El Recolector de Historias

El Recolector de Historias

sábado, 31 de enero de 2015

"El Diablo y el Relojero"

"Viva en la parroquia de San Bennet Funk, cerca del Mercado Real, una honesta y pobre viuda quien, después de morir su marido, tomó huéspedes en su casa. Es decir, dejó libres algunas de sus habitaciones para aliviar su renta. Entre otros, cedió su buhardilla a un artesano que hacía engranajes para relojes y que trabajaba para aquellos comerciantes que vendían dichos instrumentos, según es costumbre en esta actividad.

Sucedió que un hombre y una mujer fueron a hablar con este fabricante de engranajes por algún asunto relacionado con su trabajo. Y cuando estaban cerca de los últimos escalones, por la puerta completamente abierta del altillo donde trabajaba, vieron que el hombre (relojero o artesano de engranajes) se había colgado de una viga que sobresalía más baja que el techo o cielorraso. Atónita por lo que veía, la mujer se detuvo y gritó al hombre, que estaba detrás de ella en la escalera, que corriera arriba y bajara al pobre desdichado.

En ese mismo momento, desde otra parte de la habitación, que no podía verse desde las escaleras, corrió velozmente otro hombre que llevaba un escabel en sus manos. Éste, con cara de estar en un grandísimo apuro, lo colocó debajo del desventurado que estaba colgado y, subiéndose rápidamente, sacó un cuchillo del bolsillo y sosteniendo el cuerpo del ahorcado con una mano, hizo señas con la cabeza a la mujer y al hombre que venía detrás, como queriendo detenerlos para que no entraran; al mismo tiempo mostraba el cuchillo en la otra, como si estuviera por cortar la soga para soltarlo.

Ante esto la mujer se detuvo un momento, pero el hombre que estaba parado en el banquillo continuaba con la mano y el cuchillo tocando el nudo, pero no lo cortaba. Por esta razón la mujer gritó de nuevo a su acompañante y le dijo:

-¡Sube y ayuda al hombre!

Suponía que algo impedía su acción.

Pero el que estaba subido al banquillo nuevamente les hizo señas de que se quedaran quietos y no entraran, como diciendo: «Lo haré inmediatamente».

Entonces dio dos golpes con el cuchillo, como si cortara la cuerda, y después se detuvo nuevamente. El desconocido seguía colgado y muriéndose en consecuencia. Ante la repetición del hecho, la mujer de la escalera le gritó:

-¿Que pasa? ¿Por qué no bajas al pobre hombre?

Y el acompañante que la seguía, habiéndosele acabado la paciencia, la empujó y le dijo:

-Déjame pasar. Te aseguro que yo lo haré -y con estas palabras llegó arriba y a la habitación donde estaban los extraños.

Pero cuando llegó allí ¡cielos! el pobre relojero estaba colgado, pero no el hombre con el cuchillo, ni el banquito, ni ninguna otra cosa o ser que pudiera ser vista a oída. Todo había sido un engaño, urdido por criaturas espectrales enviadas sin duda para dejar que el pobre desventurado se ahorcara y expirara.

El visitante estaba tan aterrorizado y sorprendido que, a pesar de todo el coraje que antes había demostrado, cayó redondo en el suelo como muerto. Y la mujer, al fin, para bajar al hombre, tuvo que cortar la soga con unas tijeras, lo cual le dio gran trabajo.

Como no me cabe duda de la verdad de esta historia que me fue contada por personas de cuya honestidad me fío, creo que no me dará trabajo convencerlos de quién debía de ser el hombre del banquito: fue el Diablo, que se situó allí con el objeto de terminar el asesinato del hombre a quien, según su costumbre, había tentado antes y convencido para que fuera su propio verdugo. Además, este crimen corresponde tan bien con la naturaleza del Demonio y sus ocupaciones, que yo no lo puedo cuestionar. Ni puedo creer que estemos equivocados al cargar al Diablo con tal acción.

Nota: No puedo tener certeza sobre el final de la historia; es decir, si bajaron al relojero lo suficientemente rápido como para recobrarse o si el Diablo ejecutó sus propósitos y mantuvo aparte al hombre y a la mujer hasta que fue demasiado tarde. Pero sea lo que fuera, es seguro que él se esforzó demoníacamente y permaneció hasta que fue obligado a marcharse".


Daniel Defoe

viernes, 30 de enero de 2015

"El Rey del Trébol"


"La verdad -observé dejando el Daily Newsmonger a un lado- tiene más fuerza que la ficción.

La observación no era original, pero pareció gustar a mi amigo, que, ladeando la cabeza de nuevo, se quitó una mota imaginaria de polvo de los bien planchados pantalones y observó:

-¡Qué idea tan profunda! ¡Mi amigo Hastings es un pensador!

Sin enojarme por la evidente ironía, di un golpecito sobre el periódico que acababa de soltar de la mano.

-¿Lo ha leído ya? -pregunté.

-Sí. Y después de leerlo lo he vuelto a doblar simétricamente. No lo he tirado al suelo como acaba usted de hacer, con una lamentable falta de orden y de método.

(Esto es lo peor de Poirot. El Orden y el Método son sus dioses. Y les atribuye todos sus éxitos.)

-¿Entonces ha leído la nota del asesinato de Henry Reedbum, el empresario? Él ha originado mi reciente observación. Porque es cierto que no solo la verdad es más fuerte que la ficción, sino, asimismo, mucho más dramática. Vea por ejemplo esa sólida familia de clase media, los Ogiander. El padre, la madre, el hijo, la hija son típicos, como tantos cientos de familias de este país. Los hombres van al centro de la ciudad todos los días; las mujeres se ocupan de la casa. Sus vidas son pacíficas, monótonas incluso. Anoche estuvieron sentados en el salón de su casa de Daisymead, en Streatham, jugando al bridge. De improviso, se abre una puerta de cristales y entra en la habitación una mujer tambaleándose. Lleva manchado de sangre el vestido de seda gris. Antes de caer desmayada al suelo dice una sola palabra: «asesinado». La familia la reconoce al punto. Es Valerie Sinclair, famosa bailarina, de quien habla todo Londres.

-¿Habla usted por sí mismo o está refiriendo lo que dice el Daily Newmonger? -interrogó Poirot con ánimo de puntualizar.

-El periódico entró a último momento en prensa y se contentó con narrar hechos escuetos. A mí me han impresionado enseguida las posibilidades dramáticas del suceso.

Poirot aprobó pensativo mis palabras.

-Dondequiera que exista la naturaleza humana existe el drama. Solo que no siempre es como uno se lo imagina. Recuérdelo. Sin embargo, me interesa ese caso porque es posible que me vea relacionado con él.

-¿De verdad?

-Sí. Esta mañana me llamó por teléfono un caballero para solicitar una entrevista en nombre del príncipe Paúl de Mauritania.

-Pero ¿qué tiene eso que ver con lo ocurrido?

-Usted no lee todos nuestros periódicos. Me refiero a esos que relatan acontecimientos escandalosos y que comienzan por: «Nos cuenta un ratoncito...» o «A un pajarito le gustaría saber...». Vea esto.

Yo seguí el párrafo que me señalaba con el grueso índice.

-...desearíamos saber si el príncipe extranjero y la famosa bailarina poseen en realidad afinidades y, ¡si a la dama le gustaba la nueva sortija de diamantes!

-Bueno, continúe su historia. Quedamos en que mademoiselle Sinclair se desmayó en Daisymead sobre la alfombra del salón, ¿lo recuerda?

Yo me encogí de hombros.

-Como resultado de sus palabras, los dos Ogiander salieron; uno en busca de un médico que asistiera a la dama, que sufría una terrible conmoción nerviosa, y el otro a la jefatura de policía, desde donde, tras contar lo ocurrido, los acompañó a Mon Désir, la magnífica villa del señor Reedburn, que se halla a corta distancia de Daisymead. Allí encontraron al gran hombre, que, dicho sea de paso, goza de mala fama, tendido en la mitad de la biblioteca con la cabeza abierta.

-Yo he criticado su estilo -dijo Poirot con afecto-. Perdóneme, se lo ruego. ¡Oh, aquí tenemos al príncipe!

Nos anunciaron al distinguido visitante con el nombre de conde Feodor. Era un joven alto, extraño, de barbilla débil, con la famosa boca de los Mauranberg y los ojos ardientes y oscuros de un fanático.

-¿Monsieur Poirot?

Mí amigo se inclinó.

-Monsieur, me encuentro en un apuro tan grande que no puede expresarse con palabras...

Poirot hizo un ademán de inteligencia.

-Comprendo su ansiedad. Mademoiselle Sinclair es una amiga querida, ¿no es cierto?

El príncipe repuso sencillamente:

-Confío en que será mi mujer.

Poirot se incorporó con los ojos muy abiertos.

El príncipe continuó:

-No seré yo el primero de la familia que contraiga matrimonio morganático. Mi hermano Alejandro ha desafiado también las iras del emperador. Hoy vivimos en otros tiempos, más adelantados, libres de prejuicios de casta. Además, mademoiselle Sinclair es igual a mí, posee rango. Supongo que conocerá su historia, o por lo menos una parte de ella.

-Corren por ahí, en efecto, muchas románticas versiones de su origen. Dicen unos que es hija de una irlandesa gitana; otros, que su madre es una aristócrata, una archiduquesa rusa.

-La primera versión es una tontería, desde luego -repuso el príncipe-. Pero la segunda es verdadera. Aunque está obligada a guardar el secreto, Valerie me ha dado a entender eso. Además, lo demuestra, sin darse cuenta, y yo creo en la ley de herencia, monsieur Poirot.

-También yo creo en ella -repuso Poirot, pensativo-. Yo, moi qui vous parle, he presenciado cosas muy raras... Pero vamos a lo que importa, monsieur le prince. ¿Qué quiere de mí? ¿Qué es lo que teme? Puedo hablar con franqueza, ¿verdad? ¿Se hallaba relacionada mademoiselle de algún modo con ese crimen? Porque conocía al señor Reedburn, naturalmente...

-Sí. Él confesaba su amor por ella.

-¿Y ella?

-Ella no tenía nada que decirle.

Poirot le dirigió una mirada penetrante.

-Pero, ¿le temía? ¿Tenía motivos?

El joven titubeó.

-Le diré... ¿Conoce a Zara, la vidente?

-No.

-Es maravillosa. Consúltela cuando tenga tiempo. Valerie y yo fuimos a verla la semana pasada. Y nos echó las cartas. Habló a Valerie de unas nubes que asomaban en el horizonte y le predijo males inminentes; luego volvió la última carta. Era el rey de trébol. Dijo a Valerie: «Tenga mucho cuidado. Existe un hombre que la tiene en su poder. Usted le teme, se expone a un gran peligro. ¿Sabe de quién le hablo?». Valerie estaba blanca hasta los labios. Hizo un gesto afirmativo y contestó: «Sí, sí, lo sé». Las últimas palabras de Zara a Valerie fueron: «Cuidado con el rey de trébol. ¡Le amenaza un peligro!». Entonces la interrogué. Me aseguró que todo iba bien y no quiso confiarme nada. Pero ahora, después de lo ocurrido la noche pasada, estoy seguro de que Valerie vio a Reedburn en el rey de trébol y de que él era el hombre a quien temía.

El príncipe guardó brusco silencio.

-Ahora comprenderá mi agitación cuando abrí el periódico esta mañana. Suponiendo que en un ataque de locura, Valerie... pero no, ¡es imposible...!, ¡no puedo concebirlo, ni en sueños!

Poirot se levantó del sillón y dio unas palmaditas afectuosas en el hombro del joven.

-No se aflija, se lo ruego. Déjelo todo en mis manos.

-¿Irá a Streatham? Sé que está en Daisymead, postrada por la conmoción sufrida.

-Iré en seguida.

-Ya lo he arreglado todo por medio de la embajada. Tendrá usted acceso a todas partes.

-Marchemos entonces. Hastings, ¿quiere acompañarme? Au revoir, monsieur le prince.

Mon Désir era una preciosa villa moderna y cómoda. Una calzada para coches conducía a ella y detrás de la casa tenía un terreno de varias hectáreas de magníficos jardines.

En cuanto mencionamos al príncipe Paúl, el mayordomo que nos abrió la puerta nos llevó al instante al lugar de la tragedia. La biblioteca era una habitación magnífica que ocupaba toda la fachada del edificio con una ventana a cada extremo, de las cuales una daba a la calzada y otra a los jardines. El cadáver yacía junto a esta última. No hacía mucho que se lo habían llevado después de concluir su examen la policía.

-¡Qué lástima! -murmuré al oído de Poirot-. La de pruebas que habrán destruido.

Mi amigo sonrió.

-¡Eh, eh! ¿Cuántas veces habré de decirle que las pruebas vienen de dentro? En las pequeñas células grises del cerebro es donde se halla la solución de cada misterio.

Se volvió al mayordomo y preguntó:

-Supongo que a excepción del levantamiento del cadáver no se habrá tocado la habitación.

-No, señor. Se halla en el mismo estado que cuando llegó la policía anoche.

-Veamos. Veo que esas cortinas pueden correrse y que ocultan el alféizar de la ventana. Lo mismo sucede con las cortinas de la ventana opuesta. ¿Estaban corridas anoche también?

-Sí, señor. Yo verifico la operación todas las noches.

-Entonces, ¿debió descorrerlas el propio Reedburn?

-Así parece, señor.

-¿Sabía usted que esperaba visita?

-No me lo dijo, señor. Pero dio orden de que no se le molestase después de la cena. Ve, señor, por esa puerta se sale de la biblioteca a una terraza lateral. Quizá dio entrada a alguien por ella.

-¿Tenía por costumbre hacerlo así?

El mayordomo tosió discretamente.

-Creo que sí, señor.

Poirot se dirigió a aquella puerta. No estaba cerrada con llave. En vista de ello salió a la terraza que iba a parar a la calzada sita a su derecha; a la izquierda se levantaba una pared de ladrillo rojo.

-Al otro lado está el huerto, señor. Más allá hay otra puerta que conduce a él, pero permanece cerrada desde las seis de la tarde.

Poirot entró en la biblioteca seguido del mayordomo.

-¿Oyó algo de los acontecimientos de anoche? -preguntó Poirot.

-Oímos, señor, voces, una de ellas de mujer, en la biblioteca, poco antes de dar las nueve. Pero no era un hecho extraordinario. Luego, cuando nos retiramos al vestíbulo de servicio que está a la derecha del edificio, ya no oímos nada, naturalmente. Y la policía llegó a las once en punto.

-¿Cuántas voces oyeron?

-No sabría decírselo, señor. Solo reparé en la voz de mujer.

-¡Ah!

-Perdón, señor. Si desea ver al doctor Ryan está aquí todavía.

La idea nos pareció de perlas y poco después se reunió con nosotros el doctor, hombre de edad madura, muy jovial, que proporcionó a Poirot los informes que solicitaba. Se encontró a Reedburn tendido cerca de la ventana con la cabeza apoyada en el asiento de mármol adosado a aquella. Tenía dos heridas: una entre ambos ojos; otra, la fatal, en la nuca.

-¿Yacía de espaldas?

-Sí. Ahí está la prueba.

El doctor nos indicó una pequeña mancha negra en el suelo.

-¿Y no pudo ocasionarle la caída el golpe que recibió en la cabeza?

-Imposible. Porque el arma, sea cualquiera que fuese, penetró en el cráneo.

Poirot miró pensativo el vacío. En el vano de cada ventana había un asiento, esculpido, de mármol, cuyas armas representaban la cabeza de un león. Los ojos de Poirot se iluminaron.

-Suponiendo que cayera de espaldas sobre esta cabeza saliente de león y que de ella resbalase hasta el suelo, ¿podría haberse abierto una herida como la que usted describe?

-Sí, es posible. Pero el ángulo en que yacía nos obliga a considerar esa teoría imposible. Además, hubiera dejado huellas de sangre en el asiento de mármol.

-Sí, contando con que no se hayan borrado.

El doctor se encogió de hombros.

-Es improbable. Sobre todo porque no veo qué ventaja puede aportar convertir un accidente en crimen.

