El Recolector de Historias

El Recolector de Historias

viernes, 19 de junio de 2015

"El Reloj que Marchaba Hacia Atrás"

"Una fila de álamos de Lombardía se erguía frente a la mansión de mi tía abuela Gertrudis, a la orilla del río Sheepscot. En su aspecto personal, mi tía abuela se parecía mucho a aquellos árboles. Poseía ese aire de anemia sin esperanza que los distingue de los de una especie más elegante. Era alta, de severo perfil y sumamente flaca. La ropa se pegaba a su cuerpo. Estoy seguro de que si los dioses hubieran tenido oportunidad de imponerle el destino de Dafne, ella hubiese ocupado su puesto en la sombría fila, sencilla y naturalmente, un álamo tan melancólico como cualquiera de los demás. La imagen de esta venerable pariente es una de las más antiguas que conservo. Tanto viva como muerta, su participación en los acontecimientos que estoy a punto de narrar fue protagónica. Considero, por otra parte, que estos acontecimientos carecen de igual en toda la experiencia del género humano.

Durante nuestras obligadas visitas a la tía Gertrudis, en Maine, mi primo Harry y yo solíamos especular acerca de su edad. ¿Tenía sesenta años o doblaba esa edad? Nuestros datos no eran precisos y su edad podía ser tanto una como otra. Objetos anticuados rodeaban a la anciana dama, quien aparentemente vivía en el pasado. Durante sus breves momentos de comunicación después de la segunda taza de té, o en la plaza, donde los álamos proyectaban tenues sombras hacia el oriente, ella habituaba referirnos algo de sus supuestos antepasados. Digo supuestos, porque jamás creímos completamente que tales antepasados hubiesen existido. Una genealogía es algo tonto. La que sigue es la de tía Gertrudis, reducida a su mínima expresión:

Su tatarabuela (1599-1642) era una holandesa, desposada con un refugiado puritano, quien zarpó de Leyden hacia Plymouth en la nave "Ann" en el año del Señor de 1632. Esta madre fundadora tuvo una hija, la bisabuela de la Tía Gertrudis (1640-1718), quien llegó al Distrito Oriental de Massachussets a principios del siglo pasado y fue raptada por los indígenas en las guerras de Penobscot. Su hija (1680-1776) llegó a ver estas colonias libres e independientes y aportó a la población de la naciente república no menos de diecinueve valientes hijos y hermosas hijas. Una de éstas (1735-1802) contrajo matrimonio con un capitán de barco de Wiscasset, dedicado al comercio con las Indias Occidentales, con quien embarcó. Dicha mujer padeció dos naufragios, uno de ellos en lo que se conoce hoy como Seguin Island, y el otro en San Salvador, donde precisamente nació tía Gertrudis.

La narración de este relato familiar acabó por hartarnos y tal vez la repetición constante y la desconsiderada insistencia con que las mencionadas fechas fueron introducidas en nuestros jóvenes oídos haya sido lo que nos transformó en escépticos. Como ya he dicho, los antepasados de la tía Gertrudis nos merecían muy poca confianza, nos resultaban sumamente improbables. Y era nuestra impresión que las bisabuelas, abuelas, etc., etc., no eran sino mitos, mientras que la protagonista de todas las aventuras que se les atribuían no era otra que la misma tía Gertrudis, quien habría sobrevivido siglo tras siglo, en tanto que generaciones enteras de sus contemporáneos morían como todo el mundo.

En el primer descanso de la escalinata en cuadro de la mansión, se alzaba un alto reloj holandés. Su caja medía más de ocho pies, estaba construida de una oscura madera roja que no era caoba, y poseía curiosas incrustaciones de plata. No se trataba de un mueble común. Cien años atrás, había prosperado en la ciudad de Brunswick un relojero llamado Cary, artesano industrioso y cabal. Eran pocas las casas acomodadas de aquella parte de la costa que carecían de un reloj Cary. Pero el de la tía Gertrudis había marcado las horas y los minutos de dos siglos enteros antes de que el artífice de Brunswick viniera a este mundo. Ya funcionaba cuando Guillermo el Taciturno perforó los diques para socorrer a la asediada Leyden. El nombre del fabricante, Jan Lipperdam, y la fecha, 1572, eran todavía legibles en anchas letras y números negros que ocupaban casi todo el cuadrante. Las obras maestras de Cary eran plebeyas y recientes en comparación con este antiquísimo aristócrata. La alegre luna holandesa, hecha para mostrar sus fases sobre un paisaje de molinos de viento y polders estaba hábilmente pintada. Una mano experta había tallado el siniestro adorno que aparecía en la parte superior, una calavera atravesada por una espada de doble filo. A semejanza de todos los relojes del siglo dieciséis, éste no poseía péndulo. Un sencillo escape de Van Wyck controlaba el descenso de las pesas hasta el fondo de la elevada caja.

Pero estas pesas no se movían nunca. Años tras años, cuando Harry y yo retornábamos a Maine, encontrábamos las manecillas del viejo reloj señalando las tres y cuarto, la misma hora que señalaban la primera vez que las vimos. La obesa luna colgaba perpetuamente en el tercer cuarto, tan inmóvil como la calavera de arriba. Algún misterio rodeaba a aquel movimiento silenciado y a aquellas manecillas paralizadas. Tía Gertrudis nos contó que el mecanismo había dejado de funcionar desde el día en que un rayo atravesó el reloj y nos mostró un oscuro orificio en el costado de la caja, cerca de la parte superior, al que acompañaba una abismal hendedura que descendía unos cuantos pies. Esta explicación no llegó a conformarnos, pues no guardaba relación alguna con la violencia de su rechazo cuando le propusimos recurrir a los servicios de un relojero de la población, ni con la agitación desusada que exhibió en aquella ocasión en que sorprendió a Harry en una escalera de mano, con una llave prestada en la mano, a punto de poner a prueba por su cuenta la suspendida vitalidad del reloj.

Una noche de agosto, cuando ya habíamos dejado atrás nuestra niñez, fui despertado por un ruido que provenía de la sala. Sacudí a mi primo para despertarlo.

—Hay alguien en la casa —susurré.
Salimos sigilosamente de nuestra habitación y llegamos a las escaleras. Una luz mortecina llegaba desde abajo. Contuvimos la respiración y descendimos silenciosamente hasta el segundo descanso. Harry se aferró a mi brazo y señaló sobre el pasamanos, atrayéndome al mismo tiempo hacia las sombras. Vimos entonces algo extraño. Tía Gertrudis estaba de pie sobre una silla delante del viejo reloj, tan espectral con su blanco camisón y su blanca toca de noche, como uno de los álamos cubiertos de nieve. Entonces, el piso crujió ligeramente bajo nuestros pies. Ella se volvió con un movimiento repentino, escudriñando en la tinieblas y sosteniendo una vela en nuestra dirección, de modo que toda la luz bañaba su pálido rostro. Me pareció entonces mucho más vieja que cuando le había dado las buenas noches. Se quedó inmóvil durante unos minutos, de no ser por el brazo tembloroso que sostenía la vela. Después, evidentemente tranquilizada, colocó la luz en un anaquel y volvió a ocuparse del reloj.

Vimos entonces que la anciana dama extraía una llave de atrás de la esfera y procedía a dar cuerda a las pesas. Podíamos percibir su respiración breve y rápida. Sus manos se apoyaban a ambos lados de la caja y su cara se mantenía muy cerca del cuadrante, como si lo estuviera sometiendo a un ansioso escrutinio. Permaneció en esa posición largo tiempo. La oímos exhalar un suspiro de alivio y por un instante se volvió ligeramente hacia nosotros. Jamás olvidaré la expresión de salvaje alegría que transfiguró sus facciones en ese momento. Las agujas del reloj estaban moviéndose; y se movían hacia atrás. Tía Gertrudis rodeó el reloj con ambos brazos y apretó contra él su marchita mejilla. Lo besó varias veces. Lo acarició de cien maneras distintas como si hubiese sido algo viviente y amado. Lo mimaba y le hablaba con palabras que podíamos oír pero no entendíamos. Las manecillas continuaban moviéndose hacia atrás. Entonces, se echó hacia atrás con un grito repentino. El reloj se había detenido. Vimos que su alto cuerpo tambaleaba por un instante sobre la silla. Extendió los brazos con un gesto convulsivo de terror y desesperación, llevó violentamente el minutero a su habitual posición de las tres y cuarto, y se desplomó en el suelo.

II.
Tía Gertrudis me legaba en su testamento sus acciones bancadas y de la empresa de gas, sus valores inmobiliarios, títulos ferroviarios y otros bienes; y confería a Harry el reloj. Pensamos entonces que era aquella una división muy desigual y más sorprendente aún por el hecho de que mi primo parecía haber sido siempre su favorito. No muy seriamente, hicimos un minucioso examen del antiguo aparato, auscultando su caja de madera en busca de gavetas secretas, y tanteando incluso con una aguja de tejer el no muy complicado mecanismo, a fin de asegurarnos de que nuestra caprichosa pariente no hubiese ocultado allí algún codicilo u otro documento similar que cambiara las apariencias del asunto. No descubrimos nada. En el testamento se había establecido una provisión para nuestros estudios en la Universidad de Leyden. Abandonamos la academia militar en la cual habíamos aprendido un poco sobre las teorías de la guerra y mucho sobre el arte de quedarse parado con las narices perpendiculares a las puntas de los pies, y nos embarcamos sin demora alguna. Con nosotros vino el reloj, y a los pocos meses el aparato ya ocupaba un rincón en una habitación de la Breede Straat.

El producto del ingenio de Jan Lipperdam, repuesto así en su ambiente nativo, continuó dando las tres y cuarto con su antigua fidelidad. Hacía ya casi trescientos años que el creador del reloj yacía bajo la tierra. La habilidad de todos los herederos de su artesanía que residían en Leyden no logró hacerlo andar ni hacia adelante ni hacia atrás. Muy pronto aprendimos el holandés necesario para hacernos entender por la gente del pueblo, los profesores y muchos de los ochocientos y pico de estudiantes con los cuales nos relacionamos. Este idioma, que parece tan difícil al principio, es sólo una especie de inglés modificado. Déle usted unas cuantas vueltas y pronto le habrá entrado en la cabeza como uno de esos criptogramas que consisten en escribir de corrido todas las palabras de una frase, dividiéndola luego en los lugares que no corresponden. La adquisición del idioma y lo novedoso de lo que nos rodeaba se agotó al poco tiempo y nos dedicamos entonces a ocupaciones más o menos regulares. Harry se entregó con cierta asiduidad al estudio de la sociología, con énfasis especial en las amables doncellas de cara redonda de Leyden. Yo me interné en la metafísica superior.

Fuera de nuestros respectivos estudios, teníamos una base común de infatigable interés. Para nuestro asombro, descubrimos que ni uno de cada veinte miembros de la facultad o de los estudiantes sabía algo o daba un comino por la gloriosa historia de la ciudad, o al menos por las circunstancias en las cuales la universidad misma había sido fundada por el Príncipe de Orange. En marcado contraste con la indiferencia general estaba el entusiasmo del Profesor Van Stopp, el preceptor que yo había elegido para atravesar las nebulosas de la filosofía especulativa. Este eminente hegeliano era un viejecito consumido por el tabaco, con un casquete sobre unas facciones que me recordaban curiosamente las de tía Gertrudis. No hubiera sido mayor la semejanza facial si hubiese sido su hermano. Así se lo expresé en una ocasión en que nos hallábamos en la Stadthuis, contemplando el retrato del héroe del asedio, el burgomaestre Van del Werf. El profesor se rió y dijo: "Le mostraré lo que es una coincidencia aún más extraordinaria", y guiándome a través de! salón hasta el gran cuadro del sitio, pintado por Wanntrs, señaló la figura de un ciudadano que participaba en la defensa. Era verdad. Van Stopp podría haber sido perfectamente un hijo del ciudadano y el ciudadano podría haber sido el padre de tía Gertrudis.

El profesor parecía habernos tomado afecto. A menudo íbamos a visitarlo en sus habitaciones en un anticuo caserón de la Ripenburg Straat, una de las pocas casas que, construidas antes de 1574, se mantenían aún en pie. Él solía acompañarnos a pie a través de los hermosos suburbios de la ciudad, por rectos caminos bordeados de álamos que nos retrotraían mentalmente a la orilla del Sheepscot. Nos llevaba a la cima de la derruida torre romana en el centro de la población y desde las mismas murallas almenadas desde las cuales ojos ansiosos habían observado, trescientos años atrás, el lento avance de la flota del almirante Boisot sobre los polders sumergidos, nos indicó el gran dique del Larrelscheiding, excavado para que los océanos pudieran ayudar a los Zelandeses de Boisot a reunir a los aliados y alimentar a los hambrientos habitantes. Nos mostró el cuartel general del español Valdez en Leyderdorp y nos contó cómo un ciclón envió un violento viento del noroeste la noche del primero de octubre, acumulando el agua donde había sido de escasa profundidad y arrastrando a la flota entre Zoetrnvoude y Zweiten, hasta las murallas mismas de la fortaleza de Lammen, el último baluarte de los sitiadores y el último obstáculo en la ruta de socorro a los famélicos habitantes. Después, nos enseñó el lugar donde, la noche anterior a la retirada del ejército del asedio, una enorme brecha fue abierta por los valones procedentes de Lammen en la muralla de Leyden, cerca de Cow Gate.

—¡Caramba! —gritó Harry, contagiado por la elocuencia de la narración del profesor—, ese fue el momento decisivo del asedio.
El profesor no dijo nada. Permaneció con los brazos cruzados, mirando intensamente a los ojos de mi primo.
—Porque —continuó Harry—, si ese lugar no hubiese sido vigilado, o si la defensa hubiese fallado y hubiera tenido éxito la irrupción del asalto nocturno desde Lammen, la ciudad habría sido incendiada y el pueblo masacrado ante los ojos del almirante Boisot y la flota de socorro. ¿Quién defendió la brecha?
Van Stopp respondió con mucha lentitud, como si midiera cada palabra:
—La historia registra la explosión de la mina bajo la muralla de la ciudad la última noche del asedio; pero no relata lo que sucedió en la defensa ni menciona el nombre del defensor. Sin embargo, no hay hombre viviente que haya tenido sobre sus espaldas una responsabilidad tan grande como la que el destino confió a este héroe desconocido. ¿Fue el azar el que lo envió a enfrentar ese peligro inesperado? Consideren algunas de las consecuencias que hubiera acarreado su fracaso. La caída de Leyden habría aniquilado la última esperanza del Príncipe de Orange y de los estados libres. La tiranía de Felipe habría sido restablecida. El nacimiento de la libertad religiosa y del gobierno del pueblo habría sido postergado por quién sabe cuántos siglos. ¿Quién sabe si podría haber habido una república de los Estados Unidos de Norteamérica si no hubiera existido una Holanda Unida? Nuestra universidad, que ha dado al mundo a Grocio, Scaliger, Arminio y Descartes, fue fundada como consecuencia de la exitosa defensa de la brecha por este héroe. Es a él a quien debernos nuestra presencia hoy aquí. Más aún, le deben ustedes su propia existencia. Sus antepasados eran oriundos de Lévele, y él fue quien esa noche se interpuso entre sus vidas y los carniceros de fuera, de las murallas.

El pequeño profesor pareció agigantarse ante nosotros, un gigante de entusiasmo y patriotismo. Los ojos le brillaban y sus mejillas estaban enrojecidas.

