El Recolector de Historias

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miércoles, 25 de marzo de 2015

"La Patrona"

"Billy Weaver había salido de Londres en el cansino tren de la tarde, con cambio en Swindon, y a su llegada a Bath, a eso de las nueve de la noche, la luna comenzaba a emerger de un cielo claro y estrellado, por encima de las casas que daban frente a la estación. La atmósfera, sin embargo, era mortalmente fría, y el viento, como una plana cuchilla de hielo aplicada a las mejillas del viajero.

—Perdone —dijo Billy—, ¿sabe de algún hotel barato y que no quede lejos?
—Pruebe en La Campana y el Dragón —le respondió el mozo al tiempo que indicaba hacia el otro extremo de la calle—. Quizá allí. Está a unos cuatrocientos metros en esa dirección.

Billy le dio las gracias, volvió a cargar la maleta y se dispuso a cubrir los cuatrocientos metros que le separaban de La Campana y el Dragón. Nunca había estado en Bath ni conocía a nadie allí; pero el señor Greenslade, de la central de Londres, le había asegurado que era una ciudad espléndida.

«Búsquese alojamiento —dijo—, y, en cuanto se haya instalado, preséntese al director de la sucursal.»Billy contaba diecisiete años. Llevaba un sobretodo nuevo, color azul marino, un sombrero flexible nuevo, color marrón, y un traje también marrón y nuevo, y se sentía la mar de bien. Caminaba a paso vivo calle abajo. En los últimos tiempos trataba de hacerlo todo con viveza. La viveza, había resuelto, era, por excelencia, característica común a cuantos hombres de negocios conocían el éxito. Los jefazos de la casa matriz se mostraban en todo momento dueños de una absoluta, fantástica viveza. Eran asombrosos. No había tiendas en la anchurosa calle por donde avanzaba, sólo una hilera de altas casas a ambos lados, idénticas todas ellas Dotadas de pórticos y columnas, y de escalinatas de cuatro o cinco peldaños que daban acceso a la puerta principal, era evidente que en otros tiempos habían sido residencias de mucho postín.

Ahora sin embargo, observó Billy pese a la oscuridad, la pintura de puertas y ventanas se estaba descascarillando y las hermosas fachadas blancas tenían manchas y resquebrajaduras debidas a la incuria. De pronto, en una ventana de taños bajos brillantemente iluminados por una farola distante menos de seis metros, Billy percibió un rótulo impreso que, apoyado en el cristal de uno de los cuarterones altos, rezaba:

ALOJAMIENTO Y DESAYUNO.

Justo debajo del cartel había un hermoso y alto jarrón con amentos de sauce. Billy se detuvo. Se acercó un poco. Cortinas verdes (una especie de tejido como aterciopelado) pendían a ambos lados de la ventana. Junto a ellas, los amentos de sauce quedaban maravillosos. Aproximándose ahora hasta los mismos cristales, Billy echó una ojeada al interior. Lo primero que distinguió fue el alegre fuego que ardía en la chimenea. En la alfombra, delante del hogar, un bonito y pequeño basset dormía ovillado, el hocico prieto contra el vientre. La estancia, en cuanto le permitía apreciar la penumbra, estaba llena de muebles de agradable aspecto: un piano de media cola, un amplio sofá y varios macizos butacones. En una esquina, en su jaula, advirtió un loro grande.

En lugares como aquél, la presencia de animales era siempre un buen indicio, se dijo Billy; y le pareció quela casa, en conjunto, debía de resultar un alojamiento harto aceptable. Y a buen seguro más cómodo que La Campana y el Dragón. Una taberna, por otra parte, resultaría más simpática que una pensión: por la noche habría cerveza y juego de dardos y cantidad de gente con quien conversar; y además era probable que el hospedaje fuese allí mucho más barato. En otra ocasión había parado un par de noches en una taberna, y le gustó. En casas de huéspedes, en cambio, no se había alojado nunca, y. para ser del todo sincero, le asustaban una pizca. Su propio título le evocaba imágenes de aguanosos guisos de repollo, patronas rapaces y, en el cuarto de estar, un fuerte olor a arenques ahumados. Tras unos minutos de vacilación, expuesto al frío, Billy resolvió llegarse a La Campana y el Dragón y echarle un vistazo antes de decidirse. Se dispuso a marchar. Y, en ese instante, le ocurrió una cosa extraña: a punto ya de retroceder y volverle la espalda a la ventana, súbitamente y de forma en extremo singular vio atraída su atención por el rotulito que allí había. ALOJAMIENTO Y DESAYUNO, proclamaba. ALOJAMIENTO Y DESAYUNO, ALOJAMIENTO Y DESAYUNÓ, ALOJAMIENTO Y DESAYUNO.

Las tres palabras eran como otros tantos grandes ojos negros que, mirándole de hito en hito tras el cristal, le sujetaran, le obligasen, le impusieran permanecer donde estaba, no alejarse de aquella casa; y, cuando quiso darse cuenta, ya se había apartado de la ventana y, subiendo los escalones que le daban acceso, se encaminaba hacia la puerta principal y alcanzaba el timbre. Pulsó el llamador, cuya campanilla oyó sonar lejana, en algún cuarto trasero; y enseguida —tuvo que ser enseguida, pues ni siquiera le había dado tiempo a retirar el dedo apoyado en el botón—, la puerta se abrió de golpe y en el vano apareció una mujer.

En condiciones ordinarias, uno llama al timbre y dispone al menos de medio minuto antes de que la puerta se abra. Pero de aquella señora se hubiera dicho que era un muñeco de resorte comprimido en una caja de sorpresas: él apretaba el botón del timbre y... ¡hela allí! La brusca aparición hizo respingar a Billy. La mujer, de unos cuarenta y cinco años, le saludó apenas verle, con una afable sonrisa acogedora.

—Entre, por favor —le dijo en tono agradable según se hacía a un lado y abría de par en par la puerta.

Y, de forma automática, Billy se encontró trasponiendo el umbral. El impulso, o, para ser más precisos, el deseo de seguirla al interior de aquella casa, era poderosísimo.

—He visto el anuncio que tiene en la ventana —dijo conteniéndose.
 —Sí, ya lo sé.
—Andaba en busca de una habitación.
—Lo tiene todo preparado, joven —dijo ella. Tenía la cara redonda y rosada, y los ojos, azules, eran de expresión muy amable.
—Me dirigía a La Campana y el Dragón —explicó Billy—, pero, casualmente, me llamó la atención el cartel que tiene en la ventana.
—Mi querido muchacho —repuso ella—, ¿por qué no entra y se quita de ese frío?
—¿Cuánto cobra usted?
—Cinco chelines y seis peniques por noche, incluido el desayuno.

Era prodigiosamente barato: menos de la mitad de lo que estaba dispuesto a pagar.

—Si lo encuentra caro —continuó ella—, quizá pudiera ajustárselo un poco. ¿Desea un huevo con el desayuno? Los huevos están caros en este momento. Sin huevo, le saldría seis peniques más barato.
 —Cinco chelines y seis peniques está muy bien —contestó Billy—. Me gustaría alojarme aquí.
—Estaba segura de ello. Entre, entre usted.

Parecía tremendamente amable: ni más ni menos como la madre de un condiscípulo, nuestro mejor amigo, al acogerle a uno en su casa cuando llega para pasar las vacaciones de Navidad. Billy se quitó el sombrero y traspuso el umbral.

—Cuélguelo ahí —dijo ella—, y permítame que le ayude a quitarse el abrigo.

No había otros sombreros ni abrigos en el recibidor; tampoco paraguas ni bastones: nada.

—Tenemos toda la casa para nosotros dos —comentó ella con una sonrisa, la cabeza vuelta, mientras le precedía por las escaleras hacia el piso superior—. Muy rara vez tengo el placer de recibir huéspedes en mi pequeño nido, ¿sabe?

Está un poco chalada, la pobre, se dijo Billy; pero, a cinco chelines y seis peniques por noche, ¿qué puede importarle eso a nadie?

—Yo hubiera pensado que estaría usted lo que se dice asediada de demandas —apuntó cortés.
—Oh, y lo estoy, querido, lo estoy; desde luego que lo estoy. Pero la verdad es que tiendo a ser un poquitín selectiva y exigente..., no sé si me explico.
—Oh, sí.—De todas formas, siempre estoy a punto. En esta casa está todo a punto, noche y día, ante la remota posibilidad de que se me presente algún joven caballero aceptable. Y resulta un placer tan grande, realmente tan inmenso, cuando, de tarde en tarde, abro la puerta y me encuentro con la persona verdaderamente adecuada. Se encontraba a mitad de la escalera, y allí se detuvo, apoyando la mano en la barandilla, para volverse y ofrecerle la sonrisa de sus pálidos labios.
—Como usted —concluyó al tiempo que sus ojos azules recorrían lentamente el cuerpo de Billy de la cabeza a los pies y, luego, en dirección inversa. Al alcanzar el primer descansillo, agregó:—Esta planta es la mía. Y tras subir otro piso: —Y ésta es enteramente suya —proclamó—. Su cuarto es éste. Espero que le guste.

Y le condujo al interior de una reducida pero seductora habitación delantera cuya luz encendió al entrar.

—El sol de la mañana da de pleno en la ventana, señor Perkins. Porque se llama usted Perkins, ¿no es así?—No, me llamo Weaver.
—Weaver. Un apellido muy bonito. He puesto una botella de agua caliente, para quitarle la humedad de las sábanas, señor Weaver. Encontrar una botella de agua caliente entre las limpias sábanas de una cama desconocida es tan placentero, ¿no le parece? Y, si siente frío, puede encender el gas de la chimenea cuando le apetezca.
—Muchas gracias —respondió Billy—. Muchísimas gracias.

Advirtió que la colcha había sido retirada y que el embozo aparecía pulcramente doblado a un lado: todo listo para acoger a quien ocupara e! lecho.

—Celebro infinito que haya aparecido —dijo ella, mirándole con intensidad el rostro—. Comenzaba a preocuparme.
—Descuide —respondió Billy, muy animado—. No tiene por qué preocuparse por mí. Y, colocada la maleta encima de la silla, empezó a abrirla.
—¿Y la cena, querido joven? ¿Ha podido cenar algo por el camino?
—No tengo nada de hambre, muchas gracias —contestó él—. Lo que voy a hacer, creo, es acostarme lo antes posible, pues mañana he de madrugar un poco; debo presentarme en la oficina.
—Pues conforme. Le dejaré solo, para que pueda deshacer su equipaje. De todas formas, ¿tendría la bondad, antes de retirarse, de pasar un instante por el cuarto de estar, en la planta, y firmar el registro? Es una formalidad que rige para todos, pues así lo establecen las leyes del país, y no es cosa de que contravengamos ninguna ley en estafase del trato, ¿no le parece?

Y, tras agitar la mano a modo de breve saludo, salió presurosa cíe la habitación y cerró la puerta. Pues bien, el hecho de que su patrona diese la impresión de estar un poco chiflada no le preocupaba a Billy en lo más mínimo. Comoquiera que se mirase, no sólo era inofensiva —ese extremo estaba fuera de duda—, sino que se trataba, bien a las claras, de un alma generosa y amable. Era posible, conjeturó Billy, que hubiese perdido un hijo en la guerra, o algo parecido, y que no hubiera llegado a recuperarse del golpe.

De manera que, pasados unos minutos, después de deshacer la maleta y lavarse las manos, trotó escaleras abajo y, llegado a la planta, entró en la sala de estar. No se encontraba allí la patrona, pero el fuego ardía en la chimenea y el pequeño bassetcontinuaba durmiendo frente al hogar. La estancia estaba magníficamente caldeada y acogedora. Soy un tipo con suerte, se dijo frotándose las manos. Esto está requetebién. Como encontrara el registro encima del piano y abierto, sacó la pluma y anotó su nombre y dirección. La página sólo tenía dos inscripciones anteriores, y, como siempre hacemos en tales casos, se puso a leerlas. La primera era de un tal Christopher Mulholland, de Cardiff. La otra, de Gregory W. Temple, de Bristol. Qué curioso, pensó de pronto. Christopher Mulholland. Ese nombre me suena. Y bien, ¿dónde diablos habría oído aquel apellido un tanto insólito? ¿Correspondería a un condiscípulo? No. ¿Se llamaría así alguno de los muchos pretendientes de su hermana, o, tal vez, un amigo de su padre? No, no, ni lo uno ni lo otro. Echó una nueva ojeada al libro.


Christopher Mulholland 231 Cathedral Road, Cardiff
Gregory W. Temple 27 Sycamore Drive, Bristol

A decir verdad, y ahora que se detenía a pensarlo, no estaba muy seguro de que el segundo nombre no le sonase casi tanto como el primero.

—Gregory Temple —dijo en voz alta mientras exploraba en su memoria—.Christopher Mulholland...
—Encantadores muchachos —apuntó una voz a su espalda.

Al volverse vio a su patrona, que entraba en la sala como flotando, cargada con una gran bandeja de plata para el té. La sostenía muy en alto, como si fueran las riendas de un caballo retozón.

—No sé de qué, pero esos nombres me suenan —dijo Billy.
—¿De veras? Qué interesante.
—Estoy casi convencido de haberlos oído ya en alguna parte. ¿No es extraño? Quizá los leyese en el periódico. No serían famosos por algo, ¿verdad? Quiero decir, famosos jugadores de cricket o de fútbol, o algo por el estilo...
—¿Famosos? —repitió ella al dejar la bandeja en la mesita que daba frente al hogar —. Oh, no, no creo que fueran famosos. Pero, de eso sí puedo darle fe, ambos eran extraordinariamente guapos: altos, jóvenes, apuestos..., justo como usted, querido joven. Una vez más, Billy ojeó el registro.
—Pero oiga —dijo al reparar en las fechas—, esta última anotación tiene más de dos años.
—¿En serio?—Desde luego. Y Christopher Mulholland le precede en casi un año. Hace, pues, más de tres años de eso.
—Santo cielo —exclamó ella meneando la cabeza y con un pequeño suspiro melifluo—. Nunca lo hubiera pensado. Cómo vuela el tiempo, ¿verdad, señor Wilkins?
—Weaver —corrigió Billy—. Me llamo W-e-a-v-e-r.
—¡Oh, por supuesto! —gritó al tiempo que se sentaba en el sofá—. Qué tonta soy. Mil perdones. Las cosas, señor Weaver, me entran por un oído y me salen por el otro. Así soy yo.
—¿Sabe qué hay de verdaderamente extraordinario en todo esto? —replicó Billy.
—No, mi querido joven, no lo sé.
—Pues verá usted... estos dos apellidos, Mulholland y Temple, no sólo me da la impresión de recordarlos separadamente, por así decirlo, sino que, por el motivo que sea, y de forma muy singular, parecen, al mismo tiempo, como relacionados entre sí. Corno si ambos fuesen famosos por un misino motivo, no sé si me explico... como... bueno... como Dempsey y Tunney, por ejemplo, o Churchill y Roosevelt.

