El Recolector de Historias

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miércoles, 24 de junio de 2015

"Arcilla de Innsmouth"

"Los acontecimientos relacionados con el extraño destino de mi amigo el fallecido escultor Jeffrey Corey —si es que el término «fallecido» se ajusta a la verdad— se iniciaron a su regreso de París cuando, en el otoño de 1927, decidió alquilar una casita en la costa, al sur de lnnsmouth. Corey procedía de una familia de prosapia que estaba lejanamente emparentada con los Marsh de Innsmouth, si bien dicho parentesco no le imponía obligación alguna de mantener relaciones con estos sus parientes. En todo caso, existían ciertos rumores sobre los solitarios y retraídos March que todavía vivían en aquella ciudad portuaria de Massachussetts, y lo que en ellos se decía no era lo más adecuado para inspirar a Corey ningún deseo de anunciar su presencia en los alrededores.

Fui a visitarle un mes después de su llegada, acaecida en diciembre de aquel año. Corey era un hombre relativamente joven, pues todavía no había cumplido los cuarenta, y medía seis pies de estatura. Tenía un cutis fino y lozano, exento de todo ornamento capilar, pero llevaba el pelo bastante largo, según era entonces costumbre entre los artistas del Barrio Latino de París. Poseía unos ojos azules muy enérgicos y un rostro anguloso de mandíbula prominente que destacaba en cualquier grupo de gente, y no sólo por su penetrante mirada, sino también por el hecho insólito de que, debajo de la barbilla y de las orejas y en la zona adyacente del cuello, tenía la piel anormalmente gruesa y surcada de arrugas duras y entrelazadas. No era feo y sus correctas facciones poseían una extraña cualidad hipnótica que solía fascinar a quienes lo conocían por primera vez. Cuando fui a visitarle, estaba bien instalado y había empezado a trabajar en una estatua de Rima, la Mujer-Pájaro, que prometía convertirse en una de sus mejores obras.

Tenía almacenadas provisiones para un mes, que habla ido a comprar en Innsmouth, y le encontré más locuaz que de costumbre, sobre todo acerca de sus lejanos parientes de esta ciudad, donde se hablaba no poco de ellos, aunque tampoco abiertamente, en tiendas y establecimientos públicos. Por reservados e insociables, los Marsh despertaban cierta curiosidad natural en sus convecinos, y como esta curiosidad nunca había quedado satisfecha del todo, se habla ido formando en torno a ellos un cúmulo impresionante ‘de leyendas y habladurías que se remontaban hasta cierta generación pasada, notable esta por haberse dedicado al tráfico marítimo con las islas del Pacífico meridional. Lo que se comentaba de ellos era demasiado vago y no significaba nada para Corey, pero contenía tales insinuaciones sobre horrores desconocidos que mi amigo confiaba en poder algún día enterarse más a fondo. No es que él estuviera obsesionado con el tema, sino que ——según explicó— se hablaba tanto de ello en el pueblo que era prácticamente imposible ignorarlo. Me dijo también que pensaba hacer una exposición para tantear el mercado, hizo referencia a varios amigos de Paris y a sus años de estudio en dicha capital, disertó brevemente sobre el vigor de las esculturas de Epstein y comentó la alborotada situación política del país. Cito estos temas de conversación para dejar patente que Corey estaba perfectamente normal cuando le visité por primera vez tras su regreso de Europa. Por supuesto, en Nueva York le había visto fugazmente cuando llegó, pero no había hablado con él largo y tendido como en aquel diciembre de 1927.

Antes de volver a verle, o sea, en el mes de marzo siguiente, recibí una carta suya bastante asombrosa, cuyo meollo iba contenido en el último párrafo, al cual parecía conducir, como a una apoteosis final, el resto de la misiva.

-Quizá te hayas enterado por la prensa de ciertos hechos que han ocurrido aquí en Innsmouth hace un mes. No tengo una información clara de lo sucedido, pero tiene que haberse publicado en algún periódico, aunque no desde luego en los de Massachussetts, que lo han silenciado por completo. Lo único que he podido averiguar del asunto es que se presentó en la ciudad un nutrido grupo de oficiales federales de algún tipo y se llevaron a varios ciudadanos, entre ellos a algunos de mis parientes, aunque no te sé decir a quiénes, pues todavía no me he preocupado de enterarme ni siquiera de cuántos son. O eran, que también puede ser. Lo que he podido averiguar en Innsmouth se refiere a ciertos negocios montados con las islas del Pacífico, a los que evidentemente se dedicaba todavía alguna compañía naviera de la ciudad, por muy raro que esto pueda parecer, ya que los muelles están prácticamente abandonados y además ya no sirven para los barcos de ahora, que suelen tocar en puertos mayores y más modernos. Aparte las razones que hayan motivado esa acción federal, está el hecho indiscutible —y de mayor importancia para mí, como pronto verás— de que, coincidiendo con la operación de Innsmouth, aparecieron varios buques de guerra no muy lejos de la costa, en las cercanías del llamado Arrecife del Diablo, y allí ¡arrojaron numerosas cargas de profundidad!

Las explosiones removieron de tal manera los fondos marinos que poco después las mareas fueron trayendo a la orilla toda clase de residuos, entre ellos una arcilla azul muy especial. A mí me recuerda mucho a una arcilla de ese color que se podía encontrar en algunas zonas del interior del país y que solía usarse para hacer ladrillos, sobre todo hace años, cuando todavía no había métodos más modernos de fabricación. Bueno, lo que importa es que cogí toda la arcilla que pude, antes de que el mar se la volviera a llevar, y que me he puesto a modelar con ella una figura completamente distinta de otras esculturas mías. La titulo provisionalmente «Diosa Marina» y estoy entusiasmado porque promete mucho. Cuando vengas la semana que viene, estoy seguro de que te gustará todavía más que mi Rima.

Contrariamente a sus suposiciones, sin embargo, la nueva estatua de Corey me produjo una extraña repulsión desde el primer momento que la vi. Representaba una figura esbelta, excepto en su estructura pélvica, que a mí me pareció demasiado pesada, y Corey había decidido dotarla de membranas entre los dedos de los pies.

—¿ Por qué? — le pregunté.
—Pues no sé bien por qué —contestó-. La verdad es que no lo tenía planeado, pero me salió así.
—-¿Y de esas especies de grietas en el cuello? ——me refería a una zona que parecía haber sido retocada recientemente.

Se rió con cierto embarazo y asomó a sus ojos una extraña expresión.

—También a mi me gustaría poder darte una explicación satisfactoria de esas señales — dijo— La verdad es que ayer por la mañana, al levantarme, descubrí que había debido levantarme en sueños y ponerme a trabajar, pues ahí en el cuello, debajo de las orejas, en ambos lados, había como unas grietas que parecían..., bueno, que parecían branquias. Ahora estoy arreglando el estropicio.
—Quizá le vayan bien las branquias a una «diosa marina» —opiné.
—Yo creo que se las he debido poner en sueños por lo que oí anteayer en Innsmouth, que fui a comprar algunas cosas que me hacían falta. Nuevas habladurías sobre el clan de los Marsh. Según se decía, parece que algunos miembros de la familia vivían encerrados por propia voluntad a causa de ciertas deformidades físicas relacionadas con una leyenda que también tenía que ver con ciertos indígenas de las islas del Pacífico. Es el típico cuenta fantástico que la gente ignorante se apropia y embellece a su gusto, aunque reconozco que éste es distinto de casi todos, pues lo normal es que se ajusten a un esquema moral judeo-cristiano. Por la noche soñé con esas historias y evidentemente me levanté sonámbulo y plasmé parte del sueño en mí «Diosa Marina».

Aunque me pareció bastante extraño, no hice más comentarios sobre el incidente. Lo que decía Corey parecía lógico y me interesaban mucho más las tradiciones populares de Innsmouth que los desperfectos sufridos por la «Diosa Marina». Además me desconcertó un tanto la visible preocupación que advertí en Corey. Mientras charlábamos del tema que fuera, se le veía animado y normal, pero no pude por menos de observar que, en cuanto se hacía un silencio en la conversación, él se quedaba pensativo y ausente, como si tuviera algo in mente de lo que no se atrevía a hablar; algo que le producía una angustia indefinida, pero de lo cual no sabía nada a ciencia cierta, o por lo menos tan poco que prefería no expresarlo verbalmente. Pero la preocupación se le manifestaba de diversos modos: en la mirada distante, en expresiones fugaces de desconcierto, en furtivas miradas a la lejanía del mar, en que al hablar paseaba inquieto de un lado a otro, en su forma de eludir el tema, como si aún le quedara mucho que reflexionar sobre él.
Luego he pensado que debería haber tomado entonces la iniciativa de explorar esta su preocupación que tan manifiesta me resultaba, pero no lo hice. Me pareció que no era asunto mío y que hacerle más preguntas sobre el tema equivaldría a invadir su intimidad. Aunque éramos amigos desde hacía mucho tiempo, pensé que yo no tenía ningún derecho a meterme en una cuestión que sólo le incumbía a él. Además, él no me dio pie para hacerlo. Como supe más adelante, cuando Corey ya había desaparecido y yo tomado posesión de sus bienes -según él mismo había dejado dispuesto en un documento redactado al efecto—, fue por esta época cuando él empezó a garabatear extrañas anotaciones en un diario que llevaba y que hasta entonces sólo le había servido para apuntar ideas y detalles relativos a su trabajo. Cronológicamente, es en este punto de la secuencia de hechos acaecidos durante los últimos meses de Jeffrey Corey donde deben insertarse dichas extrañas anotaciones.

«7 marzo. Esta noche, sueño rarísimo. Algo me impulsó a bautizar a la “Diosa Marina”. Esta mañana me encuentro la pieza húmeda en cabeza y hombros, como si lo hubiera hecho yo. Arreglo el desperfecto como si no tuviera más remedio que hacerlo, aunque tenía pensado embalar a Rima. Me preocupa lo compulsivo del asunto. »

«8 marzo. Sueño que voy nadando en compañía de hombres y mujeres qué parecen sombras. Cuando les he visto las caras me han parecido demasiado familiares, como si las hubiera visto alguna vez en un álbum antiguo. Hoy, en el drugstore de Hammond, escucho taimadas insinuaciones y sugerencias grotescas sobre los March, como siempre. Cuentan que el bisabuelo Jethro vive en el mar. ¡ Y tiene branquias! Lo mismo dicen de algunos Waite , Gilman y Elliot. Me acerco a la estación de ferrocarril a preguntar una cosa y oigo la misma historia. Los nativos llevan decenios alimentándose del tema.»

«10 marzo. No cabe duda de que me he vuelto a levantar en sueños, pues han aparecido unas leves modificaciones en la “Diosa Marina”. También tiene señales como de que alguien la hubiera rodeado con los brazos. Ayer la estatua estaba seca y esas señales habría que haberlas hecho con un cincel. Pero parece como si las hubieran imprimido en arcilla blanda. Toda la obra estaba húmeda esta mañana.»

« 11 marzo. Experiencia nocturna realmente extraordinaria. Quizá el sueño más intenso de toda mi vida, por lo menos el más erótico. Casi no puedo todavía acordarme de él sin excitarme. He soñado que una mujer desnuda se me metía en la cama, cuando yo ya estaba acostado, y se quedaba allí hasta el amanecer. Ha sido una noche de amor (o tal vez sea más correcto decir de lujuria) como no había conocido desde Paris. ¡Y tan real como aquellas noches del Barrio Latino! Quizá demasiado real, porque me he levantado exhausto. Además, he debido tener un dormir muy inquieto, porque la cama estaba completamente deshecha.»

«12 marzo. Idéntico sueño. Exhausto.»

« 13 marzo. Vuelvo a soñar que nado. En las profundidades del mar. Al fondo del abismo, una ciudad. ¿Ryeh, R’lyeh? ¿Algo llamado “Gran Thooloo”? »

De estos sueños, de estos extraños asuntos, apenas habló Corey cuando estuve visitándole en marzo. Yo le había encontrado un poco tenso y él lo achacó a que no dormía muy bien. Dijo que no descansaba, por pronto que se acostara. También me preguntó entonces si había oído alguna vez las palabras «Ryeh» o «Thooloo» y yo, naturalmente, le contesté que no. Sin embargo, al segundo día de estar allí tuve ocasión de volverlas a oír. Habíamos ido a Innsmouth, lo cual suponía un paseíto en coche de unas cinco millas, y no tardé en darme cuenta de que el verdadero motivo de ir no era comprar provisiones, como me había dicho Corey. Estaba clarísimo que Corey iba de caza. Sin duda había decidido averiguar todo lo que pudiera de su familia y, con esta finalidad, recorrió diversos puntos de la población, desde el drugstore de Ferrand hasta la biblioteca pública, cuyo anciano bibliotecario mostró una extraordinaria reserva en lo tocante a las viejas familias de Jnnsmouth y alrededores. Sin embargo, mencionó los nombres de dos viejos de la localidad que habían conocido a algunos Marsh, Gilman y Waite de su época. Era posible encontrarlos a cualquier hora en cierto bar de Washington Street.

Por muy deteriorado que estuviese, Innsmouth es la clase de pueblo que fascina inevitablemente a todo el que se interesa por la arqueología y la arquitectura, pues tiene más de cien años y la mayoría de sus edificios —exceptuando los del barrio de los negocios— datan de muchos decenios antes del cambio de siglo. Aunque muchos de ellos estaban desiertos y algunos incluso en ruinas, los rasgos arquitectónicos de las casas reflejan una cultura desaparecida hace ya tiempo de la escena americana. A medida que nos acercábamos a la zona portuaria, por Washington Street, se veían más pruebas evidentes de la reciente catástrofe. Había edificios en ruinas -«dinamitados por los federales, según me han contado», dijo Corey— y nadie se había esforzado mucho en arreglar los desperfectos, pues todavía quedaban bocacalles totalmente bloqueadas por los escombros. Ya en los muelles, parecía que habían destruido una calle entera, por lo menos toda una fila de viejos edificios que en su día habían servido de almacenes del puerto, aunque hacía mucho tiempo que estaban abandonados. Al acercarnos a la orilla del mar, todo lo invadió un hedor empalagoso y nauseabundo de claro origen marino. Era más intenso que el olor a pescado podrido que se produce a veces en las aguas estancadas de la costa, o también del interior.

