El Recolector de Historias

El Recolector de Historias

miércoles, 29 de julio de 2009

"Deseos"

"Un emperador estaba saliendo de su palacio para dar un paseo matutino cuando se encontró con un mendigo. Le preguntó: -¿Qué quieres? El mendigo se rió y dijo: -¿Me preguntas como si pudieras satisfacer mi deseo? El rey se rió y dijo: -Por supuesto que puedo satisfacer tu deseo. ¿Qué es? Simplemente dímelo. Y el mendigo dijo: -Piénsalo dos veces antes de prometer. El mendigo no era una mendigo cualquiera. Había sido el maestro del emperador en una vida pasada. Y en esta vida le había prometido: "Vendré y trataré de despertarte en tu próxima vida. En esta vida no lo has logrado, pero volveré..." Insistió: -Te daré cualquier cosa que pidas. Soy un emperador muy poderoso. ¿Qué puedes desear que yo no pueda darte? El mendigo le dijo: -Es un deseo muy simple. ¿Ves aquella escudilla? ¿Puedes llenarla con algo? Por supuesto -dijo el emperador. Llamó a uno de sus servidores y le dijo: -Llena de dinero la escudilla de este hombre. El servidor lo hizo... y el dinero desapareció. Echó más y más y apenas lo echaba desaparecía. La escuadrilla del mendigo siempre estaba vacía. Todo el palacio se reunió. El rumor se corrió por toda la ciudad y una gran multitud se reunió allí. El prestigio del emperador estaba en juego. Les dijo a sus servidores -Estoy dispuesto a perder mi reino entero, pero este mendigo no debe derrotarme. Diamantes, perlas, esmeraldas... los tesoros iban vaciando. La escudilla parecía no tener fondo. Todo lo que se colocaba en ella desaparecía inmediatamente. Era el atardecer y la gente estaba reunida en silencio. El rey se tiró a los pies del mendigo y admitió su derrota. Le dijo: -Has ganado, pero antes de que te vayas, satisface mi curiosidad. ¿De qué está hecha tu escudilla? El mendigo se rió y dijo: -Está hecha del mismo material que la mente humana. No hay ningún secreto... simplemente está hecha de deseos humanos".

Anónimo Sufí

martes, 28 de julio de 2009

"El Caballito Blanco Hühü"

"La abuela tenía un banquillo blanco, como un escabel, para poner los pies. Lo tenía en gran estima, y Hansli lo estimaba también: era su caballito blanco Hühü. Con él podía cabalgar alrededor de la mesa redonda, y, cuando la puerta de la habitación contigua estaba abierta, corría hasta delante de la cama de la madre y volvía. Con esto, sin embargo, Hühü tenía bastante. Detrás de la cómoda estaba su establo. Allí podía dormir el caballito y comer avena, tanto como quisiera. Un día estaba Hansli completamente solo en casa, mientras su madre y su abuela se hallaban en la lavandería. Sólo el caballito blanco Hühü estaba todavía arriba. Entonces sucedió que el caballito empezó a relinchar y a hollar con la pata. -¿Quieres salir fuera? -preguntó Hansli. El caballito blanco sacudió la melena y bailó sobre las cuatro patas. Sí, sí: el caballito blanco quería salir. Hansli montó sobre él, y -hop-hop- atravesó el portal, y bajó los escalones, hasta el pequeño jardín delantero. El viento soplaba allí en los cabellos de Hansli, y las hojas secas jugaban al escondite en la calle. -¿Quieres salir fuera? -preguntó Hansli. El caballito relinchó más fuerte. Sí: quería salir. Así cabalgó Hansli por la ancha calle hasta llegar al pequeño parque, a través del cual fluía el alegre arroyuelo del jardín zoológico. -¡Ah! Tú tienes sed y quieres beber agua -dijo Hansli a su caballito-. ¡Pero cuidado que no resbales! -gritó, insistiendo mientras Hühü descendía la empinada pendiente. Pero ya era inútil la advertencia: Hansli estaba de cabeza en el agua, y Hühü se alejaba nadando por el arroyo. El caballito blanco, en vez de relinchar, daba vueltas y más vueltas sobre el agua; finalmente, se colocó sobre sus espaldas y elevó las cuatro patas al aire. -¡Hühü! ¡Ay! ¡Ay! ¡Mi caballito blanco! -exclamaba Hansli. Afortunadamente, en el parque había mujeres y niños pequeños. Los niños pequeños rieron, y las mujeres, compasivas, sacaron a Hansli del agua. Entretanto el caballito blanco se hallaba ya lejos, muy lejos. Había llegado ya a la ciudad, y nadaba por entre las casas. Un poco más de navegación, y estaba ya en el grande y verde Rin. ¡Esto sí que era una lástima! Calado hasta los huesos, llegó Hansli a la lavandería. Lloraba que daba lástima, y, como de vez en cuando tosiera también, le metió su madre deprisa en la cama. La abuela le dio el té a cucharaditas y le limpió las lágrimas, y tuvo que contarle una y otra vez, a diario, a dónde había ido a parar nadando el caballito blanco. Le contó que, finalmente, llegó hasta el lejano país de los indios. Los hijos de éstos lo montaron por la selva virgen, y lo veían corretear los monos que se hallaban subidos a los árboles. Un gran mono cogió una banana y se la arrojó al caballito blanco Hühü justamente en mitad del hocico abierto. Entonces pudo reír de nuevo Hansli, ante las aventuras del caballito blanco".

