El Recolector de Historias

El Recolector de Historias

martes, 2 de junio de 2009

"Silencio"

ΕÞδουσιν δ’ όρκων κορυφαˆ τε καˆ φαράγες Πρώονες τε καˆ χαράδραι





Las crestas montañosas duermen; los valles, los riscos
y las grutas están en silencio. (Alcmán [60(10),646])

"Escúchame -dijo el Demonio, apoyando la mano en mi cabeza-. La región de que hablo es una lúgubre región en Libia, a orillas del río Zaire. Y allá no hay ni calma ni silencio.
Las aguas del río están teñidas de un matiz azafranado y enfermizo, y no fluyen hacia el mar, sino que palpitan por siempre bajo el ojo purpúreo del sol, con un movimiento tumultuoso y convulsivo. A lo largo de muchas millas, a ambos lados del legamoso lecho del río, se tiende un pálido desierto de gigantescos nenúfares. Suspiran entre sí en esa soledad y tienden hacia el cielo sus largos y pálidos cuellos, mientras inclinan a un lado y otro sus cabezas sempiternas. Y un rumor indistinto se levanta de ellos, como el correr del agua subterránea. Y suspiran entre sí. Pero su reino tiene un límite, el límite de la oscura, horrible, majestuosa floresta. Allí, como las olas en las Hébridas, la maleza se agita continuamente. Pero ningún viento surca el cielo. Y los altos árboles primitivos oscilan eternamente de un lado a otro con un potente resonar. Y de sus altas copas se filtran, gota a gota, rocíos eternos. Y en sus raíces se retuercen, en un inquieto sueño, extrañas flores venenosas. Y en lo alto, con un agudo sonido susurrante, las nubes grises corren por siempre hacia el oeste, hasta rodar en cataratas sobre las ígneas paredes del horizonte. Pero ningún viento surca el cielo. Y en las orillas del río Zaire no hay ni calma ni silencio. Era de noche y llovía, y al caer era lluvia, pero después de caída era sangre. Y yo estaba en la marisma entre los altos nenúfares, y la lluvia caía en mi cabeza, y los nenúfares suspiraban entre sí en la solemnidad de su desolación. Y de improviso levantóse la luna a través de la fina niebla espectral y su color era carmesí. Y mis ojos se posaron en una enorme roca gris que se alzaba a la orilla del río, iluminada por la luz de la luna. Y la roca era gris, y espectral, y alta; y la roca era gris. En su faz había caracteres grabados en la piedra, y yo anduve por la marisma de nenúfares hasta acercarme a la orilla, para leer los caracteres en la piedra. Pero no pude descifrarlos. Y me volvía a la marisma cuando la luna brilló con un rojo más intenso, y al volverme y mirar otra vez hacia la roca y los caracteres vi que los caracteres decían DESOLACIÓN. Y miré hacia arriba y en lo alto de la roca había un hombre, y me oculté entre los nenúfares para observar lo que hacía aquel hombre. Y el hombre era alto y majestuoso y estaba cubierto desde los hombros a los pies con la toga de la antigua Roma. Y su silueta era indistinta, pero sus facciones eran las facciones de una deidad, porque el palio de la noche, y la luna, y la niebla, y el rocío, habían dejado al descubierto las facciones de su cara. Y su frente era alta y pensativa, y sus ojos brillaban de preocupación; y en las escasas arrugas de sus mejillas leí las fábulas de la tristeza, del cansancio, del disgusto de la humanidad, y el anhelo de estar solo. Y el hombre se sentó en la roca, apoyó la cabeza en la mano y contempló la desolación. Miró los inquietos matorrales, y los altos árboles primitivos, y más arriba el susurrante cielo, y la luna carmesí. Y yo me mantuve al abrigo de los nenúfares, observando las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad, pero la noche transcurría, y él continuaba sentado en la roca. Y el hombre distrajo su atención del cielo y miró hacia el melancólico río Zaire y las amarillas, siniestras aguas y las pálidas legiones de nenúfares. Y el hombre escuchó los suspiros de los nenúfares y el murmullo que nacía de ellos. Y yo me mantenía oculto y observaba las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche transcurría y él continuaba sentado en la roca. Entonces me sumí en las profundidades de la marisma, vadeando a través de la soledad de los nenúfares, y llamé a los hipopótamos que moran entre los pantanos en las profundidades de la marisma. Y los hipopótamos oyeron mi llamada y vinieron con los behemot al pie de la roca y rugieron sonora y terriblemente bajo la luna. Y yo me mantenía oculto y observaba las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche transcurría y él continuaba sentado en la roca. Entonces maldije los elementos con la maldición del tumulto, y una espantosa tempestad se congregó en el cielo, donde antes no había viento. Y el cielo se tornó lívido con la violencia de la tempestad, y la lluvia azotó la cabeza del hombre, y las aguas del río se desbordaron, y el río atormentado se cubría de espuma, y los nenúfares alzaban clamores, y la floresta se desmoronaba ante el viento, y rodaba el trueno, y caía el rayo, y la roca vacilaba en sus cimientos. Y yo me mantenía oculto y observaba las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche transcurría y él continuaba sentado. Entonces me encolericé y maldije, con la maldición del silencio, el río y los nenúfares y el viento y la floresta y el cielo y el trueno y los suspiros de los nenúfares. Y quedaron malditos y se callaron. Y la luna cesó de trepar hacia el cielo, y el trueno murió, y el rayo no tuvo ya luz, y las nubes se suspendieron inmóviles, y las aguas bajaron a su nivel y se estacionaron, y los árboles dejaron de balancearse, y los nenúfares ya no suspiraron y no se oyó más el murmullo que nacía de ellos, ni la menor sombra de sonido en todo el vasto desierto ilimitado. Y miré los caracteres de la roca, y habían cambiado; y los caracteres decían: SILENCIO. Y mis ojos cayeron sobre el rostro de aquel hombre, y su rostro estaba pálido. Y bruscamente alzó la cabeza, que apoyaba en la mano y, poniéndose de pie en la roca, escuchó. Pero no se oía ninguna voz en todo el vasto desierto ilimitado, y los caracteres sobre la roca decían: SILENCIO. Y el hombre se estremeció y, desviando el rostro, huyó a toda carrera, al punto que cesé de verlo. Pues bien, hay muy hermosos relatos en los libros de los Magos, en los melancólicos libros de los Magos, encuadernados en hierro. Allí, digo, hay admirables historias del cielo y de la tierra, y del potente mar, y de los Genios que gobiernan el mar, y la tierra, y el majestuoso cielo. También había mucho saber en las palabras que pronunciaban las Sibilas, y santas, santas cosas fueron oídas antaño por las sombrías hojas que temblaban en torno a Dodona. Pero, tan cierto como que Alá vive, digo que la fábula que me contó el Demonio, que se sentaba a mi lado a la sombra de la tumba, es la más asombrosa de todas. Y cuando el Demonio concluyó su historia, se dejó caer, en la cavidad de la tumba y rió. Y yo no pude reírme con él, y me maldijo porque no reía. Y el lince que eternamente mora en la tumba salió de ella y se tendió a los pies del Demonio, y lo miró fijamente a la cara".

Edgar Allan Poe

lunes, 1 de junio de 2009

"La Nave Blanca"