Según Corey, la mayoría de los almacenes volados había sido propiedad de Marsh; se había enterado en el drugstore de Ferrand. En realidad, los miembros de las familias Waite, Gilman y Llliott habían sufrido muy pocas pérdidas. Casi toda la fuerza de la expedición federal había recaído sobre las propiedades de los Marsh. Sin embargo, había sido respetada la Marsh Refining Company, que se dedicaba a manufacturar lingotes de oro y todavía daba empleo a algunos de los lugareños que no vivían de la pesca. Pero la Marsh Refining Company ya no dependía directamente de ningún miembro del clan Marsh. El bar — cuando por fin llegamos— era del siglo pasado y resultaba evidente que en él no se había introducido ninguna mejora desde entonces. Detrás del mostrador había un individuo desaliñado leyendo el Arkham Advertiser, y en la barra, al fondo, había un par de viejos sentados, uno de ellos dormido. Corey pidió una copa de brandy y yo otra. El hombre del mostrador no disimuló su cauto interés hacia nuestras personas.

—¿Seth Akins? —preguntó Corey.

El hombre señaló con la cabeza a su parroquiano dormido.
-¿Qué suele beber? ——volvió a preguntar Corey.
-De todo.
Póngale otro brandy.

El tabernero sirvió el brandy en una copa mal lavada y la depositó en el mostrador. Corey la llevó hasta donde estaba el viejo dormido, se sentó junto a el y le despertó.

—Bébase una copa conmigo —le invitó.

El viejo levantó la vista, revelando un rostro hirsuto y unos ojos legañosos bajo la mata de pelo enmarañado y cano. Vio el brandy, lo cogió, con sonrisa incierta, y se lo bebió. Corey empezó a interrogarle como si sólo pretendiera charlar un rato con un viejo habitante de Innsmouth. Al principio se refirió en términos generales al pueblo y a la comarca que se extendía a su alrededor entre Arkham y Newburyport. Akins habló con entera libertad. Corey le invitó a otra copa y luego a otra. Pero la locuacidad de Akins desapareció en cuanto Corey le mencionó a las antiguas familias, especialmente a los Marsh. El viejo adoptó una actitud claramente cautelosa y de vez en cuando lanzó fugaces miradas a la puerta, como si le hubiera gustado escapar de la situación. Corey, sin embargo, le apretó bien las clavijas y Akins terminó por ceder.

—Bueno, supongo que ya no importa hablar ——dijo por fin—. Casi todos los Marsh se han ido desde que vinieron los federales hace un mes. Y nadie sabe adónde, pero no han vuelto. ——El viejo empezó a irse por las ramas, pero por fin, después de muchos circunloquios, abordó el tema del comercio con las Indias orientales——: El que empezó el negocio fue el capitán Obed Marsh, que algo se traía entre manos con aquellos indios orientales. Se trajeron algunas mujeres de allí y las tenían en la casa grande que había construido. Y después, a los jóvenes Marsh, se les puso esa pinta extraña y les dio por irse nadando al Arrecife del Diablo y se estaban allí horas enteras y no es normal pasar tanto tiempo bajo el agua. El capitán Obed se casó con una de esas mujeres y los jóvenes Marsh se fueron a las Indias orientales y trajeron más. El negocio de los Marsh no se vino abajo como otros. Los tres barcos del capitán Obed, que eran el bergantín Columbia, el pailebote Sumatra Queen y otro bergantín, el Hetty, navegaron por los océanos sin sufrir un solo accidente. Y esa gente, o sea, los orientales y los Marsh, empezaron una especie de religión nueva que la llamaban Orden de Dagón. Y se hablaba mucho de ellos en voz baja y de lo que pasaba en sus reuniones, y los jóvenes, bueno, a lo mejor se perdieron, pero el caso es que nadie los volvió a ver. Y luego, ya sabe, pues por entonces se habló mucho de sacrificios, o sea humanos, pero no desapareció ningún Marsh ni Gilman ni Waite ni Ellioth, o sea, que ninguno de ellos se perdió o lo que fuera. Y también se murmuraban cosas de un sitio llamado «Ryeh» y de algo llamado «Thooloo », que para mi tienen que ver con ese tal Dagón....

Al llegar a este punto, Corey le interrumpió para aclarar este particular, pero el viejo no supo contestarle y yo no comprendí hasta después el motivo del súbito interés de Corey.
Akins prosiguió:

-La gente no quería tener que ver con los Marsh ni con los otros tampoco. Pero a los Marsh es a los que más se les había puesto esa pinta extraña. Algunos se pusieron tan terribles que no los sacaban de casa sino de noche, y se pasaban todo el tiempo nadando en la mar. Nadaban como peces, según decían, que yo no lo vi. Ya la gente, de estas cosas ni hablaba, porque vimos que el que hablaba demasiado desaparecía como aquellos jóvenes y nunca se volvía a saber de él. El capitán Obed aprendió muchas cosas en Ponapé, que se las enseñaron los canacos, y eran cosas sobre unos que los decían «los profundos», que vivían debajo del agua. Y se trajo toda clase de figurillas y tallas que representaban peces y otras cosas marinas que no eran peces y que Dios sabe lo que eran.
—¿Qué hizo con esas tallas? —intervino Corey.
—Las que no llevó al Templo de Dagón, las vendió. Y a buen precio, que ya lo creo que se las pagaron bien. Pero ya no quedan. Y tampoco hay ya Orden de Dagón y no se ha vuelto a ver a los Marsh por estos alrededores desde que dinamitaron los almacenes. Y no los arrestaron a todos, no señor. Dicen que los Marsh que quedaban se fueron a la orilla de la mar y se metieron en el agua y se ahogaron —-el viejo soltó una carcajada áspera——, pero nadie ha visto ningún cadáver de los Marsh, ningún cuerpo ha aparecido en la orilla.

Al llegar a este punto de la narración, ocurrió un incidente verdaderamente singular. De pronto, el viejo se fijó en mi compañero, abrió los ojos desmesuradamente, dejó caer la quijada y le empezaron a temblar las manos. Durante unos instantes quedó como congelado en la misma postura. Pero al momento se bajó del taburete, giró y corrió tambaleándose a la calle con un grito largo y desesperado que pronto fue barrido por el viento invernal. Decir que quedamos asombrados seria poco. La súbita huida de Seth Akins había sido tan inesperada que Co-rey y yo nos miramos atónitos. No fue sino algún tiempo después cuando se me ocurrió que la supersticiosa mente de Akins debía haber flaqueado al ver las extrañas arrugas que tenía Corey en el cuello, debajo de las orejas. En el curso del diálogo con el viejo, la gruesa bufanda con que Corey se protegía del frío viento de marzo se había ido aflojando y, por fin, se había escurrido del todo, dejando a la vista esa zona de piel espesa y como agrietada que siempre había formado parte del cuello de Jeffrey Corey dándole cierta apariencia de vejez.

No se me ofreció ninguna otra explicación, pero no se la mencioné a mi amigo por no alterarle más, que bastante lo estaba ya.

-¡Vaya galimatías! -exclamé cuando nos vimos de nuevo en Washington Street.

Corey afirmó con la cabeza, pero me di cuenta de que algunos aspectos de la narración del viejo le habían impresionado, y no gratamente por cierto. Consiguió sonreír sin ningún entusiasmo y, como respuesta a mis ulteriores comentarios, se limitó a encogerse de hombros, como si no quisiera hablar de lo que habíamos oído contar a Akins. Durante toda la velada estuvo llamativamente silencioso y preocupado. Recuerdo que me sentí algo molesto al notar que no quería compartir conmigo la carga secreta que le abrumaba. Pero, naturalmente, sospecho que sus propios pensamientos le debían parecer tan fantásticos e increíbles que prefirió no comunicármelos por si hacía el ridículo ante mí. Así, pues, tras hacerle varias preguntas de tanteo y comprobar que las eludía, no volví a tocar el tema de Seth Akins y las leyendas de Innsmouth. A la mañana siguiente regresé a Nueva York.

Nuevas citas textuales del Diario de Jeffrey Corey

«18 marzo. Esta mañana me despierto convencido de que no he dormido solo. Señales en almohada y cama. Habitación y cama muy húmedas, como si una persona empapada se hubiera acostado junto a mí. Sé intuitivamente que era una mujer. ¿Pero cómo? Me asusta pensar que la locura de los Marsh se esté empezando a apoderar de mí. Pisadas en el suelo.»

«19 marzo. ¡Ha desaparecido la “Diosa Marina”! La puerta está abierta. Durante la noche ha debido entrar alguien y llevársela. El dinero que le puedan dar por ella no compensa el riesgo. No se han llevado nada más.»

«20 marzo. Me he pasado la noche soñando todo lo que dijo Seth Akins. ¡He visto al capitán Obed en el fondo del mar! Ancianísimo. ¡Con branquias! Buceaba hasta muy por debajo de la superficie del Atlántico, más allá del Arrecife del Diablo. Muchos más, hombres y mujeres. ¡El aspecto inconfundible de los Marsh! ¡Oh, el poder y la gloria! »

«21 marzo. Noche del equinoccio. Un dolor pulsátil en el cuello durante toda la noche. No he podido dormir. Me he levantado y he dado un paseo hasta el mar. ¡Cómo me atrae el mar! Nunca me había dado cuenta como ahora. Y, sin embargo, recuerdo que ya de niño — ¡y en mitad del continente! — me gustaba jugar a que oía el sonido del mar, el romper de las olas, el silbido del viento sobre las aguas. Todavía me queda una sensación tremenda de que algo va a pasar.»
Con esta misma fecha —21 de marzo— me escribió Corey su última carta. En ella no decía nada de los sueños, pero sí del dolor del cuello: -No es de la garganta, eso está claro. No me cuesta tragar. Parece que el dolor se localiza en esa zona de piel gruesa, o rugosa, o agrietada, como quieras llamarla, que tengo debajo de las orejas. Pero no te lo puedo describir. No es como el dolor de una tortícolis, o de una rozadura, o de un golpe. Es como si la piel se me fuera a romper hacia fuera, pero al mismo tiempo llega hasta muy hondo. Y, además, no puedo quitarme de la cabeza que esta a punto de pasarme algo. Algo que temo y deseo a la vez. Me obsesiona un concepto que yo denomino, a falta de otras palabras, conciencia ancestral. »

Le contesté aconsejándole que fuera a un médico y prometiéndole que iría a visitarle a primeros de abril. Pero para entonces Corey había desaparecido. Había pruebas de que había bajado a la orilla y penetrado en el océano, aunque no era posible determinar si su intención había sido la de nadar o la de quitarse la vida. Se descubrieron huellas de sus pies desnudos en lo que quedaba de aquella extraña arcilla arrojada en febrero por el mar, pero no había pisadas de vuelta. No había dejado ningún mensaje de despedida, pero sí instrucciones para mí sobre la forma de disponer de sus efectos. Me nombraba administrador de sus bienes, lo que parecía indicar que tampoco él debía tenerlas todas consigo. Se buscó el cuerpo de Corey —aunque sin gran entusiasmo— a lo largo de la costa, lo mismo a un lado que a otro de Innsmouth, pero la búsqueda resultó infructuosa. Al presidente del comité de encuesta no le fue difícil dictaminar que Corey había hallado la muerte por imprudencia.

La reseña de los hechos que parecen relacionados con el misterio de esta desaparición no debe finalizarse sin añadir un sucinto relato de lo que vi en el Arrecife del Diablo el día 17 de abril, al atardecer. Era un crepúsculo apacible. El mar parecía un espejo y no corría ni un soplo de viento. Yo estaba terminando de arreglar los asuntos de Corey y me apeteció remar un rato en el mar. Las habladurías relativas al Arrecife del Diablo me llevaron inevitablemente hacia lo que quedaba de él: unas pocas rocas melladas y rotas que sobresalían de la superficie, cuando la marea estaba baja, a una milla larga del pueblo. El sol se había puesto, por el cielo de occidente se extendía un suave resplandor y el mar tenía un color cobalto profundo hasta donde alcanzaba la vista.

Acababa de llegar al arrecife cuando se produjo un gran alboroto en el agua. La superficie marina se quebró en muchos lugares. Me detuve y permanecí inmóvil, esperando que una escuela de delfines emergiera de un momento a otro y disfrutando anticipadamente del espectáculo.

Pero no eran delfines. Eran ciertos moradores del mar de cuya existencia yo no tenía conocimiento. Realmente, a la menguante luz del crepúsculo, los escamosos nadadores parecían peces humanos. Excepto una pareja, los demás permanecieron alejados del bote donde yo estaba. Aquella pareja —una hembra de extraño color arcilloso y un macho— llegaron a acercarse bastante al bote, desde donde yo los miraba con una mezcla de sentimientos a la que no era ajena esa clase de terror que hunde sus raíces en un profundo temor a lo desconocido. Pasaron nadando cerca de mí, emergiendo y sumergiéndose, y cuando se alejaban, el más claro de piel se volvió hacia mí y me dirigió una mirada deliberada mientras emitía un extraño sonido gutural que no dejaba de guardar cierta semejanza con mi nombre: « ¡Jack! » Me quedé con la clara e inconfundible convicción de que aquella criatura marina con branquias tenía la cara de Jeffrey Corey.

Todavía sueño con ella".

 
 H.P. Lovecraft/August Derleth

martes, 23 de junio de 2015

"El Corazón Perdido"

"Iba una tarde de paseo por las calles de la ciudad, vi en el suelo un objeto rojo; me bajé: era un sangriento y vivo corazón que recogí cuidadosamente. «Debe de habérsele perdido a alguna mujer», pensé al observar la blancura y delicadeza de la tierna víscera, que, al contacto de mis dedos, palpitaba como si estuviese dentro del pecho de su dueño. Lo envolví con esmero dentro de un blanco paño, lo abrigué, lo escondí bajo mi ropa, y me dediqué a averiguar quién era la mujer que había perdido el corazón en la calle. Para indagar mejor, adquirí unos maravillosos anteojos que permitían ver, al través del corpiño, de la ropa interior, de la carne y de las costillas -como por esos relicarios que son el busto de una santa y tienen en el pecho una ventanita de cristal-, el lugar que ocupa el corazón.  

