"He hecho unas pocas cosas y ganado un poco de dinero. Quizás incluso haya tenido tiempo para empezar a pensar que soy mejor de lo que podrían sugerir los beneficios que recibo, pero cuando estimo el alcance de mi pequeña carrera (un hábito apresurado, pues de ninguna manera ha terminado) sitúo mi verdadero punto de partida en la noche en que George Corvick, sin aliento y afligido, vino a pedirme un favor. El había hecho más cosas que yo, y ganado más dinero, aunque había oportunidades para la inteligencia que, según mi opinión, a veces desaprovechaba.
No obstante, esa noche sólo pude decirle que nunca perdía una oportunidad de mostrar su bondad. Casi entré en estado de éxtasis al proponerle que preparase para The Middle, el órgano de nuestras lucubraciones, llamado así por la ubicación en la semana de su día de aparición, un artículo por el cual se había hecho responsable y cuyo material, atado con un grueso hilo, dejó sobre mi mesa. Me abalancé sobre mi oportunidad; es decir, sobre el primer volumen de ella, prestando escasa atención a las explicaciones de mi amigo sobre su pedido. ¿Qué explicación podía ser más adecuada que mi obvia idoneidad para la tarea? Había escrito sobre Hugh Vereker, pero ni una palabra en The Middle, donde sobre todo me ocupaba de las damas y los poetas menores. Esta era la nueva novela de Hugh Vereker, las pruebas de página de un ejemplar que todavía no había salido, y significara eso mucho o poco para la reputación de su autor, inmediatamente me resultó claro cuánto significaría para la mía. Además, si siempre había leído todo lo que había podido conseguir de Vereker, ahora tenía una razón particular para desear hacerlo: acababa de aceptar una invitación a Bridges para el domingo siguiente, y en la nota de lady Jame se mencionaba que el señor Vereker iba a estar allí. Era lo bastante joven como para sentirme inquieto ante perspectiva de encontrarme con un personaje de su renombre, y lo bastante ingenuo como para creer que la ocasión me exigiría manifestar familiaridad con su "última",
Corvick, que había prometido hacer una reseña del libro, ni siquiera había tenido tiempo de leerlo. Estaba desesperado a consecuencia de los hechos que -según me dijo en
una reflexión precipitada- le exigían viajar esa misma noche a París. Había recibido un telegrama de Gwendolen Erme en respuesta a la carta en la que le ofrecía volar en su ayuda. Yo sabía algo acerca de Gwendolen Erme; nunca la había visto, pero tenía mis ideas, las que me decían en primer lugar que Corvick se casaría con Gwendolen apenas se muriera la madre de ésta. Esta dama parecía encontrarse en una buena situación para darle el gusto a Corvick; tras algún terrible error respecto de un clima o una "cura" de pronto había tenido una caída mientras volvía del exterior. Su hija, sin apoyo y alarmada, deseando precipitarse a Inglaterra, pero vacilando también, había aceptado la ayuda de nuestro amigo. Mi secreta creencia era que, al verlo, la señora Erme se recobraría. A su propia creencia difícilmente podría llamársela secreta. En cualquier caso, difería claramente de la mía. Me había mostrado la fotografía de Gwendolen observando que no era bella, pero sí sumamente interesante; a los diecinueve años había publicado una novela en tres volúmenes, "Profundamente", respecto de la cual, en The Middle, Corvick se había mostrado realmente espléndido. El apreciaba mi interés de ese momento, y se había ocupado de que el periódico no hiciera menos. Finalmente, con la mano sobre la puerta, me dijo:
-Por supuesto, estarás muy bien, ya sabes.- Y viendo que yo me mostraba un poco vago, agregó: -Quiero decir que no serás tonto.
-¡Tonto... acerca de Vereker! ¿Acaso alguna vez no lo encontré sumamente inteligente?
-Bueno, ¿qué es eso sino tonto? ¿Qué significa en la tierra "terriblemente inteligente"? Por Dios, trata de dar en él. No me perjudiques por nuestro arreglo. Habla de él, ya sabes, si puedes, como yo hubiera hablado.
Quedé sorprendido por un instante.
-¿Quieres decir "con mucho el mejor de todos"..., esa clase de cosas?
Corvick casi gimió.
-Oh, bien sabes que no los pongo espalda contra espalda de esa manera; ¡esa es la infancia del arte! Pero Vereker me da un placer tan extraño; el sentimiento de... -meditó un momento- alguna cosa.
Me había desconcertado una vez más.
-¿El sentimiento de qué?
-¡Querido, eso es precisamente lo que quiero que tú digas!
Aún antes de que hubiera cerrado la puerta, yo había empezado, libro en mano, a prepararme para decirlo. Permanecí sentado con Vereker la mitad de la noche; Corvick no podría haber hecho más que eso. El era terriblemente inteligente... me aferré a eso, pero no era, en absoluto, el más grande de todos. No aludí a todos, de cualquier modo; me elogié diciéndome que, en este caso, salía de la infancia del arte.
-Está muy bien -declararon entusiastamente en la redacción, y cuando apareció el número sentí que el artículo era una buena base para encontrarme con el gran hombre. Ello me dio confianza por un día o dos..., luego la confianza desapareció. Lo había imaginado leyendo el artículo con deleite, pero ¿si Corvick no estaba satisfecho, cómo podía estarlo el propio Vereker? Por supuesto reflexioné que el entusiasmo del admirador era a veces aún más grosero que el apetito del escriba. De cualquier manera, Corvick me escribió desde París algo malhumorado. La señora Erme mejoraba, y yo no había expresado para nada el sentimiento que Vereker despertaba en él.
2
Mi visita a Bridges tuvo el efecto de lanzarme en busca de mayor profundidad. Hugh Vereker, tal como lo vi allí, era de un trato tan directo que me avergoncé por la pobreza de imaginación de mis pequeñas precauciones. Si estaba de buen humor no era porque hubiera leído mi reseña; de hecho, estaba seguro de que durante la mañana del domingo no la había leído, aunque The Middle había estado en la calle durante tres días y florecido, lo comprobé, en el desordenado jardín de periódicos que daba a una de las mesas de bronce dorado la atmósfera de un quiosco de estación. La impresión que me hizo Vereker personalmente fue tal que sentí deseos de que lo leyera, y con este fin corregí subrepticiamente los defectos de impresión de la descuidada hoja del periódico. Creo que incluso vigilé el primer resultado de mi maniobra, pero hasta la comida vigilé en vano.
Cuando más tarde, en el curso de nuestra caminata en grupo, me encontré durante media hora al lado del gran hombre, quizás no sin hacer otra maniobra, su afabilidad despertó en mí un deseo aún más vivo de que no siguiera ignorando la peculiar justicia que le había hecho. No parecía sediento de justicia; por el contrario, no había captado en su charla el más ligero gruñido de rencor, una nota para la cual ya me había alertado mi poca experiencia. Últimamente había conquistado mayor reconocimiento, y era agradable, solíamos decir en The Middle, ver cómo eso lo hacía hablar. Por supuesto, no era popular, pero estimo que una de las fuentes de su buen humor era precisamente el hecho de que su éxito no dependía de ello. No por eso había dejado de convertirse, de cierto modo, en autor de moda; por lo menos, los críticos le habían dado nombradía y se habían puesto al día con él. Finalmente, habíamos descubierto cuán inteligente era, y él había tenido que salir lo mejor posible de la pérdida de su misterio. Mientras caminaba a su lado, me sentí muy tentado de hacerle saber hasta qué punto yo había participado de ese develamiento. Hubo un momento en que estuve a punto de hacerlo, pero una de las damas de nuestro grupo, arrebatando un lugar al otro costado de Vereker, atrajo su atención con un espíritu comparativamente egoísta. Eso fue muy desalentador; casi sentí que el hablarle era una prerrogativa personalmente mía.
Por mi parte, tuve en la punta de la lengua una frase o dos sobre la palabra correcta en el momento correcto sin embargo, más tarde me alegré de no haberlas dicho, pues cuando al volver nos reunimos para tomar el té vi a Lady jane, que no había salido con nosotros, blandiendo The Middle en su brazo extendido. Lo había recogido y leído con comodidad; estaba encantada con lo que había encontrado, y vi que, así como el error de un hombre puede ser un hallazgo en una mujer, ella prácticamente hacía para mí lo que yo no había podido hacer por mí mismo.
-Algunas dulces y pequeñas verdades que era necesario decir -la escuché afirmar, mientras extendía el diario ante una pareja bastante desconcertada que se hallaba frente al hogar. Al reaparecer Hugh Vereker, que después de nuestra caminata había subido las escaleras para cambiarse, ella volvió a tomar el diario que había dado a la pareja. -Sé que en general usted no mira este tipo de cosas, pero ésta es realmente una ocasión para que lo haga. ¿Aún no ha visto esto? Entonces debe hacerlo. El hombre realmente ha acertado con usted, con lo que yo siempre sentí, usted sabe-. Lady Jane hizo una mirada evidentemente destinada a dar una idea de eso que ella siempre sintió, pero añadió que hubiera sido incapaz de expresarlo. El redactor del diario lo expresaba de una manera asombrosa. -Fíjese cómo lo expresa aquí, y aquí, donde he subrayado.
Literalmente había marcado las frases más brillantes de mi prosa, y si yo estaba un poco divertido bien podía estarlo también el propio Vereker. Mostró hasta qué punto lo estaba cuando Lady Jane quiso leer un trozo en voz alta para que lo oyéramos todos. De todos modos, me gustó la forma en que Vereker frustró el propósito de ella sacándole afectuosamente el periódico. Lo llevaría arriba para leerlo mientras se iba a vestir. Esto lo hizo media hora más tarde...; vi el periódico en sus manos mientras él volvía hacia cu cuarto. En ese momento, pensando agradarla, conté a Lady Jane que yo era el autor de la reseña. Le di placer, creo, pero quizás no tanto como había esperado. Si el autor era "sólo yo", la cosa no parecía tan notable. ¿Había. yo disminuido el lustre del artículo en lugar de añadirle el mío propio? La dama era propensa a las caídas más extraordinarias. Eso no importaba; el único efecto que me interesaba era el que mi artículo podía tener sobre Vereker allá araba, junto al fuego de su cuarto.
Durante el almuerzo busqué los síntomas de este efecto, tratando de imaginar que en sus ojos había una luminosidad algo más feliz; sin embargo, para mi desilusión, lady Jane no me dio oportunidad de asegurarme. Tenía la esperanza de que ella se manifestara triunfalmente en la mesa, preguntando en público si había estado en lo justo. La reunión era numerosa, había también personas de afuera, pero nunca había visto una mesa lo suficientemente grande como para privar a lady Jane de un triunfo. Precisamente reflexionaba que, en verdad, esa mesa interminable me privaría a mí de un triunfo, cuando una de mis vecinas, querida mujer -era la señorita Pole, la hermana del vicario, una persona robusta y sin formas- tuvo la feliz inspiración y el poco habitual coraje de dirigirse, a través de la mesa, a Vereker, quien estaba frente a ella, pero no directamente, de modo que cuando él contestó ambos debieron inclinarse hacia adelante. Ella le preguntó con toda ingenuidad qué pensaba del' "panegírico" de lady Jane, que ella había leído, sin vincularlo, empero, con su vecino de la derecha; en un esfuerzo por escuchar su réplica, oí con asombro a Vereker que decía:
-¡Oh, está muy bien..., los disparates de costumbre! Había podido captar la mirada de Vereker mientras hablaba, pero la sorpresa de la señorita Pole sirvió afortunadamente Para cubrir mi propia sorpresa.
-¿Quiere decir que no le hace justicia? -dijo, la excelente mujer.
Vereker rió, y me sentí feliz de poder hacer lo mismo.
-Es un artículo encantador -nos espetó.
-Oh, usted es tan profundo -exclamó la señorita Pole mientras extendía su barbilla hasta la mitad del mantel.
-¡Tan profundo como el océano! Todo lo que digo es que el autor no ve...- Pero en ese momento un plato pasó sobre su hombro, y debimos esperar hasta que él se reacomodara. .-¿No ve qué? -continuó mi vecina.
-No ve nada.
-¡Querido mío!... ¡qué tonto!
-De ninguna manera -volvió a reír Vereker-. Nadie ve nada.
La dama que estaba sentada a su costado se dirigió a él, y la señorita Pole se volvió hacia mí.
-¡Nadie ve nada! -anunció alegremente, a lo que yo repliqué que a menudo había pensado lo mismo, pero de algún modo tomé el pensamiento como una prueba de una tremenda sagacidad de mi propia parte. No le dije que el artículo era mío, y observé que lady Jane, ocupada en el extremo de la mesa, no había escuchado las palabras de Vereker.
Más bien lo evité después de la comida, pues confieso que Vereker me había impresionado como una persona cruelmente engreída, y que la revelación era dolorosa. "Los disparates de costumbre"... ¡mi pequeño y agudo estudio! ¡El hecho de que mi admiración tuviera una reserva o dos podía lastimarlo hasta ese punto! Había pensado que era una persona amable, y era bastante amable; esa superficie era él espejo pulido que envolvía la tontería de su vanidad. Me sentía realmente molesto y mi único consuelo era que, si nadie había visto nada, luego, George Corvick estaba tan fuera de la cosa como yo. No obstante, este consuelo no fue suficiente como para que, después de que las damas se hubieran dispersado, me condujera de una manera adecuada. . . , quiero decir que me presentara con una chaqueta y canturreando una canción en el salón de fumar. Algo desalentado fui a acostarme, pero en el corredor me encontré con Vereker, que salía de su cuarto, adonde había subido para cambiarse una vez más. Canturreaba una canción y vestía una chaqueta, y apenas me vio empezó a manifestarse su cordialidad.
-¡Mi estimado joven -exclamó- me alegra tanto poner mis manos sobre usted! Temo haberlo herido inconscientemente con las palabras que dije a la señorita Pole durante la comida. Hace sólo media hora me enteré por lady jane de que usted es autor de la pequeña nota de The Middle.
Declaré que no había huesos rotos, pero él me siguió hasta la puerta de mi cuarto, con su mano sobre mi hombro, buscando amablemente una fractura, y al oír que yo había subido para acostarme me pidió que lo dejara entrar en mi cuarto para explicarme en tres palabras qué había querido decir al calificar mis afirmaciones. Era evidente que en realidad temía que yo estuviera herido, y el sentido de su solicitud de pronto tomó una gran significación para mí. Mi barata reseña se desvaneció en el espacio, y las mejores cosas que había dicho en ella resultaban chatas junto al brillo de que él estuviera ahí. Aún puedo verlo allí, sobre la alfombra, a la luz del fuego y con su chaqueta, con su bello y claro rostro, brillante por el deseo de mostrarse amable con mi juventud. No sé lo que pensaba decir en un principio, pero pienso que el ver mi alivio lo conmovió, lo excitó, llevó hasta sus labios palabras que estaban muy dentro de él. Fue como si esas palabras me transmitiesen en el momento algo que, como luego lo supe, él nunca había dicho a nadie. Siempre hice justicia al generoso impulso que lo hizo hablar; se trataba simplemente del remordimiento por un desaire inconscientemente infligido a un hombre de letras que se hallaba en una posición inferior a la suya, un hombre de letras, además, que se hallaba en la precisa actitud de elogiarlo. Para hacer la situación más cómoda, me habló exactamente como a un igual y sobre la base de lo que ambos más amábamos. La hora, el lugar, lo inesperado, ahondaron la impresión; no podría haber hecho algo más intensamente efectivo.
3
-No sé bien cómo explicárselo -dijo- pero fue el hecho mismo de que su nota sobre mi libro tuviera un toque de inteligencia, fue su excepcional agudeza, lo que despertó -en mí el sentimiento..., una muy vieja historia mía, le ruego que me crea... el sentimiento bajo cuya momentánea influencia le dije a esa buena dama las palabras que tan naturalmente lo lastimaron. No leo las cosas que aparecen en los periódicos a menos que las pongan ante mí como a ésta... siempre es el mejor amigo de uno quien lo hace! Pero solía leer algunas... hace diez años. Me atrevo a decir que entonces eran en general algo más tontas. De cualquier modo, siempre me asombró que siempre erraran el blanco con una perfección tan exactamente admirable cuando me daban palmadas en la espalda como cuando me pateaban en las canillas. Desde entonces, cada vez que llegué a mirar alguna de ellas, todavía continuaban errándole...; deliciosamente, digo, nunca daban en el blanco. Usted, erró, mi estimado amigo, con inimitable seguridad; el hecho de que usted sea terriblemente inteligente y su artículo terriblemente bello no tiene la menor significación en ese sentido. ¡Es precisamente con ustedes, hombres jóvenes que surgen -rió Vereker-, que siento hasta qué punto soy un fracaso!
Escuchaba con agudo interés, un interés que se hacía más penetrante mientras él hablaba:
-Usted un fracaso... ¡cielos! ¿Qué puede ser entonces su "pequeño punto"?
-¿Tengo que decírselo, después de todos estos años y trabajos? -En este amistoso reproche, jocosamente exagerado, había algo que me hizo, como ardiente y joven buscador de la verdad, enrojecer hasta las raíces de los cabellos-. En este momento estoy tan en la oscuridad como siempre lo estuve, aunque me he acostumbrado a mis tinieblas; en ese momento, empero, el feliz acento de Vereker me hizo aparecer ante mis ojos, y probablemente ante los de él, como un raro tonto. Estaba a punto de exclamar: "Ah, sí, no me lo diga; por mi honor, por el del oficio, ¡no lo haga(", cuando él siguió hablando de un modo que mostraba que había leído mi pensamiento y tenía su propia idea acerca de la probabilidad de que algún día nos redimiéramos a nosotros mismos.
-Al hablar de mi pequeño punto me refiero. . . ¿cómo lo llamaré?.. . a la cosa en particular por la que he escrito mis libros. ¿No tiene cada escritor una cosa particular de ese tipo, la cosa que más lo hace consagrarse a su trabajo, un objetivo sin el cual no escribiría en absoluto, la misma pasión de su pasión, la parte del trabajo en la cual, para él, brilla más intensamente la llama del arte? Bueno, ¡es eso!
Consideré por un momento lo que me decía; es decir, lo seguí a una respetuosa distancia, más bien jadeante. Estaba fascinado; era fácil estarlo, se dirá, pero después de todo no estaba dispuesto a dejarme tomar desprevenido.
_ -Sin duda, sus descripciones son muy bellas, pero no muestran muy claramente eso que describen.
-Le aseguro que sería claro si usted lo comprendiera. -Vi que el encanto de nuestro tema llenaba a mi compañero de una emoción tan intensa como la mía.- De cualquier modo -prosiguió- puedo hablar por mí misma.; hay en mi obra una idea sin la cual no hubiera dado un comino por todo mi trabajo. Es la intención más fina y más plena del conjunto, y la tentativa de realizarla ha sido, pienso, un triunfo de paciencia, de ingenio. Debo dejar a otro que la diga, pero precisamente estamos hablando de que nadie la dice. Esta pequeña treta mía se extiende de libro a libro, y todo lo demás, comparativamente, juega sobre la superficie de ella. El orden, la forma, la textura de mis libros quizás algún día constituyan para el iniciado una representación completa de ella. Así que naturalmente le corresponde al crítico buscarla. Me parece -agregó mi visitante con una sonrisa- que incluso es eso de lo que el crítico debe hablar.
Esto parecía una responsabilidad, desde luego.
-¿Usted la llama una pequeña treta?
-Es solo mi pequeña modestia lo que me hace llamarla así. En realidad, es un programa exquisito.
-¿Y usted afirma que ha llevado a cabo ese programa?
-Si todavía tengo buena opinión de mí mismo, es por la manera en que lo he llevado a cabo.
Hice una pausa.
-¿No piensa usted que debe... sólo un poco... ayudar al crítico?
-¿Ayudarlo? ¿Qué otra cosa he hecho con cada trazo de mi pluma? ¡He gritado mi intención en su gran rostro ciego! -Luego de decir esto, volviendo a reír, Vereker puso su mano sobre mi hombro para mostrar que la alusión no estaba dirigida a mi apariencia personal.
-Pero usted habla del iniciado. Por consiguiente, debe haber, usted ve, iniciación,
-¿Y qué otra cosa se supone que es la crítica? -Temo que también enrojecí ante esto, pero me refugié repitiendo que su descripción del revestimiento de plata carecía de una u otra cosa que pudiera hacerla reconocible para el hombre común-. Eso es sólo porque usted aún no lo ha vislumbrado -me contestó-. Si lo hubiera captado, el elemento en cuestión pronto sería prácticamente todo lo que vería. Para mí es exactamente tan palpable como el mármol de la chimenea. Además, el crítico no es un hombre común; si lo fuera, pregunto, ¿qué estaría haciendo en el jardín de su vecino? Usted mismo es cualquier cosa antes que un hombre común, y la misma raison d'étre de ustedes esta en ser pequeños demonios de la sutileza. Si mi gran asunto es un secreto, es sólo porque lo es a pesar de mí mismo: lo asombroso es que se haya convertido en un secreto. No sólo nunca tomé la menor precaución para que lo fuera, sino que nunca soñé con un accidente semejante. De haberlo soñado por adelantado, no hubiera tenido ánimo para seguir adelante. De hecho, fui tomando conciencia de lo que sucedía poco a poco, y mientras escribía mi obra.
-¿Y ahora le gusta?
-¿Mi obra?
-Su secreto. Es la misma cosa.
-¡El hecho de que usted lo suponga demuestra que es tan inteligente como yo digo¡ -Esto me alentó a afirmar que evidentemente le costaría separarse del secreto, y me confesó que para él era la gran atracción de la vida-. Casi diría que vivo para ver si alguna vez será. descubierto. -Me miró como desafiándome en broma; algo pareció surgir desde muy dentro de sus ojos.- Pero no necesito preocuparme... ¡no lo descubrirán!
-Usted me desafía como nunca me desafiaron -declaré-. Me lleva a tomar la determinación de hacerlo o morir -y luego pregunté-: ¿Es una especie de mensaje esotérico?
Su rostro mostró decepción; me tendió su mano como despidiéndose.
-Ah, mi querido amigo, no puede describírselo en periodismo barato.
Por supuesto, notaba que él había estado sumamente despreciativo, pero nuestra charla me hacía sentir hasta qué punto sus nervios estaban en juego. Yo estaba insatisfecho..., no le solté la mano.
-No haré uso de la expresión entonces -dije- en el artículo en que con el tiempo anunciaré mi descubrimiento, aunque me atrevo a decir que tendré trabajo duro incluso sin esa condición. Pero, mientras tanto, sólo para apresurar ese difícil nacimiento, ¿puede dar una guía a un colega? -Ya me sentía mucho más cómodo.
-Todo mi lúcido esfuerzo le da la clave..., cada página, cada línea y cada letra. La cosa está allí tan concretamente como un pájaro en una jaula, como una camada en un anzuelo, como un trozo de queso en una trampa para ratones. Está incorporado a cada volumen tanto como su pie está calzado en su zapato. Gobierna cada línea, elige cada palabra, pone el punto en cada i, sitúa cada coma.
Me rasqué la cabeza.
-¿Es algo que está en el estilo o en el pensamiento? ¿Un elemento de la forma o un elemento del sentimiento?
Volvió a agitar la cabeza indulgentemente, y sentí que mis preguntas eran groseras y mis distinciones lastimosas.
-Buenas noches, mi querido muchacho..., no se preocupe por eso. Después de todo, usted piensa como un colega.
-¿Y un poco de inteligencia podría arruinarlo? -le dije para detenerlo aún.
Vaciló.
-Bien, usted tiene un corazón en su cuerpo. ¿Es un elemento de la forma o un elemento del sentimiento? Lo que sostengo que nadie ha mencionado respecto de mi obra es el órgano de la vida.
-Ya veo . . . es alguna idea acerca de la vida, alguna especie de filosofía. A menos que sea -agregué con la ansiedad de quien ha captado un pensamiento aún más feliz-, algún tipo de juego que mantiene con su estilo, algo que busca en el lenguaje. ¡Quizás es una preferencia por la letra P! -aventuré profanamente para forzar una brecha-. Papa, papas, peras . . . ¿esa clase de cosas?
Se mostraba apropiadamente indulgente; sólo dijo que no había dado con la letra correcta. Pero ya no se divertía; podía ver que estaba aburrido. No obstante, había algo que yo necesitaba saber forzosamente.
-¿Sería usted capaz, pluma en mano, de formularlo claramente . . . , nombrarlo, escribirlo, expresarlo?
-Ah -suspiró casi enervado- si yo fuera, pluma en mano, uno de ustedes.
-Esa sería una gran oportunidad para usted, desde luego. Pero ¿por qué nos desdeña por no hacer lo que usted mismo no puede hacer?
-¿No puedo hacer? -abrió sus ojos-. ¿No lo he hecho acaso en veinte volúmenes? Lo hago a mi manera -prosiguió-. Vaya usted y hágalo a la suya.
-La nuestra es tan diabólicamente difícil -observé con debilidad.
-Lo mismo la mía. Cada uno eligió la propia. No hay obligación. ¿No quiere usted bajar y fumar un cigarrillo?
-No, quiero reflexionar sobre esto.
-¿Me dirá entonces por la mañana que me ha desnudado?
