"Estamos a ciento treinta días de Melbourne, y durante tres semanas hemos tenido calma chicha. Es medianoche, y hasta la guardia en cubierta, que será a las cuatro de la madrugada, voy a sentarme en la escotilla. Un momento más tarde, Joky, nuestro grumete, viene a charlar conmigo. Son muchas las horas que permanecemos sentados, conversando durante las vigilancias nocturnas. Aunque, a decir verdad, es Joky el que habla. Yo me contento con fumar y escucharle, gruñendo de cuando en cuando para demostrarle mi atención.
Joky lleva algún tiempo callado, con la cabeza inclinada, en honda meditación. De pronto, la levanta. con la evidente intención de hacer alguna observación. Pero al momento veo cómo su rostro se desencaja en una horrible mueca de espanto. Se echa hacia atrás, con los ojos mirando al vacío. Luego, abre la boca. Prorrumpe en unos sonidos inarticulados y cae de la escotilla, golpeándose la cabeza contra el suelo de cubierta. Intentando averiguar el motivo, vuelvo la cabeza. ¡Dios mío! Elevándose por encima de las planchas del barco, distingo claramente a la luz de la luna una inmensa boca a una braza de distancia. De sus gruesos labios surgen unos tentáculos.
Entonces, la Cosa se acerca más al barco. Cada vez aparece más alto, más alto, más horrible. No tiene ojos visibles; sólo aquella boca, encima de un cuello semejante al tronco de un arbol. Y ese cuello, mientras to contemplo fascinado, se curva hacia dentro con la celeridad de una enorme anguila. Luego, se convierte en una serie de pliegues y arrugas. ¿No acabará nunca? El barco sufre una tremenda sacudida par estribor al sentir el peso del monstruo. Luego, la masa ancha y aplastada, sin forma, se desliza por encima de la borda y cae en cubierta con un choque sordo. Durante unos segundos, el horrible animal yace como un montón de cordajes babeantes.
Después, con movimientos muy veloces, la monstruosa cabeza avanza por cubierta. Cerca del mástil principal se hallan los cajones con las viandas, y en lo alto de la pila hay uno con carne de buey salada. El olor de la carne parece atraer al monstruo; veo cómo la huele con respiración afanosa, increíble. Abre los labios y deja ver cuatro espantosos colmillos. Mueve la cabeza, se aye un crujido: la carne y el barril han desaparecido. El ruido hace salir a cubierta a uno de los marineros, que al momento no ve nada, par la oscuridad de la noche. Después, al aproximarse más, to ve, y lanzando tremendos alaridos, se precipita adelante ¡Demasiado tarde! De la boca de la Cosa surge una hoja blanca y reluciente, con unos dientes feroces y voraces. Aparto la mirada, pero no logro dejar de oír el ruido glotón de aquella boca.
El vigía, atraído par aquel sonido, ha presenciado la tragedia, y huye a refugiarse abajo,
cerrando la portilla de hierro a sus espaldas. El carpintero y el velero salen corriendo a cubierta, y al ver al monstruo huyen hacia el camarote, profiriendo chillidos de terror. El segundo contramaestre, tras una rápida ojeada desde el puente, desciende a toda prisa, seguido por el timonel. Le oigo formar una barricada tras la escotilla, y de pronto me doy cuenta de que me he quedado sólo en cubierta. Hasta ahora he olvidado mi propio peligro. Los últimos instantes me parecen una pesadilla. Sin embargo, comprendo mi situación y, estremeciéndome de horror, doy media vuelta en busca de la salvación. Entonces, mis ojos tropiezan con Joky, que sigue insensible en el lugar de su caída. No puedo abandonarle. Muy cerca, en cubierta, se abre la puerta que conduce a una garita de acero. Dentro estaré a salvo.
Hasta el momento, la Cosa no se ha dado cuenta de mi presencia. Sin embargo, su cabeza en forma de barril gira en todas direcciones. Lanza como un berrido, y su lengua avanza y retrocede, al tiempo que el monstruo gira y viene hacia mí. Sé que no puedo perder ni un segundo, y agarrando al inconsciente muchacho, corro hacia la puerta abierta. Se halla sólo a unos metros, pero aquella horrible forma avanza hacia mí por cubierta, moviendo rápidamente sus anillos. Llego a la garita y caigo dentro con mi carga. Luego, pienso en cerrar la puerta. En el mismo instante, los blancos anillos rodean la garita. De un salto estoy dentro y atranco la puerta. Por el ojo de buey, veo cómo la Cosa rodea la garita, buscándome infructuosamente.
Joky aún no se ha movido. Me arrodillo, le aflojo el cuello del suéter y le rocío la cara con agua. Mientras tanto, oigo gritar a Morgan. Instantes después, suena un chillido de terror, y otra vez el espantoso glú, glú. Joky se estremece, se frota los ojos y se incorpora.
-¿Era Morgan el que gritaba. . . ? -se interrumpe con sobresalto-. ¿Dónde estamos? ¡He soñado algo terrible!
En aquel instante se oye el ruido de unos pasos en cubierta y oigo la voz de Morgan ante la puerta.
-¡Abre, Tom!
Calla de repente, y lanza un alarido desesperado. Le oigo correr hacia delante. A través del mirador, le veo huir hacia el aparejo de proa y trepar por un mástil. Pero algo le sigue. Algo blanco en la noche. Y ese algo se enrosca a su pierna derecha. Morgan se detiene, saca su navaja y la hunde ferozmente en su enemigo. Este le suelta; inmediatamente. Morgan se encarama a lo más alto del mástil. Hay un rato de quietud, y observo que está amaneciendo. No se oye nada, excepto la respiración agitada de la Cosa. Cuando sale el sol, el horroroso ser se tumba en cubierta y parece gozar del calor. No se oye nada, ni los marineros en la proa ni los oficiales en la popa. Supongo que temen llamar la atención del monstruo. Un poco después oigo un disparo de pistola a popa, y veo a la serpiente levantando su inmensa cabeza para escuchar. Es así coma puedo ver su parte anterior, y distingo con claridad lo que ocultaba la noche. En la boca hay un par de ojos diminutos, que parecen guiñar con inteligencia diabólica. Balancea la cabeza de lado a lado, lentamente; de pronto, sin previo aviso, se vuelve rápidamente y mira por el ojo de buey. Me aparto de allí, pero no lo bastante de prisa. Me ha visto y aplasta la cabeza contra el cristal.
Suspendo la respiración. ¡Dios mío, si rompe el vidrio! Estoy petrificado. De la mirilla viene un sonido espantoso. La Cosa lo está arañando. Me estremezco. Recuerdo que hay unas portillas de hierro que cierran los ojos de buey cuando hace mal tiempo. Sin perder un segundo, me levanto y la cierro. A continuación hago lo mismo con las demás mirillas. Estamos en tinieblas, y le dijo a Joky que encienda la lámpara, lo que, tras varios tanteos, consigue. Me duermo una hora antes de medianoche. Me despierto súbitamente varias horas más tarde, a causa de un grito de agonía y el horrible glu, glu. Sospecho to ocurrido. Uno de los hombres ha salido del camarote en busca de agua. Evidentemente, ha confiado en la oscuridad para disimular sus movimientos. ¡Pobre chico! ¡Ha pagado su confianza con la vida!
Ya no puedo dormir, aunque el resto de la noche pasa tranquilamente. Al amanecer dormito un poco, pero me despierto a menudo, sobresaltado. Joky duerme plácidamente: no obstante, parece agotado por el sufrimiento de las últimas veinticuatro horas. Le llamo hacia las ocho, y nos desayunamos ligeramente con galletas y agua. Afortunadamente, el agua no falta. Joky parece restablecerse y habla levantando la voz. Seguramente demasiado alto para nuestra seguridad. Mientras él habla, suena un tremendo golpe contra la puerta. Joky calla al momento. Mientras estamos sentados me pregunto qué harán los otros, qué comerán, cómo podrán estar sin agua, y qué nueva tragedia estará a punto de ocurrir. A mediodía, oigo una detonación seguida de un mugido ensordecedor. cómo se astilla la madera, y los gritos de los marineros. Me pregunto en vano qué estará sucediendo. Y empiezo a razonar. Por el sonido del disparo, comprendo que se trata de algo más pesado que un rifle o una pistola. y a juzgar por el mugido de la Cosa, el proyectil habrá hecho blanco. Pensando más, me convenzo de que, por algún medio ignorado, han disparado con el pequeño cañón de que disponemos. y aunque sé que alguien debe estar herido, tal vez muerto, experimento una gran exaltación cuando oigo mugir otra vez a la Cosa, y comprendo que está herida, quizá mortalmente. Poco después, no obstante, el mugido se apaga, y sólo un sonido bajo y ocasional, que denota más ira que sufrimiento, me dice que el monstruo aún vive.
Por la inclinación del barco a estribor, comprendo que la Cosa está en aquel lado, y aliento la esperanza de que posiblemente se haya hartado de nosotros y ansía volver al mar. Por unos instantes reina el silencio y mi esperanza va en aumento. Me inclino hacia Joky y le despierto; dormía de bruces sobre la mesa. Se levanta lanzando un grito.
-¡Chis! -le hago callar-. No estoy seguro, pero creo que se ha largado.
El rostro de Joky resplandece, y me interroga ávidamente. Aguardamos otra hora, siempre más esperanzados. La confianza se aferra a nuestra alma. No oímos nada. Ni siquiera la respiración de la bestia. Cojo unas galletas, y Joky, tras buscar en un armario, saca un pedazo de tocino y una botella de vinagre. Lo devoramos todo con avidez. Después de nuestro largo ayuno, la comida obra en nosotros como el vino, y Joky insiste en abrir la puerta para asegurarse de que la Cosa se ha ido. No se lo permito, diciéndole que será mejor abrir las portillas de las mirillas y echar una ojeada hacia fuera. Joky discute, pero no me dejo ablandar. Se excita. Es muy joven y ligero de cascos. Luego, a medida que abro las portillas, Joky corre hacia la puerta. Lo atrapo antes de que pueda descorrer el cerrojo, y tras una breve lucha lo conduzco otra vez a la mesa. Mientras intento amansarlo, se oye por la puerta de estribor (la que intentaba abrir Joky), como un bufido agudo y fuerte, seguido inmediatamente por un gruñido atronador y un hedor a respiración pútrida que se filtra por debajo de la puerta. Se apodera de mí un gran temblor, y a no ser por el cajón de las herramientas de carpintería, me caería al suelo. Joky palidece y parece terriblemente mareado, tras lo cual solloza en un ataque de desesperación.
Van transcurriendo las horas y casi muerto de cansancio, me tumbo encima del cofre donde estoy sentado, y trato de dormir. Deben de ser más de las dos de la madrugada; después de un prolongado sopor, me despierto sobresaltado, debido a un tremendo clamor. Los hombres gritan, maldicen, rezan... Mas a pesar del terror expresado, todos parecen en extremo debilitados. Mientras tanto, resuena el espantoso glu glu de la bestia. El terror se apodera de mí, y sólo sé caer de rodillas y rezar. Sé muy bien lo que está ocurriendo.
Joky, en su sueño, no ha oído nada, de lo cual me alegro. Por fin, la luz se filtra por debajo de la puerta, y sé que nace el día de la segunda mañana de nuestro encierro. Dejo dormir a Joky. Que goce de paz mientras pueda. Pasa el tiempo, pero apenas me fijo en ello. Probablemente, la Cosa esté durmiendo. A mediodía como una galleta y bebo un poco de agua. Joky sigue durmiendo. Es lo mejor. Un ruido quiebra el silencio. El barco sufre una sacudida; comprendo que la Cosa se ha despertado. Se mueve por cubierta, haciendo que el barco se balancee ligeramente. Se dirige a proa... hacia el puente. Al parecer, no halla nada. puesto que retrocede inmediatamente. Se detiene delante de la garita y va hacia popa. Allí, no sé exactamente dónde, parece reír salvajemente, si bien el sonido está lejos, algo apagado. El horror cesa de pronto. Escucho intensamente, pero solamente capto un agudo crujido más allá del extremo de la garita, como si alguien la forzase. Un minuto más tarde oigo un grito, seguido casi al momento por otro agudo crujido que estremece al barco. Aguardo, lleno de ansiedad. ¿Que sucede? Los minutos transcurren con lentitud. Suena otro grito, que cesa de repente. El suspenso es espantoso, y no puedo soportarlo. Muy cautelosamente abro una portilla y atisbo hacia fuera. La visión es horrorosa. Con la cola en cubierta y su vasto corpachón en torno al palo mayor, se halla el monstruo moviéndose al aire. Es la primera visión clara que tengo de la Cosa. ¡Dios mío! ¡Debe pesar cien toneladas! Sabiendo que tengo tiempo, abro la mirilla, y me asomo para ver mejor. En el extremo del palo se halla uno de los marineros. Observo su rostro, desencajado por el miedo.
No puedo ayudarle. La inmensa lengua surge y lame la vela, ascendiendo cada vez más. Más arriba aún, fuera de su alcance, se hallan otros dos hombres. A juzgar por to que veo, están atados al mástil. La Cosa intenta alcanzarles, pero, tras varios esfuerzos inútiles. se desliza hacia abajo, anillo a anillo, hasta la cubierta. Mientras tanto, observo una gran herida en su cuerpo, a unos cuatro metros de la cola. Miro en ambas direcciones. La puerta del camarote está rota por los goznes, y el mamparo, que es de madera de teca, se halla destrozado en parte. Estremeciéndome de nuevo, comprendo la causa de los gritos después del cañonazo. Girando la cabeza, trato de mirar hacia el mástil de popa, pero me es imposible. El sol está ya bajo, y se aproxima la noche. Retiro la cabeza y cierro la mirilla con su portón.
¿Cómo terminará esta pesadilla? ¡Oh! ... ¿cuándo?
Poco después se despierta Joky. Está muy inquieto, y aunque no ha comido nada en todo el día, no consigo hacerle probar bocado. La noche se arrastra hacia nosotros. Estamos agotados. . . demasiado desesperados para hablar. Me tiendo, pero no consigo conciliar el sueño. Pasa el tiempo... Un ventilador suena violentamente en la cubierta principal, y hay un alboroto ruidoso, constante. Más tarde, percibo el gruñido agónico de un gato. Luego, quietud. Una hora después se oye un chapuzón. Nuevamente, silencio como en la tumba. Ocasionalmente, me siento en el cofre y escucho, pero no oigo ni un leve susurro. El silencio es absoluto, incluso ha cesado el ruido de la maquinaria. Por fin, albergo nuevamente una leve esperanza. Aquel chapuzón, el silencio.. . Seguramente mi esperanza está justificada. No despierto a Joky. Primero comprobaré si estamos a salvo. Sigo sentado. Aguardo. No quiero correr riesgos innecesarios. Me aproximo a la mirilla y escucho. Ningún sonido. Pongo mi mano en la falleba, vacilo, pero no mucho. Sin hacer ningún ruido, empiezo a descorrer el cerrojo. La portilla gira sobre sus goznes, y me asomo. El corazón me palpita alocadamente. Fuera todo está oscuro.
Tal vez la luna se oculta detrás de una nube. De pronto, uno de sus rayos penetra por la mirilla, desapareciendo al instante. Sigo mirando. Se mueve algo. Otra vez el rayo de luz. Ahora estoy mirando una enorme caverna, al fondo de la cual se estremece algo enorme y blanco. Mi corazón se detiene. ¿Será el horror? Retrocedo y cojo la portilla para cerrar. De pronto, algo choca contra el cristal como un ariete, se parte en átomos y sus fragmentos Ilegan hasta el cofre. Chillo y me alejo de allí. La mirilla está completamente obstruida. La lámpara lo deja ver tímidamente. La lengua se retuerce una y otra vez. Es tan gruesa como un árbol, y está cubierta de una baba espesa. Al final tiene una zarpa como la de una langosta, pero mil veces mayor. Me acurruco en el rincón más lejano. Un golpe de sus mandíbulas rompería el cofre. Joky está escondido debajo de la litera. La Cosa gira hacia mí. Siento una gota de sudor, que resbala por mi cara... Sabe a sal. La terrible muerte se está acercando... ¡Crash! Ruedo hacia atrás. La Cosa ha aplastado la jarra de agua contra la que me apoyo, y pierdo el equilibrio, mientras el suelo se inunda de agua. La zarpa se eleva, luego baja. con un movimiento inseguro pero muy veloz, y golpea fuertemente el suelo, a un palmo de mi cabeza. Joky jadea horrorizado. Lentamente, la Cosa se eleva y empieza a rodear la litera. Se hunde en ella y extrae un almohadón. que muerde y vuelve a soltar. Avanza por el suelo. Juega con la mitad del almohadón, lo recoge, lo echa por la mirilla... y desaparece.
La garita se llena de un aire pútrido. Hay un sonido de arrastre, y algo vuelve a penetrar par la mirilla. Algo blanco, con colmillos. Se curva más cada vez, raspa la litera, el techo y el suelo, con el ruido de una sierra. Pasa dos veces por encima de mi cabeza y cierro los ojos. Desaparece. Ahora suena al otro lado de la garita, cerca de Joky. De repente, el ruido rasposo queda ahogado, como si los colmillos pasaran por encima de una sustancia blanca. Joky chilla, y el sonido rasposo cesa totalmente. Abro los ojos. La punta de la inmensa lengua se halla enroscada y algo gotea de ella... Luego, se retira velozmente, dejando que los rayos de la luna entren por la mirilla. Me pongo de pie. Miro a mi alrededor. Observo de manera mecánica los destrozos producidos en la garita... Los cofres rotos, las literas destruidas... y algo más.
-¡Joky! - grito, arrodillandome.
La Cosa vuelve a estar junto a la mirilla. Busco una herramienta. He de vengar a Joky. Ah, junta a la lámpara se halla el cajón del carpintero Veo un hacha. Salto adelante y me apodero de ella. Es pequeña... pero contundente. Compruebo el filo. Ya estoy junto a la mirilla. Me situó a un lado y levanto el arma. La enorme lengua vuelve a abrirse paso, en busca de los restos de Joky. Llega hasta ellos. Entonces, gritando "¡Joky. Joky!", golpeo salvajemente una vez y otra, jadeando ruidosamente. Una vez más, y la monstruosa masa cae al suelo, retorciéndose como una culebra. A través de la mirilla entra una inundación cálida. Hay el sonido de acero roto y un espantoso mugido. En mis oídos suena una canción. que va aumentando de volumen, más y más... Después, todo se vuelve oscuro.
Extracto del diario de a bordo del barco Hispaniola.
Visto un barco a cuatro puntos de proa, mostrando señales de abandono. Vamos hacia él y enviamos un bate. Se trata del Glen Doon, en ruta de Melbourne a Londres. Todo se halla en un estado terrible. Las cubiertas están llenas de sangre y de algo viscoso. El puente destruido. Una puerta rota, y en una garita un joven de diecinueve años, aproximadamente. en estado de inanición, y los restos de otro de unos catorce. Hay allí gran cantidad de sangre, y una masa de carne blancuzca. enroscada, que pesará media tonelada, uno de cuyos extremos parece haber sido cortado con un instrumento afilado. El puente de mando está destrozado, y su puerta cuelga de un solo gozne. La puerta, además, está abollada, como si hubiesen intentado forzarla. Entramos. Es terrible. Todo está manchado de sangre, con literas, sillas y otros muebles rotos, aunque no hay hombres ni restos humanos.
24 junio:
Pasamos nuevamente a la garita; el joven da muestras de recuperación. Cuando vuelve en sí. dice llamarse Thompson y que han sido atacados por una inmensa serpiente, aunque debe tratarse de una serpiente de mar. Está demasiado débil para hablar. pero logra decir que unos hombres están en el palo mayor. Enviamos allí a un marinero, el cual nos informa de que todos están muertos.
Nos dirigimos al camarote de popa. Allí encontramos el mamparo destrozado y la puerta del camarote arrancada de cuajo. Hallamos el cuerpo del capitán, pero ningún otro oficial. Observamos un pequeño cañón con señales de haber sido recientemente disparado. Regresamos a nuestro barco.
Tras enviar allí al segundo contramaestre y a seis marineros, tenemos a Thompson con nosotros. Ha escrito su versión del espantoso caso, y ciertamente, después de ver el estado del barco, refrendamos completamente su historia".
Firmado:
William Norton (capitán).
Tom Briggs (1er. contramaestre).
William Hope Hodgson
" Ven, cierra la puerta, siéntate junto al fuego de la chimenea, que la noche es fría, y seguro que estás cansado; acomódate y disfruta de una de tantas historias, que como cada noche vas a poder escuchar aquí..."
El Recolector de Historias

domingo, 6 de septiembre de 2015
sábado, 5 de septiembre de 2015
"Un Lugar Embrujado"
"Historia verdadera narrada por el sacristán de la iglesia de...
Les juro que empiezo a estar harto de contarles historias. ¿Qué se creen ustedes? Les doy mi palabra de que estoy aburrido. Me paso el día cuenta que te cuenta. ¡No hay manera de que le dejen a uno tranquilo! Bueno, voy a narrarles una historia más, pero será la última. Sí, ustedes han dicho que el hombre puede vencer al espíritu maligno. Mirándolo bien, es evidente que se dan en el mundo toda suerte de casos... No obstante, yo no diría eso. Si la fuerza diabólica quiere burlarse de uno, ya lo creo que lo conseguirá. Y si no vean lo que sucedió en mi familia: éramos en total cuatro hermanos. En aquella época yo no era más que un tontuelo. Sólo tenía once años; pero qué digo: aún no los había cumplido. Recuerdo como si fuera ayer que en una ocasión me puse a cuatro patas y empecé a ladrar como un perro; mi padre me gritó, moviendo la cabeza: «¡Ay, Fomá, Fomá! ¡Estás ya en edad de casarte y aún sigues haciendo el tonto como un potrillo!». Mi abuelo -que todo le vaya bien en el otro mundo - todavía vivía y gozaba de buena salud. A veces se le ocurría...
Pero ¿cómo quieren que les cuente nada en estas condiciones? Uno lleva ya una hora sacando brasas de la estufa para encender la pipa; otro no sé qué ha ido a hacer al granero. Pero ¿esto qué es? Aún podría entenderlo si les obligara a escucharme, pero son ustedes mismos los que me han pedido que les cuente una historia. ¡Si quieren escuchar, escuchen! A principios de la primavera mi padre se fue a Crimea a vender tabaco. No recuerdo si había equipado dos carros o tres. En aquella época el tabaco se pagaba caro. Llevó consigo a mi hermano de tres años, para que aprendiera desde pequeño el oficio de carretero. Nos quedamos mi abuelo, mi madre, un hermano, otro hermano y yo. El abuelo había sembrado melones hasta el borde mismo del camino y se había ido a vivir a una cabaña; nos había llevado con él para que espantáramos a los gorriones y las urracas que venían al melonar. No puede decirse que lo pasáramos mal. A veces comíamos en un solo día tantos pepinillos, melones, nabos, cebollas y guisantes que, a fe mía, parecía que en el estómago cacareaba un gallo. Además, sacábamos un buen beneficio. Pasaban muchas gentes por el camino y pocas se resistían a degustar un melón o una sandía. Y de las granjas vecinas traían pollos, huevos y pavos para intercambiar por productos de la huerta. Era una buena vida.
Lo que más le gustaba a mi abuelo era que cada día pasaban unos cincuenta carreteros con sus carros. Era gente que había visto mucho mundo. Cuando se ponían a contar, sólo había que abrir bien las orejas. Y mi abuelo acogía esas historias como un hambriento unas galushhas. A veces se encontraba con viejos conocidos -a quién no conocía mi abuelo-, y ya saben ustedes lo que pasa cuando varios viejos se reúnen: tararí, tarará, que si en esa época, que si en la otra, que si pasó esto, que si pasó lo otro... Los recuerdos se desbordaban. ¡Dios sabe hasta qué época se remontaban! Una vez -me acuerdo como si hubiera sucedido ayer-, el sol había empezado a ponerse; mi abuelo paseaba por el melonar y quitaba las hojas con las que cubría las sandías durante el día para protegerlas del sol.
