"En un principio no faltó la organización en las disposiciones para construir la Torre de Babel; de hecho, quizás el orden era excesivo. Se pensó demasiado en guías, intérpretes, alojamientos para obreros y vías de comunicación, como si se dispusiera de siglos. En esos tiempos, la opinión general era que no se podía construir con demasiada lentitud; un poco más y hubieran abandonado todo, y hasta desistido de echar los cimientos. La gente razonaba de esta manera: lo esencial de la empresa es el pensamiento de construir una torre que llegue al cielo. Lo demás es del todo secundario. Ese pensamiento, una vez comprendida su grandeza, es inolvidable: mientras haya hombres en la tierra, existirá también el fuerte deseo de terminar la torre. Por consiguiente no debe preocuparnos el futuro. Al contrario: el saber de los hombres adelanta, la arquitectura ha progresado y seguirá progresando; de aquí a cien años el trabajo para el que precisamos un año se hará tal vez en pocos meses, y más resistente, mejor. Entonces, ¿a qué agotarnos ahora? Eso tendría sentido si cupiera la esperanza de que la torre quedará terminada en el espacio de una generación. Esa esperanza era imposible. Lo más creíble era que la nueva generación, con sus conocimientos superiores, condenara el trabajo de la generación anterior y demoliera todo lo adelantado, para recomenzar. Tales pensamientos paralizaron las energías, y se pensó menos en construir la torre que en construir una ciudad para los obreros. Cada nacionalidad quería el mejor barrio, y esto dio lugar a disputas que culminaban en peleas sangrientas. Esas peleas no tenían fin; algunos dirigentes opinaban que demoraría muchísimo la construcción de la torre y otros que más valía aguardar que se reestableciera la paz. Pero no sólo en pelear pasaban el tiempo; en las treguas se dedicaban a embellecer la ciudad, lo que provocaba nuevas envidias y nuevas peleas. Así pasó la era de la primera generación, pero ninguna de las siguientes fue distinta; sólo aumentó la destreza técnica y con ella el ansia guerrera. Aunque la segunda o tercera generación reconoció la insensatez de una torre que llegara hasta el cielo, ya estaban demasiado comprometidos para abandonar los trabajos y la ciudad.
El vaticinio de que cinco golpes sucesivos de un puño gigantesco aniquilarán la ciudad, está presente en todas las leyendas y cantos de esa ciudad. Por esa razón el escudo de armas de la ciudad incluye un puño".
Franz Kafka
" Ven, cierra la puerta, siéntate junto al fuego de la chimenea, que la noche es fría, y seguro que estás cansado; acomódate y disfruta de una de tantas historias, que como cada noche vas a poder escuchar aquí..."
El Recolector de Historias

domingo, 5 de mayo de 2013
sábado, 4 de mayo de 2013
"Polaris"
"El resplandor de la Estrella Polar penetra por la ventana norte de mi cámara. Allí brilla durante todas las horas espantosas de negrura. Y durante el otoño, cuando los vientos del norte gimen y maldicen, y los árboles del pantano, con las hojas rojizas, susurran cosas en las primeras horas de la madrugada bajo la luna menguante y cornuda, me siento junto a la ventana y contemplo esa estrella. En lo alto tiembla reluciente Casiopea, hora tras hora, mientras la Osa Mayor se eleva pesadamente por detrás de esos árboles empapados de vapor que el viento de la noche balancea. Antes de romper el día, Arcturus parpadea rojozo por encima del cementerio de la loma, y la Cabellera de Berenice resplandece espectral allá, en el oriente misterioso; pero la Estrella Polar sigue mirando con recelo, fija en el mismo punto de la negra bóveda, parpadeando espantosamente como un ojo insensato y vigilante que pugna por transmitir algún extraño mensaje, aunque no recuerda nada, salvo que un día tuvo un mensaje que transmitir. Sin embargo, cuando el cielo se nubla, consigo conciliar el sueño.
Nunca olvidaré la noche de la gran aurora, cuando jugaban sobre el pantano los horribles centelleos de la luz demoníaca. Después de los destellos llegaron las nubes, y luego el sueño.
Y bajo una luna menguante y cornuda, vi la ciudad por primera vez. Se asentaba, callada y soñolienta, sobre una meseta que se alzaba en una depresión entre picos extraños. Sus murallas eran de horrible mármol, al igual que sus torres, columnas, cúpulas y pavimentos. En las calles había columnas de mármol en cuya parte superior se alzaban esculpidas imágenes de hombres graves y barbados. El aire era cálido y manso. Y en lo alto, apenas a diez grados del cénit, brillaba vigilante esa Estrella Polar. Mucho tiempo estuve contemplando la ciudad sin que llegara el día. Cuando el rojo Aldebarán, que parpadea a baja altura sin ponerse, llevaba ya hecho un cuarto de su camino por el horizonte, vi luz y movimiento en las casas y las calles. Formas extrañamente vestidas, a un tiempo nobles y familiares, deambulaban bajo la luna menguante y cornuda; los hombres hablaban sabiamente en una lengua que yo entendía, si bien era distinta de la que conocía. Y cuando el rojo Aldebarán hubo recorrido más de la mitad de su trayecto, volvió el silencio y la oscuridad.
Al despertar ya no fui el de antes. Había quedado grabada en mi memoria la visión de la ciudad, y en mi alma había despertado un recuerdo brumoso, de cuya naturaleza no estaba entonces seguro. Después, en las noches de cielo nublado en que podía dormir, vi con frecuencia la ciudad; unas veces bajo los rayos cálidos y dorados de un sol que nunca se ponía y giraba alrededor del horizonte. Y en las noches claras, la Estrella Polar miraba de soslayo como no lo había hecho nunca.
Gradualmente, empecé a preguntarme cuál podía ser mi sitio en aquella ciudad de la extraña meseta entre extraños picos. Contento al principio de contemplar el paisaje como una presencia incorpórea que todo lo observaba, deseé luego definir mi relación con ella, y hablar con los hombres graves que a diario discutían en las plazas. Me dije a mí mismo: "Esto no es un sueño; pues, ¿por qué medio puedo probar que es más real esa otra vida de las casas de piedra y ladrillo, al sur del siniestro pantano y del cementerio de la loma, donde cada noche la Estrella Polar atisba furtiva por mi ventana?"
Una noche, mientras escuchaba el discurso en la gran plaza de numerosas estatuas, experimenté un cambio, y noté que al fin tenía forma corporal. Pero no era un extraño en las calles de Olathoe, la ciudad de la meseta de Sarkia, situada entre los picos Noton y Kadiphonek. Era mi amigo Alos quien hablaba, y su discurso era grato a mi alma, ya que era el discurso del hombre sincero y del patriota. Esa noche tuve noticia de la caída de Daikos y del avance de los inutos, demonios achaparrados, amarillos y horribles que cinco años antes habían surgido del desconocido occidente para asolar los confines de nuestro reino y sitiar muchas de nuestras ciudades. Una vez tomadas las plazas fortificadas al pie de las montañas, su camino quedaba ahora expedito hacia la meseta, a menos que cada ciudadano resistiese con la fuerza de diez hombres. Pues las rechonchas criaturas eran poderosas en las artes de la guerra, y no conocían aquellos escrúpulos de honor que impedían a nuestros hombres altos y de ojos grises, habitantes de Lomar, emprender una conquista despiadada.
