El Recolector de Historias

El Recolector de Historias

lunes, 12 de octubre de 2015

"El Sacerdote"

"Había casi terminado sus estudios eclesiásticos. Mañana sería ordenado, mañana alcanzaría la unión completa y mística con el Señor que apasionadamente había deseado. Durante su estudiosa juventud había sido aleccionado para esperarla día tras día; él había tenido la esperanza de alcanzarla a través de la confesión, a través de la charla con aquellos que parecían haberla alcanzado; mediante una vida de expiación y de negación de sí mismo hasta que los fuegos terrenales que lo atormentaban se extinguieran con el tiempo. Deseaba apasionadamente la mitigación y cesación del hambre y de los apetitos de su sangre y de su carne, los cuales, según le habían enseñado, eran perniciosos: esperaba algo como el sueño, un estado que habría de alcanzar y en el cual las voces de su sangre serían aquietadas. 0, mejor aún, domeñadas. Que, cuando menos, no lo conturbaran más; un plano elevado en el que las voces se perderían, sonarían cada vez más débiles y pronto no serían sino un eco carente de sentido entre los desfiladeros y las cumbres mayestáticas de la Gloria de Dios.

Pero no lo había alcanzado. En el seminario, tras una charla con un sacerdote, solía volver a su dormitorio en un éxtasis espiritual, un estado emocional en el cual su cuerpo no era sino un letrero con un mensaje llameante que habría de agitar el mundo. Y veía aliviadas sus dudas; no albergaba duda ni tampoco pensamiento. La finalidad de la vida estaba clara: sufrir, utilizar la sangre y los huesos y la carne como medios para alcanzar la gloria eterna, algo magnífico y asombroso, siempre que se olvide que fue la historia y no la época quien creó los Savonarola y los Thomas Becket. Ser de los elegidos, pese a las hambres y las roeduras de la carne, alcanzar la unión espiritual con el Infinito, morir, ¿cómo podía compararse con esto el placer físico anhelado por su sangre?

Pero, una vez entre sus compañeros seminaristas, ¡cuán pronto olvidaba todo aquello! Los puntos de vista y la insensibilidad de sus condiscípulos eran un enigma para él. ¿Cómo podía alguien a un tiempo pertenecer y no pertenecer al mundo? Y la pavorosa duda de que acaso se estaba perdiendo algo, de que acaso, después de todo, fuera cierto que la vida se limitaba sólo a lo que uno pudiera obtener en los breves setenta años que al hombre caben. ¿Quién lo sabía? ¿Quién podía saberlo? Existía el cardenal Bembo, que vivió en Italia en una era semejante a plata, semejante a una flor imperecedera, y que creó un culto al amor más allá de la carne, esquilmado de las torturas de la carne. Pero ¿no sería esto sino una excusa, sino un paliativo a los terribles miedos y dudas? ¿No era la vida de aquel hombre apasionado y hacía tanto tiempo muerto semejante a la suya; un tejido de miedo y duda y una apasionada persecución de algo bello y excelso? Sólo que algo bello y excelso significaba para él no una Virgen sosegada por el dolor y fijada como una bendición vigilante en el cielo del oeste, sino una criatura joven y esbelta e indefensa y (en cierto modo) herida, que había sido sorprendida por la vida y utilizada y torturada; una pequeña criatura de marfil despojada de su primogénito, que alza los brazos vanamente en la tarde que declina. Para decirlo de otro modo, una mujer, con todo lo que en una mujer hay de apasionada persecución del hoy, del instante mismo; pues sabe que el mañana tal vez no llegue nunca y que sólo el hoy importa, porque el hoy es suyo. Se ha tomado una niña y se ha hecho de ella el símbolo de los viejos pesares del hombre, pensó, y también yo soy un niño despojado de su niñez.

La tarde era como una mano alzada hacia el oeste; cayó la noche, y la luna nueva se deslizó como un barco de plata por un verde mar. Se sentó sobre su catre y se quedó mirando hacia el exterior, mientras las voces de sus compañeros se iban mitigando a su pesar con la magia del crepúsculo. El mundo sonaba afuera, y se eclipsaba; tranvías y taxímetros y peatones. Sus compañeros hablaban de mujeres, de amor, y él se dijo a sí mismo: ¿Pueden estos hombres llegar a ser sacerdotes y vivir en la abnegación y en la ayuda a la humanidad? Sabía que podían, y que lo harían, lo cual era más duro. Y recordó las palabras del padre Gianotti, con quien no estaba de acuerdo:

-A través de la historia el hombre ha fomentado y creado circunstancias sobre las que no tiene control. Y lo único que podrá hacer es dar forma a las velas con las que capeará el temporal que él mismo ha provocado. Y recuerden: la única cosa que no cambia es la risa. El hombre siembra, y recoge siempre tragedia; pone en la tierra semillas que valora en mucho, que son él mismo, ¿y cuál es su cosecha? Algo acerca de lo cual no ha podido aprender nada, algo que lo supera. El hombre sabio es aquel que sabe retirarse del mundo, cualquiera que sea su vocación, y reír. Si tienes dinero, gástalo: ya no tienes dinero. Sólo la risa se renueva a sí misma como la copa de vino de la fábula.

Pero la humanidad vive en un mundo de ilusión, utiliza sus insignificantes poderes para crear en torno un lugar extraño y estrafalario. Lo hacía también él mismo, con sus afirmaciones religiosas, al igual que sus compañeros con su charla eterna sobre mujeres. Y se preguntó cuántos sacerdotes de vida casta y dedicados a aliviar el sufrimiento humano serían vírgenes, y si el hecho de la virginidad supondría alguna diferencia. Sin duda sus compañeros no eran castos; nadie que no haya tenido relación con mujeres puede hablar de ellas tan familiarmente; y sin embargo, llegarían a ser buenos sacerdotes. Era como si el hombre recibiera ciertos impulsos y deseos sin ser consultado por el autor de la donación, y el satisfacerlos o no dependiera exclusivamente de él mismo. Pero él no era capaz de decidir en tal sentido; no podía creer que los impulsos sexuales pudieran desbaratar la filosofía global de un hombre, y que sin embargo pudieran ser aquietados de ese modo. "¿Qué es lo que quieres?", se preguntó. No lo sabía: no era tanto el deseo particular de alguna cosa cuanto el temor de perder la vida y su sentido por culpa de una frase, de unas palabras vacías, sin ningún significado. "Ciertamente, en razón de mi ministerio, deberías saber cuán poco significan las palabras".

¿Y en caso de que hubiera algo latente, alguna respuesta al enigma del hombre al alcance de la mano pero que él no pudiera ver? "El hombre desea pocas cosas aquí abajo", pensó. ¡Pero perder lo poco que tiene!

El pasear por las calles no hizo que viera más claro su problema. Las calles estaban llenas de mujeres: chicas que volvían del trabajo; sus cuerpos jóvenes y airosos se hacían símbolos de gracia y de belleza, de impulsos anteriores al cristianismo."¿Cuántas de ellas tendrán amantes? -se preguntó-. Mañana me mortificaré, haré penitencia por esto mediante la oración y el sacrificio, pero ahora abrigaré estos pensamientos en los que ha tanto tiempo he deseado pensar".

Había chicas por doquier; sus delgadas ropas daban forma a su paso en la Calle Canal. Chicas que iban a casa para almorzar -el pensamiento de la comida entre sus dientes blancos, de su placer físico al masticar y digerir los alimentos, encendió todo su ser-, para fregar en la cocina; chicas que iban a vestirse y a salir a bailar en medio de sensuales saxofones y baterías y luces de colores, que mientras duraba la juventud tomaban la vida como un coctel de una bandeja de plata; chicas que se sentaban en casa y leían libros y soñaban con amantes a lomos de caballos con arreos de plata.

"¿Es juventud lo que quiero? ¿Es la juventud que hay en mí y que clama hacia la juventud en otros seres lo que me conturba? Entonces, ¿por qué no me satisface el ejercicio, la contienda física con otros jóvenes de mi sexo? ¿0 es la Mujer, el femenino sin nombre? ¿Habrá de venirse abajo en este punto toda mi filosofía? Si uno ha venido al mundo a padecer tales compulsiones, ¿dónde está mi Iglesia, dónde esa mística unión que me ha sido prometida? ¿Y qué es lo que debo hacer: obedecer estos impulsos y pecar, o reprimirlos y verme torturado para siempre por el temor de que en cierto modo he desperdiciado mi vida en aras de la abnegación?".

"Purificaré mi alma", se dijo. La vida es más que eso, la salvación es más que eso. Pero oh, Dios, oh, Dios, ¡la juventud está tan presente en el mundo! Está por doquiera en los jóvenes cuerpos de chicas embotadas por el trabajo, sobre máquinas de escribir o tras mostradores de tiendas, de chicas al fin evadidas y libres que exigen la herencia de la juventud, que hacen subir sus ágiles y suaves cuerpos a los tranvías, cada una con quién sabe qué sueño. "Salvo que el hoy es el hoy, y que vale mil mañanas y mil ayeres", exclamó.

"Oh, Dios, oh, Dios. ¡Si al menos fuera ya mañana! Entonces, seguramente, cuando haya sido ordenado y me convierta en un siervo de Dios, hallaré consuelo. Entonces sabré cómo dominar estas voces que hay en mi sangre. Oh, Dios, oh, Dios, ¡si al menos fuera ya Mañana!"