-¡Mira, Ostap! -le dije a mi hermano-. ¡Por ahí van unos carreteros!
-¿Dónde? -dijo el abuelo, que acababa de hacer una señal en un gran melón para que los muchachos no se lo comieran.
Por el camino avanzaban seis carros. A la cabeza iba un carretero con el bigote ya ceniciento. Cuando llegó - cómo decirles- a unos diez pasos, se detuvo.
- ¡Hola, Maksim! ¡Mira dónde ha dispuesto Dios que nos encontremos!
El abuelo entornó los ojos.
- ¡Ah! ¡Hola, hola! ¿Qué te trae por aquí? ¿Está Boliachka contigo? ¡Hola, hola, hermano! ¡Pero diablos! ¡Si están todos! ¡Krutorischenko, Pecheritsa, Kovelek, Stetsko! ¡Hola! ja, ja, ja! jo, jo, jo! -y empezaron todos a besarse.
Desengancharon los bueyes y los dejaron pastar en la hierba. Los carros quedaron en el camino; los carreteros se sentaron en círculo delante de la cabaña y encendieron sus pipas. Pero no era ese momento para pipas. Mientras charlaban y contaban sus historias, apenas tuvieron tiempo de fumar una. Después del mediodía, mi abuelo ofreció melones a los invitados. Cada uno cogió un melón y lo limpió con su cuchillo (eran todos carreteros experimentados, habían visto mucho mundo, sabían incluso comer en sociedad; ni siquiera les habría importado sentarse a la mesa de un señor); una vez bien limpio, practicaron un agujero con el dedo, bebieron el zumo y empezaron a cortarlo en trozos y a llevárselo a la boca.
-Y bien, muchachos -dijo el abuelo-. ¿Qué hacéis ahí parados? ¡Bailad un poco, hijos de perra! ¿Dónde está tu caramillo? ¡Vamos, un baile cosaco! ¡Fomá, los puños en la cintura!¡Muy bien! ¡Así! ¡Jei! jop!
Yo era entonces un muchacho ágil. ¡Maldita vejez! Ahora ya no puedo moverme así; en lugar de trazar giros, mis pies sólo tropiezan. Mi abuelo estuvo un buen rato sentado con los carreteros, mirando cómo bailábamos. Noté que sus pies no paraban en su sitio; parecía como si alguien tirara de ellos.
-Apuesto a que el viejo va a salir a bailar, Fomá -me dijo Ostap.
¿Y qué creen ustedes? Apenas había tenido tiempo mi hermano de pronunciar esas palabras, cuando el viejo no pudo contenerse más. Quería presumir un poco delante de los carreteros, ¿entienden?
- ¡Mirad, hijos del diablo! ¿Ésa es manera de bailar? ¡Así es como se baila! -dijo, poniéndose en pie, extendiendo los brazos y taconeando.
Bueno, no había nada que decir: hay que reconocer que el viejo sabía bailar; incluso habría podido danzar con la mujer del hetman. Nos apartamos y el viejo se puso a dar vueltas por todo el terreno llano que bordeaba el bancal de los pepinos. No obstante, cuando había recorrido la mitad y se aprestaba a saltar y ejecutar una de sus vertiginosas piruetas, no pudo levantar los pies del suelo. ¡No había manera! ¡Vaya una cosa rara! Se lanzó de nuevo, llegó hasta la mitad del terreno, pero las piernas no le obedecían. No había nada que hacer: no le obedecían y punto. Parecía como si se hubieran vuelto de madera. «¡Mirad qué sitio diabólico! ¡Mirad qué prodigio de Satanás! ¡Tiene que ser cosa de ese Herodes, de ese enemigo del género humano!»
Bueno, ¡no iba a cubrirse de oprobio delante de todos los carreteros! Se lanzó de nuevo y empezó a dar unos pasos tan menudos y fulgurantes que daba gusto verlo; pero llegó a la mitad y se acabó. ¡No pudo seguir bailando, eso es todo!
- ¡Ah, maldito Satanás! ¡Ojalá te atragantes con un melón podrido! ¡Ojalá no hubieras llegado a la edad adulta, hijo de perra! ¡Hacerme pasar esta vergüenza a mi edad!
Y en efecto, alguien se rió a sus espaldas. El abuelo se volvió, pero no quedaba ni rastro del melonar ni de los carreteros; por delante, por detrás y a los lados se extendía un terreno llano.
- ¡Eh! Tss... ¡Ésta si que es buena!
Entornó los ojos para ver mejor; el lugar no le parecía del todo desconocido: a un lado había un bosque, detrás del cual despuntaba una vara que se internaba a gran altura en el cielo.¡Qué cosatan rara! ¡Si era el palomar que tenía el pope en el huerto! Al otro lado destacaba una extensión gris. La miró con mayor atención y advirtió que se trataba de la era del secretario provincial. ¡Adónde lo había llevado la fuerza impura! Tras deambular por el paraje, se topó con un sendero. No había luna; sólo se vislumbraba una mancha blanca detrás de las nubes. «Mañana hará mucho viento», pensó mi abuelo. De pronto, a un lado del
camino, vio una vela encendida sobre una tumba.
-¡Vaya! -el abuelo se detuvo, puso las manos en la cintura y examinó el lugar: la vela se apagó; un poco más lejos se encendió otra-. ¡Un tesoro! -gritó el abuelo-. ¡Apuesto lo que sea a que es un tesoro! -y ya se había escupido en las manos para empezar a cavar, cuando reparó en que no tenía pala ni azada-. ¡Ah, qué pena! Quién sabe si hubiera bastado con levantar el césped para encontrar el tesoro. Lo único que puedo hacer es señalar el lugar para no olvidarme.
Cogió una gran rama, arrancada por lo visto por el vendaval, la colocó sobre la tumba, en el lugar mismo donde lucía la vela, y siguió andando por el camino. Los jóvenes robles del bosque empezaron a ralear y de pronto apareció una cerca. «¡Y bien!», dijo el abuelo. «¿No había dicho que era la era del pope? ¡Aquí está su cerca! Ya queda menos de un kilómetro para el melonar.»
Llegó bastante tarde y ni siquiera quiso probar las galushhas. Despertó a mi hermano Ostap sólo para preguntarle si hacía mucho tiempo que se habían marchado los carreteros y se envolvió en su zamarra. Cuando mi hermano le preguntó:
-¿Dónde diablos te has metido, abuelo?
-No me lo preguntes -exclamó éste, arrebujándose aún más en su zamarra-. No me lo preguntes, Ostap, si no quieres que te salgan canas -y empezó a roncar con tanta fuerza que los gorriones que habían penetrado en el melonar levantaron el vuelo asustados. ¡Claro que no se había quedado dormido! Hay que decir que el abuelo era un animal muy astuto, que Dios lo tenga en su gloria, y sabía escabullirse de cualquier situación. A veces tenía unas salidas que no había más remedio que morderse los labios.
Al día siguiente, en cuanto empezó a oscurecer en los campos, mi abuelo se puso la casaca, se ajustó el cinturón, cogió una azada y una pala, se caló el gorro en la cabeza, se bebió una jarra de kvas, se secó los labios con el faldón y se dirigió derecho al huerto del pope. Dejó atrás la cerca y el pequeño robledal. Entre los árboles serpenteaba un camino que conducía a los campos. Se diría que el lugar era idéntico al de la noche anterior. Salió al campo; el paraje parecía el mismo: allí estaba el palomar, pero en cambio no se veía la era. «No, éste no es el lugar; debe de ser un poco más lejos; probablemente habrá que girar en dirección a la era.» Dio la vuelta y se internó por otro camino. ¡Ahora se veía la era, pero no el palomar! De nuevo se acercó al palomar y desapareció la era. En el campo, como a propósito, empezó a llover. Corrió de nuevo a la era, pero el palomar ya no estaba; fue hacia el palomar y desapareció la era.
- ¡Ojalá no llegues a ver a tus hijos, maldito Satanás! Empezó a llover a cántaros.
Mi abuelo se quitó las botas nuevas y las envolvió en un pañuelo para que la lluvia no las alabeara, y se puso a trotar como el caballo de un señor. Entró en la cabaña calado hasta los huesos, se cubrió con la pelliza y se puso a murmurar entre dientes, dedicando al diablo tales insultos como yo no había oído en mi vida. Reconozco que de haber sucedido la escena a la luz del día me habría ruborizado. Al día siguiente, cuando me desperté, vi que el abuelo, como si no hubiera sucedido nada, deambulaba por el melonar, cubriendo las sandías con hojas de bardana. Durante la comida el viejo estuvo un rato charlando y asustó a mi hermano pequeño con la amenaza de trocarlo por pollos en lugar de las sandías; después de la comida se fabricó él mismo un silbato de madera y estuvo tocando con él; y para que nos divirtiéramos nos dio un melón que se retorcía como una serpiente, al que llamaba melón turco. Ya no se ven melones así. Cierto que había recibido las semillas de muy lejos.
Al anochecer, después de cenar, mi abuelo cogió la azada y se fue a cavar un nuevo bancal para plantar calabazas tardías. Al pasar junto al lugar embrujado no pudo contenerse y murmuró entre dientes: «¡Maldito lugar!»; luego se llegó hasta el punto donde no había podido bailar dos días antes y, furioso, descargó un golpe con la azada. En ese momento surgió a su alrededor el mismo panorama que la otra vez: a un lado apareció el palomar, y al otro la era. «Vaya, he hecho bien en traer conmigo la azada. ¡Allí está el camino! ¡Allí está la tumba! ¡Allí está la rama que coloqué! ¡Allí arde la vela! Espero no confundirme.»
Corrió sin hacer ruido, manteniendo la azada levantada, como si quisiera dar la bienvenida a un cerdo que se hubiera introducido en el melonar, y se paró ante la tumba. La vela se apagó; sobre la tumba había una piedra devorada por la hierba. «¡Hay que levantar esa piedra!», pensó el abuelo, y se puso a cavar a su alrededor. ¡Era grande la maldita piedra! No obstante, tras apoyar con fuerza los pies en el suelo, la empujó a un lado de la tumba.«¡Huuu!», resonó por todo el valle. «¡Ya está! ¡Ahora irá todo más deprisa!»
A continuación mi abuelo se detuvo, sacó su tabaquera, vertió en el puño un poco de tabaco y ya se aprestaba a acercárselo a la nariz, cuando de pronto, por encima de su cabeza, se oyó un «achís». Alguien había estornudado con tanta fuerza que los árboles se balancearon y la cara de mi abuelo quedó toda salpicada.
- ¡Podías volverte del otro lado cuando tienes ganas de estornudar! -dijo mi abuelo, frotándose los ojos. Miró a su alrededor, pero no había nadie-. ¡No, por lo visto al diablo no le gusta el tabaco! -continuó, guardándose la tabaquera y cogiendo la azada-. ¡Qué tonto es! ¡Un tabaco como éste no lo han olido ni su padre ni su abuelo!
Empezó a cavar; la tierra estaba blanda y la azada se hundía en ella sin esfuerzo. De pronto algo tintineó. Apartó la tierra y vio una olla.
-¡Ah, ahí estabas, amigo mío! -gritó el abuelo, metiendo por debajo la azada.
-¡Ah, ahí estabas, amigo mío! -pió un ave, picoteando la olla.
Mi abuelo se apartó y soltó la azada.
-¡Ah, ahí estabas, amigo mío! -baló una cabeza de cordero desde lo alto de un árbol.
-¡Ah, ahí estabas, amigo mío! -rugió un oso, asomando el hocico detrás de un tronco.
Mi abuelo se estremeció.
- ¡Vaya! ¡Cualquiera se atreve a pronunciar una palabra aquí! -dijo entre dientes.
- ¡Cualquiera se atreve a pronunciar una palabra aquí! -pió el pico del ave.
- ¡Cualquiera se atreve a pronunciar una palabra! -baló la cabeza de cordero.
- ¡Cualquiera se atreve! -rugió el oso.
-¡Hum! -dijo asustado el abuelo.
-¡Hum! -pió el pico.
-¡Hum! -baló el cordero.
-¡Hum! -rugió el oso.
Lleno de temor, mi abuelo miró en torno suyo. ¡Dios mío, qué noche! Ni luna ni estrellas; a su alrededor sólo había barrancos; bajo sus pies se extendía un abismo sin fondo; sobre su cabeza colgaba una montaña que amenazaba con derrumbarse sobre él. El abuelo tuvo la impresión de que, detrás de ella, asomaba una cara. ¡Uf, menuda cara! La nariz como el fuelle de una herrería, con unos orificios nasales tan grandes que hubiera cabido un barreño de agua en cada uno de ellos; los labios, os lo juro, iguales a dos troncos; los ojos rojizos, salientes, miraban hacia arriba. Además, la cara sacaba la lengua y se burlaba.
-¡Vete al diablo! -exclamó el abuelo, dejando la olla-. ¡Quédate con tu tesoro! ¡Qué jeta tan abominable! -y ya estaba a punto de echarse a correr, cuando miró a su alrededor y vio que todo volvíaa ser como antes-. ¡Lo que quiere el espíritu impuro es asustarme!
De nuevo trató de sacar la olla, pero era demasiado pesada. ¿Qué hacer? ¡No iba a dejarla allí! Haciendo acopio de todas sus fuerzas, el abuelo la agarró con las dos manos.
-¡Vamos, otro tirón! ¡Otro, otro! -y la sacó-. ¡Uf! ¡Ahora es momento de oler un poco de tabaco!
Cogió la tabaquera; pero antes de que tuviera tiempo de verter un poco de tabaco en la mano, miró atentamente a su alrededor para asegurarse de que no había nadie. En un principio pensó que estaba solo; pero de pronto le pareció ver que un tocón soplaba y jadeaba, que le salían orejas y unos ojos inyectados en sangre, que los orificios de la nariz se dilataban y la nariz se fruncía como si se dispusiera a estornudar. «No, no oleré tabaco», pensó mi abuelo, guardando la tabaquera-. «¡Ese Satanás volvería a llenarme los ojos de saliva!» Cogió la olla apresuradamente y echó a correr con todas sus fuerzas; pero sentía que por detrás alguien le rascaba las piernas con unas varillas... «¡Ay, ay, ay!», gritaba el abuelo, acelerando el paso;
sólo cuando llegó al huerto del pope se detuvo para recuperar el aliento.
«¿Dónde se habrá metido el abuelo?», pensábamos nosotros, que llevábamos tres horas esperándole. Hacía tiempo que nuestra madre había venido desde la granja con un puchero de galushkas calientes. ¡Y el abuelo seguía sin aparecer! Una vez más empezamos a cenar solos. Después de la cena, nuestra madre lavó el puchero y buscó con la vista un lugar en el que arrojar el agua sucia, pues alrededor sólo había bancales; de pronto vio un tonel que iba directamente a su encuentro. El cielo estaba bastante oscuro. Nuestra madre probablemente pensó que uno de los muchachos, para divertirse, se había ocultado detrás del tonel y lo
empujaba.
-¡Muy a propósito! ¡Voy a arrojar allí el agua sucia! -dijo, y vertió el agua hirviendo.
- ¡Ay! - gritó alguien con voz de bajo.
Miramos y era el abuelo. ¡Quién iba a imaginarlo! Os juro que pensábamos que se trataba de un tonel. Reconozco, aunque no sea muy piadoso, que nos pareció muy divertido ver la cabeza canosa del abuelo empapada de agua sucia y toda cubierta de mondas de melón y de sandía.
-¡Mira lo que has hecho, mujer del diablo! -dijo el abuelo, secándose la cabeza con el faldón de la casaca-. ¡Me ha escaldado como a un cerdo en Nochebuena! ¡Bueno, muchachos, ahora tendréis con qué compraros roscas de pan! ¡Llevaréis caftanes de oro, hijos de perra!¡Mirad, mirad lo que os traigo! -dijo el abuelo abriendo la olla.
¿Y qué creen ustedes que contenía? Bueno, por lo menos debía haber, si bien se piensa... ¿Qué? ¿Oro? Pues no, no había oro; el interior estaba repleto de basura, de porquerías... Da vergüenza decir lo que había allí. Mi abuelo escupió, arrojó la olla y fue a lavarse las manos. Ese día nos hizo prometerle que jamás creeríamos al diablo.
-¡Ni se os ocurra siquiera! -nos decía a menudo-. Todo lo que os diga ese hijo de perra, ese enemigo del señor Jesucristo, es mentira. ¡En ninguna de sus palabras hay un kopek de verdad!
Y en cuanto se enteraba de que en alguna parte las cosas no estaban tranquilas, nos gritaba:
-¡Vamos, muchachos, a santiguaros! ¡Así! ¡Así! ¡Muy bien! -y él mismo hacía la señal de la cruz. En cuanto al lugar embrujado, en el que no había podido bailar, lo cerró con una cerca y nos ordenó tirar allí los desperdicios, las malas hierbas y la basura que sacaba del melonar.
¡Así es cómo la fuerza impura se burla de los hombres! Conozco bien ese terreno. Después de ese suceso unos cosacos vecinos se lo alquilaron a mi padre para plantar melones. ¡Era una tierra estupenda y producía unas cosechas magníficas!; pero el lugar embrujado nunca dio nada bueno. Lo sembraban como es debido, pero brotaban unas plantas tan extrañas que no había manera de reconocerlas: sandías que no eran sandías, calabazas que no eran calabazas, pepinos que no eran pepinos... ¡El diablo sabe lo que era aquello!"
Nikolai Gogol
Les juro que empiezo a estar harto de contarles historias. ¿Qué se creen ustedes? Les doy mi palabra de que estoy aburrido. Me paso el día cuenta que te cuenta. ¡No hay manera de que le dejen a uno tranquilo! Bueno, voy a narrarles una historia más, pero será la última. Sí, ustedes han dicho que el hombre puede vencer al espíritu maligno. Mirándolo bien, es evidente que se dan en el mundo toda suerte de casos... No obstante, yo no diría eso. Si la fuerza diabólica quiere burlarse de uno, ya lo creo que lo conseguirá. Y si no vean lo que sucedió en mi familia: éramos en total cuatro hermanos. En aquella época yo no era más que un tontuelo. Sólo tenía once años; pero qué digo: aún no los había cumplido. Recuerdo como si fuera ayer que en una ocasión me puse a cuatro patas y empecé a ladrar como un perro; mi padre me gritó, moviendo la cabeza: «¡Ay, Fomá, Fomá! ¡Estás ya en edad de casarte y aún sigues haciendo el tonto como un potrillo!». Mi abuelo -que todo le vaya bien en el otro mundo - todavía vivía y gozaba de buena salud. A veces se le ocurría...
Pero ¿cómo quieren que les cuente nada en estas condiciones? Uno lleva ya una hora sacando brasas de la estufa para encender la pipa; otro no sé qué ha ido a hacer al granero. Pero ¿esto qué es? Aún podría entenderlo si les obligara a escucharme, pero son ustedes mismos los que me han pedido que les cuente una historia. ¡Si quieren escuchar, escuchen! A principios de la primavera mi padre se fue a Crimea a vender tabaco. No recuerdo si había equipado dos carros o tres. En aquella época el tabaco se pagaba caro. Llevó consigo a mi hermano de tres años, para que aprendiera desde pequeño el oficio de carretero. Nos quedamos mi abuelo, mi madre, un hermano, otro hermano y yo. El abuelo había sembrado melones hasta el borde mismo del camino y se había ido a vivir a una cabaña; nos había llevado con él para que espantáramos a los gorriones y las urracas que venían al melonar. No puede decirse que lo pasáramos mal. A veces comíamos en un solo día tantos pepinillos, melones, nabos, cebollas y guisantes que, a fe mía, parecía que en el estómago cacareaba un gallo. Además, sacábamos un buen beneficio. Pasaban muchas gentes por el camino y pocas se resistían a degustar un melón o una sandía. Y de las granjas vecinas traían pollos, huevos y pavos para intercambiar por productos de la huerta. Era una buena vida.
Lo que más le gustaba a mi abuelo era que cada día pasaban unos cincuenta carreteros con sus carros. Era gente que había visto mucho mundo. Cuando se ponían a contar, sólo había que abrir bien las orejas. Y mi abuelo acogía esas historias como un hambriento unas galushhas. A veces se encontraba con viejos conocidos -a quién no conocía mi abuelo-, y ya saben ustedes lo que pasa cuando varios viejos se reúnen: tararí, tarará, que si en esa época, que si en la otra, que si pasó esto, que si pasó lo otro... Los recuerdos se desbordaban. ¡Dios sabe hasta qué época se remontaban! Una vez -me acuerdo como si hubiera sucedido ayer-, el sol había empezado a ponerse; mi abuelo paseaba por el melonar y quitaba las hojas con las que cubría las sandías durante el día para protegerlas del sol.
-¡Mira, Ostap! -le dije a mi hermano-. ¡Por ahí van unos carreteros!
-¿Dónde? -dijo el abuelo, que acababa de hacer una señal en un gran melón para que los muchachos no se lo comieran.
Por el camino avanzaban seis carros. A la cabeza iba un carretero con el bigote ya ceniciento. Cuando llegó - cómo decirles- a unos diez pasos, se detuvo.
- ¡Hola, Maksim! ¡Mira dónde ha dispuesto Dios que nos encontremos!
El abuelo entornó los ojos.
- ¡Ah! ¡Hola, hola! ¿Qué te trae por aquí? ¿Está Boliachka contigo? ¡Hola, hola, hermano! ¡Pero diablos! ¡Si están todos! ¡Krutorischenko, Pecheritsa, Kovelek, Stetsko! ¡Hola! ja, ja, ja! jo, jo, jo! -y empezaron todos a besarse.
Desengancharon los bueyes y los dejaron pastar en la hierba. Los carros quedaron en el camino; los carreteros se sentaron en círculo delante de la cabaña y encendieron sus pipas. Pero no era ese momento para pipas. Mientras charlaban y contaban sus historias, apenas tuvieron tiempo de fumar una. Después del mediodía, mi abuelo ofreció melones a los invitados. Cada uno cogió un melón y lo limpió con su cuchillo (eran todos carreteros experimentados, habían visto mucho mundo, sabían incluso comer en sociedad; ni siquiera les habría importado sentarse a la mesa de un señor); una vez bien limpio, practicaron un agujero con el dedo, bebieron el zumo y empezaron a cortarlo en trozos y a llevárselo a la boca.
-Y bien, muchachos -dijo el abuelo-. ¿Qué hacéis ahí parados? ¡Bailad un poco, hijos de perra! ¿Dónde está tu caramillo? ¡Vamos, un baile cosaco! ¡Fomá, los puños en la cintura!¡Muy bien! ¡Así! ¡Jei! jop!
Yo era entonces un muchacho ágil. ¡Maldita vejez! Ahora ya no puedo moverme así; en lugar de trazar giros, mis pies sólo tropiezan. Mi abuelo estuvo un buen rato sentado con los carreteros, mirando cómo bailábamos. Noté que sus pies no paraban en su sitio; parecía como si alguien tirara de ellos.
-Apuesto a que el viejo va a salir a bailar, Fomá -me dijo Ostap.
¿Y qué creen ustedes? Apenas había tenido tiempo mi hermano de pronunciar esas palabras, cuando el viejo no pudo contenerse más. Quería presumir un poco delante de los carreteros, ¿entienden?
- ¡Mirad, hijos del diablo! ¿Ésa es manera de bailar? ¡Así es como se baila! -dijo, poniéndose en pie, extendiendo los brazos y taconeando.
