"Es posible que todo soñador haya tenido al menos la experiencia de un suceso o una secuencia de circunstancias que, luego de haber sido atisbada en sueños, se convirtiera en realidad. Pero, en mi opinión, esto no es extraño; más asombroso sería si el suceso no se cumpliera inmediatamente, ya que nuestros sueños conciernen, generalmente, a personas que conocemos y lugares familiares, como aquellos que habitamos durante la vigilia.
Ciertamente, estos sueños son casi siempre interrumpidos por algún incidente absurdo y fantástico, que los pone en espera de su cumplimiento, pero en el mero cálculo de posibilidades, parecería improbable que al menos un sueño imaginado por alguien que constantemente sueña, de manera ocasional se hiciese realidad. No hace mucho, sin embargo, experimenté el cumplimiento de un sueño que me pareció absurdo y sin importancia psíquica alguna. Esta es la historia.
Un amigo, que vive en el extranjero, es tan atento que me escribe cada quince días. De modo que cuando han pasado catorce o quince días desde la última vez que tuve noticias de él, mi mente, probablemente, tanto consciente como inconscientemente, está expectante de una carta suya. Una noche, durante la semana pasada, soñé que subía para vestirme para la cena y escuchaba, o creí escuchar, el golpe del cartero en la puerta. En vez de subir, bajé y me encontré con, entre la correspondencia, una de sus cartas. Aquí es donde lo fantástico entra a jugar, ya que al abrir su carta, encontré dentro un as de diamantes, y escrito con su letra característica: -Te lo envío para que lo custodies, como sabes, corro un gran riesgo si guardo ases en Italia.- A la noche siguiente, me estaba preparando para cambiarme, cuando escuché el golpe del cartero, e hice precisamente lo que en mi sueño. Por supuesto, entre otras cartas, estaba la de mi amigo. Sólo que no contenía el as de diamantes. No tengo dudas sobre que yo esperaba, conciente o inconscientemente una carta de él, y esto me fue sugerido a través del sueño.
Pero no siempre es tan sencillo encontrar una explicación, y el siguiente relato no parece tener explicación posible. Me vino desde la oscuridad, y hacia la oscuridad se ha ido. Toda mi vida he sido un soñador: pocas fueron las noches, debo decir, que no un despertar lleno de recuerdos de mi vida onírica. Algunas veces, durante toda la noche, en apariencia, vivía una serie de apasionantes aventuras. Casi sin excepción, estas aventuras fueron placenteras, y a menudo meras trivialidades. La única excepción es el hecho que voy a narrar.
Fue cuando tenía dieciséis años que comencé a tener cierto sueño. Comenzaba conmigo sentado a la puerta de una gran casa de ladrillos rojos, donde sabía que tenía que estar. El sirviente que me abrió la puerta, me dijo que el té sería servido en el jardín y me llevó a través de un vestíbulo de paneles oscuros, con una gran chimenea sobre un alegre césped. Había un pequeño grupo de personas en torno a la mesa del té; pero todos me eran extraños, excepto uno, que era un antiguo compañero del colegio, llamado Jack Stone, que me pareció era el chico de la casa, y él me presentaba a sus madre y padre y a un par de hermanas. Recuerdo que yo estaba sorprendido por encontrarme allí, ya que al muchacho en cuestión apenas lo conocía, y me era desagradable; de hecho, él había abandonado la escuela hacia cosa de un año. Hacía bastante calor, y reinaba una intolerable opresión en el lugar. Junto al jardín había una pared de ladrillos rojos, con una puerta de hierro en su centro, fuera se veía un nogal. Nos sentamos a la sombra de la casa, frente a una hilera de largas ventanas, dentro de las que pude ver una mesa con un mantel, llena de objetos de plata y de cristal. Este jardín frente a la casa era muy largo, y al final del mismo se erguía una torre que tenía tres pisos, que me pareció mucho más antigua que la casa.
La señora Stone, que, como el resto de los concurrentes, estaba sentada en completo silencio, me dijo: -Jack te mostrará tu cuarto: yo te di la habitación de la torre.
Inexplicablemente, con sus palabras mi alma se fue al piso. Me sentí como si ya conociese la habitación de la torre, y que allí había algo espantoso. Jack se paró, y yo comprendí que tenía que seguirlo. En silencio pasamos cruzamos el vestíbulo, y subimos una gran escalera de roble, llegando por fin a un pasillo con dos puertas. Él abrió una de las puertas, y yo entré, luego de lo cuál, la cerró. Fue entonces que supe que mi previa conjetura era correcta: había algo desagradable allí, y con el terror de la pesadilla que me envolvía, desperté en espasmos de pánico.
Este mismo sueño, o variantes del mismo, fue el que experimenté con intermitencias, durante quince años. A menudo sucedía de esta manera: el arribo, el té en el jardín, el silencio mortal quebrado por una sentencia mortal, la subida con Jack Stone hacia la habitación de la torre, donde estaba el horror, y, al final, siempre acercándome al terror, aunque nunca pude ver que era con exactitud. Otras veces experimentaba variaciones. Ocasionalmente estábamos sentados a una mesa, la misma que se veía a través de la ventana por el jardín. Sin embargo el silencio sepulcral era siempre el mismo, la misma sensación de opresión y aburrimiento. Y el silencio siempre era roto por la señora Stone: -Jack te mostrará tu cuarto: te di la habitación de la torre.- Luego de esto, invariablemente, debía seguir a Jack a través de la escalera de roble, con muchas esquinas y entrar en ese mismo lugar, que cada vez odiaba más y más. O, de nuevo, podía ser que estaba jugando a las cartas en un cuarto con inmensos candelabros, los que daban una iluminación lúgubre. Qué juego era, no tenía idea; lo que si recuerdo, con una sensación de miserable anticipación, la señora Stone pronto se pondría de pie y diría su -Jack te mostrará tu cuarto: te dí la habitación de la torre.- Esta estancia donde jugábamos a las cartas era la habitación contigua al comedor, y siempre estaba iluminado, aunque el resto de la casa permanecía siempre en penumbras.
Y aún, a pesar de estas luces, no podía ver mis cartas, no podía distinguirlas. Sus diseños, también, me eran extraños: no había rojos, sino que todas eran negras, y entre ellas había ciertas cartas que eran todas negras. Odiaba y temía aquello.
A medida que el sueño se hacía recurrente, iba conociendo la mayor parte de la casa. Más allá del cuarto de juegos, al final de un pasillo tras una puerta revestida de paño verde, había un salón de fumar. A los personajes que poblaban este sueño también les sucedían curiosos acontecimientos, como si fueran gente viva. La señora Stone, por ejemplo, que, cuando la vi por primera vez, tenía el cabello oscuro, se había encanecido, y su voz, al principio enérgica, se había debilitado. Jack también creció, y se convirtió en un tipo enfermizo, con un bigote marrón, mientras una de sus hermanas dejó de aparecer, y comprendí al tiempo que se había casado.
En un momento, el sueño sueño desapareció por unos seis meses o más, y comencé a pensar que lo había superado, que se había ido para siempre. Pero una noche, luego de este intervalo, nuevamente regresé al jardín del té, y la señora Stone ya no estaba, mientras todos los demás estaban vestían de negro.
Intuí la razón, y mi corazón se estremeció, ya que tal vez en esta ocasión no tendría que dormir en el cuarto de la torre. Como era habitual, todos estaban sentados en silencio, pero en esta ocasión, el sentimiento de alivio me hizo hablar y reír como nunca antes lo había hecho. Los demás no se sentían igual, nadie habló, limitándose a mirarse entre ellos en forma furtiva. Y cuando el cauce de mi conversación enmudeció, paulatinamente me fue asaltando una aprehensión peor que cualquier otra que previamente hubiera experimentado en aquella casa, hasta que la luz se extinguió.
Súbitamente una voz rompió la quietud, era la señora Stone, diciendo: -Jack te mostrará tu habitación: te di la habitación de la torre.- Parecía surgir desde algún sitio cercano a la puerta de hierro en la pared de ladrillos rojos, y mirando hacia allí, vi entre la hierba la presencia de unas tumbas. Una curiosa luz gris emanaba de cada sepulcro, y pude leer el epitafio de la lápida más cercana, que decía:
En maldita memoria de Julia Stone.
Jack se levantó, y nuevamente lo seguí a través del vestíbulo y por la escalera. Todo estaba más oscuro, y al ingresar en el cuarto, solo pude ver los muebles, la posición de aquellos que me eran familiares. También había un hedor a descomposición. Esa noche me desperté gritando.
El sueño siguió durante quince años. A veces lo soñaba tres noches seguidas; otras, como he dicho, con recesos, sin embargo, para tomar un promedio, podría decir que lo soñé tan periódicamente como una vez al mes. El sueño siempre terminaba en pesadilla, ya que la entrada al cuarto me provocaba cada vez más temor. Había algo, también, una extraña y pavorosa coherencia en aquello.
Los personajes, como he mencionado, iban envejeciendo, y la muerte y el matrimonio visitaban a esta silenciosa familia. Jamás volví a ver en el sueño a la señora Stone. Pero siempre era su voz la que me informaba que la habitación de la torre estaba lista, y tanto si la escena era en el jardín, o en otra habitación de la casa, siempre veía su tumba junto a la puerta de hierro. Sucedía lo mismo con la hija que se casó; usualmente no estaba, pero cada tanto, regresaba acompañada por un hombre, que supuse sería su marido. Él, al igual que los demás, permanecía siempre en silencio. Debido a la constante repetición del sueño, le comencé a restar importancia.
Nunca volví a ver a Jack Stone durante aquellos años, y jamás vi ninguna casa que me diera la impresión de parecerse a la temible casa del sueño. Hasta que algo pasó.
Este año estuve en Londres hasta fines de julio, y durante la primer semana de agosto me instalé con un amigo en una casa que había rentado por el verano, en el bosque de Ashdown, en el distrito de Sussex. Partí de Londres temprano, ya que John Clinton me esperaba en la estación Forest Row, para ir a jugar al golf, y marchar a su casa por la noche. Él estaba con su automóvil, y alrededor de las cinco de la tarde partimos, ya que debíamos recorrer unas diez millas. Como llegamos temprano, no tomamos el té en el club, así que esperamos a llegar a casa. A medida que íbamos por la carretera, el clima, que hasta el momento era cálido, con brisas frescas, comenzó a estremecerme. John, sin embargo, no compartía mi sensación, atribuyendo mi pérdida de claridad a que había caído derrotado en el juego. Los siguientes eventos probaron mi razón, aunque no creí que los nubarrones de esa noche fueran la única causa de mi depresión.
Nuestro camino a través de senderos vacíos, me indujo a un sueño inquieto, del que solo desperté cuando John detuvo automóvil. Con súbita emoción, mayormente de terror, pero también de curiosidad, me encontré parado frente a la puerta de la casa de mi sueño. Entramos. Me preguntaba si esto no sería también un sueño, mientras caminaba a través del vestíbulo con grandes paneles de roble, y al llegar al jardín, donde el té estaba servido a la sombra de la casa. Al fondo, la pared de ladrillos rojos, con una puerta en ella, y también el nogal erguido en el césped. La fachada de la casa era muy larga, y al final se veía la torre de tres pisos, que parecían ser más antigua que el resto de la construcción.
Aquí cesaban todas los parecidos con el sueño. No había ninguna silenciosa familia, sino en cambio una gran asamblea de excitadas y alegres personas, todas conocidas. Además no sentía ninguna opresión ni temor. Sin embargo me sentía curioso acerca de lo que iba a pasar. El té prosiguió su alegre curso, y en determinado momento la señora Clinton se paró. En ese momento supe lo diría. Ella dijo:
-Jack te mostrará tu cuarto: te di la habitación de la torre.
Durante un instante el horror del sueño me asaltó. Pero esta opresión pasó rápidamente, y de nuevo no sentí más que una intensa curiosidad. Y no pasó mucho hasta que esta fue totalmente satisfecha. John se volvió a mí.
-Justo en el techo de la casa, -me dijo- pero creo que estarás cómodo. Estamos con todas las habitaciones ocupadas. ¿Te gustaría verla? Por Dios, creo que tenías razón, vamos a tener tormenta. ¡Qué oscuro se está poniendo!
Me levanté y lo seguí. Cruzamos el vestíbulo y la escalera. Entonces abrió la puerta, y entré. En ese momento un terror irracional se apoderó de mí. No sabía a que le temía: simplemente temía. Fue como un recuerdo súbito, como cuando uno recuerda un nombre que hacía tiempo se le había escapado de la memoria, y supe a que le temía. Le temía a la señora Stone, cuya tumba cantaba la siniestra inscripción: -En maldita memoria-, tantas veces vista en sueños, casi sobre el césped que yacía bajo mi ventana. Y entonces, una vez más, el terror se desvaneció, a tal punto que me pregunté que era a lo que temía. Me sentía tranquilo en la habitación de la torre, el nombre que tantas veces había escuchado en mi sueño.
Miré alrededor con cierto derecho de propiedad, y me di cuenta que nada había cambiado del sueño que conocía. A la izquierda estaba la cama. Alineada con ella estaba la chimenea y un pequeño armario de libros; opuesta a la puerta, la otra pared estaba atravesada por dos ventanas enrejadas. Entre ellas había una mesa de tocador y una cubeta para lavarse. Mi equipaje ya había sido desempacado, ya que mis prendas estaban ordenadas sobre la cama. Entonces, con un súbito temblor, vi que dos objetos conspicuos que jamás había visto en mi sueño: uno era una gran pintura al óleo de la señora Stone, y el otro era un dibujo en blanco y negro de Jack Stone, representándole tal y como lo veía en sueños: un hombre de unos treinta años, de apariencia maligna. Su retrato colgaba entre las ventanas, mirando a través de la habitación hacia el otro cuadro. Nuevamente volví a experimentar el horror de la pesadilla que me atenazaba. La señora Stone aparecía como la había visto por última vez en mi sueño: vieja, encanecida. Pero en vez de la evidente debilidad del cuerpo, la pintura mostraba una siniestra exuberancia, brillando a través de la carne, una vitalidad que burbujeaba con inimaginable crueldad. El mal resplandecía en esos ojos; y en su boca crecía una sonrisa demoníaca. El rostro entero estaba llevado por una horrorosa y sobrecogedora hilaridad; las manos, una encima de la otra sobre la rodilla, parecían conmocionadas con una inenarrable jovialidad. Entonces vi la firma del cuadro, en la esquina inferior izquierda, y, preguntándome quien habría sido el artista, me acerqué y leí la inscripción: -Julia Stone por Julia Stone.
Hubo un golpe en la puerta, y John Clinton entró.
-¿Necesitas algo más? -preguntó.
-Mucho menos de lo que tengo. -dije, señalando el retrato.
Se rió.
-Una vieja y severa señora. -dijo- De cualquier modo, ella no puede estar muy halagada.
-¿No lo ves? -cuestioné- Es apenas un rostro humano. Son las facciones de alguna bruja o algún demonio.
Él miró el cuadro más de cerca.
-Si, no es muy agradable. -dijo- Imagino las pesadillas que tendría si llego a dormir con esto tan cerca. Lo bajaré si quieres.
-Por favor.- dije. Él tocó la campana, y con la ayuda de un sirviente, quitamos el retrato. Fue llevado al pasillo, y puesto el rostro contra la pared.
-Por Dios, la señora es bastante pesada -dijo John, secándose la frente.
El extraordinario peso del cuadro también me había quebrado. Estaba a punto de replicar, cuando observé mi mano. Había una considerable cantidad de sangre.
-Me corté. -dije.
John exclamó.
-¡Yo también! -dijo.
El sirviente sacó su pañuelo y le vendó la mano. Vi que también la mano del lacayo estaba sangrando. John y yo salimos del cuarto y fuimos a lavarnos; pero ni en su mano ni en la mía había rastros de una herida. Me pareció que, por una especie de tácito acuerdo, no dijimos nada. En mi caso, algo se me había ocurrido y no deseaba pensar sobre ello. Era solo una conjetura, pero supuse que lo mismo le había ocurrido a él.
El calor y la opresión del aire, debido a la tormenta que aún no se había desencadenado, se incrementó tras la cena. Luego la concurrencia, entre los que nos contábamos John Clinton y yo, nos sentamos en el jardín, donde habíamos tomado el té. La noche estaba absolutamente oscura, y no había estrellas o luna que pudiera penetrar la mortaja que opacaba el cielo. La reunión se fue despejando, las mujeres se fueron retirando a dormir, los hombres se dispersaron hacia el salón de fumar o al cuarto del billar, y a eso de las once de la noche mi anfitrión y yo quedamos solos. Toda la noche estuve cavilando que él tendría algo en mente, y en cuanto estuvimos solos, habló.
-El hombre que nos ayudó a cargar el cuadro, tenía sangre en su mano, ¿lo notaste? -dijo- Le pregunté si se había cortado, y me dijo que sí, pero al final no pudo encontrar ninguna herida. ¿De dónde provino la sangre?"
Al decirme esto, echaba por tierra mis propósitos de olvidar el tema, especialmente justo antes de ir a dormir.
-No lo se. -dije- Realmente no quiero averiguarlo.
Él se paró.
-Es raro. -dijo- ¡Ahora verás otra cosa extraña!
Su perro, un terrier irlandés, había salido mientras hablábamos. La puerta del vestíbulo, estaba abierta, y una luz iluminaba el jardín hasta la puerta de hierro, donde estaba el nogal. Vi que el perro estaba encrispado, mostrando los dientes, listo para brincar sobre algo. Fue como si no notase la presencia de su amo. Se quedó, tenso, girando en torno al césped frente a la puerta. Luego se detuvo, mirando a través de los barrotes, aunque continuó gruñendo. Después pareció como si su coraje lo abandonara: pegó un largo aullido, y corrió de nuevo a la casa.
-Lo hace una media docena de veces por día. -dijo John- Parece que ve algo que odia y teme.
Caminé hacia la puerta y miré a través de ella. Algo se movía entre el pasto. Pronto llegó a mis oídos un sonido que no pude identificar inmediatamente. Luego recordé que era: el ronroneo de un gato.
Prendí una linterna y vi que era lo que ronroneaba: un gran gato persa que daba vueltas alrededor de un pequeño círculo frente a la puerta, con la cola flameando como una bandera. Sus ojos brillaban mientras olisqueaba el césped. Me reí.
-El fin del misterio, me temo. -Dije- Un gato enorme, el origen de todas las noches de Walpurgis.
-Es Darius. -dijo John- Se pasa medio día y el resto de la noche ahí. Pero este no es el fin del misterio del perro, ya que Toby y él son los mejores amigos. Aquí comienza el misterio del gato. ¿Qué es lo que hace ahí? ¿Y porqué Darius está complacido y Toby aterrorizado?
En ese momento recordé aquel horrible detalle en mi sueño, cuando veía la puerta, justo donde el gato estaba ahora, la blanca lápida con la siniestra inscripción. Pero antes que pudiera responder a mi pregunta, comenzó a llover, súbita e furiosamente, como si se hubiese destapado el cielo. El gato saltó a través de las rejas de la puerta de hierro, y corrió por el jardín hasta la casa en busca de refugio. Luego se sentó en el portal y se quedó observando ansiosamente a la oscuridad.
De alguna manera, con el retrato de Julia Stone fuera, en el pasillo, el cuarto en la torre no me alarmaba en absoluto, y cuando fui a la cama, me sentí con mucho sueño. Sólo me preocupaba el incidente de las manos manchadas de sangre, y por la conducta de los animales. Lo último que vi antes de apagar la luz fue el rectángulo vacío, a un lado de mi cama, donde había estado el retrato. En esa porción el empapelado poseía su tinte original, que era rojo: sobre el resto de las paredes este color se había desgastado. Luego apagué mi vela y quede dormido casi instantáneamente.
Mi despertar fue igual de rápido. Me senté en la cama bajo la impresión de que una luz brillante me había alumbrado la cara. Sabía perfectamente en donde estaba, pero ningún horror que hubiese sentido en sueños se comparaba al que ahora me atenazaba y congelaba mi mente. Inmediatamente, llegó el bramido de un trueno, sacudiendo toda la casa, pero la probabilidad que esto hubiera sido el origen de la luz que me despertó no fue consuelo para mi agitado corazón. Sabía que había algo más, conmigo, en la habitación, e instintivamente saqué mi mano derecha, que era la que estaba más cercana a la pared, y palpé el borde de un marco, como de un cuadro, colgando cerca mío.
Salté de la cama, tirando la mesa de luz, y escuché mi reloj, vela y fósforos cayendo contra el piso. Pero por el momento, no había necesidad de luces, ya que otro enceguecedor relámpago iluminó la estancia y me mostró que sobre mi cama colgaba el cuadro de la señora Stone. Otra vez el cuarto quedó sumido en la penumbra. Pero en este relámpago pude ver otra cosa, una figura apoyada a los pies de la cama, que me miraba. Estaba vestida de blanco, manchada con musgo, y su rostro era el del retrato.