-Veré lo que puedo hacer; dormiré pensando en eso. Pero sólo una palabra más -añadí. Habíamos salido del cuarto . . . caminé con él unos pocos pasos por el corredor-. ¿Esta extraordinaria “fórmula general”, como usted la llama, pues es la descripción más vívida que pude sacarle, es entonces, en general, una especie de tesoro escondido?
Su rostro se iluminó.
-Sí, llámelo así, aunque quizá yo no deba hacerlo.
-¡Tonterías! -reí-. Usted sabe que está sumamente orgulloso de ello.
-Bueno, no me proponía decírselo, pero es el goce de mi alma.
-¿Quiere usted decir que es una belleza tan extraña, tan grande?
Volvió a detenerse un momento.
-¡La cosa más encantadora del mundo! -nos habíamos parado, y con estas palabras me dejó. No obstante, al llegar al final del corredor, mientras yo seguía mirándolo ansiosamente, se volvió y vio mi preocupado rostro. Eso lo hizo sacudir su cabeza vehementemente (desde luego, creo que con bastante ansiedad) y agitar su dedo-. ¡Olvídelo... olvídelo!
Eso no era un desafío, era un consejo paternal. De haber tenido uno de sus libros a mano, hubiera repetido mi reciente acto de fe: hubiera pasado la mitad de la noche con él. A las tres de la mañana, no pudiendo dormir, recordando además cuán indispensable era él para lady Jane, me deslicé hacia la biblioteca con una vela. Según pude descubrir, no había en la casa ni una línea de lo que Vereker había escrito.
4
Al volver a la ciudad me dediqué a reunir febrilmente todos los libros de Vereker; los distribuí en su orden de aparición y los fui leyendo. Esto significó un mes enloquecedor, en el curso del cual ocurrieron varias cosas. Una de ellas, la última, bien puedo mencionaría inmediatamente, fue que seguí el consejo de Vereker: renuncié a mí ridícula tentativa. Realmente no podía hacer nada; estaba en un callejón sin salida. Después de todo, como él mismo lo había señalado, siempre me habían gustado sus obras, y lo que sucedía ahora era que mi nueva comprensión y vana preocupación dañaban mi gusto. No sólo no descubría una intención general; tampoco hallaba las intenciones subordinadas que antes había gozado. Sus libros ni siquiera seguían siendo las cosas encantadoras que habían sido para mí; la exasperación de mi búsqueda no me permitía comprenderlos. En lugar de ser un placer, gozaba menos de ellos en la medida en que se convertían en un recurso, pues, desde el momento en que era incapaz de seguir el indicio del autor, por supuesto, hacía una cuestión de honor el no aprovechar mi conocimiento de ellos. No tenía ningún conocimiento, nadie lo tenía. Era humillante, pero podía soportarlo; entonces sus libros sólo me fastidiaban Por último, incluso me aburrieron, y expliqué mi confusión -perversamente, lo admito- con la idea de que Vereker me había engañado. El tesoro enterrado era un chiste malo; la intención general, una pose monstruosa.
No obstante, lo importante es que conté a George Corvick lo que me había ocurrido, y que mi información tuvo un enorme efecto sobre él. Finalmente había vuelto, pero por desgracia había ocurrido lo mismo con la señora Erme y, según podía ver, todavía no había perspectivas de que Corvick se casara. Lo conmovió intensamente la anécdota que yo había traído de Bridges; correspondía completamente al sentimiento que él había tenido desde un principio en el sentido de que en Vereker había más de lo que podía ver el ojo. Cuando le observé que la página impresa parecía expresamente inventada para el ojo, inmediatamente me acusó de estar resentido por mi fracaso. Nuestro intercambio tenía siempre esa placentera latitud. La cosa que Vereker me había mencionado era exactamente aquello que él, Corvick, había querido que yo dijera en mi reseña. Al sugerirle que finalmente ahora, con la ayuda que yo le había proporcionado, él sin duda estaría preparado para decirlo por sí mismo, admitió francamente que debía comprender más cosas antes de hacerlo. Lo que él hubiera dicho, en caso de haber escrito la crítica del nuevo libro, era que, evidentemente, en el arte más profundo del autor, había algo que debía comprenderse. Yo ni siquiera había sugerido eso: ¡No debía sorprenderme entonces que el autor no se sintiera halagado! Le pregunté a Corvick qué quería decir realmente con su propia supersutileza, y él, inconfundiblemente amable, contestó: "No es para el vulgo... no es para el vulgo". Había agarrado la punta de algo, iba a tirar de esa punta, tirar hasta sacar todo. Me sacó todo lo que pudo sobre la extraña confidencia de Vereker y, declarándome el más feliz de los mortales, mencionó una media docena de preguntas que él hubiera deseado que yo hubiera tenido la perspicacia de hacer. Con todo, por otra parte, no quería que le dijera demasiado. . . , ello arruinaría la diversión de ver lo que resultaría. En el momento de nuestro encuentro el fracaso de mi diversión no era completo, pero ya lo preveía, y vi que Corvick veía que yo lo preveía. Por mi parte, comprendí que una de las primeras cosas que haría sería correr a contar mi relato a Gwendolen.
El mismo día de mi charla con él me sorprendió recibir una nota de Hugh Vereker, quien, según decía, al hallar en una revista un artículo firmado por mí, había recordado nuestro encuentro en Bridges. "Lo leí con gran placer", escribía, "Y mientras lo leía recordé nuestra interesante conversación junto al fuego de su cuarto. La consecuencia de ello fue que comencé a ponderar la temeridad de haberlo cargado con un conocimiento que puede resultar un peso para usted. Ahora que la cosa está hecha, no puedo imaginar cómo pude haber ido tanto más allá de lo habitual en mí. Nunca había mencionado antes, cualquiera que fuese mi estado de expansión, el hecho de mi pequeño secreto, y nunca volveré a hablar de ese misterio. Accidentalmente fui con usted mucho más explícito de lo que está dentro de mi juego, de tal modo que este juego -me refiero al placer de jugarlo-, resulta . considerablemente perjudicado. En síntesis, si usted puede comprenderlo, en buena medida he arruinado mi deporte. Realmente no quiero dar a nadie lo que ustedes, hombres jóvenes ' e inteligentes, llaman una "punta". Por supuesto, éste es un pedido egoísta, y se lo hago en nombre de lo que puede significar para usted. Si usted está dispuesto a complacerme, no divulgue mi revelación. Considéreme loco... está en su derecho, pero no diga a nadie por qué."
La consecuencia de esta comunicación fue que a primera hora de la mañana siguiente me atreví a dirigirme directamente a la puerta del señor Vereker. En esos años ocupaba una de las honestas y viejas casas de Kensington Square. Me recibió inmediatamente, y apenas entré comprendí que no había perdido mi capacidad para darle alegría. Al ver mi rostro, que sin duda expresaba perturbación, sonrió. Yo había sido indiscreto, mi remordimiento era grande.
-¡Le he contado a alguien -dije jadeante- y estoy seguro de que en este momento esa persona se lo ha contado a otra! Por añadidura, ésta es una mujer.
-¿La persona a la que usted le ha hablado?
-No, la otra persona. Estoy completamente seguro de que él se lo ha contado.
-¡Por todo el bien que le hará a ella... o a mí! Una mujer nunca descubrirá el secreto.
-No, pero ella lo divulgará; precisamente lo que usted no quiere que ocurra.
Vereker pensó un momento, pero no estaba tan desconcertado como yo había temido; sentía que si el daño estaba hecho, lo mejor era aceptarlo.
-No tiene importancia... no se preocupe.
-Haré todo lo que esté a mi alcance, se lo prometo, para que lo que usted me dijo no se divulgue más.
-Muy bien; haga lo posible.
-Mientras tanto -proseguí- la posesión de la "punta" Por parte de George Corvick puede llevar realmente_ a algo. -Ese será un gran día.
Le hablé acerca de la inteligencia de Corvick, de su admiración, de la intensidad de su interés por mi anécdota y, sin dar demasiada importancia a la divergencia de nuestras respectivas estimaciones, mencioné el hecho de que mi amigo afirmaba haber visto, respecto de cierta cosa, más que la mayoría de la gente. Estaba tan excitado como yo lo había estado en Bridges. Además, estaba enamorado de la joven dama: quizá los dos juntos pudieran sacar algo.
Vereker pareció sorprendido ante esta revelación.
-¿Quiere decir que están por casarse?
-Me atrevo a decir que ése será el resultado.
-Eso puede ayudarlos -admitió- pero debemos darles tiempo.
Hablé de mi renovado ataque, confesé mis dificultades y él me repitió su anterior consejo. "Olvídelo! ¡Olvídelo!" Evidentemente, no me consideraba intelectualmente equipado para la aventura. Permanecí durante media hora, y se mostró de buen humor, aunque no puedo dejar de calificarlo de hombre de humores inestables. Se había mostrado franco en un momento, luego se había arrepentido, y ahora se mostraba indiferente. Esta ligereza general me ayudó a creer que,., en lo tocante al tema de la "punta", no había demasiado en ello. No obstante, me las ingenié para hacerle contestar unas pocas preguntas más al respecto, aunque lo hizo con visible impaciencia. Para él, sin duda, la cosa para la cual todos éramos absolutamente ciegos estaba vívidamente allí. Era algo, supuse, que estaba en el plan primigenio, algo semejante a una figura compleja en un tapiz persa. Aprobó entusiastamente esta imagen cuando la usé, y él mismo usó otra.
-Es el mismo hilo -dijo- al que están enhebradas mis perlas.
La razón por la cual me había enviado la nota era que realmente no quería darnos un poco de ayuda..., nuestra tontería era en cierto modo algo demasiado perfecto como para tocarlo. Se había formado el hábito de contar con ella, y el encanto, en caso de romperse, debía hacerlo por alguna fuerza propia. Lo recuerdo en esa última ocasión -pues nunca volvería a hablar con él- como un hombre con un coto seguro para practicar su deporte. Mientras me alejaba, me pregunté si él había encontrado su "punta".
5
Cuando le hablé a George Corvick respecto de la advertencia que había recibido, me hizo sentir que cualquier duda respecto de su delicadeza sería casi un insulto. Instantáneamente le había hablado a Gwendolen, pero la ardiente respuesta de ésta había sido en sí misma un juramento de discreción. El problema ahora los absorbería y les proporcionaría
pasatiempo demasiado precioso como para compartirlo con la multitud. Parecían haber captado al momento la alta idea de goce que tenía Vereker. Su orgullo intelectual, empero, no era tanto como para volverlos indiferentes a alguna nueva luz que yo pudiera echar sobre el asunto que tenían entre manos. Por supuesto, eran de "temperamento artístico", y m sorprendió una vez más la capacidad de mi colega para entusiasmarse por una cuestión artística. Había hablado de letras; había hablado de vida, pero todo era una sola cosa. Ahora me parece comprender que hablaba también en nombre de Gwendolen, a la cual pensaba presentarme apenas la señor Erme estuviera lo bastante mejorada como para dejarle u poco de tiempo. Recuerdo un domingo de agosto en que fuimos juntos a una desordenada casa en Chelsea, y mi re novada envidia por el hecho de que Corvick tuviera u amiga capaz de colaborar con él en la tarea. El podría decir a ella cosas que yo nunca podría decirle a él. Desde luego ella no tenia sentido del humor y, con su bello modo d mantener la cabeza echada hacia un costado, era una de es personas a las que uno quiere, como suele decirse, sacudir pero que han aprendido húngaro solas. Quizá conversara húngaro con Corvick; tenía notablemente poco que decir e inglés al amigo de él. Luego Corvick me dijo que yo la había desalentado por mi manifiesta falta de disposición a comunicarles los detalles de lo que Vereker me había dicho. Admití que creía haber dicho ya bastante en ese sentido; ¿no habría arribado yo a la conclusión de que la cuestión era vana y n llevaría a ninguna parte? La importancia que ellos le otorgaban al asunto era irritante y envenenaba mis dudas.
Esta afirmación parece poco amistosa, y probablemente que sucedía era que me sentía humillado al ver a otras personas profundamente seducidas por un experimento que sólo me había dado dolores de cabeza. Yo quedaba afuera, mientras junto al fuego de la tarde, bajo la lámpara, ellos continuaban la caza para la cual yo mismo había hecho sonar e cuerno. Hicieron lo que yo había hecho, sólo que más deliberada y sociablemente; atacaron a su autor desde un principio. No había prisa, dijo Corvick: tenían el futuro ante ellos y la fascinación sólo podía ir en aumento; lo seguiría página por página, como hubieran seguido a uno de lo clásicos, lo inhalarían en pequeñas bocanadas y se sumergirían en él en todo momento. Difícilmente se hubieran entusiasmado tanto de no haber estado enamorados; el significad más profundo del pobre Vereker les daba interminables ocasiones de poner y mantener sus jóvenes cabezas juntas. De todos modos, ése era el tipo de problema para el cual Corvick tenía una aptitud específica, derivada de la particular paciencia de la cual, de haber vivido, hubiera dado ejemplos más asombrosos y, es de esperar, más fructíferos. El por lo menos era, en las palabras de Vereker, un pequeño demonio de la sutileza. Había comenzado disputando, pero pronto vi que si no lo hubiera acicateado, su infatuación hubiera pasado malos momentos. Al igual que yo, hubiera seguido pistas falsas, hubiera dado vivas ante nuevas luces y hubiera visto cómo se desvanecían en el viento que hacía la página al volverse. A nada se parecía tanto, le dije, como a los maníacos que abrazan alguna teoría enloquecida respecto del carácter críptico de Shakespeare. A ello contestó que si Shakespeare hubiera dicho que era críptico, lo hubiera aceptado inmediatamente. El caso era por completo diferente, al respecto no teníamos otra cosa que la palabra del señor Snooks. Le contesté que me dejaba asombrado el verle atribuir tanta importancia incluso a la palabra del señor Vereker. Entonces quiso saber si yo consideraba como una mentira lo que Vereker me había dicho. Quizá no estaba preparado, en mi desdichada respuesta, a ir tan lejos, pero insistí en que, mientras no se demostrara lo contrario, prefería considerarla como demasiado imaginativa. No dije, lo confieso, y en ese entonces no lo sabía completamente, todo lo que sentía. Profundamente, como hubiera dicho la señorita Erme, estaba inquieto, expectante. En el centro de mi desconcierto -pues mi habitual curiosidad estaba sobre ascuas- tenía el penetrante sentimiento de que probablemente Corvick terminaría por llegar a algo. En defensa de su credulidad, dio gran importancia al hecho de que, desde hacía mucho, en su estudio de este genio, había encontrado indicios de no sabía bien qué, débiles notas errantes de una música oculta. Eso era justamente lo raro, ése era el encanto: correspondía tan perfectamente a lo que yo le había contado.
Si en varias ocasiones volví a la casita de Chelsea, me atrevo a decir que fue tanto para buscar noticias de la parienta enferma de la señorita Erme como de Vereker. Las horas que allí pasaba Corvick se presentaban a mi fantasía como las de un ceñudo ajedrecista inclinado sobre su tablero y sus movimientos, durante todo el invierno bajo ¡a luz artificial. Mientras mi imaginación la completaba, la imagen me cautivaba. Del otro lado de la mesa estaba una forma fantasmal, ¡a vaga figura de un rival de buen humor, pero algo hastiadamente seguro; un rival que se echaba- hacia atrás en su silla con las manos en los bolsillos y una sonrisa en su bello y claro rostro. Cerca de Corvick, detrás de él, estaba una muchacha que comenzaba a parecerme pálida, demacrada e incluso, viéndola más de cerca, bastante bella, y que se apoyaba sobre el hombre de Corvick, pendiente de sus movimientos. El levantaba una pieza, la hacía oscilar un momento sobre uno de los casilleros y luego, con un largo suspiro de decepción, volvía a colocarla donde estaba. Ante esto, la joven dama cambiaba de posición ligeramente pero con inquietud, mirando a través de la mesa al oscuro rival muy fija, muy larga, muy extrañamente. En una temprana etapa de su tarea les había preguntado si les serviría de algo mantener un contacto más estrecho con el rival. Sin duda, las especiales circunstancias me hubieran dado derecho a presentarlos. Corvick inmediatamente me había contestado que no quería aproximarse al altar antes de haber preparado el sacrificio. Estaba totalmente de acuerdo con nuestra amiga en cuanto al deleite y el honor de la caza; él' derribaría al animal ,con su propio rifle. Cuando le pregunté si la señorita Erme era una cazadora igualmente buena, después de reflexionar me dijo: "No, me avergüenza reconocer que ella quiere poner una trampa. Hubiera dado cualquier cosa por verlo; dice que necesita otra `punta'. Realmente es bastante morbosa al respecto. Pero debe jugar limpio... ¡no debe verlo!", agregó vehementemente. Me pregunté si habrían discutido algo al respecto, una sospecha no desmentida por la forma en que él exclamó más de una vez: "Ella es muy increíblemente literaria, tú sabes... ¡muy fantásticamente literaria!" Recuerdo que dijo que ella sentía en bastardillas y pensaba en mayúsculas. "Oh, cuando lo haya derribado", también dijo Corvick, "entonces, sabes, golpearé a la puerta de Vereker. Más bien, créeme, le haré decir: “Muy bien, muchacho, ¡esta vez lo has logrado!” Me coronará vencedor... con el laurel del crítico.
Mientras tanto, realmente eludía las oportunidades que podía ofrecerle la vida londinense de encontrar al gran novelista; no obstante, ese peligro desapareció cuando Vereker partió de Inglaterra por tiempo indefinido, viajando hacia el sur -según anunciaron los periódicos-, por motivos relacionados con la salud de su esposa, que desde hacía mucho se mantenía retirada. Había pasado un año -más de un año desde el incidente en Bridges, Perú yo no había vuelto a verlo. Creo que en el fondo estaba bastante avergonzado; detestaba recordarle que, aunque irremediablemente no había encontrado su punto central, rápidamente conquistaba una reputación de agudo crítico. Este escrúpulo condujo mis pasos; me mantuvo alejado de da casa de lady Jane; me hizo declinar una invitación cuando ella tuvo la bondad de invitarme por segunda vez a pesar de mis malos modos. Una vez la " descubrí en la escolta de Vereker durante un concierto, estoy seguro de haber sido visto por ellos, pero me escapé sin que me atraparan. Mientras en esa ocasión chapoteaba bajo la lluvia, comprendí que no podía haber hecho otra cosa, y sin embargo recuerdo que me decía que eso era duro, incluso cruel. No sólo había perdido los libros, había perdido al hombre mismo; ellos y su autor eran cosas perdidas para mí. También supe cuál era la pérdida que más me dolía. Me había aferrado al hombre aún más de lo que nunca me había aferrado a sus libros.
6
Seis meses después de que nuestro amigo hubiera abandonado Inglaterra, George Corvick, que vivía de su pluma, firmó un contrato por un trabajo que le imponía una ausencia algo prolongada y un viaje algo difícil, y el hecho de que lo tomara fue una gran sorpresa para mí. Su cuñado se había convertido en jefe de redacción de un gran periódico provincial, y el gran periódico provincial, en un bello vuelo de fantasía, había concedido la idea de enviar un "corresponsal especial" a la India. Los corresponsales especiales comenzaban a ser una moda en la "prensa metropolitana", y el periódico en cuestión debe de haber sentido llegado el momento de que hiciera lo propio un mero primo del campo. Sabía que Corvick no estaba preparado para el gran trazo del corresponsal, pero ése era un asunto de su cuñado, y el hecho de que una tarea no estuviera dentro de su línea era para George Corvick una razón más para aceptarla. Estaba dispuesto a superar en grosería a la prensa metropolitana; tomó solemnes precauciones contra los melindres, ultrajó exquisitamente el buen gusto. Nunca nadie lo supo: ese principio ultrajado era sólo de él. Además de sus gastos, se le pagaría un salario conveniente, y yo me encontré capacitado para ayudarlo para que hiciera un arreglo plausible por el habitual libro grueso, con el habitual editor grueso. Naturalmente deduje que su manifiesto deseo de hacer un poco de dinero no estaba desvinculado de la perspectiva de una alianza con Gwendolen Erme. Sabía que la oposición de la madre de ella en gran medida se basaba en la falta de medios y de capacidades lucrativas de Corvick, pero sucedió que, cuando la última vez que lo vi le dije algo relacionado con el problema de su separación de nuestra joven amiga, él exclamó con un énfasis que me asombró:
-¡Ah, tú sabes que no estoy comprometido con ella de ningún modo!
-No públicamente -contesté- porque no le gustas a su madre. Pero siempre supuse que existía un acuerdo privado.
-Bueno, existía. Pero ya no existe-. Eso fue todo lo que dijo, salvo algo respecto de que la señora Erme se había recobrado del modo más extraordinario, una observación que indicaba, como suponía, la verdad de la moraleja de que los acuerdos privados son de escaso valor cuando el médico no los comparte. Lo que me tomé la libertad de inferir con más detalle fue que la muchacha debía de haberlo alejado de alguna manera. Bueno, si él se había sentido celoso, por ejemplo, difícilmente pudiera estar celoso de mí. En ese caso -además de lo absurdo que sería- no se alejaría precisamente para dejarnos juntos. Durante algún tiempo antes de su partida no hicimos alusión alguna al tesoro escondido, l y de su silencio, que mi reserva se limitó a emular, extraje una conclusión terminante. Su coraje lo había abandonado, su ardor se había desvanecido al igual que el mío; por lo menos, eso era lo que sugerían las apariencias. No podría haber hecho más que eso; no podía enfrentar el triunfo con que yo habría recibido una admisión explícita de su derrota. No tenía necesidad alguna de temer, pobre querido, pues en ese entonces yo había perdido toda necesidad de triunfar. De hecho, consideré, yo era magnánimo al no reprocharle su abandono, pues el saber que había abandonado el juego me hacía sentir más que nunca hasta qué punto finalmente dependía de él. Sí Corvick había sido derrotado, yo nunca sabría; nadie serviría si él no servía. No era verdad que yo hubiera perdido interés por saber; poco a poco no sólo había vuelto a despertarse mi curiosidad, sino que se había convertido en el tormento habitual de mis días y mis noches. Sin duda, hay personas para las cuales los tormentos de esta índole difícilmente parecen más naturales que las contorsiones de la enfermedad, pero, después de todo, no sé por qué tengo que hablar de ellos ahora. Pues, de todas maneras, para las pocas personas, anormales o no, con las que se relaciona mi anécdota, la literatura era un juego de capacidad, y capacidad significa coraje, y coraje significa honor, y honor significa pasión, significa vida. Lo que estaba en juego sobre la mesa era de una naturaleza especial y nuestra ruleta era la mente que giraba, pero nos sentábamos en torno del parra verde con tanta concentración como los ceñudos jugadores de Monte Carlo. En ese sentido, Gwendolen Erme, con su rostro blanco y sus ojos fijos, pertenecía al mismo tipo de las delgadas damas que uno encuentra en los templos del azar. Durante la ausencia de Corvick, comprobé que ella corroboraba esta analogía. Admito que era extravagante el modo en que vivía por el arte de la pluma. Su pasión la devoraba visiblemente, y en su presencia yo me sentía casi tibio. Volví a leer "Profundamente"; era un desierto en el cual ella se había perdido, pero donde también había cavado un magnífico pozo en la arena: una profundidad de la cual Corvick la había sacado de manera aún más notable.
A principios de marzo recibí un telegrama de ella, a consecuencia del cual fui inmediatamente a Chelsea, donde lo primero que ella me dijo fue:
-¡Lo consiguió, lo consiguió[
Pude ver que estaba conmovida hasta tal punto que forzosamente debía de referirse a lo que nos importaba.
-¿La idea de Vereker?
-Su intención general. George me envió un cable desde Bombay.
Tenía la misiva abierta; era entusiasta aunque concisa: "Eureka. Inmenso". Eso era todo. .. se había ahorrado el costo de la firma. Compartí la emoción de Gwendolen, pero estaba decepcionado.
-No dice de qué se trata.
-¿Cómo podría decirlo... en un telegrama? Escribirá.
-¿Pero cómo sabe?
-¿Sabe que es realmente eso? Oh, estoy segura de que cuando usted lo vea también lo sabrá. ¡Vera incessu patuit deal!
-¡Es usted, señorita Erme, la que es una "querida" por darme esas noticias -dije con todo entusiasmo-. ¡Pero imagínese: encontrar nuestra diosa en el templo de Vishnú! ¡Qué extraño que George haya vuelto a meterse en el asunto en medio de solicitaciones tan diferentes y poderosas!
-El no se metió en el asunto, lo sé; fue la cosa misma, apartada severamente durante seis meses, la que simplemente saltó sobre él como una tigresa en la selva. No llevó un libro con él... a propósito; por supuesto, no necesitaba hacerlo... los conocía de memoria página por página, como yo. Todas ellas trabajaron juntas en su interior, y algún día, en alguna parte, cuando él no estaba pensando, se colocaron, con toda su soberbia complejidad, en la combinación correcta. Surgió la figura en el tapiz. Ese es el modo en que él sabía que ocurriría y la verdadera razón -usted no lo comprendió, pero supongo que puedo decírselo ahora-, por la cual él fue y yo consentí que fuera. Sabíamos que el cambio lo haría... que la diferencia de pensamiento, de ambiente, daría el toque necesario, el sacudón mágico. Lo habíamos calculado perfectamente, admirablemente. Los elementos estaban todos en su mente, y se encendieron en la secousse de una experiencia nueva e intensa-. Ella estaba realmente encendida, estaba literalmente, facialmente luminosa. Balbucée algo sobre el pensamiento inconsciente, y ella continuó: -El volverá... esto lo hará volver.
