" Ni el progreso ni la ciencia habían llegado aún a la pequeña aldea de Pieuvrot, en la Bretaña francesa. Sus hombres y mujeres eran seres ingenuos, ignorantes y supersticiosos, y las comodidades y los avances de la técnica eran algo desconocido para ellos.
Durante la semana se dedicaban a trabajar una tierra ingrata que apenas les daba para vivir, y los domingos y fiestas de guardar iban a misa a la pequeña capilla excavada en la roca, donde aceptaban como norma de fe las palabras del cura y lo que éste callaba. En lo desconocido reconocían no la grandeza, sino la presencia del Mal.
El único vínculo entre ellos y el resto del mundo era Monsieur Jules Cabanel, terrateniente por excelencia del pueblo, al tiempo que alcalde y juez de paz. Todos los cargos públicos en uno.
Éste iba a menudo a París y regresaba con un manojo de noticias, que provocaban la envidia, la admiración o el miedo de su auditorio, dependiendo del grado de inteligencia de quien le escuchara. Monsieur Jules Cabanel no era un hombre atractivo, pero todos le tenían por buena persona. Bajito, rechoncho, con el pelo y la barba cortados a cepillo, algo obeso y aficionado a la buena vida. Habría necesitado un par de virtudes para compensar la falta evidente de atractivo personal. No era malo; sólo una persona normal y corriente.
Cumplidos ya los cincuenta, seguía soltero. Hasta el momento había conseguido escapar a las propuestas de las arpías del pueblo y mantener intactas su soltería y su independencia. Pero quizá fuera su ama de llaves, Adèle, la culpable de que él siguiera solo. Eso era al menos lo que comentaban las malas lenguas en la Veuve Prieur’s. Era una mujer un tanto orgullosa y reservada, a quien no le gustaba que se metieran en su vida. Y, aunque la gente comentaba, ella y su señor permanecían al margen de los rumores.
De repente, y de un día para otro, Jules Cabanel, tras pasar más tiempo del habitual en París, se presentó casado y con su mujer. Adèle se encontró con que tenía sólo veinticuatro horas para prepararlo todo, tarea que no dejaba de ser un tanto complicada, pero se puso a ello con su habitual determinación; arregló las habitaciones como pensaba que le gustaría a su señor e incluso añadió un toque especial, un centro de flores para la mesa del salón.
–Extrañas flores para una novia –se dijo para sí la pequeña Jeannette, una chiquilla que venía de vez en cuando a ayudar en las tareas de la casa, al ver los heliotropos (a los que llaman la flor de las viudas de Francia), las amapolas rojas, el ramo de belladona y el de acónitos.
No le parecían flores para unos recién casados. Sin embargo, las flores se quedaron donde las había colocado Adèle. Al verlas, Monsieur Cabanel ordenó que las apartaran de su vista con una clara expresión de asco, mientras su mujer, que parecía no enterarse de nada, sonreía con ese gesto de desaprobación que tiene el que asiste a una situación que le supera.
Madame Cabanel era inglesa y, por lo tanto, extranjera; joven, bonita y dulce como un ángel.
“La belleza del diablo”, decían los pieuvrotinos con una sonrisa burlona y no sin cierto estremecimiento. Y es que ellos, aquella tez oscura, su aspecto desnutrido y macilento, no podían entender las formas redondeadas, la esbelta silueta y el buen color de la mujer inglesa. Aquella belleza les parecía más propia del diablo que un don de Dios. El rechazo con el que la trataron desde el principio se fue enconando al ver que, aunque la joven asistía a misa con una puntualidad digna de elogio, no se sabía las oraciones y se persignaba al revés. ¡La mismísima belleza del diablo, no cabía duda!
–¡Puf! –dijo Martin Briolic, el viejo sepulturero del pequeño cementerio–. Con esos labios rojos, esas mejillas sonrosadas y esos hombros rellenitos, me recuerda a una vampira. Parece como si bebiera sangre.
Éstas fueron las palabras que pronunció una tarde en la Veuve Prieur’s, y las dijo sin el menor atisbo de duda. No hay que olvidar, por cierto, que Martin Briolic era tenido por el hombre más sabio del pueblo, a quien no superaba ni el mismísimo señor cura, que era sabio a su manera, ni el propio Monsieur Cabanel. Lo sabía todo acerca del tiempo y las estrellas, todo sobre las hierbas silvestres que crecían en la llanura y los animales que se alimentaban de ellas. Además, era adivino, pues con un simple palito era capaz de encontrar manantiales de agua escondidos en lo profundo de la tierra; si querías saber dónde estaba estaban escondidos los regalos de Nochebuena, bastaban con que te atrevieras a entrar cuando él te dijera por la grieta de la montaña y que salieras antes de que fuera demasiado tarde. Había visto bailar a las hadas a la luz de la luna, y a los duendecillos, los infins, saltar de acá para allá en los confines del bosque. En más de una ocasión había dicho que entre los hombres despiadados de La Créche-en-bois, el pueblo rival, había un fantasma, y nadie lo había puesto en duda. Tenía además, otros poderes, más místicos. Por tanto, lo que dijo aquella tarde debía de tener algún fundamento.
Fanny Campbell, o como se le conocía ahora, Madame Cabanel, siempre había pasado desapercibida en Inglaterra y en todos los lugares por lo que había pasado, salvo en aquel pueblo medio muerto, ignorante y chismoso de Pieuvrot. Su pasado no escondía ningún secreto, y la suya era una historia normal y corriente. Se había quedado huérfana y se había hecho ama de llaves; era muy joven y muy pobre cuando los señores de la casa se enfadaron con ella y la dejaron en París sin trabajo, sola y sin apenas dinero. Poco después se casó con Jules Cabanel, quizá lo mejor que podía haber hecho.
Nadie antes la había amado, y en aquel momento de miseria y desdicha, se enamoró del primer hombre que fue amable con ella, aunque su pretendiente más parecía su padre que su marido. Lo que tenía claro es que iba a dar aquel importante paso con alegría, sin sentirse mártir ni víctima de las circunstancias.
Pero nadie le había dicho nada de Adèle, la hermosa ama de llaves, ni del pequeño sobrino de ésta, a quien el señor había permitido quedarse a vivir en la Maison Cabanel y había dispuesto que aprendiera de mano del sacerdote. Quizá si lo hubiera sabido, se lo habría pensado dos veces antes de compartir el mismo techo con una mujer que había puesto acónitos, heliotropos y flores venenosas en su ramo de novia.
Si alguien tuviera que elegir un rasgo que definiera la personalidad de Madame Cabanel, éste sería sin duda alguna la dulzura. Una dulzura que se adivinaba en los rasgos redondeados, suaves y un tanto indolentes de su rostro, en el azul tenue de sus ojos, en aquella sonrisa apacible que irritaba a los franceses, de carácter más petulante, y sobre todo a Adèle. El ama de llaves solía decir con total desprecio que no había nada que enfadara ni que ofendiera a su señora, y no ahorraba esfuerzos en hacerle ver lo que sentía hacia ella. Por su parte, Madame Cabanel aceptaba los desmanes y los continuos desplantes de Adèle con toda la amabilidad del mundo; es más, en todo momento se mostraba agradecida de que Adèle se hubiera hecho cargo de todo lo relativo de la casa.
La falta de responsabilidad y el poder disfrutar de una vida tan distinta a los años que había pasado de apuros económicos y continuas preocupaciones hicieron que Madame Cabanel pareciera ahora mucho más hermosa. Los labios cada más rojos, las mejillas más sonrosadas y los hombros más rellenitos que nunca. Pero mientras ella ganaba en belleza, el resto del pueblo enfermaba; ni los más ancianos recordaban un año peor ni con tantas muertes. El señor tampoco se encontraba bien, y el pequeño Adolphe estaba gravemente enfermo.
Que la gente enferme no es raro en los pueblos insalubres de Francia e Inglaterra, como tampoco lo es el que los niños franceses estén siempre enfermos.
Sin embargo, Adèle pensaba que todo aquello se salía de lo normal y, en contra de su actitud siempre remisa a hacer el más mínimo comentario sobre lo que ocurría, empezó a hablar con todo aquel con el que se encontraba de la extraña debilidad que se había abatido sobre Pieuvrot y la Maison Cabanel, de lo raro que parecía aquello y lo desesperada que estaba al no saber qué le pasaba a su sobrinito ni qué podía darle para que se pusiera mejor. Todo aquello era muy extraño, solía decir, y las cosas en Pieuvrot iban de mal en peor.
Jeannette la había visto mirar a la dama inglesa, había descubierto su mirada terrible cuando, tras ver lo saludable y hermosa que estaba la extranjera, se volvía hacia el niño, cada vez más delgado, pálido y macilento. Una mirada que hacía estremecerse de pánico.
Una noche, como si ya no pudiera soportar durante más tiempo aquella situación, Adèle fue a casa del viejo Martin Briolic paa preguntarle qué ocurra y qué podía hacer.
No se precipite, espere un instante, Madame Adèle –le dijo Martin, mientras barajaba sus grasientas cartas del Tarot y hacía tríos sobre la mesa–. Es más complicado de lo que parece. Nosotros sólo niño que se ha puesto enfermo. Y puede que sea así, pero también puede que sea obra de alguien. Dios envía la enfermedad sobre nosotros, y yo estoy contento. Vivo de ello. Pero al pequeño Adolphe no le ha tocado el Dios de la bondad. Yo veo la mano de una mujer malvada en todo esto. ¡Maldita sea!
Martin volvió a barajar las cartas y las dejó a un lado, como distraído. Le temblaban las manos y pronunciaba palabras que Adèle no conseguía entender.
–¡San José y todo los santos, protegednos! –gritaba–. La extranjera, la mujer inglesa… a la que llaman Madame Cabanel… ¡No, ése no es su verdadero nombre! ¡Dios mío!
–¡Tranquilo, padre Martin! ¿Qué es lo que quiere decir? –gritó Adèle, mientras le cogía por el brazo.
Había algo salvaje en la mirada de aquella mujer; las aletas de la nariz se le dilataban al hablar, y sus labios, delgados y sinuosos, se contraían por encima de unos dientes cuadrados y pequeños.
–Explíqueme qué es lo que quiere decir, padre.
–Brujería –susurró en voz baja el padre Martin.
–¡Me lo imaginaba! –gritó Adèle–. ¡Lo sabía! ¡Ay, mi pequeño Adolphe! ¡Maldito sea el día en que mi señor trajo a casa a ese diablo disfrazado de mujer!
–Esos labios rojos no pueden ser naturales, Madame Adèle –gritó Martin sin dejar de asentir con la cabeza–. ¡Mírelos…! ¡Es sangre lo que les hace brillar! Lo dije desde el primer día en que la vi, y las cartas también lo dijeron. La misma tarde que el señor la trajo a casa las cartas dijeron sangre y la mala mujer, y yo pensé: “Bien, Martin, vas por buen camino, vas por buen camino, chaval”. Y, Madame Adèle, estaba en lo cierto. ¡Brujería! Justo lo que dicen las cartas, Madame Adèle. Una vampira. No la pierda de vista. Comprobará que las cartas decían la verdad.
–Pero, ¿cuándo podremos verlo? –le preguntó Adèle? –repitió como si pensara cada una de las palabras que estaba diciendo–. ¿Conoce el viejo pozo que hay en el bosque, de donde entran y salen los duendes y donde las hadas retuercen el cuello de aquellos con quienes se encuentran en la oscuridad de la noche? Quizá las hadas acaben con la mujer inglesa de Monsieur Cabanle. ¡Quién sabe!
–Sí, quizá –dijo Adèle un tanto desanimada.
–¡Ánimo, valiente! –dijo Martin–. Seguro que nos ayudan.
El único lugar de Pieuvrot realmente bonito era el cementerio. Además de un bosque que invitaba a la melancolía, había una enorme explanada por la que se podían dar eternos paseos en los largos días de verano. Éste era el único sitio donde una mujer joven podía sentirse a gusto pues, el resto, pequeñas parcelas cultivadas que los campesinos habían arrebatado a la propia tierra yerma y de las que sacaban míseras cosechas, no presentaba el menor atractivo. Era por esto por lo que Madama Cabanel, aburrida de no hacer nada y acostumbrada, como buena inglesa, a los paseos al aire libre, encontraba el pequeño cementerio un buen lugar de distracción. En realidad, no significaba nada para ella; no conocía a ninguno de los difuntos que dormían el sueño los justos en sus estrechos ataúdes ni sentía nada por ellos. Le encantaban los arriates de flores y las guirnaldas de siemprevivas, y cosas así. No quedaba demasiado lejos de su casa, y la vista que se tenía desde allí del oscuro bosque con las montañas detrás era realmente deliciosa.
Los pieuvrotinos no entendían nada. Les resultaba incomprensible que alguien que estuviera en sus cabales se dedicara a ir un día sí y otro también al cementerio, y no sólo el día del entierro; que en vez de llevar flores a un ser querido, se dedicara a pasear entre las tumbas y se sentara allí, cuando estaba cansada, a contemplar la explanada y las montañas, que se erguían por detrás,
–Pasea entre las tumbas como si fuera una… –empezó a decir un Lesouëf y, a continuación se calló para buscar la palabra adecuada.
Esta conversación tenía lugar en la Veuve Prieur’s, donde se reunían por la noche los del pueblo para comentar los pequeños acontecimientos del día, y donde, desde que ella llegara, hacía ahora tres meses, el tema principal de conversación era Madame Cabanel, sus modales, que no se supiera las oraciones del misal y su forma de comportarse, siempre tan misteriosa. Y unos a otros se preguntaban cómo podía soportar aquello Madame Adèle, qué sería del pequeño Adolphe cuando naciera el heredero… Algunos aseguraban que el señor debía tenerlos bien puestos para tener a dos fieras como aquellas bajo el mismo tejado. ¿Y qué pasaría al final? Nada bueno, seguro.
–¿Pasea entre las tumbas como si fuera un qué? Dime Jean Lesouëf –le preguntó Martin Briolic. Y tras eso, se levantó y, en voz baja, pero clara, fue él quien respondió: –Yo te voy a decir cómo, Lesouëf. ¡Como una vampira! Madame Cabanel, con sus labios rojos y sus mejillas rojas, mientras el pequeño sobrino de Adèle se muerte delante de sus propios ojos. Madame Cabanel, con sus labios rojos y sus mejillas rojas, se sienta durante horas entre las tumbas. ¿Lo entendéis ahora, amigos míos? Para mí está más claro que el agua.
–Usted ha dicho las palabras, padre Martin. ¡Como una vampira! –repitió Lesouëf mientras se estremecía.
–¡Como una vampira! –gritaron todos a un tiempo.
–Yo he sido el primero en llamarla vampira –dijo Martin Briolic–. Acordaos que yo fui el primero en decirlo.
–¡Claro! Ha sido usted quien lo ha dicho –respondieron–, y tiene razón.
El rechazo con el que se había encontrado la joven inglesa desde que llegó a Pieuvrot se hizo mucha más patente a partir de ese momento. La semilla que Martin y Adèle se habían empeñado tan diligentemente en sembrar por fin había echado raíces. Los pieuvrotinos estaban dispuestos a acusar de ateísmo e inmoralidad a todo aquel que no aceptara su decisión, a quienes dijeran que la hermosa Madame Cabanel no era más que una joven hermosa y sana, y que nada tenía que ver con vampiros que se dedicaran a chupar la sangre de un niño o a vivir entre las tumbas para conseguir nuevas víctimas.
El pequeño Adolphe estaba cada vez más pálido y delgado. El terrible sol de verano caía sobre la gente del pueblo, que se refugiaba en sus sucisas chozas de adobe rodeadas por marismas.
La salud de Monsieur Jules Cabanel seguía el mismo camino que la del resto. El médico, que vivía en Créche-en-boix, movió la cabeza al ver la situación y dijo que era grave. Cuando Adèle le insistía una y otra vez que le contara lo que les ocurría al niño y a su señor, el doctor evitaba responder o le decía alguna palabra extraña que ella ni entendía ni era capaz de repetir. Y la verdad es que el médico era una persona bastante desconfiada y recelosa, un visionario al que le gustaba plantear teorías para después demostrar que eran ciertas. Y, así, pensaba que Fanny había comentado en secreto a su marido y al niño, y aunque en ningún momento le había podido darle ninguna respuesta definitiva que la tranquilizara.
Por su parte, Monsieur Cabanel era un hombre despreocupado y crédulo; una persona a la que le gustaba vivir tranquilamente y a la que no le preocupaba demasiado hacer daño a los demás; era egoísta, pero no cruel. Buscaba siempre su propio bien. Además, amaba a su mujer como jamás había amado a ninguna otra. Sobrio y normal como él era, la amaba con toda la pasión y la fuerza que su carácter le permitía; y si no era muy apasionado, su amor sí era sincero. Pero la sinceridad de aquel amor fue puesta a prueba cuando, el doctor unas veces y Adèle otras, le insinuaban que tuviera cuidado con las influencias malignas, con lo que comía, bebía, y cómo y quién se lo preparaba. Adèle, además, le soltaba indirectas sobre la perfidia de las mujeres inglesas y lo mucho que el mal tenía que ver con las mujeres hermosas. Si continuaba amando a su joven esposa, aquel veneno acabaría por causar efecto, un efecto que sólo se había visto frenado por su constancia y fidelidad.
Una tarde, Adèle, desesperada, se arrodilló a sus pies (la señora había salido a dar su paseo habitual) y dijo entre gritos:
–¿Por qué me dejaste por ella? Yo, que siempre te he amado, que siempre te he sido fiel. Mírala: camina entre las tumbas, le chupa la sangre a nuestro hijo… El diablo la hizo bella, pero no te ama.
De repente, él sintió como si le sacudiera una descarga eléctrica.
–¡Qué locura he cometido! –dijo, mientras apoyaba la cabeza en el regazo de Adèle y se echaba a llorar.
A Adèle el corazón le dio un vuelco. ¿Volvería a ser ella la señora? ¿Conseguiría deshacerse de su rival?
Y desde aquella misma tarde Monsieur Cabanel se comportó de forma muy distinta y con su joven esposa. Sin embargo, ella era demasiado confiada como para darse cuenta de lo que ocurría y, si en algún momento pensaba que algo raro pasaba, el amor que sentía por su marido era tan frágil (más que amor podríamos llamarlo simpatía) que no llegaba a preocuparla, y aceptaba la frialdad y brusquedad con que la trataba su esposo con el mismo buen talante con el que aceptaba todo. Seguro que lo mejor hubiera sido que, entre gritos, se hubiera peleado con Monsieur Cabanle. Así, al menos, habrían llegado a entenderse. A los franceses les encanta el jaleo que se arma alrededor de una pelea y una buena reconciliación.
Como buena persona que era, Madame Cabanel se acercaba una y otra vez al pueblo a ayudar a los enfermos. Pero ni uno de ellos, ni siquiera el más pobre (al contrario, el más pobre, el último) la recibían con buenas maneras ni aceptaban su ayuda. Si hacía el más mínimo intento por tocar a uno de los niños que se estaban muriendo, la madre, horrorizada, lo apartaba en seguida de su vista; si trataba de hablar con una de las personas mayores, también enferma, siempre había unos ojos tristes que la miraban aterrorizados y una voz que, cansada, murmuraba ciertas palabras en un dialecto que ella desconocía. Pero siempre a sus espaldas resonaba la misma palabra: ¡Brujería!
–¡Cómo odian a los ingleses! –solía pensar en el camino de vuelta.
Y quizá aquello la entristeciera un poco, pero era demasiado tranquila como para permitir que le perturbara o desanimara.
En casa ocurría lo mismo. Si quería hacerle la más mínima caricia al niño, Adèle se lo impedía enfurecida. Una vez, se lo quitó de los brazos entre gritos:
–Bruja. ¿Cómo te atreves delante de mis propios ojos?
Y en otra ocasión, preocupada por el estado de su marido, sugirió hacerle una taza de caldo a la inglesa; el médico la miró como si fuera a atravesarla con la mirada. A Adèle se le cayó una cacerola que tenía en la mano y le dijo con insolencia, aunque con lágrimas en los ojos:
–¿No tiene ya bastante, madame? Si no está contenta todavía, máteme a mí.
Pero Fanni no dijo nada. Aquel médico había sido un grosero mirándola de aquella forma y Adele estaba muy enfadada.
¡Qué mal carácter tenía aquella mujer! ¡Qué distinta a las amas de llaves inglesas!
Cuando Monsieur Cabanel se enteró de lo ocurrido, llamó a Fanny y le dijo con más dulzura con la que solía dirigirse a ella en los últimos tiempos:
–Tú no quieres hacerme daño, ¿verdad, mi mujercita? Me han dicho que te has portado muy mal.
–¿Mal? ¿Qué es lo que he hecho mal? –le preguntó Fanny con los ojos azules muy abiertos–. ¿Qué mal podría yo causar a mi mejor y único amigo?
–¿Acaso soy yo ese amigo, tu amor, tu esposo? ¿Me quieres? –dijo Monsieur Cabanel.
–Amado Jules, ¿a quién podría querer, si no? –respondió mientras le besaba.
Y él exclamó:
–“Dios te bendiga”.
Al día siguiente, Monsieur Cabanel tuvo que salir por un asunto de negocios. Dijo que estaría fuera un par de días, pero que intentaría volver lo antes posible. Y su mujer se quedó allí, sola, acechada por sus enemigos y sin su presencia, la única protección con que contaba.
Adèle no estaba en casa. Era una de esas calurosas noches de verano, y el pequeño Adolphe tenía mucha fiebre y estaba inquieto. A medida que fue avanzando la noche, se fue poniendo pero y, aunque Jeannette, la niñera, tenía órdenes estrictas de no dejar que la señora lo cogiera, la chiquilla se asustó al ver el estado del niño. Por ello, cuando Madame Cabanel le ofreció ayuda, Jeannette se sintió aliviada ante tan tremenda responsabilidad y permitió que cogiera al pequeño entre sus brazos.
Sentó al niño en su regazo, lo arrulló y le cantó una nana. A Madame Cabanel le pareció que aquello apaciguaba su dolor y que se quedaba medio dormido. Pero la crisis hizo que el niño se mordiera sin querer la lengua y el labio, y que le comenzara a salir sangre de la boca. Era un niño guapo, y la enfermedad y la fiebre acentuaban su belleza. Fanny se inclinó sobre él y le dijo un besito en la cara. La sangre que cubría los labios del pequeño machó los de ella.
Mientras ella permanecía así, inclinada sobre el niño y con esa ternura que anunciaba su propia maternidad, entraron en la habitación Adèle, el viejo Martin y otra gente del pueblo.
–¡Mírenla! –gritó Adèle mientras cogía a Fanny por el brazo y la obligaba a levantar la cabeza–. ¡Miren lo que está haciendo! Amigos, miren a mi niño. Ha muerto, ha muerto entre sus brazos. Y miren su sangre en los labios de ella. ¿Acaso necesitan más pruebas? Ella es una vampira. ¿Pueden negar lo que ven?
–¡No, no! –vociferaron los del pueblo entre gritos–. Es una vampira, una criatura maldita. ¡Con ella al pozo! Debe morir como ella ha hecho morir a los demás.
–¡Matémosla como ha matado a mi pequeño! –dijo Adèle.
Y todos los que habían perdido a un familiar o a un hijo durante la epidemia repitieron sus palabras.
–¡Matémosla como ha matado a los míos!
–¿Qué significa todo esto? –exclamó Madame Cabanel mientras se ponía en pie y se encaraba con todos ellos con valentía propia de una mujer inglesa–. ¿Qué os he hecho yo para que os presentéis así en mi casa cuando no está mi marido y os comportéis como bestias?
–¿Qué nos ha hecho? –gritó el viejo Martin, y se acercó a ella–. ¡Eres una bruja y has hechizado al bueno de nuestro amo! ¡Eres una vampira y te has alimentado de nuestra sangre! ¿Acaso no es esto una prueba de ello? ¡Mírate, maldita bruja! ¡Mira a tu víctima, tú lo has matado!
Fanny se rió con desprecio.
–Creo que no voy a hacer caso a toda esta locura. ¿Sois personas adultas o niños?
–Somos hombres hechos y derechos –le contestó Legros el molinero–. Y como hombres, nuestro deber es proteger a los nuestros. No estábamos seguros. Pero, ¿quién tenías más motivos que yo para estar aquí, que he perdido a tres de mis hijos? Ahora estamos convencidos.
–¡Yo lo único que he hecho es cuidar a un niño enfermo e intentar calmar su aflicción! –dijo Madame Cabanel muy alterada.
–¡Basta ya! –gritó Adèle, y la tiro del brazo que no había soltado desde el principio–. ¡Al pozo con ella, si no queréis que mueran vuestros hijos como ha muerto el mío… y los del bueno de Legros!
La gente se estremeció al escuchar aquellas palabras y lanzaron un grito desgarrador.
–¡Al pozo con ella! –gritaron–. ¡Que los demonios se encarguen de ella!
De repente, Adèle ató con una cuerda aquellos brazos pálidos cuya fuerza y belleza tanta veces hicieron enloquecer de celos. La joven lanzó un grito, y antes de que pudiera hacer nafa, Legros le había tapado ya la boca con su fuerte mano. Aunque ni éste ni ninguno de los presentes se había parado a pensar que no iban a matar a un monstruo, sino a una persona, parecía como si sus gritos les hubieran hecho perder la razón, unos gritos que resonaban tan humanos como el de la propia Madame Cabanel. En silencio y con un aire amenazador, aquel cortejo fúnebre inició el camino hacia el bosque con su presa aún viva. Andaban sin hablar entre ellos, como seres desvalidos entre los que hubiera un cadáver. A excepción hecha de Adèle y el viejo Martin, lo único que les movía a seguir adelante era el miedo. Ellos eran ejecutores, no víctimas, ejecutores de una ley que imaginaban más justa que la propia Constitución. Pero uno a uno fueron cayendo, hasta que sólo quedaron seis. Legros era uno de ellos, y Lesoüef, que había perdido a su única hija, era otro.
El pozo no estaba a más de un kilómetro de la Maison Cabanel, pero se encontraba en un paraje inhóspito y apartado adonde ni el hombre más valiente se hubiera atrevido a ir solo una vez caída la noche, ni siquiera en compañía del señor cura.
–Pero somos muchos –dijo el viejo Martin Briolic–. Media docena de hombretones, guiados por una mujer como Adèle, no tienen que tenerle miedo ni a duendes ni a las hadas blancas.
Tan deprisa como les permitía la carga que llevaban y en completo silencio, el cortejo avanzaba por entre el páramo; uno o dos portaban toscas antorchas, porque la noche era oscura y el camino también tenía sus peligros. Cada vez estaban más cerca de su fatal destino y cada vez se hacía mayor el peso de la víctima. Hacía mucho que ésta había dejado de moverse y, ahora, yacía como si estuviera muerta en los brazos de sus porteadores. Pero nadie hacía ningún comentario, ni sobre esto ni sobre ningún otro tema. No intercambiaron ni la más mínima palabra y, más de uno, incluso entre los que se habían quedado atrás, empezó a pensar si habían obrado bien y si no hubiera sido mejor haberlo dejado en manos de la justicia. Sólo Adèle y Martin continuaban con voluntad firme; Legros no tenía dudas, pero se sentía afligido ante el paso que se veía avocado a dar.