-No, claro está. ¿Qué le parece? ¿Pudo asestar una mujer uno de los dos golpes?

-Oh, no, señor. Supongo que está pensando en mademoiselle Sinclair.

-No pienso en ninguna persona determinada -repuso con acento suave Poirot.

Concentró su atención en la ventaba abierta mientras decía el doctor:

-Mademoiselle Sinclair huyó por allí. Vean cómo se divisa Daisymead por entre los árboles. Naturalmente, que hay muchas otras casas en la carretera, frente a esta, pero Daisymead es la única visible por este lado.

-Gracias por sus informes, doctor -dijo Poirot-. Venga, Hastings. Vamos a seguir los pasos de mademoiselle.

Echó a andar delante de mí y en este orden pasamos por el jardín, dejando atrás la verja de hierro y llegamos, también por la puerta del jardín, a Daisymead, finca poco ostentosa, que poseía media hectárea de terreno. Un pequeño tramo de escalera conducía a la puerta de cristales a la francesa. Poirot me la indicó con el gesto.

-Por ahí entró anoche mademoiselle Sinclair. Nosotros no tenemos ninguna prisa y lo haremos por la puerta principal.

La doncella que nos abrió la puerta nos llevó al salón, donde nos dejó para ir en busca de la señora Ogiander. Era evidente que no se había limpiado la habitación desde el día anterior, porque el hogar estaba todavía lleno de cenizas y la mesa de bridge colocada en el centro con una jota boca arriba y varias manos de naipes puestas aún sobre el tablero. Vimos a nuestro alrededor innumerables objetos de adorno y unos cuantos retratos de familia de una fealdad sorprendente, colgados de las paredes.

Poirot los examinó con más indulgencia que la que mostré yo, enderezando uno o dos que se habían ladeado.

-¡Qué lazo tan fuerte el de la famille! El sentimiento ocupa en ella el lugar de la estética.

Yo asentí a estas palabras sin separar la vista de un grupo fotográfico compuesto de un caballero con patillas, de una señora de moño alto, de un muchacho fornido y de dos muchachas adornadas con una multitud de lazos innecesarios. Suponiendo que era la familia Ogiander de los tiempos pasados la contemplé con interés.

En este momento se abrió la puerta del salón y entró una mujer joven. Llevaba bien peinado el cabello oscuro y vestía un jersey y una falda a cuadros.

Poirot avanzó unos pasos como respuesta a una mirada de interrogación de la recién llegada.

-¿Señora Ogiander? –dijo-. Lamento tener que molestarla... sobre todo después de lo ocurrido. ¡Ha sido espantoso!

-Sí, y nos tiene a todos muy trastornados -confesó la muchacha sin demostrar emoción.

Yo empezaba a creer que los elementos del drama pasaban inadvertidos para la señora Ogiander, que su falta de imaginación era superior a cualquier tragedia, y me confirmó en esta creencia su actitud, cuando continuó diciendo:

-Disculpen el desorden de la habitación. Los sirvientes están muy excitados.

-¿Es aquí donde pasaron ustedes la velada anoche, n 'est-ce pas?

-Sí, jugábamos al bridge después de cenar cuando...

-Perdón. ¿Cuánto hacía que jugaban ustedes?

-Pues... -la señora Ogiander reflexionó- la verdad es que no lo recuerdo. Supongo que comenzamos a las diez.

-¿Dónde estaba usted sentada?

-Frente a la puerta de cristales. Jugaba con mi madre y acababa de echar una carta. De súbito, sin previo aviso, se abrió la puerta y entró la señorita Sinclair tambaleándose en el salón.

-¿La reconoció?

-Me di vaga cuenta de que su rostro me era familiar.

-Sigue aquí, ¿verdad?

-Sí, pero está postrada y no quiere ver a nadie.

-Creo que me recibirá. Dígale que vengo a petición del príncipe Paúl de Mauritania.

Me pareció que el nombre del príncipe alteraba la calma imperturbable de la señora Ogiander. Pero salió sin hacer comentarios del salón y volvió casi en seguida para comunicarnos que mademoiselle nos esperaba en su dormitorio.

La seguimos y por la escalera llegamos a una bonita habitación, bien iluminada, empapelada de color claro. En un diván, junto a la ventana, vimos a una señorita que volvió la cabeza al hacer nuestra entrada. El contraste que ella y la señora Ogiander ofrecían me llamó en seguida la atención, pues si bien en las facciones y en el color del cabello se parecían, ¡qué diferencia tan notable existía entre las dos! La palabra, el gesto de Valerie Sinclair constituían un poema. De ella se desprendía un aura romántica. Vestía una prenda muy casera, una bata de franela encarnada que le llegaba a los pies, pero el encanto de su personalidad le daba un sabor exótico y semejaba una vestidura oriental de encendido color. En cuanto entró Poirot, fijó sus grandes ojos en él.

-¿Vienen de parte de Paúl? -su voz armonizaba con su aspecto, era lánguida y llena.

-Sí, mademoiselle. Estoy aquí para servir a él... y a usted.

-¿Qué es lo que desea saber?

-Todo lo que sucedió anoche, ¡absolutamente todo!

La bailarina sonrió con visible expresión de cansancio.

-¿Supone que voy a mentir? No soy tan estúpida. Veo con claridad que no debo ocultarle nada. Ese hombre, me refiero al que ha muerto, poseía un secreto mío y me amenazaba con él. Por el bien de Paúl traté de llegar a un acuerdo con él. No podía arriesgarme a perder al príncipe. Ahora que ha muerto me siento segura, pero no lo maté.

Poirot meneó la cabeza, sonriendo.

-No es necesario que lo afirme, mademoiselle –dijo-. Cuénteme lo que sucedió la noche pasada.

-Parecía dispuesto a hacer un trato conmigo y le ofrecí dinero. Me citó en su casa a las nueve en punto. Yo conocía ya Mon Désir, había estado en ella. Debía entrar en la biblioteca por la puerta falsa para que no me vieran los criados.

-Perdón, mademoiselle, pero ¿no tuvo miedo de ir allí sola y por la noche?

¿Lo imaginé o Valerie hizo una pausa antes de contestar?

-Sí, es posible. Pero no podía pedir a nadie que me acompañara y estaba desesperada. Reedburn me recibió en la biblioteca. ¡Celebro que haya muerto! ¡Oh, qué hombre! Jugó conmigo como el gato y el ratón. Me puso los nervios en tensión. Yo le rogué, le supliqué de rodillas, le ofrecí todas mis joyas. ¡Todo en vano! Luego me dictó sus condiciones. Ya adivinará las que fueron. Me negué a complacerle. Le dije lo que pensaba de él, rabié, me encolericé. Él sonreía sin perder la calma. Y de pronto, en un momento de silencio, sonó algo en la ventana, tras la cortina corrida. Reedburn lo oyó también. Se acercó a ella y la descorrió rápidamente. Detrás había un hombre escondido, era un vagabundo de feo aspecto. Atacó al señor Reedburn, al que dio primero un golpe... luego otro. Reedburn cayó al suelo. El vagabundo me asió entonces con la mano cubierta de sangre, pero yo me solté, me deslicé al exterior por la ventana y corrí para salvar la vida. En aquel momento distinguí las luces de esta casa y a ella me encaminé. Los visillos estaban descorridos y vi que los habitantes de la casa jugaban al bridge. Entré, tropezando, en el salón. Recuerdo que pude gritar: «asesinado», y luego caí al suelo y ya no vi nada...

-Gracias, mademoiselle. El espectáculo debió constituir un gran choque para su sistema nervioso. ¿Podría describirme al vagabundo? ¿Recuerda lo que llevaba puesto?

-No. Fue todo tan rápido... Pero su rostro está grabado en mi pensamiento y estoy segura de poder conocerlo en cuanto lo vea.

-Una pregunta todavía, mademoiselle. ¿Estaban corridas las cortinas de la otra ventana, de la que mira a la calzada?

En el rostro de la bailarina se pintó por vez primera una expresión de perplejidad. Pero trató de recordar con precisión.

-¿Eh, bien mademoiselle?

-Creo... casi estoy segura... ¡sí, segurísima!, de que no estaban corridas.

-Es curioso, sobre todo estando corridas las primeras. No importa, la cosa tiene poca importancia. ¿Permanecerá todavía aquí mucho tiempo, mademoiselle?

-El doctor cree que mañana podré volver a la ciudad.

Valerie miró a su alrededor. La señora Ogiander había salido.

-Estas gentes son muy amables, pero... no pertenecen a mi esfera. Yo las escandalizo... bien, no simpatizo con la bourgeoisie.

Sus palabras tenían un matiz de amargura.

Poirot repuso:

-Comprendo y confío en que no la habré fatigado con mis preguntas.

-Nada de eso, monsieur. No deseo más sino que Paúl lo sepa todo lo antes posible.

-Entonces, ¡muy buenos días, mademoiselle!

Antes de salir Poirot de la habitación se paró y preguntó señalando un par de zapatos de piel.

-¿Son suyos, mademoiselle?

-Sí. Ya están limpios. Me los acaban de traer.

-¡Ah! -exclamó Poirot mientras bajábamos la escalera-. Los criados estaban muy excitados, pero por lo visto no lo están para limpiar un par de zapatos. Bien, mon ami, el caso me pareció interesante, de momento, pero se me figura que se está concluyendo.

-Pero ¿y el asesino?

-¿Cree que Hércules Poirot se dedica a la caza de vagabundos? -replicó con acento grandilocuente el detective.

Al llegar al vestíbulo nos tropezamos con la señora Ogiander que salía a nuestro encuentro.

-Háganme el favor de esperar en el salón. Mamá quiere hablar con ustedes -nos dijo.

La habitación seguía sin arreglar y Poirot tomó la baraja y comenzó a barajar los naipes al azar con sus manos pequeñas y bien cuidadas.

-¿Sabe lo que pienso, amigo mío?

-¡No! -repuse ansiosamente.

-Pues que la señora Ogiander hizo mal en no echar un triunfo. Debió poner sobre la mesa el tres de picas.

-¡Poirot! Es usted el colmo.

-¡Mon Dieu! No voy a estar siempre hablando de rayos y de sangre.

De repente olfateó el aire y dijo:

-Hastings, Hastings, mire. Falta el rey de trébol de la baraja.

-¡Zara! -exclamé.

-¿Cómo?

-De momento Poirot no comprendió mi alusión. Maquinalmente guardó las barajas, ordenadas, en sus cajas. Su rostro asumía una expresión grave.

-Hastings -dijo por fin-. Yo, Hércules Poirot, he estado a punto de cometer un error, un gran error.

Lo miré impresionado, pero sin comprender. Lo interrumpió la entrada en el salón de una hermosa señora de alguna edad que llevaba un libro de cuentas en la mano. Poirot le dedicó un galante saludo. La dama le preguntó:

-Según tengo entendido, es usted amigo de... la señorita Sinclair.

-Precisamente su amigo, no, señora. He venido de parte de un amigo.

-Ah, comprendo. Me pareció que...

Poirot señaló bruscamente la ventana y dijo, interrumpiéndola:

-¿Anoche tenían ustedes corridos los visillos?

-No, y supongo que por eso vio luz la señorita Sinclair y se orientó.

-Anoche estaba la luna llena. ¿Vio usted a la señorita Sinclair, sentada como estaba delante de la ventana?

-No, porque me abstraía el juego. Además porque, naturalmente, nunca nos ha sucedido nada parecido a esto.

-Lo creo, madame. Mademoiselle Sinclair proyecta marcharse mañana.

-¡Oh! -el rostro de la dama se iluminó.

-Le deseo muy buenos días, madame.

Una criada limpiaba la escalera cuando salimos por la puerta principal de la casa. Poirot dijo:

-¿Fue usted la que limpió los zapatos de la señora forastera?

La doncella meneó la cabeza.

-No, señor. No creo tampoco que haya que limpiarlos.

-¿Quién los limpió entonces? -pregunté a Poirot mientras bajábamos por la calzada.

-Nadie. No estaban sucios.

-Concedo que por bajar por el camino o por un sendero, en una noche de luna, no se ensucien, pero después de aplastar con ellos la hierba del jardín se manchan y ensucian.

-Sí, estoy de acuerdo -repuso Poirot con una sonrisa singular.

-Entonces...

-Tenga paciencia, amigo mío. Vamos a volver a Mon Désir.

El mayordomo nos vio llegar con visible sorpresa, pero no se opuso a que volviéramos a entrar en la biblioteca.

-Oiga, Poirot, se equivoca de ventana -exclamé al ver que se aproximaba a la que daba sobre la calzada de coches.

-Me parece que no. Vea -repuso indicándome la cabeza marmórea del león en la que vi una mancha oscura.

Poirot levantó un dedo y me mostró otra parecida en el suelo.

-Alguien asestó a Reedburn un golpe, con el puño cerrado, entre los dos ojos. Cayó hacia atrás sobre la protuberante cabeza de mármol y a continuación resbaló hasta el suelo. Luego lo arrastraron hasta la otra ventana y allí lo dejaron, pero no en el mismo ángulo como observó el doctor.

-Pero ¿por qué? No parece que fuera necesario.

-Por el contrario, era esencial. Y también es la clave de la identidad del asesino aunque sepa usted que no tuvo intención de matar a Reedburn y que por ello no podemos tacharlo de criminal. ¡Debe poseer mucha fuerza!

-¿Porque pudo arrastrar a Reedburn por el suelo?

-No. Este es un caso muy interesante. Pero me he portado como un imbécil.

-¿De manera que se ha terminado, que ya sabe usted todo lo sucedido?

-Sí.

-¡No! -exclamé recordando algo de repente-. Todavía hay algo que ignora.

-¿Qué?

-Ignora dónde se halla el rey de trébol.

-¡Bah! Pero qué tontería. ¡Qué tontería, mon ami!

-¿Por qué?

-Porque lo tengo en el bolsillo.

Y, en efecto, Poirot lo sacó y me lo mostró.

-¡Oh! -dije alicaído-. ¿Dónde lo ha encontrado? ¿Acaso aquí?

-No tiene nada de sensacional. Estaba dentro de la caja de la baraja. No la utilizaron.

-¡Hum! De todas maneras sirvió para darle alguna idea, ¿verdad?

-Sí, amigo mío. Y ofrezco mis respetos a Su Majestad.

-Y ¡a madame Zara!

-Ah, sí, también a esa señora.

-Bueno, ¿qué piensa hacer ahora?

-Volver a Londres. Pero antes de ausentarme deseo decirle dos palabras a una persona que vive en Daisymead.

La misma doncella nos abrió la puerta.

-Están en el comedor, señor. Si desea ver a la señorita Sinclair se halla descansando.

-Deseo ver a la señora Ogiander. Haga el favor de llamarla. Es cuestión de un instante.

Nos condujeron al salón y allí esperamos. Al pasar por delante del comedor distinguí a la familia Ogiander, acrecentada ahora por la presencia de dos fornidos caballeros, uno afeitado, otro con barba y bigote.

Poco después entró la señora Ogiander en el salón mirando con aire de interrogación a Poirot, que se inclinó ante ella.

-Madame, en mi país sentimos suma ternura, un gran respeto por la madre. La mere de famille es todo para nosotros -dijo.

La señora Ogiander lo miró con asombro.

-Y esta única razón es la que me trae aquí, en estos momentos, pues deseo disipar su ansiedad. No tema, el asesino del señor Reedburn no será descubierto. Yo, Hércules Poirot, se lo aseguro a usted. ¿Digo bien o es la ansiedad de una esposa la que debo calmar?

Hubo un momento de silencio en el que la señora Ogiander dirigió a Poirot una mirada penetrante. Por fin repuso en voz baja:

-No sé lo que quiere decir pero, sí, dice usted bien sin duda.

Poirot hizo un gesto con el rostro grave.

-Eso es, madame. No se inquiete. La policía inglesa no posee los ojos de Hércules Poirot.

Así diciendo dio un golpecito sobre el retrato de la familia que pendía de la pared e interrogó:

-¿Usted tuvo dos hijas, madame? ¿Ha muerto una de ellas?

