El Recolector de Historias

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domingo, 15 de marzo de 2015

"Historia de Willie el Vagabundo"

"Puede que hayáis oído hablar de Sir Robert Redgauntlet, del señorío de Redgauntlet, que vivió en estas tierras hace ya mucho tiempo. Siempre se le recordará en la región; nuestros padres solían contener el aliento cuando oían su nombre. Ya estaba con los Highlanders en tiempos de Montrose y estuvo nuevamente en las colinas con Glencairn en el año de 1652; y cuando volvió el rey Carlos II ¿quién gozaba más de su favor sino el señor de Redgauntlet? Fue armado caballero en la corte de Londres por la propia espada del rey. Y como era prelatista acérrimo vino a estas tierras, fiero como un león, con el nombramiento de teniente (y, por lo que sé, de loco) para aplastar a los Whigs y a los Covenanters del país. Y no se anduvo con contemplaciones. Porque los Whigs eran tan tercos como fieros los caballeros y se trataba de ver quien se cansaría primero. Redgauntlet era partidario de emplear mano dura y su nombre era tan conocido en el país como los de Claverhause o Tom Dalyell. Ni valle, ni ladera, ni montaña, ni cueva servían para ocultar a la pobre gente de las montañas cuando Redgauntlet salía en su persecución con cuernos de caza y sabuesos, como si de ciervos se tratase. Y la verdad es que, cuando alcanzaban a alguien, no se andaban con más ceremonias que con un corzo. Tan sólo le preguntaban: «¿Quieres prestar juramento?» Y si no: «Preparados, listos, ¡fuego!», y allí yacía el renegado.

Temido y odiado era Sir Robert a lo largo y ancho de la región. La gente pensaba que tenía tratos con el diablo, que era inmune al acero, y que las balas rebotaban en su armadura como el granizo en la piedra, que tenía una yegua que podía transformarse en liebre en la pared de Garrifra–gawns, y más cosas por el estilo, que contaré más adelante. La maldición más suave que le dirigían era: «¡Que el diablo se lleve a Redgauntlet!»

Sin embargo, no era un mal amo para los suyos, y sus vasallos le querían. Y los escuderos y soldados que cabalgaban con él durante las persecuciones, como llamaban los Whigs a aquellos tiempos turbulentos, hubieran estado dispuestos en cualquier momento a brindar a su salud hasta quedarse ciegos. Pues bien, habéis de saber que mi abuelo vivía en los dominios de Redgauntlet. El lugar se llamaba Primrose–Knowe. Mi familia había vivido allí desde los tiempos de los bandoleros y aun antes. Era un sitio agradable, y estoy convencido de que el aire es más fresco y sano allí que en ninguna otra parte de la comarca. Hoy día está desierto. Hace sólo tres días estuve sentado en el roto umbral de la puerta y me alegré de no poder ver la ruina en que se había convertido. Pero me estoy desviando de mi historia. Allí habitaba mi abuelo, Sieenie Steenson, que había sido en su juventud algo bribón y un poco vagabundo y era un buen gaitero. Era famoso tocando Hoopers and Girders y no había en Cumberland quien le superase con Jockie Latin. Desde Berwick a Carlisle no había nadie mejor en la back–lilt. Los hombres como Steenie no tienen madera de Whig, así que se hizo Tory, como los llamaban entonces, lo que ahora llamamos jacobitas, simplemente porque sentía una especie de necesidad de pertenecer a uno de los dos bandos. No les tenía inquina a los Whigs y le gustaba poco ver correr la sangre, aunque, obligado como estaba a seguir a Sir Robert cuando salía a cazar, a reclutar, de vigilancia o de guardia, vio hacer muchas cosas malas y puede que no pudiese evitar hacer algún daño a su vez.

Resulta que Steenie era un poco el favorito de su señor, y conocía a toda la gente del castillo, y a menudo le mandaban buscar para que tocase la gaita mientras se divertían. Al viejo Dougal McCallum, el mayordomo, que había servido a Sir Robert en las duras y en las maduras, en los buenos y en los malos tiempos, en la adversidad y en la fortuna, le gustaba muchísimo la gaita, y de ahí le venía a mi abuelo su buen cartel ante el señor, porque Dougal hacía lo que quería con su amo. Bueno, llegó la Revolución, que debiera de haber roto los corazones de Dougal y su amo. Pero el cambio no fue tan grande como ambos se temían y otros deseaban. Mucho fanfarronearon los Whigs sobre lo que le iban a hacer a sus viejos enemigos, y en especial a Sir Robert Redgauntlet. Pero había demasiados señores importantes comprometidos en el asunto como para poder hacer tabla rasa y empezar el mundo desde los cimientos, así que el Parlamento hizo la vista gorda; y Sir Robert, salvo que tuvo que conformarse con cazar zorros en vez de Covenanters, siguió siendo el hombre que siempre había sido. Sus fiestas eran tan ruidosas y sus salones estaban tan bien iluminados como siempre, aunque es posible que echara de menos las multas de los no conformistas que solían irle a engordar la despensa y la bodega; porque lo cierto es que empezó a interesarse por las rentas de sus vasallos mucho más de lo que acostumbraba. Y éstos se esforzaban por pagar a tiempo ya que, si no, el señor se disgustaba muchísimo. Y era tan temible que nadie se atrevía a provocar su ira, pues profería tales juramentos, se ponía tan furioso y adquiría un aspecto tan terrible que la gente pensaba que era el mismísimo demonio.

Bueno, mi abuelo no era un buen administrador, tampoco es que fuera despilfarrador, pero no tenía la virtud del ahorro, y se atrasó en dos recibos de la renta. Consiguió salir del primer aprieto el domingo de Pentecostés con buenas palabras y canciones de su gaita, pero, al llegar el día de San Martín, el oficial de guardia le transmitió la orden de que se presentase con la renta un día determinado o tendría que exiliarse del señorío. Arduo trabajo le costó conseguir el dinero. Pero tenía buenos amigos y por fin consiguió reunir el importe, mil monedas de plata. La mayor parte del dinero procedía de un vecino al que llamaban Laurie Lapraik, un zorro astuto. Laurie poseía todo tipo de riquezas, le ponía una vela a Dios y otra al Diablo y era Whig o Tory, pecador o santo según soplasen los vientos. Era un maestro en este mundo de la Revulución, pero le gustaba bastante un soplo de aire mundano de vez en cuando y alguna que otra canción de gaita y, sobre todo, pensó que hacía un buen negocio con el dinero que le prestaba a mi abuelo a cambio de todos los bienes de Primrose–Knowe como garantía. Allá que se fue mi abuelo al castillo de Redgauntlet, con la bolsa pesada y el corazón ligero, contento de escapar a la ira de su señor. Bueno, pues lo primero de lo que se enteró en el castillo fue de que a Sir Robert le había dado un ataque de gota del enfado, porque no había aparecido antes de las doce. No era sólo por el dinero, creía Dougal, sino porque no le gustaba tener que prescindir de mi abuelo. Dougal se alegró mucho de ver a Steenie y lo condujo al gran salón de roble, y allí estaba el señor sentado en completa soledad, excepto por la compañía de un mono feo y grande que era su animal favorito; era una bestia maligna que gastaba muchas bromas pesadas –difícil de complacer y fácil de enfadar–, correteaba por todo el castillo parloteando y gritando, robando y mordiendo a la gente, sobre todo cuando iba a hacer mal tiempo o iba a haber problemas de gobierno. Sir Robert lo llamaba Mayor Weir, como a un brujo que habían quemado; y a muy poca gente le gustaba, ni el nombre ni la criatura –creían que había algo extraño en ella–, y mi abuelo no se sintió precisamente feliz cuando la puerta se cerró tras él y se encontró solo en la habitación con el señor, Dougal McCallum y el Mayor, cosa que nunca antes le había ocurrido.

Sir Robert estaba sentado o mejor dicho tendido, en un gran sillón, con su magnífica bata de terciopelo y los pies sobre un taburete, porque sufría de gota y arenilla, y su rostro estaba tan pálido y descompuesto como el de Satanás. El Mayor Weir estaba sentado frente a él, con una casaca roja de encaje y la peluca del señor en la cabeza, y juro que cuando Sir Robert se retorcía de dolor, el mono lo hacía también y formaban una pareja tan perversa cumo aterradora. El abrigo de cuero del señor colgaba de una percha a su espalda, y el sable y las pistolas estaban a su alcance; porque conservaba la vieja costumbre de tener las armas preparadas y un caballo ensillado día y noche, como solía hacer cuando aún podía montar a caballo y salir en persecución de cualquier montañés de que tuviera noticia. Algunos dicen que era por temor a que los Whigs intentaran vengarse, pero yo opino que era simplemente una vieja costumbre, pues no era hombre que se asustara por nada. El libro de cuentas, con sus tapas negras y sus cierres de cobre, estaba frente a él; y había un librillo de canciones obscenas entre las páginas, para mantenerlo abierto en el sitio en que figuraba la evidencia de que el buen hombre de Primrose–Knowe estaba atrasado en el pago de sus rentas e impuestos. La mirada que Sir Robert dirigió a mi abuelo parecía querer helarle el corazón en el pecho. Puede que hayáis oído decir a la gente que al fruncir las cejas se le formaba el dibujo de una herradura profundamente incrustada en la frente, como si se la hubiesen estampado allí.

–¿Vienes con las manos vacías, tú, hijo de una gaita desinflada? Brrrrr... si es así...
Mi abuelo, poniendo la mejor cara que pudo, dio un paso adelante y puso la bolsa del dinero sobre la mesa, con movimientos rápidos, como quien está muy seguro de lo que hace. El señor se apresuró a atraerla hacia sí:
–¿Está todo Steenie?
–Su Excelencia comprobará que sí –dijo mi abuelo.
–Bien Dougal, dale a Steenie una copa de brandy abajo, mientras cuento el dinero y le extiendo el recibo.

Pero apenas si habían terminado de salir de la habitación cuando Sir Robert dio un grito que conmovió los cimientos de roca del castillo. Volvió Dougal corriendo, volaron los lacayos, grito tras grito daba el señor, a cuál más horrible. Mi abuelo no sabía si quedarse o salir corriendo, pero se aventuró a regresar al salón, donde el lío era tan fenomenal que nadie se preocupaba de quién salía o entraba. El señor daba terribles alaridos pidiendo agua fría para los pies y vino para refrescar la garganta. Y la palabra infierno –infierno, infierno y sus llamas– no se le caía de la boca. Y cuando le trajeron agua y sumergieron sus hinchados pies en el barreño gritó que estaba ardiendo; y muchos dicen que realmente burbujeaba y humeaba como un caldero en ebullición. Le tiró la copa a la cabeza a Dougal y gritó que le había dado sangre en vez de borgoña; y efectivamente, al día siguiente los criados limpiaron sangre coagulada de la alfombra. El mono al que llamaban Mayor Weir se retorcía y gritaba como si estuviese haciéndole burla a su amo. Mi abuelo estuvo a punto de perder la cabeza, olvidó el dinero y el recibo y salió disparado escaleras abajo; pero conforme corría, los gritos fueron haciéndose cada vez más débiles, se oyó un largo y tembloroso gemido y la noticia de que el señor había muerto se extendió por el castillo.

