El Recolector de Historias

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martes, 30 de junio de 2015

"La Boda de John Charrington"

"Nadie pensó jamás que May Forster se casaría con John Charrington; pero él no opinaba lo mismo, y John Charrington tenía un modo extraño de conseguir cualquier cosa que se propusiera. Le pidió que se casara con él antes de ir a Oxford. Ella se echó a reír y le dijo que no. Se lo volvió a pedir la primera vez que regresó a casa. May se rió de nuevo, movió su preciosa cabeza rubia, y volvió a contestarle que no. La tercera vez que se lo pidió, ella dijo que se estaba convirtiendo en un hábito incorregible, y se rió más que nunca de él.

John no era el único hombre que quería casarse con May: era la belleza de nuestro círculo social, y todos estábamos más o menos enamorados de ella; era una especie de moda, como los corbatines de lazo o las capas de Inverness. Por eso nos sentimos tan molestos como sorprendidos cuando John Charrington entró en nuestro pequeño club local (recuerdo que celebrábamos nuestras reuniones en un desván encima del guarnicionero) y nos invitó a su boda.

-¿A tu boda?
-¿Bromeas?
-¿Quién es la afortunada? ¿Cuándo tendrá lugar?
John Charrington cargó su pipa y la encendió antes de contestar:
-Muchachos, lamento privaros de vuestra única diversión... Pero la señorita Forster y yo nos casaremos en septiembre.
-¿Bromeas?
-Le ha dado calabazas de nuevo y el pobre ha perdido el juicio.
-No -exclamé, poniéndome en pie-. Seguro que dice la verdad. Que alguien me dé una pistola... o un billete en primera clase hasta la última parada de Ningunaparte. Charrington ha embrujado a la única joven bonita en un radio de veinte millas. ¿Ha sido mesmerismo o un filtro de amor, Jack?
-Ni lo uno ni lo otro, sino una virtud que vosotros nunca tendréis: perseverancia, y el hecho de ser el hombre más afortunado del mundo.

Había algo en su voz que me hizo callar; y las bromas de los demás muchachos no lograron sonsacarle nada. Lo más sorprendente fue que, cuando felicitamos a la señorita Forster, ella se puso roja como la grana y nos sonrió con aquellos graciosos hoyuelos en las mejillas, como si realmente estuviera enamorada de él y lo hubiese estado desde el principio. Juraría que era cierto. Las mujeres son criaturas muy extrañas.

Nos invitaron a todos a la ceremonia. En Brixham, todos los que son algo se conocen entre sí. Estoy convencido de que mis hermanas estaban más interesadas por el ajuar que la propia novia, y yo iba a ser el padrino. Se habló mucho del futuro enlace a la hora del té, y en nuestro pequeño club encima del guarnicionero; y todo el mundo se hacía la misma pregunta: ¿le amará ella? Yo tampoco lo sabía a ciencia cierta en los primeros días de su noviazgo, pero, después de cierto atardecer de agosto, mis dudas se desvanecieron. Regresaba a casa desde el club a través del cementerio. Nuestra iglesia se encuentra en una colina donde crece el tomillo, y el césped a su alrededor es tan suave y tupido que las pisadas resultan inaudibles.

No hice el menor ruido al saltar el pequeño muro cubierto de liquen, y continué mi camino entre las tumbas. Recuerdo que oí la voz de John Charrington y vi a May al mismo tiempo. Estaba sentada sobre una lápida muy lisa, a escasa altura, con todo el esplendor del sol poniente en su lindo semblante. Su expresión disipaba, de una vez para siempre, cualquier duda acerca de su amor por él; una belleza, que no habría creído posible ni en un rostro tan hermoso como el suyo, parecía transfigurarla. John estaba a sus pies, y fue su voz la que rompió el silencio del dorado atardecer de agosto.

-Mi amor, mi amor, !creo que volvería de entre los muertos si me lo pidieras!

Me apresuré a toser para indicarles mi presencia y, desterrando cualquier duda, continué andando por la sombra.

La boda iba a celebrarse a primeros de septiembre. Dos días antes, tuve que ir urgentemente a la ciudad por un asunto de negocios. El tren venía con retraso, por supuesto, ya que se trataba de la Compañía del Sudeste y, mientras esperaba malhumorado su llegada con el reloj en la mano, divisé a John Charrington y a May Forster. Paseaban del brazo por un solitario extremo del andén, mirándose a los ojos, indiferentes a la amable curiosidad de los mozos de estación.

Sin dudarlo un instante, como es natural, desaparecí en el despacho de billetes; y, hasta que el tren no se detuvo en la estación, no pasé de manera visible junto a la pareja con mi Gladstone, y elegí un rincón en un vagón de fumadores de primera clase. Hice como si no los hubiera visto. Me sentía orgulloso de mi discreción, pero, si John iba a viajar solo, yo deseaba su compañía. Y la tuve.

-Hola, viejo amigo -exclamó alegremente, metiendo su bolsa en mi vagón-. ¡Menuda suerte! ¡Y yo que esperaba un viaje de lo más aburrido!
-¿Dónde vas? -le pregunté, mirando discretamente hacia otro lado; no necesitaba ver a May para saber que la joven había llorado.
-A casa del anciano Branbridge -respondió, cerrando la portezuela y asomándose a la ventanilla para despedirse de su novia.
-¡Ojalá no fueras, John! -le oí decir en voz baja, con enorme seriedad-. Estoy segura de que va a ocurrir algo.
-¿Crees que yo permitiría que ocurriese algo que nos impidiera celebrar la boda pasado mañana?
-No vayas -le suplicó May, con una vehemencia que habría enviado primero mi bolsa y después a mí al andén. Pero ella no se dirigía a mí. Y John Charrington era diferente: rara vez cambiaba de opinión, y nunca sus decisiones.

Se limitó a acariciar las pequeñas manos sin guantes que se apoyaban en la portezuela del vagón.

-Tengo que hacerlo, May. El pobre viejo ha sido sumamente bondadoso conmigo y, ahora que está en su lecho de muerte, debo acudir a su lado; pero volveré a tiempo para... -el resto de su despedida se perdió en un murmullo y en las sacudidas y traqueteos del tren que arrancaba.
-¿Seguro que vendrás? -preguntó ella, al ver que nos movíamos.
-Nada me lo impedirá -replicó John Charrington; y el tren salió de la estación.

Criando la pequeña figura en el andén desapareció de su vista, se recostó en el rincón y guardó unos momentos de silencio. Me explicó entonces que su padrino, del que era el único heredero, estaba muriéndose en Peasmarsh, a unas cincuenta millas; que había enviado a buscarlo, y él se había sentido obligado a ir.

-Seguramente estaré de vuelta mañana -afirmó-, y si no al día siguiente, con tiempo de sobra para la boda. ¡Es una suerte que en la actualidad no haya que levantarse en medio de la noche para contraer matrimonio!
-¿Y si fallece el señor Branbridge?
-¡Vivo o muerto, tengo intención de casarme el jueves! –repuso John, encendiendo un cigarro y desplegando el Times.

Nos dijimos adiós en la estación de Peasmarsh; él se bajó del tren, y le vi alejarse a caballo. Yo seguí hasta Londres, donde pasé la noche. Cuando regresé al día siguiente, una tarde muy lluviosa, por cierto, mi hermana me recibió con estas palabras:

-¿Dónde está el señor Charrington?
-¡Sabe Dios! -respondí malhumorado. A todos los hombres, desde los tiempos de Caín, les han inquietado esa clase de preguntas.
-Pensé que sabrías algo de él -añadió ella-, como mañana vas a ser su padrino...
-¿Acaso no ha vuelto? -inquirí, pues había confiado en encontrarlo en casa.
-No, Geoffrey -mi hermana Fanny siempre sacaba conclusiones precipitadas, especialmente si éstas eran poco favorables para sus congéneres-, no ha vuelto y, es más, puedes estar seguro de que no lo hará. Escúchame bien, mañana no se celebrará ninguna boda.

No había nadie en el mundo que me sacara tanto de mis casillas como mi hermana Fanny.

-Escúchame bien tú a mí -contesté con aspereza-, será mejor que dejes de comportarte como una perfecta idiota. La boda de mañana será mucho más real que ninguna de las que vayas a protagonizar tú -una predicción, dicho sea de paso, que acabaría cumpliéndose.

Sin embargo, aunque yo respondiera con brusquedad a mi hermana, muy seguro de mis palabras, no me sentí tan bien aquella noche cuando me dijeron en casa de John que aún no había vuelto. Me alejé de allí bajo la lluvia, lleno de pesimismo. La mañana siguiente amaneció con un cielo azul y un sol radiante; un día inmejorable de suave viento y hermosas nubes. Me levanté con el vago sentimiento de haberme acostado muy inquieto, y con muy pocas ganas de enfrentarme a la realidad ahora que estaba despierto. Pero con el agua para el afeitado me trajeron una nota de John que me tranquilizó, y me encaminé feliz a casa de los Forster. May estaba en el jardín. Vi su traje azul a través de las malvarrosas cuando las puertas de la verja se cerraron a mis espaldas. Así que, en lugar de dirigirme a la casa, bajé por el sendero cubierto de césped.

-También te ha escrito -exclamó, sin saludarme antes, cuando llegué a su lado.
-En efecto. Tengo que reunirme con él a las tres en la estación, y los dos iremos directamente a la iglesia.

Su semblante estaba pálido, pero el brillo de sus ojos y el delicado temblor de sus labios hablaban de una renovada felicidad.

-El señor Branbridge le pidió que se quedará una noche más y John fue incapaz de negarse -continuó May-. ¡Es tan buena persona! Pero ¡ojalá hubiera vuelto ayer!

Llegué a la estación a las dos y media. Me sentía bastante irritado con John. Era una falta de respeto hacia la hermosa joven que tanto le amaba llegar sin aliento, cubierto del polvo del camino, y coger esa mano por la que algunos de nosotros habríamos dado los mejores años de nuestra vida. Pero cuando el tren de las tres en punto se detuvo y volvió a ponerse en marcha sin que ningún pasajero se apeara en nuestra pequeña estación, sentí algo más que indignación contra él. El siguiente tren no llegaría hasta treinta y cinco minutos después; calculé que, si nos apresurábamos, podríamos llegar justo a tiempo a la ceremonia; pero ¡qué necio había sido al perder el primer tren! ¿Qué otro hombre habría hecho algo así?

Los treinta y cinco minutos se me hicieron eternos mientras vagaba por la estación leyendo el tablón de anuncios y los horarios, así como el reglamento de la compañía ferroviaria, cada vez más indignado con John Charrington. Aquella confianza en su propio poder de conseguir cuanto quería en el momento en que lo deseaba le estaba llevando demasiado lejos. Odio esperar. A todo el mundo le pasa lo mismo, pero creo que yo lo odio más que nadie. El tren de las tres treinta y cinco llegó con retraso, naturalmente.

Mordí mi pipa con fuerza y di una patada en el suelo con impaciencia mientras esperaba el cambio de señales. Oí un chasquido y la señal bajó. Cinco minutos después entré atropelladamente en el carruaje que había traído para llevar a John.

-¡A la iglesia! -exclamé, mientras alguien cerraba la puerta-. El señor Charrington no ha llegado en este tren.

El enfado se convirtió entonces en inquietud. ¿Qué podía haberle pasado? ¿Se habría sentido súbitamente mal? No recordaba haberlo visto un solo día enfermo. Además, de haber sido así, habría enviado un telegrama. Tenía que haber sufrido un espantoso accidente. Jamás se me pasó por la cabeza... no, ni un solo instante... que hubiera engañado a May. Sí, algo terrible le había ocurrido, y era mi deber comunicárselo a su novia. Les aseguro que casi llegué a desear que el carruaje volcase y destrozara mi cabeza para que otra persona tuviera que decírselo en mi lugar, pues yo... pero eso no tiene nada que ver con esta historia.

Eran las cuatro menos cinco cuando nos detuvimos ante la verja del cementerio. Dos hileras de curiosos se alineaban expectantes a ambos lados del camino, entre la entrada al camposanto y la puerta de la iglesia. Salté del carruaje y pasé entre ellos. Nuestro jardinero estaba muy bien situado, cerca de la puerta. Me paré junto a él.

-Todavía están esperando a los novios, ¿verdad, Byles? -pregunté, únicamente para ganar tiempo; sabía, por supuesto, que así era por lo atenta que se mostraba la muchedumbre.
-¿Esperando, señor? No, no; la ceremonia ya debe de haber acabado.
-¿Acabado? Entonces el señor Charrington, ¿ha venido? justo a tiempo, señor; algo ha debido impedirle encontrarse con usted. Y sabe, señor -añadió bajando la voz-, jamás había visto así al señor John; en mi opinión, ha estado bebiendo más de la cuenta. Su ropa estaba polvorienta y su rostro, blanco como el papel. No me ha gustado nada su aspecto, y la gente está haciendo toda clase de comentarios en el interior. Verá usted, creo que al señor John le ha ocurrido algo muy grave y ha bebido. Parecía un fantasma, y ha entrado en la iglesia con la vista extraviada, sin dirigir una sola mirada o una sola palabra a ninguno de nosotros, ¡él, que ha sido siempre un caballero!