-¿A ver a Vereker, quiere decir?
-A ver a Vereker... y a verme a mí. ¡Piense en lo que tendrá que decirme!
Vacilé.
-¿Acerca de la India?
-¡Tonterías! Acerca de Vereker... acerca de la figura en el tapiz.
-Pero, como usted dice, con toda seguridad nos enteraremos por carta.
Ella pensó como una inspirada, y recordé que Corvick me había dicho hacía ya mucho que su cara era interesante.
-Quizás no pueda decirse por carta si es "inmenso".
-Quizás no si es una inmensa palabrería. Si no ha aceptado algo que pueda entrar en una carta, no ha captado la cosa. Lo que me dijo el propio Vereker es que la "figura" entraría en una carta.
-Bueno yo le envié un cable a George hace una hora... dos palabras-, dijo Gwendolen.
-¿Es indiscreto preguntarle cuáles fueron esas palabras?
Se puso roja, pero al final las dijo:
-"Ángel, escribe".
-¡Bueno! -exclamé-. Para más seguridad... le escribiré lo mismo.
7
De todas maneras, mis palabras no fueron exactamente las mismas: puse alguna otra cosa en lugar de "ángel", y con el tiempo mi epíteto resultó el más adecuado, pues lo que luego oí de nuestro viajero era meramente, cabalmente, desesperante. Se mostraba magnífico en su triunfo, describía su descubrimiento como estupendo; pero su éxtasis solo servía para oscurecerlo, no se conocerían detalles hasta que no sometiera su concepción a la autoridad suprema. Había abandonado su trabajo, había abandonado su libro, había abandonado toda cosa que no fuera la necesidad de viajar instantáneamente a Rapallo, sobre la costa genovesa, donde se hallaba Vereker. Le escribí una carta que había de aguardarlo en Aden; le pedía que aliviara mi curiosidad. El hecho de que recibió mi carta se reflejó en un telegrama que, llegado a mí tras días de ansiedad y ante la ausencia de toda respuesta al lacónico cable que le había enviado a Bombay, evidentemente estaba destinado a responder a ambas comunicacionv1s. Esas pocas palabras estaban escritas en francés familiar, el francés de la época, al cual Corvick recurría a veces para demostrar que no era un pedante. A algunas personas eso le hacía el efecto opuesto, pero su mensaje puede traducirse: "Ten paciencia; ¡quiero ver la cara que pones cuando lo conozcas!", "Tellement envie de voir ta tête”…,
con eso había de quedarme sentado. No puede decirse que me haya quedado sentado, pues me parece recordar que en ese entonces viajaba -constantemente entre Chelsea y mi propia casa. Nuestra impaciencia, la de Gwendolen y la mía, era igual, pero yo esperaba que ella aclarase más el asunto. Durante todo este episodio gastamos en telegramas y cables una gran cantidad de dinero para personas de nuestros medios, y yo esperaba recibir noticias de Rapallo inmediatamente después del encuentro del descubridor con el descubierto. El intervalo parecía una era, pero una tarde escuché un cabriolé que se precipitaba por la calle de mi casa con el ruido generado por la sugerencia de una generosa propina. En ese entonces vivía con el corazón en la boca, y por lo tanto me lancé hacia la ventana, un movimiento que me permitió ver a una joven dama parada sobre el umbral del vehículo y mirando ansiosamente hacia mi casa. Al verme, ella mostró un papel con un movimiento que me hizo bajar inmediatamente; era el movimiento con el cual, en los melodramas, se agitan al pie del cadalso los pañuelos y las órdenes de suspensión de la sentencia.
"Acabo de ver a Vereker, ni una nota equivocada. Me apretó contra su pecho; me tendrá aquí un mes". Eso fue todo lo que pude leer sobre el papel mientras el cochero hacía una mueca desde el pescante. En mi excitación, le pagué generosamente y, en la suya, ella lo soportó; luego, mientras él se alejaba, comenzamos a caminar y hablar. Ya habíamos hablado lo suficiente con anterioridad, pero éste era un maravilloso estímulo. Imaginamos toda la escena en Rapallo, adonde él había escrito, mencionando mi nombre, para que se le permitiese la entrada; así es como yo lo imaginaba, teniendo más conocimiento que mi compañera, a la que sentía pendiente de mis labios mientras nos deteníamos intencionalmente ante vidrieras a las que no mirábamos. Respecto de una cosa estábamos seguros: si él iba a permanecer allí para lograr una comunicación más plena, nosotros por lo menos recibiríamos una carta que nos ayudaría a soportar la postergación. Comprendíamos que permaneciera allí y, con todo, cada uno vio, creo, que el otro estaba fastidiado. La carta que esperábamos arribó; estaba dirigida a Gwendolen, y yo la visité a tiempo como para evitar que me la trajera. No la leyó en voz alta, como era natural; pero me repitió su contenido principal. Este consistía en la notable afirmación de que él le contaría lo que ella quería saber después de que se casaran.
-Sólo entonces, cuando yo sea su esposa... no antes -explicó-. ¡Eso equivale a decir... ¿no es así?... que debo casarme ya!-. Sonrió mientras la decepción me hacía enrojecer ante la visión de una nueva postergación que al principio no me permitió tomar conciencia de mi sorpresa. Había más de un indicio de que Corvick también a mí me impondría alguna fastidiosa condición. De pronto, mientras ella me contaba algunas cosas más de la carta de Corvick, recordé lo que él me había dicho antes de partir. Había encontrado al señor Vereker extraordinariamente interesante, y el hecho de poseer el secreto lo embriagaba. El tesoro escondido era todo de oro y brillantes. Ahora que estaba allí, parecía crecer y crecer ante sus ojos; podía ser, considerando todos los tiempos y todos los idiomas, una de las flores más maravillosas del arte literario. Cuando uno estaba cara a cara con él, nada podía parecer más consumadamente realizado. Una vez que se manifestaba, lo hacia con un esplendor que uno se avergonzaba y, si se excluía la infinita vulgaridad de la época, en la cual todos carecían de gusto y estaban corrompidos, con todos los sentidos oscurecidos, no había la menor razón para que se lo pasara por alto. Era grande, y pese a ello muy simple; era simple, y pese a ello muy grande, y el conocimiento definitivo de ese secreto era una experiencia completamente distinta. Afirmaba que el encanto de semejante experiencia, el deseo de exprimirle, cuando estaba fresca, hasta la última gota, lo mantenía cerca de la fuente. Gwendolen, francamente radiante mientras me lanzaba estos fragmentos, mostraba el júbilo de una perspectiva más segura que la mía. Eso me hizo volver al problema del casamiento, me impulsó a preguntar si lo que quería decir con esas palabras que acababan de sorprender era que estaba comprometida.
-¡Por supuesto que lo estoy! -contestó-. No lo sabía?
Parecía asombrada, pero yo lo estaba aún más, pues Corvick me había dicho precisamente lo contrario. No obstante, no hablé de eso; sólo le recordé cuán poco había gozado de su confianza, o incluso de la de Corvick, al respecto, y que además no ignoraba la prohibición de su madre. En el fondo, estaba preocupado por ¡a disparidad de las dos explicaciones, pero al poco tiempo sentí que la de Corvick era la menos dudosa. Esto me llevó a preguntarme si la muchacha no habría inventado un compromiso en el momento -haciendo renacer uno viejo o creando uno nuevo- a fin de arribar a la satisfacción que perseguía. Ella debía de tener recursos de los que yo carecía, pero hizo las cosas un poco más ininteligibles al afirmar en el momento:
-Lo que sucedía era que, por supuesto, nos sentíamos obligados a no hacer nada mientras viviera mamá.
-¿Pero ahora piensan prescindir del consentimiento de su mamá?
-¡Ah, no será necesario!-. Me pregunté qué harían, y ella prosiguió-. Pobre querida, ella puede tragarse la píldora. ¡En realidad, usted sabe -agregó con una sonrisa- realmente debe tragársela( -lo cual era una proposición cuya fuerza, en nombre de todos los comprometidos, reconocí plenamente.
8
Nada podía haberme resultado más molesto que saber, antes del arribo de Corvick a Inglaterra, que no podría estar allí para recibirlo. De pronto me vi obligado a viajar a Alemania por la alarmante enfermedad de mi hermano menor, quien, sin seguir mis consejos, se había ido a Munich para estudiar, por supuesto a los pies de un gran maestro, el arte del retrato al óleo. El familiar cercano qué le daba alojamiento había amenazado con echarlo si, con pretextos especiosos, buscaba una verdad superior en París, siendo París, para una tía de Cheltenham, la escuela del mal, el abismo. En ese entonces había deplorado ese prejuicio, y el profundo daño que había causado era ahora visible: primero en el hecho de que no había salvado al pobre muchacho, que era débil de inteligencia y alocado, de una congestión pulmonar, y segundo en el gran alejamiento de Londres al que me condenó ese hecho. Temo que lo que más ocupó mi mente durante varias semanas ansiosas fue el sentimiento de que, si hubiéramos estado en París, habría podido correr para ver a Corvick. En realidad, eso era imposible desde todo punto de vista; mi hermano, cuya recuperación nos dio mucho que hacer, permaneció enfermo durante tres meses, en el curso de los cuales nunca lo abandoné y al fin de los cuales debí enfrentarme con la prohibición absoluta de retornar a Inglaterra. La consideración del clima se impuso, y él no estaba en condiciones de arreglárselas solo. Lo llevé a Meran y en su compañía pasé el verano, tratando de mostrarle con el ejemplo cómo volver al trabajo y alimentando una ira de otro tipo que traté de no mostrarle.
Todo el asunto resultó ser el primero de una serie de fenómenos tan extrañamente ligados entre sí que, tomados en conjunto -que es como debo tomarlos ahora- forman la mejor ilustración que puedo recordar del modo en que el destino trata a veces la avidez de un hombre, sin duda para el bien de su alma. Seguramente estos incidentes tuvieron efectos mayores que la consecuencia comparativamente menor de la que nos ocupamos aquí, aunque creo que esa consecuencia es también algo de lo que debe hablarse con algún respeto. De todos modos, confieso que es sobre todo bajo esa luz que ahora se me presenta el horrible fruto de mi exilio. Incluso al principio, el espíritu con el cual mi avidez, como la he llamado, me hizo considerar ese término no halló tranquilidad en el hecho de que, antes de volver de Rapallo, George Corvick me escribió de un modo que objeto. Su carta no tenía ninguno de los efectos tranquilizadores que, según debo creer hoy, él había querido darle, y la marcha de los acontecimientos no estuvo ordenada como para compensar lo que en ella faltaba. En el mismo lugar había empezado a escribir, para una de las publicaciones trimestrales, una gran última palabra sobre los escritos de Vereker, y este exhaustivo estudio, el único que hubiera importado, que hubiera existido, iba a echar la nueva luz, a pronunciar -¡oh, tan calladamentel- la verdad no imaginada. En otras palabras, iba a rastrear la figura en el tapiz a través de cada repliegue, a reproducirla en todos sus matices. El resultado, según mi amigo, sería el más grande retrato literario que se hubiera pintado, y lo que pedía de mí era que fuera tan bueno como para no molestarlo con preguntas hasta que pudiera colgar su obra maestra ante mis ojos. Me hacía el honor de declarar que, además del retratado, elevado en la cumbre de su indiferencia, yo era individualmente el connoisseur por el que más trabajaba. Por consiguiente, yo debía ser un buen muchacho y no tratar de ver por encima del telón antes de que el espectáculo estuviera preparado; gozaría mucho más si me quedaba sentado y muy quieto.
Hice todo lo posible por quedarme sentado y muy quieto, pero no pude dejar de dar un salto al ver en The Times, luego de que hubiera permanecido una semana o dos en Munich y antes, de que según mis conocimientos, hubiera llegado Corvick a Londres, el anuncio de la súbita muerte de la pobre señora Erme. En el momento envié una carta a Gwendolen pidiéndole detalles, y ella me escribió que su madre había cedido ante una falla de su corazón que la amenazaba desde hacía mucho. No me decía, aunque me tomé la libertad de leerlo entre líneas, le desde el unto de vista de su matrimonio, y también de su ansiedad, no menor que la mía, ésta era una solución más rápida de lo que pudiera haberse previsto y más radical que esperar que la dama se tragase la píldora. Admito francamente que entonces -por lo que había oído decir repetidas veces- leí algunas cosas singulares en las palabras de Gwendolen y otras más extraordinarias en sus silencios. De este modo, pluma en mano, dejé pasar el tiempo, y ello me dio el más extraño sentimiento de haber sido, durante meses y a pesar de mí mismo, una especie de espectador obligado. Durante toda mi vida me he refugiado en mis ojos, que la procesión de los hechos parece haber obligado a permanecer fijos. Hubo días en que pensé escribir a Hugh Vereker y simplemente encomendarme a su caridad. Pero más profundamente sentí que aún no había caído tan bajo, además de que, muy adecuadamente, él me hubiera mandado a paseo. La muerte de la señora Erme hizo que Corvick volviera inmediatamente a Londres, y al mes estaba unido "muy calladamente" -tan calladamente, me pareció descifrar, como pensaba revelar su trouvaille en su artículo- a la joven dame que había amado y abandonado. Uso esta última palabra, puedo decir entre paréntesis, pues luego me sentí más seguro de que, en la época de su viaje a la India, en la época de sus grandes nuevas desde Bombay, no había existido un compromiso concreto entre ellos. No había ninguno en el momento en que ella me aseguraba lo contrario. Por otra parte, sin duda él se había comprometido el día de la vuelta. La joven pareja fue a pasar su feliz luna de miel a Torquay y allí, en un momento de imprudencia, se le ocurrió al pobre Corvick sacar a su esposa a dar un paseo en carro. El no sabía dominarlo; eso era algo que había comprendido hacía mucho en un pequeño viaje que habíamos hecho en un dócar. Y en un dócar guió a su compañera por un difícil camino sobre las colinas de Devonshire, llevando a su caballo por una de las más fáciles de transitar, y el caballo se había desbocado con tal violencia que los ocupantes del coche fueron lanzados hacia adelante y él cayó horriblemente sobre su cabeza. George murió inmediatamente; Gwendolen salió ilesa.
Paso rápidamente sobre la cuestión de esta inexorable tragedia, de lo que significó para mí la pérdida de mi mejor amigo, y completo la pequeña historia de mi paciencia y mi esfuerzo con la franca admisión de que pregunté a la señora Corvick, en la posdata de la primera carta dirigida a ella después de recibir la horrible noticia, si su esposo por lo menos había podido terminar el gran artículo sobre Vereker. Su, respuesta fue tan rápida como mi pregunta: del artículo, apenas iniciado, sólo existía un desalentador fragmento. Explicaba que nuestro amigo, mientras se hallaba en el exterior, se había consagrado a él cuando interrumpió su trabajo la muerte de la madre de ella, y que luego, al volver, no había podido trabajar por las cosas que los iban a lanzar hacia esa catástrofe. Las páginas iniciales eran todo lo que ; quedaba; eran asombrosas, eran promisorias, pero no develaban al ídolo. Obviamente, esa gran hazaña intelectual iba a ser la culminación de su trabajo. No decía nada más, nada que me esclareciese respecto del estado de su propio conocimiento; el conocimiento por cuya adquisición me la había imaginado actuando prodigiosamente. Eso era lo que más quería saber: ¿había visto ella al ídolo develado? ¿Había habido una ceremonia privada para un auditorio palpitante de una sola persona? Si no era para esa ceremonia, ¿para qué otra cosa había tenido lugar el casamiento? No me gustaba presionarla todavía, aunque cuando pensaba en todo lo que había pasado entre nosotros al respecto durante la ausencia de Corvick, su reticencia. me asombraba. Por consiguiente, sólo mucho después, desde Meran, me arriesgué a apelar una vez más a ella, me arriesgué con algún temor, pues ella continuaba sin decirme nada: Ha oído en esos pocos días de su agostada bienaventuranza , escribí, "lo que deseábamos oír?". Dije "nosotros" como una pequeña sugerencia, . y ella me demostró que podía captar una pequeña sugerencia. "¡Lo oí todo", contestó, "y pienso guardármelo para mi misma.
9
Era imposible no sentirse impulsado por la más fuerte simpatía. hacia ella, y al volver a Inglaterra le tributé todas las gentilezas que me fue posible. La muerte de su madre le había dejado con medios de vida suficientes, y se había mudado a un barrio más conveniente. Pero su pérdida había sido grande y su castigo cruel; además, nunca se me hubiera ocurrido suponer que ella hubiese podido sentir que la posesión de un conocimiento técnico, de una pieza de experiencia literaria, era una compensación para su dolor. Extraño es decirlo, pero tras haberla visto unas pocas veces no pude dejar de creer que había atrapado un destello de alguna rareza semejante. Me apresuro a decir que hubo otras cosas que no pude dejar de creer, o al menos de imaginar, y como nunca me siento realmente seguro respecto de estas cosas, en lo que atañe al punto que trato aquí, doy a su memoria el beneficio de la duda. Golpeada y solitaria, sumamente culta y ahora, en su profundo dolor, con una gracia más madura y un pesar sin quejas, indiscutiblemente bella, se presentaba como llevando una vida de singular belleza y dignidad.
Al principio hallé un modo de convencerme de que pronto sacaría provecho de la reserva formulada, la semana posterior a la catástrofe, en su respuesta a un pedido respecto del cual no podía dejar de tener conciencia de que podría parecerle inoportuno. Sin duda, esa reserva era algo así como un golpe para mí; sin duda, me preocupaba más cuanto más pensaba en ello y aun cuando tratara de explicármela (con momentos de éxito) imputándola a exaltados sentimientos, escrúpulos supersticiosos, un refinamiento de la lealtad. Sin duda, ello al mismo tiempo aumentaba enormemente el precio del secreto de Vereker, tan precioso como ya se manifestaba este misterio. También puedo confesar bajamente que la actitud inesperada de la señora Corvick era el golpe final del clavo que había de encerrar para siempre mi infeliz idea, convirtiéndola en esa obsesión que nunca me abandonará.
Pero esto sólo me ayudaba a ser más astuto, a ser listo, a dejar que el tiempo pasara antes de renovar mi pedido. Hice muchas especulaciones en el intervalo, y una de ellas me absorbió profundamente. Corvick había ocultado la información a su joven amiga hasta el momento en que quedara eliminada la última barrera para su intimidad, sólo entonces dejó salir el gato de la valija. ¿Pensaba Gwendolen, tomando la sugerencia de él, liberar a este animal sólo sobre la base de una renovación de semejante relación? ¿Es que la figura en el tapiz sólo podía ser rastreada o descrita por esposos y esposas, por amantes supremamente unidos? Recordé nebulosamente que en Kensington Square, cuando mencioné que Corvick podría haber contado la historia a la muchacha que amaba, Vereker había dejado caer alguna palabra que daba color a esta posibilidad. Era posible que ese tuviera poca importancia, pero la suficiente como para hacerme preguntar si debía casarme con la señora Corvick para obtener lo que quería. ¿Estaba preparado para pagarle este precio por la bendición de su conocimiento? ¡Oh, eso sería una locura!... por lo menos así me lo dije en horas de desconcierto. Mientras tanto, podía ver cómo la antorcha que ella se negaba a pasarme llameaba en la cámara de su memoria, vertía a través de sus ojos una luz que brillaba en su casa solitaria. Pasados seis meses, estuve plenamente seguro de qué representaba para ella esta cálida presencia. Habíamos hablado una y otra vez del hombre que nos había reunido, de su talento, su carácter, su encanto personal, su segura carrera, su fin terrible, e incluso de su claro propósito para ese gran estudio que había de ser un retrato literario supremo, una especie de Vandyke o Velázquez crítico. Ella me había dicho abundantes veces que la obligaba a guardar silencio su tozudez, su piedad, que no rompería su silencio, como ella decía, si no era ante la "persona adecuada". No obstante, finalmente llegó la hora. Una tarde en que habíamos permanecido sentados más tiempo del habitual, puse mi mano firmemente sobre su brazo.
-Bueno, finalmente, ¿qué es?
Me había esperado y estaba preparada. Hizo un largo y lento movimiento de cabeza sin emitir sonido, piadoso sólo por ser inarticulado. Esta piedad no impidió que me espetara el mas largo, fino, frío: "¡Nunca!" En el curso de una vida que había conocido negativas, todavía debía recibir ésta en el rostro. La recibí y tuve conciencia de que, con el duro golpe, mis ojos se habían llenado de lágrimas. Así que por un momento permanecimos sentados y mirándonos, luego de lo cual me levanté lentamente. Me preguntaba si algún día me aceptaría, pero no fue esto lo que dije. Mientras repasaba mi sombrero, dije:
-Ya sé qué pensar entonces. ¡No es nada!
Su vaga sonrisa manifestó una remota y desdeñosa piedad por mí, luego habló con una voz que todavía puedo oír.
-¡Es mi nidal!
Mientras yo permanecía junto a la puerta, añadió:
-¡Usted lo ha insultado!
-¿Habla de Vereker?
-¡Hablo del muerto!
Cuando llegué a la calle reconocí la justicia de su acusación. Sí, era su vida... también reconocía eso, pero de todos modos con el paso del tiempo su vida hizo lugar para otro interés. Un año y medio después de la muerte de Corvick, publicó en un único volumen su segunda novela, "Overmastered", sobre la que me abalancé con la esperanza de hallar algún eco o el asomar de algún rostro. Todo lo que encontré fue un libro mucho mejor del que había escrito cuando era más joven, lo que revelaba, pensé, que había estado en mejor compañía. Como un tejido tolerablemente intrincado, era un tapiz con una figura propia, pero no la figura que yo buscaba. Cuando envié una reseña a The Middle me sorprendió saber que ya estaba otra en impresión. Cuando se publicó el periódico no dudé en atribuir este artículo, que juzgué bastante vulgarmente exagerado, a Drayton Deane, quien en los últimos tiempos había sido algo así como un amigo de Corvick, aunque sólo hacía unas pocas semanas que conocía a la viuda. Yo había conseguido uno de los primeros ejemplares del libro, pero era evidente que Deane había obtenido uno anterior. A pesar de todo, carecía de la ligera mano con la cual Corvick había dorado la ornamentación, ponía el oropel como quien tira manchas.
10
Seis meses más tarde apareció "The Right of Way", la última oportunidad, aunque entonces no lo supiéramos, que teníamos de redimirnos a nosotros mismos. Escrito totalmente durante la estada de Vereker en el exterior, el libro era anunciado, en un centenar de párrafos, por las habituales ineptitudes. Esta vez me jacté de llevar directamente :. la señora Corvick un ejemplar antes de que lo hubiera obtenido nadie. Era para lo único que me servia; dejé el inevitable tributo de The Middle a alguna mente más ingeniosa y a algún temperamento menos irritado.
-Pero ya lo tengo -dijo Gwendolen-. Drayton Deane fue tan bueno que me lo trajo ayer, y acabo de terminarlo.
-¿Ayer? ¿Cómo lo obtuvo tan pronto?
-¡Obtiene todo tan pronto! Va a escribir la reseña del libro en The Middle.
-El . . . Drayton Deane . . . ¿va a escribir la reseña sobre Vereker? -no podía creerlo que oía
-¿Por qué no? Una bella ignorancia es tan buena como cualquier otra.
Di un respingo, pero inmediatamente dije:
-¡Usted debe hacer la crítica!
-Yo no hago críticas -rió-. ¡A mí me hacen críticas! Entonces se abrió la puerta.
-Ah, sí. Aquí está su crítico.
Drayton Deane estaba allí con sus largas piernas y su frente despejada. Venía a ver qué pensaba ella de " "The Right of Way" y traía noticias de singular importancia. Acababan de salir los diarios vespertinos con un cable sobre el autor de esa obra, que había estado enfermo de malaria en Roma durante algunos días. Al principio no se había pensado que fuera grave, pero, debido a complicaciones, la enfermedad había tomado un cariz que despertaba ansiedad. Por su puesto, ansiedad fue lo que comenzó a sentirse en la última hora.