—¡Vuelvan a su hogar, muchachos —dijo Van Stopp— y agradezcan a Dios la existencia de aquel par de ojos vigilantes y aquel intrépido corazón en las murallas de la ciudad, más allá de la Cow Gate, mientras los ciudadanos de Leyden se esforzaban por ver la flota en el Zoeterwonde!

III.
La lluvia salpicaba las ventanas una velada en el otoño de nuestro tercer año en Leyden, cuando el profesor Van Stopp nos honró con una visita en la Breede Straat. Jamás había visto al anciano caballero de tan buen humor. No cesaba de hablar. Los chismes de la ciudad, las noticias de Europa, las novedades de la ciencia, la poesía, la filosofía, eran mencionadas a su debido momento y tratadas con la misma alegría. Traté de hacerlo hablar de Hegel, con cuyo capítulo sobre la complejidad e interependencia de las cosas estaba lidiando a la sazón.

—¿No comprende usted el retorno del sí mismo al sí mismo a través de lo otro? —dijo sonriente—. Bien, ya lo comprenderá algún día.

Harry permanecía callado y preocupado. Su silencio poco a poco llegó a afectar incluso al profesor. La conversación declinó y continuamos allí sentados durante un buen rato sin decir palabra. De vez en cuando brillaba un relámpago seguido por un trueno lejano.

—Su reloj no funciona —notó súbitamente el profesor—. ¿Lo ha hecho alguna vez?
—Nunca, desde que tenemos memoria —respondí—. Es decir, una sola vez, y entonces anduvo hacia atrás. Fue cuando tía Gertrudis...
Advertí que Harry me dirigía una mirada de advertencia. Me reí y tartamudeé.
—El reloj es viejo e inútil. No se puede hacer que funcione bien.
—¿Sólo hacia atrás? —dijo el profesor, tranquilamente y como si no notase mi turbación—. Bueno, ¿y por que no podría un reloj retroceder? ¿Por qué no daría vuelta el tiempo mismo, su propio curso?
Parecía aguardar una respuesta. Yo no tenía ninguna para dar.
—Lo creía suficientemente hegeliano como para admitir —prosiguió— que toda condición incluye su propia contradicción. El Tiempo es una condición, no un elemento esencial. Visto desde el punto de vista de lo Absoluto, la secuencia por la cual el futuro sigue al presente y el presente sigue al pasado es puramente arbitraria. Ayer, hoy, mañana; no existe razón en la naturaleza de las cosas por la cual el orden no pudiera ser mañana, hoy, ayer.

Un trueno más nítido interrumpió las especulaciones del profesor.

—El día es producido por la rotación del planeta sobre su eje de oeste a este. Supongo que podrá usted concebir condiciones en las cuales pudiera girar de este a oeste, como si estuviera desenrollando las rotaciones de eras pretéritas. ¿Es tanto más difícil imaginar al Tiempo desenrollándose? ¿El reflujo de la marea del Tiempo, en vez del flujo de la misma; el pasado desplegándose, mientras el futuro se aleja; los siglos retrocediendo; el curso de los acontecimientos dirigiéndose al Comienzo y no, como ahora, hacia el fin?
—Pero —interpuse— sabemos sin embargo que, hasta donde nos concierne, el...
—¡Sabemos! —exclamó Van Stopp, con sorna creciente—. Su inteligencia no tiene vuelo. Siguen los pasos de Compte y su lodosa caterva de arrastrados y cobardes. Hablan con asombrosa seguridad de su posición en el universo. Parecen creer que su miserable y pequeña individualidad tiene un firme punto de apoyo en el Absoluto. No obstante esta noche se acostarán para soñar con la existencia de hombres, mujeres, niños y bestias del pasado o del futuro. ¿Cómo puede saber si en este momento usted, usted mismo, con toda la vanidad de sus pensamientos decimonónicos, no es más que la creación de un sueño del futuro, soñado, digamos, por algún filósofo del siglo dieciséis? ¿Cómo puede usted saber si es algo más que la creación de un sueño del pasado, soñado por algún hegeliano del siglo veintitrés? ¿Cómo puede usted saber, muchacho, que no ha de desvanecerse en el siglo XVI o el año 2060 en el instante en que el que está soñando, despierte?

No había réplica posible para esta metafísica pura. Harry bostezó. Me puse de pie y fui hasta la ventana. El profesor Van Stopp se acercó al reloj.

—Ah, hijos míos —dijo—, no existe un devenir señalado para el acontecer humano. Pasado, presente y futuro están urdidos juntos en una malla inextricable. ¿Quién puede decir que este reloj no está en lo justo al retroceder?

El estallido de un trueno sacudió la casa. La tormenta ya se hallaba sobre nosotros. No bien hubo desaparecido aquel brillo enceguecedor, el profesor Van Stopp ya se hallaba sobre una silla ante el elevado aparato. Su rostro se asemejaba más que nunca al de tía Gertrudis y su posición era la misma que ella había adoptado en aquel último cuarto de hora en que dio cuerda al reloj. El mismo pensamiento nos sacudió a Harry y a mí.

—¡Deténgase! —gritamos mientras él empezaba a dar cuerda al mecanismo—. Puede significar la muerte si...

Las demacradas facciones del profesor brillaban con el mismo extraño entusiasmo que había transformado las de tía Gertrudis.

—Es verdad —dijo—, puede ser la muerte para mí; pero también puede significar el despertar. El pasado, el presente y el futuro entrelazados unos con otros. La lanzadera va de aquí para allá, adelante y atrás...

Había dado cuerda al reloj. Las agujas empezaban a barrer vertiginosamente el cuadrante de derecha a izquierda con rapidez inconcebible, y parecía que en su movimiento nos arrastraba también a nosotros. Las eternidades parecían contraerse en minutos, en tanto, que las vidas humanas eran expulsadas a cada latido. Van Stopp, con los brazos extendidos, se tambaleaba en su silla como si estuviera borracho. La casa volvió a estremecerse por un tremendo estallido de la tormenta. En ese mismo instante una bola de fuego que dejó una estela de vapor de sulfuro y llenó la habitación con su luz deslumbrante pasó sobre nuestras cabezas y atropello el reloj. Van Stopp estaba postrado. Las manecillas dejaron de girar.

IV.
El estampido del trueno sonaba como un continuo cañoneo. El resplandor de los relámpagos semejaba la sostenida luz de una conflagración. Cubriéndonos los ojos con las manos, Harry y yo nos precipitamos hacia la noche. Bajo un cielo rojizo, la gente se encaminaba apresuradamente hacia la Stadthius. Llamas en la dirección de la torre romana nos indicaron que el corazón de la ciudad estaba ardiendo. Las caras de los que vimos eran macilentas y demacradas. De todos lados nos llegaban frases inconexas de queja y desesperación.

—La carne de caballo a diez chelines la libra —dijo alguien— y el pan a dieciséis chelines.
—¡Pan, realmente! —replicó una anciana—. Hace ocho semanas que no veo una migaja. Mi nietita, la renga, se murió anoche.
—¿Saben lo que hizo Gekke Betje, la lavandera? Estaba muerta de hambre. Se le murió el bebé y ella y su esposo...

Un cañonazo más fuerte interrumpió bruscamente esta revelación. Nos dirigimos hacia la ciudadela, cruzándonos aquí y allá algunos soldados y a muchos ciudadanos con rostros tristes bajo sus aludos sombreros de fieltro.

—Allá donde está la pólvora hay pan suficiente, y completo perdón, también. Valdez lanzó la proclama de otra amnistía por sobre las murallas esta mañana.
Una excitada multitud rodeó inmediatamente al orador gritando.
—Pero, ¿y la flota?
—La flota está encallada en el polder de Greemway. Boisot puede volver los ojos hacia el mar esperando un viento favorable, hasta que el hambre y la pestilencia se hayan llevado a todos los hijos de la ciudad y su arca no estará por eso ni siquiera un cabo más cerca. Muerte por la plaga, muerte por el hambre, muerte por el fuego y las descargas de la fusilería... eso es lo que el burgomaestre nos ofrece a cambio de la gloria para sí mismo y el reino para Orange.
—Él nos pide —dijo un fornido ciudadano— que resistamos solamente veinticuatro horas más y que mientras tanto imploremos un viento procedente del océano.
—Ah, sí —dijo el que había tronado antes—. Sigan rezando. Hay suficiente pan guardado bajo llave en la bodega de Pieter Adrianzoon Van der Werf. Yo les garantizo que eso es lo que le da tan maravilloso estómago para resistir al Muy Católico Rey.

Una muchacha con trenzas rubias se abrió paso a través del gentío y enfrentó al demonio.

—Buena gente —dijo la doncella—, no lo escuchéis. Es un traidor con corazón de español. Soy la hija de Pieter. No tenemos pan. Comimos tortas de malta y nabos silvestres, como el resto de ustedes, hasta que se nos terminó. Luego pelamos las hojas verdes de los tilos y los sauces de nuestro jardín y las comimos. Hemos comido hasta los cardos y las malezas que crecían entre las piedrecitas junto al canal. Ese cobarde miente.

Sin embargo, la insinuación había tenido su efecto. La muchedumbre, que se había convertido en una turba, ya marchaba, como una furiosa marea, en dirección a la casa del burgomaestre. Un rufián alzó la mano para golpear a la muchacha y apartarla del camino. En un instante el canalla se encontraba caído en el suelo bajo los pies de sus compañeros y Harry, jurando y lleno de furia, estaba al lado de la doncella, lanzando desafíos en buen inglés a espaldas de la multitud que se retiraba rápidamente. La muchacha rodeó espontáneamente su cuello y lo besó.

—Gracias, —dijo—. Eres un valiente muchacho. Mi nombre es Gertruyd van der Wert.

Harry buscaba torpemente las apropiadas frases en holandés pero ella no podía aguardar sus cumplidos.

—Le harán daño a mi padre —dijo—, y nos guió apresuradamente por estrechas callejuelas hacia la plaza del mercado, a la que dominaba la iglesia con sus dos agujas—. Allí está —exclamó—, en los escalones de San Pancracio.

En el mercado había un tumulto. La conflagración que rugía más allá de la iglesia y las voces de los cañones españoles y valones fuera de las murallas eran menos airadas que el bramido de esta multitud de hombres desesperados clamando por el pan que una sola palabra de los labios de su conductor les traería.

—Ríndete al Rey —gritaban—, o enviaremos tu cadáver a Lammen como prenda de sometimiento de parte de Leyden.

Un hombre alto, que llevaba una cabeza a cualquiera de los ciudadanos que lo enfrentaban y de tez tan oscura que nos preguntamos cómo podía ser el padre de Gertruyd, oyó la amenaza en silencio. Cuando el burgomaestre habló, la turba prestó atención a pesar de su furia.

—¿Qué solicitáis, amigos míos? ¿Qué quebremos nuestro voto y rindamos Leyden a los españoles? Eso significa someternos a un destino mucho más horrible que la muerte por falta de alimentos. ¡Debo cumplir el juramento! Matadme, si tenéis que hacerlo. Sólo puedo morir una vez ya sea por vuestras manos o por las del enemigo o por la mano de Dios. Muramos de hambre, si es nuestro destino, y demos a la muerte nuestra bienvenida si llega en lugar del deshonor. Vuestras amenazas no me afectan; mi vida está a vuestra disposición. Tomad, aquí está mi espada, hundidla en mi pecho, y dividios mi carne para aplacar vuestra hambre. Mientras viva, no esperéis rendición ninguna.

Se hizo un nuevo silencio mientras la turba vacilaba. Luego se oyeron algunos murmullos a nuestro alrededor y, dominándolos, resonó entonces la voz clara de la muchacha cuya mano Harry todavía aferraba... sin necesidad, o por lo menos así me parecía.

—¿No sentís el viento del mar? Por fin ha llegado. ¡A la torre! Y el primero que llegue allí verá las hinchadas velas blancas de las naves del príncipe a la luz de a luna.

Durante varias horas recorrí las calles de la ciudad buscando en vano a mi primo y a su compañera; el súbito desplazamiento de la multitud hacia la torre romana nos había separado. Por todos lados vi señales evidentes del severo castigo que había llevado a este valiente pueblo al borde de la desesperación. Un hombre de mirada hambrienta perseguía a una rata flaca por la orilla del canal. Una joven madre, con dos bebés muertos en los brazos, estaba sentada en una puerta a la cual llevaban los cadáveres de su esposo y su padre, recién muertos en las murallas. En medio de una calle desierta, pasé cerca de una pila de cadáveres insepultos que superaba mi altura. La pestilencia había actuado allí... más generosa que los españoles, porque no ofrecía ninguna promesa traicionera mientras daba sus golpes mortales. Hacia la mañana, el viento aumentó hasta convertirse en un huracán. Ya no se dormía en Leyden ni se hablaba más de rendición, ya no se pensaba en la defensa ni importaba. Estas palabras estaba en los labios de todos los que yo encontré:

—¡La luz del día traerá la flota!

¿Trajo a la flota la luz del día? La historia dice que sí, pero yo no fui testigo del hecho. Sólo sé que antes del amanecer el huracán culminó en una violenta tormenta de truenos, y que al mismo tiempo una explosión sorda, más violenta que la tormenta, sacudió a la ciudad. Yo estaba en la muchedumbre que observaba desde el Montículo Romano, esperando ver las primeras señales del socorro que se aproximaba. La sacudida alejó la esperanza de todos los rostros.

—¡Su mina ha alcanzado la muralla!

Pero, ¿dónde? Me abrí paso hasta que hallé al burgomaestre entre el resto de la gente.

—Pronto —murmuré—. Es pasando la Cow Gate y de este lado de la Torre de Borgoña.

Me lanzó una mirada y luego se alejó dando grandes zancadas, sin hacer intento alguno de tranquilizar el pánico general. Lo seguí de cerca. Fue una dura carrera de casi media milla hasta el baluarte en cuestión. Cuando llegamos a la Cow Gate, lo que vimos fue una gran brecha, donde había estado la muralla, abierta hacia los pantanosos campos; en el foso, afuera y abajo, una confusión de rostros mirando hacia arriba, rostros de hombres que bregaban como demonios para llenar la abertura y que ora ganaban unos pocos metros y ora eran empujados hacia atrás; sobre el destrozado baluarte, un puñado de soldados y gente del pueblo formaban una verdadera muralla viviente donde faltaban los materiales; un puñado de mujeres y muchachas pasaba piedras a los defensores, baldes de agua hirviente, brea, aceite y cal viva, y algunas de ellas arrojaban aros de alquitrán ardiente sobre cabezas de los españoles del foso; mi primo Harry dirigía a los hombres mientras Gertruyd... la hija del burgomaestre, animaba a las mujeres.

Pero lo que más atrajo mi atención fue la frenética actividad de una diminuta figura de negro que, con un enorme cucharón, derramaba plomo fundido sobre las cabezas de los asaltantes. Cuando se volvió hacia la fogata y la caldera que le proveía la munición, sus rasgos se exhibieron a la luz. Di un grito de sorpresa; el que lanzaba el plomo fundido era el profesor Van Stopp. El burgomaestre Van der Werf se volvió al oír mi repentina exclamación y entonces le dije:

—¿Quién es ese? ¿El hombre que está en la caldera?
—Ese —replicó Van der Werf— es el hermano de mi esposa, el relojero Jan Lipperdam.