Nunca había oído decir tantas palabras seguidas a Byles. La multitud cuchicheaba y se preparaba para lanzar arroz y zapatillas a los novios. Los campaneros, con sus manos en las cuerdas, se preparaban para iniciar el alegre repicar cuando los recién casados salieran de la iglesia.

Un murmullo en el interior anunció su llegada, y los novios aparecieron en la puerta. Byles estaba en lo cierto. John Charrington parecía otro hombre. Tenía la chaqueta polvorienta y el cabello despeinado; y una mancha amoratada en la frente, como si se hubiera enzarzado en una pelea. Estaba pálido como un cadáver; aunque su palidez no era mayor que la de la novia, que parecía tallada en marfil... el vestido, el velo, las flores de azahar, el rostro, toda ella.

Los campaneros, que eran seis, se inclinaron a su paso; y mientras los oídos esperaban el alegre repicar de boda, ellos iniciaron el lento tañido del toque de difuntos. Todos nos estremecimos de horror ante la insensata broma de aquellos hombres. Pero los campaneros soltaron las cuerdas y huyeron como conejos hacia la luz del sol. La novia temblaba, y parecía a punto de estallar en llanto; pero el novio descendió con ella por el camino donde la gente los esperaba con los puñados de arroz. Mas nadie los arrojó, ni repicaron las campanas de boda. Fue inútil tratar de convencer a los campaneros para que repararan su error; sin dejar de proferir juramentos, balbucearon que ellos se cuidarían muy mucho de alejarse antes.

En medio de un silencio sepulcral, los novios entraron en el carruaje y la portezuela se cerró tras ellos. Fue entonces cuando las lenguas se soltaron. Una verdadera Torre de Babel de indignación, asombro y conjeturas, tanto por parte de los espectadores como de los invitados.

-Si yo hubiera visto su estado, señor -me dijo el viejo Forster cuando nos alejábamos-, ¡le habría tirado al suelo de la iglesia para impedir que se casara con mi hija!
Luego asomó la cabeza por la ventanilla.
-¡Corra como el diablo! -gritó al cochero-. No se preocupe por los caballos.

El hombre le obedeció y adelantamos el carruaje de la novia. Yo me abstuve de mirarlo, pero el viejo Forster volvió la cabeza y lanzó un juramento. Llegamos a la casa antes que los recién casados. Nos quedamos en el umbral, bajo el sol abrasador de las primeras horas de la tarde, y no había transcurrido ni medio minuto cuando oímos el chirrido de las ruedas en la grava. El carruaje se detuvo junto a los escalones de entrada, y el viejo Forster y yo los bajamos corriendo.

-¡Santo Cielo! ¡No hay nadie en su interior! Y, sin embargo...

Me apresuré a abrir la puerta, y contemplé el siguiente espectáculo: No había ni rastro de John Charrington; y de May, su mujer, sólo se veía un montón de raso blanco en el suelo y en el asiento del carruaje.

-He venido directamente de la iglesia, señor -dijo el cochero, mientras el padre de May la cogía en brazos-; y puedo jurarle que nadie ha salido del coche.

La llevamos dentro con su vestido de novia y le quitamos el velo. ¿Seré capaz de olvidar algún día su rostro? Pálido, muy pálido, atenazado por la angustia y el terror, con una expresión de espanto que, desde entonces, no he visto más que en pesadillas. Su pelo, rubio y brillante, se había vuelto blanco como la nieve. Mientras su padre y yo la contemplábamos, a punto de enloquecer ante aquel horror y misterio, un muchacho subió por la avenida... un muchacho con un telegrama en la mano. Me entregaron un sobre naranja. Lo rompí para leer su contenido.

El señor Charrington se cayó del caballo a la una y media, camino de la estación. Murió en el acto.

Y había contraído matrimonio con May Forster en nuestra parroquia a las tres y media, ante la mitad de los feligreses.

-¡Me casaré contigo, vivo o muerto!

¿Qué había ocurrido en el carruaje mientras se dirigían a la casa? Nadie lo sabe... ni lo sabrá nunca. ¡Oh, May, amor mío! Antes de que transcurriera una semana, la depositaron junto a su marido en nuestro pequeño cementerio, en la colina donde crece el tomillo, en el mismo cementerio donde los dos celebraban sus citas de amor.

Y así fue la boda de John Charrington".

Edith Nesbit

lunes, 29 de junio de 2015

"La Escuela para Brujas"

"En el pico de Cader había una escuela de brujas: allí, la hija del médico, que enseñaba la cuna profana y la aguja del demonio, contaba con siete jovencitas campesinas.

En el pico de Cader, a medias derruida y azotada por un clima hostil, la casa de una sola planta daba albergue a las siete jovencitas, a los ecos del sótano, a una cruz invertida sobre la entrada de las habitaciones interiores. Allí, cuando soñaba con enfermedades en el centro de la colina tuberculosa, oyó el médico gritar a su hija invocando el poder que rebullía bajo las raíces de occidente. Invocaba a un demonio en concreto, pero la gehena ni siquiera bostezó bajo la colina, y el día y la noche continuaron con sus sendas despedidas; cantaron los gallos y cayó el maíz en las aldeas y en los campos amarillentos mientras ella enseñaba a las siete jovencitas cómo se interponía la lujuria del hombre, cual cadáver de caballo, frente a sus mezcolanzas inyectadas. Era baja, tenía gruesos los muslos y las mejillas coloradas, los labios carmesíes y la inocencia en los ojos. Sin embargo, se le endurecía el cuerpo cuando invocaba a las flores negras bajo la marea de las raíces, cuando salía a recoger los cuajos de los árboles para colocarlos bajo las ubres de las vacas, y las siete la miraban fijamente, boquiabiertas, viendo cómo se le endurecían las venas de los pechos; permanecía descubierta e invocaba al diablo, y las siete, descubiertas, cerraban un círculo a su alrededor.

Al enseñarles las intrincadas maneras del demonio, alzó los brazos para franquearle el paso. Tres años y un día habían transcurrido desde la primera vez en que se postró ante la luna y, enloquecida por la media luz, se empapó el cabello siete veces en el agua salada del mar y empapó un ratón en miel. Permanecía en pie sin que nada ni nadie la tocase, en actitud de amar al hombre perdido. Se le endurecieron los dedos sobre la luz, como si estuvieran sobre el esternón del diablo que seguía sin acudir a su llamamiento.

La señora Price ascendió la colina y la vieron las siete. Era la primera noche del año nuevo, el viento estaba aquietado en el pico de Cader y un atardecer a medias tintado de rojo, prometedor, flotaba sobre los roquedos. Tras la comadrona se fundió el sol tal como se hunde una piedra en la ciénaga, y la Oscuridad borboteó tras él, y el barro lo succionó en la burbuja de los campos insondables.

En Belén existe una cárcel para mujeres locas, y en Cathmarw, junto a los árboles de la casa del párroco, una muchacha negra se puso a chillar mientras sufría los dolores del parto. Le daba miedo morir como una vaca en el establo, le daban miedo los ruidos de los grajos. Llamó a gritos al médico del pico de Cader cuando el occidente tumultuoso se removía en su sepultura. La oyó la comadrona. Una muchacha negra se balanceaba en su cama. Sus ojos eran de piedra. La señora Price ascendió la colina y la vieron las siete.

-Comadrona, comadrona, -llamaron las siete jovencitas.

La Señora Price se persignó. Llevaba una ristra de ajos colgada del cuello. Con cuidado, la rozó con un dedo. Las siete gritaron a voz encuello, y corrieron del ventanal a las habitaciones interiores, en donde la hija del médico, arrodillada, daba consejos al sapo negro, a su allegada y al gato adivino que dormitaba pegado a la pared. La allegada movió la cabeza. Las siete se pusieron a bailar, restregando los muslos contra la pared enlucida hasta que la sangre borró los símbolos de la fertilidad que llevaban inscritos en ellos. Bailaron de la mano entre los símbolos oscuros, bajo los mapas que indicaban el asenso y la caída de las estaciones satánicas, y sus blancos vestidos revoloteaban alrededor. Comenzaron a ulular las lechuzas, golpeteando la música de un invierno que había despertado de súbito.

Cogidas de la mano, las bailarinas dieron vueltas en torno al sapo negro y a la hija del médico, siete ciervos en danza, sus cornamentas temblorosas en la confusión de aquella habitación profana.

-Es una mujer muy negra, -dijo la señora Price, e hizo una reverencia al médico. Despertó al oír la historia de la comadrona, que le hablaba de un sueño de enfermedades y recordaba la rotura, la mancha negra, el eco, las sombras mutiladas del séptimo sentido. Ella se acostó con un afilador negro. El la hirió en lo más profundo, dijo el médico, y se limpió un bisturí en la manga. Juntos, bajaron dando tumbos por los roquedos de la colina.

Al pie de la colina los recibió el terror, el terror de los ciegos que golpean con sus blancos bastones sin saber dónde dan, las extremidades amputadas de las tinieblas solidificadas; dos gusanos en el pliegue de un árbol, las barrigas en la savia del caucho, los pegamentos de un bosque de simiente equivocada; sujetando con todas sus fuerzas los sombreros y el bolso una y el maletín el otro, los dos siguieron a rastras por el camino que llevaba al negro alumbramiento. De la derecha, de la izquierda, los alaridos arrancados por los dolores del parto llegaban por debajo de las ramas, atravesaban la madera muerta desde la tierra, donde estornudó un topo, y desde el cielo, fuera de la vista de los gusanos.

No fueron los únicos que aquella noche se vieron atrapados en la ceguera torrencial: para ellos, mientras avanzaban a tientas, dando traspiés, la tierra estaba desierta, no había un solo hombre, y los profetas del mal tiempo caminaban a solas por sus barriadas. Del silencio emergieron tres buhoneros, pegados al muro de la capilla. Es la capilla de Cader, dijo el sartenero.

-El párroco no tiene aprecio por los buhoneros, -dijo John Bucket, el calderero. Al pico de Cader, dijo el afilador, y allá fueron.

Pasaron muy cerca de la comadrona; ella escuchó el claqueteo de las tijeras y la rama de un árbol tamborilear en los cacharros de cobre. Uno, dos y tres: se fueron arrastrando los pies, invisibles, mientras ella se sujetaba las faldas. La señora Price se persignó por segunda vez y volvió a tocar los ajos que le colgaban del cuello. Un vampiro con tijeras era un demonio de Pembroke.

Y la muchacha negra gritaba como un cerdo.

-Hermana, levanta la mano derecha.

La séptima jovencita alzó la mano derecha.

-Ahora, -dijo la hija del médico- repite conmigo: Levántate y sal de la cebada aristada. Levántate y sal de la verde hierba adormecida en la hondonada frondosa del Señor Griffiths. Hombre grande, hombre negro, todo ojos y sólo un diente, levántate y sal de las ciénagas de Cader. Repite: El diablo me besa.
-El diablo me besa, -dijo la muchacha helada en el centro de la cocina.
-Bésame para salir de la cebada aristada.
-Bésame para salir de la cebada aristada.

En círculo, el resto de las jovencitas se reía entre dientes.

-Sácame de la verde hierba.
-Sácame de la verde hierba. ¿Ya puedo ponerme la ropa?, -dijo la joven bruja tras encontrarse con el mal invisible.

A lo largo de las primeras horas de la noche, en el humo de las siete candelas, la hija del médico habló del sacramento de las tinieblas. En los ojos de su allegada leyó la nueva de un grandísimo advenimiento profano; adivinando el futuro en los ojos verdes y somnolientos vislumbró, con la misma claridad con que vieron los buhoneros la torreta, la llegada de una bestia descomunal con piel de ciervo, vio al animal astado cuyo nombre se lee del revés, y vio que el negro, negro, negrísimo ser errante ascendía la colina hacia donde estaban las siete jovencitas sabias de Cader.

Despertó al gato.

-Pobre Campana, -dijo acariciando al gato a contrapelo- Talán, talán, Campana, -dijo, y balanceó por la cola al gato babeante.
-Hermana, levanta la mano izquierda.

La primera jovencita alzó la mano izquierda.

-Ahora, con la derecha pon un alfiler en la izquierda.
-¿Dónde hay un alfiler?
-Aquí, -dijo la hija del médico- aquí tienes un alfiler, enredado en tus cabellos.

La muchacha hizo ademán de llevarse la mano al negro cabello y extrajo un alfiler del rizo que le caía sobre la oreja.

-Repite: Te crucifico.
-Te crucifico, -dijo la muchacha. Con el alfiler en la mano, se lo clavó al gato agazapado en el regazo de la hija.

Porque el amor adopta múltiples formas: perro, gato, cerdo o cabra. Existía un amante hechizado en el tiempo de la misa, formado de pleno, con sus rasgos plasmados en la imagen del gato que salió huyendo con el vientre ensangrentado, corriendo hasta dejar atrás a las siete jovencitas, el salón y el dispensario, hasta salir a la noche y seguir corriendo por la colina.

El viento lo alcanzó en la herida y con agilidad bajó por los roquedos, camino de los arroyos refrescantes. Pasó como un relámpago junto a los tres buhoneros. Un gato negro trae buena suerte, dijo el sartenero.

-Un gato ensangrentado trae mala suerte, -dijo John Bucket, el calderero.