En la esquina había una expendeduría de tabaco: había hombres comprando, hombres que habían finalizado su jornada de trabajo y volvían a sus casas, donde les esperaban suculentas comidas, esposas, hijos; o a cuartos de soltero para prepararse y acudir a citas con prometidas o amantes; siempre mujeres. Y yo, también, soy un hombre: siento como ellos; yo, también, respondería a blandas compulsiones.

Dejó la Calle Canal; dejó los parpadeantes anuncios eléctricos que habrían de llenar y vaciar el crepúsculo, inexistentes a sus ojos y por lo tanto sin luz, lo mismo que los árboles son verdes únicamente cuando son mirados. Las luces llamearon y soñaron en la calle húmeda, los ágiles cuerpos de las chicas dieron forma a su apresuramiento hacia la comida y la diversión y el amor; todo quedaba a su espalda ahora; delante de él, a lo lejos, la aguja de una iglesia se alzaba como una plegaria articulada y detenida contra la noche. Y sus pisadas dijeron: "¡Mañana! ¡Mañana!".
Ave María, deam gratiam... torre de marfil, rosa del Líbano..."

William Faulkner

domingo, 11 de octubre de 2015

"Un Miembro del Comité del Terror"

"Habíamos estado hablando de las glorias georgianas de nuestro anticuado balneario, que ahora, con sus resistentes edificios bermejos de oscuro ladrillo, estilo ochocientos, parece la acera de una calle de Soho o Bloomsbury transportada a la costa, y arranca una sonrisa al moderno turista, que no aprecia la solidez de construcción. El escritor, muy joven, asistía como mero oyente. La conversación derivó de temas generales a lo particular, hasta que la anciana señora H., que a los ochenta años conservaba perfecta la memoria que había tenido toda su vida, nos interesó unánimemente con la manifiesta fidelidad con que repitió una historia que le había sido relatada muchas veces por su madre, cuando nuestra anciana amiga era una niña; un drama doméstico muy relacionado con la vida de una conocida de su padre, cierta mademoiselle V., profesora de francés. Los incidentes ocurrieron en la ciudad cuando ésta se hallaba en el apogeo de su fortuna, por la época de nuestra breve paz con Francia de 1802 a 1803.

-La escribí en forma de historia hace algunos años, precisamente después de morir mi madre -dijo la señora H-. Está guardada ahora en mi escritorio.

-¡Léala! -dijimos nosotros.

-No -contestó ella-, hay mala luz y la recuerdo lo suficientemente bien, palabra por palabra, con adornos y todo.

No podíamos escoger, dadas las circunstancias, y ella empezó:
 

Dos personas intervienen; por supuesto, un hombre y una mujer, y fue un atardecer de septiembre cuando ella le vio por vez primera. No había habido tan gran aglomeración en La Explanada en toda la temporada. Había acudido Su Majestad el rey Jorge III, con todas las princesas y duques reales, y más de trescientas personas de la nobleza y de la clase distinguida se hallaban también por entonces en la ciudad. Carrozas y demás vehículos llegaban a cada minuto de Londres y de otras partes; y cuando se presentó entre ellos una vieja diligencia por un camino costero de Havenpool y tiró hacia una taberna de segundo orden, atrajo relativamente poco la atención.

Un hombre se apeó de aquel polvoriento vehículo, dejó temporalmente en la administración un reducido equipaje y echó a andar a lo largo de la calle, como en busca de alojamiento.

Tenía unos cuarenta y cinco años, tal vez cincuenta, y llevaba una larga levita de finísimo paño descolorido, con gran cuello y corbata. Parecía buscar la oscuridad. Sorprendido ante el gentío, preguntó a un aldeano que encontró en la calle qué era lo que pasaba, hablando como una persona a quien resultase difícil la pronunciación del inglés.

El campesino lo miró con algo de sorpresa y dijo:

-Está aquí el rey Jorge con su real familia.

El extranjero preguntó si iban a quedarse mucho tiempo.

-No sé, señor. Lo mismo que siempre, supongo.

-Y eso, ¿cuánto es?

-Hasta cualquier día de octubre. Desde el año 89 vienen veraneando aquí.

El extranjero se dirigió hacia la calle de Santo Tomás y se acercó al puente situado en el remanso del puerto, que entonces, como ahora, unía la vieja ciudad con la parte más moderna. Barrían aquel lugar los rayos de un sol bajo que iluminaba longitudinalmente el puerto y que, como el hombre miraba a poniente, brillaba en la parte inferior del ala de su sombrero y en sus ojos. En dirección contraria a la que él llevaba cruzaban las siluetas a contraluz, entre ellas la de aquella señora conocida de mi madre, mademoiselle V. Pertenecía a una buena familia francesa y era por entonces una mujer pálida, de veintiocho o treinta años, alta y de figura elegante, pero sencillamente vestida; llevaba  aquella tarde (según contó) un chal de muselina Bruzado sobre el pecho y atado atrás, con arreglo a la moda de la época.

Al contemplar el rostro de aquel hombre que, según acostumbraba ella a decirnos, resultaba desusadamente distinto bajo el sol poniente, no pudo menos de estremecerse de terror, pues algo terrible le relacionaba con su historia; y tras de dar algunos pasos más cayó desmayada sobre el parapeto del puente.

El caballero extranjero iba tan preocupado que apenas había reparado en ella, pero aquel extraño desvanecimiento atrajo inmediatamente su atención. Cruzó rápidamente la calzada, la levantó y la llevó a la tienda más próxima al puente, explicando que era una dama que se había puesto enferma en la calle.

Ella volvió pronto en sí, pero se mostró tan confusa, que el que había acudido en su ayuda se dio cuenta de que aún le inspiraba un temor que le impedía recobrar por completo el dominio de sí misma. Ella se dirigió al dueño de la tienda de una manera atropellada y nerviosa, pidiéndole que buscase un coche. El tendero lo hizo así, y mademoiselle V. y el extraño guardaron un silencio forzado mientras aquél estuvo ausente. Llegó el coche y, dando las señas al cochero, la joven entró en él y se alejó.

-¿Quién es esa dama? -preguntó el caballero recién llegado.

-Una compatriota de usted, según me atrevo a suponer -dijo el tendero. Y le contó que se trataba de mademoiselle V., institutriz en casa del general Newbold, en la misma ciudad.

-¿Hay aquí muchos extranjeros? -inquirió el caballero.

-Si., aunque la mayor parte de Hanover. Pero desde que se hizo la paz se estudia mucho el francés entre la buena sociedad y hay gran demanda de profesores franceses.

-Si, yo doy clases de ese idioma -afirmó el visitante-. Busco colocación en una academia.

La información facilitada por el tendero al francés no parecía explicar a este último nada de la conducta de su compatriota (que efectivamente lo era) y el extranjero abandonó la tienda y siguió de nuevo su camino sobre el puente y a lo largo del muelle sur, hacia la posada «Old Rooms», donde alquiló una habitación para dormir.

El recuerdo de la mujer que había demostrado tal agitación al verle se prolongaba naturalmente en el recién llegado. Aunque, según he dicho, no tenía mucho menos de treinta años, mademoiselle V., persona de su misma nación y de aspecto altamente refinado y delicado, había suscitado un singular interés en el pecho de aquel caballero de mediana edad; y sus grandes ojos oscuros, al abrirse y huir de él, habían exhibido una patética belleza a la que difícilmente hubiera podido permanecer insensible ningún hombre.

Al día siguiente, después de escribir algunas cartas, el extranjero se dirigió a la oficina «Guía» de información y al periódico, comunicando en ambos que había llegado un profesor de francés y caligrafía, y dejó una carta al librero con el mismo fin. Luego anduvo a la ventura, pero acabó por informarse sobre el camino de la casa del general Newbold. En la puerta, sin dar su nombre, preguntó por mademoiselle V. y fue introducido en una sala de recibo de la parte trasera del edificio, a la cual acudió ella con una mirada de sorpresa.

-¡Dios mío! ¿A qué viene usted aquí, monsieur? -balbuceó en francés en cuanto le vio.

-Se puso usted enferma ayer. Yo la auxilié. Podía usted haberse caído del puente abajo si yo no la hubiera levantado. Fue, desde luego, un acto de pura humanidad; pero creí que podía venir a preguntar si estaba ya usted bien.

Ella se había dado la vuelta y apenas había oído una palabra.

-¡Lo odio a usted, hombre infame! -dijo-. No puedo soportar que me ayudara. ¡Márchese!

-¡Pero si usted no me conoce!

-¡Lo conozco demasiado bien!

-Entonces me lleva usted ventaja, mademoiselle. Soy recién llegado aquí. No la he visto a usted nunca, que yo sepa; y verdaderamente no la odio, no puedo odiarla.

-¿No es usted monsieur B.?

Él titubeó:

-Soy... en París -dijo-. Pero aquí soy monsieur G.

-Eso no tiene importancia. Usted es el hombre que yo he dicho.

-¿Cómo conoce usted mi verdadero nombre, mademoiselle?

-Lo vi a usted hace años, sin que me viera usted. Ha sido miembro del Comité de Salud Pública, bajo la Convención.

-Lo fui.

-Hizo usted guillotinar a mi padre, a mi hermano, a mi tío, a casi toda mi familia, y destrozó el corazón de mi madre. No habían hecho sino guardar silencio. Sus sentimientos se supusieron. Sus cuerpos decapitados fueron arrojados sin distinción a la fosa común del cementerio Mousseaux.