Bueno, mi abuelo se fue con las manos vacías confiando en que Dougal hubiera visto la bolsa del dinero y hubiera oído al señor hablar de redactar el recibo. El joven señor, ahora Sir John, vino de Edimburgo para arreglar las cosas. Sir John y su padre nunca se habían llevado bien. Sir John había estudiado para abogado y luego había tenido un escaño en el último Parlamento escocés y votado a favor de la Unión, habiendo obtenido, se creía, un buen bocado de las compensaciones. Si su padre hubiera podido salir de la tumba le hubiera parado la cabeza con las piedras de su propia lápida. Algunos creían que era más fácil tratar con el viejo y rudo caballero que con el joven, a pesar de sus suaves maneras, pero ya hablaremos de eso más adelante. Dougal McCallum, pobre hombre, ni lloraba, ni se lamentaba, sino que se paseaba por la casa como un muerto, pero dirigiendo, como era su deber, todos los preparativos para el grandioso funeral. Pero conforme se aproximaba la noche Dougal tenía cada vez peor aspecto y era siempre el último en irse a la cama, que estaba en una pequeña alcoba justo enfrente de la cámara que su amo ocupaba mientras vivió, y donde ahora yacía de cuerpo presente, como se dice. La noche del funeral, Dougal no pudo mantenerse callado por más tiempo. Olvidó su orgullo y le pidió al viejo Hutcheon que se sentara con él durante un rato. Cuando estuvieron en la habitación, Dougal se sirvió una copa de brandy y le sirvió otra a Hutcheon, y le deseó salud y larga vida y dijo que, por su parte, no le quedaba mucho de estar en este mundo. Porque todas las noches desde la muerte de Sir Robert, había sonado el silbato de plata desde la cámara mortuoria, como lo solía hacer por la noche, en vida de Sir Robert, para llamar a Dougal a que le ayudase a darse la vuelta en la cama. Dougal dijo que, al estar solo en aquel piso de la torre (porque nadie quería velar a Sir Robert Redgauntlet como se vela a cualquier otro cadáver) no se había atrevido a responder a la llamada, pero que ahora su conciencia le reprochaba el haber descuidado su deber; porque:

–Aunque la muerte libera del voto de obediencia –dijo McCallum– nunca romperé mi voto a Sir Robert; y contestaré a su próximo silbido, así que te ruego que te quedes conmigo, Hutcheon.

Hutcheon no sentía deseo alguno de hacerlo, pero había luchado y pasado penalidades junto a Dougal y no iba a fallarle en aquel aprieto; así que los dos sirvientes se sentaron ante una copa de brandy y Hutcheon, que era algo clerical, hubiera leído un capítulo de la Biblia, pero Dougal no quiso oír sino un párrafo de David Lindsay, cosa que no era prrcisamente lo más adecuado. A medianoche, cuando la casa estaba silenciosa como una tumba, se oyó el sonido del silbato, tan claro y penetrante como si Sir Robert estuviera tocándolo, y allá que se levantaron los dos viejos servidores y se dirigieron tambaleándose a la habitación donde yacía el muerto: Hutcheon vio lo suficiente al primer vistazo, porque había antorchas en la habitación que le mostraron al maldito diablo en persona, sentado sobre el ataúd del señor. Se desplomó como un muerto y no pudo decir durante cuánto tiempo yació en trance en la puerta, pero cuando volvió en sí, llamó a su compañero y, al no encontrar respuesta, alertó al resto de la casa. Dougal fue encontrado muerto a dos pasos de la cama donde estaba colocado el ataúd de su señor. Respecto al silbato, éste había desaparecido por completo, pero muchas veces se lo oía en lo alto de la casa, en las almenas y en las viejas chimeneas y torreones donde anidan los búhos. Sir John acalló el incidente y el funeral transcurrió sin más contratiempos.

Cuando todo hubo terminado y el Señor empezó a poner orden en sus asuntos, todos los vasallos fueron llamados a pagar sus atrasos y mi abuelo lo fue por toda la suma que se suponía que debía. Bueno, pues allá se va para el castillo a contar la historia, y allí fue llevado a presencia de Sir John, sentado en la silla de su padre, de luto riguroso, con brazalete y corbata negras y un pequeño estoque de paseo junto a él, en vez del viejo sable que, con la hoja, la empuñadura y la funda, pesaba un quintal. Tantas veces he oído contar la conversación que sostuvieron que casi me parece haberla presenciado, aunque aún no había nacido por aquel entonces.

–Le deseo felicidad, señor del gran asiento, el pan blanco y el ancho señorío.
Su padre era un hombre amable para sus amigos y sirvientes; es un honor para usted, Sir John, llevar sus zapatos –sus botas debería decir– porque rara vez se ponía zapatos, a no ser las zapatillas cuando tenía la gota.
–Ay, Steenie –replicó el Señor, dando un profundo suspiro y llevándose el pañuelo a los ojos–, la suya fue una muerte repentina y el país lo echará de menos; no tuvo tiempo de ordenar sus asuntos, pero sin duda estaba preparado para Dios, que es lo que cuenta, y nos dejó una enredada madeja que deshilvanar. Ejem, ejem, Steenie... podemos ir al grano; tengo mucho trabajo que hacer y poco tiempo para hacerlo.
Y con esto abrió el libro fatídico. He oído hablar de algo a lo que llaman el iibro del Juicio Final y estoy seguro de que era un libro de vasallos deudores.
–Stephen –dijo Sir John con el mismo tono de voz, suave y meloso– Stephen Stevenson o Steenson, apareces aquí con un año de atraso en el pago de tus rentas. Vencía el trimestre pasado.
Stephen: Por favor, Excelencia, Sir John, se lo pagué a vuestro padre.
Sir John: Entonces tendrás un recibo, Stephen. ¿Puedes presentarlo?
Stephen: No tuve tiempo, Excelencia, porque no había hecho más que entregar el dinero y justo cuando Su Excelencia Sir Robert, que en paz descanse, lo cogió para contarlo y extender el recibo, le asaltaron los dolores que le causaron la muerte.
–Mala suerte –dijo Sir John tras una pausa–, pero quizá lo pagaste en presencia de alguien. Sólo quiero una prueba palpable, Stephen. No pretendo aprovecharme de un pobre hombre.
Stephen: La verdad, señor, no había nadie en la habitación excepto Dougal McCallum, el mayordomo. Pero, como sabe Su Excelencia, ha seguido el mismo destino que su antiguo amo.
–Mala suerte otra vez –dijo Sir John, sin alterar la voz ni una octava–, el hombre al que le pagaste está muerto y el hombre que presenció el pago también, y del dinero, que debería haber aparecido, no hay ni rastro en los inventarios. ¿Cómo voy a creérmelo?
Stephen: No lo sé, Excelencia, pero aquí tengo anotadas cada una de las monedas; porque ¡Dios me ayude!, tuve que pedirlas prestadas a veinte bolsillos distintos, y estoy seguro de que todos estarán dispuestos a jurar para qué tomé prestado el dinero.
Sir John: No dudo de que tomaste prestado el dinero, Steenie. Es de la entrega del dinero a mi padre de lo que quiero alguna prueba.
Stephen: Puede que el dinero esté en algún sitio de la casa, Sir John. Y puesto que Vuestra Excelencia nunca lo recibió y Su Excelencia que en paz descanse no pudo llevárselo, puede que alguien de la familia lo haya visto.
Sir John: Preguntaremos a los criados, Stephen; es lo razonable.

Pero criados y criadas, pajes y caballerizos, todos negaron de firme haber visto nunca una bolsa de dinero como la que describía mi abuelo. Para empeorarlo, Steenie no había comunicado a ningún ser vivo que se proponía pagar la renta. Una doncella había notado que llevaba algo bajo el brazo, pero creyó que era la gaita. Sir John Redgauntlet ordenó salir a los sirvientes y a continuación dijo a mi abuelo:

–Ahora Steenie, ves que has tenido un trato justo; y puesto que no me cabe duda de que tú sabes mejor que nadie dónde encontrar la bolsa, te pido, de buenas maneras y por tu propio bien, que termines de una vez con este fastidioso asunto; o pagas o te vas de mis tierras.
–Que el Señor me perdone –dijo Steenie, ya agotados todos sus recursos–, yo soy un hombre honrado.
–Yo también, Stephen –dijo Su Excelencia– y también lo son todos los de esta casa, espero. Pero si hay algún granuja entre nosotros debe de ser aquel que cuenta una historia que no puede probar –hizo una pausa y añadió, con más seriedad–: si entiendo tu jugada, intentas aprovecharte de algunas habladurías maliciosas sobre mi familia y en especial sobre la repentina muerte de mi padre, para estafarme el dinero y quizá desacreditarme, insinuando que ya he recibido la renta que reclamo. ¿Dónde supones que puede estar el dinero? Insisto en saberlo.

Mi abuelo lo vio todo tan en su contra que casi se dejó llevar por la desesperación, sin embargo se removió un poco, miró a todos lados y permaneció en silencio.

–Habla, bribón –dijo el señor, con el mismo aspecto de su padre, ése tan especial que tenía cuando se enfadaba (parecía como si las arrugas de la frente formaran la misma aterradora herradura en el ceño)– ¡Habla! Quiero saber lo que piensas. ¿Crees que el dinero lo tengo yo?
–Lejos de mí afirmar tal cosa –respondió Stephen.
–¿Acusas a alguno de mis criados de haberlo robado?
–No me gustaría acusar a un inocente. Y si alguno fuera el culpable no tengo pruebas.
–En alguna parte tiene que estar el dinero, si hay algo de verdad en tu historia –dijo Sir John–, te pregunto dónde crees que está y exijo una respuesta.
–En el infierno, si de verdad quiere saber lo que pienso –dijo mi abuelo, sintiéndose completamente acorralado–; en el infierno, con el padre de Vuestra Excelencia, su mono y su silbato de plata.

Salió corriendo escaleras abajo (porque el salón no era un lugar seguro para él después de haber dicho tales palabras) y oyó al señor maldecirle a sus espaldas, con la misma soltura con que lo hacía Sir Robert, llamando a gritos al alguacil y al oficial de guardia. Cabalgó mi abuelo hasta la casa de su principal acreedor (aquel al que llamaban Laurie Lapraik) para ver si podía sacarle algo; pero cuando le contó la historia, no obtuvo más que los peores insultos de su repertorio –ladrón, mendigo y granuja fueron los más suaves–; y junto a los insultos sacó de nuevo a relucir la historia de que mi abuelo se había manchado las manos con la sangre de los justos, como si un vasallo hubiera podido negarse a cabalgar junto a su señor, y más junto a un señor como Sir Robert Redgauntlet. A estas alturas a mi abuelo se le había agotado la paciencia y cuando él y Laurie estaban a punto de echarse a las manos, tuvo la desfachatez suficiente de insultarle, tanto al hombre como a lo que éste decía, y dijo unas cosas que hicieron ponerse lívidos a los que las oyeron; estaba fuera de sí, y además había convivido con gente que no se mordía la lengua.