El problema de la brecha terminó antes de que tuviéramos tiempo de entender la situación. Los españoles que habían derribado la pared de ladrillos y piedras descubrieron que la muralla humana era inexpugnable. Ni siquiera pudieron mantener sus posiciones en el foso; fueron empujados hacia las tinieblas. En ese momento, sentí un agudo dolor en el brazo izquierdo. Algún proyectil perdido debe haberme golpeado mientras contemplaba la lucha.

—¿Quién ha hecho esto? —demandó el burgomaestre— ¿Quién se ha mantenido alerta vigilando hoy, mientras el resto de nosotros nos esforzábamos como tontos por ver lo que pasaría mañana?
Gertruyd van de Werf se adelantó orgullosamente, guiando a mi primo.
—Padre mío, —dijo—, él me ha salvado la vida.
—Eso es mucho para mí —dijo el burgomaestre—, pero no es todo. Él ha salvado a Leyden y, por lo tanto, a toda Holanda.

Yo empezaba a sentir los efectos del mareo. Las caras a mi alrededor parecían irreales. ¿Por qué estábamos aquí con esta gente? ¿Por qué seguían los truenos y los relámpagos? ¿Por qué el relojero Jan Lipperdam se volvía hacia mí con el rostro del profesor Van Stopp?

—¡Harry! —dije— volvamos a nuestras habitaciones.

Pero, si bien tomó fuerte y afectuosamente mi mano, su otra mano todavía asía la de la muchacha, y no se movió. Luego, una especie de náusea se apoderó de mi, y mi cabeza empezó a dar vueltas y la brecha y sus defensores desaparecieron de mi vista.

V.
Tres días más tarde me hallaba sentado con un brazo vendado en mí acostumbrado asiento en el salón de conferencias de Van Stopp. El lugar a mi lado estaba vacante.

—Oímos hablar mucho —dijo el profesor hegeliano, leyendo de una libreta de notas con su seco y apresurado tono usual— de la influencia del siglo dieciséis sobre el diecinueve. Ningún filósofo, por lo que yo sé, ha estudiado la influencia del siglo diecinueve sobre el dieciséis. Si la causa produce el efecto, ¿el efecto nunca induce la causa? La ley de la herencia, a diferencia de todas las otras leyes de este universo de mente y materia, ¿opera sólo en una dirección? ¿Le debe el descendiente todo al antepasado, y el antepasado nada al descendiente? El destino, que puede apoderarse de nuestra existencia y por sus propias razones llevarnos hacia el lejano futuro, ¿nunca nos lleva al pasado?

Regresé a mis habitaciones en la Breede Straat, donde mi único compañero era el silencioso reloj".

Edward Page Mitchell

jueves, 18 de junio de 2015

"Tierra Extraña"

"El muerto estaba de pie en un pequeño claro iluminado por la Luna en mitad de la jungla, donde Farris le había encontrado. Era un hombrecillo aceitunado vestido con una tela de algodón blanca. Un miembro típico de las tribus laosianas de aquella tierra de nadie, en plena Indochina. Estaba de pie sin sostenerse en sitio alguno, con los ojos abiertos, la mirada fija al frente sin parpadear y un pie ligeramente levantado del suelo. y no respiraba.

-¡Pero no puede estar muerto! -exclamó Farris-. Los muertos no aparecen de pie en plena selva.
Piang, el guía, le interrumpió. Aquel engreído nativo de Annam había perdido toda su autosuficiencia desde el mismo instante en que se apartaron del sendero. y aquel muerto inmóvil y en pie había completado su desmoralización.

Desde que los dos hombres habían penetrado dando traspiés en aquel bosquecillo de árboles de algodón y casi habían tropezado con el muerto, Piang no había dejado de barbotear palabras inconexas con aire asustado, sin dejar de señalar la figura, absolutamente inmóvil. Ahora, por fin, Farris le oyó decir con claridad:

-¡Ese hombre está hunati! ¡No le toque! ¡Tenemos que irnos de aquí, hemos penetrado en un rincón malo de la selva!

Farris no se movió. Llevaba demasiados años como buscador de árboles de teca para ser del todo escéptico a las supersticiones del sudeste asiático pero, por otra parte, sentía cierta responsabilidad para con el hombre.

-Si no está muerto, como dices, seguro que le sucede algo y necesita ayuda -sentenció.
-¡No, no! -insistió Piang-. ¡Está hunati! ¡Vámonos de aquí en seguida!

Pálido de terror, el guía echó un vistazo a la arboleda iluminada por la Luna. Se encontraban en una meseta baja donde la jungla era más monzónica que tropical. Los grandes árboles de algodón y los ficus estaban menos ahogados aquí por los matorrales y los zarcillos, y a través de mortecinos pasillos que se abrían entre las plantas podía divisarse, al fondo, unos gigantescos banianos que se alzaban como señores obscuros de aquel silencio plateado. El silencio. El silencio era demasiado total para ser del todo normal. Hasta ellos llegaba el débil jolgorio de los pájaros y los monos procedente de la espesura, más allá de la arboleda y, por un instante, escucharon el rugido de un tigre traído por el eco desde las colinas laosianas. Sin embargo, la meseta en que se encontraban y la espesura que la circundaba permanecían en total silencio. Farris se acercó al nativo, inmóvil y con la mirada fija, y le tocó suavemente la muñeca, delgada y de piel obscura. Durante unos instantes, le fue imposible localizarle el pulso. Por fin, notó un latido, una pulsación increíblemente lenta.

-Un latido cada dos minutos -murmuró Farris-. ¿Cómo diablos puede mantenerse con vida?

Observó con atención el pecho desnudo del hombre. Vio que se alzaba, pero con tal lentitud que el ojo apenas podía captar el movimiento. Permaneció expandido dos minutos y luego, con igual lentitud, empezó a bajar otra vez. Farris se sacó del bolsillo una linterna e iluminó los ojos del individuo. Éste no reaccionó al estímulo, al menos al principio. Después, lentamente, sus párpados se contrajeron hasta cerrarse y, tras permanecer cerrados unos instantes, volvieron a abrirse a la misma velocidad casi inapreciable.

-Ha parpadeado... ¡pero con una lentitud cien veces mayor de lo normal!.-exclamó-. El pulso, la respiración, los reflejos... todos le funcionan cien veces más lentamente de lo normal. Ese hombre ha sufrido una conmoción o bien está drogado.

Entonces advirtió algo que le produjo un ligero escalofrío. El ojo del individuo parecía estar volviéndose hacia él con infinita lentitud. y su pie levantado se había alzado un poco más. Como si estuviera caminando, pero aun ritmo cien veces más lento de lo normal. Aquello era espantoso. Pero a continuación llegó hasta Farris algo todavía más espeluznante. Un ruido... el sonido de una ramita al quebrarse. Piang exhaló el aire en un silbido de puro miedo y señaló hacia la arboleda. Farris miró hacia allí bajo la luz de la luna. A unos cien metros había otro nativo. También permanecía inmóvil, pero tenía el cuerpo inclinado hacia delante con el ademán de un corredor repentinamente congelado. Y bajo sus pies, había crujido la ramita que habíamos oído.

-Adoran a los grandes, ¡por el Cambio! -dijo mi guía annamés con un ronco tono de pavor en la voz-. ¡No debemos entremeternos!

Lo mismo decidió Farris. Aparentemente, se había metido en algún extraño rito mágico de la jungla, y ya había tenido suficientes experiencias con los nativos asiáticos como para no desear intervenir en sus misteriosas religiones propias. El estaba en aquel rincón perdido, en la parte más oriental de Indochina, para dedicarse al comercio de madera de teca. Y ya tendría suficientes dificultades en aquella inexplorada tierra de nadie para, además, buscarse problemas con las tribus. Aquellos extraños hombres entre vivos y muertos, víctimas de una droga o de una enfermedad, no debían correr peligro si otros hombres de su tribu estaban cerca para vigilarles.

-Sigamos -asintió Farris lacónicamente.

Piang encabezó la marcha en el descenso desde la meseta cubierta por la selva. El guía cruzó la espesura como un ciervo asustado hasta que fueron a dar de nuevo al camino.

-Éste es... el camino al puesto avanzado del Gobierno -dijo, con gran alivio--. Debimos de perdemos en la hondonada de ahí atrás. No me había adentrado tanto en Laos más que un par de veces.
-Piang, ¿qué es hunati? ¿ y ese Cambio que has mencionado?
El guía se puso inmediatamente mucho más serio.
-Es un ritual de adoración. -Después, recuperando en parte su habitual charlatanería, añadió--: Esos hombres de las tribus son muy ignorantes. No han estado en la escuela de la misión, como yo.
-¿Adoración a qué? Los grandes, has dicho antes. ¿Quiénes son?
Piang se encogió de hombros e improvisó una mentira.
-No lo sé. En toda la gran selva, hay hombres que se pueden volver hunati, se dice. Yo no sé cómo.

Mientras avanzaba, Farris se puso a pensar. Había notado algo misterioso en aquellos hombres. Una especie de suspensión animada, pero no del todo. Más bien una increíble ralentización de la actividad. ¿Qué debía haberla causado? ¿Y cuál podía ser su propósito?

-Supongo que cualquier tigre o serpiente dará buena cuenta de un hombre en ese estado.
Piang hizo un enérgico gesto de negativa con la cabeza.
-No. El hombre que está hunati está a salvo... Al menos, de los animales. Ningún animal le tocará.

Farris quedó asombrado. ¿Se debería quizás a que su extrema inmovilidad hacía que los animales no se fijaran en él? Finalmente, supuso que era parte de las creencias de aquel culto a la naturaleza regido por el miedo. Aquel tipo de animismo era frecuente en esta parte del mundo. y no era difícil comprender la razón, se dijo Farris con cierta aprensión. Aquí, en la selva tropical, la naturaleza no era la diosa sonriente de las tierras templadas. Era algo que no se amaba, sino que se temía. ¡Y bien que lo sabía! Había estado dos días en la jungla laosiana desde que dejara el curso del alto Mekong, cuando había calculado que en un día alcanzaría su objetivo: el puesto de investigación botánica del Gobierno francés. Se quitó de encima unas hormigas aladas que intentaban picarle en su nuca bañada en sudor y lamentó no haberse detenido al caer el sol. Sin embargo, el mapa mostraba que estaban a pocos kilómetros del puesto y habían seguido, sin calcular que Piang perdería el camino. y casi debería haber contado con ello, se dijo Farris, pues éste no era sino un sinuoso sendero que daba vueltas y revueltas en la pendiente de la meseta, cubierta de densa maleza. Los ficus de treinta metros, los palos de Campeche para tintes y los árboles de algodón tamizaban la luz de la luna. El sendero se retorcía constantemente para evitar los impenetrables infiernos de bambú o para vadear pequeños arroyos, y la espesura de los zarcillos y lianas tenían una diabólica habilidad para engancharle a uno en la obscuridad. Farris se preguntó si no habrían perdido el camino otra vez. y se preguntó también, no por primera vez, por qué habría dejado Norteamérica para meterse en el asunto de la teca.

-Ahí está el puesto -dijo de repente Piang, con manifiesto alivio.

Frente a ellos, en la ladera cubierta por la jungla, había un saliente plano. Allí brillaba una luz, procedente de las ventanas de un bungalow de bambú irregularmente construido. Farris se dio plena cuenta del cansancio que había acumulado cuando cubrió los últimos metros del camino. Se preguntó si encontraría allí una cama decente y qué tipo de persona sería el tal Berreau para haber escogido enterrarse en aquel puesto de investigación botánica perdido de la mano de Dios. La casa de bambú estaba rodeada de gráciles palos de Campeche de gran talla, pero la luz de la luna ponía a la vista un jardín alrededor del edificio, circundado por un seto bajo de sapán. De la galería a obscuras surgió una voz que sorprendió a Farris. Era una voz de muchacha que hablaba en francés.

-¡Por favor, André! ¡No vuelvas con eso! ¡Es una locura!
Una voz de hombre respondió con aspereza:
-Lys, tais-toi! Je reviendrai...
Farris carraspeó diplomáticamente y luego dijo, en dirección a la obscura galería:
-¿Monsieur Berreau?

Se hizo un silencio total. Después, la puerta de la casa se abrió y la luz procedente del interior bañó a Farris y al guía. En el umbral, Farris vio a un hombre de unos treinta años, en ropa interior y con la cabeza descubierta, de enjuta y rígida figura. La muchacha no era más que algo borroso bajo el súbito resplandor. Farris subió los escalones.

-Supongo que no tienen muchos visitantes. Me llamo Hugh Farris. Tengo una carta para usted del Bureau de Saigón.
Hubo una pausa. Después, el hombre dijo:
-Si quiere pasar, M'sieur Farris...

En la salita iluminada por la luz, de paredes de bambú, Farris dirigió una rápida mirada a la pareja. A sus expertos ojos, Berreau parecía un hombre que hubiera permanecido demasiado tiempo en los trópicos: sus rasgos finos y rubios estaban deslucidos por el clima corrosivo y sus ojos tenían un aire inquieto y febril.

-Lys, mi hermana -dijo, al tiempo que asía la carta de manos de Farris.

La sorpresa de éste aumentó. Hasta aquel momento, había supuesto que la muchacha era su esposa. ¿Por qué querría una muchacha tan joven enterrarse en aquella espesura? No le sorprendió, en cambio, que ésta tuviera un aire desgraciado. Debía ser bastante bonita, pensó, de no ser por aquella mirada de nervioso desconsuelo.

-¿Quiere beber algo? -preguntó ella. Después, dirigiendo una mirada breve y nerviosa a su hermano, le dijo a éste-: Así, ¿ya no te irás, André?

Berreau volvió el rostro hacia el bosque iluminado por la luna, y una tensión ansiosa, de codicia, se formó en sus mejillas. A Farris le causó sobresalto, pero el francés se volvió rápidamente.

-No, Lys. Sírvenos algo, por favor. y dile a Ahra que se cuide del guía.

Leyó la carta con rapidez mientras Farris se hundía con un suspiro en una silla de mimbre. Desde ella, alzó la mirada con ojos cansados.

-Así que viene a por teca, ¿no?
Farris asintió.
-Sólo para encontrar los árboles y sacarles unas tiras de corteza. Después tienen que pasar unos años antes de talarlos, ¿sabe?
-El Comisario dice que debo prestarle toda mi colaboración. Explica la necesidad de abrir nuevas zonas de explotación de madera de teca.

Dobló lentamente la carta. Farris comprendió que, evidentemente, aquello no le gustaba al hombre, pero obedecería las órdenes.

-Haré cuanto pueda por ayudarle -prometió Berreau-. Supongo que querrá contratar a algunos nativos. Yo los conseguiré.
-Un extraño velo pareció nublarle los ojos al añadir-: Pero por aquí hay algunos bosques que no sirven para la explotación forestal. Ya hablaremos de esto más adelante.

Farris, sintiéndose más exhausto por momentos tras la larga travesía, agradeció el vaso de ron con soda que Lys le tendía.

-Tenemos una pequeña habitación libre. Creo que estará cómodo allí -murmuró.
Farris le dio las gracias.
-Estoy tan cansado que podría dormir sobre un tronco. Tengo los músculos tan rígidos que yo mismo parezco un hunati.

El vaso de Berreau cayó al suelo con un súbito estrépito. El joven francés hizo caso omiso de los fragmentos de cristal y avanzó rápidamente hacia Farris.

-¿Qué sabe usted de los hunati? -preguntó en tono áspero.
Asombrado, Farris advirtió que las manos del hombre temblaban.
-No sé nada, salvo lo que vi en la jungla. Topamos con un hombre inmóvil bajo la luz de la luna que parecía muerto, pero no lo estaba. Simplemente, parecía increíblemente ralentizado. Piang me dijo que estaba hunati.