Bueno, no había nada que decir: hay que reconocer que el viejo sabía bailar; incluso habría podido danzar con la mujer del hetman. Nos apartamos y el viejo se puso a dar vueltas por todo el terreno llano que bordeaba el bancal de los pepinos. No obstante, cuando había recorrido la mitad y se aprestaba a saltar y ejecutar una de sus vertiginosas piruetas, no pudo levantar los pies del suelo. ¡No había manera! ¡Vaya una cosa rara! Se lanzó de nuevo, llegó hasta la mitad del terreno, pero las piernas no le obedecían. No había nada que hacer: no le obedecían y punto. Parecía como si se hubieran vuelto de madera. «¡Mirad qué sitio diabólico! ¡Mirad qué prodigio de Satanás! ¡Tiene que ser cosa de ese Herodes, de ese enemigo del género humano!»
Bueno, ¡no iba a cubrirse de oprobio delante de todos los carreteros! Se lanzó de nuevo y empezó a dar unos pasos tan menudos y fulgurantes que daba gusto verlo; pero llegó a la mitad y se acabó. ¡No pudo seguir bailando, eso es todo!
- ¡Ah, maldito Satanás! ¡Ojalá te atragantes con un melón podrido! ¡Ojalá no hubieras llegado a la edad adulta, hijo de perra! ¡Hacerme pasar esta vergüenza a mi edad!
Y en efecto, alguien se rió a sus espaldas. El abuelo se volvió, pero no quedaba ni rastro del melonar ni de los carreteros; por delante, por detrás y a los lados se extendía un terreno llano.
- ¡Eh! Tss... ¡Ésta si que es buena!
Entornó los ojos para ver mejor; el lugar no le parecía del todo desconocido: a un lado había un bosque, detrás del cual despuntaba una vara que se internaba a gran altura en el cielo.¡Qué cosatan rara! ¡Si era el palomar que tenía el pope en el huerto! Al otro lado destacaba una extensión gris. La miró con mayor atención y advirtió que se trataba de la era del secretario provincial. ¡Adónde lo había llevado la fuerza impura! Tras deambular por el paraje, se topó con un sendero. No había luna; sólo se vislumbraba una mancha blanca detrás de las nubes. «Mañana hará mucho viento», pensó mi abuelo. De pronto, a un lado del
camino, vio una vela encendida sobre una tumba.
-¡Vaya! -el abuelo se detuvo, puso las manos en la cintura y examinó el lugar: la vela se apagó; un poco más lejos se encendió otra-. ¡Un tesoro! -gritó el abuelo-. ¡Apuesto lo que sea a que es un tesoro! -y ya se había escupido en las manos para empezar a cavar, cuando reparó en que no tenía pala ni azada-. ¡Ah, qué pena! Quién sabe si hubiera bastado con levantar el césped para encontrar el tesoro. Lo único que puedo hacer es señalar el lugar para no olvidarme.
Cogió una gran rama, arrancada por lo visto por el vendaval, la colocó sobre la tumba, en el lugar mismo donde lucía la vela, y siguió andando por el camino. Los jóvenes robles del bosque empezaron a ralear y de pronto apareció una cerca. «¡Y bien!», dijo el abuelo. «¿No había dicho que era la era del pope? ¡Aquí está su cerca! Ya queda menos de un kilómetro para el melonar.»
Llegó bastante tarde y ni siquiera quiso probar las galushhas. Despertó a mi hermano Ostap sólo para preguntarle si hacía mucho tiempo que se habían marchado los carreteros y se envolvió en su zamarra. Cuando mi hermano le preguntó:
-¿Dónde diablos te has metido, abuelo?
-No me lo preguntes -exclamó éste, arrebujándose aún más en su zamarra-. No me lo preguntes, Ostap, si no quieres que te salgan canas -y empezó a roncar con tanta fuerza que los gorriones que habían penetrado en el melonar levantaron el vuelo asustados. ¡Claro que no se había quedado dormido! Hay que decir que el abuelo era un animal muy astuto, que Dios lo tenga en su gloria, y sabía escabullirse de cualquier situación. A veces tenía unas salidas que no había más remedio que morderse los labios.
Al día siguiente, en cuanto empezó a oscurecer en los campos, mi abuelo se puso la casaca, se ajustó el cinturón, cogió una azada y una pala, se caló el gorro en la cabeza, se bebió una jarra de kvas, se secó los labios con el faldón y se dirigió derecho al huerto del pope. Dejó atrás la cerca y el pequeño robledal. Entre los árboles serpenteaba un camino que conducía a los campos. Se diría que el lugar era idéntico al de la noche anterior. Salió al campo; el paraje parecía el mismo: allí estaba el palomar, pero en cambio no se veía la era. «No, éste no es el lugar; debe de ser un poco más lejos; probablemente habrá que girar en dirección a la era.» Dio la vuelta y se internó por otro camino. ¡Ahora se veía la era, pero no el palomar! De nuevo se acercó al palomar y desapareció la era. En el campo, como a propósito, empezó a llover. Corrió de nuevo a la era, pero el palomar ya no estaba; fue hacia el palomar y desapareció la era.
- ¡Ojalá no llegues a ver a tus hijos, maldito Satanás! Empezó a llover a cántaros.
Mi abuelo se quitó las botas nuevas y las envolvió en un pañuelo para que la lluvia no las alabeara, y se puso a trotar como el caballo de un señor. Entró en la cabaña calado hasta los huesos, se cubrió con la pelliza y se puso a murmurar entre dientes, dedicando al diablo tales insultos como yo no había oído en mi vida. Reconozco que de haber sucedido la escena a la luz del día me habría ruborizado. Al día siguiente, cuando me desperté, vi que el abuelo, como si no hubiera sucedido nada, deambulaba por el melonar, cubriendo las sandías con hojas de bardana. Durante la comida el viejo estuvo un rato charlando y asustó a mi hermano pequeño con la amenaza de trocarlo por pollos en lugar de las sandías; después de la comida se fabricó él mismo un silbato de madera y estuvo tocando con él; y para que nos divirtiéramos nos dio un melón que se retorcía como una serpiente, al que llamaba melón turco. Ya no se ven melones así. Cierto que había recibido las semillas de muy lejos.
Al anochecer, después de cenar, mi abuelo cogió la azada y se fue a cavar un nuevo bancal para plantar calabazas tardías. Al pasar junto al lugar embrujado no pudo contenerse y murmuró entre dientes: «¡Maldito lugar!»; luego se llegó hasta el punto donde no había podido bailar dos días antes y, furioso, descargó un golpe con la azada. En ese momento surgió a su alrededor el mismo panorama que la otra vez: a un lado apareció el palomar, y al otro la era. «Vaya, he hecho bien en traer conmigo la azada. ¡Allí está el camino! ¡Allí está la tumba! ¡Allí está la rama que coloqué! ¡Allí arde la vela! Espero no confundirme.»
Corrió sin hacer ruido, manteniendo la azada levantada, como si quisiera dar la bienvenida a un cerdo que se hubiera introducido en el melonar, y se paró ante la tumba. La vela se apagó; sobre la tumba había una piedra devorada por la hierba. «¡Hay que levantar esa piedra!», pensó el abuelo, y se puso a cavar a su alrededor. ¡Era grande la maldita piedra! No obstante, tras apoyar con fuerza los pies en el suelo, la empujó a un lado de la tumba.«¡Huuu!», resonó por todo el valle. «¡Ya está! ¡Ahora irá todo más deprisa!»
A continuación mi abuelo se detuvo, sacó su tabaquera, vertió en el puño un poco de tabaco y ya se aprestaba a acercárselo a la nariz, cuando de pronto, por encima de su cabeza, se oyó un «achís». Alguien había estornudado con tanta fuerza que los árboles se balancearon y la cara de mi abuelo quedó toda salpicada.
- ¡Podías volverte del otro lado cuando tienes ganas de estornudar! -dijo mi abuelo, frotándose los ojos. Miró a su alrededor, pero no había nadie-. ¡No, por lo visto al diablo no le gusta el tabaco! -continuó, guardándose la tabaquera y cogiendo la azada-. ¡Qué tonto es! ¡Un tabaco como éste no lo han olido ni su padre ni su abuelo!
Empezó a cavar; la tierra estaba blanda y la azada se hundía en ella sin esfuerzo. De pronto algo tintineó. Apartó la tierra y vio una olla.
-¡Ah, ahí estabas, amigo mío! -gritó el abuelo, metiendo por debajo la azada.
-¡Ah, ahí estabas, amigo mío! -pió un ave, picoteando la olla.
Mi abuelo se apartó y soltó la azada.
-¡Ah, ahí estabas, amigo mío! -baló una cabeza de cordero desde lo alto de un árbol.
-¡Ah, ahí estabas, amigo mío! -rugió un oso, asomando el hocico detrás de un tronco.
Mi abuelo se estremeció.
- ¡Vaya! ¡Cualquiera se atreve a pronunciar una palabra aquí! -dijo entre dientes.
- ¡Cualquiera se atreve a pronunciar una palabra aquí! -pió el pico del ave.
- ¡Cualquiera se atreve a pronunciar una palabra! -baló la cabeza de cordero.
- ¡Cualquiera se atreve! -rugió el oso.
-¡Hum! -dijo asustado el abuelo.
-¡Hum! -pió el pico.
-¡Hum! -baló el cordero.
-¡Hum! -rugió el oso.
Lleno de temor, mi abuelo miró en torno suyo. ¡Dios mío, qué noche! Ni luna ni estrellas; a su alrededor sólo había barrancos; bajo sus pies se extendía un abismo sin fondo; sobre su cabeza colgaba una montaña que amenazaba con derrumbarse sobre él. El abuelo tuvo la impresión de que, detrás de ella, asomaba una cara. ¡Uf, menuda cara! La nariz como el fuelle de una herrería, con unos orificios nasales tan grandes que hubiera cabido un barreño de agua en cada uno de ellos; los labios, os lo juro, iguales a dos troncos; los ojos rojizos, salientes, miraban hacia arriba. Además, la cara sacaba la lengua y se burlaba.
-¡Vete al diablo! -exclamó el abuelo, dejando la olla-. ¡Quédate con tu tesoro! ¡Qué jeta tan abominable! -y ya estaba a punto de echarse a correr, cuando miró a su alrededor y vio que todo volvíaa ser como antes-. ¡Lo que quiere el espíritu impuro es asustarme!
De nuevo trató de sacar la olla, pero era demasiado pesada. ¿Qué hacer? ¡No iba a dejarla allí! Haciendo acopio de todas sus fuerzas, el abuelo la agarró con las dos manos.
-¡Vamos, otro tirón! ¡Otro, otro! -y la sacó-. ¡Uf! ¡Ahora es momento de oler un poco de tabaco!
Cogió la tabaquera; pero antes de que tuviera tiempo de verter un poco de tabaco en la mano, miró atentamente a su alrededor para asegurarse de que no había nadie. En un principio pensó que estaba solo; pero de pronto le pareció ver que un tocón soplaba y jadeaba, que le salían orejas y unos ojos inyectados en sangre, que los orificios de la nariz se dilataban y la nariz se fruncía como si se dispusiera a estornudar. «No, no oleré tabaco», pensó mi abuelo, guardando la tabaquera-. «¡Ese Satanás volvería a llenarme los ojos de saliva!» Cogió la olla apresuradamente y echó a correr con todas sus fuerzas; pero sentía que por detrás alguien le rascaba las piernas con unas varillas... «¡Ay, ay, ay!», gritaba el abuelo, acelerando el paso;
sólo cuando llegó al huerto del pope se detuvo para recuperar el aliento.
«¿Dónde se habrá metido el abuelo?», pensábamos nosotros, que llevábamos tres horas esperándole. Hacía tiempo que nuestra madre había venido desde la granja con un puchero de galushkas calientes. ¡Y el abuelo seguía sin aparecer! Una vez más empezamos a cenar solos. Después de la cena, nuestra madre lavó el puchero y buscó con la vista un lugar en el que arrojar el agua sucia, pues alrededor sólo había bancales; de pronto vio un tonel que iba directamente a su encuentro. El cielo estaba bastante oscuro. Nuestra madre probablemente pensó que uno de los muchachos, para divertirse, se había ocultado detrás del tonel y lo
empujaba.
-¡Muy a propósito! ¡Voy a arrojar allí el agua sucia! -dijo, y vertió el agua hirviendo.
- ¡Ay! - gritó alguien con voz de bajo.
Miramos y era el abuelo. ¡Quién iba a imaginarlo! Os juro que pensábamos que se trataba de un tonel. Reconozco, aunque no sea muy piadoso, que nos pareció muy divertido ver la cabeza canosa del abuelo empapada de agua sucia y toda cubierta de mondas de melón y de sandía.
-¡Mira lo que has hecho, mujer del diablo! -dijo el abuelo, secándose la cabeza con el faldón de la casaca-. ¡Me ha escaldado como a un cerdo en Nochebuena! ¡Bueno, muchachos, ahora tendréis con qué compraros roscas de pan! ¡Llevaréis caftanes de oro, hijos de perra!¡Mirad, mirad lo que os traigo! -dijo el abuelo abriendo la olla.
¿Y qué creen ustedes que contenía? Bueno, por lo menos debía haber, si bien se piensa... ¿Qué? ¿Oro? Pues no, no había oro; el interior estaba repleto de basura, de porquerías... Da vergüenza decir lo que había allí. Mi abuelo escupió, arrojó la olla y fue a lavarse las manos. Ese día nos hizo prometerle que jamás creeríamos al diablo.
-¡Ni se os ocurra siquiera! -nos decía a menudo-. Todo lo que os diga ese hijo de perra, ese enemigo del señor Jesucristo, es mentira. ¡En ninguna de sus palabras hay un kopek de verdad!
Y en cuanto se enteraba de que en alguna parte las cosas no estaban tranquilas, nos gritaba:
-¡Vamos, muchachos, a santiguaros! ¡Así! ¡Así! ¡Muy bien! -y él mismo hacía la señal de la cruz. En cuanto al lugar embrujado, en el que no había podido bailar, lo cerró con una cerca y nos ordenó tirar allí los desperdicios, las malas hierbas y la basura que sacaba del melonar.
¡Así es cómo la fuerza impura se burla de los hombres! Conozco bien ese terreno. Después de ese suceso unos cosacos vecinos se lo alquilaron a mi padre para plantar melones. ¡Era una tierra estupenda y producía unas cosechas magníficas!; pero el lugar embrujado nunca dio nada bueno. Lo sembraban como es debido, pero brotaban unas plantas tan extrañas que no había manera de reconocerlas: sandías que no eran sandías, calabazas que no eran calabazas, pepinos que no eran pepinos... ¡El diablo sabe lo que era aquello!"
Nikolai Gogol
viernes, 4 de septiembre de 2015
"El Lobizón"
"Hoy tuvo lugar la autopsia. Como ustedes supondrán, he recobrado mi libertad. El informe médico es categórico: Diego murió de una lesión cardiaca en la noche del 20 al 21 de septiembre. También agrega que el ejercicio y la bebida despertaron la enfermedad ya latente en él.
Habíamos ido a remar al Tigre por la mañana, luego Diego pasó la tarde con Elvira y por la noche volvimos a reunirnos en su casa para comer. Elvira no pudo quedarse; me alegro por ella. De lo contrario se hubiera visto mezclada en esta absurda suposición de crimen.
Cuando íbamos a lo de Diego comíamos y bebíamos demasiado, y aquella noche con mayor razón, puesto que no había ninguna mujer. Por eso, al cabo de un rato, agotado el tema político, entramos en el terreno de los cuentos picarescos, y de ahí, ayudados por el alcohol, resbalamos a las confidencias. Eramos cuatro hombres jóvenes, despreocupados; no creíamos ni en Dios ni en el diablo; mucho menos en fantasmas y supersticiones. Yo pronuncié palabras tan irreverentes sobre las pueriles creencias de la humanidad que Diego, el más serio de todos, el mayor también, me interrumpió bruscamente:
-Si te hubiera ocurrido en la vida lo que me ocurrió a mí, quizá vacilaras antes de afirmar que solo existe lo que ven nuestros ojos.
E inmediatamente, sin esperar siquiera nuestras preguntas, nos contó lo que hoy transcribo, lo que todos olvidamos intencionalmente durante el interrogatorio por respeto a la memoria de nuestro amigo. Como me reservo el derecho de ocultar su apellido, ese secreto, que mis compañeros tampoco revelarán, ha sido sepultado con él. M e apresuro a decir que considero este relato como uno de los tantos casos de sugestión colectiva tan estudiada por la psicología actual. El lector podrá comprobarlo por sí mismo. Lo cierto es que su muerte y la investigación que la siguió (fui el último en retirarse de la casa de Diego, y su muerte, según los informes médicos, ocurrió a las tres de la madrugada, hora en que yo lo dejé creyéndolo dormido) han desequilibrado mi sistema nervioso. Dicen que la mejor manera de librarse de un obsesión es verterla sobre el papel. Quiero hacer la prueba. Después me iré al campo. Si, indudablemente, necesito una temporada de reposo.
Relato de Diego.
Mi infancia transcurría feliz en aquella casa del barrio de Flores, cuya fealdad pasaba inadvertida por su semejanza con las casas vecinas. Era una construcción de un solo piso, sencilla, vulgar, de la cual se desprendía todo el tedio de las familias burguesas que resuelven sin problemas espirituales.
Era un cubo simétrico, revocado de un color crema, casi ocre, detestable. Encima de las puertas y de las ventanas, rectángulos de mosaicos verdes aumentaban la fealdad de la última vivienda en la que fui dichoso. Había un patio al frente; un corredor que corría a lo largo de la casa lo unía con un patio del fondo. Siete casas iguales completaban la cuadra. El barrio había crecido, pero conservaba una trasplantada tristeza provinciana que se acentuaban los domingos. Ese día,, en nombre del descanso dominical, me prohibían toda actividad. Yo permanecía asomado a la ventana, mirando, entristeciéndome paulatinamente, la calle desierta, el verde oscuro y terroso de las plantas del patio y todas las gamas del color ocre declinando en los revoques groseros. Contaba los mosaicos que coronaban las puertas de las casas vecinas, las divisiones de cada mosaico: sumaba, restaba, no me detenía sino en cifras pares, y luego volvía a empezar indefinidamente. A veces el carrito rojo y verde del manisero ponía una nota de color en la monotonía de nuestra calle; yo, para retenerlo un rato más, corría a comprar cinco centavos de maní; quería respirar un olor distinto, preciso, ese olor a tostado, acogedor, del maní caliente (en casa había siempre olor a ropa recién planchada y a jabón amarillo) y luego lo miraba alejarse al son de la áspera corneta del manisero.
Me detengo en estos detalles porque su misma trivialidad me recuerda que en un tiempo fui niño sin importancia, igual a todos los niños. Me gustaban los días de sol y las noches de luna. Después -¿no lo han advertido ustedes?- en las noches de luna llena no me atrevo a cruzar el umbral de mi casa.
Eramos siete hermanos varones; yo era el menor. Cuando llegaban personas de visita me palmeaban amistosamente, exclamando: “¡Este es el ahijado del presidente!”.
Yo me enorgullecía; tenía en la cabecera de mi cama, junto a una imagen en colores de la Virgen de Luján, un retrato del presidente, en el cual rezaban estas palabras: “Para Diego…de su padrino”. La firma estampada al pie impedía dudar de la autenticidad de la dedicatoria. Aún creía que ser el séptimo hijo varón era un motivo de orgullo; mi madre, sin embargo, oponía ciertas resistencias al entusiasmo de los vecinos, y cuando le era posible eludía el tema. Era hija de un chacarero de Entre Ríos y la gente de esa región es supersticiosa.
Una tarde, a las pocas semanas de haber muerto mi abuelo, yo estaba ocupado en mi juego predilecto. Consistía en deslizarme sin ser visto bajo la mesa del comedor, y allí, al amparo de la amplia carpeta de felpa granate que la cubría, permanecía horas y horas, soñando que era un indio refugiado en su carpa, en esa carpa que nunca habían querido traerme los Reyes Magos. Yo tenía diez años; ya no creía en los Reyes, pero todavía me fascinaban las aventuras y continuaba gozando de mi carpa improvisada.
En una cabecera de la mesa mi madre colocaba su maquinita de coser; en la otra mi tía hacía un eterno solitario, moviendo de tanto en tanto, mientras luchaba con el deseo de hacerse trampa a sí misma, el dial de la radio colocada sobre el aparador. En mi familia, como en todas las familias modestas, el comedor era la mejor pieza de la casa y el lugar de reunión. Yo soportaba los chillidos de la radio pensando que era el viento que rugía entre las montañas. Pero no debo detenerme en estos detalles; sé que lo hago por cobardía, para demorar la confesión que hoy quiero hacerles.
Diego apuró su vaso de whisky y continuó, dando a sus palabras un ritmo nervioso, acelerado. Aquella tarde mi padre entró en el comedor como todos los días al regresar de la oficina. Besó a mi madre en la frente y luego dijo con ese acento categórico de amo que usan todos los empleados humildes dentro de su casa:
-Ya está todo resuelto; a principios de mes nos vamos a Entre Ríos.
El ruido de la máquina de coser de mi madre cesó bruscamente.
-¡No! –exclamó mi madre-. ¿Lo dices en serio? ¡No es posible!.
-¿Por qué no va a ser posible? Tus hermanos son unos incapaces y no me inspiran fe; quiero ir yo mismo a regir tu campo. Ya verás cómo lo hago rendir.
-Pero es una extensión muy chica –arguyó mi madre- . y si pierdes tu empelo, a la vuelta no encontraras otro. Recuerda que este te lo dio el padrino cuando bautizamos a Diego pero ahora las cosas no están fáciles para el partido.
-¿Y crees que voy a seguir pudriéndome en una oficina por cuatrocientos miserables pesos? Ni siquiera alcanzan para mantener a mi familia, y eso que nunca voy al café. Ya estoy harto de ahogar entre cuatro paredes los mejores años de mi vida.
-Pero antes era pero. El taller solo daba gastos…-Bueno; pediré licencia sin goce de sueldo y después veremos. Pero tengo confianza en el campo. El tuyo es alto, rico…
-La casa es casi un rancho…
-¿Acaso esto es un palacio?.
Entonces mi madre pronunció la frase decisiva, sorprendente. Resistiendo por primera vez a una orden del marido, exclamó:
-No, yo no me voy. No quiero irme… No puedo… por Diego.
¿Por mí? ¿Por qué podía ser yo un impedimento para ese viaje? ¡Si nadie tenía tantas ganas como yo de vivir en el campo! Quería correr el día entero al aire libre, como los chico ricos durante los meses de vacaciones.
-No puedo admitir que una leyenda entupida destruya nuestras vidas –rugió mi padre-. Sería completamente absurdo…
-Pero ¿de què se trata? –inquirió mi tía.
Mis padres parecieron titubear; por fin mi madre contestó:
-Diego es el menor de siete hermanos varones…
-¿y…?
-Tengo miedo –sollozó mi madre-, miedo de las noches de luna llena.
Hubo un silencio denso, cargado de respuestas y de interrogantes. Y yo, de pronto, recordé la única oportunidad en que mi madre ma había tratado con rudeza, casi con crueldad. Era, en efecto, una noche de luna llena. Hacía mucho calor; en los cuartos la atmósfera era irrespirable. Yo, sin sospechar que cometía una falta grave, salí al patio en procura del aire fresco que corría bajo el parral. De pronto vi aparecer a mi madre; estaba pálida, había en sus ojos una expresión de angustia, casi de terror.
-¿Qué haces ahí? –me preguntó con voz ahogada, sin acercarse.
Se apoderó de mí el miedo que emanaba de ella y escapé por la puerta de la cocina. Entonces oí un grito desolado; pensé que a mi madre le había ocurrido algo y volví junto a ella. La encontré abrumada en la mecedora de mimbre, llorando, la cara hundida entre las manos. Me acerqué a besarla; se estremeció como si la rozara un reptil.
-¡Vete –gritó-, vete, maldito!
La palabra no guardaba proporción con lo inofensivo de mi travesura.
-No te pongas así, mamá –supliqué-. Tenía calor, quise tomar aire. Si te desespera tanto, no lo haré más, te prometo que no lo haré más.