Él inclinó la cabeza.

-Me dejó usted sin un amigo, y aquí estoy ahora, sola en un país extranjero.

-Lo siento por usted -dijo él-. Lo siento por las consecuencias, no por la intención. Lo que hice fue cuestión de conciencia y, desde un punto de vista que usted no puede comprender, hice bien. No me beneficié ni en un céntimo. Pero no he de discutir sobre esto. Tiene usted la satisfacción de verme aquí, desterrado también, en la pobreza, traicionado por los camaradas, tan hostiles hacia mí como usted misma.

-No es una satisfacción para mí, monsieur.

-Bien, las cosas no pueden alterarse. Ahora, volvamos al asunto. ¿Está ya usted repuesta?

-No de la repulsión y temor que usted me inspira; por lo demás, sí.

-Buenos días, mademoiselle.

-Buenos días.

No volvieron a encontrarse de nuevo hasta una tarde en el teatro (al que con dificultad convencían que fuese a la amiga de mi madre para que se perfeccionase en el idioma, pues por entonces tenía la idea de hacerse profesora de inglés en su propio país). Le halló sentado a su lado, cosa que la puso pálida e inquieta.

-¿Todavía me tiene usted miedo?

-Se lo tengo. ¡Ah!, ¿no lo comprende usted?

Él hizo un signo afirmativo.

-Sigo la obra con dificultad -dijo poco después.

-Lo mismo me pasa a mí... ahora -contestó ella.

Él la miró largamente y ella se dio cuenta de su mirada, y sin apartar los ojos del escenario, éstos se le llenaron de lágrimas. Pero siguió inmóvil, mientras las lágrimas corrían manifiestamente a lo largo de sus mejillas, a pesar de que la obra era divertida, pues se trataba de la comedia de Sheridan Los Rivales, con el señor S. Kemple en el papel de capitán Absoluto. Él se dio cuenta de aquella angustia y de que mademoiselle V. tenía el pensamiento en otra parte, y levantándose bruscamente de su asiento cuando encendieron las luces, abandonó el teatro.

Aunque él vivía en la ciudad vieja y ella en la nueva, se veían desde lejos con frecuencia. En una de aquellas ocasiones estaba ella en el costado norte del puerto, junto al embarcadero, esperando el bote que había de pasarla al otro lado. Él se hallaba enfrente, junto a Cove Row. Cuando la barca llegó, en lugar de entrar en ella, la amiga de mi madre se retiró del desembarcadero; pero al volver los ojos para ver si él seguía donde antes, vio que señalaba la barca con el dedo.

-¡Entre! -dijo con una voz lo suficientemente fuerte para que llegara hasta ella.

Mademoiselle V. no se movió.

-¡Entre! -dijo él; y como ella siguiera quieta, lo repitió por tercera vez.

La verdad era que la institutriz había ido allí con intención de cruzar, y ahora se acercó y entró en la barca. Aunque no levantó los ojos, se dio cuenta de que él la estaba mirando. En los escalones de desembarque distinguió, por debajo del ala de su sombrero, una mano extendida. Los escalones estaban empapados y resbaladizos.

-No, monsieur -dijo ella-. A no ser, claro está, que crea usted en Dios y se arrepienta de su mal pasado.

-Siento que se le haya hecho a usted sufrir. Pero no creo en más dios que la Razón, y no me arrepiento. Actué como instrumento de un principio nacional. Sus amigos no fueron sacrificados por miras personales mías.

Entonces ella retiró la mano y subió sin ayuda. Él echó a andar hacia el alto del Miradero, desapareciendo sobre la cresta. Mademoiselle V. tenía que seguir el mismo camino, pues su objeto era llevar a casa a las dos niñas que se hallaban a su cargo, las cuales habían subido al acantilado a tomar el aire. Cuando se reunió con ellas en lo alto, vio la solitaria figura masculina al otro extremo, de pie e inmóvil frente al mar. Todo el tiempo que ella estuvo con sus alumnas permaneció él sin volverse, como si contemplase las fragatas que se hallaban en el fondeadero, pero probablemente meditando, inconsciente del lugar en que se encontraba. Al marcharse de allí, una de las niñas tiró medio bizcocho que había estado comiendo. Él se paró al pasar, lo recogió cuidadosamente y se lo guardó en el bolsillo.

Mademoiselle V. regresó a casa preguntándose:

-¿Tendrá hambre?

A partir de aquel día dejó de verle durante tanto tiempo que pensó que se habría marchado. Pero una tarde recibió una carta y la abrió temblando.

«Me encuentro enfermo -decía- y como usted sabe, solo. Hay una o dos cosillas que quiero que se hagan si muero, y preferiría no tener que dirigirme a nadie de aquí, si ello puede evitarse. ¿Tiene usted bastante caridad para venir a realizar mis deseos antes que sea demasiado tarde? ».

Ahora bien, desde que ella lo vio recoger el trozo de bizcocho, había empezado a sentir por su compatriota algo que era más que curiosidad, aunque tal vez menos que preocupación; y su corazón, nervioso y sensible, no podía resistir aquella llamada. Encontró su alojamiento (al que se había mudado por economía de la posada «Old Rooms»); era una habitación colocada sobre una tienda, a mitad de la escarpada y angosta calle de la vieja ciudad, que raramente pisaban los visitantes de buen tono. Entró en la casa con cierto recelo y fue introducida en la habitación donde él guardaba cama.

-Es usted demasiado buena, demasiado buena -murmuró, y luego-: No necesita usted cerrar la puerta: se sentirá más segura y nadie entenderá lo que hablemos.

-¿Se halla usted necesitado, monsieur? ¿Puedo darle...?

-No, no. Lo único que quiero de usted es que haga una o dos menudencias que no tengo fuerza para hacer yo mismo. Nadie más que usted sabe en la ciudad quién soy realmente... a menos que lo haya dicho.

-No lo he dicho... Pensé que podía usted haber actuado por cuestión de principios durante los días aquellos, incluso...

-Es usted muy bondadosa al conceder tanto como eso. Ahora, en cuanto al presente: pude destruir los pocos papeles que tenía antes de quedarme tan débil... Pero en aquel cajón encontrará usted algunas prendas de hilo -sólo dos o tres- marcadas con unas iniciales que podrían ser reconocidas. ¿Quiere usted arrancarlas con un cortaplumas?

Ella hizo lo que se le pedía, encontró las prendas, cortó las iniciales bordadas y volvió a dejar las telas como antes. La promesa de echar al correo, en caso de que él muriera, una carta que le entregó, completó todo lo que se requería de ella.

Él le dio las gracias.

-Me parece que se apena usted por mí -murmuró- y me sorprende. ¿Es cierto?

Ella evadió la respuesta.

-¿Se arrepiente usted y cree? -preguntó.

-No.

Al contrario de lo que ella esperaba y de lo que esperaba él, el enfermo sanó, aunque muy lentamente, y la actitud de mademoiselle V. se tornó más esquiva en adelante, aunque la influencia que él ejercía sobre ella era más profunda de lo que ella creía. Pasaron las semanas y llegó el mes de mayo. Por entonces se lo encontró un día paseando lentamente a lo largo de la playa en dirección norte.

-¿Sabe usted las noticias?

-¿Alude usted a la nueva ruptura entre Francia e Inglaterra?

-Sí; y el sentimiento de antagonismo es más fuerte que en la pasada guerra, debido a la arbitraria detención de los ingleses inocentes que hacían un viaje de placer por nuestro país. Creo que la guerra será larga y dura, y que mi deseo de vivir desconocido en Inglaterra se verá frustrado. Mire esto.

Sacó del bolsillo un trozo del único periódico que circulaba en el condado por aquellos días, y ella leyó:

    Los magistrados que actúan en la legislación sobre extranjeros tienen orden de escudriñar en las Academias de nuestras ciudades y demás sitios en que hay empleados profesores franceses y de hacer investigaciones sobre todas las personas de dicha nacionalidad que figuran como profesores en este país. Muchos de ellos son conocidos como inveterados enemigos y traidores respecto a la nación entre cuyo pueblo han encontrado un medio de vida y un hogar.


-Desde la declaración de guerra -agregó él- he observado una marcada diferencia en la conducta de la clase baja para conmigo. Si tuviera lugar una gran batalla -cosa que sin duda ocurrirá pronto- ese sentimiento se agudizará hasta un punto que hará imposible para mí, un encubierto sin ocupación conocida, la permanencia en este lugar. Respecto a usted, cuyas obligaciones y antecedentes son conocidos, la dificultad será menor, aunque también desagradable. Ahora propongo lo siguiente: tal vez haya notado usted cómo la profunda simpatía que me inspira ha ido afirmándose en un ardiente sentimiento y lo que digo es esto: ¿quiere usted darme un título para protegerla, honrándome con su mano? Tengo más edad que usted, es verdad; pero como marido y mujer podemos salir juntos de Inglaterra y hacer del mundo entero nuestra patria; aunque yo propondría Québec, en Canadá, como el sitio que ofrece la mejor promesa de un hogar.

-¡Dios mío! ¡Me sorprende usted! -exclamó ella.

-Pero ¿acepta usted mi proposición?

-¡No, no!

-Y sin embargo, mademoiselle, creo que lo hará usted algún día.