Un destello cruzó la mirada de Berreau.

-¡Sabía que se iba a convocar el Rito! -exclamó-. Y los otros han llegado...
Se palpó. Era como si la falta de costumbre de tener extraños cerca le hubiera hecho olvidar por un instante la presencia de Farris.
Lys bajó su rubia cabeza y apartó la mirada de Farris.
-¿Qué decía usted? -preguntó el norteamericano.
Sin embargo, Berreau se había puesto en tensión y volvía a escoger sus palabras.
-Las tribus laosianas tienen unas creencias muy extrañas, M'sieur Farris. Un poco difíciles de comprender. He tenido ocasión de ver algunas brujerías muy raras en mis viajes por Asia, pero eso es increíble.
-Es ciencia, no brujería -corrigió Berreau--. Ciencia primitiva, nacida hace mucho tiempo y transmitida por tradición oral. El hombre que vio en la jungla estaba bajo la influencia de un producto químico que no se encuentra en nuestra farmacopea, pero que no es menos potente.
-¿Quiere usted decir que esas tribus tienen un fármaco que ralentiza los procesos vitales hasta reducirlos a esa increíble lentitud? -preguntó Farris con aire escéptico-. ¿Algo que nuestra ciencia moderna desconoce?
-¿Tan extraño le parece? Recuerde, M'sieur Farris, que hace un siglo, una vieja campesina inglesa curaba las enfermedades cardíacas con una flor, el digital, hasta que un médico estudió su remedio y descubrió la digitalina.
-Pero, ¿por qué iba a querer vivir tan despacio incluso un laosiano de estas tribus? -inquirió Farris.
-Porque ellos creen que pueden comunicarse con algo mucho más grande que ellos mismos -respondió Berreau.
-M'sieur Farris -interrumpió Lys-, debe de estar muy cansado. La cama ya está preparada.

Farris vio el temor nervioso de su rostro y comprendió que la muchacha quería poner fin a la conversación. Antes de abandonarse al sueño estuvo pensando en Berreau. Había algo extraño en aquel tipo. Le había parecido demasiado entusiasmado con el asunto aquel de los hunati. Sin embargo, aquella increíble e inexplicable ralentización del ritmo vital del ser humano era lo bastante extraño para trastornar a cualquiera. ¿Qué dioses podían ser tan extraños que el hombre tuviera que vivir cien veces más lento de lo normal para comunicarse con ellos? A la mañana siguiente, desayunó con Lys en la amplia galería. La muchacha le dijo que su hermano ya había salido.

-Después le llevará al poblado del valle para buscar a sus trabajadores -le informó.

Farris advirtió en su rostro la leve sombra de la infelicidad. Lys miraba en silencio hacia el gran océano verde de la jungla que se extendía más allá de la meseta en cuya ladera se encontraban.

-¿No le gusta la selva? -preguntó Farris.
-La odio -dlijo ella-. Una se asfixia aquí.
Farris le preguntó por qué no se iba, y ella se encogió de hombros.
-Lo haré pronto. Es inútil quedarse. André no regresará conmigo. Ha estado aquí cinco años -continuó-, demasiado tiempo. Cuando vi que no regresaba a Francia, vine para llevármelo, pero no quiere irse. Ahora tiene vínculos aquí.

Volvió a quedar en silencio. Farris se abstuvo, discretamente, de preguntarle a qué vínculos se refería. Quizás hubiera alguna mujer annamesa detrás, aunque Berreau no parecía de aquel tipo de hombres. El día empezó su tarea de convertirse en pegajosamente tropical, y transcurrieron las horas cálidas y tranquilas de la mañana. Farris, tumbado en una silla y descansando a gusto, aguardó a que volviera Berreau. Pero éste no regresó. y cuando la tarde empezó a difuminarse, Lys se puso más y más nerviosa. Una hora antes del atardecer, salió a la galería vestida con unos pantalones y chaqueta.

-Voy al poblado; volveré pronto -dijo a Farris.
La muchacha mentía muy mal. Farris se puso en pie.
-Vas a por tu hermano. ¿Dónde está?
En el rostro de Lys se reflejaron la inquietud y la duda. Finalmente, permaneció en silencio.
-Créeme, quiero ser un amigo -"


Edmond Hamilton

miércoles, 17 de junio de 2015

"La Campanilla de la Doncella"

"Era el otoño, después de haber pasado el tifus. Había estado en el hospital, y cuando salí tenía un aspecto tan endeble y vacilante que las dos o tres damas a las que pedí trabajo no me aceptaron, por temor. Se me había agotado casi todo el dinero, y después de vivir de la pensión durante dos meses, frecuentando agencias de colocaciones y escribiendo a todos los anuncios que me parecían respetables, casi perdí las esperanzas, porque el andar de un lado para otro no me había permitido recuperar peso; así que no veía cómo podía cambiar mi suerte. Pero cambió..., o así lo creí yo entonces. Un día me tropecé con una tal señora Railton, amiga de la señora que me había traído a Estados Unidos, y me paró para saludarme; era de esas personas que hablan siempre con mucha familiaridad. Me preguntó qué me pasaba que estaba tan pálida, y cuando se lo conté, dijo:

―Vaya, Hartley; creo que tengo precisamente el puesto que necesitas. Ven mañana a verme y hablaremos de esto.

Al día siguiente, cuando fui a visitarla, me contó que se había acordado de una sobrina suya, una dama joven, aunque algo delicada, que vivía todo el año en su finca de Hudson, ya que no soportaba el ajetreo de la vida ciudadana.

―Ahora escúchame, Hartley ―dijo la señora Railton con esa jovialidad que siempre me hacñia sentir que las cosas iban a mejorar―: no es alegre el lugar que te mando. La casa es grande y lúgubre; mi sobrina es una mujer nerviosa y melancólica; y su marido... bueno, generalmente está fuera; y dos hijos que tenían se les han muerto. Hace un año me lo habría pensado antes de encerrar en esa cripta a una muchacha activa y risueña como tú; pero ahora no te encuentras especialmente rozagante, ¿verdad?, y nada mejor para ti que un lugar tranquilo, con el aire del campo, buenos alimentos y la posibilidad de acostarte temprano. No me digas que me equivoco ―añadió, porque supongo que debí poner cara de decepción―; puede que lo encuentras deprimente, pero no te sentirás desamparada. Mi sobrina es un ángel. Su anterior doncella, que murió la primavera pasada, la sirvió veinte años, y besaba el suelo que ella pisaba. Es un ama bondadosa con todos; y donde la señora es bondadosa, como sabes, los criados son generalmente joviales; de manera que probablemente te llevarás muy bien con el resto de la servidumbre. Eres justamente la chica que necesito para mi sobrina: tranquila, de buenos modales y educada por encima de tu condición social. ¿Lees bien en voz alta? Eso está bien; a mi sobrina le gusta que le lean. Necesita una doncella que pueda ser un poco su compañera: la anterior lo era, y no te puedes hacer idea de cuánto la echa de menos. Lleva una vida solitaria... Bueno, ¿qué decides?
―Por supuesto, señora ―dije―, a mí no me da miedo la soledad.
―Bien, entonces ve; mi sobrina te aceptará con mi recomendación. Le telegrafiaré en seguida, y podrás coger el tren de esta tarde. No tiene a nadie que la atienda ahora y no quiero que pierdas tiempo.

Yo siempre estaba dispuesta a ponerme en marcha; sin embargo, había algo en mí que me retenía. Y para ganar tiempo pregunté:

―¿Y el señor, señora?
―Te repito que el señor casi siempre está fuera ―dijo la señora Railton rápidamente―. Y cuando está en casa ―exclamó de repente― no tienes más que evitar su presencia.

Cogí el tren de la tarde y llegué a la estación alrededor de las cuatro. Me esperaba un criado en una calesa; y partimos a buen paso. Era un oscuro día de octubre, con la lluvia suspendida a poca altura, y cuando ya nos adentrábamos en el bosque de Brympton Place, la luz casi se había ido. El camino cruzó serpenteante el bosque durante una milla o dos, y salió a un espacio de grava, cerrado por una espesura de arbustos altos y oscuros. No había luces en las ventanas, y la casa tenía efectivamente un aspecto algo lúgubre. No le hice preguntas al criado, ya que nunca he sido partidiaria de formarme una idea de mis señores a través de los compañeros: prefiero esperar, y ver por mí misma. Pero podía decir, por el aspecto de todo, que había entrado en una buena casa y que las cosas se hacían con gusto. Una cocinera de rostro afable me recibió en la puerta de atrás y llamó a la criada para que subiese a enseñarme mi habitación.

―Ya verás al ama más tarde ―dijo―: la señora Brympton tiene visita.

No había supuesto que la señora Brympton fuese dama que recibiera muchas visitas, y estas palabras me alegraron en cierto modo. Seguí a la criada escalera arriba y vi, a través de una puerta del descansillo, que la parte principal de la casa estaba bien amueblada, con las paredes revestidas de madera oscura y varios retratos antiguos. Era ahora casi de noche, y la criada se excusó por no haber traído una luz.

―Pero hay fósforos en tu habitación ―dijo―; y si caminas con precaución no tropezarás. Ten cuidado con el escalón del fondo. Tu cuarto está justo a continuación.

Miré en esa dirección mientras hablaba ella, y en mitad del pasillo vi a una mujer. Se retiró a una puerta al pasar nosotras, y la criada no pareció advertir su presencia. Era una mujer delgada, de cada pálida y con el vestido y el delantal oscuros. La tomé por el ama de llaves y me pareció raro que no dijese nada, aunque me miró largamaente al pasar junto a ella. Mi dormitorio daba a un vestíbulo que había al final del pasillo. Frente a mi puerta había otra que estaba abierta; la criada exclamó al verla así.

―¡Vaya; la señora Blinder se ha dejado esta puerta abierta otra vez! ―y la cerró.
―¿La señora Blinder es el ama de llaves?
―Aquí no hay ama de llaves; la señora Blinder es la cocinera.
―¿Es esa su habitación?
―¡No, por Dios! ―dijo la criada, vivamente―. Ésta no es de nadie. Está vacía, quiero decir; y no debería estar abierta. La señora Brympton quiere que esté siempre cerrada con llave.

Abrió mi puerta y me pasó a una habitación limpia, amueblada con gusto, y con un cuadro o dos en las paredes. Y tras encender una vela se despidió, diciéndome que el té en el salón de la servi era a las seis y que la señora Brympton me venía después. Encontré una agradable tertulia en el salón de los criados, y por lo que comentaban deduje que, como había dicho la señora Railton, la señora Brympton era la más bondadosa de las damas; pero no presté demasiada atención a lo que hablaban, ya que estaba atenta a ver si entraba la mujer pálida del vestido oscuro. No apareció, y me pregunté si comería aparte. Pero si no era el ama de llaves, ¿por qué había de hacerlo? De pronto se me ocurrió que podía ser una enfermera, en cuyo caso, naturalmente, se le serviría la comida en su habitación. Si la señora Brympton estaba inválida era lo más probable que tuviera una enfermera. La idea me contrarió, lo confieso, porque no siempre son personas con las que una se sienta a gusto; y de haberlo sabido, no habría aceptado el puesto. Pero ya estaba allí y de nada servía poner cara larga. Y dado que no tenía a quién hacerle preguntas, esperé a ver qué ocurría.

Terminado el té, la criada le dijo al lacayo:
―¿Se ha ido el señor Ranford?

Y al contestar éste que sí, me dijo que subiese con ella a ver a la señora Brympton. La señora Brympton se hallaba en cama; al lado había una lámpara con pantalla. Era una dama de aspecto delicado; pero cuando sonrió comprendí que no habría nada que no hiciera yo por ella. Con voz dulce, y baja, me preguntó el nombre y la edad y demás, y si tenía todo lo que necesitaba, y si no temía sentirme sola en el campo.

―No. Con usted no lo estaré, señora ―dije; y a mí misma me sorprendieron estas palabras, ya que no soy impuslsiva. Pero fue exactamente como si hubiese pensado en voz alta.

Ella pareció complacida, y dijo que esperaba que siguiese pensando lo mismo; luego me dio algunas instrucciones sobre su tocador, y dijo que Agners, la criada, me enseñaría dónde estaban las cosas.

―Esta noche estoy cansada y cenaré arriba ―dijo―. Agnes me traerá la bandeja, así que puedes disponer de tiempo para deshacer el equipaje y acomodarte; después puedes venir a desvertirme.
―Muy bien, señora ―dije―. ¿Tocará la campanilla, supongo?
Me miró con extrañeza.
―No. Te mandaré a Agnes ―dijo rápidamente y cogió su libro otra vez.

Bueno indudablemente, era de lo más raro: ¿cada vez que la señora necesitaba a su doncella, iba a llamarla la criada? Me pregunté si es que no había campanillas en la casa; pero al día siguiente comprobé que había en todas las habitaciones, y que había una especial que llamaba de la habitación de mi señora a la mía. Así que me pareció rarísimo que cada vez que la señora Brympton quisiera algo me mandase a Agnes, que tenía que recorrer todo el ala de los criados para venir a avisarme. Pero no era esto lo único extraño en la casa. Al día siguiente mismo descubrí que la señora Brympton no tenía enfermera; entonces le pregunté a Agnes quién era la mujer que había visto en el pasillo la tarde anterior. Agnes dijo que ella no había visto ninguna mujer, y me di cuenta de que pensaba que eran imaginaciones mías. Desde luego, estaba oscuro cuando recorrimos el pasillo, y se había disculpado por no traer una luz; pero yo había visto a la mujer con suficiente claridad para reconocerla si volvía a verla. Concluí que debía ser alguna amiga de la cocinera o de alguna criada; quizá había venido del pueblo de visita, por la noche, y querían que no se supiese. Algunas señoras son muy estrictas en cuanto a albergar a los amigos de los criados en la casa por la noche. Fuera lo que fuese, decidí no preguntar más.

Un día o dos después sucedió otra cosa extraña. Estaba hablando una tarde con la señora Blinder, que era una mujer servicial y llevaba en la casa más tiempo que el resto de la servidumbre, cuando me preguntó se me sentía a gusto y tenía cuanto me hacía falta. Le dije que ninguna falta encontraba en mi trabajo ni en mi señora, aunque me extrañaba que en una casa tan grande no hubiese una habitación de costura para la doncella de la señora.

―¡Cómo! ―dijo ella―. Hay una: la habitación donde tú duermes es la antigua habitación de costura.
―¡Ah! ―dije―, ¿y dónde dormía la anterior doncella de la señora?

Aquí se quedó confundida, y dijo apresuradamente que habían cambiado todas las habitaciones de los criados el año anterior y que no recordaba bien. Esto me sonó raro, pero proseguí como si no lo hubiera advertido:

―Bueno; hay una habitación vacía enfrente de la mía y pienso preguntarle a la señora Brympton si puedo utilizarla como cuarto de costura.

Ante mi asombro, la señora Blinder palideció y me dio una especie de apretón en la mano.

―No hagas eso, querida ―dijo, como temblando―. Para ser sincera, ésa era la habitación de Emma Saxon; y la señora la ha tenido cerrada desde su muerte.
―¿Y quién era Emma Saxon?
―La anterior doncella de la señora Brympton.
―¿Qué clase de mujer era?
―No había otra mejor en la faz de la tierra ―dijo la señora Blinder―. Mi señora la quería como a una hermana.
―Me refiero a cómo era físicamente.
La señora Blinder se levantó y me lanzó una mirada furiosa.
―No tengo muy buenas dotes para describir ―me dijo―, y creo que mis pastas están subiendo ―y se fue a la cocina y cerró la puerta tras de sí.

