"Soñé que había hecho algo horrible, tan horrible, que se me negó sepultura en tierra y en mar, y ni siquiera había infierno para mí. Esperé algunas horas con esta certidumbre. Entonces vinieron por mí mis amigos, y secretamente me asesinaron, y con antiguo rito y entre grandes hachones encendidos, me sacaron.Esto acontecía en Londres, y furtivamente, en el silencio de la noche, me llevaron a lo largo de calles grises y por entre míseras casas hasta el río. Y el río y el flujo del mar pugnaban entre bancos de cieno, y ambos estaban negros y llenos de los reflejos de las luces. Una súbita sorpresa asomó a sus ojos cuando se les acercaron mis amigos con sus hachas fulgurantes. Y yo lo veía, muerto y rígido, porque mi alma aún estaba entre mis huesos, porque no había infierno para ella, porque se me había negado sepultura cristiana.Me bajaron por una escalera cubierta de musgo y viscosidades, y así descendí poco a poco al terrible fango. Allí, en el territorio de las cosas abandonadas, excavaron una fosa. Después me depositaron en la tumba, y de repente arrojaron las antorchas al río. Y cuando el agua extinguió el fulgor de las teas, se vieron, pálidas y pequeñas, nadar en la marea; y al punto se desvaneció el resplandor de la calamidad, y advertí que se aproximaba la enorme aurora; mis amigos se taparon los rostros con sus capas, y la solemne procesión se dispersó, y mis amigos fugitivos desaparecieron calladamente.Entonces volvió el fango cansadamente y lo cubrió todo, menos mi cara. Allí yacía solo, con las cosas olvidadas, con las cosas amontonadas que las mareas no llevarán más adelante, con las cosas inútiles y perdidas, con los ladrillos horribles que no son tierra ni piedra. Nada sentía, porque me habían asesinado; mas la percepción y el pensamiento estaban en mi alma desdichada. La aurora se abría, y vi las desoladas viviendas amontonadas en la margen del río, y en mis ojos muertos penetraban sus ventanas muertas, tras de las cuales había fardos en vez de ojos humanos.Y tanto hastío sentí al mirar aquellas cosas abandonadas, que quise llorar, mas no pude porque estaba muerto. Supe entonces lo que jamás había sabido: que durante muchos años aquel rebaño de casas desoladas había querido llorar también, mas, por estar muertas, estaban mudas. Y supe que también las cosas olvidadas hubiesen llorado, pero no tenían ojos ni vida. Y yo también intenté llorar, pero no había lágrimas en mis ojos muertos. Y supe que el río podía habernos cuidado, podía habernos acariciado, podía habernos cantado, mas él seguía corriendo sin pensar más que en los barcos maravillosos.Por fin, la marea hizo lo que no hizo el río, y vino y me cubrió, y mi alma halló reposo en el agua verde, y se regocijó, e imaginó que tenía la sepultura del mar. Mas con el reflujo descendió el agua otra vez, y otra vez me dejó solo con el fango insensible, con las cosas olvidadas, ahora dispersas, y con el paisaje de las desoladas casas, y con la certidumbre de que todos estábamos muertos.En el negro muro que tenía detrás, tapizado de verdes algas, despojo del mar, aparecieron oscuros túneles y secretas galerías tortuosas que estaban dormidas y obstruidas. De ellas bajaron al cabo furtivas ratas a roerme, y mi alma se regocijó creyendo que al fin se vería libre de los malditos huesos a los que se había negado entierro.Pero pronto se apartaron las ratas y murmuraron entre sí. No volvieron más. Cuando descubrí que hasta las ratas me execraban, intenté llorar de nuevo. Entonces, la marea vino retirándose, y cubrió el espantoso fango, y ocultó las desoladas casas, y acarició las cosas olvidadas, y mi alma reposó por un momento en la sepultura del mar. Luego me abandonó otra vez la marea. Y sobre mí pasó durante muchos años arriba y abajo. Un día me encontró el Consejo del Condado y me dio sepultura decorosa. Era la primera tumba en que dormía. Pero aquella misma noche mis amigos vinieron por mi, y me exhumaron, y me llevaron de nuevo al hoyo somero del fango.Una y otra vez hallaron mis huesos sepultura a través de los años, pero siempre al fin del funeral acechaba uno de aquellos hombres terribles, quienes, no bien caía la noche, venían, me sacaban y me volvían nuevamente al hoyo del fango. Por fin, un día murió el último de aquellos hombres que hicieron un tiempo la terrible ceremonia conmigo. Oí pasar su alma por el río al ponerse el sol. Y esperé de nuevo.Pocas semanas después me encontraron otra vez, y de nuevo me sacaron de aquel lugar en que no hallaba reposo, y me dieron profunda sepultura en sagrado, donde mi alma esperaba descanso. Y al punto vinieron hombres embozados en capas y con hachones encendidos para volverme al fango, porque la ceremonia había llegado a ser tradicional y de rito. Y todas las cosas abandonadas se mofaron de mí en sus mudos corazones cuando me vieron volver, porque estaban celosas de que hubiese dejado el fango. Debe recordarse que yo no podía llorar.Y corrían los años hacia el mar adonde van las negras barcas, y las grandes centurias abandonadas se perdían en el mar, y allí permanecía yo sin motivo de esperanza y sin atreverme a esperar sin motivo por miedo a la terrible envidia y a la cólera de las cosas que ya no podían navegar.Una vez se desató una gran borrasca que llegó hasta Londres y que venía del mar del Sur; y vino retorciéndose río arriba empujada por el viento furioso del Este. Y era más poderosa que las espantosas mareas, y pasó a grandes saltos sobre el fango movedizo. Y todas las tristes cosas olvidadas se regocijaron y mezcláronse con cosas que estaban más altas que ellas, y pulularon otra vez entre los señoriles barcos que se balanceaban arriba y abajo. Y sacó mis huesos de su horrible morada para no volver nunca más, esperaba yo, a sufrir la injuria de las mareas. Y con la bajamar cabalgó río abajo, y dobló hacia el Sur, y tornóse a su morada. Y repartió mis huesos por las islas y por las costas de felices y extraños continentes. Y por un momento, mientras estuvieron separados, mi alma se creyó casi libre.Luego se levantó, al mandato de la Luna, el asiduo flujo de la marea, y deshizo en un punto el trabajo del reflujo, y recogió mis huesos de las riberas de las islas de sol, y los rebuscó por las costas de los continentes, y fluyó hacia el Norte hasta que llegó a la boca del Támesis, y subió por el río y encontró el hoyo en el fango, y en él dejó caer mis huesos; y el fango cubrió algunos y dejó otros al descubierto, porque el fango no cuida de las cosas abandonadas.Llegó el reflujo, y vi los ojos muertos de las cosas y la envidia de las otras cosas olvidadas que no había removido la tempestad. Y transcurrieron algunas centurias más sobre el flujo y el reflujo y sobre la soledad de las cosas olvidadas. Y allí permanecía, en la indiferente prisión del fango, jamás cubierto por completo ni jamás libre, y ansiaba la gran caricia cálida de la tierra o el dulce regazo del mar.A veces encontraban los hombres mis huesos y los enterraban, pero nunca moría la tradición, y siempre me volvían al fango los sucesores de mis amigos. Al fin dejaron de pasar los barcos y fueron apagándose las luces; ya no flotaron más río abajo las tablas de madera, y en cambio llegaron viejos árboles descuajados por el viento, en su natural simplicidad.Al cabo percibí que dondequiera a mi lado se movía una brizna de hierba y el musgo crecía en los muros de las casas muertas. Un día, una rama de cardo silvestre pasó río abajo. Por algunos años espié atentamente aquéllas señales, hasta que me cercioré de que Londres desaparecía. Entonces perdí una vez más la esperanza, y en toda la orilla del río reinaba la ira entre las cosas perdidas, pues nada se atrevía a esperar en el fango abandonado. Poco a poco se desmoronaron las horribles casas, hasta que las pobres cosas muertas que jamás tuvieron vida encontraron sepultura decorosa entre las plantas y el musgo. Al fin apareció la flor del espino y la clemátide. Y sobre los diques que habían sido muelles y almacenes se irguió al fin la rosa silvestre. Entonces supe que la causa de la Naturaleza había triunfado y que Londres había desaparecido.El último hombre de Londres vino al muro del río, embozado en una antigua capa, que era una de aquellas que un tiempo usaron mis amigos, y se asomó al pretil para asegurarse de que yo estaba quieto allí; se marchó y no le volví a ver: había desaparecido a la par que Londres.Pocos días después de haberse ido el último hombre entraron las aves en Londres, todas las aves que cantan. Cuando me vieron, me miraron con recelo, se apartaron un poco y hablaron entre sí.Sólo pecó contra el Hombre. -dijeron- No es cuestión nuestra.Seamos buenas con él. -dijeron.Entonces se me acercaron y empezaron a cantar. Era la hora del amanecer, y en las dos orillas del río, y en el cielo, y en las espesuras que un tiempo fueron calles, cantaban centenares de pájaros. A medida que el día adelantaba, arreciaban en su canto los pájaros; sus bandadas espesábanse en el aire, sobre mi cabeza, hasta que se reunieron miles de ellos cantando, y después millones, y por último no pude ver sino un ejército de alas batientes, con la luz del sol sobre ellas, y breves claros de cielo. Entonces, cuando nada se oía en Londres más que las miríadas de notas del canto alborozado, mi alma se desprendió de mis huesos en el hoyo del fango y comenzó a trepar sobre el canto hacia el cielo. Y pareció que se abría entre las alas de los pájaros un sendero que subía y subía, y a su término se entreabría una estrecha puerta del Paraíso. Y entonces conocí por una señal que el fango no había de recibirme más, porque de repente me encontré que podía llorar.En este instante abrí los ojos en la cama de una casa de Londres, y fuera, a la luz radiante de la mañana, trínaban unos gorriones sobre un árbol; y aún había lágrimas en mi rostro, pues la represión propia se debilita en el sueño. Me levanté y abrí de par en par la ventana, y extendiendo mis manos sobre el jardincillo, bendije a los pájaros cuyos cantos me habían arrancado a los turbulentos y espantosos siglos de mi sueño".Lord Dunsany
"El pensador oyó sonar pausadamente, cayendo del alto reloj inglés que coronaban estatuillas de bronce, las doce de la noche del último día del año. Después de cada campanada, la caja sonora y seca del reloj quedaba vibrando como si se estremeciese de un misterioso terror.Se levantó el pensador de su antiguo sillón de cuero, bruñido por el roce de sus espaldas y brazos durante luengas jornadas estudiosas y solitarias, y, como quien adopta definitiva resolución, se acercó a la chimenea encendida. O entonces o nunca era la ocasión favorable para el conjuro.Descolgó de una panoplia una espada que conservaba en la ranura el óxido producido por la sangre bebida antaño en riñas y batallas, y con ella describió, frente a la chimenea y alejándose de ella lo suficiente, un pentáculo, en el cual quedó incluso. Chispas de fuego brotaban de la punta de la tizona, y la superficie del piso apareció como carbonizada allí donde se inscribió el círculo mágico, alrededor del osado que se atrevía a practicar el rito de brujería, ya olvidado casi. Mientras trazaba el círculo, murmuraba las palabras cabalísticas.Una figura alta y sombría pareció surgir de la chimenea, y fue adelantándose hacia el invocador, sin ruido de pasos, con el avance mudo de las sombras.La capa vasta, flotante, color de humo, en que se rebozaba la figura; el sombrero oscuro, inmenso, cuya ala descendía hasta el embozo, no permitían ver el rostro del aparecido. Y el pensador no podía acercarse a él. Un encanto le sujetaba dentro del círculo; sólo se libertaría si recitase el conjuro al revés y marcase el pentáculo en sentido también inverso. Pero le faltaba valor: sentía cuajarse sus venas ante el figurón silencioso, que acaso no tenía cuerpo; que tal vez era una ilusión perversa de los sentidos, una niebla psíquica.-¿Satanás, Luzbel, Astarot, Belial, Belfegor, Belcebú? -articuló ansiosamente, interrogando-. ¿Cuál de los nobles príncipes del Abismo me honra acudiendo a mi invocación?El espectro se desembozó suavemente. No tenía cara. En vez de semblante vio el pensador una especie de mancha cambiante, informe. La voz salía del hueco del pecho, como de una devastada caverna.-No soy de los duques y archiduques del Abismo. Si tuviese sobrenombre, me llamaría el Caballero de la Nada, porque no existo. Me habéis inventado vosotros.El pensador adivinó quién era el fantasma sin rostro, invención del hombre. No en balde había gustado el amargo licor de la sabiduría, lentamente y a sorbos profundos, en la quietud de su biblioteca, decantando la ciencia antigua al través del filtro nuevo. El Caballero de la Nada, el que sólo existe en nuestra mente, que cree abarcar su ser y no estrecha, sino el vacío..., es el Tiempo, ¡el Tiempo soberano!-Ya que has venido, te pediré a ti lo que iba a pedir a los príncipes negros. ¡Detente, Tiempo, detente para mí! La sucesión de instantes que eslabona tu cadena, roza y gasta el tejido de nuestra pobre vida... Durante toda ella, ¡oh, Tiempo informe!, te he sentido que me roías y me pulverizabas el existir. Fuiste mi carcoma, fuiste mi pesadilla. A cada latido del corazón, en vez de decir uno más, dije uno menos. Ahora mismo acabas de robarme un año... ¡Me lo ha anunciado la lengua de bronce de ese reloj!-En suma: ¿quieres librarte de mí?, exclamó el espectro.-De tu poder infinito... Nada te resiste: eres el vencedor. Develas la fortaleza, arrasas la ciudad, secas los mares. El amor tiránico se humilla ante ti. Jamás ha sabido resistirte. ¡Si serás poderoso!-¡Poderoso! ¡Si no existo! Cuando piensas en mí, ya no soy. Y como ni soy ni he sido, no tengo ni panteón ni sepultura. Nadie dirá en qué pirámide anegada por la arena del desierto yacen los siglos que pasaron para no volver... En fin, ¿qué me pides? Tu conjuro me obliga; has pronunciado las terribles fórmulas de Suleimán, hijo de David.-No te pido la juventud, como Fausto cuando chocheaba... Sólo te ruego que te detengas para mí. Que yo no sienta tu acicate mortal.-¿Eso quieres? Concedido, respondió el fantasma. Y con lentitud majestuosa fue disipándose la humareda gris, color de murciélago, en que consistía. En su lugar se cuajó y solidificó un bulto colosal de bronce dorado; una mujer hermosísima y refulgente, tan grande, que daba en el techo y llenaba la estancia. La enorme figura estrechó entre sus brazos fríos, brillantes y pulimentados, el cuerpo tembloroso del pensador.-Conmigo no sentirás el Tiempo. Soy la Eternidad. Ya eres mío, dijo en voz amplia como el clamor resonante de las trompetas heroicas.Y después del amanecer, cuando el servidor entró a abrir las ventanas del estudio, vio la chimenea apagada y a su amo muerto, tendido sobre el piso, donde un círculo negro señalaba la infernal quemadura".Emilia Pardo Bazán
