"Una vez, hace mucho tiempo, en un pueblecito de la montaña, un hombre muy viejo y una mujer muy vieja vivían en una solitaria cabaña de leñador.
Un día que había salido el sol y el cielo estaba azul, el viejo fue en busca de leña y la anciana bajó a lavar al arroyo estrecho y claro, que corre por las colinas...¿Y qué es lo que vieron? Flotando sobre el agua y solo en la corriente, un gran melocotón. La mujer exclamó:
-¡Anciano, abre con tu cuchillo ese melocotón!
¡Qué sorpresa! ¿Qué es lo que vieron? Dentro estaba Momotaro, un hermoso niño. Se llevaron a su casa a Momotaro, que se crió muy fuerte. Siempre estaba corriendo, saltando y peleándose para divertirse, y cada vez crecía más y se hacía más corpulento que los otros niños del pueblo.
En el pueblo todos se lamentaban:
-¿Quién nos salvará de los Demonios y de los Genios y de los terribles monstruos?
-Yo seré quien los venza -dijo un día Momotaro-. Yo iré a la isla de los Genios y los venceré.
-¡Denle una armadura! -dicen todos-. Y déjenlo ir.
Con un estandarte enarbolado va Momotaro a la isla de los Genios. Va provisto de comida para mantener su fortaleza.
Por el camino se encuentra a un Perro que le dice:
-¡Guau, guau, guau! ¿Adónde te diriges? ¿Me dejas ir contigo? Si me das comida, yo te ayudaré a vencer a los Demonios.
-¡Ki, ki, kia, kia! -dice el Mono-. ¡Momotaro, eh, Momotaro, dame comida y déjame ir contigo! ¡Les daremos su merecido!
-¡Kian, kian! -dice el Faisán-. ¡Dame comida e iré con ustedes a la isla de los Genios y los Demonios para vencerlos!
Momotaro, con el Perro y el Mono y también con el Faisán, se hace a la vela para ir al encuentro de los Genios y derrotarlos. Pero la isla de los Demonios está muy lejos y el mar, embravecido.
El Mono desde el mástil grita:
-¡Adelante, a toda marcha!
-¡Guau, guau, guau! -se oye desde la popa.
Y en el cielo se oye:
-¡Kian, kian!
Nuestro capitán no es otro que el valiente Momotaro. Desde lo alto del cielo el Faisán espía la isla y avisa:
-¡El guardián se ha dormido! ¡Adelante!
-¡Mono, salta la muralla! ¡Vamos, prepárense!
Y grita:
-¡Eh, ustedes, Demonios, Diablos, aquí estamos! ¡Salgan! ¡Aquí estamos para vencerlos, Genios!
El Faisán con su pico, el Perro con los dientes, el Mono con las uñas y Momotaro con sus brazos, luchan denodadamente.
Los Genios y los Demonios, al verse perdidos, se lamentan y dicen:
-¡Nos rendimos! ¡Nos rendimos! Sabemos que hemos sido muy malos, nunca más volveremos a serlo. Les devolveremos el tesoro y todas las riquezas.
Sobre una carreta cargan el tesoros y todo lo que había en poder de los Genios. El Perro tira de ella, el Mono empuja por detrás y el Faisán les indica el camino. Y Momotaro, sentado encima, entra en su pueblo donde todos lo aclaman por vencedor".
Anónimo Japonés
"En un pequeño pueblo del Bajo Egipto vivía una joven de veinte años cuya belleza se asimilaba a la de una diosa. Su nombre era Nitocris.
Le gustaba ayudar a su padre que trabajaba como escriba de rebaños, contando cabezas de ganado y evitando las discusiones entre los ganaderos. Nitocris sabía leer, escribir y contar, y cuando su padre se jubilara, lo sustituiría.
Todos los chicos del pueblo y de los alrededores deseaban casarse con Nitocris, pero ella sólo compartiría su vida con un hombre al que amara con todo el corazón. Los jóvenes seguían insistiendo pero ella los rechazaba tajantemente. Su padre se extrañaba, incluso le proponía casamiento con el apuesto hijo del alcalde, pero ella no podía soportarlo.