Mi amigo Alos mandaba todas las fuerzas de la meseta, y en él se cifraba la última esperanza de nuestro país. En este momento hablaba de los peligros que había que afrontar y exhortaba a los hombres de Olathoe, los más bravos de los lomarianos, a perpetuar la tradición de sus antepasados, quienes al verse obligados a abandonar Zobna y desplazarse hacia el sur ante el avance de los hielos (incluso nuestros descendientes tendrán que dejar un día las tierras de Lomar), barrieron gallarda y victoriosamente a los gnophkehs, caníbales velludos y de largos brazos que se oponían a su paso. Alos me había rechazado como guerrero, ya que era débil y propenso a extraños desmayos cuando me sometía a la fatiga y al esfuerzo. Pero mis ojos eran los más agudos de la ciudad, a pesar de las largas horas que yo dedicaba cada día al estudio de los manuscritos Pnakóticos y del saber de los Padres Zbanarianos; de modo que mi amigo, no queriendo condenarme a la inacción, me concedió el penúltimo deber en importancia: me envió a la atalaya de Thapnen para hacer allá de ojos de nuestro ejército. En caso de que los inutos intentasen conquistar la ciudadela por el estrecho paso que hay detrás del pico de Noth, y sorprender por allí a la guarnición, yo debía encender la señal de fuego que advertía a los soldados que aguardaban, y salvar la ciudad de su inmediata destrucción.
Subí solo a la torre, ya que los hombres fuertes eran todos necesarios abajo en los desfiladeros. Tenía el cerebro dolorosamente embotado por la excitación y el cansancio, ya que no había dormido desde hacía muchos días; pero mi resolución era firme, pues amaba mi tierra natal de Lomar, y la marmórea ciudad de Olathoe, situada entre los picos Noton y Kadiphonek.
Pero cuando estaba en la cámara más alta de la torre, percibí la luna roja, siniestra, menguante, cornuda, temblando entre los vapores que flotaban sobre el lejano valle de Banof. Y a través de su abertura del techo brilló la pálida Estrella Polar, parpadeando como si estuviera viva, y mirando furtiva como un demonio de tentación. Creo que su espíritu me susurró consejos malvados, sumiéndome en traidora somnolencia con una rítmica y condenable promesa que repetía una y otra vez:
"Duerme, vigía, hasta que las esferas giren veintiséis mil años Y yo regrese al lugar donde ahora ardo. Después, otros astros surgirán En el eje de los cielos astros que sosieguen, astros que bendigan Sólo cuando mi órbita concluya turbará el pasado tu puerta".
En vano traté de vencer mi somnolencia, intentando relacionar estas extrañas palabras con alguno de los saberes celestes que yo había aprendido en los manuscritos Pnakóticos. Mi cabeza, pesada y vacilante, se dobló sobre mi pecho; y cuando volví a mirar, fue en un sueño, y la Estrella Polar sonreía burlonamente a través de una ventana, por encima de los horribles y agitados árboles de un pantano soñado. Y aún continúo soñando.
En mi vergüenza y desesperación, grito a veces frenéticamente, suplicando a las criaturas soñadas de mi alrededor que me despierten, no vaya a ser que los inutos suban furtivamente por detrás del pico de Noton y tomen la ciudadela por sorpresa; pero estas criaturas son demonios: se ríen de mí y me dicen que no sueño. Se burlan mientras duermo; entretanto, puede que los enemigos achaparrados y amarillos se estén acercando a nosotros con sigilo. He faltado a mi deber y he traicionado a la marmórea ciudad de Olathoe. He sido desleal a Alos, mi amigo y capitán. Sin embargo, estas sombras de mis sueños se burlan de mí. Dicen que no existe ninguna tierra de Lomar, salvo en mis nocturnos desvaríos; que en esas regiones donde la Estrella Polar brilla en lo alto, y donde el rojo Aldebarán se arrastra lentamente por el horizonte, no ha habido otra cosa que hielo y nieve durante milenios, ni otros hombres que esas criaturas rechonchas y amarillas, marchitas por el frío, que se llaman "esquimales".
Y mientras escribo en mi culpable agonía, frenético por salvar a la ciudad cuyo peligro aumenta a cada instante, y lucho en vano por liberarme de esta pesadilla en la que parece que estoy en una casa de piedra y de ladrillos, al sur de un siniestro pantano y un cementerio en lo alto de una loma, la Estrella Polar, perversa y monstruosa, mora desde la negra bóveda y parpadea horriblemente como un ojo insensato que pugna por transmitir algún mensaje; aunque no recuerda nada, salvo que un día tuvo un mensaje que transmitir".
H.P Lovecraft
miércoles, 27 de marzo de 2013
"Aullidos de Tristeza a la Luna"
"Hoy la manada herida de dolor, aúlla en esta tú luna, en la ultima noche, donde el pequeño cachorro asciende acogido en tu plateada y cálida luz, para ser recibido a tu lado, donde descansara arropado, por un manto inmenso de estrellas, para siempre. Hoy aullamos de tristeza a la luna, por tu marcha, pequeño cachorro, que injustamente nos dejas, cuando todavia te quedaban prados por el que correr. Noches en las que dormir bajo el abrigo del suave viento, y días en los que crecer, con los demás cachorros, mecido por el aroma de las flores, y las hojas de los arboles. Un mundo por conocer que te ha sido arrebatado injustamente. Allí donde estés, con los Viejos Lobos a tu lado, cuidándoos unos de otros, al otro lado de la Luna Plateada. Junto a ellos no estarás nunca solo, podrás correr libre de nuevo, podrás jugar esperando el día que de nuevo, la manada este unida y junta otra vez".
En memoria de mi primo:
En memoria de mi primo:
R.I.P
Eric Padial Leal
Subió al cielo
el 25 de Marzo de 2013
a los 2 años de edad
Requiestat In Pace
miércoles, 27 de febrero de 2013
"Rumpelstikin"
"Había una vez un pobre molinero que tenía una bellísima hija. Y sucedió que en cierta ocasión se encontró con el rey, y como le gustaba darse importancia sin medir las consecuencias de sus mentiras, le dijo:
-Mi hija es tan hábil y sabe hilar tan bien, que convierte la hierba seca en oro.
-Eso es admirable, es un arte que me agrada -dijo el rey-. Si realmente tu hija puede hacer lo que dices, llévala mañana a palacio y la pondremos a prueba.
Y en cuanto llegó la muchacha ante la presencia del rey, éste la condujo a una habitación que estaba llena de hierba seca, le entregó una rueca y un carrete y le dijo:
-Ahora ponte a trabajar, y si mañana temprano toda esta hierba seca no ha sido convertida en oro, morirás.
Y dichas estas palabras, cerró él mismo la puerta y la dejó sola.
Allí quedó sentada la pobre hija del molinero, y aunque le iba en ello la vida, no se le ocurría cómo hilar la hierba seca para convertirla en oro. Cuanto más tiempo pasaba, más miedo tenía, y por fin no pudo más y se echó a llorar.
De repente, se abrió la puerta y entró un hombrecito.
-¡Buenas tardes, señorita molinera! -le dijo-. ¿Por qué está llorando?
-¡Ay de mí! -respondió la muchacha-. Tengo que hilar toda esta hierba seca de modo que se convierta en oro, y no sé cómo hacerlo.
-¿Qué me darás -dijo el hombrecito- si lo hago por ti?
-Mi collar -dijo la muchacha.
El hombrecito tomó el collar, se sentó frente a la rueca y... ¡zas, zas, zas!, dio varias vueltas a la rueda y se llenó el carrete. Enseguida tomó otro y... ¡zas, zas, zas!... con varias vueltas estuvo el segundo lleno. Y así continuó sin parar hasta la mañana, en que toda la hierba seca quedó hilada y todos los carreteles llenos de oro.
Al amanecer se presentó el rey. Y cuando vio todo aquel oro sintió un gran asombro y se alegró muchísimo: pero su corazón rebosó de codicia. Hizo que llevasen a la hija del molinero a una habitación mucho mayor que la primera y también atestada de hierba seca, y le ordenó que la hilase en una noche si en algo estimaba su vida. La muchacha no sabía cómo arreglárselas, y ya se había echado a llorar, cuando se abrió la puerta y apareció el hombrecito.