-No lo creo.

-No la molestaré más ahora.

-Muchas gracias... Me alegro de que esté usted mejor, monsieur; quiero decir que tiene usted mejor aspecto.

-Ah, sí, estoy mejorando. Salgo a pasear al sol todos los días.

Y casi todos los días lo veía ella, unas veces saludándose con el gesto de manera circunspecta, otras cambiando frases formularias.

-¿No se ha ido usted todavía? -dijo ella en una de esas ocasiones.

-No. Por ahora no pienso irme sin usted.

-Pero, ¿encuentra usted dificultades aquí?

-En cierto modo. ¿Cuándo, pues, se apiadará usted de mí?

Ella movió la cabeza y siguió su camino. Sin embargo, se sintió un poco conmovida. «Lo hizo por cuestión de principios» -murmuró-. «¡No tenía animosidad contra ellos y no sacó provecho ninguno!».

Se preguntaba cómo viviría. Resultaba evidente que no era tan pobre como ella había creído; su pretendida pobreza podía ser un medio de pasar inadvertido. Se dio cuenta de que estaba peligrosamente interesada.

Y él siguió mejorando, hasta que su rostro delgado y pálido se hizo más lleno y firme. Mademoiselle V. seguía resistiendo aquella petición suya, hecha cada vez con más insistencia.

La llegada del Rey y la Corte para la temporada, como de costumbre, llevó las cosas a un punto culminante para estos dos desterrados solitarios y compatriotas. La terca preferencia del Rey por una zona de la costa tan peligrosamente próxima a Francia, hizo necesario que se ejerciera una severa vigilancia militar para proteger a los reales residentes. Media docena de fragatas se apostaban todas las noches en hilera a lo largo de la bahía, y dos filas de centinelas, una junto al mar y otra detrás de La Explanada, ocupaban totalmente el frente marinero todas las noches después de las ocho. El balneario se estaba convirtiendo en una residencia poco conveniente incluso para la misma mademoiselle V., cuya amistad con aquel extraño profesor francés y de caligrafía que nunca había tenido discípulos había sido observada por muchos que la conocían ligeramente. La esposa del general, a cuyo servicio estaba, la previno repetidas veces contra aquella relación; y al mismo tiempo los hanoverianos y los soldados de la Legión Extranjera que habían descubierto la nacionalidad de su amigo, se mostraban más agresivos que los soldados galanteadores ingleses que se habían fijado en ella.

En aquel tenso estado de cosas, las respuestas de mademoiselle V. se hicieron más agitadas.

-¡Santos cielos! -decía-. ¿Cómo voy a casarme con usted?

-Lo hará usted; ¡de seguro que lo hará! -volvía a contestar él-. No me marcho sin usted. Y, si sigo aquí, muy pronto seré sometido a interrogatorio ante los jueces, probablemente encarcelado. ¿Vendrá usted?

Ella notaba que sus defensas claudicaban.

Contra toda razón y sentimiento del honor familiar iba, por algún anormal impulso, dejándose ganar por un cariño hacia él que se fundaba en su contrario. Algunas veces sus inflamados afectos eran menos ardientes que otras y entonces se le aparecía con tintes más vivos la enormidad de su conducta.

Poco tiempo después llegó él con una mirada resignada en el rostro:

-Ha ocurrido lo que me esperaba -dijo-. He recibido conminación de partir. A decir verdad no soy bonapartista ni enemigo de Inglaterra; pero la presencia del Rey hace imposible para un extranjero sin ocupación aparente, y que puede ser un espía, el demorarse en la ciudad. Las autoridades son civiles, pero rígidas. No pasan de razonables. Bien, debo irme. Debe usted venir también.

Ella no habló. Pero inclinó la cabeza, asintiendo, mientras las lágrimas brotaban de sus ojos.

De vuelta a su casa, en La Explanada, se dijo: «¡Me alegro, me alegro! No podía hacer otra cosa. ¡Es devolver bien por mal!» .

Pero sabía que se engañaba a sí misma al decírselo, y que el principio moral no había influido para nada en su aceptación de él. Realmente no se había dado cuenta hasta entonces de la existencia del sentimiento que se había desarrollado inconscientemente en ella por aquel hombre solitario y grave, que según su idea tradicional era personificación de la venganza y la impiedad religiosa. Parecía absorber su naturaleza entera, y al absorberla, dominarla.

Sucedió que un día o dos antes del fijado para la boda, mademoiselle V. recibió carta de la única persona de su sexo y nacionalidad con quien tenía relación en Inglaterra y a la cual había comunicado que iba a casarse, sin decirle con quién. Las desgracias de aquella amiga habían sido en cierto modo análogas a las suyas, causa ello en parte de la intimidad de ambas: la hermana de su amiga, monja de la Abadía de Montmartre, había muerto en el cadalso a manos del mismo Comité de Salud Pública que había contado entre sus miembros al prometido de mademoiselle V. La que escribía había sentido mucho últimamente, desde la reanudación le la guerra -decía- el peso de su desgraciada situación, y la carta acababa con una acusación reciente de los autores de sus mutuas pérdidas y subsiguientes dificultades.

Por llegar precisamente entonces, el contenido de aquella carta produjo sobre mademoiselle V. el mismo efecto que un cubo le agua sobre un sonámbulo.

¡Lo que había estado haciendo al prometerse a aquel hombre! ¿No se estaba convirtiendo en una parricida? Estando en esta crisis sentimental, llegó su amado. La encontró temblorosa, y en contestación a su pregunta ella le dio cuenta de sus escrúpulos con un candor impulsivo.

No tenía intención de hacerlo así, pero la actitud de su prometido, de cariñoso mandato, la obligó a ser franca. Entonces aquel hombre dio muestras de una agitación nunca antes visible en él.

-¡Pero todo eso ha pasado! -dijo-. Tú eres el símbolo de la caridad y estamos comprometidos a perdonar y olvidar.

Sus palabras la calmaron por el momento, pero se quedó tristemente silenciosa, y él se marchó.

Aquella noche, mademoiselle tuvo (según creyó firmemente hasta el fin de su vida) una aparición enviada por Dios. Un desfile de sus perdidos parientes -padre, hermano, tío, primo- pareció cruzar el aposento entre su cama y la ventana, y cuando ella se esforzó por descubrir sus facciones se dio cuenta de que no tenían cabeza y que sólo los había reconocido por sus trajes familiares. Por la mañana, no pudo sacudirse de los efectos de aquella aparición sobre sus nervios. Durante todo el día no vio para nada a su cortejador, por estar él ocupado en arreglar la marcha. Aquel efecto aumentó por la tarde, víspera de la boda; a pesar de la reconfortante visita de él, su sentimiento del deber familiar se reforzaba ahora que se había quedado sola. Y, sin embargo, se preguntaba cómo podría ir ella a aquella hora tardía sola y sin protección a repetir a un prometido esposo que no podía ni quería casarse con él, admitiendo al mismo tiempo que lo amaba. La situación la espantaba. Había dejado su empleo de institutriz y se hallaba temporalmente en una habitación situada cerca de la administración de las diligencias, donde esperaba que fuera él por la mañana para llevar a cabo su unión y su partida.

Sensata o insensatamente, mademoiselle V. tomó esta resolución: que su única salvación estaba en la huida. Cuando él se hallaba cerca, la influía demasiado: no podía razonar. Así que empaquetando las pocas cosas que poseía y dejando sobre la mesa la pequeña cantidad que adeudaba, salió reservadamente, tomó el último asiento disponible en la diligencia de Londres, y casi antes de considerar por completo lo que hacía, se encontró rodando fuera de la ciudad en la oscuridad del atardecer de septiembre.

Una vez dado este paso inicial, empezó a reflexionar sobre sus razones. Él había pertenecido a aquel trágico Comité cuyo solo nombre horrorizaba al mundo civilizado; sin embargo, no había sido más que uno entre varios miembros y, a lo que parecía, no el más activo. Había señalado nombres por cuestión de principios, no había sentido enemistad personal contra sus víctimas y no había ganado ni un céntimo con el oficio que había desempeñado. Nada podía cambiar el pasado. Por otra parte, él la amaba y su corazón se inclinaba tanto hacia él que podía desligarse de aquel pasado. ¿Por qué no enterrar los recuerdos, como aquel hombre había sugerido, e inaugurar una nueva era con su unión? En otras palabras, ¿por qué no transigir con el cariño que sentía, ya que el anularlo no serviría de nada?

Así meditaba, en su asiento, mientras la diligencia pasaba por Casterbridge y Shottsford y hasta llegar a White Hart en Manchester, donde todo el edificio de sus recientes intenciones se desmoronó. Mejor sería mantenerse firme, una vez que había ido tan lejos, dejar que las cosas siguiesen su curso y atrever a casarse con el hombre que tanto la había impresionado. ¡Qué grande era él! ¡Qué insignificante era ella! ¡Y había pretendido juzgarlo! Abandonando su sitio en el coche con la misma precipitación con que lo había tomado, dejó marcharse a la diligencia, mientras algo en las siluetas que se alejaban de los pasajeros del exterior, destacándose sobre el cielo estrellado, la hizo estremecerse, como recordó después. El coche de vuelta, «El Heraldo Matutino», entró a poco en la ciudad y mademoiselle V. tomó apresuradamente un asiento en la baca.