Por fin les separaron y mi abuelo volvió a casa por el bosque de Pitmurkie, que, según dicen, está todo lleno de abetos negros –conozco el bosque, pero no sabría decir si los abetos son blancos o negros–. A la entrada del bosque hay un prado, y en el borde del prado una pequeña posada solitaria que en aquella época estaba a cargo de una posadera a la que llamaban Tibbie Faw, y allí el pobre Steenie pidió media pinta de brandy, porque no había tomado ningún refrigerio en todo el día. Tibbie insistió en que comiera algo, pero él no quiso ni oír hablar de ello, ni consintió en bajar de su cabalgadura, y se tomó todo el brandy en dos tragos, haciendo cada vez un brindis: el primero a la memoria de Sir Robert Redgauntlet, para que no descansara en su tumba hasta que hubiera hecho justicia a su pobre vasallo; y el segundo a la salud del Enemigo del Hombre si le devolvía el saco con el dinero o le decía lo que había sido de él, porque veía que todo el mundo iba a considerarle un ladrón y un estafador, y eso le sentaba aún peor que la pérdida de todos sus bienes. Siguió cabalgando, sin importarle a dónde. La noche era oscura y los árboles la oscurecían todavía más, asi que dejó al animal elegir su propio camino a través del bosque cuando, de repente, de estar cansado y agotado, el rocín empezó a trotar, galopar y encabritarse, hasta el punto de que mi abuelo apenas podía mantenerse en la silla. Y conforme sucedía esto, un jinete, acercándose de repente a él, le dijo:

–Una bestia valerosa la suya, amigo, ¿estaría dispuesto a venderla? –y diciendo esto, tocó el cuello del caballo con su fusta y éste volvió a su antiguo trote cansino y vacilante–. Pero pronto se le acaba el valor, me parece –continuó el extraño– y lo mismo les ocurre a muchos hombres, que se creen capaces de grandes cosas hasta que les llega el momento de demostrarlo.
Mi abuelo apenas si prestó atención a sus palabras, sino que espoleó a su caballo con un:
–Buenas noches, amigo.
Pero al parecer el extraño no era de los que dan fácilmente su brazo a torcer porque, calbalgase como cabalgase Steenie, siempre estaba a su lado. Por fin mi abuelo empezó a enfadarse y, a decir verdad, a asustarse.
–¿Qué queréis de mí, amigo? –dijo–. Si sois un ladrón, no tengo dinero; si sois un hombre honrado que quiere compañía, no tengo ánimos para hablar o bromear; y si queréis saber el camino, apenas lo conozco yo mismo.
–Si hay algo que te atormente –dijo el extraño– cuéntamelo, soy alguien que, aunque ha sido muy calumniado en este mundo, no tiene igual para ayudar a sus amigos.
Así que mi abuelo, más para aliviar su propia congoja que porque esperase ayuda alguna, le contó toda la historia.
–Estás en un buen aprieto –dijo el extraño–, pero creo que puedo ayudarte.
–Si podéis prestarme el dinero y no esperáis que os lo devuelva en mucho tiempo... no sé de otra ayuda en la tierra –dijo mi abuelo.
–Puede que la haya debajo de ella –replicó el extraño–. Venga, seré sincero contigo. Podría prestarte el dinero a cambio de un contrato, pero puede que sintieses escrúpulos al ver los términos. Aun así puedo decirte que tus juramentos y los lamentos de tu familia han turbado el descanso de tu viejo Señor en su tumba y que si te atreves a aventurarte a ir a verle, te dará el recibo.

A mi abuelo se le pusieron los pelos de punta al oír la oferta, pero pensó que su compañero podía ser algún bromista que estaba tratando de amedrentarle y que quizá acabaría prestándole el dinero. Además, el brandy le infundía valor y estaba desesperado por la angustia; así que le dijo que tenía suficientes agallas para ir a las puertas del infierno, y aún más allá, por aquel recibo. El extraño se echó a reír. Bueno, pues siguieron cabalgando por lo más espeso del bosque cuando, de repente, el caballo se detuvo a la puerta de una gran casa; y, si no fuera porque sabía que el lugar estaba a diez millas de distancia, mi abuelo hubiera pensado que se trataba del castillo de Redgauntlet. Atravesando el arco de la vieja puerta, entraron en el patio. Vieron todo el frente de la casa iluminado y oyeron gaitas y violines, y había tanto baile y bullicio dentro como solía haber en la casa de Sir Robert en Navidades y en otras grandes ocasiones. Se apearon de sus caballos y a mi abuelo le pareció que ataba el suyo a la misma argolla a la que lo había atado aquella mañana cuando acudió a presentarse al joven Sir John.

–¡Dios! –exclamó mi abuelo– ¡si parece que la muerte de Sir Robert sólo ha sido un sueño!
Llamó a la puerta del vestíbulo, como acostumbraba, y su viejo conocido Dougal McCallum, también como de costumbre, vino a abrir la puerta y dijo:
–Gaitero Steenie, ¿estás ahí, chico? Sir Robert ha estado llamándote.
A mi abuelo le parecía que estaba soñando. Buscó al extraño, pero había desaparecido por el momento. Por fin trató simplemente de decir:
–Hola Dougal del Más Allá ¿estás vivo? Creía que estabas muerto.
–No te preocupes por mí –dijo Dougal–, sino por ti; y cuida de no tomar nada de nadie aquí, ni comida, ni bebida, ni dinero, excepto el recibo que te pertenece.

Y dicho esto, le guió a través de salones y estancias que mi abuelo conocía muy bien, hasta llegar al viejo salón de roble; había en él ese mismo cantar, canciones profanas, escanciar vino, blasfemar y contar obscenidades que siempre había habido en el castillo de Redgauntlet en sus mejores tiempos. Pero ¡que Dios nos ampare! ¡Qué colección de juerguistas fantasmales se sentaban a la mesa! Mi abuelo reconoció a varios que hacía ya tiempo que se habían convertido en polvo, porque a menudo había tocado para ellos en el vestíbulo de Redgauntlet. Allí estaba el fiero Middleton, y el disoluto Rothes, y el astuto Lauderdale; y Dalyell, con la cabeza calva y barba hasta la cintura; y Earlshall, con la sangre de Cameron en sus manos; y el cruel Bonshaw, que desmembró a Mr. Cargill; y Dunbarton Douglas, dos veces traidor, a su patria y a su rey. Allí estaba el sanguinario abogado McKenyie que, por su sabiduría y su astucia mundana, había sido como un dios para el resto. Y allí estaba Claverhouse, tan bello como cuando vivía, con sus largos y oscuros rizos cayéndole sobre la casaca de encaje y la mano izquierda siempre en el hombro derecho, para ocultar la herida que la bala de plata le había hecho. Sc sentaba aparte de todos los demás y los miraba con expresión melancólica y altiva; mientras, el resto aullaba, cantaba y reía de tal modo que la habitación retumbaba. Pero, de vez en cuando, sus sonrisas se contraían de manera tan horrible y sus risas eran tan salvajes que a mi abuelo se le pusieron azules las uñas y se le heló la médula de los huesos.

Los que servían las mesas eran los mismos sirvientes y soldados que habían ejecutado sus crueles órdenes en la tierra. Estaba el Mozo Largo de Nethertown, que ayudó a tomar Argyle; y el que intimidó al obispo, al que llamaban el Sonajero del Diablo; y los malvados guardias con sus casacas de encaje; y los salvajes amoritas de las Tierras Altas, que derramaban sangre como si fuera agua; y muchos sirvientes altivos, de corazón soberbio y manos ensangrentadas, serviles con los ricos para hacerlos aún peores de lo que hubieran sido, despiadados con los pobres hasta convertirlos en polvo una vez despedazados por los ricos. Y muchos, muchos más iban y venían, tan atareados como en vida. En medio de aquel terrible escándalo, Sir Robert Redgauntlet llamó con voz de trueno al gaitero Steenie, para que se acercase a la mesa principal, donde él estaba sentado, con las piernas extendidas y envueltas en franela; las pistolas estaban junto a él y el sable apoyado en la silla, justo como mi abuelo lo había visto por última vez en la tierra, incluso el cojín del mono estaba allí, pero no la criatura– no le había llegado la hora, probablemente, porque, al aproximarse, oyó decir a uno de ellos:

–¿No ha venido aún el Mayor? Y el otro contestó:
–Estará aquí antes de la mañana.
Y cuando mi abuelo se adelantó, Sir Robert, o su fantasma, o el diablo con su apariencia, dijo:
–Bueno, gaitero ¿has arreglado lo de la renta anual con mi hijo?
Con gran esfuerzo, mi abuelo consiguió el aliento suficiente para decir que Sir John no se conformaría sin el recibo de Su Excelencia.
–Lo tendrás a cambio de alguna melodía, Steenie –dijo la apariencia de Sir Robert–, toca para nosotros Veel Horldled Luckie.

Aquélla era una melodía que mi abuelo aprendió de un brujo, quien a su vez la había oído cuando estaban adorando a Satanás en sus aquelarres, y mi abuelo la había tocado algunas veces en las ruidosas cenas del castillo de Redgauntlet, pero siempre a disgusto. Y ahora, con sólo mencionarla, sintió frío y, para excusarse, dijo que no llevaba la gaita consigo.

–McCallum, tú, hijo de Belcebú –dijo el terrible Sir Robert–, tráele a Steenie la gaita que tengo para él.

McCallum trajo una gaita que podía haber servido a Donald de las Islas. Pero, al ofrecérsela, le dio a mi abuelo un ligero codazo y, mirando de reojo con atención, Steenie vio que el caramillo era de acero y había sido calentado al rojo vivo. Así que tuvo buen cuidado de no tocarlo con los dedos. Se excusó de nuevo y dijo que estaba tan débil y asustado que no tenía bastante aliento para tocar.

–Entonces debes comer y beber, Steenie –dijo la figura–, porque poco más hacemos aquí; y no está bien que conversen un hombre harto y otro hambriento.

Pero aquéllas eran las mismísimas palabras que el sanguinario conde de Douglas dijo para entretener al mensajero del rey mientras le cortaba la cabeza a McLellan de Bombie en el castillo de Threave; y eso puso a Steenie aún más en guardia. Así que alzó la voz como un hombre y dijo que no había ido allí a comer, ni a beber ni a tocar la gaita, sino a recuperar lo suyo, a saber qué había sido del dinero que había pagado y a conseguir un recibo a cambio; y en ese momento se sentía tan valiente que instó a Sir Robert en nombre de su conciencia (no tuvo valor para decir el nombre sagrado) a que, si quería descansar en paz, no le tendiese más trampas y le diese lo que le pertenecía. La aparición rechinó los dientes y se rió, pero sacó el recibo de una gran carpeta y se lo tendió a Steenie:

–Ahí tienes tu recibo, perro despreciable; y en cuanto al dinero, el hijo de perra de mi hijo puede ir a buscarlo a la Cuna del Gato.
Mi abuelo le dio las gracias y estaba a punto de retirarse cuando Sir Robert gritó:
–¡Detente, tú, condenado hijo de puta! No he terminado contigo. Aquí no hacemos nada gratis; tienes que volver dentro de doce meses, a rendir a tu amo el homenaje que le debes por su protección.
A Steenie se le desató la lengua de repente y dijo en voz alta:
–Me debo al servicio de Dios y no al vuestro.

No había terminado de pronunciar estas palabras cuando se hizo la oscuridad a su alrededor y cayó a tierra con tal fuerza que perdió a la vez la respiración y el sentido. Cuánto tiempo yació tendido allí no supo decirlo, pero cuando volvió en sí estaba tendido en el viejo cementerio de la iglesia de Redgauntlet, justo en la puerta del panteón de la familia, y el escudo de armas del viejo caballero, Sir Robert, colgaba sobre su cabeza. Una densa niebla matinal se extendía sobre la hierba y alrededor de las lápidas, y su caballo pacía tranquilamente junto a las dos vacas del párroco. Steenie habría pensado que todo había sido un sueño de no haber tenido el recibo en la mano, claramente escrito y firmado por el viejo señor; tan sólo las últimas letras del nombre eran un poco irregulares, como si hubiesen sido escritas por alguien víctima de un dolor repentino. Profundamente preocupado, mi abuelo abandonó aquel triste lugar, cabalgó a través de la niebla hasta el castillo de Redgauntlet y con gran dificultad consiguió hablar con el señor.