-¿Qué me darás -preguntó- si te convierto la hierba seca en oro?
-Mi sortija -contestó la muchacha.
El hombrecito tomó la sortija, volvió a sentarse a la rueca, y al llegar la madrugada toda la hierba seca estaba convertida en reluciente oro.
Se alegró el rey a más no poder cuando lo vio, pero aún no tenía bastante; mandó que llevasen a la hija del molinero a una habitación mucho mayor que las anteriores y también atestada de hierba seca.
-Hilarás todo esto durante la noche -le dijo-, y si logras hacerlo, serás mi esposa.
Tan pronto quedó sola, apareció el hombrecito por tercera vez y le dijo:
-¿Qué me darás si nuevamente esta noche te convierto la hierba seca en oro?
-No me queda nada para darte -contestó la muchacha.
-Prométeme entonces -dijo el hombrecito- que si llegas a ser reina, me entregarás tu primer hijo.
La muchacha dudó un momento. «¿Quién sabe si llegaré a tener un hijo algún día, y esta noche debo hilar este heno seco?» se dijo. Y no sabiendo cómo salir del paso, prometió al hombrecito lo que quería y éste convirtió una vez más la hierba seca en oro.
Cuando el rey llegó por la mañana y lo encontró todo tal como lo había deseado, se casó enseguida con la muchacha, y así fue como se convirtió en reina la linda hija del molinero.
Un año más tarde le nació un hermoso niño, sin que se hubiera acordado más del hombrecito. Pero, de repente, lo vio entrar en su cámara:
-Vine a buscar lo que me prometiste -dijo.
La reina se quedó horrorizada, y le ofreció cuantas riquezas había en el reino con tal de que le dejara al niño. Pero el hombrecito dijo:
-No. Una criatura viviente es más preciosa para mí que los mayores tesoros de este mundo.
Comenzó entonces la reina a llorar, a rogarle y a lamentarse de tal modo que el hombrecito se compadeció de ella.
-Te daré tres días de plazo -le dijo-. Si en ese tiempo consigues adivinar mi nombre, te quedarás con el niño.
La reina se pasó la noche tratando de recordar todos los nombres que oyera en su vida, y como le parecieron pocos envió un mensajero a recoger, de un extremo a otro del país, los demás nombres que hubiese. Cuando el hombrecito llegó al día siguiente, empezó por Gaspar, Melchor y Baltasar, y fue luego recitando uno tras otro los nombres que sabía; pero el hombrecito repetía invariablemente:
-¡No! Así no me llamo yo.
Al segundo día la reina mandó averiguar los nombres de las personas que vivían en los alrededores del palacio y repitió al hombrecito los más curiosos y poco comunes.
-¿Te llamarás Arbilino o Patizueco o quizá Trinobobo?
Pero él contestaba invariablemente:
-¡No! Así no me llamo yo.
Al tercer día regresó el mensajero de la reina y le dijo:
-No he podido encontrar un sólo nombre nuevo; pero al subir a una altísima montaña, más allá de lo más profundo del bosque, allá donde el zorro y la liebre se dan las buenas noches, vi una casita diminuta. Delante de la puerta ardía una hoguera y alrededor de ella un hombrecito ridículo brincaba sobre una sola pierna y cantaba:
Hoy tomo vino y mañana cerveza,
después al niño sin falta traerán.
Nunca, se rompan o no la cabeza,
el nombre Rumpelstikin adivinarán.
¡Imagínense lo contenta que se puso la reina cuando oyó este nombre!
Poco después entró el hombrecito y dijo:
-Y bien, señora reina, ¿cómo me llamo yo?
-¿Te llamarás Conrado? -empezó ella.
-¡No! Así no me llamo yo.
-¿Y Enrique?
-¡No! ¡Así no me llamo yo! -replicó el hombrecito con expresión triunfante.
Sonrió la reina y le dijo:
-Pues... ¿quizás te llamas... Rumpelstikin?
-¡Te lo dijo una bruja! ¡Te lo dijo una bruja! -gritó el hombrecito.
Furioso, dio en el suelo una patada tan fuerte, que se hundió hasta la cintura. Luego, sujetándose al otro pie con ambas manos, tiró y tiró hasta que pudo salir; y entonces, sin dejar de protestar, se marchó corriendo y saltando sobre una sola pierna, mientras en palacio todos se reían de él por haber pasado en vano tantos trabajos".
Anónimo
-Mi hija es tan hábil y sabe hilar tan bien, que convierte la hierba seca en oro.
-Eso es admirable, es un arte que me agrada -dijo el rey-. Si realmente tu hija puede hacer lo que dices, llévala mañana a palacio y la pondremos a prueba.
Y en cuanto llegó la muchacha ante la presencia del rey, éste la condujo a una habitación que estaba llena de hierba seca, le entregó una rueca y un carrete y le dijo:
-Ahora ponte a trabajar, y si mañana temprano toda esta hierba seca no ha sido convertida en oro, morirás.
Y dichas estas palabras, cerró él mismo la puerta y la dejó sola.
Allí quedó sentada la pobre hija del molinero, y aunque le iba en ello la vida, no se le ocurría cómo hilar la hierba seca para convertirla en oro. Cuanto más tiempo pasaba, más miedo tenía, y por fin no pudo más y se echó a llorar.
De repente, se abrió la puerta y entró un hombrecito.
-¡Buenas tardes, señorita molinera! -le dijo-. ¿Por qué está llorando?
-¡Ay de mí! -respondió la muchacha-. Tengo que hilar toda esta hierba seca de modo que se convierta en oro, y no sé cómo hacerlo.
-¿Qué me darás -dijo el hombrecito- si lo hago por ti?
-Mi collar -dijo la muchacha.
El hombrecito tomó el collar, se sentó frente a la rueca y... ¡zas, zas, zas!, dio varias vueltas a la rueda y se llenó el carrete. Enseguida tomó otro y... ¡zas, zas, zas!... con varias vueltas estuvo el segundo lleno. Y así continuó sin parar hasta la mañana, en que toda la hierba seca quedó hilada y todos los carreteles llenos de oro.
Al amanecer se presentó el rey. Y cuando vio todo aquel oro sintió un gran asombro y se alegró muchísimo: pero su corazón rebosó de codicia. Hizo que llevasen a la hija del molinero a una habitación mucho mayor que la primera y también atestada de hierba seca, y le ordenó que la hilase en una noche si en algo estimaba su vida. La muchacha no sabía cómo arreglárselas, y ya se había echado a llorar, cuando se abrió la puerta y apareció el hombrecito.
-¿Qué me darás -preguntó- si te convierto la hierba seca en oro?
-Mi sortija -contestó la muchacha.
El hombrecito tomó la sortija, volvió a sentarse a la rueca, y al llegar la madrugada toda la hierba seca estaba convertida en reluciente oro.
Se alegró el rey a más no poder cuando lo vio, pero aún no tenía bastante; mandó que llevasen a la hija del molinero a una habitación mucho mayor que las anteriores y también atestada de hierba seca.
-Hilarás todo esto durante la noche -le dijo-, y si logras hacerlo, serás mi esposa.
Tan pronto quedó sola, apareció el hombrecito por tercera vez y le dijo:
-¿Qué me darás si nuevamente esta noche te convierto la hierba seca en oro?
-No me queda nada para darte -contestó la muchacha.
-Prométeme entonces -dijo el hombrecito- que si llegas a ser reina, me entregarás tu primer hijo.
La muchacha dudó un momento. «¿Quién sabe si llegaré a tener un hijo algún día, y esta noche debo hilar este heno seco?» se dijo. Y no sabiendo cómo salir del paso, prometió al hombrecito lo que quería y éste convirtió una vez más la hierba seca en oro.