II.
Llevaba casi una semana en la casa de los Brympton, y aún no había visto al señor, cuando una tarde corrió la voz de que iba a llegar, y se operó un cambio en toda la servidumbre. Estaba claro que no era querido abajo. La señora Blinder puso un cuidado especial en la cena esa noche, pero regañó a la fregonera de manera totalmente inusual en ella; y el mayordomo, el señor Wace, hombre serio y de habla premiosa, atendió a sus obligaciones como si preparase un funeral. El señor Wace era un gran aficionado a la Biblia; y tenía un buen repertorio de citas a las que solía recurrir; pero ese día empleó un lenguaje espantoso; y ya iba yo a levantarme de la mesa, cuando me aseguró que era todo de Isaías. Más tarde observé que cada vez que venía el señor, el señor Wace recurría invariablemente a los profetas.

Alrededor de las siete, Agnes vino a decirme que fuese a la habitación de la señora; y allí encontré al señor Brympton. Estaba de pie junto a la chimenea. Era un hombre corpulento, de cuello grueso, cada colorada y unos azules furibundos: la clase de hombre que una pánfila podría haber considerado guapo, y después habría pagado caro haberlo juzgado así. Se dió la vuelta al entrar yo y me miró de arriba abajo en un segundo. Comprendí lo que significaba esa mirada por haberla experimentado una o dos veces en mis anteriores colocaciones. Luego me volvió la espalda y siguió hablando con su esposa; y comprendí lo que eso significaba también: no era el bocado que le apetecía. El tifus me había beneficiado bastanta en ese sentido: mantenía a distancia a esa clase de hombres.

―Ésta es Hartley, la nueva doncella ―dijo la señora Brympton con su voz dulce; él asintió con la cabeza y siguió con lo que estaba diciendo. Un minuto o dos después se marchó y dejó que mi señora se visitiese para la cena; y observé, mientras la ayudaba, que estaba pálida y fría al tacto.
El señor Brympton se fue a la mañana siguiente, y toda la casa exhaló un gran suspiro al verlo marchar. En cuanto a mi señora, se puso el sombrero y el abrigo de pieles (era una agradable mañana de invierno), salió a dar un paseo por el parque, y regresó completamente fresca y sonrosada; con lo que durante un minuto, antes de que se le apagasen los colores, pude darme cuenta de lo bonita que debía de haber sido; y no hacía mucho, por cierto.

Se había encontrado con el señor Ranford en el parque y regresaron los dos juntos, recuerdo, sonriendo y charlando mientras cruzaba la terraza por debajo de mi ventana. Ésa fue la primera vez que vi al señor Ranford, aunque había oído mencionar su nombre muchas veces en nuestro comedor. Era un vecino que vivía a una milla o dos de la propiedad de los Brympton, a la salida del pueblo; y como tenía costumbre de pasar los inviernos en el campo, era casi la única compañía que mi señora tenía en esa época del año. Era un caballero delgado, alto, de unos treinta años, y su aspecto me pareció algo melancólico; hasta que vi su sonrisa, en la que había una especie de sorpresa, como el primer día cálido de la primavera. Era muy aficionado a la lectura, oí decir, igual que mi señora, y los dos se estaban prestando libros continuamente; a veces (me contó el señor Wace) le leía a la señora Brympton en voz alta durante sus visitas, en la oscura y enorme biblioteca donde ella pasaba las tardes de invierno. Todos los criados le tenían simpatía, y quizá sea esto más que el simple cumplido que podrían suponer los amos. Siempre tenía una palabra amable para cada uno de nosotros, y a todos nos alegraba que la señora Brympton tuviera la compañía de un caballero tan simpático y sociable cuando el señor se ausentaba. El señor Ranford parecía estar en excelentes relaciones con el señor Brympton, también; aunque no me explicaba cómo dos caballeros tan distintos podían ser amigos. Pero luego supe que dos personas de verdadera distinción son capaces de guardar para sí sus sentimientos.

En cuanto al señor Brympton, venía y se iba sin quedarse más de un día o dos, y durante ese tiempo maldecía la monotonía y la soledad, gruñía por todo y (como no tardé en enterarme) bebía más de lo que le convenía. Después de abandonar la mesa la señora Brympton, él seguía hasta la medianoche, tomándose el madeira y el oporto del viejo Brympton; y una de las veces en que salía yo de la habitación de mi señora un poco más tarde de lo usual y me crucé con él, subía la escalera en un estado que me horrorizó al pensar en lo que algunas señoras tienen que soportar y mantener callado.

Los criados hablaban muy poco del señor, pero por las palabras que inadvertidamente se les escapa pude deducir que el matrimonio había sido desgraciado desde el principio. El señor Brympton era un hombre grosero, violento y amante de los placeres. Mi señora, apacible, modesta y quizá un poquito fría; no es que ella no le hablase siempre con afabilidad: a mí me parecía maravillosamente indulgente. Pero para un caballero licencioso como el señor Brympton, diría que resultaba un poco irritable. Bien, pues las cosas siguieron tranquilas durante varias semanas. Mi señora era amable, mis obligaciones, ligeras, y me llevaba bien con los demás criados. En resumen, no tenía queja; sin embargo, notaba constantemente un peso sobre mí. No sabía decir cuál era el motivo, pero estaba segura de que no era la soledad. Pronto me acostumbré a esa opresión: y dado que aún me notaba débil por el tifus, agradecía la tranquilidad y el aire del campo. Pese a todo, no acababa de sentirme completamente a gusto por dentro. Mi señora, sabedora de que había estado enferma, me instaba a que diese paseos regulares, y muchas veces se inventaba algún mandado para mí: unos metros de cinta que traer del pueblo, una carta que enviar o un libro que devolver al señor Ranford. Y tan pronto como salía de la casa, se me alegraba el ánimo, y acogía con satisfacción el paseo por el bosque pelado y perfumado de húme fragancia. Pero en cuanto veía la casa otra vez, el corazón se me caía como un piedra en un pozo. No era exactamente un edificio lúgubre; sin embargo, jamñas entraba en el sin que me invadiese una sensación de tristeza.

La señora Brympton salía raramente en invierno; sólo los días más agradables paseaba una hora, hacia mediodía, por la terraza sur. Aparte del señor Ranford, no teníamos más visitas que la del doctor, que venía del pueblo una vez a la semana. A mí me mandó llamar un par de veces para darme alguna pequeña instrucción sobre mi señora; y aunque no me dijo nunca qué enfermedad la aquejaba, me parecía, por el aspecto céreo que tenía algos días por la mañana, que padecía del corazón. La época era suave, aunque nociva para la salud, y en enero tuvimos una larga temporada de lluvia. Fue una penosa prueba para mí, lo confieso, ya que no podía salir; y sentada ante mi labor todo el día, oyendo el constante gotear de los aleros, me ponía tan nerviosa que el menor ruido me causaba un sobresalto. No sé por qué, me dio por pensar que aquella habitación cerrada del otro lado del pasillo comenzaba a pesar sobre mí. Una o dos veces, en las largas noches lluviosas, me pareció oír ruidos en ella; pero era una estupidez, por supuesto, y la luz del día disipaba semejantes figuraciones de mi cabeza. Pues bien, una mañana, la señora Brympton me dio lo que se dice una gratísima sorpresa al decirme que deseaba que fuese al pueblo de compras. Hasta entonces no me había dado cuenta de cuánto había decaído mi ánimo. Emprendí el camino contentísima, y mi primera visión de las calles transitadas y del alegre aspecto de las tiendas me embargó en parte. Por la tarde, sin embargo, el ruido y la confusión empezaron a cansarme, y me hicieron desear la tranquilidad de Brympton, y pensar cómo disfrutaría regresando a través del bosque sombrío. Entonces me tropecé con una antigua conocida, una doncella con la que había estado sirviendo una vez. No nos habíamos visto desde hacía años, y tuve que entretenerme con ella, contándole qué había sido de mí en todo ese tiempo. Cuando le dije dónde vivía ahora abrió los ojos y puso cara larga.

―¡Cómo! ¿Con la Brympton que vive todo el año en esa propiedad junto al Hudson? Querida, no durarás tres meses.
―¡Oh!, pero a mí no me desagrada el campo ―dije, un poco ofendida por su tono―. Desde que he tenido el tifus, prefiero la tranquilidad.
Mi amiga meneó la cabeza.
―No me refiero al campo. Yo lo único que sé es que ha tenido cuatro doncellas en los seis últimos meses; y la última, que era amiga mía, me dijo que nadie podía soportar la casa.
―¿Te dijo por qué? ―pregunté.
―No; no me dijo el motivo... Pero me dijo: «Ansey, si ves a alguna joven como tú que piense ir allí, dile que no se moleste en deshacer el equipaje».
―¿Es joven y bonita? ―pregunté, pensando en el serñor Brympton.
―¡Qué va! Es la clase de chica que las madres contratan cuando tienen alegres jovencitos en la universidad.

Bueno, aunque sabía que esta mujer era una charlatana, sus palabras me afectaron bastante, y el alma se me encogió más que nunca al llegar a Brympton, ya anocheciendo. Había algo en la casa; ahora estaba segura... Cuando entré a tomar el té, oí decir que el señor Brympton había llegado, y me bastó una mirada para darme cuenta de que había ocurrido algo. La mano de la señora Blonder temblaba de tal manera que apenas podía servir té, y el señor Wace citó lo más espantosos textos cargados de azufre. Nadie me dijo una palabra entonces, pero cuando subí a mi habitación, la señora Blinder me siguió.

―¡Ay, querida! ―dijo, cogiéndome la mano―. ¡Qué contenta y agradecida estoy de que hayas vuelto con nosotros!
Esto me extrañó, como es de suponer.
―¿Por qué? ―dije―. ¿Creíais que iba a marcharme para siempre?
―No, no; claro que no ―dijo un poco confundida―. Es que no soporto tener que dejar sola a la señora ni por un sol día ―me apretó fuertemente la mano y―: ¡Ay, Hartley! ―dijo―. Sé buena con la señora, como cristiana que eres ―y dicho esto salió precipitadamente, dejándome boquiabierta.

Un momento después, Agnes me avisó de que fuese a ver a la señora Brympton. Al oír la voz de la señora Brympton en su habitación, di la vuelta por la trascoba, pensando que debía sacarle el vestido para la cena, antes de entrar. La trasalcoba es una amplia habitación de vestirse, con una ventana abierta sobre el pórtico que mira hacia el parque. Las habitaciones de la señora Brympton están al lado. Al entrar, la puerta que daba al dormitorio estaba entornada, y oí que el señor Brympton decía irritado:

―¿Debe suponerse que es la única persona apropiada para conversar contigo?
―No tengo muchas visitas en invierno ―contestó la señora Brympton serenamente.
―¡Me tienes a mí! ―le soltó él, con desprecio.
―Tú no estás aquí casi nunca ―dijo ella.
―Bueno, ¿de quién es la culpa? Tú animas la casa casi tanto como el panteón de la familia.

Entonces moví los objetos del tocador para advertir de mi presencia a mi señora, y ella se levantó y me dijo que pasara. Cenaron los dos solos, como de costumbre, y comprendí, por la actitud del señor Wace durante nuestra cena, que las cosas andaban mal. Citó algo terrible de los profetas, lo que afectó de tal modo a la fregona, que se marchó, pretextando que iba a guardar el fiambre en la nevera. Yo estaba nerviosa, y después de acostar a mi señora me sentí medio tentada de bajar a convencer a la señora Blinder de que se quedase un rato a jugar una partida de cartas. Pero la oí cerrar su puerta al retirarse, así que continué hacia mi habitación. La lluvia había empezado otra vez; y me parecía que el ploc, ploc, ploc del goteo me golpeaba el cerebro. Permanecí despierta, escuchándola, y dándole vueltas a lo que me había dicho mi amiga en el pueblo. Lo que me tenía perpleja era que fuesen siempre las doncellas las que se marchaban.

Un rato después me dormí; pero súbitamente me despertó un fuerte ruido: acababa de sonar mi campanilla. Me incorporé aterrada ante el inusitado tintineo, que parecía prolongar su estridencia en la oscuridad. Me temblaban las manos de tal manera que no conseguía encontrar los fósforos. Por último, encendí una luz y salté de la cama. Empezaba a pensar que debía de haberlo soñado, pero miré la campanilla adosada a la pared y allí estaba el pequeño macillo estremeciéndose aún. Había empezado a vestirme atropelladamente cuando oí otro ruido. Esta vez fue la puerta de la habitación cerrada de enfrente al abrirse y cerrarse quedamente. Oí el ruido con claridad, y me asusté tanto que me quedé paralizada. Luego oí unos pasos apresurados por el pasillo, en dirección al cuerpo principal de la casa. Dado que el piso estaba alfombrado, el ruido de los pasos era muy apagado; sin embargo, estaba segura de que eran pasos de mujer. Este pensamiento me heló, y durante un minuto no me atreví a moverme ni a respirar siquiera. Luego recobré los sentidos.

«Alice Hartley ―me dije a mí misma―, alguien acaba de salir de esa habitación ahora mismo y se aleja corriendo por el pasillo. La idea no es agradable, pero tienes que afrontarla: tu ama te ha llamado, y para responder a la campanilla tienes que recorrer el mismo trayecto que esa otra mujer».

Así que lo recorrí. Jamás he caminado más deprisa en mi vida, aunque pensé que nuna llegaría al otro extremo del pasillo y a la habitación de la señora Brympton. En el trayecto no oí nada ni vi nada: todo estaba oscuro y tranquilo como una tumba. Al llegar a la puerta de mi señora, el silencio era tan profundo que empecé a pensar que lo había soñado todo, y estaba medio decidida a regresar. Entonces el pánico se apoderó de mí, y llamé. No obtuve respuesta, y llamé otra vez, fuerte. Para mí asombro, abrió la puerta el señor Brympton. Al verme, dio un salto atrás; su rostro, a la luz de mi vela, parecía encendido, salvaje.

―¿Tú? ―dijo, con voz extraña―. Pero ¿cuántas sois, en nombre de Dios?

Al oírlo sentí que el suelo cedía abajo mis pies; pero me dije a mí misma que había estado bebiendo, y contesté lo más firmemente que pude:

―¿Puedo pasar, señor? La señora Brympton me ha llamado con la campanilla.
―Por mí podéis pasar todas ―dijo, y empuj{ndome a un lado, bajó al salón y se metió en su propio dormitorio. Lo vi alejarse y, para mi sorpresa, noté que caminaba tan derecho como un hombre sobrio.

Encontré a mi señora muy débil e inmóvil, pero forzó una sonrisa cuando me vio y me hizo seña de que le sirviese unas gotas. Después siguió echada, sin hablar. Su respiración se hizo más acelerada y cerró los ojos. De pronto, buscó a tientas con la mano.

―Emma ―dijo, desmayadamente.
―Soy Hartley, señora ―dije―. ¿Desea algo?
Abrió unos ojos dilatados y me miró con asombro.
―Estaba soñando ―dijo―. Ya puedes irte, Hartley; y gracias por tu amabilidad. Me siento completamente bien otra vez, como ves ―y se volvió hacia el otro lado.