-¡Seré firme... seré suya... aunque me cueste mi alma inmortal! -dijo-. Y respirando agitadamente volvió sobre el camino que acababa de recorrer. Cuando llegó al regio balneario amanecía, y su primer impulso fue volver a la habitación alquilada en que había pasado los últimos días. La patrona apareció en la puerta, en respuesta a las nerviosas llamadas de mademoiselle V.; ella explicó lo mejor que pudo su rápida partida y su regreso, y no habiendo inconveniente para que volviera a ocupar la habitación durante otro día, subió a ella y se sentó jadeante. Se hallaba otra vez de vuelta, y sus atropelladas tergiversaciones eran un secreto para aquel a quien únicamente concernían.

Sobre la chimenea había una carta cerrada.

-Si, está dirigida a usted, mademoiselle -dijo la mujer, que la había seguido-. Pero no sabíamos qué hacer con ella. La trajo un mensajero de la ciudad, después de irse usted anoche.

Cuando la patrona se fue, mademoiselle V. abrió la carta y leyó:

    Mi querida y respetada amiga:

         Ha sido usted, durante nuestras relaciones, absolutamente franca respecto a sus recelos; pero yo he mantenido reserva respecto a los míos. Esta es la diferencia entre nosotros. Probablemente no ha adivinado usted que cada uno de sus escrúpulos sobre la realización de nuestro matrimonio ha tenido su paralelo en mi corazón. Así ha ocurrido que su involuntaria explosión de remordimiento de ayer, aunque mecánicamente combatida por mí en su presencia, fue un último ítem en mis propias dudas sobre lo sensato de nuestra unión, dándoles una fuerza que no puedo resistir más. Volví a casa; y al reflexionar, a pesar de lo mucho que la respeto y adoro, decido dejarla en libertad.
         Como persona que ha entregado, y puedo decir sacrificado, su vida a la causa de la libertad, no puedo permitir que su modo de pensar (probablemente permanente), sea dominado de manera despótica por un afecto que puede ser sólo transitorio.
         Sería penosísimo para ambos que yo comunicara a usted de palabra esta decisión. Por eso he adoptado el menos penoso sistema de escribir. Antes de que usted reciba esta carta habré salido para Londres, en la diligencia de la tarde, y al llegar a esa ciudad mis movimientos no serán revelados a nadie.
         Considéreme, mademoiselle, como muerto, y acepte mi renovada seguridad de respeto, recuerdo y afecto.


Cuando se repuso de su sorpresa y congoja, recordó que al arrancar la diligencia en Manchester antes de amanecer, la forma de una de las siluetas de los pasajeros del exterior, destacándose sobre el cielo estrellado, le había producido un estremecimiento momentáneo a causa del parecido con la de su amigo. No conociendo sus respectivas intenciones, habían abandonado la ciudad en la misma diligencia. Él, más fuerte, había perseverado; ella, más débil, había vuelto -pensó.

Al recobrarse de su estupor, mademoiselle V. se acordó otra vez de la señora Newbold, olvidada con los recientes acontecimientos, y dirigiéndose a ella se lo explicó todo con entera franqueza. La señora Newbold se guardó para sí la opinión que le merecía el episodio, y volvió a colocar a la abandonada novia en su antiguo puesto de institutriz de la familia.

Institutriz fue hasta el fin de sus días. Después de la paz final con Francia conoció a mi madre, a la cual contó por etapas esta historia suya. Mientras el pelo se le iba volviendo blanco y se agudizaban sus facciones, mademoiselle V. se preguntaba en qué rincón del mundo estaría su amante, si vivía, y si por cualquier casualidad lo volvería a ver. Pero cuando por el veintitantos, de edad no muy avanzada, la sorprendió la muerte, aquella silueta destacándose contra las estrellas del amanecer seguía siendo la última imagen que le quedaba del enemigo de su familia, en un tiempo su prometido esposo".


Thomas Hardy

sábado, 10 de octubre de 2015

"Doctor Cíclope"

Campamento en la jungla:
"Bill Stockton se detuvo en la puerta del recinto, observando a Pedro que conducía las mulas hacia los pastos allá abajo en el río. El aceitunado rostro mestizo estaba hendido por una amplia sonrisa; se retorció su negro bigote y se puso a cantar a voz en cuello como si estuviera en una cantina de Buenos Aires, a miles de kilómetros al este.

-¿Cómo demonios se las arregla? -gruñó Stockton, limpiándose el sudor de sus ojos-. Apenas puedo arrastrarme de un lado para otro con este calor. Y ese tipo se pone a cantar.

Pero Stockton sabía que no era sólo el calor. Allí había mucho más. Una sensación de oscura amenaza... colgando pesadamente sobre el campamento en la selva. Durante las semanas de viaje por la jungla desde los Andes, a través de los pantanos tropicales y la jungla infestada de plagas, la sensación se había ido haciendo más y más fuerte. Estaba en el húmedo y pegajoso aire. Estaba en el mareantemente dulce, asfixiante perfume de las grandes orquídeas que crecían fuera de la empalizada. Y por encima de todo, estaba en las acciones del doctor Thorkel.

-Se supone que es el gran científico mago de esta época -se dijo Stockton escépticamente-. Pero apostaría todo lo que tengo a que está loco. Envía un mensaje a la Real Academia solicitando los servicios de un biólogo y de un mineralogista, y luego nos pide que miremos por un microscopio. Eso es todo. ¡Ni siquiera nos deja entrar en esa casa de barro que se ha construido!

Había fundadas razones para la amargura de Stockton. Se habla visto literalmente obligado a meterse en aquella aventura. Hardy, el mineralogista, se quedó en Lima por enfermedad, y el doctor Bulfinch, su colega, buscó en vano un sustituto. No había ninguno disponible. Es decir, ninguno excepto un cierto vagabundo que se estaba yendo rápidamente al infierno con la ayuda de una muchacha nativa, la mala ginebra y los cheques sin fondos. La asistente de Bulfinch, la doctora Mary Phillips, había resuelto el problema. Habla comprado los cheques sin fondos, y había amenazado a Stockton con meterlo en la cárcel si se negaba a acompañarles. En aquellas circunstancias, el que fuera mineralogista se alzó de hombros y aceptó. Ahora se estaba preguntando si había cometido un error. Había una amenaza allí. Stockton la sentía, con la agudeza psíquica de un aventurero profesional. Había un aura de secreto a su alrededor. ¿Por qué la valla que cercaba la mina se mantenía generalmente cerrada, si la mina no tenía ningún valor, como Thorkel afirmaba? ¿Por qué Thorkel se había mostrado tan excitado cuando Stockton había mencionado los cristales de hierro, cristales que Thorkel habla sido incapaz de ver debido a su deficiente vista? Luego estaba también el asunto de los dicotilinae..., algunos huesos que Mary Phillips había encontrado. Eran los huesos de un cerdo salvaje indígena, pero las superficies molares habían demostrado que se trataba de una especie enana de marrano completamente desconocida para la ciencia..., diez centímetros de largo en su madurez. Aquello era extraño. Finalmente, hacía sólo una hora que Thorkel les había dicho imperturbablemente que podían irse, apenas veinticuatro horas después de la llegada de sus huéspedes. Bulfinch, reflexionó Stockton con una risita, había sufrido un ataque. Su rostro caprino se habla vuelto gris; el desgreñado Vandyke había silbado.

-¿Está intentando decirme que me ha hecho venir hasta aquí, a mí, al doctor Rupert Bulfinch, tras recorrer quince mil kilómetros, sólo para mirar por un microscopio? -había rugido.
-Correcto -había respondido Thorkel, y se había retirado a su casa de barro.

Cuanto más lejos, mejor. Pero el problema estaba ahí delante. Ni Bulfinch ni Mary pensaban irse, aunque eso significara desafiar abtertamente a Thorkel. Y Thorkel, tenía la impresión Stockton, era un individuo peligroso, de sangre fría y sin escrúpulos. Su redondo rostro, con su erizado bigote y su calvo cráneo, podía fruncirse con desagradables y mortíferas arrugas. Además, ya desde un principio se había producido un silencioso y contenido conflicto entre Thorkel y Baker, el guía que había acompañado al grupo desde los Andes. Stockton se alzó de hombros y dejó de pensar en ello. El doctor Bulfinch apareció detrás de Stockton y le dio un golpecito en el brazo. Había una reprimida excitación en el caprino rostro del biólogo.

-Venga comnigo -dijo en voz baja-. He descubierto algo.
Stockton siguió a Bulfinch hasta una tienda cercana. Mary Phillips estaba allí, ensamblando los huesos del cerdo enano. Era, pensó Stockton, demasiado hermosa para ser una bióloga. Un mechón de cabello dorado rojizo caía en cascada sobre sus hombros, y su rostro pertenecía más a la pantalla de un cine que a un laboratorlo. También tenía un temperamento infernal.
-Hola, belleza -dijo Stockton.
-Oh, cállese -murmuró la muchacha-. ¿Qué ocurre, doctor Bulfinch?
El biólogo tendió una muestra de roca a Stockton.
-Compruebe esto.
Los ojos del joven se abrieron mucho.
-Esto no puede... ¡Infiernos, es imposible!
-Usted ha visto pechblenda antes -dijo Bulfinch con duro sarcasmo.
-¿Dónde la ha conseguido? -preguntó Stockton, excitado.
-Baker la encontró cerca del pooo de la mina. Es mineral de uranio -dijo tranquilamente-, y es un centenar de veces más rico que cualquier otro depósito jamás descubieno. ¡No es sorprendente que Thorkel quiera deshacerse de nosotros!
Mentalmente, Stockton añadió: «¡Y apostaría a que no le detendrá ni siquiera el asesinato para conseguir que mantengamos la boca cerrada!».
-¡Buen Dios! -murmuró Bulfinch-. ¡Radio! Piense en los beneficios médicos de tal descubrimiento...; ¡la ayuda que puede proporcionar a la ciencia!