Otra vez tembló el cielo, y cuando cesó, regresó la mortal quietud. Escuché un susurro, algo que se acercaba, más y más, horriblemente, percibiendo al mismo tiempo un hedor a corrupción y putrefacción. Entonces una mano se colocó a un lado de mi cuello, y muy cerca de mi oído pude escuchar una ansiosa y acelerada respiración. Y supe que esa cosa, a pesar que podía ser percibida por el tacto, el olfato, la vista y el oído, no era de este mundo, sino que era algo había podido transponer al cuerpo y que tenía el poder de manifestarse a sí misma. Entonces una voz, que ya me era familiar, se dejó oir:
-Supe que vendrías a la habitación de la torre. -dijo- Te he estado esperando por mucho tiempo. Al final has venido. Esta noche cenaré; en breve cenaremos juntos.
Y la respiración entrecortada se acercó un poco más; podía sentirla sobre mi cuello.
Y este terror, que yo creía me había paralizado, derivó en un salvaje instinto de preservación. Agité el aire salvajemente con ambos brazos, pateé al mismo momento, y escuché un chirrido bestial. Algo blando cayó frente mío con un ruido sordo. Di unos pasos, esquivando lo que fuera que yacía ahí, y por casualidad encontré el picaporte de la puerta. Al instante salté al pasillo, y azoté la puerta detrás mío. Casi al mismo momento oí una puerta que se abría en algún sitio, abajo, y John Clinton, candelabro en mano, acudió corriendo escaleras arriba.
-¿Qué pasa? -preguntó- Dormía y escuché ruidos como sí... Dios santo, hay sangre en tu hombro.
Me quedé allí, según me contó después, moviéndome de un lado a otro, pálido, lívido, con la marca sobre mi hombro como si una mano cubierta de sangre la hubiese tocado.
-Está ahí dentro -dije- Ella, tu sabes. El retrato está dentro, colgando en el mismo lugar.
Me contestó con una sonrisa.
-Mi querido amigo, ha sido apenas una pesadilla. -declaró.
Abrió la puerta. Observé como lo hacía, inerte, presa del terror, incapaz de detenerlo, incapaz de moverme.
-iDios! ¡Es espantoso! El hedor... -dijo.
Luego el silencio. Desapareció de mi vista. Después reapareció tan pálido como estaba yo, y cerró rápidamente la puerta.
-Sí, el cuadro está ahí -dijo- Y sobre el piso hay algo, una cosa manchada de barro, como las que hay en los sepulcros. Vamos, rápido, vámonos de aquí.
Cómo bajamos las escaleras, jamás lo supe. Un estremecimiento y unas náuseas más espirituales que carnales me apresaron, y más de una vez me tuvo que ayudar a poner el pie en el escalón, mientras a cada momento echaba miradas de terror hacia atrás. Pero al final, cuando llegamos a su habitación, en el piso de abajo, le conté todo.
Como muchos de mis lectores quizás ya hayan adivinado, si recuerdan el inexplicable asunto de la iglesia en West Fawley, hace unos ocho años atrás, donde en tres oportunidades se trató de enterrar el cuerpo de cierta mujer que se había suicidado. En cada ocasión el ataúd fue encontrado fuera de su sitio, como emergiendo del suelo. Luego del tercer intento, con el objetivo de que la cosa no trascendiera, el cuerpo fue incinerado en algún lugar sobre tierra no consagrada. ¿Dónde? Justamente frente a la puerta de hierras del jardín, donde aquella mujer había vivido. Ella se había suicidado en el cuarto superior de la torre, su nombre era Julia Stone.
Se dice que el cuerpo fue desenterrado en secreto, y el ataúd fue hallado repleto de sangre".
E.F. Benson
" Ven, cierra la puerta, siéntate junto al fuego de la chimenea, que la noche es fría, y seguro que estás cansado; acomódate y disfruta de una de tantas historias, que como cada noche vas a poder escuchar aquí..."
El Recolector de Historias

domingo, 5 de julio de 2015
sábado, 4 de julio de 2015
"La Taquiporta"
"No había nada de misterioso en la aversión que sentía hacia mí el Profesor Surd. Yo era el único matemático pobre en una clase excepcionalmente matemática. El viejo caballero buscaba la sala de conferencias todas las mañanas con entusiasmo, y la dejaba de mala gana. Porque, ¿no era cosa de júbilo encontrar a setenta jóvenes quienes, por separado y colectivamente, preferían 'x' a XX; quienes más bien se diferenciaban que se disipaban; y para quienes los miembros de los cuerpos celestes tenían más atractivo que los de las estrellas terrenales sobre el escenario espectacular? De modo que los asuntos iban de maravillas entre el profesor de matemática y la clase de estudiantes de tercer año en la Universidad Polyp. En cada uno de los setenta hombres el sabio veía el logaritmo de un posible La Place, de un Sturm, o de un Newton. Era una tarea encantadora para él conducirlos a través de los placenteros valles de las secciones cónicas, y junto a las quietas aguas del cálculo integral. Figuradamente hablando, su problema no era difícil. Sólo tenía que manipular, eliminar, y elevar a una potencia más alta, y el triunfal resultado de un día de examen estaba garantizado. Pero yo era un elemento preocupante, una desconcertante cantidad desconocida, que de alguna manera se había deslizado en el trabajo, y que amenazaba con afectar seriamente la exactitud de sus cálculos. Era una visión conmovedora contemplar al venerable matemático cuando me suplicaba no ignorar tan completamente el precedente en el uso de las cotangentes; o cuando me instaba, con los ojos casi llenos de lágrimas, que los ordinales eran cosas peligrosas para andar jugando. Todo en vano. Más teoremas iban a mi puño que a mi cabeza. Nunca una tiza hizo tanto trabajo por tan pequeño propósito. Y, por lo tanto, vino que Furnace Second fue reducido a cero en la estimación del Profesor Surd. Me consideraba con todo el horror que una naturaleza no-algebraica podía inspirar. He visto al profesor caminar alrededor de toda una plaza para no encontrarse con el hombre que no tenía matemática en su alma.
Para Furnace Second no había ninguna invitación a la casa del Profesor Surd. Los setenta de la clase cenaban en delegaciones alrededor de la periferia de la mesa del té del profesor. El septuagésimo primero no conocía nada de los encantos de esa elipse perfecta, con sus grupos gemelos de fucsias y geranios en espléndida precisión en los dos costados. Esto, por desgracia, no era privación insignificante. No era que yo anhelara especialmente las porciones de pasteles de limón justamente célebres de la Sra. Surd; no era que las esféricas ciruelas damascenas de sus excelentes mermeladas tuvieran ningún notable encanto; ni siquiera que ansiara escuchar la jocosa charla en la mesa del profesor sobre los binomios, y las informales ilustraciones sobre abstrusas paradojas. La explicación es muy diferente. El Profesor Surd tenía una hija. Veinte años atrás hizo una proposición de matrimonio a la actual Sra. Surd. Añadió un pequeño Corolario a su proposición no mucho tiempo después. El Corolario era una niña. Abscisa Surd era tan perfectamente simétrica como el círculo de Giotto, y tan pura, además, como la matemática que su padre enseñaba. Fue justo cuando la primavera estaba llegando para extraer las raíces de la vegetación congelada que me enamoré del Corolario. Pronto tuve razones para considerar como una verdad evidente que ella misma no era indiferente. El lector sagaz ya reconocerá casi todos los elementos necesarios de una trama bien-ordenada. Hemos presentado a una heroína, deducido un héroe, y formulado un padre hostil según el modelo más aprobado. Un movimiento para la historia, un único Deus ex machina está faltando. Con considerable satisfacción puedo prometer una novedad perfecta en esta línea, un Deus ex machina nunca antes ofrecido al público.
Estaría desestimando la inteligencia común al decir que busqué con incansable perseverancia imaginarme en la buena voluntad del severo padre; que nunca un estúpido se dedicó a la matemática con más paciencia que yo; que nunca la fidelidad logró una recompensa tan magra. Entonces contraté a un profesor particular. Sus instrucciones seguí sin el menor éxito. El nombre de mi profesor particular era Jean Marie Rivarol. Era un alsaciano único, aunque galo de nombre, totalmente teutón de naturaleza; de nacimiento francés, por la educación alemán. Su edad era treinta; su profesión, la omnisciencia; el lobo en su puerta, la pobreza; el esqueleto en su ropero, una pasión devoradora pero no correspondida. Los principios más recónditos de la ciencia práctica eran sus juguetes; las complejidades más profundas de la ciencia abstracta sus diversiones. Los problemas que eran misterios predestinados para mí eran para él tan claros como agua de Tahoe. Quizás este mismo hecho explicará la falta de éxito en la relación entre profesor particular y alumno; quizás la falla sea sólo debida a mi propia y rematada estupidez. Rivarol había colgado de las faldas de la universidad durante varios años; proveía a sus pocas necesidades escribiendo para revistas científicas, o ayudando a estudiantes que, como yo mismo, eran caracterizados por una plétora de dinero y una pobreza de ideas; cocinaba, estudiaba y dormía en su alojamiento en el ático; y llevaba a cabo experimentos extraños por sí mismo.
No necesitamos mucho tiempo para descubrir que incluso este genio excéntrico no podía trasplantar un cerebro en mi cráneo deficiente. Dejé la lucha desesperado. Un año desdichado arrastraba lentamente su longitud. Fue un año triste, sólo iluminado por ocasionales entrevistas con Abscisa, la Abbie de mis pensamientos y sueños. El día de graduación se acercaba rápidamente. Pronto me iría, con el resto de mi clase, a sorprender y encantar a un mundo que esperaba. El profesor parecía evitarme más que nunca. Nada más que los convencionalismos, que creo que lo alejaban de darle forma a su tratamiento hacia mí sobre la base de una no disimulada aversión. Por fin, por la misma imprudencia de la desesperación, resolví verlo, suplicarle, amenazarlo si era necesario, y arriesgar toda mi fortuna en una oportunidad desesperada. Le escribí una carta algo desafiante, declarando mis aspiraciones, y, mientras me halagaba, astutamente le di una semana para superar la primera impresión de la horrible sorpresa. Entonces, estaba listo para conocer mi destino. Durante la semana de suspenso me preocupé casi hasta tener fiebre. Primero era la esperanza descabellada, y luego la desesperación más sensata. El viernes por la noche, cuando me presenté en la puerta del profesor, era un espectro tan demacrado, somnoliento y arrastrado, que incluso la Srta. Jocasta, la severa doncella predilecta de los Surd, me hizo pasar con compasión, y sugirió un té de menta. El Profesor Surd estaba en una reunión del cuerpo docente. ¿Esperaría?
Sí, hasta que todo se pusiera azul, si era necesario. ¿La Srta. Abbie?
Abscisa había ido a Wheelborough a visitar a un amigo de la escuela. La anciana doncella esperaba que me sintiera cómodo, y partió hacia los sitios desconocidos que conocían la diaria caminata de Jocasta. ¡Cómodo! Pero me senté en una enorme silla incómoda y esperé, con el espíritu contradictorio común en tales coyunturas, temiendo cada paso que debía anunciar al hombre que, de todos los hombres, deseaba ver. Había estado allí al menos una hora, y me estaba sintiendo somnoliento. Por fin entró el Profesor Surd. Se sentó en la penumbra enfrente de mí, y pensé que sus ojos brillaban con maligno placer cuando dijo, abruptamente:
—De modo que, joven, ¿usted piensa que será un adecuado esposo para mi hija?
Tartamudeé algunas sandeces sobre darle en afecto lo que carecía en méritos; sobre mis expectativas, familia y todo eso. Me interrumpió rápidamente.
—Usted me entiende mal, señor. Su naturaleza carece de percepción y conocimiento matemáticos que son los únicos fundamentos seguros del carácter. Usted no tiene matemática dentro. Usted es adecuado para la traición, las estratagemas, y el botín --Shakespeare. Su estrecho intelecto no puede comprender y apreciar una mente generosa. Hay toda una diferencia entre usted y un Surd, si puedo decirlo, que interviene entre una infinitesimal y una infinito. ¡Vaya, incluso osaré decir que usted ni siquiera comprende el Problema de los Correos!
Admití que el Problema de los Correos debería ser clasificado más bien fuera de mi lista de logros que dentro de ella. Lamentaba esta falla muy profundamente, y sugerí enmendarme. Esperaba levemente que mi fortuna fuera tal...
—¡Dinero! —exclamó impaciente—. ¿Trata usted de sobornar a un senador romano con un flautín? Vaya, muchacho, ¿alardea su mísera riqueza, la cual, expresada en millas, no cubrirá diez lugares decimales, ante los ojos de un hombre que mide los planetas en sus órbitas, y cierra multitudes de infinitos por sí mismos?
Con premura negué cualquier intención de imponer mis tontos dólares, y él continuó:
—Su carta no me sorprendió ni un poco. Pensé que "usted" sería la última persona en el mundo entero que supusiera una alianza aquí. Pero teniendo una contemplación hacia usted en persona —y otra vez vi que la malicia brillaba en sus ojos pequeños— y aun más consideración hacia la felicidad de Abscisa, he decidido que usted la tendrá, con condiciones. Con condiciones —repitió, con un gesto despectivo medio encubierto.
—¿Cuáles son? —grité, ansiosamente—. Sólo dígalas.
—Bien, señor —continuó, y la forma deliberada de su discurso parecía el mismo refinamiento de la crueldad—, usted sólo tiene que demostrar que es digno de una alianza con una familia matemática. Sólo tiene que lograr una tarea que le daré en este momento. Sus ojos me preguntan cuál es. Le diré. Distíngase en esa noble rama de la ciencia abstracta en la cual, no puede dejar de reconocer, es en este momento tristemente deficiente. Pondré la mano de Abscisa en la suya siempre que usted venga ante mí y cuadre el círculo a mi satisfacción. ¡No! Ésa es una condición demasiado fácil. Me haría trampas a mí mismo. Digamos movimiento perpetuo. ¿Le gusta eso? ¿Cree que está dentro del alcance de su capacidad mental? Usted no sonríe. Quizás su talento no corre en el sentido del movimiento perpetuo. Varias personas han descubierto que los suyos no lo hacían. Le daré otra oportunidad. Estábamos hablando del Problema de los Correos, y creo que usted expresó un deseo de saber más de esa ingeniosa cuestión. Tendrá la oportunidad. Siéntese algún día, cuando no tenga nada más que hacer, y descubra el principio de la velocidad infinita. Quiero decir la ley del movimiento que logrará una infinita distancia en un tiempo infinitamente corto. Puede mezclar un poco de mecánica práctica, si quiere. Invente algún método para llevar el Correo atrasado en su camino a la velocidad de sesenta millas por minuto. Demuéstreme matemáticamente este descubrimiento (¡cuando lo haya hecho!), y aproxímese a él prácticamente, y Abscisa será suya. Hasta que pueda, le agradeceré que no me moleste ni a ella.
No podía soportar su burlar por más tiempo. Salí mecánicamente y a trompicones de la habitación, y de la casa. Incluso olvidé mi sombrero y mis guantes. Caminé una hora a la luz de la luna. Gradualmente gané un marco mental más optimista. Esto era debido a mi ignorancia de matemática. Si hubiera comprendido el verdadero significado de lo que pedía, debería haber estado completamente abatido. Quizás este problema de las sesenta millas por minuto no era tan imposible después de todo. De todos modos podía intentar, sin embargo podía no tener éxito. Y Rivarol vino a mi mente. Le preguntaría. Conseguiría el apoyo de sus conocimientos para acompañar mi propia perseverancia fiel. Busqué sus alojamientos de inmediato. El hombre de ciencia vivía en el cuarto piso, atrás. Nunca antes había estado en su habitación. Cuando entré, estaba en el acto de llenar un jarro de cerveza de un bidón etiquetado "Aqua fortis".
—Siéntese —dijo—. No, no en esa silla. Es mi Ajustador de Caja Chica.
Pero fue un segundo demasiado tarde. Me había lanzado sin cuidado sobre una silla de apariencia seductora. Ante mi total asombro, extendió dos brazos de esqueleto y me sujetó fuertemente, contra lo que me debatí en vano. Entonces, un cráneo se estiró sobre mi hombro y sonrió abiertamente con una espantosa familiaridad cerca de mi cara. Rivarol llegó en mi ayuda con un montón de disculpas. Tocó un resorte en algún lugar y el Ajustador de Caja Chica aflojó sus espantosos brazos. Me senté con cautela en una simple mecedora con base de caña, que Rivarol me aseguró era una ubicación segura.
—Ese asiento —dijo—, es un arreglo sobre el que me felicito. Lo hice en Heidelberg. Me ha ahorrado una gran cantidad de pequeños fastidios. Envío a sus brazos a los amigos que me aburren, y las visitas que me exasperan. Pero nunca es tan útil como cuando aterroriza a algún comerciante con una cuenta insignificante. De allí viene el sobrenombre que le he dado con humor. Ellos están siempre demasiado felices para comprar su liberación al precio de una factura. ¿Comprende bien la idea?
Mientras el alsaciano diluía su vaso de Aqua fortis, le agregaba una infusión de licores amargos, y se lanzaba del parachoques con evidente deleite, tuve tiempo de mirar el extraño departamento. Las cuatro esquinas de la habitación estaban ocupadas, respectivamente, por un torno, un rollo Rhumkorff, un pequeño motor a vapor y un planetario en movimiento. Mesas, estantes, sillas y piso sostenían un raro conjunto de herramientas, retortas, químicos, receptores de gas, instrumentos filosofales, botas, matraces, cajas de cuellos de papel, diminutos libros, y libros de gran tamaño. Había bustos de yeso de Aristóteles, Arquímedes y Comte, mientras que un enorme búho somnoliento parpadeaba apoyado sobre la frente benigna de Martin Farquhar Tupper.
—Siempre hace nido allí cuando se propone dormir —explicó mi profesor particular—. Eres un ave con una mente no corriente. Schlafen Sie wohl.
Por una puerta del ropero, entreabierta, pude ver una forma casi humana cubierta con una sábana. Rivarol captó mi mirada.
—Eso —dijo—, será mi obra maestra. Es un Microcosmos, un Androide, aunque sólo parcialmente completo. ¿Y por qué no? Albertus Magnus construyó una imagen perfecta para charlar sobre metafísica y refutar a las escuelas. También lo hizo Sylvester II; también Robertus Greathead. Roger Bacon hizo a una cabeza desvergonzada que lanzaba discursos. Pero el primero de los nombrados llegó a la destrucción. Tomás de Aquino se alzó en cólera por algunos de sus silogismos e hizo añicos su cabeza. La idea es bastante razonable. La acción mental será reducida a leyes tan precisas como las que gobiernan lo físico. ¿Por qué no debería lograr un maniquí que sermonee discursos tan originales como los del Rev. Dr. Allchin, o que diga poesía tan mecánicamente como Paul Anapest? Mi Androide ya puede resolver problemas en fracciones vulgares y componer sonetos. Espero enseñarle la Filosofía Positiva.
De entre la desconcertante confusión de sus efectos, Rivarol sacó dos pipas y las llenó. Me pasó una.
—Y aquí —dijo—, vivo y estoy aceptablemente cómodo. Cuando mi abrigo se gasta en los codos, busco al sastre y me toma las medidas para otro. Cuando estoy hambriento, doy un paseo hasta lo del carnicero y me traigo a casa una libra o algo así de filete, que cocino muy bien en tres segundos con esta llama de oxy-hidrógeno. Sediento, quizás, pido el envío de un bidón de Aqua fortis. Pero hago que lo anoten, todos anotan. Mi espíritu está por encima de cualquier pequeña transacción pecuniaria. Odio los sucios billetes, y nunca manejo lo que llaman certificado.
—¿Pero nunca es molestado con las facturas? —pregunté—. ¿Los acreedores no lo preocupan?
—¡Acreedores! —gritó Rivarol—. No he aprendido semejante palabra en su muy admirable idioma. El que permita que su alma sea afectada por acreedores es una reliquia de una civilización imperfecta. ¿De qué sirve la ciencia si no puede servir a un hombre que tiene cuentas en curso? Escuche. Al momento que usted o cualquiera entra por la puerta exterior, esta campanilla eléctrica suena advirtiéndome. Cada escalón sucesivo de la escalera de la Sra. Grimier es un espía y alerta informante para mi beneficio. El primero escalón es pisado. Ese confiable primer escalón de inmediato telegrafía su peso. Nada podría ser más simple. Es exactamente como cualquier balanza de plataforma. El peso es registrado aquí arriba sobre este dial. El segundo escalón registra el tamaño de los pies de mi visitante. El tercero, su altura; el cuarto, su complexión, y todos así. Cuando llega a la cima del primer tramo, tengo una descripción muy exacta de él aquí mismo, en mi codo, y un margen del tiempo para deliberar y actuar. ¿Me sigue? Es bastante simple. Apenas el ABC de mi ciencia.
—Ya veo todo eso —dije—, pero no veo cómo lo ayudan. El saber que un acreedor viene no pagará su cuenta. Usted no puede escapar a menos que salte por la ventana.
Rivarol se rió suavemente.