–Bueno, ¿me traes la renta, bribón arruinado? –fueron sus primeras palabras.
–No, –contestó mi abuelo–, no la traigo. Pero le traigo el recibo que Sir Robert me dio.
–¿Cómo bribón? ¡El recibo de Sir Robert! ¡Me dijiste que no te había dado ninguno!
–¿Quiere Vuestra Excelencia ver si estas pocas líneas son correctas?
Sir John examinó cada línea y cada letra con gran atención y, por último, la fecha que mi abuelo no había notado. En el lugar que me corresponde –leyó– a veinticinco de noviembre.
–¡Qué! ¡Eso fue ayer! Villano, debes de haber ido al infierno por esto.
–Lo obtuve del padre de Vuestra Excelencia, si está en el infierno o en el cielo no lo sé.
–Te denunciaré por brujo al Consejo Privado –dijo Sir John–, te enviaré junto a tu amo, el diablo, con ayuda de un barril de alquitrán y una antorcha.
–Tengo intención de presentarme yo mismo en la iglesia –dijo Steenie–, y decirles todo lo que vi ayer noche, que son cosas más apropiadas para ser juzgadas por ellos que por un ignorante como yo.

Sir John se detuvo, recuperó el control y quiso oír la historia completa; y mi abuelo se la contó punto por punto, como yo la he contado, palabra por palabra, ni más ni menos. Sin John permaneció en silencio durante largo rato y por fin dijo, con gran comedimiento:

–Steenie, esta historia tuya afecta al honor de muchas familias nobles, además de la mía y si fuese una mentira para librarte de mí, lo menos que puedes esperar es que te perfore la lengua con un hierro candente, que será casi tan malo como abrasarse los dedos con un caramillo al rojo vivo. Pero puede que sea verdad; y si el dinero aparece no sabré qué pensar. Pero ¿dónde encontraremos esa Cuna del Gato? Hay gatos de sobra en el castillo, pero me parece que crían sin necesidad de cama o cuna.
–Es mejor que le preguntemos a Hutcheon –dijo mi abuelo–, conoce todos los rincones tan bien como... como otro antiguo servidor que ha desaparccido y al que no me gustaría nombrar. Bueno, pues Hutcheon, cuando le preguntaron, les dijo que había un torreón ruinoso, en desuso desde hacía largo tiempo, próximo a la torre del reloj, accesible sólo por una escalerilla, porque la apertura estaba en el exterior y situada muy por encima de las almenas, al que desde antiguo se le llamaba la Cuna del Gato.
–Iré allí inmediatamente –dijo Sir John, y cogió (con qué propósito, sólo el cielo lo sabe) una de las pistolas de su padre de la mesa del salón, donde habían estado desde la noche en que murió, y se dirigió apresuradamente a las almenas.

Era un lugar peligroso porque la escalerilla estaba vieja y carcomida, y le faltaban uno o dos peldaños. Sin embargo, Sir John trepó por ella y entró por la puerta de la torre, donde su cuerpo tapó la poca luz que se filtraba. Algo se abalanzó sobre él con violencia y casi lo tira de espaldas, la pistola del caballero se disparó y Hutcheon, que sostenía la escalera, y mi abuelo, que estaba a su lado, oyeron un fuerte alarido. Un minuto después Sir John lanzó el cuerpo del mono a los pies de ambos y gritó que había descubierto el dinero y que debían subir a ayudarle. Y allí estaba la bolsa con el dinero, efectivamente, y muchas otras cosas que se habían perdido hacía mucho tiempo. Cuando Sir John hubo limpiado bien el torreón, condujo a mi abuelo al comedor, le cogió de la mano, le habló afablemente y le dijo que sentía haber dudado de su palabra, y que para compensarle en adelante sería un buen señor para él.

–Y ahora Steenie –dijo Sir John–, aunque esa visión tuya, en general, acredita a mi padre como un hombre honrado que incluso después de muerto ha querido hacer justicia a un pobre hombre como tú, eres lo bastante sensato como para comprender que hombres malintencionados podrían poner en duda la salvación de su alma. Así que mejor le echamos toda la culpa a esa criatura ladrona, el Mayor Weir, y no decimos nada de tu sueño en el bosque de Pitmurkie. Habías bebido demasiado brandy para estar muy seguro de nada y, Steenie, este recibo (la mano le temblaba mientras lo sostenía) no es sino un extraño documento y lo mejor que podemos hacer es, creo, echarlo tranquilamente al fuego.
–Pero por muy extraño que sea, es la única garantía que tengo de haber pagado mi renta –dijo mi abuelo, que tenía miedo quizá de perder el beneficio del recibo de Sir Robert.
–Anotaré el importe a tu favor en el libro de rentas y te daré un recibo de mi propia mano –dijo Sir John– ahora mismo. Y Steenie, si eres capaz de mantener la boca cerrada sobre este asunto, a partir de ahora tendrás una renta más baja.
–Muchas gracias, Excelencia –dijo Steenie, que vio rápidamente cómo estaban las cosas–. Desde luego que seguiré en todo las órdenes de Vuestra Excelencia; sólo que me gustaría hablar del asunto con algún hombre de la iglesia, porque no me gusta el emplazamiento que el padre de Vuestra Excelencia...
–No llames a ese fantasma mi padre –dijo Sir John, interrumpiéndole.
–Bueno, entonces, esa cosa que se le parecía tanto –dijo mi abuelo– habló de que tenía que regresar el mismo día al cabo de un año, y eso me pesa sobre la conciencia.
–Bien –dijo Sir John–, si estás tan angustiado puedes hablar con nuestro párroco; es un hombre justo, respeta el honor de nuestra familia y además creo que quiere conseguir mi protección. Y con esto mi abuelo estuvo enseguida de acuerdo en que se quemase el recibo y el señor lo tiró a la chimenea con su propia mano. Sin embargo, no ardió, sino que voló chimenea arriba con un cortejo de chispas y un ruido de cohete.

Mi abuelo fue a la casa del párroco y éste, después de oír la historia, dijo que su opinión era que aunque mi abuelo había ido demasiado lejos en asuntos muy peligrosos, sin embargo, como había rechazado las arras del demonio (pues eso es lo que eran las ofertas de comida y bebida) y se había negado a rendirle homenaje tocando la gaita cuando se lo ordenó, esperaba que si de ahora en adelante se comportaba con circunspección, Satanás podría sacar muy pocas ventajas de lo ocurrido. Y desde luego mi abuelo, por su propia voluntad, estuvo durante bastante tiempo sin tocar la gaita ni el brandy y, hasta que no terminó el año y pasó el día fatídico, no hizo tan siquiera intención de coger el violín ni de beber whisky o cerveza. Sir John contó la historia del mono a su manera, y hasta hoy día algunas personas creen que en aquel asunto todo se debió a la naturaleza ladrona del animal. Incluso hay quienes aseguran que no fue el Viejo Enemigo al que Dougal y Hutcheon vieron en la habitación del señor, sino a esa criatura, el Mayor Weir, brincando sobre el ataúd; y en cuanto al silbato del señor, oído después de su muerte, era el sucio animal, que lo tocaba tan bien como el propio señor, si no mejor.

Pero el cielo sabe la verdad y salió a la luz por vez primera por boca de la esposa del párroco, después de que Sir John y su marido estuvieran ambos en sus respectivas tumbas. Entonces, mi abuelo, a quien le fallaban las piernas pero no el juicio ni la memoria –al menos no tanto como para que se le notara– se vio obligado a contar la verdadera historia a sus amigos, para defender su buen nombre. De otro modo le podían haber acusado de brujo".

Walter Scott

"Diario de un loco"

3 de octubre.
"Hoy ha tenido lugar un acontecimiento extraordinario. Me levanté bastante tarde, y cuando Marva me trajo las botas relucientes, le pregunté la hora. Al enterarme de que eran las diez pasadas, me apresuré a vestirme. Reconozco que de buena gana no hubiera ido a la oficina, al pensar en la cara tan larga que me iba a poner el jefe de la sección. Ya desde hace tiempo me viene diciendo: "Pero, amigo, ¿qué barullo tienes en la cabeza? Ya no es la primera vez que te precipitas como un loco y enredas el asunto de tal forma que ni el mismo demonio sería capaz de ponerlo en orden. Ni siquiera pones mayúsculas al encabezar los documentos, te olvidas de la fecha y del número. ¡Habráse visto!..."

¡Ah! ¡Condenado jefe! Con toda seguridad que me tiene envidia por estar yo en el despacho del director, sacando punta a las plumas de su excelencia. En una palabra, no hubiera ido a la oficina a no ser porque esperaba sacarle a ese judío de cajero un anticipo sobre mi sueldo. ¡También ése es un caso! ¡Antes de adelantarme algún dinero sobrevendrá el Juicio Final! ¡Jesús, qué hombre! Ya puede uno asegurarle que se encuentra en la miseria y rogarle y amenazarle; es lo mismo: no dará ni un solo centavo. Y, sin embargo, en su casa, hasta la cocinera le da bofetadas. Eso todo el mundo lo sabe. No comprendo qué ventajas se tiene al trabajar en un departamento ministerial. Ni siquiera dispone uno de recursos. Pero no sucede así en la Administración Provincial, ni en el Ministerio de Hacienda, ni en el Tribunal Civil. Allí ves a un empleado cualquiera sentado humildemente en un rincón escribiendo. Lleva un frac gastado y su aspecto es tal que ni siquiera merece que se le escupa encima. Sin embargo, fijate en la villa que alquila durante el verano. No se te ocurra regalarle una taza de porcelana dorada, pues te dirá que eso es digno de un médico. Él se conforma tan sólo con un coche de lujo o unos drojkas o una piel de visón de 300 rublos. Y, no obstante, por su aspecto parece tan modesto, y al hablar es tan fino. Te pide, por ejemplo, que le prestes la navaja para sacar punta a su pluma, y si te descuidas un poco, te despluma de tal forma, que ni siquiera te deja la camisa.

Pero reconozco que nuestra oficina es diferente, y en toda ella reinan una limpieza de conducta y una honradez tales, que ni por soñación puede haberlas en la Administración Provincial. Además, todos los jefes se tratan de usted. Confieso que, a no ser por la honradez y el buen tono de mi oficina, hace ya mucho tiempo que hubiera dejado el departamento ministerial. Me puse el viejo capote y cogí el paraguas, pues llovía a cántaros. En la calle no había nadie. Sólo tropecé con mujeres de pueblo que se arropaban con los faldones de sus abrigos, comerciantes que caminaban resguardándose de la lluvia bajo sus paraguas, y cocheros. Gente bien no se veía por ningún sitio, a excepción de nuestra modesta persona, que caminaba bajo la lluvia. En cuanto la vi en un cruce, pensé en seguida: "¡Eh, amiguito! Tú no vas a la oficina. Tú estás dispuesto a seguir a ésa que va delante de ti y cuyas piernas estás mirando. ¡Qué locuras son ésas! La verdad es que eres peor que un oficial. Basta con que pase cualquier modistilla para que te dejes engatusar". Precisamente en el momento en que estaba pensando esto vi cómo una carroza se detenía ante un almacén junto al que yo me encontraba. En seguida reconocí la carroza: era la de nuestro director. Me supuse que debería de ser de su hija, pues él no tenía por qué ir a estas horas a un almacén. El lacayo abrió la portezuela, y la joven saltó del coche, como un pajarito. Echó unas miradas en torno suyo, y al alzar sus ojos sentí que mi corazón quedaba herido... ¡Dios mío, estoy perdido! ¡Estoy perdido irremediablemente!

