El Recolector de Historias

El Recolector de Historias

jueves, 21 de mayo de 2009

"La Torre"

"Desde esa esquina se puede ver la torre. Si el testigo abandona por un segundo el ruido de la vida porteña, descubrirá tras las paredes circulares un aquelarre. El eco del mismo lugar que la humanidad resguarda en la penumbra bajo diferentes disfraces. La esencia de los cimientos de construcciones tan antiguas como las pirámides y Stonehenge. Allí se suceden acontecimientos -incluso próximos a lo cotidiano- que atraen a hados y demonios.

Fue lupanar y fumadero de opio. Acaso alguno de sus visitantes haya dejado el alma allí preso del puñal de un malevo. Pero fue cuando llegó aquella artista pálida, María Krum, que su esencia brotó al fin. Recuerdo que apenas salía para hacer visitas a la universidad. Fue en su biblioteca donde hojeó las páginas del prohibido Necronomicón. Mortal fue su curiosidad por la que recitó aquel hechizo. Quizá creyó que las paredes sin ángulos la protegerían de los sabuesos. Pero esas criaturas son hábiles, impetuosas, insaciables. Los vecinos oyeron el grito del día en que murió. Ahora forma parte de la superstición barrial. Pero yo sigo oyendo su sufrimiento y el jadeo de los Perros de Tíndalos que olfatean, hurgan y rastrean en la torre".

H.P Lovecraft

miércoles, 20 de mayo de 2009

Hoy miércoles pongo dos relatos el de hoy y el de ayer martes que no lo pude subir, perdonad la demora.

"Mercurio y el Leñador"

"Un leñador cortaba madera en la ribera de un río que estaba consagrado a Mercurio, y se le cayó el hacha al agua, de lo cual sumamente afligido el leñador se puso a llorar en la orilla.

Movido el dios a la compasión, se le apareció y le preguntó la causa de su pesar. Una vez informado de todo, le presentó al leñador un hacha de oro y le preguntó si era el hacha que había perdido, pero él respondió que no. Después le enseñó Mercurio un hacha de plata , y le dijo si era aquella la que había perdido, pero le respondió que no era tampoco. Después le enseñó una de hierro, que vista por el leñador, dijo ser la suya. El dios, conociendo en esto su bondad y virtud, le dio en premio las tres hachas.

El leñador, lleno de gozo, contó el suceso a sus compañeros, uno de los cuales quiso probar fortuna, y yendo al río dejó caer en él su hacha y se puso a llorar. Apareciese Mercurio y preguntándole por qué lloraba, luego que le manifestó la causa, le presentó un hacha de oro, y le preguntó si era aquella la que había perdido. El hombre respondió que sí, y conociendo el dios su impostura, no le dio la de oro ni le devolvió la suya".

Dios es propicio con el bueno, pero severo con el malo.

Esopo

"La Máscara de la Muerte Roja"

"La "Muerte Roja" había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora. Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja. Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia. Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les describa los salones donde se celebraba. Eran siete -una serie imperial de estancias-. En la mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta metros había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo y la paredes, cayendo en pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales eran escarlata, tenían un color de sangre. A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de los techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería, y opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero cuyos rayos se proyectaban a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los cristales de color de sangre se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies. En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecían y los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la meditación. Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la elección de los disfraces. Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo fantasmagórico. Veíanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes, veíanse fantasías delirantes, como las que aman los locos. En verdad, en aquellas siete cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y haciendo que la extraña música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos. Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rígidos en sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden -apenas han durado un instante- y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose en la sombría alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras estancias. Congregábase densa multitud en estas últimas, donde afiebradamente latía el corazón de la vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a oírse los tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en todo una cesacion angustiosa. Mas esta vez el reloj debía tañer doce campanadas, y quizá por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carrillón se hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzóse al final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto, horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía límites, pero la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba incluso más allá de lo que el liberal criterio del príncipe toleraba. En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin emoción. Aún el más relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se habría visto en dificultades para descubrir el engaño. Cierto, aquella frenética concurrencia podía tolerar, si no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se había atrevido a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, así como el rostro, aparecían manchados por el horror escarlata. Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los bailarines), convulsionóse en el primer momento con un estremecimiento de terror o de disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeció de rabia. -¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apodérense de él y desenmascárenlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas! Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el aposento del este, el aposento azul. Sus acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias, pues el príncipe era hombre temerario y robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su mano. Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el aposento azul. Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con paso sereno y cuidadoso. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia de enmascarado había producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó éste a un metro del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando ininterrumpidamente pero con el mismo y solemne paso que desde el principio lo había distinguido. Y de la cámara azul pasó la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la anaranjada, desde ésta a la blanca y de allí, a la violeta antes de que nadie se hubiera decidido a detenerlo. Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la ira y la vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en mano, acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras el puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra, y el príncipe Próspero se desplomaba muerto. Poseídos por el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no contenían ninguna figura tangible. Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre y cada uno murió en la desesperada actitud de su caida. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo".

Edgar Allan Poe

lunes, 18 de mayo de 2009

"La Tumba"