Anónimo Suizo

lunes, 27 de julio de 2009

"El Hombre del Saco"

"Había un matrimonio que tenía tres hijas y como las tres eran buenas y trabajadoras les regalaron un anillo de oro a cada una para que lo lucieran como una prenda. Y un buen día, las tres hermanas se reunieron con sus amigas y, pensando qué hacer, se dijeron unas a otras:

-Pues hoy vamos a ir a la fuente.

Que era una fuente que quedaba a las afueras del pueblo. Entonces la más pequeña de las hermanas, que era cojita, le preguntó a su madre si podía ir a la fuente con las demás; y le dijo la madre:

-No, hija mía, no vaya a ser que venga el hombre del saco y, como eres cojita, te alcance y te agarre.

Pero la niña insistió tanto que al fin su madre le dijo:

-Bueno, pues anda, vete con ellas.

Y allá se fueron todas. La cojita llevó además un cesto de ropa para lavar y al ponerse a lavar se quitó el anillo y lo dejó en una piedra. En esto, que estaban alegremente jugando en torno a la fuente cuando, de pronto, vieron venir al hombre del saco y se dijeron unas a otras:

-Corramos, por Dios, que ahí viene el hombre del saco para llevarnos a todas -y salieron corriendo a todo correr.

La cojita también corría con ellas, pero como era cojita se fue retrasando; y todavía corría para alcanzarlas cuando se acordó de que había dejado su anillo en la fuente. Entonces miró para atrás y, como no veía al hombre del saco, volvió a recuperar su anillo; buscó la piedra, pero el anillo ya no estaba en ella y empezó a mirar por aquí y por allá para ver si había caído en alguna parte.

Entonces apareció junto a la fuente un viejo que no había visto nunca antes y le dijo la cojita:

-¿Ha visto usted por aquí un anillo de oro?

Y el viejo le contestó:

-Sí, que en el fondo de este costal está y ahí lo has de encontrar.

Conque la cojita se metió en el costal a buscarlo sin sospechar nada y el viejo, que era el hombre del saco, en cuanto ella se metió dentro cerró el costal, se lo echó a las espaldas con la niña guardada y se marchó camino adelante, pero en vez de ir hacia el pueblo de la niña, tomó otro camino y se marchó a un pueblo distinto. E iba el viejo de lugar en lugar buscándose la vida, así que por el camino le dijo a la niña:

-Cuando yo te diga: "Canta, saco, o te doy un sopapo", tienes que cantar dentro del saco.

Y ella contestó que bueno, que lo haría así. Y fueron de pueblo en pueblo y allí donde iban el viejo reunía a los vecinos y decía:

-Canta, saco, o te doy un sopapo.

Y la niña cantaba desde el saco:

Por un anillo de oro
que en la fuente me dejé
estoy metida en el saco
y en el saco moriré.


Y el saco que cantaba era la admiración de la gente y le echaban monedas o le daban comida. En esto que el viejo llegó con su carga a una casa donde era conocida la niña y él no lo sabía; y, como de costumbre, posó el saco en el suelo delante de la concurrencia y dijo:

-Canta, saco, o te doy un sopapo.

Y la niña cantó:

Por un anillo de oro
que en la fuente me dejé
estoy metida en el saco
y en el saco moriré.

Así que oyeron en la casa la voz de la niña, corrieron a llamar a sus hermanas y éstas vinieron y conocieron la voz y entonces le dijeron al viejo que ellas le daban posada aquella noche en la casa de sus padres; y el viejo, pensando en cenar de balde y dormir en cama, se fue con ellas.

Conque llegó el viejo a la casa y le pusieron la cena, pero no había vino en la casa y le dijeron al viejo:

-Ahí al lado hay una taberna donde venden buen vino; si usted nos hace el favor, vaya a comprar el vino con este dinero que le damos mientras terminamos de preparar la cena. Y el viejo, que vio las monedas, se apresuró a ir por el vino pensando en la buena limosna que recibiría.

Cuando el viejo se fue, los padres sacaron a la niña del saco, que les contó todo lo que le había sucedido, y luego la guardaron en la habitación de las hermanas para que el viejo no la viera. Y, después, cogieron un perro y un gato y los metieron en el saco en lugar de la niña.