Mi madre alzó la cabeza, me miró largamente; luego pasó sus manos por mi cabello oscuro y espeso, por mis orejas grandes, muy separadas del rostro; por mis deformes dientes de chico que asomaban entre mis labios entreabiertos.
-Este pelo… estas orejas… estos dientes…-murmuró.
Me eché a reír.
-No es para tanto; a lo mejor, las chicas me encuentran buen mozo lo mismo.
Ella sonrió y entramos en la casa. Fiel a mi palabra, no volví a salir al patio por las noches. Pero ya en el comedor, mi padre había roto el silencio con estas enigmáticas palabras:
-Es por esa grotesca leyenda del lobizón.
Hubo otro silencio. Mi tía lo cortó:
-No deja de tener razón. En el campo la situación del chico podría ser difícil.
-En este mundo todo tiene remedio- sentenció mi padre.
-¿Cuál? –preguntaron a un tiempo mi madre y mi tía.
-Es muy sencillo. Como Mario está haciendo el servicio militar, todos creerán que tenemos seis hijos varones. Más adelante habrá tiempo de buscar otra solución. Podemos mandar a Diego a un colegio de Buenos Aires, por ejemplo.
En ese instante entraron dos de mis hermanos y la conversación cambió de rumbo. Yo había comprendido que un destino excepcional y poco envidiable pesaba sobre mí, pero ¿cuál?. No me atrevía a interrogar. Sabía que cualquier pregunta agravaría el pesar de mi madre, ya resignada a la obediencia. Los primeros meses que pasamos en Entre Ríos fueron tales como yo los había imaginado. El aire del campo borraba nuestras palideces de niños de suburbio, crecíamos todos alegres y robustos. Nuestra felicidad hubiera sido completa de no ser por las nubes que arrojaban sobre ella las preguntas de los vecinos:
-¿Así que son seis varones?¿No hubo ninguna mujer? De todas maneras es una linda familia.
La mano de mi madre temblaba sobre la máquina de coser. Pero si todas las dichas son inestables, ninguna lo es tanto como la que está basada sobre una mentira. Un día, inexorablemente, llegó Mario. Habían licenciado a los conscriptos por razones de economía, y él había corrido a juntarse con nosotros, sin suponer que su llegada trastornaría la alegría del hogar y me robaría para siempre la paz interior. Al principio no advertí diferencia en el trato de los amigos de la casa. Sin embargo, poco a poco los unos se alejaban, los otros se despedían en cuanto me veían aparecer. Cuando pasaba por las calles del pueblo, los chicos, de la mano, me seguían cantando: “Juguemos en el bosque que el lobo ya se fue…”. Yo apresuraba el paso, y a la vuelta le pedía a mi madre que me diese cualquier trabajo en el campo, pero que no me mandase al pueblo. Y en las noches de luna llena mi madre aseguraba desde temprano las trancas de las puertas y ventanas.
Una extraña nerviosidad empezaba a apoderarse de mí; sentía que se preparaba un acontecimiento terrible, que nada podría detener. A menudo, cuando estaba solo, murmuraba: “El lobizón… lobizón”, buscando el sentido de esa fatídica palabra.
Los niños, como las personas mayores, no tardan en informar a sus amigos de los acontecimientos desagradables que corren respecto a ellos. Una riña a propósito de un barrilete me trajo la aclaración deseada.
-Guardátelo- gritó mi compañero, más débil que yo, abandonando entre mis manos el pájaro de papel- guardátelo siguieres; total, a mí no me importa: soy un chico normal, puedo jugar con quien se me dé la gana. Y nunca más voy a jugar contigo, nunca, ¿sabes? A mi papá no le gusta que juegue con un lobizón.
Solté el barrilete. Me precipité sobre el niño, lo así con ambas manos por el cuello de la camisa y lo sacudí enloquecido, sin saber lo que hacía, gritando:
-¿Qué es un lobizón? ¿Qué es?… dímelo o te mato.
El chico callaba aterrorizado. Insistí persuasivo.
-Si me dices que es un lobizón te doy el barrilete… Mira, ahí está, es tuyo.
-Tú eres un lobizón… Tú.
-¿Por qué yo? ¿Por qué yo y no tú?
-Suéltame y te lo digo.
-No; no te suelto hasta que me hayas dicho qué es un lobizón.
-El séptimo hijo varón –respondió mi amigo- el que se convierte en lobo en las noches de luna.
-Pero yo no me convierto en lobo –protesté- ¿Cuándo me has visto convertido en lobo?
-Yo no te he visto, pero don prudencio dice que te vio y también doña María la curandera, y
-Mienten –grité desesperado- ¡Mienten! Mírame bien ¿tengo algo de lobo?
-No sé… el pelo tan oscuro… las orejas y los dientes tan grandes…
Pasé una mano temblorosa por mi cabello, efectivamente negro y áspero, como el pelo de un lobo; toqué mis orejas grandes, que de pronto me parecieron puntiagudas.
-Mienten –repetí, pero ya sin convicción.
-Es que tú mismo no lo sabes –argumentó mi amigo-; cuando vuelves a ser hombre, no recuerdas que has sido lobo.
Yo continuaba murmurando “mienten…”
-Ya ves que tus padres te hacían pasar por el sexto hijo… No querían que supiéramos que eras el sétimo… Por algo será.
Su lógica me abrumaba. Todo era verdad. Recordé el terror de mi madre al verme de noche en el patio y la conversación que había sorprendido, oculto bajo la mesa del comedor.
-Y desde que has llegado –insistió mi amigo, ya dueño del barrilete- anda un lobo por la región y ha comido muchas ovejas. En el puesto La Blanqueada han muerto cuatro. Y dicen que había huellas de lobo junto al arroyo del Gato.
Yo no quería oír más. Corrí hasta mi casa, sacudido por horribles sollozos; y al ver a mi madre junto al brocal del pozo, le tendí los brazos y caí a sus pies, exhausto. Mi madre me hizo acostar y dormir gran parte del día. Cuando me desperté era de noche. En el cielo brillaba una luna clara, redonda. A los lejos aullaba un lobo ¡Un lobo! Me levanté sin reflexionar, como hipnotizado. Hoy sé que era el resultado inevitable de las palabras oídas por la tarde, pero en ese momento era la víctima de una poderosa alucinación. Me asomé a la ventana; el aullido se repitió más preciso, más prolongado. Hoy sé que era un perro que aullaba junto a su amo agonizante. Pero aquella noche supe que era un lobo. Entonces, entregado a mi destino, no sé si crédulo o histérico, o acaso realmente lobo, me incliné sobre el alféizar y lacé un aullido lastimero. Dos de mis hermanos, que dormían en el mismo cuarto, despertaron sobresaltados.
-¿Qué haces? –preguntó Juan, levantándose para detenerme.
-No te muevas –murmuró Pedro-. No te muevas; es el lobizón.
La sombra de mi cabeza se dibujaba en el suelo; era la cabeza de un lobo. Mis uñas se clavaban como garras en la palma de mis manos; luego sentí que mis dedos se estiraban, perdían sus articulaciones. Me pareció que los dientes crecían afilados y me desfiguraban la boca, que el cabello me cubría la frente. Lancé otro aullido y salté por la ventana. Vi luz en el cuarto de mi madre, pero no me detuve. Eché a correr por el campo dormido bajo la luna culpable. A mis espaldas oí gritar: “¡El lobizón, el lobizón!... ¡Deténganlo!...”
Me encontraron medio muerto junto al puesto de La Blanqueada. Mis ropas de dormir estaban desgarradas por los cardos: me sangraban los labios y las palmas de las manos. Dicen que aquella noche un lobo se comió a una oveja, pero no fui yo… podría jurar que no fui yo… Aunque, en realidad, dicen que cuando el lobizón vuelve a ser hombre olvida que ha sido lobo… Pero yo nunca me hubiera olvidado… No, claro que no me hubiera olvidado.
Diego miró el cielo de verano, donde brillaba una luna redonda. Se llevó las manos a la cabeza, hundió los dedos en su cabello, se acarició las orejas. Luego agregó:
-Váyanse. Me ha hecho mal recordar esto… Es como si hubiera revivido aquella noche atroz.
Permanecimos callados, sin atrevernos a dar un paso.
-Váyanse –insistió Diego-. Quiero dormir.
Cerró los ojos. Yo fui el último en irse. No sé si permanecí junto a él por espíritu de compañerismo o por curiosidad. Una espuma sanguinolenta escapaba de su boca; pero eso lo vi después, en el recuerdo. Estaba fascinado por sus manos velludas, crispadas, rígidas sobre el brazo del sillón. Pensaba que estaban convirtiéndose en garras, pero no sabía -¿Cómo podía saberlo?- que eran las manos de un muerto".
Silvina Bullrich
Habíamos ido a remar al Tigre por la mañana, luego Diego pasó la tarde con Elvira y por la noche volvimos a reunirnos en su casa para comer. Elvira no pudo quedarse; me alegro por ella. De lo contrario se hubiera visto mezclada en esta absurda suposición de crimen.
Cuando íbamos a lo de Diego comíamos y bebíamos demasiado, y aquella noche con mayor razón, puesto que no había ninguna mujer. Por eso, al cabo de un rato, agotado el tema político, entramos en el terreno de los cuentos picarescos, y de ahí, ayudados por el alcohol, resbalamos a las confidencias. Eramos cuatro hombres jóvenes, despreocupados; no creíamos ni en Dios ni en el diablo; mucho menos en fantasmas y supersticiones. Yo pronuncié palabras tan irreverentes sobre las pueriles creencias de la humanidad que Diego, el más serio de todos, el mayor también, me interrumpió bruscamente:
-Si te hubiera ocurrido en la vida lo que me ocurrió a mí, quizá vacilaras antes de afirmar que solo existe lo que ven nuestros ojos.
E inmediatamente, sin esperar siquiera nuestras preguntas, nos contó lo que hoy transcribo, lo que todos olvidamos intencionalmente durante el interrogatorio por respeto a la memoria de nuestro amigo. Como me reservo el derecho de ocultar su apellido, ese secreto, que mis compañeros tampoco revelarán, ha sido sepultado con él. M e apresuro a decir que considero este relato como uno de los tantos casos de sugestión colectiva tan estudiada por la psicología actual. El lector podrá comprobarlo por sí mismo. Lo cierto es que su muerte y la investigación que la siguió (fui el último en retirarse de la casa de Diego, y su muerte, según los informes médicos, ocurrió a las tres de la madrugada, hora en que yo lo dejé creyéndolo dormido) han desequilibrado mi sistema nervioso. Dicen que la mejor manera de librarse de un obsesión es verterla sobre el papel. Quiero hacer la prueba. Después me iré al campo. Si, indudablemente, necesito una temporada de reposo.
Relato de Diego.
Mi infancia transcurría feliz en aquella casa del barrio de Flores, cuya fealdad pasaba inadvertida por su semejanza con las casas vecinas. Era una construcción de un solo piso, sencilla, vulgar, de la cual se desprendía todo el tedio de las familias burguesas que resuelven sin problemas espirituales.
Era un cubo simétrico, revocado de un color crema, casi ocre, detestable. Encima de las puertas y de las ventanas, rectángulos de mosaicos verdes aumentaban la fealdad de la última vivienda en la que fui dichoso. Había un patio al frente; un corredor que corría a lo largo de la casa lo unía con un patio del fondo. Siete casas iguales completaban la cuadra. El barrio había crecido, pero conservaba una trasplantada tristeza provinciana que se acentuaban los domingos. Ese día,, en nombre del descanso dominical, me prohibían toda actividad. Yo permanecía asomado a la ventana, mirando, entristeciéndome paulatinamente, la calle desierta, el verde oscuro y terroso de las plantas del patio y todas las gamas del color ocre declinando en los revoques groseros. Contaba los mosaicos que coronaban las puertas de las casas vecinas, las divisiones de cada mosaico: sumaba, restaba, no me detenía sino en cifras pares, y luego volvía a empezar indefinidamente. A veces el carrito rojo y verde del manisero ponía una nota de color en la monotonía de nuestra calle; yo, para retenerlo un rato más, corría a comprar cinco centavos de maní; quería respirar un olor distinto, preciso, ese olor a tostado, acogedor, del maní caliente (en casa había siempre olor a ropa recién planchada y a jabón amarillo) y luego lo miraba alejarse al son de la áspera corneta del manisero.
Me detengo en estos detalles porque su misma trivialidad me recuerda que en un tiempo fui niño sin importancia, igual a todos los niños. Me gustaban los días de sol y las noches de luna. Después -¿no lo han advertido ustedes?- en las noches de luna llena no me atrevo a cruzar el umbral de mi casa.
Eramos siete hermanos varones; yo era el menor. Cuando llegaban personas de visita me palmeaban amistosamente, exclamando: “¡Este es el ahijado del presidente!”.
Yo me enorgullecía; tenía en la cabecera de mi cama, junto a una imagen en colores de la Virgen de Luján, un retrato del presidente, en el cual rezaban estas palabras: “Para Diego…de su padrino”. La firma estampada al pie impedía dudar de la autenticidad de la dedicatoria. Aún creía que ser el séptimo hijo varón era un motivo de orgullo; mi madre, sin embargo, oponía ciertas resistencias al entusiasmo de los vecinos, y cuando le era posible eludía el tema. Era hija de un chacarero de Entre Ríos y la gente de esa región es supersticiosa.
Una tarde, a las pocas semanas de haber muerto mi abuelo, yo estaba ocupado en mi juego predilecto. Consistía en deslizarme sin ser visto bajo la mesa del comedor, y allí, al amparo de la amplia carpeta de felpa granate que la cubría, permanecía horas y horas, soñando que era un indio refugiado en su carpa, en esa carpa que nunca habían querido traerme los Reyes Magos. Yo tenía diez años; ya no creía en los Reyes, pero todavía me fascinaban las aventuras y continuaba gozando de mi carpa improvisada.
En una cabecera de la mesa mi madre colocaba su maquinita de coser; en la otra mi tía hacía un eterno solitario, moviendo de tanto en tanto, mientras luchaba con el deseo de hacerse trampa a sí misma, el dial de la radio colocada sobre el aparador. En mi familia, como en todas las familias modestas, el comedor era la mejor pieza de la casa y el lugar de reunión. Yo soportaba los chillidos de la radio pensando que era el viento que rugía entre las montañas. Pero no debo detenerme en estos detalles; sé que lo hago por cobardía, para demorar la confesión que hoy quiero hacerles.
Diego apuró su vaso de whisky y continuó, dando a sus palabras un ritmo nervioso, acelerado. Aquella tarde mi padre entró en el comedor como todos los días al regresar de la oficina. Besó a mi madre en la frente y luego dijo con ese acento categórico de amo que usan todos los empleados humildes dentro de su casa:
-Ya está todo resuelto; a principios de mes nos vamos a Entre Ríos.
El ruido de la máquina de coser de mi madre cesó bruscamente.
-¡No! –exclamó mi madre-. ¿Lo dices en serio? ¡No es posible!.
-¿Por qué no va a ser posible? Tus hermanos son unos incapaces y no me inspiran fe; quiero ir yo mismo a regir tu campo. Ya verás cómo lo hago rendir.
-Pero es una extensión muy chica –arguyó mi madre- . y si pierdes tu empelo, a la vuelta no encontraras otro. Recuerda que este te lo dio el padrino cuando bautizamos a Diego pero ahora las cosas no están fáciles para el partido.
-¿Y crees que voy a seguir pudriéndome en una oficina por cuatrocientos miserables pesos? Ni siquiera alcanzan para mantener a mi familia, y eso que nunca voy al café. Ya estoy harto de ahogar entre cuatro paredes los mejores años de mi vida.
-Pero antes era pero. El taller solo daba gastos…-Bueno; pediré licencia sin goce de sueldo y después veremos. Pero tengo confianza en el campo. El tuyo es alto, rico…
-La casa es casi un rancho…
-¿Acaso esto es un palacio?.
Entonces mi madre pronunció la frase decisiva, sorprendente. Resistiendo por primera vez a una orden del marido, exclamó:
-No, yo no me voy. No quiero irme… No puedo… por Diego.
¿Por mí? ¿Por qué podía ser yo un impedimento para ese viaje? ¡Si nadie tenía tantas ganas como yo de vivir en el campo! Quería correr el día entero al aire libre, como los chico ricos durante los meses de vacaciones.
-No puedo admitir que una leyenda entupida destruya nuestras vidas –rugió mi padre-. Sería completamente absurdo…
-Pero ¿de què se trata? –inquirió mi tía.
Mis padres parecieron titubear; por fin mi madre contestó:
-Diego es el menor de siete hermanos varones…
-¿y…?
-Tengo miedo –sollozó mi madre-, miedo de las noches de luna llena.
Hubo un silencio denso, cargado de respuestas y de interrogantes. Y yo, de pronto, recordé la única oportunidad en que mi madre ma había tratado con rudeza, casi con crueldad. Era, en efecto, una noche de luna llena. Hacía mucho calor; en los cuartos la atmósfera era irrespirable. Yo, sin sospechar que cometía una falta grave, salí al patio en procura del aire fresco que corría bajo el parral. De pronto vi aparecer a mi madre; estaba pálida, había en sus ojos una expresión de angustia, casi de terror.
-¿Qué haces ahí? –me preguntó con voz ahogada, sin acercarse.
Se apoderó de mí el miedo que emanaba de ella y escapé por la puerta de la cocina. Entonces oí un grito desolado; pensé que a mi madre le había ocurrido algo y volví junto a ella. La encontré abrumada en la mecedora de mimbre, llorando, la cara hundida entre las manos. Me acerqué a besarla; se estremeció como si la rozara un reptil.
-¡Vete –gritó-, vete, maldito!
La palabra no guardaba proporción con lo inofensivo de mi travesura.
-No te pongas así, mamá –supliqué-. Tenía calor, quise tomar aire. Si te desespera tanto, no lo haré más, te prometo que no lo haré más.
Mi madre alzó la cabeza, me miró largamente; luego pasó sus manos por mi cabello oscuro y espeso, por mis orejas grandes, muy separadas del rostro; por mis deformes dientes de chico que asomaban entre mis labios entreabiertos.
-Este pelo… estas orejas… estos dientes…-murmuró.
Me eché a reír.
-No es para tanto; a lo mejor, las chicas me encuentran buen mozo lo mismo.
Ella sonrió y entramos en la casa. Fiel a mi palabra, no volví a salir al patio por las noches. Pero ya en el comedor, mi padre había roto el silencio con estas enigmáticas palabras:
-Es por esa grotesca leyenda del lobizón.
Hubo otro silencio. Mi tía lo cortó:
-No deja de tener razón. En el campo la situación del chico podría ser difícil.
-En este mundo todo tiene remedio- sentenció mi padre.
-¿Cuál? –preguntaron a un tiempo mi madre y mi tía.
-Es muy sencillo. Como Mario está haciendo el servicio militar, todos creerán que tenemos seis hijos varones. Más adelante habrá tiempo de buscar otra solución. Podemos mandar a Diego a un colegio de Buenos Aires, por ejemplo.
En ese instante entraron dos de mis hermanos y la conversación cambió de rumbo. Yo había comprendido que un destino excepcional y poco envidiable pesaba sobre mí, pero ¿cuál?. No me atrevía a interrogar. Sabía que cualquier pregunta agravaría el pesar de mi madre, ya resignada a la obediencia. Los primeros meses que pasamos en Entre Ríos fueron tales como yo los había imaginado. El aire del campo borraba nuestras palideces de niños de suburbio, crecíamos todos alegres y robustos. Nuestra felicidad hubiera sido completa de no ser por las nubes que arrojaban sobre ella las preguntas de los vecinos:
-¿Así que son seis varones?¿No hubo ninguna mujer? De todas maneras es una linda familia.
La mano de mi madre temblaba sobre la máquina de coser. Pero si todas las dichas son inestables, ninguna lo es tanto como la que está basada sobre una mentira. Un día, inexorablemente, llegó Mario. Habían licenciado a los conscriptos por razones de economía, y él había corrido a juntarse con nosotros, sin suponer que su llegada trastornaría la alegría del hogar y me robaría para siempre la paz interior. Al principio no advertí diferencia en el trato de los amigos de la casa. Sin embargo, poco a poco los unos se alejaban, los otros se despedían en cuanto me veían aparecer. Cuando pasaba por las calles del pueblo, los chicos, de la mano, me seguían cantando: “Juguemos en el bosque que el lobo ya se fue…”. Yo apresuraba el paso, y a la vuelta le pedía a mi madre que me diese cualquier trabajo en el campo, pero que no me mandase al pueblo. Y en las noches de luna llena mi madre aseguraba desde temprano las trancas de las puertas y ventanas.
Una extraña nerviosidad empezaba a apoderarse de mí; sentía que se preparaba un acontecimiento terrible, que nada podría detener. A menudo, cuando estaba solo, murmuraba: “El lobizón… lobizón”, buscando el sentido de esa fatídica palabra.
Los niños, como las personas mayores, no tardan en informar a sus amigos de los acontecimientos desagradables que corren respecto a ellos. Una riña a propósito de un barrilete me trajo la aclaración deseada.
-Guardátelo- gritó mi compañero, más débil que yo, abandonando entre mis manos el pájaro de papel- guardátelo siguieres; total, a mí no me importa: soy un chico normal, puedo jugar con quien se me dé la gana. Y nunca más voy a jugar contigo, nunca, ¿sabes? A mi papá no le gusta que juegue con un lobizón.
Solté el barrilete. Me precipité sobre el niño, lo así con ambas manos por el cuello de la camisa y lo sacudí enloquecido, sin saber lo que hacía, gritando:
-¿Qué es un lobizón? ¿Qué es?… dímelo o te mato.
El chico callaba aterrorizado. Insistí persuasivo.
-Si me dices que es un lobizón te doy el barrilete… Mira, ahí está, es tuyo.
-Tú eres un lobizón… Tú.
-¿Por qué yo? ¿Por qué yo y no tú?
-Suéltame y te lo digo.
-No; no te suelto hasta que me hayas dicho qué es un lobizón.
-El séptimo hijo varón –respondió mi amigo- el que se convierte en lobo en las noches de luna.
-Pero yo no me convierto en lobo –protesté- ¿Cuándo me has visto convertido en lobo?
-Yo no te he visto, pero don prudencio dice que te vio y también doña María la curandera, y
-Mienten –grité desesperado- ¡Mienten! Mírame bien ¿tengo algo de lobo?
-No sé… el pelo tan oscuro… las orejas y los dientes tan grandes…
Pasé una mano temblorosa por mi cabello, efectivamente negro y áspero, como el pelo de un lobo; toqué mis orejas grandes, que de pronto me parecieron puntiagudas.
-Mienten –repetí, pero ya sin convicción.
-Es que tú mismo no lo sabes –argumentó mi amigo-; cuando vuelves a ser hombre, no recuerdas que has sido lobo.
Yo continuaba murmurando “mienten…”
-Ya ves que tus padres te hacían pasar por el sexto hijo… No querían que supiéramos que eras el sétimo… Por algo será.
Su lógica me abrumaba. Todo era verdad. Recordé el terror de mi madre al verme de noche en el patio y la conversación que había sorprendido, oculto bajo la mesa del comedor.
-Y desde que has llegado –insistió mi amigo, ya dueño del barrilete- anda un lobo por la región y ha comido muchas ovejas. En el puesto La Blanqueada han muerto cuatro. Y dicen que había huellas de lobo junto al arroyo del Gato.