Ante la presencia de estas nuevas, me sorprendió el fundamental desinterés que no logró ocultar la preocupación manifestada por la señora Corvick; ello me daba la medida de su consumada independencia. Esa independencia se basaba en su conocimiento, el conocimiento que ahora nada podía destruir ni modificar. La figura en el tapiz podía dar un giro o dos, pero la sentencia virtualmente estaba escrita. El escritor podía bajar a su tumba; ella era la persona de este mundo para la cual -como si fuera su heredera- la existencia del escritor era menos necesaria. Esto me recordó cómo había observado en un momento determinado -luego de la muerte de Corvick- la desaparición de su interés por ver a necesidad de ello. Estaba seguro de que si no lo hubiera necesidad de ello. Estaba seguro le que si no lo hubiera obtenido no se habría ahorrado la tentativa de sondearlo personalmente mediante esas reflexiones superiores, más concebibles en un hombre que en una mujer, que en mi caso habían tenido un efecto negativo. No se trataba, empero, me apresuré a añadir, de que mi caso, a pesar de la molesta comparación, no fuera lo bastante ambiguo. Al pensar que Vereker quizás agonizaba en ese momento, me invadió una ola de angustia, un punzante sentido de cuán incoherentemente todavía dependía de él. La interposición de los Alpes y los Apeninos entre nosotros me imponía una delicadeza cuyo sufrimiento era mi única compensación, pero el sentimiento de la oportunidad que se desvanecía sugería que, en mi desesperación, finalmente podría haber ido hasta él. Por supuesto, en realidad no hubiera hecho nada semejante. Permanecí cinco minutos mientras mis compañeros hablaban del nuevo libro, y cuando Drayton Deane me habló para pedirme mi opinión, me levanté contestando que detestaba ? a Hugh Vereker y que simplemente no podía leerlo. Partí con la certidumbre moral de que cuando la puerta se cerro a mis espaldas, Deane me calificaría de terriblemente superficial. Su anfitriona negaría eso por lo menos.
Continúe rastreando con toques más breves la conexión sumamente extraña de los hechos que se sucedieron. Tres semanas después se produjo la muerte de Vereker, y antes de
que terminara ese año la de su esposa. Esa pobre dama a la que nunca había visto, pero respecto de la cual tenía la fútil teoría de que si lo sobrevivía lo suficiente como para resultar decorosamente accesible, podría aproximarme a ella con la vacilante llama de mi ruego. ¿Sabía ella y, si lo sabía, hablaría? Había más de una razón para suponer que no tendría nada que decir, pero cuando ella quedó fuera de todo alcance sentí que el renunciamiento era sin duda mi suerte. Estaba encerrado en uní obsesión para siempre. .. mis carceleros se habían ido con la llave. Respecto del tiempo que pasó antes de que la señora Corvick se convierta en la señora de Drayton Deane, tengo ideas tan vagas como las de un cautivo dentro de un calabozo. A través de mis barrotes había previsto este fin, aunque no hubo una prisa indecente y nuestra amistad había disminuido bastante. Ambos eran tan "terriblemente intelectuales" que impresionaban a la gente como una pareja apropiada, pero yo he medido mejor que nadie la riqueza de comprensión que el novio pudo aportar a la unión. Nunca, -en un casamiento de círculos literarios -así describieron los diarios la alianza- había tenido la dama una dote tan notable. Con la debida rapidez comencé a buscar los frutos de la relación; ese fruto, digo, cuyos síntomas premonitorios hubieran sido peculiarmente visibles en el marido. Dando por sentada la dote nupcial de la otra parte, esperé que él mostrara algo que correspondiera al incremento de sus medíos, su artículo sobre " "The Right of the Way" mostraba claramente su figura. Dado que él estaba ahora exactamente en la posición en que yo, aun más exactamente, no estaba, vigilé de mes a mes los periódicos en busca del pesado mensaje que el pobre Corvick no había podido transmitir y cuya responsabilidad había caído sobre su sucesor. La viuda y esposa podría romper, y Deane estaría tan inflamado por el conocimiento como lo había estado Corvick en su hora y Gwendolen en la suya. Bueno, sin duda estuvo inflamado, o el fuego aparentemente no había de convertirse en una arada pública. Examiné los periódicos en vano: Drayton Deane los llenó de página, exuberantes, pero se reservó la página que yo buscaba más febrilmente. Escribió sobre un millar de temas, pero nunca sobre Vereker. Su línea especial era decir verdades que a las demás personas o bien habían "atemorizado", como decía, o bien que habían pasado por alto, pero nunca decía la única verdad que en esos días me parecía tener algún significado. Me encontré con la pareja en esos círculos literarios a los que se hacía referencia en la prensa; ya he insinuado suficientemente que todos estábamos construidos para girar sólo en torno de esos círculos.
Gwendolen estaba comprometida con ellos más que nunca por la publicación de su tercera novela, y yo definitivamente clasificado por sostener la opinión de que esta obra era inferior a su predecesora inmediata. ¿Era peor porque había estado en una peor compañía? Si su secreto, como ella me lo había dicho, era su vida -un hecho discernible en su creciente florecimiento, una atmósfera de privilegio consciente que, inteligentemente corregido por bellos actos de caridad, daba distinción a su apariencia -aún no tenía influencia directa sobre su obra. Eso sólo hacía que uno -todo hacía que uno- ansiara aún más conocer ese secreto; no hacía más que rodearlo de un misterio más fino y más sutil.
11
Por consiguiente, fue de su esposo del que nunca pude quitar mis ojos; lo asedié de un modo que podría haberlo inquietado. Llegué incluso a conversar con él. ¿No sabía, no había llegado a ello como a una cosa obvia?... esa pregunta zumbaba en mi cerebro. Por supuesto, él lo sabía; de otro modo, no me hubiera devuelto la mirada tan sospechosamente. Su esposa le había dicho lo que yo quería y estaba amablemente divertido por mi impotencia. No se reía, no era persona de reírse: su sistema era presentar para mi irritación; de modo que yo me delatara groseramente, un vacío en la conversación tan vasta como su gran frente desnuda. Yo siempre me alejaba con una firme convicción de estas extensiones despobladas, que parecían complementarse geográficamente y simbolizar conjuntamente la falta de voz, la falta de forma, de Drayton Deane. Simplemente carecía del arte de usar lo que sabía; literalmente era incompetente para encargarse del i deber que Corvick le había legado. Fui aún más allá, ése fue el único destello de felicidad que tuve. Comprendí que el deber no lo atraía. No estaba interesado, no le importa. Sí, me tranquilizó. completamente creerlo demasiado tonto como para gozar de aquello que a mí me faltaba. Era tan tonto después como lo había sido antes, y esto aumentaba para mí la dorada gloria en que estaba envuelto el misterio. podría haberle cualquier modo debía recordar que su esposa había puesto condiciones y extorsiones, Por sobre todo debía recordar que, con la muerte de Vereker, el principal incentivo había desaparecido. El estaba todavía allí para ser honrado por lo que podría hacerse, ya no estaba para dar su sanción. ¿Quién sino él tenía la autoridad necesaria?
La pareja tuvo dos hijos, pero el segundo costó la vida de la madre. Después de este golpe, me pareció ver otro fantasma de una oportunidad. Salté sobre él en pensamiento, pero aguardé un cierto tiempo por convencionalismo, y finalmente mi oportunidad se presentó de un modo conveniente. Su esposa había muerto hacía un año cuando encontré a Drayton Deane en el salón de fumar de un pequeño club del cual ambos éramos socios, pero en el cual durante meses -quizás porque raramente iba allí- no lo había visto. F1 salón estaba vacío y la ocasión era propicia. Deliberadamente le ofrecí, para terminar con el asunto para siempre, esa ventaja que, según yo creía, él buscaba desde hacía mucho.
-Como un amigo de su difunta mujer aún más viejo que usted -comencé- debe permitirme decirle algo que tengo en mi mente. Me alegraría llegar a algún acuerdo que a usted le parezca apropiado para mencionar la información que ella debía de haber recibido de George Corvick... la información, usted sabe, que llegó hasta él, pobre muchacho, en una de las horas más felices de su vida, directamente de Hugh Vereker.
Me miró como un desvaído busto frenológico.
-¿La información. . .?
-El secreto de Vereker, mi querido señor... la intención general de sus libros; el hilo al que estaban enhebradas sus perlas, el tesoro escondido, la figura en el tapiz.
Comenzó a sonrojarse, y el número de sus protuberancias a destacarse.
-¿Los libros de Vereker tenían una intención general? Yo fijé mi mirada a mi vez.
-¿No querrá decir que la ignora?-. Por un momento pensé que estaba jugando conmigo-. La señora Dane lo conocía; lo había recibido, como le digo, directamente a Corvick, quien, tras una infinita búsqueda y para deleite del mismo Vereker, halló la misma boca de la cueva. ¿Dónde está la boca? Después de su casamiento, él la contó -y sólo la contó- a la persona que, cuando las circunstancias se repitieron, debe habérsela contado a usted ¿Me he equivocado al dar por sentado que ella lo admitió a usted, como uno de los más altos privilegios de la relación que mantuvo con ella, al conocimiento del que era, después de la muerte de Corvick, única depositaria? Todo lo que yo sé es que ese conocimiento es infinitamente precioso, y lo que quiero hacerle comprender es que si usted a su vez me lo comunica, hará por mí una gentileza por la cual le estaré eternamente agradecido. Finalmente, se había puesto muy rojo; me atrevo a decir que había comenzado a pensar que yo había perdido la cabeza. Poco a poco me siguió; por mi parte, lo miré con una más viva sorpresa.
Luego habló:
-No sé de qué está hablando. Estaba representando... ésa era la absurda verdad - Ella no se lo dijo... ?
- Nada me dijo acerca de Hugh Vereker.
Estaba estupefacto; el cuarto giré a mi alrededor. ¡Había sido demasiado bueno incluso para eso!
-¿Me lo jura?
-Se o juro. Qué diablos le pasa? -gruñó.
-Estoy asombrado... estoy desilusionado. Quería sacarlo de usted.
-¡No está en mí! -sonrió extrañamente-. Y aún si lo estuviera...
-Sí estuviera usted no me lo mostraría... oh, sí, por humanidad. Pero le creo. Lo veo... ¡Lo veo! -seguí adelante, consciente, mientras hablaba, de mi gran engaño, de mi falsa concepción de la actitud del pobre hombre. Lo que ví, aunque no pude decirlo, es que su esposa no lo había estimado digno de ser esclarecido. Esto me pareció extraño en una mujer que lo había considerado digno de ser su esposo. Por lo menos me lo expliqué reflexionando que posiblemente no se habría casado con él por su comprensión. Debía de haberlo hecho por alguna otra cosa.
En alguna medida, ahora veía claro, pero estaba aún más asombrado, más desconcertado; se tomó un momento para comparar mi relato con sus apresurados recuerdos. Como resultado de su meditación, me dijo de un modo bastante vacilante:
-Esta es la primera vez que oigo hablar de eso a lo que usted alude. Creo que debe de estar equivocado respecto de que la señora de Drayton Deane tenía algún conocimiento no mencionado, y aún menos inmencionable, respecto de Hugh Vereker. Sin duda, hubiera querido que se lo usara... si eso afectaba de algún modo el carácter literario de Vereker.
-Eso fue usado. Ella mismo lo usó. Me dijo con sus propios labios que "vivía" de eso.
No había terminado de hablar cuando me arrepentí de haberlo hecho; se puso tan pálido que sentí como si lo hubiera golpeado.
-Ah, "vivía"...-murmuró, volviéndome la espalda .
Mi remordimiento era sincero; puse mi mano sobre su hombro.
-Le ruego que me perdone... he cometido un error. Usted no sabe lo que yo pensaba que usted sabía. Usted hubiera podido, de haber estado yo en lo justo, hacerme un favor, y yo tenía mis razones para suponer que usted podría hacerme ese favor.
-¿Sus razones? .preguntó-. ¿Cuáles eran sus razones?
Lo miré bien, vacilé, consideré lo que haría.
-Venga y siéntese conmigo aquí y se lo diré. Lo llevé hasta un sofá, encendí un cigarrillo y, comenzando por la anécdota del descenso de Vereker desde las nubes, le conté la extraordinaria cadena de accidentes que, a pesar del destello inicial, me habían mantenido hasta ese momento en las tinieblas. Le dije en una palabra lo que he escrito aquí. Me escuchó con creciente atención, y por sus exclamaciones, por las preguntas, comprendí que, después de todo, no habría sido indigno de la confianza de su esposa. Una experiencia tan inesperada de la falta de confianza de ella en él tuvo entonces un efecto perturbador sobre su estado de ánimo, pero vi como el golpe inmediato sé desvanecía poco a poco y luego volvía a concentrarse en olas de sorpresa y curiosidad... las que prometían, según pode estimar perfectamente, romper finalmente con la furia de mis más altas mareas. Puedo decir hoy que, en tanto víctimas de un insatisfecho deseo, no existe la mínima diferencia entre nosotros. El estado del pobre hombre es casi mi consuelo; realmente hay momentos en que siento que esa es mi venganza".
Henry James
" Ven, cierra la puerta, siéntate junto al fuego de la chimenea, que la noche es fría, y seguro que estás cansado; acomódate y disfruta de una de tantas historias, que como cada noche vas a poder escuchar aquí..."
El Recolector de Historias

miércoles, 29 de julio de 2015
martes, 28 de julio de 2015
"La Señorita Perla"
"Qué extraordinaria idea había tenido, realmente, esa noche, de elegir por reina a la señorita Perla. Voy todos los años a celebrar Noche de Reyes a la casa de mi viejo amigo Chantal. Mi padre, que era su camarada más íntimo, me llevaba allá cuando yo era un niño. He continuado y continuaré sin duda mientras yo viva y en tanto exista un Chantal en este mundo.
Los Chantal, por lo demás, llevan una existencia peculiar; viven en París como si vivieran en Grasse, Evetot o Pont-un-Mousson.
Son dueños de una casa con jardín junto al observatorio. Viven allí como si estuvieran en provincia. De París, del verdadero París, no saben nada, no sospechan nada; ¡ellos están lejos, muy lejos! De vez en cuando, sin embargo, hacen un viaje, un largo viaje. La señora Chantal va a las grandes provisiones, como se dice en familia. He aquí cómo se hace el gran aprovisionamiento.
La señorita Perla, que tiene las llaves del armario de la cocina (porque los armarios de la ropa blanca son administrados por la propia señora dueña de casa), verifica si el azúcar está a punto de terminarse, si las conservas se han agotado y que no queda gran cosa en el fondo de la bolsa de café.
Así, en guardia contra la hambruna, la señora Chantal pasa la inspección a lo que queda, tomando notas en una libreta. Luego que ha anotado muchos números, se entrega, en primer lugar, a largos cálculos, y a continuación mantiene largas discusiones con la señorita Perla. Finalmente, sin embargo, se ponen de acuerdo y fijan la cantidad de cada cosa que se aprovisionarán para tres meses: azúcar, arroz, ciruelas, café, mermeladas, latas de arvejitas, de porotos, de mariscos, de pescado ahumado o salado, etc.
Después de lo cuál se fija el día de compras, van en un coche, un coche de dos pisos, a una gran tienda de comestibles al otro lado del río en los barrios nuevos.
La señora Chantal y la señorita Perla hacen este viaje juntas, misteriosamente, y vuelven a la hora de cenar, extenuadas aunque todavía excitadas, agitadas y apretujadas en el cupé, donde el techo está cubierto de paquetes y bolsas, como en un carro de mudanzas.
Para los Chantal toda la zona de París situada al otro lado del Sena está constituida por los barrios nuevos, barrios habitados por una población singular, ruidosa, poco honorable, que pasa los días en vicios y placeres, las noches en juerga, y que tira el dinero por las ventanas. De vez en cuando, sin embargo, llevan a las jóvenes hijas a la Opereta Cómica en el Teatro Francés, cuando la obra está recomendada en el periódico que lee el señor Chantal.
Las jóvenes tienen diecinueve y dieciséis años. Son dos hermosas muchachas, altas y saludables, muy bien educadas, demasiado bien educadas, que pasan inadvertidas como dos bonitas muñecas. Jamás tendría la idea de flirtear o cortejar a las señoritas Chantal. Apenas se atreve uno a hablarles, siendo ellas tan inmaculadas. Casi se teme ser mal educado al saludarlas.
En cuanto al padre, es un hombre encantador, muy culto, muy franco, muy amable, pero que ama ante todo el reposo, la calma, la tranquilidad, y ha contribuido poderosamente, así, a momificar su familia por vivir a su gusto en una inmovilidad paralizante. Lee mucho, charla con agrado, y se conmueve con facilidad. La ausencia de contactos y de no abrirse paso a codazos en el mundo ha hecho muy sensible y delicada su epidermis, su epidermis moral. La menor cosa lo conmueve, lo excita, y le hace sufrir.
Sin embargo, los Chantal tienen relaciones, pero relaciones restringidas, elegidas con cuidado en el vecindario. Intercambian también dos o tres visitas por año con parientes que viven lejos.
En cuanto a mí, voy a cenar a su casa el quince de agosto y el Día de Reyes. Es parte de mis deberes con la Comunión Pascual para los Católicos.
El 15 de agosto se invita a algunos amigos, pero en Reyes soy el único convidado extraño.
II
Así que, este año, como los anteriores, me invitaron a cenar a la casa de los Chantal para festejar Epifanía.
Según la costumbre, abracé al señor Chantal, a la señora Chantal y a la señorita Perla, e hice un gran saludo a las señoritas Luisa y Paulina. Me interrogaron sobre miles de cosas, sobre los acontecimientos en los paseos públicos, sobre la política, sobre lo que piensa la opinión pública de los negocios de Tonkin, y sobre nuestros parlamentarios. La señora Chantal, una señora gorda, cuyas ideas siempre me dan la impresión de ser cuadradas como baldosas, tenía la costumbre de emitir esta frase como conclusión a toda discusión política:
-Todo es mala semilla para más tarde.
¿Por qué siempre imaginé que las ideas de la señora Chantal eran cuadradas?. No sé; pero todo lo que ella dice toma esta forma en mi mente: un cuadrado, un cuadrado grande, con cuatro ángulos simétricos. Hay otras personas cuyas ideas siempre me parecen redondas y ruedan como unos aros. En cuanto empiezan una frase sobre cualquier cosa, ruedan, sin parar, saliendo diez, veinte, cincuenta ideas redondas, grandes y pequeñas, que yo veo correr una detrás de la otra, hasta el final del horizonte. Otras personas tienen también ideas puntiagudas…En fin, eso importa poco. Nos sentábamos a la mesa y la cena terminaba sin haber dicho nada excepcional.
Al postre se trae la Torta de Reyes. Todos los años el señor Chantal era el rey. Si esto era efecto de un azar continuado o una tradición familiar, yo no sé, pero él encontraba infaliblemente el frijol en su pedazo de pastel, y él proclamaba reina a la señora Chantal. Por consiguiente, me quedé estupefacto cuando sentí en un bocado de pastel algo tan duro que casi me hizo romper un diente. Saqué suavemente esta cosa de mi boca y vi que era una pequeña muñeca de porcelana, no más grande que una judía. La sorpresa me hizo exclamar:
-¡Ah!
Todos me miraban, y Chantal exclamaba aplaudiendo:
-¡Es Gastón! ¡Es Gastón! ¡Viva el rey! Viva el rey! -Todos repetían a coro-: ¡Viva el rey!
Me ruboricé hasta la punta de mis orejas, como me sucede a menudo sin razón, en situaciones que son un poco tontas. Permanecí con los ojos bajos, sujetando entre dos dedos esta semilla de porcelana, esforzándome a reír sin saber qué hacer o decir, cuando Chantal prosiguió:
-Ahora debe elegir una reina.
Entonces yo estaba aterrorizado. En un segundo mil pensamientos y suposiciones cruzaron mi mente. ¿Querían que yo escogiera una de las señoritas Chantal? ¿Era este un truco para hacerme decir cuál de ellas prefería? ¿Era una suave, ligera presión indirecta de los padres hacia un posible matrimonio? Las ideas de matrimonio rondan sin cesar en las casas con hijas casaderas, y toman todas las formas, todos los disfraces, y todos los medios. Un miedo atroz de comprometerme me invadió, y también una extrema timidez ante la actitud obstinadamente correcta y reservada de las señoritas Luisa y Paulina. Elegir a una de ellas en detrimento de la otra me parecía tan difícil como escoger entre dos gotas de agua. Y entonces el miedo de aventurarme en un asunto en que sería conducido al matrimonio a pesar mío, suavemente, por medios discretos e imperceptibles y también tranquilos, como este reinado intrascendente, me perturbaba horriblemente.
Pero, de repente, tuve una inspiración y le ofrecí a la señorita Perla la muñeca simbólica. Al principio todo el mundo se sorprendió, luego apreciaron sin duda mi delicadeza y discreción, porque aplaudieron furiosamente. Gritaban:
-¡Viva la reina!¡Viva la reina!
En cuanto a ella, la pobre solterona había perdido toda su serenidad; temblaba, tartamudeaba y balbucía:
-No... no… ¡Ah! No... yo no… por favor… yo no… por favor...
Entonces, por primera vez en mi vida, miré a la señorita Perla y me pregunté quién era ella. Estaba acostumbrado a verla en esta casa, así como uno ve los viejos sillones tapizados en los cuales ha estado sentándose desde la niñez sin fijarse nunca en ellos. Un día, sin saber por qué, tal vez un rayo de sol que cae sobre el sillón, y uno piensa de repente: Vaya, es muy interesante este mueble; y entonces descubre que la madera ha sido trabajada por un verdadero artista y que el tapiz es notable. Nunca me había fijado en la señorita Perla.
Era parte de la familia Chantal, eso era todo. ¿Pero cómo? ¿A título de qué?. Era una persona alta, delgada, que se esforzaba en pasar desapercibida, pero que no era apocada. Se le trataba amigablemente, mejor que a una ama de llaves, menos que a un pariente. Observé, de repente, una cantidad de matices que yo nunca había asociado hasta ahora.
La señora Chantal decía: "Perla". Las jóvenes: "señorita Perla", y Chantal sólo la llamaba "señorita", quizás con un aire de respeto mayor.
Me puse a observarla. ¿Qué edad tenía? ¿Cuarenta años? Sí, cuarenta años. No era vieja, era joven, pero ella se envejecía. Me sorprendí de repente por este hecho. Ella se peinaba, se vestía, se presentaba ridículamente, y a pesar de todo, no era en lo más mínimo ridícula, tanto que tenía una gracia simple, natural, una gracia velada, cuidadosamente escondida. ¡Qué extraordinaria criatura, verdaderamente! ¿Cómo no la había observado mejor? Se peinaba de una manera grotesca, con ricitos de solterona de lo más absurdos; bajo esta cabellera de virgen retocada, se veía una gran frente serena, atravesada por dos arrugas profundas, dos arrugas de larga tristeza, luego dos ojos azules, grandes y tiernos, tan tímidos, tan vergonzosos, tan humildes; dos bellos ojos que permanecían tan ingenuos, plenos de asombros infantiles, de sensaciones jóvenes y también de penas que habían entrado enterneciéndolos sin turbarlos.
Todo el rostro era fino y mesurado, uno de esos rostros que se extinguen sin haber sido usados o marchitados por las fatigas o las grandes emociones de la vida.
¡Que boca tan bonita¡ ¡Qué dientes tan bellos! Pero se podía decir que no se atrevía a sonreír.
Y, repentinamente, la comparé con la señora Chantal. Indudablemente la señorita Perla era mejor, cien veces mejor, más fina, más noble, más elegante.
Estaba estupefacto de mis observaciones. Sirvieron el champaña. Dirigí mi vaso a la reina bebiendo a su salud con un cumplido bien estudiado. Quiso, yo me di cuenta, esconder su cara detrás de la servilleta. Entonces, cuando mojaba sus labios en el vino transparente, todos gritamos:
-¡La reina bebe! ¡La reina bebe!
Ella se puso roja y se atragantó. Nos reímos; aprecié bien cuánto la amaban en esa casa.
III
En cuanto terminamos la cena Chantal me tomó por el brazo. Era la hora de su puro, una hora sagrada. Cuando estaba solo, salía a fumar a la calle; cuando había un invitado a cenar, subían a la sala de billar y fumaba mientras jugaba. Esa noche se había encendido la chimenea por ser Noche de Reyes; mi viejo amigo tomó su taco, uno muy fino, que lo frotó con tiza con gran cuidado; entonces dijo:
-¡Te toca, mi muchacho!
Me tuteaba, aunque yo tenía veinticinco años, pero él me había conocido desde niño.
Empecé el juego; hice algunas carambolas. Fallé algunas, pero como la imagen de la señorita Perla rondaba en mi cabeza, le pregunté de repente:
-¿A propósito, señor Chantal, la señorita Perla es pariente suyo?
Dejó de jugar, muy sorprendido, y me miró.
-¿Qué no sabes? ¿No conoces la historia de la señorita Perla?
-No
-¿Tu padre no te la contó nunca?
-No.
-¡Vaya, vaya, qué raro! ¡Realmente raro! Porque es toda una aventura.
Hizo una pausa, y luego continuó:
Y si supieras cómo es de especial que me preguntes hoy día, en Noche de Reyes.
-¿Por qué?
-¡Ah! ¿Por qué? Escucha. Sucedió hace cuarenta y un años, hoy día, el día de Epifanía. Nosotros vivíamos entonces en Rouy-le-Tors, en las fortificaciones; pero primero tengo que describirte la casa para que puedas entender bien. Rouy se construyó en una colina, o más bien sobre un promontorio que domina una vasta región de praderas. Nosotros teníamos una casa allí con un bello jardín colgante, sostenido en el aire por los viejos muros de las fortificaciones. La casa miraba hacia el pueblo y la calle, mientras el jardín dominaba la llanura. Había también una puerta de salida del jardín a la campiña, al final de una escalera secreta que descendía por dentro de los muros, como se encuentra en las novelas. Un camino pasaba delante de esta puerta que estaba provista de una campana grande, para que los campesinos, evitando un rodeo, entregaran por allí las provisiones.