Hubo una pausa durante la cual la señora Ogiander volvió a dirigir una mirada profunda a mi amigo. Luego respondió:

-Sí, ha muerto.

-¡Ah! -exclamó Poirot vivamente-. Bien, vamos a volver a la ciudad. Permítame que le devuelva el rey de trébol y que lo coloque en la caja. Constituye su único resbalón. Comprenda que no se puede jugar al bridge, por espacio de una hora, con únicamente cincuenta y una cartas para cuatro personas. Nadie que sepa jugar creerá en su palabra. ¡Bonjour!

Cuando emprendimos el camino de la estación me dijo:

-Y ahora, amigo mío, ¿se da cuenta de lo ocurrido?

-¡En absoluto! –contesté-. ¿Quién mató a Reedburn?

-John Ogiander, hijo. Yo no estaba seguro de si había sido él o su padre, pero me pareció que debía ser el hijo el culpable por ser el más joven y el más fuerte de los dos. Asimismo tuvo que ser culpable uno de ellos a causa de las ventanas.

-¿Por qué?

-Mire, la biblioteca tiene cuatro salidas: dos puertas, dos ventanas; y de estas eligió una sola. La tragedia se desarrolló delante de una ventana que lo mismo que las dos puertas da, directa o indirectamente, a la parte de delante de la casa. Pero se simuló que se había desarrollado ante la ventana que cae sobre la puerta de atrás para que pareciera pura casualidad que Valerie eligiera Daisymead como refugio. En realidad, lo que sucedió fue que se desmayó y que John se la echó sobre los hombros. Por eso dije y ahora afirmo que posee mucha fuerza.

-¿De modo que los hermanos se dirigieron juntos a Mon Désir?

-Sí. Recordará la vacilación de Valerie cuando le pregunté si no tuvo miedo de ir sola a casa de Reedburn. John Ogiander la acompañó, suscitando la cólera de Reedburn, si no me engaño. El tercero disputó y probablemente un insulto dirigido por el dueño de la casa a Valerie motivó que Ogiander le pegase un puñetazo. Ya conoce el resto.

-Pero ¿por qué motivo le llamó la atención la partida de bridge?

-Porque para jugar a él se requieren cuatro jugadores y únicamente tres personas ocuparon, durante la velada, el salón.

Yo seguía perplejo.

-Pero ¿qué tienen que ver los Ogiander con la bailarina Sinclair?- pregunté-. No acabo de comprenderlo.

-Amigo, me maravilla que no se haya dado cuenta, a pesar de que miró con más atención que yo la fotografía de la familia que adorna la pared del salón. No dudo de que para dicha familia haya muerto la hija segunda de la señora Ogiander, pero el mundo la conoce ¡con el nombre de Valerie Sinclair!

-¿Qué?

-¿De veras no se ha dado cuenta del parecido de las dos hermanas?

-No –confesé-. Por el contrario, me dije que no podían ser más distintas.

-Es porque, querido Hastings, su imaginación se halla abierta a las románticas impresiones exteriores. Las facciones de las dos son idénticas lo mismo que el color de sus ojos y cabello. Pero lo más gracioso es que Valerie se avergüenza de los suyos y que los suyos se avergüenzan de ella. Sin embargo, en un momento de peligro pidió ayuda a su hermano y cuando las cosas adoptaron un giro desagradable y amenazador todos se unieron de manera notable. ¡No hay ni existe nada tan maravilloso como el amor de la familia! Y esta sabe representar. De ella ha sacado Valerie su talento. ¡Yo, lo mismo que el príncipe Paúl, creo en la ley de la herencia! Ellos me engañaron. Pero por una feliz casualidad y una pregunta dirigida a la señora Ogiander que contradecía la explicación, acerca de cómo estaban sentados alrededor de la mesa de bridge, que nos hizo su hija, no salió Hércules Poirot chasqueado.

-¿Qué dirá usted al príncipe?

-Que Valerie no ha cometido ese crimen y que dudo mucho que pueda llegar a darse con el vagabundo asesino. Asimismo que transmita mis cumplidos a Zara. ¡Qué curiosa coincidencia! Me parece que voy a ponerle a este pequeño caso un titulo: «La aventura del rey del trébol». ¿Le gusta, amigo mío?"


Agatha Christie

jueves, 29 de enero de 2015

"El Elíxir de Larga Vida"

"En un suntuoso palacio de Ferrara agasajaba don Juan Belvídero una noche de invierno a un príncipe de la casa de Este. En aquella época, una fiesta era un maravilloso espectáculo de riquezas reales de que sólo un gran señor podía disponer. Sentadas en torno a una mesa iluminada con velas perfumadas conversaban suavemente siete alegres mujeres, en medio de obras de arte, cuyos blancos mármoles destacaban en las paredes de estuco rojo y contrastaban con las ricas alfombras de Turquía. Vestidas de satén, resplandecientes de oro y cargadas de piedras preciosas que brillaban menos que sus ojos, todas contaban pasiones enérgicas, pero tan diferentes unas de otras como lo eran sus bellezas. No diferían ni en las palabras ni en las ideas; el aire, una mirada; algún gesto, el tono, servían a sus palabras como comentarios libertinos, lascivos, melancólicos o burlones.

Una parecía decir:

-Mi belleza sabe reanimar el corazón helado de un hombre viejo.

Otra:

-Adoro estar recostada sobre los almohadones pensando con embriaguez en aquellos que me adoran.

Una tercera, debutante en aquel tipo de fiestas, parecía ruborizarse:

-En el fondo de mi corazón siento remordimientos -decía-. Soy católica, y temo al infierno. Pero te amo tanto ¡tanto! que podría sacrificarte la eternidad.

La cuarta, apurando una copa de vino de Quío, exclamaba:

-¡Viva la alegría! Con cada aurora tomo una nueva existencia. Olvidada del pasado, ebria aún del encuentro de la víspera, agoto todas las noches una vida de felicidad, una vida llena de amor.

La mujer sentada junto a Belvídero lo miraba con los ojos llameantes. Guardaba silencio.

-¡No me confiaría a unos espadachines para matar a mi amante, si me abandonara!- después había reído; pero su mano convulsa hacía añicos una bombonera de oro milagrosamente esculpida.

-¿Cuándo serás Gran Duque? -preguntó la sexta al Príncipe, con una expresión de alegría asesina en los dientes y de delirio báquico en los ojos.

-¿Y cuándo morirá tu padre? -dijo la séptima riendo y arrojando su ramillete de flores a don Juan con un gesto ebrio y alocado. Era una inocente jovencita acostumbrada a jugar con las cosas sagradas.

-¡Ah, no me hables de ello! -exclamó el joven y hermoso don Juan Belvídero-. ¡Sólo hay un padre eterno en el mundo, y la desgracia ha querido que sea yo quien lo tenga!

Las siete cortesanas de Ferrara, los amigos de don Juan y el mismo Príncipe lanzaron un grito de horror. Doscientos años más tarde y bajo Luis XV, las gentes de buen gusto hubieran reído ante esta ocurrencia. Pero, tal vez al comienzo de una orgía las almas tienen aún demasiada lucidez. A pesar de la luz de las velas, las voces de las pasiones, de los vasos de oro y de plata, el vapor de los vinos, a pesar de la contemplación de las mujeres más arrebatadoras, quizá había aún, en el fondo de los corazones, un poco de vergüenza ante las cosas humanas y divinas, que lucha hasta que la orgía la ahoga en las últimas ondas de un vino espumoso. Sin embargo, los corazones estaban ya marchitos, torpes los ojos, y la embriaguez llegaba, según la expresión de Rabelais, hasta las sandalias. En aquel momento de silencio se abrió una puerta, y, como en el festín de Balthazar, Dios hizo acto de presencia y apareció bajo la forma de un viejo sirviente, de pelo blanco, andar vacilante y de ceño contraído. Entró con una expresión triste; con una mirada marchitó las coronas, las copas bermejas, las torres de fruta, el brillo de la fiesta, el púrpura de los rostros sorprendidos, y los colores de los cojines arrugados por el blanco brazo de las mujeres; finalmente, puso un crespón de luto a toda aquella locura, diciendo con voz cavernosa estas sombrías palabras:

-Señor, su padre se está muriendo.

Don Juan se levantó haciendo a sus invitados un gesto que bien podría traducirse por un: «Lo siento, esto no pasa todos los días.»

¿Acaso la muerte de un padre no sorprende a menudo a los jóvenes en medio de los esplendores de la vida, en el seno de las locas ideas de una orgía? La muerte es tan repentina en sus caprichos como lo es una cortesana en sus desdenes; pero más fiel, pues nunca engañó a nadie.

Cuando don Juan cerró la puerta de la sala y enfiló una larga galería tan fría como oscura, se esforzó por adoptar una actitud teatral pues, al pensar en su papel de hijo, había arrojado su alegría junto con su servilleta. La noche era negra. El silencioso sirviente que conducía al joven hacia la cámara mortuoria alumbraba bastante mal a su amo, de modo que la Muerte, ayudada por el frío, el silencio, la oscuridad, y quizá por la embriaguez, pudo deslizar algunas reflexiones en el alma de este hombre disipado; examinó su vida y se quedó pensativo, como un procesado que se dirige al tribunal.

Bartolomé Belvídero, padre de don Juan, era un anciano nonagenario que había pasado la mayor parte de su vida dedicado al comercio. Como había atravesado con frecuencia las talismánicas regiones de Oriente, había adquirido inmensas riquezas y una sabiduría más valiosa -decía- que el oro y los diamantes, que ahora ya no le preocupaban lo más mínimo.

-Prefiero un diente a un rubí, y el poder al saber -exclamaba a veces sonriendo.

Aquel padre bondadoso gustaba de oír contar a don Juan alguna locura de su juventud y decía en tono jovial, prodigándole el oro:

-Querido hijo, haz sólo tonterías que te diviertan.

Era el único anciano que se complacía en ver a un hombre joven, el amor paterno engañaba a su avanzada edad en la contemplación de una vida tan brillante. A la edad de sesenta años Belvídero se había enamorado de un ángel de paz y de belleza. Don Juan había sido el único fruto de este amor tardío y pasajero. Desde hacía quince años este hombre lamentaba la pérdida de su amada Juana. Sus numerosos sirvientes y también su hijo atribuyeron a este dolor de anciano las extrañas costumbres que adoptó. Confinado en el ala más incómoda de su palacio, salía raramente, y ni el mismo don Juan podía entrar en las habitaciones de su padre sin haber obtenido permiso. Si aquel anacoreta voluntario iba y venía por el palacio, o por las calles de Ferrara, parecía buscar alguna cosa que le faltase; caminaba soñador, indeciso, preocupado como un hombre en conflicto con una idea o un recuerdo. Mientras el joven daba fiestas suntuosas y el palacio retumbaba con el estallido de su alegría, los caballos resoplaban en el patio y los pajes discutían jugando a los dados en las gradas, Bartolomé comía siete onzas de pan al día y bebía agua. Si tomaba algo de carne era para darle los huesos a un perro de aguas, su fiel compañero. Jamás se quejaba del ruido. Durante su enfermedad, si el sonido del cuerno de caza y los ladridos de los perros lo sorprendían, se limitaba a decir: ¡ah, es don Juan que vuelve! Nunca hubo en la tierra un padre tan indulgente. Por otra parte, el joven Belvídero, acostumbrado a tratarlo sin ceremonias, tenía todos los defectos de un niño mimado. Vivía con Bartolomé como vive una cortesana caprichosa con un viejo amante, disculpando sus impertinencias con una sonrisa, vendiendo su buen humor, y dejándose querer. Reconstruyendo con un solo pensamiento el cuadro de sus años jóvenes, don Juan se dio cuenta de que le sería difícil echar en falta la bondad de su padre. Y sintiendo nacer remordimientos en el fondo de su corazón mientras atravesaba la galería, estuvo próximo a perdonar a Belvídero por haber vivido tanto tiempo. Le venían sentimientos de piedad filial del mismo modo que un ladrón se convierte en un hombre honrado por el posible goce de un millón bien robado. Cruzó pronto las altas y frías salas que constituían los aposentos de su padre. Tras haber sentido los efectos de una atmósfera húmeda, respirado el aire denso, el rancio olor que exhalaban viejas tapicerías y armarios cubiertos de polvo, se encontró en la antigua habitación del anciano, ante un lecho nauseabundo junto a una chimenea casi apagada. Una lámpara, situada sobre una mesa de forma gótica, arrojaba sobre el lecho, en intervalos desiguales, capas de luz más o menos intensas, mostrando de este modo el rostro del anciano siempre bajo un aspecto diferente. Silbaba el frío a través de las ventanas mal cerradas; y la nieve, azorando las vidrieras, producía un ruido sordo. Aquella escena contrastaba de tal modo con la que don Juan acababa de abandonar, que no pudo evitar un estremecimiento. Después tuvo frío, cuando al acercarse al lecho un violento resplandor empujado por un golpe de viento iluminó la cabeza de su padre: sus rasgos estaban descompuestos, la piel pegada a los huesos tenía tintes verdosos que la blancura de la almohada sobre la que reposaba el anciano hacía aún más horribles. Contraída por el dolor, la boca entreabierta y desprovista de dientes dejaba pasar algunos suspiros cuya lúgubre energía era sostenida por los aullidos de la tempestad. A pesar de tales signos de destrucción brillaba en aquella cabeza un increíble carácter de poder. Un espíritu superior que combatía a la muerte. Los ojos hundidos por la enfermedad guardaban una singular fijeza. Parecía que Bartolomé buscaba con su mirada moribunda a un enemigo sentado al pie de su cama para matarlo. Aquella mirada, fija y fría, era más escalofriante por cuanto que la cabeza permanecía en una inmovilidad semejante a la de los cráneos situados sobre la mesa de los médicos. Su cuerpo, dibujado por completo por las sábanas del lecho, permitía ver que los miembros del anciano guardaban la misma rigidez. Todo estaba muerto menos los ojos. Los sonidos que salían de su boca tenían también algo de mecánico.

Don Juan sintió una cierta vergüenza al llegar junto al lecho de su padre moribundo conservando un ramillete de cortesana en el pecho, llevando el perfume de la fiesta y el olor del vino.

-¡Te divertías! -exclamó el anciano cuando vio a su hijo.

En el mismo momento, la voz fina y ligera de una cantante que hechizaba a los invitados, reforzada por los acordes de la viola con la que se acompañaba, dominó el bramido del huracán y resonó en la cámara fúnebre. Don Juan no quiso oír aquel salvaje asentimiento.

Bartolomé dijo:

-No te quiero aquí, hijo mío.

Aquella frase llena de dulzura lastimó a don Juan, que no perdonó a su padre semejante puñalada de bondad.

-¡Qué remordimientos, padre! -dijo hipócritamente.

-¡Pobre Juanito! -continuó el moribundo con voz sorda-, ¿tan bueno he sido para ti que no deseas mi muerte?

-¡Oh! -exclamó don Juan-, ¡si fuera posible devolverte a la vida dándote parte de la mía! (cosas así pueden decirse siempre, pensaba el vividor, ¡es como si ofreciera el mundo a mi amante!).

Apenas concluyó este pensamiento cuando ladró el viejo perro de aguas. Aquella voz inteligente hizo que don Juan se estremeciera, pues creyó haber sido comprendido por el perro.

-Ya sabía, hijo mío, que podía contar contigo -exclamó el moribundo-, viviré. Podrás estar contento. Viviré, pero sin quitarte un solo día que te pertenezca.

«Delira», se dijo a sí mismo don Juan. Luego añadió en voz alta:

-Sí, padre querido, vivirás ciertamente, porque tu imagen permanecerá en mi corazón.

-No se trata de esa vida -dijo el noble anciano, reuniendo todas sus fuerzas para incorporarse, porque lo sobrecogió una de esas sospechas que sólo nacen en la cabecera de los moribundos-. Escúchame, hijo -continuó con la voz debilitada por este último esfuerzo-, no tengo yo más ganas de morirme que tú de prescindir de amantes, vino, caballos, halcones, perros y oro.