El afilador no dijo nada. Emergieron del silencio junto al muro de la casa que se alzaba sobre la cima y escucharon la música infernal que salía de la puerta abierta. Espiaron por la ventana de cristal tintado y las siete jovencitas danzaron ante ellos.

-Tienen pico, -dijo el sartenero.
-Y los pies palmeados, -dijo John Bucket, el calderero.

Los buhoneros entraron. A medianoche dio a luz la muchacha negra, que parió una bestia negra con ojos de gatito y una mancha en la comisura de la boca. La comadrona, al recordar las marcas de nacimiento, habló en susurros con el médico de la grosella que tenía su hija en el brazo.

-¿Está ya madura?, -preguntó la señora Price. Al médico le tembló la mano, y con el bisturí cortó al bebé por debajo del mentón.
-Tú, llora, chilla, -dijo la señora Price, que amaba a todos los recién nacidos.

El viento aullaba por encima de Cader y despertaba a los grajos adormecidos, que graznaron en la fronda y, con más fuerza que los búhos, perturbaron las meditaciones de la comadrona. No era habitual que los grajos, adormecidos sobre los tejados de zinc, se pusieran a graznar en plena noche.

-¿Quién habría hechizado a los grajos? Bien podía salir el sol a la una y diez de la madrugada.
-Tú, llora, chilla, -dijo la señora Price con el bebé en brazos- que este es un mundo perverso.

Con vozarrón de vendaval, habló al bebé medio asfixiado entre los pliegues del abrigo de la comadrona. La señora Price llevaba un sombrero de hombre, y sus enormes pechos palpitaban bajo la casa negra.

-Tú, llora, chilla, -dijo el mundo perverso- soy un viejo que te ciega, una mujercita perversa que te hace cosquillas, una muerte seca que te reseca.

El bebé lloró y chilló como si tuviese una pulga en la lengua. Los buhoneros se perdieron en la casa y no pudieron encontrar el camino de las habitaciones interiores, donde las jovencitas seguían bailando con picos de ave y con los pies palmeados, descalzas sobre los adoquines. El sartenero abrió la puerta del dispensario, pero los frascos y la bandeja de los bisturíes y demás instrumentos le alarmaron. Los pasadizos estaban demasiado oscuros para John Bucket, el calderero, y el afilador lo sorprendió en una esquina.

-Cristo me defienda, -exclamó.

Las muchachas cesaron su danza, pues el nombre de Cristo resonó en el vestíbulo.

-Entra, entra, -gritó la hija del médico al diablo para darle la bienvenida.

Fue el afilador el que encontró la puerta y giró el picaporte, entrando en la luz de las candelas. Se plantó delante de Gladwys en el umbral de la puerta, un gigante negro como la tinta, con una barba de tres días. Ella alzó la cara acercándola a la suya, y el sayo le cayó en el acto. Subiendo por la colina, la comadrona resoplaba y canturreaba para aliviar el paso con el recién nacido en brazos, y el médico se afanaba tras ella, escuchando el golpeteo de su negro maletín. Las aves de la noche volaron al lado de ellos, pero la noche estaba desierta, y aquellas alas y voces inquietas, abandonando el vacío para siempre, eran las plumas de las sombras y los acentos de un vuelo invisible.

El propósito tras la silueta del pico de Cader, en el pecho de la colina repleto de cantos y en los cráteres que picaban como la viruela aquella carne entre verde y negruzca, no era otro que el propósito del viento que, de grado o por fuerza, soplaba por todos los rincones la hierba amorfa y las piedras de un mundo todavía por moldear. Los parches de hierba y los huesos de la empinada cuesta, según meditó el médico mientras subía tras el bebé, adormecido en sus recuerdos en el regazo de una desconocida, se arremolinaban unos con otros al salir de los basureros del caos gracias a un viento invernal. Sin embargo, la presunción del médico quedó en nada, pues el bebé negro soltó un alarido tan alto y tan agudo que el señor Griffiths lo oyó desde su templo en la fronda de la hondonada. El adorador de las plantas, de pie bajo la sagrada calabaza que había clavado con cuatro clavos a la pared, oyó el alarido que descendía desde las alturas.

Una mandrágora había aullado en Cader. El señor Griffiths salió deprisa, por el camino de las estrellas. John Bucket, el calderero, y el sartenero llegaron a la luz de la candela y se vieron en compañía de extraños. En el círculo central de la estancia, rodeados por las luces inciertas, estaban el afilador y la muchacha desnuda; ella le sonrió, él le sonrió a ella, tentó con sus manos el cuerpo de la jovencita, ella se puso rígida y se relajó después, él se acercó más, y ella sonriendo volvió a ponerse rígida, y el se relamió.

John Bucket, el calderero, no le había visto convertido en uno de los poderes del mal, cuando desnudó los pechos y los muslos inmaculados de las gentiles doncellas, un hombre negro y magnético, con la condenación de las mujeres en su sonrisa al forzar las puertas del amor. Recordaba a un negro compañero de ruta que afilaba las tijeras y los cuchillos por los pueblos y que, en la penumbra, cuando los buhoneros vivaqueaban para pernoctar, era una sombra negra como el tizón, silenciosa como los setos junto a los cuales caminaban.

-¿Era ese hombre tan alto, -murmuró el sartenero- ese que toma a la hija del médico sin saludo previo, era ese Tom el afilador? Lo recuerdo en los caminos bajo el sol de plomo, un buhonero negro con sus tres chaquetas puestas.

Como un dios, el afilador se inclinó sobre Gladwys, sanó su herida, ella aguantó su ungüento y su fuego, ardió en el altar de la torre y así se cumplió el negro sacrificio. Se apartó de sus brazos, con su corte abierto en una ofrenda, las entrañas de un cordero, sonriente, llorosa:

-Danzad, danzad mis siete allegadas.

Y las siete danzaron con las cornamentas estremecidas en la confusión de aquella estancia profana. Un aquelarre, un aquelarre, exclamaron las siete al bailar. Llamaron al sartenero, que seguía en la puerta. Él avanzó paso a paso, ellas le tomaron de ambas manos.

-Danza, danza, mi desconocido, -gritaron las siete.

John Bucket, el calderero, se unió a ellos, y sus calderos resonaban como tambores. Con habilidad lo arrastraron a la furia creciente de la danza. El afilador, en medio del círculo, bailaba como una torre. Ganaron más velocidad al dar vueltas y más vueltas, aunque ninguna gritaba más fuerte que los dos buhoneros en el corazón de aquella compañía giratoria, y la hija del médico se coló entre ellos. Les hizo dar vueltas con mayor celeridad; mareados como dos veletas presa de cien vientos a la vez, eran dos siluetas en constante revolución, al viento alborotado por los vestidos de las jovencitas, al compás de la música del afilador y sus tijeras, de las sartenes y los calderos; mareada, ella correteó entre las bailarinas, una rueda de cabellos y de ropas, y los alfileres ensangrentados giraban también; las candelas palidecieron y menguaron por el viento de la danza; ella giró como un torbellino al lado del buhonero, al lado del afilador, al lado negro y oscuro, y olfateó su piel, olfateó las siete furias.

Fue entonces cuando llegaron el médico, la comadrona y el bebé. Entraron por la puerta abierta con toda tranquilidad.

-Que duermas bien, Pembroke, que tus demonios te han abandonado. ¡Ay del pico de Cader, que el hombre negro baila en mi casa!

Para aquella velada salvaje no había otro finque un fin de maldad. La tumba había bostezado, y el negro aliento se alzó de la tierra. Bailaban las metamorfosis del polvo de Cathmarw. Yaced quietas, cenizas del hombre, pues el ave fénix ha de levantar el vuelo de donde estáis. Caiga la maldición sobre Cader, sobre mi bella casa cuadrada. La señora Price rozó con el dedo los ajos y el médico permaneció contristado.

Las siete los vieron. Un aquelarre, un aquelarre, exclamaron. Una, sin dejar de bailar, tiró de la mano del médico; otra, bailando sin cesar, lo tomó de la cintura; perplejo al ver la carne blanca en sus brazos, el médico también bailó.

-Maldición, caiga la maldición y la pena sobre Cader, -gritaba ala vez que giraba entre las doncellas, y sus pasos fueron ganando velocidad.

Oyó elevarse su propia voz, notó que sus pies volaban sobre los adoquines.

-Un aquelarre, un aquelarre, -gritó él médico bailando, e hizo las debidas reverencias.

De repente, la señora Price, abrazada al bebé negro, fue rodeada a la entrada de la estancia. Los doce danzantes la hicieron entrar, y las manos de desconocidos le arrebataron el bebé del regazo.

-Ved, ved, -dijo la hija del médico- ved la cruz en su cuello negro.

Había sangre bajo el mentón del bebé, allí donde tembló un bisturí al hacerle un corte.

-El gato, -gritaron las siete- el gato, el gato negro.

Habían desatado al diablo hechizado que habitaba en el gato, el esqueleto humano, la carne y el corazón de la gehena de las raíces del valle y la imagen de un ser que calmaba su herida en los arroyos lejanos. Su magia había obrado; depositaron al bebé sobre los adoquines y prosiguió la danza.

-Pembroke, que duermas bien, -susurró la comadrona que bailoteaba- tiéndete, no te muevas, condado desierto.

Y fue así que el último visitante de esa noche encontró a trece danzantes en las habitaciones interiores de la casa de Cader: un hombre negro y una muchacha sonrojada, dos buhoneros desharrapados, un médico, una comadrona y siete muchachas campesinas que daban vueltas y más vueltas tomados de las manos, bajo los mapas que señalaban el ascenso y la caída de las estaciones satánicas, entre los símbolos de las artes más siniestras, dando vueltas sin cesar, mareados, gritando hacia el techo a la vez que reverenciaban la cruz invertida que estaba a la entrada.

El señor Griffiths, medio ciego después de haber pasado mucho tiempo contemplando la luna, echó un vistazo y los encontró así. Vio al recién nacido sobre los fríos adoquines. Invisible, en las sombras, se acercó sigiloso al bebé y lo puso en pie. El bebé cayó. Con paciencia, el señor Griffiths puso en pie al bebé, pero aquella mandrágora no iba a caminar esa noche".

Dylan Thomas

domingo, 28 de junio de 2015

"La Hechicería de Aphlar"

"El consejo de los doce, reunido en el estrado de joyas celestiales, ordenó que Aphlar fuera arrojado más allá de las puertas de Bel-haz-en. Se sentaba solo demasiado a menudo, decretaron, y meditaba tristemente cuando el trabajo habría tenido que ser su mayor alegría. Y en sus oscuras y escondidas investigaciones leyó con demasiada frecuencia aquellos papiros de edades primitivas que descansan en el santuario Guothic y sólo suelen ser consultados por raros y especiales propósitos.

La crepuscular ciudad de Bel-haz-en había vuelto la espalda al conocimiento. No hacía mucho que los filósofos, sentados en las esquinas de las calles, dirigían sabias palabras a las gentes, pero ahora la ignorancia y la estupidez reinaban entre los desmoronados e inmemorialmente antiguos muros. Allí donde la sabiduría de las estrellas había florecido, sólo la debilidad y la desolación ocupaban ahora su puesto, extendiéndose como una monstruosa plaga y mamando su asqueroso alimento de los estúpidos habitantes. Y, surgidas de las aguas del Oll, que se retorcía desde las montañas de Azlakka hasta atravesar la vieja ciudad, caían muy a menudo grandes nubes de pestilencia que atormentaban a los afligidos moradores, haciéndoles empalidecer y llevándoles a la muerte. Todo esto les hizo abandonar la búsqueda de la sabiduría. Y ahora el consejo expulsaba al último y más grande de los sabios que había entre ellos.

Aphlar vagabundeó hasta las montañas, muy lejos sobre la ciudad, y construyó una caverna para protegerse del calor del verano y los escalofríos del invierno. Allí estudió en silencio sus rollos y expuso su inmensa sabiduría al viento entre los riscos ya las aladas golondrinas. Todos los días se sentaba y vigilaba el valle o hacía extraños dibujos con trocitos de piedra y cantaba para ellos, pero sabia que un día u otro los hombres buscarían la caverna y le matarían. La astucia de los doce no podía ser burlada.

¿Acaso no oía desgarradores gritos por la noche, bajo las dos redondas lunas, clamando por el último de los arrojados sabios, cuando las gentes pensaban que había logrado escapar a salvo? ¿Acaso no había visto con sus propios ojos las acuchilladas formas de los sacerdotes flotando sobre las envenenadas aguas? Sabía que ningún león había matado al viejo Azik, mas dejó que el consejo creyera en su fuerza. ¿Acaso algún león golpea con una espada y abandona su presa sin devorarla?

A lo largo de muchas estaciones Aphlar siguió sentado en la montaña, contemplando cómo el fangoso Oil atravesaba la brumosa distancia que le separaba de la tierra por la que nunca volvería a aventurarse. Pronunció sus palabras de sabiduría para los caracoles que se afanaban en la tierra bajo sus pies. Parecían entenderle, y ondulaban sus viscosas antenas entre ellos antes de desaparecer de nuevo bajo las arenas. En las noches de luna trepaba a la colina sobre su caverna y hacía extrañas ofertas al dios-luna Alo; y cuando los pájaros nocturnos oían el sonido se acercaban y escuchaban los susurros. Y cuando extraños seres alados revolotearon en el oscurecido cielo y se recortaron confusamente contra la luna, Aphlar estuvo contento. Aquel a quien se había dirigido se había dignado enviarle una señal como respuesta. Sus pensamientos habían llegado muy lejos, y sus plegarias habían sido ofrecidas a las pálidas quimeras del crepúsculo.