Al poco rato volvió el viejo, que comió y bebió y después se acostó. Al día siguiente el viejo se levantó, tomó su limosna y salió camino de otro pueblo. Cuando llegó al otro pueblo, reunió a la gente y anunció como de costumbre que llevaba consigo un saco que cantaba y, lo mismo que otras voces, se formó un corro de gente y recogió unas monedas, y luego dijo:

-Canta, saco, o te doy un sopapo.

Mas hete aquí que el saco no cantaba y el viejo insistió:

-Canta, saco, o te doy un sopapo.

Y el saco seguía sin cantar y ya la gente empezaba a reírse de él y también a amenazarle. Por tercera vez insistió el viejo, que ya estaba más que escamado y pensando hacer un buen escarmiento con la cojita si ésta no abría la boca:

-¡Canta, saco, o te doy un sopapo!

Y el saco no cantó.

Así que el viejo, furioso, la emprendió a golpes y patadas con el saco para que cantase, pero sucedió que, al sentir los golpes, el gato y el perro se enfurecieron, maullando y ladrando, y el viejo abrió el saco para ver qué era lo que pasaba y entonces el perro y el gato saltaron fuera del saco. Y el perro le dio un mordisco en las narices que se las arrancó y el gato le llenó la cara de arañazos y la gente del pueblo, pensando que se había querido burlar de ellos, le midieron las costillas con palos y varas y salió tan magullado que todavía hoy lo andan curando.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado".

Anónimo Español

domingo, 26 de julio de 2009

"El Pantano de la Luna"