—Le diré. Usted verá en qué se convierte cualquier pobre diablo que viene a exigir dinero de mí, de un hombre de ciencia. ¡Ja! ¡Ja! Me complace. Estuve siete semanas perfeccionando mi Supresor de Crueldad. ¿Sabía que —susurró exultante—, sabía que hay un agujero a través del centro de la tierra? Los físicos lo han sospechado durante mucho tiempo; fui el primero en encontrarlo. Usted ha leído cómo Rhuyghens, el navegante holandés, descubrió en la región de Kerguellen un hoyo abismal donde mil cuatrocientas brazas de línea de plomada no sonaron. Herr Tom, ¡ese agujero no tiene fondo! Corre desde una superficie de la tierra hasta la superficie antipodal. Es diametral. ¿Pero dónde es el sitio antipodal? Usted está parado sobre él. Lo supe por la más simple casualidad. Estaba cavando en el sótano de la Sra. Grimier para enterrar a un pobre gato que había sacrificado en un experimento galvánico, cuando la tierra bajo mi pala se desmenuzó, se hundió, y lleno de asombro quedé sobre el borde de un pozo muy amplio. Dejé caer un trozo de carbón. Se fue abajo, abajo, abajo, saltando y rebotando. En dos horas y cuarto ese trozo de carbón apareció otra vez. Lo atrapé y se lo devolví a la furiosa Grimier. Sólo piense un minuto. El trozo de carbón cayó, más y más rápido, hasta que llegó al centro de la tierra. Allí se detendría, si no fuera por la velocidad adquirida. Más allá del centro su viaje fue relativamente hacia arriba, hacia la superficie opuesta del globo. De modo que, al perder velocidad, fue cada vez más lento hasta que llegó a esa superficie. Aquí llegó a detenerse por un segundo y luego cayó otra vez, ocho mil millas y pico, a mis manos. Si yo no hubiera interferido, habría repetido su viaje, una y otra vez, cada uno de menor extensión, como las decrecientes oscilaciones de un péndulo, hasta que al final llegara al descanso eterno en el centro de la esfera. No soy lento para darle una aplicación práctica a un descubrimiento tan imponente. Mi Represor de Crueldad nació de él. Una trampa, justo fuera de la puerta; un resorte aquí, un acreedor en la trampa. ¿Necesita que diga más?
—¿Pero no es un poco inhumano? —sugerí tímidamente—. Lanzar a un ser desdichado a un viaje perpetuo hacia y desde la región de Kerguellen, sin advertencia.
—Les doy una oportunidad. Cuando aparecen por primera vez, espero en la boca del pozo con una soga en las manos. Si son razonables y aceptan los términos, les arrojo la línea. Si se mueren, es por su propia culpa. Sólo que —añadió, con una sonrisa melancólica—, el centro se está obstruyendo con tantos acreedores que me temo que pronto ya no habrá elección para ellos.
Hasta ese momento, había concebido una alta opinión de la habilidad de mi profesor particular. Si alguien podía enviarme a bailar alegremente por el espacio a una velocidad infinita, Rivarol podía hacerlo. Llené mi pipa y le conté la historia. Escuchó con atención seria y paciente. Entonces, por toda una media hora, fumó en silencio. Al final, habló.
—La antigua figura se ha extralimitado. Le ha dado la oportunidad de dos problemas, y él considera que ambos son insolubles. Ninguno de ellos es insoluble. El único rayo de inteligencia que mostró el Viejo Cotangente fue cuando dijo que cuadrar el círculo era demasiado fácil. Tenía razón. Le habría dado su Liebchen en cinco minutos. Yo cuadré el círculo antes de quitarme los pantalones cortos. Le mostraré el trabajo... pero sería una digresión, y usted no está de humor para digresiones. Nuestra primera oportunidad, por lo tanto, está en el movimiento perpetuo. Ahora, mi buen amigo, le diré francamente que, aunque comprendo este interesante problema, no decido usarlo en su provecho. Yo también, Herr Tom, tengo un corazón. Lo más encantador de su sexo me desaprueba. Sus encantos algo maduros no son para Jean Marie Rivarol. Ha dicho con crueldad que sus años demandan de mí una consideración filial más que una matrimonial. ¿Es el amor una cuestión de años o de eternidad? Esta pregunta le hice a la fría aunque encantadora Jocasta.
—¡Jocasta Surd! —repetí con sorpresa—. ¡La tía de Abscisa!
—La misma —dijo tristemente—. No intentaré ocultar que mi doncel corazón ha sido otorgado a la doncella Jocasta. ¡Deme su mano, sobrino mío en aflicción y en afecto!
Rivarol se secó una no deshonrosa lágrima, y continuó:
—Mi única esperanza está en este descubrimiento del movimiento perpetuo. Me dará fama, riqueza. ¿Puede Jocasta rechazarlas? ¡Si puede, sólo queda la trampa secreta y... la región de Kerguellen!
Con timidez le pedí ver la máquina del movimiento perpetuo. Mi tío en la aflicción sacudió la cabeza.
—En otro momento —dijo—. Ya es suficiente decir en este momento, que es algo sobre el principio de la lengua de una mujer. Pero ahora ve por qué debemos girar su caso a la condición alternativa, la velocidad infinita. Hay varias maneras de lograrlo, en teoría. Por la palanca, por ejemplo. Imagine una palanca con un brazo muy largo y un brazo muy corto. Aplique potencia al brazo más corto que la moverá con gran velocidad. El extremo del brazo largo se moverá mucho más rápido. Ahora continúe acortando el brazo corto y alargando el brazo largo, y a medida que se acerque al infinito en la diferencia de longitud, se acercará al infinito en la velocidad del brazo largo. Sería difícil hacerle una demostración práctica al profesor. Debemos buscar otra solución. Jean Marie meditará. Venga en una quincena. Buenas noches. ¡Pero deténgase! ¿Tiene usted dinero, das Geld?
—Mucho más del que necesito.
—¡Bien! Estrechemos las manos. Oro y Saber; Ciencia y Amor. ¿Qué no podría lograr esta asociación? Vamos a conquistarte, Abscisa. ¡Vorwärts!
Cuando, al final de la quincena, fui al apartamento de Rivarol, pasé con alguna pequeña inquietud sobre la terminal de la Aerolínea a la región de Kerguellen, y eludí los brazos extendidos del Ajustador de Caja Chica. Rivarol me extendió un jarro de cerveza, y llenó el suyo con su propia bebida peculiar.
—Venga —dijo por fin—. Bebamos por el éxito de la TAQUIPORTA.
—¿TAQUIPORTA?
—Sí. ¿Por qué no? "Taqui", rápidamente, y "porta, transporta". ¡Puede enviarlo rápidamente al día de su boda! Abscisa es suya. Es un hecho. ¿Cuándo iremos por las praderas?
—¿Dónde está? —pregunté, mirando en vano alrededor de la habitación cualquier artefacto que pudiera parecer calculado para adelantar posibilidades matrimoniales.
—Está aquí —y dio un a su frente golpecito significativo. Entonces habló didácticamente.
—Hay fuerza suficiente en existencia para lanzarnos a una velocidad de sesenta millas por minuto, o incluso más. Lo que necesitamos es el conocimiento de cómo combinarla y aplicarla. El hombre sabio no intentará hacer que alguna gran fuerza produzca alguna gran velocidad. Seguirá añadiendo pequeña fuerza a la pequeña fuerza, haciendo que cada pequeña fuerza produzca su pequeña velocidad, hasta que la suma de pequeñas fuerzas será una gran fuerza, produciendo ese total de pequeñas velocidades pequeñas, una gran velocidad. La dificultad no está en agregar fuerza; está el correspondiente agregado de velocidades. Una bala de mosquete irá, por decir, hasta una milla. No es difícil aumentar la fuerza de los mosquetes por mil, sin embargo, las mil balas de mosquete no irán más lejos, ni más rápido, que la primera. Vea, entonces, dónde está nuestro problema. No podemos fácilmente sumar velocidad a la velocidad, como sumamos fuerza a la fuerza. Mi descubrimiento es simplemente la utilización de un principio que consigue un aumento de velocidad por cada incremento de la potencia. Pero ésta es la metafísica de la física. Seamos prácticos o nada. Cuando usted caminó hacia adelante en un tren en movimiento, desde el coche del final hacia la máquina, ¿alguna vez pensó qué estaba haciendo realmente?
—Vaya, sí, generalmente iba al coche de fumadores a fumar.
—Ps, ps, ps... ¡eso no! Quiero decir, ¿alguna vez se le ocurrió en tales ocasiones que se estaba moviendo más rápido que el tren? El tren pasa los postes del telégrafo a una velocidad de treinta millas por hora, por decir. Usted camina hacia el vagón de fumadores a una velocidad de cuatro millas por hora. Entonces usted pasa los postes del telégrafo a una velocidad de treinta y cuatro millas. Su velocidad absoluta es la velocidad de la máquina, más la velocidad de su propia locomoción. ¿Me sigue?
Empecé a conseguir un indicio de lo que quería decir, y se lo dije.
—Muy bien. Avancemos un paso. Su adición a la velocidad de la máquina es trivial, y el espacio donde puede ejercitarla, limitado. Ahora suponga dos estaciones, A y B, a dos millas de distancia junto a las vías. Imagine un tren de coches de plataforma, el último coche está detenido en la estación A. El tren tiene una milla de largo, por decir. La máquina está, por lo tanto, a una milla de la estación B. Digamos que el tren puede correr una milla en diez minutos. El último coche, que tiene que correr dos millas, llegará a B en veinte minutos, pero la máquina, una milla más adelante, llegaría en diez. Usted salta en el último coche, en A, en una prisa prodigiosa por llegar hasta Abscisa, que está en B. Si se queda en el último coche, pasarán veinte minutos antes de que la vea. Pero la máquina llega a B y a la bella dama en diez. Usted será un estúpido racionalista, y un amante indiferente, si no se pone a correr hacia la máquina sobre esos coches de plataforma, tan rápido como puedan sus piernas. Usted puede correr una milla, el largo del tren, en diez minutos. Por lo tanto, llega a Abscisa con la máquina, o en diez minutos, diez minutos más temprano que si se hubiera sentado perezosamente en el coche trasero para hablar de política con el hombre del freno. Ha reducido el tiempo a la mitad. Le agregó su velocidad a la de la locomotora para algún propósito. ¿Nicht wahr?
Lo vi perfectamente; mucho más claro, quizás, cuando puso la cláusula sobre Abscisa. Él continuó:
—Este ejemplo, aunque lento, conduce a un principio que puede ser llevado a cualquier extensión. Nuestra primera preocupación será prescindir de sus piernas y aliento. Supongamos que las dos millas de vías son perfectamente derechas, y hagamos que nuestro tren tenga un coche de plataforma, de una milla de largo, con rieles paralelos colocados encima. Ponga una pequeña máquina de juguete en estos rieles, y déjela correr a lo largo del coche de plataforma mientras el coche de plataforma se mueve a lo largo de las vías en el suelo. ¿Capta la idea? El juguete toma su lugar. Pero puede correr su milla mucho más rápido. Imagine que nuestra locomotora es bastante potente y puede tirar del coche de plataforma las dos millas en dos minutos. El juguete puede tener la misma velocidad. Cuando la máquina llega a B en un minuto, el juguete también porque corrió una milla sobre el coche de plataforma. Hemos combinado las velocidades de esas dos máquinas hasta lograr dos millas en un minuto. ¿Es todo lo que podemos hacer? Prepárese para ejercitar su imaginación.
Encendí mi pipa.
—Todavía dos millas de vías rectas, entre A y B. Sobre las vías, un largo coche de plataforma, que va desde A hasta un cuarto de milla de B. ahora descartaremos las locomotoras comunes y adoptaremos como nuestra fuerza motriz una serie de motores magnéticos compactos, distribuidos debajo del coche de plataforma, a lo largo de toda su longitud.
—No comprendo esos motores magnéticos.
—Bien, cada uno de ellos consiste en una gran herradura, cargado con un magneto y un no-magneto alternativamente por medio de una corriente eléctrica intermitente que viene de una batería, esta corriente a su vez está regulada por un mecanismo de relojería. Cuando la herradura está en el circuito, es un magneto, y atrae su badajo hacia ella con un enorme poder. Cuando está fuera del circuito, al siguiente segundo, no es un magneto, y suelta el badajo. El badajo, que oscila de un lado al otro, produce un movimiento rotatorio a un volante, que lo transmite a las ruedas en los rieles. Ésos son nuestros motores. No son ninguna novedad, porque han demostrado ser practicables. Con un motor magnético en cada par de ruedas, podemos esperar razonablemente que nuestro inmenso coche se mueva, y vaya hacia adelante a una velocidad, por decir, de una milla por minuto. El extremo delantero, que tiene que hacer sólo un cuarto de milla, llegará a B en quince segundos. Llamaremos a este coche de plataforma número 1. Encima del número 1 hay rieles sobre los que otro coche de plataforma, el número 2, un cuarto de milla más corto que el número 1, se mueve precisamente del mismo modo. El número 2, a su vez, está cargado con el número 3, que se mueve de manera independiente de los de abajo, y es un cuarto de milla más corto que el número 2. El número 2 tiene una milla y media de largo; el número 3, una milla y un cuarto. Arriba, en niveles sucesivos, están el número 4, de una milla de largo; el número 5, de tres cuartos de milla; el número 6, de media milla; el número 7, de un cuarto de milla, y el número 8, un coche pequeño de pasajeros, encima de todos. Cada coche se mueve sobre el coche de abajo, de manera independiente de todos los otros, a la velocidad de una milla por minuto. Cada coche tiene sus propios motores magnéticos. Bien, el tren está dibujado con el extremo del final de cada coche descansando contra un elevado poste de freno en A, Tom Furnace, el caballeroso conductor, y Jean Marie Rivarol, ingeniero, montan por una larga escalerilla hasta el elevado número 8. El complejo mecanismo es puesto en movimiento. ¿Qué ocurre?
El número 8 corre un cuarto de milla en quince segundos y llega al extremo del número 7. Mientras tanto, el número 7 ha corrido un cuarto de milla en el mismo tiempo y llegó al extremo del número 6; el número 6, un cuarto de milla en quince segundos, y llega al extremo del número 5; el número 5, al extremo del número 4; el número 4, al del número 3; el número 3, al del número 2; el número 2, al del número 1. Y el número 1, en quince segundos, ha corrido su cuarto de milla a lo largo de las vías en el suelo, y ha llegado a la estación B. Todo esto en quince segundos. Por lo cual, los números 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, y 8 llegan contra el poste de frenado en B, precisamente en el mismo segundo. Nosotros, en el número 8, llegamos a B justo cuando llega el número 1. En otras palabras, hemos corrido dos millas en quince segundos. Cada uno de los ocho coches moviéndose a la velocidad de una milla por minuto, ha aportado un cuarto de milla a nuestro viaje, y ha hecho su trabajo en quince segundos. Todos hicieron su trabajo al mismo tiempo, durante los mismos quince segundos. Por consiguiente, hemos sido lanzados por el aire a una velocidad algo sorprendente de siete segundos y medio por milla. Esto es la Taquiporta. ¿Se justifica su nombre?
Aunque un poco perplejo por la complejidad de coches, comprendí el principio general de la máquina. Hice un diagrama, y lo comprendí mucho mejor.
—¿Ha mejorado la idea de mi movimiento más rápido que el tren cuando simplemente estaba yendo al vagón de fumadores?
—Precisamente. Hasta ahora nos hemos mantenido dentro de los límites de lo practicable. Para satisfacer al profesor, puede teorizar algo después, de esta manera: Si duplicamos la cantidad de coches, y disminuimos a la mitad la distancia que cada uno tiene que correr, conseguiremos doblar la velocidad. Cada uno de los dieciséis coches tendrá que correr apenas un octavo de milla. A la velocidad uniforme que hemos adoptado, podemos hacer las dos millas en siete segundos y medio, en lugar de quince. Con treinta y dos coches, y un dieciseisavo de milla, o una diferencia de veinte varas en su longitud, llegamos a la velocidad de una milla en menos de dos segundos; con sesenta y cuatro coches, cada uno corriendo diez varas, una milla en menos de un segundo. ¡¡Más de sesenta millas por minuto! Si esto no es bastante rápido para el profesor, dígale que continúe incrementando la cantidad de coches y disminuyendo la distancia que cada uno tiene que correr. Si sesenta y cuatro coches alcanzan una velocidad de una milla en un segundo, permítale disfrutar de un Taquiporta de seiscientos cuarenta coches, y diviértase calculando la velocidad del coche número 640. Susúrrele que cuando tenga una cantidad infinita de coches con una diferencia infinitesimal en sus longitudes, habrá obtenido esa velocidad infinita que parece anhelar. Entonces exíjale a Abscisa.
Estreché la mano de mi amigo en admiración silenciosa y agradecida. No podía decir nada.
—Usted ha escuchado al hombre de la teoría —dijo con orgullo—. Ahora contemplará al ingeniero práctico. Iremos al oeste del Mississippi y buscaremos alguna localidad adecuadamente llana. Allí erigiremos un modelo de Taquiporta. Convocaremos allí al profesor, a su hija, ¿y por qué no a su bella hermana Jocasta, también? Los llevaremos a un viaje que mucho sorprenderá al venerable Surd. Pondrá los dedos de Abscisa en los suyos y los bendecirá a ambos con una fórmula algebraica. Jocasta contemplará con asombro al genio de Rivarol. Pero tenemos mucho que hacer. Debemos enviar a St. Joseph la enorme cantidad de material a ser empleada en la construcción de la Taquiporta. Debemos contratar a un pequeño ejército de obreros para realizar esa construcción, porque vamos a aniquilar tiempo y espacio. Tal vez sea mejor que usted vea a sus banqueros.
Corrí hasta la puerta impetuosamente. No debía haber ninguna demora.
—¡Deténgase! ¡Deténgase! ¡Um Gottes Willen, deténgase! —chilló Rivarol—. Lancé a mi carnicero esta mañana y no he asegurado la...
Pero fue demasiado tarde. Yo estaba sobre la trampa. ¡Se abrió con un estrépito, y me zambullí hacia abajo, lejos, lejos! Sentí que caía a través de un espacio ilimitado. Recuerdo haberme preguntado, mientras aceleraba a través de la oscuridad, si debía llegar a la región de Kerguellen o detenerme en el centro. Me parecía una eternidad. Entonces mi curso se detuvo repentina y dolorosamente. Abrí los ojos. A mi alrededor estaban las paredes del estudio del Profesor Surd. Debajo de mí había un plano duro y persistente que conocía demasiado bien y era el piso del estudio del Profesor Surd. Detrás de mí estaba la silla negra, resbaladiza y de piel que me había arrojado, tal como la ballena a Jonás. Enfrente de mí, el propio Profesor Surd, miraba hacia abajo con una sonrisa no desagradable.
—Buenas tardes, Sr. Furnace. Permítame ayudarlo. Parece cansado, señor. No me asombra que se haya quedado dormido cuando lo dejé esperando tanto tiempo. ¿Desea un vaso de vino? ¿No? A propósito, al recibir su carta descubro que es un hijo de mi viejo amigo, el juez Furnace. He hecho algunas preguntas, y no veo ninguna razón por qué no pueda ser un buen marido para Abscisa.
Todavía no puedo ver ninguna razón para que la Taquiporta no haya tenido éxito. ¿Puede usted?"
Edward Page Mitchell
Para Furnace Second no había ninguna invitación a la casa del Profesor Surd. Los setenta de la clase cenaban en delegaciones alrededor de la periferia de la mesa del té del profesor. El septuagésimo primero no conocía nada de los encantos de esa elipse perfecta, con sus grupos gemelos de fucsias y geranios en espléndida precisión en los dos costados. Esto, por desgracia, no era privación insignificante. No era que yo anhelara especialmente las porciones de pasteles de limón justamente célebres de la Sra. Surd; no era que las esféricas ciruelas damascenas de sus excelentes mermeladas tuvieran ningún notable encanto; ni siquiera que ansiara escuchar la jocosa charla en la mesa del profesor sobre los binomios, y las informales ilustraciones sobre abstrusas paradojas. La explicación es muy diferente. El Profesor Surd tenía una hija. Veinte años atrás hizo una proposición de matrimonio a la actual Sra. Surd. Añadió un pequeño Corolario a su proposición no mucho tiempo después. El Corolario era una niña. Abscisa Surd era tan perfectamente simétrica como el círculo de Giotto, y tan pura, además, como la matemática que su padre enseñaba. Fue justo cuando la primavera estaba llegando para extraer las raíces de la vegetación congelada que me enamoré del Corolario. Pronto tuve razones para considerar como una verdad evidente que ella misma no era indiferente. El lector sagaz ya reconocerá casi todos los elementos necesarios de una trama bien-ordenada. Hemos presentado a una heroína, deducido un héroe, y formulado un padre hostil según el modelo más aprobado. Un movimiento para la historia, un único Deus ex machina está faltando. Con considerable satisfacción puedo prometer una novedad perfecta en esta línea, un Deus ex machina nunca antes ofrecido al público.