«Sedibus ut saltem placidis in morte quiescam.» -Virgilio

"Al abordar las circunstancias que han provocado mi reclusión en este asilo para enfermos mentales, soy consciente de que mi actual situación provocará las lógicas reservas acerca de la autenticidad de mi relato. Es una desgracia que el común de la humanidad sea demasiado estrecha de miras para sopesar con calma e inteligencia ciertos fenómenos aislados que subyacen más allá de su experiencia común, y que son vistos y sentidos tan sólo por algunas personas psíquicamente sensibles. Los hombres de más amplio intelecto saben que no existe una verdadera distinción entre lo real y lo irreal; que todas las cosas aparecen tal como son tan sólo en virtud de los frágiles sentidos físicos y mentales mediante los que las percibimos; pero el prosaico materialismo de la mayoría tacha de locuras a los destellos de clarividencia que traspasan el vulgar velo del empirismo chabacano.
Mi nombre es Jervas Dudley, y desde mi más tierna infancia he sido un soñador y un visionario. Lo bastante adinerado como para no necesitar trabajar, y temperamentalmente negado para los estudios formales y el trato social de mis iguales, viví siempre en esferas alejadas del mundo real; pasando mi juventud y adolescencia entre libros antiguos y poco conocidos, así como deambulando por los campos y arboledas en la vecindad del hogar de mis antepasados. No creo que lo leído en tales libros, o lo visto en esos campos y arboledas, fuera lo mismo que otros chicos pudieran leer o ver allí; pero de tales cosas debo hablar poco, ya que explayarme sobre ellas no haría sino confirmar esas infamias despiadadas acerca de mi inteligencia que a veces oigo susurrar a los esquivos enfermeros que me rodean. Será mejor para mí que me ciña a los sucesos sin entrar a analizar las causas. Ya he dicho que vivía apartado del mundo real, aunque no que viviera solo. Eso no es para seres humanos, ya que quien se aparta de la compañía de los vivos inevitablemente frecuenta la compañía de cosas que no tienen, o al menos no demasiada, vida. Cerca de mi casa existe una curiosa hondonada boscosa en cuyas profundidades umbrías pasaba la mayor parte del tiempo; leyendo, pensando y soñando. En sus musgosas laderas tuvieron lugar mis primeros pasos infantiles, y en torno a sus robles grotescamente nudosos se entretejieron mis primeras fantasías de adolescencia. Terminé por conocer bien a las dríadas tutelares de tales árboles, y a menudo he atisbado sus salvajes danzas a los fieros rayos de la luna menguante... pero no debo hablar ahora de eso. Debo ceñirme a la tumba abandonada de los Hydes, una vieja y rancia familia cuyo último descendiente directo había sido introducido en su negro seno décadas antes de mi nacimiento. Esta cripta de la que hablo es de viejo granito, carcomido y descolorido por brumas y humedades de generaciones. Excavado en la ladera, tan sólo la entrada de la estructura resulta visible. La puerta, un bloque pesado e imponente de piedra, cuelga sobre oxidados goznes de hierro, y se encuentra entornada de forma extraña y siniestra, mediante pesadas cadenas y candados, siguiendo una rústica costumbre de hace medio siglo. La residencia del linaje cuyos vástagos yacen aquí en urnas, antiguamente coronaba la cuesta donde se halla la tumba, pero hace mucho que se derrumbó víctima de las llamas provocadas por la desastrosa caída de un rayo. Los más viejos del lugar a veces hablan con voces apagadas e inquietas acerca de la tormenta de medianoche que destruyó esa melancólica mansión; mencionando lo que ellos llaman «cólera divina» en una forma tal que en años posteriores aumentaría la siempre fuerte fascinación que sentía por ese sepulcro devorado por las malezas. Tan sólo un hombre había perecido por el fuego. Cuando el último de los Hydes fue sepultado en este lugar de sombras y quietud, aquella triste urna de cenizas había llegado de una tierra distante, ya que la familia se había marchado tras el incendio de la mansión. Ya no queda nadie para depositar flores en el portal de granito, y pocos se aventuran entre las deprimentes sombras que parecen demorarse en forma extraña alrededor de sus piedras gastadas por el agua. Nunca olvidaré la tarde en que me encontré por primera vez con esa casa de muerte casi oculta. Era mediado el verano, cuando la alquimia de la naturaleza transmuta el paisaje silvestre en una vívida y casi homogénea masa de verdor; cuando los sentidos se ven intoxicados por oleadas de húmedo verdor y el aroma sutilmente indefinible de la tierra y la vegetación. En tales parajes la mente pierde la perspectiva; tiempo y espacio se hacen vanos e irreales, y los sucesos de un pasado perdido laten insistentemente sobre la conciencia cautivada. Estuve vagabundeando todo el día a través de las místicas arboledas; pensando en cosas de las que no hace falta hablar y conversando con seres que no debo mencionar. A la edad de diez años, yo había visto y oído multitud de maravillas ocultas para el vulgo; y era curiosamente viejo en ciertos aspectos. Cuando, tras abrirme paso entre dos exuberantes zarzales, me topé bruscamente con la entrada de la cripta, yo no sabía lo que había descubierto. Los oscuros bloques de granito, la puerta tan curiosamente entreabierta, y los relieves funerarios sobre el arco, no despertaron en mí asociaciones tristes o terribles. Sobre tumbas y sepulcros ya era mucho lo que sabía e imaginaba, aunque por mi peculiar carácter me había apartado de todo contacto con camposantos y cementerios. La extraña casa de piedra en la ladera representaba para mí una fuente de interés y especulaciones; y su interior frío y húmedo, dentro del que vanamente trataba de ojear a través de la abertura tan incitantemente dispuesta, no tenía para mí connotaciones de muerte o decadencia. Pero de ese instante de curiosidad nació el loco e irracional deseo que me ha conducido a este infierno de reclusión. Azuzado por una voz que debía proceder del espantoso corazón de la espesura, resolví penetrar aquellas tinieblas que me reclamaban, a pesar de las cadenas que impedían mi acceso. En la menguante luz del día, alternativamente sacudí los herrumbrosos impedimentos, dispuesto a franquear la puerta de piedra, e intenté escurrir mi magro cuerpo a través del espacio ya abierto; pero nada de todo esto resultó. Tras la curiosidad del principio, ahora me encontraba frenético; y cuando en el crepúsculo que avanzaba volví a casa, había jurado al centenar de dioses del bosque que, a cualquier precio, algún día me abriría paso hasta las oscuras y heladas profundidades que parecían reclamarme. El médico de barba gris que acude cada día a mi cuarto dijo una vez a un visitante que tal decisión representaba el comienzo de una penosa monomanía; pero esperaré el juicio final de los lectores cuando éstos hayan sabido todo. Consumí los meses posteriores al descubrimiento en inútiles tentativas de forzar el complejo candado de la cripta entreabierta, así como en discretas indagaciones acerca de la naturaleza e historia de esa estructura. Con el oído tradicionalmente receptivo de los niños, aprendí mucho, aun cuando mi habitual reserva me llevó a no comunicar a nadie ni esos datos ni la decisión tomada. Quizás debiera mencionar que no me sorprendí ni me aterré al conocer la naturaleza de la cripta. Mis originales ideas acerca de la vida y de la muerte me habían llevado a asociar, de alguna vaga forma, la fría arcilla y el cuerpo animado; y sentí que esa grande y siniestra familia de la mansión incendiada estaba en algún modo presente en el pétreo recinto que yo trataba de explorar. Las habladurías sobre ritos salvajes e idólatras orgías ocurridas antiguamente en el viejo lugar despertaban en mí un nuevo y poderoso interés por la tumba, ante cuyas puertas podía sentarme durante horas y más horas cada día. En cierta ocasión lancé una vela por la rendija de la entrada; pero no pude ver nada sino un tramo de húmedos peldaños que descendía. El olor del lugar me repelía al tiempo que me fascinaba. Sentía haberlo aspirado ya antes, en un remoto pasado anterior a todo recuerdo; previo incluso a mi estancia en el cuerpo que ahora habito. El año siguiente al