«Estoy seguro de ello», pensó el hijo arrodillándose a la cabecera de la cama y besando una de las manos cadavéricas de Bartolomé.

-Pero -continuó en voz alta-, padre, padre querido, hay que someterse a la voluntad de Dios.

-Dios soy yo -replicó el anciano refunfuñando.

-No blasfemes -dijo el joven viendo el aire amenazador que tomaban los rasgos de su padre. Guárdate de hacerlo, has recibido la Extremaunción, y no podría hallar consuelo viéndote morir en pecado.

-¿Quieres escucharme? -exclamó el moribundo, cuya boca crujió.

Don Juan cedió. Reinó un horrible silencio. Entre los grandes silbidos de la nieve llegaron aún los acordes de la viola y la deliciosa voz, débiles como un día naciente. El moribundo sonrió.

-Te agradezco el haber invitado a cantantes, haber traído música. ¡Una fiesta! Mujeres jóvenes y bellas, blancas y de negros cabellos. Todos los placeres de la vida, haz que se queden. Voy a renacer.

-Es el colmo del delirio -dijo don Juan.

-He descubierto un medio de resucitar. Mira, busca en el cajón de la mesa; podrás abrirlo apretando un resorte que hay escondido por el Grifo.

-Ya está, padre.

-Bien, coge un pequeño frasco de cristal de roca.

-Aquí está.

-He empleado veinte años en... -en aquel instante, el anciano sintió próximo el final y reunió toda su energía para decir-: Tan pronto como haya exhalado el último suspiro, me frotarás todo el cuerpo con este agua, y renaceré.

-Pues hay bastante poco -replicó el joven.

Si bien Bartolomé ya no podía hablar, tenía aún la facultad de oír y de ver, y al oír esto, su cabeza se volvió hacia don Juan con un movimiento de escalofriante brusquedad, su cuello se quedó torcido como el de una estatua de mármol a quien el pensamiento del escultor ha condenado a mirar de lado, sus ojos, más grandes, adoptaron una espantosa inmovilidad. Estaba muerto, muerto perdiendo su única, su última ilusión. Buscando asilo en el corazón de su hijo encontró una tumba más honda que las que los hombres cavan habitualmente a sus muertos. Sus cabellos se habían erizado también por el horror, y su mirada convulsa hablaba aún. Era un padre saliendo con rabia de un sepulcro para pedir venganza a Dios.

-¡Vaya!, se acabó el buen hombre -exclamó don Juan.

Presuroso por acercar el misterioso cristal a la luz de la lámpara como un bebedor examina su botella al final de la comida, no había visto blanquear el ojo de su padre. El perro contemplaba con la boca abierta alternativamente a su amo muerto y el elixir, del mismo modo que don Juan miraba, ora a su padre, ora al frasco. La lámpara arrojaba ráfagas ondulantes. El silencio era profundo, la viola había enmudecido. Belvídero se estremeció creyendo ver moverse a su padre. Intimidado por la expresión rígida de sus ojos acusadores, los cerró del mismo modo que hubiera bajado una persiana abatida por el viento en una noche de otoño. Permaneció de pie, inmóvil, perdido en un mundo de pensamientos. De repente, un ruido agrio, semejante al grito de un resorte oxidado, rompió el silencio. Don Juan, sorprendido, estuvo a punto de dejar caer el frasco. De sus poros brotó un sudor más frío que el acero de un puñal. Un gallo de madera pintada surgió de lo alto de un reloj de pared, y cantó tres veces. Era una de esas máquinas ingeniosas, con la ayuda de las cuales se hacían despertar para sus trabajos a una hora fija los sabios de la época. El alba enrojecía ya las ventanas. Don Juan había pasado diez horas reflexionando. El viejo reloj de pared era más fiel a su servicio que él en el cumplimiento de sus deberes hacia Bartolomé. Aquel mecanismo estaba hecho de madera, poleas, cuerdas y engranajes, mientras que don Juan poseía uno particular al hombre, llamado corazón. Para no arriesgarse a perder el misterioso licor, el escéptico don Juan volvió a colocarlo en el cajón de la mesita gótica. En tan solemne momento oyó un tumulto sordo en la galería: eran voces confusas, risas ahogadas, pasos ligeros, el roce de las sedas, el ruido en fin de un alegre grupo que se recoge. La puerta se abrió y el Príncipe, los amigos de don Juan, las siete cortesanas y las cantantes aparecieron en el extraño desorden en que se encuentran las bailarinas sorprendidas por la luz de la mañana, cuando el sol lucha con el fuego palideciente de las velas. Todos iban a darle al joven heredero el pésame de costumbre.

-¡Oh, oh!, ¿se habrá tomado el pobre don Juan esta muerte en serio? -dijo el Príncipe al oído de la de Brambilla.

-Su padre era un buen hombre -le respondió ella.

Sin embargo, las meditaciones nocturnas de don Juan habían imprimido a sus rasgos una expresión tan extraña que impuso silencio a semejante grupo. Los hombres permanecieron inmóviles. Las mujeres, que tenían los labios secos por el vino y las mejillas cárdenas por los besos, se arrodillaron y comenzaron a rezar. Don Juan no pudo evitar estremecerse viendo cómo el esplendor, las alegrías, las risas, los cantos, la juventud, la belleza, el poder, todo lo que es vida, se postraba así ante la muerte. Pero, en aquella adorable Italia la vida disoluta y la religión se acoplaban por entonces tan bien, que la religión era un exceso, y los excesos una religión. El Príncipe estrechó afectuosamente la mano de don Juan, y después, todos los rostros adoptaron simultáneamente el mismo gesto, mitad de tristeza mitad de indiferencia, y aquella fantasmagoría desapareció, dejando la sala vacía. Ciertamente era una imagen de la vida. Mientras bajaban las escaleras le dijo el Príncipe a la Rivabarella:

-Y bien, ¿quién habría creído a don Juan un fanfarrón impío? ¡Ama a su padre!

-¿Se han fijado en el perro negro? -preguntó la Brambilla.

-Ya es inmensamente rico -dijo suspirando Blanca Cavatolino.

-¡Y eso qué importa! -exclamó la orgullosa Baronesa, aquella que había roto la bombonera.

-¿Cómo que qué importa? -exclamó el Duque-. ¡Con sus escudos él es tan príncipe como yo!

Don Juan, en un principio asediado por mil pensamientos, dudaba ante varias decisiones. Después de haber examinado el tesoro amasado por su padre, volvió a la cámara mortuoria con el alma llena de un tremendo egoísmo. Encontró allí a toda la servidumbre ocupada en adornar el lecho fúnebre en el cual iba a ser expuesto al día siguiente el difunto señor, en medio de una soberbia capilla ardiente, curioso espectáculo que toda Ferrara vendría a admirar. Don Juan hizo un gesto y sus gentes se detuvieron, sobrecogidos, temblorosos.

-Déjenme solo aquí -dijo con voz alterada- y no entren hasta que yo salga.

Cuando los pasos del anciano sirviente que salió el último sólo sonaron débilmente en las losas, cerró don Juan precipitadamente la puerta, y seguro de su soledad exclamó:

-¡Veamos!

El cuerpo de Bartolomé estaba acostado en una larga mesa. Con el fin de evitar a los ojos de todos el horrible espectáculo de un cadáver al que una decrepitud extrema y la debilidad asemejaban a un esqueleto, los embalsamadores habían colocado una sábana sobre el cuerpo, envolviéndole todo menos la cabeza. Aquella especie de momia yacía en el centro de la habitación, y la sábana, amplia, dibujaba vagamente las formas, aun así duras, rígidas y heladas. El rostro tenía ya amplias marcas violeta que mostraban la necesidad de terminar el embalsamamiento. A pesar del escepticismo que lo acompañaba, don Juan tembló al destapar el mágico frasco de cristal. Cuando se acercó a la cabecera un temblor estuvo a punto de obligarlo a detenerse. Pero aquel joven había sido sabiamente corrompido, desde muy pronto, por las costumbres de una corte disoluta; un pensamiento digno del duque de Urbino le otorgó el valor que aguijoneaba su viva curiosidad; pareció como si el diablo le hubiera susurrado estas palabras que resonaron en su corazón: «¡impregna un ojo!» Tomó un paño y, después de haberlo empapado con parsimonia en el precioso licor, lo pasó lentamente sobre el párpado derecho del cadáver. El ojo se abrió.

-¡Ah! ¡Ah! -dijo don Juan apretando el frasco en su mano como se agarra en sueños la rama de la que colgamos sobre un precipicio.

Veía un ojo lleno de vida, un ojo de niño en una cabeza de muerto, donde la luz temblaba en un joven fluido, y, protegida por hermosas pestañas negras, brillaba como ese único resplandor que el viajero percibe en un campo desierto en las noches de invierno. Aquel ojo resplandeciente parecía querer arrojarse sobre don Juan, pensaba, acusaba, condenaba, amenazaba, juzgaba, hablaba, gritaba, mordía. Todas las pasiones humanas se agitaban en él. Eran las más tiernas súplicas: la cólera de un rey, luego, el amor de una joven pidiendo gracia a sus verdugos; la mirada que lanza un hombre a los hombres al subir el último escalón del patíbulo. Tanta vida estallaba en aquel fragmento de vida, que don Juan retrocedió espantado, paseó por la habitación sin atreverse a mirar aquel ojo, que veía de nuevo en el suelo, en los tapices. La estancia estaba sembrada de puntos llenos de fuego, de vida, de inteligencia. Por todas partes brillaban ojos que ladraban a su alrededor.

-¡Bien podría haber vivido cien años! -exclamó sin querer cuando, llevado ante su padre por una fuerza diabólica, contemplaba aquella chispa luminosa.

De repente, aquel párpado inteligente se cerró y volvió a abrirse bruscamente, como el de una mujer que consiente. Si una voz hubiera gritado: «¡Sí!», don Juan no se hubiera asustado más.

«¿Qué hacer?», pensaba. Tuvo el valor de intentar cerrar aquel párpado blanco. Sus esfuerzos fueron vanos.

-¿Reventarlo? ¿Sería acaso un parricidio? -se preguntaba.

-Sí -dijo el ojo con un guiño de una sorprendente ironía.

-¡Ja! Ja! ¡Aquí hay brujería! -exclamó don Juan, y se acercó al ojo para reventarlo. Una lágrima rodó por las mejillas hundidas del cadáver, y cayó en la mano de Belvídero-. ¡Está ardiendo! -gritó sentándose.

Aquella lucha lo había fatigado como si hubiera combatido contra un ángel, como Jacob.

Finalmente se levantó diciendo para sí:

«¡Mientras no haya sangre...!» Luego, reuniendo todo el valor necesario para ser cobarde, reventó el ojo aplastándolo con un paño, pero sin mirar. Un gemido inesperado, pero terrible, se hizo oír. El pobre perro de aguas expiró aullando.

«¿Sabría él el secreto?», se preguntó don Juan mirando al fiel animal.

Don Juan Belvídero pasó por un hijo piadoso. Levantó sobre la tumba de su padre un monumento y confió la realización de las figuras a los artistas más célebres de su tiempo. Sólo estuvo completamente tranquilo el día en que la estatua paterna, arrodillada ante la Religión, impuso su enorme peso sobre aquella fosa, en el fondo de la cual enterró el único remordimiento que hubiera rozado su corazón en los momentos de cansancio físico. Haciendo inventario de las inmensas riquezas amasadas por el viejo orientalista, don Juan se hizo avaro. ¿Acaso no tenía dos vidas humanas para proveer de dinero? Su mirada, profunda y escrutadora, penetró en el principio de la vida social y abrazó mejor al mundo, puesto que lo veía a través de una tumba. Analizó a los hombres y las cosas para terminar de una vez con el Pasado, representado por la Historia; con el Presente, configurado por la Ley; con el Futuro, desvelado por las Religiones. Tomó el alma y la materia, las arrojó a un crisol, no encontró nada, y desde entonces se convirtió en DON JUAN.

Dueño de las ilusiones de la vida, se lanzó, joven y hermoso, a la vida, despreciando al mundo, pero apoderándose del mundo. Su felicidad no podía ser una felicidad burguesa que se alimenta con un hervido diario, con un agradable calentador de cama en invierno, una lámpara de noche y unas pantuflas nuevas cada trimestre. No; se asió a la existencia como un mono que coge una nuez y, sin entretenerse largo tiempo, despoja sabiamente las envolturas del fruto, para degustar la sabrosa pulpa. La poesía y los sublimes arrebatos de la pasión humana no le interesaban. No cometió el error de otros hombres poderosos que, imaginando que las almas pequeñas creen en las grandes almas, se dedican a intercambiar los más altos pensamientos del futuro con la moneda de nuestras ideas vitalicias. Bien podía, como ellos, caminar con los pies en la tierra y la cabeza en el cielo; pero prefería sentarse y secar bajo sus besos más de un labio de mujer joven, fresca y perfumada; porque, al igual que la Muerte, allí por donde pasaba devoraba todo sin pudor, queriendo un amor posesivo, un amor oriental de placeres largos y fáciles. Amando sólo a la mujer en las mujeres, hizo de la ironía un cariz natural de su alma. Cuando sus amantes se servían de un lecho para subir a los cielos donde iban a perderse en el seno de un éxtasis embriagador, don Juan las seguía, grave, expansivo, sincero, tanto como un estudiante alemán sabe serlo. Pero decía YO cuando su amante, loca, extasiada, decía NOSOTROS. Sabía dejarse llevar por una mujer de forma admirable. Siempre era lo bastante fuerte como para hacerla creer que era un joven colegial que dice a su primera compañera de baile: «¿Te gusta bailar?», también sabía enrojecer a propósito, y sacar su poderosa espada y derribar a los comendadores. Había burla en su simpleza y risa en sus lágrimas, pues siempre supo llorar como una mujer cuando le dice a su marido: «Dame un séquito o me moriré enferma del pecho.»

Para los negociantes, el mundo es un fardo o una mesa de billetes en circulación; para la mayoría de los jóvenes, es una mujer; para algunas mujeres, es un hombre; para ciertos espíritus es un salón, una camarilla, un barrio, una ciudad; para don Juan, el universo era él. Modelo de gracia y de belleza, con un espíritu seductor, amarró su barca en todas las orillas; pero, haciéndose llevar, sólo iba allí adonde quería ser llevado. Cuanto más vivió, más dudó. Examinando a los hombres, adivinó con frecuencia que el valor era temeridad; la prudencia, cobardía; la generosidad, finura; la justicia, un crimen; la delicadeza, una necedad; la honestidad, organización; y, gracias a una fatalidad singular, se dio cuenta de que las gentes honestas, delicadas, justas, generosas, prudentes y valerosas, no obtenían ninguna consideración entre los hombres: ¡Qué broma tan absurda! -se dijo-. No procede de un dios. Y entonces, renunciando a un mundo mejor, jamás se descubrió al oír pronunciar un nombre, y consideró a los santos de piedra de las iglesias como obras de arte. Pero también, comprendiendo el mecanismo de las sociedades humanas, no contradecía en exceso los prejuicios, puesto que no era tan poderoso como el verdugo, pero daba la vuelta a las leyes sociales con la gracia y el ingenio tan bien expresados en su escena con el Señor Dimanche. Fue, en efecto, el tipo de don Juan de Molière, del Fausto de Goethe, del Manfred de Byron y del Melmoth de Maturin. Grandes imágenes trazadas por los mayores genios de Europa, y a las que no faltarán quizá ni los acordes de Mozart ni la lira de Rossini. Terribles imágenes que el principio del mal, existente en el hombre, eterniza y del cual se encuentran copias cada siglo: bien porque este tipo entra en conversaciones humanas encarnándose en Mirabeau; bien porque se conforma con actuar en silencio como Bonaparte; o de comprimir el mundo en una ironía como el divino Rabelais; o, incluso, se ría de los seres en lugar de insultar a las cosas como el mariscal de Richelieu; o que se burle a la vez de los hombres y de las cosas como el más célebre de nuestros embajadores.