En cuanto Adèle, los celos por su rival, la angustia con madre y el miedo que provocaba su superstición, todo esto pesaba en ella de tal forma que no habría hecho nada por disminuir la pena de su víctima ni por intentar ver en ella a una simple mujer y no a un vampiro.
El camino se hacía cada vez más angosto, y la distancia que les separaba del lugar de la ejecución, cada más más corta. Por fin, llegaron al pozo al que iban a tirar al terrible monstruo, al vampiro (pobre e inocente Fanny Cabanel). Mientras la soltaban, la luz de las antorchas iluminó su rostro.
–¡Dios mío! –gritó Legros, y se quitó la gorra–. ¡Está muerta!
–Los vampiros nunca mueren –dijo Adèle–. Parece que está muerta, pero no lo está. Pregúntenle al padre Martin.
–Un vampiro no puede morir a no ser que el espíritu del maligno se lleve su alma o, antes de enterrar su cuerpo, se le clave una estaca –dijo Martin Briolic con tono sentencioso.
–No Me gusta nada esto –dijo Legros, y otros hicieron el mismo comentario.
Le quitaron la mordaza que le habían puesto. A la luz de las antorchas, vieron sus ojos azules entreabiertos, la palidez de la muerte en su rostro, y aquello devolvió a los hombres algo de su humanidad, como si un viento hubiera cruzado entre ellos.
De repente, oyeron el ruido de unos caballos que cruzaban a galope la llanura. Contadora dos, cuatro, hasta seis caballos. De ellos, ahora sólo quedaban cuatro hombres sin armas, más el padre Martin y Adèle. Pensaron en la venganza y el poder de los demonios del bosque, y el valor y la calma que habían mantenido hasta entonces se desvaneció. Legros corrió desesperado hacia la espesura del bosque, seguido por Lesouëf, y los otros dos hombres huyeron hacia la llanura. Los jinetes estaban cada vez más cerca. Adèle mantuvo la antorcha levantada sobre su cabeza; quería que la vieran a ella. Amenazante, y el cadáver de su víctima. No iba a esconderse; ella había hecho su parte del trabajo y estaba orgullosa.
Los jinetes se abalanzaron sobre ellos. Venían Jules Cabanel el primero, seguido por el médico y cuatro guardas forestales.
–¡Malditos asesinos! –fue todo lo que dijo Monsieur Cabanel mientras se tiraba del caballo y se acercaba el lívido rostro de su mujer hacia sus labios.
–Mi señor –dijo Adèle–, merecía morir. Ella es una vampira y ha matado a nuestro hijo.
–¡Estás loca! –gritó Jules Cabanle al tiempo que se apartaba de ella–. ¡Oh, mi amada esposa, tú, que jamás hiciste daño a hombre ni animal alguno, y ahora mueres en manos de estos, que son peores que las bestias!
–Ella estaba matándote –respondió Adèle–. Pregúntale, si no, al doctor. ¿Qué tenía señor, Monsieur?
–Yo no tengo nada que ver con esta infamia –dijo el médico levantando la vista de la joven–. Fuera lo que fuera lo que le pasara a tu señor, ella no debería estar aquí. Tú te has convertido en su juez y en su verdugo, Adèle, y tendrás que responder de todo ello ante la ley.
–Mi señor, ¿usted opina lo mismo? –le pregunto Adèle.
–Sí, opino igual –respondió Monsieur Cabanel–. Tendrás que responder ante la ley de la vida inocente con la que has acabado, tú y todos los locos y asesinos que se han unido a ti.
–¿Y nadie va a vengar la muerte de nuestro hijo?
–¿Acaso deseas vengarte de Dios, mujer? –sentenció con tono grave Monsieur Cabanel.
–¿Y todos los años que nos hemos amado, mi señor?
–Eso ya no es más que un recuerdo –dijo Monsieur Cabanel, y se volvió hacia su mujer muerta.
–Eso quiere decir que no me amas –grito Adèle–. ¡Ay, mi pequeño Adolphe, menos mal que no estás aquí!
–¡No lo haga, Madame Adèle! –grito Martin.
Pero antes de que pudiera sujetarla, Adèle pegó un chillido y se precipitó en el pozo donde había querido arrojar a Madame Cabanel. Los allí presentes oyeron cómo su cuerpo chocaba con el agua en un ruido sordo, como si cayera a gran distancia.
–No tenéis pruebas contra mí, Jean –dijo el viejo Martin al guarda que le sujetaba–. Yo ni la amordacé ni la traje hasta aquí. Sólo soy el sepulturero de Pieuvrot, pero creo que lo pasaríais bastante mal cuando murierais, si yo no estuviera. Pobres criaturas. Soy yo quien va a tener el honor de cavar la tumba de madame, eso no lo dudes. Y, Jean –le dijo entre susurros–, estos ricos podrán decir lo que quiera, pero ella es una vampira y hay que tapar bien su tumba. ¿Quién lo puede saber mejor que yo? Si no la sujetamos bien, se levantará y nos chupará la sangre. Los vampiros actúan así.
–¡Silencio! –ordenó el guarda! ¡Los asesinos, a prisión! Ya hemos hablado demasiado.
–¡A prisión con los mártires y los salvadores de la patria! –exclamó el viejo Martin–. ¡Así como agradecen lo que hemos hecho por ellos!
Con estas ideas vivió y murió en la prisión de Toulon; hasta el último momento no dejo de repetir el gran servicio que había hecho a la humanidad salvándola de un monstruo que no hubiera dejado a un solo hombre con vida en Pieuvrot para perpetuar la especie. Pero ni Legro ni tampoco Lesouëf, su camarada, estaban seguros de haber obrado bien aquella noche de verano en el bosque. Aunque siempre defendieron que no debían haberles condenado, porque nunca obraron de mala fe, con el tiempo empezaron a desconfiar de las palabras del viejo Martin Briolic y de su buen juicio, y a pesar que debían haber dejado que la justicia actuara por su cuenta. Ellos ya tenían bastante con moler la harina del pueblo, arreglar zuecos y llevar una vida tranquila siguiendo las enseñanzas del señor cura y atendiendo a sus mujeres".
Eliza Lynn Linton
" Ven, cierra la puerta, siéntate junto al fuego de la chimenea, que la noche es fría, y seguro que estás cansado; acomódate y disfruta de una de tantas historias, que como cada noche vas a poder escuchar aquí..."
El Recolector de Historias

jueves, 9 de julio de 2015
miércoles, 8 de julio de 2015
"El Cuento de la Vieja Niñera"
"Como sabéis, queridos míos, vuestra madre era huérfana e hija única; y aseguraría que habéis oído decir que vuestro abuelo fue clérigo de Westmoreland, de donde vengo yo. Era yo todavía una niña de la escuela del pueblo cuando, un día, se presentó vuestro abuelo a preguntar a la maestra si habría allí alguna alumna que pudiera servir de niñera; y me sentí extraordinariamente orgullosa, puedo asegurároslo, cuando la maestra me llamó y dijo que yo cosía muy bien y era una muchacha formal y honrada, de padres muy bien considerados, aunque pobres. Me pareció que nada me gustaría más que entrar al servicio de aquella linda y joven señora que se sonrojaba tanto como lo estaba yo al hablar del niño que esperaba y de lo que yo tendría que hacer con él. Pero veo que esta parte de mi cuento no os interesa tanto como lo que pensáis que viene después, así que os lo contaré en seguida. Fui tomada e instalada en la rectoría antes de que naciera la señorita Rosamunda (que fue la niñita que es ahora vuestra madre). A decir verdad, me daba poco que hacer cuando llegó, pues siempre estaba en brazos de su madre y dormía junto a ella toda la noche, y yo me sentía muy orgullosa cuando mi señora me la confiaba. Ni antes ni después ha habido un niñito como ella, aunque todos vosotros habéis sido preciosos; pero en dulzura y atractivo ninguno habéis llegado a vuestra madre. Se parecía a su madre, que era una señora de verdad, cierta señorita Furnivall, nieta de lord Furnivall, de Northumberland. Creo que no había tenido hermanos ni hermanas y se había educado con la familia de milord hasta que se casó con vuestro abuelo, que no era más que un vicario, hijo de un comerciante de Carlisle, pero el más cumplido y discreto caballero que ha existido, y una persona que trabajaba honradamente y de firme en su parroquia, que era muy extensa y estaba esparcida sobre los Páramos de Westmoreland.
Cuando vuestra madre, la pequeña Rosamunda, tenía unos cuatro o cinco años, sus adres murieron en quince días, uno tras otro. ¡Ah, fue una época triste! Mi linda y joven señora y yo esperábamos otro niñito, cuando el señor regresó de una de sus largas caminatas a caballo, mojado y cansado, con la enfermedad que le ocasionó la muerte; y ella ya no volvió a levantar cabeza y no vivió más que para ver a su hijito muerto y tenerlo sobre su pecho antes de morir también. Mi ama me pidió en su lecho de muerte que no abandonara nunca a la señorita Rosamunda; pero aunque no hubiera dicho ni una palabra, habría yo ido con la pequeña hasta el fin del mundo. En seguida, antes de que se hubieran aplacado nuestros sollozos, llegaron los testamentarios y tutores a poner las cosas en orden. Eran éstos, el primo de mi pobre ama, lord Furnivall y el señor Esthwaite, hermano de mi amo, comerciante en Manchester, no en tan buena posición como lo estuvo después y con mucha familia. ¡Bien! No sé si ellos lo acordaron entre sí o si la cosa se debió a una carta que mi ama escribió a su primo en su lecho de muerte, pero lo cierto es que se acordó que la señorita Rosamunda y yo nos fuésemos a la casa solariega de los Furnivall, en Northumberland; y milord hablaba como si hubiera sido deseo de la madre que la niña viviera con su familia, y como si él no tuviera nada que objetar, pues una o dos personas más no se notarían en una casa tan grande. Así que aunque no era aquél el modo como a mí me hubiera gustado que se pensase en mi alegre y precioso cariñito (que era como un rayo de sol en cualquier familia, fuera lo grande que fuese), me complacía que las gentes de Dale se asombraran y se llenaran de admiración al enterarse de que yo iba a ser la niñera de mi amita en casa de lord Furnivall, en la casa solariega de los Furnivall.
Pero me equivoqué al pensar que íbamos a vivir con milord. Resultó que la familia había abandonado la casa solariega hacía cincuenta años o más. No oí que hubiera vivido allí mi pobre ama, a pesar de haberse educado en la familia, y ello me decepcionó, porque me hubiera gustado que la señorita Rosamunda pasara la juventud donde su madre. El acompañante de milord, a quien hice tantas preguntas como me atreví, dijo que la casa solariega estaba al pie de los Páramos de Cumberland, y era magnífica; que allí vivía, solamente con algunos criados, cierta anciana señorita Furnivall, tía abuela de milord; pero que era un lugar muy saludable y que milord había pensado que sería muy conveniente para la señorita Rosamunda por algunos años, y que su estancia allí tal vez serviría de distracción a su anciana tía.
Milord me encargó que tuviera preparadas las cosas de la señorita Rosamunda para un día determinado. Era un hombre serio y altivo, según es fama de todos los lores Furnivall, y no pronunciaba nunca ni una palabra más de las necesarias. Se decía que había estado enamorado de mi joven señora, pero que como ella sabía que el padre de él se hubiera opuesto, nunca quiso hacerle caso y se casó con el señor Esthwaite; pero yo no estoy enterada. De todos modos permaneció soltero. Pero nunca se preocupó mucho de la señorita Rosamunda, cosa que creo habría hecho, de haber tenido interés por su difunta madre. Nos mandó a la casa solariega con su acompañante, advirtiéndole que se le uniera en Newcastle aquella misma tarde; así que no tuvo este señor mucho tiempo para presentarnos a todos aquellos desconocidos antes de, a su vez, deshacerse de nosotras. Y allí quedamos, ¡pobrecitas solitarias! (yo no había cumplido los dieciocho años), en la gran casa solariega.
Parece que llegamos ayer. Habíamos abandonado muy temprano nuestra querida rectoría y llorábamos ambas como si el corazón fuera a rompérsenos, a pesar de viajar en el coche de milord, en el que tanto había yo pensado. Y, ya entrada la tarde, en un día de septiembre, nos detuvimos para cambiar de caballos por última vez en una pequeña ciudad llena de tratantes de carbón y mineros. La señorita Rosamunda se había quedado dormida, pero el señor Henry me dijo que la despertara para que pudiera ver, al llegar, el parque y la casa solariega. Era una pena, pero yo hice lo que me pedía por miedo a que se lo dijera a milord. Habíamos dejado atrás todo vestigio de ciudad, e incluso de pueblo, y franqueado las puertas de un parque grande e inculto, no como los parques del Sur, sino con rocas, y ruido de agua de corriente, y árboles retorcidos, y viejos robles, todos blancos y descortezados por los años.
El camino subía durante dos millas, y luego vimos una casa grande e imponente, rodeada de muchos árboles, tan cerca en algunas partes, que las ramas arañaban las paredes cuando soplaba el viento, y algunas colgaban tronchadas, pues nadie parecía ocuparse mucho de aquel lugar, podándolos y teniendo en condiciones el camino de coches cubierto de musgo. Sólo delante de la casa estaba despejado. En el gran paseo no había ni una hierba, y ni un árbol ni una enredadera crecían sobre la larga fachada cubierta de ventanas. A cada lado salía un ala, remate a su vez de otra fachada, pues la casa, aunque tan desolada, era todavía mayor de lo que yo había esperado. Tras ella se elevaban los Páramos, interminables y desnudos. Y a mano izquierda de la casa estando de frente a ella, había un jardincito anticuado, según descubrí después, y al cual daba una puerta de la fachada occidental. El lugar había sido limpio del tupido boscaje por alguna antigua lady Furnivall, pero las ramas de los grandes árboles incultos habían vuelto a crecer ensombreciéndolo, y había muy pocas flores que vivieran allí entonces.
Cuando llegamos a la gran entrada principal y entramos en el vestíbulo, creí perderme; tan espacioso, amplio e imponente era. Una lámpara toda de bronce colgaba en medio del techo; y yo, que jamás había visto otra, la miré con asombro. Luego, a un lado del vestíbulo, había una gran chimenea, tan grande como todo el costado de una casa en mi tierra, con macizos morillos para sostener la leña, y junto a ella se hallaban colocados pesados sofás pasados de moda. Al otro extremo del vestíbulo, a la izquierda según se entraba, en el lado de poniente, había un órgano construido en el muro y tan grande que lo llenaba casi entero. Detrás de él, al mismo lado, había una puerta, y enfrente, a ambos lados de la chimenea, otras puertas se abrían a la parte este, pero nunca las crucé mientras estuve en la casa y no puedo deciros lo que había detrás. Moría la tarde, y el vestíbulo, en el que no había luces, aparecía oscuro y sombrío. Pero no nos detuvimos allí ni un momento. El viejo criado que nos había abierto hizo una inclinación de cabeza al señor Henry y nos condujo a través de la puerta que había al otro extremo del órgano, haciéndonos atravesar varios pequeños vestíbulos y pasillos hasta llegar a la sala occidental, en la que, se hallaba la señorita Furnivall.
La señorita Rosamunda se agarraba a mí con fuerza, como sintiéndose asustada y perdida en aquel lugar tan grande, y en cuanto a mí, no estaba mucho mejor. La sala de mediodía tenía un aspecto muy acogedor, con su buen fuego, y agradablemente amueblada. La señorita Furnivall era una señora vieja, de cerca de ochenta años, según me pareció, aunque no lo sí. Era delgada y alta y tenía la cara tan llena de finas arrugas como si se las hubieran dibujado a punta de aguja. Tenía unos ojos vigilantes, para compensar, supongo, el ser tan sorda que se veía obligada a usar trompetilla. Sentada a su lado, trabajando en el mismo gran tapiz, estaba la señora Stark, su doncella y acompañante, casi tan vieja como ella. Había vivido con la señorita Furnivall desde que ambas eran muy jóvenes y por entonces más parecía amiga que criada; tenía un aspecto tan frío, duro e insensible como si nunca hubiera querido ni sentido afecto por nadie, excepto su ama, y debido a la gran sordera de esta última, la señora Stark la trataba en cierto modo como si fuera una niña.
El señor Henry trasmitió algún recado de parte de milord y luego nos dijo adiós a todos (sin hacer caso de la manecita extendida de mi dulce señorita Rosamunda) y allí nos dejó, en pie, con las dos ancianas mirándonos a través de sus anteojos. Me alegré cuando llamaron al viejo lacayo que nos había abierto y le dijeron que nos condujera a nuestras habitaciones. Salimos, pues, de aquella gran sala y entramos en otra, y salimos también de aquella y pasamos un gran tramo de escaleras y recorrimos una amplia galería (que era una especie de biblioteca, pues tenía a un lado libros y al otro ventanas y pupitres), hasta que llegamos a nuestras habitaciones, que por suerte supe que estaban justamente sobre las cocinas, pues empezaba a pensar que me perdería en aquel desierto de casa. Era un antiguo cuarto de niños que había sido utilizado por todos los pequeños lores y ladies hacía mucho, con un agradable fuego encendido, la marmita hirviendo sobre él y la mesa puesta para el té. Y aparte de aquella habitación, estaba el cuarto de dormir de los niños, con una camita para la señorita Rosamunda junto a mi cama.
Y el viejo Santiago llamó a Dorotea, su mujer, para que nos diera la bienvenida, y tanto él como ella se mostraron tan hospitalarios y cariñosos que, poco a poco, la señorita Rosamunda y yo fuimos sintiéndonos como en casa, y después del té estaba ella sentada sobre las rodillas de Dorotea y parloteando, todo lo aprisa de que su lengüecita era capaz. Pronto me enteré de que Dorotea era de Westmoreland, y eso nos unió como si dijéramos; y no pido tratar gente más cariñosa que lo eran el viejo Santiago y su mujer. Santiago había pasado casi toda su vida con la familia de milord y le parecía lo más ilustre del mundo; hasta miraba un poco por encima del hombro a su mujer porque antes de casarse no había vivido más que en una familia de granjeros. Pero la quería como era debido. Bajo ellos había una criada que hacía todo el trabajo duro; se llamaba Inés. Y ella y yo, Santiago y Dorotea, la señorita Furnivall y la señora Stark constituíamos toda la familia... ¡sin olvidar nunca a mi dulce señorita Rosamunda!
Me preguntaba muchas veces que harían antes de que la niña llegara allí, tanto se preocupaban ahora de ella. En la cocina o en la sala, era igual. La severa señorita Furnivall y la fría señora Stark parecían complacidas cuando ella aparecía, revoloteando como un pájaro, jugando y enredando de acá para allá, con un murmullo continuo y un lindo y alegre parloteo. Estoy segura de que muchas veces, cuando se marchaba a la cocina, se sentían contrariadas, pero eran demasiado orgullosas para pedirle que se quedase con ellas, y les resultaba un poco chocante aquel gusto de la niña; aunque a decir verdad, opinaba la señora Stark, no era de maravillar recordando de qué gente venía el padre de la pequeña. Aquella enorme y vieja casa era un gran lugar de exploración para la pequeña señorita Rosamunda. Hacía expediciones por todas partes, llevándome a sus talones; por todas, excepto el ala de mediodía, que nunca estaba abierta y el ir a la cual no se nos pasaba por la imaginación. Pero en las zonas norte y poniente había muchos aposentos agradables, llenos de cosas extraordinarias para nosotras, aunque no lo resultasen a las gentes que hubieran visto más. Las ventanas estaban ensombrecidas por las ramas de los árboles que las rozaban y por la hiedra que las había cubierto, pero en la verde oscuridad podíamos distinguir antiguos jarrones de porcelana, cajas de marfil tallado, grandes y pesados libros y, ¡sobre todo, los antiguos retratos! Me acuerdo que una vez mi niña quiso que Dorotea fuera con nosotras a decirnos quiénes eran todos, pues todos eran retratos de personas de la familia de milord, aunque Dorotea no podía decirnos sus nombres.
Habíamos recorrido casi todas las habitaciones cuando llegamos a un antiguo salón situado sobre el vestíbulo en el que había un retrato de la señorita Furnivall o, como por entonces la llamaban, la señorita Gracia, pues era la hermana menor. ¡Debió ser una belleza!, pero tenía una mirada tan rígida y orgullosa y tal desprecio pintado en los ojos, con las cejas un poco levantadas, que parecía como si preguntara quién cometería la impertinencia de atreverte a mirarla, y fruncía los labios cuando la contemplábamos. Llevaba un truje enteramente nuevo para mí, pues era según la moda de cuando ella era joven: un sombrero blanco y suave, como de fieltro, un poco inclinado sobre las sienes, con un hermoso penacho de plumas a un lado, y un traje de ruso azul que se abría por delante sobre mi pechero blanco.
—¡Vaya! —dije luego de mirarla hasta hurtarme—. No hay nada como la juventud, según dicen, pero ¿quién que la viera ahora pensaría que la señorita Furnivall ha sido una belleza tan declarada?
—Sí —dijo Dorotea—. Las personas cambian tristemente. Pero si es verdad lo que el padre de mi señora solía decirnos, la señorita Furnivall, la hermana mayor, era más hermosa que la señorita Gracia. Su retrato está por ahí, en alguna parte, pero si te lo enseño no has de decírselo nunca a nadie, ni siquiera a Santiago. ¿Crees que la señorita sabrá callarse?
Yo no estaba muy segura de ello, tratándose de una niña tan dulce, decidida y franca, así que la hice esconderse y luego ayudé u Dorotea a dar la vuelta a un gran cuadro que estaba de cara a la pared, y no colgado como ¡os otros. A decir verdad, ganaba en belleza a la señorita Gracia, y me pareció que la ganaba también en altivo orgullo, aunque en este punto resultaría difícil decidirse. Hubiera estado contemplándola durante una hora, pero Dorotea parecía medio asustada por haberme enseñado el retrato y volvió a darle la vuelta apresuradamente, y me hizo ir corriendo en busca de la señorita Rosamunda, pues había en la casa algunos sitios desagradables a los que no quería que fuese la niña. Yo era una muchacha valiente y animosa y me importaba poco lo que la vieja decía, pues me gustaba jugar al escondite tanto como a cualquier niño de la parroquia; corrí, pues, en busca de mi pequeña.
Al acercarse el invierno y acortarse los días me parecía oír cierto ruido, como si alguien tocara el órgano en el vestíbulo. No lo oía todas las tardes, pero desde luego sonaba muy a menudo mientras yo estaba con la señorita Rosamunda, quieta y silenciosa en su dormitorio después de haberla acostado. Luego solía oírlo a lo lejos, rugiendo y aumentando. La primera noche, cuando bajé a cenar, pregunté a Dorotea quién había estado tocando, y Santiago dijo brevemente que yo era una tonta tomando por música el viento que suspiraba entre los árboles; pero vi que Dorotea le miraba muy asustada y que Bessy, la pincha, decía algo para sus adentros y se ponía muy pálida. Me di cuenta de que no les había gustado mi pregunta, así que me callé esperando coger sola a Dorotea, que era cuando sabía que podía sonsacarle.
Así que al día siguiente estuve al cuidado e insistí para que me dijera quién tocaba el órgano, pues sabía muy bien que era el órgano y no el viento, aunque me había callado en presencia de Santiago; pero aseguraría que Dorotea estaba aleccionada, y no pude sacarle ni una palabra. Entonces probé con Bessy, aunque siempre me había considerado por encima de ella, pues yo era una igual de Santiago y Dorotea y ella poco más que su criada. Así que me dijo que no debía decirlo nunca, y que si lo decía no tenía que declarar nunca que había sido ella quien me lo había comunicado, pero que era un ruido muy extraño y que ella lo había oído muchas veces, aunque casi todas en noches invernales y antes de haber tormenta, y que decían las gentes que se trataba del viejo lord que tocaba el gran órgano del vestíbulo, como solía hacer en vida. Pero quién fuese el viejo lord o qué tocaba, o por qué lo tocaba precisamente en víspera de tormenta invernal, no pudo o no quiso decírmelo.
¡Bien! Como ya os he dicho, yo tenía un corazón animoso y me pareció que resultaba muy agradable oír resonar por la casa aquella música, la tocase quien la tocase; pues tan pronto se elevaba sobre las fuertes ráfagas de viento, lamentándose o triunfal, exactamente igual que un ser viviente, como caía en un silencio casi absoluto; sólo que se trataba siempre de música y melodías, así que era una tontería decir que era el viento. Al principio pensé que la que tocaba fuera tal vez la señorita Furnivall sin que lo supiese Bessy. Pero un día, estando yo misma en el vestíbulo, abrí el órgano y miré en su interior y todo alrededor, como hice una vez en el órgano de la iglesia de Crosthwaite, y vi que por dentro estaba todo roto y estropeado a pesar de tener un aspecto tan lucido y hermoso. Y entonces, aunque era de día, sentí cierto hormiguillo y lo cerré, echando a correr a toda prisa hacia mi alegre cuarto de niños; y durante algún tiempo después de esto no me gustó escuchar la música, ni más ni menos que como les pasaba a Santiago y Dorotea. Mientras tanto, la señorita Rosamunda se iba haciendo querer más y más. Las viejas señoras deseaban que cenara temprano con ellas; Santiago permanecía en pie detrás de la silla de la señorita Furnivall y yo detrás de la señorita Rosamunda, con toda etiqueta; y, después de cenar, la niña jugaba en un rincón de la gran sala, silenciosa como un ratón, mientras la señorita Furnivall se dormía y yo cenaba en la cocina. Pero se ponía muy contenta cuando volvía conmigo al cuarto de los niños, pues, según decía, la señorita Furnivall era tan triste y la señora Stark tan aburrida... Pero ella y yo éramos bien alegres y poco a poco me acostumbré a no preocuparme por aquella música sobrenatural que no hacía mal a nadie y que no sabíamos de dónde venía.
Aquel invierno fue muy frío. A mediados de octubre empezaron las heladas y duraron muchas, muchas semanas. Recuerdo que un día, durante la cena, la señorita Furnivall levantó sus tristes y cargados ojos y dijo a la señora Stark de una manera extrañamente significativa:
—Me temo que vamos a tener un invierno terrible.
Pero la señora Stark hizo como que no oía y se puso a hablar muy fuerte de otra cosa. A mi señorita y a mí no nos importaban las heladas, ¡nada de eso! Mientras el tiempo se mantuvo seco subíamos las pendientes que había detrás de la casa y recorríamos los Páramos, que eran muy yermos y pelados, corriendo bajo el aire fresco y cortante, y una vez bajamos por una nueva senda que nos llevó más allá de los dos viejos acebos nudosos que crecían a mitad de camino de la ciudad polla parte de saliente de la casa.
