El Recolector de Historias

El Recolector de Historias

martes, 31 de marzo de 2015

"La Princesa de las Azucenas rojas"

"Era una austera y fría hija de reyes; apenas dieciséis años, ojos grises de águila bajo altaneras cejas y tan blanca que habríase dicho que sus manos eran de cera y sus sienes de perlas. La llamaban Audovère. Hija de un anciano rey guerrero siempre ocupado en lejanas conquistas cuando no combatía en la frontera, había crecido en un claustro, en medio de las tumbas de los reyes de su dinastía, y desde su primera infancia había sido confiada a unas religiosas: la princesa Audovère había perdido a su madre al nacer.

El claustro en el que había vivido los dieciséis años de su vida, estaba situado a la sombra y en el silencio de un bosque secular. Sólo el rey conocía el camino hacia él y la princesa no había visto jamás otro rostro masculino que el de su padre. Era un lugar severo, al abrigo de las rutas y del paso de los gitanos, y nada penetraba en él sino la luz del sol y además debilitada a través de la bóveda tupida formada por las hojas de los robles.

Al atardecer, la princesa salía a veces fuera del recinto del claustro y se paseaba a paso lento, escoltada por dos filas de religiosas. Iba seria y pensativa, como agobiada bajo el peso de un profundo secreto y tan pálida, que se habría dicho que iba a morir a no tardar. Un largo vestido de lana blanca con un bajo bordado con amplios tréboles de oro, se arrastraba tras sus pasos, y un círculo de plata labrada sujetaba sobre sus sienes un ligero velo de gasa azul que atenuaba el color de sus cabellos. Audovère era rubia como el polen de las azucenas y el bermejo algo pálido de los antiguos cálices del altar.

Y aquella era su vida. Tranquila y con el corazón pleno de alegría esperanzada, como otra mujer habría esperado el regreso de su prometido, ella esperaba en el claustro el retorno de su padre; y su pasatiempo y sus más dulces pensamientos eran pensar en las batallas, en los peligros de los ejércitos y en los príncipes masacrados sobre los que triunfaba el rey.

A su alrededor, en abril, los altos taludes se cubrían de prímulas, que se ensangrentaban de arcilla y hojas muertas en otoño; y siempre fría y pálida dentro de su vestido de lana blanca bordada con tréboles de oro, en abril como en octubre, en el ardiente junio como en noviembre, la princesa Audovère pasaba siempre silenciosa al pie de los robles rojizos o verdes.

En verano, a veces, solía llevar en la mano grandes azucenas blancas crecidas en el jardín del convento, y era tan delgada y blanca ella misma que podría haberse dicho que era hermana de las azucenas. En otoño eras las digitales las que llevaba entre sus dedos, digitales de color violeta cogidas en la linde de los claros del bosque; y el color rosa enfermizo de sus labios se asemejaba al púrpura avinado de las flores y, cosa extraña, no deshojaba jamás las digitales sino que las besaba con frecuencia como automáticamente, mientras que sus dedos parecían experimentar placer al despedazar las azucenas. Una sonrisa cruel entreabría entonces sus labios y habríase dicho que realizaba algún oscuro rito correspondiendo a través de los espacios a alguna obra lejana, y era en efecto (los pueblos lo supieron más tarde) una ceremonia de sombra y sangre.

A cada gesto de la princesa virgen se hallaban ligados el sufrimiento y la muerte de un hombre. El anciano rey lo sabía bien. Y mantenía lejos de la vista, en aquel claustro ignorado, a aquella virginidad funesta. La princesa cómplice lo sabía también: de ahí su sonrisa cuando besaba las digitales y despedazaba las azucenas entre sus hermosos dedos lentos. Cada azucena deshojada era un cuerpo de príncipe o de joven guerrero herido en la batalla, cada digital besada una herida abierta, una llaga ensanchada que daba paso a la sangre de los corazones; y la princesa Audovère no contaba ya sus lejanas victorias. Desde hacía cuatro años que conocía el hechizo, iba prodigando sus besos a las venenosas flores rojas, masacrando sin piedad las bellas azucenas candorosas, dando la muerte en un beso, quitando la vida en un abrazo, fúnebre ayuda de campo y misterioso verdugo del rey, su padre. Cada noche el capellán del convento, un anciano barnabita ciego, recibía la confesión de sus faltas y la absolvía; pues las faltas de las reinas sólo condenan a los pueblos, y el olor de los cadáveres es incienso al pie del trono de Dios. Y la princesa Audovère no sentía ni remordimiento ni tristeza. En primer lugar, se sabía purificada por la absolución; además, los campos de batalla y las noches de derrota donde están en los estertores de la agonía, con infames muñones enarbolados hacia el rojizo cielo, los príncipes, los forajidos y los mendigos, agradan al orgullo de las vírgenes: las vírgenes no sienten ante la sangre el horror angustiado de las madres -las madres siempre temerosas por sus hijos bienamados-; y además, Audovère era sobre todo la hija de su padre.

Una noche (¿cómo había podido alcanzar aquel claustro ignorado?) un desgraciado fugitivo acababa de derrumbarse con un grito de niño a la puerta del santo asilo; estaba negro de sudor y polvo, y su pobre cuerpo agujereado sangraba por siete heridas. Las religiosas lo recogieron y lo instalaron al fresco, más por terror que por piedad, en la cripta de las tumbas. Depositaron junto a él una jarra de agua helada para que pudiera beber y un hisopo mojado en agua bendita con un crucifijo, para ayudarle a pasar de la vida a la muerte, pues daba ya sus bocanadas con el pecho oprimido por un comienzo de agonía. A las nueve, en el refectorio, la superiora mandó rezar por el herido la oración de difuntos; las religiosas, algo emocionadas, regresaron a sus celdas y el convento se sumió en el sueño.

Sólo Audovère no dormía y pensaba en el fugitivo. Apenas había podido verlo cruzar el jardín apoyado en el brazo de dos viejas hermanas y un pensamiento la obsesionaba: este agonizante era, sin duda, algún enemigo de su padre, algún fugitivo escapado de la masacre, último despojo varado en aquel convento después de algún horroroso combate. La batalla debía haberse librado en los alrededores, más cerca de lo que sospechaban las religiosas, y el bosque debía estar a estas horas lleno de otros fugitivos, de otros desgraciados sangrando y gimiendo; y toda una humanidad sufriente, fea de sanie y de muñones, rodearía de aquí al amanecer el recinto del convento, donde los acogería la indolente caridad de las hermanas.

Era pleno julio y largos arriates de azucenas embalsamaban el jardín; la princesa Audovère descendió al mismo. Y, a través de los altos tallos bañados por el claro de luna que se erguían en la noche como húmedas hojas de lanza, la princesa Audovère se adelantó y se puso lentamente a deshojar las flores. Pero, ¡oh misterio! he aquí que se exhalan suspiros y quejas y que lloran las plantas. Las flores, bajo sus dedos, ofrecían resistencias y caricias de carne; en un momento, algo cálido le cayó sobre las manos que ella tomó por lágrimas y el olor de las azucenas repugnaba, singularmente cambiado, cambiado en algo insípido y pesado, con sus copas repletas de un deletéreo incienso. Y aunque desfallecida, encarnizada en su trabajo, Audovère proseguía su obra asesina decapitando sin piedad, deshojando sin descanso cálices y capullos; pero mientras más destrozaba más innumerables renacían las flores. Ahora todo era un campo de altas flores rígidas, levantadas hostiles bajo sus pasos, un auténtico ejército de picas y alabardas transformadas a la luz de la luna en cuádruples pétalos y, cruelmente fatigada, pero presa de vértigo, de rabia destructiva, la princesa seguía desgarrando, marchitando, aplastando todo ante ella, cuando una extraña visión la detuvo. De un manojo de flores más altas, una transparencia azulada, un cadáver humano emergió. Con los brazos extendidos en cruz, los pies crispados uno sobre otro, mostraba en la oscuridad la herida de su costado izquierdo y de sus manos sangrantes; una corona de espinas manchaba de barro y sanie el entorno de sus sienes y la princesa, aterrorizada, reconoció al desgraciado fugitivo recogido aquella misma tarde, al herido que agonizaba en la cripta. Él levantó con esfuerzo un párpado tumefacto y con tono de reproche dijo: «¿Por qué me has golpeado? ¿Qué te había hecho yo?».

Al día siguiente encontraron a la princesa Audovère tendida, muerta, con los ojos vueltos, con azucenas entre las manos y apretadas sobre el corazón. Yacía atravesada en una avenida a la entrada del jardín, pero a su alrededor todas las azucenas eran rojas. No volverían a florecer blancas en el futuro. Así murió la princesa Audovère por haber respirado las azucenas nocturnas de un claustro, en un jardín en julio".


Jean Lorrain

lunes, 30 de marzo de 2015

"Un Artista del Trapecio"

"Un artista del trapecio -como se sabe, este arte que se practica en lo alto de las cúpulas de los grandes circos es uno de los más difíciles entre todos los asequibles al hombre- había organizado su vida de tal manera -primero por afán profesional de perfección, después por costumbre que se había hecho tiránica- que, mientras trabajaba en la misma empresa, permanecía día y noche en el trapecio. Todas sus necesidades -por otra parte muy pequeñas- eran satisfechas por criados que se relevaban a intervalos y vigilaban debajo. Todo lo que arriba se necesitaba lo subían y bajaban en cestillos construidos para el caso.

De esta manera de vivir no se deducían para el trapecista dificultades con el resto del mundo. Sólo resultaba un poco molesto durante los demás números del programa, porque como no se podía ocultar que se había quedado allá arriba, aunque permanecía quieto, siempre alguna mirada del público se desviaba hacia él. Pero los directores se lo perdonaban, porque era un artista extraordinario, insustituible. Además era sabido que no vivía así por capricho y que sólo de aquella manera podía estar siempre entrenado y conservar la extrema perfección de su arte.

Además, allá arriba se estaba muy bien. Cuando, en los días cálidos del verano, se abrían las ventanas laterales que corrían alrededor de la cúpula y el sol y el aire irrumpían en el ámbito crepuscular del circo, era hasta bello. Su trato humano estaba muy limitado, naturalmente. Alguna vez trepaba por la cuerda de ascensión algún colega de turné, se sentaba a su lado en el trapecio, apoyado uno en la cuerda de la derecha, otro en la de la izquierda, y charlaban largamente. O bien los obreros que reparaban la techumbre cambiaban con él algunas palabras por una de las claraboyas o el electricista que comprobaba las conducciones de luz, en la galería más alta, le gritaba alguna palabra respetuosa, si bien poco comprensible.

A no ser entonces, estaba siempre solitario. Alguna vez un empleado que erraba cansadamente a las horas de la siesta por el circo vacío, elevaba su mirada a la casi atrayente altura, donde el trapecista descansaba o se ejercitaba en su arte sin saber que era observado.

Así hubiera podido vivir tranquilo el artista del trapecio a no ser por los inevitables viajes de lugar en lugar, que lo molestaban en sumo grado. Cierto es que el empresario cuidaba de que este sufrimiento no se prolongara innecesariamente. El trapecista salía para la estación en un automóvil de carreras que corría, a la madrugada, por las calles desiertas, con la velocidad máxima; demasiado lenta, sin embargo, para su nostalgia del trapecio.

En el tren, estaba dispuesto un departamento para él solo, en donde encontraba, arriba, en la redecilla de los equipajes, una sustitución mezquina -pero en algún modo equivalente- de su manera de vivir.

En el sitio de destino ya estaba enarbolado el trapecio mucho antes de su llegada, cuando todavía no se habían cerrado las tablas ni colocado las puertas. Pero para el empresario era el instante más placentero aquel en que el trapecista apoyaba el pie en la cuerda de subida y en un santiamén se encaramaba de nuevo sobre su trapecio. A pesar de todas estas precauciones, los viajes perturbaban gravemente los nervios del trapecista, de modo que, por muy afortunados que fueran económicamente para el empresario, siempre le resultaban penosos.