Pero la profunda jovialidad de don Juan Belvídero precedió a todos ellos. Se rió de todo. Su vida era una burla que abarcaba hombres, cosas, instituciones e ideas. En lo que respecta a la eternidad, había conversado familiarmente media hora con el papa Julio II, y al final de la charla le había dicho riendo:

-Si es absolutamente preciso elegir prefiero creer en Dios a creer en el diablo; el poder unido a la bondad ofrece siempre más recursos que el genio del mal.

-Sí, pero Dios quiere que se haga penitencia en este mundo.

-¿Siempre piensa en sus indulgencias? -respondió Belvídero-. ¡Pues bien! tengo reservada toda una existencia para arrepentirme de las faltas de mi primera vida.

-¡Ah!, si es así como entiendes la vejez -exclamó el Papa- corres el riesgo de ser canonizado.

-Después de su ascensión al papado, puede creerse todo.

Fueron entonces a ver a los obreros que construían la inmensa basílica consagrada a san Pedro.

-San Pedro es el hombre de genio que dejó constituido nuestro doble poder -dijo el Papa a don Juan-, merece este monumento. Pero, a veces, por la noche, pienso que un silencio borrará todo esto y habrá que volver a empezar...

Don Juan y el Papa se echaron a reír, se habían entendido bien. Un necio habría ido a la mañana siguiente a divertirse con Julio II a casa de Rafael o a la deliciosa Villa Madame, pero Belvídero acudió a verlo oficiar pontificalmente para convencerse de todas sus dudas. En un momento libertino, la Rovere hubiera podido desdecirse y comentar el Apocalipsis.

Sin embargo, esta leyenda no tiene por objeto el proporcionar material a aquellos que deseen escribir sobre la vida de don Juan, sino que está destinada a probar a las gentes honestas que Belvídero no murió en un duelo con una piedra como algunos litógrafos quieren hacer creer.

Cuando don Juan Belvídero alcanzó la edad de sesenta años, se instaló en España. Allí, ya anciano, se casó con una joven y encantadora andaluza. Pero, tal y como lo había calculado, no fue ni buen padre ni buen esposo. Había observado que no somos tan tiernamente amados como por las mujeres en las que nunca pensamos. Doña Elvira, educada santamente por una anciana tía en lo más profundo de Andalucía, en un castillo a pocas leguas de Sanlúcar, era toda gracia y devoción. Don Juan adivinó que aquella joven sería del tipo de mujer que combate largamente una pasión antes de ceder, y por ello pensó poder conservarla virtuosa hasta su muerte. Fue una broma seria, un jaque que se quiso reservar para jugarlo en sus días de vejez. Fortalecido con los errores cometidos por su padre Bartolomé, don Juan decidió utilizar los actos más insignificantes de su vejez para el éxito del drama que debía consumarse en su lecho de muerte. De este modo, la mayor parte de su riqueza permaneció oculta en los sótanos de su palacio de Ferrara, donde raramente iba. Con la otra mitad de su fortuna estableció una renta vitalicia para que le produjera intereses durante su vida, la de su mujer y la de sus hijos, astucia que su padre debiera haber practicado. Pero semejante maquiavélica especulación no le fue muy necesaria. El joven Felipe Belvídero, su hijo, se convirtió en un español tan concienzudamente religioso como impío era su padre, quizá en virtud del proverbio: a padre avaro, hijo pródigo.

El abad de Sanlúcar fue elegido por don Juan para dirigir la conciencia de la duquesa de Belvídero y de Felipe. Aquel eclesiástico era un hombre santo, admirablemente bien proporcionado, alto, de bellos ojos negros y una cabeza al estilo de Tiberio, cansada por el ayuno, blanca por la mortificación y diariamente tentada como son tentados todos los solitarios. Quizá esperaba el anciano señor matar a algún monje antes de terminar su primer siglo de vida. Pero, bien porque el abad fuera tan fuerte como podía serlo el mismo don Juan, bien porque doña Elvira tuviera más prudencia o virtud de la que España le otorga a las mujeres, don Juan fue obligado a pasar sus últimos días como un viejo cura rural, sin escándalos en su casa. A veces, sentía placer si encontraba a su mujer o a su hijo faltando a sus deberes religiosos, y les exigía realizar todas las obligaciones impuestas a los fieles por el tribunal de Roma. En fin, nunca se sentía tan feliz como cuando oía al galante abad de Sanlúcar, a doña Elvira y a Felipe discutir sobre un caso de conciencia. Sin embargo, a pesar de los cuidados que don Juan Belvídero prodigaba a su persona, llegaron los días de decrepitud; con la edad del dolor llegaron los gritos de impotencia, gritos tanto más desgarradores cuanto más ricos eran los recuerdos de su ardiente juventud y de su voluptuosa madurez. Aquel hombre, cuyo grado más alto de burla era inducir a los otros a creer en las leyes y principios de los que él se mofaba, se dormía por las noches pensando en un quizá. Aquel modelo de elegancia, aquel duque, vigoroso en las orgías, soberbio en la corte, gentil para con las mujeres cuyos corazones había retorcido como un campesino retuerce una vara de mimbre, aquel hombre ingenio, tenía una pituita pertinaz, una molesta ciática y una gota brutal. Veía cómo sus dientes lo abandonaban, al igual que se van, una a una, las más blancas damas, las más engalanadas, dejando el salón desierto. Finalmente, sus atrevidas manos temblaron, sus esbeltas piernas se tambalearon, y una noche la apoplejía aprisionó sus manos corvas y heladas. Desde aquel fatal día se volvió taciturno y duro. Acusaba la dedicación de su mujer y de su hijo, pretendiendo en ocasiones que sus emotivos cuidados y delicadezas le eran así prodigados porque había puesto su fortuna en rentas vitalicias. Elvira y Felipe derramaban entonces lágrimas amargas y doblaban sus caricias al malicioso viejo, cuya voz cascada se volvía afectuosa para decirles: «Queridos míos, querida esposa, ¿me perdonan, verdad? Los atormento un poco. ¡Ay, gran Dios! ¿cómo te sirves de mí para poner a prueba a estas dos celestes criaturas? Yo, que debiera ser su alegría, soy su calamidad.» De este modo los encadenó a la cabecera de su cama, haciéndoles olvidar meses enteros de impaciencia y crueldad por una hora en que les prodigaba los tesoros, siempre nuevos, de su gracia y de una falsa ternura. Paternal sistema que resultó infinitamente mejor que el que su padre había utilizado en otro tiempo para con él.

Por fin llegó a un grado tal de enfermedad en que, para acostarlo, había que manejarlo como una falúa que entra en un canal peligroso. Luego, llegó el día de la muerte. Aquel brillante y escéptico personaje de quien sólo el entendimiento sobrevivía a la más espantosa de las destrucciones, se vio entre un médico y un confesor, los dos seres que le eran más antipáticos. Pero estuvo jovial con ellos. ¿Acaso no había para él una luz brillante tras el velo del porvenir? Sobre aquella tela, para unos de plomo, diáfana para él, jugaban como sombras las arrebatadoras delicias de la juventud.

Era una hermosa tarde cuando don Juan sintió la proximidad de la muerte. El cielo de España era de una pureza admirable, los naranjos perfumaban el aire, las estrellas destilaban luces vivas y frescas, parecía que la naturaleza le daba pruebas ciertas de su resurrección; un hijo piadoso y obediente lo contemplaba con amor y respeto. Hacia las once, quiso quedarse solo con aquel cándido ser.

-Felipe -le dijo con una voz tan tierna y afectuosa que hizo estremecerse y llorar de felicidad al joven. Jamás había pronunciado así «Felipe», aquel padre inflexible.

-Escúchame, hijo mío -continuó el moribundo-. Soy un gran pecador. Durante mi vida también he pensado en mi muerte. En otro tiempo fui amigo del gran papa Julio II. El ilustre pontífice temió que la excesiva exaltación de mis sentidos me hiciese cometer algún pecado mortal entre el momento de expirar y de recibir los santos óleos; me regaló un frasco con el agua bendita que mana entre las rocas, en el desierto. He mantenido el secreto de este despilfarro del tesoro de la Iglesia, pero estoy autorizado a revelar el misterio a mi hijo, in articulo mortis. Encontrarás el frasco en el cajón de esa mesa gótica que siempre ha estado en la cabecera de mi cama... El precioso cristal podrá servirte aún, querido Felipe. Júrame, por tu salvación eterna, que ejecutarás puntualmente mis órdenes.

Felipe miró a su padre. Don Juan conocía demasiado la expresión de los sentimientos humanos como para no morir en paz bajo el testimonio de aquella mirada, como su padre había muerto en la desesperanza de su propia mirada.

-Tú merecías otro padre -continuó don Juan-. Me atrevo a confesarte, hijo mío, que en el momento en que el venerable abad de Sanlúcar me administraba el viático, pensaba en la incompatibilidad de los dos poderes, el del diablo y el de Dios.

-¡Oh, padre!

-Y me decía a mí mismo que, cuando Satán haga su paz, tendrá que acordar el perdón de sus partidarios, para no ser un gran miserable. Esta idea me persigue. Iré, pues, al infierno, hijo mío, si no cumples mi voluntad.

-¡Oh, dímela pronto, padre!

-Tan pronto como haya cerrado los ojos -continuó don Juan-, unos minutos después, cogerás mi cuerpo, aún caliente, y lo extenderás sobre una mesa, en medio de la habitación. Después apagarás la luz. El resplandor de las estrellas deberá ser suficiente. Me despojarás de mis ropas, rezarás padrenuestros y avemarías elevando tu alma a Dios y humedecerás cuidadosamente con este agua santa mis ojos, mis labios, toda mi cabeza primero, y luego sucesivamente los miembros y el cuerpo; pero, hijo mío, el poder de Dios es tan grande, que no deberás asombrarte de nada.

Entonces, don Juan, que sintió llegar la muerte, añadió con voz terrible:

-Coge bien el frasco -y expiró dulcemente en los brazos de su hijo, cuyas abundantes lágrimas bañaron su rostro irónico y pálido.

Era cerca de la medianoche cuando don Felipe Belvídero colocó el cadáver de su padre sobre la mesa. Después de haber besado su frente amenazadora y sus grises cabellos, apagó la lámpara. La suave luz producida por la claridad de la luna cuyos extraños reflejos iluminaban el campo, permitió al piadoso Felipe entrever indistintamente el cuerpo de su padre como algo blanco en medio de la sombra. El joven impregnó un paño en el licor que, sumido en la oración, ungió fielmente aquella cabeza sagrada en un profundo silencio. Oía estremecimientos indescriptibles, pero los atribuía a los juegos de la brisa en la cima de los árboles. Cuando humedeció el brazo derecho sintió que un brazo fuerte y vigoroso le cogía el cuello, ¡el brazo de su padre! Profirió un grito desgarrador y dejó caer el frasco, que se rompió. El licor se evaporó. Las gentes del castillo acudieron, provistos de candelabros, como si la trompeta del juicio final hubiera sacudido el universo. En un instante la habitación estuvo llena de gente. La multitud temblorosa vio a don Felipe desvanecido, pero retenido por el poderoso brazo de su padre, que le apretaba el cuello. Después, cosa sobrenatural, los asistentes contemplaron la cabeza de don Juan tan joven y tan bella como la de Antínoo; una cabeza con cabellos negros, ojos brillantes, boca bermeja y que se agitaba de forma escalofriante, sin poder mover el esqueleto al que pertenecía. Un anciano servidor gritó:

-¡Milagro! -y todos los españoles repitieron-: ¡Milagro!

Doña Elvira, demasiado piadosa como para admitir los misterios de la magia, mandó buscar al abad de Sanlúcar. Cuando el prior contempló con sus propios ojos el milagro, decidió aprovecharlo, como hombre inteligente y como abad, para aumentar sus ingresos. Declarando enseguida que don Juan sería canonizado sin ninguna duda, fijó la apoteósica ceremonia en su convento que en lo sucesivo se llamaría, dijo, San Juan-de-Lúcar. Ante estas palabras, la cabeza hizo un gesto jocoso.

El gusto de los españoles por este tipo de solemnidades es tan conocido que no resultan difíciles de creer las hechicerías religiosas con que el abad de Sanlúcar celebró el traslado del bienaventurado don Juan Belvídero a su iglesia. Días después de la muerte del ilustre noble, el milagro de su imperfecta resurrección era tan comentado de un pueblo a otro, en un radio de más de cincuenta leguas alrededor de Sanlúcar, que resultaba cómico ver a los curiosos en los caminos; vinieron de todas partes, engolosinados por un Te Deum con antorchas. La antigua mezquita del convento de Sanlúcar, una maravillosa edificación construida por los moros, cuyas bóvedas escuchaban desde hacía tres siglos el nombre de Jesucristo sustituyendo al de Alá, no pudo contener a la multitud que acudía a ver la ceremonia. Apretados como hormigas, los hidalgos con capas de terciopelo y armados con sus espadas, estaban de pie alrededor de las columnas, sin encontrar sitio para doblar sus rodillas, que sólo se doblaban allí. Encantadoras campesinas, cuyas basquiñas dibujaban las amorosas formas, daban su brazo a ancianos de blancos cabellos. Jóvenes con ojos de fuego se encontraban junto a ancianas mujeres adornadas. Había, además, parejas estremecidas de placer, novias curiosas acompañadas por sus bienamados; recién casados; niños que se cogían de la mano, temerosos. Allí estaba aquella multitud, llena de colorido, brillante en sus contrastes, cargada de flores, formando un suave tumulto en el silencio de la noche. Las amplias puertas de la iglesia se abrieron. Aquellos que, retardados, se quedaron fuera, veían de lejos, por las tres puertas abiertas, una escena tan pavorosa de decoración a la que nuestras modernas óperas sólo podrían aproximarse débilmente. Devotos y pecadores, presurosos por alcanzar la gracia del nuevo santo, encendieron en su honor millares de velas en aquella amplia iglesia, resplandores interesados que concedieron un mágico aspecto al monumento. Las negras arcadas, las columnas y sus capiteles, las capillas profundas y brillantes de oro y plata, las galerías, las figuras sarracenas recortadas, los más delicados trazos de tan delicada escultura se dibujaban en aquella luz excesiva, como caprichosas figuras que se forman en un brasero al rojo.

Era un océano de fuego, dominado al fondo de la iglesia por un coro dorado, donde se levantaba el altar mayor, cuya gloria habría podido rivalizar con la de un sol naciente. En efecto, el esplendor de las lámparas de oro, de los candelabros de plata, de los estandartes, de las borlas, de los santos y de los ex votos palidecía ante el relicario en que se encontraba don Juan. El cuerpo del impío resplandecía de pedrería, de flores, cristales, diamantes, oro y plumas tan blancas como las alas de un serafín, y sustituía en el altar a un retablo de Cristo. A su alrededor brillaban numerosos cirios que lanzaban al aire ondas llameantes. El abad de Sanlúcar, adornado con los hábitos pontificios, con su mitra enriquecida de piedras preciosas, su roqueta, su báculo de oro, estaba sentado, rey del coro, en un sillón de lujo imperial, en medio del clero compuesto por impasibles ancianos de cabellos plateados, revestidos de albas finas y que lo rodeaban semejantes a los santos confesores que los pintores agrupan alrededor del Eterno. El gran chantre y los dignatarios del cabildo, adornados con las brillantes insignias de sus vanidades eclesiásticas, iban y venían en el seno de las nubes formadas por el incienso, semejantes a los astros que ruedan en el firmamento. Cuando llegó la hora del triunfo, las campanas despertaron los ecos del campo, y aquella inmensa asamblea lanzó a Dios el primer grito de alabanza con que comienza el Te Deum. ¡Sublime grito! Eran voces puras y ligeras, voces de mujeres en éxtasis unidas a las voces graves y fuertes de los hombres, de millares de voces tan poderosas, que el órgano no dominó el conjunto, a pesar del mugir de sus tubos. Sólo las agudas notas de la voz joven de los niños del coro y los amplios acentos de algunos bajos, suscitaron ideas graciosas, dibujaron la infancia y la fuerza en este arrebatador concierto de voces humanas confundidas en un sentimiento de amor.

-¡Te Deum laudamus!