III.
No volví a conciliar el sueño esa noche, y agradecí la llegada del día. Poco más tarde, Agnes me avisó de que fuese a ver a la señora Brympton. Temí que se hubiese vuelto a poner mala, ya que raramente me mandaba llamar antes de las nueve. Pero la encontré sentada en la cama, pálida y desencajada, aunque completamente dueña de sí.

―Hartley ―dijo con rapidez―, ¿quieres arreglarte y llegarte al pueblo por mí? Necesito que me preparen esta receta... ―vaciló un momento, y se ruborizó―; me gustaría que estuvieses de regreso antes de que se levantase el señor Brympton.
―Por supuesto, señora ―dije.
―Y... otra cosa ―me hizo volver, como si acabara de ocurrírsele una idea―; mientras esperas a que la preparen, te da tiempo a acercarte a casa del señor Ranford y entregarle esta nota.

El pueblo estaba a unas dos millas, y durante el trayecto tuve tiempo de darles vueltas a mis pensamientos. Me pareció extraño que mi señora quisiera esta medicina a espaldas del señor Brympton. Y al relacionar esto con la escena de la noche anterior y con muchas otras cosas que había notado y sospechado, empecé a preguntarme si la pobre no estaría cansada de la vida y habría llegado a la insensata decisión de ponerle fin. La idea se apoderó de mí de tal manera que llegué al pueblo a la carrera, y me dejé caer en una silla ante el mostrador de boticario. El buen hombre, que estaba abriendo los postigos, se quedó mirándome tan severamente que me hizo volver en mí.

―Señor Limmel ―dije, tratando de hablar con indiferencia―, ¿querría echar una mirada a esto y decirme si es completamente normal?
Se puso los lentos y examinó la receta.
―Vaya, es del doctor Walton ―dijo―. ¿Qué podría tener de anormal?
―Bueno... ¿es peligrosa de tomar?
Habría sacudido a este hombre por su estupidez.
―Quiero decir que... si una persona toma demasiada, por equivocación, naturalmente... ―dije, con el corazón en un puño.
―¡Dios bendito, no! Es sólo agua de cal. Podría administrarle un frasco entero a un niño de pecho.

Di un gran suspiro de alivio y corrí a casa del señor Ranford. Pero por el camino me vino otro pensamiento: si no había nada que ocultar sobre mi visita al boticario, ¡sería el otro recado lo que la señora Brympton quería mantener en secreto? De alguna manera, esta idea me asustó más que la otra. Sin embargo, los dos caballeros parecían ser grandes amigos, y habría sido capaz de apostar mi cabeza sobre la virtud de mi señora. Me avergoncçe de mis sospechas y concluí que aún estaba alterada por los extraños sucesos de la noche anterior. Dejé la nota en casa del señor Ranford, regresé apresuradamente a Brympton y entré por una puerta de servicio sin ser vista, según creía yo. Una hora más tarde, sin embargo, cuando llevaba el desayuno a mi señora, me detuvo el señor Brympton en el vestíbulo.

―¿Qué hacías fuera tan temprano? ―me preguntó, mir{ndome con severidad.
―¿Temprano... yo, señor? ―dije con un estremecimiento.
―Vamos, vamos ―dijo él, al tiempo que le surgía una mancha rojiza de ira en la frente―. ¿Acaso no te he visto volver corriendo por los arbustos hace una hora o más?

Soy sincera por naturaleza, pero en esta ocasión me salió una mentira sin pensar:

―No señor, eso no es verdad ―dije, y le devolví la mirada con firmeza.
Él se encogió de hombros y soltó una horrible risotada.
―Supongo que anoche pensastes que estaba borracho ―me preguntó de pronto.
―No señor, no lo pensé ―contesté, esta vez con sinceridad.
Se alejó con otro encogimiento de hombros:
―¡Bonita idea tienen de mí mis criados! ―le oí murmurar mientras se alejaba.

Hasta que no me senté ante mi labor, por la tarde, no me di cuenta de hasta qué punto me habían alterado los acontecimientos de la noche. No podía pasar por delante de aquella puerta cerrada sin un estremecimiento. Sabía que había oído a alguien salir de ella y avanzar por el corredor delante de mí. Pnesé hablar con la señora Blinder o con el señor Wace, los únicos de la casa que parecían tener alguna noción de lo que ocurría, pero me daba la impresión de que si les preguntaba lo negarían todo, y que averiguaría más si mantenía la boca cerrada y los ojos abiertos. La idea de pasar otra noche enfrente de aquella habitación cerrada me producía malestar, y una de las veces me dieron ganas de meter mis cosas en el baúl y coger el primer tren para la ciudad; pero no me sentía capaz de dejar plantada de ese modo a una señora tan amable, y traté de reanudar mi labor como si nada hubiese ocurrido. No llevaba ni diez minutos trabajando cuando se estropeó la máquina de coser. Era una que había encontrado en la casa; aunque algo averiada, funcionaba: la señora Blinder dijo que no se había usado desde la muerte de Emma Saxon. Me puse a ver qué le pasaba, y cuando la estaba manipulando se abrió un cajón que yo no había podido abrir nunca, y cayó de él una fotografía. La cogí y me quedé mirándola, perpleja. Era de una mujer; y me di cuenta de que había visto aquella cara en alguna parte: los ojos tenñian una mirada interrogante que yo había sentido antes sobre mí. Súbitamente, recordé a la pálida mujer del corredor.

Me levanté impresionada, y salí corriendo de la habitación. Me parecía como si el corazón me latiese en lo alto de la cabeza, y pensé que no iba a escapar nunca de la mirada de esos ojos. Fui directamente a ver a la señora Blinder. Se había echado un rato, y se incorporó vivamente al entrar yo.

―Señora Blinder ―dije―, ¿quién es ésta? ―le tendía la fotografía.
Se frotó los ojos y la miró.
―¡Vaya, es Emma Saxon! ―dijo―. ¿Dónde la has encontrado?
La miré seriamente un minuto.
―Señora Blinder ―dije―, yo he visto esa cara antes.
La señora Blinder se levantó y se dirigió al espejo:
―¡Válgame Dios! Me he quedado dormida ―dijo―. Tengo el postizo caído sobre una oreja. Y debo salir corriendo, Hartley, querida; he oído dar las cuatro y tengo que bajar ahora mismo a sacar el jamón de Virginia para la cena del señor Brympton.

IV.
A todos los efectos, las cosas siguieron de costumbre durante una semana o dos. La única diferencia estaba en que el señor Brympton se había quedado, en vez de marcharse como hacía habitualmente, y que el señor Ranford no se dejaba ver. Oí el comentario del señor Brympton a propósito de esto una tarde, sentado en la habitación de mi señora antes de la cena:

―¿Dónde está Ranford? ―dijo―. No se acerca a la casa desde hace una semana. ¿Se mantiene alejado porque estoy yo aquí?

La señora Brympton habló tan bajo que no conseguí entender lo que decía.

―Bien ―prosiguio él―. Dos es compañía y tres, engaño. Siento cruzarme en el camino de Ranford. Creo que marcharé otra vez, dentro de un día o dos, para darle una oportunidad ―y se rió de su propia gracia.

Al día siguiente, casualmente, vino a visitarlos. El lacayo contó que los tres estaban muy contentos tomando el té en la biblioteca, y el señor Brympton acompañó hasta la verja al señor Ranford cuando éste se marchó. He dicho que las cosas siguieron como de costumbre. Y así era en lo que se refiere al resto de la casa. En cuanto a mí, no había vuelto a ser la misma desde que había sonado la campanilla. Noche tras noche permanecía despierta, atenta a si volvía a sonar y a si se abría furtivamente la puerta de la habitación cerrada. Pero ni sonaba la campanilla, ni se oía ruido alguno en el corredor. Por último, el silencio empezó a hacérseme más espantoso que los más misteriosos ruidos. Sentía que había alguien agazapado, detrás de la puerta cerrada, vigilando y escuchando mientras yo vigilaba y escuchaba. Y casi me daban ganas de gritar: «¡Quienquiera que seas, dal y deja que te mire cara a cara, y no te escondas ahí a espiarme en la oscuridad!».

Puesto que me hallaba en ese estado, quizá les extrañe que no dijera a nadie lo que ocurría. Una vez estuve a punto de hacerlo; pero, en el último instante algo me contuvo. No sé si fue por compasión a mi señora, que cada vez confiaba más en mí, o por las pocas ganas que tenía de buscar otra colocación, el caso es que vivía como hechizada, aunque las noches me resultaban espantosas y los días muy poco mejores. En primer lugar, no me gustaba el espejo de la señora Brympton. Al igual que yo, no volvió a ser la misma desde esa noche. Pensé que reviviría cuando se fuese el señor Brympton; pero aunque parecía más tranquila, su ánimo no se restableció, ni sus fuerzas tampoco. Me había tomado afecto, y parecía gustarle tenerme cerca. Agnes me contó un día que desde la muerte de Emma Saxon, yo era la única doncella a la que la señora había cobrado cariño. Esto despertó en mí un cálido sentimiento hacia la pobre dama, aunque en realidad era poco lo que yo podía hacer para ayudarla.

Después de marcharse el señor Brympton, el señor Ranford comenzó a venir otra vez, aunque con menos frecuencia que antes. Lo encontré una vez o dos en el parque, o en el pueblo, y no pude por menos de pensar que había cambiado también. Pero lo atribuí a mi imaginación trastornada. Pasaron las semanas, y hacía un mes que el señor Brympton estaba ausente. Oímos decir que había emprendido un viaje a las Antillas con un amigo, y el señor Wace dijo que eso era muy lejos, pero que aunque tuviese alas de paloma y volase a la región remota del mundo, no podría huir del Todopoderoso. Agnes dijo que ya podía el Todopoderoso llamarlo y acogerlo en su seno, y así mantenerlo lejos de Brympton, comentario que nos hizo reír, aunque la señora Blinder trató de mostrarse enfadada y el señor Wade dijo que los osos nos iban a devorar.

Todos nos alegramos de saber que las Antillas era un lugar tan lejano; y recuerdo que, a pesar las miradas solmnes del señor Wade, tuvimos una cena muy distendida ese día en la casa.No sé si era que me sentía más animada, pero me daba la impresión de que la señora Brympton tenía mejor color, también, y parecía más alegre. Había salido a dar un paseo por la mañana y después de comer se retiró a su habitación, a echarse. Yo le leí en voz alta. Cuando me despidió, subí a mi cuarto totalmente conteta y feliz; y por primera vez desde hacía semanas pasé por delante de la puerta cerrada sin reparar en ella. Al sentarme en mi labor, miré hacia la ventana y vi que caían algunos copos de nieve. Esta visión era más agradable que la sempiterna lluvia, e imaginé lo precioso que estaría el parque desnudo con su manto blanco. Me parecía como si la nieve cubriese todas las tristezas, tanto las de fuera como las de dentro de casa. Apenas me cruzó esta idea por la cabeza, cuando oí pasos detrás de mí. Alcé los ojos, convencida de que era Agnes.

―Hola, Agnes... ―dije, y las palabras se me helaron en los labios; poruqe allí, en la puerta estaba Emma Saxon.

No sé cuanto rato hacía que estaba allí. Sólo sé que yo no podía moverme ni apartar los ojos de ella. A continuación me sentí terriblemente asustada; pero al mismo tiempo, no era miedo lo que sentía, sino algo más hondo y sosegado. Me miró larga, severamente; y su rostro era una muda súplica dirigida a mí. Pero ¿cómo podía ayudarla? De pronto dio media vuelta y la vi alejarse por el corredor. Esta vez no tuve miedo de seguirla... Comprendí que quería que supiese algo. Me levanté de un salto y salí deprisa. Estaba ya en el otro extremo del corredor y pensé que se dirigía a la habitación de mi señora. Pero en vez de eso, abrió la puerta que conducía a la escalera de atrás. Bajé tras ella y la seguí por el pasillo que conducía a la puerta trasera. La cocina y el comedor estaban desiertos a estas horas, ya que los criados habían salido de servicio, salvo el lacayo, que estaba en la despensa. Se detuvo en la puerta un instante y me dirigió una mirada; luego hizo girar el plomo, y salió. Vacilé un minuto. ¿Adónde me llevaba? La puerta se había cerrado suavemente; la abrí y me asomé, casi esperando que hubiera desaparecido. Pero la vi unos metros más allá, que cruzaba el patio rápidamente, y se alejaba por el sendero que se adentraba en el bosque. Su figura destacaba oscura y solitaria y pensé volver. Pero seguía tras ella. Cogí un viejo mantón de la señora Blinder y salí a toda prisa.

Emma Saxon estaba ahora en el sendero del bosque. Caminaba decidida. La seguí al mismo paso y cruzamos la verja y salimos al camino real. Entonces echó a andar a campo traviesa, hacia el pueblo. El suelo estaba blanco; y cuando subía por la ladera de una colina pelada que se alzaba delante de mí, observé que sus pies no dejaban huellas. Al darme cuenta de ese detalle, el corazón me dio un vuelco y me flojearon las rodillas. En cierto modo, era peor aquí que dentro de la casa: hacía que el campo entero pareciese una tumba, sin nadie más que nosotras dos, y sin ayuda ninguna del ancho mundo.

Una vez intenté dar media vuelta, pero ella se volvió y me miró, y fue como si tirase de mí con una cuerda. A partir de ese instante la seguí como un perro. Llegamos al pueblo y me guió a través de él; pasamos la iglesia y la herrería y nos metimos por la calle donde se encuentra la casa del señor Ranford, cerca ya de la carretera: es un edificio visiblemente antiguo, con un sendero enlosado entre dos bordes de boj que conduce a la puerta. La calle estaba desierta; y al meterme en ella vi que Emma Saxon se detenía bajo un viejo olmo que había junto a la entrada. Ahora me asaltó otro temor. Comprendí que habíamos llegado al final de nuestro camino y que me tocaba actuar. Durante todo el trayecto, desde Brympton, me había estado preguntando qué querría de mí; pero la había seguido en estado de trance, por así decir, y hasta que no la vi detenerse ante la verja del señor Ranford no empezó a aclararse mi cerebro. Me detuve a cierta distancia, en medio de la nieve, con el corazón palpitándome con dolorosa violencia y los pies helados en el suelo; Emma Saxon estaba inmóvil al pie del olmo y me miraba.

Yo sabía muy bien que no me había traído aquí en vano. Me daba cuenta de que iba a hacer o decir algo... Pero ¿cómo podía adivinar el qué? Jamás se me abría ocurrido causar daño a mi señora y al señor Ranford, pero ahora estaba seruga de que, por una u otra razón, se cernía sobre ellos algo espantoso. Emma Saxon sabía qué era; me lo diría si podía. Quizá contestase si le preguntaba.

La idea de hablar con ella me produjo vértigo; pero haciendo acopio de todo mi valor, avancé las pocas yardas que nos separaban. En ese instante oí abrirse la puerta de la casa y vi acercarse al señor Ranford. Su aspecto era hermoso y alegre; igual que el de mi señora por la mañana. Y al verlo, la sangre volvió a circularme por las venas.

―Hola Hartley ―dijo―. ¿Qué ocurre? Te he visto venir por la calle y salgo a ver si has echado raíces en la nieve ―se detuvo, y se quedó mirándome―. ¿Qué miras? ―dijo.