Pero los días se acortaban más y más y el viejo lord, si era él, tocaba el gran órgano cada vez más frenética y tristemente. Un domingo por la tarde (debió ser a fines de noviembre) pedí a Dorotea que se encargara del cuidado de la señorita cuando saliera de la sala después que la señorita Furnivall hubiera echado su sueñecito, pues hacía demasiado frío para llevarla conmigo a la iglesia y, sin embargo, no quería yo dejar de ir. Y Dorotea lo prometió con mucho gusto y quería tanto a la niña que todo parecía marchar bien, y Bessy y yo nos pusimos en camino muy aprisa, aunque el cielo se cernía opresivo y cargado sobre la blanca tierra, como si la noche no acabara de alejarse, y el aire, aunque sosegado, era muy cortante y afilado.
—Tendremos una nevada — me dijo Bessy.
Y efectivamente, aun estábamos en la iglesia cuando empezó a nevar espesamente, en grandes copos, tan espesamente, que casi se oscurecían las ventanas. Dejó de nevar antes de que saliéramos, pero la nieve se extendía, blanda, espesa y profunda bajo nuestros pies mientras nos encaminábamos a casa. Antes de entrar en el vestíbulo salió la luna y me parece que estaba entonces más claro (en parle por la luna y en parte por la blanca y deslumbradora nieve) que cuando partimos para la iglesia entre las dos y las tres. No os he dicho que la señorita Furnivall y la señora Stark no iban nunca a la iglesia; parecía como si el domingo se les hiciera muy largo, por no estar ocupadas con su tapiz. Así que cuando fui a la cocina a reunirme con Dorotea pensando recoger a la señorita Rosamunda y subirla conmigo, no me sorprendió que me dijera que las señoras habían retenido a la niña y que ésta no había ido a la cocina, como yo le tenía dicho que hiciera cuando se cansase de portarse bien en la sala. Así que me quité mis cosas y fui a buscarla para llevarla a cenar a su cuarto. Pero cuando llegué a la sala, allí estaban sentadas las dos señoras, muy calladas y quietas, diciendo una palabra de cuando en cuando, pero con el aspecto de que una cosa tan esplendorosa y alegre como la señorita Rosamunda no hubiera pasado nunca junto a ellas. Creí que estaría escondida (era uno de sus juegos) y que las habría convencido para que hicieran como que no sabían nada, así me dirigí paso a paso a mirar debajo de este sofá y detrás de aquella silla, haciendo como si me asustara mucho al no encontrarla.
—¿Qué pasa, Ester? —me dijo con aspereza la señora Stark.
No sé si la señorita Furnivall me habría visto, pues según os he dicho, estaba muy sorda, y se hallaba sentada inmóvil contemplando ociosamente el fuego con desesperanzado rostro.
—Estoy buscando a mi pequeñita Rosy Posy —contesté siguiendo en la idea de que la niña estaba allí y cerca de mí, aunque yo no la viera.
—La señorita Rosamunda no está aquí —dijo la señora Stark—. Se marchó, hace más de una hora, en busca de Dorotea.
Y también ella se dio la vuelta y se puso a mirar al fuego. El corazón me dio un salto al oír aquello y empecé a desear no haber abandonado nunca a mi cielito. Volví junto a Dorotea y se lo dije. Santiago había ido a pasar el día fuera, pero ella, Bessy y yo, cogimos luces y fuimos primero al cuarto de los niños, y luego recorrimos la inmensa casa, llamando y suplicando a la señorita Rosamunda que saliera de su escondite y no nos asustara mortalmente de aquel modo, pero no se oyó contestación alguna, no se oyó nada.
—¡Oh! —dije yo al fin—. ¿Se habrá ido al ala del mediodía y estará escondida allí?
Pero Dorotea aseguró que no era posible, que ni ella misma había estado allí nunca, que las puertas estaban siempre con cerrojo y que, según creía, el lacayo de milord tenía las llaves; que fuera lo que fuera, ni ella, ni Santiago las habían visto nunca. Así que yo dije que volvería a ver si después de lodo estaba escondida en la sala sin que las viejas señoras lo supiesen, y que si la encontraba allí le daría unos azotes por el susto que me había proporcionado; pero no pensaba hacerlo en absoluto. Bien; volví a la sala de poniente y dije a la señora Stark que no la encontrábamos por ninguna parte y le pedí que me dejara mirar allí, pues iba ya pensando que podía haberse quedado dormida en algún escondido rincón caliente. ¡Pero nada!
Miramos (y la señorita Furnivall se levantó y se puso a buscar, temblando toda), y no apareció en ningún sitio. Luego salimos otra vez todos los de la casa y miramos en todos los sitios en que habíamos buscado untes, pero no la encontramos. La señorita Furnivall tiritaba y temblaba de tal modo, que la señora Stark la volvió a llevar a la sala; pero no sin haberme hecho prometer que le llevaría a la niña cuando la encontráramos. ¡Ay de mí! Empezaba a pensar que no la encontraríamos nunca, cuando se me ocurrió mirar en el gran patio delantero, que estaba enteramente cubierto de nieve. Me asomé desde el piso de arriba, pero hacía una noche de luna tan clara, que pude ver, bien distintamente, dos pequeñas huellas de pisadas que se seguían desde la puerta del vestíbulo hasta dar la vuelta a la esquina del ala oriental.
No sé ni cómo bajé, pero abrí a empujones la grande y pesada puerta y, cubriéndome la cabeza con la falda del traje, eché a correr. Di la vuelta a la esquina de mediodía, y al llegar allí, una gran sombra caía sobre la nieve; pero cuando salí otra vez a la luz de la luna, volví a ver las pequeñas huellas que subían, subían a los Páramos. Hacía un frío terrible, tan terrible, que el aire casi me despellejaba la cara según iba corriendo; pero yo corría pensando lo acabada y amedrentada que estaría mi pobre cielito. Ya distinguía los acebos, cuando vi a un pastor que descendía de la colina, llevando algo en los brazos. Me dio voces, preguntándome si había perdido una niña, y mientras el llanto me impedía hablar, pude ver a mi niñita chiquita que yacía en sus brazos, inmóvil, blanca y rígida, como si estuviera muerta. Me dijo que había subido a los Páramos para recoger sus ovejas antes de que llegara el gran frío nocturno, y que bajo los acebos (negras marcas en la ladera, desprovista de todo matojo en varias millas a la redonda), había encontrado a mi señorita, mi corderino, rígida y fría en el terrible sueño producido por la helada. ¡Ah, la alegría y las lágrimas de tenerla en mis brazos de nuevo! Pues no le dejé que la llevara, sino que la cogí en mis propios brazos, sosteniéndola junto al calor de mi pecho y mi cuello, y sentí que la vida volvía lentamente a sus dulces miembrecitos. Pero aún estaba insensible cuando llegué al vestíbulo y yo me hallaba sin alientos para hablar. Entramos por la puerta de la cocina.
—Traed el calentador —dije.
Y subí con ella y empecé a desnudarla en el cuarto de los niños, junto al fuego que Bessy había mantenido encendido. Llamé a mi corderillo con todos los nombres cariñosos y juguetones que se me ocurrieron,, todavía con los ojos llenos de lágrimas. Y al fin, ¡oh, al fin!, abrió sus grandes ojos azules. Entonces la metí en su cama calentita y envié a Dorotea a decir a la señorita Furnivall que todo marchaba bien, decidida a permanecer toda la noche junto a la cama de mi corazoncito. En cuanto su preciosa cabeza tocó la almohada, cayó en un sueño apacible y yo estuve velándola hasta que se hizo de día, y entonces se despertó resplandeciente y despejada, según creí entonces... y, queridos míos, según creo ahora. Dijo que había pensado que le apetecía irse con Dorotea, pues las dos señoras se habían dormido y se estaba muy aburrida en la sala, y que cuando pasaba por el pequeño vestíbulo de poniente, vio cómo caía la nieve a través de la alta ventana, cómo caía blandamente y sin interrupción, pero que queriendo ver lo bonita y blanca que estaría en el suelo, se dirigió al gran vestíbulo y allí, acercándose a la ventana, pudo contemplarla sobre el paseo, suave y brillante, y que estando en esto, vio una niña más pequeña que ella, «¡pero tan linda!», decía mi cielito, «y aquella niña me hizo señas para que saliera, y ¡oh!, era tan linda y tan dulce que no me quedaba más remedio que ir. Y que luego aquella otra niña la había cogido de la mano y, una junto a otra, habían dado la vuelta a la esquina de mediodía.
—Bueno, eres una niña mala que está contando cuentos —dije—. ¿Qué diría tu buena mamá, que está en el cielo y no dijo una mentira en su vida, qué diría a su pequeña Rosamunda si la oyera, ¡y de seguro que la oye!, contar cuentos?
—Pero Ester —sollozó mi niña—, ¡te digo la verdad! ¡De verdad que sí!
—¡No me digas! —contesté muy enfadada—. He seguido tus huellas en la nieve y no se veían más que las tuyas, y si hubiera habido una niña que hubiera subido la colina de tu mano, ¿no crees que sus pisadas estarían con las tuyas?
—Yo no tengo la culpa de que no estén querida Ester —dijo ella llorando—. Nunca miré a sus pies; pero ella sostenía mi mano en su manita, fuerte y apretada, y hacía mucho, mucho frío. Me llevó hacia arriba, por el camino de los Páramos, hasta los acebos, y allí encontré a una señora llorando y lamentándose, pero cuando me vio dejó de llorar y sonrió con mucho orgullo y majestad y me puso sobre sus rodillas y empezó a arrullarme para que me durmiera. Y esto es todo, Ester, pero es verdad ¡y mi querida mamá lo sabe! —añadió llorando.
Así que pensé que la niña tendría fiebre e hice como que la creía y ella volvió a repetir su historia una y otra vez, y siempre igual. Finalmente, Dorotea llamó a la puerta con el desayuno de la señorita Rosamunda, y me dijo que las viejas señoras estaban abajo, en el comedor, y que querían hablarme. Ambas habían estado en el dormitorio de la niña la noche anterior, pero cuando la señorita Rosamunda estaba ya dormida, así que no habían hecho más que mirarla sin preguntarme nada.
—Me espera una reprimenda —pensé mientras recorría la galería del Norte—. Y, sin embargo —me dije envalentonándome—, la dejé a su cuidado y son ellas las que merecen que se les reproche por haberla dejado escabullirse desapercibida y sin vigilancia.
Así que llegué valientemente y conté mi historia. Se la conté toda a la señorita Furnivall, gritándosela al oído; pero cuando hablé de la otra niña que había en la nieve y que engatusó a la nuestra para llevarla junto a la majestuosa y bella señora que estaba bajo el acebo, levantó los brazos, sus viejos y pálidos brazos, y gritó en voz alta:
—¡Perdonad, cielos! ¡Tened misericordia!
La señora Stark la cogió (me pareció que con bastante rudeza), pero ella se desasió y se dirigió a mí con una autoridad frenética y amonestadora:
—¡Ester, apártala de esa niña! ¡La llevará a la muerte! ¡Malvada niña! Dile que es una niña mala y perversa.
Luego la señora Stark me sacó apresuradamente de la habitación, de la que verdaderamente salí con mucho gusto. Pero la señorita Furnivall seguía gritando:
—¡Misericordia! ¿No perdonarás nunca? ¡Hace muchos años!
Después de aquello me sentía muy a disgusto. No me atrevía a dejar nunca a la señorita Rosamunda, ni de noche ni de día, temiendo que volviera a encaparse Iras alguna visión, y con más motivo porque me pareció haber descubierto que la señorita Furnivall estaba loca y temía que algo parecido (que podía ser cosa de familia) pudiera suceder a mi cielito. Y mientras tanto, el frío no amainaba y cada vez que la noche era desusadamente tormentosa, entre las ráfagas y a través del viento oíamos al viejo lord que tocaba el órgano. Pero viejo lord o no, donde iba la señorita Rosamunda, iba yo detrás, pues mi cariño por ella, preciosa huérfana sin amparo, era más fuerte que el miedo que me inspiraba el imponente y terrible sonido. Además a mí me tocaba procurar que ella estuviera alegre y contenta, como correspondía a su edad, así que jugábamos juntas y juntas vagábamos de acá para allá y por todas partes, no atreviéndome a perderla de vista en aquella casa enorme.
Y sucedió que una tarde, poco antes de Navidad, jugábamos juntas en la mesa de billar del gran vestíbulo (no porque supiéramos jugar, sino porque a ella le gustaba echar a rodar las pulidas bolas de marfil con sus lindas manos y a mi me gustaba hacer lo que hacía ella) y pronto, sin que nos diéramos cuenta, nos quedamos a oscuras dentro de casa, aunque todavía había claridad en el exterior, y estaba yo pensando en llevármela a su cuarto cuando de repente gritó:
—¡Mira, Ester, mira! Ahí fuera, sobre la nieve, está mi pobre niñita.
Me volví hacia las altas y estrechas ventanas y allí, con toda certeza, vi una niña más pequeña que la señorita Rosamunda, vestida de la manera menos a propósito para estar a la intemperie en una noche tan cruda, llorando y golpeando los cristales de la ventana, como si quisiera que la abrieran. Parecía gemir y lamentarse y cuando la señorita Rosamunda, no pudiendo resistir más, se precipitó sobre la puerta para abrirla, he aquí que, de repente, justo encima de nosotras, sonó el órgano con un estruendo tan fuerte y atronador, que me hizo temblar toda; y más aún cuando me di cuenta de que, incluso en el silencio de aquel frío invierno, no había oído ruido alguno de manos que golpeasen los cristales de la ventana, a pesar de que la niña-fantasma parecía hacerlo con todas sus fuerzas, y que aunque la había visto llorar y quejarse, ni el más ligero sonido había llegado a mis oídos.
Si en aquel preciso momento me di cuenta de todo aquello no lo sé —el sonido del gran órgano me tenía aturdida de terror—, pero lo que sí sé es que cogí a la señorita Rosamunda antes de que abriera la puerta del vestíbulo y, sujetándola fuertemente, me la llevé pataleando y chillando a la cocina grande y clara, donde Dorotea e Inés cataban ocupadas haciendo pasteles rellenos.
—¿Qué tiene mi vidita? —exclamó Dorotea cuando entré llevando a la señorita Rosamunda, que gemía como si el corazón fuera a rompérsele.
—No me ha querido dejar abrir la puerta para que entrase la niñita, y se morirá si está fuera, en los Páramos, toda la noche. ¡Eres mala y cruel, Ester! —dijo pegándome.
Pero podía haber pegado más fuerte, porque yo había sorprendido en los ojos de Dorotea una mirada de terror sobrenatural, que me heló la sangre.
—¡Cierra inmediatamente la puerta trasera de la cocina y echa bien el cerrojo! — dijo a Inés.
No dijo más. Me dio pasas y almendras para calmar a la señorita Rosamunda, pero ella seguía llorando, pensando en la niña que estaba en la nieve, y no quiso tocar ninguna de aquellas buenas cosas. Me alegré cuando se quedó dormida en la cama, a fuerza de llorar. Luego me escabullí a la cocina y comuniqué a Dorotea que había tomado una decisión: me llevaría a mi cielito a casa de mi padre a Applethwaite, donde, aunque humildemente, vivíamos en paz. Dije que ya había pasado bastante miedo con el ruido del órgano del viejo lord, pero que después de haber visto con mis propios ojos a aquella niñita que se quejaba, vestida como no podía estarlo ninguna niña de la vecindad, dando golpes para que la abrieran y sin que pudiera oírse el menor ruido, con una oscura herida en el hombro derecho, y de que la señorita Rosamunda había vuelto a tener noticias del fantasma que casi la había arrastrado a la muerte (cosa que Dorotea sabía que era verdad), no aguantaría más.
Vi que Dorotea cambiaba de color una o dos veces. Cuando acabé, me dijo que no creía que pudiera llevarme conmigo a la señorita Rosamunda, pues era pupila de milord y yo no tenía derechos sobre ella, y me preguntó si iba a abandonar a la niña que tanto quería sólo por unos ruidos y apariciones que no podían hacerme daño y a los que todos habían ido acostumbrándose. Yo estaba emberrenchinada y trémula y contesté que ella podía decir todo aquello porque sabía qué significaban todas aquellas apariciones y ruidos, y tal vez había tenido algo que ver con la niña-espectro mientras vivió. Y tanto la llené de improperios, que acabó contándomelo todo. Y entonces deseé que no lo hubiera hecho, pues sólo sirvió para dejarme más atemorizada que nunca. Dijo que había oído contar aquella historia a varios vecinos viejos que vivían cuando ella se casó, cuando las gentes iban algunas veces al vestíbulo, antes de que adquiriera tan mala fama en el país, y que podía o no podía ser verdad lo que la habían contado.
El viejo lord fue el padre de la señorita Furnivall —la señorita Gracia, la llamaba Dorotea—, pues la mayor era la señorita Maude y señorita Furnivall por derecho. El viejo lord rebosaba orgullo, jamás se había visto un hombre tan orgulloso. Y sus hijas se le parecían. No había hombre digno de casarse con ellas, y eso que tenían dónde escoger, pues en su tiempo fueron notables bellezas, según podía verse por sus retratos mientras estuvieron colgados en la sala. Pero como dice el antiguo proverbio, «Dios abate al orgulloso», y aquellas dos bellezas altaneras se enamoraron del mismo hombre, y él no era más que un músico extranjero que su padre había traído de Londres para que tocase en la casa solariega. Pues sobre todas las cosas, después de su orgullo, lo que más amaba el viejo lord era la música. Sabía tocar casi todos los instrumentos conocidos y, aunque parezca extraño, esto no le suavizaba el carácter, sino que era un viejo cruel y duro, que, según decían, había destrozado el corazón de su pobre esposa. La música le volvía loco y daba por ella lo que le pidieran. Y así fue como hizo venir a aquel extranjero cuya música era tan bella que, según decían, hasta los pájaros suspendían sus cantos en los árboles para escucharle. Y poco a poco aquel músico extranjero alcanzó tal ascendiente sobre el viejo lord, que éste llegó a no poder prescindir de que le visitara todos los años, y fue él quien hizo traer de Holanda el gran órgano y colocarlo en el vestíbulo, donde ahora está. Enseñó al viejo lord a tocarlo; pero muchas, muchísimas veces, mientras lord Furnivall no pensaba más que en su maravilloso órgano y en su aún más maravillosa música, el moreno extranjero paseaba por los bosques con una de las jóvenes: unas veces con la señorita Maude, otras con la señorita Gracia.
Venció la señorita Maude y se llevó el premio; y él y ella se casaron en secreto y antes de que él repitiera su visita anual, ella había dado a luz una niña en una granja de los Páramos, mientras su padre y la señorita Gracia la creían en las carreras de Doncaster. Pero, aunque esposa y madre, no se dulcificó lo más mínimo, sino que siguió tan altiva y violenta como siempre; o tal vez más, pues tenía celos de la señorita Gracia, a la que su extranjero esposo hacía la corte... para cegarla, según decía él a su esposa.
Pero la señorita Gracia triunfó sobre la señorita Maude, y la señorita Maude se volvió cada vez más áspera, tanto para con su esposo como para con su hermana, y el primero, que podía sacudirse fácilmente de lo que le desagradaba e irse a ocultar al extranjero, se marchó aquel verano un mes antes de lo acostumbrado y medio amenazó con que no volvería más. Mientras tanto, la niña quedó en la granja y su madre acostumbraba a hacerse ensillar el caballo y galopar desesperadamente sobre las colinas para verla, al menos una vez por semana, pues cuando quería, quería, y cuando odiaba, odiaba. Y el viejo lord seguía tocando y tocando el órgano y los criados creían que la dulce música que tocaba había amansado su terrible carácter, del cual (decía Dorotea) se podían contar historias terribles. Además se puso achacoso y tuvo que usar una muleta. Y su hijo, es decir, el padre del actual lord Furnivall, estaba en América sirviendo en el ejército, y el otro hijo estaba en el mar, así que la señorita Maude podía hacer lo que quería, y ella y la señorita Gracia eran cada vez más frías y más hostiles una para la otra, hasta que acabaron por no hablarse más que cuando el viejo estaba presente. El músico extranjero volvió al verano siguiente, pero fue por última vez, pues tal vida le hicieron llevar con sus celos y pasiones que se cansó y se marchó y no volvió a saberse de él. Y la señorita Maude, que siempre había tenido intención de dar a conocer su matrimonio a la muerte de su padre, quedó entonces abandonada, sin que nadie supiera que se había casado, con una hija que no se atrevía a reconocer, aunque la amaba con locura, y viviendo con un padre que temía y una hermana que odiaba.
Cuando pasó el verano siguiente y el moreno extranjero no se presentó, tanto la señorita Maude como la señorita Gracia se pusieron sombrías y tristes; estaban ojerosas, pero más hermosas que nunca. Luego, poco a poco, la señorita Maude fue alegrándose, pues su padre estaba cada vez más achacoso y más ensimismado en su música, y ella y la señorita Gracia vivían casi aparte, en habitaciones separadas, una en la parte de poniente y otra, la señorita Maude, en la de mediodía, precisamente en las habitaciones que ahora están cerradas. Así que pensó que podía tener a su hija consigo y que nadie necesitaba saberlo más que aquellos que no se atreverían a hablar de ello y se verían obligados a creer que se trataba, como ella decía, de una niña de un campesino a la que había tomado afición.
Todo esto, decía Dorotea, se sabía muy bien. Pero lo que pasó después nadie lo sabía, excepto la señorita Gracia y la señora Stark, que era entonces su doncella y mucho más amiga suya que su hermana lo había sido nunca. Pero los criados suponían, por palabras sueltas, que la señorita Maude había derrotado a la señorita Gracia diciéndole que, mientras el moreno extranjero se había estado burlando de ella fingiendo amarla, había sido su propio esposo. A partir de aquel día, el color se retiró para siempre de las mejillas y los labios de la señorita Gracia y se le oyó decir muchas veces que, tarde o temprano, le llegaría la venganza. Y la señora Stark estaba siempre espiando las habitaciones del mediodía. Una noche pavorosa, justamente pasado Año Nuevo, mientras la nieve se extendía en una capa espesa y profunda y los copos seguían cayendo como para cegar a cualquiera que estuviera fuera de casa, se oyó un ruido grande y violento y, sobre él, la voz del viejo lord que maldecía y juraba de una manera espantosa, y el llanto de una niña, y el orgulloso reto de una mujer furiosa, y el ruido de un golpe, y un silencio de muerte, y gemidos y lamentos que morían en la ladera de la colina.
Luego, el viejo lord reunió a todos sus criados y les dijo, con terribles juramentos, que su hija se había deshonrado y que la había echado de casa y que así no entraran nunca en el cielo si le facilitaban ayuda o comida o abrigo. Y mientras tanto la señorita Gracia estuvo en pie a su lado, pálida y silenciosa como el mármol; y cuando él acabó, exhaló un gran suspiro, como significando que había dado cima a su obra y alcanzado su fin. Pero el viejo lord no volvió a tocar el órgano y murió en aquel año; ¡y no es de maravillar!, pues en la mañana que siguió a aquella noche feroz y espantosa, los pastores, al bajar la ladera de los Páramos, encontraron a la señorita Maude, perdida la razón y sonriendo, sentada bajo los acebos, acariciando a una niña muerta que tenía en el hombro derecho una señal terrible.
—Pero no fue el golpe lo que la mató —dijo Dorotea—. Fueron la helada y el frío. ¡Todos los animales del monte estaban en su agujero y todas las bestias en su aprisco, mientras la niña y su madre fueron arrojadas a vagar por los Páramos! ¡Y ya lo sabes todo! —y me preguntó si tenía menos miedo ahora.
Tenía más miedo que nunca, pero dije que no. Deseé hallarme con la señorita Rosamunda lejos para siempre de aquella horrible casa, pero ni quería dejarla ni me atrevía a llevármela, ahora que ¡cómo la cuidaba y vigilaba! Echábamos los cerrojos a las puertas y cerrábamos las contraventanas una hora o más antes de oscurecer, prefiriéndolo a dejarlas abiertas cinco minutos demasiado tarde. Pero mi señorita seguía oyendo llorar y lamentarse a la niña sobrenatural, y por más que hacíamos y le decíamos, no podíamos hacerla desistir en su deseo de abrir para protegerla contra el cruel viento y contra la nieve. Mientras tanto, me mantenía todo lo alejada que podía de la señorita Furnivall y la señora Stark, pues les tenía miedo... sabía que no podían tener nada bueno, con aquellos rostros macilentos y severos y aquellos ojos desvariados que miraban hacia los horribles años pasados. Pero incluso en mi miedo, sentía una especie de compasión, al menos por la señorita Furnivall. Los que se han hundido en el abismo no pueden tener una mirada más desesperada que la que se veía siempre en sus ojos. Finalmente, hasta llegué a apiadarme tanto de aquella mujer (que nunca pronunciaba una palabra más que cuando se veía obligada a hacerlo), que rezaba por ella, y enseñé a la señorita Rosamunda a pedir por una persona que había cometido un pecado mortal. Pero a menudo, al llegar a estas palabras, la niña, que estaba de rodillas, se quedaba escuchando y se levantaba diciendo:
—Oigo a mi niñita que llora y se lamenta muy tristemente. ¡Ay!, ¡ábrela o morirá!
Una noche, justamente pasado, por fin, Año Nuevo, oí tocar tres veces la campana de la sala, que era la señal convenida para llamarme. No quería dejar sola a la señorita Rosamunda, que estaba dormida, pues el viejo lord había estado tocando con más frenesí que nunca y temía que mi cielito se despertara oyendo a la niña espectro; en cuanto a verla, sabía que no podría, pues había cerrado muy bien las ventanas para ello. Así que la saqué de la cama, envolviéndola en las ropas que encontré más a mano, y me la llevé a la sala, donde las viejas señoras estaban sentadas trabajando en su tapiz, como de costumbre. Cuando llegué levantaron los ojos y la señora Stark preguntó, completamente asombrada, por qué había llevado allí a la señorita Rosamunda, sacándola de su cama caliente. Yo había empezado a musitar:
—Porque tenía miedo de que, en mi ausencia, fuera arrastrada por la niña salvaje de la nieve...
Cuando me detuvo (con una mirada a la señorita Furnivall) y dijo que la señorita Furnivall quería que deshiciera unas puntadas que habían hecho mal y que ellas no veían a deshacer. Así que dejé a mi precioso cielito en el sofá y me senté en un taburete al lado de las señoras, con el corazón hostil hacia ellas, mientras oía al viento que rugía y bramaba. La señorita Rosamunda dormía profundamente, a pesar de lo que soplaba el viento, y la señorita Furnivall no decía ni una palabra, ni miraba a su alrededor cuando las ráfagas sacudían las ventanas. De repente se puso de pie y levantó una mano, como indicándonos que escuchásemos.
—¡Oigo voces! —dijo—. ¡Oigo terribles gritos! ¡Oigo la voz de mi padre!
Justamente en aquel momento, mi cielito se despertó sobresaltada:
—¡Mi niñita está llorando! ¡Oh, cómo llora! —e intentó levantarse para reunirse con ella. Pero los pies se le engancharon en la manta y yo la detuve, porque se me abrían las carnes ante estos sonidos que ellas podían oír y nosotras no. Al cabo de uno o dos minutos, los ruidos se acercaron y se agruparon y llegaron a nuestros oídos: también nosotras distinguimos voces y gritos y dejamos de oír el viento invernal que bramaba afuera.
