El Recolector de Historias

El Recolector de Historias

viernes, 19 de octubre de 2012

"La Torre de las Ratas"


"Desde que había empezado a anochecer, sólo tenía un pensamiento. Sabía que, antes de llegar a Bingen, un poco antes de la confluencia con el Nahe, encontraría un extraño edificio, una lúgubre morada ruinosa, de pie entre los juncos, en medio del río y entre dos altas montañas. Aquella morada ruinosa era la Maüsethurm.

Cuando era niño, por encima de mi cama tenía un pequeño cuadro rodeado de un marco negro que no sé qué criada alemana había colgado en la pared. Representaba una vieja torre aislada, enmohecida, destartalada, rodeada de aguas profundas y oscuras que la cubrían de vapores, y de montañas que la cubrían de sombras. El cielo por encima de aquella torre era sombrío y cubierto de nubes horrendas.

Por la noche, después de haber rezado a Dios y antes de dormirme, miraba siempre aquel cuadro. Lo volvía a ver en mis sueños y me parecía terrible. La torre aumentaba, el agua hervía, un relámpago caía de las nubes, el viento soplaba en las montañas y, por momentos, parecía lanzar clamores.

Un día le pregunté a la criada cómo se llamaba aquella torre. Santiguándose, me respondió que se llamaba la Maüsethurm. Y luego me contó una historia. Que en otros tiempos, en Maguncia, en su país, había habido un malvado arzobispo llamado Hatto, que era también abad de Fuld, sacerdote avaro, según ella, que «abría la mano más para bendecir que para dar». Que un mal año compró todo el trigo de las cosechas para revendérselo muy caro al pueblo, pues aquel cura quería ser muy rico. La hambruna fue tal que los campesinos morían de hambre en los pueblos del Rin. Que entonces el pueblo se reunió alrededor del burgo de Maguncia, llorando y solicitando pan. Que el arzobispo se lo negó.

En este punto, la historia se hacía terrible. El pueblo hambriento no se dispersaba y seguía rodeando el palacio del arzobispo, gimiendo. Hatto, enojado, hizo rodear aquellas pobres gentes por sus arqueros que detuvieron a hombres y mujeres, ancianos y niños, y los encerraron en un troje al que prendieron fuego. Fue, añadía la vieja criada, «un espectáculo ante el que hasta las piedras habrían llorado» pero Hatto no hizo sino reír; y cuando aquellos desgraciados, expirando entre las llamas, lanzaban gritos lamentables, éste dijo: «¿Estáis oyendo a las ratas silbar?»

Al día siguiente, del troje fatal sólo quedaban cenizas; no había nadie en Maguncia; la ciudad parecía muerta y desierta cuando, de repente, una multitud de ratas, que pululaban en el troje quemado como los gusanos en las úlceras de Asuero, salían de debajo de la tierra, surgían de entre las losas, salían por las grietas de los muros, renacían bajo el pie que las aplastaba, se multiplicaban bajo las piedras y bajo las mazas, e inundaron las calles, la ciudadela, el palacio, los sótanos, las salas y las alcobas. Era un azote, una plaga, un repugnante hormigueo.

Fuera de sí, Hatto abandonó Maguncia y huyó hacia la llanura pero las ratas lo siguieron; corrió a refugiarse en Bingen que tenía altas murallas, pero las ratas pasaron por encima de las murallas y entraron en Bingen. Entonces el arzobispo mandó construir una torre en medio del Rin y se refugió en ella con la ayuda de una barca alrededor de la cual diez arqueros golpeaban el agua; las ratas se arrojaron al agua, cruzaron el Rin, treparon por la torre, royeron las puertas, el tejado, las ventanas, los techos, los suelos y, llegadas por fin a la mazmorra en la que el miserable arzobispo se había escondido, lo devoraron vivo.

Ahora la maldición del cielo y el horror de los hombres pesan sobre esta torre llamada Maüsethurm. Está desierta, en ruinas en medio del río y, a veces, por la noche, se ve salir de ella un extraño vapor rojizo que parece el humo de una hoguera, pero es el alma de Hatto que regresa.