"Walter suspiraba dolorosamente por el fallecimiento de su amada esposa Brunilda. Era medianoche y estaba junto a su tumba, en la hora en que el espíritu que brama en las tempestades lanza sus malditas legiones de monstruos. Se lamenta todas las noches junto a la cripta, balo los árboles helados, reclinando la cabeza sobre la lápida de su esposa.Walter era un poderoso caballero de Burgundia. Se había casado con Brunilda en su juventud, cuando los dos se amaban con locura, pero la muerte se la arrebató de los brazos, y sufría todavía a pesar de que se casó otra vez con una bella mujer llamada Swanhilde, rubia, de ojos verdes y un tono rosado en las mejillas, que le había dado un varón y una niña y que era todo lo contrario de la esposa muerta.Walter no hallaba reposo, seguía amando a Brunilda y deseaba con toda su alma tenerla junto a él. Constantemente comparaba a su esposa viva con la muerta. Swanhilde notaba el cambio en su esposo y se esmeraba por atenderlo; pero de nada servía, ya que la obsesión de Walter era tener a Brunilda otra vez, y esa idea fija, constante, se había apoderado de su alma. Todas las noches visitaba la tumba de su hermosa esposa y le preguntaba con tristeza:-¿Dormirás eternamente?Ahí estaba Walter, acostado sobre la tumba. Era medianoche, cuando un hechicero de las montañas entró al cementerio para recoger las hierbas que sólo crecen en las tumbas y que están dotadas de un terrible poder. Se acercó a aquella en que Walter lloraba y le preguntó:-¿Por qué, infeliz, te atormentas así? No debes lamentarte por los muertos, pues tu también morirás algún día. Al llorar por ellos no los dejas descansar.-El amor es la fuerza más grande que hay en el universo y yo amaba a la que aquí está pudriéndose. Quisiera que regresara conmigo. -le respondió Walter con pena y necedad.-¿Crees que va a despertar con tus lamentos? ¿No vez que perturbas su calma?-¡Vete, anciano, tu no conoces el amor! ¡Si yo pudiera abrir con mis manos la tierra y devolverle la vida a mi querida Brunilda, lo haría a cualquier precio! -le gritó Walter.-Ignorante, no sabes lo que dices, te estremecerías de horror ante la resucitada. ¿Piensas que el tiempo no degrada los cuerpos? Tu amor se convertiria en odio.-Antes se caerían las estrellas del cielo. Yo reventaría mis músculos y mis huesos si ella resucitara; jamás podría odiarla.-Hablas con el corazón caliente y la cabeza hirviendo. No quiero desafiarte a devolvértela: pronto te darías cuenta de que no miento -dijo el anciano.-¿Resucitarla? -Gritó Walter, arrojándose a los pues del mago- Si eres capaz de tal maravilla, ¡hazlo!, hazlo por estas lágrimas, por el amor que ya casi no vive sobre la Tierra. Harías la mejor obra de bien en tu vida.-Calma, si decides que así sea, regresa a medianoche; pero, te lo advierto: ¡Deja a los muertos en paz!Walter regresó a su casa, pero no pudo conciliar el sueño. Al día siguiente, justo a medianoche, esperaba al hechicero junto a la tumba.-¿Haz considerado lo que te dije? -Le pregunto el anciano.-Si, lo he pensado. Devuélveme a la dueña de mi corazón, te lo suplico. Podría morir esta noche si no cumples tu promesa.-Bien -Le dijo el viejo- sigue recapacitando y regresa aquí mañana a medianoche. Te daré lo que tu pides, sólo recuerda algo: ¡Deja a los muertos en paz!A la noche siguiente apareció el hechicero y dijo:-Espero que hayas pensado bien la situación. Regresar a un muerto a la vida no es cosa de juego. Esta será la última vez que te lo diga: ¡Deja a los muertos en paz!-¡Basta, mi amada no tendrá paz en esa tumba helada, tienes que regresármela, me lo haz prometido! -le gritó Walter lleno de ansiedad.-¡Recapacítalo, no podrás separarte de ella hasta la muerte, aunque la repugnancia y el odio se apoderen de tu corazón! Solo habría un medio espantoso de lograrlo y no creo que tu quieras oír hablar de eso.-¡Anciano imbécil, devuélveme a Brunhilda! ¿Cómo podría odiar lo que más he amado? -aulló Walter con desesperación.-Está bien. Puesto que así lo quieres, ¡sea!¡retrocede!El hechicero dibujó un círculo alrededor de la tumba y una tempestad se desató. Alzó los brazos al cielo y comenzó a gritar frases en una lengua que no era humana. Los búhos comenzaron a volar de los árboles. Las estrellas se ocultaron detrás de las nubes. La lápida que cubría la tumba comenzó a moverse y se abrió paso hacia la superficie. En el hoyo, el anciano tiró varias hierbas mientras seguía murmurando con los ojos en blanco. Un viento rápido y helado salió del sepulcro al mismo tiempo que cientos de gusanos escalaban la tierra. De pronto las nubes se apartaron y la luna bañó la sepultura vacía. Sobre ella, el hechicero vertió sangre fresca contenida en una calavera y exclamó:-Bebe, tú que duermes, bebe esta sangre caliente para que tu corazón pueda latir otra vez.Como volcán que hace erupción, se levantó Brunilda, empujada por una fuerza invisible, de la noche eterna en la que estaba sepultada. Tenía el pelo negro como la tormenta, ojos azules y una piel muy blanca. El anciano hechicero la tomó de la mano y la llevó hasta Walter.-Recibe otra vez a la que amas. ¡Espero que nunca vuelvas a necesitar mi ayuda! De ser así, me encontrarás en las noches de luna llena en las montañas, donde los caminos se cruzan -diciendo esto, se alejó con paso lento.-¡Walter! -exclamó Brunilda- llévame pronto al castillo en las montañas.Walter saltó sobre el caballo y, tomando a su amada, galopó en dirección a las montañas solitarias, donde tenía un castillo oculto. Ahí había vivido con Brunilda. Sólo el viejo criado los vio llegar. Fue amenazado de inmediato por el patrón, quien le ordenó guardar silencio.-Aquí estaremos bien -dijo Brunilda -hasta que mis ojos puedan ver la luz nuevamente.Mientras residían en el castillo, los pocos criados ignoraban por completo que su antigua ama hubiera resucitado. Sólo el viejo sirviente sabía la verdad y era el que les llevaba agua y la comida. Los primeros siete días vivieron a la luz de las velas, con todas las cortinas cerradas; los siguientes siete se abrieron las ventanas más altas, de modo que sólo entraba la tenue claridad del amanecer o del anochecer. Walter nunca se apartaba de su querida Brunilda. No obstante, sentía un escalofrío que le impedia tocarla y no sabía por qué, pero tan grande era su amor que no le importaba. Estaba seguro de que esto era mejor que el pasado. Su esposa era aún mas bella que cuando estaba viva la primera vez, su voz era más dulce, sus palabras fluían con emoción y toda ella lo fascinaba hasta la locura.Brunilda constantemente hablaba de los amores que habían tenido en el pasado, haciendo a Walter emocionantes promesas que pronto realizarían. Su amor sería el amor más grande que hubiera conocido el mundo. Así embriagaba a su amado de esperanzas para el futuro. Sólo cuando hablaba del cariño que sentía por él, dejaba aparecer la parte terrenal; de otro modo discutía sin cesar de asuntos espirituales, eternos y proféticos.Todos los días dormían juntos. Walter sentía la necesidad de enamorar a su esposa, compenetrarse con ella como lo hacía antes, pero Brunilda se apartaba bruscamente de la cama y le explicaba:-Así no querido. ¿Cómo podría yo, que he regresado de la muerte, para estar contigo, ser tu amante mientras tienes una sucia mujer que se hace llamar tu esposa?Walter había enloquecido y estaba dispuesto a todo. Un día, arrebatado por la pasión, abandonó el castillo y cabalgó con furia por entre los bosques y las montañas hasta que llegó a su casa, donde su esposa Swanhilde lo recibió con cariños y palabras bellas, al igual que sus hijos. Pero nada pudo calmarlo ni reprimir su cólera. Expuso a su esposa que lo mejor era que se separaran para que cada quien pensara las cosas con calma y vieran si realmente se querían o no. Swanhilde, llena de comprensión, le dijo que estaba bien.Al otro día, Walter había conseguido el acta de separación que decía que ella debería regresar a casa de sus padres. Los niños se quedarían en el castillo. Entonces Swanhilde le dijo:-Sospecho que me dejas por el amor de Brunilda, a quien no puedes olvidar. Te he visto ir al cementerio y rondar su tumba. ¿No me digas Walter, que has osado juntar a los vivos con los muertos? ¡Eso causaría tu destrucción!Walter recordó que lo mismo le había sentenciado el hechicero, pero no lo tomó en cuenta. Hizo redecorar el palacio al gusto de la nueva dueña. La resucitada ingresó por segunda vez a su mansión como esposa. Walter les dijo a todos los criados del palacio que era una nueva novia que había traído de tierras lejanas, pero los habitantes del castillo veían el extraño parecido que había entre la señora y su antigua ama Brunilda. Sus almas se llenaron de espanto, pues esperaban lo peor y, entre la servidumbre, corría el rumor de que su amo había desenterrado a la antigua esposa de su tumba y con poderes mágicos la había hecho vivir nuevamente.La nueva ama nunca llevaba otro vestido que no fuera su túnica gris pálido, no usaba joyas de oro como las grandes señoras, sino turbias alhajas de plata de manera de cinturón y aretes; opacas perlas cubrían su pecho. Brunilda sólo salía en los atardeceres e impuso mano dura a todos los criados que la rodeaban. Era una mujer cruel que castigaba sin pretexto y por placer. Tenía el poder de la vida o la muerte sobre ellos.En otro tiempo el castillo estuvo poblado de alegría, pero ahora sus moradores tenían la cara demacrada por el temor; se estremecían cada vez que se cruzaban con Brunilda. Muchos criados cayeron enfermos y murieron. Aquellos que la veían a los ojos se convertían en esclavos de sus caprichos. La mayoría intentó huir del castillo. Sólo algunos eran conservados con vida, los ancianos.Los poderes que el hechicero había dado a Brunilda con el alimento humano había recompuesto su cuerpo corrupto. Sólo una bebida mágica podía conservarla con vida, una opción maldita: sangre humana, bebida aún caliente de venas jóvenes.Ya deseaba comenzar a beber esa sangre, la de Walter, pero tenía que esperar hasta que fuera la noche de luna llena. Una tarde, repleta de ansiedad, vagaba por el bosque y se encontró con un pequeño niño de cachetes rosados. Lo atrajo hacia ella con caricias y regalos y lo llevó a una estancia apartada de la vista humana para succionar la sangre de su pecho. Después de esa indigna acción, ya nadie estuvo a salvo de sus ataques. Todo humano que se acercaba a ella era narcotizado con la fragancia de su aliento. Niños, jóvenes y doncellas se marchitaban como flores. Los padres resentían horror ante aquella plaga que hacía estragos en la vida de sus hijos.Pronto empezaron a circular rumores. Se creía que ella era la causante de la peste mortífera, pero en las víctimas no había huella alguna que la incriminara y nadie la había visto haciendo esas aberraciones. Entonces el remedio radical: los padres abandonaron el pueblo, dejando sus casas vacías y las tierras sin trabajar. El castillo quedó desolado y el pueblo también, sólo permanecieron los ancianos decrépitos y sus esposas.El único que no veía la muerte a su alrededor era Walter. Estaba entregado a su pasión, por sobre todas las cosas, por Brunilda, quien lo amaba con una ternura que nunca antes había mostrado. Hasta ahora no había necesitado de su sangre; pero ella no dejaba de advertir con pesadez que sus fuentes de vida se agotaban; pronto ya no habría sangre fresca y joven, excepto la de Walter y sus hijos. Al regresar al castillo, Brunilda había sentido el rechazo por los hijos de una extraña y los había dejado relegados a los cuidados de una sirvienta vieja. Pero la necesidad hizo que pronto se ganara el amor de los niños; los dejaba dormirse en su pecho, les contaba historias, jugaba con ellos y los adormecía con la mirada y el aliento.Lentamente iba extrayendo de los infantes el flujo