"—¡Levántese la acusada! —dijo el presidente.
Algo se movió en el horrible banquillo, y un ente informe, titubeante, 
se acercó y se apoyó en la baranda. Era un manojo de andrajos, rotos, 
remiendos, cintas, flores marchitas y plumas viejas, en medio del cual 
asomaba un pobre rostro ajado, curtido, arrugado, de entre cuyas arrugas
 surgía la malicia de dos ojillos negros, como una lagartija en la 
hendidura de una vieja pared.
—¿Cuál es su nombre? -le preguntaron.
—Melusina.
—¿Cómo dice?
Ella repitió gravemente:
—Melusina.
El presidente sonrió bajo su bigote de coronel de dragones, pero continuó sin pestañear.
—¿Qué edad tiene?
—No lo sé.
—¿Profesión?
—Soy hada.
Al oír esta frase, el público, el Consejo y hasta el mismo fiscal, es 
decir, todo el mundo, estalló en una gran carcajada; pero las risas no 
la turbaron, y siguió hablando con una vocecita clara y trémula, que se 
elevaba y mantenía en el aire como una voz de ensueño:
—¡Ay! ¿Dónde están ya las hadas 
de Francia? Todas han muerto, señores. Yo soy la última; no queda 
ninguna más que yo... Y de verdad es una pena, porque Francia era mucho 
más hermosa cuando aún vivían sus hadas. Nosotras éramos la poesía
 de nuestro pueblo, su candor, su juventud. Los lugares por donde 
solíamos andar, los rincones solitarios de los parques abandonados, las 
piedras de las fuentes, los torreones de los viejos castillos, las 
brumas de los estanques, las grandes landas pantanosas, recibían de 
nuestra presencia un poder mágico y solemne. A la luz fantástica de las leyendas
 se nos veía pasar por cualquier sitio, arrastrando nuestras colas en un
 rayo de luna o corriendo por los prados sin pisar la hierba. Los 
aldeanos nos apreciaban, nos veneraban.
Nuestras frentes, coronadas de perlas; nuestras varitas mágicas, 
nuestras ruecas encantadas, suscitaban en las ingenuas imaginaciones 
temor y admiración. Por eso nuestras fuentes permanecían cristalinas, y 
los arados se detenían en los caminos que protegíamos, y como -al ser 
más viejas que nadie- infundíamos respeto hacia lo que es viejo, de un 
extremo a otro de Francia se dejaban crecer los bosques y las piedras 
derrumbarse por sí mismas.
Pero el siglo ha avanzado. Se han inventado los ferrocarriles. Se han 
perforado túneles, cegado estanques, y se ha hecho semejante tala de 
árboles, que al poco tiempo nos encontramos sin saber dónde cobijarnos. Y
 los aldeanos han dejado poco a poco de creer en nosotras. Por la noche,
 cuando golpeábamos en los postigos, Robin decía: «Es el viento», y se 
volvía a dormir. Las mujeres hacían la colada en nuestros estanques. A 
partir de entonces, todo acabó para nosotras.
Como vivíamos sólo de la creencia popular, al faltar ella, nos faltó todo. La magia de nuestras varitas se esfumó, y de poderosas reinas nos convertimos en viejas arrugadas y malévolas, como las hadas
 olvidadas, e incluso tuvimos que ganarnos el pan con nuestras manos, 
que no sabían hacer gran cosa. Durante algún tiempo pudieron vernos en 
los bosques arrastrando haces de leña seca, o cogiendo bellotas por las 
orillas de los caminos. Pero los guardabosques nos perseguían y los 
aldeanos nos lanzaban piedras. Y entonces, como todos los pobres que no 
pueden ganarse la vida en el lugar donde nacieron, nos fuimos a las 
ciudades buscando trabajo.