Por aquel entonces, un día, después de la crecida matinal, Aphlar bajó de su silla de tierra y descendió a grandes pasos por la rocosa ladera de la montaña. Sus ojos no prestaban atención a la putrefacta y amurallada ciudad, sino que miraban fijamente hacia el río. Cuando estuvo cerca del lodoso borde se detuvo y contempló el seno de la corriente. Un pequeño objeto flotaba cerca de los juncos y Aphlar lo rescató con tierna y curiosa solicitud. Luego, ocultando la cosa entre los pliegues de sus ropas, volvió de nuevo a su caverna en las colinas. Todos los días se sentaba y contemplaba el objeto; ya rebuscando una y otra vez entre sus mohosas crónicas y murmurando terribles sílabas, ya dibujando tenues figuras sobre un trozo de pergamino.

Esa noche la luna gibosa se alzó, pero Aphlar no trepó sobre su vivienda; extraños pájaros nocturnos volaron frente a la boca de la caverna, gorjearon extrañamente, y desaparecieron de nuevo entre las sombras.

Muchos días pasaron antes de que el consejo enviara sus mensajeros de muerte; pero, por último, llegó el momento adecuado, y siete hombres de oscuro ceño subieron a las colinas. Mas cuando los siete ceñudos enviados alcanzaron la caverna no hallaron al sabio Aphlar. En cambio, pequeñas matas de hierba habían brotado sobre su silla de tierra. Todo lo que allí había eran papiros confusos y mohosos, con figuras indistintas pintadas sobre ellos. Los siete se estremecieron y huyeron en el acto cuando contemplaron aquellas cosas, pero mientras el último hombre se retiraba agitadamente vio una cosa redonda y desconocida que yacía sobre el suelo. La recogió y sus compañeros se aproximaron llenos de curiosidad; mas sólo vieron sobre ella extraños símbolos que no sabían leer, pero que les hicieron encogerse y temblar sin saber el motivo.

Entonces el que la había encontrado la arrojó rápidamente al escarpado precipicio que había junto a ellos, pero no llegó ningún sonido desde la pendiente por la que debía haber caído. Y el lanzador tembló, temiendo muchas cosas que no eran conocidas, sino tan sólo susurradas oscuramente.

Entonces, cuando contó cómo la esfera que había cogido parecía de piedra salvo por su peso; y cómo se había quedado flotando en el aire como las semillas de cardo, él y los seis que le acompañaban huyeron con el rabo entre las piernas de aquel lugar y juraron que era un lugar maldito.

Pero después de que ellos se fueron, un caracol se arrastró lentamente desde una hendidura arenosa e intentó deslizarse hacia donde los matojos de hierba crecían. Y, cuando alcanzó el lugar, extendió sucesivamente dos viscosas antenas y las inclinó extrañamente hacia abajo, como si ansiara avizorar eternamente el sinuoso río".


Duane W. Rimel/H.P. Lovecraft

sábado, 27 de junio de 2015

"El Hombre con Dedos de Cobre"

"El Club de los Ególatras es uno de los sitios más cordiales de Londres. Se trata de un lugar al que uno puede acudir cuando siente necesidad de narrar el extraño sueño que tuvo la noche anterior, o si desea anunciar el magnífico dentista que ha descubierto. Y si uno quiere y tiene el temperamento de una Jane Austen, también puede escribir cartas a ese club, ya que en él no existen salas en las que esté prohibido hablar, y donde parecer ocupado o absorto cuando otro miembro le dirige a uno la palabra, sería una violación de las normas del club. Sin embargo, no pueden hacerse referencias a la pesca ni al golf. Si la moción del honorable Freddy Arbuthnot es aprobada ante la próxima reunión del comité (y hasta ahora, la opinión respecto a ello parece muy favorable), tampoco se podrá hablar de la radio. Como dijo lord Peter Wimsey el otro día, cuando surgió el tema en la sala de fumar, esos son asuntos sobre los que uno puede conversar en cualquier lugar. Por otra parte, el club no es especialmente exclusivo. A nadie se le niega de antemano la entrada, excepto a los hombres graves y silenciosos. A pesar de todo, los candidatos tienen que superar ciertas pruebas cuya naturaleza quedará suficientemente indicada por el hecho de que cierto distinguido explorador vio rechazada su admisión por aceptar, y fumarse, un fuerte cigarro de Trichinopoli como acompañamiento de un oporto del sesenta y tres. Por otro lado, el querido sir Roger Bunt (el vendedor callejero millonario que ganó el premio de veinte mil libras ofrecido por el Sunday Shriek y lo empleó para fundar su inmenso negocio de abastecimientos en el interior del país) fue altamente recomendado y elegido por unanimidad tras declarar francamente que una jarra de cerveza y una pipa eran las únicas cosas que realmente le importaban. Como lord Peter volvió a decir:

—A nadie le importa la vulgaridad; pero no hay que traspasar los límites de la crueldad.
Aquella tarde en especial, Masterman (el poeta cubista) había llevado con él un invitado, un hombre llamado Varden. Varden había comenzado su vida como atleta profesional, pero un trastorno cardíaco le obligó a dejar una brillante carrera y a emplear su atractivo rostro y su bien formado cuerpo al servicio de la pantalla cinematográfica. Había acudido a Londres, desde Los Angeles, para estimular la publicidad de su nueva gran película “Marathón”, y resultó ser una persona muy agradable y nada envanecida, lo cual fue un gran alivio para el club, ya que, con los invitados de Masterman, nunca se podía estar seguro.

Aquella tarde, en la sala marrón no había más que ocho hombres, incluyendo a Varden. Aquella sala, con sus artesonados, sus luces tamizadas y sus gruesas cortinas azules era quizá la más cómoda y agradable de todas las salas de fumar, de las cuales el club poseía media docena o así. La conversación se había iniciado de forma accidental con el relato hecho por Armstrong de un curioso incidente que había presenciado aquella tarde en la estación del Temple, y Bayes continuó la charla diciendo que aquello no era nada comparado con la cosa verdaderamente extraña que le había ocurrido personalmente una noche de niebla en la carretera de Euston. Masterman aseguró que en los lugares más solitarios y retirados de Londres había una inmensa cantidad de temas para un escritor, y expuso como ejemplo su propio y extraño encuentro con una llorosa mujer y un mono muerto. Entonces, Judson tomó el mando de la conversación, explicando que cierta vez, a última hora de la noche, en un solitario suburbio, se encontró con el cuerpo de una mujer muerta que yacía sobre el pavimento, con un cuchillo clavado en un costado. Cerca de ella, un policía permanecía inmóvil. El preguntó al agente si podía hacer algo, pero el hombre se limitó a decirle:

—Si yo fuera usted, no intervendría, señor. Esa mujer se merecía lo que le ha pasado.
Judson aseguró que no había podido olvidar el incidente, y luego Pettifer les contó un extraño caso de su experiencia como médico. Ocurrió cuando un hombre totalmente desconocido le condujo a una casa de Bloomsbury donde había una mujer padeciendo los efectos de un envenenamiento por estricnina. Aquel hombre le ayudó de la forma más eficaz durante toda la noche y cuando la paciente estuvo fuera de peligro, el tipo salió de la casa y no volvió a aparecer; lo realmente extraño era que cuando Pettifer preguntó a la mujer, ella le contestó, con gran sorpresa, que nunca había visto a aquel hombre, y que le había tomado por el ayudante de Pettifer.

—Eso me recuerda —comenzó Varden— algo aún más extraño que me ocurrió una vez en Nueva York. Nunca he podido averiguar si se trató de un loco o de una broma, o bien si yo realmente escapé de la muerte por casualidad.

Aquello parecía prometedor, y todos instaron al invitado a que continuase su historia. El actor siguió:
—Bien... En realidad, la cosa comenzó hace mucho tiempo... Siete años o así, poco antes de que Norteamérica entrase en guerra. En aquellos tiempos yo tenía veinticinco años y llevaba poco más de dos dedicado al cine. Había un hombre llamado Eric P. Loder, que por aquella época era bastante bien conocido en Nueva York y que hubiera sido un magnífico escultor si no hubiera tenido más dinero del que le convenía, o al menos eso oí decir a los que se dedican a esas cosas. Hacía muchas exposiciones de sus obras, y a ellas acudían montones de intelectuales... Tengo entendido que hizo varias esculturas en bronce muy buenas. Quizá usted sepa algo de él, Masterman.

—No he visto ninguna de sus esculturas, pero recuerdo algunas fotografías publicadas en El Arte de Mañana —dijo el poeta—. Era un buen artista, pero más bien amanerado. ¿No se adscribió a la tendencia criselefantina? Supongo que sólo sería para demostrar que podía pagar los materiales.
—Sí, eso parece muy propio de él.
—Desde luego. Además, fue el autor de un grupo muy relamido y muy feo llamado “Lucina”, y tuvo la desfachatez de reproducirlo en oro macizo y colocarlo en el recibidor de su casa.
—¡Ah, aquello! Sí, a mí me parecía simplemente horrible. Nunca fui capaz de ver nada artístico en aquella idea. Supongo que ustedes le llaman a eso realismo. Me gustan los cuadros o las estatuas que me hacen sentir bien, si no, ¿para qué están? A pesar de todo, en Loder había algo muy atractivo.
—¿Cómo le conoció usted?
—Bien... Loder me vio en aquella película mía “Apolo en Nueva York”. Tal vez ustedes la recuerden. Fue mi primer papel de protagonista. Trataba de una estatua que cobra vida—ya saben, uno de los antiguos dioses—, y de cómo se desenvolvía en una ciudad moderna. La produjo el viejo Reubenssohn. Era un hombre que podía desarrollar cualquier tema con el mayor gusto artístico. En toda la película, de principio a fin, no era posible encontrar un solo átomo de mal gusto, aunque en la primera parte yo no llevaba más vestidura que una especie de capa... tomada de la estatua clásica, ya saben.
—¿El Apolo de Belvedere?
—Me atrevería a decir que sí. Bien, Loder me escribió diciendo que, como escultor, sentía un gran interés por mí, ya que yo me encontraba en muy buena forma y todo eso. Luego me preguntaba si querría hacerle una visita cuando dispusiera de tiempo. Hice averiguaciones respecto al hombre y decidí que aquello sería una buena publicidad. Cuando mi contrato expiró pude disponer de un poco de tiempo, fui a Nueva York y le llamé. Me trató muy amablemente y me pidió que pasase unas cuantas semanas con él. Loder poseía una magnífica mansión a unos ocho kilómetros de la ciudad. La casa estaba atestada de cuadros, antigüedades y cosas por el estilo. Mi anfitrión tendría unos treinta y cinco o cuarenta años, era moreno, de aspecto cuidado y de movimientos rápidos y vivaces.

Hablaba muy bien, parecía haber estado en todas partes, haberlo visto todo y no tener buena opinión de nada. Uno podía permanecer escuchándole horas enteras. Conocía anécdotas de todo el mundo, desde el Papa hasta el viejo Phineas E. Groot, del Chicago Ring. Las únicas historias que no me gustaba oír de sus labios eran las picantes. No es que no sepa apreciar un cuento verde, no, señor. No me gustaría que ustedes pensasen que soy un tipo remilgado; pero Loder contaba esas cosas con los ojos fijos en uno, como si sospechara que tú tenías algo que ver con la historia que estaba narrando. He conocido mujeres que obran igual y he visto hombres que también hacen lo mismo con mujeres, provocando en ellas una gran turbación, pero Loder fue el único hombre que me hizo experimentar esa sensación. Sin embargo, aparte de eso, mi anfitrión era el tipo más fascinante que he conocido. Y como digo, su casa era, indudablemente, muy hermosa, y la comida excelente.

En todo le gustaba tener lo mejor. Tomemos a su amante: María Morano. No creo haber visto nunca nada que se le pueda comparar, y cuando uno trabaja en el cine, tiene buenos patrones para comparar la belleza femenina. Era una de esas mujeres lánguidas, imponentes, de bellos movimientos, expresión plácida y suave y amplia sonrisa. En Estados Unidos no se dan mujeres como ella. María era procedente del Sur. Según Loder, había sido bailarina de cabaret, y ella nunca le contradijo. El hombre estaba muy orgulloso de María, y ella, a su manera, sentía una gran devoción por él. Loder acostumbraba a hacerla posar en el estudio, sin que la chica llevase encima más que una gran hoja de parra o algo por el estilo. Ella permanecía en pie junto a una de las esculturas que mi anfitrión estaba siempre haciéndole. Luego el hombre comparaba, punto por punto, a la mujer y a la estatua. En apariencia, en María sólo había unos cuantos milímetros que no eran del todo perfectos desde el punto de vista escultórico: el segundo dedo de su pie izquierdo era menor que el dedo gordo. Loder, desde luego, corregía esto en las esculturas. María escuchaba tales críticas con sonrisa de buen talante y expresión vagamente sumisa, no sé si me entienden. A pesar de todo, creo que la pobre chica algunas veces se sentía cansada de que Loder se metiera así con ella. En ocasiones se ponía a hablar conmigo y me confesaba que lo que siempre había deseado era tener un restaurante propio, con espectáculo de cabaret, muchos cocineros con mandiles blancos y un montón de relucientes cocinas eléctricas. «Luego me casaría y tendría cuatro niños y una niña», continuaba la chica.