Sus padres sólo deseaban la felicidad de la hermosa joven:
-Nitocris, solamente tú puedes elegir al hombre al que amarás como esposo.
La tarde estaba soleada y Nitocris salió a darse un baño al canal pensando que a esa hora nadie la molestaría. Se quitó las sandalias, se desvistió y se metió poco a poco en el agua que gozaba de una temperatura deliciosa. Estuvo nadando durante mucho tiempo.
Por allí cerca, los chicos cazaban o jugaban a la pelota. Cuando la joven volvió hacia la orilla, un chico le hizo señas con la mano ofreciéndole su ayuda para salir del agua. Se trataba del hijo del alcalde, que muy orgulloso, armado con un arco y unas flechas, le regalaba una liebre que había cazado.
-No quiero tus regalos. ¡Aléjate de mi! - dijo Nitocris.
-¡Ni hablar! Deseo hablarte. Sabes que yo seré tu marido -contestó el joven.
-¡Jamás! ¡Nunca me casaré contigo!
Nitocris iba en busca de sus sandalias, cuando escuchó el ruido de un aleteo. Un halcón bajó hacia el suelo a gran velocidad cogiendo una de sus sandalias con sus garras, y de nuevo subió al cielo.
Cuando el hijo del alcalde tensó su arco apuntando hacia el halcón, Nitocris gritó:
-¡No tires! El halcón es el animal sagrado del dios Horus, el protector del faraón. Nadie puede matarlo.
El joven se fue muy avergonzado por su acción.
Un poco más tarde se celebraba el consejo de ministros presidido por el faraón en el jardín del palacio. El rey continuaba soltero y esta situación no debía alargarse más. La Regla exigía que reinara junto a él una gran esposa real, pero ninguna le interesaba.
Estaba pensativo y no prestaba atención al ministro, cuando de repente el halcón se abalanzó hacia el rey y dejó caer algo en sus rodillas. Se trataba de una sandalia, la más bonita que jamás había visto. Rápidamente hizo llamar al jefe de guardia, y se dirigió a él enérgicamente:
-Envíe a sus hombres a todas las ciudades y pueblos y ordene que todas las muchachas se prueben la sandalia. ¡Encuentren a su dueña!
El hijo del alcalde iba hacia la casa de Nitocris, cuando vio a dos guardias cumpliendo el encargo del faraón. No dudó en preguntar qué ocurría, a lo que le respondieron amablemente. Sólo les quedaba visitar la última casa del pueblo que se encontraba al final de la calle. El chico, al reconocer la sandalia de Nitocris, trató de evitar que la encontraran. Pero en ese momento la muchacha salió de su casa portando un ramo de flores de loto. El guardia, al verla, quedó impresionado por su belleza, y al probarle la sandalia comprobó que era suya.
Nitocris atravesó los inmensos jardines de tamariscos, sicomoros y palmeras, llegando a una enorme sala del palacio. El suelo estaba decorado con azulejos en forma de lotos y en las paredes se representaban preciosas pinturas con escenas de caza. Allí, en su trono, estaba sentado el faraón de Egipto.
La joven se arrodilló ante el faraón como muestra de admiración y respeto. El rey, portando sus insignias reales, la tomó de la mano y la ayudó a levantarse. Admirado por su belleza, el faraón le calzó la sandalia que le había hecho llegar el halcón. Nitocris era la esposa elegida por los dioses, y ella se había enamorado del faraón.
-Reinarás en Egipto junto a mí como Gran Esposa Real. Mandaré construir para ti una pirámide que inmortalizará nuestro amor y hará brillar tu nombre para siempre".
Anónimo Egipcio
"Se cuenta de un hombre al que un anciano sabio reveló un secreto fabuloso llamado "la piedra de toque". Se trataba de hallar dicho talismán tras lo cual estaría a su alcance todo aquello que deseara. La Piedra de Toque podría encontrarse, según le informó el sabio, entre los guijarros de una playa. Todo cuanto debía hacer era pasear por la orilla e ir recogiendo guijarros. Si una de esas piedras la sentía tibia al tacto, cosa contraria a lo que suele suceder con los guijarros, habría encontrado la Piedra de Toque.
