El Recolector de Historias

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martes, 15 de septiembre de 2015

"El Diablo y el Mar Profundo"

"Su nacionalidad era británica, pero no encontrará su bandera de armador en la lista de nuestra Marina Mercante. Era un barco de carga movido a hélice y aparejado como una goleta de hierro y novecientas toneladas que exteriormente no se diferenciaba en nada de cualquier otro vapor volandero que recorriera los mares. Pero con los vapores sucede lo mismo que con los hombres. Hay quienes a cambio de una retri bución navegan extremadamente cerca de los malos vientos; y en el actual estado de decadencia del mundo esas personas y esos vapores tienen su utilidad. Desde el momento en que el Aglaia fue botado en el Clyde -nuevo, brillante e inocente, con un litro de champán barato goteando por la tajamar-, el destino y su pro pietario, que también era el capitán, decretaron que tuviera tratos con cabezas coronadas en situación apu rada, presidentes fugitivos, financieros de una capaci dad que traspasaba los límites establecidos, mujeres para las que resultaba imperativo un cambio de aires y potencias menores en el campo del incumplimiento de la ley. Su carrera le condujo a veces a los Tribunales del Almirantazgo, donde las declaraciones juradas de su patrón llenaron de envidia a sus hermanos. El mari no no puede decir ni cometer mentiras frente al mar, ni enfrentarse equivocadamente a una tempestad; pero tal como han descubierto los abogados, compen sa las oportunidades perdidas cuando regresa a tierra firme con una declaración jurada en cada mano.

El Aglaia figuró con distinción en el importante caso de salvamento del Mackinaw. Fue la primera vez que se apartó de la virtud y aprendió a cambiar de nombre, aunque no de corazón, y a atravesar corriendo los mares. Con el nombre de Guiding Light fue muy buscado en un puerto de Sudamérica por la pequeñez de haber entrado en él a toda máquina colisionando con un pontón de carbón y con el único buque de gue rra del Estado. Regresó al mar sin más explicaciones a pesar de que desde tres fuertes le estuvieron disparando durante media hora. Como el Julia M’Gregor estuvo implicado en el acto de haber recogido de una balsa a determinados caballeros que deberían haber permane cido en Numea, pero que prefirieron desagradar a las autoridades de otra esquina del mundo. Y como el Shah-in-Shah había sido pillado infraganti en mar abierta, indecentemente repleto de munición bélica, por el guardacostas de una inquieta potencia en proble mas con su vecino. Esa vez casi se hunde, y su casco acribillado permitió obtener grandes beneficios a abo gados eminentes de los dos países. Una estación más tarde reapareció como el Martin Hunt, pintado de un color pizarra apagado, con la chimenea de azafrán puro y los botes de azul de huevo de golondrina, dedicado al comercio en Odessa hasta que le invitaron (y no se po día rechazar la invitación) a mantenerse alejado total mente de los puertos del Mar Negro.

Había navegado sobre muchas olas de depresión. Las cargas podían desaparecer de la vista, los sindicatos de marinos arrojar llaves y tuercas contra los capitanes, y los estibadores unir sus fuerzas a los anteriores hasta que la carga perecía en el muelle; pero el barco de los múlti ples nombres iba y venía atareado, alerta, pero siempre disimuladamente. Su patrón no se quejaba de los tiem pos difíciles, y los oficiales portuarios observaban que su tripulación firmaba una y otra vez con la regularidad de los contramaestres de los vapores trasatlánticos. Cam biaba de nombre según lo exigiera la ocasión; pero su tripulación, bien pagada, no cambiaba nunca; y un am plio porcentaje de los beneficios de sus viajes se gastaba con mano generosa en la sala de máquinas. Nunca mo lestaba a los aseguradores marítimos, y raras veces se de tenía para hablar con un puesto de avisos sobre carga mentos, pues su negocio era urgente y privado. Pero su comercio llegó a su fin y fue así como pere ció. Una paz duradera se extendió sobre Europa, Asia, África, América, Australasia y Polinesia. Las potencias trataban unas con otras más o menos honestamente; los bancos pagaban a sus depositarios; los diamantes de precio llegaban con seguridad a las manos de sus propietarios; las repúblicas estaban contentas con sus dictadores; los diplomáticos no pensaban que hubiera nadie cuya presencia les incomodara lo más mínimo; los monarcas vivían abiertamente con las esposas con las que se habían casado. Era como si la tierra entera se hubiera puesto la mejor camisa y pechera de los do mingos; y los negocios iban muy mal para el Martin Hunt. La duradera y virtuosa calma se tragó entero al Martin Hunt con sus costados de color pizarra y la chi menea amarilla, pero vomitó en otro hemisferio al va por ballenero llamado Haliotis, negro y oxidado, con una chimenea del color del estiércol, una desordenada serie de sucias barcas blancas y un enorme horno o estufa para hervir grasa de ballena en el hueco de la cu bierta de proa. No podía caber duda de que su viaje había sido un éxito, pues pasó por varios puertos no demasiado bien conocidos y el humo del quemador de grasa de ballena ensuciaba las playas.

Enseguida se marchaba, a la velocidad media de un vehículo londinense de doble eje, y penetraba en un mar semiinterior, cálido, quieto y azulado, de los que proba blemente tienen el agua mejor conservada del mundo. Se quedaba allí algún tiempo, y las grandes estrellas de aquellos suaves cielos le veían jugar a las cuatro esquinas entre islas donde nunca han existido las ballenas. Todo aquel tiempo olía abominablemente, y aunque apestaba a pescado, no se trataba de ballenas. Una noche la cala midad descendió sobre el barco desde la isla de Pygang Watai, y huyó con la tripulación burlándose de una gruesa cañonera pintada de negro y marrón que resopla ba muy por detrás. Conocían hasta la última revolución la capacidad de cada barco que cruzaba aquellos mares y ellos deseaban evitar. Como norma, un barco británico con buena conciencia no escapaba nunca del barco de guerra de una potencia extranjera, y también se conside raba una ruptura de la etiqueta detener y registrar barcos británicos en el mar. El patrón del Haliotis no se detuvo a comprobar estas cosas, sino que siguió hasta la caída de la noche a la vigorosa velocidad de once nudos. Pero ha bía pasado por alto una cosa solamente.

La potencia que mantenía una carísima patrulla de vapores moviéndose arriba y abajo por aquellas aguas (ellos ya habían esquivado a los dos barcos regulares de la patrulla con una facilidad que les producía despre cio) había comprado recientemente un tercer barco que hacía catorce nudos y tenía fondo limpio que le ayudaba en ese trabajo; y es por eso que el Haliotis, que navegaba velozmente de este a oeste, con la luz del día se encontró en una posición desde la que no pudo evi tar ver cuatro banderas que, casi tres kilómetros más atrás, transmitían el mensaje siguiente: «¡Pónganse al pairo o afronten las consecuencias!»

El Haliotis ya había hecho su elección y la mantuvo, y el final llegó cuando suponiendo que su calado era más ligero trató de escapar hacia el norte por encima de un amigable bajío. El obús que llegó traspasando el ca marote del primer maquinista tenía unos ciento veinti cinco milímetros de diámetro e iba cargado de arena, no de explosivo. Había tenido la intención de cruzar su proa, y por eso derribó el retrato enmarcado de la espo sa del primer maquinista, y era una joven muy hermo sa, sobre el suelo, astilló la tarima del lavabo, cruzó el pasillo que conducía a la sala de máquinas, chocó con el enjaretado, cayó directamente delante del cilindro delantero y se partió fracturando casi los dos pernos que unía la biela con la manivela delantera. Lo que pasó después es digno de consideración. El cilindro delantero ya no tenía nada que hacer. Enton ces el vástago del pistón, liberado, sin nada que lo con tuviera, ascendió mucho y partió la mayor parte de las tuercas de la cubierta del cilindro. Volvió a bajar lle vando detrás todo el peso del vapor y el pie de la biela desconectada, tan inútil como la pierna de un hombre con el tobillo torcido, salió hacia la derecha y golpeó a estribor la columna de apoyo de hierro forjado del ci lindro delantero, rompiéndola limpiamente a unas seis pulgadas por encima de la base, y doblando la par te superior hacia fuera, unas tres pulgadas, hacia el costado del barco. Y la biela quedó rota. Al mismo tiempo, el cilindro posterior, que no había sido afecta do, siguió realizando su trabajo e hizo girar en su si guiente revolución la manivela del cilindro delantero, que golpeó la biela ya estropeada, doblándola a ella y también la cruceta del vástago del pistón, esa pieza grande que se desliza suavemente arriba y abajo.

La cruceta del vástago se salió lateralmente de las guías y además de añadir más presión a la columna de apoyo de estribor ya rota, rajó por dos o tres sitios la columna de apoyo de la izquierda. Como no había ya nada que pudieran mover, los motores se levantaron con un hipo que pareció elevar el Haliotis casi medio metro por encima del agua; y los tripulantes de la sala de máquinas, abriendo todas las salidas del vapor que pudieron encontrar en la confusión, llegaron a cubier ta algo escaldados pero tranquilos. Por debajo de las cosas que estaban sucediendo había un sonido: un tra queteo, gruñido, ronroneo, ajetreo y golpeteo seco que no duró más que un minuto. Era la maquinaria que se estaba ajustando, con la excitación del momen to, a cien condiciones alteradas. El señor Wardrop, con un pie sobre el enjaretado superior, inclinó el oído lateralmente y gruñó. No se puede parar en tres segun dos, sin desorganizarlos, unos motores que están tra bajando a doce nudos. El Haliotis se deslizó hacia de lante rodeado por una nube de vapor, chillando como un caballo herido. No había ya nada que hacer. El pro yectil de ciento veinticinco milímetros y carga reduci da había arreglado la situación. Y cuando tienes las tres bodegas repletas de perlas perfectamente conser vadas; cuando has limpiado el Tanna Bank, el Sea Horse Bank y otros cuatro bancos de un extremo a otro del Mar de Amanala -cuando has cosechado el corazón mismo de un rico monopolio gubernamental hasta el punto de que cinco años no bastarán para re parar tus malos actos-, debes sonreír y aceptar lo que suceda. Pero mientras una lancha partía del buque de guerra el patrón reflexionó que había sido bombardea do en alta mar con una bandera británica, en realidad varias de ellas pintorescamente dispuestas por encima, y trató de encontrar consuelo en ese pensamiento.

-¿Dónde están esas condenadas perlas? -preguntó imperturbable el teniente de navío al tiempo que su bía a bordo.

Estaban allí y era imposible ocultarlas. Ninguna de claración jurada podría deshacer el terrible olor de las ostras podridas, o los trajes de buceo, ni las escotillas desde las que se veían los lechos de concha. Estaban allí por un valor aproximado de setenta mil libras; y hasta la última de las libras había sido cazada furtivamente. El buque de guerra estaba molesto, pues había uti lizado muchas toneladas de carbón, había sometido a presión sus tubos de calderas, y lo peor de todo, había dado prisa a sus oficiales y tripulantes. Cada miembro de la tripulación del Haliotis fue arrestado y vuelto a arrestar varias veces, según iba subiendo a bordo cada nuevo oficial; después, lo que consideraron equivalen te a un guardia marina les dijo que se consideraran pri sioneros, y finalmente fueron sometidos a arresto.

-Eso no está nada bien -dijo con amabilidad el pa trón-. Sería mucho mejor que nos lanzara una sirga...
-¡Silencio: está usted detenido! -fue la respuesta.
-¿Y adónde diablos espera que escapemos? Esta mos indefensos. Tendrá que remolcarnos a algún lugar y explicar por qué nos dispararon. Señor Wardrop, es tamos indefensos, ¿no es así?
-Arruinados de un extremo a otro -dijo el respon sable de la maquinaria-. Si nos pusiéramos en marcha, el cilindro delantero caería y traspasaría el fondo. Las dos columnas están limpiamente cortadas. No hay nada que sujete nada.

Metiendo ruido, el consejo de guerra decidió ir a ver si las palabras del señor Wardrop eran ciertas. Éste les advirtió que la vida de un hombre corría peligro si entraba en la sala de máquinas, por lo que se contenta ron con hacer una inspección distante a través de la del gada nube de vapor que aún quedaba. El Haliotis se ele vaba a lo largo, y la columna de apoyo de estribor estaba ligeramente triturada, como un hombre que rechina sus dientes ante un cuchillo. El cilindro delan tero dependía de esa fuerza desconocida a la que los hombres llaman la obstinación de los materiales, que de vez en cuando sirve para equilibrar ese otro poder des consolador, la perversidad de los objetos inanimados.

-¿Y ven? -exclamó el señor Wardrop metiéndoles prisa-. Los motores no valen ni su precio en chatarra.
-Les remolcaremos -respondieron-. Después lo confiscaremos.

El buque de guerra iba escaso de personal y no veía la necesidad de subir al Haliotis a sus apreciados tripu lantes. Por ello se limitó a enviar a un subteniente, a quien el patrón mantuvo borracho, pues no deseaba que la operación de remolque fuera demasiado senci lla, y porque además tenía una escasamente visible cuerdecilla colgando de la popa de su barco. Empezaron a remolcarlos a una velocidad media de cuatro nudos. Era muy difícil mover el Haliotis, y el teniente de artillería que había disparado el proyec til de ciento veinticinco milímetros se sintió compla cido al pensar en las consecuencias. Quien estaba ata reado era el señor Wardrop. Utilizó a todos los tripulantes para apuntalar los cilindros, sirviéndose de palos y bloques, desde el fondo y los costados del barco. Resultaba un trabajo arriesgado, pero todo era mejor que ahogarse al final de una cuerda de remol que; y si el cilindro delantero hubiera caído, se habría abierto camino hasta el lecho marino, llevándose de trás el Haliotis.