¿Han observado ustedes algo? La historia es en ocasiones inmoral, los cuentos son siempre honestos, morales y virtuosos. En la historia el más fuerte prospera, los tiranos triunfan, los verdugos gozan de buena salud, los monstruos engordan, los Sila se transforman en buenos burgueses, los Luis XI y los Cromwell mueren en su cama. En los cuentos el infierno es siempre visible. No hay falta que no tenga su castigo a veces incluso exagerado; no hay crimen que no traiga tras de sí un suplicio con frecuencia espantoso; no hay malvado que no se convierta en un desgraciado a veces digno de lástima. Eso ocurre porque la historia se mueve en lo infinito y el cuento en lo finito. El hombre, que hace el cuento, no se siente con derecho a exponer los hechos y dejar suponer las consecuencias de los mismos; porque palpa en la oscuridad, no está seguro de nada, necesita acotarlo todo por medio de una enseñanza, un consejo y una lección; y no se atrevería a inventar acontecimientos sin conclusión inmediata. Dios, que hace la historia, muestra lo que quiere y conoce el resto.

Maüsethurm es un término cómodo. Se ve en él lo que se quiere ver. Hay espíritus que se consideran positivos -y que no son sino áridos-, que expulsan de todo la poesía, y están siempre dispuestos a decirle, como aquel hombre positivo al ruiseñor: «¡Quieres callarte, maldito animal!» Este tipo de mentes explican que la palabra Maüsethurm viene de maus o mauth, que significa peaje. Declaran que en el siglo X, antes de que se ensanchara el cauce del río, el paso del Rin sólo estaba abierto por la orilla izquierda y que la ciudad de Bingen había establecido por medio de esta torre su derecho de fielato sobre los barcos. Se apoyan en que aún hay cerca de Estrasburgo dos torres parecidas dedicadas a la percepción de impuestos sobre los transeúntes, que también se llaman Maüsethurm. Para estos graves pensadores inaccesibles a las fábulas, la torre maldita es una puerta de consumos y Hatto un portalero o aduanero.

Para las gentes sencillas, entre las que me incluyo gustoso, Maüsethurm procede de maüse, que viene de mus y significa rata. Esa supuesta puerta de consumos es la torre de las ratas, y el aduanero un espectro.

Después de todo, las dos opiniones podrían conciliarse. No es absolutamente imposible que hacia el siglo XVI o el XVII, después de Lutero, después de Erasmo, los bugomaestres incrédulos hubieran utilizado la torre de Hatto y hubieran instalado provisionalmente alguna tasa y algún peaje en aquella ruina de mala fama. ¿Por qué no? Roma hizo del templo de Antonino su aduana, su dogana. Lo que Roma hizo respecto a la historia, Bingen pudo hacerlo respecto a la leyenda. Así, mauth tendría razón y maüse no estaría equivocada.

Sea como fuere, desde que la vieja criada me narró el cuento de Hatto, la Maüsethurm había sido una de las visiones habituales de mi espíritu. Ya saben, no hay hombre que no tenga sus fantasmas, como no hay hombre que no tenga sus quimeras. Por la noche pertenecemos a los sueños; a veces los atraviesa un rayo de sol, a veces lo hace una llama; y según el reflejo colorante, el mismo sueño es una gloria celestial o una aparición del infierno. Efecto de luz de Bengala que se produce en la imaginación.

Yo debo reconocer que la torre de las ratas, en medio de su charca de agua, siempre me pareció horrible. Por lo que -¿me atreveré a confesarlo?- cuando el azar, que me pasea a su antojo, me condujo a orillas del Rin, el primer pensamiento que se me ocurrió no fue que vería la cúpula de Maguncia, o la catedral de Colonia o el Palatinado, sino que podría visitar la torre de las ratas".
 