—Qué divertido —respondió ella—; pero acérquese, querido, siéntese aquí a mi lado en el sofá, y tome una buena taza de té y una galleta de jengibre antes de irse a la cama.
—No debería molestarse, de veras —dijo Billy—. No había necesidad de preparar tantas cosas.

Lo dijo plantado en pie junto al piano, observándola conforme manipulaba ella las tazas y los platillos. Reparó en sus manos, que eran pequeñas, blancas, ágiles, de uñas esmaltadas de rojo.

—Estoy casi seguro de que ha sido en los periódicos donde he visto esos nombres —insistió el muchacho—. Lo recordaré en cualquier momento. Estoy seguro. No hay mayor tormento que esa sensación de un recuerdo que nos roza la memoria sin penetrar en ella. Billy no se avenía a desistir.—Un momento —dijo—, espere un momento... Mulholland... Christopher Mulholland... ¿No se llamaba así aquel colegial de Eton, que recorría a pie el oeste del país, cuando, de pron...?
—¿Leche? —preguntó ella—. ¿Azúcar también?
—Sí, gracias. Cuando, de pronto...
—¿Un colegial de Eton? —repitió la patrona—. Oh, no, imposible, querido; no puede tratarse, en forma alguna, del mismo señor Mulholland: el mío, cuando vino a mí, no era ciertamente un colegial de Eton sino un universitario de Cambridge. Y ahora, venga aquí, siéntese a mi lado y entre en calor frente a este fuego espléndido. Vamos. Su té le está esperando.

Y, con unas palmaditas en el asiento que quedaba libre a su lado, sonrió a Billy a la espera de que se acercase. El muchacho cruzó lentamente la estancia y se sentó en el borde del sofá. Ella le puso delante la taza de té, en la mesita.

—Bueno, pues aquí estamos —dijo ella—. Qué agradable, qué acogedor resulta esto, ¿verdad?

Billy dio un primer sorbo a su té. Ella hizo otro tanto. Por espacio, quizá, de medio minuto, ambos guardaron silencio. Billy, sin embargo, se daba cuenta de que ella le miraba. Parcialmente vuelta hacia él, sus ojos, así lo percibía, le observaban por encima de la taza, fijos en su rostro. De vez en cuando el muchacho sentía hálitos de un peculiar perfume que parecía emanar directamente de ella. De forma algo desagradable, le recordaba..., bueno, no hubiera sabido decir a qué le recordaba. ¿Las castañas confitadas? ¿El cuero por estrenar? ¿O sería, acaso, los pasillos de los hospitales?

—El señor Mulholland —comentó ella por fin— era un extraordinario bebedor de té. En la vida he conocido a nadie que bebiera tanto té como el adorable, encantador señor Mulholland.
—Imagino que marcharía hace no mucho —dijo Billy, que continuaba devanándoselos sesos en relación con ambos apellidos.

Ahora tenía ya la absoluta certeza de haberlos leído en la prensa, en los titulares.

—¿Marchar, dice? —contestó ella arqueando las cejas—. Pero querido joven, el señor Mulholland jamás hizo tal cosa. Sigue aquí. Como el señor Temple. Están los dos en el tercer piso, juntos.
 
Billy depositó con cuidado la taza en la mesa y miró de hito en hito a su patrona. Ella le sonrió, avanzó una de sus blancas manos y le dio unas confortables palmaditas en la rodilla.

—¿Qué edad tiene usted, mi querido muchacho? —quiso saber.
—Diecisiete años.
—¡Diecisiete años! —exclamó la patrona—. ¡Oh, la edad ideal! La misma que tenía el señor Mulholland. Aunque él, diría yo, era un poquitín más bajo; lo que es más, lo aseguraría; y no acababa de tener tan blancos los dientes. Sus dientes son una preciosidad, señor Weaver, ¿lo sabía usted?
—No están tan sanos como parecen —respondió Billy—. Tienen montones de empastes detrás.
—El señor Temple era, desde luego, algo mayor —continuó ella, pasando por alto la observación—. La verdad es que tenía veintiocho años. Pero, de no habérmelo dicho él, yo nunca lo hubiera imaginado. Jamás en la vida. No tenía una mácula en el cuerpo.
—¿Una qué?
—Que su piel era lo mismito que la de un bebé.

Siguió un silencio. Billy recuperó la taza, sorbió de nuevo y volvió a depositarla cuidadosamente en el plato. Esperó a que su patrona interviniera de nuevo; pero ella daba la impresión de haberse sumido en otro de aquellos silencios suyos. Billy se quedó mirando con fijeza hacia el rincón opuesto, los dientes clavados en el labio inferior.

—Ese loro —dijo finalmente—, ¿sabe que me engañó por completo, cuando lo vi desde la calle? Hubiera jurado que estaba vivo.
—Ay, ya no.
—La disección es habilísima —añadió él—. No se le ve nada muerto. ¿Quién la hizo?
—La hice yo.
—¿Usted?
—Claro está. Y ya se habrá fijado, también, en mi pequeño Basil —dijo, señalandocon la cabeza al basset tan plácidamente ovillado ante el hogar.

Vueltos hacia él los ojos, Billy se percató, de repente, de que el perro había permanecido todo el rato tan inmóvil y silencioso como el loro. Extendió una mano y le palpó suavemente lo alto del lomo. Lo encontró duro y frío, y, al peinarle el pelo con los dedos, vio que la piel, de un negro ceniciento, estaba seca y perfectamente conservada.

—Por todos los santos —exclamó—, esto es de todo punto fascinante.
Olvidando al perro, observó con profunda admiración a la mujer menudita que ocupaba el sofá a su lado y añadió—: Un trabajo como éste debe de resultarle dificilísimo.
—En absoluto —replicó ella—. Diseco personalmente a todas mis mascotas cuando pasan a mejor vida. ¿Le apetece otra taza de té?
—No, gracias —respondió Billy.

Tenía la infusión un cierto sabor a almendras amargas y no le atraía demasiado.

—Ha firmado usted el registro, ¿verdad?
—Sí, claro.
—Buena cosa. Lo digo porque, si más adelante llego a olvidar cómo se llamaba usted, siempre me queda la solución de bajar y consultarlo. Lo sigo haciendo, casi a diario, en cuanto al señor Mulholland y el señor... el señor...
—Temple —apuntó Billy—. Gregory Temple. Perdone la pregunta, pero ¿acaso no ha tenido, en estos últimos dos o tres años, más huéspedes que ellos?

Con la taza de té en una mano y sostenida en alto, la cabeza ligeramente ladeada a la izquierda, la patrona le miró de soslayo y, con otra de aquellas amables sonrisitas, dijo:

—No, querido. Sólo usted".


Roald Dahl

martes, 24 de marzo de 2015

"La Leyenda de Ciertas Ropas Antiguas"

"Hacia mediados del siglo XVIII vivía en la provincia de Massachusetts una dama viuda, madre de tres hijos. Su nombre es lo de menos; me tomaré la libertad de llamarla señora Willoughby: un apellido, como el suyo auténtico, de sonido altamente respetable. Había perdido a su marido tras unos seis años de matrimonio y se había consagrado al cuidado de su progenie. Su progenie se desarrolló de un modo que recompensó su tierno cariño y cumplió sus más elevadas esperanzas. El primogénito era un varón, a quien había puesto el nombre de Bernard, el mismo del padre. Los otros dos eran niñas, entre cuyos respectivos nacimientos había mediado un intervalo de tres años. La buena apariencia era tradicional en la familia, y no parecía probable que estas infantiles personas fueran a permitir que la tradición pereciera. El muchacho era de esa tez rubia y sonrosada y de esa complexión atlética que en aquel tiempo (al igual que en éste) era marchamo de genuina sangre inglesa: un afectuoso jovencito sincero, estupendo hijo y hermano, y amigo leal. Listo, empero, no era: la inteligencia de la familia había recaído principalmente en sus hermanas. El señor Willoughby había sido un gran lector de Shakespeare, en un tiempo en que semejante afición implicaba mayor penetración espiritual que en nuestros días y en una comunidad donde hacía falta mucho valor para patrocinar el teatro incluso en privado; y había querido dejar constancia de su admiración por el gran poeta poniéndoles a sus hijas nombres sacados de sus obras favoritas. A la mayor le dio el encantador nombre de Viola; y a la menor, el más serio de Perdita, en recuerdo de otra niña nacida entre las dos pero que sólo vivió unas semanas.

Cuando Bernard Willoughby cumplió los dieciséis años, su madre se armó de valor y se dispuso a ejecutar la postrera voluntad de su marido. Había consistido en un apasionado ruego de que, al llegar a la edad apropiada, su hijo fuese enviado a Inglaterra para completar su educación en la universidad de Oxford, que había sido el escenario de sus propios estudios. A la señora Willoughby su hijo le importaba el triple que sus dos hijas juntas; pero le importaban más los deseos de su marido. Conque reprimió sus sollozos, y preparó el baúl de su hijo y su sencilla vestimenta provinciana, y lo envió al otro lado del océano. Bernard fue inscrito en la facultad de su padre y pasó cinco años en Inglaterra, sin grandes honores, la verdad sea dicha, pero con una amplia ración de diversiones y ningún descrédito. Al dejar la universidad realizó un viaje por Francia. En su vigésimotercer aniversario embarcó de regreso a casa, dispuesto a valorar la pobre pequeña Nueva Inglaterra (en aquel tiempo Nueva Inglaterra era muy pequeña) como un lugar de residencia enteramente insoportable. Pero en casa se habían producido cambios, no menos que en las opiniones del señorito Bernard. Halló bastante habitable la casa de su madre, y a sus dos hermanas convertidas en dos guapísimas señoritas, con los mismos talentos y gracias que las jóvenes británicas sumados acierta agradable brusqueriey originalidad propia que, aunque no era un talento, desde luego las hacía aún más graciosas. Confidencialmente Bernard le aseguró a su madre que sus hermanas no tenían nada que envidiar a las más distinguidas muchachas de Inglaterra; a consecuencia de lo cual la pobre señora Willoughby se envaneció bastante de sus hijas. Tal era la opinión de Bernard, y tal, multiplicada por diez, era la opinión del señor Arthur Lloyd. Este caballero, me apresuro a agregar, era un compañero de estudios del señorito Bernard: un joven de reputada familia, de buen natural y de cuantiosa fortuna; este último accesorio se proponía invertirlo en negocios en este país. Él y Bernard eran íntimos amigos; habían cruzado el océano juntos y el joven norteamericano no había dudado en presentarlo en casa de su madre, donde había causado una impresión tan buena como la que él mismo había recibido y de la cual acabo de suministrar un indicio.

En aquella época las dos hermanas estaban en plena lozanía de su juvenil floración; cada una de ellas, por supuesto, manifestaba esta natural brillantez de la manera que más le cuadraba. Eran disímiles tanto en apariencia como en carácter. Viola, la mayor -de veintidós años recién cumplidos-, era alta y clara, de calmosos ojos grises y cabellos de color castaño rojizo: un muy remoto parecido con la Viola de la comedia de Shakespeare, a la cual imagino como una criatura morena (con permiso de ustedes), pero delgada, briosa, plena de las más tiernas y elevadas emociones. La señorita Willoughby, con su intensa blancura de piel, sus bien torneados brazos, su majestuosa estatura y su pausado hablar, no estaba hecha para la aventura. Nunca se habría puesto unas calzas y una camisa masculinas; y, a decir verdad, siendo una belleza muy corpulenta, acaso es una suerte que no lo hiciera. También Perdita habría debido cambiar la dulce melancolía de su nombre por algo más en consonancia con su aspecto y temperamento. Era morena a ultranza, baja de estatura, ligera de pies, con ojos oscuros plenos de fuego y animación. Desde niña había sido una criatura de sonrisas y alegría; y, cuando uno hablaba con ella, lejos de hacerlo esperar como era costumbre en su bella hermana (quien lo estudiaba a uno con sus más bien fríos ojos grises), le daba a escoger entre media docena de respuestas antes de que uno hubiera terminado de pronunciar sus frases.

Las jóvenes se alegraron muchísimo de volver a ver a su hermano; mas se descubrieron bastante capaces de reservar cierta porción de entusiasmo para destinarla al amigo de su hermano. Entre sus propios amigos y vecinos, la belle jeunesse de la colonia, había muchos jóvenes excelentes, varios admiradores devotos, y unos dos o tres que gozaban de la reputación de irresistibles galanes y conquistadores. Pero los lugareños ardides y la algo ruda galantería de estos honrados colonos incipientes quedaron completamente eclipsados ante la buena apariencia, las elegantes ropas, el respetuoso empressement, la perfecta cortesía, la inmensa cultura, del señor Arthur Lloyd. En realidad no era ningún dechado: era un franco, resuelto, instruido joven, rico en libras esterlinas, en salud y anodinas esperanzas, y en un pequeño capital de afectos por invertir. Pero era un caballero; poseía un hermoso rostro; había estudiado y viajado; hablaba francés, tocaba la flauta y declamaba versos con muy buen gusto. Había una docena de razones para que de sopetón la señorita Willoughby y su hermana menor se volvieran sobremanera exigentes en su elección de amistades masculinas. La imaginación de la mujer está particularmente adaptada a las diversas pequeñas convenciones y misterios de la buena sociedad. La conversación del señor Lloyd les reveló a nuestras jóvenes doncellas de Nueva Inglaterra muchísimo más de lo que él creyó sobre las personas de alcurnia de las capitales europeas. Era fascinante sentarse a oír charlar a él y Bernard sobre las personas extraordinarias y las cosas extraordinarias que ambos habían visto. Tras el té toda la familia solía reunirse alrededor de la chimenea, en el saloncito revestido de madera -por entonces inocente de cualquier propósito de resultar pintoresco o de resultar cualquier otra cosa, a decir verdad, salvo económico, de tal modo que se habían ahorrado los gastos de papeles pintados y colgaduras-, y los dos jóvenes aludían discretamente el uno para el otro, desde los extremos opuestos de la alfombra, esta, esa y aquella aventura. Muchas veces Viola y Perdita habrían dado cualquier cosa por saber exactamente de qué aventura se trataba, y dónde ocurrió, y quién participó, y qué llevaban puesto las mujeres; mas en aquel tiempo no se consideraba correcto que una joven bien educada interviniese en la conversación por iniciativa propia o formulase excesivas preguntas; y por lo tanto las pobres muchachas se parapetaban ansiosas detrás de la curiosidad, más lánguida -o más discreta-, de su madre.