"Soy Basil Elton, guardián del faro de Punta Norte, que mi padre y mi abuelo cuidaron antes que yo. Lejos de la costa, la torre gris del faro se alza sobre rocas hundidas y cubiertas de limo que emergen al bajar la marea y se vuelven invisibles cuando sube. Por delante de ese faro, pasan desde hace un siglo las naves majestuosas de los siete mares. En los tiempos de mi abuelo eran muchas; en los de mi padre, no tantas; hoy, son tan pocas que a veces me siento extrañamente solo, como si fuese el último hombre de nuestro planeta. De lejanas costas venían aquellas embarcaciones de blanco velamen, de lejanas costas de Oriente, donde brillan cálidos soles y perduran dulces fragancias en extraños jardines y alegres templos. Los viejos capitanes del mar visitaban a menudo a mi abuelo y le hablaban de estas cosas, que él contaba a su vez a mi padre, y mi padre a mí, en las largas noches de otoño, cuando el viento del este aullaba misterioso. Luego, leí más cosas de estas, y de otras muchas, en libros que me regalaron los hombres cuando aún era niño y me entusiasmaba lo prodigioso. Pero más prodigioso que el saber de los viejos y de los libros es el saber secreto del océano. Azul, verde, gris, blanco o negro; tranquilo, agitado o montañoso, ese océano nunca está en silencio. Toda mi vida lo he observado y escuchado, y lo conozco bien. Al principio, sólo me contaba sencillas historias de playas serenas y puertos minúsculos; pero con los años se volvió más amigo y habló de otras cosas; de cosas más extrañas, más lejanas en el espacio y en el tiempo. A veces, al atardecer, los grises vapores del horizonte se han abierto para concederme visiones fugaces de las rutas que hay más allá; otras, por la noche, las profundas aguas del mar se han vuelto claras y fosforescentes, y me han permitido vislumbrar las rutas que hay debajo. Y estas visiones eran tanto de las rutas que existieron o pudieron existir, como de las que existen aún; porque el océano es más antiguo que las montañas, y transporta los recuerdos y los sueños del Tiempo. La Nave Blanca solía venir del sur, cuando había luna llena y se encontraba muy alta en el cielo. Venía del sur, y se deslizaba serena y silenciosa sobre el mar. Y ya estuvieran las aguas tranquilas o encrespadas, ya fuese el viento contrario o favorable, se deslizaba, serena y silenciosa, con su velamen distante y su larga, extraña fila de remos, de rítmico movimiento. Una noche divisé a un hombre en la cubierta, muy ataviado y con barba, que parecía hacerme señas para que embarcase con él, rumbo a costas desconocidas. Después, lo vi muchas veces más, bajo la luna llena, haciéndome siempre las mismas señas. La luna brillaba en todo su esplendor la noche en que respondí a su llamada, y recorrí el puente que los rayos de la luna trazaban sobre las aguas, hasta la Nave Blanca. El hombre que me había llamado pronunció unas palabras de bienvenida en una lengua suave que yo parecía conocer, y las horas se llenaron con las dulces canciones de los remeros mientras nos alejábamos en silencioso rumbo al sur misterioso que aquella luna llena y tierna doraba con su esplendor. Y cuando amaneció el día, sonrosado y luminoso, contemplé el verde litoral de unas tierras lejanas, hermosas, radiantes, desconocidas para mí. Desde el mar se elevaban orgullosas terrazas de verdor, salpicadas de árboles, entre los que asomaban, aquí y allá, los centelleantes tejados y las blancas columnatas de unos templos extraños. Cuando nos acercábamos a la costa exuberante, el hombre barbado habló de esa tierra, la tierra de Zar, donde moran los sueños y pensamientos bellos que visitan a los hombres una vez y luego son olvidados. Y cuando me volví una vez más a contemplar las terrazas, comprobé que era cierto lo que decía, pues entre las visiones que tenía ante mí había muchas cosas que yo había vislumbrado entre las brumas que se extienden más allá del horizonte y en las profundidades fosforescentes del océano. Había también formas y fantasías más espléndidas que ninguna de cuantas yo había conocido; visiones de jóvenes poetas que murieron en la indigencia, antes de que el mundo supiese lo que ellos habían visto y soñado. Pero no pusimos el pie en los prados inclinados de Zar, pues se dice que aquel que se atreva a hollarlos quizá no regrese jamás a su costa natal. Cuando la Nave Blanca se alejaba en silencio de Zar y de sus terrazas pobladas de templos, avistamos en el lejano horizonte las agujas de una importante ciudad; y me dijo el hombre barbado: -Aquélla es Talarión, la Ciudad de las Mil Maravillas, donde moran todos aquellos misterios que el hombre ha intentado inútilmente desentrañar. Miré otra vez, desde más cerca, y vi que era la mayor ciudad de cuantas yo había conocido o soñado. Las agujas de sus templos se perdían en el cielo, de forma que nadie alcanzaba a ver sus extremos; y mucho más allá del horizonte se extendían las murallas grises y terribles, por encima de las cuales asomaban tan sólo algunos tejados misteriosos y siniestros, ornados con ricos frisos y atractivas esculturas. Sentí un deseo ferviente de entrar en esta ciudad fascinante y repelente a la vez, y supliqué al hombre barbado que me desembarcase en el muelle, junto a la enorme puerta esculpida de Akariel; pero se negó con afabilidad a satisfacer mi deseo, diciendo: -Muchos son los que han entrado a Talarión, la ciudad de las Mil Maravillas; pero ninguno ha regresado. Por ella pululan tan sólo demonios y locas entidades que ya no son humanas, y sus calles están blancas con los huesos de los que han visto el espectro de Lathi, que reina sobre la ciudad. Así, la Nave Blanca reemprendió su viaje, dejando atrás las murallas de Talarión; y durante muchos días siguió a un pájaro que volaba hacia el sur, cuyo brillante plumaje rivalizaba con el cielo del que había surgido. Después llegamos a una costa plácida y riente, donde abundaban las flores de todos los matices y en la que, hasta donde alcanzaba la vista, encantadoras arboledas y radiantes cenadores se caldeaban bajo un sol meridional. De unos emparrados que no llegábamos a ver brotaban canciones y fragmentos de lírica armonía salpicados de risas ligeras, tan deliciosas, que exhorté a los remeros a que se esforzasen aún más, en mis ansias por llegar a aquel lugar. El hombre barbado no dijo nada, pero me miró largamente, mientras nos acercábamos a la orilla bordeada de lirios. De repente, sopló un viento por encima de los prados floridos y los bosques frondosos, y trajo una fragancia que me hizo temblar. Pero aumentó el viento, y la atmósfera se llenó de hedor a muerte, a corrupción, a ciudades asoladas por la peste y a cementerios exhumados. Y mientras nos alejábamos desesperadamente de aquella costa maldita, el hombre barbado habló al fin, y dijo: -Ese es Xura, el País de los Placeres Inalcanzados. Así, una vez más, la Nave Blanca siguió al pájaro del cielo por mares venturosos y cálidos, impelida por brisas fragantes y acariciadoras. Navegamos día tras día y noche tras noche; y cuando surgió la luna llena, dulce como aquella noche lejana en que abandonamos mi tierra natal, escuchamos las suaves canciones de los remeros. Y al fin anclamos, a la luz de la luna, en el puerto de Sona-Nyl, que está protegido por los promontorios gemelos de cristal que emergen del mar y se unen formando un arco esplendoroso. Era el País de la Fantasía, y bajamos a la costa verdeante por un puente dorado que tendieron