Le Rhin, 1842

Víctor Hugo

jueves, 18 de octubre de 2012

"La Esfinge Sin Secreto"

"Una tarde, tomaba mi vermú en la terraza del Café de la Paix, contemplando el esplendor y la miseria de la vida parisina y asombrándome del extraño panorama de orgullo y pobreza que desfilaba ante mis ojos, cuando oí que alguien me llamaba. Volví la cabeza y vi a lord Murchison. No nos habíamos vuelto a ver desde nuestra época de estudiantes, hacía casi diez años, así que me encantó encontrarme de nuevo con él y nos dimos un fuerte apretón de manos. En Oxford habíamos sido grandes amigos. Yo lo había apreciado muchísimo, ¡era tan apuesto, íntegro y divertido! Solíamos decir que habría sido el mejor de los compañeros si no hubiese dicho siempre la verdad, pero creo que todos le admirábamos más por su franqueza. Me pareció que estaba muy cambiado. Daba la impresión de estar inquieto y desorientado, como si dudara de algo. Comprendí que no podía ser un caso de escepticismo moderno, pues Murchison era el más firme de los conservadores, y creía con la misma convicción en el Pentateuco que en la Cámara de los Pares; así que llegué a la conclusión de que se trataba de una mujer, y le pregunté si se había casado.

-No comprendo suficientemente bien a las mujeres -respondió.

-Mi querido Gerald -dije-, las mujeres están hechas para ser amadas, no comprendidas.

-Soy incapaz de amar a alguien en quien no puedo confiar -replicó.

-Creo que hay un misterio en tu vida, Gerald -exclamé-; ¿de qué se trata?

-Vamos a dar una vuelta en coche -contestó-, aquí hay demasiada gente. No, un carruaje amarillo no, de cualquier otro color... Mira, aquel verde oscuro servirá.

Y poco después bajábamos trotando por el bulevar en dirección a la Madeleine.

-¿Dónde vamos? -quise saber.

-¡Oh, donde tú quieras! -repuso-. Al restaurante del Bois de Boulogne; cenaremos allí y me hablarás de tu vida.

-Me gustaría que tú lo hicieras antes -dije-. Cuéntame tu misterio.

Lord Murchison sacó de su bolsillo una cajita de tafilete con cierre de plata y me la entregó. La abrí. En el interior llevaba la fotografía de una mujer. Era alta y delgada, y de un extraño atractivo, con sus grandes ojos de mirada distraída y su pelo suelto. Parecía una clairvoyante, e iba envuelta en ricas pieles.

-¿Qué opinas de ese rostro? -inquirió-. ¿Lo crees sincero?

Lo examiné detenidamente. Tuve la sensación de que era el rostro de alguien que guardaba un secreto, aunque fuese incapaz de adivinar si era bueno o malo. Se trataba de una belleza moldeada a fuerza de misterios... una belleza psicológica, en realidad, no plástica... y el atisbo de sonrisa que rondaba sus labios era demasiado sutil para ser realmente dulce.

-Bueno -exclamó impaciente-, ¿qué me dices?

-Es la Gioconda envuelta en martas cibelinas -respondí-. Cuéntame todo sobre ella.

-Ahora no, después de la cena -replicó, antes de empezar a hablar de otras cosas.

Cuando el camarero trajo el café y los cigarrillos, recordé a Gerald su promesa. Se levantó de su asiento, recorrió dos o tres veces de un lado a otro la estancia y, desplomándose en un sofá, me contó la siguiente historia:

-Una tarde -dijo-, estaba paseando por la Calle Bond alrededor de las cinco. Había una gran aglomeración de carruajes, y éstos estaban casi parados. Cerca de la acera, había un pequeño coche amarillo que, por algún motivo, atrajo mi atención. Al pasar junto a él, vi asomarse el rostro que te he enseñado esta tarde. Me fascinó al instante. Estuve toda la noche obsesionado con él, y todo el día siguiente. Caminé arriba y abajo por esa maldita calle, mirando dentro de todos los carruajes y esperando la llegada del coche amarillo; pero no pude encontrar a ma belle inconnue y empecé a pensar que se trataba de un sueño. Aproximadamente una semana después, tenía una cena en casa de Madame de Rastail. La cena iba a ser a las ocho; pero, media hora después, seguíamos esperando en el salón. Finalmente, el criado abrió la puerta y anunció a lady Alroy. Era la mujer que había estado buscando. Entró muy despacio, como un rayo de luna vestido de encaje gris y, para mi inmenso placer, me pidieron que la acompañase al comedor.