Que las dos eran muy atractivas fue algo que Arthur Lloyd no tardó en descubrir; pero necesitó más tiempo para decidir cuál poseía mayores encantos. Tuvo un fuerte presagio -una sensación de una naturaleza demasiado enteramente alegre para aplicarle el calificativo de ominosa- de que estaba destinado a llevar al altar a una de ellas; sin embargo era incapaz de llegar a una preferencia, y para tal ceremonia ciertamente era indispensable una preferencia, por cuanto Lloyd tenía demasiada sangre joven como para avenirse a la idea de elegir echándolo a suertes y verse desposeído del celestial deleite de enamorarse. Resolvió tomarse las cosas con calma y aguardar hasta que hablara su corazón. Mientras tanto, llevaba una existencia muy agradable. La señora Willoughby hacía gala de una digna indiferencia ante sus “intenciones”, tan lejana de despreocuparse de la honra de sus hijas como de mostrar esa insoportable alacridad por hacerlo comprometerse que tantísimas veces él, en su calidad de joven con posibles, había notado en las venerables damas de sus islas natales. En cuanto a Bernard, lo único que él pedía era que su amigo tratara a sus hermanas como si fueran suyas; y en cuanto a las propias lindas criaturas, por mucho que cada una anhelara secretamente el monopolio de las atenciones del señor Lloyd, se ciñeron a un proceder muy decoroso y humilde y discreto.

En su trato mutuo, empero, ellas estaban algo más a la ofensiva. Eran buenas amigas fraternas, entre las cuales habría hecho falta más de un día para que germinara y fructificara la semilla de los celos; pero ambas pensaban que esa semilla había quedado sembrada el día en que el señor Lloyd llegó a la casa. Cada una determinó que, de no cumplirse sus esperanzas, soportaría la decepción en silencio, y que nadie llegaría a sospechar nada; pues, aunque sentían un fuerte amor, asimismo sentían una fuerte soberbia. Pero cada una rezaba en secreto, pese a todo, para que sobre ella recayera la gloria. Tuvieron necesidad de una gran cantidad de paciencia, de autodominio y de disimulo. En aquel tiempo, una joven que se preciara no podía permitirse hacer ninguna insinuación, ni casi responder, de hecho, a las que se le hacían. Lo correcto era que permaneciera inmóvil en su asiento con la mirada en la alfombra, contemplando el lugar donde caería el mágico pañuelo. El pobre Arthur Lloyd estaba obligado a llevar a cabo su cortejo en el saloncito revestido de madera, bajo la mirada de la señora Willoughby, de Bernard y de su futura cuñada. Pero la juventud y el amor son tan astutos que era posible intercambiar un centenar de minúsculas señas y promesas sin que las detectara ninguno de aquellos tres pares de ojos. Las dos muchachas compartían la misma habitación y el mismo lecho, conque durante largas horas estaban juntas cada una bajo la observación directa de la otra. Empero, el saberse recíprocamente espiadas no introdujo ni un ápice de diferencia en los pequeños servicios que se prestaban mutuamente, ni en las diversas tareas domésticas que desempeñaban en común. Ninguna desertó ni titubeó ante las silenciosas baterías de la mirada de su hermana. El solo cambio notable que se verificó en sus costumbres fue que ahora tenían menos cosas que contarse una a otra. Era imposible hablar sobre el señor Lloyd y era ridículo hablar sobre cualquier otra cosa. Por tácito acuerdo empezaron a lucir sus mejores ropas y a emplear pequeños instrumentos de coquetería, en forma de cintas y moños y volantes, permitidos por la más incorruptible modestia. De esa misma guisa muda establecieron un pequeño pacto de sinceridad sobre estos delicados menesteres. “¿Quedo mejor así?”, preguntaba Viola, prendiéndose al corpiño un conjunto de cintas y apartando del espejo la mirada para dirigírsela a su hermana. Solemnemente Perdita alzaba la vista de su propia labor y examinaba el ornato. “Creo que sería preferible que añadieras una lazada más”, decía, con gran gravedad, mirando intensamente a su hermana con ojos que agregaban: “Palabra de honor.” Así estaban continuamente cosiendo y modificando sus faldas, y planchando sus muselinas, y urdiendo lociones y pomadas y cosméticos, como las mujeres del hogar del vicario de Wakefield. Transcurrieron unos tres o cuatro meses; ya era pleno invierno y Viola continuaba diciéndose que si Perdita todavía no era capaz de vanagloriarse de algo más que ella, no había mucho que temer de su rivalidad. Pero a estas alturas Perdita, la encantadora Perdita, tenía la impresión de que su secretismo se había vuelto diez veces más precioso que el de su hermana.

Una tarde la mayor de las señoritas Willoughby estaba sentada a solas ante el espejo de su tocador, desenredándose los luengos cabellos. Había empezado a anochecer y cada vez había menos luz; encendió las dos velas a ambos lados del marco del espejo y después se acercó a la ventana para cerrar las cortinas. Era un gris atardecer decembrino: el panorama se veía vacío y desolado y el cielo estaba cubierto de nubes nivosas. Al extremo del amplio jardín al cual daba la ventana había una tapia con una puertecita trasera, que comunicaba con un callejón. Dicha puertecita estaba entreabierta, como borrosamente vio en la creciente oscuridad, y morosamente oscilaba en sus goznes, como si alguien la moviera desde el lado del callejón. Sin duda se trataba de una de las criadas. Pero, cuando se disponía a echar la cortina, Viola vio a su hermana entrar en el jardín y echar a andar apresuradamente por el caminito que conducía hasta la casa. Corrió la cortina, aunque dejando una pequeña rendija para espiar. Mientras Perdita recorría el caminito, parecía examinar un objeto que llevaba en la mano, acercándolo mucho a los ojos. Cuando llegó junto a la casa se detuvo un instante, contempló intensamente el objeto y se lo oprimió contra los labios.

La pobre Viola regresó lentamente a su silla y se sentó ante el espejo, en el cual, de haberlo mirado menos abstraídamente, habría visto sus bellas facciones tristemente desfiguradas por los celos. Un instante después, la puerta se abrió a su espalda y su hermana entró en la habitación sin resuello y con las mejillas encendidas por el aire glacial.

Perdita se sobresaltó:

-Qué susto -dijo-. Creía que estabas con mamá. -Las tres mujeres iban a asistir a una merienda, y en tales ocasiones su costumbre era que una de las hijas ayudara a la madre a vestirse. En vez de penetrar, Perdita se quedó junto a la puerta.

-Pasa, pasa -dijo Viola-. Aún nos queda más de una hora. Me gustaría mucho que le hicieras unos cuantos retoques a mi peinado. -Sabía que su hermana quería retirarse y que ella podía ver en el espejo todos sus movimientos en la habitación-. Vamos, ayúdame a peinarme -dijo-, y después yo iré a ayudar a mamá.

De mala gana Perdita acudió a empuñar el cepillo. Vio la mirada de su hermana, en el espejo, firmemente clavada en sus manos. Aún no se lo había pasado tres veces por el cabello cuando Viola aferró su propia mano derecha a la izquierda de su hermana y se levantó de un salto.

-¿De quién es este anillo? -gritó pasionalmente, arrastrándola hacia una luz.

En el dedo corazón de la joven refulgía un anillito dorado, adornado con un par de pequeños rubíes. Perdita decidió que ya no servía de nada guardar secreto, pero que debía efectuar su confesión con audacia.

-Es mío -dijo con orgullo.

¿Quién te lo ha regalado? -gritó la otra.

Perdita vaciló un instante.

-El señor Lloyd.

-De golpe y porrazo el señor Lloyd se ha vuelto rumboso.

-¡Huy, no -exclamó Perdita, con arrojo-: no de golpe y porrazo! Ha estado ofreciéndomelo desde hace un mes.

-¿Es que necesitas un mes de ruegos para aceptarlo? -dijo Viola, contemplando la pequeña sortija, que en realidad no era extraordinariamente elegante aunque sí la mejor que el joyero de la provincia podía suministrar-. Yo no lo habría aceptado en menos de dos.

-¡No es tanto el anillo -dijo Perdita- cuanto lo que significa!

-Significa que no eres una muchacha decente -gritó Viola-. A ver, ¿mamá está enterada de tu intriga?; ¿y Bernard?

-Mamá ha aprobado mi “intriga”, como tú la llamas. El señor Lloyd ha pedido mi mano, y mamá se la ha concedido. ¿Habrías preferido que te solicitara a ti, hermana?

Viola le dedicó a su hermana una larga mirada, llena de pesadumbre y envidia apasionadas. Después bajó las pestañas sobre las pálidas mejillas y se dio la vuelta. Perdita se hizo cargo de que no había sido una escena agradable; mas la culpa era de su hermana. Pero raudamente la joven de más edad hizo acopio de amor propio, y tornó a encararla:

-Acepta mis felicitaciones -dijo con una débil cortesía-. Te deseo toda la felicidad del mundo, y una muy larga vida.

Perdita se rió amargamente.

-¡No lo digas con ese tono! -exclamó-. Una maldición sería más entusiasta. Vamos, hermana -agregó-, él no puede casarse con las dos.

-Te deseo muchísimas alegrías -reiteró maquinalmente Viola, tornando a sentarse frente al espejo-, y una muy larga vida, e innumerables hijos.

En el sonido de estas palabras hubo algo que no fue del entero agrado de Perdita.

-¿Me concederás un año, al menos? -dijo-. En un año puedo tener un hijo... o cuando menos una hija. Si me dejas el cepillo, te arreglaré el cabello.

-Gracias -dijo Viola-. Será mejor que vayas con mamá. No es correcto que una joven prometida en matrimonio atienda a una muchacha que no lo está.

-De eso nada -dijo Perdita, bienhumoradamente-. Yo ya tengo a Arthur para atenderme. Tú necesitas mis servicios más de lo que yo necesito los tuyos.

Pero su hermana le hizo ademanes para que se fuera, conque ella abandonó la habitación. En cuanto hubo salido, la pobre Viola cayó de rodillas ante el tocador, ocultó la cabeza entre los brazos y derramó un torrente de lágrimas y sollozos. Se sintió muchísimo mejor gracias a esta efusión de pesadumbre. Cuando regresó su hermana, ella insistió en ayudarla a vestirse y en que se pusiera sus mejores galas. La obligó a aceptar un hermoso encaje de su propiedad, declarando que ahora que iba a casarse debía hacer todo cuanto estuviera a su alcance para aparecer digna de la elección de su novio. Ejecutó esas tareas en severo silencio; pero, aun así, hubieron de servir como disculpa y expiación; no se excusó de ninguna otra forma.

Ahora que Lloyd era recibido por la familia en calidad de pretendiente aceptado, únicamente restaba fijar la fecha de la boda. Se concertó para el cercano mes de abril, y durante el intervalo se realizaron diligentes preparativos para la ceremonia. Lloyd, por su parte, estaba ocupado realizando acuerdos comerciales y estableciendo correspondencia con la gran empresa mercantil a la cual estaba vinculado en Inglaterra. Por consiguiente no fue un tan asiduo visitante de la casa de la señora Willoughby como durante los meses de su timidez e irresolución, y la pobre Viola hubo de sufrir menos de lo que había temido a causa del espectáculo de los mutuos arrumacos de los jóvenes novios. En lo tocante a su futura cuñada Lloyd tenía perfectamente tranquila la conciencia. Entre ellos no había sido pronunciada una sola palabra de sentimiento, y no tenía ni la más remota sospecha de que ella codiciara algo más que un fraternal afecto por parte de él. Se sentía muy feliz: la vida se anunciaba plena de venturas, tanto domésticas como financieras. A la sazón las cárdenas nubes de la revuelta de las colonias todavía estaban veinte años por debajo del horizonte, y era absurdo, era blasfemo, temer que su dicha conyugal tomara derroteros trágicos. Mientras tanto, en casa de la señora Willoughby había un mayor rumor de sedas, un más rápido manejo de tijeras y vuelo de agujas que nunca anteriormente. La señora Willoughby se había propuesto que su hija tuviera el ajuar más espléndido que su dinero pudiera comprar o que el país pudiera suministrar. Fueron convocadas todas las mujeres sabias del condado, y sus gustos aunados fueron inducidos a concentrarse en el vestuario de Perdita. Desde luego no era para ser envidiada la situación de Viola en aquellos momentos. La pobre tenía un irrefrenable amor por los vestidos, y el mejor de los gustos, como sobradamente sabía su hermana. Viola era alta, era exuberante y majestuosa, estaba hecha para portar rígidos brocados y masas de pesados encajes, tales como los propios del atavío de la esposa de un hombre rico. Pero Viola se mantenía apartada, cruzados los hermosos brazos y ausente la mirada, mientras su madre y su hermana y las venerables mujeres antedichas discurrían y cavilaban acerca de sus materiales, abrumadas por la multitud de sus recursos. Un día llegó un hermoso rollo de seda blanca, con brocados de color azul celeste y plata, enviado por el mismísimo novio: en aquel tiempo no se consideraba impropio que el futuro marido contribuyera al trousseau de la novia. A Perdita no se le ocurría ninguna confección y disposición que estuviera a la altura del esplendor de aquella tela:

-El azul es tu color, hermana, más bien que el mío -dijo, con ojos zalameros-. Es una lástima que la tela no sea para ti. Tú sabrías qué hacer con ella.