Estaría desestimando la inteligencia común al decir que busqué con incansable perseverancia imaginarme en la buena voluntad del severo padre; que nunca un estúpido se dedicó a la matemática con más paciencia que yo; que nunca la fidelidad logró una recompensa tan magra. Entonces contraté a un profesor particular. Sus instrucciones seguí sin el menor éxito. El nombre de mi profesor particular era Jean Marie Rivarol. Era un alsaciano único, aunque galo de nombre, totalmente teutón de naturaleza; de nacimiento francés, por la educación alemán. Su edad era treinta; su profesión, la omnisciencia; el lobo en su puerta, la pobreza; el esqueleto en su ropero, una pasión devoradora pero no correspondida. Los principios más recónditos de la ciencia práctica eran sus juguetes; las complejidades más profundas de la ciencia abstracta sus diversiones. Los problemas que eran misterios predestinados para mí eran para él tan claros como agua de Tahoe. Quizás este mismo hecho explicará la falta de éxito en la relación entre profesor particular y alumno; quizás la falla sea sólo debida a mi propia y rematada estupidez. Rivarol había colgado de las faldas de la universidad durante varios años; proveía a sus pocas necesidades escribiendo para revistas científicas, o ayudando a estudiantes que, como yo mismo, eran caracterizados por una plétora de dinero y una pobreza de ideas; cocinaba, estudiaba y dormía en su alojamiento en el ático; y llevaba a cabo experimentos extraños por sí mismo.
No necesitamos mucho tiempo para descubrir que incluso este genio excéntrico no podía trasplantar un cerebro en mi cráneo deficiente. Dejé la lucha desesperado. Un año desdichado arrastraba lentamente su longitud. Fue un año triste, sólo iluminado por ocasionales entrevistas con Abscisa, la Abbie de mis pensamientos y sueños. El día de graduación se acercaba rápidamente. Pronto me iría, con el resto de mi clase, a sorprender y encantar a un mundo que esperaba. El profesor parecía evitarme más que nunca. Nada más que los convencionalismos, que creo que lo alejaban de darle forma a su tratamiento hacia mí sobre la base de una no disimulada aversión. Por fin, por la misma imprudencia de la desesperación, resolví verlo, suplicarle, amenazarlo si era necesario, y arriesgar toda mi fortuna en una oportunidad desesperada. Le escribí una carta algo desafiante, declarando mis aspiraciones, y, mientras me halagaba, astutamente le di una semana para superar la primera impresión de la horrible sorpresa. Entonces, estaba listo para conocer mi destino. Durante la semana de suspenso me preocupé casi hasta tener fiebre. Primero era la esperanza descabellada, y luego la desesperación más sensata. El viernes por la noche, cuando me presenté en la puerta del profesor, era un espectro tan demacrado, somnoliento y arrastrado, que incluso la Srta. Jocasta, la severa doncella predilecta de los Surd, me hizo pasar con compasión, y sugirió un té de menta. El Profesor Surd estaba en una reunión del cuerpo docente. ¿Esperaría?
Sí, hasta que todo se pusiera azul, si era necesario. ¿La Srta. Abbie?
Abscisa había ido a Wheelborough a visitar a un amigo de la escuela. La anciana doncella esperaba que me sintiera cómodo, y partió hacia los sitios desconocidos que conocían la diaria caminata de Jocasta. ¡Cómodo! Pero me senté en una enorme silla incómoda y esperé, con el espíritu contradictorio común en tales coyunturas, temiendo cada paso que debía anunciar al hombre que, de todos los hombres, deseaba ver. Había estado allí al menos una hora, y me estaba sintiendo somnoliento. Por fin entró el Profesor Surd. Se sentó en la penumbra enfrente de mí, y pensé que sus ojos brillaban con maligno placer cuando dijo, abruptamente:
—De modo que, joven, ¿usted piensa que será un adecuado esposo para mi hija?
Tartamudeé algunas sandeces sobre darle en afecto lo que carecía en méritos; sobre mis expectativas, familia y todo eso. Me interrumpió rápidamente.
—Usted me entiende mal, señor. Su naturaleza carece de percepción y conocimiento matemáticos que son los únicos fundamentos seguros del carácter. Usted no tiene matemática dentro. Usted es adecuado para la traición, las estratagemas, y el botín --Shakespeare. Su estrecho intelecto no puede comprender y apreciar una mente generosa. Hay toda una diferencia entre usted y un Surd, si puedo decirlo, que interviene entre una infinitesimal y una infinito. ¡Vaya, incluso osaré decir que usted ni siquiera comprende el Problema de los Correos!
Admití que el Problema de los Correos debería ser clasificado más bien fuera de mi lista de logros que dentro de ella. Lamentaba esta falla muy profundamente, y sugerí enmendarme. Esperaba levemente que mi fortuna fuera tal...
—¡Dinero! —exclamó impaciente—. ¿Trata usted de sobornar a un senador romano con un flautín? Vaya, muchacho, ¿alardea su mísera riqueza, la cual, expresada en millas, no cubrirá diez lugares decimales, ante los ojos de un hombre que mide los planetas en sus órbitas, y cierra multitudes de infinitos por sí mismos?
Con premura negué cualquier intención de imponer mis tontos dólares, y él continuó:
—Su carta no me sorprendió ni un poco. Pensé que "usted" sería la última persona en el mundo entero que supusiera una alianza aquí. Pero teniendo una contemplación hacia usted en persona —y otra vez vi que la malicia brillaba en sus ojos pequeños— y aun más consideración hacia la felicidad de Abscisa, he decidido que usted la tendrá, con condiciones. Con condiciones —repitió, con un gesto despectivo medio encubierto.
—¿Cuáles son? —grité, ansiosamente—. Sólo dígalas.
—Bien, señor —continuó, y la forma deliberada de su discurso parecía el mismo refinamiento de la crueldad—, usted sólo tiene que demostrar que es digno de una alianza con una familia matemática. Sólo tiene que lograr una tarea que le daré en este momento. Sus ojos me preguntan cuál es. Le diré. Distíngase en esa noble rama de la ciencia abstracta en la cual, no puede dejar de reconocer, es en este momento tristemente deficiente. Pondré la mano de Abscisa en la suya siempre que usted venga ante mí y cuadre el círculo a mi satisfacción. ¡No! Ésa es una condición demasiado fácil. Me haría trampas a mí mismo. Digamos movimiento perpetuo. ¿Le gusta eso? ¿Cree que está dentro del alcance de su capacidad mental? Usted no sonríe. Quizás su talento no corre en el sentido del movimiento perpetuo. Varias personas han descubierto que los suyos no lo hacían. Le daré otra oportunidad. Estábamos hablando del Problema de los Correos, y creo que usted expresó un deseo de saber más de esa ingeniosa cuestión. Tendrá la oportunidad. Siéntese algún día, cuando no tenga nada más que hacer, y descubra el principio de la velocidad infinita. Quiero decir la ley del movimiento que logrará una infinita distancia en un tiempo infinitamente corto. Puede mezclar un poco de mecánica práctica, si quiere. Invente algún método para llevar el Correo atrasado en su camino a la velocidad de sesenta millas por minuto. Demuéstreme matemáticamente este descubrimiento (¡cuando lo haya hecho!), y aproxímese a él prácticamente, y Abscisa será suya. Hasta que pueda, le agradeceré que no me moleste ni a ella.
No podía soportar su burlar por más tiempo. Salí mecánicamente y a trompicones de la habitación, y de la casa. Incluso olvidé mi sombrero y mis guantes. Caminé una hora a la luz de la luna. Gradualmente gané un marco mental más optimista. Esto era debido a mi ignorancia de matemática. Si hubiera comprendido el verdadero significado de lo que pedía, debería haber estado completamente abatido. Quizás este problema de las sesenta millas por minuto no era tan imposible después de todo. De todos modos podía intentar, sin embargo podía no tener éxito. Y Rivarol vino a mi mente. Le preguntaría. Conseguiría el apoyo de sus conocimientos para acompañar mi propia perseverancia fiel. Busqué sus alojamientos de inmediato. El hombre de ciencia vivía en el cuarto piso, atrás. Nunca antes había estado en su habitación. Cuando entré, estaba en el acto de llenar un jarro de cerveza de un bidón etiquetado "Aqua fortis".
—Siéntese —dijo—. No, no en esa silla. Es mi Ajustador de Caja Chica.
Pero fue un segundo demasiado tarde. Me había lanzado sin cuidado sobre una silla de apariencia seductora. Ante mi total asombro, extendió dos brazos de esqueleto y me sujetó fuertemente, contra lo que me debatí en vano. Entonces, un cráneo se estiró sobre mi hombro y sonrió abiertamente con una espantosa familiaridad cerca de mi cara. Rivarol llegó en mi ayuda con un montón de disculpas. Tocó un resorte en algún lugar y el Ajustador de Caja Chica aflojó sus espantosos brazos. Me senté con cautela en una simple mecedora con base de caña, que Rivarol me aseguró era una ubicación segura.
—Ese asiento —dijo—, es un arreglo sobre el que me felicito. Lo hice en Heidelberg. Me ha ahorrado una gran cantidad de pequeños fastidios. Envío a sus brazos a los amigos que me aburren, y las visitas que me exasperan. Pero nunca es tan útil como cuando aterroriza a algún comerciante con una cuenta insignificante. De allí viene el sobrenombre que le he dado con humor. Ellos están siempre demasiado felices para comprar su liberación al precio de una factura. ¿Comprende bien la idea?
Mientras el alsaciano diluía su vaso de Aqua fortis, le agregaba una infusión de licores amargos, y se lanzaba del parachoques con evidente deleite, tuve tiempo de mirar el extraño departamento. Las cuatro esquinas de la habitación estaban ocupadas, respectivamente, por un torno, un rollo Rhumkorff, un pequeño motor a vapor y un planetario en movimiento. Mesas, estantes, sillas y piso sostenían un raro conjunto de herramientas, retortas, químicos, receptores de gas, instrumentos filosofales, botas, matraces, cajas de cuellos de papel, diminutos libros, y libros de gran tamaño. Había bustos de yeso de Aristóteles, Arquímedes y Comte, mientras que un enorme búho somnoliento parpadeaba apoyado sobre la frente benigna de Martin Farquhar Tupper.
—Siempre hace nido allí cuando se propone dormir —explicó mi profesor particular—. Eres un ave con una mente no corriente. Schlafen Sie wohl.
Por una puerta del ropero, entreabierta, pude ver una forma casi humana cubierta con una sábana. Rivarol captó mi mirada.
—Eso —dijo—, será mi obra maestra. Es un Microcosmos, un Androide, aunque sólo parcialmente completo. ¿Y por qué no? Albertus Magnus construyó una imagen perfecta para charlar sobre metafísica y refutar a las escuelas. También lo hizo Sylvester II; también Robertus Greathead. Roger Bacon hizo a una cabeza desvergonzada que lanzaba discursos. Pero el primero de los nombrados llegó a la destrucción. Tomás de Aquino se alzó en cólera por algunos de sus silogismos e hizo añicos su cabeza. La idea es bastante razonable. La acción mental será reducida a leyes tan precisas como las que gobiernan lo físico. ¿Por qué no debería lograr un maniquí que sermonee discursos tan originales como los del Rev. Dr. Allchin, o que diga poesía tan mecánicamente como Paul Anapest? Mi Androide ya puede resolver problemas en fracciones vulgares y componer sonetos. Espero enseñarle la Filosofía Positiva.
De entre la desconcertante confusión de sus efectos, Rivarol sacó dos pipas y las llenó. Me pasó una.
—Y aquí —dijo—, vivo y estoy aceptablemente cómodo. Cuando mi abrigo se gasta en los codos, busco al sastre y me toma las medidas para otro. Cuando estoy hambriento, doy un paseo hasta lo del carnicero y me traigo a casa una libra o algo así de filete, que cocino muy bien en tres segundos con esta llama de oxy-hidrógeno. Sediento, quizás, pido el envío de un bidón de Aqua fortis. Pero hago que lo anoten, todos anotan. Mi espíritu está por encima de cualquier pequeña transacción pecuniaria. Odio los sucios billetes, y nunca manejo lo que llaman certificado.
—¿Pero nunca es molestado con las facturas? —pregunté—. ¿Los acreedores no lo preocupan?
—¡Acreedores! —gritó Rivarol—. No he aprendido semejante palabra en su muy admirable idioma. El que permita que su alma sea afectada por acreedores es una reliquia de una civilización imperfecta. ¿De qué sirve la ciencia si no puede servir a un hombre que tiene cuentas en curso? Escuche. Al momento que usted o cualquiera entra por la puerta exterior, esta campanilla eléctrica suena advirtiéndome. Cada escalón sucesivo de la escalera de la Sra. Grimier es un espía y alerta informante para mi beneficio. El primero escalón es pisado. Ese confiable primer escalón de inmediato telegrafía su peso. Nada podría ser más simple. Es exactamente como cualquier balanza de plataforma. El peso es registrado aquí arriba sobre este dial. El segundo escalón registra el tamaño de los pies de mi visitante. El tercero, su altura; el cuarto, su complexión, y todos así. Cuando llega a la cima del primer tramo, tengo una descripción muy exacta de él aquí mismo, en mi codo, y un margen del tiempo para deliberar y actuar. ¿Me sigue? Es bastante simple. Apenas el ABC de mi ciencia.
—Ya veo todo eso —dije—, pero no veo cómo lo ayudan. El saber que un acreedor viene no pagará su cuenta. Usted no puede escapar a menos que salte por la ventana.
Rivarol se rió suavemente.
—Le diré. Usted verá en qué se convierte cualquier pobre diablo que viene a exigir dinero de mí, de un hombre de ciencia. ¡Ja! ¡Ja! Me complace. Estuve siete semanas perfeccionando mi Supresor de Crueldad. ¿Sabía que —susurró exultante—, sabía que hay un agujero a través del centro de la tierra? Los físicos lo han sospechado durante mucho tiempo; fui el primero en encontrarlo. Usted ha leído cómo Rhuyghens, el navegante holandés, descubrió en la región de Kerguellen un hoyo abismal donde mil cuatrocientas brazas de línea de plomada no sonaron. Herr Tom, ¡ese agujero no tiene fondo! Corre desde una superficie de la tierra hasta la superficie antipodal. Es diametral. ¿Pero dónde es el sitio antipodal? Usted está parado sobre él. Lo supe por la más simple casualidad. Estaba cavando en el sótano de la Sra. Grimier para enterrar a un pobre gato que había sacrificado en un experimento galvánico, cuando la tierra bajo mi pala se desmenuzó, se hundió, y lleno de asombro quedé sobre el borde de un pozo muy amplio. Dejé caer un trozo de carbón. Se fue abajo, abajo, abajo, saltando y rebotando. En dos horas y cuarto ese trozo de carbón apareció otra vez. Lo atrapé y se lo devolví a la furiosa Grimier. Sólo piense un minuto. El trozo de carbón cayó, más y más rápido, hasta que llegó al centro de la tierra. Allí se detendría, si no fuera por la velocidad adquirida. Más allá del centro su viaje fue relativamente hacia arriba, hacia la superficie opuesta del globo. De modo que, al perder velocidad, fue cada vez más lento hasta que llegó a esa superficie. Aquí llegó a detenerse por un segundo y luego cayó otra vez, ocho mil millas y pico, a mis manos. Si yo no hubiera interferido, habría repetido su viaje, una y otra vez, cada uno de menor extensión, como las decrecientes oscilaciones de un péndulo, hasta que al final llegara al descanso eterno en el centro de la esfera. No soy lento para darle una aplicación práctica a un descubrimiento tan imponente. Mi Represor de Crueldad nació de él. Una trampa, justo fuera de la puerta; un resorte aquí, un acreedor en la trampa. ¿Necesita que diga más?
—¿Pero no es un poco inhumano? —sugerí tímidamente—. Lanzar a un ser desdichado a un viaje perpetuo hacia y desde la región de Kerguellen, sin advertencia.
—Les doy una oportunidad. Cuando aparecen por primera vez, espero en la boca del pozo con una soga en las manos. Si son razonables y aceptan los términos, les arrojo la línea. Si se mueren, es por su propia culpa. Sólo que —añadió, con una sonrisa melancólica—, el centro se está obstruyendo con tantos acreedores que me temo que pronto ya no habrá elección para ellos.
Hasta ese momento, había concebido una alta opinión de la habilidad de mi profesor particular. Si alguien podía enviarme a bailar alegremente por el espacio a una velocidad infinita, Rivarol podía hacerlo. Llené mi pipa y le conté la historia. Escuchó con atención seria y paciente. Entonces, por toda una media hora, fumó en silencio. Al final, habló.
—La antigua figura se ha extralimitado. Le ha dado la oportunidad de dos problemas, y él considera que ambos son insolubles. Ninguno de ellos es insoluble. El único rayo de inteligencia que mostró el Viejo Cotangente fue cuando dijo que cuadrar el círculo era demasiado fácil. Tenía razón. Le habría dado su Liebchen en cinco minutos. Yo cuadré el círculo antes de quitarme los pantalones cortos. Le mostraré el trabajo... pero sería una digresión, y usted no está de humor para digresiones. Nuestra primera oportunidad, por lo tanto, está en el movimiento perpetuo. Ahora, mi buen amigo, le diré francamente que, aunque comprendo este interesante problema, no decido usarlo en su provecho. Yo también, Herr Tom, tengo un corazón. Lo más encantador de su sexo me desaprueba. Sus encantos algo maduros no son para Jean Marie Rivarol. Ha dicho con crueldad que sus años demandan de mí una consideración filial más que una matrimonial. ¿Es el amor una cuestión de años o de eternidad? Esta pregunta le hice a la fría aunque encantadora Jocasta.
—¡Jocasta Surd! —repetí con sorpresa—. ¡La tía de Abscisa!
—La misma —dijo tristemente—. No intentaré ocultar que mi doncel corazón ha sido otorgado a la doncella Jocasta. ¡Deme su mano, sobrino mío en aflicción y en afecto!
Rivarol se secó una no deshonrosa lágrima, y continuó:
—Mi única esperanza está en este descubrimiento del movimiento perpetuo. Me dará fama, riqueza. ¿Puede Jocasta rechazarlas? ¡Si puede, sólo queda la trampa secreta y... la región de Kerguellen!
Con timidez le pedí ver la máquina del movimiento perpetuo. Mi tío en la aflicción sacudió la cabeza.
—En otro momento —dijo—. Ya es suficiente decir en este momento, que es algo sobre el principio de la lengua de una mujer. Pero ahora ve por qué debemos girar su caso a la condición alternativa, la velocidad infinita. Hay varias maneras de lograrlo, en teoría. Por la palanca, por ejemplo. Imagine una palanca con un brazo muy largo y un brazo muy corto. Aplique potencia al brazo más corto que la moverá con gran velocidad. El extremo del brazo largo se moverá mucho más rápido. Ahora continúe acortando el brazo corto y alargando el brazo largo, y a medida que se acerque al infinito en la diferencia de longitud, se acercará al infinito en la velocidad del brazo largo. Sería difícil hacerle una demostración práctica al profesor. Debemos buscar otra solución. Jean Marie meditará. Venga en una quincena. Buenas noches. ¡Pero deténgase! ¿Tiene usted dinero, das Geld?
—Mucho más del que necesito.
—¡Bien! Estrechemos las manos. Oro y Saber; Ciencia y Amor. ¿Qué no podría lograr esta asociación? Vamos a conquistarte, Abscisa. ¡Vorwärts!
Cuando, al final de la quincena, fui al apartamento de Rivarol, pasé con alguna pequeña inquietud sobre la terminal de la Aerolínea a la región de Kerguellen, y eludí los brazos extendidos del Ajustador de Caja Chica. Rivarol me extendió un jarro de cerveza, y llenó el suyo con su propia bebida peculiar.
—Venga —dijo por fin—. Bebamos por el éxito de la TAQUIPORTA.
—¿TAQUIPORTA?
—Sí. ¿Por qué no? "Taqui", rápidamente, y "porta, transporta". ¡Puede enviarlo rápidamente al día de su boda! Abscisa es suya. Es un hecho. ¿Cuándo iremos por las praderas?
—¿Dónde está? —pregunté, mirando en vano alrededor de la habitación cualquier artefacto que pudiera parecer calculado para adelantar posibilidades matrimoniales.
—Está aquí —y dio un a su frente golpecito significativo. Entonces habló didácticamente.
—Hay fuerza suficiente en existencia para lanzarnos a una velocidad de sesenta millas por minuto, o incluso más. Lo que necesitamos es el conocimiento de cómo combinarla y aplicarla. El hombre sabio no intentará hacer que alguna gran fuerza produzca alguna gran velocidad. Seguirá añadiendo pequeña fuerza a la pequeña fuerza, haciendo que cada pequeña fuerza produzca su pequeña velocidad, hasta que la suma de pequeñas fuerzas será una gran fuerza, produciendo ese total de pequeñas velocidades pequeñas, una gran velocidad. La dificultad no está en agregar fuerza; está el correspondiente agregado de velocidades. Una bala de mosquete irá, por decir, hasta una milla. No es difícil aumentar la fuerza de los mosquetes por mil, sin embargo, las mil balas de mosquete no irán más lejos, ni más rápido, que la primera. Vea, entonces, dónde está nuestro problema. No podemos fácilmente sumar velocidad a la velocidad, como sumamos fuerza a la fuerza. Mi descubrimiento es simplemente la utilización de un principio que consigue un aumento de velocidad por cada incremento de la potencia. Pero ésta es la metafísica de la física. Seamos prácticos o nada. Cuando usted caminó hacia adelante en un tren en movimiento, desde el coche del final hacia la máquina, ¿alguna vez pensó qué estaba haciendo realmente?