Hubo una interrupción. Un animal a rayas negras entró disparado en la tienda, seguido por un flaco y desgarbado perro, ladrando alocadamente. Los dos dieron una vuelta a la mesa y salieron de nuevo a toda velocidad. Hubo sonidos de refriega. Rápidamente, Stockton alzó el ala de la tienda. Pedro, el hombre para todo de Thorkel, estaba sujetando al perro mientras un gato se retiraba apresuradamente hasta una distancia prudencial. El mestizo alzó la vista, con un llamear de blancos dientes.

-Lo siento. Este estúpido de Paco... -Tiró de la cola al perro-. No sabe que nunca podrá atrapar a Satanás. Pero él lo único que quiere es jugar. Desde que se fue Pinto, se siente muy solo.
-¿Oh, sí? -dijo Stockton, mirando al hombre-. ¿Quién era Pinto?
-Mi pequeña mula. Oh, Pinto era muy lista. Pero no lo bastante lista, supongo. -Pedro se alzó expresivamente de hombros-. Pobre mula.
Un hombre apareció en la creciente oscuridad..., una alta y delgada figura con un rostro duro y anguloso, un puritano dispuesto a sembrar su semilla.
-Hola, Baker-gruñó Stockton.
-¿Le ha hablado Bulfinch del radio? -dijo Baker sin preárnbulos-. Es valioso, ¿eh?
-Sí. Tremendamente valioso. -los ojos de Stockton se entrecerraron-. Me he estado preguntando al respecto. Preguntándome por qué se mostró usted tan ansioso por acompañarnos cuando hubiera pedido enviar a un nativo. Quizás había oído algo acerca de esta mina de radio, ¿eh?
El duro rostro de Baker no cambió en absoluto, pero lanzó una mirada de inconfundible odio hacia la casa.
-No le culpo por pensar eso -dijo casi en un susurro-. Parece algo descabellado. Pero... escuche, Bill, tenía una buena razón para desear venir aquí. Si hubiera venido solo, Thorkel huhiera sospechado... quizá me hubiera disparado apenas verme. No hubiera tenido ninguna posibilidad de investigar...
-¿Investigar qué? -preguntó impacientemente Stockton.
-Conocía a una pequeña muchacha nativa. Una chica encantadora. Se llamaba Mira. Yo... Bien, pienso mucho en ella. Un día fue a trabajar como ama de llaves para Thorkel. Y eso fue lo último que he sabido de la chica.
-No está aquí ahora -dijo Stockton-. A menos que esté en la casa.
Baker agitó negativamente la cabeza.
-He estado hablando con Pedro. Él dice que Mina estuvo aquí y desapareció. Como Pinto, su mula albina.

La rápida noche tropical había llegado. Una brillunte luna iluminó con su luz plateada el campamento. Y repentinamente los dos hombres oyeron el débil y agudo relinchar de un caballo procedente de la casa de Thorkel. Simultáneamente la figura de Pedro apareció, corriendo desde detrás de una tienda. Gritó:

-¡Pinto! Mi mula Pinto está en la casa. ¡Ha vuelto!
Antes de que el mestizo pudiera alcanzar la puerta de la casa, ésta se abrió bruscamente. Thorkel apareció. A la luz de la luna, su calva cabeza y sus brillantes gafas de gruesos cristales parecían extrañamente inhumanos.
-¿Qué ocurre, Pedro? -preguntó tranquillnente con voz algo burlona.
El hombre se detuvo en seco. Se humedeció los labios.
-Es Pinto, señor... -murmuró.
-Estás imaginando cosas -dijo Tnorkel, con frío énfasis-. Vuelve a tu trabajo. No vas a creer que tengo una mula metida en casa.
-¿Qué es lo que tiene entonces exactamente en la casa, doctor? -interrumpió una nueva voz.
Era Bulfinch. El biólogo salió de la tienda y se acercó, una flaca y desgarbada silueta a la luz de la luna. Mary iba tras él. Baker y Stockton se unieron al grupo. Thorkel mantuvo la puerta cerrada tras él.
-Eso no les concierne -dijo, heladamente.
-Al contrario -estalló Bulfinch-. Como ya le he dicho, tengo intención de quedarme aquí hasta recibir una explicación.
-Como ya le dije yo a usted -dijo Thorkel, casi en un murmullo-, si hace eso será por su cuenta y riesgo. No toleraré interferencias ni fisgoneos. Mis secretos son privados. Les advierto: ¡protegeré esos secretos!
-¿Está usted amenazándonos? -gruñó el biólogo.
Thorkel sonrió de pronto.
-Si les mostrara a ustedes lo que tengo en mi casa, creo que... lo lamentarían -observó, con una sutil amenaza en sus sedosos tonos-. Deseo que me dejen solo. Si los encuentro todavía aquí mañana por la mañana, tomaré... medidas protectoras.
Sus ojos, tras sus gafas de gruesos cristales, incluyeron a todo el grupo en su ominosa mirada. Luego, sin otra palabra, volvió a entrar en la casa, cerrando la puerta tras él.
-¿Piensa quedarse, doc? -preguntó Stockton.
Bullfinch soltó un gruñido.
-¡Por supuesto que sí!
Hubo una breve pausa. Luego Pedro, que habla estado escuehando atentamente, hizo un gesto imperativo.
-Vengan conmigo. Les mostraré algo...

Se apresuró bordeando un ángulo de la casa, arrastrado por el perro Paco. Bulfinch murmuró algo entre sus apretados labios y le siguió junto con los demás. Una alta empalizada de bambú bloqueaba su paso. Pedro señaló, y aplicó su ojo a una grieta. Stockton probó la puerta, que antes habla estado abierta. Ahora estaba cerrada por la otra parte, así que se unió a Pedro y los demás.

-Esperen -susurró el mestizo-. He visto esto antes.
Podían ver el pozo de la mina, con una tosca cabria dominándolo. Y entonces una gruesa y extraña figura entró en su campo de visión. Al primer momento parecía un hombre con un traje de buceo. Cada centímetro de su rechoncho cuerpo estaba cubierto con tela de caucho. Un casco cilíndrico sellaba su cabeza. A través de dos redondos orificios para la visión podían verse las gruesas gafas del doctor Thorkel.
-Oh -susurró Stockton-. Un traje protector. El radio es un material peligroso.
Thorkel se dirigió a la mina y empezó a dar vueltas a la cabria. Bruscamente, Stockton sintió que una mano tocaba su brazo. Se volvió.
Era Baker.
-Venga conmigo -dijo el otro suavemente-. He abierto la puerta. La cerradura es sencilla... y Mary utiliza horquillas para el pelo. Ahora podremos ver lo que mantiene oculto en esa casa.
-¡Sí! El doctor estara un buen rato atareado en la mina... -dijo Pedro, asintiendo.
Silenciosanaente, el grupo volvió sobre sus pasos. La puerta de la casa de barro estaba abierta de par en par. Desde el interior les llegaba el sonido de un agudo relincho, increíblemente alto y tenue...

La pequeña gente:
La habitación estaba decepcionantemente vacía. Al otro lado de la puerta delantera había otra, que aparentemente conducía a la mina. Se veía otra puerta en la pared de la derecha, con una pequeña ventana de mica embutida en ella. Había pesadas sillas de madera, un banco de trabajo, y una mesa con un microscopio y un bloc de notas. En el banco había varios pequeños cestos de mimbre. Esparcidos descuidadamente por el suelo había un portatubos de ensayo, libros, un vaso de laboratorio, dos o tres cajas pequeñas y una o dos camisas sucias. Pedro señaló al suelo.

-Huellas de cascos... ¡Pinto estuvo aquí, sí!
Mary se dirigió hacia el microscopio, mientras Bulfinch examinaba el bloc de notas.
-¡Ladrones!
Thorkel estaba de pie en la puerta que conducía a la mina, sus ojos ardiendo tras sus gafas. Estaba lívido de rabia.
-Así que pretenden robar mis descubrimientos. ¡No tienen ningún derecho a estar aquí! Solamente son mis empleados, ¡a los que he despedido y he dado instrucciones de que se fueran! -Vio el bloc de notas en la mano de Bulfinch, y su voz ascendió hasta convertirse en un grito de rabia-. ¡Mis notas!
Stockton y Baker lo sujetaron cuando se dirigía a paso de carga hacia el biólogo. Bulfinch sonrió friamente.
-Tranquilícese, doctor Thorkel. Sus acciones no son racionales.
Thorkel se relajó, jadeante.
-Yo... Ustedes no tienen ningún derecho a estar aquí.
-Se está comportando usted irracionalmente. Por su propio bien, y en beneficio de la ciencia, debo exigirle una explicación. Abandonarle a usted aquí solo en la jungla podría ser considerado como un acto criminal. Ha trabajado usted demasiado. No está... -vaciló- en una condición mental normal. No hay ninguna razón para sentirse suspicaz ni para tener manías persecutorias.
Thorkel suspiró, se quitó las gafas y se frotó los cegatos ojos en un gesto cansado.
-Lo siento -murmuró-. Quizá tenga usted razón, doctor. Yo... estoy experinmentando con radiactividad. -Se dirigió hacia la pueda con la mirilla de mica y la abrió, revelando un pequeño cuartito forrado de plomo. Del techo colgaba un proyector, parecido al tipo utilizado médicamente para el tratamiento del cáncer a través del radio.
-Es mi condensador -dijo Thorkel-. Puede examinarlo, doctor Bulfinch. Debo confiar en usted... No se lo he mostrado a nadie más en todo el mundo.
Bulfinch entró en el cuartito. Los otros le pisaron los talones, examinando atentamente el proyector, que parecía ser el centro del misterio.
Pedro no prestaba atención. Estaba abriendo, una tras otra, las cajas que había sobre el banco de trabajo. Y bruscamente se detuvo, paralizado por el asombro.
-¡Pinto!
Había una mula blanca dentro de la caja. Una mula albina, ¡de no más de veinte centímetros de tamaño!
-¡Pedro! -llamó secamente Thorkel.