Viola se levantó de su asiento y se acercó a examinar el gran rollo reluciente, extendido sobre el respaldo de una silla. Después lo tomó en sus manos y lo palpó -amorosamente, como observó Perdita- y se plantó ante el espejo con él. Dejó caer hasta sus pies uno de los extremos y colgó de sus hombros el otro, ciñéndoselo alrededor del talle y dejando su blanco brazo desnudo hasta el codo. Echó hacia atrás la cabeza y contempló su propia imagen, y una trenza de su pelo castaño rojizo cayó sobre la lustrosa superficie de la seda. El efecto era sorprendente. Las mujeres que la rodeaban profirieron un pequeño “¡Oh!” de admiración. “Sí, en efecto -dijo Viola en su fuero interno-, el azul es mi color.” Mas Perdita se dio cuenta de que su imaginación se había disparado y de que ahora se volcaría en la tarea y les resolvería todos sus enigmas modisteriles. Y de hecho lo hizo requetebién, tal como estuvo muy dispuesta a declarar Perdita, sabedora del insaciable amor de su hermana por la mercería. Metros y metros de preciosas sedas y satenes, de muselinas, terciopelos y encajes, pasaron por sus hábiles manos, sin que de sus labios brotara una sola palabra de envidia. Gracias a su laboriosidad, el día de la boda Perdita estaba preparada para lucir mayor número de vanidades de este mundo que cualquier otra temblorosa joven novia que hasta entonces hubiese solicitado la bendición sacramental de un cura de Nueva Inglaterra.

Hablase convenido que la joven pareja viajaría de luna de miel al extranjero para pasar unos días en la mansión campestre de un caballero inglés: un hombre de rango y un muy gentil amigo para con Lloyd. Se trataba de un soltero: se declaró encantado de esfumarse para dejarlos entregados durante una semana a sus caricias y arrullos. Tras la ceremonia en la iglesia -había sido oficiada por un clérigo inglés- la joven señora Lloyd se aprontó a dirigirse a casa de su madre para cambiarse sus galas nupciales por un traje de montar. Viola la ayudó a hacerlo, en la antigua habitacioncita que durante tantos años habían compartido como buenas hermanas. Luego Perdita fue sin pérdida de tiempo a decir adiós a su madre, dejando que Viola la siguiera. La despedida fue breve: los caballos aguardaban a la puerta y Arthur estaba impaciente por emprender viaje. Mas Viola no la había seguido, conque Perdita regresó a su habitación, abriendo la puerta bruscamente. Como de costumbre, Viola estaba frente al espejo, pero en una situación que hizo que la otra se detuviera paralizada por el asombro. Se había puesto el velo y la guirnalda nupciales de Perdita, y en su cuello tenía el oneroso collar de perlas que la joven había recibido de su marido como regalo de bodas. Estos objetos habían sido dejados de lado apresuradamente, para esperar hasta que su dueña dispusiera de ellos a su regreso de la campiña inglesa. Adornada con estas galas ilegítimas, Viola estaba de pie ante el espejo, hundiendo una prolongada mirada en sus profundidades y teniendo Dios sabe qué audaces visiones. Perdita se sintió escandalizada y dolida. Era una espantosa imagen que resucitaba su antigua rivalidad mutua. Avanzó un paso hacia su hermana, como para arrancarle el velo y las flores. Mas, habiendo percibido la mirada de Viola en el espejo, se detuvo.

Adiós, Viola -dijo- Por lo menos habrías podido esperar a que me hubiera marchado. -Y apresuradamente salió de la habitación.

El señor Lloyd había comprado una casa en Boston que, según el gusto de aquel tiempo, era considerada un prodigio de elegancia y comodidad; y aquí muy pronto se estableció con su joven esposa. De esta guisa quedó separado de la residencia de su suegra por una distancia de treinta kilómetros. En aquella era de primitivos caminos y transportes treinta kilómetros eran como ciento cincuenta de los actuales, conque la señora Willoughby vio escasamente a su hija durante su primer año de matrimonio. Sufrió no poco por su ausencia; y su pesar no se vio aminorado por la actitud de Viola, quien había caído en un estado de apatía y languidez, que hacía imprescindible para su recuperación un cambio de escenario y ambiente. La verdadera causa del decaimiento de la muchacha será adivinada sin dificultad por el lector. Sin embargo, la señora Willoughby y sus compañeras de cotilleo consideraron que su mal era puramente físico y no dudaron de que obtendría alivio del remedio precitado. En consecuencia su madre gestionó en su nombre una visita a unos parientes de su difunto esposo, residentes en Nueva York, que siempre estaban quejándose de lo poco que veían a sus primos de Nueva Inglaterra. Viola les fue enviada a estas buenas personas, con una escolta apropiada, y permaneció con ellas varios meses. En el intervalo su hermano Bernard, que había empezado a ejercer como abogado, se resolvió a tomar esposa. Viola retornó a casa para la boda, aparentemente curada de su melancolía, con encendidos colores en las mejillas y una orgullosa sonrisa en los labios. Arthur Lloyd se vino desde Boston para asistir a la boda de su cuñado, pero sin su esposa, quien en breve esperaba dar a luz. Hacía casi un año que Viola no lo veía. Se alegró -sin saber muy bien por qué- de que Perdita se hubiera quedado en su casa. Arthur parecía feliz, pero estaba más serio y solemne que antes del matrimonio. A ella se le antojó que tenía un aspecto “interesante”... pues aunque este vocablo en su sentido moderno todavía no había sido inventado, podemos estar seguros de que la idea sí. La verdad es que sencillamente estaba preocupado por el inminente trance de su esposa. Pese a ello, de ningún modo dejó de observar la belleza y esplendor de Viola y cómo casi borraba del mapa a la pobre novia. La asignación que antaño Perdita recibía para comprar ropa le había sido transferida ahora a su hermana, quien ciertamente le sacaba el máximo partido. La mañana inmediatamente posterior a la boda, Lloyd hizo colocar una silla de montar femenina en el caballo del criado que con él se había venido desde la ciudad y salió a dar un paseo ecuestre con Viola. Era una clara mañana contagiosa de enero: el suelo estaba limpio y firme, y los caballos en buenas condiciones..., por no hablar de Viola, que estaba preciosa con su empenachado sombrero y su chaqueta azul de montar forrada con pieles. Cabalgaron toda la mañana, se extraviaron y se vieron obligados a detenerse a almorzar en una alquería. Ya había caído la temprana noche invernal cuando lograron regresar. La señora Willoughby los recibió con cara larga. A mediodía había llegado un mensajero despachado por la señora Lloyd: había empezado a sentirse enferma y anhelaba el inmediato regreso de su marido. El joven profirió una blasfemia al pensar que había perdido varias horas y que cabalgando sin descanso ya habría podido estar junto a su esposa. No accedió a quedarse a tomar un bocado de cenar, sino que montó en el caballo del mensajero y partió al galope.

A medianoche llegó a su hogar. Su esposa había parido una niña.

-Ah, ¿por qué no has estado conmigo? -dijo ella, al llegarse él a la vera de su lecho.

-Había salido cuando se presentó el mensajero. Estaba con Viola -dijo él, inocentemente.

La señora Lloyd articuló un pequeño gemido y volvió la cabeza. Pero la convalecencia iba muy bien, y durante una semana fue ininterrumpida su mejoría. Finalmente, empero, a causa de alguna imprudencia en la dieta o de su afán por abandonar el lecho, se presentaron complicaciones y la pobre mujer empeoró velozmente. Lloyd estaba desesperado. Bien pronto se hizo obvio que la recaída era fatal. La señora Lloyd cobró conciencia de que su fin estaba próximo y declaró que se había resignado a morir. La tercera noche desde que se iniciara el empeoramiento le dijo a su marido que estaba convencida de que no pasaría de esa noche. Hizo salir a los criados, y asimismo le pidió a su madre que abandonara la habitación (la señora Willoughby había llegado el día anterior). Había hecho que trajeran a su hijita a su lecho, y ahora estaba tumbada de costado, con la niña contra su seno, mientras asía las manos de su marido. La lamparilla de noche estaba oculta tras las pesadas cortinas de la cama, pero la estancia era iluminada por un rojizo resplandor procedente del inmenso fuego de leños de la chimenea.

-Resulta extraño morir cerca de un fuego como ése -dijo la joven, débilmente tratando de sonreír-. ¡Ojalá tuviese siquiera una pizca de él en mis venas! Pero se lo he dado todo a esta chispita de humanidad. -Y posó la mirada sobre su hija. Luego alzó los ojos para dedicarle a su marido una larga mirada penetrante. El postrer sentimiento que anidaba en su corazón era de desconfianza. No se había recobrado de la conmoción que Arthur le había producido al enterarla de que en el instante de su tormento él había estado con Viola. Confiaba en su marido casi tanto como lo amaba; pero ahora que iba a abandonar este mundo para siempre, su hermana le inspiraba un escalofriante horror. En el fondo sabía que Viola nunca había dejado de envidiarle su buena suerte; y un año de feliz seguridad no había borrado la imagen de la joven ataviada con sus galas nupciales y sonriendo con imaginado triunfo. Ahora que Arthur iba a quedar solo, ¿qué no haría Viola? Era hermosa, era insinuante; ¿qué artificios no utilizaría, qué impresión no causaría en el melancólico corazón del joven? En silencio la señora Lloyd miró a su marido. Resultaba difícil, pensándolo bien, dudar de su fidelidad. Sus hermosos ojos rebosaban de lágrimas; su rostro se convulsionaba por los sollozos; el asimiento de sus manos era cálido y apasionado. ¡Cuán noble parecía, cuán tierno, cuán fiel y devoto! “No -pensó Perdita-, no está hecho para una mujer como Viola. Jamás me olvidará. Ni realmente Viola lo ama: lo único que ama es el lujo y los vestidos y las joyas.” Y posó la mirada sobre sus pálidas manos propias, que la generosidad de su marido había cubierto de anillos, y sobre los fruncidos de encaje que formaban el reborde de su camisón. “Viola me envidia más los anillos y los encajes que a mi marido.”

En aquel momento el pensar en la rapacidad de su hermana semejó proyectar una negra sombra entre ella y la indefensa figura de su hijita.

-Arthur -dijo-, tienes que quitarme todos los anillos. No deseo ser enterrada con ellos puestos. Algún día mi hija los llevará: mis anillos y mis encajes y sedas. Hoy he hecho que los sacaran y me los mostraran. Es un magnífico vestuario, no hay ninguno comparable en toda la provincia; puedo decirlo sin vanidad ahora que ya no será mío. Será un magnífico legado para mi hija cuando se haga mayor. En él hay cosas que un hombre no puede comprar dos veces, y si se pierden no hay medio de volver a tenerlas. Conque guárdalas bien. Una docena de ellas se las lego a Viola: ya se las he especificado a mi madre. Le doy aquel vestido de seda recamado de azul y plata; es perfecto para ella; yo sólo lo llevé una vez, no me sentaba nada bien. Pero lo demás debe ser guardado como oro en paño para esta pequeña inocente. Es providencial que su color sea el mismo que el mío; podrá llevar mis vestidos; tiene los ojos de su madre. Ya sabes que las modas se repiten cada veinte años. Podrá llevar mis vestidos sin retocarlos. Hasta que crezca lo suficiente, reposarán envueltos en alcanfor y pétalos de rosa, y conservarán sus colores en la dulcemente perfumada oscuridad. Tendrá el pelo negro, se vestirá con mi satén granate. ¿Me lo prometes, Arthur?

-¿Qué he de prometerte, cariño?

-Prométeme que preservarás los vestidos de tu pobre esposa.

-¿Acaso temes que los venda?

-No, sino que se pierdan. Mi madre los envolverá adecuadamente y tú los guardarás con doble cerradura. ¿Te acuerdas del gran baúl que hay en el ático, reforzado con hierro? Es enorme e inviolable. Ahí podrás meterlos todos. Mi madre y el ama de llaves lo harán y te entregarán la llave. Y tú guardarás la llave en tu secreter y jamás se la entregarás a nadie que no sea tu hija. ¿Me lo prometes?

-Oh, sí, te lo prometo -dijo Lloyd, desconcertado ante la intensidad con que su esposa parecía aferrada a aquel plan.

-¿Lo juras? -insistió Perdita.

-Sí, lo juro.

-Bien..., confío en ti.... confío en ti -dijo la pobre mujer, mirándolo a los ojos con una mirada en que él, si hubiera intuido las vagas aprensiones de ella, habría podido leer una advertencia no menos que una súplica.

Lloyd sobrellevó su pérdida con entereza y hombría. Un mes después de la muerte de su esposa, en el decurso de sus negocios, surgieron circunstancias que le ofrecieron la oportunidad de viajar a Inglaterra. Abrazó tal oportunidad como un remedio contra la tristeza. Estuvo ausente casi un año, durante el cual su hijita quedó bajo los tiernos cuidados y mimos de la abuela. A su regreso volvió a abrir de par en par las puertas de su casa y proclamó su intención de reincorporarse a la vida social como en la época de su esposa. Muy pronto oyéronse predicciones de que no tardaría en casarse de nuevo, y hubo por lo menos una docena de muchachas de quienes se puede decir que no fue por culpa de ellas si, durante seis meses tras su regreso, la predicción se incumplió. Durante este intervalo su hijita siguió en manos de la señora Willoughby, pues ésta le aseveró a su yerno que un cambio de residencia a tan temprana edad era arriesgado para la salud. Finalmente, empero, él declaró que su corazón ansiaba la presencia de la pequeña y que debía serle reintegrada. Mandó su carruaje y su ama de llaves para recogerla. A la señora Willoughby le entró terror de que a su nietecita le ocurriera algún percance por el camino; y, ante la manifestación de tal sentimiento, Viola se ofreció a acompañarla durante el viaje. Podría regresar al día siguiente. Así es que marchó a Boston con su sobrinita, y el señor Lloyd se la encontró ante el umbral de su casa, emocionado de gratitud ante su amabilidad. En vez de regresar al día siguiente, Viola se quedó allí toda la semana; y cuando por fin volvió a su casa, sólo lo hizo para llevarse algunas de sus cosas. Arthur y la niña no querían ni oír hablar de su marcha. La pequeña lloraba y gemía si Viola la dejaba; y ante la visión de su decaimiento Arthur enloquecía y juraba que también ella iba a morir. En definitiva, nada los tranquilizaba excepto que Viola se quedara hasta que la criaturita se hubiere acostumbrado a las caras desconocidas.