Una vez que viajaban, el artista en la redecilla como soñando, y el empresario recostado en el rincón de la ventana, leyendo un libro, el hombre del trapecio le apostrofó suavemente. Y le dijo, mordiéndose los labios, que en lo sucesivo necesitaba para su vivir, no un trapecio, como hasta entonces, sino dos, dos trapecios, uno frente a otro.

El empresario accedió en seguida. Pero el trapecista, como si quisiera mostrar que la aceptación del empresario no tenía más importancia que su oposición, añadió que nunca más, en ninguna ocasión, trabajaría únicamente sobre un trapecio. Parecía horrorizarse ante la idea de que pudiera acontecerle alguna vez. El empresario, deteniéndose y observando a su artista, declaró nuevamente su absoluta conformidad. Dos trapecios son mejor que uno solo. Además, los nuevos trapecios serían más variados y vistosos.

Pero el artista se echó a llorar de pronto. El empresario, profundamente conmovido, se levantó de un salto y le preguntó qué le ocurría, y como no recibiera ninguna respuesta, se subió al asiento, lo acarició y abrazó y estrechó su rostro contra el suyo, hasta sentir las lágrimas en su piel. Después de muchas preguntas y palabras cariñosas, el trapecista exclamó, sollozando:

-Sólo con una barra en las manos, ¡cómo podría yo vivir!

Entonces, ya fue muy fácil al empresario consolarlo. Le prometió que en la primera estación, en la primera parada y fonda, telegrafiaría para que instalasen el segundo trapecio, y se reprochó a sí mismo duramente la crueldad de haber dejado al artista trabajar tanto tiempo en un solo trapecio. En fin, le dio las gracias por haberle hecho observar al cabo aquella omisión imperdonable. De esta suerte, pudo el empresario tranquilizar al artista y volverse a su rincón.

En cambio, él no estaba tranquilo; con grave preocupación espiaba, a hurtadillas, por encima del libro, al trapecista. Si semejantes pensamientos habían empezado a atormentarlo, ¿podrían ya cesar por completo? ¿No seguirían aumentando día por día? ¿No amenazarían su existencia? Y el empresario, alarmado, creyó ver en aquel sueño, aparentemente tranquilo, en que habían terminado los lloros, comenzar a dibujarse la primera arruga en la lisa frente infantil del artista del trapecio".


Franz Kafka

domingo, 29 de marzo de 2015

"La Llama Sagrada"

"Hace muchos años, cuando la ciudad de Florencia acababa de ser declarada república, vivía allí un hombre llamado Raniero di Ranieri. Era hijo de un armero, y aunque había aprendido el oficio de su padre, no tenía gran interés en practicarlo.

Este Raniero era un hombre muy fuerte. Decíase de él que llevaba una pesada armadura de hierro con la misma facilidad que otro lleva una sutil camisa de seda. Era joven todavía y había hecho ya muchos alardes de su fuerza. Una vez se encontraba en una casa en cuyo terrado había grano extendido. Pero habíanlo amontonado con exceso y mientras Raniero estaba debajo, rompiose una de las vigas y el techo amenazó derrumbarse. Todos, excepto Raniero, huyeron precipitadamente. Este alzó los brazos y logró detener el derrumbamiento, hasta que llegó gente con vigas para apuntalar la casa.

Decíase también de Raniero que era el hombre más valiente que jamás había existido en Florencia, y que nunca se cansaba de luchar. Apenas se iniciaba algún altercado en la calle, salía apresuradamente de su taller deseando tomar parte en la pelea. Con tal de poder desenvainar el arma lo mismo contendía con simples aldeanos que con caballeros armados de punta en blanco. En lo más recio de la lucha intervenía en ella sin reparar en el número de adversarios.

En aquella época Florencia no era muy poderosa. Su población se componía, en su mayor parte, de hilanderos y tejedores, y estos no deseaban nada mejor que ocuparse en paz de su oficio. Claro está que había hombres aptos y diestros; pero no eran espadachines y consideraban como un gran honor el que en su ciudad reinase más orden que en parte alguna. Muchas veces se lamentaba Raniero de no haber nacido en un país en que hubiera un rey que reuniera en torno suyo hombres valientes, y decía que en tal caso habría ganado grandes honores y dignidades.

Raniero era vanidoso y charlatán, cruel con los animales, rudo con su mujer, y por esto resultaba imposible vivir con él. Habría sido bello a no ser por las profundas cicatrices que le desfiguraban el rostro. Era resuelto, magnánimo, aunque, a veces, harto violento.

Raniero estaba casado con Francesca, hija del sabio y poderoso Jacobo degli Uberti. A él no le hacía maldita la gracia ceder a su hija en matrimonio a aquel gallo de pelea, e hizo todo lo posible por evitarlo; pero Francesca dijo que jamás se casaría con otro que con Raniero. Cuando Jacobo dio, por fin, su consentimiento, dijo a Raniero:

-Me ha enseñado la experiencia que los hombres de tu calaña saben más fácilmente conseguir que conservar el amor de una mujer; por eso quiero obtener de ti una promesa. Si mi hija llega a encontrar un día penosa la vida junto a ti, quedas obligado a no retenerla en el caso de que ella desee volver junto a mi.

Francesca opinó que era inútil semejante promesa, pues amaba a Raniero de tal manera que estaba convencida de que no podría separarse de él nunca más. Pero Raniero prometió en el acto:

-Puedes estar seguro de que jamás intentaré retener a una mujer que quiera alejarse de mí.

Francesca y Raniero se unieron y vivieron en armonía.

Cuando llevaban unas semanas casados tuvo Raniero la idea de ejercitarse en el tiro al blanco. Durante días practicó disparando contra una tabla pendiente del muro. Después le entraron ganas de tirar a un blanco más difícil. Miró en torno suyo y solo descubrió una codorniz en una jaula, colgada en el patio. El pájaro pertenecía a Francesca que le tenía mucho cariño. Sin embargo, Raniero mandó abrir la jaula por un mozo y disparó contra el animalito al emprender el vuelo.

Encontró este tiro acertadísimo y desde entonces no dejó de vanagloriarse de él ante cuantos se dignaban escucharle.

Cuando Francesca se enteró de que había matado al pájaro, se puso pálida y le miró horrorizada. Asombrábale que hubiera osado realizar algo que había de causarle pena; pero pronto le perdonó, y siguió amándole como antes.

Durante algún tiempo todo volvió a marchar bien.

El suegro de Raniero era tejedor de tela de lino. Poseía un espacioso taller en el que se trabajaba diligentemente. Raniero creyó descubrir que allí se mezclaba el lino y el cáñamo, y no se lo calló sino que propaló la noticia por toda la ciudad. Por último, la calumnia llegó a oídos de Jacobo, quien pronto supo ponerle fin. Hizo analizar sus estambres y sus tejidos por otros tejedores y estos encontraron que estaban hechos con el más excelente lino. En un solo fardo, que debía venderse fuera de Florencia, encontrose una ligera mezcla. Jacobo aseguró que aquel fraude había sido cometido por sus operarios sin saberlo él. Pronto comprendió, sin embargo, que le sería difícil convencer a las gentes de su afirmación. Siempre había gozado de gran fama por su rectitud y ahora le resultaba muy amargo ver mancillada su honra.

Raniero se vanagloriaba de haber descubierto el fraude, y lo pregonaba aun en presencia de su esposa.

Esta, igual que cuando mató al pájaro, se sintió apesadumbrada, y no ocultó su asombro. Cuando meditaba sobre lo ocurrido, ocurríasele, finalmente, que su amor era semejante a un precioso tapiz bordado en oro, grande y resplandeciente. Tenía ya un extremo roto, por lo que no era tan magnífico como de recién casada; mas, no obstante, era tan leve el deterioro que nunca llegaría a perderlo, por mucho que viviese.

Y se sintió tan feliz como al casarse. Francesca tenía un hermano llamado Tadeo. Este acababa de regresar de un viaje de negocios a Venecia, y de allí se trajo varios vestidos de seda y terciopelo. Ya en Florencia solía lucirlos con orgullo; pero, por no existir allí todavía la costumbre de ostentar vestidos tan suntuosos, no faltó quien comentara en tono sarcástico la vanidad del joven. Un buen día Tadeo y Raniero encontráronse en una taberna. Tadeo se ataviaba con una capa de seda verde, forrada con piel de marta, y una casaca violeta. Raniero concibió la idea de hacerle beber más vino de lo conveniente, y su cuñado acabó siendo su víctima inconsciente. Tadeo se durmió embriagado, y Raniero le quitó la capa y fuese con ella para ponérsela a un espantapájaros de su huerta.

Francesca enfureciose mucho al saberlo, y nuevamente pensó en el gran tapiz de oro de su amor, que ahora veía más pequeño porque Raniero lo iba destrozando.

Los esposos continuaron viviendo en paz durante algún tiempo; pero Francesca ya no era tan feliz como antes, y siempre temía que Raniero llevase a efecto algún acto que dañara más seriamente su amor.

No tardó en llegar el nuevo agravio, pues Raniero no podía permanecer tranquilo. Sentía la necesidad de que las gentes hablasen continuamente de él, de que alabaran su valor y su bizarría.

Sobre la catedral que Florencia poseía en aquel tiempo, que era mucho menos espaciosa que la actual, pendía de la punta de la torre más alta un escudo enorme que había sido colocado allí por un antepasado de Francesca. Parecía ser el escudo más pesado que jamás hubiera podido llevar florentino alguno, y toda la estirpe de los Uberti estaba orgullosa de que hubiera sido uno de los suyos el que consiguiera trepar a la torre y colocar allí tan descomunal escudo. A esta torre subió Raniero un día y bajó con el escudo a cuestas.

Cuando Francesca se enteró de ello habló con Raniero de su pesar por vez primera y le rogó que no humillase de tal manera a una familia a la que pertenecía por su matrimonio. Raniero, que había esperado de ella una alabanza por el heroico hecho, se enfadó mucho, diciendo que hacía tiempo que venía observando cuán indiferentes le eran sus triunfos, y que ella no pensaba más que en su propia familia.

-Pienso en algo muy distinto -replicó Francesca-, y es en mi amor hacia ti. No sé qué será de él si continúas de este modo.

Desde entonces se cambiaron más de una vez frases duras los dos, pues Raniero se empeñaba en hacer precisamente todo cuanto pudiera molestarla.

En el taller de Raniero trabajaba un joven de baja estatura, cojo, que amaba a Francesca desde mucho antes de casarse, y que continuaba amándola con inalterable fidelidad. Raniero, que lo sabía, se propuso ponerle en ridículo, y siempre le hacía blanco de sus asechanzas, especialmente durante las comidas. Un día en que el pobre mozo no se avino a soportar tales burlas, abalanzose sobre él; pero Raniero le venció fácilmente, mofándose después del infeliz cojo, quien, no pudiendo vivir así, acabó por ahorcarse.

Raniero y Francesca solo llevaban un año de casados. Ella seguía representándose su amor en el gran tapiz bordado en oro, pero veía que su tamaño habíase reducido una mitad. Esto la llenó de horror.

"Si continúo un año más al lado de este hombre", pensó, "acabaré perdiendo por completo mi amor y entonces seré tan miserable como fui rica hasta aquí."

Y decidió marchar a casa de su padre para que no llegase el día en que odiara a Raniero tanto como le amara en otro tiempo.

Jacobo degli Uberti hallábase sentado en el telar, rodeado de sus operarios, cuando la vio llegar. Le dio la bienvenida de todo corazón, diciéndole que había sucedido lo que siempre temió. Seguidamente ordenó a todos sus dependientes que cerraran la casa y se armaran lo mejor posible, y se fue en busca de Raniero, a quien habló así:

-Mi hija ha vuelto a mi casa, deseosa de habitar bajo mi techo, y espero que cumplirás la promesa que me hiciste.

Raniero pareció no tomar la cosa muy en serio, y se limitó a contestar:

-Aun cuando no te hubiera hecho promesa alguna, jamás me atrevería a impedir la marcha de una mujer que no desea seguir perteneciéndome.