descubrimiento de la tumba encontré una traducción carcomida por los gusanos de las Vidas de Plutarco en el ático atestado de libros de mi hogar. Leyendo la vida de Teseo, quedé sumamente impresionado por aquel pasaje que habla sobre la gran roca bajo la que el héroe infantil habría de encontrar las señales de su destino, tras hacerse lo suficientemente adulto como para alzar su enorme peso. Esa leyenda consiguió aplacar mi acuciante impaciencia por penetrar la cripta, ya que me hizo percibir que aún no había llegado el tiempo. Más tarde, me dije, alcanzaría fuerza e ingenio bastantes como para franquear con facilidad la puerta pesadamente encadenada; pero hasta ese momento debía conformarme con lo que parecían los designios del Destino. En consecuencia, la atención dedicada al húmedo portal se tornó menos persistente, y dediqué mucho de mi tiempo a otras meditaciones sobre asuntos igualmente extraños. A veces me levantaba sigilosamente durante la noche, saliendo a pasear por aquellos camposantos y cementerios de los que mis padres me habían mantenido alejado. Qué hacía allí no sabría decir, ya que no estoy seguro de la realidad de algunos hechos; pero sé que al día siguiente de alguno de tales paseos solía asombrarme con la posesión de un conocimiento sobre temas casi olvidados durante muchas generaciones. Fue durante una noche así que estremecí a la comunidad con una extraña hipótesis acerca del enterramiento del rico y famoso hacendado Brewster, una celebridad local sepultada en 1711 y cuya lápida de pirraza, ostentando el grabado de una calavera y dos tibias cruzadas, iba convirtiéndose lentamente en polvo. En un instante de infantil imaginación juré no sólo que el enterrador, Goodman Simpson, había hurtado sus zapatos con hebilla de plata, medias de seda y calzones de raso al muerto antes del entierro; sino que el mismo hacendado, aún vivo, se había girado por dos veces en su ataúd cubierto de tierra el día después de ser sepultado. Pero la idea de penetrar la tumba nunca abandonó mis pensamientos; viéndose de hecho estimulada por el inesperado descubrimiento genealógico de que mis propios antepasados maternos mantenían un ligero parentesco con la familia de los Hydes, considerada extinta. El último de mi rama paterna, yo era asimismo el último de ese linaje más viejo y misterioso. Comencé a considerar esa tumba como mía, y a esperar con ansiedad el futuro, esperando el momento en que pudiera traspasar la puerta de piedra y descender en la oscuridad aquellos viscosos peldaños de piedra. Adquirí el hábito de escuchar con gran atención junto al portal entornado, eligiendo para esa curiosa vigilia mis horas preferidas, en la quietud de la medianoche. Al alcanzar la edad adulta, había abierto un pequeño claro en la espesura, ante la fachada cubierta de moho de la ladera, permitiendo a la vegetación adyacente circundar y cubrir aquel espacio, a semejanza de un selvático enramado. Tal enramado era mi templo, la puerta aherrojada del santuario, y aquí yacía tendido en el musgoso suelo, sumido en extraños pensamientos y enroñando sueños extraños. La noche de la primera revelación hacía bochorno. Debí quedarme dormido a causa del cansancio, ya que tuve la clara sensación de despertar al oír las voces. Dudo de mencionar sus tonos y acentos; de su cualidad no quiero ni hablar; pero puedo decir que había extraordinarias diferencias en su vocabulario, pronunciación y en la construcción de frases. Cada matiz del dialecto de Nueva Inglaterra, desde las groseras sílabas de los colonos puritanos a la retórica precisa de cincuenta años atrás, parecían hallarse representadas en aquel sombrío coloquio, aunque sólo más tarde caí en la cuenta. En ese instante, de hecho, mi atención estaba distraída con otro fenómeno; un suceso tan fugaz que no podría jurar que haya sucedido realmente. Apenas creí estar despierto, cuando una luz se apagó apresuradamente dentro del hondo sepulcro. No creo haber quedado pasmado o sumido en el pánico, aunque soy consciente de haber sufrido un cambio grande y permanente durante esa noche. Al volver a casa me dirigí sin vacilar a un podrido arcón del ático, en cuyo interior encontré la llave que al día siguiente abriría fácilmente la barrera contra la que tanto tiempo había luchado en vano. Fue al suave resplandor del final de la tarde cuando por vez primera accedí a la cripta de la ladera abandonada. Un hechizo me envolvía, y mi corazón latía con un alborozo que apenas puedo describir. Mientras cerraba a mis espaldas la puerta y descendía los pringosos escalones a la luz de mi solitaria vela, creí reconocer el camino y, aunque la vela chisporroteaba debido al sofocante ambiente del lugar, me sentía singularmente a gusto con aquel aire viciado, como de osario. Mirando alrededor, columbré multitud de losas de mármol sobre las que reposaban ataúdes, o restos de ataúdes. Algunos estaban sellados e intactos, pero otros casi se habían deshecho, dejando las manijas de plata y placas caídas entre algunos curiosos montones de polvo blancuzco. En una de las placas leí el nombre de sir Geoffrey Hyde, que había llegado de Sussex en 1640 y muerto aquí unos años después. En un llamativo nicho había un ataúd bastante bien conservado y vacío que me hizo sonreír a la par que estremecer. Un extraño impulso me llevó a encaramarme a la amplia losa, apagar la vela y yacer dentro de la caja desocupada. Con la luz gris del alba salí dando tumbos de la cripta y aseguré la cadena de la puerta a mi espalda. Ya no era un joven, aun cuando tan sólo veintiún inviernos habían pasado por mi envoltura corporal. Los aldeanos más madrugadores que alcanzaron a presenciar mi vuelta a casa me contemplaron atónitos, asombrados de los signos de juerga tormentosa visibles en alguien cuya vida era tenida por sobria y solitaria. No me mostré ante mis padres hasta después de un largo y reparador sueño. En adelante frecuenté cada noche la tumba; viendo, escuchando y realizando actos que jamás debo revelar. Mi forma de hablar, siempre susceptible de las influencias más inmediatas, fue lo primero en sucumbir al cambio, y la súbita aparición de arcaísmos en mi habla fue pronto advertida. Más tarde, mi conducta se tiñó de extraño valor y temeridad, hasta el punto de que inconscientemente comencé a adoptar la actitud de un hombre de mundo, a pesar de mi reclusión de por vida. Mi anteriormente silenciosa lengua se tornó voluble, con la gracia fácil de un Chesterfield o el cinismo ateo de un Rochester. Mostraba una curiosa erudición, completamente alejada de los saberes fantásticos y monacales de los que me había empapado en mi juventud, y cubría las hojas de guarda de mis libros con fáciles e improvisados epigramas que tenían influencias de Gay, Prior y los más vivos de los burlones y poetas augustos. Una mañana, durante el desayuno, me puse al borde del desastre al declamar con acentos netamente ebrios una efusión de alegría bacanal del siglo dieciocho; un soplo de alegría georgiana nunca consignada en libros, que rezaba más o menos así: Acudid acá, mozos, con vuestras jarras de cerveza, Y bebed por el presente antes de que se esfume; Apilad en vuestro plato una montaña de carne, Pues el comer y el beber nos brinda alivio: Así que colmad vuestros vasos, Ya que la vida pronto pasará; ¡Cuando estéis muertos no brindaréis a la salud del rey o de vuestra chica! Anacreonte tenía la nariz roja, según cuentan: ¿Pero qué es una nariz colorada a cambio de estar alegre y vivaz? ¡Dios me valga! Mejor rojo como estoy aquí, que blanco como un lirio... ¡y muerto medio año! Así que Betty, mi dama, Ven y dame un beso; ¡En el infierno no hay hija de ventero que se te pueda comparar! El joven Harry se mantiene todo lo tieso que puede, Pronto perderá la peluca y caerá bajo la mesa; Pero colmad vuestras copas y hacerlas circular... ¡Mejor bajo la mesa que bajo tierra! Así que reíd y gozad Bebed sin cesar: ¡Bajo seis pies de tierra no os será tan fácil el disfrutar! ¡El diablo me confunda! Apenas puedo andar, ¡Maldito sea si puedo tenerme en pie o hablar! Aquí, posadero, manda a Betty por una silla; ¡Me iré a casa en un rato, ya que mi mujer no está! Así que echadme una mano; No me tengo en