La señora Stark me miró y yo la miré a ella, pero no nos atrevimos a pronunciar palabra. De repente, la señorita Furnivall se dirigió a la puerta y atravesando el pequeño vestíbulo de poniente, abrió la puerta del gran vestíbulo. La señora Stark la siguió y yo no me atreví a quedarme atrás, aunque tenía el corazón casi paralizado de miedo. Cogí estrechamente a mi cielito en los brazos y las seguí. En el vestíbulo, los gritos eran más fuertes que nunca; parecían venir del ala de mediodía... cada vez más cerca... más cerca, al otro lado de las puertas cerradas... justo tras ellas. Luego me di cuenta de que la gran lámpara de bronce estaba toda encendida, aunque el vestíbulo permanecía oscuro, y que un fuego ardía en la gran chimenea, aunque no desprendía calor. Y me estremecí de terror y apreté más a mi cielito junto a mí. Pero al hacerlo, la puerta de mediodía se estremeció, y ella gritó fíe repente, luchando para desembarazarse de mí:
—¡Ester, tengo que ir! ¡Mi niñita está ahí!, ¡la oigo!, ¡viene! ¡Ester, tengo que ir!
La sostuve con todas mis fuerzas, la sostuve con voluntad resuelta. Aunque hubiera muerto, mis manos no la hubieran soltado, tan decidida estaba a sujetarla. La señorita Furnivall se mantenía en pie escuchando y sin hacer caso de mi cielito, que estaba en el suelo, y que yo sujetaba, puesta de rodillas, rodeándole el cuello con ambos brazos, mientras ella seguía forcejeando y llorando por desasirse. De repente, la puerta del mediodía se abrió con estrépito, como si la empujaran violentamente, y en aquella luz clara y misteriosa se destacó la figura de un hombre viejo y alto, de cabello gris y ojos relampagueantes. Empujaba ante sí, con implacables gestos de odio, a una mujer hermosa y altanera que llevaba a una niña que se pegaba a su traje.
—¡Oh Ester, Ester! —exclamó la señorita Rosamunda—. ¡Es la señora! ¡La señora de debajo de los acebos! y mi niñita está con ella. ¡Tiran de mí hacia ellas!... lo noto... ¡debo ir!
De nuevo casi se crispó en sus esfuerzos para soltarse, pero yo la sostenía más y más fuerte, hasta que temí hacerle daño, prefiriéndolo a dejarla correr hacia aquellos terribles fantasmas. Éstos se dirigieron a la puerta del gran vestíbulo, donde el viento aullaba reclamando su presa, pero antes de llegar a ella, la señora se volvió y pude ver que desafiaba al anciano con un reto fiero y orgulloso; y luego se acobardó, y levantó los brazos desesperada y lastimosamente para proteger a su hija —su hijita— del golpe de la muleta que él había levantado.
Y la señorita Rosamunda, como herida por una fuerza mayor que la mía, se retorció en mis brazos y sollozó (pues ya entonces mi pobre cielito iba desfalleciendo).
—¡Quieren que vaya con ellas a los Páramos! ¡Me arrastran hacia ellas! ¡Oh, niñita mía! ¡Iría, pero la cruel, la mala de Ester me tiene agarrada muy fuerte!
Pero cuando vio la muleta levantada se desmayó, y yo di gracias a Dios por ello. En aquel preciso momento, cuando el viejo alto, con el cabello flameante como la ráfaga de un horno, iba a pegar a la niña que temblaba, la señorita Furnivall, la mujer vieja que estaba a mi lado, gritó:
—¡Oh padre, padre! ¡Perdona a la niñita inocente!
Pero justamente entonces, vi —vimos todas— cómo tomaba forma otro fantasma, destacándose en la luz azulada y brumosa que llenaba el vestíbulo. No la habíamos visto hasta entonces, y era otra dama, que estaba de pie junto al viejo, con una mirada de odio inexorable y de triunfante desprecio. Aquella figura era muy agradable de mirar, con su sombrero blanco inclinado sobre las orgullosas sienes y sus labios rojos y fruncidos. Iba vestida con un traje de raso azul. Yo la había visto antes. Era el retrato de la señorita Furnivall en su juventud.
Y los terribles fantasmas avanzaron, sin hacer caso de la desesperada súplica de la señorita Furnivall, la vieja... y la levantada muleta cayó sobre el hombro derecho de la niña, mientras la hermana menor miraba, sin inmutarse y mortalmente serena.
Pero en aquel momento desaparecieron las oscuras luces y el fuego que no daba calor, y he aquí que la señorita Furnivall yacía a nuestros pies, herida de muerte.
¡Sí! Aquella noche fue llevada a su cama para no levantarse más. Yacía con el rostro hacia la pared, musitando por lo bajo, pero musitando siempre:
—¡Ay!, ¡ay! ¡Lo que se hace en la juventud, no puede deshacerse en la vejez! ¡Lo que se hace en la juventud, no puede deshacerse en la vejez!"
Elizabeth Gaskell
Cuando vuestra madre, la pequeña Rosamunda, tenía unos cuatro o cinco años, sus adres murieron en quince días, uno tras otro. ¡Ah, fue una época triste! Mi linda y joven señora y yo esperábamos otro niñito, cuando el señor regresó de una de sus largas caminatas a caballo, mojado y cansado, con la enfermedad que le ocasionó la muerte; y ella ya no volvió a levantar cabeza y no vivió más que para ver a su hijito muerto y tenerlo sobre su pecho antes de morir también. Mi ama me pidió en su lecho de muerte que no abandonara nunca a la señorita Rosamunda; pero aunque no hubiera dicho ni una palabra, habría yo ido con la pequeña hasta el fin del mundo. En seguida, antes de que se hubieran aplacado nuestros sollozos, llegaron los testamentarios y tutores a poner las cosas en orden. Eran éstos, el primo de mi pobre ama, lord Furnivall y el señor Esthwaite, hermano de mi amo, comerciante en Manchester, no en tan buena posición como lo estuvo después y con mucha familia. ¡Bien! No sé si ellos lo acordaron entre sí o si la cosa se debió a una carta que mi ama escribió a su primo en su lecho de muerte, pero lo cierto es que se acordó que la señorita Rosamunda y yo nos fuésemos a la casa solariega de los Furnivall, en Northumberland; y milord hablaba como si hubiera sido deseo de la madre que la niña viviera con su familia, y como si él no tuviera nada que objetar, pues una o dos personas más no se notarían en una casa tan grande. Así que aunque no era aquél el modo como a mí me hubiera gustado que se pensase en mi alegre y precioso cariñito (que era como un rayo de sol en cualquier familia, fuera lo grande que fuese), me complacía que las gentes de Dale se asombraran y se llenaran de admiración al enterarse de que yo iba a ser la niñera de mi amita en casa de lord Furnivall, en la casa solariega de los Furnivall.
Pero me equivoqué al pensar que íbamos a vivir con milord. Resultó que la familia había abandonado la casa solariega hacía cincuenta años o más. No oí que hubiera vivido allí mi pobre ama, a pesar de haberse educado en la familia, y ello me decepcionó, porque me hubiera gustado que la señorita Rosamunda pasara la juventud donde su madre. El acompañante de milord, a quien hice tantas preguntas como me atreví, dijo que la casa solariega estaba al pie de los Páramos de Cumberland, y era magnífica; que allí vivía, solamente con algunos criados, cierta anciana señorita Furnivall, tía abuela de milord; pero que era un lugar muy saludable y que milord había pensado que sería muy conveniente para la señorita Rosamunda por algunos años, y que su estancia allí tal vez serviría de distracción a su anciana tía.
Milord me encargó que tuviera preparadas las cosas de la señorita Rosamunda para un día determinado. Era un hombre serio y altivo, según es fama de todos los lores Furnivall, y no pronunciaba nunca ni una palabra más de las necesarias. Se decía que había estado enamorado de mi joven señora, pero que como ella sabía que el padre de él se hubiera opuesto, nunca quiso hacerle caso y se casó con el señor Esthwaite; pero yo no estoy enterada. De todos modos permaneció soltero. Pero nunca se preocupó mucho de la señorita Rosamunda, cosa que creo habría hecho, de haber tenido interés por su difunta madre. Nos mandó a la casa solariega con su acompañante, advirtiéndole que se le uniera en Newcastle aquella misma tarde; así que no tuvo este señor mucho tiempo para presentarnos a todos aquellos desconocidos antes de, a su vez, deshacerse de nosotras. Y allí quedamos, ¡pobrecitas solitarias! (yo no había cumplido los dieciocho años), en la gran casa solariega.
Parece que llegamos ayer. Habíamos abandonado muy temprano nuestra querida rectoría y llorábamos ambas como si el corazón fuera a rompérsenos, a pesar de viajar en el coche de milord, en el que tanto había yo pensado. Y, ya entrada la tarde, en un día de septiembre, nos detuvimos para cambiar de caballos por última vez en una pequeña ciudad llena de tratantes de carbón y mineros. La señorita Rosamunda se había quedado dormida, pero el señor Henry me dijo que la despertara para que pudiera ver, al llegar, el parque y la casa solariega. Era una pena, pero yo hice lo que me pedía por miedo a que se lo dijera a milord. Habíamos dejado atrás todo vestigio de ciudad, e incluso de pueblo, y franqueado las puertas de un parque grande e inculto, no como los parques del Sur, sino con rocas, y ruido de agua de corriente, y árboles retorcidos, y viejos robles, todos blancos y descortezados por los años.
El camino subía durante dos millas, y luego vimos una casa grande e imponente, rodeada de muchos árboles, tan cerca en algunas partes, que las ramas arañaban las paredes cuando soplaba el viento, y algunas colgaban tronchadas, pues nadie parecía ocuparse mucho de aquel lugar, podándolos y teniendo en condiciones el camino de coches cubierto de musgo. Sólo delante de la casa estaba despejado. En el gran paseo no había ni una hierba, y ni un árbol ni una enredadera crecían sobre la larga fachada cubierta de ventanas. A cada lado salía un ala, remate a su vez de otra fachada, pues la casa, aunque tan desolada, era todavía mayor de lo que yo había esperado. Tras ella se elevaban los Páramos, interminables y desnudos. Y a mano izquierda de la casa estando de frente a ella, había un jardincito anticuado, según descubrí después, y al cual daba una puerta de la fachada occidental. El lugar había sido limpio del tupido boscaje por alguna antigua lady Furnivall, pero las ramas de los grandes árboles incultos habían vuelto a crecer ensombreciéndolo, y había muy pocas flores que vivieran allí entonces.
Cuando llegamos a la gran entrada principal y entramos en el vestíbulo, creí perderme; tan espacioso, amplio e imponente era. Una lámpara toda de bronce colgaba en medio del techo; y yo, que jamás había visto otra, la miré con asombro. Luego, a un lado del vestíbulo, había una gran chimenea, tan grande como todo el costado de una casa en mi tierra, con macizos morillos para sostener la leña, y junto a ella se hallaban colocados pesados sofás pasados de moda. Al otro extremo del vestíbulo, a la izquierda según se entraba, en el lado de poniente, había un órgano construido en el muro y tan grande que lo llenaba casi entero. Detrás de él, al mismo lado, había una puerta, y enfrente, a ambos lados de la chimenea, otras puertas se abrían a la parte este, pero nunca las crucé mientras estuve en la casa y no puedo deciros lo que había detrás. Moría la tarde, y el vestíbulo, en el que no había luces, aparecía oscuro y sombrío. Pero no nos detuvimos allí ni un momento. El viejo criado que nos había abierto hizo una inclinación de cabeza al señor Henry y nos condujo a través de la puerta que había al otro extremo del órgano, haciéndonos atravesar varios pequeños vestíbulos y pasillos hasta llegar a la sala occidental, en la que, se hallaba la señorita Furnivall.
La señorita Rosamunda se agarraba a mí con fuerza, como sintiéndose asustada y perdida en aquel lugar tan grande, y en cuanto a mí, no estaba mucho mejor. La sala de mediodía tenía un aspecto muy acogedor, con su buen fuego, y agradablemente amueblada. La señorita Furnivall era una señora vieja, de cerca de ochenta años, según me pareció, aunque no lo sí. Era delgada y alta y tenía la cara tan llena de finas arrugas como si se las hubieran dibujado a punta de aguja. Tenía unos ojos vigilantes, para compensar, supongo, el ser tan sorda que se veía obligada a usar trompetilla. Sentada a su lado, trabajando en el mismo gran tapiz, estaba la señora Stark, su doncella y acompañante, casi tan vieja como ella. Había vivido con la señorita Furnivall desde que ambas eran muy jóvenes y por entonces más parecía amiga que criada; tenía un aspecto tan frío, duro e insensible como si nunca hubiera querido ni sentido afecto por nadie, excepto su ama, y debido a la gran sordera de esta última, la señora Stark la trataba en cierto modo como si fuera una niña.
El señor Henry trasmitió algún recado de parte de milord y luego nos dijo adiós a todos (sin hacer caso de la manecita extendida de mi dulce señorita Rosamunda) y allí nos dejó, en pie, con las dos ancianas mirándonos a través de sus anteojos. Me alegré cuando llamaron al viejo lacayo que nos había abierto y le dijeron que nos condujera a nuestras habitaciones. Salimos, pues, de aquella gran sala y entramos en otra, y salimos también de aquella y pasamos un gran tramo de escaleras y recorrimos una amplia galería (que era una especie de biblioteca, pues tenía a un lado libros y al otro ventanas y pupitres), hasta que llegamos a nuestras habitaciones, que por suerte supe que estaban justamente sobre las cocinas, pues empezaba a pensar que me perdería en aquel desierto de casa. Era un antiguo cuarto de niños que había sido utilizado por todos los pequeños lores y ladies hacía mucho, con un agradable fuego encendido, la marmita hirviendo sobre él y la mesa puesta para el té. Y aparte de aquella habitación, estaba el cuarto de dormir de los niños, con una camita para la señorita Rosamunda junto a mi cama.
Y el viejo Santiago llamó a Dorotea, su mujer, para que nos diera la bienvenida, y tanto él como ella se mostraron tan hospitalarios y cariñosos que, poco a poco, la señorita Rosamunda y yo fuimos sintiéndonos como en casa, y después del té estaba ella sentada sobre las rodillas de Dorotea y parloteando, todo lo aprisa de que su lengüecita era capaz. Pronto me enteré de que Dorotea era de Westmoreland, y eso nos unió como si dijéramos; y no pido tratar gente más cariñosa que lo eran el viejo Santiago y su mujer. Santiago había pasado casi toda su vida con la familia de milord y le parecía lo más ilustre del mundo; hasta miraba un poco por encima del hombro a su mujer porque antes de casarse no había vivido más que en una familia de granjeros. Pero la quería como era debido. Bajo ellos había una criada que hacía todo el trabajo duro; se llamaba Inés. Y ella y yo, Santiago y Dorotea, la señorita Furnivall y la señora Stark constituíamos toda la familia... ¡sin olvidar nunca a mi dulce señorita Rosamunda!
Me preguntaba muchas veces que harían antes de que la niña llegara allí, tanto se preocupaban ahora de ella. En la cocina o en la sala, era igual. La severa señorita Furnivall y la fría señora Stark parecían complacidas cuando ella aparecía, revoloteando como un pájaro, jugando y enredando de acá para allá, con un murmullo continuo y un lindo y alegre parloteo. Estoy segura de que muchas veces, cuando se marchaba a la cocina, se sentían contrariadas, pero eran demasiado orgullosas para pedirle que se quedase con ellas, y les resultaba un poco chocante aquel gusto de la niña; aunque a decir verdad, opinaba la señora Stark, no era de maravillar recordando de qué gente venía el padre de la pequeña. Aquella enorme y vieja casa era un gran lugar de exploración para la pequeña señorita Rosamunda. Hacía expediciones por todas partes, llevándome a sus talones; por todas, excepto el ala de mediodía, que nunca estaba abierta y el ir a la cual no se nos pasaba por la imaginación. Pero en las zonas norte y poniente había muchos aposentos agradables, llenos de cosas extraordinarias para nosotras, aunque no lo resultasen a las gentes que hubieran visto más. Las ventanas estaban ensombrecidas por las ramas de los árboles que las rozaban y por la hiedra que las había cubierto, pero en la verde oscuridad podíamos distinguir antiguos jarrones de porcelana, cajas de marfil tallado, grandes y pesados libros y, ¡sobre todo, los antiguos retratos! Me acuerdo que una vez mi niña quiso que Dorotea fuera con nosotras a decirnos quiénes eran todos, pues todos eran retratos de personas de la familia de milord, aunque Dorotea no podía decirnos sus nombres.
Habíamos recorrido casi todas las habitaciones cuando llegamos a un antiguo salón situado sobre el vestíbulo en el que había un retrato de la señorita Furnivall o, como por entonces la llamaban, la señorita Gracia, pues era la hermana menor. ¡Debió ser una belleza!, pero tenía una mirada tan rígida y orgullosa y tal desprecio pintado en los ojos, con las cejas un poco levantadas, que parecía como si preguntara quién cometería la impertinencia de atreverte a mirarla, y fruncía los labios cuando la contemplábamos. Llevaba un truje enteramente nuevo para mí, pues era según la moda de cuando ella era joven: un sombrero blanco y suave, como de fieltro, un poco inclinado sobre las sienes, con un hermoso penacho de plumas a un lado, y un traje de ruso azul que se abría por delante sobre mi pechero blanco.
—¡Vaya! —dije luego de mirarla hasta hurtarme—. No hay nada como la juventud, según dicen, pero ¿quién que la viera ahora pensaría que la señorita Furnivall ha sido una belleza tan declarada?
—Sí —dijo Dorotea—. Las personas cambian tristemente. Pero si es verdad lo que el padre de mi señora solía decirnos, la señorita Furnivall, la hermana mayor, era más hermosa que la señorita Gracia. Su retrato está por ahí, en alguna parte, pero si te lo enseño no has de decírselo nunca a nadie, ni siquiera a Santiago. ¿Crees que la señorita sabrá callarse?
Yo no estaba muy segura de ello, tratándose de una niña tan dulce, decidida y franca, así que la hice esconderse y luego ayudé u Dorotea a dar la vuelta a un gran cuadro que estaba de cara a la pared, y no colgado como ¡os otros. A decir verdad, ganaba en belleza a la señorita Gracia, y me pareció que la ganaba también en altivo orgullo, aunque en este punto resultaría difícil decidirse. Hubiera estado contemplándola durante una hora, pero Dorotea parecía medio asustada por haberme enseñado el retrato y volvió a darle la vuelta apresuradamente, y me hizo ir corriendo en busca de la señorita Rosamunda, pues había en la casa algunos sitios desagradables a los que no quería que fuese la niña. Yo era una muchacha valiente y animosa y me importaba poco lo que la vieja decía, pues me gustaba jugar al escondite tanto como a cualquier niño de la parroquia; corrí, pues, en busca de mi pequeña.
Al acercarse el invierno y acortarse los días me parecía oír cierto ruido, como si alguien tocara el órgano en el vestíbulo. No lo oía todas las tardes, pero desde luego sonaba muy a menudo mientras yo estaba con la señorita Rosamunda, quieta y silenciosa en su dormitorio después de haberla acostado. Luego solía oírlo a lo lejos, rugiendo y aumentando. La primera noche, cuando bajé a cenar, pregunté a Dorotea quién había estado tocando, y Santiago dijo brevemente que yo era una tonta tomando por música el viento que suspiraba entre los árboles; pero vi que Dorotea le miraba muy asustada y que Bessy, la pincha, decía algo para sus adentros y se ponía muy pálida. Me di cuenta de que no les había gustado mi pregunta, así que me callé esperando coger sola a Dorotea, que era cuando sabía que podía sonsacarle.
Así que al día siguiente estuve al cuidado e insistí para que me dijera quién tocaba el órgano, pues sabía muy bien que era el órgano y no el viento, aunque me había callado en presencia de Santiago; pero aseguraría que Dorotea estaba aleccionada, y no pude sacarle ni una palabra. Entonces probé con Bessy, aunque siempre me había considerado por encima de ella, pues yo era una igual de Santiago y Dorotea y ella poco más que su criada. Así que me dijo que no debía decirlo nunca, y que si lo decía no tenía que declarar nunca que había sido ella quien me lo había comunicado, pero que era un ruido muy extraño y que ella lo había oído muchas veces, aunque casi todas en noches invernales y antes de haber tormenta, y que decían las gentes que se trataba del viejo lord que tocaba el gran órgano del vestíbulo, como solía hacer en vida. Pero quién fuese el viejo lord o qué tocaba, o por qué lo tocaba precisamente en víspera de tormenta invernal, no pudo o no quiso decírmelo.
¡Bien! Como ya os he dicho, yo tenía un corazón animoso y me pareció que resultaba muy agradable oír resonar por la casa aquella música, la tocase quien la tocase; pues tan pronto se elevaba sobre las fuertes ráfagas de viento, lamentándose o triunfal, exactamente igual que un ser viviente, como caía en un silencio casi absoluto; sólo que se trataba siempre de música y melodías, así que era una tontería decir que era el viento. Al principio pensé que la que tocaba fuera tal vez la señorita Furnivall sin que lo supiese Bessy. Pero un día, estando yo misma en el vestíbulo, abrí el órgano y miré en su interior y todo alrededor, como hice una vez en el órgano de la iglesia de Crosthwaite, y vi que por dentro estaba todo roto y estropeado a pesar de tener un aspecto tan lucido y hermoso. Y entonces, aunque era de día, sentí cierto hormiguillo y lo cerré, echando a correr a toda prisa hacia mi alegre cuarto de niños; y durante algún tiempo después de esto no me gustó escuchar la música, ni más ni menos que como les pasaba a Santiago y Dorotea. Mientras tanto, la señorita Rosamunda se iba haciendo querer más y más. Las viejas señoras deseaban que cenara temprano con ellas; Santiago permanecía en pie detrás de la silla de la señorita Furnivall y yo detrás de la señorita Rosamunda, con toda etiqueta; y, después de cenar, la niña jugaba en un rincón de la gran sala, silenciosa como un ratón, mientras la señorita Furnivall se dormía y yo cenaba en la cocina. Pero se ponía muy contenta cuando volvía conmigo al cuarto de los niños, pues, según decía, la señorita Furnivall era tan triste y la señora Stark tan aburrida... Pero ella y yo éramos bien alegres y poco a poco me acostumbré a no preocuparme por aquella música sobrenatural que no hacía mal a nadie y que no sabíamos de dónde venía.
Aquel invierno fue muy frío. A mediados de octubre empezaron las heladas y duraron muchas, muchas semanas. Recuerdo que un día, durante la cena, la señorita Furnivall levantó sus tristes y cargados ojos y dijo a la señora Stark de una manera extrañamente significativa:
—Me temo que vamos a tener un invierno terrible.
Pero la señora Stark hizo como que no oía y se puso a hablar muy fuerte de otra cosa. A mi señorita y a mí no nos importaban las heladas, ¡nada de eso! Mientras el tiempo se mantuvo seco subíamos las pendientes que había detrás de la casa y recorríamos los Páramos, que eran muy yermos y pelados, corriendo bajo el aire fresco y cortante, y una vez bajamos por una nueva senda que nos llevó más allá de los dos viejos acebos nudosos que crecían a mitad de camino de la ciudad polla parte de saliente de la casa.
Pero los días se acortaban más y más y el viejo lord, si era él, tocaba el gran órgano cada vez más frenética y tristemente. Un domingo por la tarde (debió ser a fines de noviembre) pedí a Dorotea que se encargara del cuidado de la señorita cuando saliera de la sala después que la señorita Furnivall hubiera echado su sueñecito, pues hacía demasiado frío para llevarla conmigo a la iglesia y, sin embargo, no quería yo dejar de ir. Y Dorotea lo prometió con mucho gusto y quería tanto a la niña que todo parecía marchar bien, y Bessy y yo nos pusimos en camino muy aprisa, aunque el cielo se cernía opresivo y cargado sobre la blanca tierra, como si la noche no acabara de alejarse, y el aire, aunque sosegado, era muy cortante y afilado.
—Tendremos una nevada — me dijo Bessy.
Y efectivamente, aun estábamos en la iglesia cuando empezó a nevar espesamente, en grandes copos, tan espesamente, que casi se oscurecían las ventanas. Dejó de nevar antes de que saliéramos, pero la nieve se extendía, blanda, espesa y profunda bajo nuestros pies mientras nos encaminábamos a casa. Antes de entrar en el vestíbulo salió la luna y me parece que estaba entonces más claro (en parle por la luna y en parte por la blanca y deslumbradora nieve) que cuando partimos para la iglesia entre las dos y las tres. No os he dicho que la señorita Furnivall y la señora Stark no iban nunca a la iglesia; parecía como si el domingo se les hiciera muy largo, por no estar ocupadas con su tapiz. Así que cuando fui a la cocina a reunirme con Dorotea pensando recoger a la señorita Rosamunda y subirla conmigo, no me sorprendió que me dijera que las señoras habían retenido a la niña y que ésta no había ido a la cocina, como yo le tenía dicho que hiciera cuando se cansase de portarse bien en la sala. Así que me quité mis cosas y fui a buscarla para llevarla a cenar a su cuarto. Pero cuando llegué a la sala, allí estaban sentadas las dos señoras, muy calladas y quietas, diciendo una palabra de cuando en cuando, pero con el aspecto de que una cosa tan esplendorosa y alegre como la señorita Rosamunda no hubiera pasado nunca junto a ellas. Creí que estaría escondida (era uno de sus juegos) y que las habría convencido para que hicieran como que no sabían nada, así me dirigí paso a paso a mirar debajo de este sofá y detrás de aquella silla, haciendo como si me asustara mucho al no encontrarla.
—¿Qué pasa, Ester? —me dijo con aspereza la señora Stark.
No sé si la señorita Furnivall me habría visto, pues según os he dicho, estaba muy sorda, y se hallaba sentada inmóvil contemplando ociosamente el fuego con desesperanzado rostro.
—Estoy buscando a mi pequeñita Rosy Posy —contesté siguiendo en la idea de que la niña estaba allí y cerca de mí, aunque yo no la viera.
—La señorita Rosamunda no está aquí —dijo la señora Stark—. Se marchó, hace más de una hora, en busca de Dorotea.
Y también ella se dio la vuelta y se puso a mirar al fuego. El corazón me dio un salto al oír aquello y empecé a desear no haber abandonado nunca a mi cielito. Volví junto a Dorotea y se lo dije. Santiago había ido a pasar el día fuera, pero ella, Bessy y yo, cogimos luces y fuimos primero al cuarto de los niños, y luego recorrimos la inmensa casa, llamando y suplicando a la señorita Rosamunda que saliera de su escondite y no nos asustara mortalmente de aquel modo, pero no se oyó contestación alguna, no se oyó nada.
—¡Oh! —dije yo al fin—. ¿Se habrá ido al ala del mediodía y estará escondida allí?