vital que la mantenía viva y hermosa. Poco a poco las fuerzas de los chiquillos fueron desapareciendo, sus risas alegres se habían transformado en débiles sonrisas. Las nodrizas estaban preocupadas y temían que todos los rumores fueran verdad. No se atrevían a decirle nada a su patrón. El varoncito murió primero. Después su hermanita lo acompañó a la tumba. Walter se llenó de pena por la muerte de sus hijos y su tristeza disgustó fuertemente a Brunilda, que lo regañaba:-¿Por qué lamentarse tanto? ¡Seguramente te recuerdan a su madre! ¿O ya estás harto de mí? -le decía la hermosa mujer con los ojos inyectados de odio.Walter era un esclavo. Perdonó las ofensas de su esposa y le pidió disculpas. Pronto volvían a vivir en la locura del amor de la muerte. Con todo, sólo quedaban él para saciar la sed de aquella bestia infernal. Las criadas eran demasiado viejas y su sangre no servía. Brunilda lo sabía y no le importaba, pues pensaba que al morir Walter, conquistaría a otros hombres e irían a nuevos pueblos en búsqueda de sangre jóven.En las noches, cuando dormía profundamente narcotizado, ella adhería los colmillos a su pecho. Walter resentía la falta de sangre y salía a dar largos paseos por la montaña buscando reponer su salud. Atribuía su debilidad a la falta de alimentación; nada sospechaba. Un día estaba tumbado a la sombra de un árbol y un raro pájaro pasó volando, dejando caer una raíz seca, rosácea, a sus pies. Tenía un aroma delicioso e irresistible. La masticó y sintió que su boca se llenaba de hiel amarga, entonces arrojó lejos la raíz que pudo haberlo salvado del hechizo en el que lo sumía su esposa.Esa misma tarde, Walter regresó al castillo. El mágico perfume de Brunilda no surtió efecto alguno sobre el hombre y por primera vez en muchos meses durmió un sueño natural. Comenzó a sentir un agudo dolor en el pecho, abrió los ojos y vio la imagen más horrible y aterradora de su vida: los labios de Brunilda succionando la sangre caliente que salía de su pecho. Gritó con horror y Brunilda se apartó con la sangre escurriéndole por la boca.-¡Demonio! ¿Así es como me amas? -rugió Walter.-Te amo como aman los muertos -respondió con frialdad la mujer.-Sangriento monstruo, ahora lo comprendo. Tú mataste a mis hijos, tú eres esa peste de la que hablaba el pueblo.-Yo no los he asesinado. Tuve que sacrificar sus vidas para satisfacer tus placeres. ¡Tu eres el asesino! -gritó Brunilda con los ojos helados.Las sombras amenazadoras de todos los muertos fueron convocadas ante los ojos de Walter por las terribles y verdaderas palabras de Brunilda.-Querías amar a una muerta, acostarte con ella. ¿Que esperabas?-Maldita! -gritó y echó a correr fuera del cuarto mientras se maldecía.Al amanecer, Walter despertó en los brazos de Brunilda. Una larga cabellera negra envolvía su cuerpo, la fragancia de su aliento lo condenaba al estupor. Enseguida se olvidó de todo y se dedicó al placer con la muerta en vida. Cuando el efecto del hechizo pasó, el terror era diez veces más fuerte. Como era de día, Brunilda dormía. El hombre se refugió en las montañas, lejos de la vampira. ¡Pero era en vano! Cuando despertó, estaba en brazos de Brunilda, comprendiendo que asi seria para siempre.Sin embargo, intentaba huir todos los días, luchando contra la muerte. Walter se refugió en uno de los rincones mas oscuros del bosque, donde la luz nunca llega. Escaló una roca mientras llovía intensamente y las nubes le enseñaban las caras de las víctimas de su esposa. En ese instante la luna emergió de las altas montañas y aquella visión le recordó al hechicero. Se dirigió con decisión a aquel lugar donde se juntan los caminos; no estaba lejos. Cuando llegó, encontró al anciano sentado en una roca, lleno de paz. Walter le gritó, tirándose al piso:-¡Sálvame, por piedad, sálvame de ese monstruo que sólo sabe sembrar la muerte!-¿Comprendes ahora cuán importante era mi advertencia de dejar a los muertos descansar? -le dijo el anciano.-¿Por qué no impusiste ante mis ojos todos los horrores que iban a suceder, todos los asesinatos y la maldad que estaban desencadenando? -preguntó Walter, sollozando.-¿Es que acaso escuchabas algo que no fuera tu propia voz, tu pasión desmedida?-Es verdad. Pero ahora te pido, por lo que más quieras, que me ayudes -suplicaba Walter agonizando.-Bien, te voy a decir lo que debes hacer. Es terrible. Sólo en las noches de luna llena duerme un vampiro el sueño humano. En ese momento pierde todos sus poderes y esa noche... ¡deberás matarla!.Lo harás con una afilada estaca que yo mismo te daré. Renunciarás para siempre a ella, jurando al cielo no volver a invocar su recuerdo ni mencionar su nombre o, de lo contrario, la maldición se repetirá, ¿esta claro? -preguntó el anciano hablando con autoridad.-Lo haré, noble hechicero, haré todo lo que tú me digas para librarme de ese monstruo, pero ¿cuando sera luna llena?-Faltan 15 días.-¡Oh, imposible! Sus poderes me arrastraran hasta ella y me matará.-Te esconderé en esta cueva, aquí te quedarás los quince días. En este tiempo tendrás techo y comida; por ningún motivo debes asomarte fuera de aquí. Yo volveré la noche de luna llena.Pasó Walter el tiempo convenido en la cueva, sin moverse de su sitio, pues el inmenso temor que sentía paralizaba sus miembros. Todas las noches se le aparecía Brunilda como en sueños llamándolo por su nombre, prometiéndole que todo iba a cambiar, pidiéndole que regresara. De ese modo lo abrumaba, sumiendo a Walter en la locura. Hasta que por fin llegó la luna nueva. El hechicero entró en la caverna alumbrado por el astro y tomó a Walter por el brazo. Se dirigieron caminando al castillo en medio de la noche. Todas las puertas del palacio se abrían sin necesidad de tocarlas, tal era la magia del hechicero. Llegaron al aposento de Brunilda. Dormía, bella, hermosa, con un sueño ligero. ¿Quién podria pensar que aquella adorable criatura era un pavoroso vampiro?Walter tenía los ojos llenos de amor. Levantó la estaca sobre su cabeza y, asestando un golpe tremendo, la hundió en el pecho de la vampira hasta atravesarla por completo, mientras le gritaba:-¡Te condeno para siempre!Brunilda alcanzó a abrir los ojos y decirle a Walter.-Conmigo te condenas.El hombre colocó su mano sobre el pecho de la mujer pronunciando el juramento que le había dicho el anciano:-Jamás evocaré tu amor, jamás pronunciaré tu nombre... te condeno.-Muy bien -le dijo el hechicero -todo ha terminado. Ahora debemos devolverla a donde pertenece y de donde no debió haber salido. Nunca olvides tu juramento. No volverás a verme jamás -y diciendo esto, desapareció de improviso ante los ojos del hombre.La espantosa difunta estaba otra vez en su tumba, pero su imagen perseguía a Walter sin descanso, convirtiendo su vida en un eterno combate. La muerta le decía todo el tiempo:-¿Perturbaste mi sueño eterno para asesinarme?Walter siempre debía responderle: "Te condeno para siempre". Pero la imagen no se iba y aquel juramento estaba todo el tiempo sobre sus labios. Vivía afligido por el miedo de despertar un día y verse en brazos de la vampira. Además de esto, las imágenes de las víctimas de Brunilda se le aparecían gritándole:-¡Conmigo te condenas!El castillo de Walter estaba desierto y en ruinas, como si la guerra y la peste hubieran pasado por ahí. En medio de su soledad, quiso pedir perdón a Swanhilde y regresar con ella, pero la bella dama sabía que sus hijos habían muerto y lo despreciaba con rencor. Así, Walter solo como un perro, vagaba día y noche por los alrededores del castilllo.Una mañana vio pasar a varios jinetes cabalgando. A la cabeza iba una bella mujer montada en un caballo negro y detrás de ella venían con alegría damas y caballeros. Walter los llamó y, después de saludarlos con agrado, los invito a comer al castillo. Aceptaron gustosos. Parecía que la vida había regresado al palacio. Todo era júbilo y gozo. Walter insistió en que se quedaran con él una semana; ya había contratado un nuevo ejército de criados que cuidaban todos los caprichos de cada invitado, e igualmente no dudaron en decirle que sí. Walter sentía tanta confianza por la mujer del caballo negro, que le había contado su historia y la de Brunilda. Ella lo consoló con toda clase de palabras y frases de afecto. Así transcurrieron los días, hasta que le pidió a la extraña que se casara con él. Ella accedió de inmediato y siete días después celebró la boda con una gran fiesta, que duró cuatro días con sus noches.El castillo se vio envuelto en un salvaje desenfreno de alcohol y lujuria. Parecía que el demonio mismo asistía a aquella celebración. Walter condujo a su mujer al cuarto. Cuando la recostó sobre la cama, ella transformó sus brazos en una gigantesca serpiente que con sus siete anillos envolvió el cuerpo del pobre hombre triturándole los huesos, al tiempo que comenzaba el fuego en la habitación.Pronto quedó en llamas, la torre del castilllo se desmoronó sepultando bajo sus escombros al agonizante Walter y, cuando estaba a punto de morir, una voz atronadora gritó:!Deja a los muertos en paz!"Ernst Raupach
"La desdicha es diversa. La desgracia cunde multiforme sobre la tierra. Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste y también tan distintos y tan íntimamente unidos. ¡Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza he derivado un tipo de fealdad; de la alianza y la paz, un símil del dolor? Pero así como en la ética el mal es una consecuencia del bien, así, en realidad, de la alegría nace la pena. O la memoria de la pasada beatitud es la angustia de hoy, o las agonías que son se originan en los éxtasis que pudieron haber sido.Mi nombre de pila es Egaeus; no mencionaré mi apellido. Sin embargo, no hay en mi país torres más venerables que mi melancólica y gris heredad. Nuestro linaje ha sido llamado raza de visionarios, y en muchos detalles sorprendentes, en el carácter de la mansión familiar en los frescos del salón principal, en las colgaduras de los dormitorios, en los relieves de algunos pilares de la sala de armas, pero especialmente en la galería de cuadros antiguos, en el estilo de la biblioteca y, por último, en la peculiar naturaleza de sus libros, hay elementos más que suficientes para justificar esta creencia.Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con este aposento y con sus volúmenes, de los cuales no volveré a hablar. Allí murió mi madre. Allí nací yo. Pero es simplemente ocioso decir que no había vivido antes, que el alma no tiene una existencia previa. ¿Lo negáis? No discutiremos el punto. Yo estoy convencido, pero no trato de convencer. Hay, sin embargo, un recuerdo de formas aéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales, aunque tristes, un recuerdo que no será excluido, una memoria como una sombra, vaga, variable, indefinida, insegura, y como una sombra también en la imposibilidad de librarme de ella mientras brille el sol de mi razón.En ese aposento nací. Al despertar de improviso de la larga noche de eso que parecía, sin serlo, la no-existencia, a regiones de hadas, a un palacio de imaginación, a los extraños dominios del pensamiento y la erudición monásticos, no es raro que mirara a mi alrededor con ojos asombrados y ardientes, que malgastara mi infancia entre libros y disipara mi juventud en ensoñaciones; pero sí es raro que transcurrieran los años y el cenit de la virilidad me encontrara aún en la mansión de mis padres; sí, es asombrosa la paralización que subyugó las fuentes de mi vida, asombrosa la inversión total que se produjo en el carácter de mis pensamientos más comunes. Las realidades terrenales me afectaban como visiones, y sólo como visiones, mientras las extrañas ideas del mundo de los sueños se tornaron, en cambio, no en pasto de mi existencia cotidiana, sino realmente en mi sola y entera existencia.Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la heredad paterna. Pero crecimos de distinta manera: yo, enfermizo, envuelto en melancolía; ella, ágil, graciosa, desbordante de fuerzas; suyos eran los paseos por la colina; míos, los estudios del claustro; yo, viviendo encerrado en mí mismo y entregado en cuerpo y alma a la intensa y penosa meditación; ella, vagando despreocupadamente por la vida, sin pensar en las sombras del camino o en la huida silenciosa de las horas de alas negras. ¡Berenice! Invoco su nombre... ¡Berenice! Y de las grises ruinas de la memoria mil tumultuosos recuerdos se conmueven a este sonido. ¡Ah, vívida acude ahora su imagen ante mí, como en los primeros días de su alegría y de su dicha! ¡Ah, espléndida y, sin embargo, fantástica belleza! ¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes! Y entonces, entonces todo es misterio y terror, y una historia que no debe ser relatada. La enfermedad (una enfermedad fatal) cayó sobre ella mientras yo la observaba, el espíritu de la transformación la arrasó, penetrando en su mente, en sus hábitos y en su carácter, y de la manera más sutil y terrible llegó a perturbar su identidad. ¡Ay! El destructor iba y venía, y la víctima, ¿dónde estaba? Yo no la conocía o, por lo menos, ya no la reconocía como Berenice.Entre la numerosa serie de enfermedades provocadas por la primera y fatal, que ocasionó una revolución tan horrible en el ser moral y físico de mi prima, debe mencionarse como la más afligida y obstinada una especie de epilepsia que terminaba no rara vez en catalepsia, estado muy semejante a la disolución efectiva y de la cual su manera de recobrarse era, en muchos casos, brusca y repentina. Entretanto, mi propia enfermedad -pues me han dicho que no debo darle otro nombre-, mi propia enfermedad, digo, crecía rápidamente, asumiendo, por último, un carácter monomaniaco de una especie nueva y extraordinaria, que ganaba cada vez más vigor y, al fin, obtuvo sobre mí un incomprensible ascendiente. Esta monomanía, si así debo llamarla, consistía en una irritabilidad morbosa de esas propiedades de la mente que la ciencia psicológica designa con la palabra atención. Es más que probable que no se me entienda; pero temo, en verdad, que no haya manera posible de proporcionar a la inteligencia del lector corriente una idea adecuada de esa nerviosa intensidad del interés con que en mi caso las facultades de meditación (por no emplear términos técnicos) actuaban y se sumían en la contemplación de los objetos del universo, aun de los más comunes.Reflexionar largas horas, infatigable, con la atención clavada en alguna nota trivial, al margen de un libro o en su tipografía; pasar la mayor parte de un día de verano absorto en una sombra extraña que caía oblicuamente sobre el tapiz o sobre la puerta; perderme durante toda una noche en la observación de la tranquila llama de una lámpara o los rescoldos del fuego; soñar días enteros con el perfume de una flor; repetir monótonamente alguna palabra común hasta que el sonido, por obra de la frecuente repetición, dejaba de suscitar idea alguna en la mente; perder todo sentido de movimiento o de existencia física gracias a una absoluta y obstinada quietud, largo tiempo prolongada; tales eran algunas de las extravagancias más comunes y menos perniciosas provocadas por un estado de las facultades mentales, no único, por cierto, pero sí capaz de desafiar todo análisis o explicación.Mas no se me entienda mal. La excesiva, intensa y mórbida atención así excitada por objetos triviales en sí mismos no debe confundirse con la tendencia a la meditación, común a todos los hombres, y que se da especialmente en las personas de imaginación ardiente. Tampoco era, como pudo suponerse al principio, un estado agudo o una exageración de esa tendencia, sino primaria y esencialmente distinta, diferente. En un caso, el soñador o el fanático, interesado en un objeto habitualmente no trivial, lo pierde de vista poco a poco en una multitud de deducciones y sugerencias que de él proceden, hasta que, al final de un ensueño colmado a menudo de voluptuosidad, el incitamentum o primera causa de sus meditaciones desaparece en un completo olvido. En mi caso, el objeto primario era invariablemente trivial, aunque asumiera, a través del intermedio de mi visión perturbada, una importancia refleja, irreal. Pocas deducciones, si es que aparecía alguna, surgían, y esas pocas retornaban tercamente al objeto original como a su centro. Las meditaciones nunca eran placenteras, y al cabo del ensueño, la primera causa, lejos de estar fuera de vista, había alcanzado ese interés sobrenaturalmente exagerado que constituía el rasgo dominante del mal. En una palabra: las facultades mentales más ejercidas en mi caso eran, como ya lo he dicho, las de la atención, mientras en el soñador son las de la especulación.Mis libros, en esa época, si no servían en realidad para irritar el trastorno, participaban ampliamente, como se comprenderá, por su naturaleza imaginativa e inconexa, de las características peculiares del trastorno mismo. Puedo recordar, entre otros, el tratado del noble italiano Coelius Secundus Curio De Amplitudine Beati Regni dei, la gran obra de San Agustín La ciudad de Dios, y la de Tertuliano, De Carne Christi, cuya paradójica sentencia: Mortuus est Dei filius; credibili est quia ineptum est: et sepultus resurrexit; certum est quia impossibili est, ocupó mi tiempo íntegro durante muchas semanas de laboriosa e inútil investigación.Se verá, pues, que, arrancada de su equilibrio sólo por cosas triviales, mi razón semejaba a ese risco marino del cual habla Ptolomeo Hefestión, que resistía firme los ataques de la violencia humana y la feroz furia de las aguas y los vientos, pero temblaba al contacto de la flor llamada asfódelo. Y aunque para un observador descuidado pueda parecer fuera de duda que la alteración producida en la condición moral de Berenice por su desventurada enfermedad me brindaría muchos objetos para el ejercicio de esa intensa y anormal meditación, cuya naturaleza me ha costado cierto trabajo explicar, en modo alguno era éste el caso. En los intervalos lúcidos de mi mal, su calamidad me daba pena, y, muy conmovido por la ruina total de su hermosa y dulce vida, no dejaba de meditar con frecuencia, amargamente, en los prodigiosos medios por los cuales había llegado a producirse una revolución tan súbita y extraña. Pero estas reflexiones no participaban de la idiosincrasia de mi enfermedad, y eran semejantes a las que, en similares circunstancias, podían presentarse en el común de los hombres. Fiel a su propio carácter, mi trastorno se gozaba en los cambios menos importantes, pero más llamativos, operados en la constitución física de Berenice, en la singular y espantosa distorsión de su identidad personal.En los días más brillantes de su belleza incomparable, seguramente no la amé. En la extraña anomalía de mi existencia, los sentimientos en mí nunca venían del corazón, y las pasiones siempre venían de la inteligencia. A través del alba gris, en las sombras entrelazadas del bosque a mediodía y en el silencio de mi biblioteca por la noche, su imagen había flotado ante mis ojos y yo la había visto, no como una Berenice viva, palpitante, sino como la Berenice de un sueño; no como una moradora de la tierra, terrenal, sino como su abstracción; no como una cosa para admirar, sino para analizar; no como un objeto de amor, sino como el tema de una especulación tan abstrusa cuanto inconexa. Y ahora, ahora temblaba en su presencia y palidecía cuando se acercaba; sin embargo, lamentando amargamente su decadencia y su ruina, recordé que me había amado largo tiempo, y, en un mal momento, le hablé de matrimonio.Y al fin se acercaba la fecha de nuestras nupcias cuando, una tarde de invierno -en uno de estos días intempestivamente cálidos, serenos y brumosos que son la nodriza de la hermosa Alción-, me senté, creyéndome solo, en el gabinete interior de la biblioteca. Pero alzando los ojos vi, ante mí, a Berenice.¿Fue mi imaginación excitada, la influencia de la atmósfera brumosa, la luz incierta, crepuscular del aposento, o los grises vestidos que envolvían su figura, los que le dieron un contorno tan vacilante e indefinido? No sabría decirlo. No profirió una palabra y yo por nada del mundo hubiera sido capaz de pronunciar una sílaba. Un escalofrío helado recorrió mi cuerpo; me oprimió una sensación de intolerable ansiedad; una curiosidad devoradora invadió mi alma y, reclinándome en el asiento, permanecí un instante sin respirar, inmóvil, con los ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez era excesiva, y ni un vestigio del ser primitivo asomaba en una sola línea del contorno. Mis ardorosas miradas cayeron, por fin, en su rostro.La frente era alta, muy pálida, singularmente plácida; y el que en un tiempo fuera cabello de azabache caía parcialmente sobre ella sombreando las hundidas sienes con innumerables rizos, ahora de un rubio reluciente, que por su matiz fantástico discordaban por completo con la melancolía dominante de su rostro. Sus ojos no tenían vida ni brillo y parecían sin pupilas, y esquivé involuntariamente su mirada vidriosa para contemplar los labios, finos y contraídos. Se entreabrieron, y en una sonrisa de expresión peculiar los dientes de la cambiada Berenice se revelaron lentamente a mis ojos. ¡Ojalá nunca los hubiera visto o, después de verlos, hubiese muerto!El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo y, alzando la vista, vi que mi prima había salido del aposento. Pero del desordenado aposento de mi mente, ¡ay!, no había salido ni se apartaría el blanco y horrible espectro de los dientes. Ni un punto en su superficie, ni una sombra en el esmalte, ni una melladura en el borde hubo en esa pasajera sonrisa que no se grabara a fuego en mi memoria. Los vi entonces con más claridad que un momento antes. ¡Los dientes! ¡Los dientes! Estaban aquí y allí y en todas partes, visibles y palpables, ante mí; largos, estrechos, blanquísimos, con los pálidos labios contrayéndose a su alrededor, como en el momento mismo en que habían empezado a distenderse. Entonces sobrevino toda la furia de mi monomanía y luché en vano contra su extraña e irresistible influencia. Entre los múltiples objetos del mundo exterior no tenía pensamientos sino para los dientes. Los ansiaba con un deseo frenético. Todos los otros asuntos y todos los diferentes intereses se absorbieron en una sola contemplación. Ellos, ellos eran los únicos presentes a mi mirada mental, y en su insustituible individualidad llegaron a ser la esencia de mi vida intelectual. Los observé a todas las luces. Les hice adoptar todas las actitudes. Examiné sus características. Estudié sus peculiaridades. Medité sobre su conformación. Reflexioné sobre el cambio de su naturaleza. Me estremecía al asignarles en imaginación un poder sensible y consciente, y aun, sin la ayuda de los labios, una capacidad de expresión moral. Se ha dicho bien de mademoiselle Sallé que tous ses pas étaient des sentiments, y de Berenice yo creía con la mayor seriedad que toutes ses dents étaient des idées. Des idées! ¡Ah, éste fue el insensato pensamiento que me destruyó! Des idées! ¡Ah, por eso era que los codiciaba tan locamente! Sentí que sólo su posesión podía devolverme la paz, restituyéndome a la razón.Y la tarde cayó sobre mí, y vino la oscuridad, duró y se fue, y amaneció el nuevo día, y las brumas de una segunda noche se acumularon y yo seguía inmóvil, sentado en aquel aposento solitario; y seguí sumido en la meditación, y el fantasma de los dientes mantenía su terrible ascendiente como si, con la claridad más viva y más espantosa, flotara entre las cambiantes luces y sombras del recinto. Al fin, irrumpió en mis sueños un grito como de horror y consternación, y luego, tras una pausa, el sonido de turbadas voces, mezcladas con sordos lamentos de dolor y pena. Me levanté de mi asiento y, abriendo de par en par una de las puertas de la biblioteca, vi en la antecámara a una criada deshecha en lágrimas, quien me dijo que Berenice ya no existía. Había tenido un acceso de epilepsia por la mañana temprano, y ahora, al caer la noche, la tumba estaba dispuesta para su ocupante y terminados los preparativos del entierro.Me encontré sentado en la biblioteca y de nuevo solo. Me parecía que acababa de despertar de un sueño confuso y excitante. Sabía que era medianoche y que desde la puesta del sol Berenice estaba enterrada. Pero del melancólico periodo intermedio no tenía conocimiento real o, por lo menos, definido. Sin embargo, su recuerdo estaba repleto de horror, horror más horrible por lo vago, terror más terrible por su ambigüedad. Era una página atroz en la historia de mi existencia, escrita toda con recuerdos oscuros, espantosos, ininteligibles. Luché por descifrarlos, pero en vano, mientras una y otra vez, como el espíritu de un sonido ausente, un agudo y penetrante grito de mujer parecía sonar en mis oídos. Yo había hecho algo. ¿Qué era? Me lo pregunté a mí mismo en voz alta, y los susurrantes ecos del aposento me respondieron: ¿Qué era?En la mesa, a mi lado, ardía una lámpara, y había junto a ella una cajita. No tenía nada de notable, y la había visto a menudo, pues era propiedad del médico de la familia. Pero, ¿cómo había llegado allí, a mi mesa, y por qué me estremecí al mirarla? Eran cosas que no merecían ser tenidas en cuenta, y mis ojos cayeron, al fin, en las abiertas páginas de un libro y en una frase subrayaba: Dicebant mihi sodales si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas. ¿Por qué, pues, al leerlas se me erizaron los cabellos y la sangre se congeló en mis venas?Entonces sonó un ligero golpe en la puerta de la biblioteca; pálido como un habitante de la tumba, entró un criado de puntillas. Había en sus ojos un violento terror y me habló con voz trémula, ronca, ahogada. ¿Qué dijo? Oí algunas frases entrecortadas. Hablaba de un salvaje grito que había turbado el silencio de la noche, de la servidumbre reunida para buscar el origen del sonido, y su voz cobró un tono espeluznante, nítido, cuando me habló, susurrando, de una tumba violada, de un cadáver desfigurado, sin mortaja y que aún respiraba, aún palpitaba, aún vivía.Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro, de sangre coagulada. No dije nada; me tomó suavemente la mano: tenía manchas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un objeto que había contra la pared; lo miré durante unos minutos: era una pala. Con un alarido salté hasta la mesa y me apoderé de la caja. Pero no pude abrirla, y en mi temblor se me deslizó de la mano, y cayó pesadamente, y se hizo añicos; y de entre ellos, entrechocándose, rodaron algunos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos objetos pequeños, blancos, marfilinos, que se desparramaron por el piso".
