"Como sabéis, queridos míos, vuestra madre era huérfana e hija única; y aseguraría que habéis oído decir que vuestro abuelo fue clérigo de Westmoreland, de donde vengo yo. Era yo todavía una niña de la escuela del pueblo cuando, un día, se presentó vuestro abuelo a preguntar a la maestra si habría allí alguna alumna que pudiera servir de niñera; y me sentí extraordinariamente orgullosa, puedo asegurároslo, cuando la maestra me llamó y dijo que yo cosía muy bien y era una muchacha formal y honrada, de padres muy bien considerados, aunque pobres. Me pareció que nada me gustaría más que entrar al servicio de aquella linda y joven señora que se sonrojaba tanto como lo estaba yo al hablar del niño que esperaba y de lo que yo tendría que hacer con él. Pero veo que esta parte de mi cuento no os interesa tanto como lo que pensáis que viene después, así que os lo contaré en seguida. Fui tomada e instalada en la rectoría antes de que naciera la señorita Rosamunda (que fue la niñita que es ahora vuestra madre). A decir verdad, me daba poco que hacer cuando llegó, pues siempre estaba en brazos de su madre y dormía junto a ella toda la noche, y yo me sentía muy orgullosa cuando mi señora me la confiaba. Ni antes ni después ha habido un niñito como ella, aunque todos vosotros habéis sido preciosos; pero en dulzura y atractivo ninguno habéis llegado a vuestra madre. Se parecía a su madre, que era una señora de verdad, cierta señorita Furnivall, nieta de lord Furnivall, de Northumberland. Creo que no había tenido hermanos ni hermanas y se había educado con la familia de milord hasta que se casó con vuestro abuelo, que no era más que un vicario, hijo de un comerciante de Carlisle, pero el más cumplido y discreto caballero que ha existido, y una persona que trabajaba honradamente y de firme en su parroquia, que era muy extensa y estaba esparcida sobre los Páramos de Westmoreland.
Cuando vuestra madre, la pequeña Rosamunda, tenía unos cuatro o cinco años, sus adres murieron en quince días, uno tras otro. ¡Ah, fue una época triste! Mi linda y joven señora y yo esperábamos otro niñito, cuando el señor regresó de una de sus largas caminatas a caballo, mojado y cansado, con la enfermedad que le ocasionó la muerte; y ella ya no volvió a levantar cabeza y no vivió más que para ver a su hijito muerto y tenerlo sobre su pecho antes de morir también. Mi ama me pidió en su lecho de muerte que no abandonara nunca a la señorita Rosamunda; pero aunque no hubiera dicho ni una palabra, habría yo ido con la pequeña hasta el fin del mundo. En seguida, antes de que se hubieran aplacado nuestros sollozos, llegaron los testamentarios y tutores a poner las cosas en orden. Eran éstos, el primo de mi pobre ama, lord Furnivall y el señor Esthwaite, hermano de mi amo, comerciante en Manchester, no en tan buena posición como lo estuvo después y con mucha familia. ¡Bien! No sé si ellos lo acordaron entre sí o si la cosa se debió a una carta que mi ama escribió a su primo en su lecho de muerte, pero lo cierto es que se acordó que la señorita Rosamunda y yo nos fuésemos a la casa solariega de los Furnivall, en Northumberland; y milord hablaba como si hubiera sido deseo de la madre que la niña viviera con su familia, y como si él no tuviera nada que objetar, pues una o dos personas más no se notarían en una casa tan grande. Así que aunque no era aquél el modo como a mí me hubiera gustado que se pensase en mi alegre y precioso cariñito (que era como un rayo de sol en cualquier familia, fuera lo grande que fuese), me complacía que las gentes de Dale se asombraran y se llenaran de admiración al enterarse de que yo iba a ser la niñera de mi amita en casa de lord Furnivall, en la casa solariega de los Furnivall.
Pero me equivoqué al pensar que íbamos a vivir con milord. Resultó que la familia había abandonado la casa solariega hacía cincuenta años o más. No oí que hubiera vivido allí mi pobre ama, a pesar de haberse educado en la familia, y ello me decepcionó, porque me hubiera gustado que la señorita Rosamunda pasara la juventud donde su madre. El acompañante de milord, a quien hice tantas preguntas como me atreví, dijo que la casa solariega estaba al pie de los Páramos de Cumberland, y era magnífica; que allí vivía, solamente con algunos criados, cierta anciana señorita Furnivall, tía abuela de milord; pero que era un lugar muy saludable y que milord había pensado que sería muy conveniente para la señorita Rosamunda por algunos años, y que su estancia allí tal vez serviría de distracción a su anciana tía.
Milord me encargó que tuviera preparadas las cosas de la señorita Rosamunda para un día determinado. Era un hombre serio y altivo, según es fama de todos los lores Furnivall, y no pronunciaba nunca ni una palabra más de las necesarias. Se decía que había estado enamorado de mi joven señora, pero que como ella sabía que el padre de él se hubiera opuesto, nunca quiso hacerle caso y se casó con el señor Esthwaite; pero yo no estoy enterada. De todos modos permaneció soltero. Pero nunca se preocupó mucho de la señorita Rosamunda, cosa que creo habría hecho, de haber tenido interés por su difunta madre. Nos mandó a la casa solariega con su acompañante, advirtiéndole que se le uniera en Newcastle aquella misma tarde; así que no tuvo este señor mucho tiempo para presentarnos a todos aquellos desconocidos antes de, a su vez, deshacerse de nosotras. Y allí quedamos, ¡pobrecitas solitarias! (yo no había cumplido los dieciocho años), en la gran casa solariega.
Parece que llegamos ayer. Habíamos abandonado muy temprano nuestra querida rectoría y llorábamos ambas como si el corazón fuera a rompérsenos, a pesar de viajar en el coche de milord, en el que tanto había yo pensado. Y, ya entrada la tarde, en un día de septiembre, nos detuvimos para cambiar de caballos por última vez en una pequeña ciudad llena de tratantes de carbón y mineros. La señorita Rosamunda se había quedado dormida, pero el señor Henry me dijo que la despertara para que pudiera ver, al llegar, el parque y la casa solariega. Era una pena, pero yo hice lo que me pedía por miedo a que se lo dijera a milord. Habíamos dejado atrás todo vestigio de ciudad, e incluso de pueblo, y franqueado las puertas de un parque grande e inculto, no como los parques del Sur, sino con rocas, y ruido de agua de corriente, y árboles retorcidos, y viejos robles, todos blancos y descortezados por los años.
El camino subía durante dos millas, y luego vimos una casa grande e imponente, rodeada de muchos árboles, tan cerca en algunas partes, que las ramas arañaban las paredes cuando soplaba el viento, y algunas colgaban tronchadas, pues nadie parecía ocuparse mucho de aquel lugar, podándolos y teniendo en condiciones el camino de coches cubierto de musgo. Sólo delante de la casa estaba despejado. En el gran paseo no había ni una hierba, y ni un árbol ni una enredadera crecían sobre la larga fachada cubierta de ventanas. A cada lado salía un ala, remate a su vez de otra fachada, pues la casa, aunque tan desolada, era todavía mayor de lo que yo había esperado. Tras ella se elevaban los Páramos, interminables y desnudos. Y a mano izquierda de la casa estando de frente a ella, había un jardincito anticuado, según descubrí después, y al cual daba una puerta de la fachada occidental. El lugar había sido limpio del tupido boscaje por alguna antigua lady Furnivall, pero las ramas de los grandes árboles incultos habían vuelto a crecer ensombreciéndolo, y había muy pocas flores que vivieran allí entonces.
Cuando llegamos a la gran entrada principal y entramos en el vestíbulo, creí perderme; tan espacioso, amplio e imponente era. Una lámpara toda de bronce colgaba en medio del techo; y yo, que jamás había visto otra, la miré con asombro. Luego, a un lado del vestíbulo, había una gran chimenea, tan grande como todo el costado de una casa en mi tierra, con macizos morillos para sostener la leña, y junto a ella se hallaban colocados pesados sofás pasados de moda. Al otro extremo del vestíbulo, a la izquierda según se entraba, en el lado de poniente, había un órgano construido en el muro y tan grande que lo llenaba casi entero. Detrás de él, al mismo lado, había una puerta, y enfrente, a ambos lados de la chimenea, otras puertas se abrían a la parte este, pero nunca las crucé mientras estuve en la casa y no puedo deciros lo que había detrás. Moría la tarde, y el vestíbulo, en el que no había luces, aparecía oscuro y sombrío. Pero no nos detuvimos allí ni un momento. El viejo criado que nos había abierto hizo una inclinación de cabeza al señor Henry y nos condujo a través de la puerta que había al otro extremo del órgano, haciéndonos atravesar varios pequeños vestíbulos y pasillos hasta llegar a la sala occidental, en la que, se hallaba la señorita Furnivall.
La señorita Rosamunda se agarraba a mí con fuerza, como sintiéndose asustada y perdida en aquel lugar tan grande, y en cuanto a mí, no estaba mucho mejor. La sala de mediodía tenía un aspecto muy acogedor, con su buen fuego, y agradablemente amueblada. La señorita Furnivall era una señora vieja, de cerca de ochenta años, según me pareció, aunque no lo sí. Era delgada y alta y tenía la cara tan llena de finas arrugas como si se las hubieran dibujado a punta de aguja. Tenía unos ojos vigilantes, para compensar, supongo, el ser tan sorda que se veía obligada a usar trompetilla. Sentada a su lado, trabajando en el mismo gran tapiz, estaba la señora Stark, su doncella y acompañante, casi tan vieja como ella. Había vivido con la señorita Furnivall desde que ambas eran muy jóvenes y por entonces más parecía amiga que criada; tenía un aspecto tan frío, duro e insensible como si nunca hubiera querido ni sentido afecto por nadie, excepto su ama, y debido a la gran sordera de esta última, la señora Stark la trataba en cierto modo como si fuera una niña.
El señor Henry trasmitió algún recado de parte de milord y luego nos dijo adiós a todos (sin hacer caso de la manecita extendida de mi dulce señorita Rosamunda) y allí nos dejó, en pie, con las dos ancianas mirándonos a través de sus anteojos. Me alegré cuando llamaron al viejo lacayo que nos había abierto y le dijeron que nos condujera a nuestras habitaciones. Salimos, pues, de aquella gran sala y entramos en otra, y salimos también de aquella y pasamos un gran tramo de escaleras y recorrimos una amplia galería (que era una especie de biblioteca, pues tenía a un lado libros y al otro ventanas y pupitres), hasta que llegamos a nuestras habitaciones, que por suerte supe que estaban justamente sobre las cocinas, pues empezaba a pensar que me perdería en aquel desierto de casa. Era un antiguo cuarto de niños que había sido utilizado por todos los pequeños lores y ladies hacía mucho, con un agradable fuego encendido, la marmita hirviendo sobre él y la mesa puesta para el té. Y aparte de aquella habitación, estaba el cuarto de dormir de los niños, con una camita para la señorita Rosamunda junto a mi cama.
Y el viejo Santiago llamó a Dorotea, su mujer, para que nos diera la bienvenida, y tanto él como ella se mostraron tan hospitalarios y cariñosos que, poco a poco, la señorita Rosamunda y yo fuimos sintiéndonos como en casa, y después del té estaba ella sentada sobre las rodillas de Dorotea y parloteando, todo lo aprisa de que su lengüecita era capaz. Pronto me enteré de que Dorotea era de Westmoreland, y eso nos unió como si dijéramos; y no pido tratar gente más cariñosa que lo eran el viejo Santiago y su mujer. Santiago había pasado casi toda su vida con la familia de milord y le parecía lo más ilustre del mundo; hasta miraba un poco por encima del hombro a su mujer porque antes de casarse no había vivido más que en una familia de granjeros. Pero la quería como era debido. Bajo ellos había una criada que hacía todo el trabajo duro; se llamaba Inés. Y ella y yo, Santiago y Dorotea, la señorita Furnivall y la señora Stark constituíamos toda la familia... ¡sin olvidar nunca a mi dulce señorita Rosamunda!
Me preguntaba muchas veces que harían antes de que la niña llegara allí, tanto se preocupaban ahora de ella. En la cocina o en la sala, era igual. La severa señorita Furnivall y la fría señora Stark parecían complacidas cuando ella aparecía, revoloteando como un pájaro, jugando y enredando de acá para allá, con un murmullo continuo y un lindo y alegre parloteo. Estoy segura de que muchas veces, cuando se marchaba a la cocina, se sentían contrariadas, pero eran demasiado orgullosas para pedirle que se quedase con ellas, y les resultaba un poco chocante aquel gusto de la niña; aunque a decir verdad, opinaba la señora Stark, no era de maravillar recordando de qué gente venía el padre de la pequeña. Aquella enorme y vieja casa era un gran lugar de exploración para la pequeña señorita Rosamunda. Hacía expediciones por todas partes, llevándome a sus talones; por todas, excepto el ala de mediodía, que nunca estaba abierta y el ir a la cual no se nos pasaba por la imaginación. Pero en las zonas norte y poniente había muchos aposentos agradables, llenos de cosas extraordinarias para nosotras, aunque no lo resultasen a las gentes que hubieran visto más. Las ventanas estaban ensombrecidas por las ramas de los árboles que las rozaban y por la hiedra que las había cubierto, pero en la verde oscuridad podíamos distinguir antiguos jarrones de porcelana, cajas de marfil tallado, grandes y pesados libros y, ¡sobre todo, los antiguos retratos! Me acuerdo que una vez mi niña quiso que Dorotea fuera con nosotras a decirnos quiénes eran todos, pues todos eran retratos de personas de la familia de milord, aunque Dorotea no podía decirnos sus nombres.
Habíamos recorrido casi todas las habitaciones cuando llegamos a un antiguo salón situado sobre el vestíbulo en el que había un retrato de la señorita Furnivall o, como por entonces la llamaban, la señorita Gracia, pues era la hermana menor. ¡Debió ser una belleza!, pero tenía una mirada tan rígida y orgullosa y tal desprecio pintado en los ojos, con las cejas un poco levantadas, que parecía como si preguntara quién cometería la impertinencia de atreverte a mirarla, y fruncía los labios cuando la contemplábamos. Llevaba un truje enteramente nuevo para mí, pues era según la moda de cuando ella era joven: un sombrero blanco y suave, como de fieltro, un poco inclinado sobre las sienes, con un hermoso penacho de plumas a un lado, y un traje de ruso azul que se abría por delante sobre mi pechero blanco.
—¡Vaya! —dije luego de mirarla hasta hurtarme—. No hay nada como la juventud, según dicen, pero ¿quién que la viera ahora pensaría que la señorita Furnivall ha sido una belleza tan declarada?
—Sí —dijo Dorotea—. Las personas cambian tristemente. Pero si es verdad lo que el padre de mi señora solía decirnos, la señorita Furnivall, la hermana mayor, era más hermosa que la señorita Gracia. Su retrato está por ahí, en alguna parte, pero si te lo enseño no has de decírselo nunca a nadie, ni siquiera a Santiago. ¿Crees que la señorita sabrá callarse?
Yo no estaba muy segura de ello, tratándose de una niña tan dulce, decidida y franca, así que la hice esconderse y luego ayudé u Dorotea a dar la vuelta a un gran cuadro que estaba de cara a la pared, y no colgado como ¡os otros. A decir verdad, ganaba en belleza a la señorita Gracia, y me pareció que la ganaba también en altivo orgullo, aunque en este punto resultaría difícil decidirse. Hubiera estado contemplándola durante una hora, pero Dorotea parecía medio asustada por haberme enseñado el retrato y volvió a darle la vuelta apresuradamente, y me hizo ir corriendo en busca de la señorita Rosamunda, pues había en la casa algunos sitios desagradables a los que no quería que fuese la niña. Yo era una muchacha valiente y animosa y me importaba poco lo que la vieja decía, pues me gustaba jugar al escondite tanto como a cualquier niño de la parroquia; corrí, pues, en busca de mi pequeña.
Al acercarse el invierno y acortarse los días me parecía oír cierto ruido, como si alguien tocara el órgano en el vestíbulo. No lo oía todas las tardes, pero desde luego sonaba muy a menudo mientras yo estaba con la señorita Rosamunda, quieta y silenciosa en su dormitorio después de haberla acostado. Luego solía oírlo a lo lejos, rugiendo y aumentando. La primera noche, cuando bajé a cenar, pregunté a Dorotea quién había estado tocando, y Santiago dijo brevemente que yo era una tonta tomando por música el viento que suspiraba entre los árboles; pero vi que Dorotea le miraba muy asustada y que Bessy, la pincha, decía algo para sus adentros y se ponía muy pálida. Me di cuenta de que no les había gustado mi pregunta, así que me callé esperando coger sola a Dorotea, que era cuando sabía que podía sonsacarle.
Así que al día siguiente estuve al cuidado e insistí para que me dijera quién tocaba el órgano, pues sabía muy bien que era el órgano y no el viento, aunque me había callado en presencia de Santiago; pero aseguraría que Dorotea estaba aleccionada, y no pude sacarle ni una palabra. Entonces probé con Bessy, aunque siempre me había considerado por encima de ella, pues yo era una igual de Santiago y Dorotea y ella poco más que su criada. Así que me dijo que no debía decirlo nunca, y que si lo decía no tenía que declarar nunca que había sido ella quien me lo había comunicado, pero que era un ruido muy extraño y que ella lo había oído muchas veces, aunque casi todas en noches invernales y antes de haber tormenta, y que decían las gentes que se trataba del viejo lord que tocaba el gran órgano del vestíbulo, como solía hacer en vida. Pero quién fuese el viejo lord o qué tocaba, o por qué lo tocaba precisamente en víspera de tormenta invernal, no pudo o no quiso decírmelo.
¡Bien! Como ya os he dicho, yo tenía un corazón animoso y me pareció que resultaba muy agradable oír resonar por la casa aquella música, la tocase quien la tocase; pues tan pronto se elevaba sobre las fuertes ráfagas de viento, lamentándose o triunfal, exactamente igual que un ser viviente, como caía en un silencio casi absoluto; sólo que se trataba siempre de música y melodías, así que era una tontería decir que era el viento. Al principio pensé que la que tocaba fuera tal vez la señorita Furnivall sin que lo supiese Bessy. Pero un día, estando yo misma en el vestíbulo, abrí el órgano y miré en su interior y todo alrededor, como hice una vez en el órgano de la iglesia de Crosthwaite, y vi que por dentro estaba todo roto y estropeado a pesar de tener un aspecto tan lucido y hermoso. Y entonces, aunque era de día, sentí cierto hormiguillo y lo cerré, echando a correr a toda prisa hacia mi alegre cuarto de niños; y durante algún tiempo después de esto no me gustó escuchar la música, ni más ni menos que como les pasaba a Santiago y Dorotea. Mientras tanto, la señorita Rosamunda se iba haciendo querer más y más. Las viejas señoras deseaban que cenara temprano con ellas; Santiago permanecía en pie detrás de la silla de la señorita Furnivall y yo detrás de la señorita Rosamunda, con toda etiqueta; y, después de cenar, la niña jugaba en un rincón de la gran sala, silenciosa como un ratón, mientras la señorita Furnivall se dormía y yo cenaba en la cocina. Pero se ponía muy contenta cuando volvía conmigo al cuarto de los niños, pues, según decía, la señorita Furnivall era tan triste y la señora Stark tan aburrida... Pero ella y yo éramos bien alegres y poco a poco me acostumbré a no preocuparme por aquella música sobrenatural que no hacía mal a nadie y que no sabíamos de dónde venía.
Aquel invierno fue muy frío. A mediados de octubre empezaron las heladas y duraron muchas, muchas semanas. Recuerdo que un día, durante la cena, la señorita Furnivall levantó sus tristes y cargados ojos y dijo a la señora Stark de una manera extrañamente significativa:
—Me temo que vamos a tener un invierno terrible.
Pero la señora Stark hizo como que no oía y se puso a hablar muy fuerte de otra cosa. A mi señorita y a mí no nos importaban las heladas, ¡nada de eso! Mientras el tiempo se mantuvo seco subíamos las pendientes que había detrás de la casa y recorríamos los Páramos, que eran muy yermos y pelados, corriendo bajo el aire fresco y cortante, y una vez bajamos por una nueva senda que nos llevó más allá de los dos viejos acebos nudosos que crecían a mitad de camino de la ciudad polla parte de saliente de la casa.
Pero los días se acortaban más y más y el viejo lord, si era él, tocaba el gran órgano cada vez más frenética y tristemente. Un domingo por la tarde (debió ser a fines de noviembre) pedí a Dorotea que se encargara del cuidado de la señorita cuando saliera de la sala después que la señorita Furnivall hubiera echado su sueñecito, pues hacía demasiado frío para llevarla conmigo a la iglesia y, sin embargo, no quería yo dejar de ir. Y Dorotea lo prometió con mucho gusto y quería tanto a la niña que todo parecía marchar bien, y Bessy y yo nos pusimos en camino muy aprisa, aunque el cielo se cernía opresivo y cargado sobre la blanca tierra, como si la noche no acabara de alejarse, y el aire, aunque sosegado, era muy cortante y afilado.
—Tendremos una nevada — me dijo Bessy.
Y efectivamente, aun estábamos en la iglesia cuando empezó a nevar espesamente, en grandes copos, tan espesamente, que casi se oscurecían las ventanas. Dejó de nevar antes de que saliéramos, pero la nieve se extendía, blanda, espesa y profunda bajo nuestros pies mientras nos encaminábamos a casa. Antes de entrar en el vestíbulo salió la luna y me parece que estaba entonces más claro (en parle por la luna y en parte por la blanca y deslumbradora nieve) que cuando partimos para la iglesia entre las dos y las tres. No os he dicho que la señorita Furnivall y la señora Stark no iban nunca a la iglesia; parecía como si el domingo se les hiciera muy largo, por no estar ocupadas con su tapiz. Así que cuando fui a la cocina a reunirme con Dorotea pensando recoger a la señorita Rosamunda y subirla conmigo, no me sorprendió que me dijera que las señoras habían retenido a la niña y que ésta no había ido a la cocina, como yo le tenía dicho que hiciera cuando se cansase de portarse bien en la sala. Así que me quité mis cosas y fui a buscarla para llevarla a cenar a su cuarto. Pero cuando llegué a la sala, allí estaban sentadas las dos señoras, muy calladas y quietas, diciendo una palabra de cuando en cuando, pero con el aspecto de que una cosa tan esplendorosa y alegre como la señorita Rosamunda no hubiera pasado nunca junto a ellas. Creí que estaría escondida (era uno de sus juegos) y que las habría convencido para que hicieran como que no sabían nada, así me dirigí paso a paso a mirar debajo de este sofá y detrás de aquella silla, haciendo como si me asustara mucho al no encontrarla.
—¿Qué pasa, Ester? —me dijo con aspereza la señora Stark.
No sé si la señorita Furnivall me habría visto, pues según os he dicho, estaba muy sorda, y se hallaba sentada inmóvil contemplando ociosamente el fuego con desesperanzado rostro.
—Estoy buscando a mi pequeñita Rosy Posy —contesté siguiendo en la idea de que la niña estaba allí y cerca de mí, aunque yo no la viera.
—La señorita Rosamunda no está aquí —dijo la señora Stark—. Se marchó, hace más de una hora, en busca de Dorotea.
Y también ella se dio la vuelta y se puso a mirar al fuego. El corazón me dio un salto al oír aquello y empecé a desear no haber abandonado nunca a mi cielito. Volví junto a Dorotea y se lo dije. Santiago había ido a pasar el día fuera, pero ella, Bessy y yo, cogimos luces y fuimos primero al cuarto de los niños, y luego recorrimos la inmensa casa, llamando y suplicando a la señorita Rosamunda que saliera de su escondite y no nos asustara mortalmente de aquel modo, pero no se oyó contestación alguna, no se oyó nada.
—¡Oh! —dije yo al fin—. ¿Se habrá ido al ala del mediodía y estará escondida allí?
Pero Dorotea aseguró que no era posible, que ni ella misma había estado allí nunca, que las puertas estaban siempre con cerrojo y que, según creía, el lacayo de milord tenía las llaves; que fuera lo que fuera, ni ella, ni Santiago las habían visto nunca. Así que yo dije que volvería a ver si después de lodo estaba escondida en la sala sin que las viejas señoras lo supiesen, y que si la encontraba allí le daría unos azotes por el susto que me había proporcionado; pero no pensaba hacerlo en absoluto. Bien; volví a la sala de poniente y dije a la señora Stark que no la encontrábamos por ninguna parte y le pedí que me dejara mirar allí, pues iba ya pensando que podía haberse quedado dormida en algún escondido rincón caliente. ¡Pero nada!
Miramos (y la señorita Furnivall se levantó y se puso a buscar, temblando toda), y no apareció en ningún sitio. Luego salimos otra vez todos los de la casa y miramos en todos los sitios en que habíamos buscado untes, pero no la encontramos. La señorita Furnivall tiritaba y temblaba de tal modo, que la señora Stark la volvió a llevar a la sala; pero no sin haberme hecho prometer que le llevaría a la niña cuando la encontráramos. ¡Ay de mí! Empezaba a pensar que no la encontraríamos nunca, cuando se me ocurrió mirar en el gran patio delantero, que estaba enteramente cubierto de nieve. Me asomé desde el piso de arriba, pero hacía una noche de luna tan clara, que pude ver, bien distintamente, dos pequeñas huellas de pisadas que se seguían desde la puerta del vestíbulo hasta dar la vuelta a la esquina del ala oriental.