pie, ¡Pero contento estoy mientras me mantenga sobre la tierra! Por esa época comencé a albergar mi actual miedo al fuego y las tormentas. Antes indiferente a tales cosas, sentía ahora un inexplicable horror ante ellas; y era capaz de recogerme al rincón más profundo de la casa cuando los cielos amenazaban con aparato eléctrico. Uno de mis refugios favoritos durante el día era el ruinoso sótano de la mansión quemada, y con la imaginación podría pintar la estructura tal y como había sido antiguamente. En cierta ocasión asusté a un aldeano conduciéndolo en secreto a un sombrío subsótano cuya existencia me parecía conocer a pesar del hecho de que había permanecido desconocido y olvidado durante muchas generaciones. Al final ocurrió lo que tanto había temido. Mis padres, alarmados por la alteración de ademanes y apariencia de su único hijo, comenzaron a ejercer sobre mis movimientos un discreto espionaje que amenazaba con conducirme al desastre. No había comentado a nadie mis visitas a la tumba, habiendo guardado mi secreto propósito con religioso celo desde la infancia; pero ahora me veía obligado a guardar precauciones cuando deambulaba por los laberintos de la hondonada boscosa, ya que debía despistar a un posible perseguidor. Guardaba la llave de la cripta colgando de un cordel alrededor de mi cuello, cuya existencia tan sólo era conocida por mí. Nunca saqué del sepulcro ninguna de las cosas que encontré entre sus muros. Una mañana, mientras salía de la húmeda tumba y cerraba las cadenas del portal con mano no demasiado firme, advertí en un matorral adyacente el rostro de un observador. Sin duda, el fin estaba cerca; ya que mi enramado había sido descubierto y el objeto de mis salidas nocturnas desvelado. El hombre no se me acercó, por lo que me apresuré a volver a casa en un esfuerzo por espiar lo que pudiera informar a mi preocupado padre. ¿Iban mis estancias más allá de la puerta encadenada a ser reveladas al mundo? Imaginen mi regocijado asombro cuando escuché al espía contar a mi padre con un precavido susurro que yo había pasado la noche en el enramado exterior a la tumba; ¡con mis ojos somnolientos clavados en la hendidura que entreabría la puerta aherrojada! ¿Mediante qué milagro se había visto engañado el observador? Ahora estaba convencido de que un agente sobrenatural me protegía. Envalentonado por tal circunstancia celestial, volví a visitar abiertamente la cripta, seguro de que nadie podría presenciar mi entrada. Durante una semana degusté al completo los placeres de ese osario común que no debo describir, cuando aquello sucedió, y me arrancaron de allí para traerme a este maldito lugar de pesar y monotonía. No debí salir esa noche, ya que el estigma del trueno acechaba en las nubes, y una infernal fosforescencia brotaba del fétido pantano ubicado al fondo de la hondonada. La llamada de los muertos, también, era distinta. En vez de la tumba de la ladera, procedía del calcinado sótano en lo alto, cuyo demonio tutelar me hacía señas con dedos invisibles. Cuando salí de una arboleda intermedia al llano que hay ante las ruinas, contemplé a la brumosa luz lunar, algo que siempre había esperado vagamente. La mansión, desaparecida un siglo antes, alzaba una vez más sus majestuosas formas ante la mirada extasiada; cada ventana resplandecía con el fulgor de multitud de velas. Por el largo sendero acudían los carruajes de la aristocracia de Boston, al tiempo que una muchedumbre de petimetres empolvados iba llegando a pie desde las mansiones vecinas. Con tal gentío me mezclé, a sabiendas de que mi sitio estaba entre los anfitriones, no entre los invitados. En el salón sonaba la música, risas, y el vino estaba en cada mano. Reconocí algunas caras, aunque las hubiera distinguido mucho mejor de haber estado secas, o consumidas por la muerte y la descomposición. Entre una multitud salvaje y audaz yo era el más extravagante y disipado. Alegres blasfemias brotaban a torrentes de mis labios, y mis bruscos chascarrillos no respetaban la ley de Dios, el Hombre o la Naturaleza. Súbitamente, un retumbar de trueno, haciéndose oír aún sobre el estrépito de aquella juerga tumultuosa, rasgó el mismo tejado e impuso un soplo de miedo en aquella porcina compañía. Rojas llamaradas y tremendas ráfagas de calor envolvieron la casa, y los concelebrantes, aterrorizados por el descenso de una calamidad que parecía trascender los designios de una naturaleza ciega, huyeron vociferando en la noche. Tan sólo quedé yo, atado a mi asiento por un terror mortal jamás sentido hasta entonces. Y en ese instante un segundo horror tomó posesión de mi alma. Quemado vivo hasta ser reducido a cenizas, mi cuerpo disperso a los cuatro vientos, ¡jamás podría yacer en la tumba de los Hydes! ¿Acaso no tenía derecho a descansar durante el resto de la eternidad entre los descendientes de sir Geoffrey Hyde? ¡Sí! ¡Reclamaría mi herencia de muerte aun cuando mi espíritu hubiera de buscar durante eras otra morada carnal que la situase en aquella losa vacía del nicho de la cripta. ¡Jervas Hyde nunca arrostraría el triste destino de Palinuro! Mientras el espejismo de la casa ardiente se desvanecía, me encontré gritando y debatiéndome como un loco entre los brazos de dos hombres, uno de los cuales era el espía que me había seguido hasta la tumba. La lluvia caía a raudales, y sobre el horizonte sur había fogonazos de los relámpagos que acababan de pasar sobre nuestras cabezas. Mi padre, con el rostro surcado de pesar, no hacía gesto mientras yo le pedía a voces que me dejara reposar en la tumba, advirtiendo con frecuencia a mis captores que me trataran con toda la delicadeza posible. Un círculo oscurecido en el suelo del arruinado sótano indicaba un violento golpe de los cielos, y en esa parte un grupo de aldeanos curiosos con linternas indagaban en una pequeña caja de antigua factura que la caída del rayo había aflorado a la luz. Cesando en mis inútiles y ahora sin objeto forcejeos, observé a los espectadores mientras examinaban el hallazgo, y se me permitió participar de su descubrimiento. La caja, cuyos cerrojos habían sido rotos por el golpe que la había desenterrado, contenía multitud de documentos y objetos de valor; pero yo tan sólo tenía ojos para una cosa. Era la miniatura en porcelana de un joven con una elegante peluca de rizos, ostentando las iniciales «J. H.». El rostro era tal y como yo me veía, de suerte que bien pudiera haber estado contemplándome en un espejo. Al día siguiente me trajeron a este cuarto con barrotes en la ventana, pero me he mantenido al tanto de ciertas cosas merced a un sirviente no muy espabilado, y ya de edad, por quien sentí gran cariño durante la infancia, y quién, al igual que yo, ama los cementerios. Lo que me he atrevido a contar de mis experiencias dentro de la cripta tan sólo me ha brindado sonrisas conmiserativas. Mi padre, que me visita a menudo, dice que no he traspasado el portal encadenado, y jura que el herrumbroso cerrojo, cuando él lo examinó, no daba muestras de haber sido tocado en cincuenta años. Incluso afirma que todo el pueblo conocía mis viajes a la tumba, y que con frecuencia me observaban durmiendo en el enramado exterior a la espantosa fachada, los ojos entreabiertos y fijos en el resquicio que conduce al interior. Contra tales afirmaciones carezco de pruebas, ya que mi llave se perdió durante la lucha en esa noche de horror. Las extrañas cosas del pasado que aprendí durante aquellos encuentros nocturnos con los muertos son atribuidos al fruto de mi codicioso e incesante hojear de los viejos volúmenes de la biblioteca familiar. De no haber sido por mi viejo criado Hiram, a estas alturas yo mismo estaría bastante convencido de mi propia locura. Pero Hiram, fiel hasta el final, ha tenido fe en mí y ha provocado lo que me lleva a publicar al menos parte de esta historia. Hace una semana forzó el cerrojo que aseguraba la puerta de la tumba perpetuamente entornada y descendió con una linterna a las sombrías profundidades. En una losa, en el interior de un nicho, descubrió un ataúd viejo, pero vacío, en cuya deslustrada placa reza esta simple palabra: «Jervas.» En ese ataúd y en esa cripta me ha prometido que seré sepultado".