Apenas me hube calado mis anteojos mágicos, miré ansiosamente a la primera mujer que pasaba, y ¡oh asombro!, la mujer no tenía corazón. Ella debía de ser, sin duda, la propietaria de mi hallazgo. Lo raro fue que, al decirle yo cómo había encontrado su corazón y lo conservaba a sus órdenes de si gustaba recogerlo, la mujer, indignada, juró y perjuró que no había perdido cosa alguna; que su corazón estaba donde solía y que lo sentía perfectamente pulsar, recibir y expeler la sangre. En vista de la terquedad de la mujer, la dejé y me volví hacia otra, joven, linda, seductora, alegre. ¡Dios santo! En su blanco pecho vi la misma oquedad, el mismo agujero rosado, sin nada allá dentro, nada, nada. ¡Tampoco ésta tenía corazón! Y cuando le ofrecí respetuosamente el que yo llevaba guardado, menos aún lo quiso admitir, alegando que era ofenderla de un modo grave suponer que, o le faltaba el corazón, o era tan descuidada que había podido perderlo así en la vía pública sin que lo advirtiese.  

Y pasaron centenares de mujeres, viejas y mozas, lindas y feas, morenas y pelirrubias, melancólicas y vivarachas; y a todas les eché los anteojos, y en todas noté que del corazón sólo tenían el sitio, pero que el órgano, o no había existido nunca, o se había perdido tiempo atrás. Y todas, todas sin excepción alguna, al querer yo devolverles el corazón de que carecían, negábanse a aceptarlo, ya porque creían tenerlo, ya porque sin él se encontraban divinamente, ya porque se juzgaban injuriadas por la oferta, ya porque no se atrevían a arrostrar el peligro de poseer un corazón. Iba desesperando de restituir a un pecho de mujer el pobre corazón abandonado, cuando, por casualidad, con ayuda de mis prodigiosos lentes, acerté a ver que pasaba por la calle una niña pálida, y en su pecho, ¡por fin!, distinguí un corazón, un verdadero corazón de carne, que saltaba, latía y sentía. No sé por qué -pues reconozco que era un absurdo brindar corazón a quien lo tenía tan vivo y tan despierto- se me ocurrió hacer la prueba de presentarle el que habían desechado todas, y he aquí que la niña, en vez de rechazarme como las demás, abrió el seno y recibió el corazón que yo, en mi fatiga, iba a dejar otra vez caído sobre los guijarros.  

Enriquecida con dos corazones, la niña pálida se puso mucho más pálida aún: las emociones, por insignificantes que fuesen, la estremecían hasta la médula; los afectos vibraban en ella con cruel intensidad; la amistad, la compasión, la tristeza, la alegría, el amor, los celos, todo era en ella profundo y terrible; y la muy necia, en vez de resolverse a suprimir uno de sus dos corazones, o los dos a un tiempo, diríase que se complacía en vivir doble vida espiritual, queriendo, gozando y sufriendo por duplicado, sumando impresiones de esas que bastan para extinguir la vida. La criatura era como vela encendida por los dos cabos, que se consume en breves instantes. Y, en efecto, se consumió. Tendida en su lecho de muerte, lívida y tan demacrada y delgada que parecía un pajarillo, vinieron los médicos y aseguraron que lo que la arrebataba de este mundo era la rotura de un aneurisma. Ninguno (¡son tan torpes!) supo adivinar la verdad: ninguno comprendió que la niña se había muerto por cometer la imprudencia de dar asilo en su pecho a un corazón perdido en la calle".

Emilia Pardo Bazán

lunes, 22 de junio de 2015

"Su Pequeño y Querido Fantasma"

"La primera vez que una ve a Elspeth, no está predispuesta. Ella es delgada y bronceada, su nariz levemente respingada. El cabello lacio y delgado, como seda, dividido en dos divertidas y pequeñas trenzas. Cuando una la quedaba viendo un rato, se percibía que era una encantadora criatura. No tenía defecto en su piel, y su boca era delicada y bien formada. Pero su particular encanto residía en una mirada que ella daba habitualmente, como si conociera ciertas cosas que las personas ordinarias ignoraran. Una se sentía tentada de preguntarle:

"¿Qué son esas cositas que sabes y que los demás ignoramos? ¿Qué es lo que ves con esos ojos listos? ¿Por qué es que todos te adoran?"

Elspeth era mi pequeña ahijada, y yo la conocía mejor que nadie. Pero aún no podía decir que me era verdaderamente familiar, puesto que para mí su espíritu era como un bello y fragante camino a través del que podía andar en paz y alegría, pero en donde contínuamente descubría cosas nuevas. La última vez que la vi, estaba en el bosque, donde había ido con sus dos hermanitos y su nana, para pasar los más cálidos días del verano. La seguí, tontería de mi parte, solo para estar cerca de ella, ya que necesitaba habitar donde su dulce aroma pudiera alcanzarme.

Una mañana cuando salí de mi cuarto, rengueando un poco, ya que no soy tan joven como solía ser, y el viento proveniente del lago hacía estragos en mí, mi pequeña ahijada vino hacia mí bailando y cantando:

"¡Ven, ven conmigo, y te mostraré mis lugares, mis lugares!"

Cuando ella cantaba la canción del Mar Rojo, podía estar más alborozada, pero no podía estar más encantadora. Por supuesto que sabía a que "lugares" se refería, ya que fui niña alguna vez. Pero a no ser que una estuviera familiarizada con el verdadero significado de "lugares", sería inútil tratar de explicarlo. Es como conocer el significado de la Poesía o no. Hay cosas en este mundo que no pueden ser explicadas.

Los dos hermanitos de Elspeth estaban presentes, y tomé uno de cada mano y la seguí. Luego de un rato habíamos salido de la casa y estábamos en el bosque, y una especie de misterio cayó sobre nosotros. Ella nos advirtió que fuéramos en silencio, y así lo hicimos, evitando pisar hasta las ramas secas.

"Las hadas odian el ruido," me susurró mi ahijadita, mientras sus ojos se reducían como los de un gato.

"Debo tener mi varita," dijo, con reverencial tono, "es inútil intentar nada sin una varita."

Los niños se impresionaron profundamente y también yo. Me sentía como si al final fuera a ver, si me portaba bien, a las hadas, que hasta ahora venían evitando mi materialista contemplación. Fue un momento encantador, no fue nada común en la vida.

Había una hondonada cerca, y la chiquilla se zambulló en ella. Pude ver su sombrero de paja rojizo moviéndose por entre los altos arbustos, y me pregunté si habría serpientes.

"¿Piensas que hay serpientes allí?" dije a uno de los chiquillos.

"Si hay," dijo con convicción, "no se atreverán a lastimarla."

Me convenció. No tenía miedo. Al rato Elspeth surgió de la maleza. En sus manos tenía una flor perfectamente redonda, con su tallo. La llevaba como si fuera una reina con su cetro (las bellas reinas que soñábamos en nuestra infancia).

"Ven," me ordenó, y movió el cetro de manera elegante. Así que la seguimos, con los niños tomando cada una de mis manos. Los tres estábamos un poco asustados. Elspeth nos guió a través de un oscuro brezal. Las ramas, al sacudirlas, nos llenaron las caras de gotas de rocío. Un pequeño sendero, hecho con las pisaditas de la niña, guiaba nuestros pasos. Un perfume de fresas maduras y pepinos salvajes inundaba el aire. Un ave, asustada desde su nido, comenzó a exclamar frenética sobre nuestras cabezas. El brezal se espesó; de pronto la oscuridad de los abetos estaba sobre nosotros, y en medio del borroso verde, un tulipán ostentaba sus hojas. Había una creciente humedad, a medida que nos acercábamos, pisando suavemente. Una pequeña culebra verde escapó coqueteando de nuestra presencia. Una ardilla regordeta salió a nuestro encuentro desde la altura, acariciándose los bigotes con una aire complaciente.

Al final, llegamos al "lugar". Era un círculo de hierba aterciopelada, brillante como las primeras de la primavera, delicada como helechos marinos. El sol, que caía por entre los huecos de los abetos, inundaba el lugar con una suave luz y hacía que el bosque que nos rodeaba pareciera como un profundo terciopelo verde. Mi pequeña ahijada se quedó en el medio y elevó su cetro de manera impresionante.

"Este es mi lugar," dijo con una especie de alegría maravillosa. "Aquí es donde vengo a los bailes de las hadas, ¿las ven?"

"¿Ver qué?" susurró uno de los niñitos.

"Las hadas."

Hubo un silencio. El mayor de los chiquillos tiró de mi falda.

"¿Las ven?" preguntó. Su voz temblaba con expectancia.

"En realidad," dije, "me temo que soy muy vieja y pícara para ver hadas. No obstante, ¿tienen ellas sus sombreros rojos?"

"Claro que sí," rió mi chiquilla. "¡Sus sombreros son rojos y son tan pequeños, tan pequeños!" Ella nos mostró la nacarada uña de su dedo pequeño para darnos una idea.

"¿Y sus zapatos, terminan en punta?"

"¡Oh, son muy puntiagudos!"

"¿Y sus vestidos, son verdes?"

"Tan verdes como el follaje."

"¿Y soplan pequeños cuernos?"

"¡Los más dulces y pequeños cuernos!"

"Creo que las veo," exclamé.

"Pensamos que también las veríamos," dijeron los pequeños niños, riendo con regocijo.

"¿Y escuchan sus cuernos?" preguntó ansiosa mi dulce ahijada.

"¿No escuchan sus cuernos?" pregunté a los chiquillos.

"Creemos escucharlos," gritaron, "¿no piensas que los escuchamos?"

"Claro que sí," dije, "¿No estamos muy felices?"

Todos reimos y nos dimos besos. Luego, Elspeth nos guió de vuelta a casa.

Al día siguiente fui llamada a la costa del Pacífico y el trabajo me mantuvo ocupada hasta diciembre. Un par de días antes de la fecha prevista para mi regreso a casa, me llegó una carta de la madre de Elspeth.

"Nuestra chiquilla se ha ido a lo Desconocido," decía, "ese Desconocido que ella siempre parecía tratar de observar. Sabíamos que ella se iría, y se lo dijimos. Ella era muy tenaz, pero nos suplicó que tratáramos de algún modo de tenerla hasta después de Navidad. 'Mis regalos aún no están terminados,' se ponía a lloriquear. 'Y quiero ver que me van a regalar. Pienso que ustedes no tendrán una Navidad feliz sin mí. ¿Pueden hacer que esté hasta Navidad?' Nosotros no podíamos 'hacer' nada con Dios en el Cielo o con la Ciencia en la Tierra. Y ella se fue."

Era solo mi ahijadita, y soy una vieja solterona, sin mayor experiencia con niños, pero me pareció como si me hubieran quitado la luz y la belleza de mi vida. A través de su cristalina alma había percibido todo lo precioso y encantador. ¡Sin embargo, se fue! Regresé a mi hogar y tomé un curso de historia egipcia, determinada a no pensar en otra cosa que no fueran los Ptolomeos.

Su madre me había contado como, en Nochebuena, como de costumbre, ella y su marido llenaron las medias de los niños y las colgaron del lugar usual, de la chimenea. Estaban muy apesadumbrados, pero ese año no habían reparado en gastos y habían colmado a sus dos hijos con todos los tesoros que pudieran llamarles la atención. Se preguntaron como fue que, en años anteriores, habían sido tan malos, por economizar en época navideña y lo que significaba para ellos el no haber podido regalarle a Elspeth el arpa que ella tanto pidió el año pasado.

"Y ahora," comentó el padre, sobre el arpa, pero no pudiendo terminar, por supuesto. Y los dos prosiguieron apasionados su tarea. Había dos medias y dos pilas de juguetes. ¡Tan solo dos medias y dos pilas de juguetes! ¡Dos es muy poco!

Salieron del cuarto y durmieron por un largo tiempo, suficiente como para que los niños se despertaran y, poniéndose sus batas de dormir y sus pantuflas, hicieran una precipitada incursión a ese cuarto, en donde habían sido preparadas todas las cosas de Navidad. El mayor llevaba una vela que proporcionaba una débil lumbre; el otro le seguía a través de la silenciosa casa. Estaban muy impacientes e ilusionados, y cuando llegaron a la puerta de la habitación se detuvieron, puesto que vieron que otra criatura se les había adelantado.

Era una criatura pequeña y delicada, sentada con una bata blanca, con dos trencitas que le caían por la espalda y parecía estar llorando. Cuando ellos la vieron ella se levantó y, apuntando con su delgado dedo como hacen los niños cuando cuentan, se aseguró una y otra vez, tres veces en total, ¡qué solo habían dos medias y dos pilas de juguetes! Solo eso y nada más.

La pequeña figura se veía tan familiar, que los muchachitos se sobresaltaron. Entonces, alzando su brazo e inclinando su cabeza, tal y como Elspeth solía hacer cuando estaba llorando u ofendida, la cosa se deslizó y desapareció. Eso fue lo que dijeron los niños. Se esfumó como cuando una vela se apaga.

Corrieron y despertaron a sus padres con esa historia y recorrieron toda la casa, en búsqueda de algo que jamás hallaron. Maravillados, con desconfianza, esperanza y agitación, repitieron la búsqueda noche tras noche, pero solo había una casa silenciosa y cuartos vacíos. Dijeron a los pequeñuelos que habría sido una equivocación, pero ellos sacudieron sus cabezas.

"Conocemos a nuestra Elspeth," dijeron. "Era nuestra Elspeth que estaba llorando porque no tenía media ni juguetes. Nosotros le hubiéramos regalado los nuestros, solo que ella desapareció. ¡Tan solo se esfumó!"

Alack!

A las siguientes Navidades, ayudé un poco con la celebración. No era mi asunto, pero pregunté si necesitaban ayuda, y ellos asintieron. Cuando terminamos, dejamos tres medias con tres pilas de juguetes, y una de ellas estaba repleta con todas aquellas cositas que creo mi querida niña hubiera amado. Cerré los cuartos de los niños con llave, y dormí esa noche sobre el diván del salón. Dormí poco, a pesar que era una noche muy tranquila. Sin brizas y con una quietud que creo que podría haber escuchado hasta el menor de los ruidos. No escuché ninguno; si hubiera estado en una tumba, mis oídos no habrían estado más impertubados.

Cuando llegó el nuevo día fui a abrir las puertas de las habitaciones de los niños y vi al pasar, que la media que tenía todos los tesoros de mi pequeña ahijada había desaparecido. No había vestigios de ella.