Sabiendo bien lo mucho que Francesca le quería, el joven se dijo para sí:

-De seguro que estará de nuevo a mi lado antes de la caída de la tarde.

Pero ella no se dejó ver aquel día ni al siguiente. Al tercer día partió Raniero en persecución de algunos bandidos que desde hacía tiempo venían importunando a los mercaderes florentinos.

Tuvo la suerte de vencerlos y de llevarlos prisioneros a Florencia.

Durante varios días permaneció tranquilo, seguro de que aquel hecho heroico se habría propagado por toda la ciudad. Pero su esperanza de que Francesca volvería a su lado, al enterarse, no se realizó.

Raniero sintió los mayores deseos de obligarla a volver, prevalido del derecho que le concedían las leyes; pero se creía en el caso de no hacerlo en cumplimiento de su promesa. No siéndole posible seguir habitando en la misma ciudad en que vivía la mujer que le había abandonado, partió de Florencia.

Primero se hizo mercenario, pero pronto se transformó en caudillo de una banda de espadachines. Siempre iba en busca de pelea y llegó a servir a muchos señores.

Como había profetizado, ganó, siendo guerrero, mucha gloria y honores. Fue armado caballero por el emperador y contado entre los hombres más eminentes.

Pero antes de abandonar Florencia hizo la promesa, ante la imagen de la Madonna, en la Catedral, de ceder a la Santísima Virgen lo más valioso de cada botín de guerra. Y siempre se veían ante aquella imagen preciosas dádivas ofrecidas por él.

Raniero sabía, pues, que todas sus heroicas hazañas eran conocidas en su ciudad natal. Y estaba altamente asombrado de que Francesca degli Uberti no se dirigiera a él, a pesar de los relatos de sus hechos gloriosos.

En aquella época fue propuesta por el canciller una cruzada para el rescate de los Santos Lugares, y Raniero partió hacia Oriente entre los cruzados. En parte esperaba ganar castillo y feudo, sobre los cuales pudiera mandar, y en parte esperaba realizar actos tan heroicos que su mujer tuviera que amarle y volver nuevamente a él.


II

En la primera noche después de la toma de Jerusalén, reinaba gran alegría en el campamento de los cruzados, que se encontraban en las afueras de la ciudad. Casi en cada tienda se celebraba la victoria con abundantes libaciones, y por doquier había risas y barullo. También Raniero di Ranieri hallábase bebiendo en compañía de otros camaradas de guerra, y en su tienda reinaba mucho mayor desenfreno que en todas las demás. Apenas los criados llenaban los vasos, vaciábanse como por encanto.

Raniero tenía más motivos que los otros para alegrarse de aquel modo, pues ese día realizó las hazañas que más contribuyeron a cubrirle de gloria. Al lanzarse al asalto de la ciudad fue el primero, después de Godofredo de Bouillon, en escalar los muros, y su valerosa conducta había merecido ser elogiada ante todo el ejército. Pasado el saqueo y terminados los horrores de la matanza, los cruzados, con sus cilicios y empuñando cirios no encendidos, encamináronse hacia la sagrada iglesia del Santo Sepulcro, y entonces díjole Godofredo que debía ser el primero en encender su cirio en la sagrada vela que ardía ante el sepulcro de Cristo.

Raniero se sintió muy orgulloso al verse honrado como el más grande héroe de todo el ejército, lo que implicaba el reconocimiento de sus esforzadas hazañas.

Ya mediada la noche, cuando Raniero y sus camaradas estaban de mejor humor, acercáronseles un bufón y varios cómicos que se dedicaban a divertir a la gente del campamento con sus ocurrencias, rogándole a Raniero que le escuchara uno de sus interesantes relatos.

Raniero sabía que aquel bufón gozaba de gran fama por su ingenio, y accedió a su ruego. Y el bufón comenzó:

-Sucedió una vez que nuestro Redentor y san Pedro se hallaban pasando el día en la torre más alta del castillo que hay en el Paraíso: no hacían más que mirar a la tierra, porque eran tantas las cosas que había que ver, que apenas si les quedaba tiempo de cruzar palabra. El Salvador permanecía tranquilo; pero san Pedro palmoteaba jubiloso de cuando en cuando o sacudía la cabeza en señal de fastidio; tan pronto se mostraba alegre como se entregaba a la pena más inconsolable. Cuando el día comenzó a caer y el crepúsculo se extendió sobre el Paraíso, el Redentor volviose hacia san Pedro y le dijo que debía hallarse muy contento.

"-¿De qué? -preguntó san Pedro en tono brusco.

"-Creí que estarías satisfecho de lo que acabas de ver -replicó el Salvador en voz queda.

"-Cierto que año tras año y día por día he lamentado que Jerusalén estuviera en manos de los infieles; pero, después de lo que hoy ha sucedido casi hubiera sido mejor que todo continuase como antes."

Raniero no tardó en darse cuenta, como los demás, de que el bufón se refería a lo acaecido aquel día, por lo que todos se dispusieron a escuchar más atentamente el relato.

-Cuando san Pedro hubo dicho esto -prosiguió el bufón fijando su mirada en los caballeros- encaramose sobre una almena y dijo señalando a una ciudad que aparecía sobre una peña enorme y solitaria que se elevaba en lo profundo de un valle:

"-¿Reconoces aquel montón de cadáveres? ¿Ves la sangre que corre por las calles y los miserables prisioneros temblorosos de frío y las ruinas humeantes?

"Nuestro Salvador optó por callar, y san Pedro continuó con lamentaciones, diciendo que si con frecuencia habíase manifestado como enemigo de Jerusalén, no dejaba de afligirse ahora al ver el terrible aspecto que la ciudad presentaba.

"-Pero no me negarás -contestó, finalmente, nuestro Salvador- que los caballeros cristianos han combatido y arriesgado su vida con la mayor bizarría."

Grandes aplausos interrumpieron en este punto al bufón, que prosiguió su relato, diciendo:

-No me interrumpáis; ya no recuerdo dónde me he quedado. ¡Ah, sí! Iba a decir que san Pedro se enjugó dos lágrimas que le impedían ver.

"-Nunca hubiera imaginado que se mostraran tan salvajes -dijo-.Todo el día lo han pasado dedicados al saqueo y a la matanza. No comprendo cómo te dejaste crucificar para tener, finalmente, esa clase de prosélitos."

Los caballeros, en vez de ofenderse, prorrumpieron en estruendosas carcajadas, y uno de ellos exclamó:

-¿De modo que san Pedro está furioso con nosotros?

-Cállate -repuso otro-, y deja que el bufón diga lo que el Redentor contestó a san Pedro en nuestra defensa

-Nuestro Salvador -continuó el bufón- permaneció callado en un principio, porque sabía que era inútil contradecir a san Pedro cuando se mostraba enfurecido de verdad. Y sin alterarse lo más mínimo san Pedro rogó al Redentor que no saliera en defensa de los culpables, pretextando que habían vuelto a la razón al atravesar la ciudad descalzos y con el cilicio puesto, camino de la iglesia, porque esta devoción la consideraba tan efímera que no valía la pena de tenerla en cuenta. Y el santo volvió a asomarse por la almena señalando hacia la ciudad de Jerusalén, ante cuyas puertas acampaba el ejército cristiano.

"-¿No ves -acabó preguntando- en qué forma celebran tus caballeros la victoria obtenida?

"Efectivamente, el Salvador vio entonces que en todo el campamento celebrábanse grandes orgías y que caballeros y soldados se divertían con el espectáculo que ofrecíanles las bailarinas sirias, mientras entrechocaban los vasos rebosantes, se jugaban a los dados el botín y…"

-…y escuchaban las necedades que refería un bufón -interrumpió diciendo Raniero- ¿No crees -terminó- que esto es también un pecado?

El bufón río la interrupción e hizo un ademán significativo a Raniero, como si le dijera:

-Espera, que voy a cantarte pronto las cuarenta.

-No, no me interrumpáis -rogó nuevamente- ¡Olvida con tanta facilidad un pobre loco lo que va a decir!… Así, pues, san Pedro preguntó a nuestro Salvador en tono categórico si creía que aquellas gentes le hacían gran honor.

"Naturalmente, nuestro Redentor tuvo que contestarle que, a su parecer, no era tal el caso, a lo que repuso san Pedro:

"-Eran bandidos y asesinos antes de abandonar su patria y aun hoy siguen siendo lo mismo. Toda esta aventura guerrera podías haberla suprimido, ya que nada bueno puede salir de ella."

-¡Ojo, bufón! -exclamó Raniero previniéndole.

Pero el bufón tenía especial interés en continuar hasta que alguien se abalanzara sobre él para echarle fuera, y prosiguió impertérrito:

-Nuestro Señor se limitó a bajar la cabeza como quien reconoce la justicia del castigo que se le impone; pero en aquel momento inclinose apresuradamente y miró atentamente hacia la tierra.

"Entonces le preguntó san Pedro:

"-¿Qué es lo que miras?"

El bufón describía esto haciendo toda clase de muecas y aspavientos. Los caballeros deseaban saber lo que nuestro Salvador había descubierto.

-Nuestro Salvador replicó que no era nada -prosiguió el bufón-; pero cada vez miraba más atentamente hacia abajo. San Pedro siguió la dirección de su mirada sin distinguir otra cosa que una gran tienda ante la que se hallaban ensartadas en largas lanzas un par de cabezas de sarracenos, y donde se exhibía una multitud de lujosos tapices, vajilla de oro y armas preciosas que constituían parte del botín. En aquella tienda sucedía lo propio que en todas las demás del campamento. En ellas se hallaban sentados muchos caballeros vaciando sus vasos. La única diferencia estribaba en que allí se bebía más y había más alboroto que en las otras tiendas. San Pedro no podía comprender por qué nuestro Salvador miraba tan satisfecho que sus ojos resplandecían de alegría. San Pedro creyó no haber visto nunca tantas caras feas reunidas en un banquete. Y el anfitrión que ocupaba el sitio de honor era precisamente el más siniestro de entre todos. Era un hombre de unos treinta y cinco años sumamente alto y corpulento, de faz encarnada y acribillada de cicatrices y rasguños; tenía los puños duros y la voz ruda y potente.

Aquí se detuvo un momento el bufón, como si vacilara en proseguir el relato. Pero a Raniero y a los demás caballeros les daba tanta alegría oír hablar así de sí mismos, que rieron su insolencia.

-Eres un cínico -dijo Raniero-; pero vamos a ver en qué para todo esto.

Y el bufón prosiguió:

-Por último, nuestro Redentor dijo unas palabras a san Pedro para explicarle la causa de su alegría. Preguntó al santo si era verdad qué uno de los caballeros tenía ante sí una vela encendida.

Ante estas palabras Raniero se estremeció. Rebosante de cólera echó mano a un pesado jarro lleno de vino para lanzarlo a la cara del bufón; pero se dominó para cerciorarse de si el tunante se atrevería a denigrar su nombre.

-San Pedro vio, pues -continuó el bufón-, que aquella tienda estaba profusamente iluminada por antorchas; pero que, junto a uno de los caballeros, había una vela encendida. Era una vela alta y gruesa, destinada a arder veinticuatro horas sin interrupción. Como el caballero no tenía ningún candelero donde ponerla, la había colocado entre varias piedras.

Ante estas palabras toda la reunión prorrumpió en sonoras carcajadas. Todos señalaron una vela que se hallaba en la mesa, junto a Raniero, en la mismísima forma que el bufón había descrito. Pero a Raniero se le subió la sangre a la cabeza. Se trataba de la vela que había encendido horas antes en el Santo Sepulcro, y no se atrevía a apagarla.

-Cuando san Pedro vio esta vela -prosiguió el narrador- se dio cuenta de la causa que motivaba la alegría de nuestro Redentor, y no pudo reprimir una sonrisa compasiva.

"-¡Ah, sí! -dijo-. Ese es el caballero que escaló primero los muros de la ciudad, en pos del conde de Bouillon y que por la noche fue el primero en encender su vela en el Santo Sepulcro.