El acostumbramiento tardó dos meses en producirse; pues no fue sino hasta que hubo transcurrido este plazo cuando Viola se despidió de su cuñado. La señora Willoughby se había incomodado e irritado ante la prolongada ausencia de su hija: había declarado que no era decorosa y que estaba siendo la comidilla de toda la región. Había transigido únicamente porque, sin la presencia de la joven, su hogar gozó de un inusitado período de paz. Bernard Willoughby continuaba viviendo en casa de su madre, junto con su esposa, y entre ésta y su cuñada existía una amarga hostilidad. Puede que Viola no fuese ningún ángel; pero en los asuntos cotidianos de la vida era una muchacha de suficiente buen talante, y aunque se peleaba con la mujer de Bernard no era sin mediar provocación. Que se peleaba, sin embargo, era algo sobre lo cual no cabía duda, para gran enojo no sólo de su antagonista, sino también de los dos espectadores de estos continuos altercados. Por consiguiente, el vivir en el hogar de su cuñado habría sido delicioso aunque sólo fuera porque así podía apartarse del objeto de sus antipatías en el hogar materno. Lo era doblemente -lo era diez veces más- por cuanto la mantenía cerca del objeto de su antigua pasión. Las reflexiones de la señora Lloyd se habían quedado lejísimos de la verdad, en lo tocante a lo que por su marido sentía Viola. Había sido una pasión al principio y una pasión seguía siendo: una pasión los efluvios de cuyo radiante calor no tardó en notar el señor Lloyd, atemperados para acomodarse al delicado estado de los sentimientos de éste. Como ya he dicho, Lloyd no era ningún dechado; no entraba en su naturaleza guardar una fidelidad eterna. Aún no había compartido muchos días su hogar con su cuñada cuando comenzó a aseverarse para sus adentros que ésta era, como se solía decir en aquel tiempo, diabólicamente atractiva. No es preciso investigar si realmente Viola puso en práctica aquellos insidiosos artificios que su hermana se había sentido tentada de atribuirle. Baste decir que siempre hallaba el modo de aparecerse en su aspecto más favorecedor. Todas las mañanas se sentaba junto a la gran chimenea del comedor, con una labor de ganchillo, mientras a sus pies su sobrinita retozaba sobre la alfombra, o sobre la cola de su vestido, y jugaba con sus ovillos de lana. Muy insensible habría sido Lloyd si hubiese permanecido indiferente a las ricas sugerencias de aquel cuadro encantador. Adoraba portentosamente a su hijita, y nunca se cansaba de cogerla en brazos y de lanzarla al aire para volver a recogerla, haciéndola gorjear de alegría. No pocas veces, sin embargo, se permitía mayores libertades de lo que por ahora la pequeña estaba dispuesta a tolerar, y ésta vociferaba súbitamente su desagrado. Entonces Viola depositaba la labor y tendía sus bellas manos con la grave sonrisa de una joven cuya virginal imaginación le hubiera revelado todas las artes apaciguadoras de una madre. Lloyd le entregaba la niña, sus miradas se encontraban, sus manos se rozaban, y Viola apagaba los infantiles sollozos sobre los níveos pliegues del tocado que cruzaba su pechera. Su dignidad era perfecta, y nada podía ser menos intrusivo que el modo en que hacía uso de la hospitalidad de su cuñado. Casi se habría podido decir, quizá, que en su reserva había algo de hosquedad. Lloyd experimentaba la provocativa sensación de que ella estaba en la casa y sin embargo era inabordable. Media hora después de la cena, al mismísimo inicio de las largas veladas invernales, ella encendía su vela, le hacía una asaz respetuosa reverencia al joven y marchaba a acostarse. Si esto eran artificios, Viola era una gran artífice. Pero el efecto de los mismos era tan suave, tan paulatino, estaban calculados para influir sobre el alma del joven viudo con un crescendo tan exquisitamente matizado, que, como ya ha visto el lector, hicieron falta varias semanas para que Viola principiara a sentirse segura de que sus ganancias habrían de compensar su desembolso. Una vez que adquirió esta convicción interior, hizo el equipaje y regresó a casa de su madre. Allí esperó durante tres días; al cuarto, el señor Lloyd hizo su aparición: un respetuoso pero apasionado pretendiente. Viola lo escuchó hasta el final con gran humildad y lo aceptó con infinito recato. Es difícil creer que la señora Lloyd le habría perdonado esto a su marido; mas si algo habría podido desarmar su resentimiento habría sido la ceremoniosa continencia de aquella entrevista. Viola le impuso a su novio un brevísimo periodo de noviazgo. Se casaron, como convenía, en la más estricta intimidad, casi en secreto... con la esperanza, tal vez, como a la sazón alguien sugirió maliciosamente, de que la anterior señora Lloyd no llegara a enterarse.

Según toda apariencia el casamiento era venturoso, y cada una de las partes obtenía lo que había deseado: Lloyd una mujer “diabólicamente atractiva”, y Viola... pero hasta ahora los deseos de Viola, como habrá advertido el lector, tienen mucho de misteriosos. En su mutua felicidad hubo, a la hora de la verdad, dos sombras; pero el tiempo podría, acaso, desvanecerlas. Durante los primeros tres años de su matrimonio la señora Lloyd no consiguió ser madre, y por su parte su marido sufrió grandes descalabros económicos. Esta última circunstancia motivó una drástica reducción de gastos, y por fuerza Viola no pudo llevar la vida de una gran dama en la misma medida que su hermana. Se las industrió, no obstante, para representar con ininterrumpida constancia el papel de mujer elegante, aunque hay que confesar que ello requería el despliegue de un ingenio mayor de lo que corresponde a un auténtico sosiego aristocrático. Desde hacía mucho tiempo había comprobado que el suntuoso vestuario de su hermana había sido secuestrado en beneficio de su hija y estaba languideciendo en la desagradecida oscuridad del polvoriento ático. Era indignante pensar que aquellas gloriosas telas esperarían hasta que las reclamase una niña que se sentaba en una sillita y tomaba leche con migas en una cuchara de madera. Viola tuvo el buen gusto, empero, de no hablar del asunto hasta que hubieron expirado varios meses. Entonces, por fin, tímidamente abordó a su marido. ¿No era una lástima que se estropearan tantos vestidos tan hermosos? Pues se estropearían, sin duda, comidos por la polilla, descoloridos por el tiempo y devaluados por los cambios de las modas. Pero Lloyd le ofrendó una negativa tan abrupta y perentoria que ella comprendió que por el momento su aspiración era vana. Transcurrieron seis meses, sin embargo, que trajeron consigo nuevas necesidades y nuevas ocurrencias. Los pensamientos de Viola se cernían ávidamente sobre las reliquias de su hermana. Subió a examinar el baúl del cual eran prisioneras. En sus tres grandes candados y sus refuerzos de hierro hubo un hosco desafío, que no logró sino acrecentar sus ansias. Había algo exasperante en su incorruptible inviolabilidad. El baúl era como un viejo sirviente canoso y severo que se obstinara en no revelar un secreto de familia. Y además sus vastas dimensiones sugerían un copioso contenido, y cuando Viola golpeó su costado con la punta de la zapatilla se produjo un sonido de estar lleno a rebosar, que la hizo sofocarse de impotentes anhelos.

-¡Es absurdo! -exclamó-. ¡Es una ridiculez, una iniquidad! -Y en el acto determinó llevar a cabo otra tentativa ante su marido. Al día siguiente, después del almuerzo, cuando él se hubo tomado su vino, osadamente ella volvió a la carga. Pero él la interrumpió con gran sequedad:

-De una vez por todas, Viola -dijo-, no hay nada que discutir. Me sentiré gravemente disgustado si vuelves a hablarme de ese asunto.

-Qué bien -dijo Viola-. Me resulta muy agradable enterarme de la valía que se me atribuye. ¡Cielo santo -gritó-, qué mujer tan feliz soy! ¡Es maravilloso sentirse sacrificada a un capricho! -Y sus ojos se llenaron de lágrimas de rabia y decepción.

Lloyd sentía el natural horror de un hombre bueno a los sollozos de una mujer, y probó -puedo decir condescendió- a explicarse:

-No es un capricho, cariño, es una promesa -dijo-, un juramento.

-¿Un juramento? ¡Bonito motivo de juramentos! Y ¿a quién, si puede saberse?

-A Perdita -dijo el joven, alzando la mirada un instante, pero bajándola de inmediato.

-¡Perdita, ah, Perdita! -Y se desbordó el llanto de Viola. Su pecho se estremeció en tempestuosos sollozos: unos sollozos que eran la retardada reproducción del violento acceso de llanto que la invadiera la noche en que se enteró del compromiso de su hermana. Se había figurado, en sus mejores momentos, que sus celos habían desaparecido; mas he aquí que volvían a hervir tan fieros como siempre-. Y, si me haces el favor, ¿qué derecho -gritó- tenía Perdita a disponer de mi futuro? ¿Qué derecho tenía a obligarte a la mezquindad y la crueldad? ¡Ah, qué digno lugar ocupo y qué bonito papel represento! ¡Tengo que conformarme con lo que Perdita dejó! Y ¿qué es lo que dejó? ¡Hasta ahora no lo había sabido! ¡Nada, nada, nada!

Esto fue un razonamiento muy endeble, pero un apasionamiento muy efectivo. Lloyd pasó el brazo alrededor del talle de su esposa y trató de darle un beso, pero Viola lo rechazó con olímpico desdén. ¡Pobre hombre! Había ambicionado una mujer “diabólicamente atractiva”, y la había conseguido. Fue insoportable aquel desdén. Salió de la estancia mientras le zumbaban los oídos, indeciso, turbado. Ante él estaba el secreter, y en éste la sagrada llave con que su propia mano había echado el triple cerrojo. Se acercó y lo abrió, y extrajo de un cajón secreto la llave, envuelta en un paquetito que él mismo había sellado con su propio noble blasón heráldico. Teneo, rezaba la divisa: “Yo guardo.” Pero no se atrevió a devolverla a su escondite. La arrojó sobre la mesa ante su esposa.

-¡Quédatela! -gritó ella-. No la quiero. ¡La odio!

-Yo me lavo las manos de este asunto -dijo su marido-. ¡Dios me perdone!

Despectivamente la señora Lloyd se encogió de hombros y se fue de la estancia, mientras el joven se retiraba por otra puerta. Diez minutos más tarde la señora Lloyd volvió y encontró la estancia ocupada por su pequeña hijastra y la niñera. La llave no estaba sobre la mesa. Miró a la niña. La niña estaba subida en una silla, con el paquetito en las manos. Había roto el sello con sus propios deditos. Prestamente la señora Lloyd se apoderó de la llave.

A la hora habitual de la cena Arthur Lloyd regresó de su contaduría. Era el mes de junio y mientras la cena se servía todavía duraba la luz diurna. La comida estaba sobre la mesa, pero la señora Lloyd no comparecía. El criado a quien su señor envió en su busca, volvió diciendo que estaba vacía la habitación de su señora y que las sirvientas lo habían informado de que no había sido vista desde el almuerzo. Lo cierto es que se habían apercibido de su rostro lloroso y, suponiendo que se habría encerrado en su habitación, no habían querido molestarla. Su marido la llamó por su nombre por diversas partes de la casa, pero sin obtener respuesta. Por último se le ocurrió que tal vez la hallaría si se encaminaba al ático. La idea le produjo una extraña sensación de malestar, y les ordenó a los criados que permanecieran en la planta baja, no deseando ningún testigo de su búsqueda. Llegó al pie de las escaleras que conducían al piso superior y se detuvo con la mano en la barandilla, voceando el nombre de su esposa. Le tembló la voz. Llamó de nuevo, en tono más alto y firme. El único sonido que rompió el absoluto silencio fue un débil eco de su propia voz, que repetía su llamada bajo el gran alero. Pese a todo se sintió irresistiblemente impulsado a subir las escaleras. Desembocaban en una amplia sala, flanqueada de armarios de madera y rematada por una ventana orientada a poniente, que dejaba pasar los últimos rayos solares. Ante la ventana estaba el enorme baúl. Ante el baúl, arrodillada, el joven vio con asombro y horror la figura de su esposa. Al instante salvó la distancia que los separaba, privado del habla. La tapa del baúl estaba abierta, exhibiendo, entre perfumadas fundas, su tesoro de telas y joyas. Viola había caído hacia atrás mientras permanecía arrodillada, y había quedado con una mano apoyada en el suelo y la otra oprimida contra el corazón. En sus extremidades había la rigidez de la muerte, y en su rostro, a la moribunda luz del sol, el terror de algo más poderoso que la muerte. Sus labios estaban entreabiertos en súplica, en consternación, en agonía; y en su exangüe cuello destacaban las horrendas huellas de los dedos de dos vengativas manos fantasmales".


Henry James

lunes, 23 de marzo de 2015

"Justo al Final"

"El doctor Brown era pobre y tuvo que abrirse paso en la vida. Había estudiado medicina en Edimburgo, y sus aptitudes y buena conducta habían hecho que los profesores se fijaran en él. En cuanto lo conocían las damas de sus familias, la figura atractiva y los modales encantadores le convertían en el favorito; y quizá ningún otro estudiante recibía tantas invitaciones a veladas y bailes, o era elegido con tanta frecuencia para ocupar el lugar que había quedado vacante a última hora en una mesa. Nadie sabía quién era, o de dónde venía; pues no tenía familia cercana, como había explicado él en un par de ocasiones; así que ningún pariente de humilde cuna o baja condición podía importunarle. Cuando llegó a la universidad, estaba de luto por su madre.