Me volví hacia el olmo mientras me hablaba, y sus ojos me siguieron, pero allí no había nadie. La calle estaba vacía en todo lo que alcanzaba la vista. Me invadió una sensación de desamparo. Emma Saxon se había ido, y yo no era capz de adivinar qué quería. Su última mirada me había traspasado hasta el tuétano. ¡Y sin embargo, no me había hablado! De repente me sentí más desolada que cuando la tenía delante, vigilándome. Era como si me hubiese dejado para que llevase yo sola el peso del secreto que no podía adivinar. La nieve me envolvió en grandes círculos y el suelo cedió debajo de mí...

Una gota de coñac y el calor de la chimenea del señor Ranford me ayudaron a volver en mí, y supliqué que me llevasen inmediatamente a Brympton. Era casi de noche y tenía miedo de que mi señora me necesitara. Le expliqué al señor Ranford que había salido a dar un paseo y que me había dado un mareo al pasar por delante de su verja. Era bastante cierto; sin embargo, jamás me he sentido más mentirosa.

Cuando vestí a la señora Brympton para la cena se dio cuenta de la palidez de mi cara y me preguntó qué me pasaba. Le contesté que me dolía la cabeza; entonces dijo que no iba a necesitarme más esa noche, y me aconsejó que me acostase. Era cierto que apenas podía tenerme de pie; sin embargo, no me hacía ninguna gracia pasar la noche sola en mi habitación. Permanecí abajo, en el salón, todo el tiempo que fui capaz de mantener levantada la cabeza; pero a las nueve subí, demasiado cansada para importarme lo que sucediera, con tal de apoyar la cabeza en la almohada. El resto de la servidumbre se fue a acostar poco después. Antes de las diez oí cerrarse la puerta de la señora Blinder y poco después la del señor Wace.

Fue una noche tranquila, con la tierra y el aire acolchados de nieve. Una vez en la cama me sentí mejor y me puse a escuchar los extraños ruidos que se producen en una casa después de oscurecer. Una de las veces me pareció oír abrirse y cerrarse una puerta, abajo: podía ser la cristalera que daba al jardín. Me levanté y me asomé a la ventana; pero no había luna y no se veía nada, salvo los rociones de nieve en los cristales. Me volví a meter en la cama y debí adormilarme, ya que me sobresalté con el tintineo furioso de la campanilla. Antes de desplazarme del todo había saltado de la cama y estaba buscando mi ropa. «Va a ocurrir ahora», me sorprendí diciéndome a mí misma; pero no tenía ni idea de lo que quería decir. Mis manos parecían pringadas de engrudo, me daba la sensación de que jamás acabaría de vestirme. Finalmente abría la puerta y me asomé al corredor. Hasta donde alumbraba la llama de mi vela no vi nada fuera de lo normal ante mí. Seguí andando apresuradamente, sin aliento; pero al empujar la puerta batiente que daba al salón principal, el corazón me dio un vuelco: porque allí, en lo alto de la escalera, estaba Emma Saxon mirando aterrada hacia la oscuridad de abajo.

Durante un segundo fui incapaz de moverme. Pero mi mano se soltó de la puerta y, al cerrarse, desapareció la figura. En ese mismo instante sonó otro ruido abajo; un ruido furtivo, misterioso, como el girar de una llave en la puerta de la entrada. Corrí a la habitación de la señora Brympton y llamé.

No obtuve respuesta, y volví a llamar. Esta vez oí a alguien en la habitación; se descorrió el cerrojo y apareció mi señora ante mí. Para mi sorpresa, no se había desvestido. Me dirigió una mirada sobresaltada.

―¿Qué te pasa, Hartley? ―susurró―. ¿Te encuentras mal? ¿Qué haces aquí a estas horas?
―No me siento mal, señora. Es que ha sonado mi campanilla.

Al oír esto palideció y pareció a putno de desmayarse.

―Te has equivocado. Yo no te he llamado. Debes de haberlo soñado. ―nunca la había oído hablar en ese tono―. Vete a dormir ―dijo; al tiempo que cerraba la puerta.
Pero mientras hablaba, oí otra vez ruido abajo en el vestíbulo, pasos de hombre esta vez. Y comprendí toda la verdad.
―Señora ―dije, empuj{ndola para entrar―, alguien acaba de llegar a casa...
―¿Alguien?
―Me parece que el señor Brympton... He oído pasos abajo.

Una expresión de terror afloró en su rostro y, sin proferir una sola palabra, se desplomó a mis pies. Caí de rodillas para incorporarla. Por la forma en que respiraba comprendí que no se trataba de un desmayo corriente. Pero mientras le levantaba la cabeza, oí unos pasos rápidos que cruzaban el vestíbulo y subían la escalera; se abrió la puerta de golpe, y allí estaba el señor Brympton con ropa de viaje, y goteándole la nieve. Retrocedió con sorpresa y alarma al verme arrodillada junto a mi señora.

―¿Qué demonios es esto? ―exclamó. Estaba menos colorado de lo normal y se le había ido la mancha roja de la frente.
―La señora Brympton se ha desmayado, señor ―dije. Soltó una risotada y me apartó a un lado.
―Es una pena que no haya escogido un momento más oportuno. Siento molestar, pero...

Me levanté horrorizada ante la reacción de este hombre.
―¡Señor! ―dije―, ¿est{ loco? ¿Qué va a hacer?
―Voy a saludar a un amigo ―dijo; e hizo adem{n de dirigirse a la trasalcoba.

El corazón se me paralizó. No sé en qué pensé ni qué temí, pero me levanté de un salto y lo cogí de la manga.

―¡Señor, señor ―dije―; por piedad, mire a su esposa!

Se fazó de mí fuiosamente.

―Parece que esto se ha acabado para mí ―dijo, y agarró la puerta de la trasalcoba.

En ese instante oí un leve ruido en el interior. Aunque fue muy ligero, él lo oyó también, y abrió de golpe. Pero al hacerlo dio un paso atrás: en el umbral estaba Emma Saxon. Todo estaba oscuro detrás, pero a ella la vi claramente, y él también; y alzó las manos como para ocultar su visión. Cuando volví a mirar, había desaparecido.

Él se había quedado inmóvil, como si sus fuerzas le hubiesen abandonado; y en medio de esta quietud, se incorporó súbitamente mi señora y, abrendo los ojos, clavó una mirada en él. Luego se desplomó, y vi aletear la muerte en su rostro...

La enterramos al tercer día, en medio de una fuerte nevada. Había poca gente en la iglesia, ya que hacía mal tiempo para venir desde el pueblo, y me da la impresión de que mí señora no era de las que tienen muchas amistades. El señor Ranford fue los últimos en llegar, poco antes de que la trasladaran a la nave. Acudió de negro, naturalmente, dado que era íntimo de la familia. Jamás vi a un caballero tan pálido. Al pasar junto a mí observé que se apoyaba un poco en un bastón que llevaba. Creo que el señor Brympton lo vio también, porque le apareció la mancha roja de la frente, y durante todo el oficio permaneció con la mirada fija en el señor Ranford, en vez de seguir las oraciones, como sería lo propio en una persona afligida.

Cuando terminó la ceremonia y nos dirigimos al cementerio, el señor Ranford se había ido; y tan pronto como el cuerpo de mi infortunada señora estuvo bajo tierra, el señor Brympton subió al coche más cercano a la entrada y se fue sin decirnos una palabra a ninguno de nosotros. Le oí gritar «A la estación»; y los criados regresamos solos a casa".

Edith Wharton

martes, 16 de junio de 2015

"Los Espejos de Tuzun Thune"

Una región extraña y salvaje,
que yace sublime
fuera del espacio,
fuera del tiempo.
Edgar Allan Poe.



"A todo el mundo le llega, incluso a los reyes, un momento de máxima fatiga. Entonces, el oro de la corona se convierte en latón, y las sedas del palacio se hacen grises. Las piedras preciosas de la diadema emiten terribles destellos, como el hielo de los mares blancos, y las palabras de los hombres se convierten en la cháchara vacía de la campana del juglar, y se experimenta entonces la sensación de que las cosas son irreales; hasta el sol parece cobre en el cielo, y el aliento del océano verde ya no es fresco.

Kull se hallaba sentado sobre el trono de Valusia y el momento de la fatiga se había apoderado de él. Todos se movían ante él como trazando un panorama interminable, sin significado alguno: hombres, mujeres, sacerdotes, acontecimientos, sombras que llegaban y se alejaban, sin dejar el menor rastro sobre su conciencia, a excepción de una gran fatiga mental. Y, sin embargo, Kull no se sentía cansado. Experimentaba un anhelo de cosas que se encontraban más allá de sí mismo, y más allá de la corte valusa. La inquietud le agitaba, y unos sueños extraños y luminosos vagaban por su alma. En cumplimiento de su orden, acudió a su lado Brule, el Asesino de la Lanza, guerrero del país picto, procedente de las islas situadas más allá de occidente.

—Mi señor, estáis cansado de la vida de la corte. Venid conmigo en mi galera y surquemos los mares en busca de espacio.
—No —dijo Kull, que descansó tristemente la barbilla sobre su poderosa mano—. Me siento fatigado por encima de todas las cosas. Las ciudades ya no ejercen sobre mí el menor atractivo, y las fronteras están tranquilas. Ya no oigo las canciones marineras que oía cuando, siendo un muchacho, me tumbaba sobre los poderosos acantilados de Atlantis y la noche cobraba vida con el resplandor de las estrellas. Los bosques verdes ya no me atraen como lo hacían cuando era un muchacho. Experimento una extrañeza y un anhelo que parece ir mucho más allá de todos los anhelos de una vida. ¡Vete ahora!

Brule se marchó, con ánimo dubitativo, dejando al rey sumido en sus melancólicos pensamientos, sobre el trono. Entonces, una joven de la corte se deslizó en silencio hasta Kull y le susurro:

—Mi gran señor, buscad a Tuzun Thune, el gran hechicero. Él conoce los secretos de la vida y de la muerte, las estrellas del cielo y las tierras situadas bajo los mares.

Kull miró a la muchacha. Su cabello era de un dorado exquisito, y sus ojos violetas aparecían extrañamente sesgados; era hermosa pero su hermosura significaba poco para Kull.
Tuzun Thune —repitió—. ¿Quién es?
—Un hechicero de la antigua raza. Vive aquí mismo, en Valusia, junto al lago de las visiones, en la casa de los mil espejos. El conoce todas las cosas, mi señor; habla con los muertos y mantiene conversaciones con los demonios de las tierras perdidas.

Kull se levantó.

—Iré a buscar a esa máscara, pero no digas una sola palabra de mi partida, ¿entendido?
—Soy vuestra esclava, mi señor.

Y la joven se hincó de rodillas dócilmente, aunque la sonrisa de su boca escarlata fue astuta, a espaldas de Kull, y el brillo de sus ojos sesgados fue artero. Kull llegó a la casa de Tuzun Thune, junto al lago de las visiones. Las aguas del lago se extendían, anchas y azules, y más de un exquisito palacio se levantaba junto a sus orillas; numerosos botes de vela, como cisnes de alas desplegadas, se desplazaban perezosamente sobre la tranquila superficie, y de alguna parte llegaba el sonido de una música suave.

Alta y espaciosa, aunque nada ostentosa, se levantaba la casa de los mil espejos. Las grandes puertas estaban abiertas y Kull subió los amplios escalones y entró, sin anunciarse. Allí, en una gran cámara, cuyas paredes estaban hechas de espejos, se encontró con Tuzun Thune, el hechicero. El hombre era tan anciano como las montanas de Zalgara; su piel era como el cuero arrugado, pero sus fríos ojos grises refulgían como el acero de una espada.

—Kull de Valusia, mi casa es tuya —dijo inclinándose ante él con el viejo gesto de cortesía.

Luego, le invitó a sentarse sobre una silla que casi parecía un trono.

—Por lo que he oído decir, eres un hechicero —dijo Kull directamente, apoyando la barbilla sobre la mano y fijando los ojos de mirada sombría sobre el rostro del hombre—. ¿Puedes obrar milagros?

El hechicero extendió una mano; sus dedos se abrieron y se cerraron como las garras de un ave.

—¿No os parece un milagro que esta carne ciega obedezca a los pensamientos de mi mente? Camino, respiro, hablo..., ¿acaso no son todo eso milagros?

Kull meditó un instante, antes de hablar.

—¿Puedes convocar a los demonios?
—En efecto. Puedo convocar a un demonio mucho más salvaje que cualquier otro en esta tierra de fantasmas... y hacerlo surgir de vuestro propio rostro.
Kull se sobresaltó y finalmente asintió con un gesto.
—Pero, en cuanto a los muertos, ¿puedes hablar con los muertos?
—Siempre hablo con los muertos... como estoy hablando ahora. La muerte se inicia con el nacimiento, y cada hombre empieza a morir cuando nace; incluso ahora estáis muerto, rey Kull, porque habéis nacido.
—Pero tú, tú eres más viejo de lo que llegan a ser los hombres; ¿es que los hechiceros nunca mueren?
—Los hombres mueren cuando les llega el momento, ni antes ni después. Y mi momento no ha llegado todavía.

Kull le dio vueltas a estas respuestas en su mente.

—Entonces, parecería que el más grande de los hechiceros de Valusia no es más que un hombre ordinario, y he sido embaucado al dejarme dirigir hacia aquí.

Tuzun Thune sacudió la cabeza.

—Los hombres no son más que hombres, y los más grandes son aquellos que aprenden las cosas más sencillas con mayor rapidez. Y ahora, mirad en mis espejos, Kull.

El techo estaba cubierto de espejos, y las paredes eran espejos perfectamente conjuntados, a pesar de que formaban muchos espejos, de muchas formas y tamaños.

—Los espejos son el mundo, Kull —tronó el hechicero—. Mirad en los espejos y sed sabio.

Kull eligió uno al azar, y miró intensamente en él. Los espejos de la pared opuesta se reflejaban en él, y reflejaban a su vez a otros, de modo que se encontró contemplando como una especie de corredor largo y luminoso, formado por un espejo tras otro, y en lo más profundo de ese corredor se movía una figura diminuta. Kull se quedó observándola durante largo rato, y se dio cuenta de que la figura era el reflejo de sí mismo. Experimentó entonces una sensación de pequeñez; parecía como si aquella figura diminuta fuera el verdadero Kull y representara las proporciones reales de sí mismo. Así pues, se apartó y se situó ante otro.

—Mirad atentamente, Kull, porque ése es el espejo del pasado —oyó decir a la voz del hechicero.

Una niebla gris oscurecía la visión, como grandes jirones de bruma en continuo movimiento, cambiantes, como el fantasma de un gran río; a través de la niebla, Kull captó fugaces visiones de horror y extrañeza; las bestias y los hombres se movían allí y otras figuras que no eran ni hombres ni bestias; grandes flores exóticas brillaban a través del ambiente grisáceo; altos árboles tropicales se elevaban sobre hediondas marismas, en las que chapoteaban y bramaban monstruos con aspecto de reptiles; el cielo se oscurecía con las sombras de dragones alados, y los inquietos océanos rugían, se estrellaban y golpeaban interminablemente las playas cubiertas de barro. El hombre no estaba presente y, sin embargo, el hombre era el sueño de los dioses, y extrañas eran las formas de pesadilla que se deslizaban a través de las malolientes junglas. Allí había batalla y carnicería, y un espantoso amor. Allí había muerte, pues la vida y la muerte van cogidas de la mano. Desde más allá de las playas legamosas del mundo sonaban los bramidos de los monstruos, y unas formas increíbles se elevaban a través de la cortina torrencial de la lluvia incesante.