El hombre se marchó inmediatamente a su casa y decidió dedicar una hora cada día a la búsqueda de tal tesoro. Y cada mañana al amanecer recogía piedras en la playa. Cuando agarraba un guijarro que sentía frío, lo tiraba al mar. Esta práctica continuó hora tras hora, día tas día, semana tras semana, mes tras mes, año tras año. Cada guijarro se sentía frío. Cada guijarro era inmediatamente lanzado al mar. Sin embargo, se consolaba pensando que aquella práctica resultaba sana y agradable. De hecho, pasados los años, casi había olvidado la razón de sus paseos matinales por la playa, disfrutaba mirando el mar, observando el oleaje, escuchando a las gaviotas y recoger y tirar los guijarros pasó a ser casi un juego divertido, un hábito.
Pero entonces, tarde en una mañana, sucedió que tomó un guijarro que sintió tibio, a diferencia de los demás. El hombre, cuya conciencia apenas percibió la diferencia, lo lanzó al mar. Ni siquiera se dio cuenta que había tirado La Piedra de Toque. El tesoro cuya búsqueda había comenzado hace tantos años".
Anónimo
"Durante el período Ch’eng-Hua de nuestra dinastía, vivía en Shan-tung un joven llamado Moral-en-flor, cuyos padres poseían una fortuna respetable. Justo acababa de atarse los cabellos detrás de su bonete de hombre; su fresco y rosado cutis se sumaba al delicado encanto de sus rasgos.
Un día, yendo a visitar a un tío suyo en una aldea cercana, fue sorprendido en el camino por un fuerte aguacero, y corrió a buscar abrigo en un templo abandonado; y allí, sentada en el suelo y esperando que la lluvia cesara, había una anciana. Moral-en-flor se sentó también, y como la lluvia aumentara en intensidad, se resignó también a esperar.
Al encontrarlo hermoso, la anciana empezó a conversar y congraciarse con él, hasta que, por último, se le acercó hasta quedar pegada con él y, después, sus manos empezaron a palpar suavemente el cuerpo del muchacho.
El joven encontró que ésta era una manera agradable de pasar el tiempo, pero, al cabo de un rato, dijo:
-¿Cómo es que, a pesar de que eres mujer tienes voz de hombre?
-Hijo mío, te diré la verdad pero no has de revelarla a nadie. En realidad no soy mujer sino hombre. Cuando era chiquito solía disfrazarme e imitar el falsete de las niñas; y hasta aprendí a coser tan bien como ellas. Solía ir a menudo a las ferias y mercados de los pueblos vecinos fingiéndome muchacha y ofreciéndome para trabajos de costura; y, muy pronto, mi habilidad fue admirada por todas las moradoras de las casas donde trabajé. Solía ir a acostarme con las mujeres -añadió- y, poco a poco, según fuera de licenciosa su mente, gozábamos de todo nuestro placer. Muy pronto las mujeres descubrieron que no tenían que salir para sus retozos; y hasta jóvenes de mente sobria se vieron envueltas en mi juego. Tampoco ellas se atrevieron a decir nada, por temor al escándalo; y, además, poseía yo una droga que, durante la noche, se la aplicaba al rostro dejándolas atontadas, de manera que eso me permitía hacer lo que quisiera. Cuando recobraban el conocimiento era ya demasiado tarde, y no osaban protestar. Antes al contrario, solían cohecharme con oro y prendas de seda para que guardara silencio y me marchara de su casa. Y nunca, desde entonces, y ahora cuento ya cuarenta y siete años, he vuelto a ponerme ropas de hombre. He viajado por las dos capitales y las nueve provincias y siempre que veo una mujer hermosa logro combinar las cosas de manera que me sea posible entrar en su casa. De esta manera acumulo riquezas sin gran fatiga; y nunca he sido descubierto.
-¡Qué historia tan asombrosa! -exclamó fascinado Moral-en-Flor-. No sé si yo podría hacer lo mismo.
-Siendo tan bello como eres -le contestó el otro- todos habrán de tomarte por una mujer. Si quieres que yo sea tu maestro no tienes que hacer más que venir conmigo. Te vendaré los pies y te enseñaré a coser; e iremos juntos por todas las casas. Tú serás mi sobrina. Si encontramos alguna buena ocasión, te daré un poco de mi droga y no tendrás ninguna dificultad en lograr tus fines.