Y ¿por qué habrá salido ella con este mal tiempo? Después de esto nadie se atrevería a decir que las mujeres no se vuelven locas por los trapos. Ella no me reconoció y yo procuré ocultarme y pasar inadvertido, pues llevaba un capote muy manchado y cuyo corte, además, estaba pasado de moda. Ahora se llevan las capas con cuellos muy largos, y el mío era muy corto; además, el paño de mi capote distaba mucho de ser elegante. Su perrita no tuvo tiempo de entrar y se quedó en la calle. Yo la conozco, se llama Medji. No había transcurrido ni un minuto, cuando oí de repente una vocecilla que decía:

—¡Hola, Medji!
Vaya. ¿Quién será el que habla? Miré y vi a dos señoras que caminaban debajo de un paraguas. Una de ellas era ya anciana; la otra, muy jovencita. Pero ellas ya habían pasado, y nuevamente volví a oír la misma voz a mi lado.
—¡Debería darte vergüenza, Medji!
¡Qué diablos! Vi que Medji estaba olfateando el perro que iba con las dos señoras. "¡Vaya! ¿No estaré borracho? —pensé para mis adentros—. ¡Menos mal que esto no me ocurre a menudo!"
—No, Fidele; estás equivocado. Yo estuve... Hau, hau... Yo estuve muy enferma.
¡Vaya con la perrita! Confieso que me quedé muy sorprendido al oírle hablar como una persona; pero después de reflexionarlo bien, no hallé en ello nada extraño. En efecto, en el mundo se dan muchos ejemplos de la misma índole. Cuentan que en Inglaterra emergió un pez y dijo dos palabras en un idioma extraño, tan raro, que desde hace dos o tres años los sabios hacen investigaciones acerca de él y aún no han logrado clasificarlo. También leí en los periódicos que dos vacas entraron en una tienda y pidieron medio kilo de té. Pero reconozco que me quedé aún mucho más sorprendido al oírle decir a Medji:
—¡Es verdad que te escribí, Fidele! Seguramente Polkan no te llevaría la carta.

Aunque me juegue el sueldo, apostaría que nunca se ha dado el caso de un perro que escriba. Sólo los nobles pueden escribir. Claro que también algunos comerciantes, oficinistas y, a veces, hasta la gente del pueblo sabe escribir un poco; pero lo hace de un modo mecánico, sin poner ni comas, ni puntos, y, claro está, sin ningún estilo. Esto me dejó muy sorprendido. He de confesar que desde hace algún tiempo a veces oigo y veo unas cosas que nadie vio ni oyó jamás. "Voy a seguir a esta perrita, y así me enteraré de quién es y de lo que piensa", resolví para mí. Abrí el paraguas y me puse a seguir a las dos señoras. Cruzamos la calle Gorojovaia y nos dirigimos a la calle Meschanskaia, y desde allí a la de Stoliar, y, finalmente, llegamos al puente de Kokuchkin, deteniéndonos ante una casa de grandes dimensiones. "Conozco esta casa —pensé para mí—: es la de Zverkov. ¡Un verdadero hormiguero! Pues sí que viven allí pocos cocineros y viajantes. En cuanto a los empleados, abundan como chinches. Allí vive un amigo mío que toca muy bien la trompeta." Las señoras subieron al quinto piso. "Bueno —pensé— ahora me voy a ir, pero antes he de fijarme bien en el sitio, para aprovecharlo en la primera ocasión que se me presente."

4 de octubre.
Hoy es miércoles, y por eso estuve en el despacho de nuestro director. Vine a propósito un poco antes. Me senté y me puse a sacar punta a todas las plumas. Nuestro director debe de ser un hombre muy inteligente; tiene el despacho lleno de armarios con libros. Leí los títulos de algunos libros, y todos son científicos; así que ni por soñación son asequibles a nosotros, los empleados; además, todos están o en francés o en alemán. Cuando se mira a nuestro director, le sorprende a uno por su aspecto imponente y por la seriedad que refleja toda su persona. Todavía no he oído nunca que haya dicho una palabra de más. Sólo cuando se le entregan los documentos suele preguntar:

—¿Qué tiempo hace fuera?
—Hace mucha humedad, excelencia.

La verdad es que las personas, como nosotros, no se pueden comparar con él. Es lo que se dice un verdadero hombre de Estado. He notado, sin embargo, que me tiene especial cariño. ¡Ah, si su hija...! ¡No, eso es una canallada! ... Me entretuve leyendo La Abeja. ¡Qué gente tan estúpida son los franceses! ¿Qué es lo que pretenden? ¡De buena gana los hubiera cogido a todos y les hubiera dado una buena paliza! Allí también leí la descripción de un baile hecha por un terrateniente de la provincia de Kurck. Los terratenientes de Kurck suelen escribir muy bien. Después me di cuenta de que eran ya las doce y media y que nuestro director aún no había salido de su dormitorio. Pero a eso de la una y media tuvo lugar un acontecimiento que ninguna pluma sería capaz de relatar. Se abrió la puerta, yo me levanté de un salto con los papeles en la mano, pensando que sería el director; pero cuál fue mi sorpresa cuando vi que era ella. ¡Jesús, cómo iba vestida! Llevaba un traje blanco y vaporoso como un cisne. ¡Y qué vaporoso! Y al alzar los ojos creí que me alcanzaban los rayos del sol. Me saludó y dijo con una voz semejante a la de un canario:

—¿No ha venido papá?
"Excelencia —quise decirle—, ¿quiere usted castigarme? Pues si tal es su deseo, que lo haga su excelencia con su propia manita." Pero ¡qué demonios! La lengua se me trabó; así es que sólo pude decir:
—No, no estuvo.

Ella me echó una mirada y miró también los libros y... dejó caer su pañuelo. Yo me precipité en seguida para recogerlo, pero resbalé sobre ese maldito entarimado y poco me faltó para caerme; sin embargo, logré conservar el equilibrio y alcancé el pañuelo. ¡Señor, qué pañuelo! Era de batista finísima. Me dio las gracias y sus labios esbozaron una sonrisa un tanto irónica; luego se fue. Yo me quedé una hora hasta que el criado vino y me dijo:

—Márchese a casa, Aksenti Ivanovich. El señor ya salió.
No puedo soportar a los criados; siempre están tumbados en el vestíbulo, y ni por casualidad le saludan a uno. Y no sólo eso, sino que un día, a una de estas bestias se le ocurrió ofrecerme un poco de tabaco sin levantarse de su sitio. ¡Como si no supiera el muy tonto que yo soy un funcionario de familia noble! No obstante, cogí yo mismo mi sombrero y mi capote y me los puse, pues sería inútil esperar ayuda de esa gente. Salí a la calle. Al llegar a casa me pasé un buen rato tumbado en la cama. Después copié unos versos muy bonitos:

¡Mi almita! En tu ausencia, una hora,
un año completo parece pasado sin ti.
¡Odiosa es la vida, ya solo, señora!
Por eso yo pienso: "Si tú no vinieses, mejor es morir"

Deben de ser de Pushkin. Por la tarde, arropándome bien con mi capote, fui a casa de su excelencia, en donde estuve esperando para ver si la veía salir al subir en coche; pero ella no salió.

6 de noviembre.
El jefe de personal me ha puesto fuera de mí. Hoy, cuando llegué a la oficina, me hizo llamar y me dijo lo siguiente:

—Pero dime: ¿qué es lo que estás haciendo?
—¡Cómo! Yo no hago nada —le respondí.
—Bueno. Reflexiona un poco. Ya has pasado de los cuarenta; me parece que es hora de que te vuelvas un poco más inteligente. ¿Crees acaso que no estoy enterado de todas tus andanzas? ¡Sé muy bien que andas detrás de la hija del director! Pero, hombre, ¡mírate al espejo! ¡Piensa en lo que eres! ¡No eres más que un cero, que es menos que nada! ¡Si no tienes ni un centavo! Pero ¡mírate..., mírate la cara en el espejo! ¡Cómo puedes tú pensar en esas cosas!

¡Demonios! ¿Qué se habrá creído él? Si tiene cara de bola de billar con cuatro pelos en la cabeza que se unta de pomada y lleva rizados que es una irrisión. Y se cree que a él todo le está permitido. Ya comprendo por qué está furioso: es que me tiene envidia. Seguramente habrá visto que soy objeto de sus marcadas preferencias. ¡Pero ya puede decir cuanto quiera, que me tiene sin cuidado! ¡Pues tampoco tiene tanta importancia un consejero de la Corte! ¡Por llevar una cadena de oro en su reloj y encargarse unas botas de 30 rublos se cree alguien! ¡Que se vaya al diablo! ¿Acaso se cree que soy hijo de un plebeyo o de un sastre o de un sargento? Soy noble. También yo puedo llegar a obtener el mismo cargo que él. Sólo tengo cuarenta y dos años, que en realidad es la edad cuando precisamente se empieza a trabajar. ¡Espera, amigo: también yo llegaré a ser coronel, y con la ayuda de Dios quizás algo más! También yo gozaré de una reputación mejor que la tuya. ¿Qué te crees, que en el mundo no hay hombre más formal que tú? Espera un poco: cuando yo tenga un frac cortado a la moda y una corbata como la tuya, entonces no me llegarás ni a la punta de los zapatos. Lo malo es que no dispongo de medios.

8 de noviembre.
Estuve en el teatro. Ponían Filatka, el tonto ruso. Me reí mucho. Daban también un vaudeville con unos cuplés muy graciosos sobre los jueces, particularmente uno que se refería a un consejero de registro, y que era tan fuerte, que me extrañó que lo hubiera dejado pasar la censura. En cuanto a los comerciantes se decía que abiertamente engañaban al pueblo, y que sus hijos armaban unas juergas terribles y se esforzaban por llegar a ser nobles. También había un cuplé muy gracioso sobre los periodistas y la pasión que tienen de criticarlo todo; de modo que los autores de hoy en día escriben unas piezas muy entretenidas. A mí me gusta mucho ir al teatro. En cuanto tengo algún dinero en el bolsillo no puedo contenerme y voy. Pero entre nosotros los empleados hay muchos que no van, aunque se les regale el billete. También cantó muy bien una artista. Me acordé de aquello..., ¡bueno, es una canallada!...; así es que no digo nada...

9 de noviembre.
A las ocho fui a la oficina. El jefe de la sección hizo así como si no reparara en mí y en que había llegado. Yo también hice como si entre nosotros nada hubiera ocurrido. Me entretuve ojeando los anuncios y luego comparándolos. Salí a las cuatro y pasé delante del piso del director, pero no vi a nadie. Después de comer estuve casi todo el tiempo echado en la cama.