No sé ni cómo bajé, pero abrí a empujones la grande y pesada puerta y, cubriéndome la cabeza con la falda del traje, eché a correr. Di la vuelta a la esquina de mediodía, y al llegar allí, una gran sombra caía sobre la nieve; pero cuando salí otra vez a la luz de la luna, volví a ver las pequeñas huellas que subían, subían a los Páramos. Hacía un frío terrible, tan terrible, que el aire casi me despellejaba la cara según iba corriendo; pero yo corría pensando lo acabada y amedrentada que estaría mi pobre cielito. Ya distinguía los acebos, cuando vi a un pastor que descendía de la colina, llevando algo en los brazos. Me dio voces, preguntándome si había perdido una niña, y mientras el llanto me impedía hablar, pude ver a mi niñita chiquita que yacía en sus brazos, inmóvil, blanca y rígida, como si estuviera muerta. Me dijo que había subido a los Páramos para recoger sus ovejas antes de que llegara el gran frío nocturno, y que bajo los acebos (negras marcas en la ladera, desprovista de todo matojo en varias millas a la redonda), había encontrado a mi señorita, mi corderino, rígida y fría en el terrible sueño producido por la helada. ¡Ah, la alegría y las lágrimas de tenerla en mis brazos de nuevo! Pues no le dejé que la llevara, sino que la cogí en mis propios brazos, sosteniéndola junto al calor de mi pecho y mi cuello, y sentí que la vida volvía lentamente a sus dulces miembrecitos. Pero aún estaba insensible cuando llegué al vestíbulo y yo me hallaba sin alientos para hablar. Entramos por la puerta de la cocina.
—Traed el calentador —dije.
Y subí con ella y empecé a desnudarla en el cuarto de los niños, junto al fuego que Bessy había mantenido encendido. Llamé a mi corderillo con todos los nombres cariñosos y juguetones que se me ocurrieron,, todavía con los ojos llenos de lágrimas. Y al fin, ¡oh, al fin!, abrió sus grandes ojos azules. Entonces la metí en su cama calentita y envié a Dorotea a decir a la señorita Furnivall que todo marchaba bien, decidida a permanecer toda la noche junto a la cama de mi corazoncito. En cuanto su preciosa cabeza tocó la almohada, cayó en un sueño apacible y yo estuve velándola hasta que se hizo de día, y entonces se despertó resplandeciente y despejada, según creí entonces... y, queridos míos, según creo ahora. Dijo que había pensado que le apetecía irse con Dorotea, pues las dos señoras se habían dormido y se estaba muy aburrida en la sala, y que cuando pasaba por el pequeño vestíbulo de poniente, vio cómo caía la nieve a través de la alta ventana, cómo caía blandamente y sin interrupción, pero que queriendo ver lo bonita y blanca que estaría en el suelo, se dirigió al gran vestíbulo y allí, acercándose a la ventana, pudo contemplarla sobre el paseo, suave y brillante, y que estando en esto, vio una niña más pequeña que ella, «¡pero tan linda!», decía mi cielito, «y aquella niña me hizo señas para que saliera, y ¡oh!, era tan linda y tan dulce que no me quedaba más remedio que ir. Y que luego aquella otra niña la había cogido de la mano y, una junto a otra, habían dado la vuelta a la esquina de mediodía.
—Bueno, eres una niña mala que está contando cuentos —dije—. ¿Qué diría tu buena mamá, que está en el cielo y no dijo una mentira en su vida, qué diría a su pequeña Rosamunda si la oyera, ¡y de seguro que la oye!, contar cuentos?
—Pero Ester —sollozó mi niña—, ¡te digo la verdad! ¡De verdad que sí!
—¡No me digas! —contesté muy enfadada—. He seguido tus huellas en la nieve y no se veían más que las tuyas, y si hubiera habido una niña que hubiera subido la colina de tu mano, ¿no crees que sus pisadas estarían con las tuyas?
—Yo no tengo la culpa de que no estén querida Ester —dijo ella llorando—. Nunca miré a sus pies; pero ella sostenía mi mano en su manita, fuerte y apretada, y hacía mucho, mucho frío. Me llevó hacia arriba, por el camino de los Páramos, hasta los acebos, y allí encontré a una señora llorando y lamentándose, pero cuando me vio dejó de llorar y sonrió con mucho orgullo y majestad y me puso sobre sus rodillas y empezó a arrullarme para que me durmiera. Y esto es todo, Ester, pero es verdad ¡y mi querida mamá lo sabe! —añadió llorando.
Así que pensé que la niña tendría fiebre e hice como que la creía y ella volvió a repetir su historia una y otra vez, y siempre igual. Finalmente, Dorotea llamó a la puerta con el desayuno de la señorita Rosamunda, y me dijo que las viejas señoras estaban abajo, en el comedor, y que querían hablarme. Ambas habían estado en el dormitorio de la niña la noche anterior, pero cuando la señorita Rosamunda estaba ya dormida, así que no habían hecho más que mirarla sin preguntarme nada.
—Me espera una reprimenda —pensé mientras recorría la galería del Norte—. Y, sin embargo —me dije envalentonándome—, la dejé a su cuidado y son ellas las que merecen que se les reproche por haberla dejado escabullirse desapercibida y sin vigilancia.
Así que llegué valientemente y conté mi historia. Se la conté toda a la señorita Furnivall, gritándosela al oído; pero cuando hablé de la otra niña que había en la nieve y que engatusó a la nuestra para llevarla junto a la majestuosa y bella señora que estaba bajo el acebo, levantó los brazos, sus viejos y pálidos brazos, y gritó en voz alta:
—¡Perdonad, cielos! ¡Tened misericordia!
La señora Stark la cogió (me pareció que con bastante rudeza), pero ella se desasió y se dirigió a mí con una autoridad frenética y amonestadora:
—¡Ester, apártala de esa niña! ¡La llevará a la muerte! ¡Malvada niña! Dile que es una niña mala y perversa.
Luego la señora Stark me sacó apresuradamente de la habitación, de la que verdaderamente salí con mucho gusto. Pero la señorita Furnivall seguía gritando:
—¡Misericordia! ¿No perdonarás nunca? ¡Hace muchos años!
Después de aquello me sentía muy a disgusto. No me atrevía a dejar nunca a la señorita Rosamunda, ni de noche ni de día, temiendo que volviera a encaparse Iras alguna visión, y con más motivo porque me pareció haber descubierto que la señorita Furnivall estaba loca y temía que algo parecido (que podía ser cosa de familia) pudiera suceder a mi cielito. Y mientras tanto, el frío no amainaba y cada vez que la noche era desusadamente tormentosa, entre las ráfagas y a través del viento oíamos al viejo lord que tocaba el órgano. Pero viejo lord o no, donde iba la señorita Rosamunda, iba yo detrás, pues mi cariño por ella, preciosa huérfana sin amparo, era más fuerte que el miedo que me inspiraba el imponente y terrible sonido. Además a mí me tocaba procurar que ella estuviera alegre y contenta, como correspondía a su edad, así que jugábamos juntas y juntas vagábamos de acá para allá y por todas partes, no atreviéndome a perderla de vista en aquella casa enorme.
Y sucedió que una tarde, poco antes de Navidad, jugábamos juntas en la mesa de billar del gran vestíbulo (no porque supiéramos jugar, sino porque a ella le gustaba echar a rodar las pulidas bolas de marfil con sus lindas manos y a mi me gustaba hacer lo que hacía ella) y pronto, sin que nos diéramos cuenta, nos quedamos a oscuras dentro de casa, aunque todavía había claridad en el exterior, y estaba yo pensando en llevármela a su cuarto cuando de repente gritó:
—¡Mira, Ester, mira! Ahí fuera, sobre la nieve, está mi pobre niñita.
Me volví hacia las altas y estrechas ventanas y allí, con toda certeza, vi una niña más pequeña que la señorita Rosamunda, vestida de la manera menos a propósito para estar a la intemperie en una noche tan cruda, llorando y golpeando los cristales de la ventana, como si quisiera que la abrieran. Parecía gemir y lamentarse y cuando la señorita Rosamunda, no pudiendo resistir más, se precipitó sobre la puerta para abrirla, he aquí que, de repente, justo encima de nosotras, sonó el órgano con un estruendo tan fuerte y atronador, que me hizo temblar toda; y más aún cuando me di cuenta de que, incluso en el silencio de aquel frío invierno, no había oído ruido alguno de manos que golpeasen los cristales de la ventana, a pesar de que la niña-fantasma parecía hacerlo con todas sus fuerzas, y que aunque la había visto llorar y quejarse, ni el más ligero sonido había llegado a mis oídos.
Si en aquel preciso momento me di cuenta de todo aquello no lo sé —el sonido del gran órgano me tenía aturdida de terror—, pero lo que sí sé es que cogí a la señorita Rosamunda antes de que abriera la puerta del vestíbulo y, sujetándola fuertemente, me la llevé pataleando y chillando a la cocina grande y clara, donde Dorotea e Inés cataban ocupadas haciendo pasteles rellenos.
—¿Qué tiene mi vidita? —exclamó Dorotea cuando entré llevando a la señorita Rosamunda, que gemía como si el corazón fuera a rompérsele.
—No me ha querido dejar abrir la puerta para que entrase la niñita, y se morirá si está fuera, en los Páramos, toda la noche. ¡Eres mala y cruel, Ester! —dijo pegándome.
Pero podía haber pegado más fuerte, porque yo había sorprendido en los ojos de Dorotea una mirada de terror sobrenatural, que me heló la sangre.
—¡Cierra inmediatamente la puerta trasera de la cocina y echa bien el cerrojo! — dijo a Inés.
No dijo más. Me dio pasas y almendras para calmar a la señorita Rosamunda, pero ella seguía llorando, pensando en la niña que estaba en la nieve, y no quiso tocar ninguna de aquellas buenas cosas. Me alegré cuando se quedó dormida en la cama, a fuerza de llorar. Luego me escabullí a la cocina y comuniqué a Dorotea que había tomado una decisión: me llevaría a mi cielito a casa de mi padre a Applethwaite, donde, aunque humildemente, vivíamos en paz. Dije que ya había pasado bastante miedo con el ruido del órgano del viejo lord, pero que después de haber visto con mis propios ojos a aquella niñita que se quejaba, vestida como no podía estarlo ninguna niña de la vecindad, dando golpes para que la abrieran y sin que pudiera oírse el menor ruido, con una oscura herida en el hombro derecho, y de que la señorita Rosamunda había vuelto a tener noticias del fantasma que casi la había arrastrado a la muerte (cosa que Dorotea sabía que era verdad), no aguantaría más.
Vi que Dorotea cambiaba de color una o dos veces. Cuando acabé, me dijo que no creía que pudiera llevarme conmigo a la señorita Rosamunda, pues era pupila de milord y yo no tenía derechos sobre ella, y me preguntó si iba a abandonar a la niña que tanto quería sólo por unos ruidos y apariciones que no podían hacerme daño y a los que todos habían ido acostumbrándose. Yo estaba emberrenchinada y trémula y contesté que ella podía decir todo aquello porque sabía qué significaban todas aquellas apariciones y ruidos, y tal vez había tenido algo que ver con la niña-espectro mientras vivió. Y tanto la llené de improperios, que acabó contándomelo todo. Y entonces deseé que no lo hubiera hecho, pues sólo sirvió para dejarme más atemorizada que nunca. Dijo que había oído contar aquella historia a varios vecinos viejos que vivían cuando ella se casó, cuando las gentes iban algunas veces al vestíbulo, antes de que adquiriera tan mala fama en el país, y que podía o no podía ser verdad lo que la habían contado.
El viejo lord fue el padre de la señorita Furnivall —la señorita Gracia, la llamaba Dorotea—, pues la mayor era la señorita Maude y señorita Furnivall por derecho. El viejo lord rebosaba orgullo, jamás se había visto un hombre tan orgulloso. Y sus hijas se le parecían. No había hombre digno de casarse con ellas, y eso que tenían dónde escoger, pues en su tiempo fueron notables bellezas, según podía verse por sus retratos mientras estuvieron colgados en la sala. Pero como dice el antiguo proverbio, «Dios abate al orgulloso», y aquellas dos bellezas altaneras se enamoraron del mismo hombre, y él no era más que un músico extranjero que su padre había traído de Londres para que tocase en la casa solariega. Pues sobre todas las cosas, después de su orgullo, lo que más amaba el viejo lord era la música. Sabía tocar casi todos los instrumentos conocidos y, aunque parezca extraño, esto no le suavizaba el carácter, sino que era un viejo cruel y duro, que, según decían, había destrozado el corazón de su pobre esposa. La música le volvía loco y daba por ella lo que le pidieran. Y así fue como hizo venir a aquel extranjero cuya música era tan bella que, según decían, hasta los pájaros suspendían sus cantos en los árboles para escucharle. Y poco a poco aquel músico extranjero alcanzó tal ascendiente sobre el viejo lord, que éste llegó a no poder prescindir de que le visitara todos los años, y fue él quien hizo traer de Holanda el gran órgano y colocarlo en el vestíbulo, donde ahora está. Enseñó al viejo lord a tocarlo; pero muchas, muchísimas veces, mientras lord Furnivall no pensaba más que en su maravilloso órgano y en su aún más maravillosa música, el moreno extranjero paseaba por los bosques con una de las jóvenes: unas veces con la señorita Maude, otras con la señorita Gracia.
Venció la señorita Maude y se llevó el premio; y él y ella se casaron en secreto y antes de que él repitiera su visita anual, ella había dado a luz una niña en una granja de los Páramos, mientras su padre y la señorita Gracia la creían en las carreras de Doncaster. Pero, aunque esposa y madre, no se dulcificó lo más mínimo, sino que siguió tan altiva y violenta como siempre; o tal vez más, pues tenía celos de la señorita Gracia, a la que su extranjero esposo hacía la corte... para cegarla, según decía él a su esposa.
Pero la señorita Gracia triunfó sobre la señorita Maude, y la señorita Maude se volvió cada vez más áspera, tanto para con su esposo como para con su hermana, y el primero, que podía sacudirse fácilmente de lo que le desagradaba e irse a ocultar al extranjero, se marchó aquel verano un mes antes de lo acostumbrado y medio amenazó con que no volvería más. Mientras tanto, la niña quedó en la granja y su madre acostumbraba a hacerse ensillar el caballo y galopar desesperadamente sobre las colinas para verla, al menos una vez por semana, pues cuando quería, quería, y cuando odiaba, odiaba. Y el viejo lord seguía tocando y tocando el órgano y los criados creían que la dulce música que tocaba había amansado su terrible carácter, del cual (decía Dorotea) se podían contar historias terribles. Además se puso achacoso y tuvo que usar una muleta. Y su hijo, es decir, el padre del actual lord Furnivall, estaba en América sirviendo en el ejército, y el otro hijo estaba en el mar, así que la señorita Maude podía hacer lo que quería, y ella y la señorita Gracia eran cada vez más frías y más hostiles una para la otra, hasta que acabaron por no hablarse más que cuando el viejo estaba presente. El músico extranjero volvió al verano siguiente, pero fue por última vez, pues tal vida le hicieron llevar con sus celos y pasiones que se cansó y se marchó y no volvió a saberse de él. Y la señorita Maude, que siempre había tenido intención de dar a conocer su matrimonio a la muerte de su padre, quedó entonces abandonada, sin que nadie supiera que se había casado, con una hija que no se atrevía a reconocer, aunque la amaba con locura, y viviendo con un padre que temía y una hermana que odiaba.
Cuando pasó el verano siguiente y el moreno extranjero no se presentó, tanto la señorita Maude como la señorita Gracia se pusieron sombrías y tristes; estaban ojerosas, pero más hermosas que nunca. Luego, poco a poco, la señorita Maude fue alegrándose, pues su padre estaba cada vez más achacoso y más ensimismado en su música, y ella y la señorita Gracia vivían casi aparte, en habitaciones separadas, una en la parte de poniente y otra, la señorita Maude, en la de mediodía, precisamente en las habitaciones que ahora están cerradas. Así que pensó que podía tener a su hija consigo y que nadie necesitaba saberlo más que aquellos que no se atreverían a hablar de ello y se verían obligados a creer que se trataba, como ella decía, de una niña de un campesino a la que había tomado afición.
Todo esto, decía Dorotea, se sabía muy bien. Pero lo que pasó después nadie lo sabía, excepto la señorita Gracia y la señora Stark, que era entonces su doncella y mucho más amiga suya que su hermana lo había sido nunca. Pero los criados suponían, por palabras sueltas, que la señorita Maude había derrotado a la señorita Gracia diciéndole que, mientras el moreno extranjero se había estado burlando de ella fingiendo amarla, había sido su propio esposo. A partir de aquel día, el color se retiró para siempre de las mejillas y los labios de la señorita Gracia y se le oyó decir muchas veces que, tarde o temprano, le llegaría la venganza. Y la señora Stark estaba siempre espiando las habitaciones del mediodía. Una noche pavorosa, justamente pasado Año Nuevo, mientras la nieve se extendía en una capa espesa y profunda y los copos seguían cayendo como para cegar a cualquiera que estuviera fuera de casa, se oyó un ruido grande y violento y, sobre él, la voz del viejo lord que maldecía y juraba de una manera espantosa, y el llanto de una niña, y el orgulloso reto de una mujer furiosa, y el ruido de un golpe, y un silencio de muerte, y gemidos y lamentos que morían en la ladera de la colina.
Luego, el viejo lord reunió a todos sus criados y les dijo, con terribles juramentos, que su hija se había deshonrado y que la había echado de casa y que así no entraran nunca en el cielo si le facilitaban ayuda o comida o abrigo. Y mientras tanto la señorita Gracia estuvo en pie a su lado, pálida y silenciosa como el mármol; y cuando él acabó, exhaló un gran suspiro, como significando que había dado cima a su obra y alcanzado su fin. Pero el viejo lord no volvió a tocar el órgano y murió en aquel año; ¡y no es de maravillar!, pues en la mañana que siguió a aquella noche feroz y espantosa, los pastores, al bajar la ladera de los Páramos, encontraron a la señorita Maude, perdida la razón y sonriendo, sentada bajo los acebos, acariciando a una niña muerta que tenía en el hombro derecho una señal terrible.
—Pero no fue el golpe lo que la mató —dijo Dorotea—. Fueron la helada y el frío. ¡Todos los animales del monte estaban en su agujero y todas las bestias en su aprisco, mientras la niña y su madre fueron arrojadas a vagar por los Páramos! ¡Y ya lo sabes todo! —y me preguntó si tenía menos miedo ahora.
Tenía más miedo que nunca, pero dije que no. Deseé hallarme con la señorita Rosamunda lejos para siempre de aquella horrible casa, pero ni quería dejarla ni me atrevía a llevármela, ahora que ¡cómo la cuidaba y vigilaba! Echábamos los cerrojos a las puertas y cerrábamos las contraventanas una hora o más antes de oscurecer, prefiriéndolo a dejarlas abiertas cinco minutos demasiado tarde. Pero mi señorita seguía oyendo llorar y lamentarse a la niña sobrenatural, y por más que hacíamos y le decíamos, no podíamos hacerla desistir en su deseo de abrir para protegerla contra el cruel viento y contra la nieve. Mientras tanto, me mantenía todo lo alejada que podía de la señorita Furnivall y la señora Stark, pues les tenía miedo... sabía que no podían tener nada bueno, con aquellos rostros macilentos y severos y aquellos ojos desvariados que miraban hacia los horribles años pasados. Pero incluso en mi miedo, sentía una especie de compasión, al menos por la señorita Furnivall. Los que se han hundido en el abismo no pueden tener una mirada más desesperada que la que se veía siempre en sus ojos. Finalmente, hasta llegué a apiadarme tanto de aquella mujer (que nunca pronunciaba una palabra más que cuando se veía obligada a hacerlo), que rezaba por ella, y enseñé a la señorita Rosamunda a pedir por una persona que había cometido un pecado mortal. Pero a menudo, al llegar a estas palabras, la niña, que estaba de rodillas, se quedaba escuchando y se levantaba diciendo:
—Oigo a mi niñita que llora y se lamenta muy tristemente. ¡Ay!, ¡ábrela o morirá!
Una noche, justamente pasado, por fin, Año Nuevo, oí tocar tres veces la campana de la sala, que era la señal convenida para llamarme. No quería dejar sola a la señorita Rosamunda, que estaba dormida, pues el viejo lord había estado tocando con más frenesí que nunca y temía que mi cielito se despertara oyendo a la niña espectro; en cuanto a verla, sabía que no podría, pues había cerrado muy bien las ventanas para ello. Así que la saqué de la cama, envolviéndola en las ropas que encontré más a mano, y me la llevé a la sala, donde las viejas señoras estaban sentadas trabajando en su tapiz, como de costumbre. Cuando llegué levantaron los ojos y la señora Stark preguntó, completamente asombrada, por qué había llevado allí a la señorita Rosamunda, sacándola de su cama caliente. Yo había empezado a musitar:
—Porque tenía miedo de que, en mi ausencia, fuera arrastrada por la niña salvaje de la nieve...
Cuando me detuvo (con una mirada a la señorita Furnivall) y dijo que la señorita Furnivall quería que deshiciera unas puntadas que habían hecho mal y que ellas no veían a deshacer. Así que dejé a mi precioso cielito en el sofá y me senté en un taburete al lado de las señoras, con el corazón hostil hacia ellas, mientras oía al viento que rugía y bramaba. La señorita Rosamunda dormía profundamente, a pesar de lo que soplaba el viento, y la señorita Furnivall no decía ni una palabra, ni miraba a su alrededor cuando las ráfagas sacudían las ventanas. De repente se puso de pie y levantó una mano, como indicándonos que escuchásemos.
—¡Oigo voces! —dijo—. ¡Oigo terribles gritos! ¡Oigo la voz de mi padre!
Justamente en aquel momento, mi cielito se despertó sobresaltada:
—¡Mi niñita está llorando! ¡Oh, cómo llora! —e intentó levantarse para reunirse con ella. Pero los pies se le engancharon en la manta y yo la detuve, porque se me abrían las carnes ante estos sonidos que ellas podían oír y nosotras no. Al cabo de uno o dos minutos, los ruidos se acercaron y se agruparon y llegaron a nuestros oídos: también nosotras distinguimos voces y gritos y dejamos de oír el viento invernal que bramaba afuera.
La señora Stark me miró y yo la miré a ella, pero no nos atrevimos a pronunciar palabra. De repente, la señorita Furnivall se dirigió a la puerta y atravesando el pequeño vestíbulo de poniente, abrió la puerta del gran vestíbulo. La señora Stark la siguió y yo no me atreví a quedarme atrás, aunque tenía el corazón casi paralizado de miedo. Cogí estrechamente a mi cielito en los brazos y las seguí. En el vestíbulo, los gritos eran más fuertes que nunca; parecían venir del ala de mediodía... cada vez más cerca... más cerca, al otro lado de las puertas cerradas... justo tras ellas. Luego me di cuenta de que la gran lámpara de bronce estaba toda encendida, aunque el vestíbulo permanecía oscuro, y que un fuego ardía en la gran chimenea, aunque no desprendía calor. Y me estremecí de terror y apreté más a mi cielito junto a mí. Pero al hacerlo, la puerta de mediodía se estremeció, y ella gritó fíe repente, luchando para desembarazarse de mí:
—¡Ester, tengo que ir! ¡Mi niñita está ahí!, ¡la oigo!, ¡viene! ¡Ester, tengo que ir!
La sostuve con todas mis fuerzas, la sostuve con voluntad resuelta. Aunque hubiera muerto, mis manos no la hubieran soltado, tan decidida estaba a sujetarla. La señorita Furnivall se mantenía en pie escuchando y sin hacer caso de mi cielito, que estaba en el suelo, y que yo sujetaba, puesta de rodillas, rodeándole el cuello con ambos brazos, mientras ella seguía forcejeando y llorando por desasirse. De repente, la puerta del mediodía se abrió con estrépito, como si la empujaran violentamente, y en aquella luz clara y misteriosa se destacó la figura de un hombre viejo y alto, de cabello gris y ojos relampagueantes. Empujaba ante sí, con implacables gestos de odio, a una mujer hermosa y altanera que llevaba a una niña que se pegaba a su traje.
—¡Oh Ester, Ester! —exclamó la señorita Rosamunda—. ¡Es la señora! ¡La señora de debajo de los acebos! y mi niñita está con ella. ¡Tiran de mí hacia ellas!... lo noto... ¡debo ir!
De nuevo casi se crispó en sus esfuerzos para soltarse, pero yo la sostenía más y más fuerte, hasta que temí hacerle daño, prefiriéndolo a dejarla correr hacia aquellos terribles fantasmas. Éstos se dirigieron a la puerta del gran vestíbulo, donde el viento aullaba reclamando su presa, pero antes de llegar a ella, la señora se volvió y pude ver que desafiaba al anciano con un reto fiero y orgulloso; y luego se acobardó, y levantó los brazos desesperada y lastimosamente para proteger a su hija —su hijita— del golpe de la muleta que él había levantado.
Y la señorita Rosamunda, como herida por una fuerza mayor que la mía, se retorció en mis brazos y sollozó (pues ya entonces mi pobre cielito iba desfalleciendo).
—¡Quieren que vaya con ellas a los Páramos! ¡Me arrastran hacia ellas! ¡Oh, niñita mía! ¡Iría, pero la cruel, la mala de Ester me tiene agarrada muy fuerte!