Por supuesto que no preguntamos a los niños. Luego de la cena, me enterré en mi historia, y tanto me absorvió, que se me hizo la medianoche sin darme cuenta casi. No habría despertado de mi estudio, supongo, para darme cuenta de la hora, a no ser por un débil y dulce sonido, como de una criatura tocando un instrumento de cuerda. Era tan suave y remoto, que a duras penas lo escuchaba, pero tan delicado y alegre que no podía dejar de percibirlo. Cuando lo volví a escuchar, por segunda vez, fue como si alcanzara a oír el eco de una risa infantil. Al principio me desconcerté, pero luego recordé el arpa pequeña que había puesta entre los juguetes desaparecidos. Dije en voz alta:

"Adiós, querido y pequeño fantasma. Descanza en paz, querida. Adiós, adiós."

Eso fue hace años, y habido silencio desde entonces. Elspeth siempre fue una criatura obediente".


Elia W. Peattie

domingo, 21 de junio de 2015

"La Vampiro Española"

"La tarea de encerar el «Packard» del profesor Rodman representaba un ingreso de ocho dólares más para el jefe, y una noche sin sueño para mí. ¡Ah! Y no disponer de una oportunidad para estudiar McKelvey on Evidence, con vistas a la primera clase de la mañana. Pero cuando vi al juez Mottley acercarse a la gasolinera a bordo de su gran «autobús» negro, dejé caer la bayeta que normalmente utilizaba para sacar brillo y recurrí a mi mejor sonrisa «Green Gold». Es la que el jefe de ventas nos hace utilizar cuando suministramos a un cliente algo que no necesita para nada. «Green Gold» hace sonreír a su motor. Suaviza los elementos que se mueven, elimina las fricciones bruscas.

-Buenas noches, juez...

Pero Mottley ya no era juez. Había dejado este cargo tan pronto se familiarizó con las leyes lo suficiente para poder poner un bufete particular. Era un individuo metódico, de mandíbula cuadrada, hallándose en posesión de una de esas miradas que suscitan un gran nerviosismo en la persona observada. A él no se le podía ir con la vulgar pregunta: «¿Lleno?» Eché rápidamente un vistazo al aparato indicador del depósito y le pregunté:

-¿Unos veintidós galones, señor?

Mi espíritu de trabajo, mi energía, la perseverancia de que hacía gala, en mi empeño de abrirme camino en la escuela de leyes, me había hecho ganar el aprecio del juez. Necesitaba un poco de protección, como cualquiera podrá ver más adelante.

-No necesito gasolina. Ni siquiera tengo necesidad de una sonrisa «Green Gold» -contestó el hombre-. La verdad es que lo único que necesito ahora son unos minutos de su valioso tiempo, señor Binns.

El señor Binns soy yo... Me encontraba demasiado desconcertado para acertar a borrar de mi rostro la sonrisa «Green Gold», para empezar a limpiar el parabrisas. Respondí:

-¡Oh...! ¡Hum! ¡Oh!
El juez procedió a aclararse la garganta.
-Me he parado aquí para notificarle que no será usted ya empleado de la firma «Mottley, Bemis y Burton». Ni siquiera en el caso de que en sus exámenes finales alcance las notas más altas.
Se ajustó las gafas, añadiendo:
-Este asunto tiene que ver con los alborotos estudiantiles. Tuve ocasión de verle derribando la taquilla del Campus Theatre. Nunca daré empleo a quien atenta contra la Ley. Buenas noches, señor Binns.

Antes de que pudiera explicarle que el alboroto no era realmente un alboroto, sino sólo una expresión del boicot contra el Campus Theatre, cuya dirección se empeñaba en no conceder precios especiales a los estudiantes, el juez aceleraba el coche para separarse lo antes posible de mí. ¿Por qué aquel ensañamiento conmigo? La chica que expendía los billetes no se hallaba dentro del quiosco cuando yo empujaba para que diese la vuelta. Y fueron realmente los de dentro quienes hicieron todo el daño. Reventaron unas cuarenta butacas y arrancaron las cortinas de sus varillas antes de que llegara la policía. Pero el juez Mottley, fatalmente, tenía que verme a mí...

Colgué la manguera de la gasolina, que hasta aquel instante había tenido en las manos. Resulta duro perder un empleo que todavía no ha llegado a conseguirse. Luego, mi jefe salió de la oficina hecho un basilisco.

-¡Juez! -aull. ¡Juez Mottley!
Pero Mottley ya no podía oírle. El señor Hill se encaró conmigo.
-Eric: como insultes a otro cliente... Puedes tener la seguridad de que te despediría ahora mismo si no fuese por el «Packard» del profesor... ¡Vamos! ¡Ponte en marcha y déjalo bien brillante!

Me puse en marcha y él tornó a encerrarse en el despacho, dando un portazo. El juez Mottley le había sacado de un profundo sueño y esto le ponía siempre de mal humor. Quizá me despidiera, pero si procedía así, se delataría como un embustero. Yo me alojaba en su casa y sólo porque había firmado un certificado declarando que yo era un sobrino distante. Ocurre que hoy en día los estudiantes no pueden vivir fuera del «campus», a menos que se alojen con parientes. Nadie parece maravillarse ante el extraordinario número de dependientes de establecimientos, camioneros y otros hombres de oficio por el estilo que se encuentran en mis circunstancias. Pero las cosas están así. Los únicos que no tienen aficionados al estudio en sus familias son los chicos que poseen las destilerías de ginebra de Palo Verde Este. He aquí otra cosa chocante. El licor no puede ser vendido fuera de los límites de Palo Verde, de manera que todo aquel que desea echar un trago ha de hacer un recorrido de tres kilómetros para conseguir su propósito. La ley... ¡Al infierno!, pensé. Si un tipo carece de buenas relaciones, lo más probable es que se muera de hambre una vez se gradúe. Un licenciado en Derecho puede conseguirse por un poco de jamón rociado con cerveza en el estado de California, que es una tira de mil setecientos kilómetros de maravilloso clima, y nada más.

Inclinado sobre aquel capó, sentí que el cuerpo se me cubría de sudor. Cuando llegué a las puertas, andaba necesitado de un descanso. Además, tenía que estudiar el McKelvey. Mi turno era desde las cuatro hasta las doce de la noche. Me instalé en el asiento posterior del coche del profesor, encendí la luz superior -podía ser que tuviera que recargarle la batería, más tarde-, y abrí el libro. ¡Al diablo, las leyes! Quizás hubiera debido escoger la carrera de Medicina. El profesor Rodman era catedrático de bioquímica o algo por el estilo. Andaba trabajando en una alocada teoría que apuntaba a la elaboración de sangre sintética, para su uso en las transfusiones. Una gran idea, si podía ser llevada a la práctica. Vivía por y para la sangre. Pero poseía dos «Packard». Quizá no se hallara tan absorbido por sus estudios como parecía. Estaba yo demasiado preocupado para poder concentrarme en el estudio. Empecé a registrar la cartera de mano que el profesor dejara en el asiento de atrás. Más sangre: cómo crear glóbulos rojos en la anemia perniciosa; cómo fortificar a los doñantes de sangre, con objeto de que pudiera sacárseles un cuarto de hora cada día, sin que resultase perjudicada su salud... Aquí había algo, algo bueno, si todo salía bien.

Finalmente, comprendí que lo mejor que podía hacer era acabar de sacarle brillo al coche, para que el profesor se lo llevara por la mañana. Puse el vapor y redondeé el trabajo. El jefe se había ido a casa, de manera que me dije: «¿Para qué diablos tener esto abierto hasta la medianoche?» Cerré la gasolinera y eché a andar a campo través. El señor Hill vivía a unos tres kilómetros de distancia, en unas laderas cubiertas de vegetación. No quería volver a casa. Me detuve en un estrecho sendero que arrancaba de la carretera principal. Más allá, había una arboleda y un pequeño claro. Vi el ángulo de una antigua cerca. Muy a menudo, me había llamado la atención aquel lugar y ahora me entraban deseos de plantarme en lo alto de la valla, jugando a los espantapájaros. El sitio favorecía, además, mis ansias de meditación. Tenía muchos motivos para entregarme a la reflexión, especialmente después de haberme hecho el juez Mottley aquella trastada... Elevábase la luna en el firmamento. El chaparral rozaba mis tobillos; las hojas de los robles acariciaban mi rostro. Hay mucha gente que no es capaz de resistir eso mucho tiempo, pero yo. al igual que determinadas personas, me considero inmune.

La cerca se hallaba en muy mal estado. Luego, vi la lápida. Era larga y estrecha, muy lisa, y, cosa extraña, no habían crecido muchos hierbajos a su alrededor. Me detuve, dejando correr mi imaginación: «Iré en un buque "tramp" a Suva, Samar o Cebú. Me convertiré en un plantador más. Instalaré mi vivienda bajo un cocotero. Y la escuela, ¡al infierno!»

Me quedé muy sorprendido al oir decir a una muchacha:
-¿Piensa usted permanecer sentado ahí durante toda la noche sin dirigirme la palabra?
Su inglés tenía acento español. Lo mismo pasaba con su faz y sus cabellos. No sé qué fue lo que me sorprendió más, si su presencia allí o su belleza. Por el hecho de no ser un experto en prendas femeninas no me fijé en muchos detalles de su atuendo. Lo único que vi fue que su vestido se extendía desde la barbilla hasta los tobillos. Aquello era una especie de túnica... Bueno, uno nunca podía adivinar lo que llevarían las condiscípulas en la temporada siguiente. Se cuelgan todo lo que sea.

-¡Oh! Perdone... No la oí entrar.
-Es difícil que a mí me oigan -manifestó ella-. El caso es que usted se sentó a la puerta de mi vivienda, como si hubiese sido algo suyo. Me resulta muy agradable conocerle, sin embargo.
Tenía unos ojos en los que se podía leer. Llevaba los cabellos recogidos hacia arriba. Un chal de encaje blanco cubría sus hombros.
-El placer es mutuo -admití-. Ahora, eso de la puerta de su vivienda no he podido comprenderlo.

Ella señaló la lápida en la que yo me sentara. La piedra tendría algo más de setenta centímetros de anchura por un metro ochenta centímetros de longitud. Una segunda mirada a aquélla me dejó intrigado. No había visto las letras labradas allí, en un extremo. «Aquí yace Doña Catalina...» Yo había estado sentado en una tumba que databa de la época de la ocupación española.

-Espere un momento -contesté, recuperándome de la sorpresa rápidamente-. No bromee. Si usted es una sonámbula, yo me ofrezco para devolverla a su casa.

Ella debió de tomarme por un estúpido.

-Soy una sonámbula. Vivo aquí y usted se había sentado a la puerta de mi vivienda. Me llamo Catalina María Pérez y Villamediana. -Mi interlocutora, agregó-: Soy una mujer-vampiro.
Dijo esto último con un gesto de tristeza.
-¿Ah, sí? -Tras esta lacónica réplica, la cogí de la mano, que estaba bastante fría, cosa que no hubiera debido ser, dadas las costumbres de la chica-. Hablemos de eso.
-Usted es muy amable. La mayor parte de la gente grita y echa a correr al verme. Ya en 1827 se dio el caso de un pobre diablo que corrió y corrió hasta caerse muerto. ¡Cielos! ¿Qué culpa tengo yo de ser una mujer-vampiro?
-Escuche, querida -le contesté-. No se llame a sí misma mujer-vampiro. Yo me doy cuenta de que está usted muy bien y de que luce una túnica muy elegante. Hay mejores palabras para describirla aún.
-Esto es una mortaja, no una túnica -manifestó ella, suspirando-. ¡Cuánto me gustaría disponer de bonitas ropas!

Esto último era tranquilizante. Absolutamente normal, después de todo. Reaccionaba en este sentido como la esposa del señor Hill, sólo que mi interlocutora tenía mejor aspecto. Di de lado aquella ocurrencia y proseguí hablando:

-Mire: por la época en que usted nació, aproximadamente, se dejó de hablar para siempre de los vampiros. Son historias de otro tiempo...
Ella hizo un gesto especial, pasándose una mano por los cabellos.
-Pero.. es que yo soy de veras, como le he dicho, una vampiro. Suelo abandonar mi tumba. Habitualmente, esto sucede hacia la medianoche. No me gusta insistir, sin embargo. Temo que acabe por odiarme.
-Sí, ya sé... Usted va de un lado para otro, bebiéndose la sangre de la gente; tiene que estar de regreso antes de que salga el sol y no puede cruzar ninguna corriente de agua...
-¡Oh! -La joven sonrió, dejando caer ambos brazos sobre mis hombros-. ¡Querido! Tú me comprendes.

Cuando una mujer como Catalina le besa a uno ardientemente en la boca, sin interesarse primeramente si uno posee un coche y/o una botella a mano, hay motivos para sentirse triunfante. Desde luego, aquello de vivir en una tumba resultaba algo extraordinario; era algo capaz de hacer que un estudiante de leyes se volviera introspectivo. Por otro lado, ella había nacido en 1793, fecha que realmente proporcionaba un amplio margen. Finalmente, Catalina me soltó, acariciándose los cabellos.

-Lo siento mucho, pero he de comer algo.

Antes o después, todas vienen a parar a lo mismo. En los bolsillos de mis pantalones de vaquero sólo habían unos cuantos chelines y peniques.

-Bueno, ¿te apetece una hamburguesa en el Greek's?
Ella movió la cabeza, denegando.
-¿Tú no sabes, querido, que yo sólo bebo sangre?
-¡Oh, bien! -La cogí de una mano, apartándonos de la tumba-. Vamos a ver qué es lo que encontramos por ahí.

Lo hice para ver si se le pasaba aquella obsesión. Habían aparecido unas nubes en el firmamento, tras las cuales se perdió la luna. Ella tomó la iniciativa y la seguí hasta la carretera. Después, se lanzó por un atajo. A mí, esta carrera sobre el campo y entre espesuras de árboles me dejó sin aliento. Catalina poseía una habilidad especial para salvar el obstáculo frecuente de los alambres de espino, una habilidad de la que yo carecía, de lo cual era buena prueba el estado en que se encontraban a estas alturas mis pantalones. Ladró un perro. Escuché el ruido metálico de su cadena. «Diablos», pensé. «Si alguien me descubre en compañía de esta muñeca es posible que me vea en un aprieto.» Catalina se encaminaba ahora a una casita que había al otro lado de un camino. Me sentí un poco intimidado. Si ella vivía allí y su viejo la oía entrar, a la par que a mí, se plantearía una situación un tanto embarazosa. Palo Verde es una ciudad llena de personas con una mentalidad de vía estrecha. Se colocó ante la puerta posterior y entró en la casa sin hacer el menor ruido. Al cabo de un minuto, noté que se movía una cortina. Catalina se asomó. Yo esperaba que me hiciese una seña. Estaba dispuesto a lo que fuera ya. Una cosa son las lápidas sepulcrales y otra muy distinta los «boudoirs» en regla. Pero no me pidió que entrara. Todo lo contrario. Su gesto quería decir: «Espérame ahí querido. Volveré en seguida.»