Después me citaba los nombres que había elegido para sus hijos. A mí aquello me parecía más bien patético. Al final de una de estas conversaciones entró Loder. El hombre sonreía un poco torcidamente, por lo que me atrevería a decir que, por casualidad, había oído lo que hablábamos. No creo que diera mucha importancia a ello, lo cual demuestra que nunca comprendió de veras a la muchacha. Supongo que al hombre ni siquiera se le ocurrió que una mujer pudiera cansarse de la clase de vida que él daba a María, y si bien Loder era un poco posesivo en su forma de comportarse, al menos nunca la traicionó. A cambio de soportar todas sus charlas y sus desagradables estatuas, María era dueña absoluta de él, y ella lo sabía.

Permanecí allí un mes completo, disfrutando de una temporada extraordinariamente agradable. En dos ocasiones, Loder tuvo una ráfaga de inspiración artística y se encerró en su estudio durante varios días para trabajar, sin permitir que nadie entrase hasta que hubo concluido. Mi anfitrión era bastante dado a esa clase de cosas, y cuando acababa, celebrábamos una fiesta a la cual acudían todos los amigos y aduladores de Loder para echar un vistazo a la obra de arte. Según creo, por entonces el hombre estaba trabajando en la estatua de una diosa o una ninfa, que debía ser vaciada en plata, y María acostumbraba a acompañarle y posar para él. Excepto en estas ocasiones, Loder me acompañaba a todas partes y vimos cuanto había que ver. Admito que, cuando todo esto concluyó, me sentí muy entristecido. Se declaró la guerra, y yo había decidido alistarme cuando aquello sucediese. Mi trastorno cardíaco me impedía ir al frente, pero contaba con lograr, a fuerza de insistencia, alguna clase de trabajo militar, así que hice las maletas y me largué. Nunca hubiera creído que Loder lamentara tan sinceramente decirme adiós. Repitió una y otra vez que volveríamos a reunimos pronto. Sin embargo, yo conseguí un trabajo en los servicios sanitarios y fui mandado a Europa, de donde no regresé hasta 1920, cuando volví a ver a Loder.

El me había escrito antes, pero en el año 1919 yo tuve que hacer dos películas y no pude aceptar su invitación. Sin embargo, en 1920 me encontré de regreso en Nueva York, haciendo la publicidad de «El Estallido de Pasión». Entonces recibí una nota de Loder en la que me pedía que aceptase su hospitalidad, ya que deseaba que posara para él. Aquello representaba una buena publicidad y, además, gratis, así que acepté. Por entonces me había comprometido con la Mystofilms Ltd. para tomar parte en «Los Bosquímanos», aquella película que se realizó en Australia. Telegrafié a los de la productora que me uniría a ellos en Sydney durante la tercera semana de abril. Luego hice mis maletas y me dirigí a la residencia de Loder. El escultor me recibió muy cordialmente, aunque parecía más viejo que la última vez que le vi. Era indudable que se había vuelto más nervioso. Era... —¿cómo podría describirlo?— más intenso, más real, en una palabra. Hizo alarde de su acostumbrado cinismo, como si realmente lo sintiera, y volvió a narrar sus repetidas historias, dando aún más la sensación de que se estaba refiriendo a uno al contarlas. Al principio creí que esta falta de creencia en todo no era más que una especie de pose artística, pero luego empecé a comprender que había sido injusto con él. Pronto advertí que Loder era verdaderamente desgraciado, y en seguida descubrí el motivo. Mientras íbamos en el coche le pregunté por María.

—Me ha abandonado —replicó él.
Aquello me sorprendió de veras. Honradamente, no había supuesto que la muchacha tuviera tanta iniciativa. Indagué:
—¿Es que se ha ido a instalar aquel restaurante que tanto deseaba?
—Le habló de restaurantes, ¿verdad? —dijo Loder—. Supongo que es usted la clase de hombre al que las mujeres hacen confidencias. No. Hizo el idiota. Se fue.

No supe qué decir. Era evidente que estaba tan herido en su amor propio como en sus sentimientos. Murmuré las palabras que se dicen en tales casos y añadí que aquello debió significar una gran pérdida para su trabajo, así como en otros aspectos. Loder me dio la razón. Le pregunté cuándo había ocurrido aquello y si había concluido la ninfa en la que estaba trabajando antes de que yo me fuera. Dijo que sí, que la había acabado y hecho otra, algo muy original, que a mí me gustaría. Llegamos a la casa y cenamos. Mientras lo hacíamos, Loder me anunció que se iba a ir a Europa en breve, pocos días después de que yo mismo me fuera. La ninfa se encontraba en el comedor, en un nicho especial abierto en la pared. Se trataba, realmente, de una escultura maravillosa. No era tan llamativa como la mayor parte de las obras de Loder, y su parecido con María era asombroso. Loder me hizo sentar frente a la estatua, de forma que pudiera verla durante la cena y la verdad es que apenas pude apartar mis ojos de ella. Mi anfitrión parecía muy orgulloso de su obra, y no cesó de decirme lo mucho que le alegraba que a mí me gustase. Me dio la impresión de que Loder había cogido la muletilla de repetirse a sí mismo.

Después de la cena pasamos a la sala de fumar. La habitación había sido reorganizada, y la primera cosa que saltaba a la vista era un enorme banco que había ante la chimenea. Estaba a cosa de medio metro del suelo y consistía en una base como la de una poltrona romana, con cojines y un alto respaldo, todo ello hecho de roble con incrustaciones de plata. Sobre todo esto, formando el verdadero asiento donde uno se instalaba —si ustedes me siguen—, había una gran figura plateada de una mujer desnuda, de tamaño natural, que yacía con la cabeza echada hacia atrás y los brazos extendidos a lo largo de los costados del diván. Unos cuantos cojines sueltos hacían posible utilizar la obra como un verdadero asiento, aunque debo decir que no era, en absoluto, un sitio cómodo donde sentarse. Como objeto ornamental, para dar una idea de disipación, tal obra hubiera sido excelente, pero ver a Loder acomodarse sobre aquello, junto a su chimenea, me produjo una especie de shock. A pesar de todo, él parecía estar muy encariñado con el diván.

—Le dije que era algo muy original —comentó para mí.
Entonces miré más de cerca y me di cuenta de que, en realidad, la figura era la de María, aunque el rostro estaba más bien abocetado, no sé si me entienden. Supongo que Loder creyó que un tratamiento un poco tosco estaba más de acuerdo con una pieza de mobiliario. Al ver aquel diván, comencé a pensar que mi anfitrión era un poco degenerado. Y en la quincena que siguió fui sintiéndome cada vez más a disgusto con él. Aquel modo de ser suyo cada día se acentuaba más, y a veces, mientras posaba para él, Loder se sentaba en aquel diván y contaba las cosas más brutales, con sus penetrantes ojos fijos en mí, para ver cómo reaccionaba ante tales narraciones. Pueden creer que me hizo un enorme favor, porque comencé a creer que me sentiría más a gusto entre los bosquímanos... Bueno, y ahora viene la cosa verdaderamente extraña. Todo el mundo se echó hacia adelante en sus asientos y prestó expectante atención.

—Fue la noche antes de que yo partiese hacia Nueva York —continuó Varden—. Me encontraba sentado...
En aquel momento alguien abrió la puerta de la sala y fue recibido por un ademán preventivo de Bayes. El intruso se hundió en un gran sillón y se sirvió él mismo un whisky, con el mayor de los cuidados para no molestar al que estaba hablando.

—Me encontraba sentado en la sala de fumar —siguió Varden—, esperando a que Loder llegase. Estaba solo en la casa, ya que Loder había dado permiso a los criados para que acudieran a no sé qué espectáculo o conferencia, y él mismo estaba arreglando sus asuntos para su viaje a Europa y tenía que acudir a una cita con su representante. Debí de quedarme adormecido porque cuando desperté había caído ya la noche. Entonces vi a un joven que estaba muy cerca de mí. El hombre no parecía en absoluto un ladrón, y mucho menos aún un fantasma. Casi podría decir que su aspecto era del todo ordinario. Llevaba un traje gris, un abrigo color beige al brazo y en su mano un sombrero flexible y un bastón. Su cabello era liso y descolorido, y el suyo era uno de esos rostros más bien estúpidos, de larga nariz y con monóculo. Le miré fijamente. Sabía que la puerta de la casa estaba cerrada, pero antes de que pudiera llegar a ninguna conclusión, él me habló. Tenía una voz vacilante y ronca, y un fuerte acento inglés. Me preguntó:

—¿Es usted el señor Varden?
—Sabe usted más que yo —contesté.
El replicó:
—Perdone que me entrometa; sé que eso parece de mala educación, pero lo mejor que puede usted hacer es irse inmediatamente de esta casa.
—¿Qué diablos quiere usted decir?
—No trato de inmiscuirme en asuntos que no me importan; pero debe usted comprender que Loder no le ha perdonado, y mucho me temo que trate que convertirle en un perchero o en el pie de una lámpara eléctrica, o en cualquier cosa por el estilo.

¡Dios mío! Puedo asegurarles que me sentí asombrado. La voz del hombre era tranquila, y sus modales, perfectos y, sin embargo, sus palabras carecían totalmente de sentido. Recordé que suele decirse que los locos tienen una enorme fortaleza, y me dirigí hacia el timbre... Entonces recordé, con un escalofrío, que me encontraba solo en la casa.

—¿Cómo ha entrado? —le pregunté, adoptando una expresión decidida.
—Lamento decir que utilicé una ganzúa —replicó el hombre, de forma tan indiferente como si se estuviese disculpando por no tener una carta de presentación—. No podía estar seguro de que Loder no hubiera regresado. Pero creo de veras que lo mejor que puede usted hacer es irse lo más rápido posible.
—Veamos —dije yo—. ¿Quién es usted y dónde diablos quiere ir a parar? ¿Qué significa esto de que Loder no me ha perdonado? ¿Qué tenía que perdonarme?
—Pues... lo de..., y perdone que me entrometa en su vida privada, lo de María Morano.
—¿Y qué diablos pasa con ella? —grité—. De todas maneras, ¿qué sabe usted de María? Se fue mientras yo estaba en la guerra. ¿Qué tiene eso que ver conmigo?
—¡Oh! —exclamó el extraño joven—. Le suplico que me perdone. Tal vez he confiado excesivamente en el juicio de Loder. Será una condenada estupidez, pero nunca se me ocurrió la posibilidad de que él estuviera equivocado. Cree que, cuando estuvo aquí la última vez, usted fue amante de María Morano.
—¿Amante de María? —repetí—. ¡Eso es ridículo! Ella se largó con su hombre, quienquiera que fuese. Loder debía saber que María no se fue conmigo.
—María nunca ha abandonado la casa —replicó el joven—. Y si usted no sale de aquí ahora mismo, tampoco respondo de que usted la abandone nunca.
—¡En nombre de Dios!, ¿qué diablos quiere usted decir? —grité, exasperado.
El hombre se volvió y retiró los cojines azules que había a los pies del plateado diván.
—¿Ha examinado usted estos dedos? —me preguntó.
—No especialmente —respondí, aún más confundido—. ¿Por qué tendría que haberlo hecho?
—¿Ha visto usted alguna vez que Loder hiciera alguna figura de María con ese dedo segundo del pie izquierdo tan corto? —prosiguió él.
Eché un vistazo a lo que el hombre indicaba y pude ver que era como él decía: el segundo dedo del pie izquierdo era más corto que el pulgar.
—Así es —admití—, pero, después de todo, ¿qué importancia tiene?
—¿Cree usted que ninguna? —preguntó el joven—. ¿No le gustaría conocer el motivo de que, de entre todas las esculturas que Loder hizo de María, ésta sea la única que tenga el mismo pie que la mujer?
El hombre tomó el atizador.
—¡Mire! —dijo.

Con mucha más fuerza de la que yo había esperado de él, el hombre asestó un terrible golpe con el atizador sobre el plateado diván. El enorme batacazo alcanzó a uno de los brazos de la figura a la altura del codo, produciendo una profunda melladura en la plata. El hombre tiró del brazo y lo arrancó. Estaba hueco y, tan cierto como que estoy vivo, en su interior había un seco y largo hueso humano. Varden hizo una pausa y bebió un largo trago de whisky.

—¿Y bien...? —gritaron varias voces sin aliento.
—Pues... no me avergüenzo de decir que huí de la casa como un conejo que oye acercarse al cazador. Frente al edificio había un coche, y el conductor abrió la puerta. Entré en el vehículo y entonces se me ocurrió que todo aquello podía ser una trampa, así que volví a salir y eché a correr hasta que llegué a la parada de tranvías. Sin embargo, al día siguiente encontré mis maletas en la estación, debidamente registradas con dirección a Vancouver. Cuando recobré la serenidad, me pregunté lo que pensaría Loder acerca de mi desaparición, pero estaba tan poco dispuesto a volver a aquella casa como a tomar veneno. A la mañana siguiente salí hacia Vancouver y desde entonces no he vuelto a ver ninguno de aquellos hombres. Sigo sin tener la menor idea de quién era aquel joven ni de lo que pasó con él. De forma indirecta me enteré de que Loder había muerto, en un accidente, según creo.

