El Recolector de Historias

El Recolector de Historias

sábado, 23 de enero de 2010

"Los salteadores de Caminos"

"Tom de los Caminos había cabalgado su última cabalgata y estaba solo ahora en la noche. Desde donde se encontraba podían verse las blancas ovejas en reposo y la silueta negra de las colinas solitarias y la línea gris de las colinas más alejadas y solitarias todavía; o en las hondonadas por debajo, llevado por el viento despiadado, podía verse el humo gris de los villorrios en los valles negros. Pero todo por igual era negro a los ojos de Tom y todos los sonidos eran silencio en sus oídos; sólo su alma luchaba por deslizarse fuera de la prisión de las cadenas para volar hacia el Sur al Paraíso. Y el viento soplaba y soplaba. Porque esa noche Tom sólo podía cabalgar en el viento; le habían quitado su fiel caballo negro el día que le quitaron los campos verdes y el cielo, las voces de los hombres y la risa de las mujeres, y lo dejaron solo con cadenas al cuello para mecerse en el viento por siempre. Y el viento soplaba y soplaba. Pero crueles cadenas mordían el alma de Tom de los Caminos y dondequiera que tratara de huir, era rechazada nuevamente hacia el collar de acero por el viento que sopla del Paraíso, desde el Sur. Y allí, colgado del cuello, iban cayendo escarnios salidos otrora de su boca, y burlas con que se había burlado de Dios iban cayendo de su lengua, y allí se pudrían viejos apetitos malvados de su corazón, y de sus dedos caían las manchas de las acciones que no habían sido buenas; todos caían al suelo y crecían allí en pálidos aros y ramilletes. Y cuando todas estas cosas malignas hubieron caído, el alma de Tom volvió a quedar limpia como la encontró su primer amor hace ya mucho en primavera; y se meció allí al viento junto con los huesos de Tom y junto con su viejo abrigo desgarrado y herrumbradas cadenas. Y el viento soplaba y soplaba. Y de vez en cuando las almas de los sepultados que venían de tierras consagradas pasaban batiendo el viento en dirección del Paraíso y dejaban atrás el Arbol de la Horca y el alma de Tom, que no podía liberarse. Noche tras noche Tom miraba las ovejas en el prado con cuencas vacías hasta que su pelo muerto creció y le cubrió su pobre cara de muerto ocultando su vergüenza de las ovejas. Y el viento soplaba y soplaba. A veces en ráfagas del viento llegaban las lágrimas de alguno que repiqueteaban y repiqueteaban sobre las cadenas de acero sin lograr horadarlas de herrumbre. Y el viento soplaba y soplaba. Y a cada atardecer todos los pensamientos que Tom alguna vez concibiera venían en vuelo después de haber desempeñado su trabajo en el mundo, el trabajo que no tiene término, y se posaban en las ramas de la horca y trinaban para el alma de Tom, el alma que no podía liberarse. ¡Todos los pensamientos que había alguna vez concebido! Y los malos pensamientos denigraban al alma que los había engendrado porque no les era posible morir. Y los que había concebido de manera más furtiva, eran los que trinaban más fuerte y más agudamente en las ramas toda la noche. Y todos los pensamientos que Tom había concebido acerca de sí mismo señalaban ahora los huesos húmedos y se mofaban del viejo abrigo desgarrado. Pero los pensamientos que había tenido para los demás eran los únicos compañeros de que disponía su alma Para consolarse en la noche mientras se mecía de aquí para allá. Y gorjeaban para el alma y animaban a la pobre cosa muda que no podía ya soñar, hasta que llegaba un pensamiento asesino y los ponía a todos en fuga. Y el viento soplaba y soplaba. Paul, Arzobispo de Alois y Vayence, yacía en su blanco sepulcro de mármol de plena cara al Sur, hacia el Paraíso. Y sobre su tumba estaba esculpida la Cruz de Cristo para que su alma pudiera hallar reposo. Ningún viento ululaba allí como ululan en las copas de los árboles solitarios de los prados, sino que llegaban en suaves brisas con aromas de huertos desde las tierras bajas del Paraíso, al Sur; y jugaban con los nomeolvides y las hierbas que crecían en la tierra consagrada donde yacía el Sosegado, en torno al sepulcro de Paul, Arzobispo de Alois y Vayence. Le era fácil al alma de un hombre abandonar un sepulcro semejante y volar bajo sobre campos recordados al encuentro de los jardines del Paraíso para hallar allí serenidad eterna. Y el viento soplaba y soplaba. En una taberna de mala reputación, tres hombres estaban bebiendo ginebra. Sus nombres eran Joe y Will y el gitano Puglioni; carecían de apellido porque ninguno de ellos tenía conocimiento de quién fuera su padre, sino sólo oscuras sospechas. El Pecado había palpado y acariciado sus rostros a menudo con sus patas, pero al rostro de Puglioni el Pecado lo había besado en la boca y la barbilla. Su alimento era el robo y su pasatiempo el asesinato. Todos ellos había incurrido en el dolor de Dios y en la enemistad de los hombres. Estaban sentados a una mesa con un juego de naipes delante, grasosos con las huellas de sus pulgares tramposos. Y se susurraban algo entre sí sobre la ginebra, pero en voz tan baja que el tabernero, al otro extremo de la estancia, sólo podía oír juramentos apagados y no le era posible saber por Quién juraban o qué decían. Los tres eran los más fieles amigos que Dios le haya nunca concedido a un hombre. Y aquel a quien su amistad había sido concedida no tenía nada más, salvo unos huesos que se mecían al viento y en la lluvia, un viejo abrigo desgarrado, cadenas de acero y un alma que no podía liberarse. Pero cuando avanzó la noche, los tres amigos dejaron la ginebra, abandonaron furtivos la taberna y fueron al cementerio donde descansaba en su sepulcro Paul, Arzobispo de Alois y Vayence. Junto al cementerio, pero fuera de la tierra consagrada, cavaron de prisa una tumba; dos de ellos cavaron mientras uno vigilaba en el viento y la lluvia. Y los gusanos que se arrastraban por el terreno sin consagrar estaban desconcertados y aguardaban. Y la terrible hora de la medianoche llegó sobre ellos con sus temores y los halló todavía junto al lugar de las tumbas. Y los tres hombres temblaron ante el horror de hora semejante en semejante lugar y se estremecieron en el viento y la lluvia que los calaba pero siguieron trabajando. Y el viento soplaba y soplaba. Pronto llegaron al fin de su tarea. E inmediatamente dejaron la tumba hambrienta con todos sus gusanos sin alimento y se alejaron por los campos húmedos, furtivos pero de prisa; atrás quedaba el lugar de las tumbas a medianoche. Y mientras andaban se estremecían, y cada vez que se estremecían maldecían la lluvia en alta voz. Y así llegaron al lugar en que habían escondido una escalera y una linterna. Allí sostuvieron un largo debate sobre si debían encender la linterna o pasarse sin hacerlo por temor de los hombres del Rey. Pero por último les pareció mejor contar con la luz de la linterna y correr el riesgo de ser capturados por los hombres del Rey y ahorcados, que toparse de pronto cara a cara en la oscuridad con lo que sea que uno se tope, poco después de medianoche, cerca del Árbol de la Horca. En los tres caminos de Inglaterra por donde no era lo usual que la gente transitara sin riesgo, los viajeros esa noche no fueron perturbados. Pero los tres amigos, andando algo apartados del camino real, se aproximaban al Arbol de la Horca; y Will llevaba la linterna y Joe la escalera, pero Puglioni llevaba una gran espada con la cual hacer el trabajo que debía hacerse. Cuando estuvieron cerca, vieron cuán penosa era la situación de Tom, pues poco quedaba de su buena estampa y nada de su gran resolución de espíritu; sólo al acercarse creyeron oír un quejido semejante al sonido de alguna criatura enjaulada que no puede liberarse. De aquí para allá, de aquí para allá se mecían en el viento los huesos y el alma de Tom por los pecados que había cometido en el camino real contra las leyes del Rey; y con las sombras y una linterna a través de la oscuridad, con peligro de sus vidas, llegaron los tres amigos que su alma había ganado antes de mecerse encadenada. Así, las semillas de la propia alma de Tom que él toda la vida había sembrado, se convirtieron en el Arbol de la Horca que, llegada la estación, dio racimos de cadenas; mientras que las descuidadas semillas que había esparcido aquí y allí, una broma bondadosa y unas pocas palabras alegres, florecieron en la triple amistad que de ningún modo abandonaba sus huesos. Entonces los tres colocaron la escalera contra el árbol y Puglioni ascendió por ella con la espada en la mano derecha, y al llegar a lo alto, comenzó a rebanar el cuello por debajo del collar de acero. En seguida los huesos, el viejo abrigo y el alma de Tom cayeron con ruido, y un momento después, la cabeza que había vigilado durante tanto tiempo sola, se separó limpiamente de la cadena. Todas estas cosas Will y Joe las recogieron, y Puglioni bajó de prisa la escalera y amontonaron sobre sus peldaños los restos terribles de su amigo, y se alejaron apresurados bajo la lluvia con el temor de los fantasmas en el corazón y el horror por delante de ellos en la escalera. Hacia las dos estaban nuevamente abajo, en el valle, al abrigo del viento amargo, pero pasaron junto a la tumba abierta y se dirigieron al cementerio con la linterna y la escalera cargada de la cosa terrible que su amistad mantenía todavía. Entonces estos tres, que habían despojado a la Ley de su víctima justa, siguieron pecando por quien era aún su amigo, y levantaron el mármol del sepulcro consagrado de Paul, Arzobispo de Alois y Vayence. Y de él sacaron los huesos del mismo Arzobispo y los llevaron a la tumba ansiosa que habían abierto, los pusieron en ella y los cubrieron de tierra. Pero todo lo que yacía sobre la escalera lo colocaron, con unas pocas lágrimas, dentro del gran sepulcro blanco bajo la Cruz de Cristo, vuelto a su lugar el mármol. De allí el alma de Tom, santificada por la tierra consagrada, bajó al amanecer al valle y, demorándose un tanto por los alrededores de la cabaña de su madre y el lugar de correrías de su infancia, siguió adelante y llegó al campo abierto más allá de donde se apiñaban las casas. Allí se encontró con todos los buenos pensamientos concebidos alguna vez por Tom, que volaron y cantaron junto a ella mientras se dirigían hacia el Sur, hasta que por fin, en medio de cantos, llegaron al Paraíso. Pero Will y Joe y Puglioni volvieron a su ginebra y robaron y timaron otra vez en la taberna de mala reputación sin saber que en sus pecaminosas vidas habían cometido un pecado ante el que los Ángeles sonrieron".