¿Iba a cambiarse de ropa, quizás? ¡Oh! Me parecía bien.
Alguien, dentro de la casa, se movía, inquieto. Oí la voz de un niño... Fue como si hubiera estado durmiendo, despertándose de pronto para echarse a llorar, pensándoselo mejor luego y optando por callar. Oíase un murmullo apagado, si bien las luces no estaban encendidas. Convidaba al sueño. Mis párpados se cerraban; los dedos en contacto con la cerca se relajaban...

De pronto, experimenté un sobresalto. Era Catalina. Salió de la casa para dirigirse hacia donde yo la esperaba. Me cogió de la mano, igual que si hubiese sido un objeto de su pertenencia. Empezamos a cruzar de nuevo campos y espesuras de árboles. No se había cambiado de vestido. Catalina susurraba unas frases en español. Con el inglés no acertaba del todo a expresar sus pensamientos. Le divertía haber dado con alguien que no profería gritos al verla, antes de echar a correr. Sus manos eran cálidas ahora, lo mismo que sus labios. De vuelta a la lápida sepulcral, me contó la historia de su vida. Ésta demostraba que era cien por ciento mujer. Al parecer; había enfermado hasta morir, a consecuencia de la desaparición de un novio que un gringo rufián había despedazado. Catalina se echó a reír cuando le pregunté qué probabilidades se me ofrecían de verla transformarse en un lobo.

-¡Oh, qué ocurrencias tan graciosas tienes! Una mujer-vampiro es siempre una mujer-vampiro. Un ser que se transforma en lobo es algo completamente distinto.

Yo estaba haciendo algunas consideraciones ahora. Me parecía verla con más sustancia corpórea desde aquel extraño viaje al «bungalow». Por Palo Verde había habido como una epidemia de anemia perniciosa. Las carnicerías se quedaban sin hígados a las nueve de cada mañana, y a sesenta centavos la libra las clases trabajadoras no podían adquirirla. Comencé a ver con otros ojos los frenéticos afanes del profesor Rodman por hacerse de sangre sintética para las transfusiones. Esto me puso en situación. Los vampiros son inmovilizados mediante una estaca de madera que les atraviesa el corazón. Así yacen en sus tumbas. Un jurista en perspectiva había de ser imparcial, como el juez que colgó a su propio hijo, es decir, que le condenó a la horca. Estoy aludiendo a los ideales profesionales. Pero Catalina estaba viva, en cierto modo, y aunque yo me viese autorizado oficialmente un día para trabajar con la ley, tendrían que darse muchas enmiendas constitucionales antes de que pudiera ser juez, jurado y ejecutor. De todos modos, a mí me gustaba mucho ella. Cabía la posibilidad, quizás, de que lograra hacerla cambiar de costumbres.

-Querida: tú constituyes una devastadora amenaza al concentrar tu atención en los niños -dije finalmente-. ¿Por qué no prefieres a los mayores?
Al mirarme, vi que sus ojos se habían llenado de lágrimas.
-Los mayores tienen el hábito de beber ginebra, de fumar asquerosos cigarrillos. Mi estómago -manifestó, llevándose una mano al sitio indicado- no es muy fuerte.

Llevaba ya tanto tiempo sin fumar ya que ni siquiera me acordaba del sabor del tabaco. Estaba haciendo economías a fin de poder pagar la multa impuesta por el alboroto del teatro. Aquella actitud apesadumbrada de Catalina me conmovió. Necesitaba disponer de sangre joven. Dada la forma de vivir de las gentes en este año de gracia, no se podía paladear ya, precisamente. Por último, di con la respuesta.

-Mira, nena: voy a salvarte a ti y a los niños de Palo Verde. -Con un gesto dramático, le mostré la garganta-: ¡Bebe!
Ella retrocedió lentamente.
-No puede ser. Yo te amo, ¿no comprendes? Morirías, y tú te has mostrado muy atento. No echaste a correr ni empezaste a gritar. ¿Has vivido tú acaso ciento veintinueve años sin amigos?
-Ya han sido bastante malos los últimos cuatro años, a lo largo de los cuales he asistido a la escuela de leyes asiduamente, manteniéndome siempre a la cuarta pregunta, sin un chavo -respondí. Le estaba diciendo la verdad-. Pero escucha esto: el profesor Rodman intenta inventar un tónico que produce sangre. Me procuraré un frasco. De este modo, saldremos bien parados todos los que tenemos que ver con este asunto.

Estas palabras mías la dejaron muy intrigada. Me resultaba muy difícil darle una explicación. En primer lugar, porque yo empezaba por no comprender los detalles; en segundo término, porque las mujeres tienen el cerebro bastante duro para las cosas científicas. Catalina optó por decir, con lo que le conté, que lo veía todo con mucha claridad.

-Te veo tan seguro... -añadió, ansiosa y vacilante a un tiempo.

Los dientes de Catalina eran más blancos que los de las modelos. Por un segundo, me sentí receloso, y ella adivinó lo que pensaba.

-No te dolerá -susurró-. En realidad, no llego a morder. Me limito a beber, con los labios y la lengua.
-Sí, vamos. Se trata de una especie de beso supercargado, ¿no?
-¡Querido: tú lo comprendes todo!

En consecuencia, acabé por aflojarme el nudo de la corbata (un poco manchada de huevo, precisamente). Catalina exteriorizó unos sonidos que denotaban su contento, algo así como un adormecedor susurro. Al cabo de unos instantes me abandonaron la confusión y las náuseas. Nunca había sido rozado el cuello de un hombre por unos cabellos más suaves... ¡Diablos! Los donantes profesionales no pierden nunca nada por el hecho de ceder su sangre...

-No debo mostrarme glotona -dijo ella, finalmente.

No sé por qué, Catalina ganó otro poco más ahora de sustancia corpórea. De no haber sido una perfecta dama, le habría propinado un cachete en las nalgas, sólo para comprobar cómo sonaban. Me sentía mareado, desde luego, pero aquello era más agradable de lo que podía figurarme. Algo había prosperado desde la escena de la lápida. Cuando el aire tenía ya el perfume del amanecer, ella se agitó, diciéndome:

-Es hora de que me vuelva a casa. El sol no tardará ya en salir, ¿verdad?
De pronto, hizo un gesto.
-¡Fíjate en eso! ¡Allí!

Volví la cabeza hacia donde me acababa de indicar. No distinguí nada. Catalina había desaparecido. En la tumba se hundía una espiral de niebla blanquecina. No me sentí muy a gusto entonces. En realidad, vivía bajo la losa. Sería estupendo, pensé, que el tónico generador de sangre del profesor Rodman no diera ningún resultado. Este tema me suministró otros, que sometí a detenida reflexión mientras, cansado, me encaminaba a casa. El sol salió antes de que yo llegara a la misma. El jefe había sacado su vehículo del garaje y estaba ejecutando un solo de saxofón con el acelerador, a fin de calentar rápidamente el motor. Él usa lubrificante «Green Gold». Se figura que así no puede echar a perder el motor, por muy frío que esté. Al verme, sacó la cabeza por la ventanilla del coche, gritando:

-No es raro que te haya cogido durmiendo más de una vez en el cuarto de las baterías. Si no consigues que el juez vuelva por la gasolinera, te despediré.

El señor Hill no bromeaba. La cuenta que el juez tenía en la gasolinera daba prestigio al negocio. Yo no podía dedicarme exclusivamente a proporcionar satisfacciones a las mujeres-vampiro. Tenía que pensar en otras cosas, forzosamente. La señora Hill saboreaba su cigarrillo de la mañana cuando entré en la cocina. Habíala juzgado ya tiempo atrás como una mujer de excelente aspecto. Pero ahora todas las rubias parecen un tanto artificiales.

-Has madrugado mucho hoy, Eric -comentó.
Me dirigió una mirada irónica.
-Sí. Y me siento con bastante hambre para empezar el día -contesté, sentándome a la mesa.

Advertí algo raro en su actitud. Ella no volvió a hablar. Deduje que levantarse a medianoche para preparar el desayuno de su marido era un trabajo rudo. Rudo resultó también el trabajo aquel día en la escuela. La mayor parte del tiempo me la pasé sin saber de qué se hablaba en las aulas. A causa de mi excursión con la sonámbula, me estaba fijando más que nunca en mis condiscípulas. Buscaba a la que me dejara extenuado la noche anterior. No obstante, conseguí sobrevivir a aquella jornada. Cuatro tazones de chile bajo mi cinturón, me prepararon bastante bien para mi jornada nocturna en la gasolinera. Se hallaba ésta emplazada en El Camino Real, en la carretera que va desde San Francisco a San Diego. Los buenos padres solían trasladarse de una misión a otra a pie. Me dio risa, al imaginar lo que ellos habrían pensado de Catalina. Esa idea me llevó a dar un rodeo. Disponía de tiempo de sobra, así que me encaminé a la espesura familiar. A la luz del día, aquél me pareció un sitio inexpresivo y solitario. No podía entretenerme, sin embargo, con sentimentalismos. Cogí uno de los palos de la cerca, utilizándolo como palanca en la losa. No me costó mucho trabajo desplazarla. No era necesario cavar. La cripta sepulcral estaba formada por piedras cuadradas. En el fondo, descubrí un féretro de construcción casera, con asas de plata pintadas. Al igual que la placa de la tapa, debían de haber sido trabajadas por un herrero.

Me introduje en la abertura. Había espacio suficiente para que pudiera poner los pies, sin tener que montarme en el féretro. Levanté la porción posterior y por poco la dejé caer de golpe. Catalina no me había engañado. Estaba tendida allí, con los ojos cerrados. Las manos se hallaban cruzadas sobre su pecho. Su piel era de un tono oliva transparente, con un toque rosado.

-¡Sal de aquí! ¡Te encontré!

Ella no contestó. Flotaba en sus labios una leve sonrisa, que impedía que cerrara los mismos con fuerza. Ningún sepulturero había visto jamás un cadáver semejante. Sus uñas eran rosadas y largas. No había la meror huella de arañazos en sus menudos pies, ni una mota de polvo. Eso fue lo que me hizo abatir la tapa a toda prisa. Salí de la tumba, dedicando unos minutos a la tarea de colocar la lápida en su sitio. Una cosa es hablar con una muchacha de lo cómoda que pudiera sentirse en su féretro y otra muy distinta es verla en él... Me recobré de aquella emoción al incorporarme al trabajo. El señor Hill me miró como si estuviese echando algo de menos. Le dije:

-Espere y verá cómo le vendo al juez Mottley una lata de «Green Gold».
-Será lo mejor que puedas hacer, muchacho –gruñó mi jefe-. Voy a darte otra oportunidad. No puedo despedirte hoy porque la señora Hill y yo queremos ir al cine.

Cuando cerré la gasolinera, dejando en condiciones las mangueras del agua y del aire, para que no nos las robaran, llevé a cabo el siguiente intento de reforma de la dieta de Catalina. Después de hacer los honores a otro tazón de chile, pedí a Mike que me preparara algo, en un paquete, para llevármelo. Catalina estaba sentada en la tumba, esperándome.
-
Todo mundo se asusta al verme, menos tú –me dijo, con una encantadora sonrisa-. Ahora cenaremos, ¿verdad?
Me besó. Hizo un trabajo de esta caricia.
-Lo que tú quieras. Pero a mí me parece que podrías abandonar gradualmente tu dieta de sangre. Estuve en el bar y Mike me preparó cierta cantidad de chile para ti.
-¡Oh! -Catalina se apartó de mí, dirigiéndome una mirada cargada de reproches-. ¿Has comido chile? ¿Con ajo?
-¿Qué ocurre? -Me dejó desconcertado su actitud-. Siempre me figuré que los antiguos californianos sintieron una gran debilidad por este alimento. Bueno, de todos modos traje también unas golosinas. Éstas te quitarán todo olor de tu aliento. El jefe las tiene siempre en la gasolinera, a fin de evitar que su mujer se entere de que se ha tomado demasiados «golpes» de ginebra al cabo de la jornada.
-Pero... ¿es que no lo sabes? Los vampiros no pueden oler el ajo. Es puro veneno para ellos. He ahí el peligro... Por este motivo, me veo obligada a hacer una selección muy escrupulosa de la gente. Bien... -Ella se encogió de hombros. Yo no estaba en condiciones de servirle-. Tenemos que volver allí.
Me señaló el sitio que visitáramos de noche.
Intenté seguir siendo fiel a mi propósito.
-Supongamos que tú te vas sola esta noche, mientras yo dedico estos minutos a la elaboración de ciertos planes. Andas necesitada de algunos vestidos bonitos. De esta manera, quienes te vean cesarán de lanzar exclamaciones de asombro antes de emprender veloz carrera.

Esto me dio resultado. Ya lo sabía que había de ser así. Para estar a la altura de las circunstancias, Catalina declaró que prescindiría de la cena aquella noche. Hubiera sido capaz de ir a la huelga de hambre por mí. Finalmente, nos pusimos de acuerdo: realizaríamos una incursión en el laboratorio del protesor Rodman. A Catalina se le daban bien las cerraduras, como ya he dado a entender previamente. Al regreso, quiso que me sentara a su lado mientras ella me refería chismes acerca de los Ortega, quienes habían sido vecinos suyos en 1809, pero yo tenía que dedicar algunas horas al sueño y deseaba también reflexionar. Solemnemente, me prometió dar de lado aquella manía de beber sangre. Transcurrieron varios días antes de que se me quitara del aliento el olor a ajo. Catalina, decididamente, había mejorado mucho de aspecto. Entretanto, yo me bebí la mayor parte de la mezcla del profesor Rodman. También me las arreglé para que el juez Mottley volviera por nuestros lares. Los periódicos de Palo Verde dieron a conocer al público la sorprendente recuperación de varios pacientes aquejados de anemia perniciosa. Bajo el revolucionailo tratamiento del profesor -aplicado por un médico de la localidad- se estaba efectuando una cura. Tal era la noticia, pero esto significaba que era mi labor misionera y no el tónico lo que estaba dando resultado. Todo parecía indicar que un tal Eric Binns había dado en el blanco. La única solución era consumir de dos a tres libras de hígado por día y mantener a Catalina a base de una dieta reducida. Era preciso optar por eso o por ir afilando una buena estaca.