Cuando el rey llegó por la mañana y lo encontró todo tal como lo había deseado, se casó enseguida con la muchacha, y así fue como se convirtió en reina la linda hija del molinero.
Un año más tarde le nació un hermoso niño, sin que se hubiera acordado más del hombrecito. Pero, de repente, lo vio entrar en su cámara:
-Vine a buscar lo que me prometiste -dijo.
La reina se quedó horrorizada, y le ofreció cuantas riquezas había en el reino con tal de que le dejara al niño. Pero el hombrecito dijo:
-No. Una criatura viviente es más preciosa para mí que los mayores tesoros de este mundo.
Comenzó entonces la reina a llorar, a rogarle y a lamentarse de tal modo que el hombrecito se compadeció de ella.
-Te daré tres días de plazo -le dijo-. Si en ese tiempo consigues adivinar mi nombre, te quedarás con el niño.
La reina se pasó la noche tratando de recordar todos los nombres que oyera en su vida, y como le parecieron pocos envió un mensajero a recoger, de un extremo a otro del país, los demás nombres que hubiese. Cuando el hombrecito llegó al día siguiente, empezó por Gaspar, Melchor y Baltasar, y fue luego recitando uno tras otro los nombres que sabía; pero el hombrecito repetía invariablemente:
-¡No! Así no me llamo yo.
Al segundo día la reina mandó averiguar los nombres de las personas que vivían en los alrededores del palacio y repitió al hombrecito los más curiosos y poco comunes.
-¿Te llamarás Arbilino o Patizueco o quizá Trinobobo?
Pero él contestaba invariablemente:
-¡No! Así no me llamo yo.
Al tercer día regresó el mensajero de la reina y le dijo:
-No he podido encontrar un sólo nombre nuevo; pero al subir a una altísima montaña, más allá de lo más profundo del bosque, allá donde el zorro y la liebre se dan las buenas noches, vi una casita diminuta. Delante de la puerta ardía una hoguera y alrededor de ella un hombrecito ridículo brincaba sobre una sola pierna y cantaba:
Hoy tomo vino y mañana cerveza,
después al niño sin falta traerán.
Nunca, se rompan o no la cabeza,
el nombre Rumpelstikin adivinarán.
¡Imagínense lo contenta que se puso la reina cuando oyó este nombre!
Poco después entró el hombrecito y dijo:
-Y bien, señora reina, ¿cómo me llamo yo?
-¿Te llamarás Conrado? -empezó ella.
-¡No! Así no me llamo yo.
-¿Y Enrique?
-¡No! ¡Así no me llamo yo! -replicó el hombrecito con expresión triunfante.
Sonrió la reina y le dijo:
-Pues... ¿quizás te llamas... Rumpelstikin?
-¡Te lo dijo una bruja! ¡Te lo dijo una bruja! -gritó el hombrecito.
Furioso, dio en el suelo una patada tan fuerte, que se hundió hasta la cintura. Luego, sujetándose al otro pie con ambas manos, tiró y tiró hasta que pudo salir; y entonces, sin dejar de protestar, se marchó corriendo y saltando sobre una sola pierna, mientras en palacio todos se reían de él por haber pasado en vano tantos trabajos".
Anónimo
domingo, 10 de febrero de 2013
"Cuento de los Lobos"
Uno de ellos es de color negro: es enfado, envidia, aflicción, codicia, arrogancia, resentimiento hacia mí mismo, siente lástima hacia mí, actúa desde la culpabilidad, tiene un fuerte complejo de inferioridad, miente, es orgulloso, falso y su ego no posee límite.
El otro es de color blanco: representa la alegría, me ayuda a alcanzar la paz conmigo mismo, su amor es incondicional hacia los demás, actúa desde la esperanza con serenidad, humildad, bondad y benevolencia, demuestra constante empatía, generosidad, compasión y fe.
El nieto pensó sobre eso durante un minuto largo, y entonces le preguntó a su abuelo: “¿Qué lobo ganará?”
“Aquél al que decidas alimentar”
Anónimo Cherokee
martes, 1 de enero de 2013
"El Bosque de los Cuentos"
"Érase una vez una pequeña chiquilla que importunaba a toda la gente para que le contaran un cuento. Importunaba a su madre, a su abuela, a su tía. Quienquiera que encontrara en su camino, tenía que contarle un cuento. Pero no todos se sentían dispuestos a ello. Todos se deshacían del pequeño espíritu importunador.
Entonces se encaminó la niña tristemente hacia el bosque. Por fortuna, se extendía éste muy cerca, junto a la casa.
En el bosque se encontró con el cuclillo, que estaba sentado sobre una rama y gritaba:
-¡Cu-cú! ¡cu-cú!
-¿Por qué cantas siempre la misma canción? -dijo la muchacha-. ¡Explícame más bien un cuento!
Entonces le contó el cuclillo la historia de cómo pone el huevo. El cuco lo lleva en el pico por el aire y lo coloca en un nido extraño. De este huevo sale luego un pequeño pájaro, que crece y crece, y se hace por último mayor que los pajaritos que le alimentan. Pronto se hace el nido demasiado pequeño para el cuclillo. Entonces arroja éste fuera del nido a todos los pequeños pajaritos, crecidos con él en el mismo nido. Pero el buen espíritu del bosque, que lo había visto todo, dijo: "Como castigo, no habrás de vivir tú nunca en un nido propio. Tus huevos habrás de llevarlos siempre en el pico por el aire, y tus hijos deberán clamar durante todo su vida por su madre perdida: ¡Cu-cú! ¡cu-cú!"
El pájaro chilló.
-¿Es esto un cuento o una historia verdadera? -preguntó la niña.
-¡Cu-cú! ¡Cu-cú! -se oyó a lo lejos.
Entonces no supo la niña qué pensar, y penetró más profundamente en el bosque.
Así caminando, llegó hasta los sombríos abetos. Bajo sus pies crujía una alfombra de millones de pardas agujas. En lo alto rumoreaba el viento, entre las verdes copas de los altivos abetos gigantes. Pero junto a ellos se alzaban tres pequeños abetos en la oscuridad, los cuales no tenían una sola ramita verde.
-¿Por qué llevan un vestido tan pardo de luto? ¡Oh, explíquenme la historia de ustedes! -rogó la pequeña.
Entonces tomó la palabra el mayor de los tres jóvenes abetos y dijo:
-Nosotros somos los más jóvenes abetos de este bosque, y queríamos levantarnos juntos los tres hacia el sol; pues habíamos oído decir que era hermoso y bueno, y que era un rey. Así, pues, nos pusimos nuestros vestidos de fiesta y extendimos los brazos; pero nuestros hermanos mayores nos cerraron el camino.
"-¡A nosotros nos pertenece el Sol! -dijeron ellos-. Nosotros somos más grandes y hermosos que ustedes. Deberían avergonzarse. ¡Ocúltense!
"Orgullosos, se elevaron ellos cada vez más altos, más altos, hasta que llegaron al Sol. Entonces celebraron una fiesta e invitaron a todos los pájaros cantores del bosque.
"-¡Hágannos también un poco de sitio! -rogábamos nosotros cada día.
"No pretendíamos más que ver solamente el manto del rey Sol; pero nuestros hermanos mayores extendían rumoreando sus vestidos y nos ocultaban, para que el Sol no pudiera encontrarnos. Entonces dejamos caer nosotros el vestido verde de fiesta y nos vestimos de pardo luto. Este luto lo conservaremos nosotros hasta nuestra muerte, que bien pronto habrá de venir."
Entonces preguntó la niña:
-¿Es esto un cuento o una historia verdadera?
Los tres pequeños abetos guardaron silencio, pero dejaron caer sus agujas, y con esto pareció como si lloraran.