"Denys Barry se ha esfumado en alguna parte, en alguna región espantosa y remota de la que nada sé. Estaba con él la última noche que pasó entre los hombres, y escuché sus gritos cuando el ser lo atacó; pero, ni todos los campesinos y policías del condado de Meath pudieron encontrarlo, ni a él ni a los otros, aunque los buscaron por todas partes. Y ahora me estremezco cuando oigo croar a las ranas en los pantanos o veo la luna en lugares solitarios. Había intimado con Denys Barry en Estados Unidos, donde éste se había hecho rico, y lo felicité cuando recompró el viejo castillo junto al pantano, en el somnoliento Kilderry. De Kilderry procedía su padre, y allí era donde quería disfrutar de su riqueza, entre parajes ancestrales. Los de su estirpe antaño se enseñoreaban sobre Kilderry, y habían construido y habitado el castillo; pero aquellos días ya resultaban remotos, así que durante generaciones el castillo había permanecido vacío y arruinado. Tras volver a Irlanda, Barry me escribía a menudo contándome cómo, mediante sus cuidados, el castillo gris veía alzarse una torre tras otra sobre sus restaurados muros, tal como se alzaran ya tantos siglos antes, y cómo los campesinos lo bendecían por devolver los antiguos días con su oro de ultramar. Pero después surgieron problemas y los campesinos dejaron de bendecirlo y lo rehuyeron como a una maldición. Y entonces me envió una carta pidiéndome que lo visitase, ya que se había quedado solo en el castillo, sin nadie con quien hablar fuera de los nuevos criados y peones contratados en el norte. La fuente de todos los problemas era la ciénaga, según me contó Barry la noche de mi llegada al castillo. Alcancé Kilderry en el ocaso veraniego, mientras el oro de los cielos iluminaba el verde de las colinas y arboledas y el azul de la ciénaga, donde, sobre un lejano islote, unas extrañas ruinas antiguas resplandecían de forma espectral. El crepúsculo resultaba verdaderamente grato, pero los campesinos de Ballylough me habían puesto en guardia y decían que Kilderry estaba maldita, por lo que casi me estremecí al ver los altos torreones dorados por el resplandor. El coche de Barry me había recogido en la estación de Ballylough, ya que el tren no pasa por Kilderry. Los aldeanos habían esquivado al coche y su conductor, que procedía del norte, pero a mí me habían susurrado cosas, empalideciendo al saber que iba a Kilderry. Y esa noche, tras nuestro encuentro, Barry me contó por qué. Los campesinos habían abandonado Kilderry porque Denys Barry iba a desecar la gran ciénaga. A pesar de su gran amor por Irlanda, Estados Unidos no lo había dejado intacto y odiaba ver abandonada la amplia y hermosa extensión de la que podía extraer turba y desecar las tierras. Las leyendas y supersticiones de Kilderry no lograron conmoverlo y se burló cuando los aldeanos primero rehusaron ayudarle y más tarde, viéndolo decidido, lo maldijeron marchándose a Ballylough con sus escasas pertenencias. En su lugar contrató trabajadores del norte y cuando los criados lo abandonaron también los reemplazó. Pero Barry se encontraba solo entre forasteros, así que me pidió que lo visitara. Cuando supe qué temores habían expulsado a la gente de Kilderry, me reí tanto como mi amigo, ya que tales miedos eran de la clase más indeterminada, estrafalaria y absurda. Tenían que ver con alguna absurda leyenda tocante a la ciénaga, y con un espantoso espíritu guardián que habitaba las extrañas ruinas antiguas del lejano islote que divisara al ocaso. Cuentos de luces danzantes en la penumbra lunar y vientos helados que soplaban cuando la noche era cálida; de fantasmas blancos merodeando sobre las aguas y de una supuesta ciudad de piedra sumergida bajo la superficie pantanosa. Pero descollando sobre todas esas locas fantasías, única en ser unánimemente repetida, estaba el que la maldición caería sobre quien osase tocar o drenar el inmenso pantano rojizo. Había secretos, decían los campesinos, que no debían desvelarse; secretos que permanecían ocultos desde que la plaga exterminase a los hijos de Partholan, en los fabulosos años previos a la historia. En el Libro de los invasores se cuenta que esos retoños de los griegos fueron todos enterrados en Tallaght, pero los viejos de Kilderry hablan de una ciudad protegida por su diosa de la luna tutelar, así como de los montes boscosos que la ampararon cuando los hombres de Nemed llegaron de Escitia con sus treinta barcos. Tales eran los absurdos cuentos que habían conducido a los aldeanos al abandono de Kilderry, y al oírlos no me resultó extraño que Denys Barry no hubiera querido prestarles atención. Sentía, no obstante, gran interés por las antigüedades, y estaba dispuesto a explorar a fondo el pantano en cuanto lo desecasen. Había ido con frecuencia a las ruinas blancas del islote pero, aunque evidentemente muy antiguas y su estilo guardaba muy poca relación con la mayoría de las ruinas irlandesas, se encontraba demasiado deteriorado para ofrecer una idea de su época de gloria. Ahora se estaba a punto de comenzar los trabajos de drenaje, y los trabajadores del norte pronto despojarían a la ciénaga prohibida del musgo verde y del brezo rojo, y aniquilarían los pequeños regatos sembrados de conchas y los tranquilos estanques azules bordeados de juncos. Me sentí muy somnoliento cuando Barry me hubo contado todo aquello, ya que el viaje durante el día había resultado fatigoso y mi anfitrión había estado hablando hasta bien entrada la noche. Un criado me condujo a mi alcoba, que se hallaba en una torre lejana, dominando la aldea y la llanura que había al pie del pantano, así como la propia ciénaga, por lo que, a la luz lunar, pude ver desde la ventana las silenciosas moradas abandonadas por los campesinos, y que ahora alojaban a los trabajadores del norte, y también columbré la iglesia parroquial con su antiguo capitel, y a lo lejos, en la ciénaga que parecía al acecho, las remotas' ruinas antiguas, resplandeciendo de forma blanca y espectral sobre el islote. Al tumbarme, creí escuchar débiles sonidos en la distancia, sones extraños y medio musicales que me provocaron una rara excitación que tiñeron mis sueños. Pero la mañana siguiente, al despertar, sentí que todo había sido un sueño, ya que las visiones que tuve resultaban más maravillosas que cualquier sonido de flautas salvajes en la noche. Influida por la leyenda que me había contado Barry, mi mente había merodeado en sueños en torno a una imponente ciudad, ubicada en un valle verde cuyas calles y estatuas de mármol, villas y templos, frisos e inscripciones, evocaban de diversas maneras la gloria de Grecia. Cuando compartí ese sueño con Barry, nos echamos a reír juntos; pero yo me reía más, porque él se sentía perplejo ante la actitud de sus trabajadores norteños. Por sexta vez se