Unas entraron en las fábricas de hilados; otras vendieron manzanas 
durante el invierno en las esquinas de los puentes, o rosarios a la 
puerta de las iglesias. Nosotras empujábamos carritos cargados con 
naranjas; ofrecíamos a los transeúntes ramitos de flores a cinco 
céntimos, que nadie quería; los chiquillos se reían al ver cómo nos 
temblaba la barbilla; los guardias nos perseguían, y los coches nos 
atropellaban. Además, enfermedades, privaciones, y finalmente, la sábana
 del hospital sobre la cara inerte... Así es como Francia ha dejado 
morir a todas sus hadas. Y ¡por eso ha sufrido tan duro castigo!
Sí, sí; rían cuanto quieran. Ya acaban de comprobar qué es un pueblo que carece de hadas.
 Ya han visto a todos esos aldeanos burlones y bien comidos abrir sus 
arcas del pan a los prusianos y guiarlos por los caminos. ¡Ahí lo 
tienen! Robin no creía en la brujería, pero tampoco creía en la 
patria... Si nosotras hubiéramos estado en nuestro sitio, ninguno de los
 alemanes que han entrado en Francia habría salido vivo. Nuestros draks,
 nuestros fuegos fatuos los habrían arrastrado hacia las ciénagas; en 
todas las claras fuentes que llevan nuestros nombres, habríamos vertido 
brebajes encantados que los habrían vuelto locos; y en nuestras 
reuniones a la luz de la luna, con una palabra mágica habríamos 
confundido de tal modo los caminos y los ríos, enmarañado de tal forma 
con zarzas y matorrales las espesuras de los bosques donde se escondían,
 que los ojos de gato de Moltke no habrían podido reconocerlos. Los 
campesinos habrían luchado. Con las hermosas flores de nuestros 
estanques habríamos elaborado bálsamos para los heridos; con los "hilos 
de la Virgen", habríamos tejido hilas; y en el campo de batalla, el 
soldado agonizante habría visto al hada
 de su aldea inclinarse sobre sus ojos a medio cerrar para mostrarle un 
trozo de bosque, un recodo del sendero, cualquier cosa que le recordase 
su tierra. Así es como se hace la guerra nacional, la guerra santa. Pero
 ¡ay!, en los países que ya no creen, en los países que ya no tienen hadas, una guerra así es imposible.
En este punto, la vocecita sutil se quebró un momento, y el presidente tomó la palabra:
—Bien; pero no nos ha dicho usted aún qué es lo que hacía con el 
petróleo que se le encontró encima cuando los soldados la detuvieron.
—Prendía fuego a París, señor —contestó la anciana con tranquilidad—. 
Prendía fuego a París porque lo odio, porque se burla de todo, porque él
 ha sido quien nos ha matado. París fue quien envió a los sabios que 
analizaron nuestras hermosas fuentes milagrosas y dijeron con toda 
exactitud la dosis de hierro que contenían y la de azufre. París se ha 
burlado de nosotras en los escenarios de sus teatros. Nuestros encantamientos
 se han convertido en meros trucos; nuestros milagros en farsas, y en 
nuestros carros alados han desfilado tantas fealdades envueltas en 
nuestras gasas rosadas a la luz de una luna simulada por bengalas, que 
nadie piensa ya en nosotras sin echarse a reír...
Había niños que nos conocían por nuestros nombres, nos querían aunque 
nos temieran un poco; pero en lugar de los bonitos libros repletos de 
dorados y estampas en los que aprendían nuestra historia, París les ha 
puesto en las manos la ciencia al alcance de los niños: gruesos libros 
de los que el aburrimiento se desprende como un polvillo gris que borra 
de los ojos infantiles nuestros palacios encantados y nuestros mágicos espejos.
¡Sí! ¡No saben qué feliz me sentía al ver cómo ardía Paris! Yo era quien
 dirigía las latas de las petroleras, quien las conducía de la mano a 
los mejores lugares: «¡Vamos, hijas mías, quémenlo todo, enciéndanlo, 
abrásenlo!».
—No hay duda: esta mujer está loca de remate —dijo el presidente—. ¡Que se la lleven!"
Alphonse Daudet
 

 