¿Te imaginas bien los lugares, verdad? Bien, ese año, antes de Reyes, había estado nevando durante una semana. Uno podría decir que era el fin del mundo. Cuando fuimos a los baluartes para contemplar la llanura, sentimos frío en el alma. Esta inmensa región blanca, toda blanca y helada, brillaba como si estuviera barnizada. Se podría decir que el buen Dios había empaquetado la tierra para enviarla al granero de los mundos antiguos. Puedo asegurarte que era muy triste.
Vivíamos en familia en aquel tiempo, numerosa, muy numerosa: mi padre, mi madre, mi tío y mi tía, mis dos hermanos y mis cuatro primas; eran unas lindas niñitas. Me casé con la más joven. De toda esa muchedumbre, sólo hay tres sobrevivientes: mi mujer, yo y mi cuñada que vive en Marsella. ¡Cristo! Cómo desaparece una familia, me hace temblar cuando pienso. Yo tenía entonces quince años, y ahora cincuenta y seis.
Así, íbamos a celebrar Noche de Reyes, estábamos muy contentos, muy felices. Todos esperábamos la cena en el salón, cuando mi hermano mayor, Santiago, dijo:
-Hay un perro que aúlla en la llanura hace diez minutos, debe ser una pobre bestia perdida. No había terminado de hablar cuando la campana del jardín sonó. Tenía el sonido profundo de una campana de iglesia que hace pensar en los muertos. Todo el mundo se estremeció. Mi padre llamó al sirviente y le dijo que fuera a ver. Estábamos en completo silencio; pensábamos en la nieve que cubría toda la tierra. Cuando el hombre volvió, afirmó que no había visto nada. El perro se mantenía aullando sin cesar, y su aullido no cambiaba de lugar.
Nos sentamos a la mesa; pero estábamos un poco intranquilos, sobre todo los jóvenes. Todo anduvo bien hasta el asado, cuando la campana empezó a sonar de nuevo, tres veces continuadas, tres golpes pesados, largos, que hicieron vibrar hasta la punta de nuestros dedos y qué nos cortó el aliento violentamente. Sentados, mirándonos con el tenedor en el aire, todavía estábamos escuchando y sobrecogidos por una especie de miedo sobrenatural.
Mi madre por fin habló:
-Es extraño que hayan esperado tanto para volver a llamar. No vaya solo, Bautista, uno de estos señores lo acompañará.
Mi tío Francisco se levantó. Era una especie de Hércules, muy orgulloso de su fuerza, y no temía a nada en el mundo. Mi padre le dijo:
-Toma un arma. No se sabe qué puede ser. Pero mi tío sólo tomó un bastón y salió inmediatamente con el sirviente.
Nosotros continuábamos temblando de terror y angustia, sin comer, sin hablar. Mi padre intentó tranquilizarnos:
-Ya verán -dijo- que es algún mendigo o algún viajero perdido en la nieve. Después de llamar la primera vez, ya que la puerta no fue abierta inmediatamente, intentó encontrar su camino de nuevo, y como no fue posible, volvió a nuestra puerta.
La ausencia de nuestro tío pareció durar una hora. Él volvió, por fin, furioso, maldiciendo:
-Nada, nada en absoluto; es un bromista. Nada más que ese perro condenado que aúlla a cien metros del muro. Si yo hubiera llevado un fusil, lo habría matado para hacerle callar.
Volvimos a la cena, pero todos estábamos angustiados, sentíamos muy bien que esto no había terminado, que pasaría alguna cosa, que la campana, en cualquier momento, sonaría otra vez.
Y sonó justo en el momento de cortar el pastel de Reyes. Todos los hombres se levantaron al mismo tiempo. Mi tío Francisco, que había bebido champaña, afirmó con tanta fuerza que lo masacraría, que mi madre y mi tía se lanzaron sobre él para evitarlo. Mi padre, muy calmado y un poco desvalido (él cojeaba de una pierna desde que se había caído del caballo), dijo, a su vez, que él deseaba saber de qué se trataba y que él iría. Mis hermanos, de dieciocho y veinte años, corrieron a buscar sus fusiles; y como nadie se fijaba en mí yo cogí una carabina del jardín, disponiéndome también a acompañar la expedición.
Partimos inmediatamente. Mi padre y mi tío caminaban adelante con Bautista que portaba una linterna. Mis hermanos, Santiago y Pablo, les seguían, y yo iba detrás a pesar de los ruegos de mi madre, que estaba con su hermana y mis primas en el umbral de la puerta de la casa.
Había estado nevando de nuevo durante la última hora y los árboles estaban cargados. Los pinos estaban doblados bajo el pesado vestido pálido, parecían pirámides blancas, enormes panes de azúcar; apenas se percibían, a través de las cortinas grises de copos menudos y apresurados, los arbustos más pequeños, todos pálidos en la sombra. La nieve caía tan espesa que no veíamos a más de diez pasos de nosotros. Pero la linterna proyectaba una gran claridad delante de nosotros. Cuando empezamos a bajar la escalera de caracol del muro yo me asusté verdaderamente. Sentía como si alguien estuviera caminando detrás de mí, iba agarrarme por los hombros y llevarme, sentía un fuerte deseo de volver; pero, como tendría que volver a cruzar todo el jardín solo, no me atreví. Escuché abrir la puerta que daba al campo; mi tío empezó a jurar de nuevo:
-Por la gran... ¡Se ha ido de nuevo! ¡Si yo viera su sombra no se escaparía, el cerdo!
Era siniestro ver la llanura, o más bien sentirla delante de nosotros, porque no podíamos verla; podíamos ver sólo un velo espeso e interminable de nieve, en lo alto, en el suelo, al frente, al lado derecho, a la izquierda, por todas partes.
Mi tío continuó:
-Escuchen, de nuevo el perro aúlla; le enseñaré cómo disparo. Al menos algo ganaremos.
Pero mi padre que era de buen corazón, dijo:
-Será mucho mejor buscar a ese pobre animal que llora de hambre. Ladra por ayuda, pobre infeliz; llama como un hombre en peligro. Vamos por él.
Así nos pusimos en marcha a través de la cortina, a través de esta caída continua y espesa de nieve que llenaba la noche y el aire, que se agitaba, flotaba, caía y enfriaba la carne, derritiéndose. La enfriaba con una sensación ardiente, como un dolor penetrante y fugaz sobre la piel, a cada toque de los pequeños copos blancos.
Nos hundíamos hasta las rodillas en esa masa suave y fría; teníamos que levantar muy altas las piernas para caminar. A medida que avanzábamos, el aullido del perro se hacía más claro, más fuerte. Mi tío gritó:
-¡Aquí está!
Nos detuvimos para observarlo, como se debe hacer enfrente de un enemigo que se encuentra por la noche. Yo no veía nada, entonces me uní a los otros, y lo vi; era espantoso y fantástico ver ese perro, un perro negro grande, un perro pastor con pelo largo y la cabeza de un lobo, parado en sus cuatro patas, al final del largo sendero luminoso de la linterna sobre la nieve. No se movió; se calló; y nos miró.
Mi tío dijo:
-Es extraño, no avanza ni retrocede. Mejor le pego un tiro de fusil.
Mi padre contestó con voz firme:
-No, debemos agarrarlo.
Entonces mi hermano Santiago agregó:
-Pero no está solo. Hay algo a su lado.
Había una cosa detrás de él, en efecto, algo gris, imposible de distinguir. Reanudamos la marcha con precaución.
Cuando nos vio acercarnos el perro se sentó sobre sus cuartos traseros. No tenía un aire amenazante. Parecía, más bien, contento de haber llamado la atención de la gente.
Mi padre fue derecho a él y lo acarició. El perro lamió sus manos. Estaba amarrado a la rueda de un cochecito, una suerte de coche de juguete envuelto completamente en tres o cuatro mantas de lana. Levantamos la ropa con cuidado y cuando Bautista acercó su linterna al frente del pequeño vehículo que se parecía a una casa de perro rodante, vimos en él un bebé que dormía.
Quedamos tan sorprendidos que no podíamos decir palabra. Mi padre fue el primero en reaccionar, y como tenía un gran corazón y un alma un poco exaltada, extendió la mano sobre el techo del coche y dijo:
-Pobre expósito abandonado, tú serás nuestro -y ordenó a mi hermano Santiago que empujara delante de nosotros nuestro hallazgo.
Mi padre continuó, pensando en voz alta:
-Un niño, hijo del amor cuya pobre madre ha venido a tocar a mi puerta en esta noche de Epifanía en memoria del Niño de Dios.
Se detuvo y con toda su fuerza gritó cuatro veces, a través de la noche, hacia los cuatro rincones del cielo:
-Lo hemos encontrado
Luego, poniendo su mano en el hombro de su hermano, murmuró:
-¿Si hubieras disparado al perro, Francisco?
Mi tío no contestó, pero hizo en la sombra un gran signo de la cruz; era muy religioso a pesar de sus actitudes fanfarronas.
Se había soltado al perro y nosotros lo seguíamos.
¡Ah! Pero lo que fue digno de ver fue la vuelta a la casa. Al principio fue difícil subir el coche por la escalera de caracol del muro; pero tuvimos éxito para llevarlo rodando hasta el vestíbulo.
Qué excitada, contenta y sorprendida estaba mamá, y mis cuatro primas pequeñas (la más joven tenía sólo seis años); parecían cuatro gallinas alrededor de un nido. Finalmente sacamos al bebé del coche: aún dormía. Era una niña de seis semanas de edad, aproximadamente. Encontramos, en su ropa, diez mil francos en oro, sí, diez mil francos en oro, qué papá ahorró para su dote. Por consiguiente, no era un niño de gente pobre, pero, quizás, el niño de algún noble y una campesina del pueblo... o quizás... hicimos mil suposiciones y nunca supimos algo... ni una pista. El perro mismo no fue reconocido por nadie. Era un extraño en la comarca. De todos modos, la persona que tocó tres veces a nuestra puerta conocía bien a mis padres, para haberlos elegidos de ese modo.
Así es cómo la señorita Perla entró, a la edad de seis semanas, en la casa de los Chantal.
Sólo más tarde se le llamó señorita Perla. Fue bautizada al principio: "María, Simona, Clara". Clara más adelante le serviría como nombre de pila.
Puedo asegurarte que nuestra vuelta al comedor fue muy divertida, con la criatura despierta que miraba las personas y luces a su alrededor con ojos grandes, azules y curiosos.
Nos sentamos a la mesa y se repartió el pastel. Yo fui el rey, y tomé por reina a la señorita Perla, así como usted ahora. Ella no se dio cuenta, ese día, del honor que le hacíamos.
Así, la niña fue adoptada y criada en la familia. Ella creció, los años volaron. Era paciente, dulce y obediente. Todo el mundo la amaba tanto que la habrían mimado abominablemente si mi madre no lo hubiese impedido.
Mi madre era una mujer de disciplina y gran respeto a las distinciones jerárquicas. Consintió en tratar a la pequeña Clara como a sus propios hijos, pero trataba, no obstante, que la distancia que nos separaba fuera bien marcada y la situación bien establecida. Por consiguiente, en cuanto la niña pudo comprender, le hizo conocer su historia y le hizo penetrar, dulcemente, tiernamente, en la mente de la pequeña que, para los Chantal, ella era una hija adoptada, acogida, pero, no obstante, una extraña.
Clara entendió la situación con una inteligencia singular y con un instinto sorprendente; y supo tomar y guardar el lugar que le habían asignado, con tanto tacto, gracia y bondad que emocionaba a mi padre hasta hacerlo llorar.
Mi madre misma se emocionó tanto por la gratitud apasionada y la devoción un poco tímida de esta amable y tierna criatura que ella comenzó llamándola "mi hija". A veces, cuando la pequeña había hecho alguna cosa buena, mi madre levantaba sus lentes sobre su frente, algo que indicó siempre una emoción en ella, y repetía:
-Pero si es una perla, una verdadera perla esta niña.
Este nombre se quedó para la pequeña Clara y vino a ser y permaneció para nosotros como la señorita Perla.
IV
El señor Chantal se detuvo. Estaba sentado en el borde de la mesa de billar, los pies colgando, y manipulando una pelota con su mano izquierda, mientras con su derecha arrugaba un trapo que servía para borrar los puntos sobre la pizarra y que llamábamos "el trapo de la tiza". Un poco rojo, la voz sorda, hablaba consigo mismo, perdido en sus recuerdos, avanzando suavemente, a través de las cosas antiguas y los viejos sucesos que despertaron en su pensamiento. Cuando atravesamos caminando los antiguos jardines de la familia, donde fuimos criados y donde cada árbol, cada sendero, cada planta, cada seto puntiagudo, los laureles perfumados, los tejos cuyas semillas rojas y grasosas triturábamos entre los dedos, hacen surgir a cada paso un pequeño acontecimiento de nuestra vida pasada, uno de esos pequeños sucesos insignificantes y deliciosos que forman el fondo mismo, la trama de la existencia.
Yo estaba frente a él, apoyado contra la muralla, mis manos descansando en mi taco de billar ocioso.
Él continuó al cabo de un minuto:
—¡Jesús, qué bonita era ella a los dieciocho años... y graciosa... y perfecta... ¡Ah! ¡Hermosa... hermosa... hermosa y buena... y muy buena…una muchacha encantadora… Tenía los ojos… los ojos azules… transparente… claros… como yo nunca había visto parecidos… ¡Jamás!
Se calló nuevamente. Yo pregunté:
-¿Por qué nunca se casó?
Respondió, no a mí, sino a la palabra en pasado "casó".
-¿Por qué? ¿Por qué? No ha querido… nunca ha querido. Tenía, sin embargo, treinta mil francos de dote, y fue solicitada muchas veces… ella nunca ha querido. Parecía triste en aquella época. Eso era cuando yo me casé con mi prima, la pequeña Carlota, mi mujer, con quien estuve comprometido durante seis años.
-Miré al señor Chantal, y me pareció que yo penetraba en su alma, y que yo penetraba repentinamente en uno de esos humildes y crueles dramas de corazones honrados, de corazones sinceros, de corazones sin culpa, uno de esos dramas inconfesables, inexplorados, que la gente no sabe, incluso las propias silenciosas y resignadas víctimas. Una curiosidad precipitada me impelió de repente, y pronuncié:
-¿Es usted con quién debió casarse, señor Chantal?
Se estremeció, me miró y dijo:
-¿Yo? ¿Casarme con quién?
-La señorita Perla.
-¿Por qué?
-Porque usted la amaba más que a su prima.
Me miró fijamente con ojos extraños, redondos, espantados, luego tartamudeó:
-¿Yo la he amado... yo? ¿Cómo? ¿Quién te dijo eso?...
-Porque, cualquiera puede ver que… y es la misma causa por la que usted tardó tanto tiempo en desposar a su prima que había estado esperando durante seis años.
Dejó caer la pelota que tenía en la mano izquierda, y tomando a dos manos el trapo de la tiza, y cubriéndose la cara, comenzó a sollozar en él. Lloraba de una manera desconsolada y ridícula, como llora una esponja que se aprieta, por los ojos, la nariz y la boca al mismo tiempo. Tosía, escupía, se sonaba en el trapo de la tiza, se secaba los ojos, estornudaba; volvieron a fluir de nuevo las lágrimas por todas las arrugas de su cara, con un ruido de garganta que hacía pensar en gárgaras.
Yo me sentía asustado, avergonzado; quise correr lejos, y no supe qué decir, qué hacer, qué intentar.
De repente la voz de la señora Chantal resonó en la escala.
-¿Terminaron ya de fumar?
Abrí la puerta y grité:
-Sí, señora, ya bajamos.
Entonces me precipité hacia su marido, y tomándolo por los codos:
-Señor Chantal, mi amigo Chantal, escúcheme; su mujer nos está llamando; serénese, domínese rápido. Debemos bajar; cálmese. Tartamudeó:
-Sí... Sí... Yo voy... pobre muchacha... voy... dile que voy.
-Comenzó a limpiar cuidadosamente su cara con el trapo, que después de dos o tres años borrando la tiza de la pizarra, le dejó medio blanco y medio rojo la frente y la nariz, las mejillas y la barbilla pintarrajeados de tiza, sus ojos hinchados aún, llenos de lágrimas.
Lo tomé por las manos y lo arrastré a su dormitorio, mientras murmuraba:
-Le pido perdón, le pido mil perdones, señor Chantal, por haberle causado esta pena... pero... pero... yo no sabía... usted... usted entiende.
Apretó mi mano:
-Sí... sí... hay momentos difíciles...
Entonces sumergió la cara en su lavatorio. Cuando se levantó, no me pareció suficientemente presentable; pero ideé una estratagema. Como se angustiaba más mirándose en el espejo, le dije:
Todo lo que debe decir es que tiene una mota de polvo en el ojo y puede llorar delante de todos tanto como usted desee.
Bajó frotándose los ojos con su pañuelo. Todos se preocuparon; todos querían buscar la mota que no existía; y se contaron las historias de casos similares dónde había sido necesario llamar a un médico.
Me reuní junto a la señorita Perla y la miré, atormentado por una curiosidad abrasadora que devenía en sufrimiento. Ella debió ser muy bella en efecto, con sus dulces ojos, tan grandes, tan tranquilos, tan grandes que parecía que nunca los cerraba, como lo hacían los otros humanos. Su vestido era un poco ridículo, un verdadero vestido de solterona, que le sentaba mal sin parecer torpe.
Me parecía que veía dentro de ella, como hacía poco había visto el alma del señor Chantal; me di cuenta, de principio a fin, de esta vida humilde, simple y sacrificada. Pero una necesidad me vino a los labios, una necesidad irresistible de preguntarle, de saber si ella también lo había amado; si ella había sufrido, como él, este largo sufrimiento secreto, profundo, que no se ve, que no se sabe, que no se supone, pero que aparece en la noche, en la soledad del dormitorio oscuro. La miraba, y veía latir su corazón bajo su blusa bordada, y me pregunté si esta dulce cara inocente había llorado, cada noche, en la profundidad suave de la almohada, y sollozado, su cuerpo sacudido de sobresaltos, por la fiebre del lecho ardiente. Le dije en voz baja, como hacen los niños que rompen una joya para ver lo que hay dentro:
-Si usted hubiera visto llorar al señor Chantal hace un momento, le habría tenido lástima.
Ella se estremeció:
-¿Qué? ¿Estaba llorando?
-¡Ah! ¡Sí, estaba llorando!
-¿Y por qué?
Parecía muy conmovida. Yo le contesté:
-Por su culpa.
-¿Por mi culpa?
-Sí. Me contó cuánto la había amado en el pasado; y cuánto le había costado casarse con su prima en lugar de usted.
Su cara pálida pareció alargarse un poco; sus ojos que siempre permanecían abiertos, sus ojos tranquilos, se cerraron repentinamente tan rápido que pareció que se cerraban para siempre. Se resbaló de su silla al suelo, y se desplomó, suavemente, lentamente, como lo habría hecho una bufanda al caer. Yo grité:
-¡Socorro!¡Socorro! La señorita Perla se siente mal. La señora Chantal y sus hijas vinieron en su ayuda, y mientras ellas buscaban agua, una toalla y vinagre, tomé mi sombrero y me puse a salvo. Me alejé a grandes pasos, mi corazón agitado, mi conciencia llena de remordimientos y pesar. Y a veces también me sentía contento; sentía que había hecho algo loable y necesario.
Me preguntaba: "¿Hice mal?¿Hice bien?" Ellos tenían eso en su alma como se guarda una bala de plomo en una herida cerrada. ¿No serán ahora más felices? Era demasiado tarde para que recomenzaran su tortura y bastante temprano para que ellos se recordaran con ternura.
Y puede ser que una tarde de la próxima primavera, conmovidos por un rayo de la luna que cae sobre la hierba a sus pies, a través de las ramas, se tomarán y apretarán la mano en memoria de todo este sufrimiento opresivo y cruel. Y quizás también este corto contacto les puede infundir en sus venas un poco de esta emoción que no habían conocido, y dará a esas dos almas resucitadas, en un segundo, la rápida y divina sensación de esa embriaguez, de esa locura que da a los enamorados más felicidad, en un estremecimiento, del que pueden experimentar en toda su vida otros hombres".
Guy de Maupassant
Los Chantal, por lo demás, llevan una existencia peculiar; viven en París como si vivieran en Grasse, Evetot o Pont-un-Mousson.
Son dueños de una casa con jardín junto al observatorio. Viven allí como si estuvieran en provincia. De París, del verdadero París, no saben nada, no sospechan nada; ¡ellos están lejos, muy lejos! De vez en cuando, sin embargo, hacen un viaje, un largo viaje. La señora Chantal va a las grandes provisiones, como se dice en familia. He aquí cómo se hace el gran aprovisionamiento.
La señorita Perla, que tiene las llaves del armario de la cocina (porque los armarios de la ropa blanca son administrados por la propia señora dueña de casa), verifica si el azúcar está a punto de terminarse, si las conservas se han agotado y que no queda gran cosa en el fondo de la bolsa de café.
Así, en guardia contra la hambruna, la señora Chantal pasa la inspección a lo que queda, tomando notas en una libreta. Luego que ha anotado muchos números, se entrega, en primer lugar, a largos cálculos, y a continuación mantiene largas discusiones con la señorita Perla. Finalmente, sin embargo, se ponen de acuerdo y fijan la cantidad de cada cosa que se aprovisionarán para tres meses: azúcar, arroz, ciruelas, café, mermeladas, latas de arvejitas, de porotos, de mariscos, de pescado ahumado o salado, etc.
Después de lo cuál se fija el día de compras, van en un coche, un coche de dos pisos, a una gran tienda de comestibles al otro lado del río en los barrios nuevos.
La señora Chantal y la señorita Perla hacen este viaje juntas, misteriosamente, y vuelven a la hora de cenar, extenuadas aunque todavía excitadas, agitadas y apretujadas en el cupé, donde el techo está cubierto de paquetes y bolsas, como en un carro de mudanzas.
Para los Chantal toda la zona de París situada al otro lado del Sena está constituida por los barrios nuevos, barrios habitados por una población singular, ruidosa, poco honorable, que pasa los días en vicios y placeres, las noches en juerga, y que tira el dinero por las ventanas. De vez en cuando, sin embargo, llevan a las jóvenes hijas a la Opereta Cómica en el Teatro Francés, cuando la obra está recomendada en el periódico que lee el señor Chantal.
Las jóvenes tienen diecinueve y dieciséis años. Son dos hermosas muchachas, altas y saludables, muy bien educadas, demasiado bien educadas, que pasan inadvertidas como dos bonitas muñecas. Jamás tendría la idea de flirtear o cortejar a las señoritas Chantal. Apenas se atreve uno a hablarles, siendo ellas tan inmaculadas. Casi se teme ser mal educado al saludarlas.
En cuanto al padre, es un hombre encantador, muy culto, muy franco, muy amable, pero que ama ante todo el reposo, la calma, la tranquilidad, y ha contribuido poderosamente, así, a momificar su familia por vivir a su gusto en una inmovilidad paralizante. Lee mucho, charla con agrado, y se conmueve con facilidad. La ausencia de contactos y de no abrirse paso a codazos en el mundo ha hecho muy sensible y delicada su epidermis, su epidermis moral. La menor cosa lo conmueve, lo excita, y le hace sufrir.
Sin embargo, los Chantal tienen relaciones, pero relaciones restringidas, elegidas con cuidado en el vecindario. Intercambian también dos o tres visitas por año con parientes que viven lejos.
En cuanto a mí, voy a cenar a su casa el quince de agosto y el Día de Reyes. Es parte de mis deberes con la Comunión Pascual para los Católicos.
El 15 de agosto se invita a algunos amigos, pero en Reyes soy el único convidado extraño.
II
Así que, este año, como los anteriores, me invitaron a cenar a la casa de los Chantal para festejar Epifanía.
Según la costumbre, abracé al señor Chantal, a la señora Chantal y a la señorita Perla, e hice un gran saludo a las señoritas Luisa y Paulina. Me interrogaron sobre miles de cosas, sobre los acontecimientos en los paseos públicos, sobre la política, sobre lo que piensa la opinión pública de los negocios de Tonkin, y sobre nuestros parlamentarios. La señora Chantal, una señora gorda, cuyas ideas siempre me dan la impresión de ser cuadradas como baldosas, tenía la costumbre de emitir esta frase como conclusión a toda discusión política:
-Todo es mala semilla para más tarde.
¿Por qué siempre imaginé que las ideas de la señora Chantal eran cuadradas?. No sé; pero todo lo que ella dice toma esta forma en mi mente: un cuadrado, un cuadrado grande, con cuatro ángulos simétricos. Hay otras personas cuyas ideas siempre me parecen redondas y ruedan como unos aros. En cuanto empiezan una frase sobre cualquier cosa, ruedan, sin parar, saliendo diez, veinte, cincuenta ideas redondas, grandes y pequeñas, que yo veo correr una detrás de la otra, hasta el final del horizonte. Otras personas tienen también ideas puntiagudas…En fin, eso importa poco. Nos sentábamos a la mesa y la cena terminaba sin haber dicho nada excepcional.