Yo no quería oír más. Corrí hasta mi casa, sacudido por horribles sollozos; y al ver a mi madre junto al brocal del pozo, le tendí los brazos y caí a sus pies, exhausto. Mi madre me hizo acostar y dormir gran parte del día. Cuando me desperté era de noche. En el cielo brillaba una luna clara, redonda. A los lejos aullaba un lobo ¡Un lobo! Me levanté sin reflexionar, como hipnotizado. Hoy sé que era el resultado inevitable de las palabras oídas por la tarde, pero en ese momento era la víctima de una poderosa alucinación. Me asomé a la ventana; el aullido se repitió más preciso, más prolongado. Hoy sé que era un perro que aullaba junto a su amo agonizante. Pero aquella noche supe que era un lobo. Entonces, entregado a mi destino, no sé si crédulo o histérico, o acaso realmente lobo, me incliné sobre el alféizar y lacé un aullido lastimero. Dos de mis hermanos, que dormían en el mismo cuarto, despertaron sobresaltados.
-¿Qué haces? –preguntó Juan, levantándose para detenerme.
-No te muevas –murmuró Pedro-. No te muevas; es el lobizón.
La sombra de mi cabeza se dibujaba en el suelo; era la cabeza de un lobo. Mis uñas se clavaban como garras en la palma de mis manos; luego sentí que mis dedos se estiraban, perdían sus articulaciones. Me pareció que los dientes crecían afilados y me desfiguraban la boca, que el cabello me cubría la frente. Lancé otro aullido y salté por la ventana. Vi luz en el cuarto de mi madre, pero no me detuve. Eché a correr por el campo dormido bajo la luna culpable. A mis espaldas oí gritar: “¡El lobizón, el lobizón!... ¡Deténganlo!...”
Me encontraron medio muerto junto al puesto de La Blanqueada. Mis ropas de dormir estaban desgarradas por los cardos: me sangraban los labios y las palmas de las manos. Dicen que aquella noche un lobo se comió a una oveja, pero no fui yo… podría jurar que no fui yo… Aunque, en realidad, dicen que cuando el lobizón vuelve a ser hombre olvida que ha sido lobo… Pero yo nunca me hubiera olvidado… No, claro que no me hubiera olvidado.
Diego miró el cielo de verano, donde brillaba una luna redonda. Se llevó las manos a la cabeza, hundió los dedos en su cabello, se acarició las orejas. Luego agregó:
-Váyanse. Me ha hecho mal recordar esto… Es como si hubiera revivido aquella noche atroz.
Permanecimos callados, sin atrevernos a dar un paso.
-Váyanse –insistió Diego-. Quiero dormir.
Cerró los ojos. Yo fui el último en irse. No sé si permanecí junto a él por espíritu de compañerismo o por curiosidad. Una espuma sanguinolenta escapaba de su boca; pero eso lo vi después, en el recuerdo. Estaba fascinado por sus manos velludas, crispadas, rígidas sobre el brazo del sillón. Pensaba que estaban convirtiéndose en garras, pero no sabía -¿Cómo podía saberlo?- que eran las manos de un muerto".
Silvina Bullrich
jueves, 3 de septiembre de 2015
"El Mausoleo"
"Esto de las ambiciones humanas tiene mucho que observar. Cada uno pone la mira en algo que quizá al vecino le sería indiferente. Hay ambiciones generales; hay otras individuales, extrañas y de difícil justificación, si no supiésemos que todas son igualmente vanas.
A pocos seguramente les desvelará lo que fue objeto de las constantes ansias de un hombre, por otra parte sencillo y ajeno a la mundanal vanagloria. Don Probo Gutiérrez López, empleado subalterno, sólo lamentaba carecer de bienes de fortuna, porque desde niño había fantaseado que sus despojos esperasen el Juicio final encerrados en un mausoleo suntuoso, erigido en el cementerio de su ciudad natal, Repoblada.
Este cementerio, para el cual se han aprovechado terrenos baldíos que antes fueron estercoleras públicas, es uno de los ejemplares más desastrosos de lo antiestético y antipoético de las construcciones modernas, ya se consagren al reposo de la muerte, ya al tráfago de la vida. Una tapia blanca y maciza lo cerca, dando a su forma fastidiosa regularidad. Una capilla de estilo gótico de alcorza rompe únicamente la monotonía del cuadrilongo, proyectando en una esquina la pobreza de su endeble aguja. Dentro, los nichos, adosados a las paredes, enfilan sus anaqueles mezquinos, que sugieren la idea de muertos asfixiados en la estrechez. Las lápidas ostentan rótulos candorosos, y al abrigo de vidrios ovales, fotografías amarillentas, mechones de pelo lacio y ramos de siemprevivas. El arbolado nuevo, cipreses y sicómoros, no ha adquirido todavía el frondoso porte que tanto hermosea algunos camposantos modestos. Faltando el verdor, faltan pájaros, esas aves de canto vivaz y alegre que en tales lugares parecen adquirir sugestiva melancolía. Y así, el cementerio de Repoblada es realmente de una tristeza depresiva, aburriente y seca, que irrita en vez de conmover.
Pues con todo esto, Probo Gutiérrez anhelaba ocupar en el cementerio más feo del mundo un lugar de preferencia. Es de advertir que don Probo, no sé si por costumbre, por penitencia o por entretenimiento, era obligado acompañante de los cortejos fúnebres. Ninguno cruzaba las calles de la ciudad, a son de fagot y entre salmodias, que no llevase detrás al buen don Probo, con su raída levita y su sombrero anticuado. Y los socios del Recreo, donde Probo jugaba al tresillo, siempre que no se trataba de enterrar a alguien, le gastaban la broma de decirle que ni aun después de muerto quedaría franco de servicio, puesto que habría de figurar honrosamente en su entierro propio.
En sus diarias visitas al campo santo, seguía don Probo con inexplicable interés la construcción de cenotafios y panteones, la colocación de lápidas y rejas. Comenzaba a estar de moda este género de lujo, y los edículos neogriegos, románicos, góticos, al apiñarse, formaban el más incoherente revoltijo. Había columnas truncadas revestidas de hiedra; había cruces en que se enredaban campanillas; había pirámides coronadas por un busto; había, incluso estatuas o más bien monigotes, y el dorado de las verjas nuevas desafinaba al sol como desafinaba la blancura sacarina del recién esculpido alabastro italiano. Y don Probo sentía con más vehemencia el ansia de yacer, él también, bajo un suntuoso monumento... Era la sed de inmortalidad que a veces acomete a los seres más predestinados al olvido, los cuales buscan la supervivencia en un afecto, en un corazón, y, a falta de esto, en unas piedras amontonadas. Don Probo no tenía ni hondos cariños ni íntimas amistades; solterón sin relieve social ni sentimental, tímido y torpe con las mujeres, indiferentes a todos, cuando desapareciese de entre los vivos sería como brizna de paja un día de aire. Acaso esta consideración, siempre mortificadora para el amor propio del aniquilamiento absoluto, explique el sueño monumental de don Probo. El olvido es forma del no ser, y él, don Probo, quería perpetuarse en granito y en bronce, ya que no en hijo, en libro, en amor, en hecho alto e ilustre.
No le era fácil, por otra parte, inferir que su ilusión se realizase nunca. Atenido a mezquino sueldo, vivía estrechamente. No era lo bastante loco para esperar en la lotería. No se le conocía más familia que un hermano menor, un bala perdida, jugador y borracho, que rodaba no se sabe por dónde. Y el carácter enteramente ideal de su gran aspiración la elevaba, prestándola radiaciones y luces de belleza inaccesible.
Por la ley que dispone que siempre muramos de lo mismo que llenó nuestra vida, fue en una excursión al cementerio donde Gutiérrez López contrajo la enfermedad que no perdona.
Corría diciembre; el frío acuchillaba, la pulmonía vino pegando; en la casa de huéspedes no se extremó el cuidado en la asistencia..., y, por caso inaudito, pudo notarse que don Probo no seguía a pie un entierro y que, contra su costumbre, desempeñaba en una ceremonia el principal papel.
El mismo origen de la pulmonía traidora impidió que don Probo llevase numeroso acompañamiento y que los pocos del séquito llegasen al campo santo. Los acompañados por él estaban en la imposibilidad de devolverle la atención, y los vivientes se retrajeron al saber que, camino del cementerio, se ganaba la muerte. El día era horrible, lluvioso, glacial, tormentoso, con rachas huracanadas; el suelo, un mar de fango, y los caballos del coche fúnebre, con los cascos, chapoteaban y salpicaban agua cenagosa. Y allá fue, casi solitario, el constante acompañador.
El hermano perdulario había dicho por telégrafo que se enterrase a don Probo con toda decencia; pero, temerosos de un chasco desagradable, los compañeros de oficina no se atrevieron con la primera clase, y se dispuso la segunda, un ataúd sencillo, un nicho sin lápida de mármol -lo indispensable y estricto-. Al mismo tiempo que a don Probo, condujeron a su última morada a cierto usurero, detestado por la gente pobre, y a quien su viuda, más avara que él, dispuso un entierro exactamente igual al de don Probo en el nicho contiguo. Para resistir la temperatura y la humedad, albañiles y sepultureros se previnieron con buena ración de caña; sorprendidos por el rápido anochecer invernal, confundieron los féretros, y en el nicho destinado al logrero depositaron el cuerpo de Gutiérrez López.
Seis meses después llegaba a la ciudad el hermano tronera, el garbanzo negro. La antojadiza suerte le había sonreído, y se presentó con boato, desempedrando calles, en su automóvil, y anunciando la resolución de erigir en el cementerio de Repoblada un panteón de familia, a todo coste. Quizá era este deseo de honores póstumos una propensión característica de la casta. Ello es que el jugador soñaba lo mismo que el formal y metódico, y se traía los planos, el presupuesto, el arquitecto, hasta operarios de Italia. Tratábase de un monumento original, destinado a chafar a los restantes, en que se mezclaban los jaspes de color, las serpentinas, los vidrios polícromos, hasta la cerámica, para una creación modernista sorprendente, donde se agotaba el tema de los letreros en asirio, la amapola somnífera, los cipreses formando procesión de obeliscos, los girasoles, emblema de inmortalidad, y los lotos, emblema del sueño y del nirvana. Hubo quien censuró tal maravilla, y hasta la puso en solfa; hubo quien se extasió, y quien se escandalizó de que el mausoleo careciese de emblemas religiosos, y después de acalorada polémica en la prensa local, la autoridad competente ordenó que aquel jeroglífico rematase en una cruz.
Ya terminado, sin faltarle requisito vino el fundador e hizo trasladar a él solemnemente el cuerpo... del usurero, que ocupaba el nicho destinado a don Probo; mientras los restos de éste -frustrado allende la tumba en su perenne anhelo-, continuaron disolviéndose olvidados en humilde nicho".
Emilia Pardo Bazán
A pocos seguramente les desvelará lo que fue objeto de las constantes ansias de un hombre, por otra parte sencillo y ajeno a la mundanal vanagloria. Don Probo Gutiérrez López, empleado subalterno, sólo lamentaba carecer de bienes de fortuna, porque desde niño había fantaseado que sus despojos esperasen el Juicio final encerrados en un mausoleo suntuoso, erigido en el cementerio de su ciudad natal, Repoblada.
Este cementerio, para el cual se han aprovechado terrenos baldíos que antes fueron estercoleras públicas, es uno de los ejemplares más desastrosos de lo antiestético y antipoético de las construcciones modernas, ya se consagren al reposo de la muerte, ya al tráfago de la vida. Una tapia blanca y maciza lo cerca, dando a su forma fastidiosa regularidad. Una capilla de estilo gótico de alcorza rompe únicamente la monotonía del cuadrilongo, proyectando en una esquina la pobreza de su endeble aguja. Dentro, los nichos, adosados a las paredes, enfilan sus anaqueles mezquinos, que sugieren la idea de muertos asfixiados en la estrechez. Las lápidas ostentan rótulos candorosos, y al abrigo de vidrios ovales, fotografías amarillentas, mechones de pelo lacio y ramos de siemprevivas. El arbolado nuevo, cipreses y sicómoros, no ha adquirido todavía el frondoso porte que tanto hermosea algunos camposantos modestos. Faltando el verdor, faltan pájaros, esas aves de canto vivaz y alegre que en tales lugares parecen adquirir sugestiva melancolía. Y así, el cementerio de Repoblada es realmente de una tristeza depresiva, aburriente y seca, que irrita en vez de conmover.
Pues con todo esto, Probo Gutiérrez anhelaba ocupar en el cementerio más feo del mundo un lugar de preferencia. Es de advertir que don Probo, no sé si por costumbre, por penitencia o por entretenimiento, era obligado acompañante de los cortejos fúnebres. Ninguno cruzaba las calles de la ciudad, a son de fagot y entre salmodias, que no llevase detrás al buen don Probo, con su raída levita y su sombrero anticuado. Y los socios del Recreo, donde Probo jugaba al tresillo, siempre que no se trataba de enterrar a alguien, le gastaban la broma de decirle que ni aun después de muerto quedaría franco de servicio, puesto que habría de figurar honrosamente en su entierro propio.
En sus diarias visitas al campo santo, seguía don Probo con inexplicable interés la construcción de cenotafios y panteones, la colocación de lápidas y rejas. Comenzaba a estar de moda este género de lujo, y los edículos neogriegos, románicos, góticos, al apiñarse, formaban el más incoherente revoltijo. Había columnas truncadas revestidas de hiedra; había cruces en que se enredaban campanillas; había pirámides coronadas por un busto; había, incluso estatuas o más bien monigotes, y el dorado de las verjas nuevas desafinaba al sol como desafinaba la blancura sacarina del recién esculpido alabastro italiano. Y don Probo sentía con más vehemencia el ansia de yacer, él también, bajo un suntuoso monumento... Era la sed de inmortalidad que a veces acomete a los seres más predestinados al olvido, los cuales buscan la supervivencia en un afecto, en un corazón, y, a falta de esto, en unas piedras amontonadas. Don Probo no tenía ni hondos cariños ni íntimas amistades; solterón sin relieve social ni sentimental, tímido y torpe con las mujeres, indiferentes a todos, cuando desapareciese de entre los vivos sería como brizna de paja un día de aire. Acaso esta consideración, siempre mortificadora para el amor propio del aniquilamiento absoluto, explique el sueño monumental de don Probo. El olvido es forma del no ser, y él, don Probo, quería perpetuarse en granito y en bronce, ya que no en hijo, en libro, en amor, en hecho alto e ilustre.
No le era fácil, por otra parte, inferir que su ilusión se realizase nunca. Atenido a mezquino sueldo, vivía estrechamente. No era lo bastante loco para esperar en la lotería. No se le conocía más familia que un hermano menor, un bala perdida, jugador y borracho, que rodaba no se sabe por dónde. Y el carácter enteramente ideal de su gran aspiración la elevaba, prestándola radiaciones y luces de belleza inaccesible.
Por la ley que dispone que siempre muramos de lo mismo que llenó nuestra vida, fue en una excursión al cementerio donde Gutiérrez López contrajo la enfermedad que no perdona.
Corría diciembre; el frío acuchillaba, la pulmonía vino pegando; en la casa de huéspedes no se extremó el cuidado en la asistencia..., y, por caso inaudito, pudo notarse que don Probo no seguía a pie un entierro y que, contra su costumbre, desempeñaba en una ceremonia el principal papel.
El mismo origen de la pulmonía traidora impidió que don Probo llevase numeroso acompañamiento y que los pocos del séquito llegasen al campo santo. Los acompañados por él estaban en la imposibilidad de devolverle la atención, y los vivientes se retrajeron al saber que, camino del cementerio, se ganaba la muerte. El día era horrible, lluvioso, glacial, tormentoso, con rachas huracanadas; el suelo, un mar de fango, y los caballos del coche fúnebre, con los cascos, chapoteaban y salpicaban agua cenagosa. Y allá fue, casi solitario, el constante acompañador.
El hermano perdulario había dicho por telégrafo que se enterrase a don Probo con toda decencia; pero, temerosos de un chasco desagradable, los compañeros de oficina no se atrevieron con la primera clase, y se dispuso la segunda, un ataúd sencillo, un nicho sin lápida de mármol -lo indispensable y estricto-. Al mismo tiempo que a don Probo, condujeron a su última morada a cierto usurero, detestado por la gente pobre, y a quien su viuda, más avara que él, dispuso un entierro exactamente igual al de don Probo en el nicho contiguo. Para resistir la temperatura y la humedad, albañiles y sepultureros se previnieron con buena ración de caña; sorprendidos por el rápido anochecer invernal, confundieron los féretros, y en el nicho destinado al logrero depositaron el cuerpo de Gutiérrez López.
Seis meses después llegaba a la ciudad el hermano tronera, el garbanzo negro. La antojadiza suerte le había sonreído, y se presentó con boato, desempedrando calles, en su automóvil, y anunciando la resolución de erigir en el cementerio de Repoblada un panteón de familia, a todo coste. Quizá era este deseo de honores póstumos una propensión característica de la casta. Ello es que el jugador soñaba lo mismo que el formal y metódico, y se traía los planos, el presupuesto, el arquitecto, hasta operarios de Italia. Tratábase de un monumento original, destinado a chafar a los restantes, en que se mezclaban los jaspes de color, las serpentinas, los vidrios polícromos, hasta la cerámica, para una creación modernista sorprendente, donde se agotaba el tema de los letreros en asirio, la amapola somnífera, los cipreses formando procesión de obeliscos, los girasoles, emblema de inmortalidad, y los lotos, emblema del sueño y del nirvana. Hubo quien censuró tal maravilla, y hasta la puso en solfa; hubo quien se extasió, y quien se escandalizó de que el mausoleo careciese de emblemas religiosos, y después de acalorada polémica en la prensa local, la autoridad competente ordenó que aquel jeroglífico rematase en una cruz.
Ya terminado, sin faltarle requisito vino el fundador e hizo trasladar a él solemnemente el cuerpo... del usurero, que ocupaba el nicho destinado a don Probo; mientras los restos de éste -frustrado allende la tumba en su perenne anhelo-, continuaron disolviéndose olvidados en humilde nicho".
Emilia Pardo Bazán
miércoles, 2 de septiembre de 2015
"Un Descenso al Maelström"
"Los caminos de Dios en la naturaleza y en la
providencia no son como nuestros caminos; y nuestras
obras no pueden compararse en modo alguno con la
vastedad, la profundidad y la inescrutabilidad de Sus
obras, que contienen en sí mismas una profundidad
mayor que la del pozo de Demócrito.
Joseph Glanvill.
Habíamos alcanzado la cumbre del despeñadero más elevado. Durante algunos minutos, el anciano pareció demasiado fatigado para hablar.
—Hasta no hace mucho tiempo —dijo, por fin— podría haberlo guiado en este ascenso tan bien como el más joven de mis hijos. Pero, hace unos tres años, me ocurrió algo que jamás le ha ocurrido a otro mortal... o, por lo menos, a alguien que haya alcanzado a sobrevivir para contarlo; y las seis horas de terror mortal que soporté me han destrozado el cuerpo y el alma. Usted ha de creerme muy viejo, pero no lo soy. Bastó algo menos de un día para que estos cabellos, negros como el azabache, se volvieran blancos; debilitáronse mis miembros, y tan frágiles quedaron mis nervios, que tiemblo al menor esfuerzo y me asusto de una sombra. ¿Creerá usted que apenas puedo mirar desde este pequeño acantilado sin sentir vértigo?
El «pequeño acantilado», a cuyo borde se había tendido a descansar con tanta negligencia que la parte más pesada de su cuerpo sobresalía del mismo, mientras se cuidaba de una caída apoyando el codo en la resbalosa arista del borde; el «pequeño acantilado», digo, alzábase formando un precipicio de negra roca reluciente, de mil quinientos o mil seiscientos pies, sobre la multitud de despeñaderos situados más abajo. Nada hubiera podido inducirme a tomar posición a menos de seis yardas de aquel borde. A decir verdad, tanto me impresionó la peligrosa postura de mi compañero que caí en tierra cuan largo era, me aferré a los arbustos que me rodeaban y no me atreví siquiera a mirar hacia el cielo, mientras luchaba por rechazar la idea de que la furia de los vientos amenazaba sacudir los cimientos de aquella montaña. Pasó largo rato antes de que pudiera reunir coraje suficiente para sentarme y mirar a la distancia.
—Debe usted curarse de esas fantasías —dijo el guía—, ya que lo he traído para que tenga desde aquí la mejor vista del lugar donde ocurrió el episodio que mencioné antes... y para contarle toda la historia con su escenario presente.
Nos hallamos —agregó, con la manera minuciosa que distinguía—, nos hallamos muy cerca de la costa de Noruega, a los sesenta y ocho grados de latitud, en la gran provincia de Nordland, y en el distrito de Lodofen. La montaña cuya cima acabamos de escalar es Helseggen, la Nebulosa. Enderécese usted un poco... sujetándose a matas si se siente mareado... ¡Así! Mire ahora, más allá de la cintura de vapor que hay debajo de nosotros, hacia el mar.
Miré, lleno de vértigo, y descubrí una vasta extensión oceánica, cuyas aguas tenían un color tan parecido a la tinta que me recordaron la descripción que hace el geógrafo nubio del Mare Tenebrarum. Ninguna imaginación humana podría concebir panorama más lamentablemente desolado. A derecha e izquierda, y hasta donde podía alcanzar la mirada, se tendían, como murallas del mundo, cadenas de acantilados horriblemente negros y colgantes, cuyo lúgubre aspecto veíase reforzado por la resaca, que rompía contra ellos su blanca y lívida cresta, aullando y rugiendo eternamente. Opuesta al promontorio sobre cuya cima nos hallábamos, y a unas cinco o seis millas dentro del mar, advertíase una pequeña isla de aspecto desértico; quizá sea más adecuado decir que su posición se adivinaba gracias a las salvajes rompientes que la envolvían. Unas dos millas más cerca alzábase otra isla más pequeña, horriblemente escarpada y estéril, rodeada en varias partes por amontonamientos de oscuras rocas.
En el espacio comprendido entre la mayor de las islas y la costa, el océano presentaba un aspecto completamente fuera de lo común. En aquel momento soplaba un viento tan fuerte en dirección a tierra, que un bergantín que navegaba mar afuera se mantenía a la capa con dos rizos, en la vela mayor, mientras la quilla se hundía a cada momento hasta perderse de vista; no obstante, el espacio a que he aludido no mostraba nada que semejara un oleaje embravecido, sino tan sólo un breve, rápido y furioso embate del agua en todas direcciones, tanto frente al viento como hacia otros lados. Tampoco se advertía espuma, salvo en la proximidad inmediata de las rocas.
—La isla más alejada —continuó el anciano— es la que los noruegos llaman Vurrgh. La que se halla a mitad de camino es Moskoe. A una milla al norte verá la de Ambaaren. Más allá se encuentran Islesen, Hotholm, Keildhelm, Suarven y Buckholm. Aún más allá —entre Moskoe y Vurrgh— están Otterholm, Flimen, Sandflesen y Stockholm. Tales son los verdaderos nombres de estos sitios; pero... ¿qué necesidad había de darles nombres? No lo sé, y supongo que usted tampoco... ¿Oye alguna cosa? ¿Nota algún cambio en el agua?
Llevábamos ya unos diez minutos en lo alto del Helseggen, al cual habíamos ascendido viniendo desde el interior de Lofoden, de modo que no habíamos visto ni una sola vez el mar hasta que se presentó de golpe al arribar a la cima. Mientras el anciano me hablaba, percibí un sonido potente y que crecía por momentos, algo como el mugir de un enorme rebaño de búfalos en una pradera americana; y en el mismo momento reparé en que el estado del océano a nuestros pies, que correspondía a lo que los marinos llaman picado, se estaba transformando rápidamente en una corriente orientada hacía el este. Mientras la seguía mirando, aquella corriente adquirió una velocidad monstruosa. A cada instante su rapidez y su desatada impetuosidad iban en aumento. Cinco minutos después, todo el mar hasta Vurrgh hervía de cólera incontrolable, pero donde esa rabia alcanzaba su ápice era entre Moskoe y la costa. Allí, la vasta superficie del agua se abría y trazaba en mil canales antagónicos, reventaba bruscamente en una convulsión frenética —encrespándose, hirviendo, silbando— y giraba en gigantescos e innumerables vórtices, y todo aquello se atorbellinaba y corría hacia el este con una rapidez que el agua no adquiere en ninguna otra parte, como no sea el caer en un precipicio.