Edgar Allan Poe
"En la mitología nórdica, Fenrir (Fenris) es uno de los tres monstruos que nacieron de la unión entre Loki y Angrboda.Al principio sólo era un cachorro, pero conforme se le alimentó comenzó a crecer, y pronto fue tan grande que era imposible controlarlo (solo Tyr era tan valiente como para darle de comer). Dos veces fallaron los dioses en su intento por apresarlo (primero con la cadena Leding y luego con una más fuerte llamada Droma) ya que se liberaba con gran sencillez. Los dioses del Asgard pidieron la fabricación de una ligadura irrompible a los enanos. Éstos les fabricaron una cinta liviana, dulce, sedosa y fina, y que sin embargo nadie podría romper, pues estaba fabricada con el sonido de la pisada del gato, la barba de la mujer, las raíces de la montaña, los nervios del oso, el soplo de los peces, la saliva del pájaro. La llamaron Gleipnir. Sólo Tyr -el dios con cuernos- se ofreció a realizar la proeza. Para ello, los dioses idearon un juego en el que Fenrir debía dejarse amarrar para probar si podía romper la cinta (que ellos no podían). Desconfiado, debido a sus anteriores experiencias, el lobo consintió para no pasar por cobarde, a condición de que uno de ellos pusiera la mano en su boca durante todo el tiempo que durara la prueba. Tyr, entonces, con valentía y sencillez extendió su mano derecha y se la metió en la boca. Los otros dioses ataron a Fenrir, quien empezó a debatirse cada vez más ferozmente, y los dioses se rieron al ver a su enemigo reducido. Sólo Tyr no se rió pues sabía a lo que estaba expuesto. En efecto, Fenrir al darse cuenta de que le habían tendido una trampa, cerró su boca y le cortó la mano al dios.La razón de este encadenamiento es que los Aesir saben que será causante del fin del mundo. En el Ragnarok, cuando rompa su prisión milenaria y se libere de sus cadenas, el fuego y el agua subterráneas invadirán la Tierra. Matará a Odín y será muerto por Vidar".Leyenda de la Mitología Nórdica
"De Grandin, mi amigo, se volvió hacia mí, enarcando las cejas y con los labios redondeados, como si se dispusiera a emitir un silbido.-Comment? –preguntó-. ¿Qué decía usted?Sonreí.-Usted me comprende perfectamente -repuse-. Le decía que de no saber yo que es un misógino empedernido pensaría que está considerando en estos momentos la posibilidad de tener un affaire con esa muier. No ha apartado un intante los ojos de ella desde que nos instalamos aquí.Sus pequeños y azules ojos se animaron. Retorcióse las puntas de su diminuto y rubio bigote, recordándome su gesto los movimientos de un gato tras una comida especialmente sabrosa.-Eh, bien! Lo cierto es que ella me interesa...-Es lo que he deducido...-¿No es acaso une bonne bouchée, merecedora del interés de cualquier hombre?-Es verdad -admití-. Resulta una mujer exquisita. Sin embargo, su forma de observarla...-¡Oh! ¡El doctor Trowbridge! ¡El doctor De Grandin! -La señorita Templeton, la patrona del establecimiento, eterna promotora de buenos momentos, cruzó la terraza, dirigiéndose a nosotros-: ¡Estoy emocionada!-¿De veras, mademoiselle? -El doctor De Granjin se puso en pie, acogiéndola con una sonrisa particularmente cordial- Me intriga usted. ¿Y cuál es la causa de su emoción?-¡Se trata de Madelon Leroy! ¡Va a asistir a nuestro baile de esta noche! ¿Sabe usted? Se ha mostrado tan terriblemente solitaria desde su llegada aquí... Decía que había elegido la costa para descansar y que no quería ver a nadie. Pero se ha aplacado...-Esto, por supuesto, es muy interesante -dijo mi amigo, interrumpiéndola-. Desde luego, puede usted contar con nuestra asistencia a la velada, mademoiselle...Mientras Dot Templeton danzaba de un sitio para otro, haciendo saber a otros huéspedes la buena nueva, él consultó su reloj.-Mon Dieu!, amigo Trowbridge –exclamó-. Es casi la una ya y todavía no hemos almorzado. Vámonos a toda prisa al comedor. Estoy medio muerto de hambre. Me siento desfallecido, verdaderamente.Dos mesas más allá de nosotros, junto a una ventana, por la que entraba la fresca brisa del océano, Madelon Leroy hacía los honores al almuerzo indiferente, casi despreciativa, ante las miradas de que era objeto continuamente. Era, corno Jules De Grandin había señalado, une bonne bouchée, merecedora de la atención de cualquiera. Su actuación en el Claro de Luna de Eric Maxwell, había llevado a la crítica al delirio. No solamente había sido elogiado su talento como actriz, sino también su exquisita belleza de heroína de cuento de hadas, su delicada fragilidad, que hacía pensar en algo ultraterreno.Cuando después de su resonante y prolongado triunfo en Broadway se negó a considerar siquiera las ofertas más tentadoras de Hollywood se desencadenó una tormenta de publicidad que puso a los agentes teatrales en estados delirantes. A muchos dibujantes y pintores se les permitió que esbozaran retratos suyos, pero ella se negó con firmeza a ser fotografiada, y con objeto de burlar a los reporteros y otros fanáticos de la cámara siempre que aparecía en público lo hacía envuelta en velos y telas, como una odalisca o una monja. Las representaciones de Claro de Luna fueron suspendidas hacia el verano. Su misteriosa estrella descansaba junto al mar cuando Jules De Grandin y yo nos hospedamos en el Adlon.Disimuladamente, utilizando el menú como pantalla, la estudié. De Grandin no se molestaba en fingir, mirándola como sólo un francés sabe mirar a una mujer para no llegar a ofenderla. Era una hermosa mujer, de piel casi transparente, de dorados cabellos, que dibujaban una especie de halo glorioso en torno a su menuda cabeza; los ojos eran grandes, de suave mirar y de un tono azul cerúleo. Tenía su persona la fragilidad del hada, casi angélica; el cuello poseía una graciosa curvatura; su perfil resultaba perfecto. Aunque no era pequeña realmente, lo parecía, por su esbeltez, por su justa corpulencia. Sus movimientos eran suaves, casi lentos. Perfilada contra la ventana, parecía una princesa de cuento de hadas.-Une belle créature, n'est-ce-pas? -comentó De Grandin cuando hizo acto de presencia el camarero para tomar nota de lo que queríamos comer.Con esto, mi amigo se desentendió de la joven. Las mujeres eran para él las flores que embellecían el sendero de la existencia, pero la comida... y la bebida... Mon Dieu!, como hubiera dicho él, ¡sin estas dos cosas la vida resultaba imposible!La señorita Leroy llamó la atención de todos durante la recepción que precedió al baile aquella noche. Si había parecido cautivadora en las discretas sombras del comedor, o en la terraza del hotel, o al emerger de las aguas embutida en su blanco traje de baño de satín, atractiva como una náyade, aquella noche se hallaba en condiciones de provocar el delirio en sus admiradores. Más que nunca, parecía ahora un ser de otro mundo. Su vestido, de, género de punto, se ceñía fielmente a su cuerpo, careciendo de mangas. Eran apreciables todas sus curvas, que componían una figura impecable, por sus proporciones. El vestido se le ajustaba al talle mediante un cordón que terminaba en dos tiras rematadas con borlas. De vez en cuando, al andar, podían verse las plateadas sandalias que calzaban sus lindos y desnudos pies. Había recogido sus dorados cabellos en un moño suelto, del que pendía una estrecha cinta blanca. En el brazo izquierdo, por encima del codo, lucía un ancho brazalete de oro labrado con motivos griegos. No llevaba más joyas ni ornamentos.En tales condiciones, aquella mujer debía resultar forzosamente encantadora, atractiva, incluso. Pero existía algo vagamente repelente en su persona. Tal vez fuera su lenta y más bien condescendiente sonrisa, en la que no se advertía el menor indicio de cordialidad, de humana simpatía; quizá se tratara de la rara expresión de sus ojos... Eran ojos de persona experimentada, cansada, más bien triste, como si desde el momento en que se abrieran a la luz hubieran visto en los seres humanos una raza nada agradable, como si los hombres hubieran sido algo que no valía la pena mirar dos veces. Podía ser, sí, que todo residiera en sus ojos, los cuales, pese a los trabajos de los expertos en el terreno de la belleza, presentaban en sus comisuras una tupida red de arrugas; de otro lado, los párpados habían sido tratados con un producto débilmente verdoso que los hacía brillar un tanto siniestramente. Desde luego, aquellos no eran los párpados de una mujer de veinte años, ni siquiera de treinta y tantos.-Doctor Trowbridge... -Ella extendió una mano pequeña como la de una niña, de rosadas uñas, frágil como un iris blanco-, Doctor De Grandin...El francés hizo sonar sus tacones al cuadrarse ante ella.-Enchanté, mademoiselle –el hombre se inclinó sobre la mano, acercándosela a los labios-. Je suis très heureux de vous voir! Me siento encantado de verla...No existe una manera preasa de poner esto en palabras. Lo cierto es que cuando De Grandin se irguió, él y Madelon Leroy se miraron a los ojos directamente, y aunque en sus rostros no se movió nada, algo vago, intangible como el aire, perceptible sin embarao como un escalofrío, pareció formarse alrededor de los mismos, igual que una envoltura de frío vapor. Por unos instantes se calibraron mutuamente, cautos como unos practicantes de la esgrima, o unos boxeadores que tantean sus fuerzas. Tuve la impresión de que eran como dos productos químicos que aguardaran solamente la adición de un agente catalítico para explotar, provocando una devastadora detonación. Luego, fue presentado el siguiente invitado y nosotros nos apartamos. Sentí lo mismo que si nos hubiéramos visto inmersos en la temperatura normal del verano, procedentes de un frigorífico puesto al máximo de su rendimiento.-¿Qué...?Le llegada de Mazie Schaeffer me impidió acabar de formular la pregunta, apenas iniciada.-¡Oh, doctor Trowbridge! ¿Verdad que es adorable? -inquirió Mazie-. Es la más bella, la actriz más maravillosa del mundo. No hay nadie como ella, Yo he oído hablar a papá y a Mumsie de Maude Adams, de Sara Bernhardt, de la Duse, pero Madelon Leroy... ¡las supera a todas! ¿La recuerdan ustedes en la última escena de Claro de Luna, cuando dice adiós a su amante en la puerta del convento, quedándose plantada simplemente allí, a la luz de la luna, sin pronunciar una sola palabra? No necesita realmente decir nada, ya que el espectador ve, ve palpablemente su corazón destrozado.De Grandin dispensó a Mazie una cordial sonrisa.-Tal vez sea debido todo, mademoiselle, a que ha dispuesto de mucho tiempo para perfeccionar su arte...Mazie respondió inmediatamente, alzando su chillona voz:-¿Cómo puede usted decir eso? ¡Si es una niña!... ¡Es casi una criatura! Yo cumplo veintiún años en agosto y apuesto lo que usted quiera a que le llevo dos. No se trata de cosa del tiempo, doctor De Grandin, ni siquiera de talento. En ella es que hay genio, un genio extraordinario. De estas mujeres sólo se da una en cada generación...El pequeño francés estudió a la joven atentamente.-¿Has llegado a conocerla, quizá?-¿Que si la he conocido? -Las manos de Mazie fueron instintivamente hacia su pecho, como si hubiera querido contener los latidos de un tumultuoso corazón- ¡Oh, sí! Fue muy amable conmigo... Me invitó a visitar su «suite» mañana, para tomar el té juntas...-Mon Dieu! -exp1otó De Grandin-. ¿Tan pronto? ¿Es verdad lo que dices, jovencita?-¡Pues claro que es verdad! ¿No le parece maravilloso? Todavía me lo parece más por el hecho de ocurrirme a mí. Sí. Es terriblemente maravilloso.-Ahora te has expresado correctamente -manifestó él con un gesto de asentimiento-. Terriblemente maravilloso, es cierto. Bon soir, mademoiselle.Cuando hubimos dejado atrás el atestado salón, pasando a la amplia y fresca terraza, le pregunté:-Bueno, ¿qué significa todo esto?-También yo quisiera saberlo -respondió mi amigo, sombrío.Pero yo me sentía intrigado y no me molestaba en disimularlo.-¡Por el amor de Dios. De Grandin! No sea usted tan condenadamente misterioso. Yo sé que existe algo entre usted y esa mujer... Me di cuenta, lo percibí cuando se saludaron. ¿Qué es lo que...?