—Y éste otro es el del futuro. —Kull miró en silencio—.¿Qué es lo que veis?
—Un mundo extraño —contestó Kull pesadamente—. Los Siete Imperios se han desmoronado, convertidos en polvo y olvidados. Las inquietas olas verdes rugen por más de un fantasma sobre las eternas montañas de Atlantis; las montañas de Lemuria, al oeste, son las islas de un océano desconocido. Extraños salvajes pululan por los territorios más antiguos, y nuevas tierras se elevan extrañamente, surgiendo de las profundidades, profanando los antiguos santuarios. Valusia se ha desvanecido, y todas las naciones de hoy, las que serán de mañana, son extranjeras. No nos conocen a nosotros.
—El tiempo continúa su marcha —dijo Tuzun Thune con voz serena—. Vivimos hoy, ¿qué nos importa el mañana... o el ayer? La gran rueda gira y las naciones surgen y se desvanecen; el mundo cambia, y los tiempos regresan al salvajismo para volver a resurgir a través de las largas eras. Antes de que existiera Atlantis, existió Valusia, y antes de que existiera Valusia, existieron las naciones antiguas. En efecto, también nosotros pisoteamos los hombros de tribus perdidas en nuestro avance. Vos, que habéis llegado desde las montañas de los mares verdes de Atlantis para apoderaros de la antigua corona de Valusia, pensáis que mi tribu es vieja. Nosotros, que dominamos estos territorios antes de que llegaran los valusos procedentes del este, en los tiempos anteriores a la existencia de los hombres sobre las tierras del mar. Pero ya había hombres aquí cuando las tribus antiguas surgieron cabalgando de los desiertos, y hubo hombres antes que aquellos hombres, tribus antes que aquellas tribus. Las naciones pasan y son olvidadas, pues ése es el destino del hombre.
—Sí—asintió Kull —. Y, sin embargo, ¿no es una pena que la belleza y la gloria de los hombres se desvanezcan como el humo sobre un océano de verano?
—¿Por qué razón, puesto que ése es su destino? Yo no reflexiono melancólicamente sobre las glorias perdidas de mi raza, ni me preocupan las razas por venir. Vivid ahora, Kull, vivid ahora. Los muertos están muertos; los que no han nacido, no existen todavía. ¿Qué importa que los hombres os olviden cuando os hayáis olvidado de vos mismo en los mundos silenciosos de la muerte? Mirad en los espejos y sed sabio.

Kull eligió otro espejo y miró en él.

—Éste es el espejo de la más profunda magia. ¿Qué es lo que veis, rey Kull?
—Nada, excepto a mí mismo.
—Mirad más atentamente, Kull ¿Sois de verdad vos mismo?

Kull miró atentamente en el gran espejo, y la imagen que era su reflejo le devolvió la mirada.

—Me sitúo ante este espejo —musitó Kull, con la barbilla apoyada sobre el puño—, y hago cobrar vida a este hombre. Eso es algo que queda fuera del alcance de mi comprensión, pues primero le vi en las tranquilas aguas de los lagos de Atlantis, mientras que ahora le veo en los espejos de marcos dorados de Valusia. Él es yo mismo, una sombra de mí mismo, una parte de mí mismo. Puedo hacerle ser o matarle a mi voluntad. Y sin embargo...—se detuvo, y unos extraños pensamientos susurraron por entre los vastos y oscuros recovecos de su mente, como murciélagos sombríos que volaran en el interior de una gran caverna—. Y sin embargo, ¿dónde está él cuando no estoy delante del espejo? ¿Tiene el hombre poder para formar y destruir tan ligeramente una sombra de la vida y la existencia? ¿Cómo sé que al apartarme del espejo él se desvanece en el vacío de la nada? No, por Valka, ¿soy yo el hombre o es él? ¿Cuál de nosotros es el fantasma del otro? Es posible que estos espejos no sean más que ventanas a través de las cuales miramos otros mundos. ¿Acaso piensa él lo mismo de mí? ¿Acaso no soy para él más que una sombra, un reflejo de sí mismo, como él lo es para mí? Y si yo soy el fantasma, ¿qué clase de mundo existe al otro lado de este espejo? ¿Qué ejércitos cabalgan ahí y qué reyes gobiernan? Este mundo es todo lo que conozco. Y si no conozco ninguna otra cosa, ¿cómo puedo juzgar? Sin duda que ahí también existen montañas verdes, océanos rugientes y vastas llanuras por donde los hombres cabalgan y se lanzan a la batalla. Dime, hechicero, puesto que eres más sabio que la mayoría de los hombres, dime, ¿hay mundos más allá de nuestros mundos?
—Si un hombre tiene ojos, dejadle que vea —fue la enigmática respuesta del hechicero—. Pero, para ver, antes hay que creer.

Transcurrieron las horas y Kull continuaba sentado ante los espejos de Tuzun Thune, mirando en el que le reflejaba a él mismo. A veces, parecía como si contemplara una gran superficialidad, mientras que otras veces unas gigantescas profundidades parecían abrirse ante él. El espejo de Tuzun Thune era como la superficie del mar; duro como el mar bajo los rayos oblicuos del sol, bajo la oscuridad de las estrellas, cuando nadie puede distinguir las profundidades; vasto y místico cuando el sol se funde con él de tal forma que la respiración del observador se contiene al atisbar fugazmente tremendos abismos. Así era el espejo en el que miraba Kull.

Finalmente, el rey se incorporó con un suspiro y se marchó, todavía maravillado.

Regresó de nuevo a la casa de los mil espejos. Acudió allí día tras día, y permaneció sentado durante horas delante del espejo. Los ojos le miraban, idénticos a los suyos; y sin embargo, Kull parecía notar una diferencia, una realidad que no era la suya. Miraba fijamente el espejo, hora tras hora, con una extraña intensidad; pero, hora tras hora, la imagen le devolvía la mirada.

Los asuntos de palacio y del consejo se fueron descuidando. La gente empezó a murmurar. El caballo de Kull pateaba inquieto en el establo, y los guerreros de Kull jugaban a los dados y discutían inútilmente entre sí. Kull seguía sin hacer caso. A veces, parecía hallarse a punto de descubrir algún secreto vasto e inimaginable. Ya no concebía la imagen del espejo como una sombra de sí mismo. Para él, aquella cosa era una entidad, similar en su aspecto externo, pero tan básicamente alejada del propio Kull como pudieran estarlo dos polos opuestos. A Kull le parecía que la imagen tenía una individualidad aparte de la suya propia, como si ya no dependiera de Kull, del mismo modo que Kull no dependía de ella. Y, día tras día, se preguntaba en qué mundo vivía en realidad; ¿era él la sombra, convocada por la voluntad del otro? ¿Vivía en lugar del otro en un mundo de engaño, como la sombra del mundo real?

Kull empezó a experimentar el deseo de entrar en la personalidad que había más allá del espejo, de encontrar un espacio y ver lo que pudiera ser visto. No obstante, si lograba ir más allá de aquella puerta, ¿lograría regresar? ¿Encontraría un mundo idéntico a aquél en el que se movía ahora? ¿Un mundo en el que el suyo no fuera más que un reflejo fantasmal? ¿Qué era realidad y qué ilusión?

A veces, Kull se detenía a pensar cómo habían surgido en su mente aquellos pensamientos y sueños, y en ocasiones se preguntaba si eran el producto de su propia voluntad o...

Y aquí sus pensamientos entraban en un confuso laberinto. Sus meditaciones eran suyas; ningún hombre gobernaba sus pensamientos, y él podía convocarlos como y cuando quisiera. Y sin embargo, ¿podía hacerlo así? ¿Acaso no eran como murciélagos, que vuelan de un lado a otro, no según quisieran, sino obedeciendo la orden y el gobierno de..., ¿de quién? ¿De los dioses? ¿De las mujeres que tejían la urdimbre del destino?

Kull no podía llegar a conclusión alguna, pues a cada paso mental que daba se sentía más y más envuelto por una confusa niebla de alienaciones y negaciones ilusorias. Eso, al menos, sí lo sabía: aquellas extrañas visiones habían entrado en su mente, como si volaran sin obstáculo alguno, procedentes del susurrante vacío de la no existencia. Jamás había tenido esta clase de pensamientos, pero ahora parecían gobernar su mente, tanto cuando dormía, como cuando se hallaba despierto, de modo que a veces tenía la impresión de caminar y hallarse aturdido; y su sueño se veía poblado por extraños sueños monstruosos.

—Dime, hechicero —dijo, sentado ante el espejo, con los ojos intensamente fijos en su propia imagen—, ¿cómo puedo pasar al otro lado de esa puerta? Porque, en verdad, no estoy seguro de que éste sea el mundo real y aquel otro el de las sombras. Aquello que veo debe de existir al menos en alguna forma.
—Mirad y creed —atronó la voz del hechicero—. El hombre tiene que creer para conseguir. La forma es sombra, la sustancia es ilusión, la materialidad es sueño; el hombre es porque cree ser. ¿Qué es el hombre sino un sueño de los dioses? Y, no obstante, el hombre puede ser aquello que desee ser; la forma y la sustancia no son más que sombras. La mente, el ego, la esencia del sueño divino..., eso es lo real, eso es lo inmortal. Mirad y creed, si queréis conseguir, Kull.

El rey no le comprendió del todo; nunca lograba comprender plenamente aquella clase de frases enigmáticas del hechicero; y, no obstante, en alguna parte de su ser hacían sonar una cuerda sensible. Así que, día tras día, acudió a sentarse ante los espejos de Tuzun Thune, y el hechicero siempre estaba al acecho tras él, como una sombra.

Llegó un día en que Kull pareció atisbar extraños territorios, y los pensamientos y reconocimientos revolotearon a través de su conciencia. Día tras día, había parecido perder el contacto con el mundo; a cada día que transcurría, las cosas le parecían más fantasmales e irreales; sólo el hombre del espejo parecía ser la realidad.

Ahora, Kull parecía hallarse a las puertas de otros mundos mucho más poderosos; unas vistas gigantescas parpadeaban como suspendidas; las nieblas de la irrealidad se hicieron más tenues. «La forma es sombra; la sustancia es ilusión; no son más que sombras.» Estas palabras resonaban en su conciencia como si llegaran hasta él procedentes de un país lejano. Recordó las palabras del hechicero, y tuvo la impresión de que ahora casi las comprendía..., forma y sustancia, ¿no podría cambiar a voluntad si supiera cuál era la llave maestra que abría esta puerta? ¿Qué mundos dentro de qué mundos esperaban al explorador osado?

El hombre del espejo parecía estar sonriéndole, cada vez más y más cerca; una neblina lo envolvía todo, y el reflejo se hizo repentinamente confuso. Kull experimentó una sensación de desvanecimiento, de cambio, de fusión...

—¡Kull!

El grito rasgó el silencio, transformándolo en un millón de fragmentos vibratorios. Las montañas se derrumbaron, y los mundos se tambalearon cuando Kull fue obligado a retroceder por aquel grito frenético, emitido con un esfuerzo sobrehumano, sin que él supiera cómo ni por qué.

Se oyó un estruendo, y Kull se encontró en la estancia de Tuzun Thune, ante un espejo hecho añicos, desconcertado y medio cegado por el aturdimiento. Allí, ante él, yacía el cuerpo de Tuzun Thune, cuyo momento final había llegado por fin. Sobre él se encontraba, de pie, Brule, el Asesino de la Lanza, con la espada ensangrentada y unos ojos muy abiertos con una expresión de horror.

—¡Por Valka! —exclamó el guerrero—. ¡Kull, apenas he llegado a tiempo!
—Sí, pero ¿qué ha ocurrido? —preguntó el rey haciendo un esfuerzo por encontrar las palabras.
—Preguntádselo a esta traidora —contestó el Asesino de la Lanza indicando con un gesto a una muchacha que se encogía de terror ante el rey. Kull se dio cuenta de que era la misma que le había enviado a buscar a Tuzun Thune—. Al entrar aquí, os vi a punto de desvaneceros en ese espejo, lo mismo que el humo se desvanece en el cielo, ¡Por Valka! De no haberlo visto, no lo habría creído... Estabais a punto de desvaneceros cuando mi grito os hizo regresar.
—En efecto —asintió Kull—. Esta vez estuve a punto de traspasar esa puerta.
—Este enemigo os atrajo de la forma más artera —dijo Brule—. Kull, ¿no os dais cuenta de cómo tejió y os envolvió en una tela de magia? Kaanuub de Blaal conspiró con este hechicero para desembarazarse de vos, y esta bruja, una mujer de la raza antigua, se encargó de instilar en vuestra mente la idea de venir aquí. Ka-nu logró enterarse hoy mismo de la conspiración. No sé lo que visteis en ese espejo, pero Tuzun Thune lo utilizó para encantaros el alma, y con sus hechicerías casi estuvo a punto de cambiaros el cuerpo y transformaros en niebla...
—En efecto —asintió Kull, todavía perplejo—. Pero, al tratarse de un hechicero, que disponía del conocimiento de todas las eras y despreciaba el oro, la gloria y la posición, ¿qué podía ofrecerle Kaanuub a Tuzun Thune como para convertirle en un vil traidor?
—Precisamente oro, poder y posición —gruñó Brule—. Cuanto antes aprendáis que los hombres son hombres, tanto si son hechiceros, como reyes o vasallos, tanto mejor podréis gobernar, Kull. Y ahora, ¿qué hacemos con ella?
—Nada, Brule —contestó Kull con una mirada triste, mientras la mujer gemía y lloriqueaba a sus pies—. No ha sido más que un instrumento. Levántate, mujer, y sigue tu camino. Nadie te hará daño.

Una vez que se encontró a solas con Brule, Kull miró por última vez los espejos de Tuzun Thune.

—Quizá conspiró y conjuró, Brule... No, no dudo de lo que me dices. Y sin embargo, ¿fue su brujería la que me estaba cambiando para transformarme en una tenue niebla, o me tropecé acaso con un secreto? Si no me hubieras hecho regresar, ¿me habría desvanecido en la disolución, o habría encontrado otros mundos más allá de éste?

Brule dirigió una mirada hacia los espejos y se encogió de hombros, casi con un estremecimiento.

—Por lo visto, Tuzun Thune acumuló aquí toda la sabiduría de los infiernos. Salgamos de aquí, Kull, antes de que estos espejos me embrujen a mí también.
—Salgamos, pues —asintió Kull.

Y caminando uno al lado del otro, se alejaron de la casa de los mil espejos, donde, quizá, quedaban aprisionadas las almas de los hombres.

Ahora, ya nadie mira en los espejos de Tuzun Thune. Los botes de recreo se calientan plácidamente bajo el sol, en la orilla donde se levanta la casa del hechicero, y nadie entra en esa casa o en la habitación donde el reseco y apergaminado cadáver de Tuzun Thune permanece inmóvil ante los espejos de la ilusión. El lugar es evitado por todos como un lugar maldito, y aunque continúe así durante mil años no se oirán pasos humanos que arranquen ecos allí. A pesar de todo, Kull, sentado en su trono, medita a menudo en la misteriosa sabiduría y en los incontables secretos ocultos allí, y se pregunta...

Pues hay mundos que se encuentran mucho más allá de los mundos, como Kull ha aprendido muy bien, y tanto si el hechicero le embrujó con palabras o lo hizo mediante el hipnotismo, al otro lado de aquella misteriosa puerta se abrieron ante la mirada del rey otros paisajes diferentes, y ahora Kull se siente menos seguro de la realidad desde que miró en los espejos de Tuzun Thune".

Robert E. Howard