habían quedado dormidos, despertando de una forma muy lenta y aturdidos, actuando como si no hubieran descansado, aun cuando se habían acostado temprano la noche antes. Esa mañana y tarde deambulé a solas por la aldea bañada por el sol, hablando aquí y allá con los fatigados trabajadores, ya que Barry estaba ocupado con los planes finales para comenzar su trabajo de desecación. Los peones no estaban tan contentos como debieran, ya que la mayoría parecía desasosegada por culpa de algún sueño, aunque intentaban en vano recordarlo. Les conté el mío, pero no se interesaron por él hasta que no mencioné los extraños sonidos que creí oír. Entonces me miraron de forma rara y dijeron que ellos también creían recordar sonidos extraños. Al anochecer, Barry cenó conmigo y me comunicó que comenzaría el drenaje en dos días. Me alegré, ya que aunque me disgustaba ver el musgo y el brezo y los pequeños regatos y lagos desaparecer, sentía un creciente deseo de posar los ojos sobre los arcaicos secretos que la prieta turba pudiera ocultar. Y esa noche el sonido de resonantes flautas y peristilos de mármol tuvo un final brusco e inquietante, ya que vi caer sobre la ciudad del valle una pestilencia, y luego la espantosa avalancha de las laderas boscosas que cubrieron los cuerpos muertos en las calles y dejaron expuesto tan sólo el templo de Artemisa en lo alto, donde Cleis, la anciana sacerdotisa de la luna, yacía fría y silenciosa con una corona de marfil sobre sus sienes de plata. He dicho que desperté de repente y alarmado. Por un instante no fui capaz de determinar si me encontraba despierto o dormido; pero cuando vi sobre el suelo el helado resplandor lunar y los perfiles de una ventana gótica enrejada, decidí que debía estar despierto y en el castillo de Kilderry. Entonces escuché un reloj en algún lejano descansillo de abajo tocando las dos y supe que estaba despierto. Pero aún me llegaba el monótono toque de flauta a lo lejos; aires extraños, salvajes, que me hacían pensar en alguna danza de faunos en el remoto Menalo. No me dejaba dormir y me levanté impaciente, recorriendo la estancia. Sólo por casualidad llegué a la ventana norte y oteé la silenciosa aldea, así como la llanura al pie de la ciénaga. No quería mirar, ya que lo que deseaba era dormir; pero las flautas me atormentaban y tenía que hacer o mirar algo. ¿Cómo sospechar lo que estaba a punto de contemplar? Allí, a la luz de la luna que fluía sobre el espacioso llano, se desarrollaba un espectáculo que ningún mortal, habiéndolo presenciado, podría nunca olvidar. Al son de flautas de caña que despertaban ecos sobre la ciénaga, se deslizaba silenciosa y espeluznantemente una multitud entremezclada de oscilantes figuras, acometiendo una danza circular como las que los sicilianos debían ejecutar en honor a Deméter en los viejos días, bajo la luna de cosecha, junto a Ciane. La amplia llanura, la dorada luz lunar, las siluetas bailando entre las sombras y, ante todo, el estridente y monótono son de flautas producían un efecto que casi me paralizó, aunque a pesar de mi miedo noté que la mitad de aquellos danzarines incansables y maquinales eran los peones que yo había creído dormidos, mientras que la otra mitad eran extraños seres blancos y aéreos, de naturaleza medio indeterminada, que sin embargo sugerían meditabundas y pálidas náyades de las amenazadas fuentes de la ciénaga. No sé cuánto estuve contemplando esa visión desde la ventana del solitario torreón antes de derrumbarme bruscamente en un desmayo sin sueños del que me sacó el sol de la mañana, ya alto. Mi primera intención al despertar fue comunicar a Denys Barry todos mis temores y observaciones, pero en cuanto vi el resplandor del sol a través de la enrejada ventana oriental me convencí de que lo que creía haber visto no era algo real. Soy propenso a extrañas fantasías, aunque no lo bastante débil como para creérmelas, por lo que en esta ocasión me limité a preguntar a los peones, que habían dormido hasta muy tarde y no recordaban nada de la noche anterior salvo brumosos sueños de sones estridentes. Este asunto del espectral toque de flauta me atormentaba de veras y me pregunté si los grillos de otoño habrían llegado antes de tiempo para fastidiar las noches y acosar las visiones de los hombres. Más tarde encontré a Barry en la librería, absorto en los planos para la gran faena que iba a acometer al día siguiente, y por primera vez sentí el roce del mismo miedo que había ahuyentado a los campesinos. Por alguna desconocida razón sentía miedo ante la idea de turbar la antigua ciénaga y sus tenebrosos secretos, e imaginé terribles visiones yaciendo en la negrura bajo las insondables profundidades de la vieja turba. Me parecía locura que se sacase tales secretos a la luz y comencé a desear tener una excusa para abandonar el castillo y la aldea. Fui tan lejos como para mencionar de pasada el tema a Barry, pero no me atreví a proseguir cuando soltó una de sus resonantes risotadas. Así que guardé silencio cuando el sol se hundió llameante sobre las lejanas colinas y Kilderry se cubrió de rojo y oro en medio de un resplandor semejante a un prodigio. Nunca sabré a ciencia cierta si los sucesos de esa noche fueron realidad o ilusión. En verdad trascienden a cualquier cosa que podamos suponer obra de la naturaleza o el universo, aunque no es posible dar una explicación natural a esas desapariciones que fueron conocidas tras su consumación. Me retiré temprano y lleno de temores, y durante largo tiempo me fue imposible conciliar el sueño en el extraordinario silencio de la noche. Estaba verdaderamente oscuro, ya que a pesar de que el cielo estaba despejado, la luna estaba casi en fase de nueva y no saldría hasta la madrugada. Mientras estaba tumbado pensé en Denys Barry, y en lo que podía ocurrir en esa ciénaga al llegar el alba, y me descubrí casi frenético por el impulso de correr en la oscuridad, coger el coche de Barry y conducir enloquecido hacia Ballylough, fuera de las tierras amenazadas. Pero antes de que mis temores pudieran concretarse en acciones, me había dormido y atisbaba sueños sobre la ciudad del valle, fría y muerta bajo un sudario de sombras espantosas. Probablemente fue el agudo son de flautas el que me despertó, aunque no fue eso lo primero que noté al abrir los ojos. Me encontraba tumbado de espaldas a la ventana este, desde la que se divisaba la ciénaga y por donde la luna menguante se alzaría, y por tanto yo esperaba ver incidir la luz sobre el muro opuesto, frente a mí; pero no había esperado ver lo que apareció. La luz, efectivamente, iluminaba los cristales del frente, pero no se trataba del resplandor que da la luna. Terrible y penetrante resultaba el raudal de roja refulgencia que fluía a través de la ventana gótica, y la estancia entera brillaba envuelta