Se produjo un breve silencio, y luego:
—Esa es una historia condenadamente buena, señor Varden —dijo Armstrong. El hombre sentía afición a distintas clases de trabajos manuales y era, sin duda alguna, el principal responsable de la moción del señor Arbuthnot para prohibir las conversaciones respecto a la radio. Haciendo alarde de sus habilidades, el hombre continuó—: Pero, ¿sugiere usted que en el interior de ese vaciado en plata había un esqueleto completo? ¿Quiere usted decir que Loder lo puso en el interior del molde cuando se hizo el vaciado? Eso hubiera sido terriblemente difícil y peligroso... el más leve accidente le hubiera puesto a merced de sus trabajadores. Además, esa estatua hubiese debido de ser considerablemente mayor que el tamaño natural para conseguir que el esqueleto resultara bien cubierto.

—Sin darse cuenta, el señor Varden le ha conducido a conclusiones erróneas, Armstrong —dijo, de pronto, una tranquila y ronca voz que surgía de las sombras existentes tras el sillón de Varden—. La figura no era de plata, sino galvanoplastiada sobre una base de cobre depositada directamente sobre el cuerpo. En realidad, a esa dama se le dio un baño de plata, como a algunos cubiertos. Supongo que las partes blandas de su cuerpo fueron digeridas por pepsinas o alguna preparación de esa clase después de que el proceso hubo concluido, pero no tengo la seguridad de que fuera así.
—Hola, Wimsey —dijo Armstrong—. ¿Eras tú el que acaba de entrar? ¿Cuál es el motivo de que hagas una declaración tan tajante?
El efecto que la voz de Wimsey produjo en Varden fue extraordinario. El actor se puso en pie y volvió la lámpara, de forma que iluminase el rostro del que había hablado.
—Buenas noches, señor Varden —dijo lord Peter—. Estoy encantado de volverle a ver y de tener la oportunidad de disculparme por mi poco ceremonioso comportamiento de la última vez que nos encontramos.
Varden aceptó la mano que el otro le tendía, pero fue incapaz de pronunciar palabra.
—¿Quieres decir que eras tú el misterioso desconocido del cuento de Varden? —preguntó Bayes—. ¡Ah, claro! —añadió, bruscamente —. Debimos haberlo supuesto por su vivida descripción.
—Bueno, ya que estás aquí, creo que deberías concluir la historia —invitó Smith- Hartington, el periodista que trabajaba en el Morning Yell.
—¿Se trató sólo de una broma? —preguntó Judson.
—Claro que no —interrumpió Pettifer, antes de que lord Peter tuviera tiempo de replicar—. ¿Por qué iba a serlo? Wimsey ha visto el suficiente número de cosas extrañas como para no tener que inventar ninguna.
—Eso es muy cierto —dijo Bayes—. Se debe a poseer dotes deductivas y todas esas cosas y, además, a andar metiendo siempre las narices en asuntos sobre los que sería mejor no investigar.
—Todo esto está muy bien, Bayes —replicó su señoría—, pero... ¿dónde estaría el señor Varden si yo aquella noche no hubiera intervenido?
—¡Ah, dónde! Eso es exactamente lo que deseamos saber —exigió Smith-Hartington—. Vamos, Wimsey; sin andarse por las ramas. Queremos conocer la historia.
—Y toda la historia — añadió Pettifer.
—Y nada más que la historia —concluyó Armstrong, retirando diestramente la botella de whisky y los cigarros de debajo de las narices de lord Peter—. Anda con ello, hijo. No fumarás una sola bocanada ni beberás un sorbo hasta que hayas concluido.
—¡Bruto! —exclamó su señoría, quejosamente. Luego siguió, con un cambio en su tono—: En realidad, se trata de una historia que no deseo airear. Podría colocarme en una posición muy desagradable: la de que me acusaran de homicidio sin premeditación, e incluso de asesinato.
—¡Caramba! —exclamó Bayes.
—Muy bien —dijo Armstrong—. Nadie dirá nada. Ya sabes que en el club no podríamos soportar tu pérdida. Smith-Hartington tendrá que controlar su pasión por repetir cuanto se le dice, y eso será todo.

Cuando todos hubieron hecho promesas de discreción, Lord Peter volvió a acomodarse y comenzó su narración:

—El curioso caso de Eric P. Loder es una muestra más de las extrañas formas mediante las cuales un poder que está más allá de la débil voluntad humana arregla los asuntos de los hombres. Llamémosle Providencia, llamémosle Destino...
—Podemos no llamarle de ninguna forma —le interrumpió Bayes—. Puedes saltarte esa parte.
Lord Peter lanzó un suspiro de resignación y volvió vio a empezar:
—Bien... La primera cosa que me hizo sentir curiosidad respecto a Loder fue un comentario casual hecho por un hombre en la oficina de Emigración de Nueva York, adonde yo tuve que ir por algo relacionado con aquel estúpido asunto de la señora Bilt. El tipo dijo:
—¿Qué narices se le habrá perdido a Eric Loder en Australia? Yo hubiera dicho que Europa está más en su línea.
—¿Australia? —pregunté—. Está usted equivocado, buen hombre. El otro día él me dijo que dentro de tres semanas se iba a Italia.
—De Italia, nada —replicó el hombre—. Hoy ha venido aquí preguntando cómo se podía ir a Sydney, cuáles eran las formalidades necesarias, y cosas por el estilo.
—¡Ah! —exclamé—. Supongo que piensa ir por la ruta del Pacífico, y en su viaje hará escala en Sydney. Sin embargo, seguí preguntándome por qué no me lo había dicho así cuando le encontré el día anterior. Entonces me había explicado que salía en barco para Europa y que, antes de ir a Roma, se detendría en París. Me sentí tan intrigado, que dos noches después fui a visitar a Loder. El pareció encantado de verme, y no cesó de hablar de su próximo viaje. Volví a preguntarle respecto a su ruta y me respondió que iba vía París. Bien, eso era todo y, realmente, no se trataba de nada de mi incumbencia, así que charlamos de otras cosas. Loder me dijo que el señor Varden iba a ir a hospedarse con él antes de que partiese para Europa, y que esperaba conseguir que el actor, antes de irse, posara para una figura que pensaba hacerle. El escultor añadió que nunca había visto un hombre tan perfectamente formado como Varden.
—Tenía el propósito de lograr que posara para mí desde hace tiempo —añadió—, pero estalló la guerra y se alistó en el Ejército antes de que yo tuviera tiempo de empezar.

En aquellos momentos se encontraba retrepado en su horrible diván y, en un instante en que no se daba cuenta de que le observaba, capté un brillo tan desagradable en sus ojos, que sufrí un sobresalto. Tenía a la figura agarrada por el cuello y sonreía torcidamente.

—Espero que no sea ninguno de tus experimentos galvanoplásticos —comenté.
—Bueno, pensaba hacer una especie de compañero de esta figura. El Atleta Durmiente, o algo por el estilo.
—Será mucho mejor que lo vacíes —dije—. ¿Por qué recurrir a un procedimiento tan tosco? Eso destruye el detalle.
Aquello le puso incómodo. Nunca le había gustado que pusieran peros a sus obras de arte.
—Lo del diván fue sólo un experimento —explicó—. Estoy dispuesto a que la próxima sea una verdadera obra maestra. Ya lo verás.

Al llegar a este punto apareció el mayordomo para preguntar si debía preparar una cama para mí, ya que la noche era muy mala. No nos habíamos fijado en el tiempo que hacía, aunque, cuando salí de Nueva York, amenazaba lluvia. Miramos afuera y vimos que estaba cayendo un torrencial aguacero. Eso no hubiera importado a no ser porque yo sólo había llevado un coche deportivo abierto, no llevaba abrigo, y, la verdad, la perspectiva de conducir ocho kilómetros bajo tal chaparrón no era nada apetecible. Loder insistió en que me quedase, y yo acepté. Me sentía un poco fatigado, así que me fui en seguida a la cama. Loder dijo que antes deseaba trabajar un poco en el estudio, y vi cómo desaparecía por el pasillo. Como no me dejáis mencionar la Providencia, sólo diré que fue un hecho muy notable el que me despertase a las dos de la madrugada y me encontrara reposando sobre un enorme charco de agua. El mayordomo había colocado una bolsa de agua caliente entre las sábanas, ya que la cama hacía tiempo que no era empleada. Y resultó que aquel repulsivo objeto había vaciado su contenido mientras yo dormía. Permanecí despierto durante diez minutos en las profundidades de aquella húmeda porquería antes de reunir la fortaleza suficiente para investigar. Al hacerlo, advertí que la situación era desesperada. No había arreglo posible. Todo estaba empapado: las sábanas, las mantas y el colchón. Dirigí una mirada de disgusto hacia el sillón del cuarto y entonces se me ocurrió una brillante idea. Recordé que en el estudio había un enorme y encantador sofá, con una manta de piel y un montón de cojines. ¿Por qué no acabar allí la noche? Tomé la pequeña linterna eléctrica que siempre llevo conmigo y me dirigí hacia allí.

El estudio estaba vacío, por lo que supuse que Loder había concluido su trabajo y se había ido a dormir. El sofá estaba allí, aislado en parte por un biombo. Sin pensar más me envolví en la manta y me dispuse a descansar. Estaba a punto de volverme a dormir cuando oí unas pisadas. Estas no provenían del corredor, sino que, en apariencia, sonaban en el otro lado de la habitación. Me sentí sorprendido, ya que no sabía que por allí hubiera ningún pasillo ni habitación. Permanecí tumbado y alerta y poco después vi aparecer una raya de luz bajo la puerta del armario donde Loder guardaba sus herramientas. La grieta de luz se ensanchó y por allí salió Loder, llevando una linterna eléctrica. Cerró muy suavemente la puerta del armario tras él y cruzó el estudio. Se detuvo ante el caballete y lo descubrió; pude verle a través de un agujero del biombo. Permaneció unos minutos mirando el boceto que había en el caballete, y luego soltó una de las risas más desagradables que he tenido oportunidad de oír. Si yo había tenido la más leve intención de hacerlo, al oír aquello abandoné todo propósito de anunciar mi presencia. Luego Loder volvió a cubrir el caballete y salió por la puerta que yo había empleado para entrar. Esperé hasta estar seguro de que se había ido, y entonces me puse silenciosamente en pie. Fui de puntillas hasta el caballete para ver de qué fascinante obra de arte se trataba.

En seguida me di cuenta de que era el diseño para la figura del Atleta Durmiente, y, mientras lo miraba, me sentí invadido por una especie de horrible convicción. Era una idea que parecía comenzar en mi estómago y llegar hasta las raíces de mis cabellos. Mi familia dice que soy demasiado curioso. Lo único que yo puedo decir es que ni caballos salvajes tirando de mí me hubieran impedido investigar aquel armario. Con la sensación de que podía encontrarme con algo verdaderamente espantoso —me sentía un poco excitado y era una pésima hora de la noche—, puse una heroica mano en el tirador de la puerta. Para mi asombro, el armario ni siquiera estaba cerrado. Se abrió en seguida y en el interior pude ver una serie de estanterías, totalmente inofensivas y muy bien ordenadas, ninguna de las cuales era posible que hubiera podido albergar el cuerpo de Loder. Para entonces, mi curiosidad ya estaba picada, así que me dediqué a buscar el oculto resorte que estaba convencido de que había. Lo encontré sin demasiadas dificultades. La parte trasera del armario giró silenciosamente hacia adentro, y yo me encontré ante un angosto tramo de escaleras.

Antes de seguir adelante, tuve el suficiente buen sentido para asegurarme de que la puerta se podía abrir desde el interior. También cogí de una de las estanterías una gruesa maza para utilizarla como arma en caso de accidente. Luego cerré la puerta y, con ligereza digna de un fantasma, comencé a bajar aquellas vetustas escaleras. Al final de los escalones había otra puerta, pero no me costó mucho averiguar su secreto. Sintiéndome terriblemente excitado la abrí valientemente, con la maza lista para entrar en acción. Sin embargo, el cuarto parecía estar vacío. Mi linterna captó el brillo de algo líquido, y luego encontré el interruptor de la luz. Al hacerlo, me encontré en una gran habitación cuadrangular, que estaba dispuesta como un taller. En la pared de la derecha había un gran cuadro de mandos, con un banco debajo. Del centro del techo colgaba una gran lámpara, que estaba sobre un gran tanque de cristal, que tendría sus buenos dos metros de largo por uno de ancho. Encendí la gran lámpara y miré en el interior del gran depósito. Estaba lleno de un líquido oscuro que reconocí como el compuesto de cianuro y sulfato de cobre que se utiliza normalmente para la galvanoplastia.