H.P Lovecraft

domingo, 17 de mayo de 2009

"La Prisión"

"Imagínate a un hombre que tiene que rescatar a gente de cierta prisión. Se ha decidido que sólo hay un modo plausible de llevar esto a cabo. El libertador tiene que entrar en la prisión sin atraer la atención. Debe permanecer allí relativamente libre para actuar durante cierto período. La solución escogida es que entrará como convicto. Por consiguiente, hace los preparativos, oportunos para que le capturen y le sentencien. Como otros que han caído víctimas de este sistema, se le envía a la prisión que es su meta. Cuando llega, sabe que se le ha despojado de cualquier posible dispositivo que le pudiese haber ayudado en una escapada. Todo lo que posee es su plan, su ingenio, su habilidad y su conocimiento. Por lo demás, tiene que arreglárselas con equipo improvisado, adquirido en la propia prisión. El mayor problema es que los prisioneros sufren de psicosis carcelaria. Esto les hace pensar que su prisión es el mundo entero. Otra característica es el olvido de partes esenciales de su pasado. Por consiguiente, casi no poseen memoria alguna de la existencia, perfil y detalle del mundo exterior. La historia de los compañeros de prisión de este hombre es una historia carcelaria. Sus vidas son vidas carcelarias. Piensan y actúan en base a ello. Por ejemplo, en vez de acumular pan como provisión para la huida, lo moldean y hacen dominós con los cuales juegan. Saben que alguno de estos juegos son diversiones, pero otros los consideran reales. A las ratas, que podían entrenar como medio de comunicación con el exterior, las tratan como animales domésticos. Beben el líquido de limpieza que contiene alcohol, el cual les produce alucinaciones placenteras. Considerarían una triste pérdida, incluso un crimen, si alguien lo usase para drogar y dejar inconscientes a los guardianes, haciendo posible la huida. El problema se agrava, ya que los desdichados han olvidado el significado de algunas de las palabras normales que hemos estado usando. Si les pides una definición para palabras tales como "provisiones", "viaje", "huida", obtendrías una lista de significaciones como "rancho carcelario", "caminar de un bloque de celdas a otro", y "evitar el castigo por parte de los guardianes". "El mundo exterior" sonaría a sus oídos como una extraña contradicción: "Ya que éste es el mundo, este lugar donde vivimos -dirían-, ¿cómo puede haber otro fuera?". El hombre que está trabajando en el plan de rescate, al principio, sólo puede actuar mediante analogía. Hay pocos prisioneros que acepten sus analogías, ya que a ellos les parecen locos balbuceos. Cuando dice "necesitamos provisiones para nuestro viaje de huida al mundo exterior", por supuesto, a ellos les suena como el absurdo siguiente: "Necesitamos provisiones -alimentos para usar en la prisión- para nuestro viaje -trasladarnos de un bloque de celdas a otro- de huida -evitar el castigo de los guardianes- al mundo exterior -a la prisión exterior..." Algunos de los prisioneros de mente más seria puede que digan que quieren entender el significado de sus palabras, pero ya han olvidado el lenguaje del mundo exterior. Cuando este hombre muere, algunos de los prisioneros hacen de sus palabras y actos un culto carcelario. Lo utilizan para consolarse a sí mismos y para encontrar argumentos contra el siguiente libertador que se las ingenie para llegar hasta ellos. Sin embargo, una minoría, de vez en cuando, escapa".

Anónimo sufí

sábado, 16 de mayo de 2009

"Manuscrito Hallado en una Botella"