Pero cuando vio la muleta levantada se desmayó, y yo di gracias a Dios por ello. En aquel preciso momento, cuando el viejo alto, con el cabello flameante como la ráfaga de un horno, iba a pegar a la niña que temblaba, la señorita Furnivall, la mujer vieja que estaba a mi lado, gritó:
—¡Oh padre, padre! ¡Perdona a la niñita inocente!
Pero justamente entonces, vi —vimos todas— cómo tomaba forma otro fantasma, destacándose en la luz azulada y brumosa que llenaba el vestíbulo. No la habíamos visto hasta entonces, y era otra dama, que estaba de pie junto al viejo, con una mirada de odio inexorable y de triunfante desprecio. Aquella figura era muy agradable de mirar, con su sombrero blanco inclinado sobre las orgullosas sienes y sus labios rojos y fruncidos. Iba vestida con un traje de raso azul. Yo la había visto antes. Era el retrato de la señorita Furnivall en su juventud.
Y los terribles fantasmas avanzaron, sin hacer caso de la desesperada súplica de la señorita Furnivall, la vieja... y la levantada muleta cayó sobre el hombro derecho de la niña, mientras la hermana menor miraba, sin inmutarse y mortalmente serena.
Pero en aquel momento desaparecieron las oscuras luces y el fuego que no daba calor, y he aquí que la señorita Furnivall yacía a nuestros pies, herida de muerte.
¡Sí! Aquella noche fue llevada a su cama para no levantarse más. Yacía con el rostro hacia la pared, musitando por lo bajo, pero musitando siempre:
—¡Ay!, ¡ay! ¡Lo que se hace en la juventud, no puede deshacerse en la vejez! ¡Lo que se hace en la juventud, no puede deshacerse en la vejez!"
Elizabeth Gaskell
" Ven, cierra la puerta, siéntate junto al fuego de la chimenea, que la noche es fría, y seguro que estás cansado; acomódate y disfruta de una de tantas historias, que como cada noche vas a poder escuchar aquí..."
El Recolector de Historias

miércoles, 8 de julio de 2015
martes, 7 de julio de 2015
"Pensamientos a medianoche"
"Mientras la Noche en la sombra solemne invierte los polos,
Y la reflexión pausada suaviza el alma pensativa;
Mientras la Razón imperturbable afirma su balanceo,
Y los colores engañosos de la vida se desvanecen:
Hacia tí, presencia omnisciente,
Dedico este pensamiento moderado,
Aquí recluyo mis mejores facultades,
Y me vuelvo tuya en esta hora de sagrado silencio.
Si las ilusorias escenas del día me engañan,
Y mi alma errante se aparta del sendero:
Si por engaño o deseo, ilusa, ante la pasión cedo,
Si yerro encantada por un vértigo impostor,
Mis pensamientos más tranquilos te reclaman,
Y toda mi esperanza se disuelve en tu amor".
Elizabeth Carter
Y la reflexión pausada suaviza el alma pensativa;
Mientras la Razón imperturbable afirma su balanceo,
Y los colores engañosos de la vida se desvanecen:
Hacia tí, presencia omnisciente,
Dedico este pensamiento moderado,
Aquí recluyo mis mejores facultades,
Y me vuelvo tuya en esta hora de sagrado silencio.
Si las ilusorias escenas del día me engañan,
Y mi alma errante se aparta del sendero:
Si por engaño o deseo, ilusa, ante la pasión cedo,
Si yerro encantada por un vértigo impostor,
Mis pensamientos más tranquilos te reclaman,
Y toda mi esperanza se disuelve en tu amor".
Elizabeth Carter
lunes, 6 de julio de 2015
"La Amante del Demonio"
"Hacia el ocaso del día que había pasado en Londres, la señora Drover se dirigió hacia su casa, que tenía cerrada, para recoger algunas cosas quedeseaba llevarse. Unas eran de su propiedad, otras de su familia, que ahora vivía en el campo. Era un día de finales de agosto, pesado y nuboso; en aquel momento, los árboles del paseo relucían iluminados por un amarillento sol de atardecer húmedo. Por entre las nubes bajas, cargadas de tormenta, asomaban retazos de chimeneas y parapetos. En su calle familiar reinaba una atmósfera irreal. Un gato jugueteaba por aquellos lugares, pero ninguna mirada humana observaba el regreso dela señora Drover. Colocándose algunos paquetes bajo el brazo, introdujo con lentitud la llave en una cerradura poco dispuesta a recibirla y, tras darle una vuelta, empujó la puerta con un golpe de rodilla. Un hálito muerto salió a su encuentro, mientras la mujer penetraba en el interior.La ventana de la escalera estaba cerrada, por lo que el vestíbulo se hallaba a oscuras. Pero una puerta permanecía entreabierta.
La señora Drover la cruzó y penetró en ella, abriendo la ventana. Era una mujer prosaica, pero entonces, al mirar a su alrededor, quedó más perpleja delo que estimaba ser capaz tras las huellas de su larga experiencia de la vida, viendo la mancha amarillenta sobre la repisa de mármol de la chimenea, el anillo olvidado dentro de un vaso encima del escritorio, la rasgadura en el papel que cubría la pared donde siempre golpeaba el pomo cada vez que la puerta se abría bruscamente. El piano, trasladado a un almacén, dejó unas señales parecidas a arañazos sobre el parquet. Aunque no había mucho polvo, cada objeto estaba cubierto por una ligera película. Y como que la única ventilación procedía de la chimenea, el salón entero había adquirido un olor peculiar. La señora Drover dejó sus paquetes encima del escritorio y salió de la habitación para dirigirse al piso alto. Los objetos que había ido a buscar se guardaban en un arcón del dormitorio. Estaba ansiosa por ver en qué estado se encontraba la casa, pues el portero que se cuidaba de ella, junto con otras de la vecindad, estaba de vacaciones, y sabía que ella no iba a volver. Aun en el mejor de los casos no vigilaría mucho, y la mujer no estaba muy segura de fiarse de él. Había algunas resquebrajaduras en las paredes, producidas por el último bombardeo, y deseaba echarles un vistazo, aunque no pudiera hacer nada.
Un rayo de luz se filtraba por una rendija y cruzaba el vestíbulo. Se detuvo sorprendida ante la mesa del vestíbulo: había una carta paraella. Pensó primero que el vigilante habría regresado. Pero aun así, ¿a quiénse le ocurriría echar una carta en el buzón, viendo que la casa estaba cerrada? No era un circular, ni una factura. Y en la oficina de Correos no enviaban al campo las cartas que se recibían destinadas a ella. El vigilante (aun cuando estuviera de regreso), no podía saber que ella pasaría en Londres aquel día —su visita tenía el propósito de la sorpresa—, por lo que su negligencia en lo referente a aquella carta, abandonada nada allí, en medio del polvo, la anonadaba. Sorprendida, tomó la carta, que no tenía sello. Tal vez no era importante, o si no... Tomó la carta y subió rápidamente escaleras arriba sin echarle siquiera una mirada, hasta que llegó a la que había sido su habitación, donde encendió la luz. Daba a los jardines, donde el sol se había ocultado. Las nubes se arremolinaban alrededor de los árboles y el césped, sumidos casi en la oscuridad. Su aversión a mirar otra vez la carta, nacía del hecho de quela atemorizaba el que alguien desdeñara sus costumbres. No obstante, en la tensión que precede a la lluvia, la leyó; contenía unas pocas líneas:
«Querida Kathleen:»No habrás olvidado que hoy es nuestro aniversario, y el día que acordamos. Los años han pasado lenta y rápidamente. En vista de que nada ha cambiado, tengo confianza en que habrás mantenido tu promesa. Me apenó el hecho de que dejaras Londres, pero me satisfacía saber que estarás de vuelta a tiempo. Debes esperarme, por tanto, a la hora convenida. Hasta entonces, "K."
La señora Drover miró la fecha: era de aquel día. Dejó la carta sobre la cama, y luego la volvió a coger para leerla nuevamente. Sus labios, bajolas huellas del lápiz labial, empezaron a ponerse blancos. Se dio cuenta del cambio que experimentaba su propio rostro, y acudió al espejo, le pasó la mano para quitarle el polvo que lo cubría, y se miró furtivamente. El espejo le devolvió la imagen de una mujer de cuarenta y cuatro años, de mirada sorprendida bajo el borde del sombrero caído hacia adelante. No se había empolvado desde que salió de la tienda donde tomó sola el té. Las perlas que su marido le regaló el día de su boda, colgaban alrededor de su flaco cuello, ocultándose dentro del escote en forma de V de su jersey de lana rosa, tejido por su hermana mientras todos se reunían alrededor del fuego.
La opresión normal de la señora Drover era de impaciencia controlada, pero de asentimiento. Desde el nacimiento del tercero de sus hijos, atacada por una enfermedad grave, tenía un tic muscular intermitente en la comisura izquierda de su boca, pero a pesar de ello, podía sostener una expresión que era, a la vez, enérgica y tranquila. Volviéndose de espaldas a su propia imagen, de un modo tan precipitado como el empleado para buscarla, se dirigió al arcón donde se hallaban sus cosas, abrió la cerradura, levantó la tapa y se puso de rodillas para revolverlo. Cuando empezó a descargar el aguacero, nopudo contener una fugaz mirada por encima de su hombro hacia lacama, donde estaba la carta. Tras la cortina de agua, la campana de la iglesia, que todavía se mantenía en pie, desgranó seis campanadas, mientras la mujer, con temor creciente, contaba cada uno de los lentos toques.
-La hora convenida... ¡Dios mío! —dijo para sí—. ¿Qué hora? ¿Cómo iba a pensar...? Después de veinticinco años...»
La jovencita que hablaba con el soldado en el jardín no había visto su rostro por entero. La oscuridad era absoluta, y ellos se despedían bajoun árbol. Ahora y entonces —le parecía como si al no verle en aquellos momentos intensos jamás le hubiera visto— se daba cuenta de su presencia, por los breves instantes en los que él le apretaba la mano con fuerza, contra los botones de su uniforme hasta hacerle daño. El corte del botón en la palma de su mano sería su único recuerdo. Estaba tan cerca el fin de su licencia, en que vino de Francia, que ella sólo deseaba que se hubiera ido. Fue en agosto de 1916. Kathleen se apartóun poco y miró intimidada a los ojos del soldado, creyendo ver resplandores espectrales en sus ojos. Volviéndose, y mirando por encima del césped, vio a través de las ramas de los árboles, la ventana del salón iluminada: contuvo el aliento, al pensar que podría volver corriendo a los brazos cariñosos de su madre y su hermana, y llorar.
-¿Qué será de mí? ¿Qué será de mí? Se ha marchado.
Dándose cuenta de que contenía el aliento, el soldado le dijo:
—¿Tienes frío?—Te marchas tan lejos...—No tan lejos como crees.—No te comprendo.—No tienes por qué hacerlo —dijo—. Ya comprenderás cuando sea el momento. Acuérdate de lo que convinimos.—Pero aquello fueron suposiciones.—Estaré contigo —insistió el soldado—. Más tarde o más temprano. No lo olvides. Lo único que tienes que hacer es esperar. Sólo un minuto más y sería libre de correr por el prado silencioso.
Mirando a través de la ventana a su madre y a su hermana, para las queera invisible, comprendió de repente que aquella extraña promesa la apartaba del resto de la especie humana. Ninguna otra cosa hubiera podido hacerla sentirse tan desamparada, tan perdida. No podía haber empeñado un pacto más siniestro. Kathleen lo resistió muy bien cuando algunos meses más tarde dieron por muerto a su prometido. Su familia no sólo la apoyó sino que incluso fue capaz de alabar su valor sin límites. No podían lamentar la pérdida de alguien de quien tan poco sabían. Esperaban que, al cabo de uno o dos años, ella misma se consolaría; si únicamente se hubiera tratado deconsuelo, las cosas habrían marchado mucho mejor. Pero no fue un simple disgusto; su pena era algo completamente anormal. No tuvo que rechazar a nuevos pretendientes, porque éstos no aparecieron. Durante años no tuvo ningún atractivo para los hombres hasta que, al aproximarse a la treintena, sus reacciones se hicieron más naturales, hasta el punto de tranquilizar la ansiedad de su familia.
Empezó a sobreponerse, y a los treinta y dos años se sintió gratamente aliviada, alverse cortejada por William Drover. Se casó con él y ambos se establecieron en una parte tranquila de Kensington. En aquella casa pasaron los años, nacieron sus hijos y vivieron hasta llegar los bombardeos de la siguiente guerra. Sus movimientos como esposa de Drover eran limitados y desechó la idea de que alguien la estaba espiando.Tal como estaban las cosas, vivo o muerto, el autor de la carta sólo pretendía amenazarla. Cansada de permanecer de rodillas y con la espalda expuesta a la habitación vacía, la señora Drover se apartó del arcón para sentarse a una silla, cuyo respaldo estaba firmemente apoyado en la pared. La placidez de su antigua habitación, la atmósfera tranquilizadora de su hogar de casada en Londres, todo se había evaporado; el encanto había sido roto por el autor de aquella carta.
La casa vacía sellaba aquella noche, años y años de voces, costumbres ypasos. A través de las cerradas ventanas oía solamente el rumor de la lluvia sobre los tejados de los alrededores. Para tranquilizarse, se dijo que había sufrido una alucinación. Durante algunos segundos cerró los ojos, pensando que la carta era una broma de su imaginación. Pero alabrirlos, la carta seguía encima de la cama. Su mente no lograba desentrañar el sentido de la aparición sobrenatural de la carta. ¿Quién sabía en Londres que iba a ir a la casa precisamente hoy? El caso era, evidentemente, que alguien se había enterado. Aun cuando el vigilante estuviera de vuelta, no tenía razón alguna para esperarla; al contrario, se hubiera guardado la carta en el bolsillo para llevarla luego al correo. Por otra parte, no existía ninguna señal de que el vigilante hubiera vuelto. Y las cartas que se echan por debajo de las puertas de las casas desiertas, no vuelan solas hacia las mesas de los vestíbulos. No se quedan encima del polvo de las mesas vacías, como si estuvieran seguras de que alguien las va a encontrar. Era precisa una mano humana para ello, y nadie, excepto el vigilante, poseía la llave. Tal vez era posible que ya no estuviese sola. Alguien debía estarle esperando al pie de las escaleras.
Esperando, ¿hasta cuándo? Hasta la «hora convenida». Al menos no era las seis la hora convenida, pues habían sonado ya. Se levantó de la silla y fue a cerrar la puerta. El problema era marcharse. ¿Volando? No, eso no: tenía que tomar el tren. Como mujer, cuya total responsabilidad constituía la clave de su vida familiar, no podía regresar al campo junto a su marido, sus hijos y su hermana, sin los objetos que había ido a buscar. Hizo rápidamente algunos paquetes con las cosas que deseaba llevarse. Pero todos ellos, junto con los de sus compras, abultaban mucho, lo que significaba que debería tomar un taxi. La idea del taxi la tranquilizó un poco, y su respiración se hizo normal.
«Llamaré ahora a un taxi, no tardará en llegar. Le esperaré, oiré el ruido del motor y bajaré tranquilamente hasta el vestíbulo. Voy a llamar. Pero no, la línea telefónica está cortada...»
Tiró de un nudo que había atado mal. Volar...«Jamás fue cariñoso conmigo en realidad. No le recuerdo así. Mamá decía que no me consideraba. Amar es considerar a la persona amada. ¿Y qué hizo él? ¿Sólo hacerme prometer aquello? No puedo recordar qué.» Pero se dio cuenta de que sí podía recordar. Recordaba con tan terrible agudeza, que los veinticinco años trascurridos parecían disolverse como humo. Instintivamente miró la señal que quedó marcada en la palma de su mano. No recordaba únicamente todo lo que dijo e hizo, sino la completa suspensión de su existencia durante aquella semana de agosto.
«No era yo misma, me decían todos entonces.»
Recordaba, pero en sus recuerdos había un espacio en blanco, como si sobre una fotografía hubiese caído una gota de ácido: le resultaba imposible recordar el rostro de él.
«Dondequiera que esté esperándome, no le reconoceré. ¿Y quién puede echar a correr, frente a un rostro que no conoce?»
Tenía que coger el taxi antes de que sonara cualquier hora. Iría calle abajo, hacia la plaza en la que desembocaba la calle principal. Volvería asalvo con el taxi a su propia casa y pediría al chófer que la acompañara a recoger los paquetes. La idea del chófer la hizo tomar una decisión audaz. Dejó abierta la puerta, y desde el rellano de la escalera, escuchó atentamente. No oyó nada, pero mientras estaba allí, una ligera corriente de aire atravesó el rellano y le acarició el rostro. Procedía de la planta baja; allá abajo alguien había abierto una puerta o una ventana, alguien que había elegido aquel instante para abandonar la casa.
La lluvia cesó. El empedrado estaba reluciente cuando la señora Drover atravesó la puerta principal de su casa y salía a la calle desierta. Las casas vacías de enfrente seguían mirándola con sus ojos resquebrajados. Se apresuró calle abajo, intentando no mirar hacia atrás. Pero el silencio era tan intenso —un silencio profundo en el Londres herido por la guerra—, que otros pasos, en pos de los suyos, serían claramente perceptibles. Al desembocar la calle en la plaza, donde la gente seguía vivienda empezó a tener conciencia de sí misma, y reprimió su paso forzado. En el extremo de la plaza, dos autobuses se cruzaron impasibles, mujeres, un viajante, ciclistas, un hombre empujando un carro: otra vez el fluir ordinario de la vida. En el rincón más populoso de la plaza debía estar —y estaba— la parada de taxis. Aquella noche había sólo un taxi, pero parecía esperarla.
Sin mirar a suespalda, el chófer puso en marcha el motor, mientras ella se disponía a abrir la portezuela. Cuando la señora Drover entró en el taxi, dieron las siete en algún reloj. El taxi se encaminó a la calle principal; para dirigirse hacia su casa tenía que haber dado la vuelta. La mujer buscó apoyo en el respaldo del asiento, y el taxi había dado la vuelta antes de que ella, sorprendida por aquel movimiento, se hubiera dado cuenta deque no había dicho «adonde iba». Se inclinó hacia adelante, para golpear el panel de vidrio que separaba la cabeza del chófer de la suya propia. El chofer frenó, hasta que detuvo casi el coche, se volvió e hizo bajar el panel de separación: la sacudida hizo que la señora Drover cayera hacia adelante, hasta casi tocar el cristal con el rostro. A través de la abertura, conductor y pasajero, separados solamente por unos centímetros de distancia, permanecieron durante una eternidad, con los ojos clavados el uno en el otro. La boca de la señora Drover quedó abierta unos segundos, antes de que pudiera articular el primer grito.
Después siguió gritando desesperadamente, golpeando el cristal con sus manos enguantadas mientras el taxi, que aceleró su marcha sin contemplaciones, se internaba con ella por las desiertas calles".
Elizabeth Bowen
La señora Drover la cruzó y penetró en ella, abriendo la ventana. Era una mujer prosaica, pero entonces, al mirar a su alrededor, quedó más perpleja delo que estimaba ser capaz tras las huellas de su larga experiencia de la vida, viendo la mancha amarillenta sobre la repisa de mármol de la chimenea, el anillo olvidado dentro de un vaso encima del escritorio, la rasgadura en el papel que cubría la pared donde siempre golpeaba el pomo cada vez que la puerta se abría bruscamente. El piano, trasladado a un almacén, dejó unas señales parecidas a arañazos sobre el parquet. Aunque no había mucho polvo, cada objeto estaba cubierto por una ligera película. Y como que la única ventilación procedía de la chimenea, el salón entero había adquirido un olor peculiar. La señora Drover dejó sus paquetes encima del escritorio y salió de la habitación para dirigirse al piso alto. Los objetos que había ido a buscar se guardaban en un arcón del dormitorio. Estaba ansiosa por ver en qué estado se encontraba la casa, pues el portero que se cuidaba de ella, junto con otras de la vecindad, estaba de vacaciones, y sabía que ella no iba a volver. Aun en el mejor de los casos no vigilaría mucho, y la mujer no estaba muy segura de fiarse de él. Había algunas resquebrajaduras en las paredes, producidas por el último bombardeo, y deseaba echarles un vistazo, aunque no pudiera hacer nada.
Un rayo de luz se filtraba por una rendija y cruzaba el vestíbulo. Se detuvo sorprendida ante la mesa del vestíbulo: había una carta paraella. Pensó primero que el vigilante habría regresado. Pero aun así, ¿a quiénse le ocurriría echar una carta en el buzón, viendo que la casa estaba cerrada? No era un circular, ni una factura. Y en la oficina de Correos no enviaban al campo las cartas que se recibían destinadas a ella. El vigilante (aun cuando estuviera de regreso), no podía saber que ella pasaría en Londres aquel día —su visita tenía el propósito de la sorpresa—, por lo que su negligencia en lo referente a aquella carta, abandonada nada allí, en medio del polvo, la anonadaba. Sorprendida, tomó la carta, que no tenía sello. Tal vez no era importante, o si no... Tomó la carta y subió rápidamente escaleras arriba sin echarle siquiera una mirada, hasta que llegó a la que había sido su habitación, donde encendió la luz. Daba a los jardines, donde el sol se había ocultado. Las nubes se arremolinaban alrededor de los árboles y el césped, sumidos casi en la oscuridad. Su aversión a mirar otra vez la carta, nacía del hecho de quela atemorizaba el que alguien desdeñara sus costumbres. No obstante, en la tensión que precede a la lluvia, la leyó; contenía unas pocas líneas:
«Querida Kathleen:»No habrás olvidado que hoy es nuestro aniversario, y el día que acordamos. Los años han pasado lenta y rápidamente. En vista de que nada ha cambiado, tengo confianza en que habrás mantenido tu promesa. Me apenó el hecho de que dejaras Londres, pero me satisfacía saber que estarás de vuelta a tiempo. Debes esperarme, por tanto, a la hora convenida. Hasta entonces, "K."
La señora Drover miró la fecha: era de aquel día. Dejó la carta sobre la cama, y luego la volvió a coger para leerla nuevamente. Sus labios, bajolas huellas del lápiz labial, empezaron a ponerse blancos. Se dio cuenta del cambio que experimentaba su propio rostro, y acudió al espejo, le pasó la mano para quitarle el polvo que lo cubría, y se miró furtivamente. El espejo le devolvió la imagen de una mujer de cuarenta y cuatro años, de mirada sorprendida bajo el borde del sombrero caído hacia adelante. No se había empolvado desde que salió de la tienda donde tomó sola el té. Las perlas que su marido le regaló el día de su boda, colgaban alrededor de su flaco cuello, ocultándose dentro del escote en forma de V de su jersey de lana rosa, tejido por su hermana mientras todos se reunían alrededor del fuego.
La opresión normal de la señora Drover era de impaciencia controlada, pero de asentimiento. Desde el nacimiento del tercero de sus hijos, atacada por una enfermedad grave, tenía un tic muscular intermitente en la comisura izquierda de su boca, pero a pesar de ello, podía sostener una expresión que era, a la vez, enérgica y tranquila. Volviéndose de espaldas a su propia imagen, de un modo tan precipitado como el empleado para buscarla, se dirigió al arcón donde se hallaban sus cosas, abrió la cerradura, levantó la tapa y se puso de rodillas para revolverlo. Cuando empezó a descargar el aguacero, nopudo contener una fugaz mirada por encima de su hombro hacia lacama, donde estaba la carta. Tras la cortina de agua, la campana de la iglesia, que todavía se mantenía en pie, desgranó seis campanadas, mientras la mujer, con temor creciente, contaba cada uno de los lentos toques.
-La hora convenida... ¡Dios mío! —dijo para sí—. ¿Qué hora? ¿Cómo iba a pensar...? Después de veinticinco años...»
La jovencita que hablaba con el soldado en el jardín no había visto su rostro por entero. La oscuridad era absoluta, y ellos se despedían bajoun árbol. Ahora y entonces —le parecía como si al no verle en aquellos momentos intensos jamás le hubiera visto— se daba cuenta de su presencia, por los breves instantes en los que él le apretaba la mano con fuerza, contra los botones de su uniforme hasta hacerle daño. El corte del botón en la palma de su mano sería su único recuerdo. Estaba tan cerca el fin de su licencia, en que vino de Francia, que ella sólo deseaba que se hubiera ido. Fue en agosto de 1916. Kathleen se apartóun poco y miró intimidada a los ojos del soldado, creyendo ver resplandores espectrales en sus ojos. Volviéndose, y mirando por encima del césped, vio a través de las ramas de los árboles, la ventana del salón iluminada: contuvo el aliento, al pensar que podría volver corriendo a los brazos cariñosos de su madre y su hermana, y llorar.
-¿Qué será de mí? ¿Qué será de mí? Se ha marchado.
Dándose cuenta de que contenía el aliento, el soldado le dijo:
—¿Tienes frío?—Te marchas tan lejos...—No tan lejos como crees.—No te comprendo.—No tienes por qué hacerlo —dijo—. Ya comprenderás cuando sea el momento. Acuérdate de lo que convinimos.—Pero aquello fueron suposiciones.—Estaré contigo —insistió el soldado—. Más tarde o más temprano. No lo olvides. Lo único que tienes que hacer es esperar. Sólo un minuto más y sería libre de correr por el prado silencioso.