Las varillas colgaban sobre el líquido con todos sus ganchos vacíos, pero en un lado de la habitación había un embalaje medio abierto y, al levantar su tapa, pude ver en su interior un montón de ánodos de cobre —los suficientes para extender una capa de plata de más de medio centímetro sobre una figura de tamaño humano—. También había otra caja más pequeña, aún cerrada, que, por su peso, supuse contenía la plata para el resto del proceso. Buscaba algo más, y lo encontré en seguida: una considerable cantidad de grafito preparado y una gran botella de barniz. Desde luego, en realidad no había ni sombra de evidencia de que allí se estuviese fraguando nada malo. No existía ninguna razón por la que Loder, si la cosa le gustaba, no pudiera hacer un vaciado en yeso y someterlo luego a un proceso galvanoplástico. Pero entonces encontré algo que no podía haber llegado hasta allí de forma lógica. Sobre el banco había una placa oval de cobre que mediría unos cuatro centímetros de largo. Supuse que aquél era el trabajo realizado por Loder aquella noche. Se trataba de un electrotipo del sello consular norteamericano, eso que taponan sobre la fotografía del pasaporte para evitar que uno la arranque y la cambie por la de su amigo el señor Jiggs, al cual le gustaría mucho salir del país porque es un personaje muy popular entre los de Scotland Yard.

Me senté en el taburete de Loder y comencé a deducir los detalles de aquel bonito plan. Todas mis suposiciones se basaban en tres hechos: Primero debía averiguar si Varden se proponía viajar dentro de poco a Australia, ya que, si no era así, aquello echaría por tierra todas mis hermosas teorías. En segundo lugar, ayudaría bastante el hecho de que el actor tuviese el cabello oscuro, como el de Loder —cosa que, como ven, sucede—, o, al menos de un tono lo bastante aproximado para estar de acuerdo con la descripción de un pasaporte. Y sólo había visto a Varden en aquella película sobre el Apolo de Belvedere, y allí llevaba una peluca. Sin embargo, tenía la seguridad de verle si me dejaba caer por la casa cuando él fuera a quedarse con Loder. Y, por último, como es lógico, debía descubrir si Loder tenía algún motivo de rencor hacia Varden. Después de esto, me pareció que ya había permanecido en aquel cuarto más tiempo del que era saludable. Loder podía regresar en cualquier momento y yo no olvidaba que un tanque de sulfato de cobre y cianuro potásico sería una forma muy práctica de deshacerse de un huésped demasiado curioso. Además, no puedo decir que sintiese unas ansias excesivas de formar parte del mobiliario doméstico de Loder. Siempre he detestado los objetos que adoptaban la forma de otras cosas: volúmenes de Dickens que resultaban ser muebles-bar y artilugios por el estilo; y, aunque nunca he sentido excesivo interés en mi propio funeral, me gustaría que éste fuese de buen gusto. Llegué hasta el extremo de borrar todas las huellas dactilares que pudiera haber dejado. Luego regresé al estudio y volví a arreglar el sofá. No sentía el más mínimo deseo de que Loder supiese que había estado allí.

Sólo había otra cosa hacia la cual sintiera curiosidad. Crucé el vestíbulo de puntillas y me introduje en el salón de fumar. El plateado diván brilló bajo la luz de la linterna. En esos momentos detesté aquel objeto cincuenta veces más que antes. Sin embargo, reuní ánimos y eché un cuidadoso vistazo a los pies de la figura. Yo también había oído hablar de aquel segundo dedo del pie de María Morano. Después de todo esto, pasé la noche en el sillón de mi cuarto. Debido al asunto de la señora Bilt y unas y otras cosas, además de las investigaciones que tuve que realizar, tuve que aplazar hasta muy tarde mi intervención en el asunto de Loder. Averigüé que Varden había vivido en casa de Loder pocos meses antes de que la maravillosa María Morano se hubiese evaporado. Me temo que respecto a eso fui un poco estúpido, señor Varden. Pensé que quizá había habido algo entre ustedes dos.

—No se disculpe —dijo Varden, sonriente—. Los actores de cine tenemos fama de inmorales.
—¿Por qué machacar en ello? —preguntó Wimsey, con tono levemente herido—. Le pido perdón. De todas formas, por lo que a Loder respecta, la cosa era igual. Después de todo aquello, aún quedaba un pequeño fragmento de evidencia que debía lograr para estar totalmente seguro. La galvanoplastia, especialmente para un trabajo como el que yo tenía en la mente, no era un trabajo que pudiera acabarse en una noche; por otro lado, parecía necesario que el señor Varden fuese visto vivo en Nueva York hasta el día que debía partir.

Resultaba también diáfana mente claro que Loder intentaba probar que un señor Varden había abandonado Nueva York en perfectas condiciones y que, realmente, había llegado a Sydney. Según esto, un falso señor Varden debía partir con los documentos y el pasaporte del verdadero Varden, todo ello debidamente legalizado por el sello consular. Luego, en Sydney desaparecería tranquilamente y se transformaría en el señor Eric Loder, que viajaba con un pasaporte perfectamente legal. Bien, en ese case, era necesario mandar un telegrama a la Mystofilms Ltd., advirtiéndoles que esperasen a Varden en un barco posterior al acordado. Confié esta parte del trabajo a mi ayudante, Bunter, cuya capacidad es muy poco usual. Este estupendo tipo fue la sombra de Loder durante tres semanas, y al fin, el mismísimo día antes de que el señor Varden fuera a partir, el cablegrama fue mandado desde una oficina en la cual, por una feliz providencia (una vez más), los lápices eran extremadamente duros.

—¡Caramba! —gritó Varden—. Ahora recuerdo que, al llegar a Sydney, los de la productora hablaron de cierto telegrama, pero nunca relacioné la cosa con Loder. Creí que sólo se trataba de una estupidez de los de Telégrafos.
—No me extraña. Bien, tan pronto como me enteré de aquello, me dirigí a casa de Loder, llevando una ganzúa en el bolsillo y una pistola automática en el otro. El bueno de Bunter me acompañó y tenía instrucciones de que, si yo no había vuelto a cierta hora, debía llamar a la policía. Como ven, todo estaba muy bien pensado. Bunter era el chófer que le estaba esperando, señor Varden, pero usted entró en sospechas —no le critico por ello en absoluto—, así que todo cuanto pudimos hacer fue mandar sus maletas a la estación.

Al dirigirnos a la casa nos cruzamos con los criados de Loder, camino de Nueva York. Eso nos demostró que seguíamos la pista acertada, y también que yo iba a enfrentarme a un trabajo muy sencillo. Ya han oído ustedes todos los detalles acerca de mi entrevista con el señor Varden y, realmente, no creo poder mejorar en absoluto su narración. Cuando él y sus bártulos hubieron abandonado la casa, me dirigí al estudio. Estaba vacío, así que abrí la puerta secreta y, como esperaba, vi una línea de luz bajo la puerta del taller que había al final del pasadizo.

—¿Así que Loder estuvo allí todo el tiempo?
—Claro que estaba. Empuñé fuertemente mi pistola y abrí la puerta con gran suavidad. Loder se encontraba entre el tanque y el cuadro de mandos, y parecía muy atareado. Tanto, que ni siquiera me oyó entrar. Tenía las manos negras del grafito, buena cantidad del cual estaba extendido sobre una placa que había en el suelo. Loder estaba ocupado con un gran rollo de alambre de cobre que iba hasta la salida del transformador. El gran embalaje estaba abierto y de cada gancho colgaba su correspondiente ánodo.
-¡Loder! —grité.
Al volverse hacia mí, el rostro del escultor no tenía nada de humano.
—¡Wimsey! —exclamó—. ¿Qué diablos estás haciendo aquí?
—He venido a decirte que estoy enterado de todo —dije, mostrándole mi pistola automática.

Loder lanzó un alarido y se volvió hacia el cuadro de mandos. Apagó la luz, de forma que yo no pudiera apuntarle. Le oí saltar hacia mí y luego, en la oscuridad se oyó un estrépito y un ruido de chapoteo. Después, un alarido como yo nunca había escuchado antes —ni siquiera en cinco años de guerra—, y nunca quisiera volver a escuchar. A tientas, me dirigí al cuadro de mandos. Como es lógico, antes de encontrar la luz toqué un montón de interruptores, pero al fin conseguí encender la gran lámpara que colgaba sobre el tanque. Loder estaba allí dentro. Su cuerpo aún se mecía suavemente en el interior del líquido. Como saben, el cianuro es uno de los venenos más rápidos y dolorosos. Antes de que yo pudiera hacer nada, comprendí que Loder había muerto por asfixia y por envenenamiento. El rollo de alambre que tenía entre las manos había caído en el tanque con él. Sin pararme a pensar, toqué el líquido y recibí una descarga que me hizo tambalear.

Entonces comprendí que, mientras buscaba el interruptor de la luz, debía de haber conectado la corriente. Volví a mirar el interior del depósito. Al caer, las manos de Loder se habían aferrado al alambre. La bobina estaba pegada a sus dedos y la corriente iba depositando metódicamente una película de cobre sobre sus manos, ennegrecidas por grafito.

Tuve el suficiente sentido común para comprender que Loder estaba muerto y que yo me vería en aprietos si la cosa trascendía ya que era cierto que yo había bajado al taller para amenazar a Loder con una pistola. Registré el cuarto hasta encontrar un soldador y un martillo. Luego me dirigí escaleras arriba y llamé a Bun-ter, el cual había recorrido sus dieciséis kilómetros en un tiempo record. Fuimos al salón de fumar y soldamos lo mejor que pudimos el brazo de aquella maldita figura. Luego volvimos a bajar las herramientas al taller. Limpiamos todas las huellas dactilares y borramos hasta el último indicio de nuestra presencia. Dejamos la luz y el tablero de mandos tal como estaban y volvimos a Nueva York dando un enorme rodeo. Lo único que nos llevamos fue el facsímil del sello consular, que, aquella misma tarde, tiramos al río.

A la mañana siguiente, el mayordomo encontró el cuerpo de Loder. En los periódicos leímos que el escultor había caído en el tanque mientras realizaba ciertos experimentos galvanoplásticos. Lo que más se comentaba era el horrible hecho de que las manos del cadáver tenían sobre ellas una espesa capa de cobre. Y como era imposible limpiarlas de esa película metálica sin recurrir a una irreverente violencia, Loder fue enterrado tal cual. Y eso es todo. ¿Puedo tomarme ahora mi whisky con soda?

—¿Qué ocurrió en el diván? —preguntó Smith Hartington.
—Cuando se hizo la venta de los bienes de Loder, lo compré —explicó Wimsey—. Luego acudí a un viejo sacerdote católico que conocía y le conté toda la historia bajo promesa de estricto secreto. El hombre era muy sensible y comprensivo, así que una noche de luna, Bunter y yo llevamos en coche el objeto hasta la pequeña iglesia del sacerdote, a pocos kilómetros de la ciudad, y le dimos cristiana sepultura en una esquina del cementerio. Era lo mejor que podía hacerse".


Dorothy L. Sayers

viernes, 26 de junio de 2015

"Von Kempelen y su Descubrimiento"

"Después del muy meticuloso y elaborado ensayo de Arago, por no hablar del artículo en Silliman’s Journal, con la detallada declaración recién publicada por Lientenant Mury, no se supondrá, desde luego, que al ofrecer unos pocos rápidos comentarios en referencia al descubrimiento de Von Kempelen, tenga yo alguna intención de abordar el tema desde un punto de vista científico. Mi objetivo es simplemente, en primer lugar, decir unas pocas palabras sobre el mismo Von Kempelen (a quien, algunos años atrás, tuve el breve honor de conocer personalmente), ya que todo lo concerniente a él necesariamente debe, en este momento, ser de interés; y, en segundo lugar, revisar de un modo general, y especulativamente, los resultados del descubrimiento.

Puede estar bien, de alguna forma, comenzar las rápidas observaciones que tengo para ofrecer, denegando, muy decididamente, lo que parece ser una impresión general (tomada, como es usual en un caso como éste, de los periódicos), a saber: que éste descubrimiento, sorprendente como incuestionablemente es, sea inesperado.

Por referencia al Diario de Sir Humphrey Davy (Cottle y Munroe, Londres, pag. 150), se verá en las pags. 53 y 82, que este ilustre químico no sólo ha concebido la idea ahora en cuestión, sino que realmente ha hecho progresos nada despreciables, experimentalmente, en el mismo exacto análisis hecho ahora realidad tan triunfalmente por Von Kempelen, quien aunque no hace la menor alusión a esto, es, sin duda (lo digo con certeza, y puedo probarlo, si es necesario), deudor del Diario al menos en el primer indicio de su propia empresa.