-También yo quisiera saberlo -repitió él-. Una cosa es sospechar algo y otra muy distinta saber... Y yo, hélas!, no abrigo más que una leve sospecha. Si le dijera qué es lo que en estos momentos atormenta mi mente, me expondría a cometer una grave injusticia contra un ser inocente. Au contraire, si me mantengo en silencio podría causar un daño grave, irreparable, a otra persona. Parbleu!, amigo mío. No sé qué hacer.Consulté mi reloj.-¿Por qué no nos vamos a la cama? Son más de las once y emprendemos el regreso mañana por la mañana. Es nuestra última oportunidad de lograr una noche entera de descanso, sin desagradables interrupciones, sin pacientes que nos saquen del lecho a horas intempestivas...-Aquí no hay bebés que tengamos que ayudar a nacer, ni vieillards que se deciden a abandonar el mundo... Es decir: seguramente -manifestó De Grandin, con una burlona sonrisa-. Sí, creo que está usted en lo cierto. Disolvamos nuestras preocupaciones en el sueño.A la mañana siguiente, cuando precedidos por dos botones que llevaban nuestro equipaje nos disponíamos a abandonar el hotel, yo me eché a un lado con el fin de dejar paso a dos mujeres que se encaminaban a la playa. Era la primera de mediana edad, hallándose en posesión de una larga y afilada nariz, pequeños ojos y una piel morena. En sus negros cabellos se observaban ya muchas canas; llevaba el clásico gorro blanco almidonado de las doncellas. Vestía de uniforme, de tela oscura, con puños y un delantal blancos. Sobre el brazo derecho se había echado una enorme y esponjosa toalla de baño. A mí me pareció una mujer de aspecto imponente, que debía de haber conocido mejores días. Detrás de ella, cubierta como una mujer árabe, con telas blancas, avanzaba una figura más pequeña, que calzaba chanclos de playa. Los dedos de una de sus manos asomaban al coger un pliegue de la holgada prenda. Observé que eran de rojizas yemas, con unas uñas largas y afiladas, extremadamente finas. Pude captar fugazmente el rostro de su dueña. Se trataba de Madelon Leroy. Pero aquella cara se hallaba tan alterada que apenas guardaba semejanza con la del radiante ser de la noche anterior.Era una faz aquella tan pálida como la luz de la luna de marzo; las delicadas y pequeñas depresiones bajo los pómulos se habían acentuado hasta dar al rostro una expresión desagradable. Sus labios, un poco separados, parecían haberse marchitado; sus ojos daban la impresión de haberse hecho más grandes, pero ahora estaban exageradamente hundidos en la cara. La cara tenía una expresión anhelante, pero con un tono impersonal. Lo único que no había cambiado en ella era la gracia de sus movimientos. Caminaba con toda naturalidad, sin que el paso revalera el menor esfuerzo, moviendo sus lisas caderas ligeramente.-Grand Dieu! -oí murmurar a De Grandin.Al pasar ante él la mujer, De Grandin se inclinó en una leve reverenda, llevándose la mano al ala del sombrero-. Mademoiselle!Ella pasó como si De Grandin no se hubiera encontrado allí. Sus cavernosos ojos se fijaron en la playa, sobre cuyas arenas unas suaves olas dejaban encajes de espumas.-¡Santo Dios! -exclamé a mi vez cuando avanzábamos ya hacia el coche que nos esperaba-. Parece haber envejecido veinte años o más... ¿Qué piensa usted de eso?De Grandin me miró, muy serio.-No sé a qué atenerme, amigo Trowbridge. Anoche concebí unas sospechas; hoy las veo casi confirmadas. Es posible que mañana pueda estar al tanto de todo con exactitud. Ahora bien, mañana podría ser demasiado tarde.-¿A qué se está usted refiriendo? -inquirí-. ¿Qué significa este misterio?-Plus ça change, plus c'est la même chose... ¿Recuerda usted esta cita? -contraatacó él.Permanecí en actitud reflexiva un momento.-¿No es eso lo que Voltaire dijo acerca de la historia? «Cuanto más cambia, más viene a ser la misma»...-En efecto -asintió mi interlocutor-. Y nunca dijo una verdad de mayor calibre. Una vez más, la historia se repite. Nadie puede afirmar con qué trágicas consecuencias.-¿Trágicas consecuencias? ¿Para quién?-On ne sait pas -De Grandin se encogió de hombros-. ¿Quién puede decir dónde descargará su furia el rayo, amigo mío?Hacía cosa de una semana que habíamos regresado de la costa. Me disponía a dar por terminada mi jornada de trabajo cierto día cuando sonó el timbre del teléfono.-Sam: soy Jane Schaeffer -dijo la turbada voz de mi comunicante-. ¿Podrías venir inmediatamente?-¿Qué ocurre?El día había sido muy caluroso y cansado, y Nora McGinnis había preparado para mí un plato de ternera con salsa agridulce. No tenía el menor deseo de efectuar un desplazamiento de más de tres kilómetros, perdiéndome el cóctel de la noche y la sabrosa cena.-Se trata de Mazie. Al parecer, se encuentra peor...-¿Peor? -repetí-. A mí se me antojó que estaba perfectamente cuando la vi en la costa. Tenía la viveza de los grillos...-A su regreso a casa no podía hallarse mejor. Pero luego ha empezado a comportarse de una manera muy extraña, debilitándose día por día. No sé si será algo de pecho, o una leucemia...-Bueno, tómatelo con calma -aconsejó-. No se puede estar bailando todas las noches hasta las tres de la madrugada, jugando además al tenis por la tarde, sin perder algo. Dale a modo de cena una tostada y una taza de té, métela en la cama y me la traes a la consulta por la mañana.-¿Quieres escucharme, Sam Trowbridge? Mi hija se está muriendo, la tengo en la cama, y todo lo que me dices es que le dé una tostada y una raza de té. Vas a hacerme el favor de meterte en seguida en tu coche. Te esperamos.-Bueno, de acuerdo -contesté para aplacar a mi comunicante-. Que guarde cama y...-Pero, ¿no te he dicto que la tengo en la cama?... No se ha levantado en todo el día. Está demasiado débil.-¿Por qué no me lo has dicho antes? -inquirí, bastante irrazonablemente-. Estaré ahí en seguida.-¿Qué sucede, mon vieux? -De Grandin apareció en la puerta de la consulta, llevando una coctelera en las manos-. No me diga que se va. Los martinis tienen ahora el grado de frialdad preciso.-Hay que aplazar eso -repuse entristecido-. Acaba de llamarme Jane Schaeffer para decirme que Mazie no se encuentra nada bien. Está tan débil que esta mañana no pudo levantarse.-Feu noir du diable! ¡Fuego negro de Satanás! ¿Me está usted hablando de aquella jovencita que fue seleccionada como víctima? Morbleu! Debiera haberlo comprendido...-¿Qué significa eso? -le interrumpí con viveza-, ¿Que es lo que sabe usted?-Yo, hélas!, no sé nada. Absolutamente nada. Pero si lo que tengo buenas razones para sospechar es cierto... ¡vámonos!, apresurémonos, volemos para poder ayudarla. ¿La cena? ¡Al diablo la cena! Tenemos cosas más importantes en qué pensar ahora.Su madre no había exagerado al hablar del estado en que se encontraba Mazie. La hallamos en estado de semi-coma, con unas profundas concavidades bajo los pómulos, con unas ojeras terribles. Tenía los ojos como de fiebre, brillantes, pero la mano que tomé entre las mías parecía estar muerta. Recurrí a mi termómetro y vi que apenas llegaba a los veintisiete grados. Su pulso era débil, latiendo a menos de setenta pulsaciones por minuto. Echó la cabeza a un lado cuando me dejé caer sobre una silla, junto a la cama. La sonrisa que me ofreció era una bnrda imitación de la suya de siempre, eternamente contagiosa. En ésta de ahora no existía ningún destello de alegría.-¿Qué sucede aquí? -pregunté, notando que la epidermis de sus manos estaba reseca, áspera, endurecida-. ¿Qué le han estado haciendo a mi niña?Los párpados se abrieron perezosamente y ella pronunció unas palabras, en un tono de voz tan débil que no pude entender nada.-¿Cómo has dicho, pequeña?-De... dejadme ir... Tengo que irme... Debo hacerlo... -musitó la chica, en un susurro-. Ella estará esperándome... me necesita...-¿Está delirando?De Grandin hizo un movimiento denegatorio de cabeza.-No lo creo así, mi amigo. Está débil, en efecto, muy débil, pero no ha perdido el conocimiento. ¿Qué síntomas aprecia en ella?-Si no la hubiéramos visto fuerte y bien alimentada sólo dos semanas atrás, yo diría que es víctima de una evidente desnutrición. He tenido ocasión de asistir a casos como éste después de la primera guerra mundial, cuando servia con las unidades belgas de auxi1io...-Su saber y experiencia no le han abandonado, amigo mío. La chica está desnutrida, en efecto, y nosotros le prescribiríamos nuez vómica, de seguir el consejo de alguien, pero primero procuraremos darle carne, una buena taza de té, y a continuación un huevo y leche con un poco de coñac...-Pero, ¿cómo ha llegado a tal estado de desnutrición?-Sí, desde luego. Es lo que tendremos que averiguar.Cuando bajábamos las escaleras, Jane Schaeffer preguntó:-¿Qué le ocurre? ¿Habrá contraído alguna infección durante su estancia en la costa?De Grandin apretó los labios, cogiéndose la barbilla entre el pulgar y el índice.-Pas possible, madame. ¿Cuánto tiempo lleva así?-Casi desde el día de su regreso. En la costa conoció a Madelon Leroy, la actriz, que convirtió en seguida en su ídolo. Se pasaba todo el día prácticamente con la señorita Leroy. Creo que el segundo o tercer día fue a verla a sus habitaciones, regresando a casa casi exhausta y yéndose derecha a la cama. A la mañana siguiente se sentía muy débil. Se levantó hacia el mediodía, comió algo y se fue en busca de Madelon Leroy de nuevo. Por la noche, a la vuelta, no podía tenerse en pie. Su debilidad, a partir de entonces, ha ido en aumento.De Grandin escrutó atentamente el rostro de Jane.-Nos ha dicho usted que la chica tiene un apetito excelente...-¿Excelente? ¡Soberbio! ¿No cree usted que podría ser una solitaria, algún parásito que...?Mi amigo asintió, pensativo,-Verdaderamente, cabe tal posibilidad, madame.A continuación, preguntó con toda naturalidad, como si la cosa no tuviera importancia:-¿Dónde vive en la actualidad la señorita Leroy? ¿Usted lo sabe?-Tomó una «suite» en el Zachary Taylor. No me explico por qué prefirió esto a Nueva York.-Quizás haya alguien que lo sepa, madame Schaeffer. Bien. Muy bien. Así pues, se instaló en el Hotel Taylor y...-Y Mizie ha ido a verla allí día tras día.-Très bon. Uno comprende, en parte, al menos. La enfermedad de su hija no es desesperada, pero resulta mucho más seria de lo que al principio nos figurábamos. La enviaremos al Sanatorio Sidewell en seguida, donde hará reposo absoluto, vigilada constantemente por una enfermera. Bajo ningún concepto dirá usted a nadie dónde se se encuentra, madame. Y no tendrá visitantes de ninguna clase. Ninguno. ¿Me ha comprendido?-Sí, señor, pero...-Pero... ¿qué?-La señorita Leroy ha llamado hoy dos veces, sintiéndose al parecer muy afectada cuando le dije que Mazie no había podido levantarse. Si viniera a verla...-He dicho que nada de visitantes, madame. Es una orden, hágase cargo.-Espero que sepa usted lo que está haciendo -gruñí cuando dejamos la casa de los Schaeffer-. No encuentro desacertado su diagnóstico, ni el tratamiento, pero, ¿ a qué viene tanto misterio? Si usted sabe algo...-No se trata de que yo me empeñe en crear en este caso un ambiente de misterio -declaró De Grandin-. Es que me confieso un hombre ignorante. Soy como un hombre ciego que estuviese siendo objeto de las travesuras de unos chicos traviesos. Extiendo las manos en un sentido y otro, pero no acierto a asir nada. ¿Usted se acuerda de que hace poco estuvimos refiriéndonos a la frecuencia con que la historia se repite?-Sí, la misma mañana en que abandonamos aquel lugar de la costa.-En efecto. Ahora escúcheme atentamente, amigo mío. Lo que voy a decirle puede ser que no tenga sentido, pero podría ocurrir también lo contrario. Considere esto:Hace algunos años, más de los que a mí me gustaría que hubieran pasado, asistí a una representación en el Théâtre Français, donde actuaba una mujer llamada Madelon Larue. Era la gran atracción de París porque en un época muy distinta de la que vivimos se atrevía a practicar la danza au naturelle. Era muy bella, parbleu! No se podía decir que era una Venus o una Minerva. Se asemejaba más a Hebe, o a Clitie. Su aire juvenil, ingenuo, purificaba su desnudez. Suscitaba, en fin, más admiración que pasión. Eh bien, mi gran père había sido un tipo alegre en sus buenos tiempos. Como veraneaba cerca de Narbonne aquel año, fui a visitarle para, entre otras cosas, participar de su excelente Château Neuf. Le dije que había estado viendo a la Larue y se quedó desconcertado.