"-Efectivamente -contestó nuestro Salvador-, y ya ves que su luz arde todavía."

El bufón apresuró su relato, mirando a Raniero de cuando en cuando a hurtadillas.

-San Pedro no pudo evitar una sonrisa un poco burlona.

"-¿No comprendes, quizá, por qué deja su luz encendida durante tanto tiempo? -preguntó-. Tal vez creas que piensa en tus sacrificios y en tu muerte cuando la mira. Te equivocas: no piensa más que en la gloria que se le dispensó cuando se le reconoció como el más valiente, junto a Godofredo de Bouillon, en presencia de todo el ejército."

Todos los oyentes soltaron nuevas carcajadas. Y dominando su cólera Raniero rió también. Sabía perfectamente que todos le encontrarían sumamente ridículo si se alterase por semejante broma.

-Pero nuestro Salvador interrumpió a su querido san Pedro para contradecirle:

"-¿No te das cuenta -repitió- de lo preocupado que está con su vela de cera? Protege la llama con la mano apenas alguien levanta la cortina de la entrada, porque teme que una corriente de aire se la apague. Y está en lucha continua con los insectos que revolotean en torno a la llama, prontos a apagarla."

Las risas aumentaron más todavía, pues era exacto todo cuanto el bufón explicaba.

Raniero juzgó cada vez más difícil dominar su ira, incapaz de soportar que nadie se burlase de la sagrada llama.

-San Pedro, desconfiado -continuó el bufón-, preguntó a nuestro Redentor si conocía a aquel caballero, y dijo:

"-No es precisamente uno de los que van a misa a menudo y desgastan el reclinatorio.

"Pero nuestro Redentor no se dejó convencer y exclamó en tono solemne:

"-¡San Pedro, san Pedro! Piensa en lo que te digo. ¡Ese caballero será, desde ahora, mucho más devoto que Godofredo! ¿De dónde iban a brotar la modestia y la devoción si no de mi tumba? Aún has de ver a Raniero de Ranieri auxiliando viudas atribuladas y desdichados prisioneros. Todavía has de ver cómo cuidará a los enfermos y afligidos junto a su lecho, defendiéndolos como ahora defiende la sagrada llama."

Una enorme carcajada interrumpió al bufón. Todos los que conocían la vida y el modo de pensar de Raniero encontraban todo aquello muy gracioso. Pero a él se le habían quitado las ganas de reír. Levantose de un salto, dispuesto a echar al bufón a puñetazos; pero tropezó contra la mesa, que no era más que una puerta colocada sobre dos caballetes, y cayó la vela. Entonces se demostró cuánto le interesaba a Raniero conservar la vela encendida. Dominó su cólera y se puso tranquilamente a arreglar la luz para reanimar su llama. Pero cuando lo hubo conseguido el bufón se había largado ya de la tienda y Raniero se dijo que no valía la pena perseguirlo a través de la oscuridad de la noche.

-Ya le encontraré en otra ocasión -se dijo, y volvió a sentarse tranquilamente.

Los comensales habían cesado entre tanto de reír; pero uno de ellos volviose a Raniero para continuar la broma.

-Una cosa es cierta, Raniero, y es que esta vez no podrás enviar a la Madonna de Florencia lo más valioso de tu botín.

Raniero le preguntó por qué motivo opinaba que no podría seguir cumpliendo con su antigua costumbre, y el caballero le contestó:

-Por la sencilla razón de que el precioso botín que has conquistado esta vez es esa llama que ante todo el ejército has sido el primero en encender en el Santo Sepulcro. Y esa llama no podrás mandarla a Florencia.

Nuevamente resonaron las risas; pero Raniero se hallaba en tal disposición de ánimo, que habría sido capaz de realizar los actos más temerarios, con tal de librarse de las burlas. Con breve decisión llamó a un viejo escudero y le dijo:

-¡Ármate y prepárate para un largo viaje, Giovanni! Mañana saldrás para Florencia con esta llama sagrada.

Pero el escudero se opuso a esta orden con una enérgica negativa.

-No puedo aceptar este encargo -contestó-. ¿Cómo ir hasta Florencia a caballo con una vela encendida? Se apagaría antes de que abandonase este campamento.

Raniero fue preguntando a sus hombres uno tras otro. Todos le dieron igual contestación. Apenas si tomaban en serio la orden.

Los caballeros extranjeros, que eran los huéspedes de Raniero, rieron con gran alborozo cuando se comprobó que ninguno de sus hombres quería obedecer la orden.

Raniero enfureciose cada vez más. Por último, perdió la paciencia, y exclamó:

-Esta llama será llevada a Florencia a pesar de todo, y puesto que nadie quiere acometer la empresa, la llevaré yo mismo.

-Piénsalo bien antes de hacer un voto semejante -exclamó uno de los caballeros-. Te juegas un principado.

-¡Os juro que llevaré esta llama a Florencia! -exclamó Raniero-. Realizaré algo que nadie más osó emprender.

El viejo escudero se excusaba diciendo:

-Señor, para ti la cosa es diferente. Tú puedes llevar una gran comitiva; pero yo hubiera tenido que ir solo.

Como Raniero se hallaba como loco, incapaz de reflexionar sus palabras, contestó:

-También yo iré solo.

Con estas palabras consiguió su objeto. Todos los presentes cesaron de reír. Se quedaron absortos, contemplándole.

-¿Por qué no seguís riendo? -preguntó Raniero-. Este propósito no es más que un juego de niños para un hombre valiente.


III

Al amanecer del día siguiente montaba Raniero en su alazán. Iba armado de punta en blanco, pero cubierto con el tosco manto del peregrino para que la coraza no se calentara demasiado a los ardorosos rayos del sol. Iba armado de espada y maza y montaba un buen corcel. En la mano llevaba la vela encendida y en la silla guardaba un gran mazo de largas bujías de cera para que la llama no se consumiera por falta de combustible.

Raniero cabalgó lentamente y sin tropiezos a través de las tiendas del campamento, diseminadas por la explanada. Era tan temprano que la niebla que se desprendía de los valles en torno a Jerusalén no se había disipado todavía, y Raniero iba como envuelto en la noche. El campamento dormía aún y Raniero escapó fácilmente del alcance de los centinelas. Nadie le dio el alto; la densa niebla le hacía invisible y la espesa capa de polvo que cubría el suelo no dejaba percibir el ruido de las pisadas del caballo.

Raniero se vio pronto fuera de los límites del campamento y se encaminó hacia Jaffa. El camino era allí mejor; pero, en atención a la llama, caminaba más despacio. En la espesa niebla la llama tenía un resplandor rojizo y tembloroso. Continuamente revoloteaban grandes falenas en torno a ella, amenazando apagarla con sus convulsivos aletazos. Raniero tuvo que realizar grandes esfuerzos para protegerla; pero hallábase en la mejor disposición de ánimo y seguía figurándose que su empresa era puro juego de niños.

Entre tanto, el caballo, cansado de aquel lento caminar, se puso al trote. Inmediatamente la llama empezó a flamear a causa del viento. De nada servía que Raniero intentase protegerla con la mano y con la capa. Llegó a un punto en que notó que se hallaba próxima a extinguirse; pero como no pensaba darse por vencido, detuvo el caballo y meditó durante un buen rato una resolución. Finalmente, se decidió a cabalgar de espaldas, para proteger la llama con su cuerpo contra el viento. Así consiguió mantenerla encendida; pero pronto se convenció de que aquel viaje se hacía más penoso de lo que se había figurado al principio.

Apenas dejó tras de sí las colinas que rodean Jerusalén, la niebla desapareció. No había en aquella desolada soledad gentes ni caseríos, ni árboles ni plantas; solo se veía peladas montañas.

Por el interminable camino Raniero fue asaltado por los bandidos que formaban la chusma indisciplinada que seguía furtivamente al ejército y que vivía del robo y del pillaje. Se habían ocultado detrás de una colina, y Raniero, que cabalgaba de espaldas, solo les descubrió al verse rodeado por los facinerosos que agitaban sus espadas contra el peregrino.

Eran doce hombres de miserable aspecto y cabalgaban en caducas caballerías. Al punto, Raniero se dio cuenta de que no le sería difícil atravesar entre ellos y alejarse al galope de su corcel; pero aquello solo sería posible si arrojaba la vela. Mas, ¿cómo hacerlo así después de haber pronunciado la noche anterior tan orgullosas palabras?

No vio, pues, otra salida que entrar en negociaciones con los bandidos. Les dijo que les sería difícil vencerle si se defendiera, ya que era fuerte, iba bien armado y montaba un buen caballo; pero que, como había hecho un voto, no quería oponerles resistencia, de modo que les entregaría sin lucha lo que desearan tomar y solo pedía que le prometieran no apagarle la vela.

Los bandidos, que habían esperado una ruda resistencia, quedáronse contentísimos ante la proposición de Raniero y empezaron a desvalijarle. Le quitaron la armadura, el corcel, las armas y el dinero. Solo le dejaron la tosca capa y los dos haces de velas. Pero su promesa de no apagar la luz la mantuvieron honrosamente.

Uno de ellos, que cabalgaba ya, montado a la grupa sobre el magnífico caballo de Raniero, se sintió compadecido y le dijo:

-Mira, no queremos ser demasiado crueles con un cristiano. Para que puedas continuar la marcha te daré mi caballo.

Era este un penco lamentable y enfermizo, y a juzgar por sus movimientos, torpes y rígidos, más bien parecía de madera.

Cuando los malvados se alejaron y Raniero se preparaba a montar tan miserable penco, se dijo para sí:

-Esta llama debe haberme embrujado, verdaderamente; solo por ella voy por estos caminos como un loco pordiosero.

Él mismo creyó que lo más prudente sería volverse, ya que su empresa era, realmente, irrealizable. Pero un vehemente deseo de llevarla a cabo se apoderó de él.

Continuó, pues, su camino; en torno suyo veía siempre las mismas peladas colinas amarillentas.

Al cabo de un rato pasó junto a un joven pastor que guardaba cuatro cabras. Cuando Raniero vio triscar a los animales aquellos por el pelado campo, se preguntó si no estarían pastando tierra.

Aquel pastor había poseído un gran rebaño, que los cruzados habíanle robado, por lo que, cuando veía pasar a un cristiano solo, procuraba causarle todo el daño posible. Abalanzose sobre él y dirigió su cayado contra la vela.

Raniero se hallaba tan ocupado con la llama, que no pudo defenderse contra el pastor. Lo que hizo fue acercar la vela más hacia sí para protegerla. El pastor volvió a descargar nuevos golpes; pero de pronto se detuvo altamente asombrado, pues la capa de Raniero se había incendiado sin que este intentara hacer nada para apagar el fuego.

Entonces el pastor pareció avergonzarse de su acción. Durante un rato siguió tras Raniero y por un lugar en que el camino se estrechaba demasiado, entre dos barrancos, tomole el caballo por las riendas.

Raniero pensó sonriendo que el pastor le tomaba, indudablemente, por un santo varón que hacía penitencia. Al anochecer, Raniero encontró en su camino a mucha gente. Por la noche se había extendido a lo largo de la costa el rumor de la caída de Jerusalén y muchas gentes se disponían a dirigirse allí. Eran peregrinos que hacía ya muchos años que venían acechando la oportunidad de entrar en Jerusalén, y gentes recién desembarcadas, y, sobre todo, mercaderes que acudían cargados de provisiones.

Cuando los grupos percibieron a Raniero, que iba montado a caballo, de espaldas, empuñando una vela encendida, empezaron a gritar:

-¡Al loco, al loco!

La mayor parte de los que acudían eran italianos, y Raniero oyó que le gritaban en su propia lengua:

-¡Pazzo, pazzo! (¡Loco, loco!)

Raniero, que durante todo el día había logrado reprimirse, empezó a impacientarse al oír aquellos gritos incesantes. E inclinándose sobre la silla empezó a repartir puñetazos. Cuando las gentes se apercibieron de lo duros que eran los puños de aquel hombre, se pusieron en precipitada huida, de modo que pronto quedose solo en la carretera.