Pero Dorotea aseguró que no era posible, que ni ella misma había estado allí nunca, que las puertas estaban siempre con cerrojo y que, según creía, el lacayo de milord tenía las llaves; que fuera lo que fuera, ni ella, ni Santiago las habían visto nunca. Así que yo dije que volvería a ver si después de lodo estaba escondida en la sala sin que las viejas señoras lo supiesen, y que si la encontraba allí le daría unos azotes por el susto que me había proporcionado; pero no pensaba hacerlo en absoluto. Bien; volví a la sala de poniente y dije a la señora Stark que no la encontrábamos por ninguna parte y le pedí que me dejara mirar allí, pues iba ya pensando que podía haberse quedado dormida en algún escondido rincón caliente. ¡Pero nada!
Miramos (y la señorita Furnivall se levantó y se puso a buscar, temblando toda), y no apareció en ningún sitio. Luego salimos otra vez todos los de la casa y miramos en todos los sitios en que habíamos buscado untes, pero no la encontramos. La señorita Furnivall tiritaba y temblaba de tal modo, que la señora Stark la volvió a llevar a la sala; pero no sin haberme hecho prometer que le llevaría a la niña cuando la encontráramos. ¡Ay de mí! Empezaba a pensar que no la encontraríamos nunca, cuando se me ocurrió mirar en el gran patio delantero, que estaba enteramente cubierto de nieve. Me asomé desde el piso de arriba, pero hacía una noche de luna tan clara, que pude ver, bien distintamente, dos pequeñas huellas de pisadas que se seguían desde la puerta del vestíbulo hasta dar la vuelta a la esquina del ala oriental.
No sé ni cómo bajé, pero abrí a empujones la grande y pesada puerta y, cubriéndome la cabeza con la falda del traje, eché a correr. Di la vuelta a la esquina de mediodía, y al llegar allí, una gran sombra caía sobre la nieve; pero cuando salí otra vez a la luz de la luna, volví a ver las pequeñas huellas que subían, subían a los Páramos. Hacía un frío terrible, tan terrible, que el aire casi me despellejaba la cara según iba corriendo; pero yo corría pensando lo acabada y amedrentada que estaría mi pobre cielito. Ya distinguía los acebos, cuando vi a un pastor que descendía de la colina, llevando algo en los brazos. Me dio voces, preguntándome si había perdido una niña, y mientras el llanto me impedía hablar, pude ver a mi niñita chiquita que yacía en sus brazos, inmóvil, blanca y rígida, como si estuviera muerta. Me dijo que había subido a los Páramos para recoger sus ovejas antes de que llegara el gran frío nocturno, y que bajo los acebos (negras marcas en la ladera, desprovista de todo matojo en varias millas a la redonda), había encontrado a mi señorita, mi corderino, rígida y fría en el terrible sueño producido por la helada. ¡Ah, la alegría y las lágrimas de tenerla en mis brazos de nuevo! Pues no le dejé que la llevara, sino que la cogí en mis propios brazos, sosteniéndola junto al calor de mi pecho y mi cuello, y sentí que la vida volvía lentamente a sus dulces miembrecitos. Pero aún estaba insensible cuando llegué al vestíbulo y yo me hallaba sin alientos para hablar. Entramos por la puerta de la cocina.
—Traed el calentador —dije.
Y subí con ella y empecé a desnudarla en el cuarto de los niños, junto al fuego que Bessy había mantenido encendido. Llamé a mi corderillo con todos los nombres cariñosos y juguetones que se me ocurrieron,, todavía con los ojos llenos de lágrimas. Y al fin, ¡oh, al fin!, abrió sus grandes ojos azules. Entonces la metí en su cama calentita y envié a Dorotea a decir a la señorita Furnivall que todo marchaba bien, decidida a permanecer toda la noche junto a la cama de mi corazoncito. En cuanto su preciosa cabeza tocó la almohada, cayó en un sueño apacible y yo estuve velándola hasta que se hizo de día, y entonces se despertó resplandeciente y despejada, según creí entonces... y, queridos míos, según creo ahora. Dijo que había pensado que le apetecía irse con Dorotea, pues las dos señoras se habían dormido y se estaba muy aburrida en la sala, y que cuando pasaba por el pequeño vestíbulo de poniente, vio cómo caía la nieve a través de la alta ventana, cómo caía blandamente y sin interrupción, pero que queriendo ver lo bonita y blanca que estaría en el suelo, se dirigió al gran vestíbulo y allí, acercándose a la ventana, pudo contemplarla sobre el paseo, suave y brillante, y que estando en esto, vio una niña más pequeña que ella, «¡pero tan linda!», decía mi cielito, «y aquella niña me hizo señas para que saliera, y ¡oh!, era tan linda y tan dulce que no me quedaba más remedio que ir. Y que luego aquella otra niña la había cogido de la mano y, una junto a otra, habían dado la vuelta a la esquina de mediodía.
—Bueno, eres una niña mala que está contando cuentos —dije—. ¿Qué diría tu buena mamá, que está en el cielo y no dijo una mentira en su vida, qué diría a su pequeña Rosamunda si la oyera, ¡y de seguro que la oye!, contar cuentos?
—Pero Ester —sollozó mi niña—, ¡te digo la verdad! ¡De verdad que sí!
—¡No me digas! —contesté muy enfadada—. He seguido tus huellas en la nieve y no se veían más que las tuyas, y si hubiera habido una niña que hubiera subido la colina de tu mano, ¿no crees que sus pisadas estarían con las tuyas?
—Yo no tengo la culpa de que no estén querida Ester —dijo ella llorando—. Nunca miré a sus pies; pero ella sostenía mi mano en su manita, fuerte y apretada, y hacía mucho, mucho frío. Me llevó hacia arriba, por el camino de los Páramos, hasta los acebos, y allí encontré a una señora llorando y lamentándose, pero cuando me vio dejó de llorar y sonrió con mucho orgullo y majestad y me puso sobre sus rodillas y empezó a arrullarme para que me durmiera. Y esto es todo, Ester, pero es verdad ¡y mi querida mamá lo sabe! —añadió llorando.
Así que pensé que la niña tendría fiebre e hice como que la creía y ella volvió a repetir su historia una y otra vez, y siempre igual. Finalmente, Dorotea llamó a la puerta con el desayuno de la señorita Rosamunda, y me dijo que las viejas señoras estaban abajo, en el comedor, y que querían hablarme. Ambas habían estado en el dormitorio de la niña la noche anterior, pero cuando la señorita Rosamunda estaba ya dormida, así que no habían hecho más que mirarla sin preguntarme nada.
—Me espera una reprimenda —pensé mientras recorría la galería del Norte—. Y, sin embargo —me dije envalentonándome—, la dejé a su cuidado y son ellas las que merecen que se les reproche por haberla dejado escabullirse desapercibida y sin vigilancia.
Así que llegué valientemente y conté mi historia. Se la conté toda a la señorita Furnivall, gritándosela al oído; pero cuando hablé de la otra niña que había en la nieve y que engatusó a la nuestra para llevarla junto a la majestuosa y bella señora que estaba bajo el acebo, levantó los brazos, sus viejos y pálidos brazos, y gritó en voz alta:
—¡Perdonad, cielos! ¡Tened misericordia!
La señora Stark la cogió (me pareció que con bastante rudeza), pero ella se desasió y se dirigió a mí con una autoridad frenética y amonestadora:
—¡Ester, apártala de esa niña! ¡La llevará a la muerte! ¡Malvada niña! Dile que es una niña mala y perversa.
Luego la señora Stark me sacó apresuradamente de la habitación, de la que verdaderamente salí con mucho gusto. Pero la señorita Furnivall seguía gritando:
—¡Misericordia! ¿No perdonarás nunca? ¡Hace muchos años!
Después de aquello me sentía muy a disgusto. No me atrevía a dejar nunca a la señorita Rosamunda, ni de noche ni de día, temiendo que volviera a encaparse Iras alguna visión, y con más motivo porque me pareció haber descubierto que la señorita Furnivall estaba loca y temía que algo parecido (que podía ser cosa de familia) pudiera suceder a mi cielito. Y mientras tanto, el frío no amainaba y cada vez que la noche era desusadamente tormentosa, entre las ráfagas y a través del viento oíamos al viejo lord que tocaba el órgano. Pero viejo lord o no, donde iba la señorita Rosamunda, iba yo detrás, pues mi cariño por ella, preciosa huérfana sin amparo, era más fuerte que el miedo que me inspiraba el imponente y terrible sonido. Además a mí me tocaba procurar que ella estuviera alegre y contenta, como correspondía a su edad, así que jugábamos juntas y juntas vagábamos de acá para allá y por todas partes, no atreviéndome a perderla de vista en aquella casa enorme.
Y sucedió que una tarde, poco antes de Navidad, jugábamos juntas en la mesa de billar del gran vestíbulo (no porque supiéramos jugar, sino porque a ella le gustaba echar a rodar las pulidas bolas de marfil con sus lindas manos y a mi me gustaba hacer lo que hacía ella) y pronto, sin que nos diéramos cuenta, nos quedamos a oscuras dentro de casa, aunque todavía había claridad en el exterior, y estaba yo pensando en llevármela a su cuarto cuando de repente gritó:
—¡Mira, Ester, mira! Ahí fuera, sobre la nieve, está mi pobre niñita.
Me volví hacia las altas y estrechas ventanas y allí, con toda certeza, vi una niña más pequeña que la señorita Rosamunda, vestida de la manera menos a propósito para estar a la intemperie en una noche tan cruda, llorando y golpeando los cristales de la ventana, como si quisiera que la abrieran. Parecía gemir y lamentarse y cuando la señorita Rosamunda, no pudiendo resistir más, se precipitó sobre la puerta para abrirla, he aquí que, de repente, justo encima de nosotras, sonó el órgano con un estruendo tan fuerte y atronador, que me hizo temblar toda; y más aún cuando me di cuenta de que, incluso en el silencio de aquel frío invierno, no había oído ruido alguno de manos que golpeasen los cristales de la ventana, a pesar de que la niña-fantasma parecía hacerlo con todas sus fuerzas, y que aunque la había visto llorar y quejarse, ni el más ligero sonido había llegado a mis oídos.
Si en aquel preciso momento me di cuenta de todo aquello no lo sé —el sonido del gran órgano me tenía aturdida de terror—, pero lo que sí sé es que cogí a la señorita Rosamunda antes de que abriera la puerta del vestíbulo y, sujetándola fuertemente, me la llevé pataleando y chillando a la cocina grande y clara, donde Dorotea e Inés cataban ocupadas haciendo pasteles rellenos.
—¿Qué tiene mi vidita? —exclamó Dorotea cuando entré llevando a la señorita Rosamunda, que gemía como si el corazón fuera a rompérsele.
—No me ha querido dejar abrir la puerta para que entrase la niñita, y se morirá si está fuera, en los Páramos, toda la noche. ¡Eres mala y cruel, Ester! —dijo pegándome.
Pero podía haber pegado más fuerte, porque yo había sorprendido en los ojos de Dorotea una mirada de terror sobrenatural, que me heló la sangre.
—¡Cierra inmediatamente la puerta trasera de la cocina y echa bien el cerrojo! — dijo a Inés.
No dijo más. Me dio pasas y almendras para calmar a la señorita Rosamunda, pero ella seguía llorando, pensando en la niña que estaba en la nieve, y no quiso tocar ninguna de aquellas buenas cosas. Me alegré cuando se quedó dormida en la cama, a fuerza de llorar. Luego me escabullí a la cocina y comuniqué a Dorotea que había tomado una decisión: me llevaría a mi cielito a casa de mi padre a Applethwaite, donde, aunque humildemente, vivíamos en paz. Dije que ya había pasado bastante miedo con el ruido del órgano del viejo lord, pero que después de haber visto con mis propios ojos a aquella niñita que se quejaba, vestida como no podía estarlo ninguna niña de la vecindad, dando golpes para que la abrieran y sin que pudiera oírse el menor ruido, con una oscura herida en el hombro derecho, y de que la señorita Rosamunda había vuelto a tener noticias del fantasma que casi la había arrastrado a la muerte (cosa que Dorotea sabía que era verdad), no aguantaría más.
Vi que Dorotea cambiaba de color una o dos veces. Cuando acabé, me dijo que no creía que pudiera llevarme conmigo a la señorita Rosamunda, pues era pupila de milord y yo no tenía derechos sobre ella, y me preguntó si iba a abandonar a la niña que tanto quería sólo por unos ruidos y apariciones que no podían hacerme daño y a los que todos habían ido acostumbrándose. Yo estaba emberrenchinada y trémula y contesté que ella podía decir todo aquello porque sabía qué significaban todas aquellas apariciones y ruidos, y tal vez había tenido algo que ver con la niña-espectro mientras vivió. Y tanto la llené de improperios, que acabó contándomelo todo. Y entonces deseé que no lo hubiera hecho, pues sólo sirvió para dejarme más atemorizada que nunca. Dijo que había oído contar aquella historia a varios vecinos viejos que vivían cuando ella se casó, cuando las gentes iban algunas veces al vestíbulo, antes de que adquiriera tan mala fama en el país, y que podía o no podía ser verdad lo que la habían contado.
El viejo lord fue el padre de la señorita Furnivall —la señorita Gracia, la llamaba Dorotea—, pues la mayor era la señorita Maude y señorita Furnivall por derecho. El viejo lord rebosaba orgullo, jamás se había visto un hombre tan orgulloso. Y sus hijas se le parecían. No había hombre digno de casarse con ellas, y eso que tenían dónde escoger, pues en su tiempo fueron notables bellezas, según podía verse por sus retratos mientras estuvieron colgados en la sala. Pero como dice el antiguo proverbio, «Dios abate al orgulloso», y aquellas dos bellezas altaneras se enamoraron del mismo hombre, y él no era más que un músico extranjero que su padre había traído de Londres para que tocase en la casa solariega. Pues sobre todas las cosas, después de su orgullo, lo que más amaba el viejo lord era la música. Sabía tocar casi todos los instrumentos conocidos y, aunque parezca extraño, esto no le suavizaba el carácter, sino que era un viejo cruel y duro, que, según decían, había destrozado el corazón de su pobre esposa. La música le volvía loco y daba por ella lo que le pidieran. Y así fue como hizo venir a aquel extranjero cuya música era tan bella que, según decían, hasta los pájaros suspendían sus cantos en los árboles para escucharle. Y poco a poco aquel músico extranjero alcanzó tal ascendiente sobre el viejo lord, que éste llegó a no poder prescindir de que le visitara todos los años, y fue él quien hizo traer de Holanda el gran órgano y colocarlo en el vestíbulo, donde ahora está. Enseñó al viejo lord a tocarlo; pero muchas, muchísimas veces, mientras lord Furnivall no pensaba más que en su maravilloso órgano y en su aún más maravillosa música, el moreno extranjero paseaba por los bosques con una de las jóvenes: unas veces con la señorita Maude, otras con la señorita Gracia.
Venció la señorita Maude y se llevó el premio; y él y ella se casaron en secreto y antes de que él repitiera su visita anual, ella había dado a luz una niña en una granja de los Páramos, mientras su padre y la señorita Gracia la creían en las carreras de Doncaster. Pero, aunque esposa y madre, no se dulcificó lo más mínimo, sino que siguió tan altiva y violenta como siempre; o tal vez más, pues tenía celos de la señorita Gracia, a la que su extranjero esposo hacía la corte... para cegarla, según decía él a su esposa.
Pero la señorita Gracia triunfó sobre la señorita Maude, y la señorita Maude se volvió cada vez más áspera, tanto para con su esposo como para con su hermana, y el primero, que podía sacudirse fácilmente de lo que le desagradaba e irse a ocultar al extranjero, se marchó aquel verano un mes antes de lo acostumbrado y medio amenazó con que no volvería más. Mientras tanto, la niña quedó en la granja y su madre acostumbraba a hacerse ensillar el caballo y galopar desesperadamente sobre las colinas para verla, al menos una vez por semana, pues cuando quería, quería, y cuando odiaba, odiaba. Y el viejo lord seguía tocando y tocando el órgano y los criados creían que la dulce música que tocaba había amansado su terrible carácter, del cual (decía Dorotea) se podían contar historias terribles. Además se puso achacoso y tuvo que usar una muleta. Y su hijo, es decir, el padre del actual lord Furnivall, estaba en América sirviendo en el ejército, y el otro hijo estaba en el mar, así que la señorita Maude podía hacer lo que quería, y ella y la señorita Gracia eran cada vez más frías y más hostiles una para la otra, hasta que acabaron por no hablarse más que cuando el viejo estaba presente. El músico extranjero volvió al verano siguiente, pero fue por última vez, pues tal vida le hicieron llevar con sus celos y pasiones que se cansó y se marchó y no volvió a saberse de él. Y la señorita Maude, que siempre había tenido intención de dar a conocer su matrimonio a la muerte de su padre, quedó entonces abandonada, sin que nadie supiera que se había casado, con una hija que no se atrevía a reconocer, aunque la amaba con locura, y viviendo con un padre que temía y una hermana que odiaba.
Cuando pasó el verano siguiente y el moreno extranjero no se presentó, tanto la señorita Maude como la señorita Gracia se pusieron sombrías y tristes; estaban ojerosas, pero más hermosas que nunca. Luego, poco a poco, la señorita Maude fue alegrándose, pues su padre estaba cada vez más achacoso y más ensimismado en su música, y ella y la señorita Gracia vivían casi aparte, en habitaciones separadas, una en la parte de poniente y otra, la señorita Maude, en la de mediodía, precisamente en las habitaciones que ahora están cerradas. Así que pensó que podía tener a su hija consigo y que nadie necesitaba saberlo más que aquellos que no se atreverían a hablar de ello y se verían obligados a creer que se trataba, como ella decía, de una niña de un campesino a la que había tomado afición.
Todo esto, decía Dorotea, se sabía muy bien. Pero lo que pasó después nadie lo sabía, excepto la señorita Gracia y la señora Stark, que era entonces su doncella y mucho más amiga suya que su hermana lo había sido nunca. Pero los criados suponían, por palabras sueltas, que la señorita Maude había derrotado a la señorita Gracia diciéndole que, mientras el moreno extranjero se había estado burlando de ella fingiendo amarla, había sido su propio esposo. A partir de aquel día, el color se retiró para siempre de las mejillas y los labios de la señorita Gracia y se le oyó decir muchas veces que, tarde o temprano, le llegaría la venganza. Y la señora Stark estaba siempre espiando las habitaciones del mediodía. Una noche pavorosa, justamente pasado Año Nuevo, mientras la nieve se extendía en una capa espesa y profunda y los copos seguían cayendo como para cegar a cualquiera que estuviera fuera de casa, se oyó un ruido grande y violento y, sobre él, la voz del viejo lord que maldecía y juraba de una manera espantosa, y el llanto de una niña, y el orgulloso reto de una mujer furiosa, y el ruido de un golpe, y un silencio de muerte, y gemidos y lamentos que morían en la ladera de la colina.
Luego, el viejo lord reunió a todos sus criados y les dijo, con terribles juramentos, que su hija se había deshonrado y que la había echado de casa y que así no entraran nunca en el cielo si le facilitaban ayuda o comida o abrigo. Y mientras tanto la señorita Gracia estuvo en pie a su lado, pálida y silenciosa como el mármol; y cuando él acabó, exhaló un gran suspiro, como significando que había dado cima a su obra y alcanzado su fin. Pero el viejo lord no volvió a tocar el órgano y murió en aquel año; ¡y no es de maravillar!, pues en la mañana que siguió a aquella noche feroz y espantosa, los pastores, al bajar la ladera de los Páramos, encontraron a la señorita Maude, perdida la razón y sonriendo, sentada bajo los acebos, acariciando a una niña muerta que tenía en el hombro derecho una señal terrible.
—Pero no fue el golpe lo que la mató —dijo Dorotea—. Fueron la helada y el frío. ¡Todos los animales del monte estaban en su agujero y todas las bestias en su aprisco, mientras la niña y su madre fueron arrojadas a vagar por los Páramos! ¡Y ya lo sabes todo! —y me preguntó si tenía menos miedo ahora.
Tenía más miedo que nunca, pero dije que no. Deseé hallarme con la señorita Rosamunda lejos para siempre de aquella horrible casa, pero ni quería dejarla ni me atrevía a llevármela, ahora que ¡cómo la cuidaba y vigilaba! Echábamos los cerrojos a las puertas y cerrábamos las contraventanas una hora o más antes de oscurecer, prefiriéndolo a dejarlas abiertas cinco minutos demasiado tarde. Pero mi señorita seguía oyendo llorar y lamentarse a la niña sobrenatural, y por más que hacíamos y le decíamos, no podíamos hacerla desistir en su deseo de abrir para protegerla contra el cruel viento y contra la nieve. Mientras tanto, me mantenía todo lo alejada que podía de la señorita Furnivall y la señora Stark, pues les tenía miedo... sabía que no podían tener nada bueno, con aquellos rostros macilentos y severos y aquellos ojos desvariados que miraban hacia los horribles años pasados. Pero incluso en mi miedo, sentía una especie de compasión, al menos por la señorita Furnivall. Los que se han hundido en el abismo no pueden tener una mirada más desesperada que la que se veía siempre en sus ojos. Finalmente, hasta llegué a apiadarme tanto de aquella mujer (que nunca pronunciaba una palabra más que cuando se veía obligada a hacerlo), que rezaba por ella, y enseñé a la señorita Rosamunda a pedir por una persona que había cometido un pecado mortal. Pero a menudo, al llegar a estas palabras, la niña, que estaba de rodillas, se quedaba escuchando y se levantaba diciendo:
—Oigo a mi niñita que llora y se lamenta muy tristemente. ¡Ay!, ¡ábrela o morirá!
Una noche, justamente pasado, por fin, Año Nuevo, oí tocar tres veces la campana de la sala, que era la señal convenida para llamarme. No quería dejar sola a la señorita Rosamunda, que estaba dormida, pues el viejo lord había estado tocando con más frenesí que nunca y temía que mi cielito se despertara oyendo a la niña espectro; en cuanto a verla, sabía que no podría, pues había cerrado muy bien las ventanas para ello. Así que la saqué de la cama, envolviéndola en las ropas que encontré más a mano, y me la llevé a la sala, donde las viejas señoras estaban sentadas trabajando en su tapiz, como de costumbre. Cuando llegué levantaron los ojos y la señora Stark preguntó, completamente asombrada, por qué había llevado allí a la señorita Rosamunda, sacándola de su cama caliente. Yo había empezado a musitar:
—Porque tenía miedo de que, en mi ausencia, fuera arrastrada por la niña salvaje de la nieve...
Cuando me detuvo (con una mirada a la señorita Furnivall) y dijo que la señorita Furnivall quería que deshiciera unas puntadas que habían hecho mal y que ellas no veían a deshacer. Así que dejé a mi precioso cielito en el sofá y me senté en un taburete al lado de las señoras, con el corazón hostil hacia ellas, mientras oía al viento que rugía y bramaba. La señorita Rosamunda dormía profundamente, a pesar de lo que soplaba el viento, y la señorita Furnivall no decía ni una palabra, ni miraba a su alrededor cuando las ráfagas sacudían las ventanas. De repente se puso de pie y levantó una mano, como indicándonos que escuchásemos.
—¡Oigo voces! —dijo—. ¡Oigo terribles gritos! ¡Oigo la voz de mi padre!
Justamente en aquel momento, mi cielito se despertó sobresaltada:
—¡Mi niñita está llorando! ¡Oh, cómo llora! —e intentó levantarse para reunirse con ella. Pero los pies se le engancharon en la manta y yo la detuve, porque se me abrían las carnes ante estos sonidos que ellas podían oír y nosotras no. Al cabo de uno o dos minutos, los ruidos se acercaron y se agruparon y llegaron a nuestros oídos: también nosotras distinguimos voces y gritos y dejamos de oír el viento invernal que bramaba afuera.
La señora Stark me miró y yo la miré a ella, pero no nos atrevimos a pronunciar palabra. De repente, la señorita Furnivall se dirigió a la puerta y atravesando el pequeño vestíbulo de poniente, abrió la puerta del gran vestíbulo. La señora Stark la siguió y yo no me atreví a quedarme atrás, aunque tenía el corazón casi paralizado de miedo. Cogí estrechamente a mi cielito en los brazos y las seguí. En el vestíbulo, los gritos eran más fuertes que nunca; parecían venir del ala de mediodía... cada vez más cerca... más cerca, al otro lado de las puertas cerradas... justo tras ellas. Luego me di cuenta de que la gran lámpara de bronce estaba toda encendida, aunque el vestíbulo permanecía oscuro, y que un fuego ardía en la gran chimenea, aunque no desprendía calor. Y me estremecí de terror y apreté más a mi cielito junto a mí. Pero al hacerlo, la puerta de mediodía se estremeció, y ella gritó fíe repente, luchando para desembarazarse de mí:
—¡Ester, tengo que ir! ¡Mi niñita está ahí!, ¡la oigo!, ¡viene! ¡Ester, tengo que ir!
La sostuve con todas mis fuerzas, la sostuve con voluntad resuelta. Aunque hubiera muerto, mis manos no la hubieran soltado, tan decidida estaba a sujetarla. La señorita Furnivall se mantenía en pie escuchando y sin hacer caso de mi cielito, que estaba en el suelo, y que yo sujetaba, puesta de rodillas, rodeándole el cuello con ambos brazos, mientras ella seguía forcejeando y llorando por desasirse. De repente, la puerta del mediodía se abrió con estrépito, como si la empujaran violentamente, y en aquella luz clara y misteriosa se destacó la figura de un hombre viejo y alto, de cabello gris y ojos relampagueantes. Empujaba ante sí, con implacables gestos de odio, a una mujer hermosa y altanera que llevaba a una niña que se pegaba a su traje.
—¡Oh Ester, Ester! —exclamó la señorita Rosamunda—. ¡Es la señora! ¡La señora de debajo de los acebos! y mi niñita está con ella. ¡Tiran de mí hacia ellas!... lo noto... ¡debo ir!
De nuevo casi se crispó en sus esfuerzos para soltarse, pero yo la sostenía más y más fuerte, hasta que temí hacerle daño, prefiriéndolo a dejarla correr hacia aquellos terribles fantasmas. Éstos se dirigieron a la puerta del gran vestíbulo, donde el viento aullaba reclamando su presa, pero antes de llegar a ella, la señora se volvió y pude ver que desafiaba al anciano con un reto fiero y orgulloso; y luego se acobardó, y levantó los brazos desesperada y lastimosamente para proteger a su hija —su hijita— del golpe de la muleta que él había levantado.
Y la señorita Rosamunda, como herida por una fuerza mayor que la mía, se retorció en mis brazos y sollozó (pues ya entonces mi pobre cielito iba desfalleciendo).
—¡Quieren que vaya con ellas a los Páramos! ¡Me arrastran hacia ellas! ¡Oh, niñita mía! ¡Iría, pero la cruel, la mala de Ester me tiene agarrada muy fuerte!