Al postre se trae la Torta de Reyes. Todos los años el señor Chantal era el rey. Si esto era efecto de un azar continuado o una tradición familiar, yo no sé, pero él encontraba infaliblemente el frijol en su pedazo de pastel, y él proclamaba reina a la señora Chantal. Por consiguiente, me quedé estupefacto cuando sentí en un bocado de pastel algo tan duro que casi me hizo romper un diente. Saqué suavemente esta cosa de mi boca y vi que era una pequeña muñeca de porcelana, no más grande que una judía. La sorpresa me hizo exclamar:
-¡Ah!
Todos me miraban, y Chantal exclamaba aplaudiendo:
-¡Es Gastón! ¡Es Gastón! ¡Viva el rey! Viva el rey! -Todos repetían a coro-: ¡Viva el rey!
Me ruboricé hasta la punta de mis orejas, como me sucede a menudo sin razón, en situaciones que son un poco tontas. Permanecí con los ojos bajos, sujetando entre dos dedos esta semilla de porcelana, esforzándome a reír sin saber qué hacer o decir, cuando Chantal prosiguió:
-Ahora debe elegir una reina.
Entonces yo estaba aterrorizado. En un segundo mil pensamientos y suposiciones cruzaron mi mente. ¿Querían que yo escogiera una de las señoritas Chantal? ¿Era este un truco para hacerme decir cuál de ellas prefería? ¿Era una suave, ligera presión indirecta de los padres hacia un posible matrimonio? Las ideas de matrimonio rondan sin cesar en las casas con hijas casaderas, y toman todas las formas, todos los disfraces, y todos los medios. Un miedo atroz de comprometerme me invadió, y también una extrema timidez ante la actitud obstinadamente correcta y reservada de las señoritas Luisa y Paulina. Elegir a una de ellas en detrimento de la otra me parecía tan difícil como escoger entre dos gotas de agua. Y entonces el miedo de aventurarme en un asunto en que sería conducido al matrimonio a pesar mío, suavemente, por medios discretos e imperceptibles y también tranquilos, como este reinado intrascendente, me perturbaba horriblemente.
Pero, de repente, tuve una inspiración y le ofrecí a la señorita Perla la muñeca simbólica. Al principio todo el mundo se sorprendió, luego apreciaron sin duda mi delicadeza y discreción, porque aplaudieron furiosamente. Gritaban:
-¡Viva la reina!¡Viva la reina!
En cuanto a ella, la pobre solterona había perdido toda su serenidad; temblaba, tartamudeaba y balbucía:
-No... no… ¡Ah! No... yo no… por favor… yo no… por favor...
Entonces, por primera vez en mi vida, miré a la señorita Perla y me pregunté quién era ella. Estaba acostumbrado a verla en esta casa, así como uno ve los viejos sillones tapizados en los cuales ha estado sentándose desde la niñez sin fijarse nunca en ellos. Un día, sin saber por qué, tal vez un rayo de sol que cae sobre el sillón, y uno piensa de repente: Vaya, es muy interesante este mueble; y entonces descubre que la madera ha sido trabajada por un verdadero artista y que el tapiz es notable. Nunca me había fijado en la señorita Perla.
Era parte de la familia Chantal, eso era todo. ¿Pero cómo? ¿A título de qué?. Era una persona alta, delgada, que se esforzaba en pasar desapercibida, pero que no era apocada. Se le trataba amigablemente, mejor que a una ama de llaves, menos que a un pariente. Observé, de repente, una cantidad de matices que yo nunca había asociado hasta ahora.
La señora Chantal decía: "Perla". Las jóvenes: "señorita Perla", y Chantal sólo la llamaba "señorita", quizás con un aire de respeto mayor.
Me puse a observarla. ¿Qué edad tenía? ¿Cuarenta años? Sí, cuarenta años. No era vieja, era joven, pero ella se envejecía. Me sorprendí de repente por este hecho. Ella se peinaba, se vestía, se presentaba ridículamente, y a pesar de todo, no era en lo más mínimo ridícula, tanto que tenía una gracia simple, natural, una gracia velada, cuidadosamente escondida. ¡Qué extraordinaria criatura, verdaderamente! ¿Cómo no la había observado mejor? Se peinaba de una manera grotesca, con ricitos de solterona de lo más absurdos; bajo esta cabellera de virgen retocada, se veía una gran frente serena, atravesada por dos arrugas profundas, dos arrugas de larga tristeza, luego dos ojos azules, grandes y tiernos, tan tímidos, tan vergonzosos, tan humildes; dos bellos ojos que permanecían tan ingenuos, plenos de asombros infantiles, de sensaciones jóvenes y también de penas que habían entrado enterneciéndolos sin turbarlos.
Todo el rostro era fino y mesurado, uno de esos rostros que se extinguen sin haber sido usados o marchitados por las fatigas o las grandes emociones de la vida.
¡Que boca tan bonita¡ ¡Qué dientes tan bellos! Pero se podía decir que no se atrevía a sonreír.
Y, repentinamente, la comparé con la señora Chantal. Indudablemente la señorita Perla era mejor, cien veces mejor, más fina, más noble, más elegante.
Estaba estupefacto de mis observaciones. Sirvieron el champaña. Dirigí mi vaso a la reina bebiendo a su salud con un cumplido bien estudiado. Quiso, yo me di cuenta, esconder su cara detrás de la servilleta. Entonces, cuando mojaba sus labios en el vino transparente, todos gritamos:
-¡La reina bebe! ¡La reina bebe!
Ella se puso roja y se atragantó. Nos reímos; aprecié bien cuánto la amaban en esa casa.
III
En cuanto terminamos la cena Chantal me tomó por el brazo. Era la hora de su puro, una hora sagrada. Cuando estaba solo, salía a fumar a la calle; cuando había un invitado a cenar, subían a la sala de billar y fumaba mientras jugaba. Esa noche se había encendido la chimenea por ser Noche de Reyes; mi viejo amigo tomó su taco, uno muy fino, que lo frotó con tiza con gran cuidado; entonces dijo:
-¡Te toca, mi muchacho!
Me tuteaba, aunque yo tenía veinticinco años, pero él me había conocido desde niño.
Empecé el juego; hice algunas carambolas. Fallé algunas, pero como la imagen de la señorita Perla rondaba en mi cabeza, le pregunté de repente:
-¿A propósito, señor Chantal, la señorita Perla es pariente suyo?
Dejó de jugar, muy sorprendido, y me miró.
-¿Qué no sabes? ¿No conoces la historia de la señorita Perla?
-No
-¿Tu padre no te la contó nunca?
-No.
-¡Vaya, vaya, qué raro! ¡Realmente raro! Porque es toda una aventura.
Hizo una pausa, y luego continuó:
Y si supieras cómo es de especial que me preguntes hoy día, en Noche de Reyes.
-¿Por qué?
-¡Ah! ¿Por qué? Escucha. Sucedió hace cuarenta y un años, hoy día, el día de Epifanía. Nosotros vivíamos entonces en Rouy-le-Tors, en las fortificaciones; pero primero tengo que describirte la casa para que puedas entender bien. Rouy se construyó en una colina, o más bien sobre un promontorio que domina una vasta región de praderas. Nosotros teníamos una casa allí con un bello jardín colgante, sostenido en el aire por los viejos muros de las fortificaciones. La casa miraba hacia el pueblo y la calle, mientras el jardín dominaba la llanura. Había también una puerta de salida del jardín a la campiña, al final de una escalera secreta que descendía por dentro de los muros, como se encuentra en las novelas. Un camino pasaba delante de esta puerta que estaba provista de una campana grande, para que los campesinos, evitando un rodeo, entregaran por allí las provisiones.
¿Te imaginas bien los lugares, verdad? Bien, ese año, antes de Reyes, había estado nevando durante una semana. Uno podría decir que era el fin del mundo. Cuando fuimos a los baluartes para contemplar la llanura, sentimos frío en el alma. Esta inmensa región blanca, toda blanca y helada, brillaba como si estuviera barnizada. Se podría decir que el buen Dios había empaquetado la tierra para enviarla al granero de los mundos antiguos. Puedo asegurarte que era muy triste.
Vivíamos en familia en aquel tiempo, numerosa, muy numerosa: mi padre, mi madre, mi tío y mi tía, mis dos hermanos y mis cuatro primas; eran unas lindas niñitas. Me casé con la más joven. De toda esa muchedumbre, sólo hay tres sobrevivientes: mi mujer, yo y mi cuñada que vive en Marsella. ¡Cristo! Cómo desaparece una familia, me hace temblar cuando pienso. Yo tenía entonces quince años, y ahora cincuenta y seis.
Así, íbamos a celebrar Noche de Reyes, estábamos muy contentos, muy felices. Todos esperábamos la cena en el salón, cuando mi hermano mayor, Santiago, dijo:
-Hay un perro que aúlla en la llanura hace diez minutos, debe ser una pobre bestia perdida. No había terminado de hablar cuando la campana del jardín sonó. Tenía el sonido profundo de una campana de iglesia que hace pensar en los muertos. Todo el mundo se estremeció. Mi padre llamó al sirviente y le dijo que fuera a ver. Estábamos en completo silencio; pensábamos en la nieve que cubría toda la tierra. Cuando el hombre volvió, afirmó que no había visto nada. El perro se mantenía aullando sin cesar, y su aullido no cambiaba de lugar.
Nos sentamos a la mesa; pero estábamos un poco intranquilos, sobre todo los jóvenes. Todo anduvo bien hasta el asado, cuando la campana empezó a sonar de nuevo, tres veces continuadas, tres golpes pesados, largos, que hicieron vibrar hasta la punta de nuestros dedos y qué nos cortó el aliento violentamente. Sentados, mirándonos con el tenedor en el aire, todavía estábamos escuchando y sobrecogidos por una especie de miedo sobrenatural.
Mi madre por fin habló:
-Es extraño que hayan esperado tanto para volver a llamar. No vaya solo, Bautista, uno de estos señores lo acompañará.
Mi tío Francisco se levantó. Era una especie de Hércules, muy orgulloso de su fuerza, y no temía a nada en el mundo. Mi padre le dijo:
-Toma un arma. No se sabe qué puede ser. Pero mi tío sólo tomó un bastón y salió inmediatamente con el sirviente.
Nosotros continuábamos temblando de terror y angustia, sin comer, sin hablar. Mi padre intentó tranquilizarnos:
-Ya verán -dijo- que es algún mendigo o algún viajero perdido en la nieve. Después de llamar la primera vez, ya que la puerta no fue abierta inmediatamente, intentó encontrar su camino de nuevo, y como no fue posible, volvió a nuestra puerta.
La ausencia de nuestro tío pareció durar una hora. Él volvió, por fin, furioso, maldiciendo:
-Nada, nada en absoluto; es un bromista. Nada más que ese perro condenado que aúlla a cien metros del muro. Si yo hubiera llevado un fusil, lo habría matado para hacerle callar.
Volvimos a la cena, pero todos estábamos angustiados, sentíamos muy bien que esto no había terminado, que pasaría alguna cosa, que la campana, en cualquier momento, sonaría otra vez.
Y sonó justo en el momento de cortar el pastel de Reyes. Todos los hombres se levantaron al mismo tiempo. Mi tío Francisco, que había bebido champaña, afirmó con tanta fuerza que lo masacraría, que mi madre y mi tía se lanzaron sobre él para evitarlo. Mi padre, muy calmado y un poco desvalido (él cojeaba de una pierna desde que se había caído del caballo), dijo, a su vez, que él deseaba saber de qué se trataba y que él iría. Mis hermanos, de dieciocho y veinte años, corrieron a buscar sus fusiles; y como nadie se fijaba en mí yo cogí una carabina del jardín, disponiéndome también a acompañar la expedición.
Partimos inmediatamente. Mi padre y mi tío caminaban adelante con Bautista que portaba una linterna. Mis hermanos, Santiago y Pablo, les seguían, y yo iba detrás a pesar de los ruegos de mi madre, que estaba con su hermana y mis primas en el umbral de la puerta de la casa.
Había estado nevando de nuevo durante la última hora y los árboles estaban cargados. Los pinos estaban doblados bajo el pesado vestido pálido, parecían pirámides blancas, enormes panes de azúcar; apenas se percibían, a través de las cortinas grises de copos menudos y apresurados, los arbustos más pequeños, todos pálidos en la sombra. La nieve caía tan espesa que no veíamos a más de diez pasos de nosotros. Pero la linterna proyectaba una gran claridad delante de nosotros. Cuando empezamos a bajar la escalera de caracol del muro yo me asusté verdaderamente. Sentía como si alguien estuviera caminando detrás de mí, iba agarrarme por los hombros y llevarme, sentía un fuerte deseo de volver; pero, como tendría que volver a cruzar todo el jardín solo, no me atreví. Escuché abrir la puerta que daba al campo; mi tío empezó a jurar de nuevo:
-Por la gran... ¡Se ha ido de nuevo! ¡Si yo viera su sombra no se escaparía, el cerdo!
Era siniestro ver la llanura, o más bien sentirla delante de nosotros, porque no podíamos verla; podíamos ver sólo un velo espeso e interminable de nieve, en lo alto, en el suelo, al frente, al lado derecho, a la izquierda, por todas partes.
Mi tío continuó:
-Escuchen, de nuevo el perro aúlla; le enseñaré cómo disparo. Al menos algo ganaremos.
Pero mi padre que era de buen corazón, dijo:
-Será mucho mejor buscar a ese pobre animal que llora de hambre. Ladra por ayuda, pobre infeliz; llama como un hombre en peligro. Vamos por él.
Así nos pusimos en marcha a través de la cortina, a través de esta caída continua y espesa de nieve que llenaba la noche y el aire, que se agitaba, flotaba, caía y enfriaba la carne, derritiéndose. La enfriaba con una sensación ardiente, como un dolor penetrante y fugaz sobre la piel, a cada toque de los pequeños copos blancos.
Nos hundíamos hasta las rodillas en esa masa suave y fría; teníamos que levantar muy altas las piernas para caminar. A medida que avanzábamos, el aullido del perro se hacía más claro, más fuerte. Mi tío gritó:
-¡Aquí está!
Nos detuvimos para observarlo, como se debe hacer enfrente de un enemigo que se encuentra por la noche. Yo no veía nada, entonces me uní a los otros, y lo vi; era espantoso y fantástico ver ese perro, un perro negro grande, un perro pastor con pelo largo y la cabeza de un lobo, parado en sus cuatro patas, al final del largo sendero luminoso de la linterna sobre la nieve. No se movió; se calló; y nos miró.
Mi tío dijo:
-Es extraño, no avanza ni retrocede. Mejor le pego un tiro de fusil.
Mi padre contestó con voz firme:
-No, debemos agarrarlo.
Entonces mi hermano Santiago agregó:
-Pero no está solo. Hay algo a su lado.
Había una cosa detrás de él, en efecto, algo gris, imposible de distinguir. Reanudamos la marcha con precaución.
Cuando nos vio acercarnos el perro se sentó sobre sus cuartos traseros. No tenía un aire amenazante. Parecía, más bien, contento de haber llamado la atención de la gente.
Mi padre fue derecho a él y lo acarició. El perro lamió sus manos. Estaba amarrado a la rueda de un cochecito, una suerte de coche de juguete envuelto completamente en tres o cuatro mantas de lana. Levantamos la ropa con cuidado y cuando Bautista acercó su linterna al frente del pequeño vehículo que se parecía a una casa de perro rodante, vimos en él un bebé que dormía.
Quedamos tan sorprendidos que no podíamos decir palabra. Mi padre fue el primero en reaccionar, y como tenía un gran corazón y un alma un poco exaltada, extendió la mano sobre el techo del coche y dijo:
-Pobre expósito abandonado, tú serás nuestro -y ordenó a mi hermano Santiago que empujara delante de nosotros nuestro hallazgo.
Mi padre continuó, pensando en voz alta:
-Un niño, hijo del amor cuya pobre madre ha venido a tocar a mi puerta en esta noche de Epifanía en memoria del Niño de Dios.
Se detuvo y con toda su fuerza gritó cuatro veces, a través de la noche, hacia los cuatro rincones del cielo:
-Lo hemos encontrado
Luego, poniendo su mano en el hombro de su hermano, murmuró:
-¿Si hubieras disparado al perro, Francisco?
Mi tío no contestó, pero hizo en la sombra un gran signo de la cruz; era muy religioso a pesar de sus actitudes fanfarronas.
Se había soltado al perro y nosotros lo seguíamos.
¡Ah! Pero lo que fue digno de ver fue la vuelta a la casa. Al principio fue difícil subir el coche por la escalera de caracol del muro; pero tuvimos éxito para llevarlo rodando hasta el vestíbulo.
Qué excitada, contenta y sorprendida estaba mamá, y mis cuatro primas pequeñas (la más joven tenía sólo seis años); parecían cuatro gallinas alrededor de un nido. Finalmente sacamos al bebé del coche: aún dormía. Era una niña de seis semanas de edad, aproximadamente. Encontramos, en su ropa, diez mil francos en oro, sí, diez mil francos en oro, qué papá ahorró para su dote. Por consiguiente, no era un niño de gente pobre, pero, quizás, el niño de algún noble y una campesina del pueblo... o quizás... hicimos mil suposiciones y nunca supimos algo... ni una pista. El perro mismo no fue reconocido por nadie. Era un extraño en la comarca. De todos modos, la persona que tocó tres veces a nuestra puerta conocía bien a mis padres, para haberlos elegidos de ese modo.
Así es cómo la señorita Perla entró, a la edad de seis semanas, en la casa de los Chantal.
Sólo más tarde se le llamó señorita Perla. Fue bautizada al principio: "María, Simona, Clara". Clara más adelante le serviría como nombre de pila.
Puedo asegurarte que nuestra vuelta al comedor fue muy divertida, con la criatura despierta que miraba las personas y luces a su alrededor con ojos grandes, azules y curiosos.
Nos sentamos a la mesa y se repartió el pastel. Yo fui el rey, y tomé por reina a la señorita Perla, así como usted ahora. Ella no se dio cuenta, ese día, del honor que le hacíamos.
Así, la niña fue adoptada y criada en la familia. Ella creció, los años volaron. Era paciente, dulce y obediente. Todo el mundo la amaba tanto que la habrían mimado abominablemente si mi madre no lo hubiese impedido.
Mi madre era una mujer de disciplina y gran respeto a las distinciones jerárquicas. Consintió en tratar a la pequeña Clara como a sus propios hijos, pero trataba, no obstante, que la distancia que nos separaba fuera bien marcada y la situación bien establecida. Por consiguiente, en cuanto la niña pudo comprender, le hizo conocer su historia y le hizo penetrar, dulcemente, tiernamente, en la mente de la pequeña que, para los Chantal, ella era una hija adoptada, acogida, pero, no obstante, una extraña.
Clara entendió la situación con una inteligencia singular y con un instinto sorprendente; y supo tomar y guardar el lugar que le habían asignado, con tanto tacto, gracia y bondad que emocionaba a mi padre hasta hacerlo llorar.
Mi madre misma se emocionó tanto por la gratitud apasionada y la devoción un poco tímida de esta amable y tierna criatura que ella comenzó llamándola "mi hija". A veces, cuando la pequeña había hecho alguna cosa buena, mi madre levantaba sus lentes sobre su frente, algo que indicó siempre una emoción en ella, y repetía:
-Pero si es una perla, una verdadera perla esta niña.
Este nombre se quedó para la pequeña Clara y vino a ser y permaneció para nosotros como la señorita Perla.
IV
El señor Chantal se detuvo. Estaba sentado en el borde de la mesa de billar, los pies colgando, y manipulando una pelota con su mano izquierda, mientras con su derecha arrugaba un trapo que servía para borrar los puntos sobre la pizarra y que llamábamos "el trapo de la tiza". Un poco rojo, la voz sorda, hablaba consigo mismo, perdido en sus recuerdos, avanzando suavemente, a través de las cosas antiguas y los viejos sucesos que despertaron en su pensamiento. Cuando atravesamos caminando los antiguos jardines de la familia, donde fuimos criados y donde cada árbol, cada sendero, cada planta, cada seto puntiagudo, los laureles perfumados, los tejos cuyas semillas rojas y grasosas triturábamos entre los dedos, hacen surgir a cada paso un pequeño acontecimiento de nuestra vida pasada, uno de esos pequeños sucesos insignificantes y deliciosos que forman el fondo mismo, la trama de la existencia.
Yo estaba frente a él, apoyado contra la muralla, mis manos descansando en mi taco de billar ocioso.
Él continuó al cabo de un minuto:
—¡Jesús, qué bonita era ella a los dieciocho años... y graciosa... y perfecta... ¡Ah! ¡Hermosa... hermosa... hermosa y buena... y muy buena…una muchacha encantadora… Tenía los ojos… los ojos azules… transparente… claros… como yo nunca había visto parecidos… ¡Jamás!
Se calló nuevamente. Yo pregunté:
-¿Por qué nunca se casó?
Respondió, no a mí, sino a la palabra en pasado "casó".
-¿Por qué? ¿Por qué? No ha querido… nunca ha querido. Tenía, sin embargo, treinta mil francos de dote, y fue solicitada muchas veces… ella nunca ha querido. Parecía triste en aquella época. Eso era cuando yo me casé con mi prima, la pequeña Carlota, mi mujer, con quien estuve comprometido durante seis años.
-Miré al señor Chantal, y me pareció que yo penetraba en su alma, y que yo penetraba repentinamente en uno de esos humildes y crueles dramas de corazones honrados, de corazones sinceros, de corazones sin culpa, uno de esos dramas inconfesables, inexplorados, que la gente no sabe, incluso las propias silenciosas y resignadas víctimas. Una curiosidad precipitada me impelió de repente, y pronuncié:
-¿Es usted con quién debió casarse, señor Chantal?
Se estremeció, me miró y dijo:
-¿Yo? ¿Casarme con quién?
-La señorita Perla.
-¿Por qué?
-Porque usted la amaba más que a su prima.
Me miró fijamente con ojos extraños, redondos, espantados, luego tartamudeó:
-¿Yo la he amado... yo? ¿Cómo? ¿Quién te dijo eso?...
-Porque, cualquiera puede ver que… y es la misma causa por la que usted tardó tanto tiempo en desposar a su prima que había estado esperando durante seis años.
Dejó caer la pelota que tenía en la mano izquierda, y tomando a dos manos el trapo de la tiza, y cubriéndose la cara, comenzó a sollozar en él. Lloraba de una manera desconsolada y ridícula, como llora una esponja que se aprieta, por los ojos, la nariz y la boca al mismo tiempo. Tosía, escupía, se sonaba en el trapo de la tiza, se secaba los ojos, estornudaba; volvieron a fluir de nuevo las lágrimas por todas las arrugas de su cara, con un ruido de garganta que hacía pensar en gárgaras.
Yo me sentía asustado, avergonzado; quise correr lejos, y no supe qué decir, qué hacer, qué intentar.
De repente la voz de la señora Chantal resonó en la escala.
-¿Terminaron ya de fumar?
Abrí la puerta y grité:
-Sí, señora, ya bajamos.
Entonces me precipité hacia su marido, y tomándolo por los codos:
-Señor Chantal, mi amigo Chantal, escúcheme; su mujer nos está llamando; serénese, domínese rápido. Debemos bajar; cálmese. Tartamudeó:
-Sí... Sí... Yo voy... pobre muchacha... voy... dile que voy.
-Comenzó a limpiar cuidadosamente su cara con el trapo, que después de dos o tres años borrando la tiza de la pizarra, le dejó medio blanco y medio rojo la frente y la nariz, las mejillas y la barbilla pintarrajeados de tiza, sus ojos hinchados aún, llenos de lágrimas.
Lo tomé por las manos y lo arrastré a su dormitorio, mientras murmuraba:
-Le pido perdón, le pido mil perdones, señor Chantal, por haberle causado esta pena... pero... pero... yo no sabía... usted... usted entiende.
Apretó mi mano:
-Sí... sí... hay momentos difíciles...
Entonces sumergió la cara en su lavatorio. Cuando se levantó, no me pareció suficientemente presentable; pero ideé una estratagema. Como se angustiaba más mirándose en el espejo, le dije:
Todo lo que debe decir es que tiene una mota de polvo en el ojo y puede llorar delante de todos tanto como usted desee.
Bajó frotándose los ojos con su pañuelo. Todos se preocuparon; todos querían buscar la mota que no existía; y se contaron las historias de casos similares dónde había sido necesario llamar a un médico.
Me reuní junto a la señorita Perla y la miré, atormentado por una curiosidad abrasadora que devenía en sufrimiento. Ella debió ser muy bella en efecto, con sus dulces ojos, tan grandes, tan tranquilos, tan grandes que parecía que nunca los cerraba, como lo hacían los otros humanos. Su vestido era un poco ridículo, un verdadero vestido de solterona, que le sentaba mal sin parecer torpe.
Me parecía que veía dentro de ella, como hacía poco había visto el alma del señor Chantal; me di cuenta, de principio a fin, de esta vida humilde, simple y sacrificada. Pero una necesidad me vino a los labios, una necesidad irresistible de preguntarle, de saber si ella también lo había amado; si ella había sufrido, como él, este largo sufrimiento secreto, profundo, que no se ve, que no se sabe, que no se supone, pero que aparece en la noche, en la soledad del dormitorio oscuro. La miraba, y veía latir su corazón bajo su blusa bordada, y me pregunté si esta dulce cara inocente había llorado, cada noche, en la profundidad suave de la almohada, y sollozado, su cuerpo sacudido de sobresaltos, por la fiebre del lecho ardiente. Le dije en voz baja, como hacen los niños que rompen una joya para ver lo que hay dentro:
-Si usted hubiera visto llorar al señor Chantal hace un momento, le habría tenido lástima.