-¿Adónde vamos, y cuánto tiempo nos remolca rán? -preguntó al patrón.
-¡Dios lo sabe! Y este teniente está borracho. ¿Qué cree que puede hacer?
-Existe una mínima posibilidad -susurró el señor Wardrop, aunque nadie podía escucharles-; existe una mínima posibilidad de repararlo, si alguien supiera hacerlo. Con aquella sacudida le han retorcido las mis mas tripas; pero afirmo que con tiempo y paciencia existe la posibilidad de que vuelva a echar vapor. Po dríamos hacerlo.
-¿Quiere decir que está mínimamente bien? -pre guntó el patrón cobrando nuevo ánimo en su mirada.
-Oh, no -contestó el señor Wardrop-. Si va a salir al mar de nuevo necesitará tres mil libras en reparacio nes como poco, y aparte cualquier desperfecto que tenga en la estructura. Es como un hombre que se haya caído cinco tramos de escaleras. Durante meses no podremos saber lo que ha sucedido; pero sabemos que nunca volverá a ponerse bien sin cambiarle el inte rior. Debería ver los tubos del condensador y las cone xiones del vapor con el motor auxiliar, por hablar sólo de dos cosas. No me asusta que ellos vayan a repararlo. Lo que temo es que roben piezas.
-Nos han disparado. Tendrán que explicar eso.
-Nuestra reputación no es lo bastante buena como para pedir explicaciones. Aprovechemos lo que tene mos y demos las gracias. En esta alarmante crisis no querrá que los cónsules se acuerden del Guidin'Light, ni del Shah-in-Shah, ni tampoco del Aglaia. Durante estos diez años no hemos sido otra cosa que piratas. Para la Providencia no somos ahora sino ladrones. De beríamos estar muy agradecidos... si regresamos.
-Bueno, si existe la menor posibilidad... haga lo suyo... -dijo el patrón.
-No dejaré nada que ellos puedan atreverse a coger -contestó el señor Wardrop-. Hágales difícil el remol que, pues necesitamos tiempo.

El patrón no interfería nunca en los asuntos de la sala de máquinas, y el señor Wardrop, que era un artis ta en su profesión, se dedicó a su terrible e ingrato tra bajo. Su telón de fondo eran los costados oscuros de la sala de máquinas; su material los metales de poder y fuerza, ayudándose de vigas, tablones y cuerdas. Hos co y torpe, el buque de guerra les remolcaba. Detrás de él, el Haliotis zumbaba como una colmena poco antes de enjambrar. Con tablones adicionales que no eran necesarios la tripulación fue cerrando el espacio alre dedor del motor delantero hasta que se asemejó a una estatua recubierta por el andamiaje, y los extremos de los puntales interferían toda visión que deseara tener un ojo desapasionado. Y para que la mente desapasio nada pudiera perder rápidamente su calma, los pernos bien hundidos de los puntales habían sido envueltos desordenadamente con cabos sueltos de cuerdas, pro duciendo un estudiado efecto de la más peligrosa inse guridad. Después el señor Wardrop se dedicó al cilin dro posterior, que como recordará no se había visto afectado por la ruina general. Con un martillo de fun didor suprimió la válvula de escape del cilindro. En los puertos alejados es difícil encontrar esas válvulas, a menos que, como el señor Wardrop, se tengan dupli cados. Al mismo tiempo, sus hombres quitaron las tuercas de dos de los grandes pernos de sujeción que sirven para mantener fijos los motores sobre su lecho sólido. Un motor que se detenga violentamente en mitad de su funcionamiento puede hacer saltar fácil mente la tuerca de un perno de anclaje, por lo que ese accidente parecería algo natural.

Pasando junto al tubo de la chimenea, quitó varias tuercas y pernos de acoplamiento, tirando al suelo éstas y otras piezas de hierro. Quitó hasta seis pernos del ci lindro posterior para que pudiera ajustar con su vecino, y rellenó con algodón de desecho las bombas de sentina y alimentación. Hizo después un paquete ordenado con las diversas piezas que había recogido de los moto res -cosas pequeñas como tuercas y vástagos de válvu las, todo cuidadosamente engrasado- y se metió con él bajo el suelo de la sala de máquinas, donde suspiró, pues estaba grueso, mientras pasaba de una boca de en trada a otra del doble fondo, escondiéndolo en un compartimento submarino bastante seco. Cualquier jefe de máquinas, sobre todo en un puerto poco amiga ble, tiene derecho a guardar sus piezas de repuesto don de prefiera; y el pie de uno de los puntales del cilindro bloqueaba toda entrada a la sala donde habitualmente se guardan las piezas de repuesto, incluso aunque la puerta no haya sido cerrada ya con cuñas de acero. En conclusión, desconectó el motor posterior, puso el pis tón y la barra de conexión, cuidadosamente engrasa dos, donde resultarían más inconvenientes para un vi sitante casual, quitó tres de los ocho manguitos de la chumacera de empuje, ocultándolos donde sólo él pu diera volver a encontrarlos, rellenó a mano las calderas, cerró con cuñas las puertas deslizantes de las carbone ras y descansó de sus trabajos. La sala de máquinas era un cementerio y no hacía falta la alegría de las cenizas elevándose por la claraboya para empeorarla.

Invitó al patrón a que contemplara su obra termi nada.
-¿Ha visto alguna vez una ruina como ésta? -pre guntó con orgullo-. Casi me asusta a mí meterme bajo esos puntales. ¿Qué cree que nos harán?
-Será mejor esperar a que lo veamos -contestó el patrón-. Ya será bastante malo cuando llegue.

No se equivocó. Los días agradables en los que fue ron remolcados terminaron demasiado pronto, aun que el Haliotis era arrastrado detrás como un foque muy pesado en forma de bolsa; y el señor Wardrop dejó de ser un artista de la imaginación para convertir se en uno más de los veintisiete prisioneros metidos en una cárcel llena de insectos. El buque de guerra les ha bía remolcado hasta el puerto más próximo, no hasta el cuartel general de la colonia, y cuando el señor War drop vio el triste puertecillo, con su desordenada línea de juncos chinos, un remolcador que era de locos, y el cobertizo para la reparación de buques, que bajo la responsabilidad de un filosófico malayo pretendía ser unos astilleros, suspiró y sacudió la cabeza.

-Hice muy bien -comentó-. Ésta es la morada de los ladrones y los provocadores de naufragios. Esta mos en el otro extremo de la tierra. ¿Piensas que lo sa brán alguna vez en Inglaterra?
-No lo parece -contestó el patrón.

Fueron conducidos por tierra firme, con lo que lle vaban puesto, con una escolta generosa y los juzgaron de acuerdo con las costumbres del país, que aunque exce lentes, estaban un poco desfasadas. Allí estaban las per las; allí estaban los que las habían cogido furtivamente; y allí se sentaba un pequeño pero ardoroso gobernador. Consultó un momento y después las cosas empezaron a moverse velozmente, pues no deseaba mantener mucho tiempo en la playa a una tripulación hambrienta, y el buque de guerra ya se había marchado. Con un movi miento de la mano, escribirlo no era necesario, los envió al blakgang-tana, el país de atrás, y así la mano de la ley los apartó de la vista y el conocimiento de los hombres. Caminaron hacia las palmeras y el país de atrás se los tra gó, a todos los tripulantes del Haliotis. La paz profunda seguía asentada en Europa, Asia, África, América, Australasia y Polinesia. El disparo fue el causante. Deberían haber seguido su consejo; pero cuando unos miles de extranjeros sal tan de alegría por el hecho de que en alta mar se haya disparado a un barco bajo bandera británica, las noticias viajan rápidamente; y cuando resulta que a la tri pulación de ladrones de perlas no se le ha permitido el acceso a su cónsul (no había ningún cónsul a varios cientos de millas de ese puerto solitario), hasta la más amigable de las potencias tiene derecho a hacer pre guntas. El gran corazón del público británico latía fu riosamente por los acontecimientos de una famosa ca rrera de caballos, y no desperdició un solo pálpito por causa de accidentes distantes; pero en algún lugar de las profundidades del casco de la nave del Estado hay una maquinaria que con mayor o menor precisión se hace cargo de los asuntos exteriores. Esa maquinaria empezó a girar, ¿y quién se sintió sorprendida sino la potencia que había capturado el Haliotis? Ésta explicó que los gobernadores coloniales y los buques de guerra lejanos son difíciles de controlar, y prometió que con seguridad castigaría ejemplarmente al Gobernador y al barco. En cuanto a la tripulación, que se decía había sido obligada a servir militarmente en climas tropica les, la presentaría en cuanto fuera posible y se excusa ría si era necesario. Pero no hacían falta excusas. Cuan do una nación se excusa con otra, millones de aficionados que no tienen la menor preocupación te rrenal por la dificultad se lanzan a la refriega y ponen en dificultades al especialista más preparado. Se pidió que buscaran a los tripulantes, si todavía estaban vivos -hacía ocho meses que no se sabía nada de ellos- y se prometió que todo quedaría olvidado.

El pequeño Gobernador del pequeño puerto estaba contento consigo mismo. Veintisiete hombres blancos formaban una fuerza muy compacta para lanzar a una guerra que no tenía principio ni fin: una lucha de selva y empalizadas que titilaba y ardía sin fuego a lo largo de años húmedos y calurosos en unas colinas situadas a cien millas de distancia, y era la herencia de todo ofi cial fatigado. Pensaba que había ganado méritos ante su país; y si alguien hubiera comprado el desventurado Haliotis, amarrado en el puerto bajo su galería, la copa de su felicidad estaría llena. Contempló las hermosas lámparas plateadas que se había llevado de sus cama rotes, y pensó en lo mucho que se podría haber sacado. Pero sus compatriotas de aquel húmedo clima no te nían espíritu. Contemplaban la silenciosa sala de má quinas y agitaban la cabeza. Ni siquiera el buque de guerra quiso remolcarlo costa arriba, donde el Gober nador creía que podría repararse. Resultaba una mala ganga; aunque las alfombras de los camarotes eran in negablemente hermosas, y a su esposa le habían gusta do los espejos.

Tres horas más tarde los cablegramas le rodeaban como proyectiles, pues aunque él no lo sabía estaba sien do ofrecido como sacrificio por sus inferiores ante la piedra de molino de arriba, y sus superiores no tenían la menor consideración hacia sus sentimientos. Decían los cablegramas que se había excedido mucho en su poder, y no había informado sobre los acontecimientos. Por tanto debía presentar a los tripulantes del Haliotis -y al enterarse de eso se cayó hacia atrás en su hamaca-. Enviaría a buscarlos, y si fracasaba subiría su dignidad sobre un caballo y él mismo iría a buscarlos. No tenía el menor derecho a obligar a servir en una guerra a los la drones de perlas. Por tanto él era el responsable. A la mañana siguiente los cablegramas deseaban saber si había encontrado a los tripulantes del Haliotis. Tenían que ser encontrados, liberados y alimentados -él era el que tenía que alimentarlos- hasta que pudie ran ser enviados al puerto inglés más cercano en un buque de guerra. Si se ataca demasiado tiempo a un hombre con grandes palabras lanzadas por encima de los mares, suceden cosas. El Gobernador envió rápida mente a buscar a sus prisioneros que estaban tierra adentro, y también eran soldados; y nunca hubo un regimiento militar más ansioso de reducir su fuerza. Ningún poder salvo la muerte sería capaz de conseguir que aquellos locos llevaran puesto el uniforme. Ellos no lucharían, salvo con sus semejantes, y por esa razón el regimiento no había ido a la guerra, sino que se ha bía quedado tras la empalizada, razonando con los nuevos soldados. La campaña de otoño había sido un fracaso, pero allí estaban los ingleses. Todo el regi miento marchaba detrás para defenderlos, y los vellu dos enemigos, armados con cerbatanas, se regocijaban desde el bosque. Habían muerto cinco de los tripulan tes, pero allí en la galería del Gobernador estaban veintidós hombres marcados en las piernas con las ci catrices de las mordeduras de sanguijuelas. Algunos llevaban harapos de lo que en otro tiempo habían sido pantalones; los otros utilizaban taparrabos de alegres dibujos; y allí estaban de una manera hermosa pero simple en la galería del Gobernador; y cuando éste sa lió ellos le cantaron. Cuando has perdido setenta mil libras de perlas, tu paga, el barco y todas tus ropas, y has vivido en esclavitud durante ocho meses más allá de las más ligeras pretensiones de civilización, sabes lo que significa la verdadera independencia, pues te has convertido en el más feliz de los seres creados: en un hombre natural.

El Gobernador les dijo a los tripulantes que eran malvados y ellos le pidieron comida. Cuando vio cómo comían, y recordó que hasta dentro de dos me ses no se esperaba que llegara ninguna patrullera perlí fera, suspiró. Pero los tripulantes del Haliotis se tum baron en la galería y dijeron que eran pensionistas de la bondad del Gobierno. Un hombre de barba gris, gordo y calvo, cuya única prenda era un taparrabos verde y amarillo, vio el Haliotis en el puerto y bramó de alegría. Los hombres se amontonaron en la baran dilla de la galería echando a un lado a patadas las largas sillas de caña. Señalaban, gesticulaban y discutían li bremente, sin vergüenza. El regimiento militar se sen tó en el jardín del Gobernador. El Gobernador se reti ró a su hamaca -era tan sencillo morir asesinado encontrándose acostado como en pie- y sus mujeres chillaron desde las habitaciones cerradas.