—Vaya, sí, generalmente iba al coche de fumadores a fumar.
—Ps, ps, ps... ¡eso no! Quiero decir, ¿alguna vez se le ocurrió en tales ocasiones que se estaba moviendo más rápido que el tren? El tren pasa los postes del telégrafo a una velocidad de treinta millas por hora, por decir. Usted camina hacia el vagón de fumadores a una velocidad de cuatro millas por hora. Entonces usted pasa los postes del telégrafo a una velocidad de treinta y cuatro millas. Su velocidad absoluta es la velocidad de la máquina, más la velocidad de su propia locomoción. ¿Me sigue?
Empecé a conseguir un indicio de lo que quería decir, y se lo dije.
—Muy bien. Avancemos un paso. Su adición a la velocidad de la máquina es trivial, y el espacio donde puede ejercitarla, limitado. Ahora suponga dos estaciones, A y B, a dos millas de distancia junto a las vías. Imagine un tren de coches de plataforma, el último coche está detenido en la estación A. El tren tiene una milla de largo, por decir. La máquina está, por lo tanto, a una milla de la estación B. Digamos que el tren puede correr una milla en diez minutos. El último coche, que tiene que correr dos millas, llegará a B en veinte minutos, pero la máquina, una milla más adelante, llegaría en diez. Usted salta en el último coche, en A, en una prisa prodigiosa por llegar hasta Abscisa, que está en B. Si se queda en el último coche, pasarán veinte minutos antes de que la vea. Pero la máquina llega a B y a la bella dama en diez. Usted será un estúpido racionalista, y un amante indiferente, si no se pone a correr hacia la máquina sobre esos coches de plataforma, tan rápido como puedan sus piernas. Usted puede correr una milla, el largo del tren, en diez minutos. Por lo tanto, llega a Abscisa con la máquina, o en diez minutos, diez minutos más temprano que si se hubiera sentado perezosamente en el coche trasero para hablar de política con el hombre del freno. Ha reducido el tiempo a la mitad. Le agregó su velocidad a la de la locomotora para algún propósito. ¿Nicht wahr?
Lo vi perfectamente; mucho más claro, quizás, cuando puso la cláusula sobre Abscisa. Él continuó:
—Este ejemplo, aunque lento, conduce a un principio que puede ser llevado a cualquier extensión. Nuestra primera preocupación será prescindir de sus piernas y aliento. Supongamos que las dos millas de vías son perfectamente derechas, y hagamos que nuestro tren tenga un coche de plataforma, de una milla de largo, con rieles paralelos colocados encima. Ponga una pequeña máquina de juguete en estos rieles, y déjela correr a lo largo del coche de plataforma mientras el coche de plataforma se mueve a lo largo de las vías en el suelo. ¿Capta la idea? El juguete toma su lugar. Pero puede correr su milla mucho más rápido. Imagine que nuestra locomotora es bastante potente y puede tirar del coche de plataforma las dos millas en dos minutos. El juguete puede tener la misma velocidad. Cuando la máquina llega a B en un minuto, el juguete también porque corrió una milla sobre el coche de plataforma. Hemos combinado las velocidades de esas dos máquinas hasta lograr dos millas en un minuto. ¿Es todo lo que podemos hacer? Prepárese para ejercitar su imaginación.
Encendí mi pipa.
—Todavía dos millas de vías rectas, entre A y B. Sobre las vías, un largo coche de plataforma, que va desde A hasta un cuarto de milla de B. ahora descartaremos las locomotoras comunes y adoptaremos como nuestra fuerza motriz una serie de motores magnéticos compactos, distribuidos debajo del coche de plataforma, a lo largo de toda su longitud.
—No comprendo esos motores magnéticos.
—Bien, cada uno de ellos consiste en una gran herradura, cargado con un magneto y un no-magneto alternativamente por medio de una corriente eléctrica intermitente que viene de una batería, esta corriente a su vez está regulada por un mecanismo de relojería. Cuando la herradura está en el circuito, es un magneto, y atrae su badajo hacia ella con un enorme poder. Cuando está fuera del circuito, al siguiente segundo, no es un magneto, y suelta el badajo. El badajo, que oscila de un lado al otro, produce un movimiento rotatorio a un volante, que lo transmite a las ruedas en los rieles. Ésos son nuestros motores. No son ninguna novedad, porque han demostrado ser practicables. Con un motor magnético en cada par de ruedas, podemos esperar razonablemente que nuestro inmenso coche se mueva, y vaya hacia adelante a una velocidad, por decir, de una milla por minuto. El extremo delantero, que tiene que hacer sólo un cuarto de milla, llegará a B en quince segundos. Llamaremos a este coche de plataforma número 1. Encima del número 1 hay rieles sobre los que otro coche de plataforma, el número 2, un cuarto de milla más corto que el número 1, se mueve precisamente del mismo modo. El número 2, a su vez, está cargado con el número 3, que se mueve de manera independiente de los de abajo, y es un cuarto de milla más corto que el número 2. El número 2 tiene una milla y media de largo; el número 3, una milla y un cuarto. Arriba, en niveles sucesivos, están el número 4, de una milla de largo; el número 5, de tres cuartos de milla; el número 6, de media milla; el número 7, de un cuarto de milla, y el número 8, un coche pequeño de pasajeros, encima de todos. Cada coche se mueve sobre el coche de abajo, de manera independiente de todos los otros, a la velocidad de una milla por minuto. Cada coche tiene sus propios motores magnéticos. Bien, el tren está dibujado con el extremo del final de cada coche descansando contra un elevado poste de freno en A, Tom Furnace, el caballeroso conductor, y Jean Marie Rivarol, ingeniero, montan por una larga escalerilla hasta el elevado número 8. El complejo mecanismo es puesto en movimiento. ¿Qué ocurre?
El número 8 corre un cuarto de milla en quince segundos y llega al extremo del número 7. Mientras tanto, el número 7 ha corrido un cuarto de milla en el mismo tiempo y llegó al extremo del número 6; el número 6, un cuarto de milla en quince segundos, y llega al extremo del número 5; el número 5, al extremo del número 4; el número 4, al del número 3; el número 3, al del número 2; el número 2, al del número 1. Y el número 1, en quince segundos, ha corrido su cuarto de milla a lo largo de las vías en el suelo, y ha llegado a la estación B. Todo esto en quince segundos. Por lo cual, los números 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, y 8 llegan contra el poste de frenado en B, precisamente en el mismo segundo. Nosotros, en el número 8, llegamos a B justo cuando llega el número 1. En otras palabras, hemos corrido dos millas en quince segundos. Cada uno de los ocho coches moviéndose a la velocidad de una milla por minuto, ha aportado un cuarto de milla a nuestro viaje, y ha hecho su trabajo en quince segundos. Todos hicieron su trabajo al mismo tiempo, durante los mismos quince segundos. Por consiguiente, hemos sido lanzados por el aire a una velocidad algo sorprendente de siete segundos y medio por milla. Esto es la Taquiporta. ¿Se justifica su nombre?
Aunque un poco perplejo por la complejidad de coches, comprendí el principio general de la máquina. Hice un diagrama, y lo comprendí mucho mejor.
—¿Ha mejorado la idea de mi movimiento más rápido que el tren cuando simplemente estaba yendo al vagón de fumadores?
—Precisamente. Hasta ahora nos hemos mantenido dentro de los límites de lo practicable. Para satisfacer al profesor, puede teorizar algo después, de esta manera: Si duplicamos la cantidad de coches, y disminuimos a la mitad la distancia que cada uno tiene que correr, conseguiremos doblar la velocidad. Cada uno de los dieciséis coches tendrá que correr apenas un octavo de milla. A la velocidad uniforme que hemos adoptado, podemos hacer las dos millas en siete segundos y medio, en lugar de quince. Con treinta y dos coches, y un dieciseisavo de milla, o una diferencia de veinte varas en su longitud, llegamos a la velocidad de una milla en menos de dos segundos; con sesenta y cuatro coches, cada uno corriendo diez varas, una milla en menos de un segundo. ¡¡Más de sesenta millas por minuto! Si esto no es bastante rápido para el profesor, dígale que continúe incrementando la cantidad de coches y disminuyendo la distancia que cada uno tiene que correr. Si sesenta y cuatro coches alcanzan una velocidad de una milla en un segundo, permítale disfrutar de un Taquiporta de seiscientos cuarenta coches, y diviértase calculando la velocidad del coche número 640. Susúrrele que cuando tenga una cantidad infinita de coches con una diferencia infinitesimal en sus longitudes, habrá obtenido esa velocidad infinita que parece anhelar. Entonces exíjale a Abscisa.
Estreché la mano de mi amigo en admiración silenciosa y agradecida. No podía decir nada.
—Usted ha escuchado al hombre de la teoría —dijo con orgullo—. Ahora contemplará al ingeniero práctico. Iremos al oeste del Mississippi y buscaremos alguna localidad adecuadamente llana. Allí erigiremos un modelo de Taquiporta. Convocaremos allí al profesor, a su hija, ¿y por qué no a su bella hermana Jocasta, también? Los llevaremos a un viaje que mucho sorprenderá al venerable Surd. Pondrá los dedos de Abscisa en los suyos y los bendecirá a ambos con una fórmula algebraica. Jocasta contemplará con asombro al genio de Rivarol. Pero tenemos mucho que hacer. Debemos enviar a St. Joseph la enorme cantidad de material a ser empleada en la construcción de la Taquiporta. Debemos contratar a un pequeño ejército de obreros para realizar esa construcción, porque vamos a aniquilar tiempo y espacio. Tal vez sea mejor que usted vea a sus banqueros.
Corrí hasta la puerta impetuosamente. No debía haber ninguna demora.
—¡Deténgase! ¡Deténgase! ¡Um Gottes Willen, deténgase! —chilló Rivarol—. Lancé a mi carnicero esta mañana y no he asegurado la...
Pero fue demasiado tarde. Yo estaba sobre la trampa. ¡Se abrió con un estrépito, y me zambullí hacia abajo, lejos, lejos! Sentí que caía a través de un espacio ilimitado. Recuerdo haberme preguntado, mientras aceleraba a través de la oscuridad, si debía llegar a la región de Kerguellen o detenerme en el centro. Me parecía una eternidad. Entonces mi curso se detuvo repentina y dolorosamente. Abrí los ojos. A mi alrededor estaban las paredes del estudio del Profesor Surd. Debajo de mí había un plano duro y persistente que conocía demasiado bien y era el piso del estudio del Profesor Surd. Detrás de mí estaba la silla negra, resbaladiza y de piel que me había arrojado, tal como la ballena a Jonás. Enfrente de mí, el propio Profesor Surd, miraba hacia abajo con una sonrisa no desagradable.
—Buenas tardes, Sr. Furnace. Permítame ayudarlo. Parece cansado, señor. No me asombra que se haya quedado dormido cuando lo dejé esperando tanto tiempo. ¿Desea un vaso de vino? ¿No? A propósito, al recibir su carta descubro que es un hijo de mi viejo amigo, el juez Furnace. He hecho algunas preguntas, y no veo ninguna razón por qué no pueda ser un buen marido para Abscisa.
Todavía no puedo ver ninguna razón para que la Taquiporta no haya tenido éxito. ¿Puede usted?"
Edward Page Mitchell
viernes, 3 de julio de 2015
"Elegía sobre la Tumba"
"Entonces debo ver a la Eterna Noche
Sentado sobre aquellos ojos encantadores,
Cerrando suavemente sus resplandores,
Que una vez se alzaron en fulgor radiante,
Y cuyos soles supieron probar la existencia
Del Conocimiento y del Amor?
Oh, si usted no desea permanecer
En este plano bajo y terrenal,
Eligiendo aquella plena herencia inmortal;
Al menos decídnos, se lo rogamos;
Dónde están todas las Bellezas,
Hoy coronadas de cenizas,
Que un día fueron concedidas.
¿Ha renovado el sol con vuestros ojos su resplandor?
¿Las olas han trenzado vuestro cabello con nuevo color?
¿Ha restaurado usted, junto al cielo y el aire,
El rojo, el blanco, y el azul?
¿Ha sido usted, con magnífica elegancia,
Quién ha vestido a las rosas con su fragancia?
¿Se han retirado las luces del cielo a sus nichos,
O bien reposan en vuestro privado lecho?
¿El cielo y el aire no deben conspirar,
Y en sus altas bóvedas llorar?
¿Todas las rosas que de la tierra pueden brotar,
Habrán de ser sólo hierbas muertas en el trigal?
¿No cederemos a ninguna causa
Mientras otros ahogan sus lamentos?
Ha cambiado el curso de nuestros ancestros,
Y sus leyes yacen bajo el agua.
Tus Bellezas no han podido revivirlos,
Ni arrancarlos del páramo del olvido.
Decídnos, pues los oráculos aún deben ascender
Por aquellos que se agitan en sus tumbas,
Decídnos en dónde se encuentran las bellezas,
Y cuáles son sus intenciones;
Decídnos aquello que nuestra pena calla
Y nuestra esperanza alivia".
Edward Herbert of Cherbury
Sentado sobre aquellos ojos encantadores,
Cerrando suavemente sus resplandores,
Que una vez se alzaron en fulgor radiante,
Y cuyos soles supieron probar la existencia
Del Conocimiento y del Amor?
Oh, si usted no desea permanecer
En este plano bajo y terrenal,
Eligiendo aquella plena herencia inmortal;
Al menos decídnos, se lo rogamos;
Dónde están todas las Bellezas,
Hoy coronadas de cenizas,
Que un día fueron concedidas.
¿Ha renovado el sol con vuestros ojos su resplandor?
¿Las olas han trenzado vuestro cabello con nuevo color?
¿Ha restaurado usted, junto al cielo y el aire,
El rojo, el blanco, y el azul?
¿Ha sido usted, con magnífica elegancia,
Quién ha vestido a las rosas con su fragancia?
¿Se han retirado las luces del cielo a sus nichos,
O bien reposan en vuestro privado lecho?
¿El cielo y el aire no deben conspirar,
Y en sus altas bóvedas llorar?
¿Todas las rosas que de la tierra pueden brotar,
Habrán de ser sólo hierbas muertas en el trigal?
¿No cederemos a ninguna causa
Mientras otros ahogan sus lamentos?
Ha cambiado el curso de nuestros ancestros,
Y sus leyes yacen bajo el agua.
Tus Bellezas no han podido revivirlos,
Ni arrancarlos del páramo del olvido.
Decídnos, pues los oráculos aún deben ascender
Por aquellos que se agitan en sus tumbas,
Decídnos en dónde se encuentran las bellezas,
Y cuáles son sus intenciones;
Decídnos aquello que nuestra pena calla
Y nuestra esperanza alivia".
Edward Herbert of Cherbury
jueves, 2 de julio de 2015
"El monstruo de Mamurth"
"Salió del desierto, en medio de las tinieblas de la noche, viniendo hacia nosotros, tambaleándose dentro del círculo alumbrado por la fogata, donde cayó exánime al instante. Mitchel y yo nos pusimos rápidamente de pie lanzando sendas exclamaciones, ya que los individuos que viajan solos y a pie no son cosa corriente en los desiertos de Africa del Norte. Durante los primeros minutos en que nos ocupamos de él, pensé que no tardaría en fallecer, pero gradualmente conseguimos hacerle recobrar el conocimiento. Mientras Mitchel le ponía entre los labios un vaso lleno de agua, yo le examiné y comprendí que se hallaba demasiado agotado para vivir mucho. Sus ropas colgaban hechas jirones, y tenía las manos y rodillas literalmente destrozadas, según juzgué, por haberse arrastrado largo tiempo sobre la arena. Por tanto, cuando pidió más agua con el ademán, se la di, sabiendo que de todos modos poco le quedaba de vida. No tardó en poder hablar con una voz cascada y débil.
-Estoy solo -nos dijo en respuesta a nuestra primera pregunta-, no tienen que ir a buscar a nadie más. ¿Qué son ustedes... comerciantes? Así me lo pareció. No, yo soy arqueólogo. Un buceador del pasado -su voz se quebró un momento-. No siempre es bueno desenterrar secretos ya muertos. Hay ciertas cosas que el pasado debe mantener ocultas. Captó la mirada que se cruzó entre Mitchel y yo.
-No, no estoy loco -prosiguió-. Oíganme, porque voy a contarles la historia. Háganme caso -añadió, incorporándose hasta lograr sentarse en su avidez por hablar-, y manténganse lejos del desierto Igidi. Recuerden mis palabras y la advertencia. También a mi me advirtieron, pero no hice caso. Y bajé al infierno..., ¡ay, sí, al infierno! Bien, será mejor que empiece por el principio.
Yo me llamo..., bien, esto no importa ahora. Salí de Mogador hace más de un año, y atravesé la falda escarpada del Atlas, saliendo al desierto con la esperanza de descubrir algunas de las ruinas cartaginesas de los desiertos del norte de África. Pasé varios meses en su búsqueda, viajando entre los miserables poblados árabes, ya junto a un oasis, ya en medio del solitario y tenebroso desierto. A medida que me internaba en el país, mayor cantidad de ruinas encontraba, templos derribados y fortalezas destruidas, reliquias mal conservadas, de la época en que Cartago regía todo el norte de Africa desde su amurallada ciudad. Y luego, al lado de un macizo bloque pétreo, hallé lo que me encaminó a Igidi. Era una inscripción, trazada en el lenguaje fenicio de los traficantes de Cartago, bastante corta por lo que puedo recordarla, palabra por palabra. Literalmente, decía: «Mercaderes, no vayáis a la ciudad de Mamurth, que se extiende más allá del paso de las montañas. Porque yo, San-Drabat de Cartago, al quedarme en la ciudad con otros cuatro camaradas, en el mes de Eschmoun, para comerciar, a la tercera noche de nuestra estancia allí nos vimos asaltados por unos sacerdotes, y yo pude huir, ocultándome. Mis compañeros fueron sacrificados al malvado dios de la ciudad, que mora allí desde el alba de los tiempos, y para el cual los sabios de Mamurth han erigido el templo más colosal de la tierra, donde la gente de la ciudad adora a su dios. Yo huí de la ciudad y dejo aquí este aviso para que otros no dirijan sus pasos a Mamurth y a la muerte.
Pueden ustedes imaginarse el efecto que me produjo tal inscripción. Era el último rastro de una ciudad ignorada, la última brizna de una civilización hundida en el mar del tiempo. Me pareció probable la existencia de tal ciudad. ¿Qué sabemos de Cartago, en realidad, aparte de unos cuantos nombres? Ninguna ciudad, ninguna civilización fue jamás tan completamente borrada de la faz de la tierra como Cartago, cuando el romano Escipión redujo los templos y palacios a polvo, y aró la tierra con sal, y las águilas de la vencedora Roma volaron a través del desierto, donde una metrópolis se había alzado. Fue en los arrabales de uno de esos poblados árabes donde hallé el bloque con la inscripción, y traté de encontrar a alguien del pueblo que quisiera acompañarme, pero todos se negaron. Yo podía ver claramente el paso de la montaña, una mera hendidura entre dos altísimos acantilados azules. En realidad, se hallaba a bastantes kilómetros de distancia, pero las engañosas cualidades ópticas del desierto lo acercaban a mí. Mis mapas situaban aquella sierra como una rama inferior del Atlas, y la extensión existente más allá era llamada «Desierto Igidi», pero esto era todo lo que sabía de la región. De lo único que podía estar seguro era de la existencia del desierto al otro lado del paso y de que debía llevar suficientes provisiones si deseaba cruzar por allí.
¡Pero los árabes sabían mucho más! Aunque les ofrecí lo que para aquellos pobres diablos era una verdadera fortuna, ninguno quiso acompañarme cuando supieron adónde me encaminaba. Ninguno había estado jamás allí, ni siquiera habían cabalgado en aquella dirección, pero todos poseían unas ideas muy definidas del lugar que se extendía al otro lado de los montes, motejándolo de nido de diablos y coto de los malvados Jinns. Sabiendo con cuánta firmeza se hallan plantadas en sus mentes tales supersticiones, no intenté persuadirles y me puse en marcha solo, con dos pellejudos camellos que transportaban el agua y las provisiones. Durante tres días me hundi en la arena del desierto bajo un tórrido sol, y a la mañana del cuarto llegué al paso. Era solamente una estrecha gríeta, y estaba sembrado de grandes peñascos por lo que su travesía resultaba sumamente azarosa y complicada. Los riscos que se alzaban a cada lado tenían tal altura que el espacio intermedio era un lugar de sombras, susurros y penumbra. Aquella misma tarde llegué al otro extremo y por un momento me quedé como paralizado, ya que a partir de aquel punto el desierto descendía hacia una vasta hondonada y en el centro de la misma, tal vez a tres kilómetros de donde me hallaba, resplandecían las blancas ruinas de Mamurth.