Lord Dunsany

viernes, 22 de enero de 2010

"La Paloma Negra"

"Sobre el cielo, de un azul turquí resplandeciente, se agrupaban nubes cirrosas, de topacio y carmín, que el sol, antes de ocultarse detrás del escueto perfil de la cordillera líbica, tiñe e inflama con tonos de incendio. Ni un soplo de aire estremece las ramas de los espinos; parecen arbustos de metal, y el desierto de arena se extiende como playazo amarillento, sin fin. Los solitarios, que ya han rezado las oraciones vespertinas, entretejido buen pedazo de estera y paseado lentamente desde el oasis al montecillo, rodean ahora al santo monje del monasterio de Tabenas, su director espiritual, el que vino a instruirlos en vida penitente y meritoria a los ojos de Dios. De él han aprendido a dormir sobre guijarros, a levantarse con el alba, a castigar la gula con el ayuno, a sustentarse de un puñado de hierbas sazonadas con ceniza, a usar el áspero cilicio, a disciplinarse con correas de piel de onagro y permanecer horas enteras inmóviles sobre la estela de granito, con los brazos en cruz y todo el peso del cuerpo gravitando sobre una pierna. De él reciben también el consuelo y el valor que exigen tan recias mortificaciones: él, a la hora melancólica del anochecer, cuando el enemigo ronda entre las tinieblas, los entretiene y reanima contándoles doradas y dulces historias y hablándoles del fervor de las patricias romanas, que se retiraron al monte Aventino para cultivar dos virtudes: la castidad y la limosna. Al oír estos prodigios del amor divinal, los solitarios olvidan la tristeza, y la concupiscencia, domada, lanza espumarajos por sus fauces de dragón. Pendientes de la palabra del santo monje, los solitarios no advierten que una aparición, bien extraña en el desierto, baja del montecillo y se les aproxima. Una carcajada fresca, argentina y musical como un arpegio, los hace saltar atónitos. Quien se ríe es una hermosa mujer. De mediana estatura y delicadas proporciones, su cuerpo moreno, ceñido por estrecha túnica de gasa, color de azafrán, que cubre una red de perlas, se cimbrea ágil y nervioso, como avezado a la pantomima. Ligero zueco dorado calza su pie diminuto, y su inmensa y pesada cabellera negra, de cambiantes azulinos, entremezclada con gruesas perlas orientales, se desenrosca por los hombros y culebrea hasta el tobillo, donde sus últimas hebras se desflecan esparciendo penetrantes aromas de nardo, cinamomo y almizcle. Los ojos de la mujer son grandes, rasgados, pero los entorna en lánguido e iniciativo mohín; su boca, pálida y entreabierta, deja ver, al modular la risa, no solo los dientes de nácar, sino la sombra rosada del paladar. Agitan sus manos crótalos de marfil, y saltando y riendo, columpiando el talle y las caderas al uso de las danzarinas gaditanas, viene a colocarse frente al círculo de los anacoretas. Algunos se cubren los ojos con las manos o se postran pegando al polvo la cara. Muchos permanecen en pie, hoscos, ceñudos, con las pupilas vibrando indignación. Uno, muy joven, tiembla, palidece y se coge a la túnica de piel de cabra del monje santo. Otro se desciñe las disciplinas de cuero que lleva arrolladas a la cintura con el ánimo de flagelar a la pecadora, y destrozar sus carnes malditas. El santo les manda detenerse por medio de una señal enérgica y, acercándose a la danzarina, exclama sin ira ni enojo: -Hermana mía, ya sé quien eres. No te sorprendas: te conozco, aunque nunca te he visto. Sé también a qué vienes, y por qué nos buscas en esta soledad. Lo sé mejor que tú: tú crees que has venido a una cosa, y yo en verdad te digo que vienes, sin comprenderlo, a otra muy distinta. Hermanos, no temáis a la hermana: admirad sin recelo su hermosura, que al fin es obra de nuestro Padre. Miradla como yo la miro, con ojos puros, fraternales, limpios de todo infame apetito. ¿Sabéis el nombre de esta mujer? -Yo, sí -contesta sordamente el jovencito, sin alzar la vista, sin soltar la túnica del monje-. Es la célebre cómica y bailarina a quien en Antioquía dan el sobrenombre de Margarita. Todos la adoran; Padre mío, todos se postran a sus pies; su casa parece templo de un ídolo, donde rebosan el oro y la pedrería. El diablo reside en ella y las abominaciones la ahogan y la arrastran al infierno. Retirémonos a nuestras chozas. Esta mujer infesta el aire. El monje guarda silencio. Por último, y dirigiéndose a la comedianta, que ya no agita los crótalos ni ríe, murmura con bondad, casi familiarmente: -Mujer, te llaman Margarita por tu beldad y porque tus amadores te han cubierto de perlas. Posees tantas como lágrimas hiciste derramar. Tus cofrecillos de sándalo y plata están atestados de riquezas. Por cada perla de esas que ganaste con el vicio, yo te anuncio que has de verter un río de lágrimas. No me mires con terror. Yo te amo más que esos que te ciñeron las sartas magníficas y te colgaron de las orejas soles de diamantes. Sí, te amo, Margarita; te esperaba ya. Ayer noche, cuando rodeada de diez a doce libertinos beodos apostaste que vendrías aquí a tentarnos, yo velaba y hacía oración en mi choza. De pronto, vi entrar por la ventanilla, revoloteando, una paloma, que más parecía un cuervo..., porque no era blanca, sino negrísima. La paloma se me posó en el hombro, arrullando y su pico de rosa me hirió aquí. Mira -el monje, apartando la túnica, muestra en el velludo pecho una señal, una doble herida roja, un profundo picotazo-. Cogí la paloma, y en vez de hacerle daño la sumergí en el ánfora donde conservamos el agua bendita para exorcizar. La paloma empezó a soltar su costra de negro fango y, blanqueando poco a poco, vino a quedar como la más pura nieve. Limpia ya, se me ocultó en el pecho..., durmió allí al calor de mi corazón amante, y por la mañana no la vi más. Tú eres ahora la paloma negra. Tú serás bien pronto la paloma blanca. Vuélvete a Antioquía; en la primera hondonada te aguardan tu silla de manos y sus portadores, y tu escolta y tus amigos y tus aduladores viles... Pero volverás, paloma mía negra; volverás a lavarte... ¡Hasta luego! La danzarina mira al santo, incrédula, propensa todavía a mofarse, pero sintiendo la risa helada en la garganta y a la vez contemplando con horror y curiosidad la barba enmarañada y larga hasta la cintura, las demacradas mejillas, los brazos secos y descarnados y los ojos de brasa del asceta. -¡Hasta luego, hermana! -repite él gravemente. Y con el dedo señala a la ladera del montecillo. *** Pasan cuatro años. El santo monje, acompañado del joven solitario que con tanto miedo se agarraba a su túnica, va a orar a los lugares donde murió Cristo, y al pasar por el monte Olivete, poblado también, como el yermo, de gentes consagradas a la penitencia, se detiene ante una choza tan reducida, que no se creería vivienda de un ser humano. Al punto se abre una reja y asoma un rostro espantoso, el de una mujer momia, con la piel pegada a los huesos, los labios consumidos y los enormes ojos negros devastados por el torrente de lágrimas que sin cesar mana de ellos y cae empapando el andrajoso ropaje y el pelo revuelto, desgreñado y cubierto de polvo. -¿De qué color estoy, padre mío? -pregunta con ansiedad infinita, en voz cavernosa, la penitente-. ¿Negra aún? -Más blanca que la azucena; más que la túnica de los ángeles -responde el monje, e inclinándose con ternura imprime en la frente de la arrepentida el cristiano beso de paz; vuélvese después hacia el discípulo, que torvo aún por el rencor de las viejas tentaciones tiene fruncido el ceño, y murmura-. ¿No recuerda lo que dijo el Señor? Las mujeres a quienes los fariseos llaman perdidas nos precederán en el reino de los cielos. Para que no dudéis de la verdad de las palabras del monje, añadiré que ésta es, sin variación esencial, la leyenda de la bienaventurada santa Pelagia, a quien hoy veneramos en los altares, y a quien apodaban La Perla cuando aplaudía sus pecaminosas danzas la capital de la tetrópolis de Siria".

Emilia Pardo Bazán

jueves, 21 de enero de 2010

Por motivos de trabajo pongo la del dia 20 y la de hoy ^^.

"El Fabricante de Ataúdes"

¿No vemos cada día ataúdes,
del mundo canas de decrepitud?

"Los últimos bultos del fabricante de ataúdes, Adrián Prójorov, se cargaron sobre el coche fúnebre, y la pareja de rocines se arrastró por cuarta vez de la Basmánnaya a la Nikítinskaya, calle a la que el fabricante se mudaba con todos los suyos. Tras cerrar la tienda, colocó a la puerta un letrero en el que se anunciaba que la casa se vendía o alquilaba, y se dirigió caminando al nuevo domicilio. Cerca ya de la casa amarilla, que desde hacía tanto había tentado su imaginación y que por fin había comprado por una respetable suma, el viejo artesano sintió con sorpresa que no había alegría en su corazón.

Al atravesar el umbral y ver el alboroto que reinaba en su nueva morada, suspiró recordando su vieja casucha, donde a lo largo de dieciocho años todo se había regido por el más estricto orden; comenzó a regañar a sus dos hijas y a la sirvienta, y él mismo se puso a ayudarlas.

Pronto todo estuvo en su sitio: el rincón de las imágenes con los iconos, el armario con la vajilla; la mesa, el sofá y la cama ocuparon los rincones que él les había destinado en la habitación trasera; en la cocina y el salón se pusieron los artículos del dueño de la casa: ataúdes de todos los colores y tamaños, así como armarios con sombreros, mantones y antorchas funerarias. Sobre el portón se elevó un anuncio que representaba a un vigoroso Eros con una antorcha invertida en una mano, con la inscripción: «Aquí se venden y se tapizan ataúdes sencillos y pintados, se alquilan y se reparan los viejos.» Las muchachas se retiraron a su salita. Adrián recorrió su vivienda, se sentó junto a una ventana y mandó que prepararan té.

El lector versado sabe bien que tanto Shakespeare como Walter Scott han soñado a sus sepultureros como personas alegres y bromistas, para así, por efecto del contraste, sorprender nuestra imaginación. Pero en nuestro caso, en honor a la verdad, no podemos seguir sus ejemplos y nos vemos obligados a reconocer que el carácter de nuestro fabricante de ataúdes se acomodaba absolutamente con su lúgubre oficio. Adrián Prójorov por lo general tenía un aire sombrío y pensativo. Sólo quebraba su silencio para regañar a sus hijas cuando las encontraba de brazos cruzados mirando a los transeúntes por la ventana, o bien para pedir una suma exagerada por sus obras a los que tenían la desgracia (o la suerte, en ocasiones) de necesitarlas.

De modo que Adrián, sentado junto a la ventana y tomándose la séptima taza de té, se hallaba sumergido en sus tristes reflexiones. Pensaba en la tormenta que una semana atrás había sorprendido justo a las puertas de la ciudad al entierro de un brigadier retirado. Por culpa de la lluvia, muchos mantos se habían encogido, y torcido muchos sombreros. Los gastos se preveían inevitables, pues las viejas reservas de prendas funerarias estaban en un estado lamentable. Confiaba recuperarse de las pérdidas con la vieja comerciante Triújina, que estaba al borde de la muerte desde hacía cerca de un año. Pero Triújina se estaba muriendo en Razguliái, y Prójorov temía que sus herederos, a pesar de su promesa, se ahorraran el esfuerzo de mandar a por él hasta tan lejos y se las arreglaran con la funeraria más cercana.

Estas reflexiones se vieron casualmente interrumpidas por tres golpes francmasones en la puerta.

-¿Quién es? -preguntó Adrián.

La puerta se abrió, y un hombre, que a primera vista parecía alemán, ingresó en el cuarto, y con aspecto alegre se acercó al fabricante de ataúdes.

-Disculpe, amable vecino. -dijo- Perdone que le moleste... Quería saludarlo cuanto antes. Soy zapatero, me llamo Gotlib Schultz, y vivo al otro lado de la calle, en la casona que está frente a sus ventanas. Mañana celebro mis bodas de plata y le ruego que usted y sus hijas vengan a comer a mi casa como buenos amigos.

La invitación fue aceptada con benevolencia. El dueño de la casa rogó al zapatero que se sentara y tomara con él una taza de té, y gracias al natural abierto de Gotlib Schultz, rápidamente se pusieron a conversar amablemente.

-¿Cómo marcha el negocio? -preguntó Adrián.
-He-he-he. -balbuceó Schultz- Ni bien ni mal. No me quejo. Aunque, desde ya, mi mercadería no es como la suya: un vivo puede pasarse sin botas, pero un muerto no puede vivir sin su ataúd.
-Tan cierto como que hay un Dios. -observó Adrián- Y, sin embargo, si un vivo no tiene con qué comprarse unas botas, mal que le pese, seguirá andando descalzo; en cambio, un difunto harapiento, aunque sea de balde, se llevará su ataúd.

Así prosiguió algunos minutos la charla entre ambos; finalmente, el zapatero se levantó y antes de despedirse, le renovó su invitación.