los rayos de la luna. En el país de Sona-Nyl no existen el tiempo ni el espacio, el sufrimiento ni la muerte; allí habité durante muchos evos. Verdes son las arboledas y los pastos, vivas y fragantes las flores, azules y musicales los arroyos, claras y frescas las fuentes, majestuosos e imponentes los templos y castillos y ciudades de Sona-Nyl. No hay fronteras en esas tierras, pues más allá de cada hermosa perspectiva se alza otra más bella. Por los campos, por las espléndidas ciudades, andan las gentes felices y a su antojo, todas ellas dotadas de una gracia sin merma y de una dicha inmaculada. Durante los evos en que habité en esa tierra, vagué feliz por jardines donde asoman singulares pagodas entre gratos macizos de arbustos, y donde los blancos paseos están bordeados de flores delicadas. Subí a lo alto de onduladas colinas, desde cuyas cimas pude admirar encantadores y bellos panoramas, con pueblos apiñados y cobijados en el regazo de valles verdeantes y ciudades de doradas y gigantescas cúpulas brillando en el horizonte infinitamente lejano. Y bajo la luz de la luna contemplé el mar centelleante, los promontorios de cristal, y el puerto apacible en el que permanecía anclada la Nave Blanca. Una noche del memorable año de Tharp, vi recortada contra la luna llena la silueta del pájaro celestial que me llamaba, y sentí las primeras agitaciones de inquietud. Entonces hablé con el hombre barbado, y le hablé de mis nuevas ansias de partir hacia la remota Cathuria, que no ha visto hombre alguno, aunque todos la creen más allá de las columnas basálticas de Occidente. Es el País de la Esperanza: en ella resplandecen las ideas perfectas de cuanto conocemos; al menos así lo pregonan los hombres. Pero el hombre barbado me dijo: -Cuídate de esos mares peligrosos, donde los hombres dicen que se encuentra Cathuria. En Sona-Nyl no existe el dolor ni la muerte; pero, ¿quién sabe qué hay más allá de las columnas basálticas de Occidente? Al siguiente plenilunio, no obstante, embarqué en la Nave Blanca, y abandoné con el renuente hombre barbado el puerto feliz, rumbo a mares inexplorados. Y el pájaro celestial nos precedió con su vuelo, y nos llevó hacia las columnas basálticas de Occidente; pero esta vez los remeros no cantaron dulces canciones bajo la luna llena. En mi imaginación, me representaba a menudo el desconocido país de Cathuria con espléndidas florestas y palacios, y me preguntaba qué nuevas delicias me aguardarían. "Cathuria", me decía, "es la morada de los dioses y el país de innumerables ciudades de oro. Sus bosques son de aloe y de sándalo, igual que los de Camorin; y entre sus árboles trinan alegres y entonan sus cantos amables los pájaros; en las verdes y floridas montañas de Cathuria se elevan templos de mármol rosa, ricos en bellezas pintadas y esculpidas, con frescas fuentes argentinas en sus patios, donde gorgotean con música encantadora las fragantes aguas del río Narg, nacido en una gruta. Las ciudades de Cathuria tienen un cerco de murallas doradas, y sus pavimentos son de oro también. En los jardines de estas ciudades hay extrañas orquídeas y lagos perfumados cuyos lechos son de coral y de ámbar. Por la noche, las calles y los jardines se iluminan con alegres linternas, confeccionadas con las conchas tricolores de las tortugas, y resuenan las suaves notas del cantor y el tañedor de laúd. Y las casas de las ciudades de Cathuria son todas palacios, construidos junto a un fragante canal que lleva las aguas del sagrado Narg. De mármol y de pórfido son las casas; y sus techumbres, de centelleante oro, reflejan los rayos del sol y realzan el esplendor de las ciudades que los dioses bienaventurados contemplan desde lejanos picos. Lo más maravilloso es el palacio del gran monarca Dorieb, de quien dicen algunos que es un semidiós y otros que es un dios. Alto es el palacio de Dorieb, y muchas son las torres de mármol que se alzan sobre las murallas. En sus grandes salones se reúnen multitudes, y es aquí donde cuelgan trofeos de todas las épocas. Su techumbre es de oro puro, y está sostenida por altos pilares de rubí y de azur donde hay esculpidas tales figuras de dioses y de héroes, que aquel que las mira a esas alturas cree estar contemplando el olimpo viviente. Y el suelo del palacio es de cristal, y bajo él manan, ingeniosamente iluminadas, las aguas del Narg, alegres y con peces de vivos colores desconocidos más allá de los confines de la encantadora Cathuria". Así hablaba conmigo mismo de Cathuria, pero el hombre barbado me aconsejaba siempre que regresara a las costas bienaventuradas de Sona-Nyl; pues Sona-Nyl es conocida de los hombres, mientras que en Cathuria jamás ha entrado nadie. Y cuando hizo treinta y un días que seguíamos al pájaro, avistamos las columnas basálticas de Occidente. Una niebla las envolvía, de forma que nadie podía escrutar más allá, ni ver sus cumbres, por lo cual dicen algunos que llegan a los cielos. Y el hombre barbado me suplicó nuevamente que volviese, aunque no lo escuché; porque, procedentes de las brumas más allá de las columnas de basalto, me pareció oír notas de cantones y tañedores de laúd, más dulces que las más dulces canciones de Sona-Nyl, y que cantaban mis propias alabanzas; las alabanzas de aquél que venía de la luna llena y moraba en el País de la Ilusión. Y la Nave Blanca siguió navegando hacia aquellos sones melodiosos, y se adentró en la bruma que reinaba entre las columnas basálticas de Occidente. Y cuando cesó la música y levantó la niebla, no vimos la tierra de Cathuria, sino un mar impetuoso, en medio del cual nuestra impotente embarcación se dirigía hacia alguna meta desconocida. Poco después nos llegó el tronar lejano de alguna cascada, y ante nuestros ojos apareció, en el horizonte, la titánica espuma de una catarata monstruosa, en la que los océanos del mundo se precipitaban hacia un abismo de nihilidad. Entonces, el hombre barbado me dijo con lágrimas en las mejillas: -Hemos despreciado el hermoso país de Sona-Nyl, que jamás volveremos a contemplar. Los dioses son más grandes que los hombres, y han vencido. Yo cerré los ojos ante la caída inminente, y dejé de ver al pájaro celestial que agitaba con burla sus alas azules sobrevolando el borde del torrente. El choque nos precipitó en la negrura, y oí gritos de hombres y de seres que no eran hombres. Se levantaron los vientos impetuosos del Este, y el frío me traspasó, agachado sobre la losa húmeda que se había alzado bajo mis pies. Luego oí otro estallido, abrí los ojos y vi que estaba en la plataforma de la torre del faro, de donde había partido hacía tantos evos. Abajo, en la oscuridad, se distinguía la silueta borrosa y enorme de una nave destrozándose contra las rocas crueles; y al asomarme a la negrura descubrí que el faro se había apagado por primera vez desde que mi abuelo asumiera su cuidado. Y cuando entré en la torre, en la última guardia de la noche, vi en la pared un calendario: aún estaba tal como yo lo había dejado, en el momento de partir. Por la mañana, bajé de la torre y busqué los restos del naufragio entre las rocas; pero sólo encontré un extraño pájaro muerto, cuyo plumaje era azul como el cielo, y un mástil destrozado, más blanco que el penacho de las olas y la nieve de los montes. Después, el mar no ha vuelto a contarme sus secretos, y aunque la luna ha iluminado los cielos muchas veces desde entonces con todo su esplendor, la Nave Blanca del sur no ha vuelto jamás".