El corazón del joven estaba devorado por el deseo de poner a prueba semejante aventura. Sin más vacilaciones, se postró cuatro veces y adoptó a la vieja como su amo, sin pensar ni por un instante en sus padres ni en su honor. Así de embriagador es el vicio.
Cuando cesó de llover salió con la vieja; y, en cuanto estuvieron fuera ya de los linderos de Shan-tung, compraron alfileres para el tocado y vestidos femeninos. El disfraz fue perfecto y cualquiera hubiese jurado que Moral-en-Flor era una mujer de veras. Cambió su primer nombre por el de Niang, “niña”, a pesar de que, por espacio de unos cuantos días, se sintió tan turbado que no se atrevió a hablar.
Pero su amo no parecía ya ansioso por encontrar nuevas víctimas. Cada noche insistía en que su sobrina compartiera el lecho con él; y hasta hora muy avanzada estaba procurándole instrucciones, y éstas eran hasta en sus más nimios detalles.
No era para eso que Moral-en-Flor se había disfrazado. Un día manifestó que, de entonces en adelante, cada uno fuese por su camino, y el otro se vio obligado a aceptarlo; pero, antes de separarse, le dio al joven algunos consejos más:
-En nuestra profesión hay que observar dos reglas importantísimas. La primera es no quedarse demasiado tiempo en una misma casa. Si te quedas en un mismo lugar más de medio mes, seguramente serás descubierto. Por lo tanto, cambia a menudo de distrito, de manera que de un mes a otro no haya tiempo para que las huellas de tu paso puedan discernirse. La segunda regla es que no dejes que ningún hombre se te acerque. Eres hermoso, joven y solo en la vida, y todos querrán tener que ver contigo. Por lo tanto, rodéate siempre de mujeres. Y una última palabra: no tengas nada que ver con niñas, porque gritan y lloran.
Y de esta manera se separaron.
A la primera aldea que llegó, Moral-en-Flor percibió al otro lado de una puerta la silueta de la joven más graciosa que nunca hubiera visto, y fue a tocar a dicha puerta sacudiendo el llamador de bronce. La joven fue a abrir y le miró con ojos de llama. Justamente necesitaban una costurera.
Pero, por la noche, el muchacho quedó decepcionado por la llegada del marido, cuyo vigoroso aspecto le dejó muy pocas esperanzas para aquella noche.
Se vio obligado a aguardar a que la joven señora quedara sola en su casa durante el día y acudiera a trabajar en el cuarto en que él estaba. Entonces se arriesgó a hacer una observación respecto al estado de los campos y después la felicitó por el marido que tenía. La joven se sonrojó y su conversación se hizo más íntima. Sin embargo, no fue sino hasta el día siguiente en que él se atrevió a insinuarse un poco más. Esta actitud suya fue inmediatamente recompensada con el éxito. Dos días después, se vio obligado a marcharse precipitadamente, pues el marido se había fijado en él y, aprovechando una ausencia momentánea de su esposa, quiso acariciarlo.
A partir de entonces Moral-en-Flor se dedicó a su extraño oficio. A los treinta y dos años había recorrido más de medio imperio, y había seducido a varios miles de mujeres. A menudo era tan osado como para atacar a más de ocho personas de una vez, en una misma casa, y ni tan siquiera las pequeñas esclavas se libraban de su atención. La dicha, de la que él era causante en esta forma, permanecía oculta y nadie sufría por ella ya que nadie hubiese ni soñado en su existencia. Moral-en-Flor recordaba siempre la regla que le señalara su maestro, y nunca se arriesgaba a quedarse en un mismo lugar más que unos pocos días.