Recuerdo que me mostré muy tranquilo mientras cubrí la distancia hasta las ruinas. Yo había dado por segura la existencia de la ciudad, por lo que, de no haber estado allí las ruinas, me habría sentido mucho más sorprendido que al verlas. Desde el paso sólo acerté a divisar una enmarañada confusión de fragmentos blancos, pero al aproximarme, algunos de éstos fueron adoptando la forma de bloques derribados, muros y columnas. La arena movediza del desierto había enterrado por completo sectores enteros y el resto se hallaba medio cubierto. Fue entonces cuando efectué un curioso descubrimiento. Me detuve a examinar el material de las ruinas, una piedra lisa y sin vetas, muy parecida al mármol artificial o al concreto superfino. Y mientras miraba a mi alrededor, absorto en mi contemplación, observé que en casi cada pozo o bloque, en las destruidas cornisas y columnas, había grabado el mismo símbolo..., si se trataba de un símbolo. Era el esbozo de un extraño ser irreal, una especie de pulpo, con un cuerpo deforme, redondeado y varios largos tentáculos o brazos que salían del cuerpo, el cual no era tenue y sin huesos como los de un pulpo, sino más bien tieso y duro, como las patas de una araña. En realidad, tal vez aquello representase a una araña, aunque tenía algunos fallos. Medité por un momento en la profusión de tales pinturas grabadas en las ruinas en torno mío y al final abandoné el problema por insoluble.
También me pareció insoluble el enigma de la ciudad. ¿Qué podía encontrar en aquella semienterrada masa de fragmentos de piedra que me ayudase a arrojar cierta luz sobre su pasado? No podía siquiera explorar el lugar superficialmente, ya que la parquedad de provisiones y agua no me permitían una larga estancia. Con el corazón oprimido tuve que regresar a los camellos y, llevándolos a un claro entre las ruinas, me dispuse a acampar allí para la noche. Cuando ésta hubo caído, y me hallaba ya sentado junto a la hoguera, el vasto y ominoso silencio de aquel siniestro lugar de muerte me resultó espantoso. No había risas humanas, ni gritos de animales, ni siquiera el zumbido de algún insecto o el canto de un solo pájaro. No había más que tinieblas y silencio en torno mío, oprimiéndome, casi azotándome físicamente frente al resplandor de la luz que arrojaba mi pequeña fogata. Mientras me hallaba allí sentado, cavilando, me sobresaltó un leve sonido a mis espaldas. Me volví para acertar con la causa, y de nuevo me quedé paralizado. Como ya he mencionado, el espacio que rodeaba mi campamento estaba formado por un claro arenoso, allanado por los vientos. Bien, mientras contemplaba aquella vasta extensión de arena, apareció de repente en la superficie un agujero de varios centímetros de diámetro, claramente visible a la luz del fuego.
No había nada que ver, ni siquiera una sombra, y de repente se produjo aquel agujero, acompañado de un suave crujido. Mientras lo estaba mirando asombrado, el sonido se repitió y simultáneamente apareció otro agujero a cinco o seis metros más cerca de mí que el primero. Al verlo, unas heladas flechas de terror parecieron atravesar mi cuerpo y cediendo a un loco impulso, agarré un leño ardiendo de la hoguera y lo arrojé, como un cometa rojo, al sitio donde acababan de formarse los agujeros. Se produjo un rumor como de un cuerpo al escurrirse y pensé que fuese lo que fuese lo que había dejado aquellas señales acababa de retirarse, si en realidad se trataba de un ser vivo. No podía imaginarme qué podía ser, ya que no había absolutamente nada a la vista, aparte de los agujeros aparecidos como por ensalmo. Aquel misterio me soliviantó. Ni aun en el sueño pude hallar descanso, ya que extrañas pesadillas atormentaron mi cerebro, surgiendo de la ciudad muerta que me rodeaba. Todos los polvorientos pecados de pasadas y edades, de aquel remoto y olvidado lugar, parecían estar enfocados sobre mí durante el sueño. Formas extrañas se movían entre los mismos, tan irreales como los habitantes de una estrella distante, entrevistos sólo para desvanecerse intantáneamente. Poco conseguí dormir aquella noche, pero cuando por fin amaneció, el sol, con sus primeros rayos dorados, alejó de mí mis temores y opresiones con el manto de las tinieblas. ¡No es extraño que los pueblos primitivos fuesen adoradores del sol!
Cuando volví a sentirme dueño de mi mismo y de mi valor, me asaltó una nueva idea. En la inscripción citada, aquel aventurero muerto tanto tiempo ha, había mencionado el gran templo de la ciudad y la majestad de su aspecto. ¿Dónde estarían tales ruinas? Decidíi que el poco tiempo de que disponía sería mejor pasarlo investigando las ruinas del templo, que debía ser muy prominente, si el antiguo cartaginés se hallaba en lo cierto. Ascendí a un próximo altozano y escruté el lugar en todas direcciones, y aunque no pude distinguir ningún amontonamiento ruinoso que hubiese podido ser un templo, por primera vez divisé, muy lejos, dos grandes figuras de piedra que destacaban en negro contra las rojas llamaradas del sol. Fue un descubrimiento que me llenó de excitación y, después de levantar el campamento, eché a andar en aquella dirección. Se alzaban al borde del extremo más alejado de la ciudad, y no fue hasta el mediodía que llegué allí. Entonces pude percibir con toda claridad su naturaleza: dos grandes figuras sentadas, talladas en piedra negra, de unos quince metros de altura, y casi otros tantos de separación entre ambas, las dos de cara a la ciudad.. y a mí. Tenían forma humana y vestían una rara armadura escamada, pero me resulta imposible describir sus rostros, porque no eran humanos. Las facciones sí lo eran, y bien proporcionadas, pero la cara, la expresión, no sugerían ninguna de las cualidades inherentes a la Humanidad. Me pregunté sí habrían sido talladas de la misma vida. En tal caso, debió de ser un pueblo sumamente extraño el que habitó en aquella ciudad y labró ambas estatuas.
Bien, desvié mí vista y miré alrededor. A cada lado de las estatuas se veía lo que debían de ser los restos de una muralla con diversas ramificaciones, formando un enorme montón de ruinas. Pero no había muro entre las estatuas, que debían constituir evidentemente la portalada de la barrera. ¿Por qué habrían sobrevivido aquellos dos celosos guardianes, aparentemente completamente ilesos, mientras la muralla y toda la ciudad se hallaba en ruinas? Eran de diferente material, eso pude conjeturarlo fácilmente, pero ¿qué clase de material? Por primera vez, también, reparé en la larga avenida que se iniciaba, al otro lado de las estatuas y se extendía por el desierto durante más de un kilómetro. Los extremos laterales de la misma estaban constituídos por dos filas de figuras de piedra más pequeñas que corrían en líneas paralelas, alejándose de los dos colosos. Eché a andar por la avenida, pasando entre las dos estatuas que la encabezaban. Al hacerlo observé por primera vez la inscripción grabada en la parte interior de cada una. En el pedestal de las estatuas, a diez o doce centímetros del suelo, había una tablilla del mismo material, de un metro cuadrado, cubierta de extraños símbolos, sin duda los caracteres de un lenguaje ignorado, indescifrable, al menos para mí. Un símbolo, sin embargo, muy destacado, lo había visto antes. Se trataba del mismo extraño ser parecido a una araña o un pulpo, que ya he mencionado haber hallado generosamente esparcido por doquier en la ciudad. En las tablillas figuraba varias veces entre los demás símbolos que componían la ínscripción. Ambas tablillas eran idénticas y nada pude deducir de ellas. Empecé a recorrer la avenida, dándole vueltas en mi cerebro al enigma de aquel omnipresente símbolo, pero al cabo lo olvidé al ir fijándome en cuanto me rodeaba.
Aquella larga calle era como la avenida de las esfinges de Karnak, que el faraón recorría en su litera para asistir al templo. Pero las estatuas que flanqueaban la avenida no tenían la forma de esfinges. Poseían, por el contrario, formas muy raras, de animales desconocidos para nosotros, como si se tratase en realidad de animales de otros mundos. No puedo describirlos, como sería imposible describirle un dragón a un hombre que hubiera estado ciego toda su vida. Sin embargo, tenían formas de reptil, aproximadamente, y al contemplarlas su vista me destrozaba los nervios. Continué avanzando entre las dos filas de estatuas, hasta llegar al final de la avenida. De pie entre las dos últimas figuras, no divisé ante mí más que la amarillenta arena del desierto, hasta el horizonte. Me sentí intrigado. ¿Cuál fuera el objeto de tantos trabajos, la muralla, las dos enormes estatuas, y la larga avenida, para acabar desembocando en pleno desierto? Gradualmente, comencé a ver que había algo muy especial en aquella parte de desierto que se extendía ante mí. Era completamente llano, ya que una área, al parecer de forma redondeada, que debía abarcar varios acres, parecía absolutamente llana. Era como si la arena dentro de aquel gran círculo hubiese sido aplanada con tremenda fuerza, sin dejar ni la menor ondulación, ni siquiera la apariencia de una duna. Más allá de aquella zona, y a su alrededor, el desierto estaba erizado de lomas y valles, y atravesado por nubes de arena que se arremolinaban constantemente, pero sobre la lisa superficie de la zona circular nada se movía, nada se agitaba. Sintiéndome interesado al instante, avancé hasta el borde del círculo, a sólo unos metros de distancia. Acababa de llegar allí cuando una mano invisible pareció abofetearme con singular brío en la cara y el pecho, obligándome a retroceder.
Transcurrieron unos minutos antes de que volviera a avanzar, ya que mi curiosidad se hallaba completamente excitada. Me acerqué de nuevo, pues, a los límites del circulo, empuñando mi revólver, pero esta vez arrastrándome sobre el suelo. Cuando la automática que tenía en mi extendida mano llegó a la línea del círculo, chocó contra algo duro, y no pude hacerla avanzar. Era exactamente como si hubiese tropezado contra un muro, aunque no había a la vista cosa semejante. Extendiendo más el brazo, toqué la misma dura barrera y en el instante siguiente me puse de pie. Ahora sabía que se trataba de algo duro y no una fuerza lo que me impedía el paso. Cuando extendía las manos, el borde del círculo se hallaba en el límite de la longitud de mis brazos, como una pared lisa, totalmente invisible, pero al mismo tiempo sumamente material. Pude comprender en parte aquel fenómeno. En el pasado, los científicos de la ciudad que se hallaba en ruinas a mi espalda, los sabios mencionados en la ínscripción, habían descubierto una materia sólida pero transparente, aplicándola a la obra que ahora eataba yo examinando. Tal cosa está muy lejos de ser imposible. Incluso nuestros científicos pueden formar una materia en parte invisible, con los rayos X. Evidentemente, aquellos sabios conocían todo el proceso, un secreto que se había perdido en la oscuridad de los tiempos, como el secreto del oro duro, el cristal maleable, y otros mencionados en escrituras antiguas. Sin embargo, me pregunté, intrigado, de qué manera podían haberlo conseguido, puesto que muchos siglos después de haber desaparecido sus inventores, la materia continuaba completamente invisible.
Retrocedí y arrojé guijarros hacia el círculo. Por muy altos que los tirase, al llegar al borde rebotaban con un sonido retumbante, por lo que deduje que el muro debía tener una gran altura. Ardía en deseos de trasponer el muro y examinar el interior del círculo, pero ¿cómo conseguirlo? De repente, recordé las dos colosales estatuas a la entrada de la gran avenida, con sus tablillas grabadas y me pregunté qué relación debían tener con el circulo. De pronto, la singularidad de todo aquello me asaltó como una fiera al acecho. La muralla que se alzaba ante mí, el círculo de arena, llano e inmutable, y yo mismo, de pie en medio del desierto... todo resultaba muy extraño. En mi corazón parecía retumbar una voz procedente de la ciudad muerta, aconsejándome huir de allí para siempre. Recordé la advertencia contenida en la inscripción: «No vayáis a Mamurth». Y al recordarla, no dudé de que aquel círculo era el gran templo descrito por San-Drabat. Seguramente estuvo en lo cierto: era diferente a todos los demás de la Tierra. Pero no debía irme, no podía irme hasta que hubiese examinado el muro por el interior. Medité tranquilamente el asunto, y decidí que el lugar más lógico para hallar la entrada a través de la muralla sería el extremo de la avenlda, puesto que era dable suponer que aquellos que descendieron por la misma en tiempos remotos debieron poder franquear por tal lugar las puertas del templo. Mi razonamiento fue acertado, puesto que en aquel preciso punto hallé la entrada: una abertura en la muralla, de varios metros de anchura y mucho más alta de lo que cabía esperar; en realidad, no tengo idea de su altura.
Crucé la abertura y me hallé sobre un suelo de material duro, no tan suave como la superficie del muro, pero igualmente invisible. Al frente se extendía un corredor de la misma amplitud, que conducía al centro del círculo y por el que fui avanzando. Debí resultar un tipo estrafalario, avanzando por un lugar donde no había nada que observar. Ya que aunque sabía perfectamente bien que me hallaba rodeado por una pared invisible, yo no podía ver nada más que el gran círculo de lisa arena bajo mis pies, dorado por el sol de la tarde. Sin embargo, me pareció que estaba andando a treinta centímetros por encima del terreno, en el aire. Era éste el grosor del suelo, y precisamente era el peso de este suelo el que mantenía tan plano al terreno dentro del círculo. Anduve lentamente por el corredor, con las manos extendidas al frente, y apenas había recorrido una corta distancia cuando tropecé con otra pared que parecía cerrar el corredor, como un callejón sin salida. Pero no me sentí descorazonado, ya que intuí que habría otra puerta no muy lejos, puerta que empecé a buscar. La encontré. Tanteando con mis manos el invisible muro del corredor, a ambos lados, tropecé con una especie de picaporte redondo y cuando puse mi mano en él, la puerta se abrió. Se oyó como un chirrido, como una leve blisa, y cuando volví a avanzar, el muro que me cerraba el paso habla desaparecido, y fui libre de ir adelante. Pero no me atreví a traspasar aquel nuevo umbral, por lo que regresé al picaporte, descubriendo que ninguna fuerza ni presión podia cerrar la puerta abierta. Seguramente, se trataba de un sutil mecanismo dentro del picaporte, que sólo necesitaba una presión de la mano para abrirse, apártándose todo el final del corredor, quizá deslizándose hacia arriba, como un rastrillo, aunque de esto no estoy muy seguro.
Pero la puerta estaba abierta y entonces pasé. Moviéndome como un ciego en un sitio desconocido, comprendí que me encontraba en un vasto patio interior, cuyas paredes describían una gran curva. Cuando lo descubrí, volví al lugar donde el corredor se abría al patio y comencé a caminar en línea recta por el mismo. Encontré unos peldaños; el primero de los cuales pertenecía indudablemente a una escalinata de inmensas proporciones. Ascendí lenta, trabajosamente, tanteando ante mí con el pie a cada paso. Era la sensación de sentir los peldaños bajo mis pies lo que prestaba realidad al asunto, ya que a simple vista, yo estaba subiendo por el espacio. Sé que ha de resultar más fantástico visto que contado. Seguí ascendiendo hasta llegar a unos treinta metros de altura, donde la escalinata empezó a estrecharse, juntándose los costados. Unos cuantos peldaños más, y volví a hallarme en terreno llano que, después de algunos tanteos, descubrí era un ancho descansillo con barandillas bastante altas. Me arrastré a gatas por aquella altura hasta que tropecé con otra pared, donde había una puerta. la atravesé, siempre arrastrándome, y aunque cuanto me rodeaba era invisible, intuí que ya no me hallaba al aire libre, sino en una estancia cerrada. Me detuve de pronto y entonces, mientras aún me hallaba agazapado en el suelo, percibí súbitamente la presencia del mal, de una maligna y amenazadora entidad, nativa de allí. No podía divisar nada, ni oír nada, pero en mi cerebro se abrió paso la idea de que algo infinitamente malvado e infinitamente antiguo formaba parte de aquel lugar. ¿Era la conciencia del horror que había llenado aquel lugar en una edad ya remota y fenecida? Fuese cual fuese la causa, no podía seguir avanzando con aquel extraño terror que me poseía; por tanto, retrocedí y volví al descansillo, donde me incliné sobre la invisible barandilla para examinar el paisaje de abajo.
El sol poniente colgaba como una enorme bola de hierro al rojo vivo a Occidente, y a sus rayos, las dos colosales estatuas arrojaban largas sombras sobre la amarilla arena. No muy lejos, mis dos camellos pateaban moviéndose inquietos. Según todas las apariencias yo me mantenía en el vacío, a más de treinta metros del suelo, pero con mi mente podía imaginar los amplios patios y corredores de abajo, por los que había pasado poco antes. Mientras reflexionaba a la rojiza luz del moribundo sol, vi claramente que me hallaba en el templo de la antigua ciudad. ¡Qué magnifica visión debió de ser cuando la ciudad estaba llena de vida y agitación! Pudé imaginarme la larga procesión de sacerdotes y gente del pueblo, ataviados con ropajes sombríos y lujosos, saliendo de la ciudad, por entre las dos estatuas y descendiendo por la amplia avenida, arrastrando tal vez en pos un desdichado prisionero condenado a ser sacrificado a sus dioses en aquel templo. El sol descendía ya sobre el horizonte, y me dispuse a salir de allí, pero cuando quise moverme sentí una gran rigidez en todo mi cuerpo y mi corazón pareció suspender sus latidos. Y en el limite del claro de arena que había debajo del invisible templo, acababa de aparecer un agujero en la arena, exactamente de la misma misteriosa forma que los que había contemplado la noche anterior en mi campamento. Seguí mirando tan fascinado como si una serpiente me estuviese mirando. Y ante mis ojos fueron apareciendo otros agujeros, no en línea recta, sino quebrada. De pronto se formaban dos agujeros a un lado, y luego dos más al otro, después uno en medio, formando una especie de rastro, de unos dos metros de anchura de lado a lado, avanzando directamente hacia el templo y, por tanto, hacia mí. ¡Y yo no podía ver nada!
Era como -súbitamente hallé la comparación-, como el rastro dejado por un insecto provisto de innumerables patas, sólo que de unas descomunales proporciones. Y al asaltarme esta idea, la verdad se abrió paso en mi cerebro, ya que recordé la araña grabada en las ruinas y las estatuas, y comprendí lo que aquello había significado para los moradores de la ciudad. ¿Qué decía la inscripcíón? «El malvado dios de la ciudad, que vivía allí desde el principio del tiempo.» Y al divisar aquel rastro avanzando hacia mí, comprendí que aquel perverso dios seguía morando en aquel lugar y que yo me hallaba en su templo solo y desarmado. ¿Qué extraños seres habían poblado la Tierra en el alborear de los tiempos? ¿Y aquellos que edificaron la ciudad y descubrieron a la monstruosa araña, no le habrían erigido el templo, en su pavor, aceptándolo como el dios de la ciudad? ¿Y ellos, que poseían la magia secreta y el poder de construir muros invisibles a los ojos humanos, no habrían hecho lo mismo con su dios, convírtiéndole en una verdadera deidad, invisible, poderosa, imperecedera? ¡Imperecedera! Así tenía que ser para haber podido sobrevivir a tantos milenios. Sin embargo, yo sé que algunas especies de loros viven varios siglos, pero ¿qué podía yo saber de esta monstruosa reliquia de una edad pretérita? Y cuando la ciudad fue arrasada y desapareció y ya no fne posible llevar víctimas humanas al templo para saciar el feroz apetito del monstruo, éste habría vagado por el desierto en busca de alimentos. No era extraño que los árabes no quisieran aventurarse por la región en aquella dirección. Significaba la muerte para cualquiera que llegase al alcance de tal ser, el cual podia impunemente acechar y capturar, permaneciendo completamente invisible. ¿Era la muerte para mí?
Tales fueron los pensamientos que como el rayo cruzaron por mi cerebro mientras veía acercárseme la muerte con aquellos seguros pasos sobre la arena. De pronto sentí que me abandonaba la parálisis de terror que me había inmovilizado, y descendí apresuradamente la escalinata, hacia el patio. Ignoraba dónde podía ocultarme en aquel inmenso templo. ¡Ocultarme en un lugar invisible! Pero tenía que dirigirme a algún sitio, y finalmente me aventuré a abandonar la escalera y avancé hasta tropezar con un muro situado directamente debajo del descansillo superior, y me agazapé contra el mismo, implórando que las sombras del crepúsculo pudieran esconderme a las ansiosas miradas de la monstruosa criatura cuyo cubil era el templo. Supe instantáneamente cuándo el monstruo atravesó la puerta por la que yo había también penetrado en el templo. Pad, pad..., era éste el rumor amortiguado que resonaba en el corredor. Tal vez la puerta se había abierto ante él de manera sorprendente puesto que yo no podía calibrar la poca o mucha inteligencia del cerebro de aquel dios. Pad, pad..., el rumor fue cruzando el patio y al final oí los pasos subiendo la escalinata. De no haber temido respirar habría exhalado un profundo suspiro de alivio.