Me deslicé hasta la tumba una tarde para darle aplicación a la estaca. Pero la vi demasiado bonita, tendida en su féretro. Mujer-vampiro o no, mi propósito constituía casi un asesinato. Por otro lado, yo no estaba aquejado de anemia, todavía. Mi siguiente movimiento fue apoderarme de un vestido largo de la señora Hill, aquél que se quedara a prueba, usándolo, y que por el hecho de tener una quemadura de cigarrillo no pudo devolver al día siguiente de la reunión. Era un tono de rojo que le caía rematadamente mal, pero que a Catalina, con su arquitectura de la primera época española y su color, le sentaría a las mil maravillas. Yo estaba planeando una compleja treta que únicamente la mente de un hombre de leyes podría comprender. Se celebraba una de esas reuniones cuyo fin es conseguir fondos para los desheredados de la fortuna de Palo Verde. Asistiría a ella la gente refinada y los miembros de las organizaciones cívicas en masse. Daban un baile... Creo que se dice así. El juez Mottley estaría allí. Y también la señora Mottley. Catalina y yo figuraríamos entre los presentes. Los Hill no irían. Ella no tenía nada que ponerse y él no podía gastarse diez dólares, que era lo que valía la entrada. Tampoco podía yo... Sin embargo, piensen ustedes en lo que hizo Aníbal en los Alpes.

Catalina se quedó impresionada cuando vio el vestido rojo y los zapatos plateados. Sus cabellos no se despeinaban nunca, ni necesitaba maquillarse. Es una de las ventajas de que disfruta una mujer-vampiro. Yo me estaba aficionando a ella. Era una damita muy. dulce, de excelente corazón. Mostrábase tolerante con respecto a mis planes sobre su futuro, por si el reproductor de sangre del profesor no funcionaba debidamente.

-Escúchame, querida -le expuse-: la organización humana es de lo más versátil que puede encontrarse en la tierra. Particularmente, en lo concerniente a la dieta...

Estábamos sentados en la lápida cuando empecé mi discurso. Como si Catalina no hubiera tenido ya bastante con vestirse para el baile.

-Verás... Yo estoy soportando esas transfusiones de sangre muy bien. Y he aquí cómo tú puedes cambiar gradualmente...

La cosa era muy sencilla. No había más que fijarse en los hindúes, que prácticamente sólo comen almidón; millones de chinos proceden igual. Tenemos también el ejemplo de los esquimales: una dieta de grasa la suya, al cien por ciento. ¿Por qué Catalina no iba a poder pasarse, poco a poco, a la sangre de buey, a la de pollo o a la de cualquier otro animal? Terminaría, seguramente, por alimentarse con cubitos de caldo. Incluso en el caso de que el tónico del profesor Rodman no diera resultado, yo me sentía algo menos que una hors d'oeuvre humana. Otra cosa: había echado de menos su frasco, y la policía llevaba a cabo investigaciones. No sabía cuándo podríamos robar otro más. Catalina se mostraba razonable con todo, revelándose como una persona de mentalidad muy abierta. Estaba emocionada y contenta cuando echamos a andar, para asistir al baile. A veces, tenía que cogerla en brazos para que no les pasara nada a sus preciosos zapatos. Me susurró al oído, en determinado momento:

-Cuando seas un abogado famoso, querido, nos llevaremos el féretro a nuestra casa, ¿verdad?
A medida que me fui acostumbrando a ella, sospeché que nunca había estado muerta. Por el hecho de ocupar un féretro, uno no es forzosamente un cadáver. Es posible que el profesor Rodman, gracias a su sabiduría en cuestiones de bio-quimica pudiera haber explicado estas cosas. Pero había habido demasiada publicidad por en medio y yo no me atrevía a abordarle con tal cuestión.

Tomamos un taxi en la S. P. Station. Le dije al señor Hill que necesitaba tener la noche libre, a fin de ponerme a bien con el juez Mottley, demostrándole así hasta qué punto me interesaba por su negocio.

El Centro Cívico es un viejo edificio, en no muy buen estado, cubierto de rojas tejas y con arcadas alrededor del patio. Por el hecho de datar de la época española, a Catalina le resultó intimidante. En el centro del patio había una fuente. Unos globos de vidrio de diversos colores producían una luz muy tenue, muy suave, como la de la luna. El juez Mottley se quedó particularmente impresionado al ver a Catalina. Se olvidó por completo de su esposa y otras mujeres como ella, tocándome en el hombro en el preciso instante en que yo le cortaba el paso a un mozo alto y bien parecido, orientando a mi acompañante hacia el patio. Las mujeres estaban haciendo censurables comentarios sobre su atuendo y ni siquiera una vampiro puede soportar eso. No me sorprendió el juez con su actitud. Había estado observándonos a lo largo de toda la velada.

-¡Oh, señor Binns! Es una grata sorpresa verle a usted por aquí.
-Espíritu cívico, señor –repuse, simplemente.
Entonces, le presenté a Catalina.

Cuando ella fijó sus espléndidos ojos en él, hizo una seña a un camarero que estaba distribuyendo vasos de «punch». Luego, cambió de opinión, pidiéndonos que le acompañáramos al club de campo, a fin de saborear un buen whisky. Catalina manifestó que nunca bebía nada y que no fumaba, pero que el paseo en coche era de su agrado. Él era demasiado astuto para intentar darme de lado. Eso ya vendría más tarde. Entretanto, se mostró muy impresionado por un tipo que tenía una hija que no hacía gargarismos con el pulimento para muebles. Empecé a sentirme como la persona ideal para encajar en la firma Mottley, Bemis & Burton. Fueron aquellas unas horas memorables, pese a la obligación final de reintegrarse al baile. Mientras el juez me explicaba lo mucho que le gustaba el «Green Gold», el joven alto y bien parecido se llevó a Catalina. Cuando logré desembarazarme del juez, me puse a buscarla, sin lograr dar con ella. Estuve así un buen rato. Me sentía preocupado. ¿Y si había vuelto a las andadas y estaba saboreando un ligero «lunch»? ¿Y si su víctima lanzaba algún gemido o hablaba más tarde? Mientras miraba por todas partes, el cuerpo fue cubriéndoseme de sudor.

Un joven alto y bien parecido... Cuando no se es una cosa ni otra, uno es sensible a tales cualidades. Al localizarlos en un coche aparcado me sentí aliviado e irritado al mismo tiempo. Aliviado porque ella no estaba bebiendo sangre; irritado, porque aquel sujeto la besaba hasta dejarla sin respiración, y a ella parecía gustarle la cosa. Le gustaba... ¡Y lucía un vestido rojo que se lo había proporcionado yo! Habíase pasado ciento veintinueve años dentro de una mortaja y ahora me engañaba, a mí, que la había lanzado al torbellino social. Él se apeó del coche nada más tocar yo éste con los nudillos. No hice más que medirle con la vista y lo dejé aplanado. No era el momento más indicado aquél para cortesías. Además, si yo le hubiese facilitado una oportunidad, ¿qué habría sido de la mía? Varios de los coches aparcados se pusieron en marcha en aquel instante, pero algunos de los presentes salieron al patio para contemplar el espectáculo. Giré en redondo para armarle la escandalera a Catalina. Ésta irguió el cuerpo, enseñándome las uñas.

-¡Vete! Mi pobre Johnnie...

Se arrodilló junto al grandullón, tumbado en el suelo, empezando a llorar. Tuve que largarme de allí cuanto antes. No quería que el juez se enterara de que había quebrantado la ley de nuevo. Ser autor de una agresión y del consiguiente escándalo en el Centro Cívico era como hallarse aquejado de lepra. De manera que nada más ver al primer tipo guapo, ella me dejaba en ridículo... Esto me indignaba. Estaba bien claro que el juez Mottley se situaría de nuevo en la acera de enfrente. Comprendiendo que aquella velada únicamente podía contener más amarguras para mí, me trasladé a toda prisa a Palo Verde Este, comenzando a trasegar ginebra. Al cabo de ocho vasos, vi la paradoja de todo aquello. Catalina se hallaba tan habituada que al verla no gritara ni echara a correr que daría de lado toda cautela con Johnnie. Muy chocante, ¿eh?

Positivamente, atroz. Nunca se me ocurrió pensar en lo que ocurriría si ella no lo asustaba. Debía de estar bebido cuando entré en el siguiente local. Lo estaba de todas maneras, con seguridad, al salir de él cantando: «Yo amo a una chica...» También me hallaba hambriento. Me trasladé a la cafetería de Mike, quien me sirvió todo el chile de que disponía en aquel momento. Iba a preparar alguno más, así que arrebañé la fuente. Por añadidura, sacó una botella de mastika, echándome al coleto un buen trago. Es un coñac griego que sabe como el barniz, sólo que especiado. Mike miró la botella al trasluz, optando por alargármela.

-Llévatela. Estás necesitado de algo que te mantenga con los ojos abiertos.

Quizá tuviera razón. Me encaminé a casa describiendo innumerables zig-zags. Era de lo único que me acordaba. Pero el hábito, según supe luego, es más fuerte que el licor mastika. Cuando me desperté estaba tieso como un garrote y helado, sobre la tumba, donde me quedara dormido. Catalina se inclinaba sobre mí. Noté algo extraño en mi garganta. Ella sonreía y se pasaba la lengua por los labios. La luna hacía sus hombros más blancos y más bellos; había lágrimas en sus ojos.

-Sólo quise hacerte rabiar un poco -susurró ella-. Cuando te fuiste, me sentí muy sola, aunque fingí hallarme a gusto. La verdad era que el baile me resultaba insoportable, por lo que opté por volver a casa. ¿Me perdonas?
-¡Hum!

Me sentía mareado y hacía esfuerzos por pensar en algo que no sé qué era... ¿Y si los plateados zapatos de la señora Hill eran ya ahora una pura ruina?

-Desde luego que te perdono. ¿Qué hora es?

Ella se encogió de hombros. El tiempo, la hora... ¿Qué más daba esto? Catalina sabia ahora quien era su dueño y la idea era de su agrado. En fin de cuentas, al agredir a aquel tipo corpúlento había procedido bien.

-¡Tenía tanta hambre! -exclamó-. Ese baile...
-No se hable más de ese asunto, querida. Mi cabeza... ¡Oh, esta condenada cabeza!

Catalina frunció el ceño. Estaba sentada, muy erguida, y se esforzaba por sonreir.

-También a mí me duele la cabeza.

Parecía hallarse enferma. Me froté la garganta. Hubiera debido conocer la respuesta entonces, pero no fue así. Se me hizo presente únicamente al empezar a quejarse, doblando el cuerpo. Luego, me abrazó, anunciándome que iba a morir. No había nada que hacer. ¿Quién ha oído hablar alguna vez de un antídoto para el chile y la ginebra? Pero yo me encontrabá en pie, pensando en dirigirme a toda prisa a una farmacia. Al empezar Catalina a dar gritos, me volví para cogerla en brazos. Ganaríamos tiempo si me la llevaba conmigo. Yo estaba muy alterado. Pero me sentí peor aún cuando vi que Catalina se había tendido sobre la losa, boca abajo. El vestido rojo, mientras yo la contemplaba, fue deshaciéndose. Flotaba encima de su cuerpo como un jirón de niebla, blanquecino. El cual, esta vez, se elevaba, ascendía lentamente. Su grito no se había extinguido en mis oídos cuando advertí que el vestido y los zapatos se hallaban vacíos. Cogí ambas cosas y eché a correr. No hubo trabajo ni escuela de leyes para mí al día siguiente. Estuve pensando constantemente en lo que ocurriría cuando alguien se preguntara qué era lo que había sido de mi amiga. Alguien podía seguir las huellas de mis pasos hasta la tumba, figurándose que ésta era un sitio excelente para esconder un cadáver.

La señora Hill tuvo una corazonada, imaginándose que su vestido y sus zapatos habían sido usados por alguna persona extraña. No cesó de mirarme a lo largo de los dos días siguientes. La mitad de las comadres de la localidad hablaban incansablemente de la muchacha del vestido rojo. Una cosa más sobre el particular: el juez Mottley no llegaría a preguntarme siquiera por ella. Finalmente, me encaminé a la tumba, que abrí. El féretro no estaba vacío. Cualquiera podía apreciar que lo que contenía llevaba allí años y años. Ahora, ya resuelto todo, me senté en la lápida, llorando como un niño. Seguía sintiéndome destrozado incluso cuando supe que la epidemia de anemia perniciosa había desaparecido, convirtiéndose el profesor Rodman en el gran científico de la época.

El caso es que conseguí mi empleo con el juez Mottley. Ya soy un miembro más de la firma. Y en ciertos momentos visito aquella tumba y me siento en la lápida, intentando evocar el rostro de Catalina. Sólo el profesor Rodman puede explicar lo que fue de ella".

E. Hoffman Price

sábado, 20 de junio de 2015

"En la Tumba de Abdul Alí"

"Luxor, tal y como reconocerá la mayoría de los que allí han estado, es un lugar de notable encanto, y ofrece al viajero muchos atractivos, entre los que destacan un excelente hotel con su sala de billar, unos jardines dignos de que los dioses se sentasen en ellos, un número ilimitado de visitantes, al menos un baile por semana a bordo del vapor fluvial para los turistas, la caza de la codorniz, un clima propio de Avalón y gran número de fantásticas reliquias históricas para los aficionados a la Arqueología. Para algunos otros, sin embargo, en realidad los menos, aunque convencidos de una manera casi fanática de su propia ortodoxia, el encanto de Luxor es como el de una bella durmiente: sólo se despierta cuando cesan todas esas actividades anteriormente mencionadas: cuando el hotel se ha vaciado y el encargado de los billares se ha marchado a El Cairo «para disfrutar de un buen descanso» cuando tanto las diezmadas codornices como el turista diezmador han regresado al norte; cuando el llano Tebano, Dánae para un sol tropical, se convierte en una parrilla a través de la cual ningún hombre haría voluntariamente un viaje durante el día, ni siquiera aunque la Reina Hatasoo en persona se hubiera dignado a ofrecerle una audiencia en los bancales de Deir-El-Bahari. La sospecha, en todo caso, de que aquellos pocos fanáticos pudieran tener razón, ya que en otros aspectos se mostraban hombres de juiciosas opiniones, me indujo a examinar sus convicciones por mí mismo, y así vino a suceder que hace dos años, cierto día de finales de junio, me vi aún allí, transformado en un converso convencido.