Qui n'a plus qu'un moment à vivre N'a plus rien à dissimuler. Auinault - Atys

"Sobre mi país y mi familia tengo poco que decir. Un trato injusto y el paso de los años me han alejado de uno y malquistado con la otra. Mi patrimonio me permitió recibir una educación poco común y una inclinación contemplativa permitió que convirtiera en metódicos los conocimientos diligentemente adquiridos en tempranos estudios. Pero por sobre todas las cosas me proporcionaba gran placer el estudio de los moralistas alemanes; no por una desatinada admiración a su elocuente locura, sino por la facilidad con que mis rígidos hábitos mentales me permitían detectar sus falsedades. A menudo se me ha reprochado la aridez de mi talento; la falta de imaginación se me ha imputado como un crimen; y el escepticismo de mis opiniones me ha hecho notorio en todo momento. En realidad, temo que una fuerte inclinación por la filosofía física haya teñido mi mente con un error muy común en esta época: hablo de la costumbre de referir sucesos, aun los menos susceptibles de dicha referencia, a los principios de esa disciplina. En definitiva, no creo que nadie haya menos propenso que yo a alejarse de los severos límites de la verdad, dejándose llevar por el ignes fatui de la superstición. Me ha parecido conveniente sentar esta premisa, para que la historia increíble que debo narrar no sea considerada el desvarío de una imaginación desbocada, sino la experiencia auténtica de una mente para quien los ensueños de la fantasía han sido letra muerta y nulidad. Después de muchos años de viajar por el extranjero, en el año 18... me embarqué en el puerto de Batavia, en la próspera y populosa isla de Java, en un crucero por el archipiélago de las islas Sonda. Iba en calidad de pasajero, sólo inducido por una especie de nerviosa inquietud que me acosaba como un espíritu malévolo. Nuestro hermoso navío, de unas cuatrocientas toneladas, había sido construido en Bombay en madera de teca de Malabar con remaches de cobre. Transportaba una carga de algodón en rama y aceite, de las islas Laquevidas. También llevábamos a bordo fibra de corteza de coco, azúcar morena de las Islas Orientales, manteca clarificada de leche de búfalo, granos de cacao y algunos cajones de opio. La carga había sido mal estibada y el barco escoraba. Zarpamos apenas impulsados por una leve brisa, y durante muchos días permanecimos cerca de la costa oriental de Java, sin otro incidente que quebrara la monotonía de nuestro curso que el ocasional encuentro con los pequeños barquitos de dos mástiles del archipiélago al que nos dirigíamos. Una tarde, apoyado sobre el pasamanos de la borda de popa, vi hacia el noroeste una nube muy singular y aislada. Era notable, no sólo por su color, sino por ser la primera que veíamos desde nuestra partida de Batavia. La observé con atención hasta la puesta del sol, cuando de repente se extendió hacia este y oeste, ciñendo el horizonte con una angosta franja de vapor y adquiriendo la forma de una larga línea de playa. Pronto atrajo mi atención la coloración de un tono rojo oscuro de la luna, y la extraña apariencia del mar. Éste sufría una rápida transformación y el agua parecía más transparente que de costumbre. Pese a que alcanzaba a ver claramente el fondo, al echar la sonda comprobé que el barco navegaba a quince brazas de profundidad. Entonces el aire se puso intolerablemente caluroso y cargado de exhalaciones en espiral, similares a las que surgen del hierro al rojo. A medida que fue cayendo la noche, desapareció todo vestigio de brisa y resultaba imposible concebir una calma mayor. Sobre la toldilla ardía la llama de una vela sin el más imperceptible movimiento, y un largo cabello, sostenido entre dos dedos, colgaba sin que se advirtiera la menor vibración. Sin embargo, el capitán dijo que no percibía indicación alguna de peligro, pero como navegábamos a la deriva en dirección a la costa, ordenó arriar las velas y echar el ancla. No apostó vigías y la tripulación, compuesta en su mayoría por malayos, se tendió deliberadamente sobre cubierta. Yo bajé... sobrecogido por un mal presentimiento. En verdad, todas las apariencias me advertían la inminencia de un simún. Transmití mis temores al capitán, pero él no prestó atención a mis palabras y se alejó sin dignarse a responderme. Sin embargo, mi inquietud me impedía dormir y alrededor de medianoche subí a cubierta. Al apoyar el pie sobre el último peldaño de la escalera de cámara me sobresaltó un ruido fuerte e intenso, semejante al producido por el giro veloz de la rueda de un molino, y antes de que pudiera averiguar su significado, percibí una vibración en el centro del barco. Instantes después se desplomó sobre nosotros un furioso mar de espuma que, pasando por sobre el puente, barrió la cubierta de proa a popa. La extrema violencia de la ráfaga fue, en gran medida, la salvación del barco. Aunque totalmente cubierto por el agua, como sus mástiles habían volado por la borda, después de un minuto se enderezó pesadamente, salió a la superficie, y luego de vacilar algunos instantes bajo la presión de la tempestad, se enderezó por fin. Me resultaría imposible explicar qué milagro me salvó de la destrucción. Aturdido por el choque del agua, al volver en mí me encontré estrujado entre el mástil de popa y el timón. Me puse de pie con gran dificultad y, al mirar, mareado, a mi alrededor, mi primera impresión fue que nos encontrábamos entre arrecifes, tan tremendo e inimaginable era el remolino de olas enormes y llenas de espuma en que estábamos sumidos. Instantes después oí la voz de un anciano sueco que había embarcado poco antes de que el barco zarpara. Lo llamé con todas mis fuerzas y al rato se me acercó tambaleante. No tardamos en descubrir que éramos los únicos sobrevivientes. Con excepción de nosotros, las olas acababan de barrer con todo lo que se hallaba en cubierta; el capitán y los oficiales debían haber muerto mientras dormían, porque los camarotes estaban totalmente anegados. Sin ayuda era poco lo que podíamos hacer por la seguridad del barco y nos paralizó la convicción de que no tardaríamos en zozobrar. Por cierto que el primer embate del huracán destrozó el cable del ancla, porque de no ser así nos habríamos hundido instantáneamente. Navegábamos a una velocidad tremenda, y las olas rompían sobre nosotros. El maderamen de popa estaba hecho añicos y todo el barco había sufrido gravísimas averías; pero comprobamos con júbilo que las bombas no estaban atascadas y que el lastre no parecía haberse descentrado. La primera ráfaga había amainado, y la violencia del viento ya no entrañaba gran peligro; pero la posibilidad de que cesara por completo nos aterrorizaba, convencidos de que, en medio del oleaje siguiente, sin duda, moriríamos. Pero no parecía probable que el justificado temor se convirtiera en una pronta realidad. Durante cinco días y noches completos -en los cuales nuestro único alimento consistió en una pequeña cantidad de melaza que trabajosamente logramos procurarnos en el castillo de proa- la carcasa del barco avanzó a una velocidad imposible de calcular, impulsada por sucesivas ráfagas que, sin igualar la violencia del primitivo Simún, eran más aterrorizantes que cualquier otra tempestad vivida por mí en el pasado. Con pequeñas variantes, durante los primeros cuatro días nuestro curso fue sudeste, y debimos haber costeado Nueva Holanda. Al quinto día el frío era intenso, pese a que el viento había girado un punto hacia el norte. El sol nacía con una enfermiza coloración amarillenta y trepaba apenas unos grados sobre el horizonte, sin irradiar una decidida luminosidad. No había nubes a la vista, y sin embargo el viento arreciaba y soplaba con furia despareja e irregular. Alrededor de mediodía -aproximadamente, porque sólo podíamos adivinar la hora- volvió a llamarnos la atención la apariencia del sol. No irradiaba lo que con propiedad podríamos llamar luz, sino un resplandor opaco y lúgubre, sin reflejos, como si todos sus