Mirando a través de la ventana a su madre y a su hermana, para las queera invisible, comprendió de repente que aquella extraña promesa la apartaba del resto de la especie humana. Ninguna otra cosa hubiera podido hacerla sentirse tan desamparada, tan perdida. No podía haber empeñado un pacto más siniestro. Kathleen lo resistió muy bien cuando algunos meses más tarde dieron por muerto a su prometido. Su familia no sólo la apoyó sino que incluso fue capaz de alabar su valor sin límites. No podían lamentar la pérdida de alguien de quien tan poco sabían. Esperaban que, al cabo de uno o dos años, ella misma se consolaría; si únicamente se hubiera tratado deconsuelo, las cosas habrían marchado mucho mejor. Pero no fue un simple disgusto; su pena era algo completamente anormal. No tuvo que rechazar a nuevos pretendientes, porque éstos no aparecieron. Durante años no tuvo ningún atractivo para los hombres hasta que, al aproximarse a la treintena, sus reacciones se hicieron más naturales, hasta el punto de tranquilizar la ansiedad de su familia.
Empezó a sobreponerse, y a los treinta y dos años se sintió gratamente aliviada, alverse cortejada por William Drover. Se casó con él y ambos se establecieron en una parte tranquila de Kensington. En aquella casa pasaron los años, nacieron sus hijos y vivieron hasta llegar los bombardeos de la siguiente guerra. Sus movimientos como esposa de Drover eran limitados y desechó la idea de que alguien la estaba espiando.Tal como estaban las cosas, vivo o muerto, el autor de la carta sólo pretendía amenazarla. Cansada de permanecer de rodillas y con la espalda expuesta a la habitación vacía, la señora Drover se apartó del arcón para sentarse a una silla, cuyo respaldo estaba firmemente apoyado en la pared. La placidez de su antigua habitación, la atmósfera tranquilizadora de su hogar de casada en Londres, todo se había evaporado; el encanto había sido roto por el autor de aquella carta.
La casa vacía sellaba aquella noche, años y años de voces, costumbres ypasos. A través de las cerradas ventanas oía solamente el rumor de la lluvia sobre los tejados de los alrededores. Para tranquilizarse, se dijo que había sufrido una alucinación. Durante algunos segundos cerró los ojos, pensando que la carta era una broma de su imaginación. Pero alabrirlos, la carta seguía encima de la cama. Su mente no lograba desentrañar el sentido de la aparición sobrenatural de la carta. ¿Quién sabía en Londres que iba a ir a la casa precisamente hoy? El caso era, evidentemente, que alguien se había enterado. Aun cuando el vigilante estuviera de vuelta, no tenía razón alguna para esperarla; al contrario, se hubiera guardado la carta en el bolsillo para llevarla luego al correo. Por otra parte, no existía ninguna señal de que el vigilante hubiera vuelto. Y las cartas que se echan por debajo de las puertas de las casas desiertas, no vuelan solas hacia las mesas de los vestíbulos. No se quedan encima del polvo de las mesas vacías, como si estuvieran seguras de que alguien las va a encontrar. Era precisa una mano humana para ello, y nadie, excepto el vigilante, poseía la llave. Tal vez era posible que ya no estuviese sola. Alguien debía estarle esperando al pie de las escaleras.
Esperando, ¿hasta cuándo? Hasta la «hora convenida». Al menos no era las seis la hora convenida, pues habían sonado ya. Se levantó de la silla y fue a cerrar la puerta. El problema era marcharse. ¿Volando? No, eso no: tenía que tomar el tren. Como mujer, cuya total responsabilidad constituía la clave de su vida familiar, no podía regresar al campo junto a su marido, sus hijos y su hermana, sin los objetos que había ido a buscar. Hizo rápidamente algunos paquetes con las cosas que deseaba llevarse. Pero todos ellos, junto con los de sus compras, abultaban mucho, lo que significaba que debería tomar un taxi. La idea del taxi la tranquilizó un poco, y su respiración se hizo normal.
«Llamaré ahora a un taxi, no tardará en llegar. Le esperaré, oiré el ruido del motor y bajaré tranquilamente hasta el vestíbulo. Voy a llamar. Pero no, la línea telefónica está cortada...»
Tiró de un nudo que había atado mal. Volar...«Jamás fue cariñoso conmigo en realidad. No le recuerdo así. Mamá decía que no me consideraba. Amar es considerar a la persona amada. ¿Y qué hizo él? ¿Sólo hacerme prometer aquello? No puedo recordar qué.» Pero se dio cuenta de que sí podía recordar. Recordaba con tan terrible agudeza, que los veinticinco años trascurridos parecían disolverse como humo. Instintivamente miró la señal que quedó marcada en la palma de su mano. No recordaba únicamente todo lo que dijo e hizo, sino la completa suspensión de su existencia durante aquella semana de agosto.
«No era yo misma, me decían todos entonces.»
Recordaba, pero en sus recuerdos había un espacio en blanco, como si sobre una fotografía hubiese caído una gota de ácido: le resultaba imposible recordar el rostro de él.
«Dondequiera que esté esperándome, no le reconoceré. ¿Y quién puede echar a correr, frente a un rostro que no conoce?»
Tenía que coger el taxi antes de que sonara cualquier hora. Iría calle abajo, hacia la plaza en la que desembocaba la calle principal. Volvería asalvo con el taxi a su propia casa y pediría al chófer que la acompañara a recoger los paquetes. La idea del chófer la hizo tomar una decisión audaz. Dejó abierta la puerta, y desde el rellano de la escalera, escuchó atentamente. No oyó nada, pero mientras estaba allí, una ligera corriente de aire atravesó el rellano y le acarició el rostro. Procedía de la planta baja; allá abajo alguien había abierto una puerta o una ventana, alguien que había elegido aquel instante para abandonar la casa.
La lluvia cesó. El empedrado estaba reluciente cuando la señora Drover atravesó la puerta principal de su casa y salía a la calle desierta. Las casas vacías de enfrente seguían mirándola con sus ojos resquebrajados. Se apresuró calle abajo, intentando no mirar hacia atrás. Pero el silencio era tan intenso —un silencio profundo en el Londres herido por la guerra—, que otros pasos, en pos de los suyos, serían claramente perceptibles. Al desembocar la calle en la plaza, donde la gente seguía vivienda empezó a tener conciencia de sí misma, y reprimió su paso forzado. En el extremo de la plaza, dos autobuses se cruzaron impasibles, mujeres, un viajante, ciclistas, un hombre empujando un carro: otra vez el fluir ordinario de la vida. En el rincón más populoso de la plaza debía estar —y estaba— la parada de taxis. Aquella noche había sólo un taxi, pero parecía esperarla.
Sin mirar a suespalda, el chófer puso en marcha el motor, mientras ella se disponía a abrir la portezuela. Cuando la señora Drover entró en el taxi, dieron las siete en algún reloj. El taxi se encaminó a la calle principal; para dirigirse hacia su casa tenía que haber dado la vuelta. La mujer buscó apoyo en el respaldo del asiento, y el taxi había dado la vuelta antes de que ella, sorprendida por aquel movimiento, se hubiera dado cuenta deque no había dicho «adonde iba». Se inclinó hacia adelante, para golpear el panel de vidrio que separaba la cabeza del chófer de la suya propia. El chofer frenó, hasta que detuvo casi el coche, se volvió e hizo bajar el panel de separación: la sacudida hizo que la señora Drover cayera hacia adelante, hasta casi tocar el cristal con el rostro. A través de la abertura, conductor y pasajero, separados solamente por unos centímetros de distancia, permanecieron durante una eternidad, con los ojos clavados el uno en el otro. La boca de la señora Drover quedó abierta unos segundos, antes de que pudiera articular el primer grito.
Después siguió gritando desesperadamente, golpeando el cristal con sus manos enguantadas mientras el taxi, que aceleró su marcha sin contemplaciones, se internaba con ella por las desiertas calles".
Elizabeth Bowen
domingo, 5 de julio de 2015
"La Habitación de la Torre"
"Es posible que todo soñador haya tenido al menos la experiencia de un suceso o una secuencia de circunstancias que, luego de haber sido atisbada en sueños, se convirtiera en realidad. Pero, en mi opinión, esto no es extraño; más asombroso sería si el suceso no se cumpliera inmediatamente, ya que nuestros sueños conciernen, generalmente, a personas que conocemos y lugares familiares, como aquellos que habitamos durante la vigilia.
Ciertamente, estos sueños son casi siempre interrumpidos por algún incidente absurdo y fantástico, que los pone en espera de su cumplimiento, pero en el mero cálculo de posibilidades, parecería improbable que al menos un sueño imaginado por alguien que constantemente sueña, de manera ocasional se hiciese realidad. No hace mucho, sin embargo, experimenté el cumplimiento de un sueño que me pareció absurdo y sin importancia psíquica alguna. Esta es la historia.
Un amigo, que vive en el extranjero, es tan atento que me escribe cada quince días. De modo que cuando han pasado catorce o quince días desde la última vez que tuve noticias de él, mi mente, probablemente, tanto consciente como inconscientemente, está expectante de una carta suya. Una noche, durante la semana pasada, soñé que subía para vestirme para la cena y escuchaba, o creí escuchar, el golpe del cartero en la puerta. En vez de subir, bajé y me encontré con, entre la correspondencia, una de sus cartas. Aquí es donde lo fantástico entra a jugar, ya que al abrir su carta, encontré dentro un as de diamantes, y escrito con su letra característica: -Te lo envío para que lo custodies, como sabes, corro un gran riesgo si guardo ases en Italia.- A la noche siguiente, me estaba preparando para cambiarme, cuando escuché el golpe del cartero, e hice precisamente lo que en mi sueño. Por supuesto, entre otras cartas, estaba la de mi amigo. Sólo que no contenía el as de diamantes. No tengo dudas sobre que yo esperaba, conciente o inconscientemente una carta de él, y esto me fue sugerido a través del sueño.
Pero no siempre es tan sencillo encontrar una explicación, y el siguiente relato no parece tener explicación posible. Me vino desde la oscuridad, y hacia la oscuridad se ha ido. Toda mi vida he sido un soñador: pocas fueron las noches, debo decir, que no un despertar lleno de recuerdos de mi vida onírica. Algunas veces, durante toda la noche, en apariencia, vivía una serie de apasionantes aventuras. Casi sin excepción, estas aventuras fueron placenteras, y a menudo meras trivialidades. La única excepción es el hecho que voy a narrar.
Fue cuando tenía dieciséis años que comencé a tener cierto sueño. Comenzaba conmigo sentado a la puerta de una gran casa de ladrillos rojos, donde sabía que tenía que estar. El sirviente que me abrió la puerta, me dijo que el té sería servido en el jardín y me llevó a través de un vestíbulo de paneles oscuros, con una gran chimenea sobre un alegre césped. Había un pequeño grupo de personas en torno a la mesa del té; pero todos me eran extraños, excepto uno, que era un antiguo compañero del colegio, llamado Jack Stone, que me pareció era el chico de la casa, y él me presentaba a sus madre y padre y a un par de hermanas. Recuerdo que yo estaba sorprendido por encontrarme allí, ya que al muchacho en cuestión apenas lo conocía, y me era desagradable; de hecho, él había abandonado la escuela hacia cosa de un año. Hacía bastante calor, y reinaba una intolerable opresión en el lugar. Junto al jardín había una pared de ladrillos rojos, con una puerta de hierro en su centro, fuera se veía un nogal. Nos sentamos a la sombra de la casa, frente a una hilera de largas ventanas, dentro de las que pude ver una mesa con un mantel, llena de objetos de plata y de cristal. Este jardín frente a la casa era muy largo, y al final del mismo se erguía una torre que tenía tres pisos, que me pareció mucho más antigua que la casa.
La señora Stone, que, como el resto de los concurrentes, estaba sentada en completo silencio, me dijo: -Jack te mostrará tu cuarto: yo te di la habitación de la torre.
Inexplicablemente, con sus palabras mi alma se fue al piso. Me sentí como si ya conociese la habitación de la torre, y que allí había algo espantoso. Jack se paró, y yo comprendí que tenía que seguirlo. En silencio pasamos cruzamos el vestíbulo, y subimos una gran escalera de roble, llegando por fin a un pasillo con dos puertas. Él abrió una de las puertas, y yo entré, luego de lo cuál, la cerró. Fue entonces que supe que mi previa conjetura era correcta: había algo desagradable allí, y con el terror de la pesadilla que me envolvía, desperté en espasmos de pánico.
Este mismo sueño, o variantes del mismo, fue el que experimenté con intermitencias, durante quince años. A menudo sucedía de esta manera: el arribo, el té en el jardín, el silencio mortal quebrado por una sentencia mortal, la subida con Jack Stone hacia la habitación de la torre, donde estaba el horror, y, al final, siempre acercándome al terror, aunque nunca pude ver que era con exactitud. Otras veces experimentaba variaciones. Ocasionalmente estábamos sentados a una mesa, la misma que se veía a través de la ventana por el jardín. Sin embargo el silencio sepulcral era siempre el mismo, la misma sensación de opresión y aburrimiento. Y el silencio siempre era roto por la señora Stone: -Jack te mostrará tu cuarto: te di la habitación de la torre.- Luego de esto, invariablemente, debía seguir a Jack a través de la escalera de roble, con muchas esquinas y entrar en ese mismo lugar, que cada vez odiaba más y más. O, de nuevo, podía ser que estaba jugando a las cartas en un cuarto con inmensos candelabros, los que daban una iluminación lúgubre. Qué juego era, no tenía idea; lo que si recuerdo, con una sensación de miserable anticipación, la señora Stone pronto se pondría de pie y diría su -Jack te mostrará tu cuarto: te dí la habitación de la torre.- Esta estancia donde jugábamos a las cartas era la habitación contigua al comedor, y siempre estaba iluminado, aunque el resto de la casa permanecía siempre en penumbras.
Y aún, a pesar de estas luces, no podía ver mis cartas, no podía distinguirlas. Sus diseños, también, me eran extraños: no había rojos, sino que todas eran negras, y entre ellas había ciertas cartas que eran todas negras. Odiaba y temía aquello.
A medida que el sueño se hacía recurrente, iba conociendo la mayor parte de la casa. Más allá del cuarto de juegos, al final de un pasillo tras una puerta revestida de paño verde, había un salón de fumar. A los personajes que poblaban este sueño también les sucedían curiosos acontecimientos, como si fueran gente viva. La señora Stone, por ejemplo, que, cuando la vi por primera vez, tenía el cabello oscuro, se había encanecido, y su voz, al principio enérgica, se había debilitado. Jack también creció, y se convirtió en un tipo enfermizo, con un bigote marrón, mientras una de sus hermanas dejó de aparecer, y comprendí al tiempo que se había casado.
En un momento, el sueño sueño desapareció por unos seis meses o más, y comencé a pensar que lo había superado, que se había ido para siempre. Pero una noche, luego de este intervalo, nuevamente regresé al jardín del té, y la señora Stone ya no estaba, mientras todos los demás estaban vestían de negro.
Intuí la razón, y mi corazón se estremeció, ya que tal vez en esta ocasión no tendría que dormir en el cuarto de la torre. Como era habitual, todos estaban sentados en silencio, pero en esta ocasión, el sentimiento de alivio me hizo hablar y reír como nunca antes lo había hecho. Los demás no se sentían igual, nadie habló, limitándose a mirarse entre ellos en forma furtiva. Y cuando el cauce de mi conversación enmudeció, paulatinamente me fue asaltando una aprehensión peor que cualquier otra que previamente hubiera experimentado en aquella casa, hasta que la luz se extinguió.
Súbitamente una voz rompió la quietud, era la señora Stone, diciendo: -Jack te mostrará tu habitación: te di la habitación de la torre.- Parecía surgir desde algún sitio cercano a la puerta de hierro en la pared de ladrillos rojos, y mirando hacia allí, vi entre la hierba la presencia de unas tumbas. Una curiosa luz gris emanaba de cada sepulcro, y pude leer el epitafio de la lápida más cercana, que decía:
En maldita memoria de Julia Stone.
Jack se levantó, y nuevamente lo seguí a través del vestíbulo y por la escalera. Todo estaba más oscuro, y al ingresar en el cuarto, solo pude ver los muebles, la posición de aquellos que me eran familiares. También había un hedor a descomposición. Esa noche me desperté gritando.
El sueño siguió durante quince años. A veces lo soñaba tres noches seguidas; otras, como he dicho, con recesos, sin embargo, para tomar un promedio, podría decir que lo soñé tan periódicamente como una vez al mes. El sueño siempre terminaba en pesadilla, ya que la entrada al cuarto me provocaba cada vez más temor. Había algo, también, una extraña y pavorosa coherencia en aquello.
Los personajes, como he mencionado, iban envejeciendo, y la muerte y el matrimonio visitaban a esta silenciosa familia. Jamás volví a ver en el sueño a la señora Stone. Pero siempre era su voz la que me informaba que la habitación de la torre estaba lista, y tanto si la escena era en el jardín, o en otra habitación de la casa, siempre veía su tumba junto a la puerta de hierro. Sucedía lo mismo con la hija que se casó; usualmente no estaba, pero cada tanto, regresaba acompañada por un hombre, que supuse sería su marido. Él, al igual que los demás, permanecía siempre en silencio. Debido a la constante repetición del sueño, le comencé a restar importancia.
Nunca volví a ver a Jack Stone durante aquellos años, y jamás vi ninguna casa que me diera la impresión de parecerse a la temible casa del sueño. Hasta que algo pasó.
Este año estuve en Londres hasta fines de julio, y durante la primer semana de agosto me instalé con un amigo en una casa que había rentado por el verano, en el bosque de Ashdown, en el distrito de Sussex. Partí de Londres temprano, ya que John Clinton me esperaba en la estación Forest Row, para ir a jugar al golf, y marchar a su casa por la noche. Él estaba con su automóvil, y alrededor de las cinco de la tarde partimos, ya que debíamos recorrer unas diez millas. Como llegamos temprano, no tomamos el té en el club, así que esperamos a llegar a casa. A medida que íbamos por la carretera, el clima, que hasta el momento era cálido, con brisas frescas, comenzó a estremecerme. John, sin embargo, no compartía mi sensación, atribuyendo mi pérdida de claridad a que había caído derrotado en el juego. Los siguientes eventos probaron mi razón, aunque no creí que los nubarrones de esa noche fueran la única causa de mi depresión.
Nuestro camino a través de senderos vacíos, me indujo a un sueño inquieto, del que solo desperté cuando John detuvo automóvil. Con súbita emoción, mayormente de terror, pero también de curiosidad, me encontré parado frente a la puerta de la casa de mi sueño. Entramos. Me preguntaba si esto no sería también un sueño, mientras caminaba a través del vestíbulo con grandes paneles de roble, y al llegar al jardín, donde el té estaba servido a la sombra de la casa. Al fondo, la pared de ladrillos rojos, con una puerta en ella, y también el nogal erguido en el césped. La fachada de la casa era muy larga, y al final se veía la torre de tres pisos, que parecían ser más antigua que el resto de la construcción.
Aquí cesaban todas los parecidos con el sueño. No había ninguna silenciosa familia, sino en cambio una gran asamblea de excitadas y alegres personas, todas conocidas. Además no sentía ninguna opresión ni temor. Sin embargo me sentía curioso acerca de lo que iba a pasar. El té prosiguió su alegre curso, y en determinado momento la señora Clinton se paró. En ese momento supe lo diría. Ella dijo:
-Jack te mostrará tu cuarto: te di la habitación de la torre.
Durante un instante el horror del sueño me asaltó. Pero esta opresión pasó rápidamente, y de nuevo no sentí más que una intensa curiosidad. Y no pasó mucho hasta que esta fue totalmente satisfecha. John se volvió a mí.
-Justo en el techo de la casa, -me dijo- pero creo que estarás cómodo. Estamos con todas las habitaciones ocupadas. ¿Te gustaría verla? Por Dios, creo que tenías razón, vamos a tener tormenta. ¡Qué oscuro se está poniendo!
Me levanté y lo seguí. Cruzamos el vestíbulo y la escalera. Entonces abrió la puerta, y entré. En ese momento un terror irracional se apoderó de mí. No sabía a que le temía: simplemente temía. Fue como un recuerdo súbito, como cuando uno recuerda un nombre que hacía tiempo se le había escapado de la memoria, y supe a que le temía. Le temía a la señora Stone, cuya tumba cantaba la siniestra inscripción: -En maldita memoria-, tantas veces vista en sueños, casi sobre el césped que yacía bajo mi ventana. Y entonces, una vez más, el terror se desvaneció, a tal punto que me pregunté que era a lo que temía. Me sentía tranquilo en la habitación de la torre, el nombre que tantas veces había escuchado en mi sueño.
Miré alrededor con cierto derecho de propiedad, y me di cuenta que nada había cambiado del sueño que conocía. A la izquierda estaba la cama. Alineada con ella estaba la chimenea y un pequeño armario de libros; opuesta a la puerta, la otra pared estaba atravesada por dos ventanas enrejadas. Entre ellas había una mesa de tocador y una cubeta para lavarse. Mi equipaje ya había sido desempacado, ya que mis prendas estaban ordenadas sobre la cama. Entonces, con un súbito temblor, vi que dos objetos conspicuos que jamás había visto en mi sueño: uno era una gran pintura al óleo de la señora Stone, y el otro era un dibujo en blanco y negro de Jack Stone, representándole tal y como lo veía en sueños: un hombre de unos treinta años, de apariencia maligna. Su retrato colgaba entre las ventanas, mirando a través de la habitación hacia el otro cuadro. Nuevamente volví a experimentar el horror de la pesadilla que me atenazaba. La señora Stone aparecía como la había visto por última vez en mi sueño: vieja, encanecida. Pero en vez de la evidente debilidad del cuerpo, la pintura mostraba una siniestra exuberancia, brillando a través de la carne, una vitalidad que burbujeaba con inimaginable crueldad. El mal resplandecía en esos ojos; y en su boca crecía una sonrisa demoníaca. El rostro entero estaba llevado por una horrorosa y sobrecogedora hilaridad; las manos, una encima de la otra sobre la rodilla, parecían conmocionadas con una inenarrable jovialidad. Entonces vi la firma del cuadro, en la esquina inferior izquierda, y, preguntándome quien habría sido el artista, me acerqué y leí la inscripción: -Julia Stone por Julia Stone.
Hubo un golpe en la puerta, y John Clinton entró.
-¿Necesitas algo más? -preguntó.
-Mucho menos de lo que tengo. -dije, señalando el retrato.
Se rió.
-Una vieja y severa señora. -dijo- De cualquier modo, ella no puede estar muy halagada.
-¿No lo ves? -cuestioné- Es apenas un rostro humano. Son las facciones de alguna bruja o algún demonio.
Él miró el cuadro más de cerca.
-Si, no es muy agradable. -dijo- Imagino las pesadillas que tendría si llego a dormir con esto tan cerca. Lo bajaré si quieres.
-Por favor.- dije. Él tocó la campana, y con la ayuda de un sirviente, quitamos el retrato. Fue llevado al pasillo, y puesto el rostro contra la pared.
-Por Dios, la señora es bastante pesada -dijo John, secándose la frente.
El extraordinario peso del cuadro también me había quebrado. Estaba a punto de replicar, cuando observé mi mano. Había una considerable cantidad de sangre.
-Me corté. -dije.
John exclamó.
-¡Yo también! -dijo.
El sirviente sacó su pañuelo y le vendó la mano. Vi que también la mano del lacayo estaba sangrando. John y yo salimos del cuarto y fuimos a lavarnos; pero ni en su mano ni en la mía había rastros de una herida. Me pareció que, por una especie de tácito acuerdo, no dijimos nada. En mi caso, algo se me había ocurrido y no deseaba pensar sobre ello. Era solo una conjetura, pero supuse que lo mismo le había ocurrido a él.
El calor y la opresión del aire, debido a la tormenta que aún no se había desencadenado, se incrementó tras la cena. Luego la concurrencia, entre los que nos contábamos John Clinton y yo, nos sentamos en el jardín, donde habíamos tomado el té. La noche estaba absolutamente oscura, y no había estrellas o luna que pudiera penetrar la mortaja que opacaba el cielo. La reunión se fue despejando, las mujeres se fueron retirando a dormir, los hombres se dispersaron hacia el salón de fumar o al cuarto del billar, y a eso de las once de la noche mi anfitrión y yo quedamos solos. Toda la noche estuve cavilando que él tendría algo en mente, y en cuanto estuvimos solos, habló.
-El hombre que nos ayudó a cargar el cuadro, tenía sangre en su mano, ¿lo notaste? -dijo- Le pregunté si se había cortado, y me dijo que sí, pero al final no pudo encontrar ninguna herida. ¿De dónde provino la sangre?"
Al decirme esto, echaba por tierra mis propósitos de olvidar el tema, especialmente justo antes de ir a dormir.
-No lo se. -dije- Realmente no quiero averiguarlo.
Él se paró.
-Es raro. -dijo- ¡Ahora verás otra cosa extraña!
Su perro, un terrier irlandés, había salido mientras hablábamos. La puerta del vestíbulo, estaba abierta, y una luz iluminaba el jardín hasta la puerta de hierro, donde estaba el nogal. Vi que el perro estaba encrispado, mostrando los dientes, listo para brincar sobre algo. Fue como si no notase la presencia de su amo. Se quedó, tenso, girando en torno al césped frente a la puerta. Luego se detuvo, mirando a través de los barrotes, aunque continuó gruñendo. Después pareció como si su coraje lo abandonara: pegó un largo aullido, y corrió de nuevo a la casa.