Volvió a reprimirse y se dio cuenta de que aquellas gentes tenían toda la razón al tomarle por loco, y se puso a buscar la vela sin saber qué había sido de ella. Por fin la encontró caída en un hoyo al borde del camino. La llama se había apagado; pero allí cerca vio brillar algo de luz y observó que se trataba de un poco de hierba seca que ardía. Al punto advirtió que la suerte le era propicia, pues la vela antes de apagarse había prendido en aquellos matorrales.

-Esto hubiera tenido un final lastimoso, después de tantas fatigas -pensó encendiendo de nuevo la vela en su propio fuego y volviendo a montar a su caballo. Hallábase muy humillado y ahora estaba convencido de que su peregrinación no tendría feliz éxito.

Al anochecer llegó Raniero a Ramle y buscó allí un albergue en donde solían pasar la noche las caravanas. Era un gran patio cubierto. En torno a él había varios cobertizos que servían de refugio a los caballos de los viajeros. Allí no había habitaciones y las gentes tenían que dormir junto a sus caballerías.

Estaba ya todo lleno; pero el posadero dispuso un sitio para Raniero y su caballo. Trajo también comida para el caballero y pienso para el caballo.

Viéndose Raniero tan bien tratado, se dijo: "Estoy por creer que los bandidos me han hecho un favor con quitarme la armadura y el caballo. Es indudable que voy más seguro si me toman por loco".

Cuando Raniero hubo arreglado su caballo en el establo, sentose sobre un montón de paja con la vela encendida entre las manos. Había resuelto pasar la noche sin dormir.

Pero apenas se hubo sentado, se adormeció. Estaba tan terriblemente cansado que se tendió cuan largo era y durmió hasta el amanecer.

Al despertar, vio que había desaparecido la vela, que no pudo encontrar en parte alguna. Entonces se dijo: “Alguien debe habérmela quitado”.

Y quiso convencerse a sí mismo de que se alegraba de lo sucedido, porque en rigor se había propuesto un imposible. Pero este pensamiento le causó cierto desfallecimiento y una gran angustia. Jamás había tenido tantos deseos de realizar una empresa como en aquella ocasión. Sacó su caballo, lo peinó y le puso la silla. Cuando hubo terminado se le acercó el posadero con una vela encendida, y le dijo en dialecto franco:

-Anoche tuve que quitarte esta luz de la mano, porque te habías dormido profundamente; pero aquí te la devuelvo.

Raniero no le hizo observar lo que sentía, y dijo con sosiego:

-Has hecho bien en apagar la luz.

-No la he apagado -dijo el hombre-. Vi que la habías traído encendida y yo supuse que era de gran interés para ti que siguiera ardiendo. Si te fijas en lo que se ha acortado, reconocerás que la vela ha estado ardiendo toda la noche.

El rostro de Raniero irradió de alegría. Se lo agradeció al posadero de todo corazón y montó a caballo con el mejor humor.


IV

Raniero partió de Jerusalén con la intención de embarcarse en Jaffa para Italia. Pero cambió de propósito cuando los bandidos le hubieron robado todo el dinero, y entonces dispuso su camino por tierra.

Era un largo viaje. Desde Jaffa hacia el norte recorrió todo lo largo de la costa siria. Después continuó el camino hacia el oeste, a lo largo de la península de Asia Menor. Y nuevamente volvió hacia el norte, hacia Constantinopla. Desde allí le quedaba todavía un buen trecho hasta Florencia. Durante todo este tiempo Raniero vivió de limosnas.

Casi siempre eran peregrinos que acudían en legiones hacia Jerusalén, los que repartían con él su escaso pan cotidiano. Aunque Raniero iba solo casi siempre, no se aburría. Bastante tenía con cuidar de su luz. Bastaba un golpe de viento o una gota de lluvia, para que todo terminase.

Mientras Raniero iba por los solitarios caminos procurando mantener la llama de su vela, acordose de que en cierta ocasión había visto a un hombre cuidando de algo tan delicado como una llama. Al principio, el recuerdo aparecía tan borroso que creyó haberlo soñado solamente. Pero a medida que fue avanzando por la vasta llanura, se le incrustó esta idea en la cabeza cada vez más, de modo que quedó completamente convencido de haber visto en su vida algo semejante.

-Tengo la impresión de haber oído hablar de ello -pensó.

Cierta tarde entró Raniero en una ciudad. Terminada la hora del trabajo, las mujeres estaban a las puertas de sus casas esperando la vuelta de sus maridos. Una de ellas era muy esbelta y tenía los ojos severos. Al verla pensó en Francesca degli Uberti.

Y de repente aclarósele lo que no lograba recordar.

Pensó que el amor de Francesca era semejante a una llama que ella hubiera deseado mantener siempre encendida, viviendo en continuo temor, miedosa de que Raniero pudiera apagarla en su corazón. Él mismo se asombró de este pensamiento, pero hubo de convencerse cada vez más de que tal era la verdad. Y comprendió por vez primera por qué le había abandonado Francesca, y que su fama guerrera no bastaría para volver a conquistarla.

El viaje de Raniero avanzaba muy lentamente, debido en gran parte a que tuvo que interrumpirlo varias veces a causa del mal tiempo. Se instalaba entonces en cualquier parador público y vigilaba la llama. Aquellos fueron días muy pesados.

Cabalgando Raniero un día a través del Líbano, se dio cuenta de que se aproximaba una tormenta. Hallábase a gran altura, entre horribles barrancos y abismos, muy alejado de toda morada humana. Por fin llegó a una roca aislada, una tumba sarracena. Era una pequeña edificación cuadrangular de piedra, con un techo abovedado. Raniero creyó que lo mejor era buscar refugio allí.

Acababa de entrar cuando se desencadenó una fuerte ventisca qué duró dos días enteros. Al mismo tiempo, el aire se tornó tan intensamente frío que Raniero estuvo a punto de quedar helado.

No ignoraba que en el monte había ramaje más que suficiente para encender una hoguera y calentarse; pero consideraba la llama de la vela tan sagrada que no quería encender con ella otra cosa que los cirios del altar de la Santísima Virgen.

Y la tempestad adquiría cada vez más violencia, y eran cada vez más espantosos los truenos y relámpagos.

Al caer un rayo en un árbol cerca de la tumba, lo encendió, con lo qué Raniero tuvo fuego para calentarse, sin profanar la sagrada llama.

Cuando Raniero peregrinaba por un paraje desierto de Cilicia, sus velas estuvieron a punto de agotarse. Su provisión de Jerusalén hacía tiempo que se había consumido. Pero no se había apurado por ello, pues de vez en cuando pasaba por colonias cristianas, donde, mendigando, pudo adquirir nuevas velas.

Pero ahora se le habían terminado y temía que su peregrinación tuviera un fin harto prematuro.

Cuando la vela se hubo consumido tanto que la llama casi le quemaba la mano, saltó del caballo, reunió cuanta hierba seca pudo y la encendió con el cabito que le quedaba. Pero en la desierta montaña había poco combustible y el fuego iba a extinguirse.

Mientras Raniero se desesperaba viendo que la llama iba a apagarse forzosamente, oyó por el camino cantos piadosos y vio que una procesión de peregrinos subía por la montaña con velas encendidas. Iban hacia una caverna en la que habitaba un santo, y Raniero se unió a ellos, entre los que se hallaba una anciana que andaba penosamente, y a la que ayudó Raniero a subir la montaña.

La pobre anciana le dio las gracias, y Raniero le pidió por señas su vela; ella se la entregó inmediatamente, y los demás siguieron este ejemplo, regalándole las velas que llevaban.

A todo correr bajó por el sendero, y después de haber apagado todas las luces encendió una vela en el rescoldo del fuego que había encendido con la llama sagrada.

En una ocasión, hacia el mediodía, hacía tanto calor que Raniero se tumbó rendido sobre un espeso matorral. No tardó en dormirse profundamente; la vela se hallaba colocada junto a él, entre unas piedras. A poco de quedarse dormido empezó a llover y la lluvia siguió arreciando hasta que Raniero despertó. El suelo se hallaba mojado en torno suyo, y apenas osó mirar a la vela, temeroso de hallarla apagada.

Pero la llama brillaba silenciosa y tranquila en medio de la lluvia y Raniero se dio cuenta de la causa de aquel fenómeno: dos pajarillos revoloteaban por encima de la llama. Acariciándose mutuamente con los piquitos, protegían la sagrada luz con sus alas extendidas.

Raniero tomó en seguida su sombrero para defender la vela de la lluvia; después tendió la mano a los pajarillos deseoso de acariciarlos. Y los animalitos no volaron, sino que se dejaron coger por él. Raniero quedó asombrado de que aquellas aves no le tuvieran miedo alguno, y se dijo: “Piensan tal vez en que no tengo otro pensamiento que proteger la cosa más delicada, y por eso no me temen”.

Raniero llegó a las cercanías de Niquea. Allí encontró a algunos caballeros llegados de Occidente, que conducían un nuevo ejército de auxilio hacia Tierra Santa. Entre ellos se encontraba Roberto Taillefer, que era un trovador que recorría el mundo como caballero andante.

Cuando Raniero, con su deshilachada capa de peregrino, pasó junto a ellos con la vela encendida, los soldados, lo mismo que cuantos le habían visto a lo largo de los caminos, empezaron a gritar:

-¡Al loco, al loco!

Pero Roberto Taillefer les hizo callar, y preguntó al caballero:

-¿Vienes de muy lejos?

Y Raniero le contestó:

-Vengo de Jerusalén.

-¿Sin que se haya apagado tu vela?

-En mi vela arde todavía la llama que encendí en Jerusalén -contestó Raniero.

Entonces, Roberto Taillefer le dijo:

-También yo llevo una llama, y quisiera conservarla ardiendo eternamente. Tal vez tú, que desde Jerusalén has traído hasta aquí tu vela encendida, puedas indicarme qué debo hacer para que no se extinga.

-Problema harto difícil es, aunque parezca sencillo. No os aconsejaría que emprendiérais empresa semejante, pues esta pequeña llama exigiría que lo abandonarais todo, que pensarais solo en ella.

-Ninguna otra alegría, por noble que sea, debe llenar vuestro corazón -repuso el caballero.

-Si os aconsejo que desistáis de realizar esta peregrinación que yo hago, es, principalmente, por mi deseo de evitaros esta sensación de constante incertidumbre que me acompaña. Sean cuales fueren los peligros que lograreis sortear, no encontraríais jamás un momento de seguridad para vuestra llama; siempre habríais de vivir con la zozobra de que el instante próximo habría de robárosla.

Pero Roberto Taillefer levantó la cabeza y dijo con orgullo:

-Lo que tú has hecho por salvar tu llama, sabré hacerlo yo por la mía.

Raniero había llegado a Italia. Un día cabalgaba por un solitario sendero de la montaña. Una mujer se le acercó presurosa y le pidió fuego.

-Nuestro fuego se ha apagado y mis hijos tienen hambre. Préstame el fuego de tu vela para que yo pueda encender mi hogar y cocer pan para los míos.

Y extendió la mano hacia la vela; pero Raniero se la negó, porque quería que aquella llama no encendiera más que las velas del altar de la Virgen.

Mas la mujer le dijo:

-¡Dame fuego, peregrino, pues la vida de mis hijos es la llama que debo mantener encendida!

Y en virtud de aquellas palabras dejó Raniero que encendiera la torcida de su lámpara en la sagrada llama.

Unas horas más tarde iba Raniero por una aldea. Estaba situada en lo alto de la montaña, y hacía un frío intensísimo. Un joven labrador se le acercó y contempló al pobre caballero cubierto con sus harapos de peregrino. Rápidamente quitose la corta capa y se la arrojó. Pero la capa cayó precisamente sobre la luz y apagó la llama.

Entonces Raniero pensó en aquella mujer que le había pedido fuego. Rápidamente desanduvo un buen trecho, y volvió a encender la vela en el sagrado fuego.

Cuando se disponía a continuar el camino, le dijo:

-Tú decías que la llama que está bajo tu custodia es la vida de tus hijos. ¿Podrías decirme el nombre de la que yo llevaba?