Aquel canto salía del seno de la catedral negra de mujeres y hombres arrodillados, semejante a una luz que brilla de pronto en la noche; y se rompió el silencio como por el estallido de un trueno. Las voces ascendieron con nubes de incienso que arrojaban entonces velos diáfanos y azulados sobre las fantasías maravillosas de la arquitectura. Todo era riqueza, perfume, luz y melodía. En el instante en que aquella música de amor y de reconocimiento se concentró en el altar, don Juan, demasiado educado como para no dar las gracias, demasiado espiritual, por no decir burlón, respondió con una espantosa carcajada y se acomodó en su relicario. Pero el diablo le hizo pensar en el riesgo que corría de ser tomado por un hombre ordinario, un santo, un Bonifacio, un Pantaleón. Turbó aquella melodía de amor con un aullido al que se unieron las mil voces del inferno. La tierra bendecía, el cielo maldecía. La iglesia tembló en sus antiguos cimientos.

-¡Te Deum laudamus! -decía la asamblea.

-¡Al diablo todos!, ¡son unas bestias! ¡Dios! ¡Dios!, ¡carajos demonios!, ¡animales, son unos estúpidos con su viejo Dios!

Y un torrente de imprecaciones discurrió como un río de lava ardiente en una erupción del Vesubio.

-¡Deus sabaoth, sabaoth! -gritaron los cristianos.

-¡Insultan la majestad del infierno! -contestó don Juan con un rechinar de dientes.

Pronto pudo el brazo viviente salir por encima del relicario y amenazó a la asamblea con gestos de desesperación e ironía.

-El santo nos bendice -dijeron las viejas mujeres, los niños y los novios, gentes crédulas.

Así somos frecuentemente engañados en nuestras adoraciones. El hombre superior se burla de los que lo elogian y elogia en ocasiones a aquellos de los que se burla en el fondo de su corazón.

Cuando el abad arrodillado ante el altar cantaba:

-Sancte Johannes ora pro nobis -entendió claramente-: -¡Oh, coglione!

»-¿Qué pasa ahí arriba? -exclamó el deán al ver moverse el relicario.

-El santo hace diabluras -respondió el abad.

Entonces, aquella cabeza viviente se separó violentamente del cuerpo que ya no vivía y cayó sobre el cráneo amarillo del oficiante.

-¡Acuérdate de doña Elvira! -gritó la cabeza devorando la del abad.

Éste profirió un horrible grito que turbó la ceremonia.

Todos los sacerdotes corrieron y rodearon a su soberano.

-¡Imbécil! ¿y dices que hay un Dios? -gritó la voz en el momento en que el abad, mordido en su cerebro, expiraba".


Honoré de Balzac

miércoles, 28 de enero de 2015

"Cuento de los Tres Deseos"

"Había una vez un hombre, que no era muy rico, que se casó con una bella mujer. Una noche de invierno, sentados junto al fuego, comentaban la felicidad de sus vecinos que eran más ricos que ellos.

-¡Oh! -decía la mujer- si pudiera disponer de todo lo que yo quisiera, sería muy pronto mucho más feliz que todas estas personas.

-Y yo -dijo el marido-. Me gustaría vivir en el tiempo de las hadas y que hubiera una lo suficientemente buena como para concederme todo lo que yo quisiera.

En ese preciso instante, vieron en su cocina a una dama muy hermosa, que les dijo:

-Soy un hada; prometo concederles las tres primeras cosas que deseen; pero tengan cuidado: después de haber deseado tres cosas, no les concederé nada más.

Cuando el hada desapareció, aquel hombre y aquella mujer se hallaron muy confusos:

-Para mí, que soy el ama de casa -dijo la mujer- sé muy bien cuál sería mi deseo: no lo deseo aún formalmente, pero creo que no hay nada mejor que ser bella, rica y fina.

-Pero, -contestó el marido- aún teniendo todas esas cosas, uno puede estar enfermo, triste o incluso puede morir joven: sería más prudente desear salud, alegría y una larga vida.

-¿De qué serviría una larga vida, si se es pobre? -dijo la mujer-. Eso sólo serviría para ser desgraciado durante más tiempo. En realidad, el hada habría debido prometer concedernos una docena de deseos, pues hay por lo menos una docena de cosas que yo necesitaría.

-Eso es cierto -dijo el marido- pero démonos tiempo, pensemos de aquí a mañana por la mañana, las tres cosas que nos son más necesarias, y luego las pediremos.

-Puedo pensar en ello toda la noche -dijo la mujer- mientras tanto, calentémonos pues hace frío.

Mientras hablaba, la mujer cogió unas tenazas y atizó el fuego; y cuando vio que había bastantes carbones encendidos, dijo sin reflexionar:

-He aquí un buen fuego, me gustaría tener un alna de morcilla para cenar, podríamos asarla fácilmente.

Tan pronto como terminó de pronunciar esas palabras, cayó por la chimenea un alna de morcilla.

-¡Maldita sea la tragona con su morcilla! -dijo el marido-; no es un hermoso deseo, y sólo nos quedan dos que formular; por lo que a mí respecta, me gustaría que llevaras la morcilla en la punta de la nariz.

Y, al instante, el hombre se percató de que era más tonto aún que su mujer, pues, por ese segundo deseo, la morcilla saltó a la punta de la nariz de aquella pobre mujer que no podía arrancársela.

-¡Qué desgraciada soy! -exclamó- ¡eres un malvado por haber deseado que la morcilla se situara en la punta de mi nariz!

-Te juro, esposa querida, que no he pensado en que pudiera ocurrir -dijo el marido-. ¿Qué podemos hacer? Voy a desear grandes riquezas y te haré un estuche de oro para tapar la morcilla.

-¡Cuídate mucho de hacerlo! -prosiguió la mujer- pues me suicidaría si tuviera que vivir con esta morcilla en mi nariz, te lo aseguro. Sólo nos queda un deseo, cédemelo o me arrojaré por la ventana.

Mientras pronunciaba estas frases corrió a abrir la ventana y su marido, que la amaba, gritó:

-Detente mi querida esposa, te doy permiso para que pidas lo que quieras.

-Muy bien, -dijo la mujer- deseo que esta morcilla caiga al suelo.

Y al instante, la morcilla cayó. La mujer, que era inteligente, dijo a su marido:

-El hada se ha burlado de nosotros, y ha tenido razón. Tal vez hubiéramos sido más desgraciados siendo más ricos de lo que somos en este momento. Créeme, amigo mío, no deseemos nada y tomemos las cosas como Dios tenga a bien mandárnoslas; mientras tanto, comámonos la morcilla, puesto que es lo único que nos queda de los tres deseos.

El marido pensó que su mujer tenía razón, y cenaron alegremente, sin volver a preocuparse por las cosas que habrían podido desear".


Jeanne-Marie Le Prince de Beaumont

martes, 27 de enero de 2015

"La Transformación"

"He oído decir que cuando alguna aventura extraña, sobrenatural y de carácter necromántico le ha sucedido a algún ser humano, dicho ser, no importa el deseo que tenga de ocultarlo, en cierto periodos se siente destrozado como por un terremoto intelectual y se ve forzado a desnudar sus profundidades interiores a otra persona. Yo soy testigo de la verdad de esta afirmación. Me he jurado a mí mismo no revelar jamás a oídos humanos los horrores a los que una vez, por exceso de un orgullo malévolo, me entregué. El hombre santo que oyó mi confesión y me reconcilió con la Iglesia está muerto. Nadie sabe que en una ocasión...

¿Por qué no habría de ser así? ¿Por qué contar una historia de impía tentación de la Providencia, sometedora del alma a la humillación? ¿Por qué? ¡Contéstame, tú que eres sabio en los secretos dela naturaleza humana! Sólo sé que es así; y a pesar de una fuerte decisión —de un orgullo que me domina en exceso—, de vergüenza e incluso de miedo de hacerme odioso a mi propia especie, debo hablar.

¡Génova! Mi lugar de nacimiento... ¡Ciudad orgullosa que da a las azules aguas del Mediterráneo! ¿Me recuerdas en mi infancia, cuando los riscos y promontorios, tu brillante cielo y alegres viñedos eran mi mundo? ¡Felices tiempos! Cuando par el corazón joven el universo de estrechos límites deja, por su propia limitación, un sendero libre a la imaginación, encadena nuestras energías físicas y es el único período en nuestras vidas en que la inocencia y el gozo están unidos. No obstante, ¿quién puede mirar atrás, a la infancia, y no recordar sus dolores e inquietantes temores? Yo nací con el espíritu más arrogante, altivo e indomable con que jamás se viera dotado un mortal. Sólo ante mi padre me arredraba, y él, generoso y noble, pero caprichoso y tiránico, al mismo tiempo fomentaba y refrenaba esa salvaje impetuosidad de mi carácter, haciendo necesaria la obediencia, pero sin inspirar respeto por los motivos que guiaban sus órdenes. Ser un hombre, libre e independiente, o, en mejores palabras, insolente y dominante, era la esperanza y anhelo de mi rebelde corazón. Mi padre tenía un amigo, un genovés noble y rico, que en un tumulto político se vio repentinamente sentenciado al destierro y sus propiedades fueron confiscadas. El marqués de Torella fue solo al exilio. Al igual que mi padre, era viudo. Tenía una hija, la pequeña Juliet, que quedó bajo la custodia de mi padre. Ciertamente, yo habría sido un maestro poco amable para la adorable muchacha, pero por mi posición me vi obligado a convertirme en su protector. Diversidad de incidente llevaron a un único punto: que Juliet viera en mí una roca de refugio, y yo en ella a una persona que debía perecer por la suave sensibilidad de su naturaleza rudamente sacudida, de no ser por mis cuidados de guardián. Crecimos juntos. La rosa que se abre en mayo no era más dulce que esta querida joven. Su rostro irradiaba belleza. Su silueta, su andar, su voz... Mi corazón llora incluso ahora al pensar en todo el candor, amabilidad, amor y pureza encerrados en esa morada celestial. Cuando yo tenía once años y Juliet ocho, un primo mío, mucho mayor que los dos —a nosotros nos parecía un hombre—, le prestó mucha atención a mi compañera de juegos. La llamó «su prometida» y le pidió que se casara con él. Ella se negó y él insistió, atrayéndola contra su voluntad hacia él. Con el semblante y las emociones de un maníaco, me lancé sobre él y me fané por desenfundar su espada... Me aferrá a su cuello con la feroz resolución de ahorcarle; tuvo que pedir ayuda para que me separaran. Aquella noche llevé a Juliet a la capilla de nuestra casa e hice que tocara las reliquias sagradas: intimidé su corazón infantil y profané sus labios de niña con el juramente de que sería mía, sólo mía.

Bueno, aquellos días pasaron. Torella regresó pocos años después, y se hizo más rico y próspero que nunca. Cuando tenía diecisiete años, murió mi padre; había sido magnífico en el despilfarro. Torella sintió júbilo porque mi minoría de edad le brindaría la oportunidad de incrementar mi riqueza. Juliet y yo habíamos sido prometidos junto al lecho de muerte de mi padre... Torella iba a ser un segundo padre para mí. Tuve deseos de ver mundo y se me concedió. Fui a Florencia, a Roma, a Nápoles. Desde allí pasé a Toulon, y por fin llegué a lo que había sido el centro de mis deseos: París. Por entonces reinaba una actividad frenética en París. El pobre rey, Carlos VI, ora cuerdo, ora loco, ora un monarca, ora un esclavo abyecto, era la burla personificada de la humanidad. La reina, el delfín, el duque de Borgoña, alternativamente amigos y enemigos —ya fuera reuniéndose en banquetes derrochadores, ya fuera derramando sangre en rivalidad— estaban ciegos al desgraciado estado de su país y a los peligros que pendían sobre él, y se entregaban por entero al gozo disoluto o a la lucha salvaje. Mi personalidad aún seguía conmigo. Era arrogantes y obstinado; amaba el alarde y, por encima de todo, carecía de control alguno. ¿Quién iba a controlarme en Paris? Mis jóvenes amigos se mostraban ansiosos por alimentar pasiones que les proporcionaban placer. Se me consideraba atractivo, era maestro en todos los logros de un caballero. No estaba relacionado con ningún partido político. Llegué a ser el favorito de todos. Debido a mi juventud se me perdonaba toda presunción y altivez: y así me convertí en un joven consentido. ¿Quién podía controlarme? No las cartas y consejos de Torella... sólo la fuerte necesidad que me visitaba bajo la aborrecida forma de una bolsa vacía. Mas había medios para rellenar ese vacío. Vendí acre tras acre, propiedad tras propiedad. Mis ropas, mis joyas, mis caballos y sus jaeces casi no tenían rival en el suntuoso París, mientras las tierras de mi herencia pasaban a manos de otros.

El duque de Orleáns fue emboscado y asesinado por el duque de Borgoña. El miedo y el terror se apoderaron de París. El delfín y la reina se aislaron; se suspendieron todos los placeres. Yo me cansé de ese estado de cosas... Mi corazón ansiaba mis correrías infantiles. Casi era un mendigo; sin embargo, podía regresar, reclamar a mi prometida y reconstruir mis riquezas. Unas cuantas empresas felices como comerciante me harían rico de nuevo. No obstante, no retornaría con aspecto humilde. Mi última disposición fue desprenderme de mi propiedad próxima a Albaro por la mitad de su valor a cambio de dinero inmediato. Luego despaché toda clase de artesanías, tapices y muebles de esplendor real para preparar lo último que me quedaba de la herencia: mi palacio de Génova. Pero aún me demoré un poco más, avergonzado por el papel de hijo pródigo que debía representar.

Envié mis caballos. Le mandé a mi prometida una jaca española sin igual, cuyos jaeces centelleaban con joyas reales y telas de oro. En todas partes hice grabar las iniciales de Juliet y su Guido. Mi regalo obtuvo favor a ojos de ella y de su padre. No obstante, retornar como un derrochador proclamado, con la marca del despilfarro impertinente, quizá para el escarnio y el encuentro sólo de reproches o burlas de mis compatriotas, no era una perspectiva alentadora. Como un escudo que me protegiera de la censura, invitá a unos pocos de mis camaradas más intrépidos a acompañarme: así fui armado contra el mundo, escondiendo un sentimiento ulcerado, mitad miedo y mitad penitencia, con una exhalación osada e insolente de vanidad satisfecha.

Llegué a Génova. Recorrí los senderos de mi palacio ancestral. Mi orgulloso paso no era representante de mi corazón, pues en lo más hondo sentía que, aunque rodeado por todos los lujos, no era más que un mendigo. El primer movimiento que hiciera por reclamar a Juliet me declararía a todo el mundo como tal. Leí desprecio o pena en las miradas de todos. Supuse, tan propensa es la conciencia a imaginar lo que merece, que ricos y pobres, jóvenes y viejos, me contemplaban con burla. Torella no vino a verme. No era de extrañar que mi segundo padre esperara la deferencia de un hijo por mi parte y fuera yo el primero en visitarle. Pero, hostigado y aguijoneado por cierto sentido de vergüenza por mis locuras y deméritos, me afané por culpar a otros. Celebrábamos orgías nocturnas en el Palazzo Carega. Esas noches en vela y salvajes eran seguidas por mañanas apáticas en las que me entregaba a toda suerte de negligencias. A la hora del Ave María mostrábamos nuestras refinadas personas en las calles, mofándose de los ciudadanos sobrios, echando insolentes miradas a las mujeres aterrorizadas. Juliet no se encontraba entre ellas... No, no; si hubiera estado allí, la vergüenza me habría espantado, siempre que el amor no me hubiera obligado a postrarme a sus pies.