-Lo hace una media docena de veces por día. -dijo John- Parece que ve algo que odia y teme.
Caminé hacia la puerta y miré a través de ella. Algo se movía entre el pasto. Pronto llegó a mis oídos un sonido que no pude identificar inmediatamente. Luego recordé que era: el ronroneo de un gato.
Prendí una linterna y vi que era lo que ronroneaba: un gran gato persa que daba vueltas alrededor de un pequeño círculo frente a la puerta, con la cola flameando como una bandera. Sus ojos brillaban mientras olisqueaba el césped. Me reí.
-El fin del misterio, me temo. -Dije- Un gato enorme, el origen de todas las noches de Walpurgis.
-Es Darius. -dijo John- Se pasa medio día y el resto de la noche ahí. Pero este no es el fin del misterio del perro, ya que Toby y él son los mejores amigos. Aquí comienza el misterio del gato. ¿Qué es lo que hace ahí? ¿Y porqué Darius está complacido y Toby aterrorizado?
En ese momento recordé aquel horrible detalle en mi sueño, cuando veía la puerta, justo donde el gato estaba ahora, la blanca lápida con la siniestra inscripción. Pero antes que pudiera responder a mi pregunta, comenzó a llover, súbita e furiosamente, como si se hubiese destapado el cielo. El gato saltó a través de las rejas de la puerta de hierro, y corrió por el jardín hasta la casa en busca de refugio. Luego se sentó en el portal y se quedó observando ansiosamente a la oscuridad.
De alguna manera, con el retrato de Julia Stone fuera, en el pasillo, el cuarto en la torre no me alarmaba en absoluto, y cuando fui a la cama, me sentí con mucho sueño. Sólo me preocupaba el incidente de las manos manchadas de sangre, y por la conducta de los animales. Lo último que vi antes de apagar la luz fue el rectángulo vacío, a un lado de mi cama, donde había estado el retrato. En esa porción el empapelado poseía su tinte original, que era rojo: sobre el resto de las paredes este color se había desgastado. Luego apagué mi vela y quede dormido casi instantáneamente.
Mi despertar fue igual de rápido. Me senté en la cama bajo la impresión de que una luz brillante me había alumbrado la cara. Sabía perfectamente en donde estaba, pero ningún horror que hubiese sentido en sueños se comparaba al que ahora me atenazaba y congelaba mi mente. Inmediatamente, llegó el bramido de un trueno, sacudiendo toda la casa, pero la probabilidad que esto hubiera sido el origen de la luz que me despertó no fue consuelo para mi agitado corazón. Sabía que había algo más, conmigo, en la habitación, e instintivamente saqué mi mano derecha, que era la que estaba más cercana a la pared, y palpé el borde de un marco, como de un cuadro, colgando cerca mío.
Salté de la cama, tirando la mesa de luz, y escuché mi reloj, vela y fósforos cayendo contra el piso. Pero por el momento, no había necesidad de luces, ya que otro enceguecedor relámpago iluminó la estancia y me mostró que sobre mi cama colgaba el cuadro de la señora Stone. Otra vez el cuarto quedó sumido en la penumbra. Pero en este relámpago pude ver otra cosa, una figura apoyada a los pies de la cama, que me miraba. Estaba vestida de blanco, manchada con musgo, y su rostro era el del retrato.
Otra vez tembló el cielo, y cuando cesó, regresó la mortal quietud. Escuché un susurro, algo que se acercaba, más y más, horriblemente, percibiendo al mismo tiempo un hedor a corrupción y putrefacción. Entonces una mano se colocó a un lado de mi cuello, y muy cerca de mi oído pude escuchar una ansiosa y acelerada respiración. Y supe que esa cosa, a pesar que podía ser percibida por el tacto, el olfato, la vista y el oído, no era de este mundo, sino que era algo había podido transponer al cuerpo y que tenía el poder de manifestarse a sí misma. Entonces una voz, que ya me era familiar, se dejó oir:
-Supe que vendrías a la habitación de la torre. -dijo- Te he estado esperando por mucho tiempo. Al final has venido. Esta noche cenaré; en breve cenaremos juntos.
Y la respiración entrecortada se acercó un poco más; podía sentirla sobre mi cuello.
Y este terror, que yo creía me había paralizado, derivó en un salvaje instinto de preservación. Agité el aire salvajemente con ambos brazos, pateé al mismo momento, y escuché un chirrido bestial. Algo blando cayó frente mío con un ruido sordo. Di unos pasos, esquivando lo que fuera que yacía ahí, y por casualidad encontré el picaporte de la puerta. Al instante salté al pasillo, y azoté la puerta detrás mío. Casi al mismo momento oí una puerta que se abría en algún sitio, abajo, y John Clinton, candelabro en mano, acudió corriendo escaleras arriba.
-¿Qué pasa? -preguntó- Dormía y escuché ruidos como sí... Dios santo, hay sangre en tu hombro.
Me quedé allí, según me contó después, moviéndome de un lado a otro, pálido, lívido, con la marca sobre mi hombro como si una mano cubierta de sangre la hubiese tocado.
-Está ahí dentro -dije- Ella, tu sabes. El retrato está dentro, colgando en el mismo lugar.
Me contestó con una sonrisa.
-Mi querido amigo, ha sido apenas una pesadilla. -declaró.
Abrió la puerta. Observé como lo hacía, inerte, presa del terror, incapaz de detenerlo, incapaz de moverme.
-iDios! ¡Es espantoso! El hedor... -dijo.
Luego el silencio. Desapareció de mi vista. Después reapareció tan pálido como estaba yo, y cerró rápidamente la puerta.
-Sí, el cuadro está ahí -dijo- Y sobre el piso hay algo, una cosa manchada de barro, como las que hay en los sepulcros. Vamos, rápido, vámonos de aquí.
Cómo bajamos las escaleras, jamás lo supe. Un estremecimiento y unas náuseas más espirituales que carnales me apresaron, y más de una vez me tuvo que ayudar a poner el pie en el escalón, mientras a cada momento echaba miradas de terror hacia atrás. Pero al final, cuando llegamos a su habitación, en el piso de abajo, le conté todo.
Como muchos de mis lectores quizás ya hayan adivinado, si recuerdan el inexplicable asunto de la iglesia en West Fawley, hace unos ocho años atrás, donde en tres oportunidades se trató de enterrar el cuerpo de cierta mujer que se había suicidado. En cada ocasión el ataúd fue encontrado fuera de su sitio, como emergiendo del suelo. Luego del tercer intento, con el objetivo de que la cosa no trascendiera, el cuerpo fue incinerado en algún lugar sobre tierra no consagrada. ¿Dónde? Justamente frente a la puerta de hierras del jardín, donde aquella mujer había vivido. Ella se había suicidado en el cuarto superior de la torre, su nombre era Julia Stone.
Se dice que el cuerpo fue desenterrado en secreto, y el ataúd fue hallado repleto de sangre".
E.F. Benson
Ciertamente, estos sueños son casi siempre interrumpidos por algún incidente absurdo y fantástico, que los pone en espera de su cumplimiento, pero en el mero cálculo de posibilidades, parecería improbable que al menos un sueño imaginado por alguien que constantemente sueña, de manera ocasional se hiciese realidad. No hace mucho, sin embargo, experimenté el cumplimiento de un sueño que me pareció absurdo y sin importancia psíquica alguna. Esta es la historia.
Un amigo, que vive en el extranjero, es tan atento que me escribe cada quince días. De modo que cuando han pasado catorce o quince días desde la última vez que tuve noticias de él, mi mente, probablemente, tanto consciente como inconscientemente, está expectante de una carta suya. Una noche, durante la semana pasada, soñé que subía para vestirme para la cena y escuchaba, o creí escuchar, el golpe del cartero en la puerta. En vez de subir, bajé y me encontré con, entre la correspondencia, una de sus cartas. Aquí es donde lo fantástico entra a jugar, ya que al abrir su carta, encontré dentro un as de diamantes, y escrito con su letra característica: -Te lo envío para que lo custodies, como sabes, corro un gran riesgo si guardo ases en Italia.- A la noche siguiente, me estaba preparando para cambiarme, cuando escuché el golpe del cartero, e hice precisamente lo que en mi sueño. Por supuesto, entre otras cartas, estaba la de mi amigo. Sólo que no contenía el as de diamantes. No tengo dudas sobre que yo esperaba, conciente o inconscientemente una carta de él, y esto me fue sugerido a través del sueño.
Pero no siempre es tan sencillo encontrar una explicación, y el siguiente relato no parece tener explicación posible. Me vino desde la oscuridad, y hacia la oscuridad se ha ido. Toda mi vida he sido un soñador: pocas fueron las noches, debo decir, que no un despertar lleno de recuerdos de mi vida onírica. Algunas veces, durante toda la noche, en apariencia, vivía una serie de apasionantes aventuras. Casi sin excepción, estas aventuras fueron placenteras, y a menudo meras trivialidades. La única excepción es el hecho que voy a narrar.
Fue cuando tenía dieciséis años que comencé a tener cierto sueño. Comenzaba conmigo sentado a la puerta de una gran casa de ladrillos rojos, donde sabía que tenía que estar. El sirviente que me abrió la puerta, me dijo que el té sería servido en el jardín y me llevó a través de un vestíbulo de paneles oscuros, con una gran chimenea sobre un alegre césped. Había un pequeño grupo de personas en torno a la mesa del té; pero todos me eran extraños, excepto uno, que era un antiguo compañero del colegio, llamado Jack Stone, que me pareció era el chico de la casa, y él me presentaba a sus madre y padre y a un par de hermanas. Recuerdo que yo estaba sorprendido por encontrarme allí, ya que al muchacho en cuestión apenas lo conocía, y me era desagradable; de hecho, él había abandonado la escuela hacia cosa de un año. Hacía bastante calor, y reinaba una intolerable opresión en el lugar. Junto al jardín había una pared de ladrillos rojos, con una puerta de hierro en su centro, fuera se veía un nogal. Nos sentamos a la sombra de la casa, frente a una hilera de largas ventanas, dentro de las que pude ver una mesa con un mantel, llena de objetos de plata y de cristal. Este jardín frente a la casa era muy largo, y al final del mismo se erguía una torre que tenía tres pisos, que me pareció mucho más antigua que la casa.
La señora Stone, que, como el resto de los concurrentes, estaba sentada en completo silencio, me dijo: -Jack te mostrará tu cuarto: yo te di la habitación de la torre.
Inexplicablemente, con sus palabras mi alma se fue al piso. Me sentí como si ya conociese la habitación de la torre, y que allí había algo espantoso. Jack se paró, y yo comprendí que tenía que seguirlo. En silencio pasamos cruzamos el vestíbulo, y subimos una gran escalera de roble, llegando por fin a un pasillo con dos puertas. Él abrió una de las puertas, y yo entré, luego de lo cuál, la cerró. Fue entonces que supe que mi previa conjetura era correcta: había algo desagradable allí, y con el terror de la pesadilla que me envolvía, desperté en espasmos de pánico.
Este mismo sueño, o variantes del mismo, fue el que experimenté con intermitencias, durante quince años. A menudo sucedía de esta manera: el arribo, el té en el jardín, el silencio mortal quebrado por una sentencia mortal, la subida con Jack Stone hacia la habitación de la torre, donde estaba el horror, y, al final, siempre acercándome al terror, aunque nunca pude ver que era con exactitud. Otras veces experimentaba variaciones. Ocasionalmente estábamos sentados a una mesa, la misma que se veía a través de la ventana por el jardín. Sin embargo el silencio sepulcral era siempre el mismo, la misma sensación de opresión y aburrimiento. Y el silencio siempre era roto por la señora Stone: -Jack te mostrará tu cuarto: te di la habitación de la torre.- Luego de esto, invariablemente, debía seguir a Jack a través de la escalera de roble, con muchas esquinas y entrar en ese mismo lugar, que cada vez odiaba más y más. O, de nuevo, podía ser que estaba jugando a las cartas en un cuarto con inmensos candelabros, los que daban una iluminación lúgubre. Qué juego era, no tenía idea; lo que si recuerdo, con una sensación de miserable anticipación, la señora Stone pronto se pondría de pie y diría su -Jack te mostrará tu cuarto: te dí la habitación de la torre.- Esta estancia donde jugábamos a las cartas era la habitación contigua al comedor, y siempre estaba iluminado, aunque el resto de la casa permanecía siempre en penumbras.
Y aún, a pesar de estas luces, no podía ver mis cartas, no podía distinguirlas. Sus diseños, también, me eran extraños: no había rojos, sino que todas eran negras, y entre ellas había ciertas cartas que eran todas negras. Odiaba y temía aquello.
A medida que el sueño se hacía recurrente, iba conociendo la mayor parte de la casa. Más allá del cuarto de juegos, al final de un pasillo tras una puerta revestida de paño verde, había un salón de fumar. A los personajes que poblaban este sueño también les sucedían curiosos acontecimientos, como si fueran gente viva. La señora Stone, por ejemplo, que, cuando la vi por primera vez, tenía el cabello oscuro, se había encanecido, y su voz, al principio enérgica, se había debilitado. Jack también creció, y se convirtió en un tipo enfermizo, con un bigote marrón, mientras una de sus hermanas dejó de aparecer, y comprendí al tiempo que se había casado.
En un momento, el sueño sueño desapareció por unos seis meses o más, y comencé a pensar que lo había superado, que se había ido para siempre. Pero una noche, luego de este intervalo, nuevamente regresé al jardín del té, y la señora Stone ya no estaba, mientras todos los demás estaban vestían de negro.
Intuí la razón, y mi corazón se estremeció, ya que tal vez en esta ocasión no tendría que dormir en el cuarto de la torre. Como era habitual, todos estaban sentados en silencio, pero en esta ocasión, el sentimiento de alivio me hizo hablar y reír como nunca antes lo había hecho. Los demás no se sentían igual, nadie habló, limitándose a mirarse entre ellos en forma furtiva. Y cuando el cauce de mi conversación enmudeció, paulatinamente me fue asaltando una aprehensión peor que cualquier otra que previamente hubiera experimentado en aquella casa, hasta que la luz se extinguió.
Súbitamente una voz rompió la quietud, era la señora Stone, diciendo: -Jack te mostrará tu habitación: te di la habitación de la torre.- Parecía surgir desde algún sitio cercano a la puerta de hierro en la pared de ladrillos rojos, y mirando hacia allí, vi entre la hierba la presencia de unas tumbas. Una curiosa luz gris emanaba de cada sepulcro, y pude leer el epitafio de la lápida más cercana, que decía:
En maldita memoria de Julia Stone.
Jack se levantó, y nuevamente lo seguí a través del vestíbulo y por la escalera. Todo estaba más oscuro, y al ingresar en el cuarto, solo pude ver los muebles, la posición de aquellos que me eran familiares. También había un hedor a descomposición. Esa noche me desperté gritando.
El sueño siguió durante quince años. A veces lo soñaba tres noches seguidas; otras, como he dicho, con recesos, sin embargo, para tomar un promedio, podría decir que lo soñé tan periódicamente como una vez al mes. El sueño siempre terminaba en pesadilla, ya que la entrada al cuarto me provocaba cada vez más temor. Había algo, también, una extraña y pavorosa coherencia en aquello.
Los personajes, como he mencionado, iban envejeciendo, y la muerte y el matrimonio visitaban a esta silenciosa familia. Jamás volví a ver en el sueño a la señora Stone. Pero siempre era su voz la que me informaba que la habitación de la torre estaba lista, y tanto si la escena era en el jardín, o en otra habitación de la casa, siempre veía su tumba junto a la puerta de hierro. Sucedía lo mismo con la hija que se casó; usualmente no estaba, pero cada tanto, regresaba acompañada por un hombre, que supuse sería su marido. Él, al igual que los demás, permanecía siempre en silencio. Debido a la constante repetición del sueño, le comencé a restar importancia.
Nunca volví a ver a Jack Stone durante aquellos años, y jamás vi ninguna casa que me diera la impresión de parecerse a la temible casa del sueño. Hasta que algo pasó.
Este año estuve en Londres hasta fines de julio, y durante la primer semana de agosto me instalé con un amigo en una casa que había rentado por el verano, en el bosque de Ashdown, en el distrito de Sussex. Partí de Londres temprano, ya que John Clinton me esperaba en la estación Forest Row, para ir a jugar al golf, y marchar a su casa por la noche. Él estaba con su automóvil, y alrededor de las cinco de la tarde partimos, ya que debíamos recorrer unas diez millas. Como llegamos temprano, no tomamos el té en el club, así que esperamos a llegar a casa. A medida que íbamos por la carretera, el clima, que hasta el momento era cálido, con brisas frescas, comenzó a estremecerme. John, sin embargo, no compartía mi sensación, atribuyendo mi pérdida de claridad a que había caído derrotado en el juego. Los siguientes eventos probaron mi razón, aunque no creí que los nubarrones de esa noche fueran la única causa de mi depresión.
Nuestro camino a través de senderos vacíos, me indujo a un sueño inquieto, del que solo desperté cuando John detuvo automóvil. Con súbita emoción, mayormente de terror, pero también de curiosidad, me encontré parado frente a la puerta de la casa de mi sueño. Entramos. Me preguntaba si esto no sería también un sueño, mientras caminaba a través del vestíbulo con grandes paneles de roble, y al llegar al jardín, donde el té estaba servido a la sombra de la casa. Al fondo, la pared de ladrillos rojos, con una puerta en ella, y también el nogal erguido en el césped. La fachada de la casa era muy larga, y al final se veía la torre de tres pisos, que parecían ser más antigua que el resto de la construcción.
Aquí cesaban todas los parecidos con el sueño. No había ninguna silenciosa familia, sino en cambio una gran asamblea de excitadas y alegres personas, todas conocidas. Además no sentía ninguna opresión ni temor. Sin embargo me sentía curioso acerca de lo que iba a pasar. El té prosiguió su alegre curso, y en determinado momento la señora Clinton se paró. En ese momento supe lo diría. Ella dijo:
-Jack te mostrará tu cuarto: te di la habitación de la torre.
Durante un instante el horror del sueño me asaltó. Pero esta opresión pasó rápidamente, y de nuevo no sentí más que una intensa curiosidad. Y no pasó mucho hasta que esta fue totalmente satisfecha. John se volvió a mí.
-Justo en el techo de la casa, -me dijo- pero creo que estarás cómodo. Estamos con todas las habitaciones ocupadas. ¿Te gustaría verla? Por Dios, creo que tenías razón, vamos a tener tormenta. ¡Qué oscuro se está poniendo!
Me levanté y lo seguí. Cruzamos el vestíbulo y la escalera. Entonces abrió la puerta, y entré. En ese momento un terror irracional se apoderó de mí. No sabía a que le temía: simplemente temía. Fue como un recuerdo súbito, como cuando uno recuerda un nombre que hacía tiempo se le había escapado de la memoria, y supe a que le temía. Le temía a la señora Stone, cuya tumba cantaba la siniestra inscripción: -En maldita memoria-, tantas veces vista en sueños, casi sobre el césped que yacía bajo mi ventana. Y entonces, una vez más, el terror se desvaneció, a tal punto que me pregunté que era a lo que temía. Me sentía tranquilo en la habitación de la torre, el nombre que tantas veces había escuchado en mi sueño.
Miré alrededor con cierto derecho de propiedad, y me di cuenta que nada había cambiado del sueño que conocía. A la izquierda estaba la cama. Alineada con ella estaba la chimenea y un pequeño armario de libros; opuesta a la puerta, la otra pared estaba atravesada por dos ventanas enrejadas. Entre ellas había una mesa de tocador y una cubeta para lavarse. Mi equipaje ya había sido desempacado, ya que mis prendas estaban ordenadas sobre la cama. Entonces, con un súbito temblor, vi que dos objetos conspicuos que jamás había visto en mi sueño: uno era una gran pintura al óleo de la señora Stone, y el otro era un dibujo en blanco y negro de Jack Stone, representándole tal y como lo veía en sueños: un hombre de unos treinta años, de apariencia maligna. Su retrato colgaba entre las ventanas, mirando a través de la habitación hacia el otro cuadro. Nuevamente volví a experimentar el horror de la pesadilla que me atenazaba. La señora Stone aparecía como la había visto por última vez en mi sueño: vieja, encanecida. Pero en vez de la evidente debilidad del cuerpo, la pintura mostraba una siniestra exuberancia, brillando a través de la carne, una vitalidad que burbujeaba con inimaginable crueldad. El mal resplandecía en esos ojos; y en su boca crecía una sonrisa demoníaca. El rostro entero estaba llevado por una horrorosa y sobrecogedora hilaridad; las manos, una encima de la otra sobre la rodilla, parecían conmocionadas con una inenarrable jovialidad. Entonces vi la firma del cuadro, en la esquina inferior izquierda, y, preguntándome quien habría sido el artista, me acerqué y leí la inscripción: -Julia Stone por Julia Stone.
Hubo un golpe en la puerta, y John Clinton entró.
-¿Necesitas algo más? -preguntó.
-Mucho menos de lo que tengo. -dije, señalando el retrato.
Se rió.
-Una vieja y severa señora. -dijo- De cualquier modo, ella no puede estar muy halagada.
-¿No lo ves? -cuestioné- Es apenas un rostro humano. Son las facciones de alguna bruja o algún demonio.
Él miró el cuadro más de cerca.
-Si, no es muy agradable. -dijo- Imagino las pesadillas que tendría si llego a dormir con esto tan cerca. Lo bajaré si quieres.
-Por favor.- dije. Él tocó la campana, y con la ayuda de un sirviente, quitamos el retrato. Fue llevado al pasillo, y puesto el rostro contra la pared.
-Por Dios, la señora es bastante pesada -dijo John, secándose la frente.
El extraordinario peso del cuadro también me había quebrado. Estaba a punto de replicar, cuando observé mi mano. Había una considerable cantidad de sangre.
-Me corté. -dije.
John exclamó.
-¡Yo también! -dijo.
El sirviente sacó su pañuelo y le vendó la mano. Vi que también la mano del lacayo estaba sangrando. John y yo salimos del cuarto y fuimos a lavarnos; pero ni en su mano ni en la mía había rastros de una herida. Me pareció que, por una especie de tácito acuerdo, no dijimos nada. En mi caso, algo se me había ocurrido y no deseaba pensar sobre ello. Era solo una conjetura, pero supuse que lo mismo le había ocurrido a él.
El calor y la opresión del aire, debido a la tormenta que aún no se había desencadenado, se incrementó tras la cena. Luego la concurrencia, entre los que nos contábamos John Clinton y yo, nos sentamos en el jardín, donde habíamos tomado el té. La noche estaba absolutamente oscura, y no había estrellas o luna que pudiera penetrar la mortaja que opacaba el cielo. La reunión se fue despejando, las mujeres se fueron retirando a dormir, los hombres se dispersaron hacia el salón de fumar o al cuarto del billar, y a eso de las once de la noche mi anfitrión y yo quedamos solos. Toda la noche estuve cavilando que él tendría algo en mente, y en cuanto estuvimos solos, habló.
-El hombre que nos ayudó a cargar el cuadro, tenía sangre en su mano, ¿lo notaste? -dijo- Le pregunté si se había cortado, y me dijo que sí, pero al final no pudo encontrar ninguna herida. ¿De dónde provino la sangre?"
Al decirme esto, echaba por tierra mis propósitos de olvidar el tema, especialmente justo antes de ir a dormir.
-No lo se. -dije- Realmente no quiero averiguarlo.
Él se paró.
-Es raro. -dijo- ¡Ahora verás otra cosa extraña!
Su perro, un terrier irlandés, había salido mientras hablábamos. La puerta del vestíbulo, estaba abierta, y una luz iluminaba el jardín hasta la puerta de hierro, donde estaba el nogal. Vi que el perro estaba encrispado, mostrando los dientes, listo para brincar sobre algo. Fue como si no notase la presencia de su amo. Se quedó, tenso, girando en torno al césped frente a la puerta. Luego se detuvo, mirando a través de los barrotes, aunque continuó gruñendo. Después pareció como si su coraje lo abandonara: pegó un largo aullido, y corrió de nuevo a la casa.
-Lo hace una media docena de veces por día. -dijo John- Parece que ve algo que odia y teme.
Caminé hacia la puerta y miré a través de ella. Algo se movía entre el pasto. Pronto llegó a mis oídos un sonido que no pude identificar inmediatamente. Luego recordé que era: el ronroneo de un gato.
Prendí una linterna y vi que era lo que ronroneaba: un gran gato persa que daba vueltas alrededor de un pequeño círculo frente a la puerta, con la cola flameando como una bandera. Sus ojos brillaban mientras olisqueaba el césped. Me reí.
-El fin del misterio, me temo. -Dije- Un gato enorme, el origen de todas las noches de Walpurgis.
-Es Darius. -dijo John- Se pasa medio día y el resto de la noche ahí. Pero este no es el fin del misterio del perro, ya que Toby y él son los mejores amigos. Aquí comienza el misterio del gato. ¿Qué es lo que hace ahí? ¿Y porqué Darius está complacido y Toby aterrorizado?
En ese momento recordé aquel horrible detalle en mi sueño, cuando veía la puerta, justo donde el gato estaba ahora, la blanca lápida con la siniestra inscripción. Pero antes que pudiera responder a mi pregunta, comenzó a llover, súbita e furiosamente, como si se hubiese destapado el cielo. El gato saltó a través de las rejas de la puerta de hierro, y corrió por el jardín hasta la casa en busca de refugio. Luego se sentó en el portal y se quedó observando ansiosamente a la oscuridad.