Margaret, la sobrina del profesor Frazer, recordó esto a su tío una mañana, mientras le contaba que la noche anterior, el doctor James Brown le había pedido que se casara con él, que ella había aceptado, y que él pensaba visitar al profesor Frazer (que, además de tío, era su tutor) esa misma mañana, a fin de obtener su consentimiento. El profesor fue absolutamente consciente, por la actitud de Margaret, de que su aprobación no era más que una formalidad, pues la joven ya había tomado la decisión; y había tenido más de una oportunidad para comprobar lo testaruda que podía llegar a ser. No obstante, corría la misma sangre por sus venas, y él defendía sus opiniones con el mismo empecinamiento. De ahí que, con frecuencia, tío y sobrina discutieran con cierta crudeza sin cambiar ni un ápice sus respectivas opiniones. Precisamente esta vez, el profesor Frazer no podía callarse.

-Entonces, Margaret, te instalarás discretamente como una mendiga, pues ese joven Brown apenas tiene dinero para poder contraer matrimonio; tú, que podrías ser lady Kennedy si quisieras.
-No podría, tío.
-¡No digas tonterías, niña! Sir Alexander es un hombre muy agradable, de mediana edad, si quieres. Pero supongo que una mujer obstinada tiene que salirse con la suya; aunque, si yo hubiera sabido que ese joven entraba en mi casa a hurtadillas para conseguir por medio de halagos que le quisieras, me habría asegurado de que estuviera a suficiente distancia para que tu tía no le invitara a cenar. Sí, puedes refunfuñar; pero ningún caballero habría venido a mi casa para conquistar el cariño de mi sobrina sin informarme antes de sus intenciones y pedirme permiso.
-El doctor Brown es un caballero, tío Frazer, piense lo que piense de él.
-Eso crees. Pero, ¿a quién le importa la opinión de una joven enamorada? Es un muchacho guapo y persuasivo, con buenos modales. Y no pretendo negar su talento. Pero hay algo en él que nunca me ha gustado, y ahora entiendo por qué. ¡Está bien, está bien! Tu tía se sentirá decepcionada contigo, Margaret Pero siempre has sido una criatura obstinada. ¿Te ha contado alguna vez ese Jamie Brown quiénes eran sus padres, a qué se dedicaban o de dónde viene? Y no pregunto por sus antepasados, no tiene aire de haberlos tenido nunca; y tú, ¡una Frazer de Lovat! ¡Vergüenza debiera darte, Margaret! ¿Quién es ese Jamie Brown?
-James Brown, doctor en medicina por la Universidad de Edimburgo: un joven bueno e inteligente, a quien quiero con todo el alma -respondió Margaret, enrojeciendo.
-¡Vaya! ¿Te parece que es forma de hablar para una jovencita? ¿De dónde procede? ¿Quiénes son sus parientes? Si no me da información sobre su familia y sus perspectivas, le echaré fuera de esta casa, Margaret; puedes estar segura.
-Tío -sus ojos estaban llenos de lágrimas de indignación-, soy mayor de edad; usted sabe que es bueno e inteligente; de otro modo, no le habría invitado tan a menudo a su casa. Me caso con él, no con su familia. Es huérfano. No creo que siga en contacto con ningún pariente. No tiene hermanos ni hermanas. Me da igual su procedencia.
-¿Qué era su padre? -inquirió el profesor Frazer con frialdad.
-No lo sé. ¿Por qué he de husmear en los detalles de su familia, y preguntar quién era su padre, cuál era el nombre de soltera de su madre y cuándo se casó su abuela?
-Sin embargo, recuerdo haber oído a Margaret Frazer hablar en favor de una larga línea de respetables antepasados.
-Había olvidado los nuestros, supongo, cuando pronuncié esas palabras. Simon, lord Lovat, ¡un encomiable tío abuelo de los Frazer! Si las historias son ciertas, debería haber sido ahorcado por delincuente, y no decapitado como un caballero leal.
-¡Oh! Si estás decidida a ensuciar tu propio nido, he terminado. Que entre James Brown; me inclinaré ante él y le daré las gracias por dignarse contraer matrimonio con una Frazer.
-Tío -dijo Margaret, llorando a lágrima viva-, ¡no quiero que nos separemos enfadados! Los dos nos queremos mucho. Ha sido usted muy bueno conmigo, y la tía también. Pero he dado mi palabra al doctor Brown, y debo mantenerla. Le amaría aunque fuera el hijo de un campesino. No esperamos ser ricos; pero él tiene ahorrados algunos cientos de libras para empezar, y yo tengo mis cien libras anuales.
-Bueno, bueno, niña, ¡no llores! Lo has dispuesto todo, al parecer; así que me lavo las manos. Me eximo de cualquier responsabilidad. Le contarás a tu tía lo que has acordado con el doctor Brown sobre vuestra boda; y haré lo que desees en este asunto. Pero ¡que no entre ese joven a pedirme el consentimiento! Ni se lo daré, ni se lo quitaré. Las cosas habrían sido muy diferentes si se hubiera tratado de sir Alexander.
-¡Oh, tío Frazer! ¡No diga usted eso! Reciba al doctor Brown y, por lo menos. Hágalo por mí. Dígale que está de acuerdo. ¡Déjeme que sea un poco suya! Es tan triste decidir sola en un momento así, como si no tuviera familia y nadie se preocupara de mí.

Abrieron la puerta de golpe y anunciaron al doctor Brown. Margaret se marchó a toda prisa; y, antes que pudiera darse cuenta, el profesor había dado una especie de consentimiento sin preguntar nada al afortunado joven, que corrió a buscar a su prometida y dejó al tío rezongando.

Lo cierto es que el profesor Frazer y su mujer se oponían tanto al compromiso de Margaret que no podían evitar que se notara tanto en su actitud; aunque tenían la delicadeza de guardar silencio. Pero Margaret percibía que su prometido no era bienvenido. La alegría que le producían sus visitas se veía anulada por el sentimiento de frialdad con que era recibido, y cedió de buena gana al deseo del doctor Brown de que el noviazgo fuera corto; lo que no era en absoluto su plan inicial: esperar hasta que él tuviera una consulta en Londres y sus ingresos convirtieran el matrimonio en un paso prudente. El profesor Frazer y su mujer ni se opusieron ni lo aprobaron. Margaret hubiera preferido la oposición más vehemente a aquella gélida frialdad. Pero ésta la hizo volverse con mayor cariño hacia su afectuoso y comprensivo enamorado. No es que hubiera hablado con él sobre el comportamiento de sus tíos. Mientras no pareciera darse cuenta de éste, no le diría nada. Además, el profesor y su mujer llevaban tanto tiempo ocupándose de ella como unos padres que no se creyó con derecho a dejar que un extraño los enjuiciara.

De modo que realizó más bien con tristeza los preparativos de su futuro con el doctor Brown, sin poder beneficiarse de la sabiduría y experiencia de su tía. Pero Margaret era una joven sensata y prudente. A pesar de gozar de unas comodidades muy cercanas al lujo en casa de su tío, podía prescindir de ellas sin pesa. Cuando el doctor Brown partió a Londres para buscar y preparar su nuevo hogar, ella le pidió que sólo hiciera los arreglos más imprescindibles para recibirla. Se ocuparía de organizar lo que faltaba a su llegada. Él tenía algunos muebles viejos de su madre en un almacén. Le propuso venderlos para comprar otros nuevos, pero Margaret le convenció de que no lo hiciera; los aprovecharían mientras durasen. El servicio doméstico de los recién casados iba a consistir en una mujer escocesa que llevaba mucho tiempo vinculada a la familia Frazer, y que sería la única criada, y en un hombre que el doctor Brown había contratado en Londres, poco después de instalarse en la casa. Un hombre llamado Crawford que había vivido muchos años con un caballero ahora residente en el extranjero, que le había dado la mejor de las recomendaciones cuando el doctor Brown le preguntó por él. Crawford había realizado los trabajos más variados para ese caballero, así que sabía hacer de todo; y el doctor Brown, en todas sus cartas a Margaret, tenía alguna nueva maravilla que contar de su criado. Y se explayaba en ellas con entusiasmo, pues la joven había puesto ligeramente en duda la conveniencia de empezar su vida con un criado; aunque se había dejado convencer por los argumentos del doctor Brown sobre la necesidad de tener una apariencia respetable, ofrecer una buena imagen, etc... ante cualquier persona necesitada de acudir a su consulta, que pudiera desanimarse al ver a la anciana Christie fuera de la cocina, y se negara a dejar algún recado en manos de una persona que hablase un inglés tan ininteligible. Crawford era tan buen carpintero que podía poner baldas, ajustar bisagras, arreglar cerraduras, e incluso llegó a construir una caja con algunos tablones viejos de un cajón de embalaje. Crawford, un día en que su señor había estado demasiado ocupado para salir a cenar, había improvisado una tortilla tan deliciosa como cualquiera de las que el doctor Brown había probado en París cuando estudiaba allí. En pocas palabras, Crawford, a su modo, era una especie de Admirable Crichton, y Margaret se convenció de que la decisión del doctor Brown de tener un criado era correcta, incluso antes de ser recibida respetuosamente por Crawford, cuando éste abrió la puerta de su nuevo hogar a los recién casados después de su breve luna de miel.

El doctor Brown tenía miedo de que Margaret encontrara la casa inhóspita en aquel estado a medio amueblar; pues sólo había comprado lo imprescindible. Su consulta (¡qué grandilocuente sonaba!) estaba en orden, y todo estaba calculado para causar una buena impresión. Había una alfombra turca que había pertenecido a su madre, y que estaba lo bastante gastada para tener ese aire de respetabilidad que adquiere el mobiliario cuando no parece recién comprado sino una herencia familiar. Y esa atmósfera lo impregnaba todo: la mesa de la biblioteca (comprada de segunda mano, debe confesarse), el escritorio (que había sido de su madre), las sillas de cuero (tan heredadas como la mesa de la biblioteca), las estanterías que Crawford había colocado para los libros, un buen grabado en las paredes, convertían la habitación en un lugar tan agradable que tanto el doctor como la señora Brown pensaron, por lo menos aquella noche, que la pobreza ofrecía las mismas comodidades que la opulencia. Crawford se había tomado la libertad de poner algunas flores en el cuarto -su humilde modo de dar la bienvenida a la señora-, flores tardías de otoño, mezclando la idea del verano con la del invierno, que latía en el brillante fuego de la chimenea. Christie les subió unos deliciosos bollos con el té; y la señora Frazer había suplido su falta de cordialidad, lo mejor que pudo, con una provisión de mermelada y piernas de cordero. El doctor Brown no se quedó tranquilo hasta que no enseñó a Margaret, con voz lastimera, todas las habitaciones que quedaban por amueblar. Pero la joven se rió de su temor de que ella se sintiera decepcionada; y afirmó que nada le agradaría tanto como planificar y arreglar su interior, y que, con su habilidad para la tapicería y la de Crawford para la carpintería, los cuartos se amueblarían casi por arte de magia.

Pero con la mañana y la luz del día volvió la preocupación del doctor Brown. Veía y deploraba todas las grietas del techo, todas las pequeñas manchas del empapelado, y no por él sino por Margaret. No podía dejar de comparar el hogar que él le había ofrecido con el que ella había abandonado. Parecía temer que ella se hubiese arrepentido. Aquella inquietud enfermiza era el único inconveniente de su felicidad; y, para ponerle fin, Margaret se vio inducida a gastar más de lo que se había propuesto en un principio. Compraba este artículo en lugar de aquél porque su marido, si la acompañaba, parecía sumamente desgraciado si sospechaba que ella se privaba del menor deseo por ahorrar. La joven aprendió a eludir su compañía al salir de compras; pues le resultaba muy sencillo elegir el objeto más barato, aunque fuera el más feo, si estaba sola, y no tenía que soportar la mirada de mortificación de su marido cuando le decía tranquilamente al vendedor que no podía permitirse comprar esto o aquello. Al salir de una tienda después de una escena así, el doctor Brown le había dicho:

-¡Oh, Margaret! No debería haberme casado contigo. Tienes que perdonarme.
-¿Perdonarte? -exclamó ella-. ¿Por hacerme tan feliz? No vuelvas a hablar así, te lo ruego.
-¡Oh, Margaret! Pero no olvides que te he pedido que me perdones.

Crawford era todo lo que él le había prometido, y más de lo que podía desear. Era la mano derecha de Margaret en todos sus pequeños planes domésticos, lo que de algún modo irritaba bastante a Christie. La enemistad entre los dos criados era sin duda lo más incómodo de su vida hogareña. Crawford se sentía superior porque conocía Londres, porque disfrutaba del favor de la señora, porque estaba en su poder ayudarla, lo que suponía gozar del privilegio de ser consultado con frecuencia. Christie estaba siempre suspirando por Escocia y lanzando indirectas sobre el modo en que Margaret descuidaba a una persona que la había seguido a un país extranjero, para convertir en su favorito a un desconocido que, además, no era trigo limpio. Pero como nunca esgrimió la menor prueba de sus vagas acusaciones, Margaret prefirió no hacerle preguntas, y las atribuyó a los celos de su compañero. Por lo general, sin embargo, las cuatro personas que formaban aquella familia convivían en armonía. El doctor Brown estaba satisfecho con su casa, con sus criados, con sus perspectivas y, sobre todo, con su animosa mujer. A Margaret, de vez en cuando, le sorprendían ciertos estados de ánimo de su marido; pero esto no debilitaba su cariño, sino que despertaba su compasión por lo que ella creía recelos y sufrimientos patológicos; se trataba de una compasión dispuesta a convertirse en simpatía, tan pronto como pudiera descubrir alguna causa real que justificara aquel abatimiento que en ocasiones le invadía.