La pequeña muchacha fue a buscar una azada y arrancó con ella, uno después de otro, a los pequeños abetos y los plantó de nuevo en el borde del bosque. Buscó luego agua del manantial y les dio de beber. El Sol se asustó cuando vio a las tres criaturas del bosque con su vestidito de luto. Las acarició con sus rayos y las consoló:
-Pronto tendrán mejor aspecto. Mis rayos tejerán para ustedes el más hermoso vestido de fiesta, y yo estaré al lado de ustedes desde la mañana hasta el anochecer.
Siguió entonces la pequeña muchacha su camino. El sendero del bosque corría recto, y no parecía tener fin.
De repente, sintió la niña un escalofrío en las espaldas; en medio del camino yacía una pequeña ardilla que agonizaba a causa de una herida en el cuello.
-¿Por qué has muerto tú? -preguntó la niña-. Te hubiera rogado tan a gusto que me contaras un cuento...
Entonces empezó a hablar la roja sangre.
-Allí arriba, entre el verde reino de las hojas, hay una casita redonda. En ella vive una madre con sus cinco hijos. "No salgan hasta que esté yo de nuevo en casa", dijo la madre cuando salió en busca de alimento para sus pequeños. Cuatro de ellos supieron obedecer. El quinto, sin embargo, miraba continuamente por la puerta redonda. Cien mil hojas lo saludaban y le susurraban: "¡Sal! Te contaremos un cuento". Entonces salió afuera la pequeña ardilla. Escuchó y escuchó, tan pronto en éste como en aquel árbol, y finalmente quiso marcharse al bosque vecino. Pero en medio del camino fue víctima del pérfido ladrón. "¡Madre!", gritó todavía; pero la madre estaba muy lejos y no podía oírla. Entonces cerró la pequeña ardilla los ojos.
-¿Es esto un cuento o una verdadera historia? -preguntó la niña.
La sangre calló, y la muchacha contempló tristemente al pequeño animalito muerto.
-¡Madre! -gritó de repente la niña, y rompió a llorar.
Luego dio media vuelta y volvió sobre sus pasos. Corrió hasta perder el aliento, hasta que se encontró de nuevo en casa, abrazada a su madre.
A la mañana siguiente salió, sin embargo, de nuevo al bosque y así cada día; pues allí le explicaban cuentos todas las cosas. ¿O eran tal vez historias verdaderas? La pequeña muchacha no lo sabía, pero las escuchaba a gusto por su vida".
Anónimo Suizo
Entonces se encaminó la niña tristemente hacia el bosque. Por fortuna, se extendía éste muy cerca, junto a la casa.
En el bosque se encontró con el cuclillo, que estaba sentado sobre una rama y gritaba:
-¡Cu-cú! ¡cu-cú!
-¿Por qué cantas siempre la misma canción? -dijo la muchacha-. ¡Explícame más bien un cuento!
Entonces le contó el cuclillo la historia de cómo pone el huevo. El cuco lo lleva en el pico por el aire y lo coloca en un nido extraño. De este huevo sale luego un pequeño pájaro, que crece y crece, y se hace por último mayor que los pajaritos que le alimentan. Pronto se hace el nido demasiado pequeño para el cuclillo. Entonces arroja éste fuera del nido a todos los pequeños pajaritos, crecidos con él en el mismo nido. Pero el buen espíritu del bosque, que lo había visto todo, dijo: "Como castigo, no habrás de vivir tú nunca en un nido propio. Tus huevos habrás de llevarlos siempre en el pico por el aire, y tus hijos deberán clamar durante todo su vida por su madre perdida: ¡Cu-cú! ¡cu-cú!"
El pájaro chilló.
-¿Es esto un cuento o una historia verdadera? -preguntó la niña.
-¡Cu-cú! ¡Cu-cú! -se oyó a lo lejos.
Entonces no supo la niña qué pensar, y penetró más profundamente en el bosque.
Así caminando, llegó hasta los sombríos abetos. Bajo sus pies crujía una alfombra de millones de pardas agujas. En lo alto rumoreaba el viento, entre las verdes copas de los altivos abetos gigantes. Pero junto a ellos se alzaban tres pequeños abetos en la oscuridad, los cuales no tenían una sola ramita verde.
-¿Por qué llevan un vestido tan pardo de luto? ¡Oh, explíquenme la historia de ustedes! -rogó la pequeña.
Entonces tomó la palabra el mayor de los tres jóvenes abetos y dijo:
-Nosotros somos los más jóvenes abetos de este bosque, y queríamos levantarnos juntos los tres hacia el sol; pues habíamos oído decir que era hermoso y bueno, y que era un rey. Así, pues, nos pusimos nuestros vestidos de fiesta y extendimos los brazos; pero nuestros hermanos mayores nos cerraron el camino.
"-¡A nosotros nos pertenece el Sol! -dijeron ellos-. Nosotros somos más grandes y hermosos que ustedes. Deberían avergonzarse. ¡Ocúltense!
"Orgullosos, se elevaron ellos cada vez más altos, más altos, hasta que llegaron al Sol. Entonces celebraron una fiesta e invitaron a todos los pájaros cantores del bosque.
"-¡Hágannos también un poco de sitio! -rogábamos nosotros cada día.
"No pretendíamos más que ver solamente el manto del rey Sol; pero nuestros hermanos mayores extendían rumoreando sus vestidos y nos ocultaban, para que el Sol no pudiera encontrarnos. Entonces dejamos caer nosotros el vestido verde de fiesta y nos vestimos de pardo luto. Este luto lo conservaremos nosotros hasta nuestra muerte, que bien pronto habrá de venir."
Entonces preguntó la niña:
-¿Es esto un cuento o una historia verdadera?
Los tres pequeños abetos guardaron silencio, pero dejaron caer sus agujas, y con esto pareció como si lloraran.
La pequeña muchacha fue a buscar una azada y arrancó con ella, uno después de otro, a los pequeños abetos y los plantó de nuevo en el borde del bosque. Buscó luego agua del manantial y les dio de beber. El Sol se asustó cuando vio a las tres criaturas del bosque con su vestidito de luto. Las acarició con sus rayos y las consoló:
-Pronto tendrán mejor aspecto. Mis rayos tejerán para ustedes el más hermoso vestido de fiesta, y yo estaré al lado de ustedes desde la mañana hasta el anochecer.
Siguió entonces la pequeña muchacha su camino. El sendero del bosque corría recto, y no parecía tener fin.
De repente, sintió la niña un escalofrío en las espaldas; en medio del camino yacía una pequeña ardilla que agonizaba a causa de una herida en el cuello.
-¿Por qué has muerto tú? -preguntó la niña-. Te hubiera rogado tan a gusto que me contaras un cuento...
Entonces empezó a hablar la roja sangre.
-Allí arriba, entre el verde reino de las hojas, hay una casita redonda. En ella vive una madre con sus cinco hijos. "No salgan hasta que esté yo de nuevo en casa", dijo la madre cuando salió en busca de alimento para sus pequeños. Cuatro de ellos supieron obedecer. El quinto, sin embargo, miraba continuamente por la puerta redonda. Cien mil hojas lo saludaban y le susurraban: "¡Sal! Te contaremos un cuento". Entonces salió afuera la pequeña ardilla. Escuchó y escuchó, tan pronto en éste como en aquel árbol, y finalmente quiso marcharse al bosque vecino. Pero en medio del camino fue víctima del pérfido ladrón. "¡Madre!", gritó todavía; pero la madre estaba muy lejos y no podía oírla. Entonces cerró la pequeña ardilla los ojos.
-¿Es esto un cuento o una verdadera historia? -preguntó la niña.
La sangre calló, y la muchacha contempló tristemente al pequeño animalito muerto.
-¡Madre! -gritó de repente la niña, y rompió a llorar.
Luego dio media vuelta y volvió sobre sus pasos. Corrió hasta perder el aliento, hasta que se encontró de nuevo en casa, abrazada a su madre.