rayos estuvieran polarizados. Justo antes de hundirse en el mar turgente su fuego central se apagó de modo abrupto, como por obra de un poder inexplicable. Quedó sólo reducido a un aro plateado y pálido que se sumergía de prisa en el mar insondable. Esperamos en vano la llegada del sexto día -ese día que para mí no ha llegado y que para el sueco no llegó nunca. A partir de aquel momento quedamos sumidos en una profunda oscuridad, a tal punto que no hubiéramos podido ver un objeto a veinte pasos del barco. La noche eterna continuó envolviéndonos, ni siquiera atenuada por la fosforescencia brillante del mar a la que nos habíamos acostumbrado en los trópicos. También observamos que, aunque la tempestad continuaba rugiendo con interminable violencia, ya no conservaba su apariencia habitual de olas ni de espuma con las que antes nos envolvía. A nuestro alrededor todo era espanto, profunda oscuridad y un negro y sofocante desierto de ébano. Un terror supersticioso fue creciendo en el espíritu del viejo sueco, y mi propia alma estaba envuelta en un silencioso asombro. Abandonarnos todo intento de atender el barco, por considerarlo inútil, y nos aseguramos lo mejor posible a la base del palo de mesana, clavando con amargura la mirada en el océano inmenso. No habría manera de calcular el tiempo ni de prever nuestra posición. Sin embargo teníamos plena conciencia de haber avanzado más hacia el sur que cualquier otro navegante anterior y nos asombró no encontrar los habituales impedimentos de hielo. Mientras tanto, cada instante amenazaba con ser el último de nuestras vidas... olas enormes, como montañas se precipitaban para abatirnos. El oleaje sobrepasaba todo lo que yo hubiera imaginado, y fue un milagro que no zozobráramos instantáneamente. Mi acompañante hablaba de la liviandad de nuestro cargamento y me recordaba las excelentes cualidades de nuestro barco; pero yo no podía menos que sentir la absoluta inutilidad de la esperanza misma, y me preparaba melancólicamente para una muerte que, en mi opinión, nada podía demorar ya más de una hora, porque con cada nudo que el barco recorría el mar negro y tenebroso adquiría más violencia. Por momentos jadeábamos para respirar, elevados a una altura superior a la del albatros... y otras veces nos mareaba la velocidad de nuestro descenso a un infierno acuoso donde el aire se estancaba y ningún sonido turbaba el sopor del "kraken". Nos encontrábamos en el fondo de uno de esos abismos, cuando un repentino grito de mi compañero resonó horriblemente en la noche. "¡Mire, mire!" exclamó, chillando junto a mi oído, "¡Dios Todopoderoso! ¡Mire! ¡Mire!". Mientras hablaba percibí el resplandor de una luz mortecina y rojiza que recorría los costados del inmenso abismo en que nos encontrábamos, arrojando cierto brillo sobre nuestra cubierta. Al levantar la mirada, contemplé un espectáculo que me heló la sangre. A una altura tremenda, directamente encima de nosotros y al borde mismo del precipicio líquido, flotaba un gigantesco navío, de quizás cuatro mil toneladas. Pese a estar en la cresta de una ola que lo sobrepasaba más de cien veces en altura, su tamaño excedía el de cualquier barco de línea o de la compañía de Islas Orientales. Su enorme casco era de un negro profundo y sucio y no lo adornaban los acostumbrados mascarones de los navíos. Una sola hilera de cañones de bronce asomaba por los portañolas abiertas, y sus relucientes superficies reflejaban las luces de innumerables linternas de combate que se balanceaban de un lado al otro en las jarcias. Pero lo que más asombro y estupefacción nos provocó fue que en medio de ese mar sobrenatural y de ese huracán ingobernable, navegara con todas las velas desplegadas. Al verlo por primera vez sólo distinguimos su proa y poco a poco fue alzándose sobre el sombrío y horrible torbellino. Durante un momento de intenso terror se detuvo sobre el vertiginoso pináculo, como si contemplara su propia sublimidad, después se estremeció, vaciló y... se precipitó sobre nosotros. En ese instante no sé qué repentino dominio de mí mismo surgió de mi espíritu. A los tropezones, retrocedí todo lo que pude hacia popa y allí esperé sin temor la catástrofe. Nuestro propio barco había abandonado por fin la lucha y se hundía de proa en el mar. En consecuencia, recibió el impacto de la masa descendente en la parte ya sumergida de su estructura y el resultado inevitable fue que me vi lanzado con violencia irresistible contra los obenques del barco desconocido. En el momento en que caí, la nave viró y se escoró, y supuse que la consiguiente confusión había impedido que la tripulación reparara en mi presencia. Me dirigí sin dificultad y sin ser visto hasta la escotilla principal, que se encontraba parcialmente abierta, y pronto encontré la oportunidad de ocultarme en la bodega. No podría explicar por qué lo hice. Tal vez el principal motivo haya sido la indefinible sensación de temor que, desde el primer instante, me provocaron los tripulantes de ese navío. No estaba dispuesto a confiarme a personas que a primera vista me producían una vaga extrañeza, duda y aprensión. Por lo tanto consideré conveniente encontrar un escondite en la bodega. Lo logré moviendo una pequeña porción de la armazón, y así me aseguré un refugio conveniente entre las enormes cuadernas del buque. Apenas había completado mi trabajo cuando el sonido de pasos en la bodega me obligó a hacer uso de él. Junto a mí escondite pasó un hombre que avanzaba con pasos débiles y andar inseguro. No alcancé a verle el rostro, pero tuve oportunidad de observar su apariencia general. Todo en él denotaba poca firmeza y una avanzada edad. Bajo el peso de los años le temblaban las rodillas, y su cuerpo parecía agobiado por una gran carga. Murmuraba en voz baja como hablando consigo mismo, pronunciaba palabras entrecortadas en un idioma que yo no comprendía y empezó a tantear una pila de instrumentos de aspecto singular y de viejas cartas de navegación que había en un rincón. Su actitud era una extraña mezcla de la terquedad de la segunda infancia y la solemne dignidad de un Dios. Por fin subió nuevamente a cubierta y no lo volví a ver. * * * Un sentimiento que no puedo definir se ha posesionado de mi alma; es una sensación que no admite análisis, frente a la cual las experiencias de épocas pasadas resultan inadecuadas y cuya clave, me temo, no me será ofrecida por el futuro. Para una mente como la mía, esta última consideración es una tortura. Sé que nunca, nunca, me daré por satisfecho con respecto a la naturaleza de mis conceptos. Y sin embargo no debe asombrarme que esos conceptos sean indefinidos, puesto que tienen su origen en fuentes totalmente nuevas. Un nuevo sentido... una nueva entidad se incorpora a mi alma. * * * Hace ya mucho tiempo que recorrí la cubierta de este barco terrible, y creo que los rayos de mi destino se están concentrando en un foco. ¡Qué hombres incomprensibles! Envueltos en meditaciones cuya especie no alcanzo a adivinar, pasan a mi lado sin percibir mi presencia. Ocultarme sería una locura, porque esta gente no quiere ver. Hace pocos minutos pasé directamente frente a los ojos del segundo oficial; no hace mucho que me aventuré a entrar a la cabina privada del capitán, donde tomé los elementos con que ahora escribo y he escrito lo anterior. De vez en cuando continuaré escribiendo este diario. Es posible que no pueda encontrar la oportunidad de darlo a conocer al mundo, pero trataré de lograrlo. A último momento, introduciré el mensaje en una botella y la arrojaré al mar. * * * Ha ocurrido un incidente que me proporciona nuevos motivos de meditación. ¿Ocurren estas cosas por fuerza de un azar sin gobierno? Me había aventurado a cubierta donde estaba tendido, sin llamar la atención, entre una pila de flechaduras y viejas velas, en el fondo de una balandra. Mientras meditaba en lo singular de mi destino, inadvertidamente tomé un pincel mojado en brea y pinté los bordes de una vela arrastradera cuidadosamente doblada