En pocos minutos más, una nueva y radical alteración apareció en escena. La superficie del agua se fue nivelando un tanto y los remolinos desaparecieron uno tras otro, mientras prodigiosas fajas de espuma surgían allí donde antes no había nada. A la larga, y luego de dispersarse a una gran distancia, aquellas fajas se combinaron unas con otras y adquirieron el movimiento giratorio de los desaparecidos remolinos, como si constituyeran el germen de otro más vasto. De pronto, instantáneamente, todo asumió una realidad clara y definida, formando un círculo cuyo diámetro pasaba de una milla.
El borde del remolino estaba representado por una ancha faja de resplandeciente espuma; pero ni la menor partícula de ésta resbalaba al interior del espantoso embudo, cuyo tubo, hasta donde la mirada alcanzaba a medirlo, era una pulida, brillante y tenebrosa pared de agua, inclinada en un ángulo de cuarenta y cinco grados con relación al horizonte, y que giraba y giraba vertiginosamente, con un movimiento oscilante y tumultuoso, produciendo un fragor horrible, entre rugido y clamoreo, que ni siquiera la enorme catarata del Niágara lanza al espacio en su tremenda caída. La montaña temblaba desde sus cimientos y oscilaban las rocas. Me dejé caer boca abajo, aferrándome a los ralos matorrales en el paroxismo de mi agitación nerviosa. Por fin, pude decir a mi compañero:
—¡Esto no puede ser más que el enorme remolino del Maelström!
—Así suelen llamarlo —repuso el viejo—. Nosotros los noruegos le llamamos el Moskoe-Ström, a causa de la isla Moskoe.
Las descripciones ordinarias de aquel vórtice no me habían preparado en absoluto para lo que acababa de ver. La de Jonas Ramus, quizá la más detallada, no puede dar la menor noción de la magnificencia o el horror de aquella escena, ni tampoco la perturbadora sensación de novedad que confunde al espectador. No sé bien en qué punto de vista estuvo situado el escritor aludido, ni en qué momento; pero no pudo ser en la cima del Helseggen, ni durante una tormenta. He aquí algunos pasajes de su descripción que merecen, sin embargo, citarse por los detalles que contienen, aunque resulten sumamente débiles para comunicar una impresión de aquel espectáculo: «Entre Lofoden y Moskoe —dice—, la profundidad del agua varía entre treinta y seis y cuarenta brazas; pero del otro lado, en dirección a Ver (Vurrgh), la profundidad disminuye al punto de no permitir el paso de un navío sin el riesgo de que encalle en las rocas, cosa posible aun en plena bonanza. Durante la pleamar, las corrientes se mueven entre Lofoden y Moskoe con turbulenta rapidez, al punto de que el rugido de su impetuoso reflujo hacia el mar apenas podría ser igualado por el de las más sonoras y espantosas cataratas. El sonido se escucha a muchas leguas, y los vórtices o abismos son de tal tamaño y profundidad que si un navío es atraído por ellos se ve tragado irremisiblemente y arrastrado a la profundidad, donde se hace pedazos contra las rocas; cuando el agua se sosiega, los pedazos del buque asoman a la superficie. Pero los intervalos de tranquilidad se producen solamente en los momentos del cambio de la marea y con buen tiempo; apenas duran un cuarto de hora antes de que recomience gradualmente su violencia. Cuando la corriente es más turbulenta y una tempestad acrecienta su furia resulta peligroso acercarse a menos de una milla noruega. Botes, yates y navíos han sido tragados por no tomar esa precaución contra su fuerza atractiva.
Ocurre asimismo con frecuencia qué las ballenas se aproximan demasiado a la corriente y son dominadas por su violencia; imposible resulta entonces describir sus clamores y mugidos mientras luchan inútilmente por escapar. Cierta vez, un oso que trataba de nadar de Lofoden a Moskoe fue atrapado por la corriente y arrastrado a la profundidad, mientras rugía tan terriblemente que se le escuchaba desde la costa. Grandes cantidades de troncos de abetos y pinos, absorbidos por la corriente, vuelven a la superficie rotos y retorcidos a un punto tal que no pasan de ser un montón de astillas. Esto muestra claramente que el fondo consiste en rocas aguzadas contra las cuales son arrastrados y frotados los troncos. Dicha corriente se regula por el flujo y reflujo marino, que se suceden constantemente cada seis horas. En el año 1645, en la mañana del domingo de sexagésima, la furia de la corriente fue tan espantosa que las piedras de las casas de la costa se desplomaban.
Por lo que se refiere a la profundidad del agua, no me explico cómo pudo ser verificada en la vecindad inmediata del vórtice. Las «cuarenta brazas» tienen que referirse, indudablemente, a las porciones del canal linderas con la costa, sea de Moskoe o de Lofoden. La profundidad en el centro del Moskoe-Ström debe ser inconmensurablemente grande, y la mejor prueba de ello la da la más ligera mirada que se proyecte al abismo del remolino desde la cima del Helseggen. Mientras encaramado en esta cumbre contemplaba el rugiente Flegetón allá abajo, no pude impedirme sonreír de la simplicidad con que el honrado Jonas Ramus consigna —como algo difícil de creer — las anécdotas sobre ballenas y osos, cuando rescata evidente que los más grandes buques actuales, sometidos a la influencia de aquella mortal atracción, serían el equivalente de una pluma frente al huracán y desaparecerían instantáneamente.
Las tentativas de explicar el fenómeno —que, en parte, según recuerda, me habían parecido suficientemente plausibles a la lectura— presentaban ahora un carácter muy distinto e insatisfactorio. La idea predominante consistía en que el vórtice, al igual que otros tres más pequeños situados entre las islas Ferroe, «no tiene otra causa que la colisión de las olas, que se alzan y rompen, en el flujo y reflujo, contra un arrecife de rocas y bancos de arena, el cual encierra las aguas al punto que éstas se precipitan como una catarata; así, cuanto más alta sea la marea, más profunda será la caída, y el resultado es un remolino o vórtice, cuyo prodigioso poder de succión es suficientemente conocido por experimentos hechos en menor escalan. Tales son los términos con que se expresa la Encyclopedia Britannica. Kircher y otros imaginan que en el centro del canal del Maelström hay un abismo que penetra en el globo terrestre y que vuelve a salir en alguna región remota (una de las hipótesis nombra concretamente el golfo de Botnial).
Esta opinión, bastante gratuita en sí misma fue la que mi imaginación aceptó con mayor prontitud una vez que hube contemplado la escena. Pero al mencionarla a mi guía me sorprendió oírle decir que, si bien casi todos los noruegos compartían ese punto de vista, él no lo aceptaba. En cuanto a la hipótesis precedente, confesó su incapacidad para comprenderla, y yo le di la razón, pues, aunque sobre el papel pareciera concluyente, resultaba por completo ininteligible e incluso absurda frente al tronar de aquel abismo.
—Ya ha podido ver muy bien el remolino —dijo el anciano—, y si nos colocamos ahora detrás de esa roca al socaire, para que no nos moleste el ruido del agua, le contaré un relato que lo convencerá de que conozco alguna cosa sobre el Moskoe-ström.
Me ubiqué como lo deseaba y comenzó:
—Mis dos hermanos y yo éramos dueños de un queche aparejado como una goleta, de unas setenta toneladas, con el cual pescábamos entre las islas situadas más allá de Moskoe y casi hasta Vurrgh. Aprovechando las oportunidades, siempre hay buena pesca en el mar durante las mareas bravas, si se tiene el coraje de enfrentarlas; de todos los habitantes de la costa de Lofoden, nosotros tres éramos los únicos que navegábamos regularmente en la región de las islas. Las zonas usuales de pesca se hallan mucho más al sur. Allí se puede pescar a cualquier hora, sin demasiado riesgo, y por eso son lugares preferidos. Pero los sitios escogidos que pueden encontrarse aquí, entre las rocas no sólo ofrecen la variedad más grande, sino una abundancia mucho mayor, de modo que con frecuencia pescábamos en un solo día lo que otros más tímidos conseguían apenas en una semana. La verdad es que hacíamos de esto un lance temerario, cambiando el exceso de trabajo por el riesgo de la vida, y sustituyendo capital por coraje.
Fondeábamos el queche en una caleta, a unas cinco millas al norte de esta costa, y cuando el tiempo estaba bueno, acostumbrábamos aprovechar los quince minutos de tranquilidad de las aguas para atravesar el canal principal de Moskoe-Ström, mucho más arriba del remolino, y anclar luego en cualquier parte cerca de Otterham o Sandflesen, donde las mareas no son tan violentas. Nos quedábamos allí hasta que faltaba poco para un nuevo intervalo de calma, en que poníamos proa en dirección a nuestro puerto. Jamás iniciábamos una expedición de este género sin tener un buen viento de lado tanto para la ida como para el retorno —un viento del que estuviéramos seguros que no nos abandonaría a la vuelta—, y era raro que nuestros cálculos erraran.
Dos veces, en seis años, nos vimos precisados a pasar la noche al ancla a causa de una calma chicha, lo cual es cosa muy rara en estos parajes; y una vez tuvimos que quedarnos cerca de una semana donde estábamos, muriéndonos de inanición, por culpa de una borrasca que se desató poco después de nuestro arribo, y que embraveció el canal en tal forma que era imposible pensar en cruzarlo. En esta ocasión hubiéramos podido ser llevados mar afuera a pesar de nuestros esfuerzos (pues los remolinos nos hacían girar tan violentamente que, al final, largamos el ancla y la dejamos que arrastrara), si no hubiera pido que terminamos entrando en una de esas innumerables corrientes antagónicas que hoy están allí y mañana desaparecen, la cual nos arrastró hasta el refugio de Flimen, donde, por suerte, pudimos detenernos.
No podría contarle ni la vigésima parte de las dificultades que encontrábamos en nuestro campo de pesca —que es mal sitio para navegar aun con buen tiempo—, pero siempre nos arreglamos para burlar el desafío del Moskoe-Ström sin accidentes, aunque muchas veces tuve el corazón en la boca cuando nos atrasábamos o nos adelantábamos en un minuto al momento de calma. En ocasiones, el viento no era tan fuerte como habíamos pensado al zarpar y el queche recorría una distancia menor de lo que deseábamos, sin que pudiéramos gobernarlo a causa de la correntada. Mi hermano mayor tenía un hijo de dieciocho años y yo dos robustos mozalbetes. Todos ellos nos hubieran sido de gran ayuda en esas ocasiones, ya fuera apoyando la marcha con los remos, o pescando; pero, aunque estábamos personalmente dispuestos a correr el riesgo, nonos sentíamos con ánimo de exponer a los jóvenes, pues verdaderamente había un peligro horrible, ésa es la pura verdad.
Pronto se cumplirán tres años desde que ocurrió lo que voy a contarle. Era el 10 de julio de 18 ...,día que las gentes de esta región no olvidarán jamás, porque en él se levantó uno de los huracanes más terribles que hayan caído jamás del cielo. Y, sin embargo, durante toda la mañana, y hasta bien entrada la tarde, había soplado una suave brisa del sudoeste, mientras brillaba el sol, y los más avezados marinos no hubieran podido preverlo que iba a pasar.
Los tres —mis dos hermanos y yo— cruzamos hacia las islas a las dos de la tarde y no tardamos en llenar el queche con una excelente pesca que, como pudimos observar, era más abundante ese día que en ninguna ocasión anterior. A las siete —por mi reloj— levamos anclas y zarpamos, a fin de atravesar lo peor del Ström en el momento de la calma, que según sabíamos iba a producirse a las ocho.
Partimos con una buena brisa de estribor y al principio navegamos velozmente y sin pensar en el peligro, pues no teníamos el menor motivo para sospechar que existiera. Pero, de pronto, sentimos que se nos oponía un viento procedente de Helseggen. Esto era muy insólito; jamás nos había ocurrido antes, y yo empecé a sentirme intranquilo, sin saber exactamente por qué. Enfilamos la barca contra el viento, pero los remansos no nos dejaban avanzar, e iba a proponer que volviéramos al punto donde habíamos estado anclados cuando, al mirar hacia popa vimos que todo el horizonte estaba cubierto por una extraña nube del color del cobre que se levantaba con la más asombrosa rapidez.
Entretanto, la brisa que nos había impulsado acababa de amainar por completo y estábamos en una calma total, derivando hacia todos los rumbos. Pero esto no duró bastante como para darnos tiempo a reflexionar. En menos de un minuto nos cayó encima la tormenta, y en menos de dos el cielo quedó cubierto por completo; con esto, y con la espuma de las olas que nos envolvía, todo se puso tan oscuro que no podíamos vernos unos a otros en la cubierta.
Sería una locura tratar de describir el huracán que siguió. Los más viejos marinos de Noruega jamás conocieron nada parecido. Habíamos soltado todo el trapo antes de que el viento nos alcanzara; pero, a su primer embate, los dos mástiles volaron por la borda como si los hubiesen aserrado..., y uno de los palos se llevó consigo a mi hermano mayor, que se había atado para mayor seguridad. Nuestra embarcación se convirtió en la más liviana pluma que jamás flotó en el agua. El queche tenía un puente totalmente cerrado, con sólo una pequeña escotilla cerca de proa, que acostumbrábamos cerrar y asegurar cuando íbamos a cruzar el Ström, por precaución contra el mar picado. De no haber sido por esta circunstancia, hubiéramos zozobrado instantáneamente, pues durante un momento quedamos sumergidos por completo. Cómo escapó a la muerte mi hermano mayor no puedo decirlo, pues jamás se me presentó la oportunidad de averiguarlo. Por mi parte, tan pronto hube soltado el trinquete, me tiré boca abajo en el puente, con los pies contra la estrecha borda de proa y las manos aferrando una armella próxima al pie del palo mayor. El instinto me indujo a obrar así, y fue, indudablemente, lo mejor que podía haber hecho; la verdad es que estaba demasiado aturdido para pensar.
Durante algunos momentos, como he dicho, quedamos completamente inundadas, mientras yo contenía la respiración y me aferraba a la armella. Cuando no pude resistir más, me enderecé sobre las rodillas, sosteniéndome siempre con las manos, y pude así asomar la cabeza. Pronto nuestra pequeña embarcación dio una sacudida, como hace un perro al salir del agua, y con eso se libró en cierta medida de las olas que la tapaban. Por entonces estaba tratando yo de sobreponerme al aturdimiento que me dominaba, recobrar los sentidos para decidir lo que tenía que hacer, cuando sentí que alguien me aferraba del brazo. Era mi hermano mayor, y mi corazón saltó de júbilo, pues estaba seguro de que el mar lo había arrebatado. Mas esa alegría no tardó en transformarse en horror, pues mi hermano acercó la boca a mi oreja, mientras gritaba: ¡Moskoe-ström!
Nadie puede imaginar mis sentimientos en aquel instante. Me estremecí de la cabeza a los pies, como si sufriera un violento ataque de calentura. Demasiado bien sabía lo que mi hermano me estaba diciendo con esa simple palabra y lo que quería darme a entender: Con el viento que nos arrastraba, nuestra proa apuntaba hacia el remolino del Ström... ¡y nada podía salvarnos!
Se imaginará usted que, al cruzar el canal del Ström, lo hacíamos siempre mucho más arriba del remolino, incluso con tiempo bonancible, y debíamos esperar y observar cuidadosamente el momento de calma. Pero ahora estábamos navegando directamente hacia el vórtice, envueltos en el más terrible huracán. 'Probablemente —pensé— llegaremos allí en un momento de la calma... y eso nos da una esperanza. Pero, un segundo después, me maldije por ser tan loco como para pensar en esperanza alguna. Sabía muy bien que estábamos condenados y que lo estaríamos igual aunque nos halláramos en un navío cien veces más grande.
A esta altura la primera furia de la tempestad se había agotado, o quizá no la sentíamos tanto por estar corriendo delante de ella. Pero el mar, que el viento había mantenido aplacado y espumoso al comienzo, se alzaba ahora en gigantescas montañas. Un extraño cambio se había producido en el cielo. Alrededor de nosotros, y en todas direcciones, seguía tan negro como la pez, pero en lo alto, casi encima de donde estábamos, se abrió repentinamente un círculo de cielo despejado —tan despejado como jamás he vuelto a ver—, brillantemente azul, y a través del cual resplandecía la luna llena con un brillo que no le había conocido antes. Iluminaba con sus rayos todo lo que nos rodeaba, con la más grande claridad; pero... ¡Dios mío, qué escena nos mostraba! Hice una o dos tentativas para hacerme oír de mi hermano, pero, por razones que no pude comprender, el estruendo había aumentado de manera tal que no alcancé a hacerle entender una sola palabra, pese a que gritaba con todas mis fuerzas en su oreja. Pronto sacudió la cabeza, mortalmente pálido, y levantó un dedo como para decirme: ¡Escucha!
Al principio no me di cuenta de lo que quería significar, pero un horrible pensamiento cruzó por mi mente. Extraje mi reloj de la faltriquera. Estaba detenido. Contemplé el cuadrante a la luz de la luna y me eché a llorar, mientras lanzaba el reloj al océano. ¡Se había detenido a las siete! ¡Ya había pasado el momento de calma y el remolino del Ström estaba en plena furia!
Cuando un barco es de buena construcción, está bien equipado y no lleva mucha carga, al correr con el viento durante una borrasca las olas dan la impresión de resbalar por debajo del casco, lo cual siempre resulta extraño para un hombre de tierra firme; a eso se le llama cabalgar en lenguaje marino. Hasta ese momento habíamos cabalgado sin dificultad sobre las olas; pero de pronto una gigantesca masa de agua nos alcanzó por la bovedilla y nos alzó con ella... arriba... más arriba... como si ascendiéramos al cielo. Jamás hubiera creído que una ola podía alcanzar semejante altura. Y entonces empezamos a caer, con una carrera, un deslizamiento y una zambullida que me produjeron náuseas y mareo, como si estuviera desplomándome en sueños desde lo alto de una montaña. Pero en el momento en que alcanzamos la cresta, pude lanzar una ojeada alrededor, y lo que vi fue más que suficiente. En un instante comprobé nuestra exacta posición. El vórtice de Moskoe-Ström se hallaba a un cuarto de milla adelante; pero ese vórtice se parecía tanto al de todos los días como el que está viendo usted a un remolino en una charca. Si no hubiera sabido dónde estábamos y lo que teníamos que esperar, no hubiese reconocido en absoluto aquel sitio. Tal como lo vi, me obligó a cerrar involuntariamente los ojos de espanto. Mis párpados se apretaron como en un espasm Apenas habrían pasado otros dos minutos, cuando sentimos que las olas decrecían y nos vimos envueltos por la espuma. La embarcación dio una brusca media vuelta a babor y se precipitó en su nueva dirección como una centella. Al mismo tiempo, el rugido del agua quedó completamente apagado por algo así como un estridente alarido... un sonido que podría usted imaginar formado por miles de barcos de vapor que dejaran escapar al mismo tiempo la presión de sus calderas. Nos hallábamos ahora en el cinturón de la resaca que rodea siempre el remolino, y pensé que un segundo más tarde nos precipitaríamos al abismo, cuyo interior veíamos borrosamente a causa de la asombrosa velocidad con la cual nos movíamos. El queche no daba la impresión de flotar en el agua, sino de flotar como una burbuja sobre la superficie de la resaca. Su banda de estribor daba al remolino, y por babor surgía la inmensidad oceánica de la que acabábamos de salir, y que se alzaba como una enorme pared oscilando entre nosotros y el horizonte.
Puede parecer extraño, pero ahora, cuando estábamos sumidos en las fauces del abismo, me sentí más tranquilo que cuando veníamos acercándonos a él. Decidido a no abrigar ya ninguna esperanza, me libré de una buena parte del terror que al principio me había privado de mis fuerzas. Creo que fue la desesperación lo que templó mis nervios. Tal vez píense usted que me jacto, pero lo que le digo es la verdad: Empecé a reflexionar sobre lo magnífico que era morir de esa manera y lo insensato de preocuparme por algo tan insignificante como mi propia vida frente a una manifestación tan maravillosa del poder de Dios. Creo que enrojecí de vergüenza cuando la idea cruzó por mi mente. Y al cabo de un momento se apoderó de mí la más viva curiosidad acerca del remolino. Sentí el deseo de explorar sus profundidades, aun al precio del sacrificio que iba a costarme, y la pena más grande que sentí fue que nunca podría contar a mis viejos camaradas de la costa todos los misterios que vería. No hay duda que eran éstas extrañas fantasías en un hombre colocado en semejante situación, y con frecuencia he pensado que la rotación del barco alrededor del vórtice pudo trastornarme un tanto la cabeza.
Otra circunstancia contribuyó a devolverme la calma, y fue la cesación del viento, que ya no podía llegar hasta nosotros en el lugar donde estábamos, puesto que, como usted mismo ha visto, el cinturón de resaca está sensiblemente más bajo que el nivel general del océano, al que 'veíamos descollar sobre nosotros como un alto borde montañoso y negro. Si nunca le ha tocado pasar una borrasca en plena mar, no puede hacerse una idea de la confusión mental que produce la combinación del viento y la espuma de las olas. Ambos ciegan, ensordecen y ahogan, suprimiendo toda posibilidad de acción o de reflexión. Pero ahora nos veíamos en gran medida libres de aquellas molestias... así como los criminales condenados a muerte se ven favorecidos con ciertas liberalidades que se les negaban antes de que se pronunciara la sentencia.
Imposible es decir cuántas veces dimos la vuelta al circuito. Corrimos y corrimos, una hora quizá, volando más que flotando, y entrando cada vez más hacia el centro de la resaca lo que nos acercaba progresivamente a su horrible borde interior. Durante todo este tiempo no había soltado la armella que me sostenía. Mi hermano estaba en la popa, sujetándose a un pequeño barril vacío, sólidamente atado bajo el compartimento de la bovedilla, y que era la única cosa a bordo que la borrasca no había precipitado al mar.
Cuando ya nos acercábamos al borde del pozo, soltó su asidero y se precipitó hacia la armella de la cual, en la agonía de su terror, trató de desprender mis manos, ya que no era bastante grande para proporcionar a ambos un sostén seguro. Jamás he sentido pena más grande que cuando lo vi hacer eso, aunque comprendí que su proceder era el de un insano, a quien el terror ha vuelto loco furioso. De todos modos, no hice ningún esfuerzo para oponerme. Sabía que ya no importaba quién de los dos se aferrara de la armella, de modo que se la cedí y pasé a popa, donde estaba el barril. No me costó mucho hacerlo, porque el queche corría en círculo con bastante estabilidad, sólo balanceándose bajo las inmensas oscilaciones y conmociones del remolino. Apenas me había afirmado en mi nueva posición, cuando dimos un brusco bandazo a estribor y nos precipitamos de proa en el abismo. Murmuré presurosamente una plegaria a Dios y pensé que todo había terminado.
Mientras sentía la náusea del vertiginoso descenso, instintivamente me aferré con más fuerza al barril y cerré los ojos. Durante algunos segundos no me atreví a abrirlos, esperando mi aniquilación inmediata y me maravillé de no estar sufriendo ya las agonías de la lucha final con el agua. Pero el tiempo seguía pasando. Y yo estaba vivo. La sensación de caída había cesado y el movimiento de la embarcación se parecía al de antes, cuando estábamos en el cinturón de espuma, salvo que ahora se hallaba más inclinada. Junté coraje y otra vez miré lo que me rodeaba. Nunca olvidaré la sensación de pavor, espanto y admiración que sentí al contemplar aquella escena. El queche parecía estar colgando, como por arte de magia, a mitad de camino en el interior de un embudo de vasta circunferencia y prodigiosa profundidad, cuyas paredes, perfectamente lisas, hubieran podido creerse de ébano, a no ser por la asombrosa velocidad con que giraban, y el lívido resplandor que despedían bajo los rayos de la luna, que, en el centro de aquella abertura circular entre las nubes a que he aludido antes, se derramaban en un diluvio gloriosamente áureo a lo largo de las negras paredes y se perdían en las remotas profundidades del abismo.