El mestizo dio un respingo. Su codo volcó la caja, que resonó contra el suelo. La mula enana fue arrojada de la caja. Sólo Thorkel y Pedro vieron al animal mientras éste se ponía vacilantemente en pie y emprendía el trote por el suelo. La puerta seguía aún abierta de par en par. El animal en miniatura desapareció en la noche. Por un segundo, la mirada de Thorkel se clavó en los ojos de Pedro. El mestizo avanzó hacia Thorkel, su rostro pálido por la sorpresa.

-¿Qué..., qué le ha ocurrido a...?

Thorkel sonrió. Señaló al cuartito donde los demás estaban examinando todavía el proyector. Pedro se volvió para mirar. Thorkel se movió con la rapidez de un muelle de acero al ser disparado. Golpeó a Pedro. Tomado por sorpresa, el mestizo fue arrojado hacia el cuartito. La puerta se cerró de golpe tras él. Thorkel dio vuelta a la llave con un rápido movimiento. Su mano se cerró sobre uno de los interruptores que había a su lado; lo bajó. Instantáneamente se produjo un débil zumbido que ascendió hasta convertirse en un silbante y chasqueante ulular. Una luz verde destelló a través de la ventanilla de mica. De un estante, Thorkel tomó un pesado casco y se lo puso. Se inclinó hacia delante para observar a través del panel de mica.

-¡Ladrones! -murmuró-. ¡Os dije que os fuerais! No podía obligaros a ello... pero si insistís en quedaros, tengo que asegurarme de que no interferiréis con mis experimentos ni intentaréis robar mi secreto. ¿Así que deseaba usted ayudarme, doctor Bulfinch? Bien, lo hará... ¡pero no del modo que esperaba!

La risa de Thorkel cubrió el chasqueante chillido del condensador. La lámpara de infrarrojos suspendida del techo derramaba un intenso y cálido resplandor. Bajo ella habla un plato de cristal, conteniendo un líquido incoloro que burbujeaba suavemente, calentado por un electrodo. Del plato brotaba un vapor blanquecino que se enroscaba por el suelo, ocultando casi las imprecisas siluetas que había a su lado. Una de esas figuras se contorsionó y se sentó, apartando la sedosa envoltura que lo sujetaba. El aceitunado rostro de Pedro apareció. Saltó y se puso en pie, sumergido hasta las rodillas en el vapor blanco, tosiendo y jadeando para recuperar su respiración. A su lado, otra forma se removió. Bill Stockton se alzó temblorosarnente, respirando con grandes jadeos.

-El aire..., el aire es mejor aquí arriba...
Al descubrir que estaba desnudo excepto aquella especie de sedoso sudario, lo ajustó en tomo suyo, dando la impresión de ser un romano, con su rostro de águila y sus agudos ojos.
Mary y Baker fueron los siguientes en aparecer. Luego surgió el ceñudo rostro del doctor Bulfinch. Por un momento todos se dedicaron a la tarea de ajustarse sus improvisadas ropas.
-¿Dónde estamos? -jadeó Pedro-. No puedo ver...
-Cálmese -dijo Bulfinch secamente-. No vamos a asfixiarnos. -Olisqueó y miró a la luz de arriba-. Ozono, amoníaco, humedad, temperatura..., calculados para revivir la consciencia.
-¿Dónde estamos? -preguntó Mary-. ¿En la mina?
No podían ver más allá del pequeño círculo de luz. Stockton sujetó el brazo de Pedro.
-Usted conoce este lugar mejor que nosotros. ¿Dónde estamos? ¿Qué ha hecho Thorkel?
Un repentino horror asomó en los ojos de Pedro cuando recordó algo.
-Pinto -jadeó-. ¡Ha hecho a Pinto... pequeña!
-Tonterías -gruñó Stockton-. Tomémonos de las manos y demos un vistazo. ¡Adelante!
-¡Me ha hecho pequeño como mi mula! -susurró Pedro.

Sin ninguna advertencia, la luz roja de la lámpara disminuyó y murió. La oscuridad era casi total. Stockton sintió la mano de Mary que se aferraba a la suya, y le dio un apretón tranquilizador. La luz cambió a blanco. Inmediatamente Stockton vio que se hallaban en un sótano, a los pies de un tramo de escaleras que conducía hasta una puerta abierta. En el umbral estaba el doctor Thorkel, mirándoles. Satanás, el gato, estaba acurrucado a los pies del científico.

-¡Nos ha hecho pequeños! -gritó Pedro.
¡Y era cierto! ¡Thorkel era... un gigante! La puerta del sótano parecía tan grande como una casa de dos pisos; ¡Satanás era del tamaño de un tigre de dientes de sable!
Bulfinch estaba tan pálido como la tiza. Dio un salto atrás cuando Satanás bufó de pronto hacia el pequeño grupo. Thorkel se inclinó rápidamente y cogió al gato. Su voz era un resonante trueno.
-No, no... No debes asustarles -le dijo al gato.
Thorkel empezó a bajar hacia el sótano, y los demás se encogieron ante aquel coloso. La voz de Mary ascendió en un grito.
-Bien -dijo Thorkel-. Las cuerdas vocales no han resultado afectadas, ¿eh? ¿No tienen temperatura? Doctor Bulfinch. ¿tendrá la amabilidad de tomarles el pulso a sus compañeros?
Pedro no pudo resistirlo más y echó a correr hacia la escalera. Thorkel asintió con la cabeza, sonriendo.
-Pequeñas criaturas... Su primer instinto es escapar. Corran, si eso es lo que necesitan.

Y los diminutos seres echaron a correr... Trepar aquellos peldaños era toda un proeza. Cada escalón llegaba a sus pechos. Pero tirando, empujando, trepando, los humanos en miniatura ascendieron hacia la luz. Muy pronto estuvieron fuera de la vista. Thorkel dejó el gato en el suelo y les siguió, cerrando la puerta del sótano. Se volvió para echar una ojeada a la habitación. La pequeña gente se habia ocultado.
-Salgan. No tienen nada que temer -dijo suavemente.
Thorkel aguardó, y luego se dejó caer en una silla.
-¿Dónde está su espíritu científico, doctor Bulfinch? ¿No desea unírseme en mis experimentos?

Se secó el sudor de su calva cabeza y apartó la silla del cuadrado de luz solar que penetraba por la ventana que daba a la mina. La cabeza de Bulfinch apareció cautelosamente desde detrás de una de las abandonadas botas de Thorkel. Caminó hacia el gigante.

-Venga más cerca -le animó Thorkel.
Bulfinch obedeció, mirándole fijamente.
-¿Qué le ocurre? -dijo Thorkel con un repentino temor-. ¿No puede usted hablar?
La voz del biólogo era débil y aguda.
-Sí, puedo hablar. ¿Qué es lo que ha hecho... y por qué?
Thorkel se inclinó hacia delante, su enorme mano tendida hacia la pequeña figura en el suelo. Bulfinch retrocedió alarmado.
-Sólo deseo pesarle y medirle -dijo Thorkel suavemente. Se irguió y se reclinó en su silla-. Vamos. No voy a comerle. Como puede ver, he reducido su tamaño.
Sus pálidos ojos, tras sus gruesas gafas, miraron intensamente mientras, envalentonados, los demás iban apareciendo uno tras otro. Pedro había permanecido escondido tras la pata de una silla; los demás tras una pila de libros en el suelo. Avanzaron hasta formar un grupo con Bulfinch.
-Deberían sentirse orgullosos -dijo Thorkel-. Son ustedes casi el primer experimento que ha tenido éxito... Pinto fue el primero, Pedro. Es una lástinaa que lo dejara usted escapar. De nuevo le doy las gracias, señor Stockton, por identificar los cristales de hierro. Ellos me dieron la última clave.
Parpadeó, mirándoles.
-Hasta que ustedes llegaron, podía reducir sustancias orgánicas, pero no podía preservarse la vida en ellas. Es un asunto de compresión electrónica de la materia bajo bombardeo por rayos. El radio en la mina me proporcionó un inimaginable poder. Miren. -Alzó una esponja que había sobre la mesa y la apretó en su mano-. Esto es. Compresión. Pero se necesita energía más que fuerza bruta...
-¿Eso es lo que le hizo a Mira? -dijo Baker repentinamente.
-¿La chica nativa..., mi ama de llaves? Bueno, sí. Pero fracasé... Su tamaño se redujo, pero estaba muerta. ¿Cómo sabe usted de ella? -Thorkel no aguardó una respuesta. Se frotó cansadamente los ojos-. Estoy agotado. Me ha tomado días reducirles, y no he tenido ni un instante... -su voz se arrastró. El sueño lo venció.
Stockton estaba mirando a su alrededor.
-Tenemos que salir de aquí. ¿Se dan cuenta de que este loco pretende matarnos a todos?
Bulfinch parecía inseguro.
-Bueno, él...
-Nos ha dicho que mató a la chica nativa, ¿no? Es un diablo de sangre fría.
Instintivamcnte, miraron hacia la puerta. La barra que la aseguraba desde dentro estaba a tres veces la altura de la cabeza de Stockton.
Seres humanos... ¡de apenas veinte centímetros de altura!
En el suelo, cerca de ellos, habla un libro puesto de pie..., Human Physiology, de Granger. Stockton se situó a su lado. Su cabeza apenas asomaba por encima del volumen.
-¿Bien? -dijo amargamente-. ¿Alguna sugerencia?
Bulfinch asintió.
-Sí. Los libros son manejables. Si podemos apilarlos hasta alcanzar el pasador que cierra la puerta...