Ella se estremeció:
-¿Qué? ¿Estaba llorando?
-¡Ah! ¡Sí, estaba llorando!
-¿Y por qué?
Parecía muy conmovida. Yo le contesté:
-Por su culpa.
-¿Por mi culpa?
-Sí. Me contó cuánto la había amado en el pasado; y cuánto le había costado casarse con su prima en lugar de usted.
Su cara pálida pareció alargarse un poco; sus ojos que siempre permanecían abiertos, sus ojos tranquilos, se cerraron repentinamente tan rápido que pareció que se cerraban para siempre. Se resbaló de su silla al suelo, y se desplomó, suavemente, lentamente, como lo habría hecho una bufanda al caer. Yo grité:
-¡Socorro!¡Socorro! La señorita Perla se siente mal. La señora Chantal y sus hijas vinieron en su ayuda, y mientras ellas buscaban agua, una toalla y vinagre, tomé mi sombrero y me puse a salvo. Me alejé a grandes pasos, mi corazón agitado, mi conciencia llena de remordimientos y pesar. Y a veces también me sentía contento; sentía que había hecho algo loable y necesario.
Me preguntaba: "¿Hice mal?¿Hice bien?" Ellos tenían eso en su alma como se guarda una bala de plomo en una herida cerrada. ¿No serán ahora más felices? Era demasiado tarde para que recomenzaran su tortura y bastante temprano para que ellos se recordaran con ternura.
Y puede ser que una tarde de la próxima primavera, conmovidos por un rayo de la luna que cae sobre la hierba a sus pies, a través de las ramas, se tomarán y apretarán la mano en memoria de todo este sufrimiento opresivo y cruel. Y quizás también este corto contacto les puede infundir en sus venas un poco de esta emoción que no habían conocido, y dará a esas dos almas resucitadas, en un segundo, la rápida y divina sensación de esa embriaguez, de esa locura que da a los enamorados más felicidad, en un estremecimiento, del que pueden experimentar en toda su vida otros hombres".
Guy de Maupassant
lunes, 27 de julio de 2015
"El Guardián del Muerto"
"En la llamada Costa Norte de San Francisco, en un cuarto de una casa desocupada, un cuarto de piso alto, yacía el cuerpo de un hombre tapado por una sábana. Serían las nueve de la noche. Una vela iluminaba el cuarto débilmente y las dos ventanas estaban cerradas, con las persianas bajas, a pesar del calor y de la costumbre de airear las habitaciones donde hay difuntos. Los únicos muebles eran un sillón, una mesita para leer que sostenía el candelero, y una larga mesa de cocina donde yacía el cuerpo del hombre. Poco antes, quizá, introdujeron los muebles y el cadáver. Un espectador habría observado que estaban libres de polvo, no así el piso del cuarto. Había telarañas en los ángulos de las paredes. Se delineaba el contorno del cuerpo bajo la sábana, hasta se insinuaban las facciones con esa extraña rigidez que suele atribuirse a las caras de los muertos, pero que en realidad es propia de todos aquellos consumidos por una enfermedad. Por el silencio que reinaba en el cuarto podía intuirse que no daba a la calle. Era un cuarto interior, sin más perspectiva que un alto peñasco. El edificio, en su parte de atrás, estaba construido sobre la pendiente de una colina. Cuando sonaron las nueve campanadas en el reloj de la iglesia -con tanto desgano, con tanta indiferencia al paso del tiempo que apenas podía uno comprender por qué se molestaban en marcar la hora- se abrió la única puerta del cuarto, entró un hombre y se acercó al cadáver. La puerta, como obedeciendo a un movimiento espontáneo, volvió a cerrarse tras él. Se oyó el chirrido de una llave que giraba con dificultad, se oyó el chasquido del cerrojo, se oyeron unos pasos que se alejaban por el corredor. Todo inducía a pensar que el hombre que había entrado en el cuarto era ya un prisionero. El hombre caminó hasta la mesa, se detuvo unos instantes mirando el cadáver; luego, encogiéndose levemente de hombros, fue hasta una de las ventanas y levantó la persiana. Afuera, la oscuridad era absoluta; los vidrios estaban cubiertos de polvo. Pasó la mano por el polvo y pudo ver que la ventana, a pocas pulgadas de los vidrios, estaba reforzada por gruesos barrotes de hierro empotrados en cada extremo de la mampostería. Examinó la otra ventana. Sucedía lo mismo. Esta circunstancia no le inspiró mayor curiosidad y ni siquiera trató de abrirlas. Si era un prisionero, no intentaba evadirse. Después de haber terminado la inspección del cuarto, se instaló en el sillón, sacó un libro del bolsillo, acercó la mesita con el candelero y empezó a leer. Era un hombre joven -no pasaría de los treinta- de tez oscura, cuidadosamente afeitado, y pelo castaño. Tenía el rostro fino, la nariz larga y recta, la frente despejada, y esa " firmeza" en el mentón y en la mandíbula que, según dicen, es índice de un temperamento resuelto. Por la expresión de sus ojos grises, abstraídos, acaso fuera poco sensible a las sugestiones de los demás. Ahora esos ojos estaban fijos en el libro, pero de vez en cuando los apartaba para mirar el cadáver. Al parecer, no bajo la influencia de la morbosa fascinación que los muertos ejercen sobre los vivos, aun sobre los más valerosos e impasibles, ni por ese deliberado impulso de probar su ánimo que suele mover a las personas impresionables y tímidas. Miraba como si algo en la lectura le hiciera recordar la situación en que se hallaba. Este guardián del muerto, qué duda cabe, cumplía su obligación con inteligencia y serenidad, tal como su aspecto lo hacía presumir. Así continuó alrededor de media hora. Después cerró el libro, quizás al terminar un capítulo, lo dejó sobre la mesita, se puso de pie, alzó la mesita y volvió a colocarla en un rincón del cuarto, cerca de una de las ventanas. En seguida, llevando consigo el candelero, se aproximó a la chimenea vacía frente a la cual estuvo sentado. Al cabo de un momento fue hasta la mesa donde yacía el cadáver, apartó la sábana y dejó al descubierto la cabeza: apareció una melena oscura y un sudario de lienzo muy fino bajo el cual se distinguían aún más las facciones del muerto. Entonces resguardó sus propios ojos de la luz, interponiendo su mano libre entre ellos y el candelero, y detuvo en su inmóvil acompañante una severa y tranquila mirada. Satisfecho con su examen, echó de nuevo la sábana sobre el rostro yacente, y antes de volver al sillón tomó algunos fósforos del candelero y los guardó en el bolsillo de su chaqueta. Después sacó la vela del cilindro hueco del candelero y la observó con atención, como si calculara cuanto tiempo habría de durar. Tenía dos pulgadas de largo. ¡Una hora más, y quedaría a oscuras! Insertó la vela en el candelero, sopló, apagó la llama.
II
En un consultorio de Kearny Street, sentados en torno a una mesa, tres hombres bebían ponche y fumaban. Era tarde, casi medianoche, y no había escaseado el ponche. Estaban en casa del doctor Helberson, el más circunspecto de los tres. Tenía unos treinta años. Los otros eran menores. Todos ellos médicos.
-El temor supersticioso que inspiran los muertos a los vivos es hereditario e incurable -dijo el doctor Helberson-. No tiene por qué avergonzarnos. Es una herencia, sencillamente, como la incapacidad para las matemáticas, o la tendencia a mentir.
Los otros rieron.
-¿Es que la mentira no debe avergonzar a un hombre? -preguntó el más joven de los tres. Este último, en realidad, era un practicante. Todavía no se había recibido.
-Mi querido Harper, no he dicho eso. Una cosa es mentir; otra, la tendencia a mentir.
-¿Pero cree usted -dijo el tercero- que este supersticioso temor a los muertos, no fundado en razón alguna, sea universal? Yo no siento hacia ellos ningún temor.
-Usted no lo siente en teoría -contestó Helberson-. Espere que se cumplan determinadas condiciones, lo que Shakespeare llama "la confabulación de las circunstancias", y lo verá manifestarse de una manera no muy agradable que le abrirá los ojos. Los médicos y los soldados, desde luego, son menos vulnerables que otros a este temor.
-¡Médicos y soldados! ¿Por qué no agrega también verdugos? Incluyamos a todas las clases criminales.
-No, mi querido Mancher. Los jurados no permiten a los verdugos familiarizarse demasiado con la muerte. De otro modo, llegaría a no conmoverlos.
El joven Harper, que había ido a buscar un cigarro, volvió a su asiento.
-¿Qué condiciones se requieren para que cualquier hombre nacido de mujer llegue a tener conciencia, hasta un extremo intolerable, de ese horror que todos compartimos según usted? -preguntó con sobrada elocuencia.
-Bueno, yo diría que si un hombre estuviera encerrado toda la noche con un cadáver, solo, en la oscuridad de una casa desocupada, sin mantas para echarse sobre la cabeza y refugiarse en ellas, podría jactarse con justicia de no haber nacido de mujer; ni siquiera, como Macduff, de ser el resultado de una cesárea.
-Pensé que sus condiciones no acabarían nunca -replicó Harper-. Pero sé de un hombre que no vacilaría en aceptarlas. Por lo que usted quiera apostar.
-¿Quién es?
-Se llama Jarette. No es de California. Como yo, ha nacido en Nueva York. Yo no tengo dinero para hacer apuestas, pero él podrá apostarle lo que usted quiera -repitió.
-¿Cómo lo sabe usted?
-Prefiere jugar a comer. En cuanto al miedo, me atrevería a decir que lo considera algo así como una enfermedad de la piel, o acaso como una peculiar herejía religiosa.
Decididamente, Helberson empezaba a interesarse.
-¿Cómo es el tal Jarette? -preguntó.
-¿Cómo es? Se parece a Mancher. Podrían ser mellizos.
Helberson contestó resueltamente:
-Acepto la apuesta.
-Debo agradecerle muchísimo el cumplido, estoy seguro -dijo Mancher arrastrando las palabras. Se estaba durmiendo. Agregó-: ¿Puedo entrar en la apuesta?
-No contra mí -dijo Helberson-. No quiero su dinero.
-Muy bien. Entonces seré el cadáver.
Los otros se echaron a reír.
Ya hemos visto el resultado de esta descabellada conversación.
III
Al apagar la escasa ración de su vela, el señor Jarette se propuso conservarla para alguna imprevista necesidad. Quizá pensara vagamente que tanto daba estar a oscuras al principio como al fin, y ese cabo de vela, en caso de que la situación se hiciera realmente insoportable, le garantizaba un medio de alivio, o hasta de libertad. De cualquier modo era prudente contar con una pequeña reserva de luz, aunque sólo fuera para poder mirar el reloj.
No bien apagó la vela y la colocó a su lado, en el suelo, se instaló cómodamente en el sillón, echó la cabeza atrás y cerró los ojos. Deseaba y esperaba dormir. Quedó decepcionado; nunca en su vida había tenido menos sueño. Pocos minutos después se dio por vencido. Pero entonces ¿qué hacer? No podía andar a tientas en la oscuridad más absoluta, corriendo el peligro de tropezar con las paredes, también de llevarse por delante la mesa y perturbar descomedidamente al muerto. Nadie discute el derecho de los muertos de descansar en paz, exentos de cualquier violencia. Jarette casi logró persuadirse de que consideraciones semejantes, reteniéndolo en el sillón, lo obligaban a no afrontar una probable caída.
Mientras pensaba en ello, creyó haber oído un leve ruido que llegaba de la mesa. Qué clase de ruido era, no hubiese podido decirlo. Continuó inmóvil. ¿Para qué volver la cabeza en la oscuridad? Sin embargo, escuchó atentamente. ¿Por qué no habría de hacerlo? Y mientras escuchaba, sintiendo como un vértigo, se aferró a los brazos del sillón. Le zumbaban los oídos, la sangre se le subía a la cabeza, el chaleco le apretaba el tórax. Se preguntó a qué obedecían esas molestias ¿Eran síntomas de miedo? Hundió el pecho, lanzando un profundo suspiro, y cuando la gran cantidad de aire con que llenó de nuevo sus pulmones exhaustos hizo desaparecer aquella sensación de vértigo, comprendió que en el afán de escuchar había contenido la respiración hasta llegar por poco a sofocarse. Era una revelación humillante. Se levantó, empujó el sillón con el pie y avanzó hasta el centro del cuarto. Pero no avanzaba mucho en la oscuridad. Tanteando, encontró la pared, siguió hasta el rincón, dio vuelta, pasó las dos ventanas y allí, en el otro rincón, entró en violento contacto con la mesita y la tiró al suelo. El ruido lo hizo estremecer. Quedó fastidiado. ¿Cómo diablos pude olvidar dónde coloqué la mesita?, murmuró, buscando su camino a lo largo de la tercera pared con el propósito de llegar a la chimenea.
Debo poner las cosas en su justo sitio, dijo el señor Jarette, y palpó el piso hasta dar con el candelero.
Cuando por fin lo encendió, volvió los ojos a la mesa de cocina donde, naturalmente, nada había cambiado. La mesita con el atril seguía en el suelo. Había olvidado poner las cosas en su justo sitio. Paseó la mirada por el cuarto, desplazando las sombras más profundas con el candelero, llegó hasta la puerta, hizo girar el picaporte y empujó con todas sus fuerzas. Como la puerta no cediera, sintió una especie de satisfacción. Más aún, corrió el pestillo que tenía por dentro y en el cual no había reparado en el momento de entrar. Volvió a sentarse y miró su reloj; eran las nueve y media. Sorprendido, pegó el reloj a la oreja: oyó el tictac del minutero. Ahora la vela estaba sensiblemente más corta. Apagándola nuevamente, la colocó en el piso junto a él, como antes. El señor Jarette no estaba cómodo; estaba profundamente insatisfecho con el ambiente que lo rodeaba, y consigo mismo por sentirse insatisfecho. ¿Qué puedo temer? -pensó-. Esto es ridículo y vergonzoso. No seré tan estúpido. Pero no infunde valor el decirnos seamos valientes, ni reconocer que en tal o cual circunstancia nos beneficia el decirlo. Mientras más se condenaba a sí mismo, más argumentos encontraba Jarette para fundar su condena. Mientras mayor era el número de sus tranquilizadoras y armoniosas variaciones sobre el tema de la inocuidad de los difuntos, menos podía soportar sus propias y discordantes inquietudes. Cómo es posible -exclamó en medio de la angustia de su espíritu-, cómo es posible que yo, tan luego yo, que no tengo supersticiones de ninguna clase, que no creo en la inmortalidad del alma, que sé, y ahora más que nunca, que la vida ultraterrena no es sino el sueño de un deseo, pierda mi apuesta, y junto con mi apuesta ¡el honor, la propia estimación, tal vez el juicio! ¡Todo porque algunos de mis salvajes antepasados, que vivían en las cavernas, concibieron la monstruosa idea de que los muertos se levantan y caminan por la noche! En eso, distintamente, inequívocamente, el señor Jarette oyó tras de sí un leve ruido de pasos, cautelosos, nítidos, cada vez más próximos.
IV
A la mañana siguiente, poco antes del amanecer, el doctor Helberson y su joven amigo Harper recorrían muy despacio las calles de la Costa Norte. Iban al cupé del doctor.
-Joven inexperto -dijo el hombre de más edad-, ¿aún tiene usted confianza en el valor o en la estolidez de su amigo? ¿Cree usted que he perdido mi apuesta?
-Sé que la ha perdido -dijo el otro, pero esta vez con menos énfasis.
-Bueno, de todo corazón espero que así sea -lo dijo con formalidad casi solemne-. Harper, este asunto me inquieta -agregó a la media luz intermitente que entraba oblicuamente en el cupé, cuando pasaban junto a los faroles de la calle, su rostro tenía un aspecto muy severo-. No habría aceptado la apuesta si su amigo no me hubiese irritado por el desdén que demostró ante mi duda sobre su incapacidad de resistencia, una condición meramente física, y por haber sugerido con impasible descortesía que el cadáver fuera el de un médico. Si algo sucediera, estamos perdidos. Mucho me temo que lo merecemos.
-¿Qué puede suceder? Hasta si el asunto tomara un sesgo grave, cosa que no creo, Mancher sólo tiene que resucitar y explicar cómo sucedió. Muy diferente sería con un sujeto auténtico de la Morgue, o con uno de sus pacientes difuntos.
El doctor Mancher, por lo tanto había cumplido su promesa: era el cadáver. El doctor Helberson permaneció largo rato silencioso mientras el cupé, a paso de tortuga, tomaba por la misma calle que ya había recorrido dos o tres veces.
-Bueno -dijo por fin-, esperemos que Manchester, si ha necesitado resucitar de entre los muertos, se haya conducido con discreción. De otro modo, su error empeoraría las cosas.
-Sí, Jarette podría matarlo -dijo Harper-. Cuando el cupé pasó junto a un farol de gas, miró su reloj-. Pero ya son casi las cuatro de la mañana -agregó.
Un momento después los dos hombres bajaban del coche y caminaban impetuosamente hacia la casa durante mucho tiempo vacía, perteneciente al doctor Herlberson, en la cual habían encerrado al señor Jarette. Al acercarse, encontraron a un hombre que corría. Se detuvo de golpe.
-¿Pueden decirme -les gritó- dónde hay un médico?
-¿Qué ocurre? -preguntó Helberson, evasivamente.
-Vaya y vea con sus propios ojos -dijo el hombre prosiguiendo su carrera.
Se apresuraron, llegaron a la casa. En la puerta de calle vieron entrar a varias personas muy excitadas. Al lado y al frente, en los edificios vecinos, asomaban muchas cabezas por las ventanas abiertas de par en par. Los dueños de aquellas cabezas hacían preguntas y no contestaban a las preguntas que les dirigían. Había luz en los pocos cuartos con las ventanas cerradas: sus ocupantes se estaban vistiendo para bajar. El farol de la calle, justo enfrente de la casa que era el centro de todas las miradas, arrojaba sobre la escena una débil luz amarilla, como insinuando que podía descubrir muchos otros pormenores si lo hubiese querido. Harper, mortalmente pálido, se detuvo junto a la puerta y posó su mano en el brazo de su acompañante. Dijo:
-Estamos perdidos, doctor. Tenemos la suerte en contra. No entremos. Es preferible escapar.
Sus desaprensivas palabras contrastaban con el tono extrañamente agitado de la voz.
-Yo soy médico -dijo el doctor Helberson tranquilamente-. Necesitan uno.
Subieron unos pocos peldaños y se dispusieron a entrar. La puerta cancel estaba abierta. El farol de la calle iluminaba el umbral lleno de gente. Algunas personas habían llegado al último tramo de la escalera; como no las dejaran seguir adelante, allí aguardaban, apostadas. Todas hablaban a la vez. Súbitamente, hubo una gran conmoción: se abrió una puerta y un hombre se lanzó contra los que intentaban detenerlo. Cayó sobre los asustados curiosos, haciéndolos a un lado, obligándolos a ponerse de espaldas a la pared o a prenderse de la baranda, tomándolos por el cuello y golpeándolos bárbaramente, o arrojándolos escaleras abajo y pasándolos por encima. Andaba sin sombrero, con la ropa en desorden. Más aterradora que su fuerza, en apariencia sobrehumana, era la expresión de sus ojos desorbitados e inquietos. Su cara, cuidadosamente afeitada, estaba exangüe. Tenía el pelo blanco como la nieve. Como hubiera más espacio al pie de la escalera, y la multitud se hiciera a un lado para dejarlo pasar, Harper gritó:
-¡Jarette, Jarette!
El doctor Helbeson tomó a Harper por las solapas de la chaqueta y lo empujó hacia atrás. El hombre los miró sin parecer reconocerlos, bajó los pocos peldaños que conducían de la puerta cancel a la de la calle, y desapareció. Un policía corpulento, que no había logrado bajar con tanto éxito, surgió momentos después y corrió tras él, mientras las cabezas de las ventanas -ahora de mujeres y niños- gritaban:
-¡Por allí, por allí!
Ya la escalera estaba en parte despejada. Casi toda la muchedumbre se había precipitado a la calle para observar la fuga y persecución. El doctor Helberson, seguido de Harper, pudo llegar hasta arriba.
En la puerta que daba al último corredor, un agente de policía les interceptó el paso.
-Somos médicos-, dijo el doctor, y entraron a un cuarto lleno de hombres apiñados alrededor de una mesa. Apenas se distinguían en la penumbra. Los recién venidos, adelantándose dificultosamente, miraron por encima de los que estaban en primera fila. En la mesa, con las piernas tapadas con unas sábanas, yacía el cuerpo de un hombre. Los rayos de una linterna que sostenía un policía, de pie junto al cadáver, lo iluminaban brillantemente. Todos los demás, el policía mismo, estaban en la sombra, excepto aquellos muy próximos a la cabeza del muerto. El rostro del muerto, amarillo, repulsivo, horrible, tenía los ojos a medio abrir, mirando hacia el techo, la mandíbula caída; en los labios, en el mentón, en las mejillas había rastros de espuma. Un hombre alto, evidentemente un médico, se inclinó sobre el cadáver, le pasó la mano por debajo de la pechera de la camisa y le introdujo dos dedos en la boca abierta.
-Hace casi tres horas que este hombre ha muerto -dijo-. Es un caso para el médico forense.
Sacó una tarjeta de bolsillo, la entregó al oficial y se abrió camino hasta la puerta.
-¡Váyanse todos! ¡Fuera! -gritó el oficial bruscamente, y el cuerpo del muerto desapareció como por arte de magia cuando la linterna enfocó, aquí y allá, las caras de la multitud.
El efecto fue increíble. Los hombres, enceguecidos, confusos, casi aterrorizados, se precipitaron ruidosamente hacia la puerta apretujándose, codeándose y cayendo los unos encima de los otros a medida que iban saliendo, como las huestes de la noche heridas por los dardos de Apolo. Sobre la masa tumultuosa, acorralada, el oficial disparaba su luz implacable, incesante. Arrastrados por la corriente, Helberson y Harper fueron barridos del cuarto y lanzados a la calle escaleras abajo.
-¡Dios mío, doctor! ¿No le dije que Jarette lo mataría? -exclamó Harper no bien se apartaron de la multitud.
-Entiendo que sí -replicó el otro sin aparente emoción.
Prosiguieron caminando en silencio hacia el este, ya gris; se perfilaban las viviendas sobre la línea de la colina. Ya andaba por las calles el carro del lechero. Muy pronto el panadero entraría en escena. Se oían vocear los primeros diarios.
-Tengo la impresión, jovencito -dijo el doctor Helberson-, que usted y yo hemos trasnochado demasiado en los últimos tiempos. No es bueno para la salud. Necesitamos un cambio. ¿Qué le parecería un viaje a Europa?
-¿Cuándo?
-En cualquier momento. Esta tarde a las cuatro, por ejemplo, sería una hora conveniente.
-Lo encontraré en el barco -dijo Harper.
V
Estos dos hombres, siete años después, conversaban amigablemente en Nueva York, sentados en un banco de Madison Square. Un tercero, que los había estado observando sin que ellos lo advirtieran, terminó por acercarse y los saludó con la mayor cortesía, quitándose el sombrero y descubriendo su pelo ondulado, blanco como la nieve. Dijo:
-Les pido disculpas, señores, pero cuando se ha matado a un hombre para poder resucitar, es mejor ponerse sus ropas y escaparse en la primera oportunidad.
Helberson y Harper cambiaron miradas significativas. Parecían divertidos. Helberson miró con simpatía al desconocido y replicó:
-Esa fue siempre mi idea. Estoy enteramente de acuerdo con sus ventaj...
Súbitamente se detuvo, mortalmente pálido. Clavó los ojos en el hombre y quedó boquiabierto. Temblaba.
-¡Ah! -exclamó el desconocido-, veo que se siente usted mal, doctor. En caso de que no pueda atenderse, estoy seguro de que el doctor Harper podrá hacerlo por usted.
-¿Quién diablos es usted? -preguntó Harper desafiante.
El desconocido se acercó más a ellos. Inclinándose susurró:
-A veces me llamo a mí mismo Jarette, pero no tengo inconveniente en decirles, dada la vieja amistad que nos une, que soy el doctor William Mancher. Los dos hombres saltaron del banco.
-¡Mancher! -exclamaron jadeantes, y Helberson agregó:
-¡Dios mío, es verdad!
El desconocido sonrió vagamente.
-Sí -dijo-, es bastante cierto, qué duda cabe.
Vaciló, como si intentara recordar algo, y luego empezó a tararear una canción popular. Se hubiera dicho que los dos hombres ya no le interesaban.
-Mire usted, Mancher -dijo el doctor Helberson-, cuéntenos exactamente lo que ocurrió aquella noche a Jarette, desde luego.
-Ah, sí, a Jarette -dijo el otro-. Es extraño que haya olvidado contárselos a ustedes. Lo cuento tan a menudo. Vean ustedes, yo sabía, porque le oí a él mismo decirlo, que no estaba demasiado tranquilo. Entonces no resistí a la tentación de volver a la vida y entretenerme un poco a costa de él. No pude resistir, en verdad. Todo estaba muy bien, pero no pensé, seriamente. Y después... bueno, fue toda una historia hacerlo ocupar mi lugar, y entonces. ¡Malditos sean ustedes, no podía salir! ¡Malditos sean!