-¿Ha sido vendido? -dijo el hombre de la barba gris señalando al Haliotis. Era el señor Wardrop.
-Imposible -contestó el Gobernador sacudiendo la cabeza-. Nadie vino a comprarlo.
-Sin embargo ha cogido mis lámparas -intervino el patrón. Sólo le quedaba una pernera de los pantalo nes, y recorrió con la vista la galería. El Gobernador gimió. Podían verse claramente los catres del barco y la mesa de escribir del patrón.
-Lo han limpiado, claro está -dijo el señor War drop-. Tenían que hacerlo. Iremos a bordo y realizare mos un inventario. ¡Mire! -exclamó levantando las manos por encima del puerto-. Vivimos... allí... aho ra. ¿Apenado?
El Gobernador exhibió una sonrisa de alivio.
-Se alegra de eso -dijo reflexivamente uno de los tripulantes-. No me extraña.

Bajaron atropelladamente hasta el puerto, con el regimiento militar resonando detrás, y se embarcaron en lo que encontraron, que resultó ser el barco del Go bernador. Después desaparecieron sobre las amuradas del Haliotis y el Gobernador rezó para que encontra ran alguna ocupación en su interior. El señor Wardrop llegó del primer salto a la sala de máquinas; y mientras los demás acariciaban las añora das cubiertas, le oyeron dar gracias a Dios porque las cosas estuvieran tal como él las había dejado. Los mo tores estropeados se encontraban sobre su cabeza y sin tocar; ninguna mano inexperta había enredado con los puntales; las cuñas de acero de la sala de materiales se habían oxidado; y lo mejor de todo era que las ciento sesenta toneladas de buen carbón australiano de las carboneras no habían disminuido.

-No lo entiendo -decía el señor Wardrop-. Cual quier malayo conoce el uso del cobre. Podrían haber quitado las tuberías. Y también los juncos chinos po drían haber llegado hasta aquí. Es una intervención especial de la Providencia.
-¿Eso es lo que piensa? -preguntó desde arriba el patrón-. Aquí sólo ha habido un ladrón, que dicho sea de paso se ha llevado todas mis cosas.

En esto el patrón no decía toda la verdad, pues bajo las maderas de su camarote, adonde sólo se podía llegar con un cincel, había un poco de dinero del que nunca sacó ningún interés: su ancla de respeto para barloven to. Estaba todo en soberanos limpios que valían en el mundo entero, y podían ser más de cien libras.

-Pues de lo mío no ha tocado nada. Demos gracias a Dios -repetía el señor Wardrop.
-Se ha llevado todo lo demás: ¡mire!

Salvo en la sala de máquinas, el Haliotis había sido sistemática y científicamente destripado de un extre mo al otro, y había poderosas evidencias de que una guardia poco limpia había acampado en el camarote del patrón para regular el saqueo. Faltaba la cristalería, los platos, la loza, la cubertería, los colchones, las al fombras y las sillas, todas las barcas y los ventiladores de cobre. Estas cosas habían sido robadas junto con las velas y todos los aparejos metálicos que no pusieran en peligro la seguridad de los mástiles.

-Todo eso lo habrá vendido -dijo el patrón-. Las otras cosas supongo que estarán en su casa.
Habían desaparecido todas las guarniciones que podían desatornillarse o arrancarse con una palanca. Las luces de babor, estribor y del tope; los enjaretados de cubierta; las vidrieras deslizantes de la cabina de cu bierta; el arca de cajones del capitán, con las cartas ma rinas y la mesa de dibujo; fotografías, apliques y espe jos; las puertas de los camarotes; los colchones de goma; las barras que cierran las escotillas; la mitad de los cables que sujetan la chimenea; las defensas de cor cho; la piedra de afilar y la caja de herramientas del car pintero; piedras de arenisca para limpiar la cubierta, es cobillones y barrederas de caucho; todas las lámparas de camarotes y despensa; los aparatos de cocina en bloc; banderas y el armario de banderas; relojes y cronóme tros; la brújula delantera, la campana y el campanario del barco estaban también entre los objetos perdidos. Había muchas marcas en las tablas de cubierta, donde habían colocado las grúas de carga. Y una de ellas debió de caerse, pues la barandilla de la amurada estaba aplastada y doblada, y las planchas laterales es tropeadas.

-Es el Gobernador -dijo el patrón-. Lo ha estado vendiendo a plazos.
-Vamos allí con llaves y palas y los matamos a to dos -gritaba la tripulación-. ¡A él lo ahogamos y nos llevamos a la mujer!
-Entonces nos dispararía ese regimiento de negros y mestizos... nuestro regimiento. ¿Qué pasa en la ori lla? Nuestro regimiento ha acampado en la playa.
-Estamos aislados, eso es todo. Vaya a ver lo que quieren -añadió el señor Wardrop-. Usted lleva pan talones.

A su manera simple, el Gobernador era un estrate ga. No deseaba que los tripulantes del Haliotis volvie ran a pisar tierra firme, ni de uno en uno ni en grupos, y proponía convertir el vapor en un barco de convictos. Desde el muelle le explicó al patrón, que se había acer cado con la barcaza, que aguardarían y seguirían aguar dando exactamente donde estaban hasta que llegara el buque de guerra. Si uno de ellos ponía pie en tierra fir me el regimiento entero abriría fuego, y no tendría es crúpulos para utilizar los dos cañones de la ciudad. En tretanto les enviarían comida diariamente en un barco con una escolta armada. El patrón, desnudo hasta la cintura y remando, sólo pudo apretar los dientes; y el Gobernador aprovechó la ocasión y se vengó de las pa labras más amargas de los cablegramas diciendo lo que pensaba de la moral y la costumbre de los tripulantes. La barcaza regresó al Haliotis en silencio y el patrón su bió a bordo con los pómulos blancos y la nariz azulada.

-Lo sabía, y ni siquiera nos darán buena comida -dijo el señor Wardrop-. Tendremos plátanos por la mañana, al mediodía y por la noche, y un hombre no puede trabajar sólo con fruta. Eso lo sabemos.

En ese momento el patrón maldijo al señor War drop por introducir en la conversación cuestiones secundarias y frívolas; y los tripulantes se maldijeron uno a otro, y al Haliotis, al viaje y a todo lo que cono cían o eran capaces de recordar. Se sentaron en silencio sobre las cubiertas vacías y los ojos les ardían en la ca beza. A ambos lados, el agua verde del puerto parecía reírse de ellos. Miraron tierra adentro, hacia las colinas en las que se recortaban las palmeras, las casas blancas por encima de la carretera del puerto, a la fila de em barcaciones nativas que había junto al muelle, a los soldados sentados e imperturbables alrededor de los dos cañones, y finalmente, hacia la barra azul del hori zonte. El señor Wardrop estaba sumido en sus pensa mientos y trazaba líneas imaginarias con las largas uñas de sus dedos sobre las planchas.

-No puedo prometer nada -dijo por fin-. Pues no sé lo que puede o no haberle sucedido. Pero aquí está el barco, y aquí estamos nosotros.
Esa frase fue recibida con algunas risas de burla, que hicieron fruncir las cejas al señor Wardrop. Se acordaba de la época en que llevaba pantalones y era el primer maquinista del Haliotis.
-Harland, Mackesi, Noble, Hay, Naughton, Fink, O'Hara, Trumbull.
-¡Sí, señor! -el instinto de la obediencia despertó como respuesta a la llamada de la sala de máquinas. -¡Abajo!
Se levantaron y acudieron.
-Capitán, tendré que pedirle a los demás hombres cuando los necesite. Sacaremos mis repuestos y quita remos los puntales que no necesitemos, y luego lo arreglaremos. Mis hombres recordarán que están en el Haliotis... bajo mis órdenes.

Fue a la sala de máquinas y los demás se quedaron mirando. Estaban habituados a los accidentes del mar, pero esto iba más allá de su experiencia. Ninguno que hubiera visto la sala de máquinas creía que todo aque llo que no fueran nuevos motores de cabo a rabo pu diera mover el Haliotis desde donde estaba amarrado. Sacaron los repuestos de la sala de máquinas y el rostro del señor Wardrop, rojo por la suciedad de las bodegas y por el esfuerzo de arrastrarse sobre el estóma go, estaba iluminado por la alegría. Los materiales de repuesto del Haliotis habían sido inusualmente com pletos, y veintidós hombres armados con gatos de husi llo, poleas, jarcias, tornillos de banco y una forja po dían mirar directamente a los ojos a Kismet# sin pestañear. Los tripulantes recibieron la orden de susti tuir los pernos de anclaje y de la chumacera del eje, y de volver a colocar los manguitos de la chumacera de em puje. Cuando terminaron el trabajo, el señor Wardrop les dio una conferencia sobre la manera de reparar má quinas de pluriexpansión sin la ayuda de repuestos y los hombres se sentaron junto a la fría maquinaria. La cru ceta del timón agarrotada en las guías les atraía terrible mente, pero no les servía de ayuda. Pasaban los dedos desesperados por las grietas de la columna de apoyo de estribor, y recogían los cabos de las cuerdas que rodea ban los puntales mientras la voz del señor Wardrop se elevaba y caía, hasta que la rápida noche tropical se ce rró sobre la claraboya de la sala de máquinas. A la mañana siguiente empezó el trabajo de recons trucción.

Se había explicado que el pie de la barra de cone xión se había salido cayendo sobre el pie de la columna de apoyo de estribor, que había agrietado a ésta y diri gido hacia el lateral del barco. El trabajo parecía más que inútil, pues barra y columna daban la impresión de haberse fundido en una sola cosa. Pero ahí la Provi dencia les sonrió por un momento sirviéndoles de es tímulo para las fatigosas semanas que les esperaban. El segundo maquinista, más inquieto que lleno de recur sos, golpeó al azar con un cortafríos el hierro forjado de la columna, y una laminilla metálica gris y grasienta salió volando desde abajo del pie aprisionado de la ba rra de conexión, mientras esta última se apartaba len tamente, ascendía y con un fuerte ruido caía en algún lugar del oscuro foso del cigüeñal. Las placas directri ces de arriba seguían incrustadas en las guías, pero ha bían dado el primer golpe. Pasaron el resto del día lim piando la manivela de carga, situada inmediatamente delante de la escotilla de la sala de máquinas. Lógica mente habían robado la lona alquitranada, y ocho me ses calurosos no habían mejorado el funcionamiento de las piezas. Además, el último ataque de hipo del Haliotis parecía -o se lo habría parecido al malayo del cobertizo de reparación de barcos- haberlo levantado todo de sus pernos dejándolo caer sin precisión por lo que respecta a las conexiones del vapor.

-¡Si tuviéramos una grúa de carga! -exclamó el señor Wardrop lanzando un suspiro-. Sudando podemos qui tar a mano la cubierta del cilindro; pero sacar la barra del pistón no es posible sin utilizar vapor. Bueno, si no suce de nada más mañana habrá vapor. ¡Burbujeará!

A la mañana siguiente los hombres que estaban en tierra contemplaron el Haliotis a través de una nube, pues era como si las cubiertas estuvieran humeando. Hacían pasar el vapor por las tuberías resquebrajadas y vibrantes para que funcionara el motor auxiliar delan tero; y cuando no conseguían tapar una grieta con es topa, se quitaban los taparrabos para colocarlos enci ma, y medio quemados y desnudos como su madre les trajo al mundo, lanzaban juramentos. El motor auxi liar funcionó, pero a qué precio, al de una atención constante y un servicio furioso; funcionó lo suficiente como para que una cuerda metálica (hecha con un es tay de la chimenea y otro del trinquete) fuera introdu cida en la sala de máquinas y atada a la cubierta del ci lindro del motor delantero. Éste se elevó con bastante facilidad y a través de la claraboya se sacó a la cubierta; fueron necesarias muchas manos para ayudar al dudo so vapor. Entonces se pusieron a tirar dos grupos cada uno de un extremo de la cuerda, como en una prueba deportiva, pues era necesario llegar al pistón y al vásta go del pistón agarrotado. Quitaron dos de los salientes de los anillos de empaquetadura del pistón, por medio de unas asas los atornillaron en dos fuertes pernos de anilla de hierro, doblaron la cuerda metálica y pusie ron media docena de hombres a golpear con un ariete improvisado el extremo del vástago del pistón, donde éste asomaba por el pistón, mientras que el motor au xiliar tiraba hacia arriba del propio pistón. Tras cuatro horas de trabajo matador, se deslizó de pronto el vásta go del pistón y este último se levantó con una sacudi da, golpeando a uno o dos hombres y haciéndoles caer en la sala de máquinas. Pero cuando el señor Wardrop afirmó que el pistón no se había partido, gritaron de alegría y no pensaron en sus heridas; y detuvieron in mediatamente el motor auxiliar pues no era cosa de jugar con su caldera.
Día a día les llegaban los suministros por barca. El patrón volvió a humillarse ante el Gobernador y obtu vo la concesión de obtener agua potable de los astille ros malayos del muelle. Esa agua potable no era bue na, pero el malayo se avenía muy bien a suministrar cualquier cosa que él tuviera si le pagaban por ello.

Ahora que las mandíbulas del motor delantero es taban, por así decirlo, desnudas y vacías, comenzaron a descalzar los puntales del propio cilindro. Sólo en ese trabajo emplearon la mayor parte de tres días: unos días calurosos y pegajosos en los que las manos resbalaban y el sudor corría por encima de los ojos. Cuando la última cuña fue martilleada en su sitio ya no había un gramo de peso sobre las columnas de apoyo; entonces el señor Wardrop revolvió el barco entero buscando chapa para calderas de diecinueve milímetros de espesor. No había mucho donde elegir, pero lo que encontró significó para él más que el oro. En una mañana de desesperación todos los tripulan tes, desnudos y delgados, jálaron hasta poner más o menos en su sitio la columna de apoyo de estribor, que como se recordará se había roto limpiamente. El señor Wardrop los encontró a todos dormidos allí donde habían terminado el trabajo, y les concedió un día de descanso sonriéndoles como un padre mien tras él trazaba señales de tiza encima de las grietas. Al despertar les esperaba un trabajo nuevo y más fatigo so: pues encima de cada una de esas grietas había que poner, trabajando en caliente, una plancha de dieci nueve milímetros de chapa de calderas, taladrando a mano los agujeros para los remaches. Durante todo ese tiempo se alimentaron de frutas, principalmente plátanos, con un poco de sagú.