11 de noviembre.
Hoy estuve en el despacho de nuestro director y saqué punta a veinticuatro plumas de su excelencia y a cuatro de su hija. A él le gusta y encanta que haya muchas plumas. ¡Ah, qué cerebro el suyo! Siempre está callado, pero su cabeza debe de estar siempre reflexionando. Me hubiera gustado saber en qué suele pensar y qué es lo que encierra aquella cabeza. Me interesaría observar de cerca la vida de estos señores, conocer todas las intimidades y las intrigas de la Corte, saber cómo piensan y lo que suelen hacer entre ellos. Muchas veces pensé entablar conversación con su excelencia, pero el caso es que mi lengua se niega a obedecerme. Sólo consigue pronunciar: "Afuera hace frío o calor", y de allí no pasa. Me hubiera gustado echar una mirada al salón cuya puerta a veces está abierta, y también a las otras habitaciones. ¡Qué lujo y qué riqueza hay allí! ¡Qué espejos y qué porcelanas! ¡Cuánto me alegraría echar una mirada a aquella parte del piso donde se encuentra la hija de su excelencia! ¡Ah, esto sí que me gustaría!... Estar allí en el tocador, donde hay todos esos tarritos y cajitas, esas flores tan delicadas que da miedo tocarlas; ver su vestido, más ligero que el aire, por allí tirado. Me encantaría ver su dormitorio... Debe de ser un sueño, un verdadero paraíso de ésos que ni en el cielo existen. Si pudiera ver el taburetito sobre el cual pone el pie al levantarse de la cama y cómo se pone una media blanca como la nieve sobre aquella pierna... ¡Ay, Señor!... No. Mejor es que me calle y no diga nada...

Sin embargo, hoy parece ser que el cielo me ha iluminado, pues de repente me acordé de la conversación que oí en el Nevski a los dos perros. "Está bien —pensé para mis adentros— ahora lo averiguaré todo. Es preciso que intercepte la correspondencia de estos dos perros, pues ella me procurará muchos datos." He de confesar que una vez llamé a Medji y le dije:

—Escúchame, Medji: ahora estamos solos; si quieres, hasta puedo cerrar la puerta para que nadie nos vea. Anda, cuéntame todo lo que sepas sobre tu señorita: dime cómo es, y yo te juro que no se lo diré a nadie.

Pero la muy tuna encogió el rabo entre las patas y se escabulló silenciosamente por la puerta como si no hubiera oído nada. Sospeché desde hace tiempo que los perros son mucho más inteligentes que las personas, y que incluso pueden hablar; sólo que son bastante tercos. El perro es un verdadero político: todo lo nota, no se le escapa ni un paso del hombre. Mañana sin falta he de ir a casa de Zverkov. Interrogaré a Fidele, y si puedo, le cogeré todas las cartas que le escribe Medji.

12 de noviembre.
Al día siguiente salí a las dos, con la firme intención de ver a Fidele y de interrogarla. El olor a repollo que sale de todas las tiendas de la calle Meschanskaia me pone enfermo, y además, las alcantarillas de las casas tienen un olor tal, que no tuve más remedio que taparme la nariz con el pañuelo y echar a correr. Aquí es imposible pasear, pues toda esa gente que trabaja en oficios llena la calle de humo y hollín. Al tocar la campanilla, vino a abrirme una joven bastante mona, con la cara salpicada de pecas; era la misma que acompañaba a la anciana. Se ruborizó un poco al verme, y yo comprendí en seguida que ansiaba tener novio.

—¿Qué desea? —me preguntó.
—Necesito hablar con su perrita —le respondí. La joven era tonta y yo lo noté en seguida. Mientras tanto, la perrita se precipitó ladrando; yo quise cogerla, pero la muy bribona por poco no me muerde la nariz. Pero yo ya había visto su nido o camita, y era justamente lo que buscaba. Me acerqué a él y revolví la paja que había en un cajón; con sumo placer vi un paquete con pequeños papelitos. Esa maldita, al ver lo que hacía, me mordió primero en la pantorrilla, y después, al darse cuenta de que yo cogía los papeles, empezó a ladrar con ademán de acariciarme; pero yo le dije: "No, guapa; no hay nada que hacer". Me parece que la joven debió de tomarme por un loco, pues se asustó terriblemente. Al llegar a casa quise ponerme en seguida a descifrar esos papeles, porque no veo muy bien a la luz de las velas. Pero a Marva se le ocurrió fregar el suelo. Estas estúpidas finlandesas siempre son de lo más inoportunas. Así es que no me quedó otro remedio que el de ponerme a pasear reflexionando sobre lo ocurrido. Ahora, por fin, iba a enterarme de todo; las cartas me lo revelarían todo. Los perros son muy inteligentes y no ignoran todas las relaciones íntimas; por eso seguramente en ellas hallaré la descripción del marido y de sus asuntos. De seguro que encontraré allí algo referente a ella... ¡No, más vale callarse! Al atardecer llegué a casa y estuve la mayor parte del tiempo acostado en la cama.

13 de noviembre.
Bueno; vamos a ver. La carta parece bastante clara; sin embargo, la letra pone en evidencia al perro. Leamos:
"Querida Fidele: Aún no puedo acostumbrarme a un nombre tan mezquino como el tuyo. ¡Como si no hubieran podido ponerte otro mejor! Fidele, Rosa, todos esos nombres son de un cursi subido. Pero dejemos esto a un lado. Estoy muy contento de que se nos haya ocurrido entrar en correspondencia..."

La carta estaba redactada muy correctamente en cuanto a la puntuación y ortografía. Ni nuestro jefe de sección sería capaz de hacer otro tanto, aunque asegura haber estado estudiando en una universidad. Veamos más adelante: "Me parece que uno de los mayores placeres en el mundo está en cambiar pensamientos, impresiones y sentimientos con los demás..."

¡Bueno! Éste es un pensamiento cogido de una obra traducida del alemán y cuyo título no recuerdo ahora. "Lo digo por experiencia, aunque no haya corrido mucho mundo, pues no he pasado la verja de nuestra casa. Pero ¿acaso mi vida no transcurre felizmente? Mi señorita Sofía, así la llama papá, me quiere con locura..." ¡No está mal! ¡No está mal! ¡Pero callémonos!...

"Papá también me acaricia a menudo. Además me dan café con nata. ¡Ah, ma chère! He de decirte que no encuentro nada en los grandes huesos, bien pelados, que come Polkan en la cocina. Los huesos sólo son buenos cuando provienen de alguna cacería y a condición de que no hayan chupado ya el tuétano. También está muy bien mezclar algunas salsas, pero sin verduras ni especias. Pero no hay cosa peor que esa costumbre que tiene la gente de dar a los perros migas de pan hechas bolitas. Siempre, durante las comidas, algún señor empieza a triturar las migas de pan con sus manos, que Dios sabe qué porquerías habrán tocado antes, y te llama después para meterte entre los dientes esa dichosa bolita. Rechazarlo resultaría descortés; así es que no tienes más remedio que comértela a pesar del asco que te infunde..."

¡Voto a mil diablos, qué tontería! ¡Como si no hubiera nada mejor sobre qué escribir! Veamos si en la otra carilla hay algo más interesante.

"Me place mucho informarte de todo cuanto ocurre en nuestra casa. Creo que ya te hablé del señor más importante de la casa, al cual Sofía llama papá. Es un hombre muy raro..."

¡Ah, por fin! Ya sabía yo que los perros tienen opiniones políticas sobre todas las cosas. Veamos lo que dice sobre papá...

"...Un hombre muy raro. Permanece la mayoría del tiempo callado. Rara vez habla; pero la semana pasada hablaba sin cesar consigo mismo. No hacía más que preguntarse: '¿Lo recibiré o no?' Cogía un papel en una mano, mientras la otra permanecía vacía, y volvía a repetir: '¿Lo recibiré o no?' Una vez hasta se dirigió a mí con la siguiente pregunta: 'Tú qué crees, Medji, ¿lo recibiré o no?' Yo no pude comprender lo que quería decirme con eso; sólo olfateé su zapato y me fui. Una semana después, ma chère, papá estaba loco de alegría. Toda la mañana recibió visitas de unos señores vestidos de uniforme que le felicitaron por algo. Durante la comida estuvo tan alegre como nunca le viera; no paraba de contar chistes. Después de comer, me levantó en sus brazos y me acercó a su cuello, diciéndome: '¡Mira, Medji, lo que llevo!' Yo vi sólo una cinta, la olfateé, pero no hallé en ella ni el menor aroma; finalmente, la lamí con cuidado, estaba algo salada."

¡Bueno! Me parece que este perro es un poco demasiado atrevido. Haría falta darle una buena paliza. ¡Así, pues, nuestro hombre es ambicioso! Habrá que tenerlo en cuenta.

"Adiós, ma chère. Me marcho corriendo... Mañana acabaré la carta.
"¡Hola, otra vez estoy contigo! Hoy, con Sofía, mi señorita..."

¡Ah, veamos lo que pasa con Sofía! ¡Es una canallada! Bueno, no importa, no importa; vamos a continuar...

"...Sofía, mi señorita, estuvo todo el día sumamente agitada. Se preparaba a asistir a un baile, y yo me alegré, pues aprovecharía su ausencia para escribirte. Mi Sofía está siempre muy contenta cuando va a un baile, aunque mientras se arregla siempre está enfadada. No logro comprender, ma chère, el placer que encuentra la gente yendo a un baile. Sofía vuelve a casa a las seis de la mañana. Y siempre veo, por su aspecto cansado y su cara pálida, que a la pobrecilla no le han dado de comer. Confieso que jamás podría vivir de este modo. Si no me dieran perdices con salsa o alas de pollo fritas, no sé lo que sería de mí. También es muy bueno un poco de salsa con kacha. Pero las zanahorias, las alcachofas y los nabos nunca serán buenos..."

Tiene un estilo irregular. En seguida se ve que esta carta no ha sido escrita por una persona. Empieza bien, pero acaba de cualquier forma. Veamos otra carta; parece demasiado larga; además, no lleva ni fecha.

"¡Ay, querida mía! Cómo siente una la proximidad de la primavera. Mi corazón palpita como si aguardara algo. Me zumban los oídos. Así es que a menudo tengo que levantar la pata y me apoyo y acerco a una puerta para escuchar. He de decirte que tengo muchos admiradores. A menudo los contemplo sentada en la ventana. ¡Ay, si supieras qué feos son algunos! Uno de ellos es de lo más vulgar, es un perro callejero de lo más estúpido y creído; camina por la calle dándose aires de importancia. Y cree que todos han de mirarle. Pero ¡qué va, yo ni siquiera me he fijado en él! También un dogo, de aspecto terrible, suele pararse ante mi ventana. Si se levantara sobre las patas traseras, lo que de seguro el muy tonto no sabrá hacer, le llevaría la cabeza al papá de Sofía, no obstante ser éste un hombre bastante alto y corpulento. Debe de ser de lo más insolente. Yo gruñí un poco en dirección suya; pero él, como si nada. Podría haberme hecho un guiño, pero es un bruto, no tiene modales. Se está mirando mi ventana, con sus orejas largas y su lengua al aire. ¿Y crees acaso que mi corazón permanece insensible a todas estas ofertas? No, te equivocas, ma chère... ¡Si hubieras visto a uno de mis admiradores, llamado Trésor, cuando salta la verja de la casa vecina!... ¡Ay ma chère, qué carita tiene!"

¡Bah! ¡Qué asco! ¡Qué demonios! ¿Cómo es posible llenar las páginas con semejantes tonterías? Ya no quiero saber nada de perros; quiero a una persona. Sí, eso es, una persona para que pueda enriquecer el caudal de mi alma..., y en vez de ello, ¡qué es lo que encuentro! ¡Tonterías, sólo tonterías! Demos la vuelta a la página, a ver si hay algo mejor.

"Sofía estaba sentada junto a una mesita cosiendo; yo miraba por la ventana a los paseantes, pues me gusta mucho observarlos, cuando entró el lacayo y anunció:

"—El señor Teplov.
"—Que pase —exclamó Sofía, y se abalanzó sobre mí para besarme—. ¡Ay, Medji! ¡Si supieras quién es! Es un gentilhombre de la Cámara, moreno, con ojos negros y brillantes como el fuego.