-¿Dónde fue encendida? -preguntó la mujer.

-En la tumba de Cristo -contestó Raniero.

-Entonces su nombre solo puede ser clemencia y amor al prójimo.

Raniero sonrió al oír esta respuesta, porque no comprendía que precisamente él tuviera que representar tales virtudes y ser su peregrino.

Raniero cabalgaba por deliciosas cordilleras azuladas, cuando observó que se encontraba en las cercanías de Florencia. Pronto, pues, terminaría su misión, y ante esta idea recordó su tienda de Jerusalén, rebosante de botín de guerra, y a sus valientes compañeros de cruzada, que tanto se alegrarían al verle de nuevo entre ellos dispuesto a reanudar el oficio de las armas para conducirles a la victoria.

Raniero se dio cuenta de que este pensamiento no le causaba la menor satisfacción. Sus ideas iban tomando un rumbo muy distinto. Y por primera vez reconoció que ya no era el mismo que partió a la conquista de Jerusalén. Aquella peregrinación, con su vela encendida, habíale enseñado a amar todo cuanto era paz, compasión y cordura, y a aborrecer la violencia y el latrocinio.

Ya en su patria causábale gran placer encontrar gentes que trabajaban en la paz de su hogar, lo que le hizo sentir la necesidad de incorporarse a su viejo taller para producir bellas obras de arte.

-No cabe duda; esta llama me ha transformado por completo -se decía-, ha hecho de mí otro hombre.


V

Cabalgando de espaldas, con la capucha echada sobre la cara y sosteniendo la vela encendida en la mano, Raniero entró en Florencia por la Pascua.

Apenas traspuesta la puerta de la ciudad, le recibió un mendigo con la consiguiente exclamación:

-¡Pazzo, pazzo!

A los gritos del mendigo pronto se unieron los de un pillete y un vagabundo que yacían todo el día en el suelo contemplando el desfile de las nubes:

-¡Pazzo, pazzo!

Este alboroto bastó para atraer otras gentes y multitud de chiquillos que salían de todos los rincones y que, al ver a Raniero haraposo y en tal guisa sobre el ruin caballejo, le gritaban también:

-¡Pazzo, pazzo!

Pero Raniero habíase habituado a que le llamaran así, y prosiguió tranquilamente a través de las populosas calles sin prestar oídos a semejantes gritos.

Mas hubo uno que, no contento con gritar, se abalanzó sobre el peregrino dispuesto a arrebatarle la vela, y Raniero limítose a elevar el brazo para que no le apagara la llama y a espolear su jamelgo para huir de aquella multitud, lo que no podía lograr por cuanto todos se lanzaron en su persecución más decididos cada vez a apagarle la candela.

Cuánto más se esforzaba Raniero por salvar la llama, más se enardecía la multitud. Los más atrevidos saltaban sobre las espaldas de los otros, hinchaban cuanto podían los carrillos y soplaban con fuerza. Al fracasar, arrojaban sus gorras; pero, por ser tantos los que pretendían extinguir la llama, tal vez nadie lo conseguía.

En la calle reinaba un alboroto tremendo. En las ventanas desternillábanse de risa muchos espectadores y hasta los fieles que se encaminaban a la iglesia deteníanse gozosos ante aquel espectáculo.

Raniero habíase puesto de pie sobre la silla para mejor defender la llama y como habíasele caído la capucha aparecía al descubierto su faz, pálida y demacrada como la de un mártir.

La diversión pública degeneró en tumulto. Hasta las personas mayores empezaron a tomar parte activa en el suceso, sin exceptuar a las mujeres que agitaban sus mantillas para apagar la vela.

Así llegó Raniero junto al balcón de una casa donde asomábase una mujer. Esta inclinose sobre la baranda y le arrebató la vela al peregrino; penetrando apresuradamente, tras esto, en la habitación.

En la calle resonaron grandes carcajadas de júbilo, y Raniero, por la fuerte impresión recibida, se tambaleó en la silla y se desplomó al suelo.

Al verle tendido, como exánime, la multitud se dispersó como por arte de encantamiento. Nadie socorría al caído; solo el caballo permanecía junto a él.

Cuando la calle quedó desierta salió de su casa Francesca degli Uberti con una vela encendida en la mano.

Seguía tan bella como siempre; sus rasgos tenían una expresión suave y sus ojos eran profundos y severos.

Se acercó a Raniero e inclinose sobre él. Estaba inmóvil; pero tan pronto como el reflejo de la llama hirió su rostro, se movió y levantose. Parecía completamente fascinado por aquella llama. Cuando Francesca vio que recobraba el conocimiento, le dijo:

-Aquí tienes tu vela. Te la he arrebatado porque comprendí que te interesaba mantenerla encendida. No pude ayudarte de otro modo.

Raniero había quedado magullado y molido por la caída; pero ya nada debía detenerle. Levantose lentamente, quiso andar, vaciló y estuvo a punto de volver a desplomarse. Entonces intentó montar a caballo. Francesca le ayudó

-¿Adónde quieres ir? -le preguntó cuando estuvo sentado nuevamente en la silla.

-Quiero ir a la Catedral -respondió.

-Entonces, vamos, porque yo también voy a misa -dijo cogiendo el caballo por las bridas.

Francesca había reconocido a Raniero inmediatamente; pero no él a su esposa, pues no tuvo tiempo ni intención de contemplarla.

Durante todo el camino permanecieron silenciosos. Raniero solo pensaba en su llama y en el modo de mantenerla segura durante estos últimos momentos. Francesca no se atrevía a pronunciar palabra porque en su corazón abrigaba el temor de que Raniero había vuelto loco a su patria. De un momento a otro esperaba ver confirmados sus temores.

Al cabo de un rato oyó Raniero un sollozo y vio a Francesca degli Uberti que caminaba sollozando a su lado. Pero Raniero solo la contempló un momento, sin decirle palabra alguna. Quería pensar en la llama únicamente.

Se hizo conducir a la sacristía. Allí bajó del caballo y dio las gracias a Francesca por su ayuda, sin fijarse en ella por no apartar la vista de la llama. Y penetró completamente solo en la sacristía en busca del sacerdote.

Francesca entró en la iglesia. Era el Viernes Santo que precede a la semana de Pascua y en señal de luto todas las velas se hallaban apagadas en sus altares. Francesca sentía que la llama de la esperanza que había ardido en ella, también hallábase extinguida.

En la Iglesia reinaba animación. Muchos sacerdotes se hallaban ente los altares. En el coro había, sentados, numerosos canónigos presididos por el obispo.

Momentos después observó Francesca cierta excitación entre los sacerdotes. Casi todos los que no tomaban parte en la misa levantáronse y se encaminaron a la sacristía. Por último, les siguió el obispo.

Cuando la misa hubo terminado, acercose al coro uno de los sacerdotes y habló a los fieles. Les informó de que Raniero di Ranieri había traído a Florencia fuego sagrado de Jerusalén. Narró las aventuras y padecimientos que había soportado el caballero por el camino, y le ensalzó con entusiasmo.

Los fieles quedáronse asombrados ante aquellas palabras. Francesca no había vivido jamás una hora más feliz.

-¡Oh, Dios! Esta es una felicidad mayor de la que yo puedo soportar -susurró como un suspiro.

Al escuchar aquella peroración, sus ojos vertían lágrimas.

El sacerdote habló largo tiempo, entusiasmado. Por último, exclamó con voz potente:

-Quizá os parezca cosa insignificante el haber traído una llama hasta Florencia. Mas yo os digo: rogad a Dios para que conceda a Florencia muchos portadores del fuego eterno, porque entonces nuestra ciudad alcanzará más gloria y poderío que todas las ciudades.

Cuando el sacerdote hubo terminado su peroración abriéronse de par en par las grandes puertas de la catedral, y una procesión espléndida e improvisada hizo irrupción en el templo. Canónigos, monjes y sacerdotes atravesaron la nave central hacia el altar mayor. El último era el obispo, y a su lado se hallaba Raniero envuelto en la misma capa que había llevado durante toda su peregrinación.

Cuando este hubo traspuesto el umbral de la iglesia, alzose un anciano y se acercó a él. Era Oddo, el padre de aquel pobre muchacho que por culpa de Raniero se había ahorcado.

Cuando el anciano hallose ante el obispo y Raniero, se inclinó y dijo en voz tan alta que pudieran oírle todos los fieles reunidos en la iglesia:

-Es un acontecimiento para Florencia el que Raniero haya traído fuego sagrado de Jerusalén. Una cosa semejante no ha acontecido nunca, y como tal vez haya alguien que crea que esto no es posible, ruego a todos los reunidos que pidan a Raniero pruebas y testimonios que acrediten la verdad de que este fuego ha sido encendido, efectivamente, en Jerusalén.

Al escuchar estas palabras, Raniero exclamó:

-¡Que Dios me ayude! No tengo testigos. La peregrinación la emprendí solo. Para ello sería preciso que vinieran los desiertos y los yermos a ofreceros su testimonio.

-Raniero es un hombre leal -dijo el obispo- y creemos en su palabra.

-Raniero podía haber supuesto que el hecho daría lugar a dudas; no debía haber cabalgado solo. Sus escuderos podrían, pues, dar testimonio – replicó Oddo.

Entonces, Francesca degli Uberti se destacó de la multitud, y dijo:

-¿Para qué testigos? Todas las mujeres de Florencia se hallan dispuestas a jurar que Raniero dice la verdad.

Raniero sonriose y su cara resplandeció un momento. Pero nuevamente volvió a dirigir sus pensamientos y su mirada a la llama.

Prodújose entonces un gran tumulto en la iglesia. Algunos sostenían que Raniero no debía encender las velas del altar antes de que estuviera comprobada la verdad de sus palabras, y a estos uniéronse muchos de sus antiguos enemigos.

Entonces levantose Jacobo degli Uberti y habló en favor de Raniero.

-Todos saben que no es grande la amistad que le profeso a mi yerno; pero ahora debemos defenderle tanto mis hijos como yo. Creemos que, en efecto, ha realizado esta proeza, y comprendemos que el que ha sido capaz de ello es un hombre sensato, prudente y noble. Por este motivo le recibiremos con alegría entre nosotros.

Pero Oddo y otros muchos no se dejaron convencer.

Raniero comprendió que en caso de pelea, sus enemigos atentarían, ante todo, contra su luz. Y mientras clavaba la mirada en sus adversarios, alzó la vela por encima de su cabeza cuanto le fue posible.

Estaba pálido como la muerte y parecía desesperado. Solo esperaba la derrota final, aunque procuraba prolongar el momento todo lo posible. ¿De qué le serviría poder encender la llama? Las palabras de Oddo habían sido un golpe mortal para él, al sembrar la duda. Era como si Oddo hubiera apagado su llama para siempre.

Un pajarillo entró revoloteando por el gran portal del templo. Voló precisamente en dirección a la vela de Raniero, quien no habiendo podido apartarla a tiempo hubo de ver cómo el avecilla chocaba con ella y la extinguía.

Raniero bajó el brazo, y las lágrimas brotaron de sus ojos. Pero en seguida sintió cierto alivio. Esto era preferible a que las gentes apagaran la llama.

El pajarillo prosiguió su alocado vuelo por el interior de la iglesia, tal como suelen hacerlo los pájaros que penetran en un espacio cerrado.

De pronto una exclamación vibró por toda la iglesia:

-¡El pajarillo, arde! ¡La llama sagrada ha encendido sus alas!

El pajarillo piaba temeroso. Revoloteó unos momentos de acá para allá como una llama errante bajo la alta bóveda del coro y, por último, cayó muerto ante el altar de la Madonna.

En aquel momento se hallaba Raniero junto a él. Se había abierto paso entre la multitud; nada había podido detenerle. Y en las llamas que tostaban las alas del pajarillo encendió las velas del altar de la Madonna.

Entonces el obispo alzó su cetro y exclamó:

-¡Dios lo ha querido! ¡Dios nos ha dado su testimonio!