H.P Lovecraft

domingo, 31 de mayo de 2009

Hoy domingo pongo las dos historias de este fin de semana, espero que os gusten un saludo ;)

"El Libro Presumido"

"Encontrandose dos libros en una biblioteca que se iba ha abrir proximamente, decía el uno al otro:

- No se como han consentido tu presencia en este lugar, puesto que a diferencia mía eres muy feo. Tu encuadernación no está adornada con oro como la mía, tampoco está hecha de cuero y además no tienes ningún dibujo bello presentandote como portada.

- Al oir estas palabras quedó el segundo libro muy apenado.

Se abrió por fin la biblioteca y el libro feo vió como era el predilecto entre el resto de ellos. Dijo entonces al libro presumido:

- Bien es cierto que eres más bonito que yo,sin embargo, yo soy más leido pues mis páginas contienen más esencia que las tuyas".

"No todo lo que reluce por fuera, reluce también por dentro".

Anónimo

"La Carta Robada"

Nil sapientiae odiosius acumine nimio. (Séneca)

"Me hallaba en París en el otoño de 18... Una noche, después de una tarde ventosa, gozaba del doble placer de la meditación y de una pipa de espuma de mar, en compañía de mi amigo C. Auguste Dupin, en su pequeña biblioteca o gabinete de estudios del n.° 33, rue Dunot, au troisième, Faubourg Saint-Germain. Llevábamos más de una hora en profundo silencio, y cualquier observador casual nos hubiera creído exclusiva y profundamente dedicados a estudiar las onduladas capas de humo que llenaban la atmósfera de la sala. Por mi parte, me había entregado a la discusión mental de ciertos tópicos sobre los cuales habíamos departido al comienzo de la velada; me refiero al caso de la rue Morgue y al misterio del asesinato de Marie Rogêt. No dejé de pensar, pues, en una coincidencia, cuando vi abrirse la puerta para dejar paso a nuestro viejo conocido G..., el prefecto de la policía de París. Lo recibimos cordialmente, pues en aquel hombre había tanto de despreciable como de divertido, y llevábamos varios años sin verlo. Como habíamos estado sentados en la oscuridad, Dupin se levantó para encender una lámpara, pero volvió a su asiento sin hacerlo cuando G... nos hizo saber que venía a consultarnos, o, mejor dicho, a pedir la opinión de mi amigo sobre cierto asunto oficial que lo preocupaba grandemente. -Si se trata de algo que requiere reflexión -observó Dupin, absteniéndose de dar fuego a la mecha- será mejor examinarlo en la oscuridad. -He aquí una de sus ideas raras -dijo el prefecto, para quien todo lo que excedía su comprensión era «raro», por lo cual vivía rodeado de una verdadera legión de «rarezas». -Muy cierto -repuso Dupin, entregando una pipa a nuestro visitante y ofreciéndole un confortable asiento. -¿Y cuál es la dificultad? -pregunté-. Espero que no sea otro asesinato. -¡Oh, no, nada de eso! Por cierto que es un asunto muy sencillo y no dudo de que podremos resolverlo perfectamente bien por nuestra cuenta; de todos modos pensé que a Dupin le gustaría conocer los detalles, puesto que es un caso muy raro. -Sencillo y raro -dijo Dupin. -Justamente. Pero tampoco es completamente eso. A decir verdad, todos estamos bastante confundidos, ya que la cosa es sencillísima y, sin embargo, nos deja perplejos. -Quizá lo que los induce a error sea precisamente la sencillez del asunto -observó mi amigo. -¡Qué absurdos dice usted! -repuso el prefecto, riendo a carcajadas. -Quizá el misterio es un poco demasiado sencillo -dijo Dupin. -¡Oh, Dios mío! ¿Cómo se le puede ocurrir semejante idea? -Un poco demasiado evidente. -¡Ja, ja! ¡Oh, oh! -reía el prefecto, divertido hasta más no poder-. Dupin, usted acabará por hacerme morir de risa. -Veamos, ¿de qué se trata? -pregunté. -Pues bien, voy a decírselo -repuso el prefecto, aspirando profundamente una bocanada de humo e instalándose en un sillón-. Puedo explicarlo en pocas palabras, pero antes debo advertirles que el asunto exige el mayor secreto, pues si se supiera que lo he confiado a otras personas podría costarme mi actual posición. -Hable usted -dije. -O no hable -dijo Dupin. -Está bien. He sido informado personalmente, por alguien que ocupa un altísimo puesto, de que cierto documento de la mayor importancia ha sido robado en las cámaras reales. Se sabe quién es la persona que lo ha robado, pues fue vista cuando se apoderaba de él. También se sabe que el documento continúa en su poder. -¿Cómo se sabe eso? -preguntó Dupin. -Se deduce claramente -repuso el prefecto- de la naturaleza del documento y de que no se hayan producido ciertas consecuencias que tendrían lugar inmediatamente después que aquél pasara a otras manos; vale decir, en caso de que fuera empleado en la forma en que el ladrón ha de pretender hacerlo al final. -Sea un poco más explícito -dije. -Pues bien, puedo afirmar que dicho papel da a su poseedor cierto poder en cierto lugar donde dicho poder es inmensamente valioso. El prefecto estaba encantado de su jerga diplomática. -Pues sigo sin entender nada -dijo Dupin. -¿No? Veamos: la presentación del documento a una tercera persona que no nombraremos pondría sobre el tapete el honor de un personaje de las más altas esferas y ello da al poseedor del documento un dominio sobre el ilustre personaje cuyo honor y tranquilidad se ven de tal modo amenazados. -Pero ese dominio -interrumpí- dependerá de que el ladrón supiera que dicho personaje lo conoce como tal. ¿Y quién osaría...? -El ladrón -dijo G...- es el ministro D..., que se atreve a todo, tanto en lo que es digno como lo que es indigno de un hombre. La forma en que cometió el robo es tan ingeniosa como audaz. El documento en cuestión -una carta, para ser francos- fue recibido por la persona robada mientras se hallaba a solas en el boudoir real. Mientras la leía, se vio repentinamente interrumpida por la entrada de la otra eminente persona, a la cual la primera deseaba ocultar especialmente la carta. Después de una apresurada y vana tentativa de esconderla en un cajón, debió dejarla, abierta como estaba, sobre una mesa. Como el sobrescrito había quedado hacia arriba y no se veía el contenido, la carta podía pasar sin ser vista. Pero en ese momento aparece el ministro D... Sus ojos de lince perciben inmediatamente el papel, reconoce la escritura del sobrescrito, observa la confusión de la persona en cuestión y adivina su secreto. Luego de tratar algunos asuntos en la forma expeditiva que le es usual, extrae una carta parecida a la que nos ocupa, la abre, finge leerla y la coloca luego exactamente al lado de la otra. Vuelve entonces a departir sobre las cuestiones públicas durante un cuarto de hora. Se levanta, finalmente, y, al despedirse, toma la carta que no le pertenece. La persona robada ve la maniobra, pero no se atreve a llamarle la atención en presencia de la tercera, que no se mueve de su lado. El ministro se marcha, dejando sobre la mesa la otra carta sin importancia. -Pues bien -dijo Dupin, dirigiéndose a mí-, ahí tiene usted lo que se requería para que el dominio del ladrón fuera completo: éste sabe que la persona robada lo conoce como el ladrón. -En efecto -dijo el prefecto-, y el poder así obtenido ha sido usado en estos últimos meses para fines políticos, hasta un punto sumamente peligroso. La persona robada está cada vez más convencida de la necesidad de recobrar su carta. Pero, claro está, una cosa así no puede hacerse abiertamente. Por fin, arrastrada por la desesperación, dicha persona me ha encargado de la tarea. -Para la cual -dijo Dupin, envuelto en un perfecto torbellino de humo- no podía haberse deseado, o siquiera imaginado, agente más sagaz. -Me halaga usted -repuso el prefecto-, pero no es imposible que, en efecto, se tenga de mi tal opinión. -Como hace usted notar -dije-, es evidente que la carta sigue en posesión del ministro, pues lo que le confiere su poder es dicha posesión y no su empleo. Apenas empleada la carta, el poder cesaría. Muy cierto -convino G...-. Mis pesquisas se basan en esa convicción. Lo primero que hice fue registrar cuidadosamente la mansión del ministro, aunque la mayor dificultad residía en evitar que llegara a enterarse. Se me ha prevenido que, por sobre todo, debo impedir que sospeche nuestras intenciones, lo cual sería muy peligroso. -Pero usted tiene todas las facilidades para ese tipo de investigaciones -dije-. No es la primera vez que la policía parisiense las practica. -¡Oh, naturalmente! Por eso no me preocupé demasiado. Las costumbres del ministro me daban, además, una gran ventaja. Con frecuencia pasa la noche fuera de su casa. Los sirvientes no son muchos y duermen alejados de los aposentos de su amo; como casi todos son napolitanos, es muy fácil inducirlos a beber copiosamente. Bien saben ustedes que poseo llaves con las cuales puedo abrir cualquier habitación de París. Durante estos tres meses no ha pasado una noche sin que me dedicara personalmente a registrar la casa de D... Mi honor está en juego y, para confiarles un gran secreto, la recompensa prometida es enorme. Por eso no abandoné la búsqueda hasta no tener seguridad completa de que el ladrón es más astuto que yo. Estoy seguro de haber mirado en cada rincón posible de la casa donde la carta podría haber sido escondida. -¿No sería posible -pregunté- que si bien la carta se halla en posesión del ministro, como parece incuestionable, éste la haya escondido en otra parte que en su casa? -Es muy poco probable -dijo Dupin-. El especial giro de los asuntos actuales en la corte, y especialmente de las intrigas en las cuales se halla envuelto D..., exigen que el documento esté a mano y que pueda ser exhibido en cualquier momento; esto último es tan importante como el hecho mismo de su posesión. -¿Que el documento pueda ser exhibido? -pregunte. -Si lo prefiere, que pueda ser destruido -dijo Dupin. -Pues bien -convine-, el papel tiene entonces que estar en la casa. Supongo que podemos descartar toda idea de que el ministro lo lleve consigo. -Por supuesto -dijo el prefecto-. He mandado detenerlo dos veces por falsos salteadores de caminos y he visto personalmente cómo le registraban. -Pudo usted ahorrarse esa molestia -dijo Dupin-. Supongo que D... no es completamente loco y que ha debido prever esos falsos asaltos como una consecuencia lógica. -No es completamente loco -dijo G...