»-Creo que la vi en la Calle Bond hace unos días, lady Alroy -exclamé con la mayor inocencia cuando nos hubimos sentado.

»Se puso muy pálida y me dijo quedamente:

»-No hable tan alto, por favor; pueden oírlo.

»Me sentí muy desdichado por haber empezado tan mal, y me zambullí imprudentemente en el asunto del teatro francés. Ella apenas decía nada, siempre con la misma voz baja y musical, y parecía tener miedo de que alguien la escuchara. Me enamoré apasionada, estúpidamente de ella, y la indefinible atmósfera de misterio que la rodeaba despertó mi más ferviente curiosidad. Cuando estaba a punto de marcharse, poco después de la cena, le pregunté si me permitiría ir a visitarla. Ella pareció vacilar, miró a uno y otro lado para comprobar si había alguien cerca de nosotros, y luego repuso:

»-Sí, mañana a las cinco menos cuarto.

»Pedí a Madame de Rastail que me hablara de ella, pero lo único que logré saber fue que era una viuda con una casa preciosa en Park Lane; y como algún aburrido científico empezó a disertar sobre las viudas, a fin de ilustrar la supervivencia de los más capacitados para la vida matrimonial, me despedí y regresé a casa.

»Al día siguiente llegué a Park Lane con absoluta puntualidad, pero el mayordomo me comunicó que lady Alroy acababa de marcharse. Me dirigí al club bastante apesadumbrado y totalmente perplejo, y, después de meditarlo con detenimiento, le escribí una carta pidiéndole permiso para intentar visitarla cualquier otra tarde. No recibí ninguna respuesta en varios días, pero finalmente llegó una pequeña nota diciendo que estaría en casa el domingo a las cuatro, y con esta extraordinaria postdata: "Le ruego que no vuelva a escribirme a esta dirección; se lo explicaré cuando le vea". El domingo me recibió y no pudo estar más encantadora; pero, cuando iba a marcharme, me rogó que, si en alguna ocasión la escribía de nuevo, dirigiera mi carta "a la atención de la señora Knox, Biblioteca Whittaker, Calle Green”.

»-Existen razones -dijo- que no me permiten recibir cartas en mi propia casa.

»Durante toda aquella temporada, la vi con asiduidad, Y jamás la abandonó aquel aire de misterio. A veces se me ocurría pensar que estaba bajo el poder de algún hombre, pero parecía tan inaccesible que no podía creerlo. Era realmente difícil para mí llegar a alguna conclusión, pues era como uno de esos extraños cristales que se ven en los museos, y que tan pronto son transparentes como opacos. Al final decidí pedirle que se casara conmigo: estaba harto del constante sigilo que imponía a todas mis visitas y a las escasas cartas que le enviaba. Le escribí a la biblioteca para preguntarle si podía reunirse conmigo el lunes siguiente a las seis. Me respondió que sí, y yo me sentí en el séptimo cielo. Estaba loco por ella, a pesar del misterio, pensaba yo entonces -por efecto de él, comprendo ahora-. No; era la mujer lo que yo amaba. El misterio me molestaba, me enloquecía. ¿Por qué me puso el azar en su camino?

-Entonces, ¿lo descubriste? -exclamé.

-Eso me temo -repuso-. Puedes juzgar por ti mismo.

»El lunes fui a almorzar con mi tío y, hacia las cuatro, llegué a Marylebone Road. Mi tío, como sabes, vive en Regent’s Park. Yo quería ir a Piccadilly y, para atajar, atravesé un montón de viejas callejuelas. De pronto, vi delante de mí a lady Alroy, completamente tapada con un velo y andando muy deprisa. Al llegar a la última casa de la calle, subió los escalones, sacó una llave y entró en ella. "He aquí el misterio", pensé; y me acerqué presuroso a examinar la vivienda. Parecía uno de esos lugares que alquilan habitaciones. Su pañuelo se había caído en el umbral. Lo recogí y lo metí en mi bolsillo. Entonces empecé a cavilar sobre lo que debía hacer. Llegué a la conclusión de que no tenía el menor derecho a espiarla y me dirigí en carruaje al club. A las seis aparecí en su casa. Se hallaba recostada en un sofá, con un elegante vestido de tisú plateado sujeto con unas extrañas adularias que siempre llevaba. Estaba muy hermosa.