Y todo el pueblo, reunido en la iglesia, tanto sus amigos como sus adversarios, olvidaron sus dudas y su asombro y estupefactos ante aquel milagro divino, exclamaban:

-¡Dios lo ha querido! ¡Dios nos ha dado su testimonio!

De Raniero queda todavía por relatar que gozó de mucha felicidad y consideración durante toda su vida. Fue prudente, sensato y compasivo. Pero el pueblo de Florencia continuó llamándole Pazzo degli Ranieri en recuerdo de haberle tomado por loco. Y esto fue para él un título de honor. Raniero conviniose en el tronco de una estirpe que tomó el nombre de Pazzi y que todavía existe.

Hay que recordar también que desde entonces en Florencia se inició la costumbre de celebrar una fiesta anual el Viernes Santo en conmemoración de la vuelta de Raniero a Florencia con el fuego sagrado, y en dicha fiesta se hace volar siempre por la Catedral un pájaro artificial encendido. También este año se habrá celebrado la fiesta, de no haberse iniciado alguna variación.

Si es verdad -como muchos suponen- que los portadores de fuego sagrado que ha vivido en Florencia y hecho de esta ciudad una de las más magníficas de la Tierra, han tomado a Raniero por modelo, encontrando en su ejemplo valor para sacrificarse y sufrir abnegadamente, es cosa que queremos pasarla en silencio.

Pero la eficacia de aquella luz emanada de Jerusalén en los tiempos tenebrosos es incalculable".


Selma Lagerlöf

"El Hombre de la Multitud"

Ce grand malheur de ne pouvoir être seul.
(La Bruyère)

"Bien se ha dicho de cierto libro alemán que er lässt sich nicht lesen -no se deja leer-. Hay ciertos secretos que no se dejan expresar. Hay hombres que mueren de noche en sus lechos, estrechando convulsivamente las manos de espectrales confesores, mirándolos lastimosamente en los ojos; mueren con el corazón desesperado y apretada la garganta a causa de esos misterios que no permiten que se los revele. Una y otra vez, ¡ay!, la conciencia del hombre soporta una carga tan pesada de horror que sólo puede arrojarla a la tumba. Y así la esencia de todo crimen queda inexpresada. No hace mucho tiempo, en un atardecer de otoño, hallábame sentado junto a la gran ventana que sirve de mirador al café D..., en Londres. Después de varios meses de enfermedad, me sentía convaleciente y con el retorno de mis fuerzas, notaba esa agradable disposición que es el reverso exacto del ennui; disposición llena de apetencia, en la que se desvanecen los vapores de la visión interior -άχλϋς ή πριν έπήεν- y el intelecto electrizado sobrepasa su nivel cotidiano, así como la vívida aunque ingenua razón de Leibniz sobrepasa la alocada y endeble retórica de Gorgias. El solo hecho de respirar era un goce, e incluso de muchas fuentes legítimas del dolor extraía yo un placer. Sentía un interés sereno, pero inquisitivo, hacia todo lo que me rodeaba. Con un cigarro en los labios y un periódico en las rodillas, me había entretenido gran parte de la tarde, ya leyendo los anuncios, ya contemplando la variada concurrencia del salón, cuando no mirando hacia la calle a través de los cristales velados por el humo.

Dicha calle es una de las principales avenidas de la ciudad, y durante todo el día había transitado por ella una densa multitud. Al acercarse la noche, la afluencia aumentó, y cuando se encendieron las lámparas pudo verse una doble y continua corriente de transeúntes pasando presurosos ante la puerta. Nunca me había hallado a esa hora en el café, y el tumultuoso mar de cabezas humanas me llenó de una emoción deliciosamente nueva. Terminé por despreocuparme de lo que ocurría adentro y me absorbí en la contemplación de la escena exterior.

Al principio, mis observaciones tomaron un giro abstracto y general. Miraba a los viandantes en masa y pensaba en ellos desde el punto de vista de su relación colectiva. Pronto, sin embargo, pasé a los detalles, examinando con minucioso interés las innumerables variedades de figuras, vestimentas, apariencias, actitudes, rostros y expresiones.

La gran mayoría de los que iban pasando tenían un aire tan serio como satisfecho, y sólo parecían pensar en la manera de abrirse paso en el apiñamiento. Fruncían las cejas y giraban vivamente los ojos; cuando otros transeúntes los empujaban, no daban ninguna señal de impaciencia, sino que se alisaban la ropa y continuaban presurosos. Otros, también en gran número, se movían incansables, rojos los rostros, hablando y gesticulando consigo mismos como si la densidad de la masa que los rodeaba los hiciera sentirse solos. Cuando hallaban un obstáculo a su paso cesaban bruscamente de mascullar pero redoblaban sus gesticulaciones, esperando con sonrisa forzada y ausente que los demás les abrieran camino. Cuando los empujaban, se deshacían en saludos hacia los responsables, y parecían llenos de confusión. Pero, fuera de lo que he señalado, no se advertía nada distintivo en esas dos clases tan numerosas. Sus ropas pertenecían a la categoría tan agudamente denominada decente. Se trataba fuera de duda de gentileshombres, comerciantes, abogados, traficantes y agiotistas; de los eupátridas y la gente ordinaria de la sociedad; de hombres dueños de su tiempo, y hombres activamente ocupados en sus asuntos personales, que dirigían negocios bajo su responsabilidad. Ninguno de ellos llamó mayormente mi atención.

El grupo de los amanuenses era muy evidente, y en él discerní dos notables divisiones. Estaban los empleados menores de las casas ostentosas, jóvenes de ajustadas chaquetas, zapatos relucientes, cabellos con pomada y bocas desdeñosas. Dejando de lado una cierta apostura que, a falta de mejor palabra, cabría denominar oficinesca, el aire de dichas personas me parecía el exacto facsímil de lo que un año o año y medio antes había constituido la perfección del bon ton. Afectaban las maneras ya desechadas por la clase media -y esto, creo, da la mejor definición posible de su clase.

La división formada por los empleados superiores de las firmas sólidas, los «viejos tranquilos», era inconfundible. Se los reconocía por sus chaquetas y pantalones negros o castaños, cortados con vistas a la comodidad; las corbatas y chalecos, blancos; los zapatos, anchos y sólidos, y las polainas o los calcetines, espesos y abrigados. Todos ellos mostraban señales de calvicie, y la oreja derecha, habituada a sostener desde hacía mucho un lapicero, aparecía extrañamente separada. Noté que siempre se quitaban o ponían el sombrero con ambas manos y que llevaban relojes con cortas cadenas de oro de maciza y antigua forma. Era la suya la afectación de respetabilidad, si es que puede existir una afectación tan honorable.

Había aquí y allá numerosos individuos de brillante apariencia, que fácilmente reconocí como pertenecientes a esa especie de carteristas elegantes que infesta todas las grandes ciudades. Miré a dicho personaje con suma detención y me resultó difícil concebir cómo los caballeros podían confundirlos con sus semejantes. Lo exagerado del puño de sus camisas y su aire de excesiva franqueza los traicionaba inmediatamente.

Los jugadores profesionales -y había no pocos- eran aún más fácilmente reconocibles. Vestían toda clase de trajes, desde el pequeño tahúr de feria, con su chaleco de terciopelo, corbatín de fantasía, cadena dorada y botones de filigrana, hasta el pillo, vestido con escrupulosa y clerical sencillez, que en modo alguno se presta a despertar sospechas. Sin embargo, todos ellos se distinguían por el color terroso y atezado de la piel, la mirada vaga y perdida y los labios pálidos y apretados. Había, además, otros dos rasgos que me permitían identificarlos siempre; un tono reservadamente bajo al conversar, y la extensión más que ordinaria del pulgar, que se abría en ángulo recto con los dedos. Junto a estos tahúres observé muchas veces a hombres vestidos de manera algo diferente, sin dejar de ser pájaros del mismo plumaje. Cabría definirlos como caballeros que viven de su ingenio. Parecen precipitarse sobre el público en dos batallones: el de los dandys y el de los militares. En el primer grupo, los rasgos característicos son los cabellos largos y las sonrisas; en el segundo, los levitones y el aire cejijunto.

Bajando por la escala de lo que da en llamarse superioridad social, encontré temas de especulación más sombríos y profundos. Vi buhoneros judíos, con ojos de halcón brillando en rostros cuyas restantes facciones sólo expresaban abyecta humildad; empedernidos mendigos callejeros profesionales, rechazando con violencia a otros mendigos de mejor estampa, a quienes sólo la desesperación había arrojado a la calle a pedir limosna; débiles y espectrales inválidos, sobre los cuales la muerte apoyaba una firme mano y que avanzaban vacilantes entre la muchedumbre, mirando cada rostro con aire de imploración, como si buscaran un consuelo casual o alguna perdida esperanza; modestas jóvenes que volvían tarde de su penosa labor y se encaminaban a sus fríos hogares, retrayéndose más afligidas que indignadas ante las ojeadas de los rufianes, cuyo contacto directo no les era posible evitar; rameras de toda clase y edad, con la inequívoca belleza en la plenitud de su feminidad, que llevaba a pensar en la estatua de Luciano, por fuera de mármol de Paros y por dentro llena de basura; la horrible leprosa harapienta, en el último grado de la ruina; el vejestorio lleno de arrugas, joyas y cosméticos, que hace un último esfuerzo para salvar la juventud; la niña de formas apenas núbiles, pero a quien una larga costumbre inclina a las horribles coqueterías de su profesión, mientras arde en el devorador deseo de igualarse con sus mayores en el vicio; innumerables e indescriptibles borrachos, algunos harapientos y remendados, tambaleándose, incapaces de articular palabra, amoratado el rostro y opacos los ojos; otros con ropas enteras aunque sucias, el aire provocador pero vacilante, gruesos labios sensuales y rostros rubicundos y abiertos; otros vestidos con trajes que alguna vez fueron buenos y que todavía están cepillados cuidadosamente, hombres que caminan con paso más firme y más vivo que el natural, pero cuyos rostros se ven espantosamente pálidos, los ojos inyectados en sangre, y que mientras avanzan a través de la multitud se toman con dedos temblorosos todos los objetos a su alcance; y, junto a ellos, pasteleros, mozos de cordel, acarreadores de carbón, deshollinadores, organilleros, exhibidores de monos amaestrados, cantores callejeros, los que venden mientras los otros cantan, artesanos desastrados, obreros de todas clases, vencidos por la fatiga, y todo ese conjunto estaba lleno de una ruidosa y desordenada vivacidad, que resonaba discordante en los oídos y creaba en los ojos una sensación dolorosa.

A medida que la noche se hacía más profunda, también era más profundo mi interés por la escena; no sólo el aspecto general de la multitud cambiaba materialmente (pues sus rasgos más agradables desaparecían a medida que el sector ordenado de la población se retiraba y los más ásperos se reforzaban con el surgir de todas las especies de infamia arrancadas a sus guaridas por lo avanzado de la hora), sino que los resplandores del gas, débiles al comienzo de la lucha contra el día, ganaban por fin ascendiente y esparcían en derredor una luz agitada y deslumbrante. Todo era negro y, sin embargo, espléndido, como el ébano con el cual fue comparado el estilo de Tertuliano.

Los extraños efectos de la luz me obligaron a examinar individualmente las caras de la gente y, aunque la rapidez con que aquel mundo pasaba delante de la ventana me impedía lanzar más de una ojeada a cada rostro, me pareció que, en mi singular disposición de ánimo, era capaz de leer la historia de muchos años en el breve intervalo de una mirada.