Pero cuando vio la muleta levantada se desmayó, y yo di gracias a Dios por ello. En aquel preciso momento, cuando el viejo alto, con el cabello flameante como la ráfaga de un horno, iba a pegar a la niña que temblaba, la señorita Furnivall, la mujer vieja que estaba a mi lado, gritó:
—¡Oh padre, padre! ¡Perdona a la niñita inocente!
Pero justamente entonces, vi —vimos todas— cómo tomaba forma otro fantasma, destacándose en la luz azulada y brumosa que llenaba el vestíbulo. No la habíamos visto hasta entonces, y era otra dama, que estaba de pie junto al viejo, con una mirada de odio inexorable y de triunfante desprecio. Aquella figura era muy agradable de mirar, con su sombrero blanco inclinado sobre las orgullosas sienes y sus labios rojos y fruncidos. Iba vestida con un traje de raso azul. Yo la había visto antes. Era el retrato de la señorita Furnivall en su juventud.
Y los terribles fantasmas avanzaron, sin hacer caso de la desesperada súplica de la señorita Furnivall, la vieja... y la levantada muleta cayó sobre el hombro derecho de la niña, mientras la hermana menor miraba, sin inmutarse y mortalmente serena.
Pero en aquel momento desaparecieron las oscuras luces y el fuego que no daba calor, y he aquí que la señorita Furnivall yacía a nuestros pies, herida de muerte.
¡Sí! Aquella noche fue llevada a su cama para no levantarse más. Yacía con el rostro hacia la pared, musitando por lo bajo, pero musitando siempre:
—¡Ay!, ¡ay! ¡Lo que se hace en la juventud, no puede deshacerse en la vejez! ¡Lo que se hace en la juventud, no puede deshacerse en la vejez!"
Elizabeth Gaskell
martes, 7 de julio de 2015
"Pensamientos a medianoche"
"Mientras la Noche en la sombra solemne invierte los polos,
Y la reflexión pausada suaviza el alma pensativa;
Mientras la Razón imperturbable afirma su balanceo,
Y los colores engañosos de la vida se desvanecen:
Hacia tí, presencia omnisciente,
Dedico este pensamiento moderado,
Aquí recluyo mis mejores facultades,
Y me vuelvo tuya en esta hora de sagrado silencio.
Si las ilusorias escenas del día me engañan,
Y mi alma errante se aparta del sendero:
Si por engaño o deseo, ilusa, ante la pasión cedo,
Si yerro encantada por un vértigo impostor,
Mis pensamientos más tranquilos te reclaman,
Y toda mi esperanza se disuelve en tu amor".
Elizabeth Carter
Y la reflexión pausada suaviza el alma pensativa;
Mientras la Razón imperturbable afirma su balanceo,
Y los colores engañosos de la vida se desvanecen:
Hacia tí, presencia omnisciente,
Dedico este pensamiento moderado,
Aquí recluyo mis mejores facultades,
Y me vuelvo tuya en esta hora de sagrado silencio.
Si las ilusorias escenas del día me engañan,
Y mi alma errante se aparta del sendero:
Si por engaño o deseo, ilusa, ante la pasión cedo,
Si yerro encantada por un vértigo impostor,
Mis pensamientos más tranquilos te reclaman,
Y toda mi esperanza se disuelve en tu amor".
Elizabeth Carter
lunes, 6 de julio de 2015
"La Amante del Demonio"
"Hacia el ocaso del día que había pasado en Londres, la señora Drover se dirigió hacia su casa, que tenía cerrada, para recoger algunas cosas quedeseaba llevarse. Unas eran de su propiedad, otras de su familia, que ahora vivía en el campo. Era un día de finales de agosto, pesado y nuboso; en aquel momento, los árboles del paseo relucían iluminados por un amarillento sol de atardecer húmedo. Por entre las nubes bajas, cargadas de tormenta, asomaban retazos de chimeneas y parapetos. En su calle familiar reinaba una atmósfera irreal. Un gato jugueteaba por aquellos lugares, pero ninguna mirada humana observaba el regreso dela señora Drover. Colocándose algunos paquetes bajo el brazo, introdujo con lentitud la llave en una cerradura poco dispuesta a recibirla y, tras darle una vuelta, empujó la puerta con un golpe de rodilla. Un hálito muerto salió a su encuentro, mientras la mujer penetraba en el interior.La ventana de la escalera estaba cerrada, por lo que el vestíbulo se hallaba a oscuras. Pero una puerta permanecía entreabierta.
La señora Drover la cruzó y penetró en ella, abriendo la ventana. Era una mujer prosaica, pero entonces, al mirar a su alrededor, quedó más perpleja delo que estimaba ser capaz tras las huellas de su larga experiencia de la vida, viendo la mancha amarillenta sobre la repisa de mármol de la chimenea, el anillo olvidado dentro de un vaso encima del escritorio, la rasgadura en el papel que cubría la pared donde siempre golpeaba el pomo cada vez que la puerta se abría bruscamente. El piano, trasladado a un almacén, dejó unas señales parecidas a arañazos sobre el parquet. Aunque no había mucho polvo, cada objeto estaba cubierto por una ligera película. Y como que la única ventilación procedía de la chimenea, el salón entero había adquirido un olor peculiar. La señora Drover dejó sus paquetes encima del escritorio y salió de la habitación para dirigirse al piso alto. Los objetos que había ido a buscar se guardaban en un arcón del dormitorio. Estaba ansiosa por ver en qué estado se encontraba la casa, pues el portero que se cuidaba de ella, junto con otras de la vecindad, estaba de vacaciones, y sabía que ella no iba a volver. Aun en el mejor de los casos no vigilaría mucho, y la mujer no estaba muy segura de fiarse de él. Había algunas resquebrajaduras en las paredes, producidas por el último bombardeo, y deseaba echarles un vistazo, aunque no pudiera hacer nada.
Un rayo de luz se filtraba por una rendija y cruzaba el vestíbulo. Se detuvo sorprendida ante la mesa del vestíbulo: había una carta paraella. Pensó primero que el vigilante habría regresado. Pero aun así, ¿a quiénse le ocurriría echar una carta en el buzón, viendo que la casa estaba cerrada? No era un circular, ni una factura. Y en la oficina de Correos no enviaban al campo las cartas que se recibían destinadas a ella. El vigilante (aun cuando estuviera de regreso), no podía saber que ella pasaría en Londres aquel día —su visita tenía el propósito de la sorpresa—, por lo que su negligencia en lo referente a aquella carta, abandonada nada allí, en medio del polvo, la anonadaba. Sorprendida, tomó la carta, que no tenía sello. Tal vez no era importante, o si no... Tomó la carta y subió rápidamente escaleras arriba sin echarle siquiera una mirada, hasta que llegó a la que había sido su habitación, donde encendió la luz. Daba a los jardines, donde el sol se había ocultado. Las nubes se arremolinaban alrededor de los árboles y el césped, sumidos casi en la oscuridad. Su aversión a mirar otra vez la carta, nacía del hecho de quela atemorizaba el que alguien desdeñara sus costumbres. No obstante, en la tensión que precede a la lluvia, la leyó; contenía unas pocas líneas:
«Querida Kathleen:»No habrás olvidado que hoy es nuestro aniversario, y el día que acordamos. Los años han pasado lenta y rápidamente. En vista de que nada ha cambiado, tengo confianza en que habrás mantenido tu promesa. Me apenó el hecho de que dejaras Londres, pero me satisfacía saber que estarás de vuelta a tiempo. Debes esperarme, por tanto, a la hora convenida. Hasta entonces, "K."
La señora Drover miró la fecha: era de aquel día. Dejó la carta sobre la cama, y luego la volvió a coger para leerla nuevamente. Sus labios, bajolas huellas del lápiz labial, empezaron a ponerse blancos. Se dio cuenta del cambio que experimentaba su propio rostro, y acudió al espejo, le pasó la mano para quitarle el polvo que lo cubría, y se miró furtivamente. El espejo le devolvió la imagen de una mujer de cuarenta y cuatro años, de mirada sorprendida bajo el borde del sombrero caído hacia adelante. No se había empolvado desde que salió de la tienda donde tomó sola el té. Las perlas que su marido le regaló el día de su boda, colgaban alrededor de su flaco cuello, ocultándose dentro del escote en forma de V de su jersey de lana rosa, tejido por su hermana mientras todos se reunían alrededor del fuego.
La opresión normal de la señora Drover era de impaciencia controlada, pero de asentimiento. Desde el nacimiento del tercero de sus hijos, atacada por una enfermedad grave, tenía un tic muscular intermitente en la comisura izquierda de su boca, pero a pesar de ello, podía sostener una expresión que era, a la vez, enérgica y tranquila. Volviéndose de espaldas a su propia imagen, de un modo tan precipitado como el empleado para buscarla, se dirigió al arcón donde se hallaban sus cosas, abrió la cerradura, levantó la tapa y se puso de rodillas para revolverlo. Cuando empezó a descargar el aguacero, nopudo contener una fugaz mirada por encima de su hombro hacia lacama, donde estaba la carta. Tras la cortina de agua, la campana de la iglesia, que todavía se mantenía en pie, desgranó seis campanadas, mientras la mujer, con temor creciente, contaba cada uno de los lentos toques.
-La hora convenida... ¡Dios mío! —dijo para sí—. ¿Qué hora? ¿Cómo iba a pensar...? Después de veinticinco años...»
La jovencita que hablaba con el soldado en el jardín no había visto su rostro por entero. La oscuridad era absoluta, y ellos se despedían bajoun árbol. Ahora y entonces —le parecía como si al no verle en aquellos momentos intensos jamás le hubiera visto— se daba cuenta de su presencia, por los breves instantes en los que él le apretaba la mano con fuerza, contra los botones de su uniforme hasta hacerle daño. El corte del botón en la palma de su mano sería su único recuerdo. Estaba tan cerca el fin de su licencia, en que vino de Francia, que ella sólo deseaba que se hubiera ido. Fue en agosto de 1916. Kathleen se apartóun poco y miró intimidada a los ojos del soldado, creyendo ver resplandores espectrales en sus ojos. Volviéndose, y mirando por encima del césped, vio a través de las ramas de los árboles, la ventana del salón iluminada: contuvo el aliento, al pensar que podría volver corriendo a los brazos cariñosos de su madre y su hermana, y llorar.
-¿Qué será de mí? ¿Qué será de mí? Se ha marchado.
Dándose cuenta de que contenía el aliento, el soldado le dijo:
—¿Tienes frío?—Te marchas tan lejos...—No tan lejos como crees.—No te comprendo.—No tienes por qué hacerlo —dijo—. Ya comprenderás cuando sea el momento. Acuérdate de lo que convinimos.—Pero aquello fueron suposiciones.—Estaré contigo —insistió el soldado—. Más tarde o más temprano. No lo olvides. Lo único que tienes que hacer es esperar. Sólo un minuto más y sería libre de correr por el prado silencioso.
Mirando a través de la ventana a su madre y a su hermana, para las queera invisible, comprendió de repente que aquella extraña promesa la apartaba del resto de la especie humana. Ninguna otra cosa hubiera podido hacerla sentirse tan desamparada, tan perdida. No podía haber empeñado un pacto más siniestro. Kathleen lo resistió muy bien cuando algunos meses más tarde dieron por muerto a su prometido. Su familia no sólo la apoyó sino que incluso fue capaz de alabar su valor sin límites. No podían lamentar la pérdida de alguien de quien tan poco sabían. Esperaban que, al cabo de uno o dos años, ella misma se consolaría; si únicamente se hubiera tratado deconsuelo, las cosas habrían marchado mucho mejor. Pero no fue un simple disgusto; su pena era algo completamente anormal. No tuvo que rechazar a nuevos pretendientes, porque éstos no aparecieron. Durante años no tuvo ningún atractivo para los hombres hasta que, al aproximarse a la treintena, sus reacciones se hicieron más naturales, hasta el punto de tranquilizar la ansiedad de su familia.
Empezó a sobreponerse, y a los treinta y dos años se sintió gratamente aliviada, alverse cortejada por William Drover. Se casó con él y ambos se establecieron en una parte tranquila de Kensington. En aquella casa pasaron los años, nacieron sus hijos y vivieron hasta llegar los bombardeos de la siguiente guerra. Sus movimientos como esposa de Drover eran limitados y desechó la idea de que alguien la estaba espiando.Tal como estaban las cosas, vivo o muerto, el autor de la carta sólo pretendía amenazarla. Cansada de permanecer de rodillas y con la espalda expuesta a la habitación vacía, la señora Drover se apartó del arcón para sentarse a una silla, cuyo respaldo estaba firmemente apoyado en la pared. La placidez de su antigua habitación, la atmósfera tranquilizadora de su hogar de casada en Londres, todo se había evaporado; el encanto había sido roto por el autor de aquella carta.
La casa vacía sellaba aquella noche, años y años de voces, costumbres ypasos. A través de las cerradas ventanas oía solamente el rumor de la lluvia sobre los tejados de los alrededores. Para tranquilizarse, se dijo que había sufrido una alucinación. Durante algunos segundos cerró los ojos, pensando que la carta era una broma de su imaginación. Pero alabrirlos, la carta seguía encima de la cama. Su mente no lograba desentrañar el sentido de la aparición sobrenatural de la carta. ¿Quién sabía en Londres que iba a ir a la casa precisamente hoy? El caso era, evidentemente, que alguien se había enterado. Aun cuando el vigilante estuviera de vuelta, no tenía razón alguna para esperarla; al contrario, se hubiera guardado la carta en el bolsillo para llevarla luego al correo. Por otra parte, no existía ninguna señal de que el vigilante hubiera vuelto. Y las cartas que se echan por debajo de las puertas de las casas desiertas, no vuelan solas hacia las mesas de los vestíbulos. No se quedan encima del polvo de las mesas vacías, como si estuvieran seguras de que alguien las va a encontrar. Era precisa una mano humana para ello, y nadie, excepto el vigilante, poseía la llave. Tal vez era posible que ya no estuviese sola. Alguien debía estarle esperando al pie de las escaleras.
Esperando, ¿hasta cuándo? Hasta la «hora convenida». Al menos no era las seis la hora convenida, pues habían sonado ya. Se levantó de la silla y fue a cerrar la puerta. El problema era marcharse. ¿Volando? No, eso no: tenía que tomar el tren. Como mujer, cuya total responsabilidad constituía la clave de su vida familiar, no podía regresar al campo junto a su marido, sus hijos y su hermana, sin los objetos que había ido a buscar. Hizo rápidamente algunos paquetes con las cosas que deseaba llevarse. Pero todos ellos, junto con los de sus compras, abultaban mucho, lo que significaba que debería tomar un taxi. La idea del taxi la tranquilizó un poco, y su respiración se hizo normal.
«Llamaré ahora a un taxi, no tardará en llegar. Le esperaré, oiré el ruido del motor y bajaré tranquilamente hasta el vestíbulo. Voy a llamar. Pero no, la línea telefónica está cortada...»
Tiró de un nudo que había atado mal. Volar...«Jamás fue cariñoso conmigo en realidad. No le recuerdo así. Mamá decía que no me consideraba. Amar es considerar a la persona amada. ¿Y qué hizo él? ¿Sólo hacerme prometer aquello? No puedo recordar qué.» Pero se dio cuenta de que sí podía recordar. Recordaba con tan terrible agudeza, que los veinticinco años trascurridos parecían disolverse como humo. Instintivamente miró la señal que quedó marcada en la palma de su mano. No recordaba únicamente todo lo que dijo e hizo, sino la completa suspensión de su existencia durante aquella semana de agosto.
«No era yo misma, me decían todos entonces.»
Recordaba, pero en sus recuerdos había un espacio en blanco, como si sobre una fotografía hubiese caído una gota de ácido: le resultaba imposible recordar el rostro de él.
«Dondequiera que esté esperándome, no le reconoceré. ¿Y quién puede echar a correr, frente a un rostro que no conoce?»
Tenía que coger el taxi antes de que sonara cualquier hora. Iría calle abajo, hacia la plaza en la que desembocaba la calle principal. Volvería asalvo con el taxi a su propia casa y pediría al chófer que la acompañara a recoger los paquetes. La idea del chófer la hizo tomar una decisión audaz. Dejó abierta la puerta, y desde el rellano de la escalera, escuchó atentamente. No oyó nada, pero mientras estaba allí, una ligera corriente de aire atravesó el rellano y le acarició el rostro. Procedía de la planta baja; allá abajo alguien había abierto una puerta o una ventana, alguien que había elegido aquel instante para abandonar la casa.
La lluvia cesó. El empedrado estaba reluciente cuando la señora Drover atravesó la puerta principal de su casa y salía a la calle desierta. Las casas vacías de enfrente seguían mirándola con sus ojos resquebrajados. Se apresuró calle abajo, intentando no mirar hacia atrás. Pero el silencio era tan intenso —un silencio profundo en el Londres herido por la guerra—, que otros pasos, en pos de los suyos, serían claramente perceptibles. Al desembocar la calle en la plaza, donde la gente seguía vivienda empezó a tener conciencia de sí misma, y reprimió su paso forzado. En el extremo de la plaza, dos autobuses se cruzaron impasibles, mujeres, un viajante, ciclistas, un hombre empujando un carro: otra vez el fluir ordinario de la vida. En el rincón más populoso de la plaza debía estar —y estaba— la parada de taxis. Aquella noche había sólo un taxi, pero parecía esperarla.
Sin mirar a suespalda, el chófer puso en marcha el motor, mientras ella se disponía a abrir la portezuela. Cuando la señora Drover entró en el taxi, dieron las siete en algún reloj. El taxi se encaminó a la calle principal; para dirigirse hacia su casa tenía que haber dado la vuelta. La mujer buscó apoyo en el respaldo del asiento, y el taxi había dado la vuelta antes de que ella, sorprendida por aquel movimiento, se hubiera dado cuenta deque no había dicho «adonde iba». Se inclinó hacia adelante, para golpear el panel de vidrio que separaba la cabeza del chófer de la suya propia. El chofer frenó, hasta que detuvo casi el coche, se volvió e hizo bajar el panel de separación: la sacudida hizo que la señora Drover cayera hacia adelante, hasta casi tocar el cristal con el rostro. A través de la abertura, conductor y pasajero, separados solamente por unos centímetros de distancia, permanecieron durante una eternidad, con los ojos clavados el uno en el otro. La boca de la señora Drover quedó abierta unos segundos, antes de que pudiera articular el primer grito.
Después siguió gritando desesperadamente, golpeando el cristal con sus manos enguantadas mientras el taxi, que aceleró su marcha sin contemplaciones, se internaba con ella por las desiertas calles".
Elizabeth Bowen
La señora Drover la cruzó y penetró en ella, abriendo la ventana. Era una mujer prosaica, pero entonces, al mirar a su alrededor, quedó más perpleja delo que estimaba ser capaz tras las huellas de su larga experiencia de la vida, viendo la mancha amarillenta sobre la repisa de mármol de la chimenea, el anillo olvidado dentro de un vaso encima del escritorio, la rasgadura en el papel que cubría la pared donde siempre golpeaba el pomo cada vez que la puerta se abría bruscamente. El piano, trasladado a un almacén, dejó unas señales parecidas a arañazos sobre el parquet. Aunque no había mucho polvo, cada objeto estaba cubierto por una ligera película. Y como que la única ventilación procedía de la chimenea, el salón entero había adquirido un olor peculiar. La señora Drover dejó sus paquetes encima del escritorio y salió de la habitación para dirigirse al piso alto. Los objetos que había ido a buscar se guardaban en un arcón del dormitorio. Estaba ansiosa por ver en qué estado se encontraba la casa, pues el portero que se cuidaba de ella, junto con otras de la vecindad, estaba de vacaciones, y sabía que ella no iba a volver. Aun en el mejor de los casos no vigilaría mucho, y la mujer no estaba muy segura de fiarse de él. Había algunas resquebrajaduras en las paredes, producidas por el último bombardeo, y deseaba echarles un vistazo, aunque no pudiera hacer nada.
Un rayo de luz se filtraba por una rendija y cruzaba el vestíbulo. Se detuvo sorprendida ante la mesa del vestíbulo: había una carta paraella. Pensó primero que el vigilante habría regresado. Pero aun así, ¿a quiénse le ocurriría echar una carta en el buzón, viendo que la casa estaba cerrada? No era un circular, ni una factura. Y en la oficina de Correos no enviaban al campo las cartas que se recibían destinadas a ella. El vigilante (aun cuando estuviera de regreso), no podía saber que ella pasaría en Londres aquel día —su visita tenía el propósito de la sorpresa—, por lo que su negligencia en lo referente a aquella carta, abandonada nada allí, en medio del polvo, la anonadaba. Sorprendida, tomó la carta, que no tenía sello. Tal vez no era importante, o si no... Tomó la carta y subió rápidamente escaleras arriba sin echarle siquiera una mirada, hasta que llegó a la que había sido su habitación, donde encendió la luz. Daba a los jardines, donde el sol se había ocultado. Las nubes se arremolinaban alrededor de los árboles y el césped, sumidos casi en la oscuridad. Su aversión a mirar otra vez la carta, nacía del hecho de quela atemorizaba el que alguien desdeñara sus costumbres. No obstante, en la tensión que precede a la lluvia, la leyó; contenía unas pocas líneas:
«Querida Kathleen:»No habrás olvidado que hoy es nuestro aniversario, y el día que acordamos. Los años han pasado lenta y rápidamente. En vista de que nada ha cambiado, tengo confianza en que habrás mantenido tu promesa. Me apenó el hecho de que dejaras Londres, pero me satisfacía saber que estarás de vuelta a tiempo. Debes esperarme, por tanto, a la hora convenida. Hasta entonces, "K."
La señora Drover miró la fecha: era de aquel día. Dejó la carta sobre la cama, y luego la volvió a coger para leerla nuevamente. Sus labios, bajolas huellas del lápiz labial, empezaron a ponerse blancos. Se dio cuenta del cambio que experimentaba su propio rostro, y acudió al espejo, le pasó la mano para quitarle el polvo que lo cubría, y se miró furtivamente. El espejo le devolvió la imagen de una mujer de cuarenta y cuatro años, de mirada sorprendida bajo el borde del sombrero caído hacia adelante. No se había empolvado desde que salió de la tienda donde tomó sola el té. Las perlas que su marido le regaló el día de su boda, colgaban alrededor de su flaco cuello, ocultándose dentro del escote en forma de V de su jersey de lana rosa, tejido por su hermana mientras todos se reunían alrededor del fuego.
La opresión normal de la señora Drover era de impaciencia controlada, pero de asentimiento. Desde el nacimiento del tercero de sus hijos, atacada por una enfermedad grave, tenía un tic muscular intermitente en la comisura izquierda de su boca, pero a pesar de ello, podía sostener una expresión que era, a la vez, enérgica y tranquila. Volviéndose de espaldas a su propia imagen, de un modo tan precipitado como el empleado para buscarla, se dirigió al arcón donde se hallaban sus cosas, abrió la cerradura, levantó la tapa y se puso de rodillas para revolverlo. Cuando empezó a descargar el aguacero, nopudo contener una fugaz mirada por encima de su hombro hacia lacama, donde estaba la carta. Tras la cortina de agua, la campana de la iglesia, que todavía se mantenía en pie, desgranó seis campanadas, mientras la mujer, con temor creciente, contaba cada uno de los lentos toques.
-La hora convenida... ¡Dios mío! —dijo para sí—. ¿Qué hora? ¿Cómo iba a pensar...? Después de veinticinco años...»
La jovencita que hablaba con el soldado en el jardín no había visto su rostro por entero. La oscuridad era absoluta, y ellos se despedían bajoun árbol. Ahora y entonces —le parecía como si al no verle en aquellos momentos intensos jamás le hubiera visto— se daba cuenta de su presencia, por los breves instantes en los que él le apretaba la mano con fuerza, contra los botones de su uniforme hasta hacerle daño. El corte del botón en la palma de su mano sería su único recuerdo. Estaba tan cerca el fin de su licencia, en que vino de Francia, que ella sólo deseaba que se hubiera ido. Fue en agosto de 1916. Kathleen se apartóun poco y miró intimidada a los ojos del soldado, creyendo ver resplandores espectrales en sus ojos. Volviéndose, y mirando por encima del césped, vio a través de las ramas de los árboles, la ventana del salón iluminada: contuvo el aliento, al pensar que podría volver corriendo a los brazos cariñosos de su madre y su hermana, y llorar.
-¿Qué será de mí? ¿Qué será de mí? Se ha marchado.
Dándose cuenta de que contenía el aliento, el soldado le dijo:
—¿Tienes frío?—Te marchas tan lejos...—No tan lejos como crees.—No te comprendo.—No tienes por qué hacerlo —dijo—. Ya comprenderás cuando sea el momento. Acuérdate de lo que convinimos.—Pero aquello fueron suposiciones.—Estaré contigo —insistió el soldado—. Más tarde o más temprano. No lo olvides. Lo único que tienes que hacer es esperar. Sólo un minuto más y sería libre de correr por el prado silencioso.
Mirando a través de la ventana a su madre y a su hermana, para las queera invisible, comprendió de repente que aquella extraña promesa la apartaba del resto de la especie humana. Ninguna otra cosa hubiera podido hacerla sentirse tan desamparada, tan perdida. No podía haber empeñado un pacto más siniestro. Kathleen lo resistió muy bien cuando algunos meses más tarde dieron por muerto a su prometido. Su familia no sólo la apoyó sino que incluso fue capaz de alabar su valor sin límites. No podían lamentar la pérdida de alguien de quien tan poco sabían. Esperaban que, al cabo de uno o dos años, ella misma se consolaría; si únicamente se hubiera tratado deconsuelo, las cosas habrían marchado mucho mejor. Pero no fue un simple disgusto; su pena era algo completamente anormal. No tuvo que rechazar a nuevos pretendientes, porque éstos no aparecieron. Durante años no tuvo ningún atractivo para los hombres hasta que, al aproximarse a la treintena, sus reacciones se hicieron más naturales, hasta el punto de tranquilizar la ansiedad de su familia.
Empezó a sobreponerse, y a los treinta y dos años se sintió gratamente aliviada, alverse cortejada por William Drover. Se casó con él y ambos se establecieron en una parte tranquila de Kensington. En aquella casa pasaron los años, nacieron sus hijos y vivieron hasta llegar los bombardeos de la siguiente guerra. Sus movimientos como esposa de Drover eran limitados y desechó la idea de que alguien la estaba espiando.Tal como estaban las cosas, vivo o muerto, el autor de la carta sólo pretendía amenazarla. Cansada de permanecer de rodillas y con la espalda expuesta a la habitación vacía, la señora Drover se apartó del arcón para sentarse a una silla, cuyo respaldo estaba firmemente apoyado en la pared. La placidez de su antigua habitación, la atmósfera tranquilizadora de su hogar de casada en Londres, todo se había evaporado; el encanto había sido roto por el autor de aquella carta.