Mucho tabaco y la longitud de los días nos habían ayudado a analizar el encanto del cual está poseído el verano en el sur. Weston (uno de los primeros conversos) y yo mismo lo llevábamos discutiendo desde hacía cierto tiempo, y aunque nos reservábamos como ingrediente principal un «algo» sin nombre que podría desconcertar a cualquier químico que buscara su composición, y que debe ser sentido para ser entendido, fuimos capaces de detectar con facilidad otras drogas para la vista y el oído que, coincidimos, contribuían sobremanera al resultado final. A continuación enumero algunas de ellas.

• Despertar en la cálida oscuridad justo antes del amanecer para descubrir que el deseo de quedarse en la cama se desvanece al despertarse.
• Atravesar el río, en silencio y sosegadamente, con nuestros caballos, los cuales, al igual que nosotros, se detienen para olfatear la increíble dulzura que trae consigo la llegada de la mañana, sin encontrarla aparentemente menos maravillosa pese experimentarla día tras día.
• El momento, infinitesimal en duración pero infinito en sensación, previo a que salga el sol, cuando el río gris y amortajado se ve despojado repentinamente de las tinieblas para convertirse en una verde sábana de bronce.
• El rubor rosáceo, fugaz como un cambio de color en una combinación química, que atraviesa el cielo de este a oeste, seguido inmediatamente por la luz del sol, que va a dar en los picos de las colinas occidentales y se desparrama sobre ellas como un líquido luminoso.
• La agitación y los susurros que se extienden por el mundo: una brisa se despierta; una alondra atraviesa el cielo y canta; el barquero grita «Alá, Alá»; los caballos sacuden las cabezas.
• Nuestro consiguiente paseo.
• El consiguiente desayuno a nuestro regreso.
• La constante ausencia de algo que hacer.
• Durante el ocaso, el paseo a caballo a través de un desierto impregnado por el aroma de la arena caliente y estéril, que huele como ninguna otra cosa en este mundo, porque no huele a nada en absoluto.
• El fulgor de la noche tropical.
• La leche de camella.
• Las conversaciones con los fellahin, que son la gente más encantadora y considerada que hay sobre la faz de la tierra, salvo cuando hay turistas cerca, y cuando por lo tanto no existe en sus mentes otro pensamiento que el regateo.
• Por último, lo que aquí nos ocupa: la posibilidad de vivir extrañas experiencias.

El suceso que puso en marcha los acontecimientos que forman este relato acaeció hace cuatro días, cuando Abdul Alí, el hombre más viejo de la aldea, murió súbitamente, colmado de días y riquezas. Ambos elementos, pensaron algunos, serían probablemente producto de la exageración, pero sus conocidos afirmaban sin excepción que tenía tantos años como libras esterlinas, lo que venía a suponer cien de cada cosa. La bella redondez de la cifra resultaba incontestable, era demasiado bonita como para no ser cierta, y no llevaba Abdul veinticuatro horas muerto cuando ya se había convertido en una ortodoxia. En lo que respecta a sus amistades, pronto convirtieron su duelo en una fuente de absoluta consternación en vez de resignación piadosa, ya que no pudo encontrarse ninguna de todas aquellas libras británicas, ni siquiera en su equivalente algo menos satisfactorio de billetes bancarios, los cuales, fuera de la temporada turística, eran tenidos en Luxor por una variante no demasiado fiable de la piedra filosofal, aunque ciertamente capaz de producir oro en circunstancias favorables. Abdul Alí estaba muerto con sus cien años, su siglo de soberanos (igualmente podrían haber sido una renta anual) había muerto con él, y su hijo Mohamed, que previamente había disfrutado de un breve estallido de euforia al anticipar el evento, arrojó bastante más arena al aire de la que podría considerarse justificada por una sincera aflicción incluso en el caso de una plañidera profesional.

Abdul, es de temer, no era un hombre de estereotipada respetabilidad; aunque colmado de años y riquezas, nunca disfrutó de mucha reputación por su honor. Bebía vino donde y cuando pudiera conseguirlo; comía durante los días del Ramadán, burlándolo cada vez que su apetito así lo deseaba; se le suponía el don del mal de ojo, y durante sus últimos momentos fue atendido por el célebre Achmet, bien conocido por estos lares por practicar la Magia Negra, y sospechoso del mucho más horrendo crimen de robar los cuerpos de los difuntos recientes. Y es que en Egipto, mientras despojar los cuerpos de antiguos reyes y sacerdotes es un privilegio por el que sociedades avanzadas y cultas compiten entre sí, el robar cadáveres de contemporáneos está considerado un hecho propio de perros. Mohamed, que pronto cambió el arrojar arena al aire por un modo más natural de expresar consternación, consistente en roerse las uñas, nos confió su sospecha de que Achmet había descubierto el secreto de dónde estaba el dinero de su padre. Pero, al parecer, Achmet había exhibido la misma cara de pasmado que todos los demás cuando su paciente, que estaba intentando comunicarle algo, se marchó hacia el gran silencio, de modo que la sospecha de que sabía dónde estaba el dinero dio paso, en las mentes de aquellos que creían conocer su carácter, a un ambiguo pesar por no haber sido capaz de averiguar un dato tan importante.

De modo que Abdul murió y fue enterrado, y todos acudimos al festín funerario, en el que comimos más carne asada de la que normalmente uno se molestaría ni siquiera en mirar a las cinco de la tarde de un día de junio, a consecuencia de lo cual, Weston y yo, sin necesidad de cenar, nos detuvimos en casa después de nuestro paseo a caballo por el desierto, y hablamos con Mohamed, el hijo de Abdul, y con Hussein, su nieto más joven, un chico de unos veinte años, que además ejerce para nosotros de ayuda de cámara, cocinero y señora de la limpieza. Juntos nos contaron con tristeza lo del dinero que había estado y ya no estaba, y nos narraron escandalosas historias sobre Achmet, referentes a su debilidad por los cementerios. Bebieron café y fumaron con nosotros, ya que aunque Hussein era nuestro sirviente, habíamos sido ese día invitados de su padre, y poco después de que se hubieran marchado llegó Machmout.

Machmout, que dice tener doce años, aunque no lo sabe con certeza, es nuestro pinche de cocina, mozo de cuadra y jardinero, y posee un extraordinario nivel de un poder oculto parecido a la clarividencia. Weston, que es miembro de la Sociedad para la Investigación Psíquica, y que considera como la mayor tragedia de su vida la detención de la señora Blunt, aquella médium fraudulenta, dice que se trata de un caso clarísimo de lectura del pensamiento, y ha tomado notas de muchas de las actuaciones de Machmout, que podrían llegar a ser de interés. La lectura del pensamiento, en todo caso, no me parece suficiente explicación para lo que nos sucedió una vez superado el funeral de Abdul, y respecto a las cualidades de Machmout yo debería inclinarme o bien por la Magia Blanca, que debería ser un término muy inclusivo, o bien por la Pura Coincidencia, que es un término más inclusivo aún, y que podría cubrir todos los fenómenos inexplicables del mundo tomados individualmente. El método de Machmout para liberar las fuerzas de la Magia Blanca es muy simple, y el procedimiento, conocido por muchos como el espejo de tinta, es tal y como sigue:

Se derrama un poco de tinta negra sobre la palma de la mano de Machmout. En su defecto, ya que últimamente la tinta se ha convertido en un artículo de lujo debido a que el último barco correo procedente de El Cairo en el que nos enviaban los artículos de papelería quedó atrapado en un banco de arena, un pequeño trozo de tela negra americana de dos centímetros y medio de diámetro sirve como sustituto perfecto. Machmout concentra su mirada sobre él. Tras cinco o diez minutos, su astuta expresión de mono desaparece de su cara, sus ojos completamente abiertos permanecen fijos en el trapo, una completa rigidez se apodera de sus músculos, y entonces nos cuenta las curiosas cosas que ve. En cualquier posición que esté, en esa posición permanece, sin moverse ni un pelo hasta que la tinta es lavada o la tela recogida. Entonces levanta la mirada y dice: «Khalás», que significa «Se acabó».

Tomamos los servicios de Machmout como segundo empleado de la casa hace tan sólo quince días, pero ya la primera noche que pasó con nosotros subió las escaleras cuando hubo finalizado su trabajo y dijo; «Les mostraré Magia Blanca; déme tinta», y a continuación procedió a describir el recibidor de nuestra casa de Londres, diciendo que había dos caballos esperando a la puerta, y que un hombre y una mujer salieron de la misma, dieron a cada caballo un trozo de pan, y montaron. Esto era tan probable que con el siguiente correo le escribí a mi madre pidiéndole que me contara exactamente qué había hecho a las cinco y media (hora inglesa) del 12 de junio. A la hora correspondiente en Egipto, Machmout nos había hablado de una «sitt» (dama) que tomaba el té en una habitación que describió con bastante minuciosidad, por lo que estoy esperando ansioso su carta. La explicación que da Weston a este fenómeno es que en mi cabeza hay un retrato mental de la gente que conozco, aunque pudiera ser que yo no me diera cuenta de ello (pero según él está presente en mi yo subliminal), y que soy yo quien le ofrece sugerencias no habladas a Machmout cuando éste entra en estado hipnótico. Mi explicación es que no hay ninguna explicación, ya que ninguna sugerencia por mi parte podría hacer que mi hermano saliera a dar un paseo a caballo en el preciso momento en el que Machmout dice que lo está haciendo (si es que averiguamos que las visiones de Machmout son cronológicamente correctas). En consecuencia, prefiero mantener una mente abierta y estoy preparado para creer cualquier cosa. Weston, en todo caso, no habla tan calmada o científicamente de la última representación de Machmout, y desde entonces ha dejado totalmente de urgirme para que me convierta en miembro de la Sociedad para la Investigación Psíquica, dado que yo ya no estoy chapado a la antigua por vanas supersticiones.

Machmout no ejercita sus poderes si su propia gente se encuentra presente, ya que dice que cuando está en ese estado, si un hombre que conociera la Magia Negra se encontrara en la habitación o supiera que estaba practicando la Magia Blanca, podría enviar al espíritu que preside la Magia Negra para que matase al espíritu de la Magia Blanca, ya que la Magia Negra es más potente y las dos son enemigas. Y ya que el espíritu de la Magia Blanca es en ocasiones un poderoso aliado (su amistad con Machmout había llegado a unos niveles que yo considero increíbles), Machmout desea fervientemente que pueda seguir a su lado. Pero los ingleses no parecen conocer la Magia Negra, de modo que con nosotros está a salvo. El espíritu de la Magia Negra, con el que hablar supone la muerte, fue visto en una ocasión por Machmout «entre el cielo y la tierra, y la noche y el día», tal y como él lo expresa, en la carretera de Karnak. Puede ser reconocido, nos dijo, por el hecho de que su piel es más pálida que la de su gente, porque tiene dos largos dientes que le sobresalen uno por cada extremo de la boca, y porque sus ojos, completamente blancos, son tan grandes como los ojos de un caballo.

Machmout se acuclilló cómodamente en una esquina y le di el trozo de tela americana negra. Como han de pasar algunos minutos antes de que consiga entrar en el estado hipnótico en el que comienzan las visiones, salí al balcón buscando el frescor. Era la noche más calurosa que habíamos tenido hasta entonces, y aunque ya hacía tres horas que se había puesto el sol, el termómetro aún estaba cercano a los 38°. Sobre nosotros, el cielo parecía velado por el gris, cuando debería haber sido de un azul aterciopelado y oscuro, y un viento racheado procedente del sur amenazaba con tres días de intolerable y arenoso khamseen. Un poco más arriba de la calle, a la izquierda, había un pequeño café frente al cual brillaban y menguaban las chispas que brotaban como luciérnagas de las pipas de agua de los árabes que se sentaban en la oscuridad. Desde el interior llegaba el sonido de las castañuelas de metal que llevaría en las manos alguna bailarina, sonando agudas y precisas contra la gimiente música de las cuerdas y las nautas que suelen acompañar a esos movimientos que los árabes adoran y los europeos encuentran tan desagradables. Hacia Oriente el cielo se mostraba más claro y luminoso, ya que la luna estaba a punto de alzarse, y mientras yo contemplaba el reborde rojo del enorme disco, éste empezó a recortarse sobre la línea del desierto. En ese preciso instante, siguiendo un curioso sentido de la oportunidad, uno de los árabes que se encontraban en el exterior del café inició un maravilloso canto.

No puedo dormir pues os echo en falta, oh luna llena. Lejano se encuentra vuestro trono, allá en La Meca; descended, oh amada, junto a mí.