Me cansé de eso. De repente le hice una visita al marqués. Se hallaba en su villa, una de las tantas que se extienden por los alrededores de San Piero d'Arena. Era el mes de mayo —un mes de mayo en el jardín del mundo—: los capullos de los árboles frutales perdiéndose entre el follaje verde y denso; las parras dando sus frutos; el suelo recubierto con las flores del olivo; las luciérnagas en los setos del mirto... el cielo y la tierra lucían un manto de insuperable belleza. Torella me recibió con una calurosa bienvenida, aunque seria; e incluso esa sombra de desagrado que exhibía pronto desvaneció. Algún parecido con mi padre, algún rasgo de ingenuidad infantil que aún acechaba en su interior a pesar de mi comportamiento, ablandaron el corazón del buen anciano. Envió a buscar a su hija y me presentó a ella como su prometido. Cuando entró, la estancia se iluminó con una luz sagrada. En ella nidaba el aspecto de querubín, esos ojos grandes y suaves, las mejillas con hoyuelos y la boca de infantil dulzura que expresan esa rara unión de felicidad y amor.

Primero me poseyó la admiración; ¡es mía!, fue la segunda emoción orgullosa, y mis labios se alzaron con altivo triunfo. Yo no había sido el enfant gâté de las bellezas de Francia como para no haber aprendido el arte de complacer el corazón blando de una mujer. Si hacia los hombres era altanero, la deferencia con que trataba a las mujeres producía mayor contraste. Comencé mi cortejo a Juliet con mil galanterías, que, jurada a mí desde la infancia, jamás había concedido dicha devoción a otros, y, aunque acostumbraba a las expresiones de admiración, no estaba iniciada en el lenguaje de los amantes.

Durante unos pocos días todo fue bien. Torella jamás hizo una alusión a mi extravagancia y me trató como a un hijo favorito. Pero llegó el día, cuando discutíamos los preliminares de mi unión con su hija, en que ese hermoso rostro de las cosas cambió completamente. Se había redactado un contrato en vida de mi padre. De hecho, yo lo había anulado al haber despilfarrado todas las riquezas que debíamos compartir Juliet y yo. Torella, en consecuencia, eligió considerar cancelado ese lazo y propuso otro, en el que, aunque la fortuna que entregaba se veía inconmesurablemente incrementada, tenía tantas restricciones en cuanto a la manera de gastarla que yo, que veía la independencia sólo en el libre curso de mi voluntad, le ridiculicé diciendo que se aprovechaba de mi situación y me negué en redondo a suscribir sus condiciones. El anciano intentó con suavidad hacerme entrar en razón. El orgullo enardecido se convirtió en el tirano de mi pensamiento: escuché con indignación y le rechacé con desdén.

—¡Juliet, tú eres mía! ¿Acaso no intercambiábamos juramentos en nuestra inocente infancia? ¿No somo uno a los ojos de Dios? ¿Dejarías que el frío corazón y la gélida sangre de tu padre nos separen? Sé generoso, amor mío, sé justa; no retires un regalo, el último tesoro de tu Guido, no reniegues de tu juramento; desafiemos al mundo y, ajenos a los cálculos de la edad, encontremos en nuestro mutuo afecto un refugio para todos los males.

Qué abyecto debí de haber sido para envenenar con semejantes sofismas el santuario del pensamiento sagrado y el tierno amor. Asustada, Juliet se apartó de mí. Su padre era el mejor y más amable de los hombres, y se esforzó en mostrarme cómo nos veríamos llenos de bienes si le obedecía. Él recibiría mi tardía sumisión con cálido afecto, y mi arrepentimiento obtendría un generoso perdón. Infructuosas palabras empleadas por una joven y gentil hija con un hombre acostumbrado a hacer su voluntad e imponer su ley... ¡y que tenía en su propio corazón un déspota tan terrible y decidido que a nadie podía entregar obediencia salvo a sus deseos irrefrenables! Mi resentimiento creció con la resistencia, y mis impetuosos compañeros estaban dispuestos a añadirle combustible a las llamas. Trazamos un plan para secuestrar a Juliet. Al principio pareció estar coronado por el éxito. A mitad de la empresa, a nuestro regreso, fuimos sorprendidos por el desesperado padre y sus criados. Surgió el conflicto. Antes de que llegara la guardia de la ciudad para decidir la victoria a favor de nuestros antagonistas, dos de los sirvientes de Torella fueron heridos de gravedad.

Esta parte de la historia me pesa mucho. Hombre cambiado como soy, me aborrezco con el recuerdo. Que nadie que pueda oír esta historia se sienta alguna vez como me sentí yo. Un caballo enfurecido por un jinete con espuelas punzantes no era más esclavo que yo de la violenta tiranía de mi temperamento. Un espíritu maligno poseía mi alma, irritándola hasta la locura. Escuché la voz de la conciencia en mi interior, pero si me entregué a ella durante un fugaz intervalo, sólo sería un momento antes de verme arrancado como por un remolino... transportado en la corriente de la furia desesperada, juguete de tormentas engendradas por el orgullo. Fui encarcelado, y puesto en libertad a instancias de Torella. De nuevo regresé para llevarle a él y a su hija a Francia, desventurado país, asolado entonces por saqueadores y bandas de soldados sin ley, que ofrecía un agradecido refugio a un criminal como yo. Nuestros planes fueron descubiertos. Se me sentenció al destierro; y, como mis deudas ya eran enormes, lo que quedaba de mis propiedades fue puesto en manos de comisarios como pago. De nuevo Torella ofreció su mediación, solicitando tan sólo mi promesa de no reanudar mis intentos fallidos contra él y su hija. Rechacé su oferta e imaginé que triunfaba cuando me expulsaron de Génova: un exiliado solitario y en la bancarrota. Mis compañeros habían desaparecido: fueron expulsados de la ciudad unas semanas antes y ya se hallaban en Francia. Estaba solo... sin amigos, sin una espada a mi lado, y ni un solo ducado en la bolsa.

Vagué por la playa, mientras un remolino de pasión poseía y desgarraba mi alma. Era como si un rescoldo al rojo me estuviera quemando el pecho. Al principio medité en lo que debía hacer. Me uniría a una banda de saqueadores. ¡Venganza! La palabra me pareció un bálsamo: la abracé, la acaricié, hasta que, como una serpiente, me picó. Entonces, una vez más, abjuraría de Génova y despreciaría ese pequeño rincón del mundo. Volvería a París, donde vivían tantos de mis amigos, donde mis servicios serían aceptados de buena gana, donde me ganaría una fortuna con la espada y podría, con el éxito obtenido, establecer un vil hogar y hacer que el falso Torella lamentara el día, como un nuevo Coriolano, en que me expulsó de sus muros. ¿Retornaría a París así, a pie, como un mendigo, y me presentaría en mi pobreza a aquellos a quienes antes había agasajado con lujo? El solo pensamiento me producía bilis.

La realidad de las cosas comenzó a establecerse en mi cabeza, sumergiéndome en la desesperanza. Durante varios meses había sido un prisionero: la malignidad de mis mazmorras había azotado mi alma hasta la locura y había sometido mi cuerpo. Me encontraba débil y demacrado. Torella había usado mil artificios para proporcionarme comodidad, pero yo los había detectado y despreciado, recogiendo la cosecha de mi obstinación. ¿Qué debía hacer? ¿Arrodillarme ante mi enemigo y suplicar el perdón? ¡Antes preferiría padecer mil muertes! ¡Jamás obtendrían su victoria! ¡Odio...! ¡Juré un odio eterno! ¿Odio de quién...? De un proscrito errante a... un noble poderoso. Para ellos, mis sentimientos y yo no éramos nada: ya habían olvidado a alguien tan insignificante. ¡Y Juliet! Su rostro de ángel y su figura de sílfide resplandecieron entre las nubes de mi desesperación con vana belleza, pues la había perdido... ¡La gloria y flor del mundo! ¡Otro diría que era suya! ¡Esa sonrisa del paraíso bendeciría a otro!

Incluso ahora mi corazón sufre un vuelco cuando me detengo en estos pensamientos lóbregos. Ora sometido a las lágrimas, ora delirando en mi agonía, seguí vagando por la rocosa playa, que se hacía más violenta y desolada a cada paso. Salientes de piedra y terribles precipicios daban a un océano quieto; cavernas negras enseñaban sus bocas como en un bostezo, y eternas entre los nichos desgastados por el mar las aguas murmuraban y rompían. A veces mi camino se veía frenado por un promontorio abrupto, a veces se hacía casi infranqueable por restos caídos del risco. Era casi de noche cuando, desde el mar y como siguiendo la estala de la mano de un hechicero, se levantó una turbia red nubosa, ocultando el azul intenso del cielo, oscureciendo y perturbando las profundidades hasta ahora plácidas. Las nubes tenían unas formas extrañas y fantásticas, y cambiaban y se mezclaban, y parecían ser manejadas por un poderoso encantamiento. Las olas alzaron sus blancas crestas; el trueno susurró, y luego rugió desde el extremo de las aguas, que adquirieron una fuerte coloración púrpura, moteadas de espuma. El lugar donde yo me erguía daba por un lado al extenso océano, y por el otro se hallaba interrumpido por un escarpado promontorio. De repente, rodeando el cabo e impulsado por el viento, surgió un navío. En vano trataron los marineros de abrirse paso hacia el mar abierto... el fuerte viento lo empujaba hacia las rocas. ¡Perecerían! ¡Todos los que iban a bordo morirían! ¡Ojalá yo estuviera entre ellos! Y por primera vez mi joven corazón recibió la idea de la muerte con júbilo. Era una visión terrible contemplar a ese barco luchando con su destino.

Apenas podía discernir a los marineros, pero los oía. ¡En poco tiempo terminó todo! Una roca que acababa de ser cubierta por las olas, invisible en ese momento, aguardaba a la presa. Un trueno explotó sobre mi cabeza en el instante en que el esquife se lanzó sobre su enemigo invisible con un espantoso impacto. En un breve espacio de tiempo se hizo pedazos. Allí me encontraba yo, luchando sin esperanza alguna contra la aniquilación. Con demasiada claridad oí sus gritos, que con aguda agonía conquistaban el fragor de que los rodeaba. Las oscuras olas agitaban de un lado a otros los restos del naufragio, que pronto desaparecieron. Con fascinación observé hasta el final; por último, caí de rodillas y me cubrí la cara con las manos. Al rato alcé la vista y vi que algo flotaba en el remolino, acercándose más y más a la playa. ¿Se trataba de una figura humana? Se hizo más nítida; y una última y poderosa ola alzó toda la embarcación y la dejó encallada en una roca. ¡Un ser humano a horcajadas en un cofre! ¡Un ser humano! Pero ¿lo era de verdad? Seguro que nada igual había existido antes: un enano con ojos entrecerrados, facciones distorsionadas y un cuerpo deforme... hasta que se convirtió en un horror a la vista. Mi sangre, que había sentido compasión hacia un congénere así arrebatado de su tumba acuosa, se heló en torno a mi corazón. El enano se bajó del cofre y se apartó el pelo lacio y enredado de su odioso semblante.

—¡Por San Belcebú! —exclamó—. ¡He sido derrotado! —miró a su alrededor y me vio—. ¡Oh, por el espíritu maligno! He aquí otro aliado del poderoso. ¿A qué santo le ofreciste plegarias, amigo.... sino al mío? Sin embargo, no te recuerdo a bordo.

Me encogí ante el monstruo y su blasfemia. De nueo volvió a interrogarme, y emití una replica inaudible. Él continuó:

—Tu voz está ahogada por este rugido disonante. ¡Qué ruido crea este inmenso océano! Los colegiales que salen de su prisión no son más estruendosos que estas olas libres para jugar. Me molestan. No soportaré más su bravuconería. ¡Silencio, anciano! ¡Vientos, cesad! ¡A vuestros hogares! ¡Nubes, volad a las antípodas y despejad nuestro cielo!

Mientras hablaba, extendió los dos brazo largos y flacos, parecidos a las patas de una araña, y dio la impresión de abrazar con ellos la extensión de agua que había ante él. ¿Era un milagro? Las nubes se quebraron y huyeron; el cielo azul se asomó, y luego fue como un campo apacible sobre nosotros; el viento tormentoso fue cambiado por una suave brisa que sopló desde el oeste; el mar se calmó; las olas se convirtieron en ondas.

—Me gusta la obediencia incluso en estos estúpidos elementos —dijo el enano—.¡Cuánto más en la mente indómita de un hombre! Has de reconocer que fue una buena tormenta... y toda de mi creación.

Era tentar a la Providencia intercambiar palabras con este mago. Pero el Poder, en todas sus formas, resulta venerable para un hombre. El miedo, la curiosidad y una persistente fascinación me acercaron a él.

—Vamos, no tengas miedo, amigo —indicó el deforme—. Cuando me complacen tengo buen humor, y algo me place en tu cuerpo bien proporcionado y en tu atractiva cara, aunque pareces estar un poco abatido. Tú has sufrido un desastre de tierra... y yo uno de mar. Quizá pueda aliviar tu desgracia, tal como hice con la mía. ¿Somos amigos? —y alargó la mano, aunque no pude tocarla—. Bueno, entonces, compañero... eso bastará. Y ahora, mientras descanso después del ajetreo que acabo de aguantar, cuéntame por qué, joven y galante como pareces, vagas así solo y melancólico por esta playa salvaje.

La voz del enano era chirriante y espantosa, y las contorsiones que realizaba mientras hablaba pavorosas de ver. No obstante, obtuvo cierta influencia sobre mí, una influencia que no pude dominar, y le narré mi historia. Cuando terminé, se rió larga y sonoramente. Las rocas devolvieron el eco del sonido: a mi alrededor parecía aullar el infierno.

—¡Oh, primo de Lucifer! —dijo—. De modo que tú también has caído por tu orgullo y, aunque brillante como el sol de la mañana, estás dispuesto a abandonar tu buen aspecto, tu prometida y tu bienestar antes que someterte a la tiranía del bien. ¡Por mi alma que honro tu elección! Así que has huido y entregado el día, y pretendes morirte de hambre en estas rocas y dejar que las aves te arranquen los ojos, mientras tu enemigo y tu prometida se regocijan en tu ruina. Pienso que tu orgullo es extrañamente afín a la humildad.

Mientras hablaba, mil pensamientos aguijonearon mi corazón.
—¿Qué querías que hiciera? —grité.
—¡Yo! Oh, nada, sino que te arrodilles y digas tus oraciones antes de morir. Pero, si yo estuviera en tu lugar, sé lo que habría que hacer.

Me acerqué a él. Sus poderes sobrenaturales le convertían a mis ojos en un oráculo, pero un escalofrío extraño y fantástico recorrió mi cuerpo cuando dije:

—¡Habla! Enséñame... ¿Qué aconsejas?
—¡Véngate, hombre! ¡Humilla a tus enemigos! ¡Pisa con tu pie el cuello del viejo y posee a su hija!
—¡Me vuelvo al este y al oeste, y no veo ningún medio de conseguirlo! —exclamé—. Si tuviera oro podría lograr mucho; pero, pobre y solo como estoy, me siento inerme.

El enano había permanecido sentado sobre su cofre mientras escuchaba mi historia. En ese momento se levantó, tocó un muelle y el baúl se abrió. ¡Qué fuente de riquezas, de centelleantes joyas, resplandeciendo oro y pálida plata había dentro! Me poseyó un frenético deseo de tener ese tesoro.

—Sin duda —comenté—, alguien tan poderoso como tú podría realizar cualquier cosa.
—No —repuso con humildad el monstruo—. Soy menos omnipotente de lo que parezco. Poseo algunas cosas que tú puedes codiciar, per las entregaría todas por una pequeña parte, incluso un préstamo, de lo que es tuyo.
—Mis posesiones están a tu servicio —dije con amargura—: mi pobreza, mi exilio, mi desgracia... todas te las doy libremente.
—¡Bien! Te lo agradezco. Añade otra cosa a tu regalo, y mi tesoro es tuyo.
—¿Como nada es mi única herencia, ¿qué cosa, aparte de la landa, querrías poseer?
—Tu hermosa cara y tus miembros bien hechos.
Temblé. ¿Me asesinaría este monstruo todopoderoso? Carecía de daga. Me olvidé de rezar... y me puse pálido.
—Pido un préstamo, no un regalo —dijo esa cosa abyecta—; préstame tu cuerpo por tres días... tú tendrás el mío para encerrar tu alma mientras tanto, y, como pago, mi cofre. ¿Qué contestas al trato? Tres cortos días.