Al principio me sentí demasiado confundido para poder observar nada con precisión. Todo lo que alcanzaba era ese estallido general de espantosa grandeza. Pero, al recobrarme un tanto, mis ojos miraron instintivamente hacía abajo. Tenía una vista completa en esa dirección, dada la forma en que el queche colgaba de la superficie inclinada del vórtice. Su quilla estaba perfectamente nivelada, vale decir que el puente se hallaba en un plano paralelo al del agua, pero esta última se tendía formando un ángulo de más de cuarenta y cinco grados, de modo que parecía como si estuviésemos ladeados. No pude dejar de observar, sin embargo, que, a pesar de esta situación, no me era mucho más difícil mantenerme aferrado a mi puesto que si el barco hubiese estado a nivel; presumo que se debía a la velocidad con que girábamos.
Los rayos de la luna parecían querer alcanzar el fondo mismo del profundo abismo, pero aún así no pude ver nada con suficiente claridad a causa de la espesa niebla que lo envolvía todo y sobre la cual se cernía un magnífico arco iris semejante al angosto y bamboleante puente que, según los musulmanes, es el solo paso entre el Tiempo y la Eternidad. Aquella niebla, o rocío, se producía sin duda por el choque de las enormes paredes del embudo cuando se encontraba en el fondo; pero no trataré de describir el aullido que brotaba del abismo para subir hasta el cielo.
Nuestro primer deslizamiento en el pozo, a partir del cinturón de espumas de la parte superior, nos había hecho descender a gran distancia por la pendiente; sin embargo, la continuación del descenso no guardaba relación con el anterior. Una y otra vez dimos la vuelta, no con un movimiento uniforme sino entre vertiginosos balanceos y sacudidas, que nos lanzaban a veces a unos cuantos centenares de yardas, mientras otras nos hacían completar casi el circuito del remolino. A cada vuelta, y aunque lento, nuestro descenso resultaba perceptible.
Mirando en torno la inmensa extensión de ébano líquido sobre la cual éramos así llevados, advertí que nuestra embarcación no era el único objeto comprendido en el abrazo del remolino. Tanto por encima como por debajo de nosotros se veían fragmentos de embarcaciones, grandes pedazos de maderamen de construcción y troncos de árboles, así como otras cosas más pequeñas, tales como muebles, cajones rotos, barriles y duelas. He aludido ya a la curiosidad anormal que había reemplazado en mí el terror del comienzo. A medida que me iba acercando a mi horrible destino parecía como si esa curiosidad fuera en aumento. Comencé a observar con extraño interés los numerosos objetos que flotaban cerca de nosotros. Debo de haber estado bajo los efectos del delirio, porque hasta busqué diversión en el hecho de calcular sus respectivas velocidades en el descenso hacía la espuma del fondo. -Ese abeto —me oí decir en un momento dado— será el que ahora se precipite hacia abajo y desaparezca-; y un momento después me quedé decepcionado al ver que los restos de un navío mercante holandés se le adelantaban y caían antes. Al final, después de haber hecho numerosas conjeturas de esta naturaleza, y haber errado todas, ocurrió que el hecho mismo de equivocarme invariablemente me indujo a una nueva reflexión, y entonces me eché a temblar como antes, y una vez más latió pesadamente mí corazón.
No era el espanto el que así me afectaba, sino el nacimiento de una nueva y emocionante esperanza. Surgía en parte de la memoria y, en parte, de las observaciones que acababa de hacer. Recordé la gran cantidad de restos flotantes que aparecían en la costa de Lofoden y que habían sido tragados y devueltos luego por el Moskoe-Ström. La gran mayoría de estos restos aparecía destrozada de la manera más extraordinaria; estaban como frotados, desgarrados, al punto que daban la impresión de un montón de astillas y esquirlas. Pero al mismo tiempo recordé que algunos de esos objetos no estaban desfigurados en absoluto. Me era imposible explicar la razón de esa diferencia, salvo que supusiera que los objetos destrozados eran los que habían sido completamente absorbidos, mientras que los otros habían penetrado en el remolino en un período más adelantado de la marea, o bien, por alguna razón, habían descendido tan lentamente luego de ser absorbidos, que no habían alcanzado a tocar el fondo del vórtice antes del cambio del flujo o del reflujo, según fuera el momento. Me pareció posible, en ambos casos, que dichos restes hubieran sido devueltos otra vez al nivel del océano, sin correr el destino de los que habían penetrado antes en el remolino o habían sido tragados más rápidamente.
Al mismo tiempo hice tres observaciones importantes. La primera fue que, por regla general, los objetos de mayor tamaño descendían más rápidamente. La segunda, que entre dos masas de igual tamaño, una esférica y otra de cualquier forma, la mayor velocidad de descenso correspondía a la esfera. La tercera, que entre dos masas de igual tamaño, una de ellas cilíndrica y la otra de cualquier forma, la primera era absorbida con mayor lentitud. Desde que escapé de mi destino he podido hablar muchas veces sobre estos temas con un viejo preceptor del distrito, y gracias a él conozco el uso de las palabras ‘cilindro’ y ‘esfera’. Me explicó —aunque me he olvidado de la explicación— que lo que yo había observado entonces era la consecuencia natural de las formas de los objetos flotantes, y me mostró cómo un cilindro, flotando en un remolino, ofrecía mayor resistencia a su succión y era arrastrado con mucha mayor dificultad que cualquier otro objeto del mismo tamaño, cualquiera fuese su forma.
Había además un detalle sorprendente, que contribuía en gran medida a reformar estas observaciones y me llenaba de deseos de verificarlas: a cada revolución de nuestra barca sobrepasábamos algún objeto, como ser un barril, una verga o un mástil. Ahora bien, muchos de aquellos restos, que al abrir yo por primera vez los ojos para contemplar la maravilla del remolino, se encontraban a nuestro nivel, estaban ahora mucho más arriba y daban la impresión de haberse movido muy poco de su posición inicial.
No vacilé entonces en lo que debía hacer: resolví asegurarme fuertemente al barril del cual me tenía, soltarlo de la bovedilla y precipitarme con él al agua. Llamé la atención de mi hermano mediante signos, mostrándole los barriles flotantes que pasaban cerca de nosotros, e hice todo lo que estaba en mi poder para que comprendiera lo que me disponía a hacer. Me pareció que al fin entendía mis intenciones, pero fuera así o no, sacudió la cabeza con desesperación, negándose a abandonar su asidero en la armella. Me era imposible llegar hasta él y la situación no admitía pérdida de tiempo. Así fue como, lleno de amargura, lo abandoné a su destino, me até al barril mediante las cuerdas que lo habían sujetado a la bovedilla y me lancé con él al mar sin un segundo de vacilación.
El resultado fue exactamente el que esperaba. Puesto que yo mismo le estoy haciendo este relato, por lo cual ya sabe usted que escapé sano y salvo, y además está enterado de cómo me las arreglé para escapar, abreviaré el fin de la historia. Habría transcurrido una hora o cosa así desde que hiciera abandono del queche, cuando lo vi, a gran profundidad, girar terriblemente tres o cuatro veces en rápida sucesión y precipitarse en línea recta en el caos de espuma del abismo, llevándose consigo a mi querido hermano. El barril al cual me había atado descendió apenas algo más de la mitad de la distancia entre el fondo del remolino y el lugar desde donde me había tirado al agua, y entonces empezó a producirse un gran cambio en el aspecto del vórtice. La pendiente de los lados del enorme embudo se fue haciendo menos y menos escarpada. Las revoluciones del vórtice disminuyeron gradualmente su violencia. Poco a poco fue desapareciendo la espuma y el arco iris, y pareció como si el fondo del abismo empezara a levantarse suavemente. El cielo estaba despejado, no había viento y la luna llena resplandecía en el oeste, cuando me encontré en la superficie del océano, a plena vista de las costas de Lofoden y en el lugar donde había estado el remolino de Moskoe-Ström.
Era la hora de la calma, pero el mar se encrespaba todavía en gigantescas olas por efectos del huracán. Fui impulsado violentamente al canal del Ström, y pocos minutos más tarde llegaba a la costa, en la zona de los pescadores. Un bote me recogió, exhausto de fatiga, y, ahora que el peligro había pasado, incapaz de hablar a causa del recuerdo de aquellos horrores. Quienes me subieron a bordo eran mis viejos camaradas y compañeros cotidianos, pero no me reconocieron, como si yo fuese un viajero que retornaba del mundo de los espíritus. Mi cabello, negro como ala de cuervo la víspera, estaba tan blanco como lo ve usted ahora. También se dice que la expresión de mi rostro ha cambiado. Les conté mi historia... y no me creyeron. Se la cuento ahora a usted, sin mayor esperanza de que le dé más crédito del que le concedieron los alegres pescadores de Lofoden".
Edgar Allan Poe
providencia no son como nuestros caminos; y nuestras
obras no pueden compararse en modo alguno con la
vastedad, la profundidad y la inescrutabilidad de Sus
obras, que contienen en sí mismas una profundidad
mayor que la del pozo de Demócrito.
Joseph Glanvill.
Habíamos alcanzado la cumbre del despeñadero más elevado. Durante algunos minutos, el anciano pareció demasiado fatigado para hablar.
—Hasta no hace mucho tiempo —dijo, por fin— podría haberlo guiado en este ascenso tan bien como el más joven de mis hijos. Pero, hace unos tres años, me ocurrió algo que jamás le ha ocurrido a otro mortal... o, por lo menos, a alguien que haya alcanzado a sobrevivir para contarlo; y las seis horas de terror mortal que soporté me han destrozado el cuerpo y el alma. Usted ha de creerme muy viejo, pero no lo soy. Bastó algo menos de un día para que estos cabellos, negros como el azabache, se volvieran blancos; debilitáronse mis miembros, y tan frágiles quedaron mis nervios, que tiemblo al menor esfuerzo y me asusto de una sombra. ¿Creerá usted que apenas puedo mirar desde este pequeño acantilado sin sentir vértigo?
El «pequeño acantilado», a cuyo borde se había tendido a descansar con tanta negligencia que la parte más pesada de su cuerpo sobresalía del mismo, mientras se cuidaba de una caída apoyando el codo en la resbalosa arista del borde; el «pequeño acantilado», digo, alzábase formando un precipicio de negra roca reluciente, de mil quinientos o mil seiscientos pies, sobre la multitud de despeñaderos situados más abajo. Nada hubiera podido inducirme a tomar posición a menos de seis yardas de aquel borde. A decir verdad, tanto me impresionó la peligrosa postura de mi compañero que caí en tierra cuan largo era, me aferré a los arbustos que me rodeaban y no me atreví siquiera a mirar hacia el cielo, mientras luchaba por rechazar la idea de que la furia de los vientos amenazaba sacudir los cimientos de aquella montaña. Pasó largo rato antes de que pudiera reunir coraje suficiente para sentarme y mirar a la distancia.
—Debe usted curarse de esas fantasías —dijo el guía—, ya que lo he traído para que tenga desde aquí la mejor vista del lugar donde ocurrió el episodio que mencioné antes... y para contarle toda la historia con su escenario presente.
Nos hallamos —agregó, con la manera minuciosa que distinguía—, nos hallamos muy cerca de la costa de Noruega, a los sesenta y ocho grados de latitud, en la gran provincia de Nordland, y en el distrito de Lodofen. La montaña cuya cima acabamos de escalar es Helseggen, la Nebulosa. Enderécese usted un poco... sujetándose a matas si se siente mareado... ¡Así! Mire ahora, más allá de la cintura de vapor que hay debajo de nosotros, hacia el mar.
Miré, lleno de vértigo, y descubrí una vasta extensión oceánica, cuyas aguas tenían un color tan parecido a la tinta que me recordaron la descripción que hace el geógrafo nubio del Mare Tenebrarum. Ninguna imaginación humana podría concebir panorama más lamentablemente desolado. A derecha e izquierda, y hasta donde podía alcanzar la mirada, se tendían, como murallas del mundo, cadenas de acantilados horriblemente negros y colgantes, cuyo lúgubre aspecto veíase reforzado por la resaca, que rompía contra ellos su blanca y lívida cresta, aullando y rugiendo eternamente. Opuesta al promontorio sobre cuya cima nos hallábamos, y a unas cinco o seis millas dentro del mar, advertíase una pequeña isla de aspecto desértico; quizá sea más adecuado decir que su posición se adivinaba gracias a las salvajes rompientes que la envolvían. Unas dos millas más cerca alzábase otra isla más pequeña, horriblemente escarpada y estéril, rodeada en varias partes por amontonamientos de oscuras rocas.
En el espacio comprendido entre la mayor de las islas y la costa, el océano presentaba un aspecto completamente fuera de lo común. En aquel momento soplaba un viento tan fuerte en dirección a tierra, que un bergantín que navegaba mar afuera se mantenía a la capa con dos rizos, en la vela mayor, mientras la quilla se hundía a cada momento hasta perderse de vista; no obstante, el espacio a que he aludido no mostraba nada que semejara un oleaje embravecido, sino tan sólo un breve, rápido y furioso embate del agua en todas direcciones, tanto frente al viento como hacia otros lados. Tampoco se advertía espuma, salvo en la proximidad inmediata de las rocas.
—La isla más alejada —continuó el anciano— es la que los noruegos llaman Vurrgh. La que se halla a mitad de camino es Moskoe. A una milla al norte verá la de Ambaaren. Más allá se encuentran Islesen, Hotholm, Keildhelm, Suarven y Buckholm. Aún más allá —entre Moskoe y Vurrgh— están Otterholm, Flimen, Sandflesen y Stockholm. Tales son los verdaderos nombres de estos sitios; pero... ¿qué necesidad había de darles nombres? No lo sé, y supongo que usted tampoco... ¿Oye alguna cosa? ¿Nota algún cambio en el agua?
Llevábamos ya unos diez minutos en lo alto del Helseggen, al cual habíamos ascendido viniendo desde el interior de Lofoden, de modo que no habíamos visto ni una sola vez el mar hasta que se presentó de golpe al arribar a la cima. Mientras el anciano me hablaba, percibí un sonido potente y que crecía por momentos, algo como el mugir de un enorme rebaño de búfalos en una pradera americana; y en el mismo momento reparé en que el estado del océano a nuestros pies, que correspondía a lo que los marinos llaman picado, se estaba transformando rápidamente en una corriente orientada hacía el este. Mientras la seguía mirando, aquella corriente adquirió una velocidad monstruosa. A cada instante su rapidez y su desatada impetuosidad iban en aumento. Cinco minutos después, todo el mar hasta Vurrgh hervía de cólera incontrolable, pero donde esa rabia alcanzaba su ápice era entre Moskoe y la costa. Allí, la vasta superficie del agua se abría y trazaba en mil canales antagónicos, reventaba bruscamente en una convulsión frenética —encrespándose, hirviendo, silbando— y giraba en gigantescos e innumerables vórtices, y todo aquello se atorbellinaba y corría hacia el este con una rapidez que el agua no adquiere en ninguna otra parte, como no sea el caer en un precipicio.
En pocos minutos más, una nueva y radical alteración apareció en escena. La superficie del agua se fue nivelando un tanto y los remolinos desaparecieron uno tras otro, mientras prodigiosas fajas de espuma surgían allí donde antes no había nada. A la larga, y luego de dispersarse a una gran distancia, aquellas fajas se combinaron unas con otras y adquirieron el movimiento giratorio de los desaparecidos remolinos, como si constituyeran el germen de otro más vasto. De pronto, instantáneamente, todo asumió una realidad clara y definida, formando un círculo cuyo diámetro pasaba de una milla.
El borde del remolino estaba representado por una ancha faja de resplandeciente espuma; pero ni la menor partícula de ésta resbalaba al interior del espantoso embudo, cuyo tubo, hasta donde la mirada alcanzaba a medirlo, era una pulida, brillante y tenebrosa pared de agua, inclinada en un ángulo de cuarenta y cinco grados con relación al horizonte, y que giraba y giraba vertiginosamente, con un movimiento oscilante y tumultuoso, produciendo un fragor horrible, entre rugido y clamoreo, que ni siquiera la enorme catarata del Niágara lanza al espacio en su tremenda caída. La montaña temblaba desde sus cimientos y oscilaban las rocas. Me dejé caer boca abajo, aferrándome a los ralos matorrales en el paroxismo de mi agitación nerviosa. Por fin, pude decir a mi compañero:
—¡Esto no puede ser más que el enorme remolino del Maelström!
—Así suelen llamarlo —repuso el viejo—. Nosotros los noruegos le llamamos el Moskoe-Ström, a causa de la isla Moskoe.
Las descripciones ordinarias de aquel vórtice no me habían preparado en absoluto para lo que acababa de ver. La de Jonas Ramus, quizá la más detallada, no puede dar la menor noción de la magnificencia o el horror de aquella escena, ni tampoco la perturbadora sensación de novedad que confunde al espectador. No sé bien en qué punto de vista estuvo situado el escritor aludido, ni en qué momento; pero no pudo ser en la cima del Helseggen, ni durante una tormenta. He aquí algunos pasajes de su descripción que merecen, sin embargo, citarse por los detalles que contienen, aunque resulten sumamente débiles para comunicar una impresión de aquel espectáculo: «Entre Lofoden y Moskoe —dice—, la profundidad del agua varía entre treinta y seis y cuarenta brazas; pero del otro lado, en dirección a Ver (Vurrgh), la profundidad disminuye al punto de no permitir el paso de un navío sin el riesgo de que encalle en las rocas, cosa posible aun en plena bonanza. Durante la pleamar, las corrientes se mueven entre Lofoden y Moskoe con turbulenta rapidez, al punto de que el rugido de su impetuoso reflujo hacia el mar apenas podría ser igualado por el de las más sonoras y espantosas cataratas. El sonido se escucha a muchas leguas, y los vórtices o abismos son de tal tamaño y profundidad que si un navío es atraído por ellos se ve tragado irremisiblemente y arrastrado a la profundidad, donde se hace pedazos contra las rocas; cuando el agua se sosiega, los pedazos del buque asoman a la superficie. Pero los intervalos de tranquilidad se producen solamente en los momentos del cambio de la marea y con buen tiempo; apenas duran un cuarto de hora antes de que recomience gradualmente su violencia. Cuando la corriente es más turbulenta y una tempestad acrecienta su furia resulta peligroso acercarse a menos de una milla noruega. Botes, yates y navíos han sido tragados por no tomar esa precaución contra su fuerza atractiva.
Ocurre asimismo con frecuencia qué las ballenas se aproximan demasiado a la corriente y son dominadas por su violencia; imposible resulta entonces describir sus clamores y mugidos mientras luchan inútilmente por escapar. Cierta vez, un oso que trataba de nadar de Lofoden a Moskoe fue atrapado por la corriente y arrastrado a la profundidad, mientras rugía tan terriblemente que se le escuchaba desde la costa. Grandes cantidades de troncos de abetos y pinos, absorbidos por la corriente, vuelven a la superficie rotos y retorcidos a un punto tal que no pasan de ser un montón de astillas. Esto muestra claramente que el fondo consiste en rocas aguzadas contra las cuales son arrastrados y frotados los troncos. Dicha corriente se regula por el flujo y reflujo marino, que se suceden constantemente cada seis horas. En el año 1645, en la mañana del domingo de sexagésima, la furia de la corriente fue tan espantosa que las piedras de las casas de la costa se desplomaban.
Por lo que se refiere a la profundidad del agua, no me explico cómo pudo ser verificada en la vecindad inmediata del vórtice. Las «cuarenta brazas» tienen que referirse, indudablemente, a las porciones del canal linderas con la costa, sea de Moskoe o de Lofoden. La profundidad en el centro del Moskoe-Ström debe ser inconmensurablemente grande, y la mejor prueba de ello la da la más ligera mirada que se proyecte al abismo del remolino desde la cima del Helseggen. Mientras encaramado en esta cumbre contemplaba el rugiente Flegetón allá abajo, no pude impedirme sonreír de la simplicidad con que el honrado Jonas Ramus consigna —como algo difícil de creer — las anécdotas sobre ballenas y osos, cuando rescata evidente que los más grandes buques actuales, sometidos a la influencia de aquella mortal atracción, serían el equivalente de una pluma frente al huracán y desaparecerían instantáneamente.
Las tentativas de explicar el fenómeno —que, en parte, según recuerda, me habían parecido suficientemente plausibles a la lectura— presentaban ahora un carácter muy distinto e insatisfactorio. La idea predominante consistía en que el vórtice, al igual que otros tres más pequeños situados entre las islas Ferroe, «no tiene otra causa que la colisión de las olas, que se alzan y rompen, en el flujo y reflujo, contra un arrecife de rocas y bancos de arena, el cual encierra las aguas al punto que éstas se precipitan como una catarata; así, cuanto más alta sea la marea, más profunda será la caída, y el resultado es un remolino o vórtice, cuyo prodigioso poder de succión es suficientemente conocido por experimentos hechos en menor escalan. Tales son los términos con que se expresa la Encyclopedia Britannica. Kircher y otros imaginan que en el centro del canal del Maelström hay un abismo que penetra en el globo terrestre y que vuelve a salir en alguna región remota (una de las hipótesis nombra concretamente el golfo de Botnial).
Esta opinión, bastante gratuita en sí misma fue la que mi imaginación aceptó con mayor prontitud una vez que hube contemplado la escena. Pero al mencionarla a mi guía me sorprendió oírle decir que, si bien casi todos los noruegos compartían ese punto de vista, él no lo aceptaba. En cuanto a la hipótesis precedente, confesó su incapacidad para comprenderla, y yo le di la razón, pues, aunque sobre el papel pareciera concluyente, resultaba por completo ininteligible e incluso absurda frente al tronar de aquel abismo.
—Ya ha podido ver muy bien el remolino —dijo el anciano—, y si nos colocamos ahora detrás de esa roca al socaire, para que no nos moleste el ruido del agua, le contaré un relato que lo convencerá de que conozco alguna cosa sobre el Moskoe-ström.
Me ubiqué como lo deseaba y comenzó:
—Mis dos hermanos y yo éramos dueños de un queche aparejado como una goleta, de unas setenta toneladas, con el cual pescábamos entre las islas situadas más allá de Moskoe y casi hasta Vurrgh. Aprovechando las oportunidades, siempre hay buena pesca en el mar durante las mareas bravas, si se tiene el coraje de enfrentarlas; de todos los habitantes de la costa de Lofoden, nosotros tres éramos los únicos que navegábamos regularmente en la región de las islas. Las zonas usuales de pesca se hallan mucho más al sur. Allí se puede pescar a cualquier hora, sin demasiado riesgo, y por eso son lugares preferidos. Pero los sitios escogidos que pueden encontrarse aquí, entre las rocas no sólo ofrecen la variedad más grande, sino una abundancia mucho mayor, de modo que con frecuencia pescábamos en un solo día lo que otros más tímidos conseguían apenas en una semana. La verdad es que hacíamos de esto un lance temerario, cambiando el exceso de trabajo por el riesgo de la vida, y sustituyendo capital por coraje.
Fondeábamos el queche en una caleta, a unas cinco millas al norte de esta costa, y cuando el tiempo estaba bueno, acostumbrábamos aprovechar los quince minutos de tranquilidad de las aguas para atravesar el canal principal de Moskoe-Ström, mucho más arriba del remolino, y anclar luego en cualquier parte cerca de Otterham o Sandflesen, donde las mareas no son tan violentas. Nos quedábamos allí hasta que faltaba poco para un nuevo intervalo de calma, en que poníamos proa en dirección a nuestro puerto. Jamás iniciábamos una expedición de este género sin tener un buen viento de lado tanto para la ida como para el retorno —un viento del que estuviéramos seguros que no nos abandonaría a la vuelta—, y era raro que nuestros cálculos erraran.