sobre un barril, a mi lado. La vela ha sido izada y las marcas irreflexivas que hice con el pincel se despliegan formando la palabra descubrimiento. Últimamente he hecho muchas observaciones sobre la estructura del navío. Aunque bien armado, no creo que sea un barco de guerra. Sus jarcias, construcción y equipo en general, contradicen una suposición semejante. Alcanzo a percibir con facilidad lo que el navío no es, pero me temo no poder afirmar lo que es. Ignoro por qué, pero al observar su extraño modelo y la forma singular de sus mástiles, su enorme tamaño y su excesivo velamen, su proa severamente sencilla y su popa anticuada, de repente cruza por mi mente una sensación de cosas familiares y con esas sombras imprecisas del recuerdo siempre se mezcla la memoria de viejas crónicas extranjeras y de épocas remotas. He estado estudiando el maderamen de la nave. Ha sido construida con un material que me resulta desconocido. Las características peculiares de la madera me dan la impresión de que no es apropiada para el propósito al que se la aplicara. Me refiero a su extrema porosidad, independientemente considerada de los daños ocasionados por los gusanos, que son una consecuencia de navegar por estos mares, y de la podredumbre provocada por los años. Tal vez la mía parezca una observación excesivamente insólita, pero esta madera posee todas las características del roble español, en el caso de que el roble español fuera dilatado por medios artificiales. Al leer la frase anterior, viene a mi memoria el apotegma que un viejo lobo de mar holandés repetía siempre que alguien ponía en duda su veracidad. «Tan seguro es, como que hay un mar donde el barco mismo crece en tamaño, como el cuerpo viviente del marino." Hace una hora tuve la osadía de mezclarme con un grupo de tripulantes. No me prestaron la menor atención y, aunque estaba parado en medio de todos ellos, parecían absolutamente ignorantes de mi presencia. Lo mismo que el primero que vi en la bodega, todos daban señales de tener una edad avanzada. Les temblaban las rodillas achacosas; la decrepitud les inclinaba los hombros; el viento estremecía sus pieles arrugadas; sus voces eran bajas, trémulas y quebradas; en sus ojos brillaba el lagrimeo de la vejez y la tempestad agitaba terriblemente sus cabellos grises. Alrededor de ellos, por toda la cubierta, yacían desparramados instrumentos matemáticos de la más pintoresca y anticuada construcción. Hace un tiempo mencioné que había sido izada un ala del trinquete. Desde entonces, desbocado por el viento, el barco ha continuado su aterradora carrera hacia el sur, con todas las velas desplegadas desde la punta de los mástiles hasta los botalones inferiores, hundiendo a cada instante sus penoles en el más espantoso infierno de agua que pueda concebir la mente de un hombre. Acabo de abandonar la cubierta, donde me resulta imposible mantenerme en pie, pese a que la tripulación parece experimentar pocos inconvenientes. Se me antoja un milagro de milagros que nuestra enorme masa no sea definitivamente devorada por el mar. Sin duda estamos condenados a flotar indefinidamente al borde de la eternidad sin precipitamos por fin en el abismo. Remontamos olas mil veces más gigantescas que las que he visto en mi vida, por las que nos deslizamos con la facilidad de una gaviota; y las aguas colosales alzan su cabeza por sobre nosotros como demonios de las profundidades, pero como demonios limitados a la simple amenaza y a quienes les está prohibido destruir. Todo me lleva a atribuir esta continua huida del desastre a la única causa natural que puede producir ese efecto. Debo suponer que el barco navega dentro de la influencia de una corriente poderosa, o de un impetuoso mar de fondo. He visto al capitán cara a cara, en su propia cabina, pero, tal como esperaba, no me prestó la menor atención. Aunque para un observador casual no haya en su apariencia nada que puede diferenciarlo, en más o en menos, de un hombre común, al asombro con que lo contemplé se mezcló un sentimiento de incontenible reverencia y de respeto. Tiene aproximadamente mi estatura, es decir cinco pies y ocho pulgadas. Su cuerpo es sólido y bien proporcionado, ni robusto ni particularmente notable en ningún sentido. Pero es la singularidad de la expresión que reina en su rostro... es la intensa, la maravillosa, la emocionada evidencia de una vejez tan absoluta, tan extrema, lo que excita en mi espíritu una sensación... un sentimiento inefable. Su frente, aunque poco arrugada, parece soportar el sello de una miríada de años. Sus cabellos grises son una historia del pasado, y sus ojos, aún más grises, son sibilas del futuro. El piso de la cabina estaba cubierto de extraños pliegos de papel unidos entre sí por broches de hierro y de arruinados instrumentos científicos y obsoletas cartas de navegación en desuso. Con la cabeza apoyada en las manos, el capitán contemplaba con mirada inquieta un papel que supuse sería una concesión y que, en todo caso, llevaba la firma de un monarca. Murmuraba para sí, igual que el primer tripulante a quien vi en la bodega, sílabas obstinadas de un idioma extranjero, y aunque se encontraba muy cerca de mí, su voz parecía llegar a mis oídos desde una milla de distancia. El barco y todo su contenido está impregnado por el espíritu de la Vejez. Los tripulantes se deslizan de aquí para allá como fantasmas de siglos ya enterrados; sus miradas reflejan inquietud y ansiedad, y cuando el extraño resplandor de las linternas de combate ilumina sus dedos, siento lo que no he sentido nunca, pese a haber comerciado la vida entera en antigüedades y absorbido las sombras de columnas caídas en Baalbek, en Tadmor y en Persépolis, hasta que mi propia alma se convirtió en una ruina. Al mirar a mi alrededor, me avergüenzan mis anteriores aprensiones. Si temblé ante la ráfaga que nos ha perseguido hasta ahora, ¿cómo no horrorizarme ante un asalto de viento y mar para definir los cuales las palabras tornado y simún resultan triviales e ineficaces? En la vecindad inmediata del navío reina la negrura de la noche eterna y un caos de agua sin espuma; pero aproximadamente a una legua a cada lado de nosotros alcanzan a verse, oscuramente y a intervalos, imponentes murallas de hielo que se alzan hacia el cielo desolado y que parecen las paredes del universo. Como imaginaba, el barco sin duda está en una corriente; si así se puede llamar con propiedad a una marea que aullando y chillando entre las blancas paredes de hielo se precipita hacia el sur con la velocidad con que cae una catarata. Presumo que es absolutamente imposible concebir el horror de mis sensaciones; sin embargo la curiosidad por penetrar en los misterios de estas regiones horribles predomina sobre mi desesperación y me reconciliará con las más odiosa apariencia de la muerte. Es evidente que nos precipitamos hacia algún conocimiento apasionante, un secreto imposible de compartir, cuyo descubrimiento lleva en sí la destrucción. Tal vez esta corriente nos conduzca hacia el mismo polo sur. Debo confesar que una suposición en apariencia tan extravagante tiene todas las probabilidades a su favor. La tripulación recorre la cubierta con pasos inquietos y trémulos; pero en sus semblantes la ansiedad de la esperanza supera a la apatía de la desesperación. Mientras tanto, seguimos navegando con viento de popa y como llevamos todas las velas desplegadas, por momentos el barco se eleva por sobre el mar. ¡Oh, horror de horrores! De repente el hielo se abre a derecha e izquierda y giramos vertiginosamente en inmensos círculos concéntricos, rodeando una y otra vez los bordes de un gigantesco anfiteatro, el ápice de cuyas paredes se pierde en la oscuridad y la distancia. ¡Pero me queda poco tiempo para meditar en mi destino! Los círculos se estrechan con rapidez... nos precipitamos furiosamente en la vorágine... y entre el rugir, el aullar y el atronar del océano y de la tempestad el barco trepida... ¡oh, Dios!... ¡y se hunde ...!"

Edgar Allan Poe