¿Por qué razón? Porque, al parecer, parbleu!, en los días del Segundo Imperio había habido una actriz que era también la atracción máxima de París, una tal Madelon Larose. También ésta bailaba à découvert ante la dorada juventud que rodeaba al tercer Napoleón. Mi abuelo se prendó de ella en seguida. Me habló de su frágil y aniñada belleza, que encendía los corazones y los cerebros de los hombres. Al final de aquella conversación llegué a la conclusión de que Madelon Larose y Madelon Larue tenían que ser madre e hija, o bien la misma persona. No cabía otra alternativa. ¡Ah! Pero mi abuelo me contó algo más. He de decir que por el hecho de ser un experto en medicina legal se hallaba relacionado con la préfecture de police. Esta Madelon Larose, la de la frágil y aniñada belleza, empezó a envejecer de repente. En el espacio de sólo un mes se hizo diez o veinte años más vieja. A los dos meses era una anciana tan débil que no podía salir al escenario. Y yo le pregunto a usted ahora: ¿qué cree que pasó?-Se retiraría -sugerí irónicamente.-Nada de eso. Contrató los servicios de una secretaria y dama de compañía, una joven bretona rebosante de salud, y... escúcheme con atención, por favor, al cabo de dos meses la chica había muerto, de inanición, al parecer, y Madelon Larue se dedicaba una vez más a bailar sans chemise para regocijo de los jóvenes de París.Se produjo un escándalo, naturalmente. La policía y la Sûreté llevaron a cabo algunas investigaciones. Pero al final de ellas no se averiguó nada en concreto. La secretaria había sido una moza fuerte, de saludable aspecto. Y había fallecido, por lo visto, de inanición. Larose, que había estado al borde de la desaparición, se veía más joven, fuerte y atractiva que nunca. En eso quedó todo. Nadie puede basar una actuación judicial en tales hechos. En fin, la chica fue enterrada decentemente en el cementerio del Père Lachaise, y Larose, por sugerencia de la policía, se trasladó a Italia. ¿Qué hizo en este país? Cualquiera puede suponérselo. Ahora, emparejemos mi historia con la de mi gran' père. Yo había visto actuar a la Larue en 1905. Cinco años más tarde, siendo yo miembro de la Faculté de Médicine Légale, me enteré de que se hallaba afligida por una extraña enfermedad, una dolencia que la hacía envejecer diez años en una semana; a las dos semanas ya no se halló en condiciones de presentarse en el escenario. ¿Qué pasó? Parbleu! Yo se lo explicaré.La mujer contrató los servicios de una masseuse, una joven fuerte, de excelente salud, en posesión de un físico robusto. A las dos semanas falleció, de inanición, al parecer... La Larue, mordieu!, se rejuveneció de nuevo, quedando ya que no como una rosa sí como un lirio. Fui designado ayudante del juge d'instruction que se ocupó del caso. Llevamos a cabo detenidas investigaciones. ¡Oh, sí! ¿Y qué descubrimos en fin de cuentas? Solamente esto, morbleu!: La chica había sido una persona fuerte, de gran salud. Había muerto, al parecer, de inanición. La Larue había estado a punto de disolverse a consecuencia de una extraña enfermedad, una dolencia sin nombre, Ahora era joven, fuerte y atractiva como antes. C'est tout. Nadie puede basar un proceso criminal en eso. En fin, la pobre masseuse fue recientemente enterrada en Saint Supplice, y la Lame, por sugerencia de la policía, se trasladó a Buenos Aires. ¿Qué hizo alli? Cualquiera puede suponérselo.Veamos ahora qué es lo que tenemos... Ello no constituirá una prueba, pero podemos hablar de unos hechos: Larose, Larue, Leroy. Estos nombres son bastante similares. Una Madelon Larose qúe está a punto de morir, aparentemente, a causa de una rara enfermedad -de vejez, quizás-, establece contacto con una joven y recupera la salud y. por lo visto, la juventud, en tanto que la otra persona fallece, seca como una naranja chupada. Esto ocurre en 1867. Una generación más tarde, una mujer llamada Madelon Larue, que se acomoda a la descripción de la Larose perfectamente, se ve afectada por la misma dolencia, y recupera la salud, como le había pasado a la Larose, dejando a su espalda los restos de lo que había sido una joven fuerte, vigorosa, con la que había estado asociada. Esto sucede en 1910. Ahora, en nuestra época, una mujer llamada Madelon Leroy...-Pero... ¡todo esto es una cosa totalmente fantástica! -objeté-. Usted se limita a formular suposiciones. ¿Cómo identifica a Madelon Leroy con esas dos...?-Siga escuchándome... Concédame unos momentos más, amigo mío- dijo De Grandin-. Usted se acordará, seguramente, de que nada más entrar la Leroy en nuestro campo de observación me sentí interesado...-Ciertamente. No apartaba los ojos de ella...-Précisement. Porque, parbleu!, en el momento en que la tuve delante me pregunté: «¿Dónde has visto tú esa cara antes, Jules De Grandin?» Me contesté en seguida: «No trates de engañarte a ti mismo, Jules. Sabes muy bien dónde la viste por primera vez. Se trata de Madelon Larue, la misma mujer que te causó tanta impresión cuando la viste bailar nu comme la main en el Théâtre Français en tus buenos tiempos. Volviste a verla, con todo su encanto y belleza, cuando llevabas a cabo indagaciones sobre la muerte de su joven y robusta masseuse. ¿Te acuerdas, Jules De Grandin?»Sí que me acuerdo, me dije.Muy bien, Jules, seguí interrogándome. ¿Y qué hace esta encantadora dama aquí hoy, al parecer con los mismos años que en 1905, o en 1910? Tú te has hecho mayor, tus amigos han envejecido... ¿Es que ella constituye una excepción de la regla general? ¿Va a estar siempre lozana, fresca, indiferente al paso del tiempo como la luz de la luna? La lógica más elemental te dice, Jules, que esto no puede ser, que esto se aparta de la norma que rige la vida de los seres vivos», continué considerando. Bueno, ¿y qué ocurre después? Hay una gran velada. Mademoiselle Leroy se enfrenta con su público. Nos vemos, nos miramos a los ojos, nos reconocemos mutuamente, pardieu! En mí, ella ve al juge d'instruction causante de algunas situaciones embarazosas años atrás. En ella, yo veo... ¿Qué puedo decir? De todos modos, nos reconocemos, y ninguno de los dos nos sentimos felices con tal reconocimiento mutuo. No, desde luego que no.Al día siguiente, por la tarde, fuimos al sanatorio para ver a Mazie. La encontramos más mejorada, pero todavía muy débil e inquieta.-¿Cuándo voy a salir de aquí? -inquirió la joven-. Por favor... Tengo un compromiso al que no quiero faltar, y me encuentro ya tan repuesta...-Precisamente, mademoiselle -contestó De Grandin-. Estás mucho mejor, en efecto, Y no tardarás en recuperarte por completo. Para ello bastará con que tu organismo se empape de alimento comme une éponge.-Pero...-Pero... ¿qué? -inquirió De Grandin, enarcando las cejas expresivamente-. ¿A qué viene ese «pero»? Explícate.-Se trata de Madelon Leroy, señor. Yo estaba ayudándola...-No lo dudo ni por un momento -manifestó mi amigo, asintiendo-, ¿En qué forma?-Dice que mi juventud y mis energías le dan fuerzas para seguir... Está realmente al borde de una crisis, ¿sabe usted? Asegura que mis visitas le confortan, que suponen mucho para ella...La severa mirada que sorprendió en el doctor De Grandin hizo guardar silencio a la muchacha momentáneamente.-¿Qué ocurre, doctor? -inquirió luego.-Escúcheme, Mazie, ¿Qué pasaba en el curso de tus visitas a la «suite» de esa dama, en el hotel?-Nada, nada en realidad, Madelon.., Me permite que la llame así, ¿no es maravilloso? Madelon se encuentra tan fatigada que apenas habla, Se tiende en una chaise-longue y hace que le coja las manos y que le lea. No he visto nunca unas negligées más bonitas que las suyas... Luego, tomamos el té. Ella se acurruca entre mis brazos, como si fuera una niña. A veces sonríe en su sueño. Parece entonces un ángel...-¿Y tú disfrutas con esta amistad, hein?-¡Oh, sí! ¡Mucho! Nunca había vivido una cosa tan maravillosa.De Grandin sonrió al incorporarse.-Bien. Dentro de unos años, esto constituirá para ti un feliz recuerdo, estoy convencido de ello. Entretanto, si te vas recuperando como hasta ahora, dentro de unos días...-Pero... ¿Y Madelon?-Iremos a verla y se lo explicaremos todo, ma petite. Sí. No faltaba más!-¿Lo hará usted así, doctor? ¡Es usted muy bueno!Mazie despidió a De Grandin con una sonrisa y se acomodó en el lecho para entregarse al sueño.-La doncella de la señorita Leroy ha llamado tres veces hoy -nos explicó Jane Schaeffer, cuando nos detuvimos en su casa unos minutos, de regreso del sanatorio-. Parece ser que aquélla se encuentra enferma y siente unos deseos enormes de ver a Mazie...-Ya me lo imagino -contestó De Grandin, secamente.-Da la impresión de sentir un gran afecto por mi hija... Le conté finalmente lo que habían dicho ustedes, diciéndole dónde paraba ahora Mazie...-¿Hizo usted eso? -inquirió De Grandin, como tragando saliva.-¿Qué hay de malo en ello? Me figuré que...-Ha cometido usted un error, madame. Recordará que le dijimos que la chica no podía recibir visitas. Vamos a poner remedio a la cosa, con la mayor rapidez posible, pero si a su hija le ocurre algo suya será la culpa. Bon jour, madame!De Grandin hizo sonar sus tacones al mismo tiempo que hacía una fría reverencia.-Vámonos, amigo Trowbridge. Tenemos cosas por hacer, cosas que no admiten el menor aplazamiento.Una vez en la calle, explotó como un petardo.-Nom d'un chat de nom d'un chien de nom d'un coq! Uno puede intentar defenderse ante los enemigos mal intencionados; en cambio, frente a la ingenuidad o la ignorancia no se puede hacer nada generalmente, pardieu! Vamos, amigo mío. La rapidez viene a ser aquí ahora lo más esencial.-¿A dónde tenemos que ir? -pregunté al poner en marcha el motor del coche.-¡Al sanatorio, diablos! Si no nos damos prisa puede ser que lleguemos demasiado tarde.El azul con que se ofrecían a la vista las distantes Montañas Oranges había perdido intensidad a causa de la calina de la tarde veraniega. La cinta de asfalto de la carretera se alargaba interminablemente a nuestras espaldas.-¡Más de prisa, más de prisa! -dijo De Grandin, apremiante-. Tenemos que correr todo lo que podamos, amigo Trowbridge.Unos minutos después teníamos a la vista un gran automóvil negro, muy elegante. Los ojillos de De Grandin escrutaron atentamente el vehículo.-¡Es el de ella! -exclamé-. Tenemos que adelantarle... ¿No puede usted sacarle más rendimiento a este moteur?Pisé a fondo el acelerador y la aguja indicadora de la velocidad se inclinó un poco hacia la derecha. Ochenta, ochenta y cinco, noventa... Con cada revolución de las ruedas se aminoraba la distancia que nos separaba del otro vehículo. El conductor del otro automóvil debía de habernos visto en el espejo retrovisor del coche. O quizá estaba pendiente de nosotros su pasajera. El caso es que también aceleró, despegándose, desvaneciéndose en una curva a los pocos minutos, entre un remolino de polvo y de humo de su tubo de escape.-Parbleu! Pardieu! Par la barbe d'un porc vert! -exclamó De Grandin- Se nos escapa, corre más que nosotros...Un enervante chirrido de frenos, seguido de un golpe sordo, le hizo callar. Al doblar por fin la curva se nos ofreció a la vista el gran sedán negro volcado a un lado de la carretera, con las ruedas girando al aire alocadamente; tenía el parabrisas y los cristales de las ventanillas destrozados. Del capó del motor salía una columna de humo.-Triomphe! -exclamó mi amigo, al tiempo que se apeaba, nada más detener yo nuestro coche, para echar a correr en dirección al automóvil siniestrado-. ¡Ya la tenemos en nuestras manos, Trowbridge!El chófer se habla quedado detrás del volante. Hallábase inconsciente, pero no sangraba. En los asientos posteriores había dos mujeres: una muy fornida, en la que reconocí a la doncella de la señorita Leroy; envuelta en velos, hasta el punto de parecer un fantasma gris, vi a Madelon Leroy, una figura muy diminuta al lado de su criada.