en un fulgor intenso y ultraterreno. Mis acciones inmediatas resultan peculiares para tal situación, pero tan sólo en las fábulas los hombres hacen las cosas de forma dramática y previsible. En vez de mirar hacia la ciénaga, en busca de la fuente de esa nueva luz, aparté los ojos de la ventana, lleno de terror, y me vestí desmañadamente con la aturdida idea de huir. Me recuerdo tomando sombrero y revólver, pero antes de acabar había perdido ambos sin disparar el uno ni calarme el otro. Pasado un tiempo, la fascinación de la roja radiación venció en mí el miedo y me arrastré hasta la ventana oeste, mirando mientras el incesante y enloquecedor toque de flauta gemía y reverberaba a través del castillo y sobre la aldea. Sobre la ciénaga caía un diluvio de luz ardiente, escarlata y siniestra, que surgía de la extraña y arcaica ruina del lejano islote. No puedo describir el aspecto de esas ruinas... debí estar loco, ya que parecía alzarse majestuosa y pletórica, espléndida y circundada de columnas, y el reflejo de llamas sobre el mármol de la construcción hendía el cielo como la cúspide de un templo en la cima de una montaña. Las flautas chirriaban y los tambores comenzaron a doblar, y mientras yo observaba lleno de espanto y terror creí ver oscuras formas saltarinas que se silueteaban grotescamente contra esa visión de mármol y resplandores. El efecto resultaba titánico -completamente inimaginable- y podría haber estado mirando eternamente de no ser que el sonido de flautas parecía crecer hacia la izquierda. Trémulo por un terror que se entremezclaba de forma extraña con el éxtasis, crucé la sala circular hacia la ventana norte, desde la que podía verse la aldea y el llano que se abría al pie de la ciénaga. Entonces mis ojos se desorbitaron ante un extraordinario prodigio aún más grande, como si no acabase de dar la espalda a una escena que desbordaba la naturaleza, ya que por la llanura espectralmente iluminada de rojo se desplazaba una procesión de seres con formas tales que no podían proceder sino de pesadillas. Medio deslizándose, medio flotando por los aires, los fantasmas de la ciénaga, ataviados de blanco, iban retirándose lentamente hacia las aguas tranquilas y las ruinas de la isla en fantásticas formaciones que sugerían alguna danza ceremonial y antigua. Sus brazos ondeantes y traslúcidos, al son de los detestables toques de aquellas flautas invisibles, reclamaban con extraordinario ritmo a una multitud de tambaleantes trabajadores que les seguían perrunamente con pasos ciegos e involuntarios, trastabillando como arrastrados por una voluntad demoníaca, torpe pero irresistible. Cuando las náyades llegaban a la ciénaga sin desviarse, una nueva fila de rezagados zigzagueaba tropezando como borrachos, abandonando el castillo por alguna puerta apartada de mi ventana; fueron dando tumbos de ciego por el patio y a través de la parte interpuesta de aldea, y se unieron a la titubeante columna de peones en la llanura. A pesar de la altura, pude reconocerlos como los criados traídos del norte, ya que reconocí la silueta fea y gruesa del cocinero, cuyo absurdo aspecto ahora resultaba sumamente trágico. Las flautas sonaban de forma horrible y volví a escuchar el batir de tambores procedente de las ruinas de la isla. Entonces, silenciosa y graciosamente, las náyades llegaron al agua y se fundieron una tras otra con la antigua ciénaga, mientras la línea de seguidores, sin medir sus pasos, chapoteaba desmañadamente tras ellas para acabar desapareciendo en un leve remolino de insalubres burbujas que apenas pude distinguir en la luz escarlata. Y mientras el último y patético rezagado, el obeso cocinero, desaparecía pesadamente de la vista en el sombrío estanque, las flautas y tambores enmudecieron, y los cegadores rayos de las ruinas se esfumaron al instante, dejando la aldea de la maldición desolada y solitaria bajo los tenues rayos de una luna recién acabada de salir. Mi estado era ahora el de un indescriptible caos. No sabiendo si estaba loco o cuerdo, dormido o despierto, me salvé sólo merced a un piadoso embotamiento. Creo haber hecho cosas tan ridículas como rezar a Artemisa, Latona, Deméter, Perséfona y Plutón. Todo cuando podía recordar de mis días de estudios clásicos de juventud me acudió a los labios mientras los horrores de la situación despertaban mis supersticiones más arraigadas. Sentía que había presenciado la muerte de toda una aldea y sabía que estaba a solas en el castillo con Denys Barry, cuya audacia había desatado la maldición. Al pensar en él me acometieron nuevos terrores y me desplomé en el suelo, no inconsciente, pero sí físicamente incapacitado. Entonces sentí el helado soplo desde la ventana este, por donde se había alzado la luna, y comencé a escuchar los gritos en el castillo, abajo. Pronto tales gritos habían alcanzado una magnitud y cualidad que no quiero transcribir, y que me hacen enfermar al recordarlos. Todo cuanto puedo decir es que provenían de algo que yo conocí como amigo mío. En cierto instante, durante ese periodo estremecedor, el viento frío y los gritos debieron hacerme levantar, ya que mi siguiente impresión es la de una enloquecida carrera por la estancia y a través de corredores negros como la tinta y, fuera, cruzando el patio para sumergirme en la espantosa noche. Al alba me descubrieron errando trastornado cerca de Ballylough, pero lo que me enloqueció por completo no fue ninguno de los terrores vistos u oídos antes. Lo que yo musitaba cuando volví lentamente de las sombras eran un par de incidentes acaecidos durante mi huida, incidente de poca monta, pero que me recomen sin cesar cuando estoy solo en ciertos lugares pantanosos o a la luz de la luna. Mientras huía de ese castillo maldito por el borde de la ciénaga, escuché un nuevo sonido; algo común, aunque no lo había oído antes en Kilderry. Las aguas estancadas, últimamente bastante despobladas de vida animal, ahora hervían de enormes ranas viscosas que croaban aguda e incesantemente en tonos que desentonaban de forma extraña con su tamaño. Relucían verdes e hinchadas bajo los rayos de luna, y parecían contemplar fijamente la fuente de luz. Yo seguí la mirada de una rana muy gorda y fea, y vi la segunda de las cosas que me hizo perder el tino. Tendido entre las extrañas ruinas antiguas y la luna menguante, mis ojos creyeron descubrir un rayo de débil y trémulo resplandor que no se reflejaba en las aguas de la ciénaga. Y ascendiendo por ese pálido camino mi mente febril imaginó una sombra leve que se debatía lentamente; una sombra vagamente perfilada que se retorcía como arrastrada por monstruos invisibles. Enloquecido como estaba, encontré en esa espantosa sombra un monstruoso parecido, una caricatura nauseabunda e increíble, una imagen blasfema del que fuera Denys Barry".