-, pero es un poeta, lo que en mi opinión viene a ser más o menos lo mismo. -Cierto -dijo Dupin, después de aspirar una profunda bocanada de su pipa de espuma de mar-, aunque, por mi parte, me confieso culpable de algunas malas rimas. -¿Por qué no nos da detalles de su requisición? -pregunté. -Pues bien; como disponíamos del tiempo necesario, buscamos en todas partes. Tengo una larga experiencia en estos casos. Revisé íntegramente la mansión, cuarto por cuarto, dedicando las noches de toda una semana a cada aposento. Primero examiné el moblaje. Abrimos todos los cajones; supongo que no ignoran ustedes que, para un agente de policía bien adiestrado, no hay cajón secreto que pueda escapársele. En una búsqueda de esta especie, el hombre que deja sin ver un cajón secreto es un imbécil. ¡Son tan evidentes! En cada mueble hay una cierta masa, un cierto espacio que debe ser explicado. Para eso tenemos reglas muy precisas. No se nos escaparía ni la quincuagésima parte de una línea. »Terminada la inspección de armarios pasamos a las sillas. Atravesamos los almohadones con esas largas y finas agujas que me han visto ustedes emplear. Levantamos las tablas de las mesas.» -¿Porqué? -Con frecuencia, la persona que desea esconder algo levanta la tapa de una mesa o de un mueble similar, hace un orificio en cada una de las patas, esconde el objeto en cuestión y vuelve a poner la tabla en su sitio. Lo mismo suele hacerse en las cabeceras y postes de las camas. -Pero, ¿no puede localizarse la cavidad por el sonido? -pregunté. -De ninguna manera si, luego de haberse depositado el objeto, se lo rodea con una capa de algodón. Además, en este caso estábamos forzados a proceder sin hacer ruido. -Pero es imposible que hayan ustedes revisado y desarmado todos los muebles donde pudo ser escondida la carta en la forma que menciona. Una carta puede ser reducida a un delgadísimo rollo, casi igual en volumen al de una aguja larga de tejer, y en esa forma se la puede insertar, por ejemplo, en el travesaño de una silla. ¿Supongo que no desarmaron todas las sillas? -Por supuesto que no, pero hicimos algo mejor: examinamos los travesaños de todas las sillas de la casa y las junturas de todos los muebles con ayuda de un poderoso microscopio. Si hubiera habido la menor señal de un reciente cambio, no habríamos dejado de advertirlo instantáneamente. Un simple grano de polvo producido por un barreno nos hubiera saltado a los ojos como si fuera una manzana. La menor diferencia en la encoladura, la más mínima apertura en los ensamblajes, hubiera bastado para orientarnos. -Supongo que miraron en los espejos, entre los marcos y el cristal, y que examinaron las camas y la ropa de la cama, así como los cortinados y alfombras. -Naturalmente, y luego que hubimos revisado todo el moblaje en la misma forma minuciosa, pasamos a la casa misma. Dividimos su superficie en compartimentos que numeramos, a fin de que no se nos escapara ninguno; luego escrutamos cada pulgada cuadrada, incluyendo las dos casas adyacentes, siempre ayudados por el microscopio. -¿Las dos casas adyacentes? -exclamé-. ¡Habrán tenido toda clase de dificultades! -Sí. Pero la recompensa ofrecida es enorme. -¿Incluían ustedes el terreno contiguo a las casas? -Dicho terreno está pavimentado con ladrillos. No nos dio demasiado trabajo comparativamente, pues examinamos el musgo entre los ladrillos y lo encontramos intacto. -¿Miraron entre los papeles de D..., naturalmente, y en los libros de la biblioteca? -Claro está. Abrimos todos los paquetes, y no sólo examinamos cada libro, sino que lo hojeamos cuidadosamente, sin conformarnos con una mera sacudida, como suelen hacerlo nuestros oficiales de policía. Medimos asimismo el espesor de cada encuadernación, escrutándola luego de la manera más detallada con el microscopio. Si se hubiera insertado un papel en una de esas encuadernaciones, resultaría imposible que pasara inadvertido. Cinco o seis volúmenes que salían de manos del encuadernador fueron probados longitudinalmente con las agujas. -¿Exploraron los pisos debajo de las alfombras? -Sin duda. Levantamos todas las alfombras y examinamos las planchas con el microscopio. -¿Y el papel de las paredes? -Lo mismo. -¿Miraron en los sótanos? -Miramos. -Pues entonces -declaré- se ha equivocado usted en sus cálculos y la carta no está en la casa del ministro. -Me temo que tenga razón -dijo el prefecto-. Pues bien, Dupin, ¿qué me aconseja usted? -Revisar de nuevo completamente la casa. -¡Pero es inútil! -replicó G...-. Tan seguro estoy de que respiro como de que la carta no está en la casa. -No tengo mejor consejo que darle -dijo Dupin-. Supongo que posee usted una descripción precisa de la carta. -¡Oh, sí! Luego de extraer una libreta, el prefecto procedió a leernos una minuciosa descripción del aspecto interior de la carta, y especialmente del exterior. Poco después de terminar su lectura se despidió de nosotros, desanimado como jamás lo había visto antes. Un mes más tarde nos hizo otra visita y nos encontró ocupados casi en la misma forma que la primera vez. Tomó posesión de una pipa y un sillón y se puso a charlar de cosas triviales. Al cabo de un rato le dije: -Veamos, G..., ¿qué pasó con la carta robada? Supongo que, por lo menos, se habrá convencido de que no es cosa fácil sobrepujar en astucia al ministro. -¡El diablo se lo lleve! Volví a revisar su casa, como me lo había aconsejado Dupin, pero fue tiempo perdido. Ya lo sabía yo de antemano. -¿A cuánto dijo usted que ascendía la recompensa ofrecida? -preguntó Dupin. -Pues... a mucho dinero... muchísimo. No quiero decir exactamente cuánto, pero eso sí, afirmo que estaría dispuesto a firmar un cheque por cincuenta mil francos a cualquiera que me consiguiese esa carta. El asunto va adquiriendo día a día más importancia, y la recompensa ha sido recientemente doblada. Pero, aunque ofrecieran tres voces esa suma, no podría hacer más de lo que he hecho. -Pues... la verdad... -dijo Dupin, arrastrando las palabras entre bocanadas de humo-, me parece a mí, G..., que usted no ha hecho... todo lo que podía hacerse. ¿No cree que... aún podría hacer algo más, eh? -¿Cómo? ¿En qué sentido? -Pues... puf... podría usted... puf, puf... pedir consejo en este asunto... puf, puf, puf... ¿Se acuerda de la historia que cuentan de Abernethy? -No. ¡Al diablo con Abernethy! -De acuerdo. ¡Al diablo, pero bienvenido! Érase una vez cierto avaro que tuvo la idea de obtener gratis el consejo médico de Abernethy. Aprovechó una reunión y una conversación corrientes para explicar un caso personal como si se tratara del de otra persona. «Supongamos que los síntomas del enfermo son tales y cuales -dijo-. Ahora bien, doctor: ¿qué le aconsejaría usted hacer?» «Lo que yo le aconsejaría -repuso Abernethy- es que consultara a un médico.» -¡Vamos! -exclamó el prefecto, bastante desconcertado-. Estoy plenamente dispuesto a pedir consejo y a pagar por él. De verdad, daría cincuenta mil francos a quienquiera me ayudara en este asunto. -En ese caso -replicó Dupin, abriendo un cajón y sacando una libreta de cheques-, bien puede usted llenarme un cheque por la suma mencionada. Cuando lo haya firmado le entregaré la carta. Me quedé estupefacto. En cuanto al prefecto, parecía fulminado. Durante algunos minutos fue incapaz de hablar y de moverse, mientras contemplaba a mi amigo con ojos que parecían salírsele de las órbitas y con la boca abierta. Recobrándose un tanto, tomó una pluma y, después de varias pausas y abstraídas contemplaciones, llenó y firmó un cheque por cincuenta mil francos, extendiéndolo por encima de la mesa a Dupin. Éste lo examinó cuidadosamente y lo guardo en su cartera; luego, abriendo un escritorio, sacó una carta y la entregó al prefecto. Nuestro funcionario la tomó en una convulsión de alegría, la abrió con manos trémulas, lanzó una ojeada a su contenido y luego, lanzándose vacilante hacia la puerta, desapareció bruscamente del cuarto y de la casa, sin haber pronunciado una sílaba desde el momento en que Dupin le pidió que llenara el cheque. Una vez que se hubo marchado, mi amigo consintió en darme algunas explicaciones. -La policía parisiense es sumamente hábil a su manera -dijo-. Es perseverante, ingeniosa, astuta y muy versada en los conocimientos que sus deberes exigen. Así, cuando G... nos explicó su manera de registrar la mansión de D..., tuve plena confianza en que había cumplido una investigación satisfactoria, hasta donde podía alcanzar. -¿Hasta donde podía alcanzar? -repetí. -Sí -dijo Dupin-. Las medidas adoptadas no solamente eran las mejores en su género, sino que habían sido llevadas a la más absoluta perfección. Si la carta hubiera estado dentro del ámbito de su búsqueda, no cabe la menor duda de que los policías la hubieran encontrado. Me eché a reír, pero Dupin parecía hablar muy en serio. -Las medidas -continuó- eran excelentes en su género, y fueron bien ejecutadas; su defecto residía en que eran inaplicables al caso y al hombre en cuestión. Una cierta cantidad de recursos altamente ingeniosos constituyen para el prefecto una especie de lecho de Procusto, en el cual quiere meter a la fuerza sus designios. Continuamente se equivoca por ser demasiado profundo o demasiado superficial para el caso, y más de un colegial razonaría mejor que él. Conocí a uno que tenía ocho años y cuyos triunfos en el juego de «par e impar» atraían la admiración general. El juego es muy sencillo y se juega con bolitas. Uno de los contendientes oculta en la mano cierta cantidad de bolitas y pregunta al otro: «¿Par o impar?» Si éste adivina correctamente, gana una bolita; si se equivoca, pierde una. El niño de quien hablo ganaba todas las bolitas de la escuela. Naturalmente, tenía un método de adivinación que consistía en la simple observación y en el cálculo de la astucia de sus adversarios. Supongamos que uno de éstos sea un perfecto tonto y que, levantando la mano cerrada, le pregunta: «¿Par o impar?» Nuestro colegial responde: «Impar», y pierde, pero a la segunda vez gana, por cuanto se ha dicho a sí mismo: «El tonto tenía pares la primera vez, y su astucia no va más allá de preparar impares para la segunda vez. Por lo tanto, diré impar.» Lo dice, y gana. Ahora bien, si le toca jugar con un tonto ligeramente superior al anterior, razonará en la siguiente forma: «Este muchacho sabe que la primera vez elegí impar, y en la segunda se le ocurrirá como primer impulso pasar de par a impar, pero entonces un nuevo impulso le sugerirá que la variación es demasiado sencilla, y finalmente se decidirá a poner bolitas pares como la primera vez. Por lo tanto, diré pares.» Así lo hace, y gana. Ahora bien, esta manera de razonar del colegial, a quien sus camaradas llaman «afortunado», ¿en qué consiste si se la analiza con cuidado? -Consiste -repuse- en la identificación del intelecto del razonador con el de su oponente. -Exactamente -dijo Dupin-. Cuando pregunté al muchacho de qué manera lograba esa total identificación en la cual residían sus triunfos, me contestó: «Si quiero averiguar si alguien es inteligente, o estúpido, o bueno, o malo, y saber cuáles son sus pensamientos en ese momento, adapto lo más posible la expresión de mi cara a la de la suya, y luego espero hasta ver qué pensamientos o sentimientos surgen en mi mente o en mi corazón, coincidentes con la expresión de mi cara.» Esta respuesta del colegial está en la base de toda la falsa profundidad atribuida a La Rochefoucauld, La Bruyère, Maquiavelo y Campanella. -Si comprendo bien -dije- la identificación del intelecto del razonador con el de su oponente depende de la precisión con que se mida la inteligencia de este último. -Depende de ello para sus resultados prácticos -replicó Dupin-, y el prefecto y sus cohortes fracasan con tanta frecuencia, primero por no lograr dicha identificación y segundo por medir mal -o, mejor dicho, por no medir- el intelecto con el cual se miden. Sólo tienen en cuenta sus propias ideas ingeniosas y, al buscar alguna cosa oculta, se fijan solamente en los métodos que ellos hubieran empleado para ocultarla. Tienen mucha razón en la medida en que su propio ingenio es fiel representante del de la masa; pero, cuando la astucia del malhechor posee un carácter distinto de la suya, aquél los derrota, como es natural. Esto ocurre siempre cuando se trata de una astucia superior a la suya y, muy frecuentemente, cuando está por debajo. Los policías no admiten variación de principio en sus investigaciones; a lo sumo, si se ven apurados por algún caso insólito, o movidos por una recompensa extraordinaria, extienden o exageran sus viejas modalidades rutinarias, pero sin tocar los principios. Por ejemplo, en este asunto de D..., ¿qué se ha hecho para modificar el principio de acción? ¿Qué son esas perforaciones, esos escrutinios con el microscopio, esa división de la superficie del edificio en pulgadas cuadradas numeradas? ¿Qué representan sino la aplicación exagerada del principio o la serie de principios que rigen una búsqueda, y que se basan a su vez en una serie de nociones sobre el ingenio humano, a las cuales se ha acostumbrado el prefecto en la prolongada rutina de su tarea? ¿No ha advertido que G... da por sentado que todo hombre esconde una carta, si no exactamente en un agujero practicado en la pata de una silla, por lo menos en algún agujero o rincón sugerido por la misma línea de pensamiento que inspira la idea de esconderla en un agujero hecho en la pata de una silla? Observe asimismo que esos escondrijos rebuscados sólo se utilizan en ocasiones ordinarias, y sólo serán elegidos por inteligencias igualmente ordinarias; vale decir que en todos los casos de ocultamiento cabe presumir, en primer término, que se lo ha efectuado dentro de esas líneas; por lo tanto, su descubrimiento no depende en absoluto de la perspicacia, sino del cuidado, la paciencia y la obstinación de los buscadores; y si el caso es de importancia (o la recompensa magnifica, lo cual equivale a la misma cosa a los ojos de los policías), las cualidades aludidas no fracasan jamás. Comprenderá usted ahora lo que quiero decir cuando sostengo que si la carta robada hubiese estado escondida en cualquier parte dentro de los límites de la perquisición del prefecto (en otras palabras, si el principio rector de su ocultamiento hubiera estado comprendido dentro de los principios del prefecto) hubiera sido descubierta sin la más mínima duda. Pero nuestro funcionario ha sido mistificado por completo, y la remota fuente de su derrota yace en su suposición de que el ministro es un loco porque ha logrado renombre como poeta. Todos los locos son poetas en el pensamiento del prefecto, de donde cabe considerarlo culpable de un non distributio medii por inferir de lo anterior que todos los poetas son locos. -¿Pero se trata realmente del poeta? -pregunté-. Sé que D... tiene un hermano, y que ambos han logrado reputación en el campo de las letras. Creo que el ministro ha escrito una obra notable sobre el cálculo diferencial. Es un matemático y no un poeta. -Se equivoca usted. Lo conozco bien, y sé que es ambas cosas. Como poeta y matemático es capaz de razonar bien, en tanto que como mero matemático hubiera sido capaz de hacerlo y habría quedado a merced del prefecto. -Me sorprenden esas opiniones -dije-, que el consenso universal contradice. Supongo que no pretende usted aniquilar nociones que tienen siglos de existencia sancionada. La razón matemática fue considerada siempre como la razón por excelencia. -Il y a à parier -replicó Dupin, citando a Chamfort- que toute idée publique, toute convention reçue est une sottise, car elle a convenu au plus grand nombre. Le aseguro que los matemáticos han sido los primeros en difundir el error popular al cual alude usted, y que no por difundido deja de ser un error. Con arte digno de mejor causa han introducido, por ejemplo, el término «análisis» en las operaciones algebraicas. Los franceses son los causantes de este engaño, pero si un término tiene alguna importancia, si las palabras derivan su valor de su aplicación, entonces concedo que «análisis» abarca «álgebra», tanto como en latín ambitus implica «ambición»; religio, «religión», u homines honesti, la clase de las gentes honorables. -Me temo que se malquiste usted con algunos de los algebristas de París. Pero continúe. -Niego la validez y, por tanto, los resultados de una razón cultivada por cualquier procedimiento especial que no sea el lógico abstracto. Niego, en particular, la razón extraída del estudio matemático. Las matemáticas constituyen la ciencia de la forma y la cantidad; el razonamiento matemático es simplemente la lógica aplicada a la observación de la forma y la cantidad. El gran error está en suponer que incluso las verdades de lo que se denomina álgebra pura constituyen verdades abstractas o generales. Y este error es tan enorme que me asombra se lo haya aceptado universalmente. Los axiomas matemáticos no son axiomas de validez general. Lo que es cierto de la relación (de la forma y la cantidad) resulta con frecuencia erróneo aplicado, por ejemplo, a la moral. En esta última ciencia suele no ser cierto que el todo sea igual a la suma de las partes. También en química este axioma no se cumple. En la consideración de los móviles falla igualmente, pues dos móviles de un valor dado no alcanzan necesariamente al sumarse un valor equivalente a la suma de sus valores. Hay muchas otras verdades matemáticas que sólo son tales dentro de los límites de la relación. Pero el matemático, llevado por el hábito, arguye, basándose en sus verdades finitas, como si tuvieran una aplicación general, cosa que por lo demás la gente acepta y cree. En su erudita Mitología, Bryant alude a una análoga fuente de error cuando señala que, «aunque no se cree en las fábulas paganas, solemos olvidarnos de ello y extraemos consecuencias como si fueran realidades existentes». Pero, para los algebristas, que son realmente paganos, las «fábulas paganas» constituyen materia de credulidad, y las inferencias que de ellas extraen no nacen de un descuido de la memoria sino de un inexplicable reblandecimiento mental. Para resumir: jamás he encontrado a un matemático en quien se pudiera confiar fuera de sus raíces y sus ecuaciones, o que no tuviera por artículo de fe que x2+px es absoluta e incondicionalmente igual a q. Por vía de experimento, diga a uno de esos caballeros que, en su opinión, podrían darse casos en que x2+px no fuera absolutamente igual a q; pero, una vez que le haya hecho comprender lo que quiere decir, sálgase de su camino lo antes posible, porque es seguro que tratará de golpearlo. »Lo que busco indicar -agregó Dupin, mientras yo reía de sus últimas observaciones- es que, si el ministro hubiera sido sólo un matemático, el prefecto no se habría visto en la necesidad de extenderme este cheque. Pero sé que es tanto matemático como poeta, y mis medidas se han adaptado a sus capacidades, teniendo en cuenta las circunstancias que lo rodeaban. Sabía que es un cortesano y un audaz intrigant. Pensé que un hombre semejante no dejaría de estar al tanto de los métodos policiales ordinarios. Imposible que no anticipara (y los hechos lo han probado así) los falsos asaltos a que fue sometido. Reflexioné que igualmente habría previsto las pesquisiciones secretas en su casa. Sus frecuentes ausencias nocturnas, que el prefecto consideraba una excelente ayuda para su triunfo, me parecieron simplemente astucias destinadas a brindar oportunidades a la perquisición y convencer lo antes posible a la policía de que la carta no se hallaba en la casa, como G... terminó finalmente por creer. Me pareció asimismo que toda la serie de pensamientos que con algún trabajo acabo de exponerle y que se refieren al principio invariable de la acción policial en sus búsquedas de objetos ocultos, no podía dejar de ocurrírsele al ministro. Ello debía conducirlo inflexiblemente a desdeñar todos los escondrijos vulgares. Reflexioné que ese hombre no podía ser tan simple como para no comprender