A la mañana siguiente salió, sin embargo, de nuevo al bosque y así cada día; pues allí le explicaban cuentos todas las cosas. ¿O eran tal vez historias verdaderas? La pequeña muchacha no lo sabía, pero las escuchaba a gusto por su vida".
Anónimo Suizo
domingo, 23 de diciembre de 2012
"El Barón de Grogzwig"
"El barón Von Koëldwethout, de
Grogzwig, Alemania, era probablemente un joven barón como cualquiera
le gustaría ver uno. No es necesario que diga que vivía en un
castillo, porque es evidente; tampoco es necesario que diga que vivía
en un castillo antiguo, pues ¿qué barón alemán viviría en uno
nuevo? Había muchas circunstancias extrañas relacionadas con este
venerable edificio, entre las cuales no era la menos sorprendente y
misteriosa el hecho de que cuando soplaba el viento, éste rugía en
el interior de las chimeneas, o incluso aullaba entre los árboles
del bosque circundante, o que cuando brillaba la luna ésta se abría
camino por entre determinadas pequeñas aberturas de los muros y
llegaba a iluminar plenamente algunas zonas de los amplios salones y
galerías, dejando otras en una sombra tenebrosa. Tengo entendido que
uno de los antepasados del barón, que andaba escaso de dinero, le
había clavado una daga a un caballero que llegó una noche pidiendo
servidumbre de paso, y se supone que estos hechos milagrosos tuvieron
lugar como consecuencia de aquello. Y, sin embargo, difícilmente
puedo saber cómo sucedió, pues el antepasado del barón, que era un
hombre amable, se sintió después tan apenado por haber sido tan
irreflexivo, y haber puesto sus manos violentas sobre una cantidad de
piedras y maderos pertenecientes a un barón más débil, que
construyó como excusa una capilla obteniendo un recibo del cielo
como saldo a cuenta.
El hecho de haber hablado del
antepasado del barón me trae a la mente los vehementes deseos de
éste de que se respete su linaje. Temo no poder decir con seguridad
cuántos antepasados haya tenido el barón, pero sé que había
tenido muchísimos más que cualquier otro hombre de su época, y
sólo deseo que haya vivido hasta fechas recientes para haber podido
dejar más en la tierra. Para los grandes hombres de los siglos
pasados debió ser muy duro haber llegado al mundo tan pronto, pues
lógicamente un hombre que nació hace trescientos o cuatrocientos
años no puede esperarse que tuviera antes que él tantos parientes
como un hombre que haya nacido ahora. Este último, quienquiera que
sea -y por lo que nosotros sabemos lo mismo podría ser un zapatero
remendón que un tipo bajo y vulgar-, tendrá un linaje más largo
que el mayor de los nobles vivo actualmente; y afirmo que esto no es
justo.
¡Bueno, pero el barón Von
Koëldwethout de Grogzwig! Era un hombre guapo y atezado, de cabello
oscuro y grandes mostachos que salía a cazar a caballo vestido con
paño verde de Lincoln, con botas rojas en los pies, con un cuerno de
caza colgado del hombro como el guarda de un campo muy amplio. Cuando
soplaba su cuerno, otros veinticuatro caballeros de rango inferior,
vestidos con paño verde de Lincoln un poco más basto, y botas de
cuero bermejo de suelas un poco más gruesas, se presentaban
directamente; y galopaban todos juntos con lanzas en las manos como
barandillas de un área lacada, cazando jabalíes, o encontrándose
quizá con un oso en cuyo último caso el barón era el primero en
matarlo, y después engrasaba con él sus bigotes.
Fue una vida alegre la del barón de
Grogzwig, y más alegre todavía la de sus partidarios, quienes
bebían vino del Rin todas las noches hasta que caían bajo la mesa,
y entonces encontraban las botellas en el suelo y pedían pipas.
Jamás hubo calaveras tan festivos, fanfarrones, joviales y alegres
como los que formaban la animada banda de Grogzwig.
Pero los placeres de la mesa, o los
placeres de debajo de la mesa, exigen un poco de variedad; sobre todo
si las mismas veinticinco personas se sientan diariamente ante la
misma mesa para hablar de lo mismos temas y contar las mismas
historias. El barón se sintió aburrido y deseó excitación. Empezó
a disputar con sus caballeros, y todos los días, después de la
cena, intentaba patear a dos o tres de ellos. Al principio aquello
resultó un cambio agradable, pero al cabo de una semana se volvió
monótono, el barón se sintió totalmente indispuesto y buscó, con
desesperación, alguna diversión nueva.
Una noche, tras los entretenimientos
del día e los que había ido más allá de Nimrod o Gillingwater, y
matado «otro hermoso oso», llevándolo después a casa en triunfo,
el barón Von Koëldwethout se sentó desanimado a la cabeza de su
mesa contemplando con aspecto descontento el techo ahumado del salón.
Trasegó enormes copas llenas de vino, pero cuanto más bebía más
fruncía el ceño. Los caballeros que habían sido honrados con la
peligrosa distinción de sentarse a su derecha y a su izquierda lo
imitaron de manera milagrosa en el beber y se miraron ceñudamente el
uno al otro.
-¡Lo haré! -gritó de pronto el barón
golpeando la mesa con la mano derecha y retorciéndose el mostacho
con la izquierda-. ¡Preñaré a la dama de Grogzwig!
Los veinticuatro verdes de Lincoln se
pusieron pálidos, a excepción de sus veinticuatro narices, cuyo
color permaneció inalterable.
-Me refiero a la dama de Grogzwig
-repitió el barón mirando la mesa a su alrededor.
-¡Por la dama de Grogzwig! -gritaron
los verdes de Lincoln, y por sus veinticuatro gargantas bajaron
veinticuatro pintas imperiales de un vino del Rin tan viejo y
extraordinario que se lamieron sus cuarenta y ocho labios, y luego
pestañearon.
-La hermosa hija del barón Von
Swillenhausen -añadió Koëldwethout, condescendiendo a explicarse-.
La pediremos en matrimonio a su padre en cuanto el sol baje mañana.
Si se niega a nuestra petición, le cortaremos la nariz.
Un murmullo ronco se elevó entre el
grupo; todos los hombres tocaron primero la empuñadura de su espada,
y después la punta de su nariz, con espantoso significado.
¡Qué agradable resulta contemplar la
piedad filial! Si la hija del barón hubiera suplicado a un corazón
preocupado, o hubiera caído a los pies de su padre cubriéndolos de
lágrimas saladas, o simplemente si se hubiera desmayado y hubiera
cumplimentado luego al anciano caballero con frenéticas
jaculatorias, las posibilidades son cien contra una a que el castillo
de Swillenhausen habría sido echado por la ventana, o habrían
echado por la ventana al barón y el castillo habría sido demolido.
Sin embargo, la damisela mantuvo su paz cuando un mensajero
madrugador llevó la mañana siguiente la petición de Von
Koëldwethout, y se retiró modestamente a su cámara, desde cuya
ventana observó la llegada del pretendiente y su séquito. En cuanto
estuvo segura de que el jinete de los grandes mostachos era el que se
le proponía como esposo, se precipitó a presencia de su padre y
expresó estar dispuesta a sacrificarse para asegurar la paz del
anciano. El venerable barón cogió a su hija entre sus brazos e hizo
un guiño de alegría.
Aquel día hubo grandes fiestas en el
castillo. Los veinticuatro verdes de Lincoln de Von Koëldwethout
intercambiaron votos de amistad eterna con los doce verdes de Lincoln
de Von Swillenhausen, y prometieron al viejo barón que beberían su
vino «hasta que todo se volviera azul», con lo que probablemente
querían significar que hasta que todos sus semblantes hubieran
adquirido el mismo tono que sus narices. Cuando llegó el momento de
la despedida todos palmeaban las espaldas de todos los demás, y el
barón Von Koëldwethout y sus seguidores cabalgaron alegremente de
regreso a casa.