En aquellos días los hombres caían desmayados so bre el taladro de carraca y la forja de mano, y allí don de caían se les dejaba a menos que su cuerpo estuviera en el camino de los pies de sus compañeros. Y así, un parche sobre otro, y otro parche más grande sobre to dos los demás, se remendó la columna de apoyo de es tribor; pero cuando ellos pensaron que todo estaba ya seguro, el señor Wardrop afirmó que aquel noble tra bajo de parcheo no serviría nunca de apoyo a los mo tores cuando estuvieran funcionando: todo lo más sólo podía mantener aproximadamente las varillas de guía. El peso muerto de los cilindros debía sostenerse sobre postes verticales; por tanto un grupo haría la re paración en dirección a la proa, sacando con limas los enormes pescantes del arca de proa, cada uno de los cuales tenía unos setenta y cinco milímetros de diáme tro. Arrojaron carbones calientes sobre Wardrop y amenazaron con asesinarle; eso aquellos que no se echaron a llorar, pues estaban dispuestos a llorar a la menor provocación. Pero él les amenazó con barras de hierro con el extremo candente y los miembros del grupo se marcharon y al regresar traían con ellos los pescantes del ancla. Durmieron dieciséis horas por la fatiga, y a los tres días había dos postes en su sitio, atornillados desde el pie de la columna de apoyo de es tribor a la parte inferior del costado del cilindro. Aho ra faltaba la columna del condensador, o de babor, que aunque no estaba tan agrietada como su compañera también había sido fortalecida en cuatro sitios con parches de plancha de caldera, y necesitaba postes. Para ese trabajo quitaron los candeleros principales del puente, y enloquecidos por la faena no se dieron cuen ta, hasta que todo estuvo en su sitio, de que las redon deadas barras de hierro tenían que ser aplanadas de arriba abajo para permitir que las limpiaran los balan cines de la bomba de aire. Ése fue el olvido de Wardrop, y lloró amargamente delante de los hombres cuando dio la orden de desatornillar los postes para aplastarlas con el martillo y la llama. Ahora el motor roto estaba firmemente apuntalado, por lo que quitaron los pun tales de madera de debajo de los cilindros y los subie ron al puente, de donde los habían sacado, agrade ciendo a Dios ese mediodía de trabajo con la madera suave y amable, en lugar de con el hierro que había pe netrado en sus almas. Ocho meses en el país de atrás, entre las sanguijuelas, a una temperatura de treinta grados centígrados y en una situación de humedad re sultan muy malos para los nervios.

Se habían dejado para el final el trabajo más duro, lo mismo que los muchachos se dejan la prosa latina, y aunque estaban agotados el señor Wardrop no se atre vió a darles descanso. Había que enderezar la varilla del pistón y la varilla conectora, y eso era un trabajo para un astillero oficial con todas las herramientas. Se entregaron a ello animados por un pequeño gráfico del trabajo hecho y el tiempo utilizado que escribió el señor Wardrop con tiza sobre el mamparo de la sala de máquinas. Habían transcurrido quince días -quince días de trabajo matador-, y la esperanza se abría ante ellos. Es curioso que ningún hombre sabe cómo se ende rezaron las varillas. La tripulación del Haliotis recuer da esa semana muy oscuramente, como un paciente de malaria recuerda el delirio de una larga noche. Di cen que había fuegos por todas partes; el barco entero era un horno que se consumía, y los martillos nunca estaban quietos. Pero no podía haber más de un fuego, pues el señor Wardrop recuerda claramente que no se llevó a cabo ningún enderezamiento si no se hacía ante sus propios ojos. Los tripulantes también recuerdan que durante muchos años unas voces daban órdenes que ellos obedecían con su cuerpo, mientras que la mente la tenían fuera, en todos los mares del mundo. Les parece que estuvieron en pie días y noches desli zando lentamente una barra hacia atrás y hacia delante por encima de un brillo blanco que formaba parte del barco. Recuerdan un ruido intolerable en sus cabezas ardientes procedente de las paredes de la trampilla de calderas, y se acuerdan de haber sido salvajemente gol peados por hombres cuyos ojos parecían dormidos. Cuando su turno había terminado, trazaban líneas rectas en el aire de manera ansiosa y repetida, y en sus sueños, llorando, se preguntaban unos a otros:

-¿Está recta?
Por fin, aunque no se acuerdan de si eso sucedió durante el día o durante la noche, el señor Wardrop empezó a bailar torpemente, al tiempo que lloraba; y también ellos bailaron y lloraron, y se fueron a dormir totalmente crispados; y al despertar dijeron los hom bres que las varillas estaban enderezadas, y nadie reali zó trabajo alguno durante dos días, salvo el de tumbar se en la cubierta y comer fruta. El señor Wardrop descendía de vez en cuando, acariciaba las dos varillas y, según le oyeron, cantaba himnos. Después ese problema mental desapareció de él, y al final del tercer día de ociosidad hizo en la cubierta un dibujo con tiza, con las letras del alfabeto en los án gulos. Señaló que aunque la varilla del pistón era más o menos recta, la cruceta de la varilla -lo que se había incrustado lateralmente en las guías- se había visto so metida a una gran presión y había rajado el extremo inferior de la varilla. Iba a forjar e introducir un man guito de hierro forjado sobre el cuello de la varilla del pistón donde ésta se unía con la cruceta, y desde el manguito uniría una pieza de hierro en forma de Y cu yos brazos inferiores estarían atornillados a la cruceta. Si necesitaban algo más, podría utilizar la última cha pa de caldera.

Así pues, volvieron a encender las forjas y los hom bres a quemarse el cuerpo, aunque apenas sentían el dolor. La conexión, una vez terminada, no era hermo sa, pero parecía lo bastante fuerte: al menos tan fuerte como el resto de la maquinaria; y con esa tarea los tra bajos llegaron a su fin. Lo único que faltaba era conec tar los motores y conseguir comida y agua. El patrón y cuatro hombres trataron con el constructor de barcos malayo, sobre todo por la noche; no era el momento de regatear acerca del precio del sagú y el pescado seco. Los demás se quedaron a bordo y reemplazaron el pis tón, la varilla del pistón, la cubierta del cilindro, la cruceta y las tuercas con la ayuda del fiel motor auxi liar. La cubierta del cilindro apenas estaba hecha a prueba de vapor, y el ojo de la ciencia podría haber visto en la varilla de conexión una curvatura algo se mejante a la de una vela de árbol de Navidad que se hubiera fundido y después hubiera sido enderezada a mano sobre una estufa, pero tal como decía el señor Wardrop:

-No chocó con poca cosa.
En cuanto la última tuerca estuvo en su lugar, los hombres tropezaban unos con otros en su ansiedad por llegar al virador de mano, la rueda y el tornillo sin fin con el que se pueden mover algunos motores cuando no hay vapor a bordo. Casi arrancaron la rue da, pero era evidente hasta para el ojo más ciego que los motores se movían. No giraban en sus órbitas con el entusiasmo que debería hacerlo una buena máqui na; la verdad es que gemían no poco; pero se movían y se detenían de una forma que demostraba que se guían reconociendo la mano del hombre. Entonces el señor Wardrop envió a sus esclavos a las tripas más os curas de la sala de máquinas y las carboneras, y les si guió con una lámpara encendida. Las calderas esta ban bien, pero no les haría daño un poco de rascado y limpieza. Pero el señor Wardrop no quería que nadie realizara su trabajo con excesivo celo, pues tenía mie do de lo que podía dejar al descubierto el siguiente roce de una herramienta. Cuanto menos sepamos ahora, creo que mejor para todos. Me entenderéis cuando digo que esto no es en ningún sentido un trabajo oficial de ingeniería. Como su único vestido al decir esto eran su barba gris y sus cabellos sin cortar, le creyeron. No pregunta ron demasiado acerca de lo que encontraban, pero pu lieron, engrasaron y rascaron hasta obtener un falso brillo.

-Un lametazo de pintura tranquilizaría mi mente -dijo quejosamente el señor Wardrop-. Sé que la mitad de los tubos del condensador están descoyun tados; y que el eje de la hélice Dios sabe hasta qué punto estará alejado de su sitio, y que necesitamos una nueva bomba de aire, y que el vapor principal filtra como si fuera un colador, y que hay algo peor cada vez que miro; pero... la pintura es como la ropa para un hombre, y la nuestra casi ha desaparecido to talmente.

El patrón desenterró un poco de pintura rancia y de calidad inferior de ese verde horrible que se utiliza ba para las cocinas de los barcos de vela, y el señor Wardrop lo extendió pródigamente para darles a los motores estimación propia. La suya estaba regresando día a día, pues llevaba continuamente el taparrabos; pero los tripulantes, que habían trabajado bajo sus órdenes, no se sentían como él. La finalización del trabajo satisfizo al señor Wardrop. Acabaría por hallar la manera de huir a Singapur y desde allí regresar a casa, sin tomar ven ganza, para enseñarles sus motores a los hermanos de profesión; pero los demás y el capitán se lo impe dían. Todavía no habían recuperado el respeto de sí mismos.

-Sería más seguro hacer lo que usted llamaría un viaje de prueba, pero los mendigos no pueden elegir; y si los motores responden al mecanismo de movimien to manual, lo probable... y sólo digo que es una proba bilidad... lo probable es que se sostengan cuando me tamos el vapor.
-¿Cuánto tiempo necesitará para meter el vapor? -preguntó el patrón.
-¡Dios lo sabe! Cuatro horas... un día... media se mana. Si puedo elevar la presión a sesenta libras no me quejaré.
-Pero primero asegúrese; no podemos permitirnos navegar media milla para luego detenernos.
-¡Por mi cuerpo y mi alma que estamos continua mente a punto de derrumbarnos, antes y después! Sin embargo, podríamos alcanzar Singapur.
-Pararemos en Pygang-Watai, donde podremos hacer algo bueno -fue la respuesta en una voz que no permitía discusión alguna-. Es mi barco, y... he tenido ocho meses para pensar en ello.

Nadie vio partir al Haliotis, aunque pudieron escu charlo. Salió a las dos de la mañana, tras cortar las amarras, y ninguno de los tripulantes sintió placer cuando los motores entonaron un canto atronador que se escuchó en la mitad de los mares y resonó entre las colinas. Al escuchar la nueva canción, el señor War drop se limpió una lágrima.

-Está farfullando... simplemente farfullando -su surró-. Es la voz de un maníaco.
Y si los motores tienen alma, tal como creen sus dueños, tenía toda la razón. Había gritos y clamores, sollozos y ataques de risa, silencios en los que el oído entrenado ansiaba una nota clara, y torturantes dupli caciones donde sólo debería haber existido una voz profunda. Por el eje de la hélice descendían murmu llos y advertencias, y un corazón enfermizo vibraba sin llegar a decir claramente que la hélice necesitaba una recolocación.

-¿Cómo lo hace? -preguntó el patrón.
-Se mueve, pero... pero me está rompiendo el cora zón. Cuanto antes lleguemos a Pygang-Watai, mejor. Está enloquecido, y estamos despertando a la ciudad.
-¿Es casi seguro?
-¡Qué me importa lo seguro que sea! Está loco. ¡Escuche eso, ahora! Con certeza que no hay nada que choque con nada, y los cojinetes están bastante fríos, pero... ¿no lo oye?
-Si funciona, no me importa una maldición -dijo el patrón-. Y también es mi barco.

Avanzaba dejando atrás una brazada de hierbas. Desde un movimiento lento de dos nudos se arrastró hasta conseguir una triunfal velocidad de cuatro. Todo lo que pasara de ahí hacía que los puntales se estreme cieran peligrosamente, y llenaba de vapor la sala de má quinas. La mañana apareció cuando ya no se veía la tie rra, pero sí resultaba visible un rizo bajo la proa. Se quejaba amargamente en su interior, y como si la hu biera atraído el ruido, apareció sobre el mar morado una proa#, curiosa y parecida a un halcón, que se colocó al costado deseando saber si el Haliotis iba a la deriva. Es sabido que incluso los vapores del hombre blanco se averían en estas aguas, y los honestos comerciantes ma layos y javaneses a veces les ayudan a su peculiar mane ra. Pero ese barco no estaba lleno de damas pasajeras y oficiales bien vestidos. Por la amurada aparecieron hombres blancos desnudos y salvajes -algunos llevaban barras de hierro con el extremo al rojo vivo y otros enormes martillos-, se lanzaron sobre aquellos inocen tes e inquisitivos desconocidos y antes de que nadie pu diera decir lo que había sucedido se habían apropiado de la proa, mientras los propietarios legales nadaban en el mar. Media hora más tarde, la carga de sagú y de tre pang# de la proa, así como una brújula dudosamente inclinada, estaban en el Haliotis. Más tarde las dos enormes velas triangulares de rejilla, con sus vergas de setenta pies, siguieron el camino de la carga y se coloca ron en los mástiles desnudos del vapor.