"Sofía se marchó corriendo a su habitación. Un minuto después entraba el joven gentilhombre de la Cámara, que gastaba patillas. Se acercó al espejo y se atusó el cabello, luego inspeccionó la habitación. Yo dejé oír un gruñido y me senté en mi sitio. Sofía no tardó en venir y respondió alegremente a su saludo, y yo, como si no reparase en nada, continuaba mirando por la ventana, no obstante haber inclinado la cabeza en dirección a ellos para oír lo que decían. ¡Ay ma chère! ¡De qué tonterías hablaban! Hablaban de una señora que durante el baile se equivocó e hizo una figura en vez de otra; de un tal Bobov, que llevaba charretera y se parecía mucho a una cigüeña, y que por poco se cae. También contaron que una tal Lidina se imaginaba tener los ojos azules, cuando en realidad los tenía verdes, y otras tonterías por el estilo. '¡Qué diferencia tan grande hay entre el gentilhombre y Trésor!', pensé para mí. Ante todo, el gentilhombre tiene una cara ancha y completamente plana, con unas patillas alrededor, como si se las hubiera atado con un pañuelo negro. Trésor, sin embargo, tiene una carita fina y en la frente una pequeña calva blanca. ¡En cuanto al talle de Trésor, ni se le puede comparar con el de Teplov! ¡Y no hablemos ya de los ojos y de los modales! ¡Jesús, qué diferencia! ¡No sé, ma chère, lo que ha podido encontrar en su Teplov y por qué se muestra tan entusiasmada!..."

A mí también me parece eso un poco extraño. No puede ser que Teplov la haya seducido hasta tal punto. Veamos más adelante.

"Me parece que, si le gusta este gentilhombre, le ha de gustar también ese funcionario que está en el despacho de papá. ¡Ay ma chère, si vieras qué feo es! Se parece a una tortuga vestida con un saco...

"¿Quién será este funcionario?... Tiene un apellido rarísimo. Siempre está sentado sacando punta a las plumas. Su pelo es como el heno y papá lo manda siempre en lugar del criado..."

Me parece que esta perra maldita hace alusiones sobre mí. ¡Pero qué voy a tener yo el pelo como el heno!
"Sofía no puede por menos que reírse cada vez que le ve..."
¡Mientes, perra maldita! ¡Habráse visto qué lengua de víbora! ¡Como si yo no supiera que todo ello es pura envidia! Acaso se figura que ignoro que son cosas del jefe de sección. Ya sé que me tiene un odio feroz y que hace cuanto está en sus manos para fastidiarme. Pero voy a mirar otra carta. Puede que encuentre allí la clave de todo.
"Mi querida Fidele, perdóname por no haberte escrito en tanto tiempo, pero es que estaba completamente hechizada. Ha dicho un escritor que el amor es una segunda vida, y esto es muy exacto. Además, en casa han sucedido grandes cambios. El gentilhombre viene ahora todos los días, y Sofía está perdidamente enamorada de él. Papá está muy contento. Hasta le oí decir a Gregorio, que es el que nos barre el suelo y que casi siempre habla consigo mismo solo, que pronto habrá boda, porque papá quiere casar a Sofía, o con un general, o con un gentilhombre de Cámara, o con un coronel..."

¡Qué diablos! No puedo seguir leyendo... Todo lo mejor ha de ser siempre, o para un gentilhombre de Cámara o para un general. ¡Parece que has encontrado un pobre tesoro y crees que podrás conseguirlo, pero te lo arrebata un general o un gentilhombre de Cámara! ¡Qué demonios! Quisiera ser general, no para obtener su mano y las demás cosas, sino para ver con qué consideración iban a tratarme y cuántos miramientos me dedicarían. Después podría decirles en pleno rostro que me importaban un bledo. ¡Demonios, qué pena! Rompí en mil pedazos las cartas de la estúpida perra.

3 de noviembre.
No puede ser. Es mentira. ¡La boda no se efectuará! ¡Qué más da que sea un gentilhombre de Cámara! Esto no es más que un cargo de dignidad, no es ninguna cosa visible que se pueda coger con las manos. Por ser él un gentilhombre de Cámara no le va a salir otro ojo en la frente ni va a tener una nariz de oro, sino que la tiene igual que yo y que todos los demás mortales; pero no come ni tose con ella, sino que huele y estornuda como todos. Ya en diversas ocasiones quise averiguar de dónde provenían semejantes diferencias. ¿Por qué he de ser yo un consejero titular y con qué motivo? Puede que yo sea algún conde o algún general, y que sólo así paso por un consejero titular. Quizás ignore yo mismo quién soy. ¡Cuántos ejemplos hay en la historia! Se ha dado el caso de que un sencillo villano, no digamos ya un noble, o un vulgar campesino de repente descubre que es todo un personaje e incluso, a veces, un rey. ¡Y si un sencillo mujik llega a estas alturas, qué será entonces de un noble! Si por ejemplo, de repente entrase yo vestido con el uniforme de general, llevando una charretera en el hombro derecho y otra en el izquierdo, y con una cinta azul en el pecho, ¿qué pasaría entonces? ¿Qué diría mi hermosa ninfa? ¿Se opondría su papá, nuestro director? ¡Oh! Él es muy vanidoso. Es un masón, no cabe duda de que es masón, aunque aparente ser tan pronto una cosa como otra. Pero yo en seguida me di cuenta de que era masón, y si le tiende la mano a uno, sólo le da los dos dedos. ¿Acaso no puedo ser nombrado ahora mismo general, gobernador o intendente, o recibir cualquier cargo importante? ¿Me gustaría saber por qué soy consejero titular? ¿Sí, por qué he de ser precisamente consejero titular?

5 de diciembre.
Hoy estuve toda la mañana leyendo periódicos. ¡Qué cosas tan raras suceden en España! ¡Hasta me fue imposible comprenderlo del todo! Se dice que el trono se halla vacante y que los altos dignatarios están en una situación muy difícil respecto a la elección del heredero, y que de allí proviene la indignación general. Esto me parece sumamente extraño. ¿Cómo puede estar el trono vacante? Dicen también que cierta doña ha de subir al trono. Pero una doña no puede subir al trono, eso es imposible, pues el trono debe ser ocupado por un rey. Pero dicen que no hay rey, mas es inadmisible que no haya un rey. Un Estado no puede estar sin un rey. Este debe de existir, pero seguramente está de incógnito. A lo mejor, se encuentra allí mismo; pero por razones de índole familiar o por temor a las potencias vecinas, como Francia y los demás países, se ve obligado a esconderse. También puede ser por otros motivos.

8 de diciembre.
Ya estaba dispuesto a ir a la oficina, pero me detuvieron diferentes motivos y en particular mis reflexiones. No puedo dejar de pensar en los asuntos de España. ¿Cómo puede ser que una doña sea reina? No lo permitirían. Inglaterra, sobre todo, no lo permitiría, y, además, los asuntos políticos de toda Europa. También se opondrán a ello el emperador de Austria y nuestro zar... Confieso que estos acontecimientos obraron con tanta fuerza sobre mí, que fui incapaz de hacer nada durante todo el día. Marva me hizo observar que durante la comida estuve muy agitado. En efecto, al parecer, dejé caer dos platos al suelo, que se hicieron añicos; tan distraído me hallaba. Después de comer, salí; pero no pude sacar nada en limpio. Después, estuve la mayor parte del tiempo tumbado en la cama, reflexionando sobre los asuntos de España.

Año 2000, 3 de abril.
¡Hoy es un gran día! ¡En España hay un rey! ¡Por fin ha sido encontrado! Y este rey soy yo. Reconozco que al parecer me ha iluminado un rayo. No comprendo cómo pude pensar e imaginarme que era un consejero titular. ¿Cómo pudo ocurrírseme una idea tan loca? Menos mal que entonces no se le antojó a nadie meterme en una casa de locos. Ahora me ha sido revelado todo, ahora lo veo todo con claridad. Antes no comprendía, antes diríase que todo lo que veía estaba sumido en la niebla. Todo esto sucede, creo yo, porque la gente se imagina que el cerebro de una persona está en su cabeza; pero no es así, es el viento quien lo trae del mar Caspio. Primero declaré a Marva quién era yo. Al enterarse de que se hallaba ante el rey de España, alzó los brazos al cielo y por poco se muere del susto. Ella es tonta y jamás habrá visto al rey de España. Sin embargo, procuré calmarla y le aseguré con palabras indulgentes que estaba lleno de benevolencia para con ella y que no le guardaba rencor por haberme limpiado mal los zapatos algunas veces. Hace falta tener en cuenta que la pobre forma parte del pueblo y que no se le puede hablar de temas elevados. Se asustó porque está convencida de que todos los reyes de España son como Felipe II. Pero yo le expliqué que entre Felipe II y yo no había el menor parecido, y que yo no tenía capuchinos. No fui a la oficina. ¡Que se vaya al diablo! ¡No¡ ya no me cogeréis más, amigos! ¡Se acabó, ya no copiaré más vuestros odiosos documentos!

86 de marzo.
Entre el día y la noche.

Hoy vino a verme el ejecutor con el propósito de que fuera a la oficina, pues hacía más de tres semanas que no aparecía por allí. Yo fui a la oficina por pura broma. El jefe de sección pensaba seguramente que yo iba a saludarle y pedirle excusas; pero yo sólo le eché una mirada indiferente, que no era ni demasiado colérica ni demasiado familiar o benévola. Miré a todos esos bribones que estaban en la cancillería, y pensé: "¿Qué pasaría si supierais quién está entre vosotros?..." ¡Dios mío! ¡Qué jaleo se armaría! El jefe de la sección en persona vendría a saludarme, haciéndome un profundo saludo, igual que hace ahora con nuestro director. Pusieron delante de mí unos documentos para que hiciera un resumen de ellos. Pero yo ni siquiera moví un dedo. Unos cuantos minutos después todos se hallaban sumamente agitados; al parecer, iba a venir el director. Muchos empleados se precipitarían a su encuentro. Pero yo no me moví de mi sitio. Cuando el director pasó por nuestra sección, todos se abrocharon el frac; mas yo no hice nada. ¡Venía el director! Bueno, ¿y qué? ¡Jamás iba a levantarme delante de él! ¡Qué era un director! (¡Era un corcho y no un director! Un corcho de lo más corriente y nada más.) Uno de esos corchos con los que se tapan las botellas. Lo que más me hizo gracia fue cuando me trajeron un documento para que lo firmase. Ellos se figuraban que iba a firmar humildemente en el bajo de la página, pero yo escribí en el sitio principal, allí donde firma el director, Fernando VIII. Hacía falta ver qué silencio tan religioso reinó en la sala. Yo sólo hice un ademán con la mano y dije: "No son necesarios juramentos de fidelidad". Después de lo cual salí. Me fui directamente al piso del director, que no estaba en casa. El criado no quería dejarme pasar; pero yo le dije unas cuantas palabras, y su efecto fue tal, que se quedó helado con los brazos caídos. Me dirigí sin cavilar al gabinete. La hallé sentada ante el espejo. Al entrar yo, dio un salto atrás. Yo, sin embargo, no le dije que era el rey de España; sólo le declaré que la esperaba una felicidad tal, que ni siquiera podía imaginársela, y que, a pesar de todas las intrigas de nuestros enemigos, estaríamos juntos. No quise decirle más, y salí. ¡Oh, qué ser más pérfido es la mujer! Sólo ahora he comprendido lo que son las mujeres. Hasta ahora nadie sabía de quién estaba enamorada la mujer. Yo fui el primero en descubrirlo. La mujer está enamorada del demonio. Sí, y esto no es ninguna broma. Los fisiólogos escriben tonterías acerca de ella; pero ella sólo ama al demonio. Mire, desde el palco pasea sus gemelos. ¿Cree usted que mira a ese señor gordo con una condecoración? Nada de eso, mira al demonio que tiene detrás de su espalda. ¡Mírele, se ha escondido en la condecoración! ¡Mire ahora cómo le hace señas con el dedo! Y ella se casará con él.