-Cuide de ese hombre, amigo Trowbridge -me ordenó De Grandin, cuando ya había dejado caer la mano sobre el tirador de una de las puertas traseras-. Yo me ocuparé de sacar de ahí a esas mujeres.Haciendo acopio de fuerzas, extrajo del coche a la doncella, desmayada, depositándola en un lugar seguro. Después, concentró su atención en Madelon Leroy. Yo me las había arreglado para dejar al chófer junto a la carretera. Segundos después, surgió una llamarada del sedán siniestrado. El depósito de gasolina estalló como si hubiera sido una bomba, saliendo proyectados en todas direcciones numerosos trozos de vidrio.-¡De buena nos hemos librado! -exclamó, jadeante, abandonando el árbol cuyo tronco utilizara como parapeto-. Si tardamos unos momentos más en llegar esta gente hubiera ardido con el coche.De Grandin asintió, un tanto absorto.-Si usted se queda aquí con ellos yo intentaré localizar un teléfono para llamar a una ambulancia... Estas personas necesitan cuidados inmediatos, especialmente mademoiselle Leroy. ¿Tiene usted influencia en el Mercy Hospital?-¿Que si tengo...? No le entiendo, De Grandin.-Quiero que se ocupe de que estas personas queden instaladas en habitaciones independientes. Si es así, todos saldremos ganando con ello.Nos sentamos junto a la cama de ella, en el Mercy Hospital. El chófer y la doncella ocupaban sendas habitaciones. A Madelon Leroy le había sido asignada una «suite» en el último piso. El sol se acercaba al ocaso, convertido en una especie de balón carmesí, flotando en un mar rosado; una leve brisa jugaba incansablemente con las blancas cortinas de la ventana. De no haber conocido su identidad, ninguno de nosotros habría dicho que la mujer que se encontraba en aquella cama era la atractiva, la deslumbrante Madelon Leroy. Su faz aparecía lívida, casi gris, de un gris verdoso; a través de la piel se adivinaban las líneas de su cráneo... Tenía las sienes hundidas, como los ojos; la nariz se había hundido extrañamente también, acortándose, haciendo más saliente la mandíbula y los arcos superciliares. Unas venitas azules acentuaban la extrema palidez de las mejillas, dando al rostro una apariencia de objeto de cera; las orejas eran casi transparentes; los labios se habían resecado, replegándose sobre los dientes, como si la mujer se esforzara para hacerse con un poco de aire.-Mazie -murmuró, en un débil susurro-: ¿dónde estás, querida? Ven... Ha llegado la hora de nuestra siesta. Tómame en tus brazos, querida; apriétame contra tu frente y juvenil cuerpo...De Grandin se incorporó, inclinándose sobre el lecho, mirándola no como un médico mira siempre a un paciente que sufre, sino con la frialdad del ejecutor que estudia a la persona condenada.-Larose, Larue, Leroy... como quiera usted llamarse.. Ha llegado por fin a la meta de su viaje por la vida. Ya no dispone de víctimas que puedan renovar su pseudojuventud. Llegó un día al mundo (le bon Dieu sabe cuantos años hace de eso) y ha sonado para usted la hora de irse.La mujer volvió hacia él los ojos, unos ojos sombríos, sin el menor brillo. En su marchita faz fue apareciendo trabajosamente una expresión elocuente: le había reconocido.-¡Usted! -exclamó en voz muy baja, delatadora de un gran pánico-. Por fin me has encontrado... Tú, mi enemigo.-Tu parles, ma vielle -replicó De Grandin, con naturalidad-. Tú lo has dicho. Te he encontrado por fin. No me fue posible materialmente evitar que absorbieras la vida de aquella desgraciada persona en 1910; tampoco pude interponerme entre tú y la joven de los días de Napoleón III. Pero esta vez estoy aquí, sí. Todo queda atrás ya; el fin se aproxima.-Ten piedad de mí -rogó ella, temblorosa-. Ten piedad de mí, hombre cruel. Yo soy una artiste, una gran actriz. Mi arte hace felices a millares de seres. Durante años, he llevado un poco de alegría a los que vivían tristes o atribulados. Compáreme con otras mujeres... ¿Qué representan a mi lado las campesinas, las hijas de los comerciantes, las de la bourgeoisie? Yo soy Claro de Luna, la luz de la luna reflejándose en unas aguas remansadas; la dulce promesa del amor todavía no logrado...-Tiens... Yo creo que la luna se está poniendo, mademoiselle -dijo De Grandin, interrumpiéndola secamente-. Si desea los auxilios de un sacerdote...-Nigaud, bête, sot! -susurró ella. Y su susurro fue como un apagado grito-. ¡Estúpido! ¡Necio! ¡Hijo de padres imbéciles! No necesito a mi lado a ningún sacerdote, no quiero que me hablen de arrepentimientos ni de redenciones. Lo que sí deseo es recuperar mi juventud y mi belleza. Haz venir aquí a una muchacha limpia, joven, llena de salud...Ella se interrumpió al ver una dura mirada en los ojos de De Grandin. Apenas tenía fuerzas ya para insultarle. Pero de sus labios salieron todavía epítetos que habrían hecho enrojecer de vergüenza a una comadre de los muelles de Marsella. De Grandin encajó aquel discurso con serenidad. Ni sonreía ni se mostraba irritado. Había en él una aire de indiferencia total, como si en aquellos instantes se hubiese hallado en un laboratorio, observando en el microscopio un nuevo y curioso espécimen.-Eres una bestia, un perro, un cerdo -siguió diciendo la mujer-. Desciendes de apestosos camellos... Eres un hijo bastardo de una gata callejera y de un demonio de los infiernos...Los médicos estamos habituados al espectáculo de la muerte. Al principio de nuestra carrera, ésta nos causa siempre una gran impresión; luego, nos acostumbramos. Sin embargo, en aquel caso, no pudé evitar un escalofrío, al observar el cambio que se estaba operando a mi vista. La azulada blancura de su piel tomó un tinte verdoso; todo parecía indicar que los microorganismos de la putrefactión operaban ya en ella; el rostro de la mujer se pobló de arrugas que eran como las grietas que se abren en el hielo; el tono rubio de sus cabellos se trocó en un tono amarillento sin brillo; las manos que asomaban por encima de las sábanas parecían las garras de un animal muerto y disecado. La cabeza de la mujer se incorporó un instante sobre la almohada; los ojos estaban enrojecidos y carecían de vida. Bruscamente, se quedó sentada en el lecho, doblándose en seguida por la cintura como una burda muñeca rota; las manos buscaron su propio pecho, agitado por una tos estértórica. Luego, cayó sobre su espalda, quedándose inmóvil.No se oía nada, absolutamente nada en la habitación mortuoria. Ningún sonido llegaba hasta allí por las abiertas ventanas. El mundo parecía haberse paralizado con la quietud de la puesta del sol. Nora McGinnis habíase superado aquella noche. La cena que nos ofreció habría representado la máxima satisfaeción para un buen «gourmet». Su ternera en salsa agridulce fue un regalo para nuestros paladares; lo mismo que sus pastelillos, sus quesos, su melocotón y la compota de ciruela. De Grandin apuró con delectación su taza de café; luego, sonrió como un querubín; a continuación aspiró el aroma de su Chartreuse vert con los ojos entreabiertos...-¡Oh, no, amigo mío! -me dijo-. No puedo ofrecerle una explicación adecuada. Esto es como la electricidad: nos beneficiamos de sus efectos a cada paso, pero nada sabemos en cuanto a sus orígenes.Ya le dije que la reconocí nada más verla. Pero no acertaba a tomar en serio mis sospechas. Para esto, tuvo que reconocerme ella. Luego, me di cuenta de que nos enfrentábamos con algo maligno, con algo que rebasaba la experiencia cotidiana, aunque no se tratara de nada sobrenatural. Ella fue una especie de vampiro, un vampiro diferente de los tradicionales. El vampiro normal posee vida en su muerte. Ella permaneció enteramente viva. Seguiría así mientras encontrara en su camino víctimas frescas. De una manera u otra, Dios sabe cómo, adquirió la habilidad de absorber la vitalidad, la fuerza de las mujeres jóvenes y vigorosas, tomando de ellas todo lo que podían darle, dejándolas virtualmente vacías, hasta tal punto que sus víctimas perecían a consecuencia de su extrema debilidad, mientras que la actriz estrenaba una nueva juventud, gozando de un renovado vigor.De Grandin hizo una pausa para encender un puro, añadiendo a continuación:-Usted sabe que se admite generalmente que cuando un niño duerme con una persona de edad, o inválida, aquél cede su vitalidad a su compañero de lecho. En el «Libro de los Reyes» leemos que David, rey de Israel, al llegar a la edad madura, encontrándose muy debil, era reforzado por tal procedimiento. Ella se valía de un proceso similar, pero mucho más acentuado.En 1867 necesitó sesenta días para pasar de una juventud aparente a la edad avanzada. En 1910, el proceso duró dos semanas o diez días; este verano, se nos presentó joven por la mañana y al día siguiente era una anciana o mujer de edad madura, al menos. ¿Cuántas veces, entre los días de mi gran' père y los nuestros renovó su juventud y su vida valiéndose de jóvenes amigas? No lo sabemos... Estuvo en Italia y en América del Sur. Sólo le bon Dieu sabe qué otras partes del mundo visitó. Hay, no obstante, una cosa que parece ser cierta: con cada renovación de su juventud se tornaba más débil. Incidentalmente, habría llegado así al momento de la transformación casi repentina, a un instante en el que no hubiera dispuesto de tiempo para encontrar una víctima a la que «chupar», por así decirlo, su vitalidad.Mazie había sido escogida como víctima esta vez, y de no haber estado nosotros donde estuvimos... Eh bien! Yo creo que tendríamos otra tumba en el cementerio, gracias a la cual mademoiselle Leroy proseguiría sus actuaciones teatrales. Sí, sin duda. ¿Desea usted saber algo más? -inquirió De Grandin, al ver que yo no formulaba ningún comentario.-Hay una o dos cosas que me desconciertan -respondí-. En primer lugar, quisiera saber si existe alguna relación entre su poca corriente habilidad para rejuvenerse a expensas de otras personas y su negativa a verse fotografiada. ¿Cree usted acaso que pudiera comportarse así, por otra parte, persiguiendo un efecto publicitario?De Grandin consideró mi pregunta durante unos instantes, replicando luego:-No, no es eso... Sucede que el objetivo de la cámara fotográfica es más detallista que nuestros ojos. Un buen maquillaje puede engañar al ojo humano; las lentes de la cámara, en cambio, van más allá, mostrando todas las imperfecciones, por menudas que sean. Por esta razón, seguramente, no quería que le hiciesen fotografías. ¿Se hace usted cargo?Asentí.-Otra cosa. Usted dijo en una ocasión a Mazie que estaba seguro de que el episodio de su amistad con la Leroy constituiría un bonito recuerdo en su vida. Usted ya sabía entonces a qué atenerse con respecto al proceder de la mujer, es decir, sabía que se valía de las jóvenes para, sin la menor piedad...-Pues sí, es verdad que estaba entonces ya al cabo de la calle. Mazie se había relacionado con una extraña y bella actriz; la adoraba con el ardor que solamente pueden sentir las jóvenes por una mujer mayor y más mundana. De haberle dicho la verdad, se habría negado a creerme, y además yo habría atentado contra el ideal que su mente se había forjado. Es mejor que siga conservándolo, que se mantenga en una feliz ignorancia acerca de la verdadera condición de la persona que consideró amiga, respetando su recuerdo para siempre. ¿Por qué privarle de algo bello cuando guardando silencio, simplemente, podemos ayudarla a conservar un grato recuerdo?Una vez más, hice un gesto afirmativo.-Resulta difícil de creer todo esto, pese a haber sido testigo de ello -confesé-. Estoy dispuesto a aceptar su tesis, pero se me antojó algo cruel dejarla morir de aquel modo, aunque...-Créame, amigo mío -dijo De Grandin, interrumpiéndome-. Ella no era una mujer realmente auténtica. ¿No recuerda lo que dijo de sí misma antes de morir? Manifestó que era un clair de lune, luz de luna, carente por completo de edad y de pasiones. El suyo era un egotismo llevado a ilógicas conclusiones; tratábase de un ser cuyo egoísmo iba más allá de otros pensamientos y propósitos. Era una rara, una extraña cosa, sin sentido acerca del bien o del mal, de la justicia o la injusticia, como un fauno o un hada, o cualquier otra grotesca criatura salida de un viejo libro de magia.De Grandin apuró hasta la última gota del licor que había en su copa, alargándome ésta, ya vacía.-Yo repito, si es usted tan amable, amigo mío".
Seabury Quinn