Se levantaron, se hincharon, se llenaron, y el vapor vacío mejoró visiblemente cuando el viento las empu jó. Daban una velocidad de casi tres nudos, ¿y qué otra cosa podían desear aquellos hombres? Pero si antes ha bía parecido abandonado, con esta nueva adquisición parecía horrible. Imagine a una respetable criada vesti da con las mallas de una bailarina dando tumbos bo rracha por las calles y así tendrá una débil idea del as pecto de ese barco de carga de novecientas toneladas, buenas cubiertas, aparejado como una goleta, tamba leándose con su nueva ayuda, vociferando y desvarian do sobre el profundo mar. El maravilloso viaje prosi guió con vapor y vela; y los tripulantes, con la mirada brillante, miraban por encima del pasamanos y pare cían desolados, desgreñados, con el pelo sin cortar y desvergonzadamente vestidos hasta un punto que traspasaba el límite de la decencia. Al final de la tercera semana avistaron la isla de Pygang-Watai, cuyo puerto es el punto en el que da la vuelta una patrulla perlífera. Allí se quedan las caño neras durante una semana antes de regresar siguiendo el mismo rumbo. En Pygang-Watai no hay pueblo, sólo una corriente de agua, algunas palmeras y un puerto seguro para descansar hasta que haya termina do el primer ataque violento del monzón del sudeste. Los tripulantes contemplaron la playa baja de coral, con su montón de carbón encalado dispuesto para el suministro, las abandonadas chozas de los marineros y el asta sin bandera.

Al día siguiente no existía el Haliotis tan sólo una pequeña proa balanceándose bajo la lluvia cálida en la desembocadura del puerto, mientras los tripulantes observaban con ojos deseosos el humo de una cañone ra en el horizonte. Meses más tarde, en un periódico inglés aparecie ron unas líneas informando de que una cañonera de una potencia extranjera se había deshecho en la de sembocadura de un lejano puerto al chocar yendo a toda velocidad contra un barco sumergido".

Rudyard Kipling

lunes, 14 de septiembre de 2015

"Las Zarpas del Gato"

"Ya era de noche cuando salimos de la reunión de la Sociedad Médica. La lluvia fría de la tarde se había convertido en una nieve fina y medio derretida, batida por un viento helado, cuando llegamos a la calle. En la entrada sur del parque mi coche produjo una explosión parecida al estallido de una bombilla, seguida por un si¬seo furioso y el sonido de una caída en el pavimento.

—Grand dieu des porcs!—exclamó Jules de Grandin—, En nombre de Satanás, ¿qué ha sido eso?
Acerqué el coche a la cuneta y corté la gasolina.
—Si no lo adivina, no tengo valor para decírselo -contesté. De Grandin asintió tristemente con la cabeza
—Podía haberlo imaginado y, naturellement no tenemos rueda de repuesto.
—Naturellement -repetí-. Estos artículos escasean. Acabamos de salir de una guerra. ¿O no lo sabía usted?
—Tenemos una suerte de perros. ¿Qué vamos a hacer? —Entonces, antes de que pudiera darle una respuesta sarcástica, agregó—: Comprendo; nos toca andar, ¿no?
—Eso me temo -le aseguré, mientras nos sumergíamos en la oscuridad del parque, con las cabezas agachadas para protegernos algo del viento.

El ventarrón trataba de arrebatarnos los sombreros. Se nos metía por las mangas y azotaba nuestros abrigos. La nieve se acumulaba en las suelas de nuestros zapatos formando pirámides invertidas que nos dificultaban aún más la marcha. De vez en cuando una rama de árbol sobrecargada dejaba caer la nieve sobre nuestras cabezas.

—Feu noir du diable -maldijo De Grandin cuando le cayó enci¬ma un montón particularmente desagradable de nieve—, quelle nuit sauvage! Si al menos... Morbieu!, otro peregrino infortunado de la noche. Obsérvela, amigo Trowbridge.

Seguí la dirección que señalaba con el dedo y vi una mujer, en realidad una joven, cubierta de pieles desde el cuello hasta las rodillas, con la cabeza descubierta y calzada con zapatos de tacón alto, a juzgar por su andar torpe, que avanzaba con un apuro frenético entre los montones desiguales de nieve acumulada. Cuando pasó cerca de nosotros me di cuenta de que sollozaba en voz baja mientras corría.

-Pardonnez-moi, mademoiselle —intervino De Grandin tocando el borde de su sombrero de fieltro negro-. ¿Podemos servirle de algo? Parece que está usted en dificultades...
-¡Ah! —exclamó, dando un gritito de sorpresa—. Ah, sí, sí; me pueden ayudar. ¡Pueden! -y su voz ascendió hasta casi media octava por debajo de la histeria—. Por favor, ayúdenme; estoy...
-Tiens. Está nerviosa sin motivo, mademoiselle. Será un placer poder ayudarla. ¿Qué sucede?
-Yo... —y tragó saliva entre sollozos para recobrar el resuello-. Necesito encontrar un tranvía, un taxi, cualquier cosa para volver a casa cuanto antes. Por favor, yo...
-Estamos en el mismo caso, ma petit -la interrumpió De Grandin—. Pero por desgracia no se puede encontrar ningún tranvía, taxi o autobús. Si quiere venir con nosotros hasta el otro lado del parque...
-¡No, no! -rechazó ella con terror—. Por ahí no. Tengo miedo. Por favor, no me lleven por ese lado. ¡El está ahí!
-¿Eh? —preguntó bruscamente mi amigo-, ¿Y quién es él, si me permite preguntar?
-Ese.., ese hombre -dijo, jadeando, mientras se volvía para reanudar su camino—. ¡Oh, caballero, por favor, no me lleve por ahí! Estoy tremendamente asustada —y empezaron a castañetearle los dientes con frío y miedo a la vez.
-Tranquilícese, mademoiselle -le ordenó De Grandin-. Esto no puede seguir así. No, en absoluto. ¿Cuál es su problema, por qué teme usted volver sobre sus pasos? ¿Hay alguien por ahí del que no puedan protegerla dos hombres saludables y fuertes?
-Yo... -comenzó nuevamente la joven, y pareció dominar sus nervios—. No, por supuesto, no tengo miedo estando con ustedes. Iré. —Dio media vuelta y empezó a caminar entre nosotros dos—, Volvía a mi casa de una reunión en casa de una amiga -comenzó, hablando apresuradamente—. Mi..., mi amigo tenía que salir hacia Filadelfia en el tren de las doce de la noche y no me podía acompañar, así que me quedé esperando el autobús en la esquina. Poco después pasó un hombre en un coche y me preguntó si no quería que me llevara, y yo, como una idiota, le dije que sí. Le di las señas del MacKenzie Boulevard, pero el hombre se metió en el parque, y cuando llegamos al pie de la colina, él... ¡Ay, yo estaba tan aterrada! Salté del coche y eché a correr, y..., y tengo miedo, señor. Le tengo un miedo espantoso.

La luz de una de las pocas farolas que alumbraban la carretera cayó sobre el rostro de De Grandin y mostró una expresión de asombro y diversión a la vez.

-La entiendo, pero sólo en parte, mademoiselle. Usted ha sido muy imprudente al aceptar que un extraño la lleve en su coche. ¿No se ha enterado usted de que con demasiada frecuencia la que acepta la invitación tiene que pagar su transporte? No es extraño que ese joven resultara ser un lobo, pero usted lo ha evitado. ¿Por qué se muestra tan aterrada entonces? ¿Es que...?
La exclamación de temor que dejó escapar la joven cortó la pregunta, mientras sus manos crispadas por el susto se aferraban a nuestros brazos.
-Miren. Son las luces de su coche. Me está esperando. ¡Qué horror!
El francés le aflojó suavemente los dedos.
-Cuídela, amigo Trowbridge. Voy a hablar con ese majadero. Avanzó con largas zancadas hacia el coche que se hallaba estacionado a un lado del camino y se dirigió a su invisible ocupante.
-Monsieur esta joven nos dice que usted la ha ofendido. A mí no me gustan estas cosas. Haga el favor de apearse, monsieur y tendré la satisfacción de romperle su odiosa nariz.
Como no llegaba respuesta alguna, puso el pie en el estribo.
-Le estoy viendo, condenado. El silencio no le servirá de nada. Apéese y defiéndase... -gritó De Grandin, y levantó la mano a la al¬tura del rostro del hombre que estaba al volante. Se oyó el frote de una manga cubierta de nieve contra una ventanilla. Luego me llamó; Monsieur! Acérquese, amigo Trowbridge y mire —gritó, mientras metía la mano en el bolsillo del abrigo en busca de su linterna—, Mire, por favor, y no suelte a la mujer.

Agarré a la joven por la muñeca y me acerqué mientras la luz de la linterna se abría camino en la oscuridad. Entonces di un paso atrás, agarrando más fuerte aún el brazo de la mujer. Erguido ante el volante se encontraba un joven rubio y corpulento, con la cabeza descubierta y el cuello del abrigo abierto. Pude ver que tenía un guante grueso en la mano izquierda mientras que la diestra, que reposaba en el volante, estaba desnuda. Sus ojos azul claro, que sin duda eran siempre saltones, estaban abiertos con una mirada fíja, idiota, y sobresalían mucho de su rostro. Tenía la boca abierta, la mandíbula colgante y una expresión estúpida, con la lengua fuera y la barbilla apoyada en la tela del cuello vuelto del abrigo.

-¡Ay! —gritó la muchacha-, está muerto.
-Comme un maquereau —completó De Grandin lacónicamente-. Pero no ha muerto de indigestión. Mírelo, por favor, amigo Trowbridge.
Entonces apoyó la mano sobre los suaves cabellos del joven e hizo un movimiento circular. La cabeza que tenía bajo la mano cedió a su presión como si estuviera sujeta a los hombros con un resorte poco ajustado.
-¿Coincide usted con mi diagnóstico? —preguntó.
-No cabe duda de que se trata de una fractura, probablemente en la tercera vértebra cervical -confirmé—, Pero que haya muerto como resultado de...
-Perfectamente -asintió-. La autopsia lo aclarará. -Entonces, dirigiéndose a la joven, añadió-: ¿Por eso no quería usted volver sobre sus pasos, mademoiselle ?
-No lo hice yo..., de verdad, yo no lo hice —contestó con voz quebrada—, Estaba vivo, vivo y se reía cuando eché a correr. Lo último que oí fue su voz, que me gritaba: «No irás muy lejos con esta tormenta, hermanita. Vuelve cuando tengas demasiado frío.» Les suplico que me crean.
-¡Ejem! -dijo De Grandin, apagando su linterna y bajándose del estribo—. No creo que lo hiciera usted, mademoiselle, no tiene fuerza suficiente. Pero este es un caso para el coronel y la policía. Tenemos que pedirle que nos acompañe.
-¿La policía? -su voz era apenas algo más que un susurro, pero encerraba tanto miedo como un alarido-, ¡Oh, no! No deben hacer que me arresten. No sé nada de este asunto...
Su negativa la ahogó; cayó hacia mí y finalmente se derrumbó sobre la nieve.
-La típica huida femenina -murmuró De Grandin cínicamente. Vamos a llevarla... así... -Me cogió de las muñecas, haciendo una silla para la joven inconsciente-. Así la llevaremos mejor. "No pesa mucho.
-Por eso creo que decía la verdad al negar haberlo hecho —repliqué mientras avanzábamos hacia la salida del parque-. Es una mujer frágil que no podría hacer más daño tratando de romper el cuello de un hombre que yo dando patadas en las costillas de un hipopótamo.
-Es cierto -reconoció, apoyando la morena cabecita de la joven sobre un hombro-. Creo que dice la verdad cuando niega haber matado, pero alguien le mató con mucha eficacia hace menos de media hora. Podría ser que sepa más de lo que ha dicho, y me propongo descubrir lo que sabe antes de llamar a la policía. Si es culpable, tendrá que pagar, pero si es inocente, nuestro deber es protegerla. En tout cas, me propongo averiguar la verdad.

Frágil o no, el peso de la muchacha parecía aumentar en progresión geométrica a medida que avanzábamos por la nieve pegajosa. Cuando llegamos a las puertas del parque, me sentí agotado y las luces brillantes del taxi que De Grandin llamó me hicieron el mismo efecto que un faro a un marinero náufrago. La llevamos a la casa y la tendimos en el sofá del escritorio. Mientras De Grandin servía una dosis de amoniaco aromático en un vaso y dos dedos de jerez en otro, yo le desabroché el abrigo de pieles y se lo quité.