Nada semejante a la ferocidad con que articuló las últimas palabras. Los otros dos retrocedieron alarmados.
-¿Nosotros? ¿Cómo, cómo? -balbuceó Helberson, perdiendo por completo el dominio de sí -. Nosotros no tenemos nada que ver en eso.
-¿No dije que ustedes eran los doctores Hellborn y Sharper1? -preguntó el loco, riendo.
-Mi nombre es Helberson, y este caballero es el señor Harper -le contestó, tranquilizado-. Pero ahora no somos médicos. Somos... bueno, hablemos claro, viejo, somos jugadores.
-Muy buena profesión. Muy buena, en verdad. Y dicho sea de paso, espero que Sharper, aquí presente, haya pagado lo que apostó a Jarette, como un honesto jugador. Sí, una profesión muy buena y honorable -repitió con aire pensativo. Antes de alejarse, agregó a modo de despedida: -Pero yo me aferro a la antigua. Soy médico en el asilo de Bloomingdale, médico del personal. Mi tarea es cuidar al director".
Ambrose Bierce
II
En un consultorio de Kearny Street, sentados en torno a una mesa, tres hombres bebían ponche y fumaban. Era tarde, casi medianoche, y no había escaseado el ponche. Estaban en casa del doctor Helberson, el más circunspecto de los tres. Tenía unos treinta años. Los otros eran menores. Todos ellos médicos.
-El temor supersticioso que inspiran los muertos a los vivos es hereditario e incurable -dijo el doctor Helberson-. No tiene por qué avergonzarnos. Es una herencia, sencillamente, como la incapacidad para las matemáticas, o la tendencia a mentir.
Los otros rieron.
-¿Es que la mentira no debe avergonzar a un hombre? -preguntó el más joven de los tres. Este último, en realidad, era un practicante. Todavía no se había recibido.
-Mi querido Harper, no he dicho eso. Una cosa es mentir; otra, la tendencia a mentir.
-¿Pero cree usted -dijo el tercero- que este supersticioso temor a los muertos, no fundado en razón alguna, sea universal? Yo no siento hacia ellos ningún temor.
-Usted no lo siente en teoría -contestó Helberson-. Espere que se cumplan determinadas condiciones, lo que Shakespeare llama "la confabulación de las circunstancias", y lo verá manifestarse de una manera no muy agradable que le abrirá los ojos. Los médicos y los soldados, desde luego, son menos vulnerables que otros a este temor.
-¡Médicos y soldados! ¿Por qué no agrega también verdugos? Incluyamos a todas las clases criminales.
-No, mi querido Mancher. Los jurados no permiten a los verdugos familiarizarse demasiado con la muerte. De otro modo, llegaría a no conmoverlos.
El joven Harper, que había ido a buscar un cigarro, volvió a su asiento.
-¿Qué condiciones se requieren para que cualquier hombre nacido de mujer llegue a tener conciencia, hasta un extremo intolerable, de ese horror que todos compartimos según usted? -preguntó con sobrada elocuencia.
-Bueno, yo diría que si un hombre estuviera encerrado toda la noche con un cadáver, solo, en la oscuridad de una casa desocupada, sin mantas para echarse sobre la cabeza y refugiarse en ellas, podría jactarse con justicia de no haber nacido de mujer; ni siquiera, como Macduff, de ser el resultado de una cesárea.
-Pensé que sus condiciones no acabarían nunca -replicó Harper-. Pero sé de un hombre que no vacilaría en aceptarlas. Por lo que usted quiera apostar.
-¿Quién es?
-Se llama Jarette. No es de California. Como yo, ha nacido en Nueva York. Yo no tengo dinero para hacer apuestas, pero él podrá apostarle lo que usted quiera -repitió.
-¿Cómo lo sabe usted?
-Prefiere jugar a comer. En cuanto al miedo, me atrevería a decir que lo considera algo así como una enfermedad de la piel, o acaso como una peculiar herejía religiosa.
Decididamente, Helberson empezaba a interesarse.
-¿Cómo es el tal Jarette? -preguntó.
-¿Cómo es? Se parece a Mancher. Podrían ser mellizos.
Helberson contestó resueltamente:
-Acepto la apuesta.
-Debo agradecerle muchísimo el cumplido, estoy seguro -dijo Mancher arrastrando las palabras. Se estaba durmiendo. Agregó-: ¿Puedo entrar en la apuesta?
-No contra mí -dijo Helberson-. No quiero su dinero.
-Muy bien. Entonces seré el cadáver.
Los otros se echaron a reír.
Ya hemos visto el resultado de esta descabellada conversación.
III
Al apagar la escasa ración de su vela, el señor Jarette se propuso conservarla para alguna imprevista necesidad. Quizá pensara vagamente que tanto daba estar a oscuras al principio como al fin, y ese cabo de vela, en caso de que la situación se hiciera realmente insoportable, le garantizaba un medio de alivio, o hasta de libertad. De cualquier modo era prudente contar con una pequeña reserva de luz, aunque sólo fuera para poder mirar el reloj.
No bien apagó la vela y la colocó a su lado, en el suelo, se instaló cómodamente en el sillón, echó la cabeza atrás y cerró los ojos. Deseaba y esperaba dormir. Quedó decepcionado; nunca en su vida había tenido menos sueño. Pocos minutos después se dio por vencido. Pero entonces ¿qué hacer? No podía andar a tientas en la oscuridad más absoluta, corriendo el peligro de tropezar con las paredes, también de llevarse por delante la mesa y perturbar descomedidamente al muerto. Nadie discute el derecho de los muertos de descansar en paz, exentos de cualquier violencia. Jarette casi logró persuadirse de que consideraciones semejantes, reteniéndolo en el sillón, lo obligaban a no afrontar una probable caída.
Mientras pensaba en ello, creyó haber oído un leve ruido que llegaba de la mesa. Qué clase de ruido era, no hubiese podido decirlo. Continuó inmóvil. ¿Para qué volver la cabeza en la oscuridad? Sin embargo, escuchó atentamente. ¿Por qué no habría de hacerlo? Y mientras escuchaba, sintiendo como un vértigo, se aferró a los brazos del sillón. Le zumbaban los oídos, la sangre se le subía a la cabeza, el chaleco le apretaba el tórax. Se preguntó a qué obedecían esas molestias ¿Eran síntomas de miedo? Hundió el pecho, lanzando un profundo suspiro, y cuando la gran cantidad de aire con que llenó de nuevo sus pulmones exhaustos hizo desaparecer aquella sensación de vértigo, comprendió que en el afán de escuchar había contenido la respiración hasta llegar por poco a sofocarse. Era una revelación humillante. Se levantó, empujó el sillón con el pie y avanzó hasta el centro del cuarto. Pero no avanzaba mucho en la oscuridad. Tanteando, encontró la pared, siguió hasta el rincón, dio vuelta, pasó las dos ventanas y allí, en el otro rincón, entró en violento contacto con la mesita y la tiró al suelo. El ruido lo hizo estremecer. Quedó fastidiado. ¿Cómo diablos pude olvidar dónde coloqué la mesita?, murmuró, buscando su camino a lo largo de la tercera pared con el propósito de llegar a la chimenea.
Debo poner las cosas en su justo sitio, dijo el señor Jarette, y palpó el piso hasta dar con el candelero.
Cuando por fin lo encendió, volvió los ojos a la mesa de cocina donde, naturalmente, nada había cambiado. La mesita con el atril seguía en el suelo. Había olvidado poner las cosas en su justo sitio. Paseó la mirada por el cuarto, desplazando las sombras más profundas con el candelero, llegó hasta la puerta, hizo girar el picaporte y empujó con todas sus fuerzas. Como la puerta no cediera, sintió una especie de satisfacción. Más aún, corrió el pestillo que tenía por dentro y en el cual no había reparado en el momento de entrar. Volvió a sentarse y miró su reloj; eran las nueve y media. Sorprendido, pegó el reloj a la oreja: oyó el tictac del minutero. Ahora la vela estaba sensiblemente más corta. Apagándola nuevamente, la colocó en el piso junto a él, como antes. El señor Jarette no estaba cómodo; estaba profundamente insatisfecho con el ambiente que lo rodeaba, y consigo mismo por sentirse insatisfecho. ¿Qué puedo temer? -pensó-. Esto es ridículo y vergonzoso. No seré tan estúpido. Pero no infunde valor el decirnos seamos valientes, ni reconocer que en tal o cual circunstancia nos beneficia el decirlo. Mientras más se condenaba a sí mismo, más argumentos encontraba Jarette para fundar su condena. Mientras mayor era el número de sus tranquilizadoras y armoniosas variaciones sobre el tema de la inocuidad de los difuntos, menos podía soportar sus propias y discordantes inquietudes. Cómo es posible -exclamó en medio de la angustia de su espíritu-, cómo es posible que yo, tan luego yo, que no tengo supersticiones de ninguna clase, que no creo en la inmortalidad del alma, que sé, y ahora más que nunca, que la vida ultraterrena no es sino el sueño de un deseo, pierda mi apuesta, y junto con mi apuesta ¡el honor, la propia estimación, tal vez el juicio! ¡Todo porque algunos de mis salvajes antepasados, que vivían en las cavernas, concibieron la monstruosa idea de que los muertos se levantan y caminan por la noche! En eso, distintamente, inequívocamente, el señor Jarette oyó tras de sí un leve ruido de pasos, cautelosos, nítidos, cada vez más próximos.
IV
A la mañana siguiente, poco antes del amanecer, el doctor Helberson y su joven amigo Harper recorrían muy despacio las calles de la Costa Norte. Iban al cupé del doctor.
-Joven inexperto -dijo el hombre de más edad-, ¿aún tiene usted confianza en el valor o en la estolidez de su amigo? ¿Cree usted que he perdido mi apuesta?
-Sé que la ha perdido -dijo el otro, pero esta vez con menos énfasis.
-Bueno, de todo corazón espero que así sea -lo dijo con formalidad casi solemne-. Harper, este asunto me inquieta -agregó a la media luz intermitente que entraba oblicuamente en el cupé, cuando pasaban junto a los faroles de la calle, su rostro tenía un aspecto muy severo-. No habría aceptado la apuesta si su amigo no me hubiese irritado por el desdén que demostró ante mi duda sobre su incapacidad de resistencia, una condición meramente física, y por haber sugerido con impasible descortesía que el cadáver fuera el de un médico. Si algo sucediera, estamos perdidos. Mucho me temo que lo merecemos.
-¿Qué puede suceder? Hasta si el asunto tomara un sesgo grave, cosa que no creo, Mancher sólo tiene que resucitar y explicar cómo sucedió. Muy diferente sería con un sujeto auténtico de la Morgue, o con uno de sus pacientes difuntos.
El doctor Mancher, por lo tanto había cumplido su promesa: era el cadáver. El doctor Helberson permaneció largo rato silencioso mientras el cupé, a paso de tortuga, tomaba por la misma calle que ya había recorrido dos o tres veces.
-Bueno -dijo por fin-, esperemos que Manchester, si ha necesitado resucitar de entre los muertos, se haya conducido con discreción. De otro modo, su error empeoraría las cosas.
-Sí, Jarette podría matarlo -dijo Harper-. Cuando el cupé pasó junto a un farol de gas, miró su reloj-. Pero ya son casi las cuatro de la mañana -agregó.
Un momento después los dos hombres bajaban del coche y caminaban impetuosamente hacia la casa durante mucho tiempo vacía, perteneciente al doctor Herlberson, en la cual habían encerrado al señor Jarette. Al acercarse, encontraron a un hombre que corría. Se detuvo de golpe.
-¿Pueden decirme -les gritó- dónde hay un médico?
-¿Qué ocurre? -preguntó Helberson, evasivamente.
-Vaya y vea con sus propios ojos -dijo el hombre prosiguiendo su carrera.
Se apresuraron, llegaron a la casa. En la puerta de calle vieron entrar a varias personas muy excitadas. Al lado y al frente, en los edificios vecinos, asomaban muchas cabezas por las ventanas abiertas de par en par. Los dueños de aquellas cabezas hacían preguntas y no contestaban a las preguntas que les dirigían. Había luz en los pocos cuartos con las ventanas cerradas: sus ocupantes se estaban vistiendo para bajar. El farol de la calle, justo enfrente de la casa que era el centro de todas las miradas, arrojaba sobre la escena una débil luz amarilla, como insinuando que podía descubrir muchos otros pormenores si lo hubiese querido. Harper, mortalmente pálido, se detuvo junto a la puerta y posó su mano en el brazo de su acompañante. Dijo:
-Estamos perdidos, doctor. Tenemos la suerte en contra. No entremos. Es preferible escapar.
Sus desaprensivas palabras contrastaban con el tono extrañamente agitado de la voz.
-Yo soy médico -dijo el doctor Helberson tranquilamente-. Necesitan uno.
Subieron unos pocos peldaños y se dispusieron a entrar. La puerta cancel estaba abierta. El farol de la calle iluminaba el umbral lleno de gente. Algunas personas habían llegado al último tramo de la escalera; como no las dejaran seguir adelante, allí aguardaban, apostadas. Todas hablaban a la vez. Súbitamente, hubo una gran conmoción: se abrió una puerta y un hombre se lanzó contra los que intentaban detenerlo. Cayó sobre los asustados curiosos, haciéndolos a un lado, obligándolos a ponerse de espaldas a la pared o a prenderse de la baranda, tomándolos por el cuello y golpeándolos bárbaramente, o arrojándolos escaleras abajo y pasándolos por encima. Andaba sin sombrero, con la ropa en desorden. Más aterradora que su fuerza, en apariencia sobrehumana, era la expresión de sus ojos desorbitados e inquietos. Su cara, cuidadosamente afeitada, estaba exangüe. Tenía el pelo blanco como la nieve. Como hubiera más espacio al pie de la escalera, y la multitud se hiciera a un lado para dejarlo pasar, Harper gritó:
-¡Jarette, Jarette!
El doctor Helbeson tomó a Harper por las solapas de la chaqueta y lo empujó hacia atrás. El hombre los miró sin parecer reconocerlos, bajó los pocos peldaños que conducían de la puerta cancel a la de la calle, y desapareció. Un policía corpulento, que no había logrado bajar con tanto éxito, surgió momentos después y corrió tras él, mientras las cabezas de las ventanas -ahora de mujeres y niños- gritaban:
-¡Por allí, por allí!
Ya la escalera estaba en parte despejada. Casi toda la muchedumbre se había precipitado a la calle para observar la fuga y persecución. El doctor Helberson, seguido de Harper, pudo llegar hasta arriba.
En la puerta que daba al último corredor, un agente de policía les interceptó el paso.
-Somos médicos-, dijo el doctor, y entraron a un cuarto lleno de hombres apiñados alrededor de una mesa. Apenas se distinguían en la penumbra. Los recién venidos, adelantándose dificultosamente, miraron por encima de los que estaban en primera fila. En la mesa, con las piernas tapadas con unas sábanas, yacía el cuerpo de un hombre. Los rayos de una linterna que sostenía un policía, de pie junto al cadáver, lo iluminaban brillantemente. Todos los demás, el policía mismo, estaban en la sombra, excepto aquellos muy próximos a la cabeza del muerto. El rostro del muerto, amarillo, repulsivo, horrible, tenía los ojos a medio abrir, mirando hacia el techo, la mandíbula caída; en los labios, en el mentón, en las mejillas había rastros de espuma. Un hombre alto, evidentemente un médico, se inclinó sobre el cadáver, le pasó la mano por debajo de la pechera de la camisa y le introdujo dos dedos en la boca abierta.
-Hace casi tres horas que este hombre ha muerto -dijo-. Es un caso para el médico forense.
Sacó una tarjeta de bolsillo, la entregó al oficial y se abrió camino hasta la puerta.
-¡Váyanse todos! ¡Fuera! -gritó el oficial bruscamente, y el cuerpo del muerto desapareció como por arte de magia cuando la linterna enfocó, aquí y allá, las caras de la multitud.
El efecto fue increíble. Los hombres, enceguecidos, confusos, casi aterrorizados, se precipitaron ruidosamente hacia la puerta apretujándose, codeándose y cayendo los unos encima de los otros a medida que iban saliendo, como las huestes de la noche heridas por los dardos de Apolo. Sobre la masa tumultuosa, acorralada, el oficial disparaba su luz implacable, incesante. Arrastrados por la corriente, Helberson y Harper fueron barridos del cuarto y lanzados a la calle escaleras abajo.
-¡Dios mío, doctor! ¿No le dije que Jarette lo mataría? -exclamó Harper no bien se apartaron de la multitud.
-Entiendo que sí -replicó el otro sin aparente emoción.
Prosiguieron caminando en silencio hacia el este, ya gris; se perfilaban las viviendas sobre la línea de la colina. Ya andaba por las calles el carro del lechero. Muy pronto el panadero entraría en escena. Se oían vocear los primeros diarios.
-Tengo la impresión, jovencito -dijo el doctor Helberson-, que usted y yo hemos trasnochado demasiado en los últimos tiempos. No es bueno para la salud. Necesitamos un cambio. ¿Qué le parecería un viaje a Europa?
-¿Cuándo?
-En cualquier momento. Esta tarde a las cuatro, por ejemplo, sería una hora conveniente.
-Lo encontraré en el barco -dijo Harper.
V
Estos dos hombres, siete años después, conversaban amigablemente en Nueva York, sentados en un banco de Madison Square. Un tercero, que los había estado observando sin que ellos lo advirtieran, terminó por acercarse y los saludó con la mayor cortesía, quitándose el sombrero y descubriendo su pelo ondulado, blanco como la nieve. Dijo:
-Les pido disculpas, señores, pero cuando se ha matado a un hombre para poder resucitar, es mejor ponerse sus ropas y escaparse en la primera oportunidad.
Helberson y Harper cambiaron miradas significativas. Parecían divertidos. Helberson miró con simpatía al desconocido y replicó:
-Esa fue siempre mi idea. Estoy enteramente de acuerdo con sus ventaj...
Súbitamente se detuvo, mortalmente pálido. Clavó los ojos en el hombre y quedó boquiabierto. Temblaba.
-¡Ah! -exclamó el desconocido-, veo que se siente usted mal, doctor. En caso de que no pueda atenderse, estoy seguro de que el doctor Harper podrá hacerlo por usted.
-¿Quién diablos es usted? -preguntó Harper desafiante.
El desconocido se acercó más a ellos. Inclinándose susurró:
-A veces me llamo a mí mismo Jarette, pero no tengo inconveniente en decirles, dada la vieja amistad que nos une, que soy el doctor William Mancher. Los dos hombres saltaron del banco.
-¡Mancher! -exclamaron jadeantes, y Helberson agregó:
-¡Dios mío, es verdad!
El desconocido sonrió vagamente.
-Sí -dijo-, es bastante cierto, qué duda cabe.
Vaciló, como si intentara recordar algo, y luego empezó a tararear una canción popular. Se hubiera dicho que los dos hombres ya no le interesaban.
-Mire usted, Mancher -dijo el doctor Helberson-, cuéntenos exactamente lo que ocurrió aquella noche a Jarette, desde luego.
-Ah, sí, a Jarette -dijo el otro-. Es extraño que haya olvidado contárselos a ustedes. Lo cuento tan a menudo. Vean ustedes, yo sabía, porque le oí a él mismo decirlo, que no estaba demasiado tranquilo. Entonces no resistí a la tentación de volver a la vida y entretenerme un poco a costa de él. No pude resistir, en verdad. Todo estaba muy bien, pero no pensé, seriamente. Y después... bueno, fue toda una historia hacerlo ocupar mi lugar, y entonces. ¡Malditos sean ustedes, no podía salir! ¡Malditos sean!
Nada semejante a la ferocidad con que articuló las últimas palabras. Los otros dos retrocedieron alarmados.
-¿Nosotros? ¿Cómo, cómo? -balbuceó Helberson, perdiendo por completo el dominio de sí -. Nosotros no tenemos nada que ver en eso.
-¿No dije que ustedes eran los doctores Hellborn y Sharper1? -preguntó el loco, riendo.
-Mi nombre es Helberson, y este caballero es el señor Harper -le contestó, tranquilizado-. Pero ahora no somos médicos. Somos... bueno, hablemos claro, viejo, somos jugadores.
-Muy buena profesión. Muy buena, en verdad. Y dicho sea de paso, espero que Sharper, aquí presente, haya pagado lo que apostó a Jarette, como un honesto jugador. Sí, una profesión muy buena y honorable -repitió con aire pensativo. Antes de alejarse, agregó a modo de despedida: -Pero yo me aferro a la antigua. Soy médico en el asilo de Bloomingdale, médico del personal. Mi tarea es cuidar al director".
Ambrose Bierce
domingo, 26 de julio de 2015
"Prischepa"
"Me dirigía a Léchniuv, en donde se había instalado el estado mayor de la división. Mi compañero de viaje continuaba siendo Prischepa, joven kubanés, pícaro incansable, depurado comunista, futuro trapero, despreocupado, sifilítico y tardo mentiroso. Llevaba un caftán circasiano carmesí confeccionado con paño fino, y un capuchón aboatado caído sobre la espalda. Por el camino me contó su vida…
Hace un año, Prischepa huyó de los blancos. Como represalia, estos tomaron como rehenes a los padres del joven y los fusilaron en la sección de contraespionaje. Los vecinos saquearon los bienes de la casa. Al ser expulsados los blancos del Kubán, Prischepa volvió a su aldea natal.
Ocurrió por la mañana, al amanecer, cuando el sueñito del mujik suspira bajo el agriado bochorno. Prischepa enganchó un carro oficial y fue por el pueblo recogiendo su gramófono, sus tinas de kvas y las toallas bordadas por su madre. Se echó a la calle con abrigo negro y un puñal curvo en el cinto; el carro iba rodando detrás. Prischepa fue de un vecino a otro, y la huella sangrienta de sus plantas iba dejando un rastro tras él. En las casas donde el cosaco encontraba objetos de su madre o la pipa de su padre, dejaba viejas apuñaladas, perros colgados sobre el pozo, iconos emporcados con excrementos de animales. Fumando sus pipas, los aldeanos seguían sombríamente, con los ojos, el camino de Prischepa. Los cosacos jóvenes se dispersaron por la estepa y llevaron la cuenta de las víctimas. Esta cuenta iba creciendo, el pueblo callaba. Cuando hubo terminado, Prischepa volvió a la vacía casa de sus padres. Colocó los recuperados muebles en el orden que recordaba de su infancia y mandó por vodka. Encerrado en la casa, estuvo dos días bebiendo, cantando, llorando y dando sablazos sobre la mesa.
La tercera noche, el pueblo vio humo sobre la isba de Prischepa. Chamuscado, con la ropa desgarrada, Prischepa salió tambaleándose, sacó una vaca del establo, le puso el revólver en la boca y disparó. La tierra giraba bajo sus pies, un círculo de azuladas llamas salía volando por las chimeneas y se desvanecía. Un ternero abandonadlo gemía en el establo. El incendio resplandecía como un domingo. Prischepa desató el caballo, saltó sobre la silla, arrojó al fuego un mechón de sus cabellos y desapareció".
Isaac Babel
Hace un año, Prischepa huyó de los blancos. Como represalia, estos tomaron como rehenes a los padres del joven y los fusilaron en la sección de contraespionaje. Los vecinos saquearon los bienes de la casa. Al ser expulsados los blancos del Kubán, Prischepa volvió a su aldea natal.
Ocurrió por la mañana, al amanecer, cuando el sueñito del mujik suspira bajo el agriado bochorno. Prischepa enganchó un carro oficial y fue por el pueblo recogiendo su gramófono, sus tinas de kvas y las toallas bordadas por su madre. Se echó a la calle con abrigo negro y un puñal curvo en el cinto; el carro iba rodando detrás. Prischepa fue de un vecino a otro, y la huella sangrienta de sus plantas iba dejando un rastro tras él. En las casas donde el cosaco encontraba objetos de su madre o la pipa de su padre, dejaba viejas apuñaladas, perros colgados sobre el pozo, iconos emporcados con excrementos de animales. Fumando sus pipas, los aldeanos seguían sombríamente, con los ojos, el camino de Prischepa. Los cosacos jóvenes se dispersaron por la estepa y llevaron la cuenta de las víctimas. Esta cuenta iba creciendo, el pueblo callaba. Cuando hubo terminado, Prischepa volvió a la vacía casa de sus padres. Colocó los recuperados muebles en el orden que recordaba de su infancia y mandó por vodka. Encerrado en la casa, estuvo dos días bebiendo, cantando, llorando y dando sablazos sobre la mesa.
La tercera noche, el pueblo vio humo sobre la isba de Prischepa. Chamuscado, con la ropa desgarrada, Prischepa salió tambaleándose, sacó una vaca del establo, le puso el revólver en la boca y disparó. La tierra giraba bajo sus pies, un círculo de azuladas llamas salía volando por las chimeneas y se desvanecía. Un ternero abandonadlo gemía en el establo. El incendio resplandecía como un domingo. Prischepa desató el caballo, saltó sobre la silla, arrojó al fuego un mechón de sus cabellos y desapareció".
Isaac Babel
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