No obstante, el temor todavía hacía presa en mí, por lo que continué agazapado contra el muro mientras el monstruoso dios seguía subiendo. ¡Figúrense la escena! A mi alrededor no había nada visible, nada más que el gran círculo de arena que se hallaba a treinta centímetros por debajo de mí; sin embargo, yo veía el templo con los ojos de mi mente, y estaba enterado de los muros y el patio, y de la bestia que ahora se hallaba arriba, por temor a la cual me hallaba yo acurrucado en la oscuridad. El sonido de las patas cesó arriba, por lo que juzgué que el monstruo acababa de penetrar en el gran salón, donde yo no me atreví a entrar. Ahora era el momento de escapar en la oscuridad. Me levanté con infinito cuidado y suavemente me deicé por el patio hacia la puerta que conducía al corredor. Pero cuando hube recorrido la mitad de la distancia, según calculé, choqué contra otra pared invisible y caí de espaldas, con lo cual el mango metálico de mi cuchillo de montaña golpeó con la hebilla de mi cinturón de manera estridente. ¡Pobre de mí! Había calculado equivocadamente la situación de la puerta, yendo directamente a chocar contra el muro. Y me quedé tendido, inmóvil, mientras un temor helado me sobrecogía de improviso. Entonces, pad, pad..., las amortiguadas pisadas del monstruo én el descansillo, y luego un momento de silencio. ¿Podría verme desde arriba? ¿Podría? Por un instante, alenté cierta esperanza, al no escuchar ningún rumor, pero no tardé en saber que la muerte me tenía asida por la garganta ya que, pad, pad..., el monstruo empezó a descender al patio.
Al oír aquellas pisadas perdí el último vestigio de control y poniéndome apresuradamente de pie volé de nuevo hacia la puerta. ¡Plaf! Otra pared... Me eché a temblar. Ahora no oía ninguna pisada y con la máxima quietud de que fui capaz volví a cruzar el patio en otra dirección, sin saber si sería la acertada, ya que todas mis ideas estaban confundidas, lo mismo que mi sentido de la orientación. ¡Dios mío, qué juego más inverosímil el que tuvo lugar en aquel condenado círculo de arena! Pero ningún sonido procedía ya del misterioso monstruo y la esperanza volvió a anidar en mi corazón. Y con espantosa ironía, fue en aquel preciso momento cuando ful a parar de bruces contra el monstruoso ser. Mis extendidas manos tocaron y asieron lo que debía ser uno de sus miembros, grueso, helado y peludo, que instantáneamente se zafó de mis manos, asiéndome a su vez, mientras otro miembro y otro y otro hacían presa en mí. El monstruo había permanecido inmóvil, esperando que fuese ya a su encuentro: ¡el drama de la araña y la mosca!
El invisible ser sólo pudo sujetarme un momento, ya que me sentí tan lleno de horror que logré libertarme y huí enloquecido por el patio, tropezando con el primer peldaño de la escalinata. Subí y mientras corría oí la persecución de la bestia. Continué subiendo y ya en el rellano me cogí a la barandilla, ya que si caía desde arriba ello hubiera significado la muerte. Pero bajo mis manos, el pasamanos se movía, por lo que intuí que uno de los grandes bloques que evidentemente lo formaban se había aflojado y podía soltarse. Lo apresé con todas mis fuerzas y fui trastabillando por el descansillo con el bloque entre mis brazos, hacia el comienzo de la escalera. Creo que dos hombres apenas habrían podido levantarlo, pero yo hice más en aquel súbito acceso de loco frenesí, ya que cuando oí los pasos del monstruo en la escalinata, levanté el bloque, invisible como es natural, por encima de mi cabeza, y lo envié rodando por los peldaños hacia el lugar donde calculé que se hallaba el dios en aquel momento.
Por un instante después del lanzamiento reinó el silencio, pero después empezó a sonar como un bajo canturreo, que acabó por convertirse en un clamoroso zumbido. Y al mismo tiempo, en un lugar situado aproximadamente a mitad de la escalinata, donde había ido a parar el bloque de piedra, un líquido purpúreo pareció manar del aire, dando forma a unos cuantos de los invisibles peldaños a medida que los inundaba, y delineando asimismo el bloque arrojado por mí, así como un enorme miembro peludo que se hallaba aplastado debajo, del cual manaba el líquido que no era otra cosa que la sangre del monstruo. No lo había matado, pero el bloque lo mantenía prisionero. Hubo como una agitación en la escalinata y el arroyuelo purpúreo corrió con más fluidez, y gracias a la silueta de sus charcos divisé, borrosamente, el monstruoso dios que Mamurth conoció en épocas pasadas. Era como una araña gigante, con unas patas angulosas de varios metros de longitud, y un cuerpo sumamente velludo y repelente. Me pregunté si el monstruo era visible por la sangre que le daba vida, precisamente cuando ésta era derramada. Si así era no supe comprender el motivo de tal anomalía. Tan pronto como vislumbré aquella estremecedora visión, me apresuré a descender. Cuando pasé junto a la araña, el intolerable olor de un insecto aplastado casi me mareó, y al verme, el animal realizó frenéticos esfuerzos para libertarse. Pero no pudo, por lo que llegué sano y salvo abajo, temblando y sin poder apenas andar.
Atravesé el patio en línea recta y corrí apresuradamente por el corredor y después por la amplia avenida, hasta pasar por entre las dos colosales estatuas. La luz de la Luna incidía en ellas, y las tablillas de las inscripciones resplandecían en los zócalos, con sus extraños símbolos y sus arañas. ¡Pero ahora ya comprendía el mensaje! Afortunadamente, los camellos estaban vagando entre las ruinas, ya que de haberse hallado en las proximidades del templo no habría tenido valor para ir en su busca. Toda la noche cabalgué hacia el Norte y cuando amaneció no me detuve, sino que continué la marcha en la misma dirección. Al llegar al paso de la montaña, un camello tropezó y cayó, con lo cual se derramó toda mi provisión de agua. No quedó ni una sola gota, pero seguí yendo hacia el Norte, sacrificando al otro camello con mi velocidad, por lo que tuve que proseguir a pie, tambaleándome. Me arrastré a gatas cuando mis piernas se negaron a sostenerme, siempre hacia el Norte, alejándose de aquel templo del mal y de su perverso dios. Y esta noche no sé cuántos kilómetros he andado arrastrándome hasta que divisé su fogata. Y esto es todo.
Estaba tendido de espaldas, agotado, y Mitchel y yo nos contemplamos mutuamente a la luz de la fogata. Después, incorporándose, Mitchel fue hasta el límite de nuestro campamento y estuvo mirando largo tiempo el camino hacia el sur. Ignoro cuáles eran sus pensamientos. Yo meditaba por mi parte mientras contemplaba al hombre que yacía junto a la fogata. Falleció a la mañana siguiente, murmurando incoherencias referentes a los muros que le rodeaban. Envolvimos su cuerpo cuidadosamente y llevándolo con nosotros nos abrimos paso por el desierto. En Argel cablegrafiamos a los amigos cuya dirección habíamos encontrado en en cinturón donde guardaba el dinero, y les enviamos el cadáver, ya que tal fue su última petición. Más adelante, nos escribieron, contándonos que lo habían enterrado en el pequeño cementerio del pueblo de Nueva Inglaterra de donde era natural. No sé si su eterno descanso se verá perturbado por los sueños del templo del mal del que huyó. Ruego para que así no sea. Muy a menudo, Mitchel y yo hemos discutido este tema, en nuestros campamentos solitarios y en las posadas de las ciudades costeras. ¿Mató el arqueólogo al invisible monstruo, y éste yace ahora, como un desdichado resto, bajo el bloque de piedra de la escalinata? ¿O consiguió liberarse y sigue vagando por el desierto, morando de noche en el amplio templo, tan invisible como él?
¿O verosímilmente, estaba aquel pobre hombre completamente loco por el calor y la sed del desierto, y su relato no fue más que el producto de su exaltada fantasía? En realidad, no sé qué pensar. Creo que nos contó la verdad, pero no puedo saberlo. Ni lo sabré jamás, ya que Mitchel y yo hemos decidido no aventurarnos nunca en el lugar del desierto donde el antiguo dios puede todavía estar viviendo, en medio de los patios y torreones invisibles, al otro lado de la invisible muralla".
Edmond Hamilton
-Estoy solo -nos dijo en respuesta a nuestra primera pregunta-, no tienen que ir a buscar a nadie más. ¿Qué son ustedes... comerciantes? Así me lo pareció. No, yo soy arqueólogo. Un buceador del pasado -su voz se quebró un momento-. No siempre es bueno desenterrar secretos ya muertos. Hay ciertas cosas que el pasado debe mantener ocultas. Captó la mirada que se cruzó entre Mitchel y yo.
-No, no estoy loco -prosiguió-. Oíganme, porque voy a contarles la historia. Háganme caso -añadió, incorporándose hasta lograr sentarse en su avidez por hablar-, y manténganse lejos del desierto Igidi. Recuerden mis palabras y la advertencia. También a mi me advirtieron, pero no hice caso. Y bajé al infierno..., ¡ay, sí, al infierno! Bien, será mejor que empiece por el principio.
Yo me llamo..., bien, esto no importa ahora. Salí de Mogador hace más de un año, y atravesé la falda escarpada del Atlas, saliendo al desierto con la esperanza de descubrir algunas de las ruinas cartaginesas de los desiertos del norte de África. Pasé varios meses en su búsqueda, viajando entre los miserables poblados árabes, ya junto a un oasis, ya en medio del solitario y tenebroso desierto. A medida que me internaba en el país, mayor cantidad de ruinas encontraba, templos derribados y fortalezas destruidas, reliquias mal conservadas, de la época en que Cartago regía todo el norte de Africa desde su amurallada ciudad. Y luego, al lado de un macizo bloque pétreo, hallé lo que me encaminó a Igidi. Era una inscripción, trazada en el lenguaje fenicio de los traficantes de Cartago, bastante corta por lo que puedo recordarla, palabra por palabra. Literalmente, decía: «Mercaderes, no vayáis a la ciudad de Mamurth, que se extiende más allá del paso de las montañas. Porque yo, San-Drabat de Cartago, al quedarme en la ciudad con otros cuatro camaradas, en el mes de Eschmoun, para comerciar, a la tercera noche de nuestra estancia allí nos vimos asaltados por unos sacerdotes, y yo pude huir, ocultándome. Mis compañeros fueron sacrificados al malvado dios de la ciudad, que mora allí desde el alba de los tiempos, y para el cual los sabios de Mamurth han erigido el templo más colosal de la tierra, donde la gente de la ciudad adora a su dios. Yo huí de la ciudad y dejo aquí este aviso para que otros no dirijan sus pasos a Mamurth y a la muerte.
Pueden ustedes imaginarse el efecto que me produjo tal inscripción. Era el último rastro de una ciudad ignorada, la última brizna de una civilización hundida en el mar del tiempo. Me pareció probable la existencia de tal ciudad. ¿Qué sabemos de Cartago, en realidad, aparte de unos cuantos nombres? Ninguna ciudad, ninguna civilización fue jamás tan completamente borrada de la faz de la tierra como Cartago, cuando el romano Escipión redujo los templos y palacios a polvo, y aró la tierra con sal, y las águilas de la vencedora Roma volaron a través del desierto, donde una metrópolis se había alzado. Fue en los arrabales de uno de esos poblados árabes donde hallé el bloque con la inscripción, y traté de encontrar a alguien del pueblo que quisiera acompañarme, pero todos se negaron. Yo podía ver claramente el paso de la montaña, una mera hendidura entre dos altísimos acantilados azules. En realidad, se hallaba a bastantes kilómetros de distancia, pero las engañosas cualidades ópticas del desierto lo acercaban a mí. Mis mapas situaban aquella sierra como una rama inferior del Atlas, y la extensión existente más allá era llamada «Desierto Igidi», pero esto era todo lo que sabía de la región. De lo único que podía estar seguro era de la existencia del desierto al otro lado del paso y de que debía llevar suficientes provisiones si deseaba cruzar por allí.
¡Pero los árabes sabían mucho más! Aunque les ofrecí lo que para aquellos pobres diablos era una verdadera fortuna, ninguno quiso acompañarme cuando supieron adónde me encaminaba. Ninguno había estado jamás allí, ni siquiera habían cabalgado en aquella dirección, pero todos poseían unas ideas muy definidas del lugar que se extendía al otro lado de los montes, motejándolo de nido de diablos y coto de los malvados Jinns. Sabiendo con cuánta firmeza se hallan plantadas en sus mentes tales supersticiones, no intenté persuadirles y me puse en marcha solo, con dos pellejudos camellos que transportaban el agua y las provisiones. Durante tres días me hundi en la arena del desierto bajo un tórrido sol, y a la mañana del cuarto llegué al paso. Era solamente una estrecha gríeta, y estaba sembrado de grandes peñascos por lo que su travesía resultaba sumamente azarosa y complicada. Los riscos que se alzaban a cada lado tenían tal altura que el espacio intermedio era un lugar de sombras, susurros y penumbra. Aquella misma tarde llegué al otro extremo y por un momento me quedé como paralizado, ya que a partir de aquel punto el desierto descendía hacia una vasta hondonada y en el centro de la misma, tal vez a tres kilómetros de donde me hallaba, resplandecían las blancas ruinas de Mamurth.
Recuerdo que me mostré muy tranquilo mientras cubrí la distancia hasta las ruinas. Yo había dado por segura la existencia de la ciudad, por lo que, de no haber estado allí las ruinas, me habría sentido mucho más sorprendido que al verlas. Desde el paso sólo acerté a divisar una enmarañada confusión de fragmentos blancos, pero al aproximarme, algunos de éstos fueron adoptando la forma de bloques derribados, muros y columnas. La arena movediza del desierto había enterrado por completo sectores enteros y el resto se hallaba medio cubierto. Fue entonces cuando efectué un curioso descubrimiento. Me detuve a examinar el material de las ruinas, una piedra lisa y sin vetas, muy parecida al mármol artificial o al concreto superfino. Y mientras miraba a mi alrededor, absorto en mi contemplación, observé que en casi cada pozo o bloque, en las destruidas cornisas y columnas, había grabado el mismo símbolo..., si se trataba de un símbolo. Era el esbozo de un extraño ser irreal, una especie de pulpo, con un cuerpo deforme, redondeado y varios largos tentáculos o brazos que salían del cuerpo, el cual no era tenue y sin huesos como los de un pulpo, sino más bien tieso y duro, como las patas de una araña. En realidad, tal vez aquello representase a una araña, aunque tenía algunos fallos. Medité por un momento en la profusión de tales pinturas grabadas en las ruinas en torno mío y al final abandoné el problema por insoluble.
También me pareció insoluble el enigma de la ciudad. ¿Qué podía encontrar en aquella semienterrada masa de fragmentos de piedra que me ayudase a arrojar cierta luz sobre su pasado? No podía siquiera explorar el lugar superficialmente, ya que la parquedad de provisiones y agua no me permitían una larga estancia. Con el corazón oprimido tuve que regresar a los camellos y, llevándolos a un claro entre las ruinas, me dispuse a acampar allí para la noche. Cuando ésta hubo caído, y me hallaba ya sentado junto a la hoguera, el vasto y ominoso silencio de aquel siniestro lugar de muerte me resultó espantoso. No había risas humanas, ni gritos de animales, ni siquiera el zumbido de algún insecto o el canto de un solo pájaro. No había más que tinieblas y silencio en torno mío, oprimiéndome, casi azotándome físicamente frente al resplandor de la luz que arrojaba mi pequeña fogata. Mientras me hallaba allí sentado, cavilando, me sobresaltó un leve sonido a mis espaldas. Me volví para acertar con la causa, y de nuevo me quedé paralizado. Como ya he mencionado, el espacio que rodeaba mi campamento estaba formado por un claro arenoso, allanado por los vientos. Bien, mientras contemplaba aquella vasta extensión de arena, apareció de repente en la superficie un agujero de varios centímetros de diámetro, claramente visible a la luz del fuego.
No había nada que ver, ni siquiera una sombra, y de repente se produjo aquel agujero, acompañado de un suave crujido. Mientras lo estaba mirando asombrado, el sonido se repitió y simultáneamente apareció otro agujero a cinco o seis metros más cerca de mí que el primero. Al verlo, unas heladas flechas de terror parecieron atravesar mi cuerpo y cediendo a un loco impulso, agarré un leño ardiendo de la hoguera y lo arrojé, como un cometa rojo, al sitio donde acababan de formarse los agujeros. Se produjo un rumor como de un cuerpo al escurrirse y pensé que fuese lo que fuese lo que había dejado aquellas señales acababa de retirarse, si en realidad se trataba de un ser vivo. No podía imaginarme qué podía ser, ya que no había absolutamente nada a la vista, aparte de los agujeros aparecidos como por ensalmo. Aquel misterio me soliviantó. Ni aun en el sueño pude hallar descanso, ya que extrañas pesadillas atormentaron mi cerebro, surgiendo de la ciudad muerta que me rodeaba. Todos los polvorientos pecados de pasadas y edades, de aquel remoto y olvidado lugar, parecían estar enfocados sobre mí durante el sueño. Formas extrañas se movían entre los mismos, tan irreales como los habitantes de una estrella distante, entrevistos sólo para desvanecerse intantáneamente. Poco conseguí dormir aquella noche, pero cuando por fin amaneció, el sol, con sus primeros rayos dorados, alejó de mí mis temores y opresiones con el manto de las tinieblas. ¡No es extraño que los pueblos primitivos fuesen adoradores del sol!
Cuando volví a sentirme dueño de mi mismo y de mi valor, me asaltó una nueva idea. En la inscripción citada, aquel aventurero muerto tanto tiempo ha, había mencionado el gran templo de la ciudad y la majestad de su aspecto. ¿Dónde estarían tales ruinas? Decidíi que el poco tiempo de que disponía sería mejor pasarlo investigando las ruinas del templo, que debía ser muy prominente, si el antiguo cartaginés se hallaba en lo cierto. Ascendí a un próximo altozano y escruté el lugar en todas direcciones, y aunque no pude distinguir ningún amontonamiento ruinoso que hubiese podido ser un templo, por primera vez divisé, muy lejos, dos grandes figuras de piedra que destacaban en negro contra las rojas llamaradas del sol. Fue un descubrimiento que me llenó de excitación y, después de levantar el campamento, eché a andar en aquella dirección. Se alzaban al borde del extremo más alejado de la ciudad, y no fue hasta el mediodía que llegué allí. Entonces pude percibir con toda claridad su naturaleza: dos grandes figuras sentadas, talladas en piedra negra, de unos quince metros de altura, y casi otros tantos de separación entre ambas, las dos de cara a la ciudad.. y a mí. Tenían forma humana y vestían una rara armadura escamada, pero me resulta imposible describir sus rostros, porque no eran humanos. Las facciones sí lo eran, y bien proporcionadas, pero la cara, la expresión, no sugerían ninguna de las cualidades inherentes a la Humanidad. Me pregunté sí habrían sido talladas de la misma vida. En tal caso, debió de ser un pueblo sumamente extraño el que habitó en aquella ciudad y labró ambas estatuas.
Bien, desvié mí vista y miré alrededor. A cada lado de las estatuas se veía lo que debían de ser los restos de una muralla con diversas ramificaciones, formando un enorme montón de ruinas. Pero no había muro entre las estatuas, que debían constituir evidentemente la portalada de la barrera. ¿Por qué habrían sobrevivido aquellos dos celosos guardianes, aparentemente completamente ilesos, mientras la muralla y toda la ciudad se hallaba en ruinas? Eran de diferente material, eso pude conjeturarlo fácilmente, pero ¿qué clase de material? Por primera vez, también, reparé en la larga avenida que se iniciaba, al otro lado de las estatuas y se extendía por el desierto durante más de un kilómetro. Los extremos laterales de la misma estaban constituídos por dos filas de figuras de piedra más pequeñas que corrían en líneas paralelas, alejándose de los dos colosos. Eché a andar por la avenida, pasando entre las dos estatuas que la encabezaban. Al hacerlo observé por primera vez la inscripción grabada en la parte interior de cada una. En el pedestal de las estatuas, a diez o doce centímetros del suelo, había una tablilla del mismo material, de un metro cuadrado, cubierta de extraños símbolos, sin duda los caracteres de un lenguaje ignorado, indescifrable, al menos para mí. Un símbolo, sin embargo, muy destacado, lo había visto antes. Se trataba del mismo extraño ser parecido a una araña o un pulpo, que ya he mencionado haber hallado generosamente esparcido por doquier en la ciudad. En las tablillas figuraba varias veces entre los demás símbolos que componían la ínscripción. Ambas tablillas eran idénticas y nada pude deducir de ellas. Empecé a recorrer la avenida, dándole vueltas en mi cerebro al enigma de aquel omnipresente símbolo, pero al cabo lo olvidé al ir fijándome en cuanto me rodeaba.