Se nos dice que es peligroso mantener tal conversación impía... y bien lo demuestro yo. Escrito con palabras blandas, puede parecer increíble que le prestara alguna atención a esa proposición, pero, a pesar de su fealdad antinatural, había algo fascinante en un ser cuya voz era capaz de gobernar la tierra, el aire y el mar. Sentí un agudo deseo de aceptar, pues con ese cofre podría dominar el mundo. Mi única vacilación provenía del temor de que no cumpliera su parte del trato. Entonces pensé que pronto moriría en estas arenas solitarias y que los miembros que él codiciaba ya nunca más serían míos: valía la pena el riesgo. Además, yo sabía que por todas las reglas del arte de la magia había fórmulas y juramentos que ninguno de sus practicantes se atrevería a romper. Titubeé en mi respuesta; y el continuó, ora exhibiendo sus riquezas, ora mencionando el precio insignificante que exigía, hasta que pareció una locura negarse a ello. Es así como sucede: colocamos la barca en la corriente del río y hacia la catarata se precipita; entregamos nuestro vehículo al salvaje torrente de la pasión y estamos perdidos sin saber dónde vamos.

Pronunció muchos juramentos, y yo le conjuré con muchos nombres sagrados, hasta que vi a esa maravilla de poder, a ese gobernador de elementos, temblar como una hoja de otoño ante mis palabras. Y como si el espíritu hablara a regañadientes y a la fuerza en su interior, al fin él, con voz rota, reveló el hechizo con el que se le podía obligar, si llegaba a traicionarme, a entregarse. Nuestra sangre caliente debía mezclarse para realizar y establecer el encantamiento.

Basta de este impío tema. Me convenció... y el pacto fue sellado. La mañana cayó sobre mí mientras yacía allí tendido en las ripias, y ni siquiera reconocí mi sombra. Me sentí transformado a una forma de horror y maldije mi fácil fe y mi ciega credulidad. El cofre estaba ahí: el oro y las piedras preciosas por los que había vendido el cuerpo de carne que la naturaleza me había dado. Su visión calmó un poco mis emociones: tres días pasarían pronto.

Y pasaron. El enano me había proporcionado abundante comida. Al principio, apenas podía caminar, tan extraños y mal articulados eran mis miembros; y mi voz... era la de un demonio. Pero guardé silencio, y giré mi cara al sol con el fin de no ver mi sombra, y conté las horas y medité en mi conducta futura. Poner a Torella a mis pies y poseer a Juliet a pesar del viejo eran cosas que toda esta riqueza fácilmente podría conseguir. Durante las oscuras noches dormí y soñé con el logro de mis deseos. Dos soles se habían puesto... y el tercero salía. Me encontraba agitado, temeroso. ¡Oh, expectación, qué cosa espantosa eres cuando te aviva más el miedo que la esperanza! Cómo clavas aguijones desconocidos por todo nuestro débil mecanismo, ora quebrándonos como un cristal roto, hasta convertirnos en nada..., ora proporcionándonos nuevas fuerzas que nada pueden hacer, atormentándose con una sensación como la que debe experimentar el hombre fuerte que no puede romper sus cadenas aunque éstas se doblen en sus manos. Despacio subió el disco brillante por el cielo oriental; largo tiempo permaneció en el cenit, y aún más despacio descendió por el oeste: tocó el borde del horizonte... ¡y se perdió! Su gloria se hallaba en la cima del risco y se tornó grisácea. La estrella vespertina brilló deslumbrante. Él llegaría pronto.

¡No vino! ¡Por los cielos vivos, no vino! Y la noche se arrastró cansinamente y, en su sensibilidad, el día comenzó a emblanquecer su oscuro cabello, y el sol volvió a alzarse de nuevo sobre el deforme más desgraciado que jamás viera la luz. Así pasé tres días. ¡Oh, cómo aborrecía las joyas y el oro!

Bueno, bueno... no esombreceré estas paginas con delirios demoníacos. Demasiado terribles fueron los pensamientos y el tumulto furioso que llenaban mi alma. Al final, dormí; no lo había hecho antes del tercer crepúsculo. Y soñé que me encontraba a los pies de Juliet y que ella sonreía, pues aún su hermoso amado se arrodillaba ante ella. Pero no era yo... era él, el demonio mostrándose con mi cuerpo, hablando con mi voz, ganándola con muestras de amor. Me afané por advertirla, pero mi lengua se negó a hablar; me esforcé por arrancarlo de ella, pero me hallaba enraizado en el suelo... desperté con la agonía. Ahí estaban los precipicios solitarios, el mar tumultuoso, la playa tranquila y, encima de todo, el cielo azul. ¿Qué significado tenía? ¿Era mi sueño un espejo de la verdad? ¿Estaba él cortejando y ganándose a mi prometida? Al instante regresaría a Génova... pero me encontraba desterrado. Me reí: el aullido del enano salió de mis labios.

¡Yo desterrado! ¡Oh, no! No habían exiliado los espantosos miembros que llevaba; con ellos podría entrar en mi ciudad natal sin temor a incurrir en el temido castigo de la muerte.

Comencé a caminar en dirección a Génova. Ya me había acostumbrado algo a mis extremidades deformadas. Nadie jamás había estado tan mal adaptado al movimiento recto, y con infinita dificultad conseguí avanzar. También deseaba evitar todos los villorrios que había diseminados por la costa, pues me sentía reacio a exhibir mi horrible fealdad. No estaba muy seguro de que si era visto los niños no me apedrearían hasta matarme por ser un monstruo, y recibí algunos saludos desagradables de los pocos campesinos o pescadores con los que me encontré por casualidad.

Era noche cerrada cuando me aproximé a Génova. El clima era tan tonificante y dulce que se me ocurrió que el marqués y su hija habrían dejado la ciudad, marchándose a su retiro de campo. Había sido en la villa Torella donde había intentado secuestrar a Juliet, y había pasado muchas horas reconociendo el lugar, de modo que conocía cada centímetro de tierra de los alrededores. Se hallaba situada en un paraje hermoso, rodeada de árboles a la orilla de un río. Mientras me acercaba, se hizo evidente que mi conjetura era correcta; no, más aún, que las horas allí se estaban dedicando al júbilo y a la celebración. La casa se veía iluminada y la brisa transportaba melodías de música suave y alegre. Se me hundió el corazón. Tal era la generosa amabilidad del corazón de Torella que tuve la certeza de que no se habría entregado a públicas manifestaciones de gozo justo después de mi lamentable destierro, salvo por una cauda que no me atreví a pensar.

La gente rezumaba alegría. Se hizo necesario que me ocultara para observar. Sin embargo, sentí deseos de interrogar a alguien, o de oír las palabras de otros para obtener cualquier información de lo que ocurría. Por último, entrando en los paseos que se hallaban en proximidad inmediata a la mansión, encontré uno lo suficientemente oscuro para ocultar mi excesiva fealdad, por donde paseaban otras personas mientras yo me ocultaba a su sombra. Pronto descubrí todo lo que quería saber, lo cual hizo que primero mi corazón muriera de horror, y luego hirviera de indignación. Juliet sería entregada mañana al penitente, reformado y amado Guido... ¡Mañana mi prometida pronunciaría sus juramentos a un demonio del infierno! ¡Y yo había permitido que sucediera! Mi maldito orgullo, mi demoníaca violencia y perversa idolatría personal habían provocado esta situación. Pues si hubiera obrado como lo había hecho el deforme que me había robado el cuerpo...; si, con porte humilde y al mismo tiempo digno, me hubiera presentado ante Torella, diciendo que había actuado mal y que me perdonara... «Soy indigno de tu ángel, pero permíteme que la reclame cuando mi conducta cambiada manifieste que renuncio a mis vicios y me esfuerzo por llegar a ser, de algún modo, digno de ella. Iré a servir contra los infieles, y cuando mi celo por la religión y mi verdadera penitencia por el pasado te parezca que cancelen mis delitos, permite que de nuevo me llame hijo tuyo». Así habría hablado; y el penitente habría sido recibido tan bien como el hijo pródigo de las escrituras: para él se habría matado al ternero cebado, y siguiendo todavía el mismo sendero, exhibiría un pesar tan abierto por sus locuras, una concesión tan humilde de todos sus derechos y una resolución tan ardiente por conseguirlos de nuevo mediante una vida de contricción y virtud, que rápidamente habría conquistado al amable anciano, a lo que en rápida sucesión seguirían un perdón completo y la entrega de su adorable hija.

¡Oh! ¡Ojalá un ángel del Paraíso me hubiera inspirado para que actuara así! Pero, ahora, ¿cuál será el destino de la inocente Juliet? ¿Permitirá Dios la horrible unión o, si algún prodigio la destruye, enlazará el deshonrado nombre de Carega con el peor de los crímenes? Iban a ser desposados mañana al amanecer, y sólo había una manera de impedirlo: encontrarme con mi enemigo y obligarle a la ratificación de nuestro acuerdo. Pensaba que sólo se podía conseguir con una lucha mortal. No tenía espada —siempre que mis distorsionados brazos pudieran empuñar el arma de un soldado—, pero sí una daga, y en ella radicaba toda mi esperanza. No había tiempo para meditar la cuestión: podía morir en el intento, pero aparte de los ardientes celos y la desesperación de mi propio corazón, el honor, la simple humanidad, reclamaban que yo cayera antes que no poder destruir las maquinaciones del demonio.

Los invitados se marcharon y las luces comenzaron a extinguirse: era evidente que los habitantes de la villa buscaban el reposo. Me oculté entre los árboles: el jardín quedó desierto, las puertas se cerraron... Salí de mi escondite y llegué hasta una ventana. ¡Ah, bien la conocía! Una suave luz crepuscular brillaba en el cuarto, y las cortinas estaban medio corridas. Era el templo de la inocencia y la belleza. Su magnificencia se hallaba templada por el ligero desorden provocado por estar habitado, y todos los objetos dispersos en la estancia exhibían el gusto de la mujer que lo santificaba con su presencia.

La vi entrar con paso veloz y ligero; la vi acercarse a la ventana y descorrer aún más la cortina y mirar en la noche. La fresca brisa jugó con sus rizos y los apartó del mármol transparente de su frente. Juntó las manos y alzó los ojos al cielo. Oí su voz. «¡Guido! —susurró con suavidad—, ¡mi Guido!». Y entonces, como si viera dominada por la plenitud de su corazón, cayó de rodillas: sus ojos levantados... su actitud negligente pero grácil... la radiante actitud que iluminaba su cara... ¡oh, éstas no son más que palabras blandas!

Corazón mío, siempre has imaginado, aunque no puedes retratarla, la belleza celestial de aquella hija de la luz y el amor.

Oí un paso, un paso rápido y firme a lo largo de la avenida en sombras. Pronto vi a un caballero ricamente ataviado, joven y, creo, hermoso a la vista, avanzando. Me escondí aún más. El joven se aproximó y se detuvo bajo la ventana. Ella se incorporó y, mirando de nuevo al exterior, le vio, y dijo... no puedo, no, pasado tanto tiempo no puedo registrar sus palabras de suave ternura; fueron dirigidas a mí, pero las contestó él.

—No me marcharé —gritó él—. Aquí donde tú has estado, donde tu recuerdo se desliza como un fantasma enviado del Cielo, pasaré las largas horas hasta que nos unamos para que jamás, mi Juliet, en día o noche, nos separemos. Pero tú, amor, retírate; la fría mañana y la fresca brisa harán empalidecer tus mejillas, y llenarán con languidez tus ojos iluminados por el amor. ¡Ah, querida!, sí tan sólo pudiera depositar un beso en ellos, creo que yo también descansaría.

Entonces, se acercó todavía más y pensé que iba a trepar a su cámara. Yo había titubeado para no asustarla, pero en ese momento dejé de ser dueño de mí mismo. Corrí y me arrojé sobre él, apartándolo.

—¡Oh, criatura asquerosa y deforme! —grité.
No necesito repetir los epítetos, todos ellos dirigidos, como daba la impresión, hacia una persona por la que en la actualidad siento cierta parcialidad. Un grito salió de los labios de Juliet. No vi ni oí nada... sólo sentí a mi enemigo, cuya garganta tenía en mi mano, y en la otra la empuñadura de la daga; él se debatió, pero no pudo escapar. Al final, roncamente, jadeó estas palabras:

¡Hazlo! ¡Clávala! ¡Destruye este cuerpo... tú seguirás viviendo, y que tu vida sea larga y feliz!
Estas palabras frenaron la daga que bajaba, y él, sintiendo que mi apretón se relajaba, se liberó y desenfundó la espada, mientras el alboroto en la casa y el volar de antorchas de un cuarto a otro, mostraban que pronto nos iban a separar. ¡Oh, era mejor que yo muriera para que él no sobreviviera! En el remolino de mi frenesí había mucha premeditación: quizá yo debía caer para que él no siguiera vivo, y no me importaba el golpe mortal que yo pudiera asestar contra mí mismo. Él seguía creyendo que yo me había detenido por miedo a la muerte, y mientras advertía la decisión del villano de ganar ventaja de mi vacilación, me arrojé a su espada en el preciso instante en que lanzó su súbita estocada, y al mismo tiempo le clavé la daga en el costado, con una puntería basada en la desesperación.

Caímos juntos, rodando uno encima del otro, y la marca de sangre que fluyó de la herida abierta de cada uno se mezcló en la hierba. Nada más sé... perdí el sentido. De nuevo volví a la vida: débil casi hasta la muerte, me encontré tendido en una cama... Juliet se hallaba arrodillada junto a ella. ¡Extraño! Mi primera petición con voz quebrada fue un espejo. Estaba tan débil y pálido que mi pobre niña titubeó, como luego me dijo; pero, ¡cielos!, me consideré un joven atractivo cuando vi la querida imagen de mis bien conocidas facciones. Confieso que es una debilidad, y la acepto, que siento considerable afecto por el semblante y las extremidades que contemplo siempre que me miro en un espejo; y tengo más en mi casa y los consulto con más frecuencia que cualquier belleza de Venecia. Antes de que me condenéis, permitidme decir que nadie mejor que yo conoce el valor de su propio cuerpo; a nadie, probablemente, excepto a mí mismo, se lo han robado.

Con incoherencia al principio hablé del enano y de sus crímenes, y le reproché a Juliet la admisión demasiado fácil de su amor. Creyó que deliraba, pero transcurrió algún tiempo antes de que pudiera convencerme de que el Guido cuya penitencia la había ganado de nuevo para mí era yo mismo; y mientras maldecía con amargura al enano monstruoso y bendecía el golpe bien dirigido que le había quitado la vida, me contuve súbitamente al oírla decir: «Amén!», sabiendo que aquel al que ella denigraba era mi propia persona. Un poco de reflexión me enseñó a guardar silencio, un poco de práctica me permitió hablar de aquella espantosa noche sin mucho tartamudeo. La herida que me había infligido era seria: pasó tiempo hasta que me recuperé, y mientras el benevolente y generoso Torella se sentaba a mi lado, hablando con la sabiduría que puede hacer que unos amigos se reconcilien, y mi hermosa Juliet revoloteaba cerca de mí, cuidándome y alegrándome con sus sonrisas, prosiguió el trabajo de mi cura corporal y reforma mental.

Ciertamente, jamás recobré del todo mis fuerzas: desde entonces mis mejillas están más pálidas, mi persona un poco encorvada. A veces Juliet se aventura a comentar con amargura la maldad que provocó dicho cambio, pero yo la beso al instante y le digo que ha sido para bien. Soy un marido más cariñoso y leal, lo cual es verdad, y de no ser por aquella herida jamás habría podido hacerla mía. No volví a visitar la playa ni a buscar el tesoro del demonio. Sin embargo, mientras medito en el pasado, a menudo pienso, y mi confesor no se mostró reticente en apoyar la idea, que bien podría haber sido un espíritu benévolo, en vez de uno maligno, enviado por mi ángel de la guarda con el fin de mostrarme la insensatez y la desgracia del orgullo. Al menos, aprendí tan bien esta lección que con tanta dureza se me enseñó que ahora mis amigos y conciudadanos me conocen por el nombre de «Guido il Cortese»".


Mary Shelley