Al día siguiente, justo a las doce, el fabricante de ataúdes y sus hijas salieron de su nueva casa y se dirigieron a la de su vecino. No voy a describir ni el caftán ruso de Adrián Prójorov, ni los atavíos europeos de Akulina y Daria, apartándome en este caso de la costumbre adoptada por los novelistas actuales. No me parece, sin embargo, superfluo señalar que ambas muchachas llevaban sombreritos amarillos y zapatos rojos, algo que sucedía sólo en ocasiones solemnes.

La estrecha vivienda del zapatero estaba atestada de invitados, en su mayoría alemanes artesanos con sus esposas y sus oficiales. Entre los funcionarios rusos se encontraba un guardia de garita, el finés Yurko, que, a pesar de su humilde grado, había sabido ganarse la especial benevolencia del dueño.

Había servido en este cargo de cuerpo y alma durante veinticinco años, como el cartero de Pogorelski. El incendio del año doce que destruyó la primera capital de Rusia, devoró también la garita amarilla del guardia. Pero tan pronto como fue expulsado el enemigo, en el lugar de la garita apareció una nueva, de color grisáceo, con blancas columnillas de estilo dórico, y Yurko volvió a ir y venir junto a ella. Lo conocían casi todos los alemanes que vivían cerca de la Puerta Nikitínskie, y algunos de ellos incluso habían pasado en la garita de Yurko alguna noche del domingo al lunes.

Adrián rápidamente entabló relación con él, pues era alguien a quien tarde o temprano podría necesitar, y en cuanto los invitados se acercaron a la mesa, se sentaron juntos.

El matrimonio Schultz y su hija Lotchen, una muchacha de diecisiete años, reunidos con los comensales, atendían juntos a los invitados y ayudaban a la cocinera. La cerveza corría sin parar. Yurko comía por cuatro: Adrián no se quedaba atrás. La conversación en alemán se hacía por momentos más ruidosa. De repente, el dueño solicitó la atención de los presentes y, tras descorchar una botella lacrada, pronunció en voz alta en perfecto ruso:

-¡A la salud de mi buena Luise!

Brotó la espuma del vino. El anfitrión besó tiernamente la cara fresca de su cuarentona compañera, y los convidados bebieron ruidosamente a la salud de la buena Luise.

-¡A la salud de mis amables invitados! -proclamó el anfitrión descorchando la segunda botella.

Y los convidados se lo agradecieron vaciando nuevamente sus copas. Y uno tras otro siguieron los brindis: bebieron a la salud de todos por separado, bebieron a la salud de Moscú y de una docena entera de ciudades alemanas, bebieron a la salud de todos los talleres en general y de cada uno en particular, bebieron a la salud de los maestros y de los oficiales. Adrián bebía con tesón, y se animó hasta tal punto que llegó a proponer un brindis ocurrente. De pronto uno de los invitados, un gordo panadero, levantó la copa y exclamó:

-¡A la salud de aquellos para quienes trabajamos!

La propuesta fue recibida con alegría y de manera unánime. Los invitados comenzaron a hacerse reverencias los unos a los otros: el sastre al zapatero, el zapatero al sastre, el panadero a ambos, todos al panadero, etcétera. Yurko, en medio de tales reverencias recíprocas, le gritó a su vecino:

-¿Y tú? ¡Hombre, brinda a la salud de tus muertos!

Todos se echaron a reír, pero el fabricante de ataúdes se ofendió. Nadie lo había notado, los comensales continuaron bebiendo, y ya tocaban a vísperas cuando empezaron a levantarse de la mesa.

Los convidados se retiraron tarde, y la mayoría, ebrios. El gordo panadero y el encuadernador llevaron del brazo a Yurko a su garita, observando en esta ocasión el proverbio ruso: Hoy por ti, mañana por mí. El fabricante de ataúdes llegó a casa borracho y de pésimo humor.

-Porque, vamos a ver -pensaba en voz alta- ¿en qué sentido es menos honesto mi oficio que el de los demás? ¡Ni que fuera yo hermano del verdugo! Y ¿de qué se ríen estos herejes? ¿O tengo yo algo de payaso de feria? Tenía ganas de invitarlos para remojar mi nueva casa, de darles un banquete por todo lo alto, ¿pero ahora?, ¡ni pensarlo! En cambio voy a llamar a aquellos para los que trabajo: a mis buenos muertos.

-¿Qué dices, hombre? -interrogó la criada-. ¡Qué tonterías dices? ¡Santíguate! ¡Convidar a los muertos! ¿A quién se le ocurre?
-¡Como que hay un Dios que lo haré! -continuó Adrián- Y mañana mismo. Mis buenos muertos, les ruego que mañana por la noche vengan a mi casa a celebrarlo, que he de agasajarles con lo mejor que tenga...

Tras estas palabras el fabricante de ataúdes se fue a la cama y no tardó en dormirse.
En la calle aún estaba oscuro cuando vinieron a despertarlo. La mercadera Triújina había fallecido aquella misma noche, y un mensajero había llegado a caballo para darle la nueva. El fabricante de ataúdes se vistió de prisa, tomó un coche.

Junto a la puerta de la casa de la difunta ya estaba la policía y, como los cuervos cuando huelen la carne muerta, deambulaban otros mercaderes. La difunta yacía sobre la mesa, amarilla como la cera, pero aún no mancillada por la descomposición. A su alrededor se agolpaban parientes, vecinos y criados. Todas las ventanas estaban abiertas, las velas ardían, los sacerdotes rezaban.

Adrián se acercó al sobrino de Triújina, un joven mercader con una levita a la moda, y le informó que el féretro, las velas, el sudario y demás accesorios fúnebres llegarían al instante y en perfecto estado. El heredero le dio distraído las gracias, le dijo que no iba a regatearle el precio y que se encomendaba en todo a su honesto proceder. El fabricante, como de costumbre, juró que no le cobraría más que lo justo y, tras intercambiar una mirada con el administrador, fue a disponerlo todo.

Se pasó el día entero yendo de Razguliái a la Puerta Nikítinskie y de vuelta: hacia la tarde lo tuvo todo listo y, dejando libre a su cochero, se marchó a pie para su casa.

Era una noche de luna. El fabricante de ataúdes llegó felizmente hasta la Puerta Nikítinskie. Junto a la iglesia de la Ascensión le dio el alto nuestro conocido Yurko que, al reconocerlo, le deseó las buenas noches. Era tarde. El fabricante de ataúdes ya se acercaba a su casa, cuando de pronto le pareció que alguien llegaba a su puerta, la abría y desaparecía tras ella.

¿Qué significará esto? -pensó-. ¿Quién más me necesitará? ¿No será un ladrón que se ha metido en casa? ¿O es algún amante que viene a ver a mis hijas? ¡Lo que faltaba!

Y el constructor de ataúdes se disponía ya a llamar en su ayuda a su amigo Yurko, cuando alguien que se acercaba a la valla y se disponía a entrar en la casa, al ver al dueño que corría hacia él, se detuvo y se quitó de la cabeza un sombrero de tres picos. A Adrián le pareció reconocer aquella cara, pero con el apuro no tuvo tiempo de observarlo debidamente.

-¿Viene usted a mi casa? -dijo jadeante Adrián- Pase, por favor.
-¡Nada de halagos, hombre! -contestó el otro con voz seca- ¡Pasa delante y enseña a los invitados el camino!

Adrián tampoco tuvo tiempo para andarse con cumplidos. La portezuela de la verja estaba abierta, se dirigió hacia la escalera, y el otro le siguió. Le pareció que por las habitaciones andaba gente. ¿Qué diablos pasa?, pensó.

Se dio prisa en ingresar... y entonces, las rodillas se le doblaron. La sala estaba llena de muertos. La luna, ingresando por la ventana, iluminaba sus rostros amarillentos y azulados, las bocas hundidas, los ojos turbios y entreabiertos y las afiladas narices... Adrián reconoció horrorizado en ellos a las personas enterradas gracias a sus servicios, y en el huésped que había llegado con él, al brigadier enterrado durante aquella tormenta.

Todos, damas y caballeros, rodearon al fabricante de ataúdes entre reverencias y saludos; salvo uno de ellos, un pordiosero al que había dado sepultura hacía poco. El difunto, avergonzado de sus harapos, no se acercaba y se mantenía humildemente en un rincón. Todos los demás iban vestidos decorosamente: las difuntas con sus cofias y lazos, los funcionarios fallecidos, con levita, aunque con la barba sin afeitar, y los mercaderes con caftanes de día de fiesta.

-Ya lo ves, Prójorov,-dijo el brigadier- todos nos hemos levantado en respuesta a tu invitación; sólo se han quedado en casa los que no podían hacerlo, los que se han desmoronado ya del todo y aquellos a los que no les queda ni la piel, sólo los huesos; pero incluso entre ellos uno no lo ha podido resistir, tantas ganas tenía de venir a verte.

En este momento un pequeño esqueleto se abrió paso entre la muchedumbre y se acercó a Adrián. Su cráneo sonreía dulcemente al fabricante de ataúdes. Jirones de paño verde claro y rojo y de lienzo apolillado colgaban sobre él aquí y allá como sobre una vara, y los huesos de los pies repicaban en unas grandes botas como las manos en los morteros.

-No me has reconocido, Prójorov. -dijo el esqueleto- ¿Recuerdas al sargento retirado de la Guardia Piotr Petróvich Kurilkin, el mismo al que en el año 1799 vendiste tu primer ataúd, y además de pino en lugar del de roble?

Dichas estas palabras, el muerto le abrió sus brazos de hueso, pero Adrián, reuniendo todas sus fuerzas, gritó y le dio un empujón. Piotr Petróvich se tambaleó, cayó y todo él se derrumbó. Entre los difuntos se levantó un rumor de indignación: todos salieron en defensa del honor de su compañero y se lanzaron sobre Adrián entre insultos y amenazas. El pobre dueño, ensordecido por los gritos y casi aplastado, perdió la presencia de ánimo y, cayendo sobre los huesos del sargento retirado, se desmayó.

El sol hacía horas que iluminaba la cama en la que estaba acostado el fabricante de ataúdes. Éste por fin abrió los ojos y vio delante suyo a la criada que atizaba el fuego del samovar. Adrián recordó lleno de horror los sucesos del día anterior. Triújina, el brigadier y el sargento Kurilkin aparecieron confusos en su mente. Adrián esperaba en silencio que la criada le dirigiera la palabra y le refiriese las consecuencias del episodio nocturno.

-Se te han pegado las sábanas, Adrián Prójorovich. -dijo, acercándole la bata- Te ha venido a ver tu vecino el sastre, y el de la garita ha pasado para avisarte que es el santo del comisario. Pero tú has tenido a bien seguir durmiendo y no hemos querido despertarte.

-¿Y de la difunta Triújina no ha venido nadie?
-¿Difunta? ¿Es que se ha muerto?
-¡Serás estúpida! ¿O no fuiste tú quien ayer me ayudó a preparar su entierro?
-¿Qué dices, hombre? ¿Te has vuelto loco, o es que aún no se te ha pasado la resaca? ¿Ayer qué entierro hubo? Si te pasaste todo el día de jarana en casa del alemán, volviste borracho, caíste redondo en la cama y has dormido hasta la hora que es, que ya han tocado a misa.
-¡No me digas! -exclamó con alegría el fabricante de ataúdes.
-Como lo oyes. -contestó la sirvienta.
-Pues si es así, trae en seguida el té y ve a llamar a mis hijas".

Alexander Pushkin

"Fata Morgana"

"La bruja Morgana, también conocida como el hada Morgana, ha sido desde siempre una de las hechiceras más famosas y poderosas de la literatura occidental; siendo para muchos la clara personificación del mal, el odio y la venganza, así como la belleza ardiente, el deseo, la tentación y, por encima de todo, la pasión.

Mujer capaz de convertirse en cualquier animal, persuadir a los mortales mediante la telepatía, ver el futuro e incluso alterarlo, fue la perdición de muchos hombres poderosos como el mítico Arturo Pendragón e incluso Merlín el bardo, el más poderoso de los hechiceros de su tiempo.

