejante asestado por el otro monstruo. Lo que a continuación siguió fue una verdadera pesadilla. Aquellas garras que parecían espadas lanzaban estocadas y tajos. Sin embargo, y pese a la velocidad de los golpes, los dos hombres conseguían pararlos, pese a que eran cuatro contra dos. Las estocadas con que ellos replicaban rebotaban contra una impenetrable armadura ósea. De pronto ambos seres se abalanzaron a una sobre el Ratonero. Fafhrd los atacó de costado, y consiguió salvarlo. Pero poco a poco los dos compañeros iban siendo obligados a retrocer hacia el acantilado. Las dos bestias parecían incansables, como si fuesen de hueso y metal y no de carne. El Ratonero vio el fin inminente. Aunque él y Fafhrd consiguiesen contener a los monstruos unos momentos más, la fatiga terminaría por dominarlos, pararían los golpes con menos fuerza y las bestias los vencerían.

Como si fuese un preludio a este fin, el Ratonero sintió que una garra le rozaba la muñeca. Y entonces recordó los ojos negros y cavernosos que les habían atraído al otro lado del Mar Exterior, y la voz que les condenó a tan funesto destino. Y le dominó una extraña y loca furia... que no iba dirigida contra las bestias sino contra su amo. Le pareció ver a los ojos negros y muertos fijos en él desde el fondo de la concavidad llena de arena negra. Entonces perdió el dominio de sí mismo. Cuando los dos monstruos intentaron un nuevo ataque concertado contra Fafhard no se volvió para ayudarle, sino que pasó junto a ellos y bajó corriendo a la hondonada, en dirección a los huevos hundidos en la arena. Al quedarse solo frente a los monstruos, Fafhrd se puso a luchar como un poseído, haciendo tremendos molinetes con su espada, que silbaba al hendir el aire, mientras sus últimas energías prestaban vigor a sus músculos. Apenas advirtió que una de las dos bestias dio media vuelta y partió en persecución de su camarada.

El Ratonero estaba entre los huevos, y se detuvo frente a uno que brillaba más que los restantes y que era más pequeño. Con gesto vengador hundió su espada en él. El golpe fue tan fuerte, que la mano le quedó entumecida. El huevo cayó hecho pedazos. Entonces el Ratonero supo cuál era la fuente del mal que poseía a la Orilla Tétrica; supo qué extraño ser hijo del infierno yacía allí como una pústula maligna, difundiendo la muerte y llamando a los hombres a su perdición. Oyó a sus espaldas los rápidos pasos y los ávidos alaridos del monstruo destinado a aniquilarlo. Pero en vez de volverse, levantó su espada y la abatió silbando sobre la criatura medio embrionaria que se refocilaba en secreto por la muerte de los hombres que había atraído hasta allí. La espada se clavó en la abombada frente del hombrecillo pálido de labios delgados.

Esperó entonces el golpe final de la garra. Pero aquel golpe no llegó. Volviéndose, vio al monstruo tendido e inmóvil en la arena negra. A su alrededor, los mortíferos huevos se deshacían, convertidos en polvo. Recortándose contra la semioscuridad del cielo, vio a Fafhrd que venía con paso vacilante hacia él, pronunciando entrecortadas palabras de alivio y maravilla con una voz profunda y gutural mezclada con sollozos. La muerte había abandonado la Orilla Tétrica, la maldición había sido cortada de raíz. De la noche llegó el graznido jubiloso de un ave marina, y Fafhrd y el Ratonero pensaron en el largo y desconocido camino que tendrían que recorrer para regresar a Lankhmar".


Fritz Leiber