H.P Lovecraft

sábado, 25 de julio de 2009

"La Rueda del Tiempo"

"En la India dos hombres caminaban por el campo. El más anciano dijo: -Estoy cansado. Por favor, ve a buscar un poco de agua en los pozos que se ven al otro lado del arrozal. Te espero a la sombra de estos árboles. El joven cruzó el campo y en el pozo se encontró con una muchacha que estaba sacando agua. Se sintió atraído por ella y suavemente le preguntó su nombre. Ella le contestó con una sonrisa. Algo más tarde él le propuso llevarle la vasija hasta el pueblo. Ella aceptó. Ya en la aldea fue invitado a comer en casa de la joven. Conoció a toda la familia y acabó pidiendo la mano de la chica. Se la concedieron. Tras la boda trabajó como campesino, tuvo hijos y los educó. Uno murió de enfermedad. Sus suegros también fallecieron y se convirtió en el cabeza de familia. Su hijo mayor se casó y partió. Su mujer, con el pelo ya cano, murió algo después. Él la lloró, porque la había amado mucho. Días más tarde una inundación devastó el valle. Fue arrastrado como sus vecinos por un torbellino de agua fangosa. Luchó para sujetar a su hijo menor, que se ahogaba ante sus ojos. De repente, sin saber por qué, se acordó de su amigo, el anciano que le había pedido agua. Al instante se encontró en tierra seca, cruzando un campo, con una jarra en la mano. Regresó junto al anciano, que estaba adormecido bajo un árbol. Algo en el aire, que se había vuelto puro y ligero, parecía indicarle al joven que se hallaba en el mismísimo umbral del gran misterio de Vishnú, el dios que mantiene los mundos en su sitio. El anciano se despertó y le dijo: -El sol ya está bajo. Tardaste mucho. Estaba a punto de ir a buscarte".