Durante seis semanas mortales jabalíes
y osos tuvieron vacaciones. Las casas de Koëldwethout y
Swillenhausen estaban unidas; las lanzas se aherrumbraron, y el
cuerno de caza del barón contrajo ronquera por falta de soplidos.
Aquellos fueron momentos importantes
para los veinticuatro, pero ¡ay!, sus días elevados y triunfales
estaban ya calzándose para disponerse a irse.
-Querido mío -dijo la baronesa.
-Mi amor -le respondió el barón.
-Esos hombres toscos y ruidosos...
-¿Cuáles, señora? -preguntó el
barón sorprendido.
Desde la ventana junto a la que
estaban, la baronesa señaló el patio inferior en donde,
inconscientes de todo, los verdes de Lincoln estaban realizando
copiosas libaciones estimulantes como preparativo para salir a cazar
uno o dos verracos.
-Son mi grupo de caza, señora -le
informó el barón.
-Licéncialos, amor -murmuró la
baronesa.
-¡Licenciarlos! -gritó el barón con
asombro.
-Para complacerme, amor -contestó la
baronesa.
-Para complacer al diablo, señora
-respondió el barón.
Entonces la baronesa lanzó un gran
grito y se desmayó a los pies del barón.
¿Qué podía hacer el barón? Llamó a
la doncella de la señora y rugió pidiendo un doctor; y luego,
saliendo a la carrera al patio, pateó a los dos verdes de Lincoln
que más habituados estaban a ello, y maldiciendo a todos los demás
les pidió que se marcharan... aunque no le importaba adónde. No sé
la expresión alemana para ello, pues si la conociera lo habría
podido describir delicadamente.
No me corresponde a mí decir mediante
qué medios, o qué grados, algunas esposas consiguen someter a sus
esposos de la manera que lo hacen, aunque sí puedo tener mi opinión
personal sobre el tema, y pensar que ningún Miembro del Parlamento
debería estar casado, por cuanto que tres miembros casados de cada
cuatro votarán de acuerdo con la conciencia de su esposa (si la
tienen), y no de acuerdo con la suya propia. Lo único que necesito
decir ahora es que la baronesa von Koëldwethout adquirió de una u
otra manera un gran control sobre el barón von Koëldwethout, y que
poco a poco, trocito a trocito, día a día y año a año el barón
obtenía la peor parte de cualquier cuestión disputada, o era
astutamente descabalgado de cualquier antigua afición; y así,
cuando se convirtió en un hombre grueso y robusto de unos cuarenta y
ocho años, no tenía ya fiestas, ni jolgorios, ni grupo de caza ni
tampoco caza: en resumen, no le quedaba nada que le gustara o que
hubiera solido tener; y así, aunque fue tan valiente como un león,
y tan audaz como descarado, fue claramente despreciado y reprimido
por su propia dama en su propio castillo de Grogzwig.
Y no acaban aquí todos los infortunios
del barón. Aproximadamente un año después de sus nupcias vino al
mundo un barón robusto y joven en cuyo honor se dispararon muchos
fuegos artificiales y se bebieron muchas docenas de barriles de vino;
pero al año siguiente llegó una joven baronesa y cada año otro
joven barón, y así un año tras otro, o un barón o una baronesa (y
un año los dos al mismo tiempo), hasta que el barón se encontró
siendo padre de una pequeña familia de doce. En cada uno de esos
aniversarios la venerable baronesa Von Swillenhausen se ponía muy
nerviosa y sensible por el bienestar de su hija la baronesa Von
Koëldwethout, y aunque no se sabe que la buena dama hiciera nunca
nada real que contribuyera a la recuperación de su hija, seguía
considerando un deber ponerse tan nerviosa como fuera posible en el
castillo de Grogzwig, y dividir su tiempo entre observaciones morales
sobre la forma en que se llevaba la casa del barón y quejarse por el
duro destino de su infeliz hija. Y si el barón de Grogzwig, algo
herido e irritado por esa conducta, cobraba valor y se aventuraba a
sugerir que su esposa al menos no estaba peor que las esposas de
otros barones, la baronesa Von Swillenhausen suplicaba a todas las
personas que se dieran cuenta de que nadie salvo ella simpatizaba con
los sufrimientos de su hija; y con aquello, sus parientes y amigos
comentaban que con toda seguridad ella sufría mucho más que su
yerno, y que si existía algún animal vivo de corazón duro, ése
era el barón de Grogzwig.
El pobre barón lo soportó todo
mientras pudo, y cuando no pudo soportarlo ya más perdió el apetito
y el ánimo, y se quedó sentado lleno de tristeza y aflicción. Pero
todavía le aguardaban problemas peores, y cuando le llegaron aumentó
su melancolía y su tristeza. Cambiaron los tiempos; se endeudó. Las
arcas de Grogzwig, que la familia Swillenhausen había considerado
inagotables, se vaciaron; y precisamente cuando la baronesa estaba a
punto de sumar la decimotercera adición al linaje de la familia, Von
Koëldwethout descubrió que carecía de medios para reponerlas.
-No veo qué se puede hacer -dijo el
barón-. Creo que me suicidaré.
Fue una idea brillante. El barón cogió
un viejo cuchillo de caza de un armario que tenía al lado, y tras
afilarlo sobre la bota, le hizo a su garganta lo que los muchachos
llaman «una oferta».
-¡Bueno! -exclamó el barón al tiempo
que detenía la mano-. Quizá no esté lo bastante afilado.
El barón lo afiló de nuevo e hizo
otro intento, pero detuvo su mano un fuerte griterío que se produjo
entre los jóvenes barones y baronesas, reunidos todos en un salón
infantil situado arriba de la torre con barras de hierro por el
exterior de las ventanas para impedir que se lanzaran al foso.
-Si hubiera sido soltero -dijo el barón
suspirando-, podría haberlo hecho más de cincuenta veces sin que me
interrumpieran. ¡Vamos! Lleva una botella de vino y la pipa más
grande a la pequeña habitación abovedada que hay tras el salón.
Una de las criadas ejecutó de la
manera más amable posible la orden del barón en el curso de una
media hora, y Von Koëldwethout, tras apreciar que así había sido
hecho, se dirigió a grandes zancadas hacia la habitación abovedada
cuyas paredes, que eran de una madera oscura y brillante, relucían
al fuego de los leños ardientes apilados en el hogar. La botella y
la pipa estaban dispuestas y el lugar parecía en general muy cómodo.
-Deja la lámpara -ordenó el barón.
-¿Alguna otra cosa, mi señor?
-preguntó la criada.
-Soledad -contestó el barón. La
criada obedeció y el barón cerró la puerta.
Fumaré una última pipa y luego pondré
fin a todo -dijo el barón.
El señor de Grogzwig dejó el cuchillo
sobre la mesa, hasta que lo necesitara, se sirvió una buena medida
de vino, se echó hacia atrás en la silla, estiró las piernas
delante del fuego y se desinfló.
Pensó en muchísimas cosas, en sus
problemas de hoy y en los días pasados, cuando era soltero, en los
verdes de Lincoln, que desde hacía tiempo habían sido dispersados
por el país, sin que nadie supiera dónde estaban con la excepción
de dos, que desgraciadamente habían sido decapitados, y cuatro que
se habían matado de tanto beber. Su mente pensó en osos y verracos,
cuando en el momento de beberse la copa hasta el fondo alzó la
mirada y vio por primera vez, con asombro ilimitado, que no estaba
solo.