Christie no fingía que Crawford le disgustaba, pero, como Margaret se negaba a escuchar sus protestas, y el propio Crawford estaba deseoso de conseguir que la anciana escocesa tuviera una buena opinión de él, no llegó a producirse ninguna ruptura entre ambos. Grosso modo, el famoso y afortunado doctor Brown parecía el miembro más atribulado de la familia. Y no podía deberse a cuestiones económicas. Por uno de esos golpes de suerte que a veces allanan las dificultades de un hombre y lo conducen a un lugar seguro, había progresado mucho en su profesión; y probablemente sus ingresos por el ejercicio de la medicina confirmaban las expectativas que Margaret y él habían concebido en los momentos más optimistas. Pero debo extenderme más en este asunto.

Margaret tenía una renta de algo más de cien libras anuales. A veces sus dividendos habían ascendido a ciento treinta o ciento cuarenta libras; pero no se atrevía a confiar en ello. Al doctor Brown le quedaban mil setecientas libras de las tres mil que le había dejado su madre; y aún tenía que pagar parte del mobiliario, ya que, a pesar de la insistencia de Margaret, no les habían enviado todas las facturas en el momento de la compra. Éstas llegaron una semana antes de que se produjeran los sucesos que voy a relatar. Por supuesto su importe era más elevado de lo que incluso Margaret había esperado, y se sintió preocupada al ver lo mucho que les costaría liquidar la deuda. Pero, por extraño y contradictorio que pueda parecer, ninguna causa real de inquietud o decepción parecía afectar la alegría de su marido. Se rió de su consternación, hizo tintinear la recaudación del día en sus bolsillos, la contó delante de ella, y calculó sus probables ingresos anuales basándose en ese día Margaret cogió las guineas y las llevó en silencio a su secrétaire del piso de arriba; pues había aprendido el difícil arte de disimular sus preocupaciones domésticas en presencia de su marido. Cuando regresó, se mostró animada, aunque seria. El doctor Brown había cogido las facturas en su ausencia y las había sumado.

-Doscientas treinta y seis libras -dijo retirando las cuentas, a fin de dejar sitio para el té que les traía Crawford-. Tampoco es tanto. Pensé que sería mucho más. Mañana iré a la City y venderé algunas acciones para que tu pobre corazoncito se tranquilice. Y no me pongas menos azúcar en el té esta noche para ayudar al pago de esas facturas. Es mejor ganar que ahorrar, y estoy ganando a una notoria velocidad. Sírveme un buen té, Maggie, pues he tenido un buen día de trabajo.

Estaban sentados en la consulta del doctor Brown con el fin de ahorrar combustible. Para aumentar el desasosiego de Margaret, aquella noche la chimenea humeaba. Se había mordido la lengua para no decir nada al respecto, pues recordaba el viejo refrán sobre una chimenea humeante y una mujer gruñona; pero estaba demasiado irritada por las bocanadas de humo que llegaban hasta su bonita labor blanca, y pidió a Crawford, en un tono más severo de lo habitual, que se ocupara de avisar a un deshollinador. A la mañana siguiente, todo parecía haberse arreglado. El doctor Brown la había convencido de que su situación financiera continuaba siendo buena, el fuego ardía mientras desayunaban, y el sol brillaba de modo inusitado en las ventanas. A Margaret le sorprendió oír que Crawford no había podido encontrar a nadie que limpiase la chimenea esa mañana, pero éste le comunicó que había tratado de colocar mejor el carbón para que, al menos ese día, su señora no sufriera ninguna molestia; a la mañana siguiente, conseguiría sin falta un deshollinador. Margaret le dio las gracias y aprobó su plan de hacer una limpieza general del cuarto; y lo hizo en seguida, pues era consciente de que le había hablado con dureza la noche anterior. Decidió pagar todas las facturas y hacer algunas visitas un poco alejadas a la mañana siguiente; y su marido prometió ir a la City y proporcionarle el dinero.

Así lo hizo. Le mostró los billetes aquella tarde y los guardó bajo llave en su escritorio durante la noche: y, por la mañana, ¡los billetes habían desaparecido! Habían desayunado en la salita trasera o comedor a medio amueblar. Una mujer de la limpieza se hallaba fregando la sala delantera después de la marcha de los deshollinadores. El doctor Brown se dirigió a su escritorio, y salió del comedor cantando una vieja melodía escocesa Tardaba tanto en regresar que Margaret fue a buscarlo. Lo encontró sentado en la silla más cercana al escritorio, con la cabeza apoyada en él; y su actitud revelaba el más profundo abatimiento. No pareció oír los pasos de Margaret, mientras ella se abría camino entre las alfombras enrolladas y la pila de sillas. Se vio obligada a tocarle en el hombro antes de conseguir que se moviera.

-¡James, James! -exclamó asustada.
Él la miró casi como si no la conociera.
-¡Oh, Margaret! -dijo, y cogió sus manos y escondió el rostro en su cuello.
-¿Qué ocurre, amor mío? -preguntó la joven, pensando que había enfermado de repente.
-Alguien ha abierto mi escritorio ayer por la noche -gimió sin levantar la mirada ni hacer el menor movimiento.
-Y ha cogido el dinero -añadió Margaret, comprendiendo al instante lo ocurrido.

Era un golpe muy duro; una gran pérdida, mucho mayor que las escasas libras que, en las facturas, habían excedido sus cálculos, y, sin embargo, tenía la sensación de que podía sobrellevarla mejor.

-¡Vaya por Dios! -prosiguió-. Es terrible; pero, después de todo -dijo, tratando de levantarle la cabeza para infundirle todo el aliento de sus ojos dulces y sinceros-. Al principio creí que estabas gravemente enfermo, y las incertidumbres más espantosas pasaron por mi imaginación. Me siento tan aliviada de que sólo sea cuestión de dinero.
-!Sólo dinero! -repitió él tristemente, rehuyendo su mirada, como si no pudiera soportar que viera cuánto le dolía.
-Después de todo -exclamó animada-, no puede haber ido muy lejos. Ayer por la noche, estaba aquí. El deshollinador... tenemos que enviar a Crawford inmediatamente a la policía. ¿No anotaste la numeración de los billetes? -preguntó mientras tocaba la campanilla.
-No; sólo iban a estar una noche en nuestro poder -señaló.
-Tienes razón.

La mujer de la limpieza apareció en la puerta con su cubo de agua caliente. Margaret observó su rostro, como si quisiera leer en él culpabilidad o inocencia. Era una protegida de Christie, que no era nada propensa a pronunciarse a favor de otra persona, y sólo lo hacía si tenía buenos motivos; una viuda honrada y decente con una familia numerosa que mantener. A pesar de su traje mugriento tenía una tez saludable y cuidada, un aire franco y eficiente, y no pareció inmutarse ni sorprenderse al ver al doctor y a la señora Brown en medio de la habitación, perplejos y afligidos. Continuó su trabajo sin prestarles la menor atención. Las sospechas de Margaret recayeron con más fuerza sobre el deshollinador; pero no podía andar muy lejos, los billetes no podían haber entrado en circulación. Un hombre así no podía haber gastado esa suma en tan poco tiempo; y la recuperación del dinero era su primer y único objetivo. Apenas pensaba en las obligaciones posteriores, como la persecución del delincuente y otras consecuencias del delito. Mientras ella concentraba todas sus energías en la rápida recuperación del dinero, revisando mentalmente los pasos que debían dar, su marido seguía completamente desmadejado en la silla, incapaz de colocar sus miembros en una posición que exigiera el menor esfuerzo; su rostro hundido, desconsolado, anunciaba esas arrugas que un disgusto repentino marca en los semblantes más jóvenes y tersos.

-¿Dónde estará Crawford? -dijo Margaret, tocando la campana con vehemencia-. ¡Oh, Crawford! -exclamó al verlo aparecer por la puerta.
-¿Ha ocurrido algo? -interrumpió él, como si la violencia de sus llamadas lo hubiera alarmado hasta hacerle perder su calma habitual-. Había ido a la vuelta de la esquina con la carta que el señor me dio ayer por la noche para el correo y, al volver, me ha dicho Christie que habían tocado la campanilla para que subiera, señora. Le ruego que me disculpe, pero he venido corriendo -y lo cierto es que jadeaba y parecía muy apesadumbrado.
-¡Oh, Crawford! Me temo que el deshollinador ha abierto el escritorio de mi marido, y se ha llevado todo el dinero que guardó ayer por la noche. En cualquier caso, ha desaparecido. ¿Le ha dejado en algún momento solo en la habitación?
-No podría asegurarlo, señora; es posible. Sí, creo que sí. Ahora lo recuerdo... tenía que hacer mi trabajo, y pensé que la mujer de la limpieza habría venido; me fui a la antecocina, y más tarde vino Christie, quejándose del retraso de la señora Roberts; y entonces me di cuenta de que el deshollinador se había quedado solo. Pero ¡qué barbaridad, señora! ¿Quién iba a pensar que era un ser tan depravado?
-¿Cómo conseguiría abrir el escritorio? -preguntó Margaret, volviéndose hacia su marido-. ¿Estaba rota la cerradura?
El se levantó, como si despertara de un sueño.
-¡Sí! ¡No! Supongo que ayer por la noche giré la llave sin mirar. Esta mañana encontré el escritorio cerrado, pero no con llave, y habían forzado la cerradura.
El doctor Brown volvió a sumirse en un silencio aletargado y meditabundo.
-De todos modos, no sirve de nada que perdamos el tiempo con estas preguntas. Vaya tan rápido como pueda a buscar a un policía, Crawford. Sabe el nombre del deshollinador, ¿verdad? -inquirió Margaret cuando el criado se disponía a abandonar la estancia.
-No sabe cuánto lo lamento, señora, pero me puse de acuerdo con el primero que pasó por la calle. Si hubiera sabido...

Pero Margaret se había dado la vuelta con un gesto de impaciencia y de desesperación. Crawford se marchó, sin añadir nada, en busca de un policía. La joven intentó en vano convencer a su marido para que probara el desayuno; lo único que quiso tomar fue una taza de té, que bebió a grandes tragos para aclararse la garganta cuando oyó la voz de Crawford invitando a pasar al policía.

El agente escuchó todo y dijo muy poco. Después vino el inspector. El doctor Brown dejó las explicaciones en manos de Crawford que, al parecer, estaba encantado. Margaret se sentía terriblemente inquieta por la impresión que el robo había causado en su marido. La posible pérdida de esa cantidad era ya algo suficientemente malo; pero permitir que le afectara hasta minar su fortaleza y destruir cualquier impulso de esperanza reflejaba una debilidad de carácter que hizo comprender a Margaret que, aunque no deseaba definir sus sentimientos ni el origen de ellos, si juzgaba a su marido por la actuación de aquella mañana, debía aprender a no confiar más que en sí misma en caso de emergencia. El inspector se volvió repetidas veces hacia el doctor y la señora Brown para escuchar sus respuestas. Fue Margaret quien contestó siempre con frases breves y escuetas, muy diferentes de las largas y enrevesadas explicaciones de Crawford.

Finalmente, el inspector quiso hablar a solas con ella. La joven le siguió a la otra sala, dejando atrás al ofendido Crawford y a su afligido esposo. El inspector dirigió una severa mirada a la mujer de la limpieza, que proseguía sus fregoteos sin inmutarse, le ordenó que saliera, y después preguntó a Margaret de dónde era su criado, cuánto tiempo llevaba con ellos y muchas otras cuestiones que mostraban el rumbo que habían tomado sus sospechas. Margaret se sintió sumamente sorprendida; pero respondió con prontitud a todas sus preguntas y, cuando terminó, observó con atención el rostro del inspector y esperó a que éste confirmara sus sospechas.

El policía -sin decir nada, no obstante- regresó delante de ella a la otra habitación. Crawford se había marchado y el doctor Brown trataba de leer el correo de la mañana (que acababa de llegar); pero sus manos temblaban de tal modo que era incapaz de seguir una línea.

-Doctor Brown -dijo el inspector-, estoy casi convencido de que su criado ha cometido el robo. Lo juzgo así por su forma de comportarse, por su afán de contar la historia, por su modo de intentar arrojar todas las sospechas sobre el deshollinador, cuyo nombre y dirección asegura desconocer; o, al menos, eso dice. Su mujer nos ha contado que ha salido de casa esta mañana, incluso antes de ir a la policía; así que es probable que ya haya encontrado el modo de esconder o deshacerse de los billetes; y dice usted que no anotó su numeración. Aunque tal vez podamos averiguarlo.

En ese momento, Christie llamó a la puerta y, presa de una gran agitación, pidió hablar con Margaret Sacó a relucir una serie adicional de circunstancias sospechosas, ninguna de ellas demasiado grave por sí sola, pero tendentes a imputar el robo a Crawford. Temía que le reprocharan culpar a su compañero de trabajo, y se sorprendió al comprobar lo atentamente que el inspector escuchaba sus palabras. Esto la animó a contar numerosas anécdotas, todas ellas en contra de Crawford, que había preferido ocultar a sus señores por temor a que la consideraran celosa o pendenciera.

-No existe la menor duda sobre el camino a seguir -dijo el inspector, cuando Christie terminó su relato-. Usted, señor, tiene que entregarnos a su criado. Lo llevaremos inmediatamente ante el juez de guardia. Y existen pruebas suficientes para encarcelarlo una semana; durante ese tiempo, quizá descubramos el paradero de los billetes y logremos atar cabos.
-¿Debo denunciarle? -preguntó el doctor Brown, con una palidez casi cadavérica-. Reconozco que es una grave pérdida de dinero para mí; pero luego vendrán los gastos del juicio... la pérdida de tiempo... el...

Se detuvo. Vio clavados en él los ojos indignados de su mujer, y apartó su mirada de inconsciente reproche.

-Sí, inspector -dijo-. Lo entregaré a la policía. Hagan lo que quieran. Hagan lo que crean oportuno. Por supuesto, asumo las consecuencias. Asumimos las consecuencias, ¿verdad Margaret? -habló en un tono muy bajo y nervioso que su mujer prefirió ignorar.
-Díganos exactamente qué hemos de hacer -exclamó ella con frialdad, dirigiéndose al inspector.