La casa vacía sellaba aquella noche, años y años de voces, costumbres ypasos. A través de las cerradas ventanas oía solamente el rumor de la lluvia sobre los tejados de los alrededores. Para tranquilizarse, se dijo que había sufrido una alucinación. Durante algunos segundos cerró los ojos, pensando que la carta era una broma de su imaginación. Pero alabrirlos, la carta seguía encima de la cama. Su mente no lograba desentrañar el sentido de la aparición sobrenatural de la carta. ¿Quién sabía en Londres que iba a ir a la casa precisamente hoy? El caso era, evidentemente, que alguien se había enterado. Aun cuando el vigilante estuviera de vuelta, no tenía razón alguna para esperarla; al contrario, se hubiera guardado la carta en el bolsillo para llevarla luego al correo. Por otra parte, no existía ninguna señal de que el vigilante hubiera vuelto. Y las cartas que se echan por debajo de las puertas de las casas desiertas, no vuelan solas hacia las mesas de los vestíbulos. No se quedan encima del polvo de las mesas vacías, como si estuvieran seguras de que alguien las va a encontrar. Era precisa una mano humana para ello, y nadie, excepto el vigilante, poseía la llave. Tal vez era posible que ya no estuviese sola. Alguien debía estarle esperando al pie de las escaleras.
Esperando, ¿hasta cuándo? Hasta la «hora convenida». Al menos no era las seis la hora convenida, pues habían sonado ya. Se levantó de la silla y fue a cerrar la puerta. El problema era marcharse. ¿Volando? No, eso no: tenía que tomar el tren. Como mujer, cuya total responsabilidad constituía la clave de su vida familiar, no podía regresar al campo junto a su marido, sus hijos y su hermana, sin los objetos que había ido a buscar. Hizo rápidamente algunos paquetes con las cosas que deseaba llevarse. Pero todos ellos, junto con los de sus compras, abultaban mucho, lo que significaba que debería tomar un taxi. La idea del taxi la tranquilizó un poco, y su respiración se hizo normal.
«Llamaré ahora a un taxi, no tardará en llegar. Le esperaré, oiré el ruido del motor y bajaré tranquilamente hasta el vestíbulo. Voy a llamar. Pero no, la línea telefónica está cortada...»
Tiró de un nudo que había atado mal. Volar...«Jamás fue cariñoso conmigo en realidad. No le recuerdo así. Mamá decía que no me consideraba. Amar es considerar a la persona amada. ¿Y qué hizo él? ¿Sólo hacerme prometer aquello? No puedo recordar qué.» Pero se dio cuenta de que sí podía recordar. Recordaba con tan terrible agudeza, que los veinticinco años trascurridos parecían disolverse como humo. Instintivamente miró la señal que quedó marcada en la palma de su mano. No recordaba únicamente todo lo que dijo e hizo, sino la completa suspensión de su existencia durante aquella semana de agosto.
«No era yo misma, me decían todos entonces.»
Recordaba, pero en sus recuerdos había un espacio en blanco, como si sobre una fotografía hubiese caído una gota de ácido: le resultaba imposible recordar el rostro de él.
«Dondequiera que esté esperándome, no le reconoceré. ¿Y quién puede echar a correr, frente a un rostro que no conoce?»
Tenía que coger el taxi antes de que sonara cualquier hora. Iría calle abajo, hacia la plaza en la que desembocaba la calle principal. Volvería asalvo con el taxi a su propia casa y pediría al chófer que la acompañara a recoger los paquetes. La idea del chófer la hizo tomar una decisión audaz. Dejó abierta la puerta, y desde el rellano de la escalera, escuchó atentamente. No oyó nada, pero mientras estaba allí, una ligera corriente de aire atravesó el rellano y le acarició el rostro. Procedía de la planta baja; allá abajo alguien había abierto una puerta o una ventana, alguien que había elegido aquel instante para abandonar la casa.
La lluvia cesó. El empedrado estaba reluciente cuando la señora Drover atravesó la puerta principal de su casa y salía a la calle desierta. Las casas vacías de enfrente seguían mirándola con sus ojos resquebrajados. Se apresuró calle abajo, intentando no mirar hacia atrás. Pero el silencio era tan intenso —un silencio profundo en el Londres herido por la guerra—, que otros pasos, en pos de los suyos, serían claramente perceptibles. Al desembocar la calle en la plaza, donde la gente seguía vivienda empezó a tener conciencia de sí misma, y reprimió su paso forzado. En el extremo de la plaza, dos autobuses se cruzaron impasibles, mujeres, un viajante, ciclistas, un hombre empujando un carro: otra vez el fluir ordinario de la vida. En el rincón más populoso de la plaza debía estar —y estaba— la parada de taxis. Aquella noche había sólo un taxi, pero parecía esperarla.
Sin mirar a suespalda, el chófer puso en marcha el motor, mientras ella se disponía a abrir la portezuela. Cuando la señora Drover entró en el taxi, dieron las siete en algún reloj. El taxi se encaminó a la calle principal; para dirigirse hacia su casa tenía que haber dado la vuelta. La mujer buscó apoyo en el respaldo del asiento, y el taxi había dado la vuelta antes de que ella, sorprendida por aquel movimiento, se hubiera dado cuenta deque no había dicho «adonde iba». Se inclinó hacia adelante, para golpear el panel de vidrio que separaba la cabeza del chófer de la suya propia. El chofer frenó, hasta que detuvo casi el coche, se volvió e hizo bajar el panel de separación: la sacudida hizo que la señora Drover cayera hacia adelante, hasta casi tocar el cristal con el rostro. A través de la abertura, conductor y pasajero, separados solamente por unos centímetros de distancia, permanecieron durante una eternidad, con los ojos clavados el uno en el otro. La boca de la señora Drover quedó abierta unos segundos, antes de que pudiera articular el primer grito.
Después siguió gritando desesperadamente, golpeando el cristal con sus manos enguantadas mientras el taxi, que aceleró su marcha sin contemplaciones, se internaba con ella por las desiertas calles".
Elizabeth Bowen
domingo, 5 de julio de 2015
"La Habitación de la Torre"
"Es posible que todo soñador haya tenido al menos la experiencia de un suceso o una secuencia de circunstancias que, luego de haber sido atisbada en sueños, se convirtiera en realidad. Pero, en mi opinión, esto no es extraño; más asombroso sería si el suceso no se cumpliera inmediatamente, ya que nuestros sueños conciernen, generalmente, a personas que conocemos y lugares familiares, como aquellos que habitamos durante la vigilia.
Ciertamente, estos sueños son casi siempre interrumpidos por algún incidente absurdo y fantástico, que los pone en espera de su cumplimiento, pero en el mero cálculo de posibilidades, parecería improbable que al menos un sueño imaginado por alguien que constantemente sueña, de manera ocasional se hiciese realidad. No hace mucho, sin embargo, experimenté el cumplimiento de un sueño que me pareció absurdo y sin importancia psíquica alguna. Esta es la historia.
Un amigo, que vive en el extranjero, es tan atento que me escribe cada quince días. De modo que cuando han pasado catorce o quince días desde la última vez que tuve noticias de él, mi mente, probablemente, tanto consciente como inconscientemente, está expectante de una carta suya. Una noche, durante la semana pasada, soñé que subía para vestirme para la cena y escuchaba, o creí escuchar, el golpe del cartero en la puerta. En vez de subir, bajé y me encontré con, entre la correspondencia, una de sus cartas. Aquí es donde lo fantástico entra a jugar, ya que al abrir su carta, encontré dentro un as de diamantes, y escrito con su letra característica: -Te lo envío para que lo custodies, como sabes, corro un gran riesgo si guardo ases en Italia.- A la noche siguiente, me estaba preparando para cambiarme, cuando escuché el golpe del cartero, e hice precisamente lo que en mi sueño. Por supuesto, entre otras cartas, estaba la de mi amigo. Sólo que no contenía el as de diamantes. No tengo dudas sobre que yo esperaba, conciente o inconscientemente una carta de él, y esto me fue sugerido a través del sueño.
Pero no siempre es tan sencillo encontrar una explicación, y el siguiente relato no parece tener explicación posible. Me vino desde la oscuridad, y hacia la oscuridad se ha ido. Toda mi vida he sido un soñador: pocas fueron las noches, debo decir, que no un despertar lleno de recuerdos de mi vida onírica. Algunas veces, durante toda la noche, en apariencia, vivía una serie de apasionantes aventuras. Casi sin excepción, estas aventuras fueron placenteras, y a menudo meras trivialidades. La única excepción es el hecho que voy a narrar.
Fue cuando tenía dieciséis años que comencé a tener cierto sueño. Comenzaba conmigo sentado a la puerta de una gran casa de ladrillos rojos, donde sabía que tenía que estar. El sirviente que me abrió la puerta, me dijo que el té sería servido en el jardín y me llevó a través de un vestíbulo de paneles oscuros, con una gran chimenea sobre un alegre césped. Había un pequeño grupo de personas en torno a la mesa del té; pero todos me eran extraños, excepto uno, que era un antiguo compañero del colegio, llamado Jack Stone, que me pareció era el chico de la casa, y él me presentaba a sus madre y padre y a un par de hermanas. Recuerdo que yo estaba sorprendido por encontrarme allí, ya que al muchacho en cuestión apenas lo conocía, y me era desagradable; de hecho, él había abandonado la escuela hacia cosa de un año. Hacía bastante calor, y reinaba una intolerable opresión en el lugar. Junto al jardín había una pared de ladrillos rojos, con una puerta de hierro en su centro, fuera se veía un nogal. Nos sentamos a la sombra de la casa, frente a una hilera de largas ventanas, dentro de las que pude ver una mesa con un mantel, llena de objetos de plata y de cristal. Este jardín frente a la casa era muy largo, y al final del mismo se erguía una torre que tenía tres pisos, que me pareció mucho más antigua que la casa.
La señora Stone, que, como el resto de los concurrentes, estaba sentada en completo silencio, me dijo: -Jack te mostrará tu cuarto: yo te di la habitación de la torre.
Inexplicablemente, con sus palabras mi alma se fue al piso. Me sentí como si ya conociese la habitación de la torre, y que allí había algo espantoso. Jack se paró, y yo comprendí que tenía que seguirlo. En silencio pasamos cruzamos el vestíbulo, y subimos una gran escalera de roble, llegando por fin a un pasillo con dos puertas. Él abrió una de las puertas, y yo entré, luego de lo cuál, la cerró. Fue entonces que supe que mi previa conjetura era correcta: había algo desagradable allí, y con el terror de la pesadilla que me envolvía, desperté en espasmos de pánico.
Este mismo sueño, o variantes del mismo, fue el que experimenté con intermitencias, durante quince años. A menudo sucedía de esta manera: el arribo, el té en el jardín, el silencio mortal quebrado por una sentencia mortal, la subida con Jack Stone hacia la habitación de la torre, donde estaba el horror, y, al final, siempre acercándome al terror, aunque nunca pude ver que era con exactitud. Otras veces experimentaba variaciones. Ocasionalmente estábamos sentados a una mesa, la misma que se veía a través de la ventana por el jardín. Sin embargo el silencio sepulcral era siempre el mismo, la misma sensación de opresión y aburrimiento. Y el silencio siempre era roto por la señora Stone: -Jack te mostrará tu cuarto: te di la habitación de la torre.- Luego de esto, invariablemente, debía seguir a Jack a través de la escalera de roble, con muchas esquinas y entrar en ese mismo lugar, que cada vez odiaba más y más. O, de nuevo, podía ser que estaba jugando a las cartas en un cuarto con inmensos candelabros, los que daban una iluminación lúgubre. Qué juego era, no tenía idea; lo que si recuerdo, con una sensación de miserable anticipación, la señora Stone pronto se pondría de pie y diría su -Jack te mostrará tu cuarto: te dí la habitación de la torre.- Esta estancia donde jugábamos a las cartas era la habitación contigua al comedor, y siempre estaba iluminado, aunque el resto de la casa permanecía siempre en penumbras.
Y aún, a pesar de estas luces, no podía ver mis cartas, no podía distinguirlas. Sus diseños, también, me eran extraños: no había rojos, sino que todas eran negras, y entre ellas había ciertas cartas que eran todas negras. Odiaba y temía aquello.
A medida que el sueño se hacía recurrente, iba conociendo la mayor parte de la casa. Más allá del cuarto de juegos, al final de un pasillo tras una puerta revestida de paño verde, había un salón de fumar. A los personajes que poblaban este sueño también les sucedían curiosos acontecimientos, como si fueran gente viva. La señora Stone, por ejemplo, que, cuando la vi por primera vez, tenía el cabello oscuro, se había encanecido, y su voz, al principio enérgica, se había debilitado. Jack también creció, y se convirtió en un tipo enfermizo, con un bigote marrón, mientras una de sus hermanas dejó de aparecer, y comprendí al tiempo que se había casado.
En un momento, el sueño sueño desapareció por unos seis meses o más, y comencé a pensar que lo había superado, que se había ido para siempre. Pero una noche, luego de este intervalo, nuevamente regresé al jardín del té, y la señora Stone ya no estaba, mientras todos los demás estaban vestían de negro.
Intuí la razón, y mi corazón se estremeció, ya que tal vez en esta ocasión no tendría que dormir en el cuarto de la torre. Como era habitual, todos estaban sentados en silencio, pero en esta ocasión, el sentimiento de alivio me hizo hablar y reír como nunca antes lo había hecho. Los demás no se sentían igual, nadie habló, limitándose a mirarse entre ellos en forma furtiva. Y cuando el cauce de mi conversación enmudeció, paulatinamente me fue asaltando una aprehensión peor que cualquier otra que previamente hubiera experimentado en aquella casa, hasta que la luz se extinguió.
Súbitamente una voz rompió la quietud, era la señora Stone, diciendo: -Jack te mostrará tu habitación: te di la habitación de la torre.- Parecía surgir desde algún sitio cercano a la puerta de hierro en la pared de ladrillos rojos, y mirando hacia allí, vi entre la hierba la presencia de unas tumbas. Una curiosa luz gris emanaba de cada sepulcro, y pude leer el epitafio de la lápida más cercana, que decía:
En maldita memoria de Julia Stone.
Jack se levantó, y nuevamente lo seguí a través del vestíbulo y por la escalera. Todo estaba más oscuro, y al ingresar en el cuarto, solo pude ver los muebles, la posición de aquellos que me eran familiares. También había un hedor a descomposición. Esa noche me desperté gritando.
El sueño siguió durante quince años. A veces lo soñaba tres noches seguidas; otras, como he dicho, con recesos, sin embargo, para tomar un promedio, podría decir que lo soñé tan periódicamente como una vez al mes. El sueño siempre terminaba en pesadilla, ya que la entrada al cuarto me provocaba cada vez más temor. Había algo, también, una extraña y pavorosa coherencia en aquello.
Los personajes, como he mencionado, iban envejeciendo, y la muerte y el matrimonio visitaban a esta silenciosa familia. Jamás volví a ver en el sueño a la señora Stone. Pero siempre era su voz la que me informaba que la habitación de la torre estaba lista, y tanto si la escena era en el jardín, o en otra habitación de la casa, siempre veía su tumba junto a la puerta de hierro. Sucedía lo mismo con la hija que se casó; usualmente no estaba, pero cada tanto, regresaba acompañada por un hombre, que supuse sería su marido. Él, al igual que los demás, permanecía siempre en silencio. Debido a la constante repetición del sueño, le comencé a restar importancia.
Nunca volví a ver a Jack Stone durante aquellos años, y jamás vi ninguna casa que me diera la impresión de parecerse a la temible casa del sueño. Hasta que algo pasó.
Este año estuve en Londres hasta fines de julio, y durante la primer semana de agosto me instalé con un amigo en una casa que había rentado por el verano, en el bosque de Ashdown, en el distrito de Sussex. Partí de Londres temprano, ya que John Clinton me esperaba en la estación Forest Row, para ir a jugar al golf, y marchar a su casa por la noche. Él estaba con su automóvil, y alrededor de las cinco de la tarde partimos, ya que debíamos recorrer unas diez millas. Como llegamos temprano, no tomamos el té en el club, así que esperamos a llegar a casa. A medida que íbamos por la carretera, el clima, que hasta el momento era cálido, con brisas frescas, comenzó a estremecerme. John, sin embargo, no compartía mi sensación, atribuyendo mi pérdida de claridad a que había caído derrotado en el juego. Los siguientes eventos probaron mi razón, aunque no creí que los nubarrones de esa noche fueran la única causa de mi depresión.
Nuestro camino a través de senderos vacíos, me indujo a un sueño inquieto, del que solo desperté cuando John detuvo automóvil. Con súbita emoción, mayormente de terror, pero también de curiosidad, me encontré parado frente a la puerta de la casa de mi sueño. Entramos. Me preguntaba si esto no sería también un sueño, mientras caminaba a través del vestíbulo con grandes paneles de roble, y al llegar al jardín, donde el té estaba servido a la sombra de la casa. Al fondo, la pared de ladrillos rojos, con una puerta en ella, y también el nogal erguido en el césped. La fachada de la casa era muy larga, y al final se veía la torre de tres pisos, que parecían ser más antigua que el resto de la construcción.
Aquí cesaban todas los parecidos con el sueño. No había ninguna silenciosa familia, sino en cambio una gran asamblea de excitadas y alegres personas, todas conocidas. Además no sentía ninguna opresión ni temor. Sin embargo me sentía curioso acerca de lo que iba a pasar. El té prosiguió su alegre curso, y en determinado momento la señora Clinton se paró. En ese momento supe lo diría. Ella dijo:
-Jack te mostrará tu cuarto: te di la habitación de la torre.
Durante un instante el horror del sueño me asaltó. Pero esta opresión pasó rápidamente, y de nuevo no sentí más que una intensa curiosidad. Y no pasó mucho hasta que esta fue totalmente satisfecha. John se volvió a mí.
-Justo en el techo de la casa, -me dijo- pero creo que estarás cómodo. Estamos con todas las habitaciones ocupadas. ¿Te gustaría verla? Por Dios, creo que tenías razón, vamos a tener tormenta. ¡Qué oscuro se está poniendo!
Me levanté y lo seguí. Cruzamos el vestíbulo y la escalera. Entonces abrió la puerta, y entré. En ese momento un terror irracional se apoderó de mí. No sabía a que le temía: simplemente temía. Fue como un recuerdo súbito, como cuando uno recuerda un nombre que hacía tiempo se le había escapado de la memoria, y supe a que le temía. Le temía a la señora Stone, cuya tumba cantaba la siniestra inscripción: -En maldita memoria-, tantas veces vista en sueños, casi sobre el césped que yacía bajo mi ventana. Y entonces, una vez más, el terror se desvaneció, a tal punto que me pregunté que era a lo que temía. Me sentía tranquilo en la habitación de la torre, el nombre que tantas veces había escuchado en mi sueño.
Miré alrededor con cierto derecho de propiedad, y me di cuenta que nada había cambiado del sueño que conocía. A la izquierda estaba la cama. Alineada con ella estaba la chimenea y un pequeño armario de libros; opuesta a la puerta, la otra pared estaba atravesada por dos ventanas enrejadas. Entre ellas había una mesa de tocador y una cubeta para lavarse. Mi equipaje ya había sido desempacado, ya que mis prendas estaban ordenadas sobre la cama. Entonces, con un súbito temblor, vi que dos objetos conspicuos que jamás había visto en mi sueño: uno era una gran pintura al óleo de la señora Stone, y el otro era un dibujo en blanco y negro de Jack Stone, representándole tal y como lo veía en sueños: un hombre de unos treinta años, de apariencia maligna. Su retrato colgaba entre las ventanas, mirando a través de la habitación hacia el otro cuadro. Nuevamente volví a experimentar el horror de la pesadilla que me atenazaba. La señora Stone aparecía como la había visto por última vez en mi sueño: vieja, encanecida. Pero en vez de la evidente debilidad del cuerpo, la pintura mostraba una siniestra exuberancia, brillando a través de la carne, una vitalidad que burbujeaba con inimaginable crueldad. El mal resplandecía en esos ojos; y en su boca crecía una sonrisa demoníaca. El rostro entero estaba llevado por una horrorosa y sobrecogedora hilaridad; las manos, una encima de la otra sobre la rodilla, parecían conmocionadas con una inenarrable jovialidad. Entonces vi la firma del cuadro, en la esquina inferior izquierda, y, preguntándome quien habría sido el artista, me acerqué y leí la inscripción: -Julia Stone por Julia Stone.
Hubo un golpe en la puerta, y John Clinton entró.
-¿Necesitas algo más? -preguntó.
-Mucho menos de lo que tengo. -dije, señalando el retrato.
Se rió.
-Una vieja y severa señora. -dijo- De cualquier modo, ella no puede estar muy halagada.
-¿No lo ves? -cuestioné- Es apenas un rostro humano. Son las facciones de alguna bruja o algún demonio.
Él miró el cuadro más de cerca.
-Si, no es muy agradable. -dijo- Imagino las pesadillas que tendría si llego a dormir con esto tan cerca. Lo bajaré si quieres.
-Por favor.- dije. Él tocó la campana, y con la ayuda de un sirviente, quitamos el retrato. Fue llevado al pasillo, y puesto el rostro contra la pared.
-Por Dios, la señora es bastante pesada -dijo John, secándose la frente.
El extraordinario peso del cuadro también me había quebrado. Estaba a punto de replicar, cuando observé mi mano. Había una considerable cantidad de sangre.
-Me corté. -dije.
John exclamó.
-¡Yo también! -dijo.
El sirviente sacó su pañuelo y le vendó la mano. Vi que también la mano del lacayo estaba sangrando. John y yo salimos del cuarto y fuimos a lavarnos; pero ni en su mano ni en la mía había rastros de una herida. Me pareció que, por una especie de tácito acuerdo, no dijimos nada. En mi caso, algo se me había ocurrido y no deseaba pensar sobre ello. Era solo una conjetura, pero supuse que lo mismo le había ocurrido a él.
El calor y la opresión del aire, debido a la tormenta que aún no se había desencadenado, se incrementó tras la cena. Luego la concurrencia, entre los que nos contábamos John Clinton y yo, nos sentamos en el jardín, donde habíamos tomado el té. La noche estaba absolutamente oscura, y no había estrellas o luna que pudiera penetrar la mortaja que opacaba el cielo. La reunión se fue despejando, las mujeres se fueron retirando a dormir, los hombres se dispersaron hacia el salón de fumar o al cuarto del billar, y a eso de las once de la noche mi anfitrión y yo quedamos solos. Toda la noche estuve cavilando que él tendría algo en mente, y en cuanto estuvimos solos, habló.
-El hombre que nos ayudó a cargar el cuadro, tenía sangre en su mano, ¿lo notaste? -dijo- Le pregunté si se había cortado, y me dijo que sí, pero al final no pudo encontrar ninguna herida. ¿De dónde provino la sangre?"
Al decirme esto, echaba por tierra mis propósitos de olvidar el tema, especialmente justo antes de ir a dormir.
-No lo se. -dije- Realmente no quiero averiguarlo.
Él se paró.
-Es raro. -dijo- ¡Ahora verás otra cosa extraña!
Su perro, un terrier irlandés, había salido mientras hablábamos. La puerta del vestíbulo, estaba abierta, y una luz iluminaba el jardín hasta la puerta de hierro, donde estaba el nogal. Vi que el perro estaba encrispado, mostrando los dientes, listo para brincar sobre algo. Fue como si no notase la presencia de su amo. Se quedó, tenso, girando en torno al césped frente a la puerta. Luego se detuvo, mirando a través de los barrotes, aunque continuó gruñendo. Después pareció como si su coraje lo abandonara: pegó un largo aullido, y corrió de nuevo a la casa.
-Lo hace una media docena de veces por día. -dijo John- Parece que ve algo que odia y teme.
Caminé hacia la puerta y miré a través de ella. Algo se movía entre el pasto. Pronto llegó a mis oídos un sonido que no pude identificar inmediatamente. Luego recordé que era: el ronroneo de un gato.
Prendí una linterna y vi que era lo que ronroneaba: un gran gato persa que daba vueltas alrededor de un pequeño círculo frente a la puerta, con la cola flameando como una bandera. Sus ojos brillaban mientras olisqueaba el césped. Me reí.
-El fin del misterio, me temo. -Dije- Un gato enorme, el origen de todas las noches de Walpurgis.
-Es Darius. -dijo John- Se pasa medio día y el resto de la noche ahí. Pero este no es el fin del misterio del perro, ya que Toby y él son los mejores amigos. Aquí comienza el misterio del gato. ¿Qué es lo que hace ahí? ¿Y porqué Darius está complacido y Toby aterrorizado?
En ese momento recordé aquel horrible detalle en mi sueño, cuando veía la puerta, justo donde el gato estaba ahora, la blanca lápida con la siniestra inscripción. Pero antes que pudiera responder a mi pregunta, comenzó a llover, súbita e furiosamente, como si se hubiese destapado el cielo. El gato saltó a través de las rejas de la puerta de hierro, y corrió por el jardín hasta la casa en busca de refugio. Luego se sentó en el portal y se quedó observando ansiosamente a la oscuridad.
De alguna manera, con el retrato de Julia Stone fuera, en el pasillo, el cuarto en la torre no me alarmaba en absoluto, y cuando fui a la cama, me sentí con mucho sueño. Sólo me preocupaba el incidente de las manos manchadas de sangre, y por la conducta de los animales. Lo último que vi antes de apagar la luz fue el rectángulo vacío, a un lado de mi cama, donde había estado el retrato. En esa porción el empapelado poseía su tinte original, que era rojo: sobre el resto de las paredes este color se había desgastado. Luego apagué mi vela y quede dormido casi instantáneamente.
Mi despertar fue igual de rápido. Me senté en la cama bajo la impresión de que una luz brillante me había alumbrado la cara. Sabía perfectamente en donde estaba, pero ningún horror que hubiese sentido en sueños se comparaba al que ahora me atenazaba y congelaba mi mente. Inmediatamente, llegó el bramido de un trueno, sacudiendo toda la casa, pero la probabilidad que esto hubiera sido el origen de la luz que me despertó no fue consuelo para mi agitado corazón. Sabía que había algo más, conmigo, en la habitación, e instintivamente saqué mi mano derecha, que era la que estaba más cercana a la pared, y palpé el borde de un marco, como de un cuadro, colgando cerca mío.
Salté de la cama, tirando la mesa de luz, y escuché mi reloj, vela y fósforos cayendo contra el piso. Pero por el momento, no había necesidad de luces, ya que otro enceguecedor relámpago iluminó la estancia y me mostró que sobre mi cama colgaba el cuadro de la señora Stone. Otra vez el cuarto quedó sumido en la penumbra. Pero en este relámpago pude ver otra cosa, una figura apoyada a los pies de la cama, que me miraba. Estaba vestida de blanco, manchada con musgo, y su rostro era el del retrato.
Otra vez tembló el cielo, y cuando cesó, regresó la mortal quietud. Escuché un susurro, algo que se acercaba, más y más, horriblemente, percibiendo al mismo tiempo un hedor a corrupción y putrefacción. Entonces una mano se colocó a un lado de mi cuello, y muy cerca de mi oído pude escuchar una ansiosa y acelerada respiración. Y supe que esa cosa, a pesar que podía ser percibida por el tacto, el olfato, la vista y el oído, no era de este mundo, sino que era algo había podido transponer al cuerpo y que tenía el poder de manifestarse a sí misma. Entonces una voz, que ya me era familiar, se dejó oir:
-Supe que vendrías a la habitación de la torre. -dijo- Te he estado esperando por mucho tiempo. Al final has venido. Esta noche cenaré; en breve cenaremos juntos.