Dos veces, en seis años, nos vimos precisados a pasar la noche al ancla a causa de una calma chicha, lo cual es cosa muy rara en estos parajes; y una vez tuvimos que quedarnos cerca de una semana donde estábamos, muriéndonos de inanición, por culpa de una borrasca que se desató poco después de nuestro arribo, y que embraveció el canal en tal forma que era imposible pensar en cruzarlo. En esta ocasión hubiéramos podido ser llevados mar afuera a pesar de nuestros esfuerzos (pues los remolinos nos hacían girar tan violentamente que, al final, largamos el ancla y la dejamos que arrastrara), si no hubiera pido que terminamos entrando en una de esas innumerables corrientes antagónicas que hoy están allí y mañana desaparecen, la cual nos arrastró hasta el refugio de Flimen, donde, por suerte, pudimos detenernos.
No podría contarle ni la vigésima parte de las dificultades que encontrábamos en nuestro campo de pesca —que es mal sitio para navegar aun con buen tiempo—, pero siempre nos arreglamos para burlar el desafío del Moskoe-Ström sin accidentes, aunque muchas veces tuve el corazón en la boca cuando nos atrasábamos o nos adelantábamos en un minuto al momento de calma. En ocasiones, el viento no era tan fuerte como habíamos pensado al zarpar y el queche recorría una distancia menor de lo que deseábamos, sin que pudiéramos gobernarlo a causa de la correntada. Mi hermano mayor tenía un hijo de dieciocho años y yo dos robustos mozalbetes. Todos ellos nos hubieran sido de gran ayuda en esas ocasiones, ya fuera apoyando la marcha con los remos, o pescando; pero, aunque estábamos personalmente dispuestos a correr el riesgo, nonos sentíamos con ánimo de exponer a los jóvenes, pues verdaderamente había un peligro horrible, ésa es la pura verdad.
Pronto se cumplirán tres años desde que ocurrió lo que voy a contarle. Era el 10 de julio de 18 ...,día que las gentes de esta región no olvidarán jamás, porque en él se levantó uno de los huracanes más terribles que hayan caído jamás del cielo. Y, sin embargo, durante toda la mañana, y hasta bien entrada la tarde, había soplado una suave brisa del sudoeste, mientras brillaba el sol, y los más avezados marinos no hubieran podido preverlo que iba a pasar.
Los tres —mis dos hermanos y yo— cruzamos hacia las islas a las dos de la tarde y no tardamos en llenar el queche con una excelente pesca que, como pudimos observar, era más abundante ese día que en ninguna ocasión anterior. A las siete —por mi reloj— levamos anclas y zarpamos, a fin de atravesar lo peor del Ström en el momento de la calma, que según sabíamos iba a producirse a las ocho.
Partimos con una buena brisa de estribor y al principio navegamos velozmente y sin pensar en el peligro, pues no teníamos el menor motivo para sospechar que existiera. Pero, de pronto, sentimos que se nos oponía un viento procedente de Helseggen. Esto era muy insólito; jamás nos había ocurrido antes, y yo empecé a sentirme intranquilo, sin saber exactamente por qué. Enfilamos la barca contra el viento, pero los remansos no nos dejaban avanzar, e iba a proponer que volviéramos al punto donde habíamos estado anclados cuando, al mirar hacia popa vimos que todo el horizonte estaba cubierto por una extraña nube del color del cobre que se levantaba con la más asombrosa rapidez.
Entretanto, la brisa que nos había impulsado acababa de amainar por completo y estábamos en una calma total, derivando hacia todos los rumbos. Pero esto no duró bastante como para darnos tiempo a reflexionar. En menos de un minuto nos cayó encima la tormenta, y en menos de dos el cielo quedó cubierto por completo; con esto, y con la espuma de las olas que nos envolvía, todo se puso tan oscuro que no podíamos vernos unos a otros en la cubierta.
Sería una locura tratar de describir el huracán que siguió. Los más viejos marinos de Noruega jamás conocieron nada parecido. Habíamos soltado todo el trapo antes de que el viento nos alcanzara; pero, a su primer embate, los dos mástiles volaron por la borda como si los hubiesen aserrado..., y uno de los palos se llevó consigo a mi hermano mayor, que se había atado para mayor seguridad. Nuestra embarcación se convirtió en la más liviana pluma que jamás flotó en el agua. El queche tenía un puente totalmente cerrado, con sólo una pequeña escotilla cerca de proa, que acostumbrábamos cerrar y asegurar cuando íbamos a cruzar el Ström, por precaución contra el mar picado. De no haber sido por esta circunstancia, hubiéramos zozobrado instantáneamente, pues durante un momento quedamos sumergidos por completo. Cómo escapó a la muerte mi hermano mayor no puedo decirlo, pues jamás se me presentó la oportunidad de averiguarlo. Por mi parte, tan pronto hube soltado el trinquete, me tiré boca abajo en el puente, con los pies contra la estrecha borda de proa y las manos aferrando una armella próxima al pie del palo mayor. El instinto me indujo a obrar así, y fue, indudablemente, lo mejor que podía haber hecho; la verdad es que estaba demasiado aturdido para pensar.
Durante algunos momentos, como he dicho, quedamos completamente inundadas, mientras yo contenía la respiración y me aferraba a la armella. Cuando no pude resistir más, me enderecé sobre las rodillas, sosteniéndome siempre con las manos, y pude así asomar la cabeza. Pronto nuestra pequeña embarcación dio una sacudida, como hace un perro al salir del agua, y con eso se libró en cierta medida de las olas que la tapaban. Por entonces estaba tratando yo de sobreponerme al aturdimiento que me dominaba, recobrar los sentidos para decidir lo que tenía que hacer, cuando sentí que alguien me aferraba del brazo. Era mi hermano mayor, y mi corazón saltó de júbilo, pues estaba seguro de que el mar lo había arrebatado. Mas esa alegría no tardó en transformarse en horror, pues mi hermano acercó la boca a mi oreja, mientras gritaba: ¡Moskoe-ström!
Nadie puede imaginar mis sentimientos en aquel instante. Me estremecí de la cabeza a los pies, como si sufriera un violento ataque de calentura. Demasiado bien sabía lo que mi hermano me estaba diciendo con esa simple palabra y lo que quería darme a entender: Con el viento que nos arrastraba, nuestra proa apuntaba hacia el remolino del Ström... ¡y nada podía salvarnos!
Se imaginará usted que, al cruzar el canal del Ström, lo hacíamos siempre mucho más arriba del remolino, incluso con tiempo bonancible, y debíamos esperar y observar cuidadosamente el momento de calma. Pero ahora estábamos navegando directamente hacia el vórtice, envueltos en el más terrible huracán. 'Probablemente —pensé— llegaremos allí en un momento de la calma... y eso nos da una esperanza. Pero, un segundo después, me maldije por ser tan loco como para pensar en esperanza alguna. Sabía muy bien que estábamos condenados y que lo estaríamos igual aunque nos halláramos en un navío cien veces más grande.
A esta altura la primera furia de la tempestad se había agotado, o quizá no la sentíamos tanto por estar corriendo delante de ella. Pero el mar, que el viento había mantenido aplacado y espumoso al comienzo, se alzaba ahora en gigantescas montañas. Un extraño cambio se había producido en el cielo. Alrededor de nosotros, y en todas direcciones, seguía tan negro como la pez, pero en lo alto, casi encima de donde estábamos, se abrió repentinamente un círculo de cielo despejado —tan despejado como jamás he vuelto a ver—, brillantemente azul, y a través del cual resplandecía la luna llena con un brillo que no le había conocido antes. Iluminaba con sus rayos todo lo que nos rodeaba, con la más grande claridad; pero... ¡Dios mío, qué escena nos mostraba! Hice una o dos tentativas para hacerme oír de mi hermano, pero, por razones que no pude comprender, el estruendo había aumentado de manera tal que no alcancé a hacerle entender una sola palabra, pese a que gritaba con todas mis fuerzas en su oreja. Pronto sacudió la cabeza, mortalmente pálido, y levantó un dedo como para decirme: ¡Escucha!
Al principio no me di cuenta de lo que quería significar, pero un horrible pensamiento cruzó por mi mente. Extraje mi reloj de la faltriquera. Estaba detenido. Contemplé el cuadrante a la luz de la luna y me eché a llorar, mientras lanzaba el reloj al océano. ¡Se había detenido a las siete! ¡Ya había pasado el momento de calma y el remolino del Ström estaba en plena furia!
Cuando un barco es de buena construcción, está bien equipado y no lleva mucha carga, al correr con el viento durante una borrasca las olas dan la impresión de resbalar por debajo del casco, lo cual siempre resulta extraño para un hombre de tierra firme; a eso se le llama cabalgar en lenguaje marino. Hasta ese momento habíamos cabalgado sin dificultad sobre las olas; pero de pronto una gigantesca masa de agua nos alcanzó por la bovedilla y nos alzó con ella... arriba... más arriba... como si ascendiéramos al cielo. Jamás hubiera creído que una ola podía alcanzar semejante altura. Y entonces empezamos a caer, con una carrera, un deslizamiento y una zambullida que me produjeron náuseas y mareo, como si estuviera desplomándome en sueños desde lo alto de una montaña. Pero en el momento en que alcanzamos la cresta, pude lanzar una ojeada alrededor, y lo que vi fue más que suficiente. En un instante comprobé nuestra exacta posición. El vórtice de Moskoe-Ström se hallaba a un cuarto de milla adelante; pero ese vórtice se parecía tanto al de todos los días como el que está viendo usted a un remolino en una charca. Si no hubiera sabido dónde estábamos y lo que teníamos que esperar, no hubiese reconocido en absoluto aquel sitio. Tal como lo vi, me obligó a cerrar involuntariamente los ojos de espanto. Mis párpados se apretaron como en un espasm Apenas habrían pasado otros dos minutos, cuando sentimos que las olas decrecían y nos vimos envueltos por la espuma. La embarcación dio una brusca media vuelta a babor y se precipitó en su nueva dirección como una centella. Al mismo tiempo, el rugido del agua quedó completamente apagado por algo así como un estridente alarido... un sonido que podría usted imaginar formado por miles de barcos de vapor que dejaran escapar al mismo tiempo la presión de sus calderas. Nos hallábamos ahora en el cinturón de la resaca que rodea siempre el remolino, y pensé que un segundo más tarde nos precipitaríamos al abismo, cuyo interior veíamos borrosamente a causa de la asombrosa velocidad con la cual nos movíamos. El queche no daba la impresión de flotar en el agua, sino de flotar como una burbuja sobre la superficie de la resaca. Su banda de estribor daba al remolino, y por babor surgía la inmensidad oceánica de la que acabábamos de salir, y que se alzaba como una enorme pared oscilando entre nosotros y el horizonte.
Puede parecer extraño, pero ahora, cuando estábamos sumidos en las fauces del abismo, me sentí más tranquilo que cuando veníamos acercándonos a él. Decidido a no abrigar ya ninguna esperanza, me libré de una buena parte del terror que al principio me había privado de mis fuerzas. Creo que fue la desesperación lo que templó mis nervios. Tal vez píense usted que me jacto, pero lo que le digo es la verdad: Empecé a reflexionar sobre lo magnífico que era morir de esa manera y lo insensato de preocuparme por algo tan insignificante como mi propia vida frente a una manifestación tan maravillosa del poder de Dios. Creo que enrojecí de vergüenza cuando la idea cruzó por mi mente. Y al cabo de un momento se apoderó de mí la más viva curiosidad acerca del remolino. Sentí el deseo de explorar sus profundidades, aun al precio del sacrificio que iba a costarme, y la pena más grande que sentí fue que nunca podría contar a mis viejos camaradas de la costa todos los misterios que vería. No hay duda que eran éstas extrañas fantasías en un hombre colocado en semejante situación, y con frecuencia he pensado que la rotación del barco alrededor del vórtice pudo trastornarme un tanto la cabeza.
Otra circunstancia contribuyó a devolverme la calma, y fue la cesación del viento, que ya no podía llegar hasta nosotros en el lugar donde estábamos, puesto que, como usted mismo ha visto, el cinturón de resaca está sensiblemente más bajo que el nivel general del océano, al que 'veíamos descollar sobre nosotros como un alto borde montañoso y negro. Si nunca le ha tocado pasar una borrasca en plena mar, no puede hacerse una idea de la confusión mental que produce la combinación del viento y la espuma de las olas. Ambos ciegan, ensordecen y ahogan, suprimiendo toda posibilidad de acción o de reflexión. Pero ahora nos veíamos en gran medida libres de aquellas molestias... así como los criminales condenados a muerte se ven favorecidos con ciertas liberalidades que se les negaban antes de que se pronunciara la sentencia.
Imposible es decir cuántas veces dimos la vuelta al circuito. Corrimos y corrimos, una hora quizá, volando más que flotando, y entrando cada vez más hacia el centro de la resaca lo que nos acercaba progresivamente a su horrible borde interior. Durante todo este tiempo no había soltado la armella que me sostenía. Mi hermano estaba en la popa, sujetándose a un pequeño barril vacío, sólidamente atado bajo el compartimento de la bovedilla, y que era la única cosa a bordo que la borrasca no había precipitado al mar.
Cuando ya nos acercábamos al borde del pozo, soltó su asidero y se precipitó hacia la armella de la cual, en la agonía de su terror, trató de desprender mis manos, ya que no era bastante grande para proporcionar a ambos un sostén seguro. Jamás he sentido pena más grande que cuando lo vi hacer eso, aunque comprendí que su proceder era el de un insano, a quien el terror ha vuelto loco furioso. De todos modos, no hice ningún esfuerzo para oponerme. Sabía que ya no importaba quién de los dos se aferrara de la armella, de modo que se la cedí y pasé a popa, donde estaba el barril. No me costó mucho hacerlo, porque el queche corría en círculo con bastante estabilidad, sólo balanceándose bajo las inmensas oscilaciones y conmociones del remolino. Apenas me había afirmado en mi nueva posición, cuando dimos un brusco bandazo a estribor y nos precipitamos de proa en el abismo. Murmuré presurosamente una plegaria a Dios y pensé que todo había terminado.
Mientras sentía la náusea del vertiginoso descenso, instintivamente me aferré con más fuerza al barril y cerré los ojos. Durante algunos segundos no me atreví a abrirlos, esperando mi aniquilación inmediata y me maravillé de no estar sufriendo ya las agonías de la lucha final con el agua. Pero el tiempo seguía pasando. Y yo estaba vivo. La sensación de caída había cesado y el movimiento de la embarcación se parecía al de antes, cuando estábamos en el cinturón de espuma, salvo que ahora se hallaba más inclinada. Junté coraje y otra vez miré lo que me rodeaba. Nunca olvidaré la sensación de pavor, espanto y admiración que sentí al contemplar aquella escena. El queche parecía estar colgando, como por arte de magia, a mitad de camino en el interior de un embudo de vasta circunferencia y prodigiosa profundidad, cuyas paredes, perfectamente lisas, hubieran podido creerse de ébano, a no ser por la asombrosa velocidad con que giraban, y el lívido resplandor que despedían bajo los rayos de la luna, que, en el centro de aquella abertura circular entre las nubes a que he aludido antes, se derramaban en un diluvio gloriosamente áureo a lo largo de las negras paredes y se perdían en las remotas profundidades del abismo.
Al principio me sentí demasiado confundido para poder observar nada con precisión. Todo lo que alcanzaba era ese estallido general de espantosa grandeza. Pero, al recobrarme un tanto, mis ojos miraron instintivamente hacía abajo. Tenía una vista completa en esa dirección, dada la forma en que el queche colgaba de la superficie inclinada del vórtice. Su quilla estaba perfectamente nivelada, vale decir que el puente se hallaba en un plano paralelo al del agua, pero esta última se tendía formando un ángulo de más de cuarenta y cinco grados, de modo que parecía como si estuviésemos ladeados. No pude dejar de observar, sin embargo, que, a pesar de esta situación, no me era mucho más difícil mantenerme aferrado a mi puesto que si el barco hubiese estado a nivel; presumo que se debía a la velocidad con que girábamos.
Los rayos de la luna parecían querer alcanzar el fondo mismo del profundo abismo, pero aún así no pude ver nada con suficiente claridad a causa de la espesa niebla que lo envolvía todo y sobre la cual se cernía un magnífico arco iris semejante al angosto y bamboleante puente que, según los musulmanes, es el solo paso entre el Tiempo y la Eternidad. Aquella niebla, o rocío, se producía sin duda por el choque de las enormes paredes del embudo cuando se encontraba en el fondo; pero no trataré de describir el aullido que brotaba del abismo para subir hasta el cielo.
Nuestro primer deslizamiento en el pozo, a partir del cinturón de espumas de la parte superior, nos había hecho descender a gran distancia por la pendiente; sin embargo, la continuación del descenso no guardaba relación con el anterior. Una y otra vez dimos la vuelta, no con un movimiento uniforme sino entre vertiginosos balanceos y sacudidas, que nos lanzaban a veces a unos cuantos centenares de yardas, mientras otras nos hacían completar casi el circuito del remolino. A cada vuelta, y aunque lento, nuestro descenso resultaba perceptible.
Mirando en torno la inmensa extensión de ébano líquido sobre la cual éramos así llevados, advertí que nuestra embarcación no era el único objeto comprendido en el abrazo del remolino. Tanto por encima como por debajo de nosotros se veían fragmentos de embarcaciones, grandes pedazos de maderamen de construcción y troncos de árboles, así como otras cosas más pequeñas, tales como muebles, cajones rotos, barriles y duelas. He aludido ya a la curiosidad anormal que había reemplazado en mí el terror del comienzo. A medida que me iba acercando a mi horrible destino parecía como si esa curiosidad fuera en aumento. Comencé a observar con extraño interés los numerosos objetos que flotaban cerca de nosotros. Debo de haber estado bajo los efectos del delirio, porque hasta busqué diversión en el hecho de calcular sus respectivas velocidades en el descenso hacía la espuma del fondo. -Ese abeto —me oí decir en un momento dado— será el que ahora se precipite hacia abajo y desaparezca-; y un momento después me quedé decepcionado al ver que los restos de un navío mercante holandés se le adelantaban y caían antes. Al final, después de haber hecho numerosas conjeturas de esta naturaleza, y haber errado todas, ocurrió que el hecho mismo de equivocarme invariablemente me indujo a una nueva reflexión, y entonces me eché a temblar como antes, y una vez más latió pesadamente mí corazón.
No era el espanto el que así me afectaba, sino el nacimiento de una nueva y emocionante esperanza. Surgía en parte de la memoria y, en parte, de las observaciones que acababa de hacer. Recordé la gran cantidad de restos flotantes que aparecían en la costa de Lofoden y que habían sido tragados y devueltos luego por el Moskoe-Ström. La gran mayoría de estos restos aparecía destrozada de la manera más extraordinaria; estaban como frotados, desgarrados, al punto que daban la impresión de un montón de astillas y esquirlas. Pero al mismo tiempo recordé que algunos de esos objetos no estaban desfigurados en absoluto. Me era imposible explicar la razón de esa diferencia, salvo que supusiera que los objetos destrozados eran los que habían sido completamente absorbidos, mientras que los otros habían penetrado en el remolino en un período más adelantado de la marea, o bien, por alguna razón, habían descendido tan lentamente luego de ser absorbidos, que no habían alcanzado a tocar el fondo del vórtice antes del cambio del flujo o del reflujo, según fuera el momento. Me pareció posible, en ambos casos, que dichos restes hubieran sido devueltos otra vez al nivel del océano, sin correr el destino de los que habían penetrado antes en el remolino o habían sido tragados más rápidamente.
Al mismo tiempo hice tres observaciones importantes. La primera fue que, por regla general, los objetos de mayor tamaño descendían más rápidamente. La segunda, que entre dos masas de igual tamaño, una esférica y otra de cualquier forma, la mayor velocidad de descenso correspondía a la esfera. La tercera, que entre dos masas de igual tamaño, una de ellas cilíndrica y la otra de cualquier forma, la primera era absorbida con mayor lentitud. Desde que escapé de mi destino he podido hablar muchas veces sobre estos temas con un viejo preceptor del distrito, y gracias a él conozco el uso de las palabras ‘cilindro’ y ‘esfera’. Me explicó —aunque me he olvidado de la explicación— que lo que yo había observado entonces era la consecuencia natural de las formas de los objetos flotantes, y me mostró cómo un cilindro, flotando en un remolino, ofrecía mayor resistencia a su succión y era arrastrado con mucha mayor dificultad que cualquier otro objeto del mismo tamaño, cualquiera fuese su forma.
Había además un detalle sorprendente, que contribuía en gran medida a reformar estas observaciones y me llenaba de deseos de verificarlas: a cada revolución de nuestra barca sobrepasábamos algún objeto, como ser un barril, una verga o un mástil. Ahora bien, muchos de aquellos restos, que al abrir yo por primera vez los ojos para contemplar la maravilla del remolino, se encontraban a nuestro nivel, estaban ahora mucho más arriba y daban la impresión de haberse movido muy poco de su posición inicial.
No vacilé entonces en lo que debía hacer: resolví asegurarme fuertemente al barril del cual me tenía, soltarlo de la bovedilla y precipitarme con él al agua. Llamé la atención de mi hermano mediante signos, mostrándole los barriles flotantes que pasaban cerca de nosotros, e hice todo lo que estaba en mi poder para que comprendiera lo que me disponía a hacer. Me pareció que al fin entendía mis intenciones, pero fuera así o no, sacudió la cabeza con desesperación, negándose a abandonar su asidero en la armella. Me era imposible llegar hasta él y la situación no admitía pérdida de tiempo. Así fue como, lleno de amargura, lo abandoné a su destino, me até al barril mediante las cuerdas que lo habían sujetado a la bovedilla y me lancé con él al mar sin un segundo de vacilación.
El resultado fue exactamente el que esperaba. Puesto que yo mismo le estoy haciendo este relato, por lo cual ya sabe usted que escapé sano y salvo, y además está enterado de cómo me las arreglé para escapar, abreviaré el fin de la historia. Habría transcurrido una hora o cosa así desde que hiciera abandono del queche, cuando lo vi, a gran profundidad, girar terriblemente tres o cuatro veces en rápida sucesión y precipitarse en línea recta en el caos de espuma del abismo, llevándose consigo a mi querido hermano. El barril al cual me había atado descendió apenas algo más de la mitad de la distancia entre el fondo del remolino y el lugar desde donde me había tirado al agua, y entonces empezó a producirse un gran cambio en el aspecto del vórtice. La pendiente de los lados del enorme embudo se fue haciendo menos y menos escarpada. Las revoluciones del vórtice disminuyeron gradualmente su violencia. Poco a poco fue desapareciendo la espuma y el arco iris, y pareció como si el fondo del abismo empezara a levantarse suavemente. El cielo estaba despejado, no había viento y la luna llena resplandecía en el oeste, cuando me encontré en la superficie del océano, a plena vista de las costas de Lofoden y en el lugar donde había estado el remolino de Moskoe-Ström.
Era la hora de la calma, pero el mar se encrespaba todavía en gigantescas olas por efectos del huracán. Fui impulsado violentamente al canal del Ström, y pocos minutos más tarde llegaba a la costa, en la zona de los pescadores. Un bote me recogió, exhausto de fatiga, y, ahora que el peligro había pasado, incapaz de hablar a causa del recuerdo de aquellos horrores. Quienes me subieron a bordo eran mis viejos camaradas y compañeros cotidianos, pero no me reconocieron, como si yo fuese un viajero que retornaba del mundo de los espíritus. Mi cabello, negro como ala de cuervo la víspera, estaba tan blanco como lo ve usted ahora. También se dice que la expresión de mi rostro ha cambiado. Les conté mi historia... y no me creyeron. Se la cuento ahora a usted, sin mayor esperanza de que le dé más crédito del que le concedieron los alegres pescadores de Lofoden".
Edgar Allan Poe
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