Morgana en el ciclo artúrico
En el ciclo artúrico, el hada Morgana es un personaje femenino, a veces presentado por los cristianos como antagonista del Rey Arturo y enemiga de Ginebra. En la Vita Merlini (Vida de Merlín) del siglo XII, se dice que Morgana ("Morgen") es la mayor de nueve hermanas que gobiernan Avalon. Geoffrey de Monmouth habla de Morgana como sanadora y cambiante. Escritores más tardíos como Chrétien de Troyes, basándose en la interpretación de Monmouth, han descrito a Morgana vigilando a Merlín en Ávalon.

En la tradición de los ciclos artúricos, Morgana era la hija de la madre de Arturo, Lady Igraine, y de su primer marido, Gorlois, duque de Cornualles sobrina de Viviana, la Dama del Lago; Arturo, hijo de Igraine y de Uther Pendragon, era, por tanto, su medio hermano. Como mujer celta, Morgana heredó parte de la "magia de la Tierra" de su madre.

Morgana tenía dos hermanas mayores (y era por tanto la menor de tres, y no la mayor de nueve). El trío de hermanas es una fórmulas abundantemente usada en la mitología celta. En La Mort d'Arthur (La muerte de Arturo) y otras fuentes, ella es la infeliz esposa del Rey Urien de Gore, y Owain mab Urien es su hijo, que la detiene cuando, presa de la ira, intenta matar a Urien.
En las interpretaciones cristianas más modernas de la mitología artúrica, Morgana seduce a Arturo y concibe con él al malvado Mordred, aunque originalmente (por ejemplo en La Mort d'Arthur) este papel es asignado a una de sus hermanas. No obstante, en la novela de Marion Zimmer Bradley " Las nieblas de Avalon" , Mordred o Gwydion, es engendrado en Morgana por Arturo bajo la apariencia de el Astado, el Dios, durante los ritos Celtas de Beltane en Avalon.

Diversas fuentes describen a Morgana como discípula de Merlín, y más adelante como su rival; en este papel, el personaje aparece parcialmente superpuesto a "Viviana", una de las figuras que corresponden al nombre de "Dama del Lago".

En algunas leyendas, Morgana intenta conspirar contra Arturo robando Excálibur y dándosela a su amado Accolon para que lo asesine. Arturo mata a Accolon. Morgana, enfurecida, roba la vaina de Excálibur (que hace a Arturo invencible) y la arroja al mar. Despues le manda una capa, aparentemente para reconciliarse, pero el rey la rechaza, salvándose de quemarse, ya que la capa está embrujada. También se le atribuye hacer público el amor de Ginebra por Lancelot ante toda Britania. Después de que Arturo salga a buscar a Lancelot, Mordred quiere casarse con Ginebra. Morgana le advierte de que no es buena idea, pero su hijo la traiciona, expulsándola del castillo. Arrepentida de todo, Morgana se lleva a Arturo, ya medio muerto a la isla de Avalon, junto con Elaine (que se transformó en Ginebra para yacer con Lancelot y engendrar a Galahad) y Viviana (la Dama del Lago, que le dio a Arturo su espada, crió a Lancelot y embrujó a Merlín.). Allí es donde Arturo dormirá por los siglos de los siglos. Esta última historia demuestra que el hada Morgana se comportó así con su hermano, no por maldad, sino porque, de niña, Uther Pendragón la internó en un convento, donde sufrió burlas, humillaciones y latigazos. Eso hizo de ella alguien dedicado a la venganza".

Leyenda de la Mitología Anglosajona

martes, 19 de enero de 2010

"La Granja Croglin"

"El Capitán Fisher nos contó esta historia extraordinaria, conectada con su propia familia.

-Fisher, -dijo el capitán- puede sonar un nombre plebeyo, pero su familia es de antigua estirpe, y por varios siglos poseyeron un curioso lugar en Cumberland, que tenía el extraño nombre de Granja Croglin. La característica de la casa era que nunca, en ningún período de su larga existencia, ha habido más que un alto, aunque siempre tuvo una terraza desde la cuál grandes terrenos se extendían hacia donde había una iglesia, y desde donde se tenía una gran vista.

A lo largo de los años, los Fisher acrecentaron su fortuna y número en la Granja Croglin. No quisieron cambiar los detalles del lugar construyendo otra torre, y se marcharon hacia el sur, para residir en Thorncombe, cerca de Guildford, dejando la Granja Croglin.

Los Fisher fueron afortunados con sus inquilinos, dos hermanos y una hermana. Ellos escucharon sus encomiables palabras acerca de todos los cuartos. Sus vecinos eran buenos y gentiles, les dieron una gran bienvenida. Por su parte los nuevos inquilinos se vieron muy a gusto en la nueva residencia. Era como si la Croglin hubiese sido hecha para ellos.

El invierno pasó felizmente para los nuevos habitantes, quienes compartían los placeres sociales, haciéndose muy populares. Al otro verano, hubo un día, muy particular, de terrible calor, casi insoportable. Los hermanos estaban bajo un árbol, con sus libros. Habían cenado temprano, y luego se sentaron en el porche, disfrutando del aire fresco de la noche, y observaron la puesta del sol, y la salida de la luna sobre las copas de los árboles que separaban los campos del cementerio de la iglesia.

Cuando se separaron por la noche, cada uno se retiró a su cuarto en la planta baja (no había escaleras en esa casa), la hermana sintió que el calor era tan intenso que no podía dormir y habiendo trabado su ventana, apoyada en sus almohadones, se quedó viendo la espléndida belleza de esa noche. Gradualmente, notó dos luces, dos luces que parpadeaban, entre los árboles que separaban el jardín de los campos de la iglesia; y, a medida que su vista se posó en ellas, las vio emerger, y componerse en una sustancia oscura, horrible, que parecía acercarse más y más, aumentando en tamaño a medida que se aproximaba. Durante algunos momentos se perdía entre las sombras que se extendían por el jardín, desde los árboles, y luego volvía a emerger, más grande que antes, y aún avanzando. Mientras observaba, el más incontrolable horror se apoderó de ella. Intentó salir, pero la puerta estaba cerrada y la ventana también, y aún la cosa se acercaba a ella. Trató de gritar, pero su voz estaba paralizada, su lengua pegada al paladar.

Ella nunca pudo explicarlo: el terrible objeto pareció volverse sobre un lado, como si fuera a rodear la casa. Inmediatamente ella saltó de la cama y acometió contra la puerta; y mientras trataba de destrabarla comenzó a escuchar scratch, scratch, scratch, contra la ventana, y vio un horrible rostro marrón con ojos ardientes que la miraba. Aterrorizada, regresó a la cama, pero la criatura continuaba rascando la ventana, scratch, scratch, scratch. Sintió una especie de alivio cuando se convenció que la ventana estaba bien cerrada desde el interior. Súbitamente el rasqueteo cesó, y se escuchó una especie de sonido como de picotazo. Luego, en su agonía, ¡se dio cuenta que la criatura estaba picando la unión de los vidrios! El ruido continuó, y un panel de vidrio cayó dentro de la habitación. Luego el largo y huesudo dedo de la criatura ingresó y giró la manija de la ventana. La misma se abrió, y la criatura entró en la habitación, y el terror de la chica fue tan intenso que no pudo gritar. La criatura entrelazó sus largos dedos en el cabello de ella, y comenzó a arrastrarla por la cama. En esta situación violenta se hirió la garganta.

Cuando pasó esto, su voz se liberó, y gritó con todas sus fuerzas. Sus hermanos se despertaron, pero la puerta estaba cerrada por dentro. Fueron a buscar un atizador y rompieron la cerradura y entraron. Entonces la criatura ya había escapado por la ventana. Ella sangraba por una herida en la garganta, y yacía inconciente a un lado de la cama. Un hermano persiguió a la criatura, que corría bajo la luz de la luna, hasta que desapareció sobre el muro de los límites del camposanto. El hermano regresó junto a su hermana. Ella estaba malherida, y estuvo por morir; pero era de disposición fuerte, no se dejaba llevar por el romance o la superstición, y cuando volvió en sí, dijo:

-Lo que pasó fue extraordinario, y estoy herida. Me parece inexplicable, pero por supuesto habrá una explicación, y tenemos que encontrarla. Debe ser que algún lunático ha escapado de un asilo y ha venido hasta aquí...

La herida curó, ella se recompuso, pero el doctor que fue a atenderla no podía creer que se hubiese recuperado de tan terrible shock tan fácilmente, e insistió que ella tenía que cambiar de paisaje; así que su hermano la llevó a Suiza.

Siendo una chica sensible, cuando fue al extranjero, se interesó por las novedades locales: secó plantas, hizo dibujos, escaló montañas, y, cuando llegó el otoño, fue quien urgió a sus hermanos de regresar a Croglin. -La tenemos desde hace siete años, -dijo- y solo hemos estado allí uno. Siempre hemos tenido dificultades para encontrar casas con solamente un alto, así que será mejor que regresemos. Los lunáticos no se escapan todos los días.

Y como ella los urgió, regresaron a Cumberland. Ya que no había escaleras en la casa, les fue difícil hacer grandes cambios en su disposición. La hermana ocupó la misma habitación, aunque jamás volvió a dejar abierto los postigos. Los hermanos tomaron la habitación opuesta a la de su hermana, y siempre tenían pistolas cargadas.

El invierno pasó pacíficamente. En marzo, la hermana se despertó una noche por un sonido que le recordó el scratch, scratch, scratch, sobre el vidrio de la ventana. Y mirando a la ventana, pudo ver en el panel superior, el mismo rostro marrón, horripilante y arrugado, con ojos brillantes, mirándola fijamente. Esta vez gritó tan fuerte como pudo. Sus hermanos salieron del cuarto, con las armas en la mano, y vieron que la criatura huía por el jardín. Uno de ellos hizo fuego y le dio en una pierna, pero la cosa siguió corriendo, hacia la pared de la iglesia, donde desapareció dentro de una bóveda que perteneció a una familia que habíase extinto hacía mucho tiempo.

Al siguiente día los hermanos llamaron a todos los inquilinos de Croglin, y fueron a abrir la bóveda. Una horrible escena se reveló. La bóveda estaba repleta de cajones; todos rotos, y sus contenidos horriblemente despedazados y desfigurados, esparcidos en todo el piso del lugar. Un solo ataúd permanecía intacto. Levantaron la tapa y ahí estaba, marrón, reseco, arrugado, momificado, pero aún entero, la misma horripilante figura que se veía por la ventana de Croglin, con la marca de un reciente disparo en la pierna.

Hicieron lo único que podía hacerse con un vampiro: lo quemaron".

Augustus Hare

lunes, 18 de enero de 2010

"Incidente en el Puente de Owl Creek"

I.
"Desde un puente ferroviario de Alabama del Norte, un hombre miraba las aguas que se deslizaban veloces veinte pies más abajo. Tenía las manos detrás de la espalda, ceñidas las muñecas por una cuerda. Una soga atada a una viga, sobre su cabeza, le rodeaba flojamente el cuello; el seno de la soga pendía al nivel del sus rodillas. Algunos tablones sueltos, colocados sobre los durmientes que sustentaban las vías férreas, sosteníanle a él y a sus verdugos: dos soldados rasos del ejército federal, dirigidos por un sargento que, en tiempos de paz, podría haber sido ayudante de sheriff. A corta distancia, y sobre la misma improvisada plataforma, había un oficial armado, con el uniforme correspondiente a su graduación: capitán. En cada extremo del puente, un centinela en posición de presentar armas, es decir, con el fusil vertical frente al hombro izquierdo, el percutor apoyado en el antebrazo, y éste horizontal y rígido a través del pecho; posición solemne y antinatural, que obliga a mantener el cuerpo erguido. En apariencia, estos dos hombres no debían darse por enterados de lo que ocurría en el centro del puente; se limitaban a bloquear los dos extremos de la tablazón que lo atravesaba. Detrás de uno de los centinelas no se divisaba a nadie: las vías férreas penetraban rectamente en un bosque, en un trecho de cien yardas, y después se curvaban y desaparecían.