No, no lo estaba; pues al otro lado del
fuego se hallaba sentada con los brazos cruzados una horrible y
arrugada figura, de ojos profundamente hundidos e inyectados en
sangre, rostro cadavérico de inmensa longitud ensombrecido por unas
grejas enmarañadas y mal cortadas de cabellos negros recios. Vestía
una especie de túnica de color azulado desvaído que, como observó
el barón contemplándola atentamente, estaba ornamentada llevando
por delante, a modo de cierres, asideros de ataúd. También llevaba
las piernas cubiertas por planchas de ataúd, a modo de armadura; y
sobre el hombro izquierdo llevaba un corto manto oscuro que parecía
hecho con los restos de un paño mortuorio. No prestaba atención al
barón, pues miraba fijamente el fuego.
-¡Hola! -exclamó el barón al tiempo
que golpeaba el suelo con los pies para llamar su atención.
-¡Hola! -replicó el otro dirigiendo
la mirada hacia el barón, pero sólo los ojos, no el rostro-. ¿Qué
pasa?
-¿Que qué pasa? -contestó el barón
sin acobardarse en lo más mínimo por la voz hueca y la mirada
carente de brillo del otro-. Soy yo el que debería hacer esa
pregunta. ¿Cómo llegó hasta aquí?
-Por la puerta -contestó la figura.
-¿Quién es? -preguntó el barón.
-Un hombre -contestó la figura.
-No le creo -dijo el barón.
-Pues no lo crea -contestó la figura.
-Eso es lo que haré -replicó el
barón.
La figura se quedó mirando un tiempo
al osado barón de Grogzwig, y luego, en tono familiar dijo:
-Ya veo que nadie lo puede persuadir.
¡No soy un hombre!
-Entonces ¿qué es? -preguntó el
barón.
-Un genio -contestó la figura.
-Pues no se parece mucho a ninguno
-contestó burlonamente el barón.
-Soy el genio de la desesperación y el
suicidio. Ahora ya me conoce.
Tras decir esas palabras, la aparición
se puso de cara al barón, como si se preparara para una
conversación; y lo más notable de todo fue que apartó el manto
hacia un lado, mostrando así una estaca que le recorría el centro
del cuerpo. Se la sacó con un movimiento brusco y la dejó sobre la
mesa con el mismo cuidado que si se tratara de un bastón de paseo.
-¿Está dispuesto ya para mí?
-preguntó la figura fijando la mirada en el cuchillo de caza.
-No del todo. Primero he de terminar
esta pipa.
-Entonces aligere -exclamó la figura.
-Parece tener prisa -contestó el
barón.
-Pues bien, sí, la tengo. Hay ahora
muchos asuntos de los míos en Inglaterra y Francia, y mi tiempo está
ocupadísimo.
-¿Bebe? -preguntó el barón tocando
la botella con la cazoleta de la pipa.
-Nueve veces de cada diez, y siempre
con exageración -replicó secamente la figura.
-¿Nunca con moderación?
-Jamás -contestó la figura con un
estremecimiento-. Eso produce alegría.
El barón echó otra ojeada a su nuevo
amigo, a quien consideró como un parroquiano verdaderamente extraño,
y finalmente le preguntó si tomaba parte activa en acontecimientos
como los que había estado contemplando.
-No -contestó la figura en tono
evasivo-. Pero estoy siempre presente.
-Para contemplar imparcialmente,
supongo -dijo el barón.
-Exactamente -contestó la figura
jugueteando con la estaca y examinando la punta-. Dese toda la prisa
que pueda, ¿quiere? Pues hay un joven caballero que ahora me
necesita porque le aflige el tener demasiado dinero y tiempo libre, o
eso me parece.
-¿Va a suicidarse porque tiene
demasiado dinero? -exclamó el barón, realmente divertido-. ¡Ja,
ja! Ésa sí que es buena.
(Aquella fue la primera vez que el
barón se rió desde hacía mucho tiempo.)
-Le ruego que no vuelva a hacer eso -le
reconvino la figura, que parecía muy asustada.
-¿Y por qué no? -preguntó el barón.
-Porque me produce un gran dolor.
Suspire todo lo que quiera: eso me hace sentir bien.
Al escuchar la mención de la palabra,
el barón suspiró mecánicamente; la figura, animándose de nuevo,
le entregó el cuchillo de caza con la cortesía más encantadora.
-Y, sin embargo, no es mala idea, un
hombre que se suicida porque tiene demasiado dinero -comentó el
barón al tiempo que sentía el borde del arma.
-¡Bah! No mejor que la de un hombre
que se suicida porque no tiene nada, o tiene demasiado poco -contestó
la aparición con petulancia.
No tengo manera de saber si el genio se
comprometió sin intención alguna al decir eso o si es que pensó
que la mente del barón estaba ya tan decidida que no importaba lo
que dijera. Lo único que sé es que el barón detuvo al instante la
mano, abrió bien los ojos y miró como si en ellos hubiera entrado
por primera vez una luz nueva.
-Bueno, la verdad es que no hay nada
que sea lo bastante malo como para quitarse de en medio por ello
-dijo Von Koëldwethout.
-Salvo las arcas vacías -gritó el
genio.
-Bien, pero un día pueden llenarse de
nuevo -añadió el barón.
-Las esposas regañonas -le reconvino
el genio.
-¡Ah! Se las puede hacer callar
-contestó el barón.
-Trece hijos -gritó el genio.
-Seguramente no todos saldrán malos
-replicó el barón.
Evidentemente el genio se estaba
enfadando bastante por el hecho de que de pronto el barón sostuviera
esas opiniones, pero intentó tomárselo a broma y dijo que se
sentiría muy agradecido hacia él si le permitía saber cuándo iba
a dejar de tomárselo a risa.
-Pero si no estoy bromeando, nunca
estuve tan lejos de eso -protestó el barón.
-Bueno, me alegra oír eso -respondió
el genio con aspecto ceñudo-. Porque una broma que no sea un juego
de palabras es la muerte para mí. ¡Vamos! ¡Abandone enseguida este
mundo terrible!
-No sé -dijo el barón jugueteando con
el cuchillo-. Ciertamente que es terrible, pero no creo que el suyo
sea mucho mejor, pues no tiene aspecto de encontrarse especialmente
cómodo. Eso me recuerda que me sentía muy seguro de obtener algo
mejor si abandonaba este mundo... -de pronto lanzó un grito y se
incorporó-: nunca había pensado en esto.
-¡Concluya! -gritó la figura
castañeteando los dientes.
-¡Fuera! -le contestó el barón-.
Dejaré de meditar sobre las desgracias, pondré buena cara y probaré
de nuevo con el aire libre y los osos; y si eso no funciona, hablaré
sensatamente con la baronesa y acabaré con los Von Swillenhausen.
Tras decir aquello, el barón volvió a
sentarse en la silla y rió con tanta fuerza y alboroto que la
habitación resonó.
La figura retrocedió uno o dos pasos
mirando entretanto al barón con terror intenso, y después recogió
la estaca, se la metió violentamente en el cuerpo, lanzó un aullido
atemorizador y desapareció.
Von Koëldwethout no volvió a verla
nunca. Una vez que había decidido actuar, inmediatamente obligó a
razonar a la baronesa y a los Von Swillenhausen, y murió muchos años
después; no como un hombre rico que yo sepa, pero como un hombre
feliz: dejó tras él una familia numerosa que fue cuidadosamente
educada en la caza del oso y el verraco bajo su propia vigilancia
personal. Y mi consejo a todos los hombres es que si alguna vez se
sienten tristes y melancólicos por causas similares (como les sucede
a muchos hombres), contemplen los dos lados del asunto, y pongan un
cristal de aumento sobre el mejor; y si todavía se sienten tentados
a irse sin permiso, que primero se fumen una gran pipa y se beban una
botella entera, y aprovechen el laudable ejemplo del barón de
Grogzwig".
Charles Dickens
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