-No creo que tengamos derecho a hacer lo que estamos haciendo -dije- No tenemos representación oficial y ningún derecho legal para interrogarla. ¡Cielos!
-Comment? —preguntó De Grandin.
-Mire usted -le indiqué-. Su pecho.,.
Justo debajo de la parte interna de la clavícula izquierda, siguiendo hacia abajo, casi hasta donde comenzaba su pecho izquierdo, había tres incisiones superficiales, verticales y paralelas, algo más que arañazos y más profundas al comenzar que al terminar. Estaban más o menos a un centímetro de distancia una de otra, y sus bordes estaban dañados y levantados como la tierra removida por el arado. La sangre había corrido y manchado el corpino de su vestido de noche escotado, y el propio corpiño estaba rasgado de tal forma que se veía el encaje negro de la ropa interior que cubría su delgado busto.
—Morbleu! —exclamó De Grandin, y se inclinó detrás de mí para inspeccionar los arañazos-, Chose étrange! Si no supiera de lo que se trata, ¿a qué causa achacaría usted esas heridas, amigo Trowbridge?
Yo sacudí la cabeza confuso.
—No sé. Si fueran más pequeñas, diría que las hizo un gato...
—Tu parles, mon vieux!... Usted lo ha dicho. Sólo un gato ha podido causar esos arañazos en una carne tan suave, pero, ¡qué gato! Nom d’une pipe, tiene que haber sido por lo menos un ocelote, y aun así... Mademoiselle, ¿despierta usted? -Se interrumpió cuando vio que la joven parpadeaba—. Eso es bueno. Beba esto. —Llevó el amoniaco hasta sus labios y se quedó mirándola sin pestañear mientras se lo tragaba—. No nos ha dicho usted todo, ni mucho menos -agregó, tendiéndole el jerez—. El joven la levanta. No. ¿Cómo se dice?, la recoge. Sí. Cuando la tiene dentro del parque se vuelve atrevido, ¿no? Usted sale del auto con su pudor ultrajado y huye en la tormenta. Sí, eso es seguro. Es lo que nos ha contado, ya lo sabemos. Pero —y su mirada se endureció al tiempo que su voz se volvía fría—, no nos ha dicho cómo se hizo esas heridas en el tórax. Ni una palabra. Nuestros ojos y nuestra experiencia nos indican que esas heridas han sido causadas por un gato..., un gato muy grande, quizá una pantera o un puma. Nuestra razón rechaza esa hipótesis. Y sin embargo —encogió los angostos hombros-, ¿es voilá..., ahí están.
La muchacha se echó hacía atrás como si la hubieran abofeteado.
—No me creerían ustedes.
—Tenez, mademoiselle, mi credulidad la asombraría. Díganos exactamente lo sucedido, por favor, y no omita nada.
Agradecida, bebió un traguito de jerez y pareció poner en orden sus ideas.
—Todo lo que les conté es cierto, la verdad honrada y absoluta —contestó lentamente—, pero no se lo conté todo. Tenía miedo de que pensaran que mentía, o que estaba loca o borracha, quizá las tres cosas. Como les dije, me encontraba en la esquina esperando a que pasara el autobús cuando llegó el joven con su coche y me preguntó si no quería que me llevara. Parecía tan amable, tan simpático, y yo estaba tan helada y abatida que acepté su oferta. Aun cuando se metió en el parque no me preocupé demasiado. He andado mucho por allí y sé cómo defenderme. Pero cuando detuvo el coche y se inclinó hacia mí, me asusté, me espanté. ¿Han visto ustedes un rostro humano convertirse en bestia...?
—Morbleu! ¿Quiere decir...?
—No, no quiero decir que sus facciones cambiaran realmente de forma; era su expresión. Sus ojos parecían brillar intensamente en la oscuridad y sus labios se separaron enseñando unos dientes como los de un perro o un gato, y empezó a hacer ruidos horribles con la garganta. No era nn gruñido, y sin embargo..., ¡ay!, no lo puedo describir, pero me aterroricé...
—¿Y qué más? —preguntó De Grandin dulcemente mientras ella se interrumpía y tragaba saliva con nerviosismo.
—No me había dado cuenta, pero se había quitado el guante de la mano derecha, y cuando la tendió hacia mí, ¡se había convertido en una zarpa de pantera!
—Cordieu! ¿Cómo dice usted, mademoiselle; La patte d''une panthére?
—Quiero decir exactamente lo que estoy diciendo, señor. Literalmente. Era de piel peluda, negra, con garras curvas y me la acercó con una especie de jugueteo aterrador..., como un gato cuando atormenta a un ratón con suavidad burlona, ya saben. Cada vez que la movía, la acercaba un poco más. De repente sentí que las garras me rasgaban el vestido, y un momento después sentí un dolor en el pecho. Entonces fue como si me despertara de repente..., me había sentido totalmente paralizada de miedo..., y salté fuera del coche- Exactamente como les conté en el parque. El no trató de seguirme; se quedó sentado en el coche, riéndose, y me dijo que no llegaría muy lejos con la tormenta. Entonces, me encontré con ustedes, y cuando regresamos al lugar, él estaba...
Volvió a callar y De Grandin terminó su frase:
—...totalmente muerto, parbleu!, con el pescuezo muy limpiamente roto.
—Sí, señor. Usted me cree, ¿verdad? Tenía una voz lastimosa, pero los ojos que levantó hacia él tenían una expresión más lastimosa aún.
Mi amigo enderezó las puntas de su bigotito rubio como el trigo.
—Quizá sea tonto, mademoiselle, pero le creo. Sin embargo, es más que probable que la policía no comparta mi naíveté. Por lo tanto, no le diremos nada de la parte que le corresponde en este desdichado asunto. Pero como debemos ponerles al corriente del asesinato, yo le curaré las heridas mientras el doctor Trowbridge informa del asunto por teléfono. -Me tendió un pedacito de papel con un número escrito—. Esa es la matrícula del coche del muerto, amigo Trowbridge. Tenga la bondad de pedirle al bueno de Costello que compruebe el número de la licencia para que nos diga quién era el propietario y dónde vivía.
—Habla Costello —pronunció la conocida voz cuando comuniqué con el cuartel general—. ¿Es usted, señor Trowbridge? Estaba a punto de llamar a su casa. ¿Qué sucede?
—No estoy muy seguro —respondí—. El doctor De Grandin y yo acabamos de tropezar en el Soldier's Park con algo que parece asesinato...
—¿Otro? Me estoy volviendo tarumba, señor, del todo, como se suele decir. Es el cuarto de la noche, y me da miedo coger el auricular cuando suena el teléfono, no sea que me anuncien otro. ¿Cómo mataron a ese?
—No estoy muy seguro, pero me parece que le rompieron el pescuezo...
—¿Eso le parece? -rugió-. De veras, puede estar seguro de que así fue; sí, señor. Todos sus pescuezos están rotos. El cuello de todos está roto. Por San Patricio, quisiera que el mío también lo estuviera, así no tendría que escuchar más historias sobre esos tipos con el pescuezo roto. ¿Que número dice que es? Gracias. Voy a comprobar en los archivos y estaré con usted en veinte minutos más o menos. Mientras tanto, enviaré una patrulla para que recoja el auto y el cuerpo en el parque.
Oí que se cerraba suavemente la puerta de la consulta mientras dejaba el teléfono, y un momento después se acercaba De Grandin a mi escritorio.
—Le he embadurnado las heridas con mercromina -me informó-. Eran superficiales y no parece que se vayan a infectar, pero me asombran. Sí, de veras.
—¿Por qué le asombran? —pregunté.
—Porque son evidentemente huellas de las zarpas de un gato grande. Tiene los bordes irregulares debido al hecho de que la piel se retiró cuando las zarpas la rasgaban, pero un examen microscópico no ha revelado la menor partícula extraña. Eso no debería ser así... Como bien sabe usted, las zarpas de animales, especialmente los de la familia felina, son cóncavas por debajo, y como el animal no las retrae totalmente al caminar, siempre se les queda algo de materia extraña en los surcos. Por eso la herida de un arañazo de león, leopardo o gato doméstico siempre está más o menos infectada, Las suyas, no. Amigo mío, ha sido un gato muy particular el que le ha infligido esos arañazos.
—¿Particular? Ya lo creo —afirmé-. Todavía la oigo cuando le contó a usted que la mano de aquel hombre se convirtió en zarpa de pantera. No lo cree usted, ¿verdad? Probablemente le hizo algunas jugadas con la mano desnuda, después le rompió el vestido y la arañó sin querer...
—Non, eso sí que no, amigo mío. No he comenzado a ejercer la medicina la semana pasada, ni siquiera la antepasada. Estoy dema¬siado familiarizado con las huellas de uñas humanas para equivocarme. No digo que la mano se le convirtiera en zarpa, es demasiado pronto para afirmar nada, pero hay algo que sí sé: esos araña¬zos no fueron hechos en su pecho por uñas humanas. Además...
-¿Dónde está ella ahora? -pregunté.
-Camino de su casa, supongo. La saqué por la puerta de la consulta y la acompañé hasta la esquina. Detuve un taxi y la metí dentro.
-Pero Costello querrá interrogarla.
-¿Le dijo usted que estaba aquí?
-No, pero...
-Tres bon. Eso está bien, es excelente. No la involucraremos en el escándalo. Si resulta que la necesitamos ya sé dónde hallarla. Sí. La obligué a darme sus señas y las comprobé en la guía telefónica antes de soltarla... Mientras tanto, lo que el bueno de Costello ignore no puede hacerle daño ni a él ni a mademoiselle Upchurch. Y así...

Los furiosos timbrazos de la puerta de entrada le interrumpieron y un minuto después el teniente de detectives Costello se precipitó dentro con el abrigo y el sombrero brillantes de nieve, y una expresión tremendamente infeliz en su rostro habitualmente amable.

-Buenas noches, señores —saludó, colgando el abrigo y el som¬brero en la percha del vestíbulo—. Así pues, se trata de uno de esos asesinatos con pescuezo roto de lo que me van a hablar ustedes.
-Así es en realidad, amigo mío -respondió Jules De Grandin con una sonrisa desprovista de alegría, aunque algo irónica—, ¿Tiene usted el nombre y la dirección del que encontramos asesinado en el parque?
-Aquí lo tiene, señor. John Percy Singletary, 1652 Atwater Dri-ve, y...
-Un momento, por favor -dijo De Grandin, y entró apresura¬damente en la biblioteca, de donde salió con un ejemplar del Who's Who. Ah, aquí está su dossier: « Singletary, John Percy. Nacido en Fairfield County, Massachusetts, 16 de julio de 1917. Hijo de George Angus y Martha Perry. Educado en colegios privados y en la Universidad de Harvard; se mudó a Harrisonville, N.J., en 1937; sirvió en el ejército de U.S. Teatro de operaciones: China-Birmania-India. Retirado honrosamente, CDD, 1945; Clubes: Lotus, Plumb Blossom, Exploradores. Señas: 1652 Atwater Drive, Harrisonville, N.J.» Aquí hay algo, aunque muy oscuro.
-¿Qué es lo que ve, claro u oscuro? Por lo que yo he leído, diría que ese tipo es uno de esos ricos caprichosos con más dinero que seso y sin otra cosa que hacer que buscar líos. Su ficha indica que lo han detenido más de doce veces por exceso de velocidad. No me explico cómo no le han retirado su carnet. No voy a derramar lá¬grimas saladas porque haya muerto; será uno menos, si me lo pregunta. Pero, ¿quién lo mató? ¿Quién demonios lo mató, y por qué?
De Grandin señaló el sifón y la botella.
—Sírvase una copa, mi viejo amigo. El mundo le parecerá mucho más brillante en cuanto la haya tomado. Mientras tanto, déme los nombres de los otros tres jóvenes que han tenido la desgracia de dejarse romper los pescuezos. Gracias -agregó, al recibir la relación de manos de Costeño—, Veamos... —Se puso a ojear el Whoís Who—. Dieu des porcs de Dieu des porcs de Dieu des cochons! —juró mientras cerraba el libro-. Pas possible!
—¿Qué ocurre, señor?
—Los dossiers de esos jóvenes tan desdichados son casi idénticos. El joven monsieur Singletary, a quien encontramos difunto en el parque, y los messieurs George William Cherry, Francis Agnew Marlow y Jonathan Smith Goforth eran de la misma edad más o menos y asistieron a las mismas escuelas. Probablemente serían condiscípulos. Tres de ellos sirvieron en el ejército de los Estados Unidos y uno en el británico, pero en el mismo teatro de operaciones, China-Birmania- India, y en la misma época. La forma en que han encontrado la muerte ha sido idéntica, el momento casi el mismo. Tres bon. ¿Qué significa esto?
—0,K., señor. Voy a morder... fuerte. ¿Qué significa?
El francesito se encogió de hombros.
—Helas! No lo sé. Pero hay más... mucho más... de lo que se ve a primera vista. Pensaré sobre el asunto y haré las investigaciones oportunas. Ya empieza a esbozarse un diseño posible de todo el caso. Reflexionemos, por favor. ¿Qué sabemos de ellos? —levantó un dedo hacia Costello, como si le apuntara con una pistola—, ¿Fueron asesinados porque eran ricos? Posible, pero no probable. ¿Porque fueron a la Universidad de Harvard? Conozco a exalumnos de esa institución a los que de buena gana mataría, pero en este caso dudo mucho que su alma mater tenga que ver gran cosa en cuanto al momento y el modo de morir. Podría ser que fueran asesinados debido al servicio militar, pero eso, creo yo, es puramente incidental. Tres bon. Al parecer existe otro factor. ¿Cuál?
—Conozco la respuesta, señor. Lo que falta es saber quién los mató y por qué.
—Así es, en verdad, amigo mío. Hábleme de sus muertes, si tiene la bondad.
Costello contó con sus gruesos dedos las circunstancias de las muertes respectivas.
—El joven Cherry fue hallado muerto en el patio delantero de su casa. Había salido de una fiesta y volvió a su casa a eso de las diez de la noche. El policía de la zona. Logan, lo vio tendido en el patio y pensó que se iba a helar, hasta que se acercó más. Marlow vive en el club Lotus, al cual pertenecen todos, como hemos visto. Lo encontró en la cama uno de sus amigos que fue a visitarlo poco después de las ocho de la noche. Goforth fue muerto, o por lo menos fue hallado muerto, en el lavabo de caballeros del teatro Acmé. Todos ellos tenían el cuello roto y no presentaban más señales. Ni huellas de dedos ni marcas de garrote. No debían estar muertos, según los reglamentos, pero lo están. El francés asintió:
-¿Quién era el amigo que encontró muerto al joven Marlow en su cama?
-Un tipo que se apellida Ambergrast. Vive en el mismo piso, en el club. Iba a visitarlo para pasar la noche en Nueva York y lo encontró tan muerto como un diario de ayer.
-Ya veo. Vamos rápidamente a hablar con ese monsieur Ambergrast. Puede ser que tenga algo que decirnos. También puede estar en la lista de los elegidos para la ceremonia de los cuellos rotos. Sí. Ciertamente.

Wilfred Bailey Ambergrast, hijo, parecía un representante típico de su clase. Un joven más bien apagado, no necesariamente vi¬cioso, pero saltaba a la vista que era el hijo demasiado mimado de un padre rico. Como dijo más tarde De Grandin, era «una de esas personas de quien se puede dar una impresión falsa al intentar describirla». Estaba obviamente impresionado por la muerte de su amigo y no tenía ganas de hablar.