Más lejos, seguramente, habría un puesto de avanzada. La opuesta margen del río era terreno despejado, una suave cuesta coronada por una barrera de troncos verticales, aspillerada para los fusiles, con una sola tronera por donde asomaba la boca de un cañón de bronce que dominaba el puente. En mitad de la cuesta, entre el puente y el fuerte, estaban los espectadores: una compañía de infantería de línea, en posición de descanso, las culatas de los fusiles apoyadas en el suelo, los cañones ligeramente inclinados hacia atrás contra el hombro derecho, las manos cruzadas sobre la caja. A la derecha de la formación había un teniente; la punta de su espada rayaba el suelo; su mano izquierda descansaba sobre la derecha. Salvo el grupo de cuatro hombres que ocupaban el centro del puente, nadie se movía. Los soldados miraban con fijeza el puente, pétreos e inmóviles. Los centinelas, apostados en las márgenes del río, parecían estatuas. El capitán., de brazos cruzados, silencioso, observaba la labor de sus subordinados, pero sin hacer un gesto. La muerte es un personaje que, cuando viene precedido de anuncio, deben recibir con formales manifestaciones de respeto aun aquellos que más familiarizados están con ella. En el código de la etiqueta militar, el silencio y la inmovilidad son otras tantas formas de respeto. El hombre cuya ocupación, en aquel instante, era hacerse ahorcar, aparentaba unos treinta y cinco años. Vestía de paisano, de hacendado, para ser más exactos.

Sus rasgos eran regulares: nariz recta, boca firme, frente amplia, larga cabellera oscura peinada hacia atrás, que detrás de las orejas caía sobre el cuello de la chaqueta bien ceñida al cuerpo. Tenía bigote y barba en punta, pero no patillas; sus ojos eran grandes, de color gris oscuro, y abrigaban una expresión bondadosa, sorprendente en quien, como él, tenía la garganta ceñida por la soga. No era, evidentemente, un asesino vulgar. Pero el código militar, muy liberal en estas cosas, prevé la posibilidad de ahorcar a toda clase de gentes, sin excluir a los caballeros. Acabados los preparativos, los dos soldados se apartaron llevándose los tablones que les habían servido de sostén. El sargento volvióse hacia el capitán, saludó y se colocó tras él; el oficial, a su vez, dio un paso a un costado. Estos movimientos dejaron al reo y al sargento parados en los extremos del mismo tablón, que atravesaba tres durmientes. El extremo que sostenía al condenado tocaba casi un cuarto durmiente; el peso del capitán había mantenido firme el tablón; ahora lo afianzaba el del sargento. A una señal de aquél, el sargento daría un paso a un costado, se volcaría la tabla y el reo caería entre dos durmientes. El condenado debió reconocer que el procedimiento era simple y eficaz. No le habían cubierto la cara ni vendado los ojos. Contempló un instante su "inseguro apoyo"; después dejó que su mirada vagase sobre el agua del río que corría debajo. Llamóle la atención un pedazo de madera flotante que danzaba en el agua, y sus ojos lo observaron descender la corriente. ¡Con cuánta lentitud se movía! ¡Qué arroyo perezoso!

Cerró los ojos, para fijar sus últimos pensamientos en su esposa y sus hijos. El agua dorada por el sol matinal, las melancólicas nubecillas de vapor allá lejos, junto a las márgenes del río; el fuerte, los soldados, el leño flotante, todas esas cosas lo habían distraído. Y ahora tuvo conciencia de una nueva perturbación, que desintegraba el recuerdo de sus seres amados. Era un sonido que no podía. ignorar ni comprender, una percusión aguda, neta, metálica, como el golpe del martillo sobre el yunque del herrero; una sucesión de notas tintineantes. Se preguntó, qué era, y si estaba lejos o cerca, pues tanto parecía lo uno como lo otro. Su ritmo era regular, pero lento como el de las campanas que tocan a difunto. Aguardaba cada toque con impaciencia y, sin saber por qué, con aprensión. Los intervalos de silencio se alargaron progresivamente; las demoras se tornaron obsesivas. A medida que se volvían más infrecuentes, los sonidos aumentaban en fuerza y agudeza. Heríanle el oído como puñaladas; sintió miedo de gritar. Lo que oía era el tictac de su reloj.

Abrió los ojos y nuevamente vio el agua a sus pies. "Si pudiera desatarme las manos —pensó—, acaso tendría tiempo para desceñirme la soga y zambullirme en el río. Buceando, podría escapar a las balas, y nadando vigorosamente alcanzar la orilla, ganar el bosque y llegar a mi casa. Las líneas del enemigo, gracias a Dios, no han rebasado mi casa; los invasores no han llegado aún a mi esposa y mis hijos." Mientras el cerebro del condenado, más que elaborar estos pensamientos que hemos intentado traducir en palabras, los recibía como fugaces destellos, el capitán hizo al sargento la señal convenida. El sargento dio un paso a un costado.

II.
Peyton Farquhar era un hacendado rico, perteneciente a una antigua y respetada familia de Alabama. Siendo amo de esclavos y político, como todos los demás esclavistas, era también naturalmente secesionista de a lma y ardoroso partidario de la causa sudista. Motivos de fuerza mayor, que no es menester relatar aquí, le impidieron sentar plaza en el valeroso ejército que luchó en las desastrosas campañas cuya culminación fue la caída de Corinth. La inactividad, sin embargo, acabó por enardecerlo como una afrenta. Deseaba una válvula de escape para sus energías, anhelaba la vida noble del soldado y la oportunidad de distinguirse. Y estaba seguro de que tarde o temprano se le presentaría la oportunidad, como se presenta a todos en tiempo de guerra. Entretanto, hacía lo que podía. Ningún servicio le habría parecido demasiado humilde, siempre que contribuyera a la causa del Sur; ninguna aventura demasiado peligrosa, siempre que estuviera acorde con el carácter de un paisano que, en el fondo de su corazón, era militar, y que de buena fe y sin mayor discriminación e staba de acuerdo, al menos en parte, con el aforismo que dice — con evidente infamia— que en la guerra y en el amor sólo importan los medios. Una tarde, mientras Farquhar y su esposa estaban sentados en un banco rústico, cerca de la entrada del parque, un jinete con uniforme gris llegó al portón y pidió un vaso de agua. La señora Farquhar tuvo a honra el servirle con sus propias manos.

Mientras iba en busca del agua, su esposo se acercó al . polvoriento jinete y le preguntó con ansiedad que noticias traía del frente. —Los yanquis están arreglando las vías férreas — respondió el hombre—, y se preparan para otro avance. Han llegado al puente de Owl Creek. Lo repararon y alzaron una empalizada en la otra margen:
—El comandante publicó un bando y lo hizo clavar en todas partes. Dice que cualquier civil a quien se sorprenda dañando las vías férreas, puentes, túneles o trenes será ahorcado sumariamente. Yo mismo vi el bando. —¿Qué distancia hay de aquí al puente de Owl Creek?
—Unas treinta millas. —Y de este lado del arroyo, ¿no hay fuerzas enemigas?
—Sólo un puesto avanzado, a media milla de distancia, sobre el ferrocarril, y un centinela en la cabeza del puente.
—Y si un hombre, un civil, un perito en ahorcaduras —dijo Farquhar sonriendo—, eludiera el puesto de avanzada y dominara al centinela, ¿qué podría hacer?El soldado reflexionó.
—Estuve allí hace un mes —repuso—. Observé que la inundación del invierno último había acumulado una gran cantidad de leños flotantes contra la primera pila del puente. Ahora la madera está seca y arderá como estopa. La mujer trajo el agua, que el soldado bebió. Le agradeció ceremoniosamente, hizo una reverencia a su esposo y se marchó. Una hora después, ya entrada la noche, volvió a pasar por la plantación, rumbo al norte, de donde había venido. Era un espía federal.

III.
Al caer en línea recta entre las traviesas del puente, Peyton Farquhar perdió el sentido, y fue como si perdiera la vida. De ese estado vino a sacarle —siglos después, o tal al menos le pareció el dolor de una fuerte presión en la garganta, seguido por una sensación de sofoco. Agudos, lacerantes alfilerazos irradiaban de su garganta y estremecían hasta la última fibra de su cuerpo y de sus extremidades.

Esas lumbraradas de dolor parecían propagarse a lo largo de ramificaciones perfectamente definidas, y pulsar con periodicidad inconcebiblemente veloz. Eran como, pequeños torrentes de fuego palpitante que calentaban su cuerpo a una temperatura insoportable. En cuanto a su cabeza, sólo experimentaba una sensación de congestión, como si fuera a estallarle. Estas impresiones estaban desligadas del pensamiento. La parte intelectual de su ser ya se había desvanecido; sólo podía sentir, y sentir era el tormento. Tenía conciencia de que se estaba moviendo. Rodeado por una nube luminosa, de la que era apenas el corazón incandescente, ya sin sustancia material, se balanceaba en inconcebibles arcos de oscilación, como un vasto péndulo. De pronto, con terrible subitaneidad, la luz que lo rodeaba saltó disparada hacia arriba, y sintió el chapoteo de una zambullida.

Un estruendo brutal palpitaba en sus oídos, y todo estaba frío y oscuro. Recuperó la facultad de pensar: comprendió que la soga se había cortado; había caído al arroyo. La sensación de asfixia no aumentó: el nudo que le apretaba el cuello lo sofocaba ya e impedía que el agua llegara a sus pulmones. ¡Morir estrangulado en el fondo de un río! La idea le pareció absurda. Abrió los ojos en la negrura, y vio sobre su cabeza un fulgor, pero ¡cuán distante, cuán inaccesible! Seguía hundiéndose, porque la luz se tornaba más débil, cada vez más débil, hasta convertirse en mera vislumbre. Después comenzó a crecer y abrillantarse, y adivinó que ascendía a la superficie... Lo comprendió con disgusto, pues había empezado a experimentar una sensación de bienestar.

"Ahorcado y ahogado —pensó—, vaya y pase; pero no quiero que me baleen. No, no quiero que me baleen; no es justo." No tuvo conciencia del esfuerzo, pero un agudo dolor en las muñecas le advirtió que estaba tratando de soltar sus manos. Prestó cierta atención indiferente al forcejeo, como un curioso que observa las proezas de un juglar, sin interesarse mucho por el resultado. ¡Qué espléndido esfuerzo! ¡Qué vigor magnífico y sobrehumano! ¡Ah, valerosa empresa! ¡Bravo! La cuerda estaba rota; sus brazos se abrieron y flotaron hacia arriba; las manos tornáronse vagamente visibles a la luz que aumentaba. Con renovado interés las observó precipitarse —primero una, después la otra— sobre el nudo que le ceñía el cuello. Lo arrancaron y lo echaron ferozmente a un costado, y las ondulaciones de la soga le hicieron pensar en una culebra de agua. —¡Átenla otra vez! ¡Átenla otra vez!

Creyó gritar estas palabras a sus manos. Porque a la ausencia del nudo habían sucedido las más espantosas ansias experimentadas hasta ese momento. El cuello le dolía terriblemente; el cerebro lo sentía como incendiado; el corazón, que hasta entonces había aleteado débilmente, le pareció que daba un gran salto y buscaba salírsele por la boca. Sentía todo el cuerpo atormentado y dilacerado por insoportables ramalazos. Pero sus manos rebeldes no obedecían la orden. Golpeaban vigorosamente el agua, con rápidas brazadas verticales, obligándole a salir a la superficie. Sintió emerger su cabeza; el pecho se le expandió convulsivamente, y con un supremo estremecimiento de dolor sus pulmones aspiraron una gran bocanada de aire, que expelió instantáneamente con un aullido. Estaba ahora en plena posesión de sus sentidos. Más aún, los sentía sobrenaturalmente aguzados y vigilantes. Algo, dentro de la terrible perturbación de su sistema orgánico, se los había exaltado y refinado a tal punto que registraban cosas jamás percibidas anteriormente. Sentía los rizos del agua, escuchaba separadamente el ruido que hacía cada uno de ellos al chocar contra su cara. Miró el bosque en la margen del arroyo, vio los árboles, las hojas, las nervaduras (le cada hoja... vio los árboles, las hojas, las nervaduras (le cada hoja... vio los insectos que se movían en las hojas, las cigarras, las mariposas multicolores, las arañas grises que tendían sus telas entre una rama y otra. Percibió los colores prismáticos de las gotas de rocío en millones de briznas de hierba.