Pegada la frente a los cristales, ocupábame en observar la multitud, cuando de pronto se me hizo visible un rostro (el de un anciano decrépito de unos sesenta y cinco o setenta años) que detuvo y absorbió al punto toda mi atención, a causa de la absoluta singularidad de su expresión. Jamás había visto nada que se pareciese remotamente a esa expresión. Me acuerdo de que, al contemplarla, mi primer pensamiento fue que, si Retzch la hubiera visto, la hubiera preferido a sus propias encarnaciones pictóricas del demonio. Mientras procuraba, en el breve instante de mi observación, analizar el sentido de lo que había experimentado, crecieron confusa y paradójicamente en mi Cerebro las ideas de enorme capacidad mental, cautela, penuria, avaricia, frialdad, malicia, sed de sangre, triunfo, alborozo, terror excesivo, y de intensa, suprema desesperación. «¡Qué extraordinaria historia está escrita en ese pecho!», me dije. Nacía en mí un ardiente deseo de no perder de vista a aquel hombre, de saber más sobre él. Poniéndome rápidamente el abrigo y tomando sombrero y bastón, salí a la calle y me abrí paso entre la multitud en la dirección que le había visto tomar, pues ya había desaparecido. Después de algunas dificultades terminé por verlo otra vez; acercándome, lo seguí de cerca, aunque cautelosamente, a fin de no llamar su atención. Tenía ahora una buena oportunidad para examinarlo. Era de escasa estatura, flaco y aparentemente muy débil. Vestía ropas tan sucias como harapientas; pero, cuando la luz de un farol lo alumbraba de lleno, pude advertir que su camisa, aunque sucia, era de excelente tela, y, si mis ojos no se engañaban, a través de un desgarrón del abrigo de segunda mano que lo envolvía apretadamente alcancé a ver el resplandor de un diamante y de un puñal. Estas observaciones enardecieron mi curiosidad y resolví seguir al desconocido a dondequiera que fuese.

Era ya noche cerrada y la espesa niebla húmeda que envolvía la ciudad no tardó en convertirse en copiosa lluvia. El cambio de tiempo produjo un extraño efecto en la multitud, que volvió a agitarse y se cobijó bajo un mundo de paraguas. La ondulación, los empujones y el rumor se hicieron diez veces más intensos. Por mi parte la lluvia no me importaba mucho; en mi organismo se escondía una antigua fiebre para la cual la humedad era un placer peligrosamente voluptuoso. Me puse un pañuelo sobre la boca y seguí andando. Durante media hora el viejo se abrió camino dificultosamente a lo largo de la gran avenida, y yo seguía pegado a él por miedo a perderlo de vista. Como jamás se volvía, no me vio. Entramos al fin en una calle transversal que, aunque muy concurrida, no lo estaba tanto como la que acabábamos de abandonar. Inmediatamente advertí un cambio en su actitud. Caminaba más despacio, de manera menos decidida que antes, y parecía vacilar. Cruzó repetidas veces a un lado y otro de la calle, sin propósito aparente; la multitud era todavía tan densa que me veía obligado a seguirlo de cerca. La calle era angosta y larga y la caminata duró casi una hora, durante la cual los viandantes fueron disminuyendo hasta reducirse al número que habitualmente puede verse a mediodía en Broadway, cerca del parque (pues tanta es la diferencia entre una muchedumbre londinense y la de la ciudad norteamericana más populosa). Un nuevo cambio de dirección nos llevó a una plaza brillantemente iluminada y rebosante de vida. El desconocido recobró al punto su actitud primitiva. Dejó caer el mentón sobre el pecho, mientras sus ojos giraban extrañamente bajo el entrecejo fruncido, mirando en todas direcciones hacia los que le rodeaban. Se abría camino con firmeza y perseverancia. Me sorprendió, sin embargo, advertir que, luego de completar la vuelta a la plaza, volvía sobre sus pasos. Y mucho más me asombró verlo repetir varias veces el mismo camino, en una de cuyas ocasiones estuvo a punto de descubrirme cuando se volvió bruscamente.

Otra hora transcurrió en esta forma, al fin de la cual los transeúntes habían disminuido sensiblemente. Seguía lloviendo con fuerza, hacía fresco y la gente se retiraba a sus casas. Con un gesto de impaciencia el errabundo entró en una calle lateral comparativamente desierta. Durante cerca de un cuarto de milla anduvo por ella con una agilidad que jamás hubiera soñado en una persona de tanta edad, y me obligó a gastar mis fuerzas para poder seguirlo. En pocos minutos llegamos a una feria muy grande y concurrida, cuya disposición parecía ser familiar al desconocido. Inmediatamente recobró su actitud anterior, mientras se abría paso a un lado y otro, sin propósito alguno, mezclado con la muchedumbre de compradores y vendedores.

Durante la hora y media aproximadamente que pasamos en el lugar debí obrar con suma cautela para mantenerme cerca sin ser descubierto. Afortunadamente llevaba chanclos que me permitían andar sin hacer el menor ruido. En ningún momento notó el viejo que lo espiaba. Entró de tienda en tienda, sin informarse de nada, sin decir palabra y mirando las mercancías con ojos ausentes y extraviados. A esta altura me sentía lleno de asombro ante su conducta, y estaba resuelto a no perderle pisada hasta satisfacer mi curiosidad. Un reloj dio sonoramente las once, y los concurrentes empezaron a abandonar la feria. Al cerrar un postigo, uno de los tenderos empujó al viejo, e instantáneamente vi que corría por su cuerpo un estremecimiento. Lanzóse a la calle, mirando ansiosamente en todas direcciones, y corrió con increíble velocidad por varias callejuelas sinuosas y abandonadas, hasta volver a salir a la gran avenida de donde habíamos partido, la calle del hotel D... Pero el aspecto del lugar había cambiado. Las luces de gas brillaban todavía, mas la lluvia redoblaba su fuerza y sólo alcanzaban a verse contadas personas. El desconocido palideció. Con aire apesadumbrado anduvo algunos pasos por la avenida antes tan populosa, y luego, con un profundo suspiro, giró en dirección al río y, sumergiéndose en una complicada serie de atajos y callejas, llegó finalmente ante uno de los más grandes teatros de la ciudad. Ya cerraban sus puertas y la multitud salía a la calle. Vi que el viejo jadeaba como si buscara aire fresco en el momento en que se lanzaba a la multitud, pero me pareció que el intenso tormento que antes mostraba su rostro se había calmado un tanto. Otra vez cayó su cabeza sobre el pecho; estaba tal como lo había visto al comienzo. Noté que seguía el camino que tomaba el grueso del público, pero me era imposible comprender lo misterioso de sus acciones.

Mientras andábamos los grupos se hicieron menos compactos y la inquietud y vacilación del viejo volvieron a manifestarse. Durante un rato siguió de cerca a una ruidosa banda formada por diez o doce personas; pero poco a poco sus integrantes se fueron separando, hasta que sólo tres de ellos quedaron juntos en una calleja angosta y sombría, casi desierta. El desconocido se detuvo y por un momento pareció perdido en sus pensamientos; luego, lleno de agitación, siguió rápidamente una ruta que nos llevó a los límites de la ciudad y a zonas muy diferentes de las que habíamos atravesado hasta entonces. Era el barrio más ruidoso de Londres, donde cada cosa ostentaba los peores estigmas de la pobreza y del crimen. A la débil luz de uno de los escasos faroles se veían altos, antiguos y carcomidos edificios de madera, peligrosamente inclinados de manera tan rara y caprichosa que apenas sí podía discernirse entre ellos algo así como un pasaje. Las piedras del pavimento estaban sembradas al azar, arrancadas de sus lechos por la cizaña. La más horrible inmundicia se acumulaba en las cunetas. Toda la atmósfera estaba bañada en desolación. Sin embargo, a medida que avanzábamos los sonidos de la vida humana crecían gradualmente y al final nos encontramos entre grupos del más vil populacho de Londres, que se paseaban tambaleantes de un lado a otro. Otra vez pareció reanimarse el viejo, como una lámpara cuyo aceite está a punto de extinguirse. Otra vez echó a andar con elásticos pasos. Doblamos bruscamente en una esquina, nos envolvió una luz brillante y nos vimos frente a uno de los enormes templos suburbanos de la Intemperancia, uno de los palacios del demonio Ginebra.

Faltaba ya poco para el amanecer, pero gran cantidad de miserables borrachos entraban y salían todavía por la ostentosa puerta. Con un sofocado grito de alegría el viejo se abrió paso hasta el interior, adoptó al punto su actitud primitiva y anduvo de un lado a otro entre la multitud, sin motivo aparente. No llevaba mucho tiempo así, cuando un súbito movimiento general hacia la puerta reveló que la casa estaba a punto de ser cerrada. Algo aún más intenso que la desesperación se pintó entonces en las facciones del extraño ser a quien venía observando con tanta pertinacia. No vaciló, sin embargo, en su carrera, sino que con una energía de maniaco volvió sobre sus pasos hasta el corazón de la enorme Londres. Corrió rápidamente y durante largo tiempo, mientras yo lo seguía, en el colmo del asombro, resuelto a no abandonar algo que me interesaba más que cualquier otra cosa. Salió el sol mientras seguíamos andando y, cuando llegamos de nuevo a ese punto donde se concentra la actividad comercial de la populosa ciudad, a la calle del hotel D..., la vimos casi tan llena de gente y de actividad como la tarde anterior. Y aquí, largamente, entre la confusión que crecía por momentos, me obstiné en mi persecución del extranjero. Pero, como siempre, andando de un lado a otro, y durante todo el día no se alejó del torbellino de aquella calle. Y cuando llegaron las sombras de la segunda noche, y yo me sentía cansado a morir, enfrenté al errabundo y me detuve, mirándolo fijamente en la cara. Sin reparar en mí, reanudó su solemne paseo, mientras yo, cesando de perseguirlo, me quedaba sumido en su contemplación.

-Este viejo -dije por fin-representa el arquetipo y el genio del profundo crimen. Se niega a estar solo. Es el hombre de la multitud. Sería vano seguirlo, pues nada más aprenderé sobre él y sus acciones. El peor corazón del mundo es un libro más repelente que el Hortulus Animae, y quizá sea una de las grandes mercedes de Dios el que er lässt sich nicht lesen".


Edgar Allan Poe

viernes, 27 de marzo de 2015

"Los Relojes"

"Me avergüenza confesar que hasta hace muy poco no he comprendido el reloj. No me refiero a su engranaje interior -ni la radio, ni el teléfono, ni los discos de gramófono los comprendo aún: para mí son magia pura por más que me los expliquen innumerables veces-, sino a la cifra resultante de la posición de sus agujas. Éstas han sido para mí uno de los mayores y más fascinantes misterios, y aún me atrevo a decir que lo son en muchas ocasiones. Si me preguntan de improviso qué hora es y debo mirar un reloj rápidamente, creo que en muy contadas ocasiones responderé con acierto. Sin embargo, si algo deseo de verdad, es tener un reloj. Nunca en mi vida lo he tenido. De niña, nunca lo pedí, porque siempre lo consideré algo fuera de mi alcance, más allá de mi comprensión y de mi ciencia. Me gustaban, eso sí. Recuerdo un reloj alto, de carillón, que daba las horas lentamente, precedidas de una tonada popular:

Ya se van los pastores a la Extremadura.
Ya se queda la sierra triste y oscura...

También me gustaba un reloj de sol, pintado en la fachada de una iglesia, en el campo. Este reloj me parecía algo tan cabalístico y extraño que, a veces, tumbada bajo los chopos, junto al río, pasaba horas mirando cómo la sombra de la barrita de hierro indicaba el paso del tiempo. Esto me angustiaba y me hundía, a la vez, en una infinita pereza. Cómo me inquieta y me atrae el tictac sonando en la oscuridad y el silencio, si me despierto a medianoche. Es algo misterioso y enervante. Durante la enfermedad, si es larga y debemos permanecer acostados, la compañía del reloj es una de las cosas imprescindibles y a un tiempo aborrecidas. Me gustan los relojes, me fascinan, pero creo que los odio. A veces, la sombra de los muebles contra la pared se convierte en un reloj enorme, que nos indica el paso inevitable. Y acaso, nosotros mismos, ¿no somos un gran reloj implacable, venciendo nuestro tiempo cantado?

Deseo tener un reloj. Muchas veces he pensado que me es necesario. No sé si llegaré a comprármelo algún día. ¿Lo necesito de verdad? ¿Lo entenderé acaso?"


Ana María Matute