De alguna manera, con el retrato de Julia Stone fuera, en el pasillo, el cuarto en la torre no me alarmaba en absoluto, y cuando fui a la cama, me sentí con mucho sueño. Sólo me preocupaba el incidente de las manos manchadas de sangre, y por la conducta de los animales. Lo último que vi antes de apagar la luz fue el rectángulo vacío, a un lado de mi cama, donde había estado el retrato. En esa porción el empapelado poseía su tinte original, que era rojo: sobre el resto de las paredes este color se había desgastado. Luego apagué mi vela y quede dormido casi instantáneamente.
Mi despertar fue igual de rápido. Me senté en la cama bajo la impresión de que una luz brillante me había alumbrado la cara. Sabía perfectamente en donde estaba, pero ningún horror que hubiese sentido en sueños se comparaba al que ahora me atenazaba y congelaba mi mente. Inmediatamente, llegó el bramido de un trueno, sacudiendo toda la casa, pero la probabilidad que esto hubiera sido el origen de la luz que me despertó no fue consuelo para mi agitado corazón. Sabía que había algo más, conmigo, en la habitación, e instintivamente saqué mi mano derecha, que era la que estaba más cercana a la pared, y palpé el borde de un marco, como de un cuadro, colgando cerca mío.
Salté de la cama, tirando la mesa de luz, y escuché mi reloj, vela y fósforos cayendo contra el piso. Pero por el momento, no había necesidad de luces, ya que otro enceguecedor relámpago iluminó la estancia y me mostró que sobre mi cama colgaba el cuadro de la señora Stone. Otra vez el cuarto quedó sumido en la penumbra. Pero en este relámpago pude ver otra cosa, una figura apoyada a los pies de la cama, que me miraba. Estaba vestida de blanco, manchada con musgo, y su rostro era el del retrato.
Otra vez tembló el cielo, y cuando cesó, regresó la mortal quietud. Escuché un susurro, algo que se acercaba, más y más, horriblemente, percibiendo al mismo tiempo un hedor a corrupción y putrefacción. Entonces una mano se colocó a un lado de mi cuello, y muy cerca de mi oído pude escuchar una ansiosa y acelerada respiración. Y supe que esa cosa, a pesar que podía ser percibida por el tacto, el olfato, la vista y el oído, no era de este mundo, sino que era algo había podido transponer al cuerpo y que tenía el poder de manifestarse a sí misma. Entonces una voz, que ya me era familiar, se dejó oir:
-Supe que vendrías a la habitación de la torre. -dijo- Te he estado esperando por mucho tiempo. Al final has venido. Esta noche cenaré; en breve cenaremos juntos.
Y la respiración entrecortada se acercó un poco más; podía sentirla sobre mi cuello.
Y este terror, que yo creía me había paralizado, derivó en un salvaje instinto de preservación. Agité el aire salvajemente con ambos brazos, pateé al mismo momento, y escuché un chirrido bestial. Algo blando cayó frente mío con un ruido sordo. Di unos pasos, esquivando lo que fuera que yacía ahí, y por casualidad encontré el picaporte de la puerta. Al instante salté al pasillo, y azoté la puerta detrás mío. Casi al mismo momento oí una puerta que se abría en algún sitio, abajo, y John Clinton, candelabro en mano, acudió corriendo escaleras arriba.
-¿Qué pasa? -preguntó- Dormía y escuché ruidos como sí... Dios santo, hay sangre en tu hombro.
Me quedé allí, según me contó después, moviéndome de un lado a otro, pálido, lívido, con la marca sobre mi hombro como si una mano cubierta de sangre la hubiese tocado.
-Está ahí dentro -dije- Ella, tu sabes. El retrato está dentro, colgando en el mismo lugar.
Me contestó con una sonrisa.
-Mi querido amigo, ha sido apenas una pesadilla. -declaró.
Abrió la puerta. Observé como lo hacía, inerte, presa del terror, incapaz de detenerlo, incapaz de moverme.
-iDios! ¡Es espantoso! El hedor... -dijo.
Luego el silencio. Desapareció de mi vista. Después reapareció tan pálido como estaba yo, y cerró rápidamente la puerta.
-Sí, el cuadro está ahí -dijo- Y sobre el piso hay algo, una cosa manchada de barro, como las que hay en los sepulcros. Vamos, rápido, vámonos de aquí.
Cómo bajamos las escaleras, jamás lo supe. Un estremecimiento y unas náuseas más espirituales que carnales me apresaron, y más de una vez me tuvo que ayudar a poner el pie en el escalón, mientras a cada momento echaba miradas de terror hacia atrás. Pero al final, cuando llegamos a su habitación, en el piso de abajo, le conté todo.
Como muchos de mis lectores quizás ya hayan adivinado, si recuerdan el inexplicable asunto de la iglesia en West Fawley, hace unos ocho años atrás, donde en tres oportunidades se trató de enterrar el cuerpo de cierta mujer que se había suicidado. En cada ocasión el ataúd fue encontrado fuera de su sitio, como emergiendo del suelo. Luego del tercer intento, con el objetivo de que la cosa no trascendiera, el cuerpo fue incinerado en algún lugar sobre tierra no consagrada. ¿Dónde? Justamente frente a la puerta de hierras del jardín, donde aquella mujer había vivido. Ella se había suicidado en el cuarto superior de la torre, su nombre era Julia Stone.
Se dice que el cuerpo fue desenterrado en secreto, y el ataúd fue hallado repleto de sangre".
E.F. Benson
sábado, 4 de julio de 2015
"La Taquiporta"
"No había nada de misterioso en la aversión que sentía hacia mí el Profesor Surd. Yo era el único matemático pobre en una clase excepcionalmente matemática. El viejo caballero buscaba la sala de conferencias todas las mañanas con entusiasmo, y la dejaba de mala gana. Porque, ¿no era cosa de júbilo encontrar a setenta jóvenes quienes, por separado y colectivamente, preferían 'x' a XX; quienes más bien se diferenciaban que se disipaban; y para quienes los miembros de los cuerpos celestes tenían más atractivo que los de las estrellas terrenales sobre el escenario espectacular? De modo que los asuntos iban de maravillas entre el profesor de matemática y la clase de estudiantes de tercer año en la Universidad Polyp. En cada uno de los setenta hombres el sabio veía el logaritmo de un posible La Place, de un Sturm, o de un Newton. Era una tarea encantadora para él conducirlos a través de los placenteros valles de las secciones cónicas, y junto a las quietas aguas del cálculo integral. Figuradamente hablando, su problema no era difícil. Sólo tenía que manipular, eliminar, y elevar a una potencia más alta, y el triunfal resultado de un día de examen estaba garantizado. Pero yo era un elemento preocupante, una desconcertante cantidad desconocida, que de alguna manera se había deslizado en el trabajo, y que amenazaba con afectar seriamente la exactitud de sus cálculos. Era una visión conmovedora contemplar al venerable matemático cuando me suplicaba no ignorar tan completamente el precedente en el uso de las cotangentes; o cuando me instaba, con los ojos casi llenos de lágrimas, que los ordinales eran cosas peligrosas para andar jugando. Todo en vano. Más teoremas iban a mi puño que a mi cabeza. Nunca una tiza hizo tanto trabajo por tan pequeño propósito. Y, por lo tanto, vino que Furnace Second fue reducido a cero en la estimación del Profesor Surd. Me consideraba con todo el horror que una naturaleza no-algebraica podía inspirar. He visto al profesor caminar alrededor de toda una plaza para no encontrarse con el hombre que no tenía matemática en su alma.
Para Furnace Second no había ninguna invitación a la casa del Profesor Surd. Los setenta de la clase cenaban en delegaciones alrededor de la periferia de la mesa del té del profesor. El septuagésimo primero no conocía nada de los encantos de esa elipse perfecta, con sus grupos gemelos de fucsias y geranios en espléndida precisión en los dos costados. Esto, por desgracia, no era privación insignificante. No era que yo anhelara especialmente las porciones de pasteles de limón justamente célebres de la Sra. Surd; no era que las esféricas ciruelas damascenas de sus excelentes mermeladas tuvieran ningún notable encanto; ni siquiera que ansiara escuchar la jocosa charla en la mesa del profesor sobre los binomios, y las informales ilustraciones sobre abstrusas paradojas. La explicación es muy diferente. El Profesor Surd tenía una hija. Veinte años atrás hizo una proposición de matrimonio a la actual Sra. Surd. Añadió un pequeño Corolario a su proposición no mucho tiempo después. El Corolario era una niña. Abscisa Surd era tan perfectamente simétrica como el círculo de Giotto, y tan pura, además, como la matemática que su padre enseñaba. Fue justo cuando la primavera estaba llegando para extraer las raíces de la vegetación congelada que me enamoré del Corolario. Pronto tuve razones para considerar como una verdad evidente que ella misma no era indiferente. El lector sagaz ya reconocerá casi todos los elementos necesarios de una trama bien-ordenada. Hemos presentado a una heroína, deducido un héroe, y formulado un padre hostil según el modelo más aprobado. Un movimiento para la historia, un único Deus ex machina está faltando. Con considerable satisfacción puedo prometer una novedad perfecta en esta línea, un Deus ex machina nunca antes ofrecido al público.
Estaría desestimando la inteligencia común al decir que busqué con incansable perseverancia imaginarme en la buena voluntad del severo padre; que nunca un estúpido se dedicó a la matemática con más paciencia que yo; que nunca la fidelidad logró una recompensa tan magra. Entonces contraté a un profesor particular. Sus instrucciones seguí sin el menor éxito. El nombre de mi profesor particular era Jean Marie Rivarol. Era un alsaciano único, aunque galo de nombre, totalmente teutón de naturaleza; de nacimiento francés, por la educación alemán. Su edad era treinta; su profesión, la omnisciencia; el lobo en su puerta, la pobreza; el esqueleto en su ropero, una pasión devoradora pero no correspondida. Los principios más recónditos de la ciencia práctica eran sus juguetes; las complejidades más profundas de la ciencia abstracta sus diversiones. Los problemas que eran misterios predestinados para mí eran para él tan claros como agua de Tahoe. Quizás este mismo hecho explicará la falta de éxito en la relación entre profesor particular y alumno; quizás la falla sea sólo debida a mi propia y rematada estupidez. Rivarol había colgado de las faldas de la universidad durante varios años; proveía a sus pocas necesidades escribiendo para revistas científicas, o ayudando a estudiantes que, como yo mismo, eran caracterizados por una plétora de dinero y una pobreza de ideas; cocinaba, estudiaba y dormía en su alojamiento en el ático; y llevaba a cabo experimentos extraños por sí mismo.
No necesitamos mucho tiempo para descubrir que incluso este genio excéntrico no podía trasplantar un cerebro en mi cráneo deficiente. Dejé la lucha desesperado. Un año desdichado arrastraba lentamente su longitud. Fue un año triste, sólo iluminado por ocasionales entrevistas con Abscisa, la Abbie de mis pensamientos y sueños. El día de graduación se acercaba rápidamente. Pronto me iría, con el resto de mi clase, a sorprender y encantar a un mundo que esperaba. El profesor parecía evitarme más que nunca. Nada más que los convencionalismos, que creo que lo alejaban de darle forma a su tratamiento hacia mí sobre la base de una no disimulada aversión. Por fin, por la misma imprudencia de la desesperación, resolví verlo, suplicarle, amenazarlo si era necesario, y arriesgar toda mi fortuna en una oportunidad desesperada. Le escribí una carta algo desafiante, declarando mis aspiraciones, y, mientras me halagaba, astutamente le di una semana para superar la primera impresión de la horrible sorpresa. Entonces, estaba listo para conocer mi destino. Durante la semana de suspenso me preocupé casi hasta tener fiebre. Primero era la esperanza descabellada, y luego la desesperación más sensata. El viernes por la noche, cuando me presenté en la puerta del profesor, era un espectro tan demacrado, somnoliento y arrastrado, que incluso la Srta. Jocasta, la severa doncella predilecta de los Surd, me hizo pasar con compasión, y sugirió un té de menta. El Profesor Surd estaba en una reunión del cuerpo docente. ¿Esperaría?
Sí, hasta que todo se pusiera azul, si era necesario. ¿La Srta. Abbie?
Abscisa había ido a Wheelborough a visitar a un amigo de la escuela. La anciana doncella esperaba que me sintiera cómodo, y partió hacia los sitios desconocidos que conocían la diaria caminata de Jocasta. ¡Cómodo! Pero me senté en una enorme silla incómoda y esperé, con el espíritu contradictorio común en tales coyunturas, temiendo cada paso que debía anunciar al hombre que, de todos los hombres, deseaba ver. Había estado allí al menos una hora, y me estaba sintiendo somnoliento. Por fin entró el Profesor Surd. Se sentó en la penumbra enfrente de mí, y pensé que sus ojos brillaban con maligno placer cuando dijo, abruptamente:
—De modo que, joven, ¿usted piensa que será un adecuado esposo para mi hija?
Tartamudeé algunas sandeces sobre darle en afecto lo que carecía en méritos; sobre mis expectativas, familia y todo eso. Me interrumpió rápidamente.
—Usted me entiende mal, señor. Su naturaleza carece de percepción y conocimiento matemáticos que son los únicos fundamentos seguros del carácter. Usted no tiene matemática dentro. Usted es adecuado para la traición, las estratagemas, y el botín --Shakespeare. Su estrecho intelecto no puede comprender y apreciar una mente generosa. Hay toda una diferencia entre usted y un Surd, si puedo decirlo, que interviene entre una infinitesimal y una infinito. ¡Vaya, incluso osaré decir que usted ni siquiera comprende el Problema de los Correos!
Admití que el Problema de los Correos debería ser clasificado más bien fuera de mi lista de logros que dentro de ella. Lamentaba esta falla muy profundamente, y sugerí enmendarme. Esperaba levemente que mi fortuna fuera tal...
—¡Dinero! —exclamó impaciente—. ¿Trata usted de sobornar a un senador romano con un flautín? Vaya, muchacho, ¿alardea su mísera riqueza, la cual, expresada en millas, no cubrirá diez lugares decimales, ante los ojos de un hombre que mide los planetas en sus órbitas, y cierra multitudes de infinitos por sí mismos?
Con premura negué cualquier intención de imponer mis tontos dólares, y él continuó:
—Su carta no me sorprendió ni un poco. Pensé que "usted" sería la última persona en el mundo entero que supusiera una alianza aquí. Pero teniendo una contemplación hacia usted en persona —y otra vez vi que la malicia brillaba en sus ojos pequeños— y aun más consideración hacia la felicidad de Abscisa, he decidido que usted la tendrá, con condiciones. Con condiciones —repitió, con un gesto despectivo medio encubierto.
—¿Cuáles son? —grité, ansiosamente—. Sólo dígalas.
—Bien, señor —continuó, y la forma deliberada de su discurso parecía el mismo refinamiento de la crueldad—, usted sólo tiene que demostrar que es digno de una alianza con una familia matemática. Sólo tiene que lograr una tarea que le daré en este momento. Sus ojos me preguntan cuál es. Le diré. Distíngase en esa noble rama de la ciencia abstracta en la cual, no puede dejar de reconocer, es en este momento tristemente deficiente. Pondré la mano de Abscisa en la suya siempre que usted venga ante mí y cuadre el círculo a mi satisfacción. ¡No! Ésa es una condición demasiado fácil. Me haría trampas a mí mismo. Digamos movimiento perpetuo. ¿Le gusta eso? ¿Cree que está dentro del alcance de su capacidad mental? Usted no sonríe. Quizás su talento no corre en el sentido del movimiento perpetuo. Varias personas han descubierto que los suyos no lo hacían. Le daré otra oportunidad. Estábamos hablando del Problema de los Correos, y creo que usted expresó un deseo de saber más de esa ingeniosa cuestión. Tendrá la oportunidad. Siéntese algún día, cuando no tenga nada más que hacer, y descubra el principio de la velocidad infinita. Quiero decir la ley del movimiento que logrará una infinita distancia en un tiempo infinitamente corto. Puede mezclar un poco de mecánica práctica, si quiere. Invente algún método para llevar el Correo atrasado en su camino a la velocidad de sesenta millas por minuto. Demuéstreme matemáticamente este descubrimiento (¡cuando lo haya hecho!), y aproxímese a él prácticamente, y Abscisa será suya. Hasta que pueda, le agradeceré que no me moleste ni a ella.
No podía soportar su burlar por más tiempo. Salí mecánicamente y a trompicones de la habitación, y de la casa. Incluso olvidé mi sombrero y mis guantes. Caminé una hora a la luz de la luna. Gradualmente gané un marco mental más optimista. Esto era debido a mi ignorancia de matemática. Si hubiera comprendido el verdadero significado de lo que pedía, debería haber estado completamente abatido. Quizás este problema de las sesenta millas por minuto no era tan imposible después de todo. De todos modos podía intentar, sin embargo podía no tener éxito. Y Rivarol vino a mi mente. Le preguntaría. Conseguiría el apoyo de sus conocimientos para acompañar mi propia perseverancia fiel. Busqué sus alojamientos de inmediato. El hombre de ciencia vivía en el cuarto piso, atrás. Nunca antes había estado en su habitación. Cuando entré, estaba en el acto de llenar un jarro de cerveza de un bidón etiquetado "Aqua fortis".
—Siéntese —dijo—. No, no en esa silla. Es mi Ajustador de Caja Chica.
Pero fue un segundo demasiado tarde. Me había lanzado sin cuidado sobre una silla de apariencia seductora. Ante mi total asombro, extendió dos brazos de esqueleto y me sujetó fuertemente, contra lo que me debatí en vano. Entonces, un cráneo se estiró sobre mi hombro y sonrió abiertamente con una espantosa familiaridad cerca de mi cara. Rivarol llegó en mi ayuda con un montón de disculpas. Tocó un resorte en algún lugar y el Ajustador de Caja Chica aflojó sus espantosos brazos. Me senté con cautela en una simple mecedora con base de caña, que Rivarol me aseguró era una ubicación segura.
—Ese asiento —dijo—, es un arreglo sobre el que me felicito. Lo hice en Heidelberg. Me ha ahorrado una gran cantidad de pequeños fastidios. Envío a sus brazos a los amigos que me aburren, y las visitas que me exasperan. Pero nunca es tan útil como cuando aterroriza a algún comerciante con una cuenta insignificante. De allí viene el sobrenombre que le he dado con humor. Ellos están siempre demasiado felices para comprar su liberación al precio de una factura. ¿Comprende bien la idea?
Mientras el alsaciano diluía su vaso de Aqua fortis, le agregaba una infusión de licores amargos, y se lanzaba del parachoques con evidente deleite, tuve tiempo de mirar el extraño departamento. Las cuatro esquinas de la habitación estaban ocupadas, respectivamente, por un torno, un rollo Rhumkorff, un pequeño motor a vapor y un planetario en movimiento. Mesas, estantes, sillas y piso sostenían un raro conjunto de herramientas, retortas, químicos, receptores de gas, instrumentos filosofales, botas, matraces, cajas de cuellos de papel, diminutos libros, y libros de gran tamaño. Había bustos de yeso de Aristóteles, Arquímedes y Comte, mientras que un enorme búho somnoliento parpadeaba apoyado sobre la frente benigna de Martin Farquhar Tupper.
—Siempre hace nido allí cuando se propone dormir —explicó mi profesor particular—. Eres un ave con una mente no corriente. Schlafen Sie wohl.
Por una puerta del ropero, entreabierta, pude ver una forma casi humana cubierta con una sábana. Rivarol captó mi mirada.
—Eso —dijo—, será mi obra maestra. Es un Microcosmos, un Androide, aunque sólo parcialmente completo. ¿Y por qué no? Albertus Magnus construyó una imagen perfecta para charlar sobre metafísica y refutar a las escuelas. También lo hizo Sylvester II; también Robertus Greathead. Roger Bacon hizo a una cabeza desvergonzada que lanzaba discursos. Pero el primero de los nombrados llegó a la destrucción. Tomás de Aquino se alzó en cólera por algunos de sus silogismos e hizo añicos su cabeza. La idea es bastante razonable. La acción mental será reducida a leyes tan precisas como las que gobiernan lo físico. ¿Por qué no debería lograr un maniquí que sermonee discursos tan originales como los del Rev. Dr. Allchin, o que diga poesía tan mecánicamente como Paul Anapest? Mi Androide ya puede resolver problemas en fracciones vulgares y componer sonetos. Espero enseñarle la Filosofía Positiva.
De entre la desconcertante confusión de sus efectos, Rivarol sacó dos pipas y las llenó. Me pasó una.
—Y aquí —dijo—, vivo y estoy aceptablemente cómodo. Cuando mi abrigo se gasta en los codos, busco al sastre y me toma las medidas para otro. Cuando estoy hambriento, doy un paseo hasta lo del carnicero y me traigo a casa una libra o algo así de filete, que cocino muy bien en tres segundos con esta llama de oxy-hidrógeno. Sediento, quizás, pido el envío de un bidón de Aqua fortis. Pero hago que lo anoten, todos anotan. Mi espíritu está por encima de cualquier pequeña transacción pecuniaria. Odio los sucios billetes, y nunca manejo lo que llaman certificado.
—¿Pero nunca es molestado con las facturas? —pregunté—. ¿Los acreedores no lo preocupan?
—¡Acreedores! —gritó Rivarol—. No he aprendido semejante palabra en su muy admirable idioma. El que permita que su alma sea afectada por acreedores es una reliquia de una civilización imperfecta. ¿De qué sirve la ciencia si no puede servir a un hombre que tiene cuentas en curso? Escuche. Al momento que usted o cualquiera entra por la puerta exterior, esta campanilla eléctrica suena advirtiéndome. Cada escalón sucesivo de la escalera de la Sra. Grimier es un espía y alerta informante para mi beneficio. El primero escalón es pisado. Ese confiable primer escalón de inmediato telegrafía su peso. Nada podría ser más simple. Es exactamente como cualquier balanza de plataforma. El peso es registrado aquí arriba sobre este dial. El segundo escalón registra el tamaño de los pies de mi visitante. El tercero, su altura; el cuarto, su complexión, y todos así. Cuando llega a la cima del primer tramo, tengo una descripción muy exacta de él aquí mismo, en mi codo, y un margen del tiempo para deliberar y actuar. ¿Me sigue? Es bastante simple. Apenas el ABC de mi ciencia.
—Ya veo todo eso —dije—, pero no veo cómo lo ayudan. El saber que un acreedor viene no pagará su cuenta. Usted no puede escapar a menos que salte por la ventana.
Rivarol se rió suavemente.
—Le diré. Usted verá en qué se convierte cualquier pobre diablo que viene a exigir dinero de mí, de un hombre de ciencia. ¡Ja! ¡Ja! Me complace. Estuve siete semanas perfeccionando mi Supresor de Crueldad. ¿Sabía que —susurró exultante—, sabía que hay un agujero a través del centro de la tierra? Los físicos lo han sospechado durante mucho tiempo; fui el primero en encontrarlo. Usted ha leído cómo Rhuyghens, el navegante holandés, descubrió en la región de Kerguellen un hoyo abismal donde mil cuatrocientas brazas de línea de plomada no sonaron. Herr Tom, ¡ese agujero no tiene fondo! Corre desde una superficie de la tierra hasta la superficie antipodal. Es diametral. ¿Pero dónde es el sitio antipodal? Usted está parado sobre él. Lo supe por la más simple casualidad. Estaba cavando en el sótano de la Sra. Grimier para enterrar a un pobre gato que había sacrificado en un experimento galvánico, cuando la tierra bajo mi pala se desmenuzó, se hundió, y lleno de asombro quedé sobre el borde de un pozo muy amplio. Dejé caer un trozo de carbón. Se fue abajo, abajo, abajo, saltando y rebotando. En dos horas y cuarto ese trozo de carbón apareció otra vez. Lo atrapé y se lo devolví a la furiosa Grimier. Sólo piense un minuto. El trozo de carbón cayó, más y más rápido, hasta que llegó al centro de la tierra. Allí se detendría, si no fuera por la velocidad adquirida. Más allá del centro su viaje fue relativamente hacia arriba, hacia la superficie opuesta del globo. De modo que, al perder velocidad, fue cada vez más lento hasta que llegó a esa superficie. Aquí llegó a detenerse por un segundo y luego cayó otra vez, ocho mil millas y pico, a mis manos. Si yo no hubiera interferido, habría repetido su viaje, una y otra vez, cada uno de menor extensión, como las decrecientes oscilaciones de un péndulo, hasta que al final llegara al descanso eterno en el centro de la esfera. No soy lento para darle una aplicación práctica a un descubrimiento tan imponente. Mi Represor de Crueldad nació de él. Una trampa, justo fuera de la puerta; un resorte aquí, un acreedor en la trampa. ¿Necesita que diga más?
—¿Pero no es un poco inhumano? —sugerí tímidamente—. Lanzar a un ser desdichado a un viaje perpetuo hacia y desde la región de Kerguellen, sin advertencia.
—Les doy una oportunidad. Cuando aparecen por primera vez, espero en la boca del pozo con una soga en las manos. Si son razonables y aceptan los términos, les arrojo la línea. Si se mueren, es por su propia culpa. Sólo que —añadió, con una sonrisa melancólica—, el centro se está obstruyendo con tantos acreedores que me temo que pronto ya no habrá elección para ellos.