El zumbido de los mosquitos que danzaban sobre los remansos de la corriente, el chasquido de alas de las libélulas, los golpes de las patas de las esquilas, como remos impulsando un bote... Oía con perfecta claridad todos esos sonidos. Bajo sus ojos se deslizó un pez, y oyó el ruido que hacía su cuerpo hendiendo el agua. Había salido a la superficie, de espaldas al puente. Un segundo más tarde el mundo visible pareció girar, pausado, tomándolo a él como centro, y entonces vio el puente, el fuerte, los soldados sobre el puente, el capitán, el sargento, los dos soldados rasos, sus verdugos. Estaban recortados en silueta contra el cielo azul. Gritaban y gesticulaban, señalándolo; el capitán había desenfundado su pistola, pero no hizo fuego; los otros estaban desarmados. Sus movimientos eran grotescos y horribles, gigantesca su estampa.

Súbitamente oyó una detonación y algo chasqueó en el agua a pocos centímetros de su cabeza, salpicándole la cara. Luego, un segundo estampido, y vio a uno de los centinelas, fusil al hombro; una nubecita de humo brotaba del caño. El fugitivo vio el ojo de aquel hombre clavado en los suyos, detrás de la mira del fusil. Era un ojo gris, y recordó haber leído alguna vez que los ojos grises eran los más certeros, y que todos los tiradores famosos tenían ojos grises. Éste, sin embargo, había errado. Un remolino atrapó a Farquhar y lo hizo dar media vuelta; quedó mirando nuevamente el bosque de la orilla opuesta al fuerte. Una voz clara y penetrante, que entonaba una cantilena monótona, vibraba ahora a sus espaldas y se deslizaba sobre el agua con una nitidez que perforaba y mitigaba todos los otros ruidos, inclusive el palpitar de las ondas contra su rostro. Aunque no era soldado, había frecuentado los campamentos lo bastante para comprender la significación terrible de ese canturreo deliberado, arrastrado y lento. El teniente, en la orilla, había resuelto intervenir en los acontecimientos matinales. Cuán frías e inmisericordes, con qué entonación inexpresiva y tranquila, presagiando y afianzando la serenidad de los tiradores, cuán exactamente espaciadas cayeron aquellas crueles palabras: —Atención, compañía... Preparen armas... Listos... Apunten... Fuego. Farquhar buceó, se hundió todo lo que pudo. El agua aullaba en sus oídos con la voz del Niágara, y aun así, escuchó el trueno opaco de la salva, y al ascender a la superficie halló en su camino relucientes fragmentos metálicos, singularmente achatados, que bajaban oscilando lentamente. Algunos lo tocaron en la cara y en las manos; después se desprendieron y siguieron su descenso. Uno se alojó entre el cuello de su camisa y la nuca; estaba desagradablemente tibio, y Farquhar lo arrancó de un tirón. Al salir jadeando a la superficie, comprendió que había estado mucho tiempo bajo el agua. La corriente lo había arrastrado en forma perceptible. Estaba cada vez más cerca de la salvación. Los soldados acababan de cargar nuevamente sus armas; las baquetas metálicas llamearon simultáneamente a la luz del sol, al salir de las bocas de los fusiles; describieron un círculo en el aire y desaparecieron en las fundas. Los dos centinelas hicieron fuego nuevamente, por separado, mas sin puntería.

El perseguido vio todo esto por sobre el hombro; ahora nadaba vigorosamente a favor de la corriente. Su cerebro funcionaba con tanta energía como sus brazos y sus piernas. Sus pensamientos tenían la velocidad del relámpago. "El oficial —razonó— no repetirá ese error, típico del militar riguroso. Es tan fácil esquivar una andanada como un solo tiro. Probablemente ha ordenado ya fuego a discreción. ¡Válgame Dios, no puedo eludir todas las balas!" A dos pasos (le distancia hubo un tremendo chapoteo, y luego un sonido penetrante y móvil, que pareció propagarse de regreso al fuerte, y culminó en una explosión que conmovió el río hasta sus profundidades. Una columna de agua descendió sobre él, cegándolo, estrangulándolo. El cañón participaba en el juego. Al asomar la cabeza en el hervor del agua convulsionada, oyó el silbido del rebote, y casi al mismo tiempo la bala tronchaba estruendosamente los arbustos del bosque cercano. "No volverán a equivocarse —pensó—. La próxima vez usarán metralla. No debo perder de vista ese cañón. El humo me servirá de advertencia; la detonación llega demasiado tarde, demora más que el proyectil. Es un buen cañón." Súbitamente sintió que giraba y giraba como un trompo. El agua, las márgenes, el puente ahora distante, el fuerte y los hombres, todo estaba mezcla(lo y confuso. De los objetos, sólo percibía el color: bandas horizontales y circulares de color. Giraba en el centro de un torbellino, y la velocidad de rotación y de avance lo enfermaba y aturdía. Pocos segundos más tarde fue lanzado sobre la grava, al pie de la margen izquierda del río (la margen meridional) , detrás de una saliente que lo ocultaba a sus enemigos. Lo volvieron a la realidad la súbita interrupción del movimiento y el escozor de una de sus manos lacerada por la arenilla. Lloró (le alegría. Hundió los dedos en la arena, la derramó a puñados sobre su cabeza y la bendijo en alta voz. Era como el oro, como una lluvia de diamantes, rubíes, esmeraldas. Nada había más hermoso. Los árboles de la ribera parecían gigantescas plantas de jardín; notó en ellos un orden definido. Aspiró la fragancia de sus flores.

Entre los troncos brillaba una extraña luz rosada, y el viento arrancaba de sus ramas la música de las arpas eólicas. Peyton Farquhar no sintió deseos de perfeccionar su huida; se contentaba con permanecer en ese lugar encantado hasta que volvieran a capturarlo. Un zumbido, y luego un repiqueteo de metralla que conmovió las altas ramas de los árboles, lo arrancaron de su ensoñación. El frustrado artillero había disparado al azar un cañonazo de despedida. Peyton Farquhar se incorporó de un salto, corrió por el declive de la ribera y se internó en el bosque. Anduvo todo el día, orientándose por el sol. El bosque parecía interminable; no se veía un claro, ni siquiera una picada de leñadores. Nunca había creído vivir en una comarca tan salvaje; la revelación tenía algo de pavoroso. Al caer la noche estaba postrado por la fatiga y el hambre, con los pies llagados. El recuerdo de su esposa y de sus hijos lo obligó a seguir. Por fin halló un camino, y comprendió que iba en la dirección propicia. Era ancho y recto como una calle de ciudad; sin embargo, parecía intransitado. Ni campos cultivados lo bordeaban, ni habitación alguna, ni el ladrido (le un perro sugería la presencia humana.

Los troncos negros de los grandes árboles formaban paredes verticales a ambos lados, convergiendo en un punto del horizonte, como un diagrama en una lección de perspectiva. Alzó la vista y vio fulgir grandes estrellas de oro, que le parecieron desconocidas y formaban extrañas constelaciones. Abrigó la certeza de que estaban agrupadas en un orden provisto de secreto y maligno significado. Poblaban el bosque a ambos lados extraños rumores: oyó, repetidamente, murmullos en un idioma desconocido. Le dolía el cuello. Al tocarlo con la mano lo notó horriblemente hinchado. Adivinó un círculo negro donde lo había ceñido la cuerda. Sentía los ojos congestionados; ya no podía cerrarlos. La sed le hinchaba la lengua: la sed y la fiebre; para mitigarla, sacó la lengua al aire fresco, entre los dientes. El césped de la intransitada alameda era como una alfombra blanda. Ya no sentía el camino bajo sus pies. Indudablemente, a pesar del sufrimiento, se ha quedado dormido mientras caminaba, porque ahora contempla otra escena... O quizá, simplemente, ha vuelto en sí después de un delirio. Se halla ante la reja de su propia casa. Todo está como lo dejó, todo brilla espléndido bajo el sol matinal. Seguramente ha caminado toda la noche.

Abre el portón, echa a andar por la amplia vereda blanca, ve un revuelo de faldas; su mujer, fresca, bella y dulce, baja (le la veranda a su encuentro. Al pie de la escalinata se queda esperando, con una sonrisa de inefable alegría, en una actitud de incomparable gracia y dignidad. ¡Cuán hermosa es! Él avanza con los brazos abiertos. Y cuando va a estrecharla, siente un golpe demoledor en la nuca; una enceguecedora luz blanca fulgura a su alrededor, oye un ruido semejante a un cañonazo... ¡Después todo es oscuridad y silencio! Peyton Farquhar estaba muerto. Su cadáver, con el cuello quebrado, se balanceaba suavemente entre los maderos del viejo puente de Owl Creek".

Ambrose Bierce

domingo, 17 de enero de 2010

"El Juego de los Grillos"

"-¿Y? –preguntaron los señores al entrar el profesor Goclenius más rápidamente de lo que era su costumbre y visiblemente alterado- ¿Le entregaron las cartas? ¿Ya está Johannes Skoper viajando de regreso a Europa? ¿Cómo se encuentra? ¿Llegó alguna colección con el correo? –inquirían todos a la vez.
–Solamente esto –dijo el profesor muy serio colocando sobre la mesa un paquete de hojas manuscritas y un frasquito en el que se podía vez un insecto muerto de color blancuzco y el tamaño de un ciervo volante–. El embajador chino me lo entregó personalmente con la aclaración de que llegó esta mañana, vía Dinamarca.

–Me temo que se ha enterado de alguna noticia desagradable sobre nuestro colega Skoper –le cuchicheó al oído un caballero de barba afeitada a un anciano profesor de ondulante melena leonina, director como él en el Museo de Ciencias Naturales, que se había quitado los lentes y observaba con profundo interés el insecto metido en el frasquito.

Era aquél un recinto muy particular, en el que los señores –seis en total, y todos ellos investigadores científicos de la vida de los lepidópteros y coleópteros– se hallaban sentados alrededor de una ancha y larga mesa. La mezcla de los olores de alcanfor y sándalo acentuaba ese clima extrañamente mortuorio que se desprendía de los diodones que pendían de cuerdas fijadas en el cielorraso y que, con sus ojos vidriosos y saltones parecían las cabezas truncadas de espectadores fantasmales, las máscaras diablescas de salvajes tribus insulares, los huevos de avestruz, las bocazas de tiburón y los dientes de narval, los monos derrengados y de otras mil formas y figuras grotescas provenientes de zonas muy lejanas.

De las paredes –colgados sobre los marrones armarios carcomidos que tenían algo de monacal bajo el sol del atardecer que jugueteaba con las plantas del jardín y las combadas rejas de la ventana pendían, amorosamente enmarcados en oro y semejantes a retratos de venerables antepasados, cuadros a todo color de escarabajos en proporciones gigantescas. Con una de sus manos extendida en un gesto cordial, una tímida sonrisa rodeándole los ojitos redondos y la nariz en forma de botón, con el alto sombrero de copa de uno de los señores disectores sobre su cabeza y el porte de un alcalde de aldea que se hace fotografiar por primera vez en la vida, un lirón se asomaba obsequiosamente desde un ángulo del aula, en el que también se balanceaban unos cuantos cueros de víbora.

La cola oculta entre las sombras más lejanas del corredor y las partes más nobles de su cuerpo a punto de recibir una nueva mano de esmalte –para dar cumplimiento de este modo al deseo expreso del señor Ministro de Enseñanza–, el orgullo de todo el Instituto, un cocodrilo de doce metros de largo, espiaba por la puerta entreabierta. El profesor Goclenius había tomado asiento, desatado la cinta que mantenía atadas las hojas manuscritas y pasado rápidamente la mirada sobre las primeras líneas acompañándose con un murmullo inteligible.