que el rincón más remoto e inaccesible de su morada estaría tan abierto como el más vulgar de los armarios a los ojos, las sondas, los barrenos y los microscopios del prefecto. Vi, por último, que D... terminaría necesariamente en la simplicidad, si es que no la adoptaba por una cuestión de gusto personal. Quizá recuerde usted con qué ganas rió el prefecto cuando, en nuestra primera entrevista, sugerí que acaso el misterio lo perturbaba por su absoluta evidencia. -Me acuerdo muy bien -respondí-. Por un momento pensé que iban a darle convulsiones. -El mundo material -continuó Dupin- abunda en estrictas analogías con el inmaterial, y ello tiñe de verdad el dogma retórico según el cual la metáfora o el símil sirven tanto para reforzar un argumento como para embellecer una descripción. El principio de la vis inertiæ, por ejemplo, parece idéntico en la física y en la metafísica. Si en la primera es cierto que resulta más difícil poner en movimiento un cuerpo grande que uno pequeño, y que el impulso o cantidad de movimiento subsecuente se hallará en relación con la dificultad, no menos cierto es en metafísica que los intelectos de máxima capacidad, aunque más vigorosos, constantes y eficaces en sus avances que los de grado inferior, son más lentos en iniciar dicho avance y se muestran más embarazados y vacilantes en los primeros pasos. Otra cosa: ¿Ha observado usted alguna vez, entre las muestras de las tiendas, cuáles atraen la atención en mayor grado? -Jamás se me ocurrió pensarlo -dije. -Hay un juego de adivinación -continuó Dupin- que se juega con un mapa. Uno de los participantes pide al otro que encuentre una palabra dada: el nombre de una ciudad, un río, un Estado o un imperio; en suma, cualquier palabra que figure en la abigarrada y complicada superficie del mapa. Por lo regular, un novato en el juego busca confundir a su oponente proponiéndole los nombres escritos con los caracteres más pequeños, mientras que el buen jugador escogerá aquellos que se extienden con grandes letras de una parte a otra del mapa. Estos últimos, al igual que las muestras y carteles excesivamente grandes, escapan a la atención a fuerza de ser evidentes, y en esto la desatención ocular resulta análoga al descuido que lleva al intelecto a no tomar en cuenta consideraciones excesivas y palpablemente evidentes. De todos modos, es éste un asunto que se halla por encima o por debajo del entendimiento del prefecto. Jamás se le ocurrió como probable o posible que el ministro hubiera dejado la carta delante de las narices del mundo entero, a fin de impedir mejor que una parte de ese mundo pudiera verla. »Cuanto más pensaba en el audaz, decidido y característico ingenio de D..., en que el documento debía hallarse siempre a mano si pretendía servirse de él para sus fines, y en la absoluta seguridad proporcionada por el prefecto de que el documento no se hallaba oculto dentro de los límites de las búsquedas ordinarias de dicho funcionario, más seguro me sentía de que, para esconder la carta, el ministro había acudido al más amplio y sagaz de los expedientes: el no ocultarla. »Compenetrado de estas ideas, me puse un par de anteojos verdes, y una hermosa mañana acudí como por casualidad a la mansión ministerial. Hallé a D... en casa, bostezando, paseándose sin hacer nada y pretendiendo hallarse en el colmo del ennui. Probablemente se trataba del más activo y enérgico de los seres vivientes, pero eso tan sólo cuando nadie lo ve. »Para no ser menos, me quejé del mal estado de mi vista y de la necesidad de usar anteojos, bajo cuya protección pude observar cautelosa pero detalladamente el aposento, mientras en apariencia seguía con toda atención las palabras de mi huésped. »Dediqué especial cuidado a una gran mesa-escritorio junto a la cual se sentaba D..., y en la que aparecían mezcladas algunas cartas y papeles, juntamente con un par de instrumentos musicales y unos pocos libros. Pero, después de un prolongado y atento escrutinio, no vi nada que procurara mis sospechas. »Dando la vuelta al aposento, mis ojos cayeron por fin sobre un insignificante tarjetero de cartón recortado que colgaba, sujeto por una sucia cinta azul, de una pequeña perilla de bronce en mitad de la repisa de la chimenea. En este tarjetero, que estaba dividido en tres o cuatro compartimentos, vi cinco o seis tarjetas de visitantes y una sola carta. Esta última parecía muy arrugada y manchada. Estaba rota casi por la mitad, como si a una primera intención de destruirla por inútil hubiera sucedido otra. Ostentaba un gran sello negro, con el monograma de D... muy visible, y el sobrescrito, dirigido al mismo ministro revelaba una letra menuda y femenina. La carta había sido arrojada con descuido, casi se diría que desdeñosamente, en uno de los compartimentos superiores del tarjetero. »Tan pronto hube visto dicha carta, me di cuenta de que era la que buscaba. Por cierto que su apariencia difería completamente de la minuciosa descripción que nos había leído el prefecto. En este caso el sello era grande y negro, con el monograma de D...; en el otro, era pequeño y rojo, con las armas ducales de la familia S... El sobrescrito de la presente carta mostraba una letra menuda y femenina, mientras que el otro, dirigido a cierta persona real, había sido trazado con caracteres firmes y decididos. Sólo el tamaño mostraba analogía. Pero, en cambio, lo radical de unas diferencias que resultaban excesivas; la suciedad, el papel arrugado y roto en parte, tan inconciliables con los verdaderos hábitos metódicos de D..., y tan sugestivos de la intención de engañar sobre el verdadero valor del documento, todo ello, digo sumado a la ubicación de la carta, insolentemente colocada bajo los ojos de cualquier visitante, y coincidente, por tanto, con las conclusiones a las que ya había arribado, corroboraron decididamente las sospechas de alguien que había ido allá con intenciones de sospechar. »Prolongué lo más posible mi visita y, mientras discutía animadamente con el ministro acerca de un tema que jamás ha dejado de interesarle y apasionarlo, mantuve mi atención clavada en la carta. Confiaba así a mi memoria los detalles de su apariencia exterior y de su colocación en el tarjetero; pero terminé además por descubrir algo que disipó las últimas dudas que podía haber abrigado. Al mirar atentamente los bordes del papel, noté que estaban más ajados de lo necesario. Presentaban el aspecto típico de todo papel grueso que ha sido doblado y aplastado con una plegadera, y que luego es vuelto en sentido contrario, usando los mismos pliegues formados la primera vez. Este descubrimiento me bastó. Era evidente que la carta había sido dada vuelta como un guante, a fin de ponerle un nuevo sobrescrito y un nuevo sello. Me despedí del ministro y me marché en seguida, dejando sobre la mesa una tabaquera de oro. »A la mañana siguiente volví en busca de la tabaquera, y reanudamos placenteramente la conversación del día anterior. Pero, mientras departíamos, oyóse justo debajo de las ventanas un disparo como de pistola, seguido por una serie de gritos espantosos y las voces de una multitud aterrorizada. D... corrió a una ventana, la abrió de par en par y miró hacia afuera. Por mi parte, me acerqué al tarjetero, saqué la carta, guardándola en el bolsillo, y la reemplacé por un facsímil (por lo menos en el aspecto exterior) que había preparado cuidadosamente en casa, imitando el monograma de D... con ayuda de un sello de miga de pan. »La causa del alboroto callejero había sido la extravagante conducta de un hombre armado de un fusil, quien acababa de disparar el arma contra un grupo de mujeres y niños. Comprobóse, sin embargo, que el arma no estaba cargada, y los presentes dejaron en libertad al individuo considerándolo borracho o loco. Apenas se hubo alejado, D... se apartó de la ventana, donde me le había reunido inmediatamente después de apoderarme de la carta. Momentos después me despedí de él. Por cierto que el pretendido lunático había sido pagado por mí.» -¿Pero qué intención tenía usted -pregunté- al reemplazar la carta por un facsímil? ¿No hubiera sido preferible apoderarse abiertamente de ella en su primera visita, y abandonar la casa? -D... es un hombre resuelto a todo y lleno de coraje -repuso Dupin-. En su casa no faltan servidores devotos a su causa. Si me hubiera atrevido a lo que usted sugiere, jamás habría salido de allí con vida. El buen pueblo de París no hubiese oído hablar nunca más de mí. Pero, además, llevaba una segunda intención. Bien conoce usted mis preferencias políticas. En este asunto he actuado como partidario de la dama en cuestión. Durante dieciocho meses, el ministro la tuvo a su merced. Ahora es ella quien lo tiene a él, pues, ignorante de que la carta no se halla ya en su posesión, D... continuará presionando como si la tuviera. Esto lo llevará inevitablemente a la ruina política. Su caída, además, será tan precipitada como ridícula. Está muy bien hablar del facilis descensus Averni; pero, en materia de ascensiones, cabe decir lo que la Catalani decía del canto, o sea, que es mucho más fácil subir que bajar. En el presente caso no tengo simpatía -o, por lo menos, compasión- hacia el que baja. D... es el monstrum horrendum, el hombre de genio carente de principios. Confieso, sin embargo, que me gustaría conocer sus pensamientos cuando, al recibir el desafío de aquélla a quien el prefecto llama «cierta persona», se vea forzado a abrir la carta que le dejé en el tarjetero. -¿Cómo? ¿Escribió usted algo en ella? -¡Vamos, no me pareció bien dejar el interior en blanco! Hubiera sido insultante. Cierta vez, en Viena, D... me jugó una mala pasada, y sin perder el buen humor le dije que no la olvidaría. De modo que, como no dudo de que sentirá cierta curiosidad por saber quién se ha mostrado más ingenioso que él, pensé que era una lástima no dejarle un indicio. Como conoce muy bien mi letra, me limité a copiar en mitad de la página estas palabras: ...Un dessein si funeste, S’il n’est digne d’Atrée, est digne de Thyeste. »Las hallará usted en el Atrée de Crébillon.»"