Él le dio las indicaciones necesarias para que se presentaran en la comisaría y llevaran a Christie en calidad de testigo, y luego se marchó para encargarse de Crawford. A Margaret le sorprendió ver lo tranquila y pacíficamente que arrestaban al criado. Esperaba oír un escándalo en la casa, o que Crawford, alarmado, hubiera huido antes. Pero, cuando sugirió esto último al policía, éste sonrió y le dijo que, nada más oír la acusación del agente de guardia, había apostado a un oficial detective cerca de la casa para vigilar todas las entradas y salidas; de modo que no habrían tardado en descubrir el paradero de Crawford si éste hubiera intentado escapar.

La atención de Margaret se centró entonces en su marido. El doctor Brown ultimaba sus preparativos para salir a visitar a sus pacientes, y era ostensible que no deseaba conversar. Le prometió volver hacia las once; pues el inspector les había asegurado que, hasta esa hora, su presencia no sería requerida. En una o dos ocasiones, el doctor pareció murmurar para sí: ¡Qué lamentable asunto!. Y Margaret no pudo sino estar de acuerdo; y, ahora que había pasado la necesidad de hablar y actuar, empezó a pensar que debía de tener un corazón muy duro, incapaz de sentir como los demás; pues no había sufrido como su marido al descubrir que el criado al que consideraban un amigo era un vil ladrón. Recordó todos los bonitos detalles que había tenido con ella, desde el día en que, con unas humildes flores, le había dado la bienvenida a su nuevo hogar hasta la víspera, cuando, al verla fatigada, le había preparado espontáneamente una taza de café.. ¡Cuántas veces se había preocupado de traer ropa seca para su marido! ¡Qué ligero era su sueño por las noches! ¡Cuán grande su diligencia por las mañanas! No era de extrañar que su esposo lamentara tanto el descubrimiento de la traición. El problema lo veía en ella misma, una mujer cruel y egoísta, más preocupada por la recuperación del dinero que por el terrible desengaño, si se probaba la acusación contra Crawford.

A las once en punto, el doctor Brown regresó con un carruaje. Christie había considerado que comparecer en una comisaría era una ocasión digna de sus mejores galas, y estaba todo lo elegante que le permitía su vestuario. Pero Margaret y su marido estaban tan pálidos y entristecidos como si fueran los acusados, en vez de los denunciantes.

El doctor Brown no se atrevió a mirar a Crawford mientras el primero se sentaba en el banquillo de testigos y el segundo, en el de acusados. Margaret tuvo el convencimiento de que Crawford hacía todo lo posible por llamar la atención de su amo. Al fracasar, contempló a la joven con una expresión que ella encontró muy enigmática. No hay duda de que su rostro había cambiado. En lugar de la serena mirada de devota obediencia, había adoptado una expresión descarada y desafiante; y, mientras el doctor Brown hablaba del escritorio y su contenido, sonreía de vez en cuando de un modo muy desagradable. Se decretó su prisión preventiva durante una semana; pero, como las pruebas estaban lejos de ser concluyentes, se le puso en libertad bajo fianza. El fiador fue su hermano, un respetable comerciante muy conocido en su vecindad, al que el criado había informado del arresto.

Crawford se encontró así de nuevo en la calle, para la consternación de Christie, que se quitó su ropa de domingo mientras regresaba a casa con el corazón afligido, esperando más que confiando que no fueran asesinados en sus camas antes de que finalizara la semana. Debe añadirse que tampoco Margaret se libraba del miedo acerca de la venganza del criado; les había mirado a ella y a su marido de un modo tan malévolo y rencoroso mientras prestaban declaración.

Pero la ausencia de Crawford dio a Margaret demasiado trabajo para seguir dando vueltas a sus necios temores. Su marcha dejó un enorme vacío en las comodidades diarias que ni Margaret ni Christie, por mucho que se esforzaran, podían suplir. Y era más necesario que nunca que todo estuviera bien, ya que los nervios del doctor Brown se habían visto tan afectados, al descubrir la culpabilidad de su criado, que Margaret llego a temer que cayera enfermo. Por las noches se paseaba de un lado a otro del dormitorio, lamentándose cuando creía que ella dormía; por las mañanas, la joven necesitaba de toda su persuasión para inducirle a salir de casa y visitar a sus pacientes. Jamás había estado tan mal como después de consultar al abogado que llevaba el caso. Margaret comprendió que en todo aquello había algún misterio; pues su marido parecía impaciente por recoger el correo, y se acercaba presuroso a la puerta en cuanto alguien llamaba, y le ocultaba quién era el remitente. Cuando transcurrió la semana, su nerviosismo y su aflicción fueron en aumento.

Un atardecer en que las velas aún no estaban encendidas y él se hallaba sentado junto al fuego, en actitud lánguida, con la cabeza apoyada en una mano, y el brazo en la rodilla, Margaret decidió hacer una prueba, a fin de investigar y descubrir la naturaleza de la herida que él escondía con tanto cuidado. Acercó un escabel y se sentó a sus pies, cogiéndole una mano entre las suyas.

-Quiero que escuches, querido James, una vieja historia que oí en cierta ocasión. Es posible que te interese. Había dos huérfanos, inocentes como niños aunque ya eran dos jóvenes. No eran hermanos y, al poco tiempo, se enamoraron; como lo hicimos nosotros, ¿recuerdas? Pues bien, la muchacha vivía con su familia, pero el joven estaba muy lejos de los suyos, si es que no habían muerto. Sin embargo, ella le amaba hasta tal punto que a veces se alegraba de ser la única que se preocupaba de él. A los amigos de ella no les gustaba tanto; es posible que fueran personas juiciosas e insensibles, y ella una necia. Y no les agradó que se casara con el joven; lo cual fue una estupidez por su parte, ya que no podían decir nada en contra de él. Pero una semana antes de fijar la fecha de la boda, creyeron haber encontrado algo... amor mío, no me sueltes la mano... no tiembles así, ¡sólo quiero que me escuches! La tía de la joven se acercó a ella y le dijo: -Tienes que abandonar a tu prometido, pequeña: su padre fue tentado y pecó; y, si aún sigue convida, es un presidiario deportado. La boda no puede celebrarse-. Pero la joven se puso en pie y dijo: -Si es cierto que él ha conocido ese gran dolor y esa vergüenza, necesita mucho más de mi amor. No le dejaré, ni renunciaré a él, sino que le amaré incluso más que antes. ¡Y, puesto que usted, tía, espera recibir la bendición del cielo por tratar a los demás del mismo modo en que le gustaría ser tratada, le pido que no se lo cuente a nadie!-. Estoy convencida de que la tía guardó el secreto porque las palabras de la joven, por algún extraño motivo, la intimidaron. Pero, cuando se quedó a solas, la muchacha lloró amargamente al pensar en la desgracia que ensombrecía el corazón del hombre que amaba; y decidió esforzarse por alegrar su vida, y ocultarle siempre que conocía su carga; pero ahora cree... ¡Oh, esposo mío! ¡Cuánto tienes que haber sufrido!

Y él apoyó la cabeza en su hombro, y de sus ojos brotaron las lágrimas terribles de un hombre.

-¡Gracias a Dios! -exclamó, finalmente-. Lo sabes todo y no te alejas de mí. ¡Oh, qué cobarde, mentiroso y ruin he sido! ¿Que si he sufrido? Sí, tanto que he estado a punto de enloquecer; y, si hubiera tenido valor, habría podido ahorrarme estos doce largos meses de agonía. Pero es justo que me hayan castigado. Y lo sabías todo antes de casarte conmigo, ¡cuando podías haberte echado atrás!
-No, no podía; ¿acaso habrías roto tu compromiso conmigo si, en idénticas circunstancias, yo hubiera estado en tu lugar?
-No lo sé. Es posible; pues no soy tan valeroso, ni tan bueno, ni tan fuerte como tú, mi querida Margaret. ¿Cómo podría serlo? Te contaré algo más. Mi madre y yo fuimos de un lado a otro, dando las gracias por tener un apellido tan corriente, pero acobardándonos ante cualquier alusión, de un modo que sólo pueden comprender quienes han sido heridos en lo más profundo de su ser. Vivir en una ciudad donde había tribunales de justicia era una tortura; y residir en una ciudad comercial, casi peor. Mi padre era el hijo de un respetable clérigo, muy conocido entre sus hermanos, así que teníamos que evitar una ciudad catedralicia, ya que la deportación del hijo del deán de Saint Botolph había llegado con seguridad a oídos de todos. Yo tenía que recibir una educación; por ese motivo, debíamos vivir en una ciudad, pues mi madre no podía soportar la idea de separarse de mí y yo acudía a un colegio, no a un internado. Éramos muy pobres para nuestra posición social. Éramos la mujer y el hijo de un recluso. Pero, cuando tenía catorce años, mi padre murió en el exilio, dejando, como muchos otros presidiarios de aquella época, una gran fortuna. La heredamos nosotros. Mi madre se encerró en su habitación, y estuvo un día entero llorando y rezando. Luego quiso verme y me dio su parecer. Los dos nos comprometimos a entregar el dinero a alguna organización benéfica, tan pronto como yo fuera mayor de edad. Hasta entonces, ahorramos hasta el último penique de los intereses, aunque en ocasiones pasamos grandes estrecheces, ¡mi educación era tan cara! Pero ¿cómo íbamos a saber de qué manera había acumulado aquel dinero? -y, al llegar aquí, bajó la voz-. Nada más cumplir veintiún años, los periódicos hablaron con admiración del generoso donante anónimo de ciertas cantidades. Odié sus palabras de elogio. Eludía cualquier recuerdo de mi padre. Me acordaba de él vagamente, pero siempre enojado y brutal con mi madre. ¡Mi pobre y dulce madre! Margaret, ella lo amaba; y, sólo por eso, desde que ella murió, he intentado evocar su figura con cariño. Al poco tiempo de morir mi madre, te conocí, amor mío, mi tesoro.

Después de unos instantes de silencio, prosiguió:

-Pero ¡Oh, Margaret, todavía no sabes lo peor. Cuando mi madre falleció, encontré un paquete de documentos legales que hablaban del juicio de mi padre. ¡Pobrecilla! Por qué los había conservado, es algo que no sé. Estaban llenos de anotaciones de su puño y letra; y, por ese motivo, los guardé. Era tan conmovedor leer sus impresiones de aquellos días que vivió en solitaria inocencia mientras él se hundía cada vez más en el crimen. Escondí el paquete (y lo creí en lugar seguro) en un cajón secreto de mi escritorio; pero ese miserable de Crawford lo encontró. Me di cuenta de que faltaban los documentos aquella misma mañana. Su pérdida era mucho más grave que la del dinero; y ahora Crawford amenaza con sacar la terrible verdad a la luz, en un juicio que será público; y supongo que su abogado podrá hacerlo. En cualquier caso, ver cómo lo pregonan a los cuatro vientos... ¡yo, que me he pasado la vida temiendo ese momento! ¡Sobre todo por ti, Margaret! Y, con todo... ¡si pudiéramos evitarlo! ¿Quién dará trabajo al hijo de Brown, el célebre falsificador? Perderé mi consulta. Los hombres me miraran con recelo cuando entre en sus casas. Me empujarán a cometer algún crimen. A veces tengo miedo de que sea hereditario. ¡Oh, Margaret! ¿Qué voy a hacer?

-¿Qué puedes hacer? -preguntó ella.
-Puedo negarme a denunciarle.
-¿Dejar que Crawford quede en libertad sabiendo que es culpable?
-Sé que es culpable.
-Entonces, sencillamente, es algo que no puedes hacer. Dejar que un criminal salga a la calle.
-Pero si no lo hago, la vergüenza y la pobreza se abatirán sobre nosotros. Me preocupa por ti, no por mí. Nunca debería haberme casado.
-Escúchame. No me importa la pobreza; en cuanto a la vergüenza, me dolería veinte veces más si tú y yo, por temor o por cualquier motivo egoísta, consintiéramos en proteger al culpable. No pretendo decir que no lo sentiré cuando la verdad salga a la luz. Pero mi vergüenza se convertirá en orgullo cuando vea que lo olvidas. Hay algo malsano en ti, querido esposo, por haber tenido que ocultar algo toda la vida. Deja que el mundo conozca la verdad y diga las cosas más terribles. A partir de ese momento serás un hombre libre, honrado y respetable, capaz de trabajar sin miedo.
-Ese sinvergüenza de Crawford quiere recibir una respuesta a su insolente misiva -exclamó Christie, asomando la cabeza por la puerta.
-¡Un momento! ¿Puedo contestarle? -dijo Margaret.
Y escribió:

Haga lo que haga o diga lo que diga, sólo tenemos una opción. Ninguna amenaza disuadirá al doctor Brown de cumplir con su deber.
Margaret Brown.

-¡Ya está! -exclamó, pasándole la nota a su marido-. Así verá que estoy al corriente de todo; y sospecho que sabe algo de tu cariño por mí.

La respuesta de Margaret enfureció a Crawford, pero no lo acobardó. Antes de que transcurriera una semana, todo el mundo sabía que el doctor Brown era hijo del famoso Brown, el falsificador. Todo ocurrió tal como él había anticipado: a Crawford le impusieron una dura condena; y el doctor Brown y su mujer se vieron obligados a abandonar su casa y trasladarse a otra más pequeña, donde tuvieron que apretarse el cinturón ayudados por la fiel Christie. Pero el doctor Brown jamás se había sentido tan alegre desde que tenía uso de razón. Ahora sus pies estaban firmemente plantados en el suelo, y cada paso que daba tenía asegurado el éxito. La gente afirmaba haber visto a Margaret, en los peores tiempos, fregando de rodillas la puerta de su casa. Pero yo no lo creo, pues Christie jamás lo hubiera permitido. Y lo único que puedo decir es que, la última vez que visité Londres, vi una placa de cobre con la inscripción Doctor James Brown en la entrada de una hermosa casa.

Y mientras la miraba, un carruaje se detuvo en la puerta y una dama salió de él y entró en la casa; no hay duda de que era la Margaret Frazer de antaño, con un aire más severo y algo más corpulenta, he estado a punto de decir. Mientras contemplaba la casa y recordaba su historia, la vi acercarse al ventanal con un bebé en brazos y todo su rostro se transformó en una sonrisa de infinita dulzura".
 

Elizabeth Gaskell