–Esto está fechado en Butan, en el sudeste del Tibet, el 19 de Julio de 1914, o sea cuatro semanas antes del estallido de la guerra; de lo que se infiere que esta carta tardó más de un año en llegar a nuestras manos –y agregó luego de una pequeña pausa–: Nuestro colega Johannes Skoper escribe aquí, entre otras cosas, lo siguiente: En otra oportunidad les relataré más detalladamente el rico botín que pude obtener durante mi largo viaje por tierras fronterizas chinas, pasando por Assam hasta llegar a Bután, país todavía inexplorado; hoy sólo quiero referirme lo más sucintamente posible a las circunstancias asombrosas a las que debo el descubrimiento de un grillo blanco como verán totalmente nuevo –el profesor Goclenius señalaba mientras leía estas últimas palabras al insecto que estaba en el frasco– y que los chamanes utilizan para fines religiosos bajo el nombre de Phat, una palabra que les sirve a la vez de insulto para todo lo que se parezca a un europeo o individuo de raza blanca.

Pues bien: cierta mañana me entero –por intermedio de unos peregrinos lamaístas que se dirigían a Lhasa– que cerca de mi campamento se encontraba un alto exponente de los Dugpas, algo así como sacerdotes del diablo temidos en todo el territorio del Tibet, reconocibles por sus gorros escarlatas, y que afirman ser descendientes directos del demonio de los hongos. Lo cierto es que estos Dugpas pertenecen a la antiquísima religión tibetana de los lamaístas y chamanes de la cual conocemos poco y nada, y son hijos de una raza extraña cuyos orígenes se remontan hasta la noche de los tiempos. Este Dugpa –me decían los peregrinos mientras hacían girar furtiva y supersticiosamente su molinillo de oraciones– es un Samtche Mitchebat, un ser que ya no debe ser designado como hombre, que puede ligar y desligar, alguien que, para decirlo en pocas palabras, gracias a su facultad de ver más allá del tiempo y del espacio, puede realizar todo lo que se proponga en esta tierra. Existen, así me dijeron, dos caminos para alcanzar esas alturas que sobrepasan todos los poderes humanos: uno, que es el de la luz –la compenetración con Buda– y otro opuesto: el camino de la mano izquierda, al que solamente tiene acceso un Dugpa de nacimiento... y que viene a ser un camino espiritual Heno de horror y de espanto. Estos Dugpas natos pueden aparecer –aunque muy raras veces– en cualquiera de los puntos cardinales y son casi siempre hijos de padres sumamente religiosos.

Parecería, opinaba el peregrino que me confesaba todas estas cosas, que la mano del señor de las sombras colocara en estos casos una rama emponzoñada en el árbol de la santidad. Resulta ser que existe un solo medio para saber si un niño se halla o no espiritualmente vinculado a la liga de los Dugpas, de ser así, el remolino de cabello que todos tenemos en la coronilla debe girar de izquierda a derecha en vez de hacerlo en dirección inversa.

Yo expresé inmediatamente –por pura curiosidad– mi deseo de conocer personalmente al Dugpa de alto rango que se hallaba por los alrededores, pero el jefe de mi caravana, que también es un tibetano oriental, se negó terminantemente.
–¡Son puras tonterías! –gritaba–, en todo el territorio de Bután no hay un sólo Dugpa; sin contar que ningún Dugpa, y mucho menos un Samtche Mitchebat, se avendría a mostrar sus artes a un ser de raza blanca!

La oposición demasiado enfática de este hombre despertó en mí sospechas cada vez mayores a medida que el se desgañitaba, y después de un larguísimo y astuto interrogatorio pude sonsacarle que él mismo practicaba la religión de los Bonzos y que estaba perfectamente enterado –por el tinte rojizo de los vapores que despedía la tierra, eso es lo que me quiso hacer creer– que había un Dugpa en las cercanías del campamento.

–Pero nunca consentiría en ofrecerte una muestra de sus artes –seguía repitiendo sin cesar.–¿Por qué no? –seguí preguntando.
–Porque no asumiría la... responsabilidad.
–¿Qué clase de responsabilidad? –quise saber.
–Sucede que las perturbaciones que con ello ocasionaría en el reino de las causas lo lanzarían nuevamente en la vorágine de las reencarnaciones, si es que no ocurre algo muchísimo peor.

Yo estaba interesado en saber más acerca de la misteriosa religión de los Dugpas, por lo que le pregunté:
–¿Tiene el hombre, según tu religión, un alma?
–Sí y no.
–¿Cómo es eso?Por toda respuesta el tibetano arrancó de la tierra una brizna de hierba y le hizo un nudo:
–¿Tiene esta brizna un nudo?
–Sí.
Desató el nudo.
–¿Y ahora?
–Ahora ya no lo tiene.–De ese mismo modo tiene el hombre un alma y no la tiene –afirmó con toda llaneza.

Traté de encarar la cosa de otro modo para llegar a tener una idea más clara acerca de su manera de pensar:
–De acuerdo, supongamos ahora que al cruzar aquel desfiladero tan terriblemente peligroso te hubieras caído al abismo, ¿tu alma habría seguido viviendo o no?
–¡Yo no me habría caído!
Haciendo una nueva tentativa le mostré mi revólver:
–Y si ahora te mato de un tiro, seguirías viviendo o no?
–Tú no me puedes matar.
–¡Claro que puedo!
–Bueno, entonces trata de hacerlo.

¡Ni loco! pensé para mis adentros, ese sí que sería un buen enredo... andar por este ilimitado terreno montañoso sin un jefe de caravana... Él pareció haber adivinado mis pensamientos y sonrió no sin cierto sarcasmo. Era desesperante. Me quedé callado por un buen rato.

–Lo que sucede, es que no puedes querer –dijo retomando la palabra–. Detrás de tu voluntad hay una infinita cantidad de deseos, algunos que conoces y otros que no conoces, y todos ellos son más fuertes que tú.
–¿Qué es entonces el alma según tu religión? –le pregunté enojado–; ¿tengo yo, por ejemplo, un alma?
–Sí.
–¿Y si me muero mi alma sigue viviendo?
–No.
–¿Pero la tuya, después de tu muerte, sí?
–Sí. Porque yo tengo un nombre.
–¡Yo también lo tengo!
–Sí, pero no conoces tu nombre verdadero, por lo tanto no lo tienes. Eso que consideras tu propio nombre no es más que una palabra hueca inventada por tus padres. Cuando duermes te lo olvidas, yo no me olvido de mi nombre cuando duermo.
–¡Pero cuando estés muerto tampoco podrás saberlo! –repliqué.
–No. Pero el maestro lo conoce y no lo olvidará jamás, y cuando él me llame por mi nombre verdadero, volveré a levantarme; solamente yo y ningún otro, porque yo soy el único que lleva mi nombre. Nadie más que yo lo tiene. Eso que tú dices que es tu nombre lo tienen muchos otros en común contigo... igual que los perros –terminó murmurando con desprecio. Y si bien entendí perfectamente sus últimas palabras, dejé que creyera que no había sido así.
–¿Y qué es lo que tú entiendes por maestro? –le pregunté con la mayor naturalidad.
–El Samtche Mitchebat.
–¿El que ahora es casi nuestro vecino?
–Sí, pero es sólo su reflejo el que se encuentra ahora cerca de este campamento; aquél que él es en realidad está en todas partes. Y puede no estar en parte alguna si quiere.
–¿Eso quiere decir que puede volverse invisible? –tuve que sonreír a pesar mío–,¿quieres insinuar acaso que a veces está dentro del mundo en que vivimos y a veces fuera de él; que a veces está y otras veces no?
–Un nombre también está sólo cuando se lo pronuncia, y cuando no se lo pronuncia no está más –fue la respuesta del tibetano.
–¿Y puedes tú, por ejemplo, convertirte también en un maestro?
–Sí.–De modo que entonces habría dos maestros, ¿no es así?

Yo me sentía triunfante, ya que, para decirlo abiertamente, la arrogancia del tipo me estaba fastidiando; ahora lo tenía bien agarrado en la trampa (mi próxima pregunta sería: ¿si uno de los maestros quiere que brille el sol y el otro quiere hacer que llueva, cuál de los dos gana?); tanto más perplejo me dejó lo que tuve que oír a continuación:

–Si yo llego a ser maestro alguna vez, seré el Samtche Mitchebat. ¿O acaso crees que puede haber dos cosas que sean totalmente semejantes entre sí sin que sean la misma cosa?
–Digas lo que digas, en tal caso serían dos y no uno; si yo me cruzara con vosotros, serían dos las personas que yo vería y no uno solo –le contradije.

El tibetano se agachó, eligió entre los cristales de calcita que estaban esparcidos por el suelo uno de especial transparencia y me dijo con sorna:

–Coloca esto delante de tu ojo y mira el árbol aquél; lo ves doble, ¿no es cierto? ¿Pero acaso se han convertido por eso en dos árboles en vez de uno?

En el momento no supe qué contestarle, tampoco me hubiera sido fácil expresarme en el idioma de los mongoles –que era el único que podíamos usar para nuestro mutuo entendimiento– con la soltura y lógica necesarias para abordar un tema tan intrincado como éste; por lo tanto tuve que dejarlo creer que la victoria era suya. Pero interiormente estaba asombrado a más no poder por la agilidad espiritual de ese ser semi-salvaje, con sus ojos oblicuos de calmuco y vestido con aquella sucia piel de cordero. Hay algo extraño en estos asiáticos de las montañas, por fuera parecen animales, pero a poco que uno les toque su almita, aparece el filósofo.Volví al punto de partida:

–¿Tú crees entonces que el Dugpa se negaría a mostrarme sus artes porque rechaza la responsabilidad?
–No, seguro que no lo haría.
–¿Pero si soy yo quien asume toda responsabilidad?
Por primera vez, desde que lo conocía el tibetano se desconcertó. Su rostro fue invadido por una inquietud tan grande, que no le fue posible disimularla. Una expresión de crueldad salvaje, para mí inexplicable, se alternaba con otra de hondo regocijo. En todos estos meses que anduvimos juntos hemos pasado semanas entera corriendo peligro de muerte, hemos cruzado abismos que llenarían de pánico a cualquiera, pasando sobre puentes de bambú de apenas un pie de ancho, y a mí más de una vez me pareció que se me paralizaba el corazón; hemos cruzado desiertos y casi nos hemos muerto de sed, y él nunca perdía, ni por un solo minuto, su equilibrio interior. ¿Y ahora? ¿Cuál podía ser la causa que le hacía ponerse tan fuera de sí? Con sólo mirarlo me bastó para saber que en su mente las ideas se agitaban en loco torbellino.

–Condúceme hasta el Dugpa, yo te recompensaré holgadamente –intenté de nuevo.
–Quiero pensarlo –me contestó por fin.

Todavía era de noche cuando entró en mi carpa para despertarme. Ya se había decidido, me dijo, y estaba dispuesto. Había ensillado dos de nuestros hirsutos caballos mongoles, cuya altura no es mucho mayor que la de un perro grande, y nos internamos en la obscuridad de la noche. Los hombres de mi caravana seguían profundamente dormidos alrededor de las casi extinguidas fogatas diseminadas por el terreno. Pasaron horas sin que cambiáramos una sola palabra; ese peculiar aroma del almizcle que las estepas tibetanas exhalan durante las noches de julio y el monótono rumor de las retamas al ser barridas por las patas de nuestros caballos, casi me llegan a embriagar de tal manera, que para poder mantenerme despierto, me vi obligado a no quitar mi vista de las estrellas, que aquí, en esta tierra salvaje, tienen algo de llameantes, como si se tratase de trozos de papel encendidos. De ellas se desprende un influjo excitante que le inquieta a uno el corazón.

Cuando las primeras luces del alba comenzaron a trepar por detrás de las cimas de las montañas, pude notar que los ojos del tibetano se mantenían totalmente abiertos, sin pestañear, con la mirada siempre fija en un solo punto del cielo. Observé que estaba como ausente. Le pregunté varias veces si conocía tan bien el lugar donde hallar al Dugpa como para no prestarle ninguna atención al camino, pero no recibí respuesta alguna.