Anónimo Hindú

viernes, 24 de julio de 2009

"El Árbol que Hablaba"

"Había un lobo en la selva. Un día, cuando estaba afuera paseando, encontró a un árbol que tenía unas hojas que parecían caras de personas. Escuchó atentamente y pudo oír al árbol hablar. El lobo se asustó y dijo: -Hasta el día de hoy nunca me había encontrado con algo tan raro como un árbol hablante. Tan pronto como hubo dicho estas palabras, alguna cosa que no pudo ver lo golpeó y lo dejó inconsciente. No sabía durante cuánto tiempo había estado allí tendido en el suelo, pero cuando despertó estaba demasiado asustado para hablar. Se levantó inmediatamente y empezó a correr. El lobo estuvo pensando acerca de lo que le había ocurrido y se dio cuenta de que podía usar el árbol para su provecho. Se fue paseando de nuevo y se encontró a un antílope. Le contó lo del árbol que hablaba, pero el antílope no le creyó. -Ven y lo verás tu mismo -dijo el lobo- pero cuando llegues delante del árbol asegúrate de decir estas palabras: "Hasta el día de hoy nunca me había encontrado con algo tan raro como un árbol hablante". Si no las dices, morirás. El lobo y el antílope se acercaron hasta el árbol que hablaba. El antílope dijo: -Has dicho la verdad, lobo, hasta el día de hoy nunca me había encontrado con algo tan raro como un árbol hablante. Tan pronto como dijo esto alguna cosa lo golpeó y lo dejó inconsciente. El lobo cargó con él a su espalda y se lo llevó a casa para comérselo. "Este árbol que habla solucionará todos mis problemas", pensó el lobo. "Si soy inteligente nunca más volveré a pasar hambre." Al día siguiente el lobo estaba paseando como de costumbre. Al cabo de un rato se encontró con una tortuga. Le contó la misma historia que le había contado al antílope, y la llevó hasta el lugar. La tortuga se sorprendió cuando vio al árbol hablante. -No creía que esto fuera posible -dijo- hasta el día de hoy nunca me había encontrado con algo tan raro como un árbol hablante. Inmediatamente fue golpeada por algo que no pudo ver y cayó inconsciente. El lobo la arrastró hasta su casa y la puso en una olla. Pensó en hacer una estupenda sopa. El lobo estaba orgulloso de sí mismo. Después del antílope y la tortuga cazó un ave, un jabalí, y un ciervo. Nunca antes había comido mejor. Siempre usaba la misma estrategia. Contaba a sus presas que debían decir que nunca antes habían visto a un árbol hablar y que si no lo decían morirían. Todos ellos hicieron lo que el lobo les dijo y todos ellos quedaron inconscientes. Luego el lobo cargaba con ellos hasta su casa. Era un plan perfecto, él lo creía simple e infalible, y agradecía a las estrellas el hecho de haber encontrado a ese árbol. Esperaba comer como un rey durante el resto de su vida. Un día, que se sentía con algo de hambre, el lobo fue a pasear de nuevo. Esta vez se encontró con una liebre. El lobo le dijo: -Hermana liebre, he visto algo que tú no has visto desde el tiempo de tus antepasados. -Hermano mayor, ¿qué puede ser? -preguntó la liebre. -He visto un árbol que habla en la selva -dijo el lobo. Contó la misma historia de siempre a la liebre y se ofreció para llevarla a ver ese árbol hablante. Fueron juntos hasta el lugar. Cuando se acercaban al árbol el lobo le dijo: -No olvides lo que te he contado. -¿Qué me contaste? -preguntó la liebre. -Lo que debes decir cuando llegues junto al árbol, o si no , morirás -dijo el lobo. -¡Oh!, sí -dijo la liebre-. Y empezó a hablar con el árbol. -¡Oh!, árbol, ¡oh!, árbol -dijo-. Eres un árbol precioso. .No, esto no -dijo el lobo. -Perdona -dijo la liebre. Entonces habló de nuevo-. Árbol, ¡oh!, árbol, nunca pensé que pudieras ser tan maravilloso. -¡No, no! -dijo el lobo- no un árbol precioso, un árbol hablante. Te dije que tenías que decir que nunca habías visto antes a un árbol hablante. Tan pronto como hubo dicho estas palabras, el lobo cayó inconsciente. La liebre se fue andando y mirando hacia el árbol y el lobo. Luego sonrió: -Entonces, este era el plan del señor Lobo -dijo-. Se pensaba que este lugar era un comedero y yo su comida. La liebre se marchó y contó a todos los animales de la selva el secreto del árbol que hablaba. El plan del lobo fue descubierto, y el árbol, sin herir a nadie, continuó hablando solo".

Anónimo Africano

jueves, 23 de julio de 2009

"El Cielo del Gorrión"

"Había un gorrión minúsculo que, cuando retumbaba el trueno de la tormenta, se tumbaba en el suelo y levantaba sus patitas hacia el cielo. -¿Por qué haces eso? -le preguntó un zorro. -¡Para proteger a la tierra, que contiene muchos seres vivos! -contestó el gorrión-. Si por desgracia el cielo cayese de repente, ¿te das cuenta de lo que ocurriría? Por eso levanto mis patas para sostenerlo -¿Con tus enclenques patitas quieres sostener el inmenso cielo? -preguntó el zorro. -Aquí abajo cada uno tiene su cielo -dijo el gorrión-. Vete... tú no lo puedes comprender..."

Anónimo Turco