-No puedo imaginar quién ha podido matar a Tubby, ni por qué -nos dijo, mirando con abatimiento el vaso que contenía su jaibol—. Todo lo que sé ya se lo he dicho a la policía. Cuando fui a llamarlo a eso de las ocho de la noche, me lo encontré tendido, la mitad en la cama, la mitad fuera... —Se interrumpió, tomó un largo sorbo y terminó—: Estaba muerto. Tenía la boca abierta y los ojos fijos. ¡Dios mío, fue terrible!
-Monsieur—De Grandin se quedó mirándolo fijamente, sin pestañear—, ¿no podría haber alguna relación entre la muerte de sus amigos y el servicio militar en la India o Birmania, por ejemplo?
-¿Cómo?
-Précisément. Supongo que estaban ustedes agregados a la fuerza aérea, no en candad de pilotos sino de meteorólogos. Su misión les permitía visitar algunos lugares poco conocidos y frecuentados, y relacionarse con asuntos que mejor sería no tocar...
El joven Ambergrast levantó rápidamente la mirada.
-¿Cómo puede usted suponer eso? —preguntó.
-No estoy adivinando, monsieur. Soy Jules De Grandin. Es asunto mío saber cosas, especialmente cosas que se supone que ignoro. Bien. Ahora, ¿dónde conocieron ustedes a..-? —y se detuvo frunciendo el entrecejo e invitando al joven a que terminara la frase.
El joven asintió con abatimiento.
-Puesto que ya sabe tanto, será mejor que le cuente el resto. Tubby Goforth, Bill Cherry y Jack Singletary estaban destacados conmigo cerca de Gontur. Frank Marlow estaba con los británicos, pues su padre era canadiense, pero se encontraba lo suficientemente cerca para que nos pudiéramos reunir en cuanto teníamos unos días de licencia. Un día nos dijo Jack que algo nos estaba esperando en Stuartpuram, una especie de campamento donde se reunían las tribus criminales que establecen allí su cuartel general. Nos llevamos un garry y llegamos al lugar cuando ya era de noche. Los nativos estaban desfilando en círculos, una y otra vez, alrededor de una cabaña de tierra que llamaban templo, agitando antorchas y cantando mantras a Bogiri, que es uno de los avalares de Kali. Mientras observábamos la procesión, un viejo se acercó sigilosamente hasta nosotros y nos propuso introducirnos al templo por una rupia por persona. Le tomamos la palabra y nos condujo por una puerta trasera hasta un cuartito a espaldas de una enorme representación en barro de la diosa.
»No sé qué era exactamente lo que esperábamos encontrar, pero lo que vimos nos decepcionó. Habíamos estado seguros de que allí habría mujeres... nautchnis, y esa clase de cosas; quizá algo de lo que aparece labrado en los muros de la Pagoda Negra, en Zarnak. Pero allí, todos eran hombres, y una pandilla de mala catadura, por cierto. Uno de ellos, que parecía ser una especie de sacerdote, se levantó y pronunció un discurso en industani, que naturalmente no entendimos, y luego repartió entre la congregación lo que nos pareció ser un lote de mitones negros. Después se interrumpió la reunión; estábamos a punto de salir cuando el viejo que nos había introducido en el templo apareció de nuevo. No hablaba muy buen inglés pero finalmente comprendimos que estaba ofreciéndonos en venta mitones de aquellos que habíamos visto. «¿Para qué sirven?», quiso saber Jack, y el viejo pecador empezó a reírse has¬ta que pensamos que le estaba dando un ataque de asma. «¿Les gusta hacer amor yum-yum a muchacha morena?», preguntó, y cuan¬do Jack contestó que sí, se rió todavía más. «Usted llevar ese guante y se lo muestra a muchacha morena, y no tiene problemas en hacer amor yum-yum», prometió. «Le dan un pequeño arañazo con esto y todo sale como usted quiere.» Por lo tanto, cada uno de nosotros compró un guante por tres rupias.

Cuando los examinamos a la luz, vimos que estaban hechos con una especie de piel negra y que tenían ajustadas tres uñas hechas con clavos de herradura. No podíamos imaginar cómo actuarían a modo de talismanes en el juego del amor, pero a la noche siguiente Tubby lo intentó y le salió bien. Tenía puestos los ojos en una muchacha parsi desde hacía algún tiempo, pero ella no le hacía caso. Esos parsis son los aristócratas de la India, orgullosos como el demonio. La mayoría son ricos y no es posible comprarlos ni sobornarlos, y los que carecen de dinero tienen suficiente orgullo para ir tirando. Tubby no había conseguido nada de la dama hasta la noche siguiente a nuestra compra de los guantes. Se puso el guante en la mano derecha y gruñó y le arañó ligeramente el brazo; resultó algo mágico, nos contó. Ella estuvo de lo más cariñosa toda la noche y parecía que su vocabulario no tenía ni un solo «no».

El francesito asintió con la cabeza.
-¿Encuentra usted alguna explicación a tan extraño fenómeno, monsieur?
-Pues bien, creo que sí. Al cabo de unos días oímos que había aparecido mucha gente de todo tipo: hombres, mujeres y niños, tendidos en lugares apartados y a veces en las carreteras, arañados como si hubieran sido atacados por leopardos. La policía no sabía qué hacer porque jamás se había visto nada igual. Nos imaginamos que los Grima habían reemplazado su antigua toalla de estrangular por aquellas zarpas y que la población estaba aterrorizada; por esa razón, en cuanto las muchachas veían nuestros guantes y sentían el arañazo de las garras, se imaginaban que formábamos parte de las tribus criminales...; no se sabe nunca quién está en eso y quién no, ¿sabe usted? Tienen más disfraces de los que pudiera haber imaginado Lon Chaney; por eso, las muchachas consideraban más prudente no llevarnos la contraria.
—Ya veo. ¿Y el venerable viejo picaro que les vendió las zarpas?
—Lo encontraron muerto, estrangulado, en las afueras de su aldea dos días después. Supusimos que alguno había advertido en él señales de una riqueza repentina (ya ven, nos había cobrado dieciséis rupias, y para el campesino indio corriente esa cantidad representa una fortuna) y que lo mató para robarle. Jamás había oído decir que esos tipos se robaran entre sí. Divertido, ¿no?
—Muy divertido, muy divertido en verdad, monsieur. Pero pongo en duda que el viejo o sus cuatro amigos hayan encontrado la cosa divertida.
-¿Mis cuatro amigos? ¿Quiere usted decir que Jack y Frank...
—Precisamente, monsieur. De los que visitaron el templo aquella noche y compraron al viejo las zarpas de gato, el único superviviente es usted.
-Pero, ¡qué me dice, hombre!, eso significa que quizá anden tras mi rastro...
—A menos que esté yo muy equivocado, ha establecido usted la ecuación con gran exactitud, monsieur. Ahora, ¿quiere tener la bondad de mostrarnos la habitación de monsieur Marlow?
-¡Ejem! -gruñó Costello cuando entramos en el cuartito-. Olvidé decírselo: el tipo que hizo esto ha tenido que ser pájaro o algo por el estilo. —Abrió la ventana y nos lo señaló—. Estamos en el segundo piso, a más de siete metros de la calle. Cualquiera que tuviera que salir por esta ventana debería tener alas o algo así, pero para entrar, ¿qué iba a hacer? No hay tubería cerca de la ventana por la que trepar, y no pudo haber apoyado una escalera en la pared. No se pueden llevar escaleras por las calles sin llamar la atención, ya lo saben ustedes. Por supuesto, podría haberse descolgado desde el tejado con una cuerda, pero, ¿cómo podría haber llegado allá arriba? El salón de abajo está lleno de lacayos, socios y visitantes que van de un lado a otro sin cesar.
Como no hay edificio adyacente, no puede haber pasado por los tejados...
—Como usted dice, amigo mío, es un misterio —concedió De Gran-din—, pero ahora estamos más interesados en saber quién cometió esos extraños asesinatos que en la forma en que consiguió entrar o salir de esta habitación. Podría ser que..., morbleu!, claro, me siento bastante inspirado.
—Seguro, seguro, ¿verdad que sí, señor? —dijo blandamente Costello-. Quizá en honor a los viejos tiempos, nos lo cuente usted, ¿no?
—Seguramente, mon ami. Pour quoi pas? Vamos a consultar a nuestro amigo Rain Chitra Das. Puede decirnos más en media ho¬ra de lo que podríamos inventar nosotros en veinticuatro. Espérenme aquí. Voy corriendo a llamarle por teléfono.
Cinco minutos después regresó haciéndonos señas.
—Tenemos suerte, mes amis. Monsieur et madame Das acaban de regresar de la ópera y no se han acostado aún. Nos esperarán. Vamos, vayamos a verlos ahora mismo. Entre tanto... —dijo cogiendo a Costello del brazo. Se lo llevó aparte y le susurró algo al oído con mucha seriedad.
—O.K., señor —contestó el detective—. Lo haré, pero esto es muy irregular. Lo sacarán antes de que amanezca.
—Eso nos dará suficiente tiempo —respondió De Grandin—, Va¬ya a telefonear al cuartel general y dése prisa; tenemos poco tiem¬po que perder.
—¿Qué estaban diciéndose al oído? —pregunté mientras tomábamos la dirección de Nueva York—, ¿Qué es irregular, y a quién van a sacar?
—Al joven monsieur Ambergrast —contestó De Grandin—. Se me¬ten en cuartos cerrados cuyas ventanas son totalmente inaccesibles. ¡Ah!, pero no creo que puedan meterse en una cárcel. No. Hasta ellos encontrarán la cosa difícil. Por eso, puesto que no podemos traernos al joven y no nos atrevemos a dejarlo en su cuarto, le haremos arrestar como testigo material y le dejaremos a salvo en la Bastilla por unas cuantas horas. Por supuesto, conseguirá una fianza, pero mientras tanto, no lo tendremos en nuestra conciencia. No, desde luego que no. En absoluto.
—Hola. ¿Qué tal? Me alegro de verles -fue el saludo de Ram Chitra Das mientras subíamos los escalones de su apartamento del segundo piso en East 86th Street—. ¿Cómo está usted, doctor Trow-bridge? Me alegro de verle, teniente Costello.

Nos estrechó cordialmente las manos y nos introdujo en una habitación que podía haber servido para una representación imponente de las mil y una noches. Las paredes eran de un blanco de cáscara de huevo y tenían tapices tan ricos como los colores del sueño de un mascador de hachís; a través del piso de pino amarillo encerado se extendían pieles de leopardos, lobos de la montaña con piel platinada y, cerca del sofá que había en la pared opuesta, es taba tendida la piel de un tigre de ébano viviente con oro. El lugar olía a una mezcla de perfumes exóticos, fragancia de flores, madera de manzano que ardía en la chimenea y humo de cigarrillo.

Vestido con traje de etiqueta y camisa inmaculada, nuestro huésped no parecía oriental. Podía haber sido italiano o español, con sus cabellos lisos y brillantes, sus ojos despiertos y oscuros y sus facciones suaves y regulares; indiscutiblemente, hablaba con el acento de Oxford. La mujer, que se levantó del sofá y avanzó hacia nosotros para saludarnos, era de una belleza que cortaba la respiración. Alta, delgada, de pecho estrecho, se movía con tal gracia que más parecía flotar que caminar, como si la llevara una brisa silenciosa e imperceptible. Tenía la piel de un matiz increíblemente bello de oro pálido, suave e iridiscente. Sus cabellos, separados por una raya en medio y recogidos en un moño pequeño en la nuca, eran una nube negra. Pero el modelado extraño, exótico, de sus facciones, era lo que retenía nuestras miradas. Su alta frente bajada hasta la nariz sin indicar en lo más mínimo una curva. Debía de correr por sus venas la sangre de los conquistadores griegos de Alejandro; debajo de las cejas delgadas y altas, sus ojos eran dos charcos de un verde de musgo. Tenía la boca grande, los labios eran delgadas líneas escarlata. Llevaba un vestido de noche de seda mate cortado con una sencillez griega y ceñido en el talle por un cinturón de plata. En el brazo derecho, justo encima del codo, llevaba un ancho bra¬zalete de platino con esmeraldas y rubíes, y en las orejas tenía bo¬tones de esmeralda que repetían y acentuaban el verde de sus ojos. Su aspecto era un conjunto de gracia soberbia y flexible.

-Querida mía —dijo nuestro anfitrión, y se inclinó para presentarnos uno por uno-, el doctor De Grandin, el doctor Trowhbridge, el teniente Costello. Caballeros, mi esposa Naraini, que, de no ser por un error en la elección de marido, podría ser ahora maharani de Khandawah.
-Tiens, madame —murmuró De Grandin elevando la delgada mano de ella hasta sus labios—. Tanto en la India como en Islandia, Nepal o Nueva York, usted no podría ser otra cosa que una reina.

Sus grandes ojos se posaron en él por un instante, en una abstracción verde, y después apareció en ellos una sonrisa, al tiempo que unos dientes como perlas asomaban entre sus labios escarlata- No conozco a ninguna mujer que no le sonría a Julos de Grandin.
-Merci, monsieur —murmuró con voz tan profundamente musical que me recordó el arrullo de las palomas—; vous me. faites honneur.
-Y ahora -preguntó Ram Chitra Das mientras nos sentábamos—, ¿de qué se trata? Por el mensaje algo apresurado que me dio, imagino que está sospechando de alguna maniobra hindú.
-En verdad, amigo mío, ha adivinado muy bien —asintió De Grandin con solemnidad-. Consideremos lo que sabemos y lo que sospechamos, y veremos si puede usted encontrar la clave del enigma.
El hindú no hizo ningún comentario mientras De Grandin presentaba nuestro problema, pero cuando concluyó el francesito, dijo:
—Creo que sus sospechas están bien fundadas. Esos descocados tropezaron con algo que no deberían haber tocado, y el castigo que habrían de pagar podía haber sido previsto por alguien que conozca la India y a los hindúes.