Por último, llegó a la provincia Al-Oeste-del-Río y allí fue recibido en una casa importante, donde había más de quince mujeres, todas ellas jóvenes y hermosas. Sus sentimientos por cada una de ellas eran de naturaleza tan ardiente que pasaron veinte días; antes no pudo decidirse a partir. Ahora bien, el marido de una de estas jóvenes lo vio, y, habiéndose enamorado de él, dispuso las cosas de manera que su esposa lo hiciera acudir a su casa. Allí fue Moral-en-Flor sin sospechar nada, y no hubo hecho más que llegar, cuando el marido entró en el cuarto, la asió por la cintura y le pidió que compartiera su placer. Naturalmente, él se negó y empezó a gritar; pero el marido no le hizo el menor caso. Lo empujó hacia el lecho y le desató las vestiduras. Pero sus desvergonzadas manos encontraron algo muy distinto de lo que esperaban. Y ahora fue a él a quien le tocó poner el grito en el cielo; los esclavos acudieron, ataron a Moral-en-Flor y lo llevaron ante el tribunal de justicia. Delante del juez quiso alegar que había adoptado este disfraz para poder ganarse la vida. Pero el tormento le arrancó su verdadero nombre y el verdadero motivo de su conducta, junto con un relato de sus hazañas más recientes.
El Gobernador envió un informe a las autoridades superiores, pues no le constaba ningún precedente y no sabía a qué castigo podía condenarlo. El Virrey decidió que el caso caía dentro de la ley de adulterio, y también que tenía que ver con la propagación de la inmoralidad. La pena fue la muerte lenta. No se reconoció ninguna circunstancia atenuante. Y así acabó esta historia".
Anónimo Chino (Siglo XVII)
Hoy viernes pongo la del jueves también, por falta de tiempo, disculpad la demora ^^.
"Cuando Chu, último rey de la dinastía Chang, ordenó que de un marfil de inmenso valor se le fabricaran palillos para comer, su tío y consejero, el príncipe Ki, se mostró sumamente triste y preocupado. Los palillos de marfil no pueden usarse con tazones y platos de barro cocido: exigen vasos tallados en cuernos de rinoceronte y platos de jade, donde en vez de cereales y legumbres deben servirse manjares exquisitos, como colas de elefante y fetos de tigre. Llegado a esto, difícilmente el rey estaría dispuesto a vestir telas burdas y vivir bajo un techo de paja: encargaría sedas y mansiones lujosas.
-Me inquieta adónde conducirá todo esto -dijo el príncipe Ki.
Efectivamente, cinco años después el rey Chu de la dinastía Chang asolaba el reino para colmar sus despensas con todas las exquisiteces, torturaba a sus súbditos con hierros cadentes, y se embriagaba en un lago de vino. Y de este modo perdió su reino".
Anónimo Chino
"Un leñador de Cheng se encontró en el campo con un ciervo asustado y lo mató. Para evitar que otros lo descubrieran, lo enterró en el bosque y lo tapó con hojas y ramas. Poco después olvidó el sitio donde lo había ocultado y creyó que todo había ocurrido en un sueño. Lo contó, como si fuera un sueño, a toda la gente. Entre los oyentes hubo uno que fue a buscar el ciervo escondido y lo encontró. Lo llevó a su casa y dijo a su mujer:
-Un leñador soñó que había matado un ciervo y olvidó dónde lo había escondido y ahora yo lo he encontrado. Ese hombre sí que es un soñador.
-Tú habrás soñado que viste un leñador que había matado un ciervo. ¿Realmente crees que hubo un leñador? Pero como aquí está el ciervo, tu sueño debe ser verdadero -dijo la mujer.
-Aun suponiendo que encontré el ciervo por un sueño -contestó el marido- ¿a qué preocuparse averiguando cuál de los dos soñó?
Aquella noche el leñador volvió a su casa, pensando todavía en el ciervo, y realmente soñó, y en el sueño soñó el lugar donde había ocultado el ciervo y también soñó quién lo había encontrado. Al alba fue a casa del otro y encontró el ciervo. Ambos discutieron y fueron ante un juez, para que resolviera el asunto. El juez le dijo al leñador:
-Realmente mataste un ciervo y creíste que era un sueño. Después soñaste realmente y creíste que era verdad. El otro encontró el ciervo y ahora te lo disputa, pero su mujer piensa que soñó que había encontrado un ciervo que otro había matado. Luego, nadie mató al ciervo. Pero como aquí está el ciervo, lo mejor es que se lo repartan.
El caso llegó a oídos del rey de Cheng y el rey de Cheng dijo:
-¿Y ese juez no estará soñando que reparte un ciervo?"
Anónimo Chino