–Él me atrae como la piedra magnética atrae el hierro –balbuceó por fin, como saliendo de un sueño muy profundo.

Ni al llegar el mediodía nos tomamos un descanso; siempre mudo, mi acompañante volvía a apresurar el paso de su caballo cada vez que éste se mostraba un poco más lento. Yo me vi obligado a comer mi ración de carne de cabra sentado en la montura. Poco antes del anochecer paramos –doblando al pie de un cerro totalmente desnudo– cerca de esas fantásticas carpas que a veces se pueden ver en Bután. Son negras, hexagonales abajo y puntiagudas arriba, de bordes combados, y se hallan paradas sobre una suerte de zancos, de modo que se parecen a enormes arañas que tocan el suelo con sus vientres.

Yo esperaba encontrarme con un sucio chamán de melena y barba desgreñadas, una de esas criaturas dementes o epilépticas –que son tan frecuentes entre los mongoles y tungusos– que se embriagan con infusiones logradas con la cocción de ciertos hongos y que luego creen estar viendo espíritus o se sienten impelidos a largar de sí profecías incomprensibles; en vez de ello veo parado ante mí –inmóvil– un hombre de unos buenos seis pies de estatura, sorprendentemente delgado, sin barba, con un brillo oliváceo en el rostro –un color como no lo había visto nunca en un ser humano vivo–, siendo la separación entre sus ojos oblicuos tan grande, que se me antojaba antinatural: un ejemplar de una raza humana para mí totalmente desconocida.

Sus labios –lisos como la porcelana, al igual que la piel de toda su cara– eran rojísimos, finos como el filo de un cuchillo y tan, pero tan curvados –especialmente en las comisuras muy alzadas, como congeladas en una sonrisa despiadada–, que parecían haber sido dibujados con pincel sobre su cara. Me fue imposible quitar la vista de ese hombre por largo tiempo... y al volverlo a recordar ahora casi diría que me estaba sintiendo como un niño al que se le corta la respiración de puro susto ante la súbita aparición de una máscara terrorífica que emerge de las sombras. Sobre su cabeza el Dugpa llevaba un gorro escarlata, en tanto que el resto de su cuerpo se hallaba cubierto hasta los tobillos por una costosa capa de cebellina totalmente teñida de anaranjado.

Tanto él como mi guía no se dirigieron la palabra ni una sola vez, pero yo sigo creyendo que se entendieron mediante gestos y señales secretas, puesto que, sin preguntarme para nada qué era lo que quería de él, el Dugpa dijo de pronto que estaba dispuesto a mostrarme todo lo que yo deseara, siempre y cuando me comprometiera expresamente a asumir toda responsabilidad... aún sin conocerla. Yo, por supuesto, me declaré inmediatamente de acuerdo. "Como prueba de ello yo debía tocar la tierra con mi mano izquierda. "Así lo hice. "Se nos adelantó entonces en silencio durante un corto trecho y nosotros lo seguimos hasta que nos ordenó que nos sentásemos.

Tomamos asiento junto al borde de una elevación de terreno que se asemejaba
curiosamente a una mesa. "¿Llevaba yo conmigo un lienzo blanco? Empecé buscando desesperadamente en todos mis bolsillos, pero nada, hasta que por fin hallé escondido en el fondo rasgado de mi chaqueta un viejo mapa plegadizo de Europa bastante borroso ya (que evidentemente había llevado conmigo sin saberlo durante todo mi viaje por el Asia), lo extendí entre nosotros y le expliqué al Dugpa que el dibujo representaba un mapa de mi patria. Intercambiaron una rápida mirada con mi guía, y nuevamente pude ver como en el rostro del tibetano aparecía esa expresión maligna, casi se podría decir de odio, que tanto me había llamado la atención la noche anterior.

¿Deseaba yo ver el juego mágico de los grillos? Asentí con la cabeza y supe al instante qué era lo que me iba a tocar presenciar: ese truco famoso que consiste en hacer aparecer diversos insectos bajo el influjo de un silbido o algo semejante. Tal cual, no me había equivocado, el Dugpa dejó oír un sonido chirriante, suave y metálico (cosa que estas gentes logran mediante el uso de una campanita plateada que llevan oculta entre sus ropas), e inmediatamente un montón de grillos fueron saliendo de sus recovecos dentro de la tierra para reunirse sobre el mapa. "Cada vez más y más. Infinidad de ellos.

Ya me estaba enojando de sólo pensar que por un ridículo truco circense –que ya había tenido oportunidad de presenciar varias veces en la China–, hubiese emprendido una cabalgata tan trabajosa, pero el espectáculo que de ahí en más se ofreció ante mi vista me compensó con creces el esfuerzo realizado: los grillos no sólo pertenecían a una especie totalmente desconocida para la ciencia –lo que los hacía interesantes de por sí–, sino que además se comportaban de una manera más que peculiar. Apenas hubieron tomado contacto con el dibujo del mapa, comenzaron a correr sin ton ni son en todas direcciones, para luego ir formando grupos que se examinaban mutuamente con desconfianza. Súbitamente cayó sobre el centro mismo del mapa una mancha de luz con los colores del arco iris (provenía, como constaté al momento, de un pequeño prisma de vidrio que el Dugpa había puesto contra el sol), y en pocos segundos los pacíficos grillos se convirtieron en un apelotonamiento de insectos que se destrozaban entre sí de la manera más abominable. El espectáculo era demasiado repulsivo como para pensar en describirlo. El chirriar de los miles y miles de alas daba un tono altísimo, casi melodioso, que me llegó hasta la médula de los huesos; si bien se asemejaba al canto de los grillos que todos conocemos, estaba compuesto de un odio tan infernal mezclado con una suerte de lamento tan atroz, que yo sé que no lo podré olvidar jamás.

Por debajo de esa masa de cuerpos se iba derramando un jugo espeso y verdoso. Le ordené al Dugpa que parara de inmediato esa bestialidad; pero él ya había guardado el prisma y se limitó a responderme con un encogimiento de hombros. En vano me esforzaba por separar a los grillos con un palo: sus locas ganas de matar ya no conocían límite. Cada vez aparecían más de ellos, venían en tropel para participar de este juego macabro hasta formar una montaña vibrante y pataleante tan alta casi como un hombre. A una legua a la redonda la tierra se hallaba cubierta por insectos enloquecidos que formaban una masa blancuzca que pugnaba por llegar al centro movida por un sólo pensamiento: matar, matar, matar. Algunos grillos que iban cayendo malheridos del montón y no podían volver a subir, se destrozaban a sí mismos con sus antenas. El chirrido era por momentos tan fuerte y tan espantosamente agudo, que me tuve que tapar los oídos con las manos, porque estaba seguro de no poder soportarlo más. Finalmente, gracias a Dios, los animales parecían ser cada vez menos, las filas que salían de debajo de la tierra se hacían cada vez más ralas hasta que cesaron por completo.

–¿Y ahora qué se propone? –pregunté al tibetano cuando vi que el Dugpa no demostraba ninguna intención de dar por terminada la representación, sino que más bien parecía esforzado en mantener sus pensamientos concentrados en vaya uno a saber qué idea. Su labio superior estaba contraído de modo tal que se podían ver claramente sus dientes afilados y puntiagudos. Eran negros como la brea, sospecho que de tanto mascar hojas y yerbas, una costumbre muy difundida en estas zonas.
–Liga y desliga –oí que me respondía el tibetano.
A pesar de que yo no cesaba de repetirme a mí mismo que no eran más que insectos los que aquí habían encontrado una muerte tan horrenda, no podía evitar sentirme por demás impresionado, tanto, que por momentos creí desvanecerme... y la voz continuaba llegándome de muy lejos: –Liga y desliga...No podía entender su significado, y sigo aún hoy sin entenderlo; tampoco puede decirse que después de lo ya relatado sucediera algo digno de ser tomado especialmente en cuenta. ¿Por qué sería entonces que yo permanecí ahí sentado? Tal vez pasaran horas, no lo sé. Era como si la voluntad de levantarme hubiese desaparecido de mi cuerpo, no puedo definirlo de otro modo.

Poco a poco el sol se iba hundiendo, y tanto el paisaje terreno como el celeste fue adquiriendo ese tinte rojo y anaranjado totalmente irreal, que cualquiera que haya estado alguna vez en el Tibet tan bien conoce. El colorido de este cuadro sólo es comparable al de las carpas que se pueden hallar en las romerías europeas.
No me podía desprender de las palabras: «liga y desliga»; paulatinamente iban adquiriendo en mi cerebro un sentido espantoso de verdad; en mi imaginación el bulto compacto y enorme de grillos se convertía en millones de soldados agonizantes. Sentí de pronto mi garganta como estrangulada por un misterioso e inconmensurable sentido de responsabilidad, cuyo tormento era aún mayor por lo mismo que me era imposible hallar su origen. Por un momento tuve la impresión de que el Dugpa se había ido y que en su lugar tenía delante mío –escarlata y verde oliva– a la abominable estatua del dios de la guerra tibetano.

Pude luchar contra esa visión hasta tener nuevamente ante mis ojos a la realidad tal cual era; pero a mí no me bastaba con esa realidad: los vapores que se elevaban de la tierra, las cimas dentelladas y nevadas de las montañas que se recortaban en el horizonte, el Dugpa con su gorro escarlata, yo mismo, con mis ropas mitad europeas mitad asiáticas, y finalmente esa carpa negra con sus patas de araña, ¡todas esas cosas no podían ser reales!

Realidad, fantasía, visión... ¿qué era verdad, qué era mentira? Y para colmo esa torturante sensación de que mi pensamiento se abría dejando un gran espacio hueco cada vez que volvía a hostigarme el miedo a ese nuevo, inexplicable, terrible sentido de responsabilidad. Más tarde, mucho más tarde... durante mi viaje de regreso, este acontecimiento fue creciendo en mi memoria como una exuberante planta venenosa que yo trataba en vano de extirpar.

De noche, cuando no puedo conciliar el sueño, comienza a tomar cuerpo en mí la vaga sensación de estar a punto de comprender el significado de la frase Liga y desliga, y entonces trato de asfixiarla para que no pueda madurar, del mismo modo en que uno trata de sofocar un fuego antes de que se propague... Pero de nada sirve defenderme ... en mi imaginación puedo ver como del montón de grillos muertos se alza un vapor rojizo que se va formando en nubes, que obscureciendo el cielo como las nubes fantasmales que trae el monzón, se precipitan hacia Occidente. Y ahora mismo, mientras escribo estas líneas, siento algo que yo... yo... yo...

–Aquí la carta se interrumpe –dijo el profesor Goclenius–; desgraciadamente debo comunicarles ahora que en la embajada china me dieron la desgraciada nueva de la muerte de nuestro estimado colega Johannes Skoper, acaecida en el lejano Oriente... –el profesor no pudo seguir; un fuerte grito lo interrumpió: No puede ser, el grillo sigue vivo después de todo un año! ¡Increíble! ¡Atrápenlo! ¡Se vuela!. Vociferaban todos al mismo tiempo. El profesor de la melena leonina había destapado el frasco dejando salir al insecto aparentemente muerto.

Un momento después de todo este alboroto, el grillo había salido volando por la ventana hacia el jardín, y los graves señores científicos, en su afán por darle caza, casi se llevan por delante al portero del museo que venía para encender las lámparas de la sala de profesores. Moviendo pensativamente la cabeza, el viejo observaba a esos extraños personajes que en el jardín trataban de dar caza a un pequeño insecto volador. Luego miró hacia el cielo del atardecer rumiando para sí: ¡Las formas que pueden llegar a tomar las nubes en estos tiempos de guerra! Ahí hay una que parece un hombre con un gorro rojo y la cara verde; si no fuese porque los ojos están tan separados, se diría que es igualito a un ser humano. ¡Realmente, a mi edad lo único que me falta es volverme supersticioso!"

Gustav Meyrink