Y la respiración entrecortada se acercó un poco más; podía sentirla sobre mi cuello.
Y este terror, que yo creía me había paralizado, derivó en un salvaje instinto de preservación. Agité el aire salvajemente con ambos brazos, pateé al mismo momento, y escuché un chirrido bestial. Algo blando cayó frente mío con un ruido sordo. Di unos pasos, esquivando lo que fuera que yacía ahí, y por casualidad encontré el picaporte de la puerta. Al instante salté al pasillo, y azoté la puerta detrás mío. Casi al mismo momento oí una puerta que se abría en algún sitio, abajo, y John Clinton, candelabro en mano, acudió corriendo escaleras arriba.
-¿Qué pasa? -preguntó- Dormía y escuché ruidos como sí... Dios santo, hay sangre en tu hombro.
Me quedé allí, según me contó después, moviéndome de un lado a otro, pálido, lívido, con la marca sobre mi hombro como si una mano cubierta de sangre la hubiese tocado.
-Está ahí dentro -dije- Ella, tu sabes. El retrato está dentro, colgando en el mismo lugar.
Me contestó con una sonrisa.
-Mi querido amigo, ha sido apenas una pesadilla. -declaró.
Abrió la puerta. Observé como lo hacía, inerte, presa del terror, incapaz de detenerlo, incapaz de moverme.
-iDios! ¡Es espantoso! El hedor... -dijo.
Luego el silencio. Desapareció de mi vista. Después reapareció tan pálido como estaba yo, y cerró rápidamente la puerta.
-Sí, el cuadro está ahí -dijo- Y sobre el piso hay algo, una cosa manchada de barro, como las que hay en los sepulcros. Vamos, rápido, vámonos de aquí.
Cómo bajamos las escaleras, jamás lo supe. Un estremecimiento y unas náuseas más espirituales que carnales me apresaron, y más de una vez me tuvo que ayudar a poner el pie en el escalón, mientras a cada momento echaba miradas de terror hacia atrás. Pero al final, cuando llegamos a su habitación, en el piso de abajo, le conté todo.
Como muchos de mis lectores quizás ya hayan adivinado, si recuerdan el inexplicable asunto de la iglesia en West Fawley, hace unos ocho años atrás, donde en tres oportunidades se trató de enterrar el cuerpo de cierta mujer que se había suicidado. En cada ocasión el ataúd fue encontrado fuera de su sitio, como emergiendo del suelo. Luego del tercer intento, con el objetivo de que la cosa no trascendiera, el cuerpo fue incinerado en algún lugar sobre tierra no consagrada. ¿Dónde? Justamente frente a la puerta de hierras del jardín, donde aquella mujer había vivido. Ella se había suicidado en el cuarto superior de la torre, su nombre era Julia Stone.
Se dice que el cuerpo fue desenterrado en secreto, y el ataúd fue hallado repleto de sangre".
E.F. Benson
Ciertamente, estos sueños son casi siempre interrumpidos por algún incidente absurdo y fantástico, que los pone en espera de su cumplimiento, pero en el mero cálculo de posibilidades, parecería improbable que al menos un sueño imaginado por alguien que constantemente sueña, de manera ocasional se hiciese realidad. No hace mucho, sin embargo, experimenté el cumplimiento de un sueño que me pareció absurdo y sin importancia psíquica alguna. Esta es la historia.
Un amigo, que vive en el extranjero, es tan atento que me escribe cada quince días. De modo que cuando han pasado catorce o quince días desde la última vez que tuve noticias de él, mi mente, probablemente, tanto consciente como inconscientemente, está expectante de una carta suya. Una noche, durante la semana pasada, soñé que subía para vestirme para la cena y escuchaba, o creí escuchar, el golpe del cartero en la puerta. En vez de subir, bajé y me encontré con, entre la correspondencia, una de sus cartas. Aquí es donde lo fantástico entra a jugar, ya que al abrir su carta, encontré dentro un as de diamantes, y escrito con su letra característica: -Te lo envío para que lo custodies, como sabes, corro un gran riesgo si guardo ases en Italia.- A la noche siguiente, me estaba preparando para cambiarme, cuando escuché el golpe del cartero, e hice precisamente lo que en mi sueño. Por supuesto, entre otras cartas, estaba la de mi amigo. Sólo que no contenía el as de diamantes. No tengo dudas sobre que yo esperaba, conciente o inconscientemente una carta de él, y esto me fue sugerido a través del sueño.
Pero no siempre es tan sencillo encontrar una explicación, y el siguiente relato no parece tener explicación posible. Me vino desde la oscuridad, y hacia la oscuridad se ha ido. Toda mi vida he sido un soñador: pocas fueron las noches, debo decir, que no un despertar lleno de recuerdos de mi vida onírica. Algunas veces, durante toda la noche, en apariencia, vivía una serie de apasionantes aventuras. Casi sin excepción, estas aventuras fueron placenteras, y a menudo meras trivialidades. La única excepción es el hecho que voy a narrar.
Fue cuando tenía dieciséis años que comencé a tener cierto sueño. Comenzaba conmigo sentado a la puerta de una gran casa de ladrillos rojos, donde sabía que tenía que estar. El sirviente que me abrió la puerta, me dijo que el té sería servido en el jardín y me llevó a través de un vestíbulo de paneles oscuros, con una gran chimenea sobre un alegre césped. Había un pequeño grupo de personas en torno a la mesa del té; pero todos me eran extraños, excepto uno, que era un antiguo compañero del colegio, llamado Jack Stone, que me pareció era el chico de la casa, y él me presentaba a sus madre y padre y a un par de hermanas. Recuerdo que yo estaba sorprendido por encontrarme allí, ya que al muchacho en cuestión apenas lo conocía, y me era desagradable; de hecho, él había abandonado la escuela hacia cosa de un año. Hacía bastante calor, y reinaba una intolerable opresión en el lugar. Junto al jardín había una pared de ladrillos rojos, con una puerta de hierro en su centro, fuera se veía un nogal. Nos sentamos a la sombra de la casa, frente a una hilera de largas ventanas, dentro de las que pude ver una mesa con un mantel, llena de objetos de plata y de cristal. Este jardín frente a la casa era muy largo, y al final del mismo se erguía una torre que tenía tres pisos, que me pareció mucho más antigua que la casa.
La señora Stone, que, como el resto de los concurrentes, estaba sentada en completo silencio, me dijo: -Jack te mostrará tu cuarto: yo te di la habitación de la torre.
Inexplicablemente, con sus palabras mi alma se fue al piso. Me sentí como si ya conociese la habitación de la torre, y que allí había algo espantoso. Jack se paró, y yo comprendí que tenía que seguirlo. En silencio pasamos cruzamos el vestíbulo, y subimos una gran escalera de roble, llegando por fin a un pasillo con dos puertas. Él abrió una de las puertas, y yo entré, luego de lo cuál, la cerró. Fue entonces que supe que mi previa conjetura era correcta: había algo desagradable allí, y con el terror de la pesadilla que me envolvía, desperté en espasmos de pánico.
Este mismo sueño, o variantes del mismo, fue el que experimenté con intermitencias, durante quince años. A menudo sucedía de esta manera: el arribo, el té en el jardín, el silencio mortal quebrado por una sentencia mortal, la subida con Jack Stone hacia la habitación de la torre, donde estaba el horror, y, al final, siempre acercándome al terror, aunque nunca pude ver que era con exactitud. Otras veces experimentaba variaciones. Ocasionalmente estábamos sentados a una mesa, la misma que se veía a través de la ventana por el jardín. Sin embargo el silencio sepulcral era siempre el mismo, la misma sensación de opresión y aburrimiento. Y el silencio siempre era roto por la señora Stone: -Jack te mostrará tu cuarto: te di la habitación de la torre.- Luego de esto, invariablemente, debía seguir a Jack a través de la escalera de roble, con muchas esquinas y entrar en ese mismo lugar, que cada vez odiaba más y más. O, de nuevo, podía ser que estaba jugando a las cartas en un cuarto con inmensos candelabros, los que daban una iluminación lúgubre. Qué juego era, no tenía idea; lo que si recuerdo, con una sensación de miserable anticipación, la señora Stone pronto se pondría de pie y diría su -Jack te mostrará tu cuarto: te dí la habitación de la torre.- Esta estancia donde jugábamos a las cartas era la habitación contigua al comedor, y siempre estaba iluminado, aunque el resto de la casa permanecía siempre en penumbras.
Y aún, a pesar de estas luces, no podía ver mis cartas, no podía distinguirlas. Sus diseños, también, me eran extraños: no había rojos, sino que todas eran negras, y entre ellas había ciertas cartas que eran todas negras. Odiaba y temía aquello.
A medida que el sueño se hacía recurrente, iba conociendo la mayor parte de la casa. Más allá del cuarto de juegos, al final de un pasillo tras una puerta revestida de paño verde, había un salón de fumar. A los personajes que poblaban este sueño también les sucedían curiosos acontecimientos, como si fueran gente viva. La señora Stone, por ejemplo, que, cuando la vi por primera vez, tenía el cabello oscuro, se había encanecido, y su voz, al principio enérgica, se había debilitado. Jack también creció, y se convirtió en un tipo enfermizo, con un bigote marrón, mientras una de sus hermanas dejó de aparecer, y comprendí al tiempo que se había casado.
En un momento, el sueño sueño desapareció por unos seis meses o más, y comencé a pensar que lo había superado, que se había ido para siempre. Pero una noche, luego de este intervalo, nuevamente regresé al jardín del té, y la señora Stone ya no estaba, mientras todos los demás estaban vestían de negro.
Intuí la razón, y mi corazón se estremeció, ya que tal vez en esta ocasión no tendría que dormir en el cuarto de la torre. Como era habitual, todos estaban sentados en silencio, pero en esta ocasión, el sentimiento de alivio me hizo hablar y reír como nunca antes lo había hecho. Los demás no se sentían igual, nadie habló, limitándose a mirarse entre ellos en forma furtiva. Y cuando el cauce de mi conversación enmudeció, paulatinamente me fue asaltando una aprehensión peor que cualquier otra que previamente hubiera experimentado en aquella casa, hasta que la luz se extinguió.
Súbitamente una voz rompió la quietud, era la señora Stone, diciendo: -Jack te mostrará tu habitación: te di la habitación de la torre.- Parecía surgir desde algún sitio cercano a la puerta de hierro en la pared de ladrillos rojos, y mirando hacia allí, vi entre la hierba la presencia de unas tumbas. Una curiosa luz gris emanaba de cada sepulcro, y pude leer el epitafio de la lápida más cercana, que decía:
En maldita memoria de Julia Stone.
Jack se levantó, y nuevamente lo seguí a través del vestíbulo y por la escalera. Todo estaba más oscuro, y al ingresar en el cuarto, solo pude ver los muebles, la posición de aquellos que me eran familiares. También había un hedor a descomposición. Esa noche me desperté gritando.
El sueño siguió durante quince años. A veces lo soñaba tres noches seguidas; otras, como he dicho, con recesos, sin embargo, para tomar un promedio, podría decir que lo soñé tan periódicamente como una vez al mes. El sueño siempre terminaba en pesadilla, ya que la entrada al cuarto me provocaba cada vez más temor. Había algo, también, una extraña y pavorosa coherencia en aquello.
Los personajes, como he mencionado, iban envejeciendo, y la muerte y el matrimonio visitaban a esta silenciosa familia. Jamás volví a ver en el sueño a la señora Stone. Pero siempre era su voz la que me informaba que la habitación de la torre estaba lista, y tanto si la escena era en el jardín, o en otra habitación de la casa, siempre veía su tumba junto a la puerta de hierro. Sucedía lo mismo con la hija que se casó; usualmente no estaba, pero cada tanto, regresaba acompañada por un hombre, que supuse sería su marido. Él, al igual que los demás, permanecía siempre en silencio. Debido a la constante repetición del sueño, le comencé a restar importancia.
Nunca volví a ver a Jack Stone durante aquellos años, y jamás vi ninguna casa que me diera la impresión de parecerse a la temible casa del sueño. Hasta que algo pasó.
Este año estuve en Londres hasta fines de julio, y durante la primer semana de agosto me instalé con un amigo en una casa que había rentado por el verano, en el bosque de Ashdown, en el distrito de Sussex. Partí de Londres temprano, ya que John Clinton me esperaba en la estación Forest Row, para ir a jugar al golf, y marchar a su casa por la noche. Él estaba con su automóvil, y alrededor de las cinco de la tarde partimos, ya que debíamos recorrer unas diez millas. Como llegamos temprano, no tomamos el té en el club, así que esperamos a llegar a casa. A medida que íbamos por la carretera, el clima, que hasta el momento era cálido, con brisas frescas, comenzó a estremecerme. John, sin embargo, no compartía mi sensación, atribuyendo mi pérdida de claridad a que había caído derrotado en el juego. Los siguientes eventos probaron mi razón, aunque no creí que los nubarrones de esa noche fueran la única causa de mi depresión.
Nuestro camino a través de senderos vacíos, me indujo a un sueño inquieto, del que solo desperté cuando John detuvo automóvil. Con súbita emoción, mayormente de terror, pero también de curiosidad, me encontré parado frente a la puerta de la casa de mi sueño. Entramos. Me preguntaba si esto no sería también un sueño, mientras caminaba a través del vestíbulo con grandes paneles de roble, y al llegar al jardín, donde el té estaba servido a la sombra de la casa. Al fondo, la pared de ladrillos rojos, con una puerta en ella, y también el nogal erguido en el césped. La fachada de la casa era muy larga, y al final se veía la torre de tres pisos, que parecían ser más antigua que el resto de la construcción.
Aquí cesaban todas los parecidos con el sueño. No había ninguna silenciosa familia, sino en cambio una gran asamblea de excitadas y alegres personas, todas conocidas. Además no sentía ninguna opresión ni temor. Sin embargo me sentía curioso acerca de lo que iba a pasar. El té prosiguió su alegre curso, y en determinado momento la señora Clinton se paró. En ese momento supe lo diría. Ella dijo:
-Jack te mostrará tu cuarto: te di la habitación de la torre.
Durante un instante el horror del sueño me asaltó. Pero esta opresión pasó rápidamente, y de nuevo no sentí más que una intensa curiosidad. Y no pasó mucho hasta que esta fue totalmente satisfecha. John se volvió a mí.
-Justo en el techo de la casa, -me dijo- pero creo que estarás cómodo. Estamos con todas las habitaciones ocupadas. ¿Te gustaría verla? Por Dios, creo que tenías razón, vamos a tener tormenta. ¡Qué oscuro se está poniendo!
Me levanté y lo seguí. Cruzamos el vestíbulo y la escalera. Entonces abrió la puerta, y entré. En ese momento un terror irracional se apoderó de mí. No sabía a que le temía: simplemente temía. Fue como un recuerdo súbito, como cuando uno recuerda un nombre que hacía tiempo se le había escapado de la memoria, y supe a que le temía. Le temía a la señora Stone, cuya tumba cantaba la siniestra inscripción: -En maldita memoria-, tantas veces vista en sueños, casi sobre el césped que yacía bajo mi ventana. Y entonces, una vez más, el terror se desvaneció, a tal punto que me pregunté que era a lo que temía. Me sentía tranquilo en la habitación de la torre, el nombre que tantas veces había escuchado en mi sueño.
Miré alrededor con cierto derecho de propiedad, y me di cuenta que nada había cambiado del sueño que conocía. A la izquierda estaba la cama. Alineada con ella estaba la chimenea y un pequeño armario de libros; opuesta a la puerta, la otra pared estaba atravesada por dos ventanas enrejadas. Entre ellas había una mesa de tocador y una cubeta para lavarse. Mi equipaje ya había sido desempacado, ya que mis prendas estaban ordenadas sobre la cama. Entonces, con un súbito temblor, vi que dos objetos conspicuos que jamás había visto en mi sueño: uno era una gran pintura al óleo de la señora Stone, y el otro era un dibujo en blanco y negro de Jack Stone, representándole tal y como lo veía en sueños: un hombre de unos treinta años, de apariencia maligna. Su retrato colgaba entre las ventanas, mirando a través de la habitación hacia el otro cuadro. Nuevamente volví a experimentar el horror de la pesadilla que me atenazaba. La señora Stone aparecía como la había visto por última vez en mi sueño: vieja, encanecida. Pero en vez de la evidente debilidad del cuerpo, la pintura mostraba una siniestra exuberancia, brillando a través de la carne, una vitalidad que burbujeaba con inimaginable crueldad. El mal resplandecía en esos ojos; y en su boca crecía una sonrisa demoníaca. El rostro entero estaba llevado por una horrorosa y sobrecogedora hilaridad; las manos, una encima de la otra sobre la rodilla, parecían conmocionadas con una inenarrable jovialidad. Entonces vi la firma del cuadro, en la esquina inferior izquierda, y, preguntándome quien habría sido el artista, me acerqué y leí la inscripción: -Julia Stone por Julia Stone.
Hubo un golpe en la puerta, y John Clinton entró.
-¿Necesitas algo más? -preguntó.
-Mucho menos de lo que tengo. -dije, señalando el retrato.
Se rió.
-Una vieja y severa señora. -dijo- De cualquier modo, ella no puede estar muy halagada.
-¿No lo ves? -cuestioné- Es apenas un rostro humano. Son las facciones de alguna bruja o algún demonio.
Él miró el cuadro más de cerca.
-Si, no es muy agradable. -dijo- Imagino las pesadillas que tendría si llego a dormir con esto tan cerca. Lo bajaré si quieres.
-Por favor.- dije. Él tocó la campana, y con la ayuda de un sirviente, quitamos el retrato. Fue llevado al pasillo, y puesto el rostro contra la pared.
-Por Dios, la señora es bastante pesada -dijo John, secándose la frente.
El extraordinario peso del cuadro también me había quebrado. Estaba a punto de replicar, cuando observé mi mano. Había una considerable cantidad de sangre.
-Me corté. -dije.
John exclamó.
-¡Yo también! -dijo.
El sirviente sacó su pañuelo y le vendó la mano. Vi que también la mano del lacayo estaba sangrando. John y yo salimos del cuarto y fuimos a lavarnos; pero ni en su mano ni en la mía había rastros de una herida. Me pareció que, por una especie de tácito acuerdo, no dijimos nada. En mi caso, algo se me había ocurrido y no deseaba pensar sobre ello. Era solo una conjetura, pero supuse que lo mismo le había ocurrido a él.
El calor y la opresión del aire, debido a la tormenta que aún no se había desencadenado, se incrementó tras la cena. Luego la concurrencia, entre los que nos contábamos John Clinton y yo, nos sentamos en el jardín, donde habíamos tomado el té. La noche estaba absolutamente oscura, y no había estrellas o luna que pudiera penetrar la mortaja que opacaba el cielo. La reunión se fue despejando, las mujeres se fueron retirando a dormir, los hombres se dispersaron hacia el salón de fumar o al cuarto del billar, y a eso de las once de la noche mi anfitrión y yo quedamos solos. Toda la noche estuve cavilando que él tendría algo en mente, y en cuanto estuvimos solos, habló.
-El hombre que nos ayudó a cargar el cuadro, tenía sangre en su mano, ¿lo notaste? -dijo- Le pregunté si se había cortado, y me dijo que sí, pero al final no pudo encontrar ninguna herida. ¿De dónde provino la sangre?"
Al decirme esto, echaba por tierra mis propósitos de olvidar el tema, especialmente justo antes de ir a dormir.
-No lo se. -dije- Realmente no quiero averiguarlo.
Él se paró.
-Es raro. -dijo- ¡Ahora verás otra cosa extraña!
Su perro, un terrier irlandés, había salido mientras hablábamos. La puerta del vestíbulo, estaba abierta, y una luz iluminaba el jardín hasta la puerta de hierro, donde estaba el nogal. Vi que el perro estaba encrispado, mostrando los dientes, listo para brincar sobre algo. Fue como si no notase la presencia de su amo. Se quedó, tenso, girando en torno al césped frente a la puerta. Luego se detuvo, mirando a través de los barrotes, aunque continuó gruñendo. Después pareció como si su coraje lo abandonara: pegó un largo aullido, y corrió de nuevo a la casa.
-Lo hace una media docena de veces por día. -dijo John- Parece que ve algo que odia y teme.
Caminé hacia la puerta y miré a través de ella. Algo se movía entre el pasto. Pronto llegó a mis oídos un sonido que no pude identificar inmediatamente. Luego recordé que era: el ronroneo de un gato.
Prendí una linterna y vi que era lo que ronroneaba: un gran gato persa que daba vueltas alrededor de un pequeño círculo frente a la puerta, con la cola flameando como una bandera. Sus ojos brillaban mientras olisqueaba el césped. Me reí.
-El fin del misterio, me temo. -Dije- Un gato enorme, el origen de todas las noches de Walpurgis.
-Es Darius. -dijo John- Se pasa medio día y el resto de la noche ahí. Pero este no es el fin del misterio del perro, ya que Toby y él son los mejores amigos. Aquí comienza el misterio del gato. ¿Qué es lo que hace ahí? ¿Y porqué Darius está complacido y Toby aterrorizado?
En ese momento recordé aquel horrible detalle en mi sueño, cuando veía la puerta, justo donde el gato estaba ahora, la blanca lápida con la siniestra inscripción. Pero antes que pudiera responder a mi pregunta, comenzó a llover, súbita e furiosamente, como si se hubiese destapado el cielo. El gato saltó a través de las rejas de la puerta de hierro, y corrió por el jardín hasta la casa en busca de refugio. Luego se sentó en el portal y se quedó observando ansiosamente a la oscuridad.
De alguna manera, con el retrato de Julia Stone fuera, en el pasillo, el cuarto en la torre no me alarmaba en absoluto, y cuando fui a la cama, me sentí con mucho sueño. Sólo me preocupaba el incidente de las manos manchadas de sangre, y por la conducta de los animales. Lo último que vi antes de apagar la luz fue el rectángulo vacío, a un lado de mi cama, donde había estado el retrato. En esa porción el empapelado poseía su tinte original, que era rojo: sobre el resto de las paredes este color se había desgastado. Luego apagué mi vela y quede dormido casi instantáneamente.
Mi despertar fue igual de rápido. Me senté en la cama bajo la impresión de que una luz brillante me había alumbrado la cara. Sabía perfectamente en donde estaba, pero ningún horror que hubiese sentido en sueños se comparaba al que ahora me atenazaba y congelaba mi mente. Inmediatamente, llegó el bramido de un trueno, sacudiendo toda la casa, pero la probabilidad que esto hubiera sido el origen de la luz que me despertó no fue consuelo para mi agitado corazón. Sabía que había algo más, conmigo, en la habitación, e instintivamente saqué mi mano derecha, que era la que estaba más cercana a la pared, y palpé el borde de un marco, como de un cuadro, colgando cerca mío.
Salté de la cama, tirando la mesa de luz, y escuché mi reloj, vela y fósforos cayendo contra el piso. Pero por el momento, no había necesidad de luces, ya que otro enceguecedor relámpago iluminó la estancia y me mostró que sobre mi cama colgaba el cuadro de la señora Stone. Otra vez el cuarto quedó sumido en la penumbra. Pero en este relámpago pude ver otra cosa, una figura apoyada a los pies de la cama, que me miraba. Estaba vestida de blanco, manchada con musgo, y su rostro era el del retrato.
Otra vez tembló el cielo, y cuando cesó, regresó la mortal quietud. Escuché un susurro, algo que se acercaba, más y más, horriblemente, percibiendo al mismo tiempo un hedor a corrupción y putrefacción. Entonces una mano se colocó a un lado de mi cuello, y muy cerca de mi oído pude escuchar una ansiosa y acelerada respiración. Y supe que esa cosa, a pesar que podía ser percibida por el tacto, el olfato, la vista y el oído, no era de este mundo, sino que era algo había podido transponer al cuerpo y que tenía el poder de manifestarse a sí misma. Entonces una voz, que ya me era familiar, se dejó oir:
-Supe que vendrías a la habitación de la torre. -dijo- Te he estado esperando por mucho tiempo. Al final has venido. Esta noche cenaré; en breve cenaremos juntos.
Y la respiración entrecortada se acercó un poco más; podía sentirla sobre mi cuello.
Y este terror, que yo creía me había paralizado, derivó en un salvaje instinto de preservación. Agité el aire salvajemente con ambos brazos, pateé al mismo momento, y escuché un chirrido bestial. Algo blando cayó frente mío con un ruido sordo. Di unos pasos, esquivando lo que fuera que yacía ahí, y por casualidad encontré el picaporte de la puerta. Al instante salté al pasillo, y azoté la puerta detrás mío. Casi al mismo momento oí una puerta que se abría en algún sitio, abajo, y John Clinton, candelabro en mano, acudió corriendo escaleras arriba.
-¿Qué pasa? -preguntó- Dormía y escuché ruidos como sí... Dios santo, hay sangre en tu hombro.
Me quedé allí, según me contó después, moviéndome de un lado a otro, pálido, lívido, con la marca sobre mi hombro como si una mano cubierta de sangre la hubiese tocado.
-Está ahí dentro -dije- Ella, tu sabes. El retrato está dentro, colgando en el mismo lugar.
Me contestó con una sonrisa.
-Mi querido amigo, ha sido apenas una pesadilla. -declaró.
Abrió la puerta. Observé como lo hacía, inerte, presa del terror, incapaz de detenerlo, incapaz de moverme.
-iDios! ¡Es espantoso! El hedor... -dijo.
Luego el silencio. Desapareció de mi vista. Después reapareció tan pálido como estaba yo, y cerró rápidamente la puerta.
-Sí, el cuadro está ahí -dijo- Y sobre el piso hay algo, una cosa manchada de barro, como las que hay en los sepulcros. Vamos, rápido, vámonos de aquí.
Cómo bajamos las escaleras, jamás lo supe. Un estremecimiento y unas náuseas más espirituales que carnales me apresaron, y más de una vez me tuvo que ayudar a poner el pie en el escalón, mientras a cada momento echaba miradas de terror hacia atrás. Pero al final, cuando llegamos a su habitación, en el piso de abajo, le conté todo.
Como muchos de mis lectores quizás ya hayan adivinado, si recuerdan el inexplicable asunto de la iglesia en West Fawley, hace unos ocho años atrás, donde en tres oportunidades se trató de enterrar el cuerpo de cierta mujer que se había suicidado. En cada ocasión el ataúd fue encontrado fuera de su sitio, como emergiendo del suelo. Luego del tercer intento, con el objetivo de que la cosa no trascendiera, el cuerpo fue incinerado en algún lugar sobre tierra no consagrada. ¿Dónde? Justamente frente a la puerta de hierras del jardín, donde aquella mujer había vivido. Ella se había suicidado en el cuarto superior de la torre, su nombre era Julia Stone.
Se dice que el cuerpo fue desenterrado en secreto, y el ataúd fue hallado repleto de sangre".
E.F. Benson
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