Hasta ese momento, había concebido una alta opinión de la habilidad de mi profesor particular. Si alguien podía enviarme a bailar alegremente por el espacio a una velocidad infinita, Rivarol podía hacerlo. Llené mi pipa y le conté la historia. Escuchó con atención seria y paciente. Entonces, por toda una media hora, fumó en silencio. Al final, habló.
—La antigua figura se ha extralimitado. Le ha dado la oportunidad de dos problemas, y él considera que ambos son insolubles. Ninguno de ellos es insoluble. El único rayo de inteligencia que mostró el Viejo Cotangente fue cuando dijo que cuadrar el círculo era demasiado fácil. Tenía razón. Le habría dado su Liebchen en cinco minutos. Yo cuadré el círculo antes de quitarme los pantalones cortos. Le mostraré el trabajo... pero sería una digresión, y usted no está de humor para digresiones. Nuestra primera oportunidad, por lo tanto, está en el movimiento perpetuo. Ahora, mi buen amigo, le diré francamente que, aunque comprendo este interesante problema, no decido usarlo en su provecho. Yo también, Herr Tom, tengo un corazón. Lo más encantador de su sexo me desaprueba. Sus encantos algo maduros no son para Jean Marie Rivarol. Ha dicho con crueldad que sus años demandan de mí una consideración filial más que una matrimonial. ¿Es el amor una cuestión de años o de eternidad? Esta pregunta le hice a la fría aunque encantadora Jocasta.
—¡Jocasta Surd! —repetí con sorpresa—. ¡La tía de Abscisa!
—La misma —dijo tristemente—. No intentaré ocultar que mi doncel corazón ha sido otorgado a la doncella Jocasta. ¡Deme su mano, sobrino mío en aflicción y en afecto!
Rivarol se secó una no deshonrosa lágrima, y continuó:
—Mi única esperanza está en este descubrimiento del movimiento perpetuo. Me dará fama, riqueza. ¿Puede Jocasta rechazarlas? ¡Si puede, sólo queda la trampa secreta y... la región de Kerguellen!
Con timidez le pedí ver la máquina del movimiento perpetuo. Mi tío en la aflicción sacudió la cabeza.
—En otro momento —dijo—. Ya es suficiente decir en este momento, que es algo sobre el principio de la lengua de una mujer. Pero ahora ve por qué debemos girar su caso a la condición alternativa, la velocidad infinita. Hay varias maneras de lograrlo, en teoría. Por la palanca, por ejemplo. Imagine una palanca con un brazo muy largo y un brazo muy corto. Aplique potencia al brazo más corto que la moverá con gran velocidad. El extremo del brazo largo se moverá mucho más rápido. Ahora continúe acortando el brazo corto y alargando el brazo largo, y a medida que se acerque al infinito en la diferencia de longitud, se acercará al infinito en la velocidad del brazo largo. Sería difícil hacerle una demostración práctica al profesor. Debemos buscar otra solución. Jean Marie meditará. Venga en una quincena. Buenas noches. ¡Pero deténgase! ¿Tiene usted dinero, das Geld?
—Mucho más del que necesito.
—¡Bien! Estrechemos las manos. Oro y Saber; Ciencia y Amor. ¿Qué no podría lograr esta asociación? Vamos a conquistarte, Abscisa. ¡Vorwärts!
Cuando, al final de la quincena, fui al apartamento de Rivarol, pasé con alguna pequeña inquietud sobre la terminal de la Aerolínea a la región de Kerguellen, y eludí los brazos extendidos del Ajustador de Caja Chica. Rivarol me extendió un jarro de cerveza, y llenó el suyo con su propia bebida peculiar.
—Venga —dijo por fin—. Bebamos por el éxito de la TAQUIPORTA.
—¿TAQUIPORTA?
—Sí. ¿Por qué no? "Taqui", rápidamente, y "porta, transporta". ¡Puede enviarlo rápidamente al día de su boda! Abscisa es suya. Es un hecho. ¿Cuándo iremos por las praderas?
—¿Dónde está? —pregunté, mirando en vano alrededor de la habitación cualquier artefacto que pudiera parecer calculado para adelantar posibilidades matrimoniales.
—Está aquí —y dio un a su frente golpecito significativo. Entonces habló didácticamente.
—Hay fuerza suficiente en existencia para lanzarnos a una velocidad de sesenta millas por minuto, o incluso más. Lo que necesitamos es el conocimiento de cómo combinarla y aplicarla. El hombre sabio no intentará hacer que alguna gran fuerza produzca alguna gran velocidad. Seguirá añadiendo pequeña fuerza a la pequeña fuerza, haciendo que cada pequeña fuerza produzca su pequeña velocidad, hasta que la suma de pequeñas fuerzas será una gran fuerza, produciendo ese total de pequeñas velocidades pequeñas, una gran velocidad. La dificultad no está en agregar fuerza; está el correspondiente agregado de velocidades. Una bala de mosquete irá, por decir, hasta una milla. No es difícil aumentar la fuerza de los mosquetes por mil, sin embargo, las mil balas de mosquete no irán más lejos, ni más rápido, que la primera. Vea, entonces, dónde está nuestro problema. No podemos fácilmente sumar velocidad a la velocidad, como sumamos fuerza a la fuerza. Mi descubrimiento es simplemente la utilización de un principio que consigue un aumento de velocidad por cada incremento de la potencia. Pero ésta es la metafísica de la física. Seamos prácticos o nada. Cuando usted caminó hacia adelante en un tren en movimiento, desde el coche del final hacia la máquina, ¿alguna vez pensó qué estaba haciendo realmente?
—Vaya, sí, generalmente iba al coche de fumadores a fumar.
—Ps, ps, ps... ¡eso no! Quiero decir, ¿alguna vez se le ocurrió en tales ocasiones que se estaba moviendo más rápido que el tren? El tren pasa los postes del telégrafo a una velocidad de treinta millas por hora, por decir. Usted camina hacia el vagón de fumadores a una velocidad de cuatro millas por hora. Entonces usted pasa los postes del telégrafo a una velocidad de treinta y cuatro millas. Su velocidad absoluta es la velocidad de la máquina, más la velocidad de su propia locomoción. ¿Me sigue?
Empecé a conseguir un indicio de lo que quería decir, y se lo dije.
—Muy bien. Avancemos un paso. Su adición a la velocidad de la máquina es trivial, y el espacio donde puede ejercitarla, limitado. Ahora suponga dos estaciones, A y B, a dos millas de distancia junto a las vías. Imagine un tren de coches de plataforma, el último coche está detenido en la estación A. El tren tiene una milla de largo, por decir. La máquina está, por lo tanto, a una milla de la estación B. Digamos que el tren puede correr una milla en diez minutos. El último coche, que tiene que correr dos millas, llegará a B en veinte minutos, pero la máquina, una milla más adelante, llegaría en diez. Usted salta en el último coche, en A, en una prisa prodigiosa por llegar hasta Abscisa, que está en B. Si se queda en el último coche, pasarán veinte minutos antes de que la vea. Pero la máquina llega a B y a la bella dama en diez. Usted será un estúpido racionalista, y un amante indiferente, si no se pone a correr hacia la máquina sobre esos coches de plataforma, tan rápido como puedan sus piernas. Usted puede correr una milla, el largo del tren, en diez minutos. Por lo tanto, llega a Abscisa con la máquina, o en diez minutos, diez minutos más temprano que si se hubiera sentado perezosamente en el coche trasero para hablar de política con el hombre del freno. Ha reducido el tiempo a la mitad. Le agregó su velocidad a la de la locomotora para algún propósito. ¿Nicht wahr?
Lo vi perfectamente; mucho más claro, quizás, cuando puso la cláusula sobre Abscisa. Él continuó:
—Este ejemplo, aunque lento, conduce a un principio que puede ser llevado a cualquier extensión. Nuestra primera preocupación será prescindir de sus piernas y aliento. Supongamos que las dos millas de vías son perfectamente derechas, y hagamos que nuestro tren tenga un coche de plataforma, de una milla de largo, con rieles paralelos colocados encima. Ponga una pequeña máquina de juguete en estos rieles, y déjela correr a lo largo del coche de plataforma mientras el coche de plataforma se mueve a lo largo de las vías en el suelo. ¿Capta la idea? El juguete toma su lugar. Pero puede correr su milla mucho más rápido. Imagine que nuestra locomotora es bastante potente y puede tirar del coche de plataforma las dos millas en dos minutos. El juguete puede tener la misma velocidad. Cuando la máquina llega a B en un minuto, el juguete también porque corrió una milla sobre el coche de plataforma. Hemos combinado las velocidades de esas dos máquinas hasta lograr dos millas en un minuto. ¿Es todo lo que podemos hacer? Prepárese para ejercitar su imaginación.
Encendí mi pipa.
—Todavía dos millas de vías rectas, entre A y B. Sobre las vías, un largo coche de plataforma, que va desde A hasta un cuarto de milla de B. ahora descartaremos las locomotoras comunes y adoptaremos como nuestra fuerza motriz una serie de motores magnéticos compactos, distribuidos debajo del coche de plataforma, a lo largo de toda su longitud.
—No comprendo esos motores magnéticos.
—Bien, cada uno de ellos consiste en una gran herradura, cargado con un magneto y un no-magneto alternativamente por medio de una corriente eléctrica intermitente que viene de una batería, esta corriente a su vez está regulada por un mecanismo de relojería. Cuando la herradura está en el circuito, es un magneto, y atrae su badajo hacia ella con un enorme poder. Cuando está fuera del circuito, al siguiente segundo, no es un magneto, y suelta el badajo. El badajo, que oscila de un lado al otro, produce un movimiento rotatorio a un volante, que lo transmite a las ruedas en los rieles. Ésos son nuestros motores. No son ninguna novedad, porque han demostrado ser practicables. Con un motor magnético en cada par de ruedas, podemos esperar razonablemente que nuestro inmenso coche se mueva, y vaya hacia adelante a una velocidad, por decir, de una milla por minuto. El extremo delantero, que tiene que hacer sólo un cuarto de milla, llegará a B en quince segundos. Llamaremos a este coche de plataforma número 1. Encima del número 1 hay rieles sobre los que otro coche de plataforma, el número 2, un cuarto de milla más corto que el número 1, se mueve precisamente del mismo modo. El número 2, a su vez, está cargado con el número 3, que se mueve de manera independiente de los de abajo, y es un cuarto de milla más corto que el número 2. El número 2 tiene una milla y media de largo; el número 3, una milla y un cuarto. Arriba, en niveles sucesivos, están el número 4, de una milla de largo; el número 5, de tres cuartos de milla; el número 6, de media milla; el número 7, de un cuarto de milla, y el número 8, un coche pequeño de pasajeros, encima de todos. Cada coche se mueve sobre el coche de abajo, de manera independiente de todos los otros, a la velocidad de una milla por minuto. Cada coche tiene sus propios motores magnéticos. Bien, el tren está dibujado con el extremo del final de cada coche descansando contra un elevado poste de freno en A, Tom Furnace, el caballeroso conductor, y Jean Marie Rivarol, ingeniero, montan por una larga escalerilla hasta el elevado número 8. El complejo mecanismo es puesto en movimiento. ¿Qué ocurre?
El número 8 corre un cuarto de milla en quince segundos y llega al extremo del número 7. Mientras tanto, el número 7 ha corrido un cuarto de milla en el mismo tiempo y llegó al extremo del número 6; el número 6, un cuarto de milla en quince segundos, y llega al extremo del número 5; el número 5, al extremo del número 4; el número 4, al del número 3; el número 3, al del número 2; el número 2, al del número 1. Y el número 1, en quince segundos, ha corrido su cuarto de milla a lo largo de las vías en el suelo, y ha llegado a la estación B. Todo esto en quince segundos. Por lo cual, los números 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, y 8 llegan contra el poste de frenado en B, precisamente en el mismo segundo. Nosotros, en el número 8, llegamos a B justo cuando llega el número 1. En otras palabras, hemos corrido dos millas en quince segundos. Cada uno de los ocho coches moviéndose a la velocidad de una milla por minuto, ha aportado un cuarto de milla a nuestro viaje, y ha hecho su trabajo en quince segundos. Todos hicieron su trabajo al mismo tiempo, durante los mismos quince segundos. Por consiguiente, hemos sido lanzados por el aire a una velocidad algo sorprendente de siete segundos y medio por milla. Esto es la Taquiporta. ¿Se justifica su nombre?
Aunque un poco perplejo por la complejidad de coches, comprendí el principio general de la máquina. Hice un diagrama, y lo comprendí mucho mejor.
—¿Ha mejorado la idea de mi movimiento más rápido que el tren cuando simplemente estaba yendo al vagón de fumadores?
—Precisamente. Hasta ahora nos hemos mantenido dentro de los límites de lo practicable. Para satisfacer al profesor, puede teorizar algo después, de esta manera: Si duplicamos la cantidad de coches, y disminuimos a la mitad la distancia que cada uno tiene que correr, conseguiremos doblar la velocidad. Cada uno de los dieciséis coches tendrá que correr apenas un octavo de milla. A la velocidad uniforme que hemos adoptado, podemos hacer las dos millas en siete segundos y medio, en lugar de quince. Con treinta y dos coches, y un dieciseisavo de milla, o una diferencia de veinte varas en su longitud, llegamos a la velocidad de una milla en menos de dos segundos; con sesenta y cuatro coches, cada uno corriendo diez varas, una milla en menos de un segundo. ¡¡Más de sesenta millas por minuto! Si esto no es bastante rápido para el profesor, dígale que continúe incrementando la cantidad de coches y disminuyendo la distancia que cada uno tiene que correr. Si sesenta y cuatro coches alcanzan una velocidad de una milla en un segundo, permítale disfrutar de un Taquiporta de seiscientos cuarenta coches, y diviértase calculando la velocidad del coche número 640. Susúrrele que cuando tenga una cantidad infinita de coches con una diferencia infinitesimal en sus longitudes, habrá obtenido esa velocidad infinita que parece anhelar. Entonces exíjale a Abscisa.
Estreché la mano de mi amigo en admiración silenciosa y agradecida. No podía decir nada.
—Usted ha escuchado al hombre de la teoría —dijo con orgullo—. Ahora contemplará al ingeniero práctico. Iremos al oeste del Mississippi y buscaremos alguna localidad adecuadamente llana. Allí erigiremos un modelo de Taquiporta. Convocaremos allí al profesor, a su hija, ¿y por qué no a su bella hermana Jocasta, también? Los llevaremos a un viaje que mucho sorprenderá al venerable Surd. Pondrá los dedos de Abscisa en los suyos y los bendecirá a ambos con una fórmula algebraica. Jocasta contemplará con asombro al genio de Rivarol. Pero tenemos mucho que hacer. Debemos enviar a St. Joseph la enorme cantidad de material a ser empleada en la construcción de la Taquiporta. Debemos contratar a un pequeño ejército de obreros para realizar esa construcción, porque vamos a aniquilar tiempo y espacio. Tal vez sea mejor que usted vea a sus banqueros.
Corrí hasta la puerta impetuosamente. No debía haber ninguna demora.
—¡Deténgase! ¡Deténgase! ¡Um Gottes Willen, deténgase! —chilló Rivarol—. Lancé a mi carnicero esta mañana y no he asegurado la...
Pero fue demasiado tarde. Yo estaba sobre la trampa. ¡Se abrió con un estrépito, y me zambullí hacia abajo, lejos, lejos! Sentí que caía a través de un espacio ilimitado. Recuerdo haberme preguntado, mientras aceleraba a través de la oscuridad, si debía llegar a la región de Kerguellen o detenerme en el centro. Me parecía una eternidad. Entonces mi curso se detuvo repentina y dolorosamente. Abrí los ojos. A mi alrededor estaban las paredes del estudio del Profesor Surd. Debajo de mí había un plano duro y persistente que conocía demasiado bien y era el piso del estudio del Profesor Surd. Detrás de mí estaba la silla negra, resbaladiza y de piel que me había arrojado, tal como la ballena a Jonás. Enfrente de mí, el propio Profesor Surd, miraba hacia abajo con una sonrisa no desagradable.
—Buenas tardes, Sr. Furnace. Permítame ayudarlo. Parece cansado, señor. No me asombra que se haya quedado dormido cuando lo dejé esperando tanto tiempo. ¿Desea un vaso de vino? ¿No? A propósito, al recibir su carta descubro que es un hijo de mi viejo amigo, el juez Furnace. He hecho algunas preguntas, y no veo ninguna razón por qué no pueda ser un buen marido para Abscisa.
Todavía no puedo ver ninguna razón para que la Taquiporta no haya tenido éxito. ¿Puede usted?"
Edward Page Mitchell
Para Furnace Second no había ninguna invitación a la casa del Profesor Surd. Los setenta de la clase cenaban en delegaciones alrededor de la periferia de la mesa del té del profesor. El septuagésimo primero no conocía nada de los encantos de esa elipse perfecta, con sus grupos gemelos de fucsias y geranios en espléndida precisión en los dos costados. Esto, por desgracia, no era privación insignificante. No era que yo anhelara especialmente las porciones de pasteles de limón justamente célebres de la Sra. Surd; no era que las esféricas ciruelas damascenas de sus excelentes mermeladas tuvieran ningún notable encanto; ni siquiera que ansiara escuchar la jocosa charla en la mesa del profesor sobre los binomios, y las informales ilustraciones sobre abstrusas paradojas. La explicación es muy diferente. El Profesor Surd tenía una hija. Veinte años atrás hizo una proposición de matrimonio a la actual Sra. Surd. Añadió un pequeño Corolario a su proposición no mucho tiempo después. El Corolario era una niña. Abscisa Surd era tan perfectamente simétrica como el círculo de Giotto, y tan pura, además, como la matemática que su padre enseñaba. Fue justo cuando la primavera estaba llegando para extraer las raíces de la vegetación congelada que me enamoré del Corolario. Pronto tuve razones para considerar como una verdad evidente que ella misma no era indiferente. El lector sagaz ya reconocerá casi todos los elementos necesarios de una trama bien-ordenada. Hemos presentado a una heroína, deducido un héroe, y formulado un padre hostil según el modelo más aprobado. Un movimiento para la historia, un único Deus ex machina está faltando. Con considerable satisfacción puedo prometer una novedad perfecta en esta línea, un Deus ex machina nunca antes ofrecido al público.
Estaría desestimando la inteligencia común al decir que busqué con incansable perseverancia imaginarme en la buena voluntad del severo padre; que nunca un estúpido se dedicó a la matemática con más paciencia que yo; que nunca la fidelidad logró una recompensa tan magra. Entonces contraté a un profesor particular. Sus instrucciones seguí sin el menor éxito. El nombre de mi profesor particular era Jean Marie Rivarol. Era un alsaciano único, aunque galo de nombre, totalmente teutón de naturaleza; de nacimiento francés, por la educación alemán. Su edad era treinta; su profesión, la omnisciencia; el lobo en su puerta, la pobreza; el esqueleto en su ropero, una pasión devoradora pero no correspondida. Los principios más recónditos de la ciencia práctica eran sus juguetes; las complejidades más profundas de la ciencia abstracta sus diversiones. Los problemas que eran misterios predestinados para mí eran para él tan claros como agua de Tahoe. Quizás este mismo hecho explicará la falta de éxito en la relación entre profesor particular y alumno; quizás la falla sea sólo debida a mi propia y rematada estupidez. Rivarol había colgado de las faldas de la universidad durante varios años; proveía a sus pocas necesidades escribiendo para revistas científicas, o ayudando a estudiantes que, como yo mismo, eran caracterizados por una plétora de dinero y una pobreza de ideas; cocinaba, estudiaba y dormía en su alojamiento en el ático; y llevaba a cabo experimentos extraños por sí mismo.
No necesitamos mucho tiempo para descubrir que incluso este genio excéntrico no podía trasplantar un cerebro en mi cráneo deficiente. Dejé la lucha desesperado. Un año desdichado arrastraba lentamente su longitud. Fue un año triste, sólo iluminado por ocasionales entrevistas con Abscisa, la Abbie de mis pensamientos y sueños. El día de graduación se acercaba rápidamente. Pronto me iría, con el resto de mi clase, a sorprender y encantar a un mundo que esperaba. El profesor parecía evitarme más que nunca. Nada más que los convencionalismos, que creo que lo alejaban de darle forma a su tratamiento hacia mí sobre la base de una no disimulada aversión. Por fin, por la misma imprudencia de la desesperación, resolví verlo, suplicarle, amenazarlo si era necesario, y arriesgar toda mi fortuna en una oportunidad desesperada. Le escribí una carta algo desafiante, declarando mis aspiraciones, y, mientras me halagaba, astutamente le di una semana para superar la primera impresión de la horrible sorpresa. Entonces, estaba listo para conocer mi destino. Durante la semana de suspenso me preocupé casi hasta tener fiebre. Primero era la esperanza descabellada, y luego la desesperación más sensata. El viernes por la noche, cuando me presenté en la puerta del profesor, era un espectro tan demacrado, somnoliento y arrastrado, que incluso la Srta. Jocasta, la severa doncella predilecta de los Surd, me hizo pasar con compasión, y sugirió un té de menta. El Profesor Surd estaba en una reunión del cuerpo docente. ¿Esperaría?
Sí, hasta que todo se pusiera azul, si era necesario. ¿La Srta. Abbie?
Abscisa había ido a Wheelborough a visitar a un amigo de la escuela. La anciana doncella esperaba que me sintiera cómodo, y partió hacia los sitios desconocidos que conocían la diaria caminata de Jocasta. ¡Cómodo! Pero me senté en una enorme silla incómoda y esperé, con el espíritu contradictorio común en tales coyunturas, temiendo cada paso que debía anunciar al hombre que, de todos los hombres, deseaba ver. Había estado allí al menos una hora, y me estaba sintiendo somnoliento. Por fin entró el Profesor Surd. Se sentó en la penumbra enfrente de mí, y pensé que sus ojos brillaban con maligno placer cuando dijo, abruptamente:
—De modo que, joven, ¿usted piensa que será un adecuado esposo para mi hija?
Tartamudeé algunas sandeces sobre darle en afecto lo que carecía en méritos; sobre mis expectativas, familia y todo eso. Me interrumpió rápidamente.
—Usted me entiende mal, señor. Su naturaleza carece de percepción y conocimiento matemáticos que son los únicos fundamentos seguros del carácter. Usted no tiene matemática dentro. Usted es adecuado para la traición, las estratagemas, y el botín --Shakespeare. Su estrecho intelecto no puede comprender y apreciar una mente generosa. Hay toda una diferencia entre usted y un Surd, si puedo decirlo, que interviene entre una infinitesimal y una infinito. ¡Vaya, incluso osaré decir que usted ni siquiera comprende el Problema de los Correos!
Admití que el Problema de los Correos debería ser clasificado más bien fuera de mi lista de logros que dentro de ella. Lamentaba esta falla muy profundamente, y sugerí enmendarme. Esperaba levemente que mi fortuna fuera tal...
—¡Dinero! —exclamó impaciente—. ¿Trata usted de sobornar a un senador romano con un flautín? Vaya, muchacho, ¿alardea su mísera riqueza, la cual, expresada en millas, no cubrirá diez lugares decimales, ante los ojos de un hombre que mide los planetas en sus órbitas, y cierra multitudes de infinitos por sí mismos?
Con premura negué cualquier intención de imponer mis tontos dólares, y él continuó:
—Su carta no me sorprendió ni un poco. Pensé que "usted" sería la última persona en el mundo entero que supusiera una alianza aquí. Pero teniendo una contemplación hacia usted en persona —y otra vez vi que la malicia brillaba en sus ojos pequeños— y aun más consideración hacia la felicidad de Abscisa, he decidido que usted la tendrá, con condiciones. Con condiciones —repitió, con un gesto despectivo medio encubierto.
—¿Cuáles son? —grité, ansiosamente—. Sólo dígalas.
—Bien, señor —continuó, y la forma deliberada de su discurso parecía el mismo refinamiento de la crueldad—, usted sólo tiene que demostrar que es digno de una alianza con una familia matemática. Sólo tiene que lograr una tarea que le daré en este momento. Sus ojos me preguntan cuál es. Le diré. Distíngase en esa noble rama de la ciencia abstracta en la cual, no puede dejar de reconocer, es en este momento tristemente deficiente. Pondré la mano de Abscisa en la suya siempre que usted venga ante mí y cuadre el círculo a mi satisfacción. ¡No! Ésa es una condición demasiado fácil. Me haría trampas a mí mismo. Digamos movimiento perpetuo. ¿Le gusta eso? ¿Cree que está dentro del alcance de su capacidad mental? Usted no sonríe. Quizás su talento no corre en el sentido del movimiento perpetuo. Varias personas han descubierto que los suyos no lo hacían. Le daré otra oportunidad. Estábamos hablando del Problema de los Correos, y creo que usted expresó un deseo de saber más de esa ingeniosa cuestión. Tendrá la oportunidad. Siéntese algún día, cuando no tenga nada más que hacer, y descubra el principio de la velocidad infinita. Quiero decir la ley del movimiento que logrará una infinita distancia en un tiempo infinitamente corto. Puede mezclar un poco de mecánica práctica, si quiere. Invente algún método para llevar el Correo atrasado en su camino a la velocidad de sesenta millas por minuto. Demuéstreme matemáticamente este descubrimiento (¡cuando lo haya hecho!), y aproxímese a él prácticamente, y Abscisa será suya. Hasta que pueda, le agradeceré que no me moleste ni a ella.