El párrafo del Courier and Enquirer, que está recorriendo ahora los círculos de la prensa, y que se propone reclamar la invención para un tal Sr. Kissam, de Brunswick, Maine, me parece, lo confieso, un poco apócrifo, por varias razones; aunque no hay nada imposible ni muy improbable en la afirmación que se ha hecho. No necesito entrar en detalles. Mi opinión sobre el párrafo se funda principalmente en su forma. No parece verdad. Las personas que cuentan verdades, raramente son tan específicos como el Sr. Kissam parece ser, sobre día y hora y lugar preciso. Además, si el Sr. Kissam realmente hizo el descubrimiento que dice que hizo, en la época designada –cerca de ocho años atrás– ¿Cómo es que no tomó las medidas, al instante, para sacar provecho de los inmensos beneficios que hasta el más tonto hubiera sabido que podrían haberle tocado a él, sino al mundo entero, por el descubrimiento? Me parece bastante increíble que cualquier hombre de inteligencia común pueda haber descubierto lo que el Sr. Kissam afirma haber descubierto, y más aún que posteriormente haya actuado como un bebé –como una lechuza– como el Sr. Kissam admite haber hecho. A propósito, ¿quién es el Sr. Kissam? ¿Y no es acaso el párrafo entero del ‘Courier and Enquirer’ una farsa hecha para ‘dar charla’? Debe confesarse que tiene un increíble aire a bromita pesada. Muy poca credibilidad debe dársele, en mi humilde opinión; y si yo no estuviera bien informado, por experiencia, de cuán fácilmente los hombres de ciencia son mistificados, en cuestiones fuera de sus rangos usuales de investigación, estaría profundamente sorprendido de encontrar a un químico tan eminente como al Profesor Draper, discutiendo las demandas del Sr. Kissam (¿o es el Sr. Quizzem?) por el descubrimiento, en un tono tan serio.

Pero retornando al Diario del Señor Humphrey Davy. Este folleto no fue diseñado para el ojo público, aún sobre la muerte del escritor, como cualquier persona bien entendida en la autoría puede verificar inmediatamente con la más leve inspección del estilo. En la página 13, por ejemplo, cerca de la mitad, leemos, en referencia a sus investigaciones sobre el protóxido de ázoe: En menos de medio minuto siendo la respiración continua, disminuyeron gradualmente y fueron seguidos por análoga a suave presión en todos los músculos. Cientos de instancias similares van a mostrar que el manuscrito tan inconsiderablemente publicado, era sólo un rústico libro de notas, intencionado sólo para el propio ojo del escritor, pero una inspección del folleto convencerá a casi cualquier persona pensante de la verdad de mi sugerencia. El asunto es, Sir Humphrey Davy era casi el último hombre en el mundo en enconmendarse a asuntos científicos. No sólo tenía un desagrado más que común hacia la charlatanería, sino que era mórbidamente temeroso de parecer empírico; así que, no importa cuán convencido pudiera haber estado de estar en el camino correcto sobre la materia ahora en cuestión, nunca hubiera hablado, hasta haber tenido cada cosa lista para la más práctica de las demostraciones. Realmente creo que sus últimos momentos se hubieran vuelto miserables, si pudiera haber sospechado que sus deseos de quemar éste Diario (lleno de crudas especulaciones) hubieran sido desatendidos; como, parece, fueron. Digo sus deseos, ya que él quería incluir este cuaderno de notas entre los varios papeles destinados a ser quemados, creo que de esto no caben dudas. Si escapó a las llamas para buena o para mala suerte, aún queda por verse. Que el pasaje citado arriba, con los otros similares antes referidos, le dio a Von Kempelen el asunto, no lo cuestiono en el menor grado; pero repito, aún queda por verse si este descubrimiento trascendental (trascendental bajo cualesquiera circunstancias) será a la larga para utilidad o perjuicio de la humanidad. Que Von Kempelen y sus amigos inmediatos obtendrán una rica cosecha, sería tonto dudarlo un momento. Difícilmente serán tan débiles como para no realizarse, a tiempo, mediante grandes compras de casas y tierras, con otras propiedades de intrínseco valor.

En la breve historia de Von Kempelen que apareció en el Home Journal, y ha sido desde entonces extensivamente copiada, varias malinterpretaciones del Alemán original parecen haber sido cometidas por el traductor, quien dice haber tomado el pasaje de un tardío número del Presburg ‘Schnellpost.’ ‘Viele’ ha sido evidentemente malentendido (como lo es a menudo), y lo que el traductor da por ‘aflicciones,’ es probablemente ‘lieden,’ que, en su verdadera versión, ‘sufrimientos,’ le daría una contextura completamente diferente a toda la historia; pero, por supuesto, gran parte de esto es mera conjetura, de mi parte.

Von Kempelen, sin embargo, no es en modo alguno ‘un misántropo,’ en apariencia, al menos, más allá de lo que pueda ser en realidad. Mi encuentro con él fue por entero casual; y apenas si puedo presumir de haberlo conocido; pero el haber visto y conversado con un hombre de notoriedad tan prodigiosa como la que él a obtenido, u obtendrá en unos pocos días, no es un asunto menor, por éstos tiempos.

The Literary World habla de él, con seguridad, como de un nativo de Presburg (confundido, quizás, por la historia en ‘The Home Journal’) pero me complace ser capaz de sentenciar positivamente, por haberlo obtenido de sus propios labios, que él ha nacido en Utica, en el Estado de Nueva York, aunque sus padres, creo, son descendientes de Presburg. La familia está conectada, en cierta forma, con Maelzel, recordado por el Jugador de Ajedrez autómata.

En persona, él es bajo y corpulento, con grandes, gordos, ojos azules, pelo y bigote arenoso, una boca amplia pero agradable, buenos dientes, y creo que una nariz Romana. Hay algún defecto en uno de sus pies. Su discurso es franco, y su comportamiento notable por su cordialidad. Sin embargo, él mira, habla, y actúa tan poco ‘misantrópicamente’ como cualquier hombre que haya visto. Fuimos compañeros de residencia por una semana hará unos seis años atrás, en Earl’s Hotel, en Providence, Rhode Island; y supongo que conversé con él, en varios momentos, por unas tres o cuatro horas en total. Sus temas principales eran aquellos del día, y nada de lo que me llegó de él me llevó a sospechar sus logros científicos. Dejó el hotel antes que yo, con intenciones de ir a Nueva York, y de ahí a Bremen; fue en la última ciudad que su gran descubrimiento fue hecho público por primera vez; o, mejor, fue allí que por primera vez sospechó haberlo logrado. Así principalmente es que sé personalmente sobre el ahora inmortal Von Kempelen; pero pensé que aún estos pocos detalles tendrían interés para el público.

Von Kempelen nunca había llegado a ser siquiera tolerablemente adinerado durante su residencia en Bremen; y a menudo, era bien sabido, se había tenido que recurrir a salidas extremas para acumular sumas triviales. Cuando ocurrió la gran conmoción por la falsificación en la casa de Gutsmuth & Co., la sospecha fue dirigida hacia Von Kempelen, debido a la compra de una propiedad considerable en Gasperitch Lane, y a su rechazo, al ser cuestionado, a explicar como consiguió el dinero para la compra. A la larga fue arrestado, pero nada decisivo apareció contra él, al final fue puesto en libertad.

La policía, sin embargo, mantuvo una estricta vigilancia sobre sus movimientos, y así descubrió que dejaba su casa frecuentemente, haciendo siempre el mismo camino, y dándole invariablemente a sus vigilantes una vuelta por el vecindario de ese laberinto de pasajes angostos y retorcidos conocido por el apodo de ‘Dondergat.' Finalmente, gracias a una gran perseverancia, lo rastrearon hasta un altillo de una vieja casa de siete historias, en un callejón llamado Flatzplatz, y, cayéndole sorpresivamente, lo encontraron, como imaginaron, en medio de sus maniobras de falsificación. Su agitación es representada como tan excesiva que los oficiales no tuvieron la menor duda de su culpabilidad. Después de esposarlo, revisaron su habitación, o mejor habitaciones, porque parece que ocupaba toda la mansarda.

Abriéndose en el desván donde lo atraparon, había un armario, diez pulgadas por ocho, acondicionado con algunos aparatos químicos, de los cuales aún no se ha determinado el objeto. En un esquina del armario había un incinerador muy pequeño, con un fuego encendido, y en el fuego una especie de crisol duplicado, dos crisoles conectados por un tubo. Uno de estos crisoles estaba casi lleno de plomo en estado de fusión, aunque sin alcanzar la apertura del tubo, que estaba cerca del borde. El otro crisol contenía algún líquido, que, cuando los oficiales entraron, parecía estar furiosamente disipándose en vapor. Ellos contaron que, al encontrarse atrapado, Kempelen tomó los crisoles con ambas manos (que estaban enfundadas en guantes que posteriormente resultaron ser de amianto), y tiró los contenidos en el piso embaldosado.

Fue entonces que lo esposaron; y antes de proceder a registrar los límites buscaron en su persona, pero nada inusual fue encontrado en él, exceptuando una porción de papel, en el bolsillo de su saco, conteniendo lo que posteriormente fue determinado que era una mezcla de antimonio y alguna sustancia desconocida, en casi, pero no exactamente, igual proporción. Todos los intentos por analizar la sustancia desconocida han, hasta el momento, fallado, pero de que será analizada hasta el final, no caben dudas.

Saliendo del armario con su prisionero, los oficiales pasaron a través de una especie de antecámara, en la cual ningún material fue encontrado, hasta el dormitorio del químico. Aquí registraron algunas cajas y cajones, pero sólo descubrieron unos pocos papeles, de ninguna importancia, y alguna buena moneda, plata y oro. A la larga, buscando bajo la cama, vieron un gran baúl, común, sin bisagras, pasador, o cerradura, y con la parte superior yaciendo descuidadamente sobre el fondo. En el momento de sacar el baúl de debajo de la cama, encontraron que, con sus fuerzas unidas (había tres de ellos, todos hombres fuertes), no podían ‘moverlo una pulgada.’ Muy sorprendido por ello, uno de ellos se metió debajo de la cama, y mirando dentro del baúl, dijo:

¡‘No es sorprendente que no podamos moverlo, es que está lleno de bordes de viejos pedazos de bronce!

Poniendo sus pies, ahora, contra la pared para así tener un buen apoyo, y empujando con toda su fuerza, mientras sus compañeros tiraban con las suyas, el baúl, con mucha dificultad, fue sacado de debajo de la cama, y su contenido examinado. El supuesto bronce con el cual estaba lleno estaba en pequeños, finos pedazos, variando del tamaño de una arveja al de un dólar; pero los pedazos eran de forma irregular, aunque de apariencia más o menos plana, en general, ‘muy como luce el plomo cuando es arrojado derretido sobre la tierra, y allí sufre para enfriarse.’ Entonces, ni uno de esos oficiales sospechó por un momento que este metal fuera otra cosa que bronce. La idea de que eso fuera oro nunca pasó por sus cabezas, por supuesto; ¿Cómo podría haber pasado, semejante fantasía descabellada? Y su sorpresa puede ser bien concebida, cuando al día siguiente se vino a saber, en todo Bremen, que el ‘montón de bronce’ que ellos habían acarreado tan despectivamente a la oficina de policía, sin tomarse la molestia de guardarse la menor cantidad, no sólo era oro – oro real – sino oro mucho más fino que cualquiera empleado en acuñación, de hecho, absolutamente puro, virgen, sin la más mínima mixtura apreciable.

No necesito repasar los detalles de la confesión y liberación de Von Kempelen (tan lejos como fue), ya que éstos son conocidos por el público. Que él finalmente ha realizado, en espíritu y en efecto, aunque no al pie de la letra, la vieja quimera de la piedra filosofal, ninguna persona sana tiene la libertad de dudarlo. Las opiniones de Arago merecen, por supuesto, la mayor consideración; pero de ninguna manera él es infalible; y lo que dice del bismuto, en su reporte a la Academia, debe ser tomado cum grano salis. La simple verdad es, que hasta este momento todo análisis ha fallado; y hasta Von Kempelen elige dejarnos tener la llave de su propio enigma publicado, es más que probable que el asunto quede, por años, en statu quo. Todo lo que hasta ahora se puede decir que se conozca medianamente es, que ‘el oro puro puede ser hecho a voluntad, y muy fácilmente mediante plomo en contacto con otras ciertas sustancias, de tipos y en proporciones, desconocidas.’

La especulación, por supuesto, está ocupada en lo referente a los resultados inmediatos y últimos de este descubrimiento –un descubrimiento que pocas personas pensantes vacilarán en vincular al crecido interés por el asunto del oro en general, debido a los tardíos desarrollos en California; y esta reflexión nos lleva inevitablemente a otra– la excesiva falta de oportunismo del análisis de Von Kempelen. Si muchos se previnieron de aventurarse a California, por la mera noción de que el oro disminuiría tan materialmente su valor, a cuenta de su abundancia en las minas de allí, como para aportar la especulación de que un dubitativo vaya tan lejos en su búsqueda – ¿que impresión será forjada ahora, en las mentes de quienes están a punto de emigrar, y especialmente en las mentes de quienes de hecho están en la región mineral, por el anuncio de este asombroso descubrimiento de Von Kempelen? Un descubrimiento que declara, en tantas palabras, que más allá de su utilidad intrínseca para propósitos de manufactura (lo que sea que se entienda por utilidad), el oro ahora no tiene, o al menos pronto no tendrá (porque no puede suponerse que Von Kempelen pueda retener mucho tiempo su secreto), mucho más valor que el plomo, y un valor mucho menor que la plata. Es, por cierto, excesivamente difícil especular sobre las consecuencias futuras del descubrimiento, pero una cosa puede ser sostenida positivamente – que el anuncio del descubrimiento seis meses atrás hubiera tenido una influencia material sobre la colonización de California.

En Europa, hasta ahora, los resultados más llamativos han sido una alza del doscientos por ciento en el valor del plomo, y aproximadamente veinticinco por ciento en el de la plata".


Edgar Allan Poe