Edgar Allan Poe

viernes, 29 de mayo de 2009

"Historia del Necronomicón"

Breve, pero completo, resumen de la historia de este libro, de su autor, de diversas traducciones y ediciones desde su redacción (en el 730) hasta nuestros días. Edición conmemorativa y limitada a cargo de Wilson H. Shepherd, The Rebel Press, Oakman, Alabama.

"El título original era Al-Azif, Azif era el término utilizado por los árabes para designar el ruido nocturno (producido por los insectos) que, se suponía, era el murmullo de los demonios. Escrito por Abdul Al Hazred, un poeta loco huido de Sanaa al Yemen, en la época de los califas Omeyas hacia el año 700. Visita las ruinas de Babilonia y los subterráneos secretos de Menfis, y pasa diez años en la soledad del gran desierto que se extiende al sur de Arabia, el Roba el-Khaliyeh, o "Espacio vital" de los antiguos, y el Dahna, o "Desierto Escarlata" de los árabes modernos. Se dice que este desierto está habitado por espíritus malignos y monstruos tenebrosos. Todos aquellos que aseguran haber penetrado en sus regiones cuentan cosas extrañas y sobrenaturales. Durante los últimos años de su vida, Al Hazred vivió en Damasco, donde escribió el Necronomicón (Al-Azif) y por donde circulan terribles y contradictorios rumores sobre su muerte o desaparición en el 738. Su biógrafo del siglo XII, Ibn-Khallikan, cuenta que fue asesinado por un monstruo invisible en pleno día y devorado horriblemente en presencia de un gran número de aterrorizados testigos. Se cuentan, además, muchas cosas sobre su locura. Pretendía haber visto la famosa Ilrem, la Ciudad de los Pilares, y haber encontrado bajo las ruinas de una inencontrable ciudad del desierto los anales secretos de una raza más antigua que la humanidad. No participaba de la fe musulmana, adoraba a unas desconocidas entidades a las que llamaba Yog-Sothoth y Cthulhu.
En el año 950, el Azif, que había circulado en secreto entre los filósofos de la época, fue traducido ocultamente al griego por Theodorus Philetas de Constantinopla, bajo el título de Necronomicón. Durante un siglo, y debido a su influencia, tuvieron lugar ciertos hechos horribles, por lo que el libro fue prohibido y quemado por el patriarca Michael. Desde entonces no tenemos más que vagas referencias del libro, pero en el 1228, Olaus Wormius encuentra una traducción al latín que fue impresa dos veces, una en el siglo XV, en letras negras (con toda seguridad en Alemania), y otra en el siglo XVII (probablemente en España). Ninguna de las dos ediciones lleva ningún tipo de aclaración, de tal forma que es sólo por su tipografía que se supone la fecha y el lugar de impresión. La obra, tanto en su versión griega como en la latina, fue prohibida por el Papa Gregorio IX, en el 1232, poco después de que su traducción al latín fuese un poderoso foco de atención. La edición árabe original se perdió en los tiempos de Wormius, tal y como se dijo en el prefacio (hay vagas alusiones sobre la existencia de una copia secreta encontrada en San Francisco a principios de siglo, pero que desapareció en el gran incendio). No hay ningún rastro de la versión griega, impresa en Italia, entre el 1500 y el 1550, después del incendio que tuvo lugar en la biblioteca de cierto personaje de Salem, en 1692. Igualmente, existía una traducción del doctor Dee, jamás impresa, basada en el manuscrito original. Los textos latinos que aún subsisten, uno (del siglo XV) está guardado en el Museo Británico y el otro (del siglo XV) se halla en la Biblioteca Nacional de París. Una edición del siglo XVII se encuentra en la Biblioteca de Wiedener de Harvard y otra en la biblioteca de la Universidad de Miskatonic, en Arkham; mientras que hay una más en la biblioteca de la Universidad de Buenos Aires. Probablemente existían más copias secretas, y se rumoreaba persistentemente que una copia del siglo XV fue a parar a la colección de un célebre millonario norteamericano. Existe otro rumor que asegura que una copia del texto griego del siglo XVI es propiedad de la familia Pickman de Salem; pero es casi seguro que esta copia desapareció, al mismo tiempo que el artista R.U. Pickman, en 1926. La obra está severamente prohibida por las autoridades y por todas las organizaciones legales inglesas. Su lectura puede traer consecuencias nefastas. Se cree que R.W. Chambers se basó en este libro para su obra El rey en amarillo".

CRONOLOGÍA


* Al-Azif se escribe en Damasco en el 730, por Abdul Al-Hazred.

* Traducción al griego con el título de Necronomicón, a cargo de Theodorus Philetas, en el 950.

* El patriarca Michael lo prohíbe en el 1050 (el texto griego). El árabe se ha perdido.
* En 1228, Olaus traduce el texto griego al latín.

* Las ediciones latina y griega son destruidas por Gregorio IX en 1232.

* En 14... (?) aparece una edición en letras góticas en Alemania.

* En 15... (?) el texto griego es impreso en Italia.

* En 16... (?) aparece la traducción al castellano del texto latino.

H.P Lovecraft

jueves, 28 de mayo de 2009

"Lo que Sucedió a un Hombre que iba Cargado de Piedras Preciosas y se Ahogó en un Río"

"Un día dijo el conde a Patronio que tenía muchas ganas de quedarse en un sitio en el que le habían de dar mucho dinero, lo que le suponía un beneficio grande, pero que tenía mucho miedo de que si se quedaba , correría en peligro su vida: por lo que le rogaba que le aconsejara que debía hacer.

-Señor conde-respondió Patronio-, para que hagáis lo que creo que os conviene más, me gustaría que supierais lo que sucedió a un hombre que llevaba encima grandes riquezas y cruzaba un río.

El conde preguntó que le había sucedido.


-Señor conde-dijo Patronio-, un hombre levaba a cuestas una gran cantidad de piedras preciosas; tantas eran que pesaban mucho. Sucedió que tenía que pasar un río y como llevaba una carga tan grande se hundía mucho más que si no la llevara; al llegar a la mitad del río se empezó a hundir aún más. Un hombre que estaba en la orilla le comenzó a dar voces y a decirle que si no soltaba aquella carga se ahogaría. Aquel majadero no se dio cuenta que, si se ahogaba, perdería sus riquezas junto con la vida, y, si las soltaba, perdería las riquezas pero no la vida. Por no perder las piedras preciosas que traía consigo no quiso soltarlas y murió en el río.


A vos, señor conde Lucanor, aunque no dudo que os vendría muy bien recibir el dinero y cualquier otra cosa que os quieran dar, os aconsejo que si hay peligro en quedaros allí no lo hagáis por afán de riquezas. También os aconsejo que nunca aventuréis vuestra vida sino en defensa de vuestra honra o por alguna cosa a que esteis obligado, pues el que poco se precia, y arriesga su vida por codicia o frivolidad es aquel que no aspira a hacer grandes cosas; Por el contrario, el que se precia mucho ha de obrar de modo que le precien también los otros, ya que el hombre no es preciado porque el se precie, sino por hacer obras que le ganen la estimación de los demás. Convenceos de que el hombre que vale precia mucho su vida y no la arriesga por codicia o pequeña ocasión; pero en lo que verdaderamente debe aventurarse nadie la arriesgara de tan buena gana ni tan pronto como el que mucho vale y se precia mucho.

Al conde gusto mucho la moraleja, obro según ella y le fue muy bien. Viendo don Juan que este cuento era bueno, lo hizo poner en este libro y escribió unos versos que dicen así:

A quien por codicia la vida aventura, la más de las veces el bien poco dura"

DON JUAN MANUEL. EL CONDE LUCANOR.Cuento XXXVIII.