Aquella larga calle era como la avenida de las esfinges de Karnak, que el faraón recorría en su litera para asistir al templo. Pero las estatuas que flanqueaban la avenida no tenían la forma de esfinges. Poseían, por el contrario, formas muy raras, de animales desconocidos para nosotros, como si se tratase en realidad de animales de otros mundos. No puedo describirlos, como sería imposible describirle un dragón a un hombre que hubiera estado ciego toda su vida. Sin embargo, tenían formas de reptil, aproximadamente, y al contemplarlas su vista me destrozaba los nervios. Continué avanzando entre las dos filas de estatuas, hasta llegar al final de la avenida. De pie entre las dos últimas figuras, no divisé ante mí más que la amarillenta arena del desierto, hasta el horizonte. Me sentí intrigado. ¿Cuál fuera el objeto de tantos trabajos, la muralla, las dos enormes estatuas, y la larga avenida, para acabar desembocando en pleno desierto? Gradualmente, comencé a ver que había algo muy especial en aquella parte de desierto que se extendía ante mí. Era completamente llano, ya que una área, al parecer de forma redondeada, que debía abarcar varios acres, parecía absolutamente llana. Era como si la arena dentro de aquel gran círculo hubiese sido aplanada con tremenda fuerza, sin dejar ni la menor ondulación, ni siquiera la apariencia de una duna. Más allá de aquella zona, y a su alrededor, el desierto estaba erizado de lomas y valles, y atravesado por nubes de arena que se arremolinaban constantemente, pero sobre la lisa superficie de la zona circular nada se movía, nada se agitaba. Sintiéndome interesado al instante, avancé hasta el borde del círculo, a sólo unos metros de distancia. Acababa de llegar allí cuando una mano invisible pareció abofetearme con singular brío en la cara y el pecho, obligándome a retroceder.
Transcurrieron unos minutos antes de que volviera a avanzar, ya que mi curiosidad se hallaba completamente excitada. Me acerqué de nuevo, pues, a los límites del circulo, empuñando mi revólver, pero esta vez arrastrándome sobre el suelo. Cuando la automática que tenía en mi extendida mano llegó a la línea del círculo, chocó contra algo duro, y no pude hacerla avanzar. Era exactamente como si hubiese tropezado contra un muro, aunque no había a la vista cosa semejante. Extendiendo más el brazo, toqué la misma dura barrera y en el instante siguiente me puse de pie. Ahora sabía que se trataba de algo duro y no una fuerza lo que me impedía el paso. Cuando extendía las manos, el borde del círculo se hallaba en el límite de la longitud de mis brazos, como una pared lisa, totalmente invisible, pero al mismo tiempo sumamente material. Pude comprender en parte aquel fenómeno. En el pasado, los científicos de la ciudad que se hallaba en ruinas a mi espalda, los sabios mencionados en la ínscripción, habían descubierto una materia sólida pero transparente, aplicándola a la obra que ahora eataba yo examinando. Tal cosa está muy lejos de ser imposible. Incluso nuestros científicos pueden formar una materia en parte invisible, con los rayos X. Evidentemente, aquellos sabios conocían todo el proceso, un secreto que se había perdido en la oscuridad de los tiempos, como el secreto del oro duro, el cristal maleable, y otros mencionados en escrituras antiguas. Sin embargo, me pregunté, intrigado, de qué manera podían haberlo conseguido, puesto que muchos siglos después de haber desaparecido sus inventores, la materia continuaba completamente invisible.
Retrocedí y arrojé guijarros hacia el círculo. Por muy altos que los tirase, al llegar al borde rebotaban con un sonido retumbante, por lo que deduje que el muro debía tener una gran altura. Ardía en deseos de trasponer el muro y examinar el interior del círculo, pero ¿cómo conseguirlo? De repente, recordé las dos colosales estatuas a la entrada de la gran avenida, con sus tablillas grabadas y me pregunté qué relación debían tener con el circulo. De pronto, la singularidad de todo aquello me asaltó como una fiera al acecho. La muralla que se alzaba ante mí, el círculo de arena, llano e inmutable, y yo mismo, de pie en medio del desierto... todo resultaba muy extraño. En mi corazón parecía retumbar una voz procedente de la ciudad muerta, aconsejándome huir de allí para siempre. Recordé la advertencia contenida en la inscripción: «No vayáis a Mamurth». Y al recordarla, no dudé de que aquel círculo era el gran templo descrito por San-Drabat. Seguramente estuvo en lo cierto: era diferente a todos los demás de la Tierra. Pero no debía irme, no podía irme hasta que hubiese examinado el muro por el interior. Medité tranquilamente el asunto, y decidí que el lugar más lógico para hallar la entrada a través de la muralla sería el extremo de la avenlda, puesto que era dable suponer que aquellos que descendieron por la misma en tiempos remotos debieron poder franquear por tal lugar las puertas del templo. Mi razonamiento fue acertado, puesto que en aquel preciso punto hallé la entrada: una abertura en la muralla, de varios metros de anchura y mucho más alta de lo que cabía esperar; en realidad, no tengo idea de su altura.
Crucé la abertura y me hallé sobre un suelo de material duro, no tan suave como la superficie del muro, pero igualmente invisible. Al frente se extendía un corredor de la misma amplitud, que conducía al centro del círculo y por el que fui avanzando. Debí resultar un tipo estrafalario, avanzando por un lugar donde no había nada que observar. Ya que aunque sabía perfectamente bien que me hallaba rodeado por una pared invisible, yo no podía ver nada más que el gran círculo de lisa arena bajo mis pies, dorado por el sol de la tarde. Sin embargo, me pareció que estaba andando a treinta centímetros por encima del terreno, en el aire. Era éste el grosor del suelo, y precisamente era el peso de este suelo el que mantenía tan plano al terreno dentro del círculo. Anduve lentamente por el corredor, con las manos extendidas al frente, y apenas había recorrido una corta distancia cuando tropecé con otra pared que parecía cerrar el corredor, como un callejón sin salida. Pero no me sentí descorazonado, ya que intuí que habría otra puerta no muy lejos, puerta que empecé a buscar. La encontré. Tanteando con mis manos el invisible muro del corredor, a ambos lados, tropecé con una especie de picaporte redondo y cuando puse mi mano en él, la puerta se abrió. Se oyó como un chirrido, como una leve blisa, y cuando volví a avanzar, el muro que me cerraba el paso habla desaparecido, y fui libre de ir adelante. Pero no me atreví a traspasar aquel nuevo umbral, por lo que regresé al picaporte, descubriendo que ninguna fuerza ni presión podia cerrar la puerta abierta. Seguramente, se trataba de un sutil mecanismo dentro del picaporte, que sólo necesitaba una presión de la mano para abrirse, apártándose todo el final del corredor, quizá deslizándose hacia arriba, como un rastrillo, aunque de esto no estoy muy seguro.
Pero la puerta estaba abierta y entonces pasé. Moviéndome como un ciego en un sitio desconocido, comprendí que me encontraba en un vasto patio interior, cuyas paredes describían una gran curva. Cuando lo descubrí, volví al lugar donde el corredor se abría al patio y comencé a caminar en línea recta por el mismo. Encontré unos peldaños; el primero de los cuales pertenecía indudablemente a una escalinata de inmensas proporciones. Ascendí lenta, trabajosamente, tanteando ante mí con el pie a cada paso. Era la sensación de sentir los peldaños bajo mis pies lo que prestaba realidad al asunto, ya que a simple vista, yo estaba subiendo por el espacio. Sé que ha de resultar más fantástico visto que contado. Seguí ascendiendo hasta llegar a unos treinta metros de altura, donde la escalinata empezó a estrecharse, juntándose los costados. Unos cuantos peldaños más, y volví a hallarme en terreno llano que, después de algunos tanteos, descubrí era un ancho descansillo con barandillas bastante altas. Me arrastré a gatas por aquella altura hasta que tropecé con otra pared, donde había una puerta. la atravesé, siempre arrastrándome, y aunque cuanto me rodeaba era invisible, intuí que ya no me hallaba al aire libre, sino en una estancia cerrada. Me detuve de pronto y entonces, mientras aún me hallaba agazapado en el suelo, percibí súbitamente la presencia del mal, de una maligna y amenazadora entidad, nativa de allí. No podía divisar nada, ni oír nada, pero en mi cerebro se abrió paso la idea de que algo infinitamente malvado e infinitamente antiguo formaba parte de aquel lugar. ¿Era la conciencia del horror que había llenado aquel lugar en una edad ya remota y fenecida? Fuese cual fuese la causa, no podía seguir avanzando con aquel extraño terror que me poseía; por tanto, retrocedí y volví al descansillo, donde me incliné sobre la invisible barandilla para examinar el paisaje de abajo.
El sol poniente colgaba como una enorme bola de hierro al rojo vivo a Occidente, y a sus rayos, las dos colosales estatuas arrojaban largas sombras sobre la amarilla arena. No muy lejos, mis dos camellos pateaban moviéndose inquietos. Según todas las apariencias yo me mantenía en el vacío, a más de treinta metros del suelo, pero con mi mente podía imaginar los amplios patios y corredores de abajo, por los que había pasado poco antes. Mientras reflexionaba a la rojiza luz del moribundo sol, vi claramente que me hallaba en el templo de la antigua ciudad. ¡Qué magnifica visión debió de ser cuando la ciudad estaba llena de vida y agitación! Pudé imaginarme la larga procesión de sacerdotes y gente del pueblo, ataviados con ropajes sombríos y lujosos, saliendo de la ciudad, por entre las dos estatuas y descendiendo por la amplia avenida, arrastrando tal vez en pos un desdichado prisionero condenado a ser sacrificado a sus dioses en aquel templo. El sol descendía ya sobre el horizonte, y me dispuse a salir de allí, pero cuando quise moverme sentí una gran rigidez en todo mi cuerpo y mi corazón pareció suspender sus latidos. Y en el limite del claro de arena que había debajo del invisible templo, acababa de aparecer un agujero en la arena, exactamente de la misma misteriosa forma que los que había contemplado la noche anterior en mi campamento. Seguí mirando tan fascinado como si una serpiente me estuviese mirando. Y ante mis ojos fueron apareciendo otros agujeros, no en línea recta, sino quebrada. De pronto se formaban dos agujeros a un lado, y luego dos más al otro, después uno en medio, formando una especie de rastro, de unos dos metros de anchura de lado a lado, avanzando directamente hacia el templo y, por tanto, hacia mí. ¡Y yo no podía ver nada!
Era como -súbitamente hallé la comparación-, como el rastro dejado por un insecto provisto de innumerables patas, sólo que de unas descomunales proporciones. Y al asaltarme esta idea, la verdad se abrió paso en mi cerebro, ya que recordé la araña grabada en las ruinas y las estatuas, y comprendí lo que aquello había significado para los moradores de la ciudad. ¿Qué decía la inscripcíón? «El malvado dios de la ciudad, que vivía allí desde el principio del tiempo.» Y al divisar aquel rastro avanzando hacia mí, comprendí que aquel perverso dios seguía morando en aquel lugar y que yo me hallaba en su templo solo y desarmado. ¿Qué extraños seres habían poblado la Tierra en el alborear de los tiempos? ¿Y aquellos que edificaron la ciudad y descubrieron a la monstruosa araña, no le habrían erigido el templo, en su pavor, aceptándolo como el dios de la ciudad? ¿Y ellos, que poseían la magia secreta y el poder de construir muros invisibles a los ojos humanos, no habrían hecho lo mismo con su dios, convírtiéndole en una verdadera deidad, invisible, poderosa, imperecedera? ¡Imperecedera! Así tenía que ser para haber podido sobrevivir a tantos milenios. Sin embargo, yo sé que algunas especies de loros viven varios siglos, pero ¿qué podía yo saber de esta monstruosa reliquia de una edad pretérita? Y cuando la ciudad fue arrasada y desapareció y ya no fne posible llevar víctimas humanas al templo para saciar el feroz apetito del monstruo, éste habría vagado por el desierto en busca de alimentos. No era extraño que los árabes no quisieran aventurarse por la región en aquella dirección. Significaba la muerte para cualquiera que llegase al alcance de tal ser, el cual podia impunemente acechar y capturar, permaneciendo completamente invisible. ¿Era la muerte para mí?
Tales fueron los pensamientos que como el rayo cruzaron por mi cerebro mientras veía acercárseme la muerte con aquellos seguros pasos sobre la arena. De pronto sentí que me abandonaba la parálisis de terror que me había inmovilizado, y descendí apresuradamente la escalinata, hacia el patio. Ignoraba dónde podía ocultarme en aquel inmenso templo. ¡Ocultarme en un lugar invisible! Pero tenía que dirigirme a algún sitio, y finalmente me aventuré a abandonar la escalera y avancé hasta tropezar con un muro situado directamente debajo del descansillo superior, y me agazapé contra el mismo, implórando que las sombras del crepúsculo pudieran esconderme a las ansiosas miradas de la monstruosa criatura cuyo cubil era el templo. Supe instantáneamente cuándo el monstruo atravesó la puerta por la que yo había también penetrado en el templo. Pad, pad..., era éste el rumor amortiguado que resonaba en el corredor. Tal vez la puerta se había abierto ante él de manera sorprendente puesto que yo no podía calibrar la poca o mucha inteligencia del cerebro de aquel dios. Pad, pad..., el rumor fue cruzando el patio y al final oí los pasos subiendo la escalinata. De no haber temido respirar habría exhalado un profundo suspiro de alivio.
No obstante, el temor todavía hacía presa en mí, por lo que continué agazapado contra el muro mientras el monstruoso dios seguía subiendo. ¡Figúrense la escena! A mi alrededor no había nada visible, nada más que el gran círculo de arena que se hallaba a treinta centímetros por debajo de mí; sin embargo, yo veía el templo con los ojos de mi mente, y estaba enterado de los muros y el patio, y de la bestia que ahora se hallaba arriba, por temor a la cual me hallaba yo acurrucado en la oscuridad. El sonido de las patas cesó arriba, por lo que juzgué que el monstruo acababa de penetrar en el gran salón, donde yo no me atreví a entrar. Ahora era el momento de escapar en la oscuridad. Me levanté con infinito cuidado y suavemente me deicé por el patio hacia la puerta que conducía al corredor. Pero cuando hube recorrido la mitad de la distancia, según calculé, choqué contra otra pared invisible y caí de espaldas, con lo cual el mango metálico de mi cuchillo de montaña golpeó con la hebilla de mi cinturón de manera estridente. ¡Pobre de mí! Había calculado equivocadamente la situación de la puerta, yendo directamente a chocar contra el muro. Y me quedé tendido, inmóvil, mientras un temor helado me sobrecogía de improviso. Entonces, pad, pad..., las amortiguadas pisadas del monstruo én el descansillo, y luego un momento de silencio. ¿Podría verme desde arriba? ¿Podría? Por un instante, alenté cierta esperanza, al no escuchar ningún rumor, pero no tardé en saber que la muerte me tenía asida por la garganta ya que, pad, pad..., el monstruo empezó a descender al patio.
Al oír aquellas pisadas perdí el último vestigio de control y poniéndome apresuradamente de pie volé de nuevo hacia la puerta. ¡Plaf! Otra pared... Me eché a temblar. Ahora no oía ninguna pisada y con la máxima quietud de que fui capaz volví a cruzar el patio en otra dirección, sin saber si sería la acertada, ya que todas mis ideas estaban confundidas, lo mismo que mi sentido de la orientación. ¡Dios mío, qué juego más inverosímil el que tuvo lugar en aquel condenado círculo de arena! Pero ningún sonido procedía ya del misterioso monstruo y la esperanza volvió a anidar en mi corazón. Y con espantosa ironía, fue en aquel preciso momento cuando ful a parar de bruces contra el monstruoso ser. Mis extendidas manos tocaron y asieron lo que debía ser uno de sus miembros, grueso, helado y peludo, que instantáneamente se zafó de mis manos, asiéndome a su vez, mientras otro miembro y otro y otro hacían presa en mí. El monstruo había permanecido inmóvil, esperando que fuese ya a su encuentro: ¡el drama de la araña y la mosca!
El invisible ser sólo pudo sujetarme un momento, ya que me sentí tan lleno de horror que logré libertarme y huí enloquecido por el patio, tropezando con el primer peldaño de la escalinata. Subí y mientras corría oí la persecución de la bestia. Continué subiendo y ya en el rellano me cogí a la barandilla, ya que si caía desde arriba ello hubiera significado la muerte. Pero bajo mis manos, el pasamanos se movía, por lo que intuí que uno de los grandes bloques que evidentemente lo formaban se había aflojado y podía soltarse. Lo apresé con todas mis fuerzas y fui trastabillando por el descansillo con el bloque entre mis brazos, hacia el comienzo de la escalera. Creo que dos hombres apenas habrían podido levantarlo, pero yo hice más en aquel súbito acceso de loco frenesí, ya que cuando oí los pasos del monstruo en la escalinata, levanté el bloque, invisible como es natural, por encima de mi cabeza, y lo envié rodando por los peldaños hacia el lugar donde calculé que se hallaba el dios en aquel momento.
Por un instante después del lanzamiento reinó el silencio, pero después empezó a sonar como un bajo canturreo, que acabó por convertirse en un clamoroso zumbido. Y al mismo tiempo, en un lugar situado aproximadamente a mitad de la escalinata, donde había ido a parar el bloque de piedra, un líquido purpúreo pareció manar del aire, dando forma a unos cuantos de los invisibles peldaños a medida que los inundaba, y delineando asimismo el bloque arrojado por mí, así como un enorme miembro peludo que se hallaba aplastado debajo, del cual manaba el líquido que no era otra cosa que la sangre del monstruo. No lo había matado, pero el bloque lo mantenía prisionero. Hubo como una agitación en la escalinata y el arroyuelo purpúreo corrió con más fluidez, y gracias a la silueta de sus charcos divisé, borrosamente, el monstruoso dios que Mamurth conoció en épocas pasadas. Era como una araña gigante, con unas patas angulosas de varios metros de longitud, y un cuerpo sumamente velludo y repelente. Me pregunté si el monstruo era visible por la sangre que le daba vida, precisamente cuando ésta era derramada. Si así era no supe comprender el motivo de tal anomalía. Tan pronto como vislumbré aquella estremecedora visión, me apresuré a descender. Cuando pasé junto a la araña, el intolerable olor de un insecto aplastado casi me mareó, y al verme, el animal realizó frenéticos esfuerzos para libertarse. Pero no pudo, por lo que llegué sano y salvo abajo, temblando y sin poder apenas andar.
Atravesé el patio en línea recta y corrí apresuradamente por el corredor y después por la amplia avenida, hasta pasar por entre las dos colosales estatuas. La luz de la Luna incidía en ellas, y las tablillas de las inscripciones resplandecían en los zócalos, con sus extraños símbolos y sus arañas. ¡Pero ahora ya comprendía el mensaje! Afortunadamente, los camellos estaban vagando entre las ruinas, ya que de haberse hallado en las proximidades del templo no habría tenido valor para ir en su busca. Toda la noche cabalgué hacia el Norte y cuando amaneció no me detuve, sino que continué la marcha en la misma dirección. Al llegar al paso de la montaña, un camello tropezó y cayó, con lo cual se derramó toda mi provisión de agua. No quedó ni una sola gota, pero seguí yendo hacia el Norte, sacrificando al otro camello con mi velocidad, por lo que tuve que proseguir a pie, tambaleándome. Me arrastré a gatas cuando mis piernas se negaron a sostenerme, siempre hacia el Norte, alejándose de aquel templo del mal y de su perverso dios. Y esta noche no sé cuántos kilómetros he andado arrastrándome hasta que divisé su fogata. Y esto es todo.
Estaba tendido de espaldas, agotado, y Mitchel y yo nos contemplamos mutuamente a la luz de la fogata. Después, incorporándose, Mitchel fue hasta el límite de nuestro campamento y estuvo mirando largo tiempo el camino hacia el sur. Ignoro cuáles eran sus pensamientos. Yo meditaba por mi parte mientras contemplaba al hombre que yacía junto a la fogata. Falleció a la mañana siguiente, murmurando incoherencias referentes a los muros que le rodeaban. Envolvimos su cuerpo cuidadosamente y llevándolo con nosotros nos abrimos paso por el desierto. En Argel cablegrafiamos a los amigos cuya dirección habíamos encontrado en en cinturón donde guardaba el dinero, y les enviamos el cadáver, ya que tal fue su última petición. Más adelante, nos escribieron, contándonos que lo habían enterrado en el pequeño cementerio del pueblo de Nueva Inglaterra de donde era natural. No sé si su eterno descanso se verá perturbado por los sueños del templo del mal del que huyó. Ruego para que así no sea. Muy a menudo, Mitchel y yo hemos discutido este tema, en nuestros campamentos solitarios y en las posadas de las ciudades costeras. ¿Mató el arqueólogo al invisible monstruo, y éste yace ahora, como un desdichado resto, bajo el bloque de piedra de la escalinata? ¿O consiguió liberarse y sigue vagando por el desierto, morando de noche en el amplio templo, tan invisible como él?
¿O verosímilmente, estaba aquel pobre hombre completamente loco por el calor y la sed del desierto, y su relato no fue más que el producto de su exaltada fantasía? En realidad, no sé qué pensar. Creo que nos contó la verdad, pero no puedo saberlo. Ni lo sabré jamás, ya que Mitchel y yo hemos decidido no aventurarnos nunca en el lugar del desierto donde el antiguo dios puede todavía estar viviendo, en medio de los patios y torreones invisibles, al otro lado de la invisible muralla".
Edmond Hamilton
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