»-No sabe cuánto me alegro de verlo -dijo-; no he salido en todo el día

»La miré sorprendido, y sacando el pañuelo de mi bolsillo, se lo entregué.

»-Se le cayó esta tarde en la Calle Cummor, lady Alroy -señalé sin inmutarme.

»Me miró horrorizada, pero no hizo ninguna tentativa de coger el pañuelo.

»-¿Qué estaba haciendo allí? -inquirí.

»-¿Y qué derecho tiene usted a preguntármelo? -exclamó ella.

»-El derecho de un hombre que la quiere -contesté-; he venido para pedirle que sea mi mujer.

»Ocultó el rostro entre las manos y se deshizo en un mar de lágrimas.

»-Debe contármelo -proseguí.

»Ella se puso en pie y, mirándome a la cara, respondió:

»-Lord Murchison, no tengo nada que contarle.

»-Fue usted a reunirse con alguien -afirmé-; ése es su misterio.

»Lady Alroy adquirió una palidez cadavérica y dijo:

»-No fui a reunirme con nadie.

»-¿Acaso no puede decir la verdad? -exclamé.

»-Ya se la he dicho -repuso.

»Yo estaba furibundo, enloquecido; no recuerdo mis palabras, pero la acusé de cosas terribles. Finalmente, me precipité fuera de su domicilio. Ella me escribió una carta al día siguiente; se la devolví sin abrir y me fui a Noruega con Alan Colville. Regresé un mes más tarde y lo primero que leí en el Morning Post fue la muerte de lady Alroy. Se había resfriado en la ópera, y había muerto de una congestión pulmonar a los cinco días. Me encerré en casa y no quise ver a nadie. La había querido demasiado, la había amado con locura. ¡Santo Dios! ¡Cuánto había amado a esa mujer!

-¿Y nunca fuiste a aquella casa? -le interrumpí.

-Sí -replicó.

»Un día me dirigí a la Calle Cummor. No pude evitarlo; me torturaba la duda. Llamé a la puerta y me abrió una mujer de aire respetable. Le pregunté si tenía alguna habitación para alquilar.

»-Verá, señor -contestó-, en teoría los salones están alquilados; pero, como hace tres meses que la señora no viene y que nadie paga la renta, puede usted quedarse con ellos.

»-¿Es ésta su inquilina? -quise saber, mostrándole la foto.

»-Sin duda alguna -exclamó-, y ¿cuándo piensa volver, señor?

»-La señora ha fallecido -repuse.

»-¡Oh, señor, espero que no sea cierto! -dijo la mujer-. Era mi mejor inquilina. Me pagaba tres guineas a la semana sólo por sentarse en mis salones de vez en cuando.

»-¿Se reunía con alguien? -le pregunté.

»Pero la mujer me aseguró que no, que siempre llegaba sola y jamás veía a nadie.

»-¿Y qué diablos hacía? -inquirí.

»-Se limitaba a sentarse en el salón, señor, y leía libros; a veces también tomaba el té -respondió ella.

»No supe qué contestarle, así que le di una libra y me marché.

-Y bien, ¿qué crees que significaba todo aquello? ¿No pensarás que la mujer decía la verdad?

-Pues claro que lo pienso.

-Entonces, ¿por qué acudía allí lady Alroy?

-Mi querido Oswald -replicó-, lady Alroy era simplemente una mujer obsesionada con el misterio. Alquiló esas habitaciones por el placer de ir allí tapada con su velo, imaginando que era la heroína de una novela. Le encantaban los secretos, pero no era más que una esfinge sin secreto.

-¿De veras lo crees?

-Estoy convencido.

Sacó la cajita de tafilete, la abrió y contempló la fotografía.

-Sigo teniendo mis dudas -exclamó finalmente".

Oscar Wilde