Supongo que ya saben ustedes que las tribus criminales de la India cuentan con más o menos diez millones de miembros —continuó—. Por lo general no son ladrones, asesinos y rateros corrientes; son literalmente criminales natos, del mismo modo que ustedes los americanos nacen protestantes o católicos o demócratas o republicanos. Cada uno de sus niños es criminal por herencia, y está registrado como tal en los libros de los archivos de la policía hindú. Robar, asesinar y dedicarse a cualquier otra actividad criminal es para ellos un deber religioso, como para los judíos, cristianos o mu¬sulmanes dar limosna a los pobres. Fracasar en la carrera criminal equivale para ellos a desprestigiarse.

Desprestigiarse es cosa seria para un hindú, algo así como la excomunión para un cristiano medieval, sólo que aún peor. Espiritualmente lo condena a múltiples reencarnaciones a través de un sinnúmero de épocas. También físicamente tiene sus inconvenientes. Si yo tuviera que regresar al palacio de mi tío en Nepal, no sería mas que un perfecto don Nadie. Ningún sirviente me atendería, ningún comerciante aceptaría venderme mercancías, sólo los basureros y barrenderos se atreverían a hablarme. En cuanto a Narai-ni, que huyó de su principesco padre para casarse con un vagabundo desprestigiado, si volviera la meterían probablemente dentro de un saco y la lanzarían al río más cercano.

Eso, en lo que respecta a ese problema. Ustedes saben de sobra que los trabajadores hindúes han llegado a casi todas partes: China, las Indias holandesas y, naturalmente, las colonias inglesas de África. Al parecer, algunos de esos «Crims», como los llaman familiarmente, aunque sin afecto, en la policía hindú, emigraron hacia Sierra Leona hace algún tiempo, y aprendieron unos cuantos trucos de los hombres-leopardo en el Protectorado y la Liberia limítrofe. Algunos de ellos retornaron a la madre India e introdujeron la innovación de las «zarpas de gato» (un guante de piel provisto de uñas de acero) entre sus correligionarios. He oído decir que hace un par de anos hubo un resurgimiento de crímenes en la pre¬sidencia de Madrás y que al parecer las víctimas habían sido maltratadas por leopardos. Creo que es aquí donde entran esos jóvenes. No cabe duda de que presenciaron una reunión de los tribeños criminales en la que se distribuían «zarpas de gato», y el viejo picado que los conducía decidió ganarse una rupia fácil vendiéndoles los instrumentos endemoniados.

Ya saben lo que le sucedió -agregó-, Al joven Ambergrast le pareció chistoso que los tribeños criminales se hubieran vuelto contra uno de los suyos; era previsible. El tipo había vendido un secreto de logia, y a las sociedades secretas no les agradan esta clase de cosas. Parece ser que ese renegado en particular no sobrevivió lo suficiente para disfrutar de sus ganancias mal obtenidas. El roomal (ya saben ustedes, la toalla de estrangular de loa asesinos) fue suficiente para él, pero quedaba por resolver el asunto de los jóvenes extranjeros —finalizó—, Al comprar aquellas «zarpas de gato» y emplearlas, no para crímenes legítimos, sino para aterrorizar a muchachas indígenas reacias y obligarlas a doblegarse, los jóvenes blancos habían infligido una afrenta a toda la secta criminal. Habían hecho «perder la faz» a los Cmns. En Oriente, perder la faz es casi tan malo como desprestigiarse, y tenían que hacer algo drástico al respecto. Por consiguiente —y levantó las manos como para tender una cuerda, juntándolas después con un movimiento brusco-, Exeunt omnes como reza un pasaje de una escena de Shakespeare.

-¿Entonces cree usted, señor...? -comenzó a decir De Grandin, pero Das le interrumpió.
—Casi estoy seguro de ello, teniente. El hombre encargado de la tarea de dar a esos jóvenes el billete de partida es probablemente algún miembro de las tribus criminales; estará desprestigiado y recuperará su rango gracias a esos asesinatos. El o ellos no se detendrán ante nada, y si son varios los que tienen que matar, la muerte de alguno de ellos no detendrá a los demás, pues creen implícitamente que el camino más seguro y rápido hacia el Paraíso es ser muerto mientras cometen un crimen, del mismo modo que se desprestigian si se dejan atrapar.
—¿Y no tiene usted la menor idea de cómo penetró ese asesino en el cuarto del pobre muchacho? A mí me pareció que tendría que ser un pájaro para poder entrar o salir, pero, como usted dice, son muy listos y pueden conocer algunos trucos que ni siquiera se nos ocurrirían a nosotros.
—Tengo una idea bastante precisa, teniente —replicó Ram Chitra Das-, ¿Dónde se encuentra actualmente Ambergrast?
-En la cárcel y a buen recaudo, así lo espero al menos.
-Está más seguro allí que en cualquier otra parte, pero si queremos atrapar a nuestros pájaros, tendremos que cebar la trampa. ¿Creen ustedes que se las habrá arreglado ya para conseguir una fianza?
—Lo ignoro, señor; pero si usted quiere, telefonearé.
-Podría ser una buena idea. Dígales que lo retengan allí bajo cualquier pretexto hasta que usted les diga, y después envíelo de regreso a su habitación en un coche patrulla.
Ram Chitra Das, De Grandin y yo estábamos agachados en un ángulo del muro que corría a lo largo del callejón, en la parte trasera del Lotus Club. Un frío entumecedor nos mordía los huesos como un perro hambriento, y cuando el cielo empezó a clarear ligeramente en el este, el viento cortante agregó un pinchazo adicional al aire.
-Mille douleurs —murmuró tristemente el francesito—, una hora más aquí parados y Jules de Grandin se habrá convertido en un cadáver rígido, parbleu!
-Paciencia, mi buen amigo -susurró Ram Chitra Das-. Hemos invertido ya tanto tiempo e incomodidad que sería una vergüenza abandonarlo ahora. Es casi seguro que vendrá. Esos bribones no suelen perder el tiempo y casi siempre actúan en la oscuridad. ¿Cree usted que Costello estará al pie del cañón, ahí adentro?
—Lo dejé con un inspector vestido de paisano en la habitación contigua a la de Ambergrast -respondí-. Han dejado la puerta entreabierta y solo un ratón podría pasar sin ser visto. Si se produce el menor ruido en la habitación de Ambergrast, ellos...
—Si el tipo a quien esperamos entra en ese dormitorio, no oirán el menor ruido —repuso sombríamente Ram Chitra Das— Esos bagrees pueden quitarle un pendiente de la oreja a una mujer dormida sin que deje de roncar, y cuando se trata de emplear el roomal..., pueden matar a un hombre casi tan rápidamente como una hala, pero con menos ruido que una mosca caminando por el techo. He visto algunas de esas hazañas y..., ¡por san Jorge!, creo que tenemos visita.

Avanzando sin ruido y con pasos ligeros como un gato sobre la nieve helada, un hombre venía hacia nosotros. Era un tipo de corta estatura, flaco, envuelto en un abrigo demasiado grande y con la cabeza metida en un sombrero que tampoco era de su medida. Pude entrever que era de tez morena, pero seguro que no era negro. Por un momento se detuvo como un perro que pierde el rastro, miró hacia las ventanas del segundo piso del edificio del club, y echó a andar decididamente hacia un lugar que se encontraba justo debajo de la ventana entreabierta del cuarto de Ambergrast.

—Estén atentos —ordenó Ram Chitra Das, en un susurro casi inaudible—. Si es lo que yo creo, va a ser bueno.
El hombre se detuvo, sacó un frasquito del bolsillo y lo destapó, dejando caer en el suelo algo de su contenido.
-Son las libaciones -murmuró Das-. Siempre vierten algo para Bhowanee, como ofrenda, antes de beber el mhowa sagrado como parte de un asesinato ritual.

El tipo bebió el contenido del frasco y se metió el recipiente vacío en el bolsillo; después, tan despreocupado como un muchacho que va a nadar, se quitó el abrigo, el elástico, el pantalón y los zapatos y se quedó desnudo en el crudo invierno, con la excepción de un taparrabos y de su absurdo sombrero. Esto fue lo último que se quitó, y vimos que llevaba un turbante enrollado de tela blanca y sucia debajo.

-Parbleu!, esto sí que es mortificar la carne —susurro De Grandin, pero se quedó sin aliento cuando vio que el hombre moreno sa¬caba una cuerda que llevaba alrededor del talle, la enrollaba sobre la nieve que tenía a sus pies, y se inclinaba sobre el rollo haciendo gestos rápidos y misteriosos con las manos.
Yo no quería creer lo que veían mis ojos: lentamente, como una serpiente que despierta de su sopor, la cuerda pareció cobrar vida. Su extremo se estiró, se torció, se levantó unas cuantas pulgadas, cayó de nuevo al suelo y volvió a subir, pero esta vez se quedó levantado. Entonces, pulgada a pulgada, se enderezó, como si tanteara cautelosamente su camino, hasta que se quedó tan tensa y recta como un poste, con un extremo sobre el piso helado y el otro a menos de un pie de distancia de la ventana de Ambergrast.
-Gran dieu des porcs! ¡No es posible! —susurró De Grandin, con incredulidad-. Yo he oído contar este truco de la cuerda miles de veces, pero...
-Ver para creer, viejo amigo —le interrumpió Ram Chitra Das con una carcajada ahogada—. Ha oído usted a viejos y atezados viajeros decirle que el truco de la cuerda es un engaño, y que no puede hacerse; pero ahí lo tiene, y podrá apuntarlo en su diario.

El hombrecillo moreno había empezado a trepar por la cuerda rígida. Sus manos se aferraban con agilidad simiesca y me pareció que tenía los dedos de los pies tan hábiles como los de un mono, pues en lugar de sujetar la cuerda con los tobillos para subir, lo hacía con los pies. Ya había llegado frente a la ventana entreabierta y empezaba a aflojar la toalla que le rodeaba la cintura cuando Das avanzó rápidamente con las dos manos en alto y, con voz estridente gritó:
-Darwaza hundo!

El efecto fue galvanizador. La cuerda cayó al suelo como un globo desinflado y el hombre que la agarraba se precipitó sobre los la¬drillos cubiertos de nieve con una fuerza aplastante. A medio camino entre las ventanas y el suelo, giró en el aire, con los dos brazos extendidos, asiéndose con las manos a la nada y con la boca abierta en un pánico desesperado e indefenso, y siguió dando vueltas hasta golpear con la espalda en el pavimento helado-
-¡Sujétenlo! -gritó Ram Chitra Das, abalanzándose hacía el cuerpo caído. Cogió la toalla de manos del hombre y trató de atarlo con ella—. No se preocupen -agregó con desgano—, está tan frío como un pescado de ayer.
-Y esto lo explica todo, yin lugar a dudas —nos informó Ram Chitra Das cuando nos encontramos frente a él, en su estudio, del otro lado de una mesa servida con café y sandwiches-. Yo temía que fueran varios, pero Sookdee Singh, pues tal es el nombre de nuestro amiguito bagree, me dijo que él sólito llevó a cabo todos los ase¬sinatos. Es un muchacho muy emprendedor, a mi juicio.
—¿Puftde usted fiarse de su palabra? —le preguntó De Grandin.
—Por lo general, no, pero en esta ocasión, sí. A un bagree no le importa mentir; miente sin querer, como respira, pero cuando mete su mano en sangre y afirma: «Que la ira de Bhowanee me consu¬ma por completo si no estoy diciendo la verdad», puede usted creerle. Pedí prestada una esponja en el cuarto de operaciones del hospital y obligué al bellaco a decir la verdad antes de prometerle nada.
—Pero, ¿qué podía prometerle usted, señor? —preguntó Costello.— Lo tenemos convicto y confeso; es seguro que habrá de sufrir la pena máxima por asesinato.
—Temo que no, teniente. Se lastimó bastante al caer; una costilla fracturada le atravesó el pulmón y el médico del hospital me ha dicho que no acabará el día. Eso es lo que me dio los medios para negociar.
—Pero no veo como... —comenzó Costello. El hindú prosiguió, sonriendo:
—Estos tribeños criminales son hindúes devotos, aun cuando la ética de su devoción podría entrar en tela de juicio. Sin embargo, tienen algo en común con sus correligionarios más honrados: consideran una deshonra que los entierren. La cremación es el único medio decente de disponer de sus cuerpos. Si sus cenizas son arrojadas al Ganges, se encuentran mucho más cerca del cielo..., algo como cuando un cristiano es sepultado en tierra sagrada, ¿comprenden?

Así fue como conseguí su confesión; le prometí que si decía la verdad, y toda la verdad, si quedaba «limpio», creo que suele decirse así, me ocuparía de que su cuerpo fuera quemado y sus cenizas enviadas a la India para ser esparcidas por el Ganges. No podría haberle hecho una oferta más atractiva.
—Si no es un secreto profesional, ¿podría usted decirme lo que le gritó para hacer que cayera la cuerda? —pregunté.
—En absoluto, Dije darwaza bundo!, lo que significa simplemente «cierre la puerta» en indostano. Realmente no importa lo que dijera, ¿comprenden? Con el fin de llevar a cabo sus trucos, un adepto necesita concentrar su mente totalmente, y la menor distracción, aunque sea de un segundo, rompe el hechizo. La sorpresa de oír que de repente le hablaban en su idioma materno fue tan grande que distrajo su atención. Durante una fracción de segundo, es cierto, pero fue suficiente. Una vez que la cuerda se hubo aflojado, ya no podía hacer nada sin enrollarla nuevamente y comenzar su encantamiento desde el principio.
—Mon brave! —exclamó De Grandin, encantado-, mi viejo y sin par amigo, mon homme sensé. Parbieuf, estoy casi convencido de que después de Jules De Grandin, es usted el hombre más inteligente que hay sobre la tierra- Bebamos por ello".

Seabury Quinn