Inmediatamente después oí la monótona y aflautada voz de Machmout, y al cabo de unos instantes entré.
Hemos descubierto que los experimentos dan un resultado más rápido si existe un contacto, hecho que reafirmó a Weston en su explicación de una especie de elaborada transferencia de pensamientos, que confieso no acabo de entender. Estaba escribiendo en una mesa junto a la ventana cuando entré, pero me miró.
—Tómale de la mano —dijo—; de momento está siendo bastante incoherente.
—¿Cómo explicas eso? —pregunté.
—Es una especie de comportamiento análogo, o eso piensa Myers, al que se tiene cuando se habla en sueños. Ha dicho algo sobre una tumba. Sugiérele alguna cosa, a ver si lo asimila. Es notablemente sensible, y responde mejor ante ti que ante mí. Probablemente el funeral de Abdul le sugirió lo de la tumba.
Una idea repentina me asaltó.
—Calla —dije—. Quiero escucharle.
La cabeza de Machmout estaba echada un poco hacia atrás, y mantenía la mano en la que tenía el trozo de tela bastante elevada sobre la cara. Como de costumbre estaba hablando muy lentamente, y con una voz muy aguda, en absoluto semejante a su tono habitual.
—A un lado de la tumba —exclamó— hay un tamarindo con el que fantasean los escarabajos verdes. Al otro lado hay una pared de barro. Hay muchas otras tumbas alrededor, pero están todas dormidas. Ésta es la tumba, porque está despierta, y está húmeda y no arenosa.
—Ya me lo imaginaba —dijo Weston—. Está hablando de la tumba de Abdul.
—Hay una luna roja sentada sobre el desierto —continuó Machmout—, y el momento es ahora. Se percibe el aliento del khamseen y hay mucha arena en camino. La luna está roja debido al polvo y a su escasa altura.
—Aún es sensible a los estímulos externos —dijo Weston—. Eso es bastante curioso. Pellízcale ¿quieres?
Pellizqué a Machmout; no me prestó la más mínima atención.
—En la última casa de la calle, en el portal, hay un hombre. ¡Ah, ah! —gritó de repente el muchacho—. Conoce la Magia Negra. ¡No le dejen entrar! Está saliendo de la casa —chilló—. ¡¡Viene hacia aquí...!! No, se va en la otra dirección, hacia la luna y la tumba. La Magia Negra le acompaña, puede levantar a los muertos y lleva consigo una daga asesina y una pala. No puedo verle la cara porque la Magia Negra se interpone entre él y mis ojos.
Weston se había levantado y, como yo, estaba totalmente pendiente de las palabras de Machmout.
—Iremos allí —dijo—. Ahora tenemos una oportunidad de ponerle a prueba. Escucha.
—Está caminando, caminando, caminando —continuó Machmout—, aún camina hacia la luna y la tumba. La luna ya no se sienta sobre el desierto, sino que ha empezado a elevarse.
Señalé a la ventana.
—Desde luego eso es completamente cierto —dije.
Weston retiró la tela de la mano de Machmout y el soniquete cesó. En un momento se estiró y se restregó los ojos.
—Khalás—dijo.
—Sí, Khalás.
—¿He vuelto a hablarle de la sitt de Inglaterra?
—Sí, oh, sí —contesté—, Gracias, pequeño Machmout. La Magia Blanca ha sido muy propicia esta noche. Puedes irte a la cama.
Machmout trotó obedientemente saliendo de la habitación y Weston cerró la puerta tras él.
—Debemos darnos prisa —dijo—. Merece la pena acercarse y ver si es cierto, aunque me gustaría que su visión hubiera sido menos siniestra. Lo curioso es que él no estuvo en el funeral, y sin embargo ha descrito la tumba con precisión. ¿Qué te parece?
—Supongo que la Magia Blanca le ha mostrado a Machmout que alguien en posesión de la Magia Negra se dirige a la tumba de Abdul, quizá con la intención de robar en ella —contesté con resolución.
—¿Qué haremos cuando lleguemos allí? —preguntó Weston.
—Contemplar la Magia Negra en acción. Personalmente, estoy completamente dispuesto. Y lo mismo te pasa a ti.
—No existe ninguna cosa parecida a la Magia Negra —dijo Weston—, Ah, ya lo tengo. Dame esa naranja.
Weston la peló con rapidez y cortó en la monda dos círculos del tamaño de una pieza de cinco chelines y dos largos y blancos colmillos. Los primeros se los colocó sobre los ojos, los segundos, en los extremos de la boca.
—¿El espíritu de la Magia Negra? —pregunté.
—En persona.
Tomó una larga y negra capa y se envolvió en ella. Incluso a la viva luz de la lámpara, el espíritu de la Magia Negra parecía un personaje lo suficientemente aterrador.
—No creo en la Magia Negra —dijo—, pero otros lo hacen. Si es necesario poner fin a... a lo que sea que esté pasando, combatiremos a ese tipo con sus propias armas. Vámonos. ¿Quién supones que será... me refiero, por supuesto, a en quién estabas pensando cuando tus pensamientos fueron transferidos a Machmout?
—Lo que dijo Machmout —respondí—, me recordó a Achmet.
Weston dejó caer una risa de incredulidad científica y nos pusimos en marcha.

La luna, tal y como nos había dicho el muchacho, se veía claramente en el horizonte, y a medida que se iba elevando, su inicial color rosáceo, como el resplandor de una explosión lejana, fue diluyéndose hacia un amarillo leonado. El árido viento del sur, que soplaba no ya de manera racheada sino con una violencia continuada y cada vez más intensa, llegaba cargado de arena y de un calor increíblemente abrasador; las copas de las palmeras en el jardín del desierto hotel se inclinaban a un lado y a otro provocando un áspero sonido con sus hojas secas. El cementerio se encontraba a las afueras del poblado y, mientras nuestro camino siguió por entre las paredes de adobe de las calles encerradas sobre sí mismas, el viento sólo llegó a nosotros como el calor agazapado tras las puertas de un horno. De vez en cuando sus susurros y silbidos se alzaban hasta provocar un estruendoso aleteo, y un repentino remolino de polvo podía recorrer unos veinte metros de calle antes de acabar por romper como una ola contra uno de los muros de adobe, o arrojarse violentamente contra una de las casas y despedazarse en una lluvia de arena. Pero una vez libre de obstáculos, el viento nos opuso toda su fuerza y calor. Era el primer Khamseen del año, y por un momento deseé haberme marchado al norte con el turista, la codorniz y el encargado de los billares, ya que el khamseen es capaz de arrancar hasta el tuétano de los huesos, convirtiendo el cuerpo en un papel secante. No nos encontramos con absolutamente nadie en la calle, y el único sonido que oímos, aparte del viento, fue el aullido que los perros dedicaban a la luna.

El cementerio está delimitado por un gran muro de adobe, bajo el que nos refugiamos un momento mientras discutíamos los pasos a seguir. La hilera de tamarindos, junto a la que se encontraba la tumba, atravesaba el cementerio por el centro, y rodeando el muro por el perímetro exterior y escalándolo por la parte más cercana a los árboles, la furia del viento podía ayudarnos a acercarnos hasta la tumba sin ser vistos, si es que había alguien allí. Acabábamos de decidirnos a hacerlo así cuando el viento cesó por un momento, y en el silencio pudimos escuchar el sonido de una pala introduciéndose en la tierra, y también algo que me provocó un repentino escalofrío de íntimo horror: el chillido de una ave carroñera que surgió del cielo crepuscular justo por encima de nuestras cabezas.

Dos minutos más tarde estábamos arrastrándonos a la sombra de los tamarindos, hacia el lugar en el que Abdul había sido enterrado. Los enormes escarabajos verdes que viven en los árboles volaban a ciegas, y en una o dos ocasiones se estrellaron contra mi cara con un zumbido de alas acorazadas. Cuando nos encontramos a unos veinte metros de la tumba, nos detuvimos un momento y, observando con cautela desde nuestro refugio entre los tamarindos, pudimos ver la silueta de un hombre hundido hasta la cintura en la tierra, cavando en la tumba reciente. Weston, que se encontraba detrás de mí, había vuelto a caracterizarse como el espíritu de la Magia Negra, para estar preparado en caso de alguna eventualidad. Al girarme de repente y encontrarme cara a cara con aquella personificación, pese a que mis nervios no suelen hallarse excesivamente a flor de piel, pude notar en mi interior un grito que pugnaba por surgir. Aquel antipático hombre de hierro agitó la cabeza conteniendo la risa y, guardando los ojos en la mano, me indicó sin hablar que siguiera avanzando hacia donde los árboles se espesaban aún más. Desde allí estábamos a menos de doce metros de la tumba.

Esperamos, supongo, durante unos diez minutos, mientras el hombre, que según comprobamos era Achmet, seguía concentrado en su impía tarea. Estaba completamente desnudo y su piel morena brillaba a la luz de la luna con el rocío del esfuerzo. A veces parloteaba consigo mismo de una manera fría y misteriosa, y en una o dos ocasiones se detuvo para tomar aliento. Después empezó a retirar la tierra con sus propias manos, y poco después rebuscó entre sus ropas, que yacían allí al lado, hasta encontrar un trozo de cuerda, con el que se introdujo en la tumba, para reaparecer un momento después con ambos extremos entre las manos. Después se colocó a horcajadas sobre la tumba, estiró con fuerza y uno de los extremos del ataúd asomó a la superficie. Cortó un trocito de la tapa para comprobar que lo había sacado por el extremo correcto y, después, tras colocarlo verticalmente, arrancó con la ayuda de su cuchillo la parte superior. Allí estaba, apoyado contra la tapa del ataúd, el pequeño y arrugado cuerpo de Abdul, vendado como si fuese un niño recubierto de talco.

Estaba a punto de animar al espíritu de la Magia Negra a que hiciera su aparición cuando me vinieron a la cabeza las palabras de Machmout: «La Magia Negra le acompaña, puede levantar a los muertos», y una repentina e irresistible curiosidad, que redujeron el horror y el disgusto a meras sensaciones sin efecto, me asaltó.

—Espera —le susurré a Weston—. Va a usar la Magia Negra.
De nuevo el viento se detuvo un instante, y de nuevo, en el silencio que siguió, oí las protestas del carroñero, esta vez más cerca, y pensé que en esta ocasión había oído a varias aves. Achmet, mientras tanto, había dejado la cabeza libre de envoltorios y había retirado la venda que, tras la muerte, se suele colocar rodeando la barbilla para que la mandíbula permanezca cerrada, y que en los entierros árabes siempre se deja atada. Desde donde nos encontramos pude ver perfectamente cómo se abría la mandíbula al desatarse la venda, como si, aunque el viento nos acercara los atroces olores de la mortalidad, los músculos aún no hubieran adquirido la rigidez propia de un hombre que llevaba muerto sesenta horas. Pero aun así, una curiosidad cruda y ardiente por ver qué haría a continuación aquel demonio impío, sofocó cualquier otro sentimiento en mi interior. Él no pareció notar, y mucho menos sentirse importunado por aquella boca siniestramente abierta, y siguió moviéndose ágilmente a la luz de la luna.

Tomó de un bolsillo de sus ropas, que estaban al lado, dos pequeños objetos negros que ahora reposan a buen recaudo entre el cieno del lecho del Nilo, y los restregó enérgicamente entre sí. Gradualmente, empezaron a iluminarse, cada vez con más intensidad, con una luz pálida, enfermiza y amarillenta, y de sus manos surgió una ondulante y fosforescente llama. Colocó uno de estos cubos en la boca del muerto, y el otro en la suya propia, y tomando al difunto entre sus brazos, como si pensara bailar con él, empezó a pasar bocanadas de aliento de su boca a la del muerto, que presionaba contra la suya. De repente retrocedió con una fugaz expresión de maravilla, y quizá de horror, y por un momento permaneció aparentemente indeciso, ya que el cubo que el difunto tenía en la boca no yacía cómodamente en su interior, sino que estaba fuertemente apresado entre sus dientes. Tras aquel momento de indecisión, regresó rápidamente hasta sus ropas y tomó el cuchillo con el que había abierto la tapa del ataúd, y mientras lo agarraba con una mano escondida tras la espalda, con la otra retiró el cubo de la boca del muerto, no sin esfuerzo, y habló.

—Abdul —dijo—, soy tu amigo, y juro que le entregaré tu dinero a Mohamed si me dices dónde está.
Estoy completamente seguro de que los labios del muerto se movieron y de que los párpados se contrajeron por un instante como las alas de un pájaro herido, pero a la vista de tal horror fui incapaz de ahogar el grito que subió a mis labios, y Achmet se giró en redondo. A continuación el espíritu de la Magia Negra surgió de entre las sombras de los árboles y se plantó frente a él. El miserable permaneció un momento sin saber cómo reaccionar; después, con las rodillas temblando, se dio la vuelta para iniciar la huida, pero tropezó y cayó al interior de la tumba que acababa de abrir.

Weston se volvió hacia mí con enfado, dejando caer los ojos y los dientes de su disfraz.
—¡Lo has estropeado todo! —gritó—. Podría haber sido lo más interesante...
Después, sus ojos se posaron en el difunto Abdul, que nos contemplaba con los ojos completamente abiertos desde su ataúd. A continuación empezó a balancearse, se tambaleó y acabó por caer, quedando boca abajo en la tierra. Por un momento permaneció allí, y después el cuerpo rodó lentamente sobre sí mismo sin una causa visible que justificara el movimiento hasta que quedó de cara al cielo. El rostro estaba cubierto de polvo, y el polvo se había mezclado con sangre fresca. Un clavo se había enganchado en las vendas que le rodeaban, desgarrando las ropas con las que había fallecido (ya que los árabes no lavan a sus muertos) y dejando al descubierto el hombro desnudo.

Weston intentó decir algo, pero no lo logró. Por fin se recompuso.
—Iré a informar a la Policía —dijo—, si te quedas aquí y te aseguras de que Achmet no salga de ahí.
Pero me negué en redondo a hacerlo y, tras cubrir el cuerpo con el ataúd para protegerlo de los carroñeros, inmovilizamos a Achmet con la cuerda que él mismo había utilizado esa noche y le llevamos hasta Luxor.
A la mañana siguiente Mohamed vino a vernos.
—Ya decía yo que Achmet sabía dónde estaba el dinero —dijo exultante.
—¿Dónde estaba?
—En una pequeña bolsa atada alrededor del hombro. El muy perro ya había empezado a buscarla. Vean —y la extrajo de su bolsillo—. Está todo aquí, en billetes bancarios ingleses de cinco libras cada uno, y hay veinte en total.

Nuestra conclusión era ligeramente diferente, ya que incluso Weston podrá admitir que la intención de Achmet era descubrir el secreto del tesoro de los labios del muerto, para después volver a asesinarlo y enterrarlo. Pero eso es pura conjetura. El otro punto de interés de la historia reside en los dos cubos negros que recogimos, y que resultaron estar grabados con curiosos caracteres. Una noche los puse en la mano de Machmout, mientras exhibía para nosotros sus curiosos poderes de «transferencia mental», y el efecto fue que gritó con fuerza, diciendo que la Magia Negra había llegado. Aunque no acababa de estar convencido, me pareció que estarían más a salvo en el fondo del Nilo. Weston refunfuñó un poco, y dijo que le hubiera gustado llevarlos al Museo Británico, pero estoy seguro de que eso es algo que se le ocurrió después".

E.F. Benson