No podía soportar su burlar por más tiempo. Salí mecánicamente y a trompicones de la habitación, y de la casa. Incluso olvidé mi sombrero y mis guantes. Caminé una hora a la luz de la luna. Gradualmente gané un marco mental más optimista. Esto era debido a mi ignorancia de matemática. Si hubiera comprendido el verdadero significado de lo que pedía, debería haber estado completamente abatido. Quizás este problema de las sesenta millas por minuto no era tan imposible después de todo. De todos modos podía intentar, sin embargo podía no tener éxito. Y Rivarol vino a mi mente. Le preguntaría. Conseguiría el apoyo de sus conocimientos para acompañar mi propia perseverancia fiel. Busqué sus alojamientos de inmediato. El hombre de ciencia vivía en el cuarto piso, atrás. Nunca antes había estado en su habitación. Cuando entré, estaba en el acto de llenar un jarro de cerveza de un bidón etiquetado "Aqua fortis".
—Siéntese —dijo—. No, no en esa silla. Es mi Ajustador de Caja Chica.
Pero fue un segundo demasiado tarde. Me había lanzado sin cuidado sobre una silla de apariencia seductora. Ante mi total asombro, extendió dos brazos de esqueleto y me sujetó fuertemente, contra lo que me debatí en vano. Entonces, un cráneo se estiró sobre mi hombro y sonrió abiertamente con una espantosa familiaridad cerca de mi cara. Rivarol llegó en mi ayuda con un montón de disculpas. Tocó un resorte en algún lugar y el Ajustador de Caja Chica aflojó sus espantosos brazos. Me senté con cautela en una simple mecedora con base de caña, que Rivarol me aseguró era una ubicación segura.
—Ese asiento —dijo—, es un arreglo sobre el que me felicito. Lo hice en Heidelberg. Me ha ahorrado una gran cantidad de pequeños fastidios. Envío a sus brazos a los amigos que me aburren, y las visitas que me exasperan. Pero nunca es tan útil como cuando aterroriza a algún comerciante con una cuenta insignificante. De allí viene el sobrenombre que le he dado con humor. Ellos están siempre demasiado felices para comprar su liberación al precio de una factura. ¿Comprende bien la idea?
Mientras el alsaciano diluía su vaso de Aqua fortis, le agregaba una infusión de licores amargos, y se lanzaba del parachoques con evidente deleite, tuve tiempo de mirar el extraño departamento. Las cuatro esquinas de la habitación estaban ocupadas, respectivamente, por un torno, un rollo Rhumkorff, un pequeño motor a vapor y un planetario en movimiento. Mesas, estantes, sillas y piso sostenían un raro conjunto de herramientas, retortas, químicos, receptores de gas, instrumentos filosofales, botas, matraces, cajas de cuellos de papel, diminutos libros, y libros de gran tamaño. Había bustos de yeso de Aristóteles, Arquímedes y Comte, mientras que un enorme búho somnoliento parpadeaba apoyado sobre la frente benigna de Martin Farquhar Tupper.
—Siempre hace nido allí cuando se propone dormir —explicó mi profesor particular—. Eres un ave con una mente no corriente. Schlafen Sie wohl.
Por una puerta del ropero, entreabierta, pude ver una forma casi humana cubierta con una sábana. Rivarol captó mi mirada.
—Eso —dijo—, será mi obra maestra. Es un Microcosmos, un Androide, aunque sólo parcialmente completo. ¿Y por qué no? Albertus Magnus construyó una imagen perfecta para charlar sobre metafísica y refutar a las escuelas. También lo hizo Sylvester II; también Robertus Greathead. Roger Bacon hizo a una cabeza desvergonzada que lanzaba discursos. Pero el primero de los nombrados llegó a la destrucción. Tomás de Aquino se alzó en cólera por algunos de sus silogismos e hizo añicos su cabeza. La idea es bastante razonable. La acción mental será reducida a leyes tan precisas como las que gobiernan lo físico. ¿Por qué no debería lograr un maniquí que sermonee discursos tan originales como los del Rev. Dr. Allchin, o que diga poesía tan mecánicamente como Paul Anapest? Mi Androide ya puede resolver problemas en fracciones vulgares y componer sonetos. Espero enseñarle la Filosofía Positiva.
De entre la desconcertante confusión de sus efectos, Rivarol sacó dos pipas y las llenó. Me pasó una.
—Y aquí —dijo—, vivo y estoy aceptablemente cómodo. Cuando mi abrigo se gasta en los codos, busco al sastre y me toma las medidas para otro. Cuando estoy hambriento, doy un paseo hasta lo del carnicero y me traigo a casa una libra o algo así de filete, que cocino muy bien en tres segundos con esta llama de oxy-hidrógeno. Sediento, quizás, pido el envío de un bidón de Aqua fortis. Pero hago que lo anoten, todos anotan. Mi espíritu está por encima de cualquier pequeña transacción pecuniaria. Odio los sucios billetes, y nunca manejo lo que llaman certificado.
—¿Pero nunca es molestado con las facturas? —pregunté—. ¿Los acreedores no lo preocupan?
—¡Acreedores! —gritó Rivarol—. No he aprendido semejante palabra en su muy admirable idioma. El que permita que su alma sea afectada por acreedores es una reliquia de una civilización imperfecta. ¿De qué sirve la ciencia si no puede servir a un hombre que tiene cuentas en curso? Escuche. Al momento que usted o cualquiera entra por la puerta exterior, esta campanilla eléctrica suena advirtiéndome. Cada escalón sucesivo de la escalera de la Sra. Grimier es un espía y alerta informante para mi beneficio. El primero escalón es pisado. Ese confiable primer escalón de inmediato telegrafía su peso. Nada podría ser más simple. Es exactamente como cualquier balanza de plataforma. El peso es registrado aquí arriba sobre este dial. El segundo escalón registra el tamaño de los pies de mi visitante. El tercero, su altura; el cuarto, su complexión, y todos así. Cuando llega a la cima del primer tramo, tengo una descripción muy exacta de él aquí mismo, en mi codo, y un margen del tiempo para deliberar y actuar. ¿Me sigue? Es bastante simple. Apenas el ABC de mi ciencia.
—Ya veo todo eso —dije—, pero no veo cómo lo ayudan. El saber que un acreedor viene no pagará su cuenta. Usted no puede escapar a menos que salte por la ventana.
Rivarol se rió suavemente.
—Le diré. Usted verá en qué se convierte cualquier pobre diablo que viene a exigir dinero de mí, de un hombre de ciencia. ¡Ja! ¡Ja! Me complace. Estuve siete semanas perfeccionando mi Supresor de Crueldad. ¿Sabía que —susurró exultante—, sabía que hay un agujero a través del centro de la tierra? Los físicos lo han sospechado durante mucho tiempo; fui el primero en encontrarlo. Usted ha leído cómo Rhuyghens, el navegante holandés, descubrió en la región de Kerguellen un hoyo abismal donde mil cuatrocientas brazas de línea de plomada no sonaron. Herr Tom, ¡ese agujero no tiene fondo! Corre desde una superficie de la tierra hasta la superficie antipodal. Es diametral. ¿Pero dónde es el sitio antipodal? Usted está parado sobre él. Lo supe por la más simple casualidad. Estaba cavando en el sótano de la Sra. Grimier para enterrar a un pobre gato que había sacrificado en un experimento galvánico, cuando la tierra bajo mi pala se desmenuzó, se hundió, y lleno de asombro quedé sobre el borde de un pozo muy amplio. Dejé caer un trozo de carbón. Se fue abajo, abajo, abajo, saltando y rebotando. En dos horas y cuarto ese trozo de carbón apareció otra vez. Lo atrapé y se lo devolví a la furiosa Grimier. Sólo piense un minuto. El trozo de carbón cayó, más y más rápido, hasta que llegó al centro de la tierra. Allí se detendría, si no fuera por la velocidad adquirida. Más allá del centro su viaje fue relativamente hacia arriba, hacia la superficie opuesta del globo. De modo que, al perder velocidad, fue cada vez más lento hasta que llegó a esa superficie. Aquí llegó a detenerse por un segundo y luego cayó otra vez, ocho mil millas y pico, a mis manos. Si yo no hubiera interferido, habría repetido su viaje, una y otra vez, cada uno de menor extensión, como las decrecientes oscilaciones de un péndulo, hasta que al final llegara al descanso eterno en el centro de la esfera. No soy lento para darle una aplicación práctica a un descubrimiento tan imponente. Mi Represor de Crueldad nació de él. Una trampa, justo fuera de la puerta; un resorte aquí, un acreedor en la trampa. ¿Necesita que diga más?
—¿Pero no es un poco inhumano? —sugerí tímidamente—. Lanzar a un ser desdichado a un viaje perpetuo hacia y desde la región de Kerguellen, sin advertencia.
—Les doy una oportunidad. Cuando aparecen por primera vez, espero en la boca del pozo con una soga en las manos. Si son razonables y aceptan los términos, les arrojo la línea. Si se mueren, es por su propia culpa. Sólo que —añadió, con una sonrisa melancólica—, el centro se está obstruyendo con tantos acreedores que me temo que pronto ya no habrá elección para ellos.
Hasta ese momento, había concebido una alta opinión de la habilidad de mi profesor particular. Si alguien podía enviarme a bailar alegremente por el espacio a una velocidad infinita, Rivarol podía hacerlo. Llené mi pipa y le conté la historia. Escuchó con atención seria y paciente. Entonces, por toda una media hora, fumó en silencio. Al final, habló.
—La antigua figura se ha extralimitado. Le ha dado la oportunidad de dos problemas, y él considera que ambos son insolubles. Ninguno de ellos es insoluble. El único rayo de inteligencia que mostró el Viejo Cotangente fue cuando dijo que cuadrar el círculo era demasiado fácil. Tenía razón. Le habría dado su Liebchen en cinco minutos. Yo cuadré el círculo antes de quitarme los pantalones cortos. Le mostraré el trabajo... pero sería una digresión, y usted no está de humor para digresiones. Nuestra primera oportunidad, por lo tanto, está en el movimiento perpetuo. Ahora, mi buen amigo, le diré francamente que, aunque comprendo este interesante problema, no decido usarlo en su provecho. Yo también, Herr Tom, tengo un corazón. Lo más encantador de su sexo me desaprueba. Sus encantos algo maduros no son para Jean Marie Rivarol. Ha dicho con crueldad que sus años demandan de mí una consideración filial más que una matrimonial. ¿Es el amor una cuestión de años o de eternidad? Esta pregunta le hice a la fría aunque encantadora Jocasta.
—¡Jocasta Surd! —repetí con sorpresa—. ¡La tía de Abscisa!
—La misma —dijo tristemente—. No intentaré ocultar que mi doncel corazón ha sido otorgado a la doncella Jocasta. ¡Deme su mano, sobrino mío en aflicción y en afecto!
Rivarol se secó una no deshonrosa lágrima, y continuó:
—Mi única esperanza está en este descubrimiento del movimiento perpetuo. Me dará fama, riqueza. ¿Puede Jocasta rechazarlas? ¡Si puede, sólo queda la trampa secreta y... la región de Kerguellen!
Con timidez le pedí ver la máquina del movimiento perpetuo. Mi tío en la aflicción sacudió la cabeza.
—En otro momento —dijo—. Ya es suficiente decir en este momento, que es algo sobre el principio de la lengua de una mujer. Pero ahora ve por qué debemos girar su caso a la condición alternativa, la velocidad infinita. Hay varias maneras de lograrlo, en teoría. Por la palanca, por ejemplo. Imagine una palanca con un brazo muy largo y un brazo muy corto. Aplique potencia al brazo más corto que la moverá con gran velocidad. El extremo del brazo largo se moverá mucho más rápido. Ahora continúe acortando el brazo corto y alargando el brazo largo, y a medida que se acerque al infinito en la diferencia de longitud, se acercará al infinito en la velocidad del brazo largo. Sería difícil hacerle una demostración práctica al profesor. Debemos buscar otra solución. Jean Marie meditará. Venga en una quincena. Buenas noches. ¡Pero deténgase! ¿Tiene usted dinero, das Geld?
—Mucho más del que necesito.
—¡Bien! Estrechemos las manos. Oro y Saber; Ciencia y Amor. ¿Qué no podría lograr esta asociación? Vamos a conquistarte, Abscisa. ¡Vorwärts!
Cuando, al final de la quincena, fui al apartamento de Rivarol, pasé con alguna pequeña inquietud sobre la terminal de la Aerolínea a la región de Kerguellen, y eludí los brazos extendidos del Ajustador de Caja Chica. Rivarol me extendió un jarro de cerveza, y llenó el suyo con su propia bebida peculiar.
—Venga —dijo por fin—. Bebamos por el éxito de la TAQUIPORTA.
—¿TAQUIPORTA?
—Sí. ¿Por qué no? "Taqui", rápidamente, y "porta, transporta". ¡Puede enviarlo rápidamente al día de su boda! Abscisa es suya. Es un hecho. ¿Cuándo iremos por las praderas?
—¿Dónde está? —pregunté, mirando en vano alrededor de la habitación cualquier artefacto que pudiera parecer calculado para adelantar posibilidades matrimoniales.
—Está aquí —y dio un a su frente golpecito significativo. Entonces habló didácticamente.
—Hay fuerza suficiente en existencia para lanzarnos a una velocidad de sesenta millas por minuto, o incluso más. Lo que necesitamos es el conocimiento de cómo combinarla y aplicarla. El hombre sabio no intentará hacer que alguna gran fuerza produzca alguna gran velocidad. Seguirá añadiendo pequeña fuerza a la pequeña fuerza, haciendo que cada pequeña fuerza produzca su pequeña velocidad, hasta que la suma de pequeñas fuerzas será una gran fuerza, produciendo ese total de pequeñas velocidades pequeñas, una gran velocidad. La dificultad no está en agregar fuerza; está el correspondiente agregado de velocidades. Una bala de mosquete irá, por decir, hasta una milla. No es difícil aumentar la fuerza de los mosquetes por mil, sin embargo, las mil balas de mosquete no irán más lejos, ni más rápido, que la primera. Vea, entonces, dónde está nuestro problema. No podemos fácilmente sumar velocidad a la velocidad, como sumamos fuerza a la fuerza. Mi descubrimiento es simplemente la utilización de un principio que consigue un aumento de velocidad por cada incremento de la potencia. Pero ésta es la metafísica de la física. Seamos prácticos o nada. Cuando usted caminó hacia adelante en un tren en movimiento, desde el coche del final hacia la máquina, ¿alguna vez pensó qué estaba haciendo realmente?
—Vaya, sí, generalmente iba al coche de fumadores a fumar.
—Ps, ps, ps... ¡eso no! Quiero decir, ¿alguna vez se le ocurrió en tales ocasiones que se estaba moviendo más rápido que el tren? El tren pasa los postes del telégrafo a una velocidad de treinta millas por hora, por decir. Usted camina hacia el vagón de fumadores a una velocidad de cuatro millas por hora. Entonces usted pasa los postes del telégrafo a una velocidad de treinta y cuatro millas. Su velocidad absoluta es la velocidad de la máquina, más la velocidad de su propia locomoción. ¿Me sigue?
Empecé a conseguir un indicio de lo que quería decir, y se lo dije.
—Muy bien. Avancemos un paso. Su adición a la velocidad de la máquina es trivial, y el espacio donde puede ejercitarla, limitado. Ahora suponga dos estaciones, A y B, a dos millas de distancia junto a las vías. Imagine un tren de coches de plataforma, el último coche está detenido en la estación A. El tren tiene una milla de largo, por decir. La máquina está, por lo tanto, a una milla de la estación B. Digamos que el tren puede correr una milla en diez minutos. El último coche, que tiene que correr dos millas, llegará a B en veinte minutos, pero la máquina, una milla más adelante, llegaría en diez. Usted salta en el último coche, en A, en una prisa prodigiosa por llegar hasta Abscisa, que está en B. Si se queda en el último coche, pasarán veinte minutos antes de que la vea. Pero la máquina llega a B y a la bella dama en diez. Usted será un estúpido racionalista, y un amante indiferente, si no se pone a correr hacia la máquina sobre esos coches de plataforma, tan rápido como puedan sus piernas. Usted puede correr una milla, el largo del tren, en diez minutos. Por lo tanto, llega a Abscisa con la máquina, o en diez minutos, diez minutos más temprano que si se hubiera sentado perezosamente en el coche trasero para hablar de política con el hombre del freno. Ha reducido el tiempo a la mitad. Le agregó su velocidad a la de la locomotora para algún propósito. ¿Nicht wahr?
Lo vi perfectamente; mucho más claro, quizás, cuando puso la cláusula sobre Abscisa. Él continuó:
—Este ejemplo, aunque lento, conduce a un principio que puede ser llevado a cualquier extensión. Nuestra primera preocupación será prescindir de sus piernas y aliento. Supongamos que las dos millas de vías son perfectamente derechas, y hagamos que nuestro tren tenga un coche de plataforma, de una milla de largo, con rieles paralelos colocados encima. Ponga una pequeña máquina de juguete en estos rieles, y déjela correr a lo largo del coche de plataforma mientras el coche de plataforma se mueve a lo largo de las vías en el suelo. ¿Capta la idea? El juguete toma su lugar. Pero puede correr su milla mucho más rápido. Imagine que nuestra locomotora es bastante potente y puede tirar del coche de plataforma las dos millas en dos minutos. El juguete puede tener la misma velocidad. Cuando la máquina llega a B en un minuto, el juguete también porque corrió una milla sobre el coche de plataforma. Hemos combinado las velocidades de esas dos máquinas hasta lograr dos millas en un minuto. ¿Es todo lo que podemos hacer? Prepárese para ejercitar su imaginación.
Encendí mi pipa.
—Todavía dos millas de vías rectas, entre A y B. Sobre las vías, un largo coche de plataforma, que va desde A hasta un cuarto de milla de B. ahora descartaremos las locomotoras comunes y adoptaremos como nuestra fuerza motriz una serie de motores magnéticos compactos, distribuidos debajo del coche de plataforma, a lo largo de toda su longitud.
—No comprendo esos motores magnéticos.
—Bien, cada uno de ellos consiste en una gran herradura, cargado con un magneto y un no-magneto alternativamente por medio de una corriente eléctrica intermitente que viene de una batería, esta corriente a su vez está regulada por un mecanismo de relojería. Cuando la herradura está en el circuito, es un magneto, y atrae su badajo hacia ella con un enorme poder. Cuando está fuera del circuito, al siguiente segundo, no es un magneto, y suelta el badajo. El badajo, que oscila de un lado al otro, produce un movimiento rotatorio a un volante, que lo transmite a las ruedas en los rieles. Ésos son nuestros motores. No son ninguna novedad, porque han demostrado ser practicables. Con un motor magnético en cada par de ruedas, podemos esperar razonablemente que nuestro inmenso coche se mueva, y vaya hacia adelante a una velocidad, por decir, de una milla por minuto. El extremo delantero, que tiene que hacer sólo un cuarto de milla, llegará a B en quince segundos. Llamaremos a este coche de plataforma número 1. Encima del número 1 hay rieles sobre los que otro coche de plataforma, el número 2, un cuarto de milla más corto que el número 1, se mueve precisamente del mismo modo. El número 2, a su vez, está cargado con el número 3, que se mueve de manera independiente de los de abajo, y es un cuarto de milla más corto que el número 2. El número 2 tiene una milla y media de largo; el número 3, una milla y un cuarto. Arriba, en niveles sucesivos, están el número 4, de una milla de largo; el número 5, de tres cuartos de milla; el número 6, de media milla; el número 7, de un cuarto de milla, y el número 8, un coche pequeño de pasajeros, encima de todos. Cada coche se mueve sobre el coche de abajo, de manera independiente de todos los otros, a la velocidad de una milla por minuto. Cada coche tiene sus propios motores magnéticos. Bien, el tren está dibujado con el extremo del final de cada coche descansando contra un elevado poste de freno en A, Tom Furnace, el caballeroso conductor, y Jean Marie Rivarol, ingeniero, montan por una larga escalerilla hasta el elevado número 8. El complejo mecanismo es puesto en movimiento. ¿Qué ocurre?
El número 8 corre un cuarto de milla en quince segundos y llega al extremo del número 7. Mientras tanto, el número 7 ha corrido un cuarto de milla en el mismo tiempo y llegó al extremo del número 6; el número 6, un cuarto de milla en quince segundos, y llega al extremo del número 5; el número 5, al extremo del número 4; el número 4, al del número 3; el número 3, al del número 2; el número 2, al del número 1. Y el número 1, en quince segundos, ha corrido su cuarto de milla a lo largo de las vías en el suelo, y ha llegado a la estación B. Todo esto en quince segundos. Por lo cual, los números 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, y 8 llegan contra el poste de frenado en B, precisamente en el mismo segundo. Nosotros, en el número 8, llegamos a B justo cuando llega el número 1. En otras palabras, hemos corrido dos millas en quince segundos. Cada uno de los ocho coches moviéndose a la velocidad de una milla por minuto, ha aportado un cuarto de milla a nuestro viaje, y ha hecho su trabajo en quince segundos. Todos hicieron su trabajo al mismo tiempo, durante los mismos quince segundos. Por consiguiente, hemos sido lanzados por el aire a una velocidad algo sorprendente de siete segundos y medio por milla. Esto es la Taquiporta. ¿Se justifica su nombre?
Aunque un poco perplejo por la complejidad de coches, comprendí el principio general de la máquina. Hice un diagrama, y lo comprendí mucho mejor.
—¿Ha mejorado la idea de mi movimiento más rápido que el tren cuando simplemente estaba yendo al vagón de fumadores?
—Precisamente. Hasta ahora nos hemos mantenido dentro de los límites de lo practicable. Para satisfacer al profesor, puede teorizar algo después, de esta manera: Si duplicamos la cantidad de coches, y disminuimos a la mitad la distancia que cada uno tiene que correr, conseguiremos doblar la velocidad. Cada uno de los dieciséis coches tendrá que correr apenas un octavo de milla. A la velocidad uniforme que hemos adoptado, podemos hacer las dos millas en siete segundos y medio, en lugar de quince. Con treinta y dos coches, y un dieciseisavo de milla, o una diferencia de veinte varas en su longitud, llegamos a la velocidad de una milla en menos de dos segundos; con sesenta y cuatro coches, cada uno corriendo diez varas, una milla en menos de un segundo. ¡¡Más de sesenta millas por minuto! Si esto no es bastante rápido para el profesor, dígale que continúe incrementando la cantidad de coches y disminuyendo la distancia que cada uno tiene que correr. Si sesenta y cuatro coches alcanzan una velocidad de una milla en un segundo, permítale disfrutar de un Taquiporta de seiscientos cuarenta coches, y diviértase calculando la velocidad del coche número 640. Susúrrele que cuando tenga una cantidad infinita de coches con una diferencia infinitesimal en sus longitudes, habrá obtenido esa velocidad infinita que parece anhelar. Entonces exíjale a Abscisa.
Estreché la mano de mi amigo en admiración silenciosa y agradecida. No podía decir nada.
—Usted ha escuchado al hombre de la teoría —dijo con orgullo—. Ahora contemplará al ingeniero práctico. Iremos al oeste del Mississippi y buscaremos alguna localidad adecuadamente llana. Allí erigiremos un modelo de Taquiporta. Convocaremos allí al profesor, a su hija, ¿y por qué no a su bella hermana Jocasta, también? Los llevaremos a un viaje que mucho sorprenderá al venerable Surd. Pondrá los dedos de Abscisa en los suyos y los bendecirá a ambos con una fórmula algebraica. Jocasta contemplará con asombro al genio de Rivarol. Pero tenemos mucho que hacer. Debemos enviar a St. Joseph la enorme cantidad de material a ser empleada en la construcción de la Taquiporta. Debemos contratar a un pequeño ejército de obreros para realizar esa construcción, porque vamos a aniquilar tiempo y espacio. Tal vez sea mejor que usted vea a sus banqueros.
Corrí hasta la puerta impetuosamente. No debía haber ninguna demora.
—¡Deténgase! ¡Deténgase! ¡Um Gottes Willen, deténgase! —chilló Rivarol—. Lancé a mi carnicero esta mañana y no he asegurado la...
Pero fue demasiado tarde. Yo estaba sobre la trampa. ¡Se abrió con un estrépito, y me zambullí hacia abajo, lejos, lejos! Sentí que caía a través de un espacio ilimitado. Recuerdo haberme preguntado, mientras aceleraba a través de la oscuridad, si debía llegar a la región de Kerguellen o detenerme en el centro. Me parecía una eternidad. Entonces mi curso se detuvo repentina y dolorosamente. Abrí los ojos. A mi alrededor estaban las paredes del estudio del Profesor Surd. Debajo de mí había un plano duro y persistente que conocía demasiado bien y era el piso del estudio del Profesor Surd. Detrás de mí estaba la silla negra, resbaladiza y de piel que me había arrojado, tal como la ballena a Jonás. Enfrente de mí, el propio Profesor Surd, miraba hacia abajo con una sonrisa no desagradable.
—Buenas tardes, Sr. Furnace. Permítame ayudarlo. Parece cansado, señor. No me asombra que se haya quedado dormido cuando lo dejé esperando tanto tiempo. ¿Desea un vaso de vino? ¿No? A propósito, al recibir su carta descubro que es un hijo de mi viejo amigo, el juez Furnace. He hecho algunas preguntas, y no veo ninguna razón por qué no pueda ser un buen marido para Abscisa.
Todavía no puedo ver ninguna razón para que la Taquiporta no haya tenido éxito. ¿Puede usted?"
Edward Page Mitchell
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