Sí, se casará. Y todos esos funcionarios padres de familia, todos esos que se insinúan en todos los sitios procurando introducirse en la Corte, y dicen que son patriotas y esto y aquello, todos esos patriotas no aspiran más que a conseguir arrendamientos. Serían, por dinero, capaces de vender a su madre, a su padre e incluso a Dios. Todo esto no es más que vanidad, y eso se explica, porque debajo de la lengua hay una pequeña ampolla, y dentro de ella, un gusanillo del tamaño de un alfiler, y todo esto lo hace cierto barbero que vive en la calle Gorojovaia. No me acuerdo cómo se llama; pero todo el mundo sabe que quiere predicar el mahometismo por el mundo entero, junto con una comadrona. Por eso dicen que en Francia la mayoría de las personas se convierten al mahometismo.

Cierta fecha.
El día era sin fecha. Me paseé de incógnito por el Nevski. Pasó el coche del zar, y toda la gente se quitó el sombrero; yo también lo hice y me comporté como si no fuera rey de España. Encontré poco adecuado descubrir mi personalidad, así, delante de todos. Ante todo, he de presentarme en la Corte. Lo único que me retiene hasta ahora es que no tengo ningún traje de rey. Si por lo menos pudiera conseguir algún manto... Pensé encargárselo al sastre; pero esta gente es tan burra, y, además, no cuidan de su trabajo desde que se han dedicado a los asuntos, y se están la mayoría del tiempo en la calle. Decidí hacer el manto de mi nuevo uniforme de gala, que sólo me puse dos veces; pero temiendo que estos granujas fueran a estropeármelo, resolví hacerlo yo mismo. Cerré la puerta de mi cuarto para que nadie me viera, y emprendí la labor. Lo desarmé todo con ayuda de las tijeras, pues su corte ha de ser totalmente distinto.

No me acuerdo de la fecha ni tampoco del mes. El diablo sabrá qué mes era. El manto ya está acabado. Marva dio un grito cuando me lo vio puesto. Sin embargo, no me atrevo aún a presentarme en la Corte. Hasta ahora no ha llegado la diputación de España. Y sin la diputación resultaría incorrecto. Rebajaría con ello mi dignidad. La estoy esperando a cada momento.

Día 1º.
Me extraña que los diputados tarden tanto. ¿Qué motivos pudieron retenerlos? ¿Acaso Francia? Sí, es el reino más desfavorable a todo. Fui a Correos para informarme de si habían llegado los diputados españoles. Pero el empleado de allí es completamente estúpido y no sabe nada. Sólo me dijo: "No; aquí no hay ningún diputado español; pero si quiere mandar una carta, puede hacerlo y nosotros la certificaremos según la tarifa indicada". ¡Voto a mil diablos! ¡Quién habla de cartas! Eso son tonterías. Las cartas sólo las escriben los farmacéuticos...

Madrid, 30 de febrero.
Y heme aquí en España. Esto ha sucedido con tanta rapidez, que apenas si puedo volver de mi asombro. Esta mañana se presentaron en casa los diputados españoles, y yo me fui con ellos en una carroza. Me extrañó la extraordinaria rapidez del viaje, íbamos con tanta velocidad, que en menos de media hora llegamos a la frontera de España. Claro está que ahora en toda Europa los caminos de hierro colado son muy buenos y el servicio de barcos está muy organizado. ¡Qué país tan extraño es España! Al entrar en la primera habitación, vi a muchas personas con el pelo cortado al rape, y en seguida me figuré que debían de ser dominicos o capuchinos, pues tienen el hábito de afeitarse la cabeza. El comportamiento del canciller de Estado conmigo me pareció de lo más extraño: me llevó de la mano y me condujo a un cuarto, a cuyo interior me empujó, diciéndome:

—Quédate aquí. Y si persistes en pasar por Fernando, ya te quitaré yo las ganas de seguir haciéndolo.

Pero yo sabía que esto no era más que una prueba, y protesté enérgicamente, lo que me valió por parte del canciller dos golpes en la espalda. Fueron tan dolorosos, que me faltó poco para gritar; pero me contuve al pensar que esto era sólo una costumbre caballeresca que siempre tenía lugar en los grandes acontecimientos, ya que en España se conservaban aún las tradiciones caballerescas. Al quedarme solo decidí ocuparme de los asuntos de Estado. Descubrí que la China y España eran el mismo país, y que sólo por ignorancia se consideran como estados diferentes. Aconsejo a todo el mundo que escriba en un papel la palabra España, y verá como sale China. Pero me está disgustando sumamente un acontecimiento que tendrá lugar mañana. Mañana, a las siete, se producirá un fenómeno terrible. La Tierra va a sentarse sobre la Luna. Acerca de esto ha escrito el célebre químico inglés Wellington. Confieso que sentí cómo mi corazón empezaba a latir de inquietud al pensar en la delicadeza y falta de resistencia de la Luna. Todos sabemos que la Luna se fabrica generalmente en Hamburgo, y, además, muy mal. Me sorprende cómo Inglaterra no presta atención a ello. La fabrica un tonelero cojo, y es evidente que el muy tonto no tiene el menor conocimiento de la Luna. Ha puesto una cuerda de alquitrán y el resto es de aceite de madera, y por eso huele tan mal por toda la Tierra, de tal forma que tiene uno que taparse las narices. Pero la Luna es un globo tan delicado, que es imposible que la gente viva allí, y ahora sólo viven las narices. Ésta es la razón por la cual no podemos ver nuestras narices, ya que todas están en la Luna. Al pensar que la Tierra, materia pesada y potente, iba a sentarse sobre la Luna, y al imaginarme el tormento que sufrirían nuestras narices, se apoderó de mí una inquietud tal, que me puse los calcetines y me calcé en el acto para correr a la sala del Consejo de Estado y dar órdenes, con el fin de que la policía no permitiese a la Tierra sentarse sobre la Luna. Los numerosos capuchinos que hallé en la sala del Consejo de Estado eran personas muy inteligentes, y cuando les dije: "Caballeros, salvemos a la Luna, porque la Tierra quiere sentarse encima de ella", todos en el acto se precipitaron para cumplir mi real deseo. Algunos treparon por las paredes con el fin de alcanzar la Luna; pero en aquel momento entró el gran canciller. Al verle, todos echaron a correr y yo, como rey, me quedé solo. Pero, con gran sorpresa por mi parte, me golpeó con un palo y me echó a mi cuarto. Tal es el poder de las costumbres populares y tradicionales en España.

Enero del mismo año, que tuvo lugar después de febrero.
Hasta ahora no puedo comprender qué país tan raro es España. Las costumbres populares y el ceremonial de la Corte son completamente extraordinarios. No comprendo, decididamente no comprendo nada. Hoy me han afeitado la cabeza, a pesar de que grité como un condenado, diciendo que no quería ser un monje. Pero ya soy incapaz de recordar lo que me pasó cuando empezaron a verterme agua fría sobre la cabeza. ¡Jamás experimenté un infierno semejante! Estaba a punto de volverme rabioso, y apenas pudieron retenerme. No comprendo el significado de esta extraña costumbre. ¡Es una costumbre estúpida, absurda! Me niego a comprender la insensatez de los reyes, que hasta ahora no han sabido deshacerse de estas costumbres. A juzgar por todo, me figuro que habré caído en manos de la Inquisición, y seguramente aquel a quien tomé por el canciller no es más que el gran inquisidor. Pero lo único que aún no logro comprender es cómo un rey puede someterse a la Inquisición. Claro que de esto pueden tener la culpa Francia y Polignac. ¡Ah, este Polignac! ¡Qué bestia! ¡Juró oponerse a mí hasta la muerte! Y por eso me persiguen todo el tiempo; pero ya sé, amigo mío, que obras bajo la presión de Inglaterra. Los ingleses son unos grandes políticos que siempre se insinúan en todos los sitios. Y sabe el mundo entero que cuando Inglaterra aspira rapé, Francia estornuda.

Día 25.
Hoy el gran inquisidor vino a mi habitación. Pero yo, en cuanto oí sus pasos desde lejos, me escondí debajo de la silla. Él, al ver que no estaba empezó a llamarme. Al principio gritó:

—¡Poprischew!
Yo permanecí callado. Después dijo:
—¡Aksanti Ivanovich, consejero titular, noble!
Pero yo permanecía callado.
—¡Fernando VIII, rey de España!

Yo quise sacar la cabeza, pero pensé: "No, amigo, ya no me engañas. Otra vez me vas a echar agua fría sobre la cabeza". Pero debió de verme, y me hizo salir con su palo de debajo de la silla. ¡Qué daño hace ese maldito palo! Sin embargo, fui recompensado de todo con el hallazgo que hice hoy. Descubrí que cada gallo tiene una España y que la lleva debajo de las plumas. Pero el gran inquisidor se fue muy enfadado, amenazándome con terribles castigos. Yo no hice caso de su ira impotente, ya que obra sólo como una máquina, como un instrumento en mano de los ingleses.

Día 34 de febrero de 343.
¡No¡ ya no tengo fuerzas para aguantar más! ¡Dios mío!, ¿qué es lo que están haciendo conmigo? Me echan agua sobre la cabeza. No me hacen caso, no me miran ni me escuchan. ¿Qué les he hecho yo, Señor? ¿Por qué me atormentan? ¿Qué es lo que esperan de mí? ¡Ay, infeliz de mí! ¿Qué les puedo dar yo? Yo no tengo nada. No tengo fuerzas, no puedo aguantar más todos los martirios que me hacen. Tengo la cabeza ardiendo, y todo da vueltas en torno mío. ¡Sálvenme, llévenme de aquí! ¡Que me den una troika con caballos veloces! ¡Siéntate, cochero, para llevarme lejos de este mundo! ¡Más lejos, más lejos, para que no se vea nada!... ¡Cómo ondea el cielo delante de mí! A lo lejos centelleaba una estrella, el bosque de árboles sombríos desfila ante mis ojos, y por encima de él asoma la luna nueva. Bajo mis pies se extiende una niebla azul oscura; oigo una cuerda que sueña en la niebla; de un lado está el mar, y del otro, Italia; allí, a lo lejos, se ven las chozas rusas. ¿Quizá sea mi casa la que sé vislumbra allá a lo lejos? ¿Es mi madre la que está sentada a la ventana? ¡Madrecita, salva a tu pobre hijo! ¡Vierte unas cuantas lágrimas sobre su cabeza enferma! ¡Mira cómo le martirizan! ¡Ampara en tu pecho a tu pobre huérfano! En el mundo no hay sitio para él. ¡Lo persiguen! ¡Madrecita, ten piedad de tu niño enfermo!... ¡Ah! ¿Sabe usted que el bey de Argel tiene un bulto debajo de la nariz?"

Nikolai Gogol