Requirió tiempo, pero Thorkel no se despertó. Un lápiz, utilizado como palanca, abrió unos centímetros la puerta. Poco después el diminuto grupo se hallaba fuera en el campamento. ¡Extraña noche! Unos cactus no muy lejos de allí eran más altos que el más alto de los árboles. Las mesas del campamento eran fantásticamente enormes. Un pollo se movía a sacudidas en su búsqueda de comida... ¡y su agitada cresta estaba más arriba que la cabeza de Stockton! Si les vio, no hizo ningún movimiento hostil. Lentamente, el pequeño grupo avanzó, en dirección a la tienda de Bulfinch. Cada caja y cada paquete eran una montaña que debían bordear. El irregular suelo dañaba sus desnudos pies. Pedro miraba nerviosamente a su alrededor. Bruscamente, lanzó un grito y señaló. Stockton se volvió con los demás, y su pánico fue tan evidente como el de los otros. Surgiendo por un desmoronante agujero en la base de la casa de barro, Satanás, el gato, avanzaba arrastrándose sobre su barriga. Los ojos del animal estaban clavados en aquellas pequeñas figurillas. ¡Más formidable que un tigre, se deslizaba libremente hacia ellos, con sus aguzadas garras desnudas!

Muerte en la jungla:
Stockton sujetó a Mary de la mano y tiró de ella hacia el refugio de los cactus. Los otros no se entretuvieron en seguirles. Baker hizo una pausa para arrojarle un guijarro al gato, pero el gesto fue fútil. Gruñtendo, Satanás avanzó. Los cactus estaban demasiado lejos para ofrecerles refugio. La impotencia se adueñó de Stockton cuando advirtió que ninguno de ellos podría llegar hasta allá. Casi podía sentir las afiladas uñas clavarse en su carne. El gato bufó malévolamente. Hubo una serie de furiosos ladridos. Mientras la pequeña gente hallaba milagrosamente refugio entre las espinas de los cactus, se volvieron para ver a Satanás huyendo de Paco, el perro de Pedro.

-Uf -jadeó Baker-. Esta vez estuvo cerca.
Bulfinch le miró sombríamente, tirando de su barbita.
-Va a haber muchos más «cerca» -dijo con hosco significado-. Cada criatura más grande que una rata puede convertirse en una amenaza mortal.
-¿Qué podemos hacer? -preguntó Mary.
-En primer lugar, hallar comida y armas -dijo Stockton-. Luego enfrentarnos con Thorkel y encontrar alguna forma de salir de esta situación.

El día transcurrió, y Thorkel seguía durmiendo. Satanás no volvió a aparecer. Mary se dedicó a hacer sandalias, una tarea dificil ya de por sí, y más dificil todavía cuando el cuchillo es más grande que uno. En cuanto a Stockton, consiguió sacar el tornillo de unas tijeras; una de sus hojas le proporcionó un arma que podía utilizar, aproximadamente del tamaño de una espada. La voz de Thorkel les sobresaltó. Estaba asomado a la ventana, como un gigante en el cielo, mirándoles.

-Son personas de recursos, mis pequeños amigos -retumbó su voz-. Pero ahora vuelvan. Debo pesarles y medirles a todos ustedes.
El grupo se apiñó. Thorkel rió perversamente.
-No voy a hacerles daño. Venga, doctor Bulfinch -dijo suavemente.
-Le exijo que nos devuelva a nuestro tamaño normal -restalló el biólogo.
-Eso es imposible -dijo el otro-. Por ahora, al menos. Todas mis energías han sido dedicadas al problema de la reducción atómica..., de la compresión. Con el tiempo quizá pueda hallar el antídoto, el rayo que convierta a los hombres en gigantes. Pero eso requerirá meses de investigaciones y experimentos... Quizás años.
-¿Quiere decir que deberemos seguir así...?
-No voy a hacerles ningún daño-sonrió Thorkel-. Vengan...
Se inclinó hacia delante. Bulfinch retrocedió y, con un gruñido de impaciencia, Thorkel desapareció de la ventana. Sus pies resonaron en el suelo de la casa. Bulfinch regresó rápidamente junto a los otros.
-El cactus -jadeó, sin aliento-. ¡Ocultémonos!

Pero Thorkel ya estaba saliendo por la puerta. Su figura se cernió gigantesca sobre ellos. Unas rápidas zancadas y habla cortado la retirada de sus presas. Se inclinó, abriendo los dedos. Era imposible escapar. Mary y Baker fueron agarrados por una titánica mano. Thorkel tendió la otra hacia Bulfinch, que huía. Pedro había sacado de algún lado un tenedor, y lo sujetaba como una lanza. Golpeó contra la enorme mano. Riendo, Thorkel barrió a un lado el arma, golpeando al mismo tiempo a Pedro. Se puso desdeñosamente en pie, sujetando aún a Mary y Baker.

-¡Doctor Bulfinch! -su voz era como un trueno-. ¡Escúcheme!
El biólogo estaba observándole desde las profundidades de los cactus.
-¿Sí?
-Deseo pesarle y medirle. Usted es un científico; sus reacciones serán mucho mas valiosas que las de los otros. Estoy realizando un experimento para Alemania..., mi país natal. Si mi método reductor demuestra ser realizable, seremos capaces de reducir nuestros ejércitos a un tamaño miniatura. Nuestros hombres serán capaces de actuar en territorio enemigo, sabotear los centros industriales. Y nadie sospechará que la destrucción ha sido causada por... hombres en miniatura. Usted no va a suirir ningún daño. Se lo prometo. ¿Quiere salir?
Bulfinch agitó tercamente la cabeza. Todo su cuerpo se revolvía ante el despiadado plan trazado por aquel siniestro genio. Un plan que podía significar la muerte de miles de inocentes civiles.
-¿No? Entonces, quizá, si aplico un poco de presión..., sólo un poco..., a estas personitas que sujeto tan cuidadosamente en mi mano...
Los constrictores dedos se apretaron. De los labios de Baker brotó un gruñido de dolor. La voz de Mary se elevó a un grito.
-¡Oh, maldita sea! -refunfuñó Bulfinch-. Está bien, Thorkel. Usted gana. Suéltelos. -Emergió del cactus mientras el científico depositaba suavemente a Baker y Mary en el suelo. No habían sufrido ningún daño, pero estaban tan aturdidos por el rápido descenso que apenas podían mantenerse en pie.
Calmadamente, Thorkel recogió la pequeña figura de Bulfinch. El biólogo no ofreció la menor resistencia. Los otros se quedaron contemplando cómo Thorkel regresaba andando a la casa de barro; luego, rápidamente, se metieron en los cactus. Hubo un silencio.
-No le va a hacer daño -dijo Pedro, sin convicción.
Stockton salió de la protección de los cactus.
-Me aseguraré. Esperen aquí.

Echó a andar hacia la casa, sujetando la hoja de las tijeras con más fuerza de la necesaria. Pasaron varios minutos antes de que alcanzara la puerta, aún ligeramente entreabierta. Miró por la rendija; justo a tiempo para oír el grito de Bulfinch y ser testigo del asesinato del biólogo. Thorkel estaba sentado ante su mesa. Con una mano sujetaba al pequeño Bulfinch; con la otra apretó un trozo de algodón contra el rostro de su víctima. Luego, rápidamente, arrojó el inerte cuerpo a un frasco del laboratorio de cristal. Stockton retrocedió, enfermo de horror, y su improvisada espada chocó contra la puerta. Thorkel bajó la vista y vio al pequeño observador.

-¿Así que están espiándome? -dijo tranquilamente, y sin apresurarse tomó una red cazamariposas de la mesa. Mientras se levantaba, Stockton echó a correr.

Thorkel llegó a la puerta justo a tiempo para verlo desaparecer en los cactus. Asintiendo, tornó una pala y fue tras su presa. Le tomó diez minutos arrancar y limpiar el grupo de cactus. Y entonces Thorkel se dio cuenta de que estaba contemplando la salida de un tubo de drenaje que se extendía hasta y por debajo de la pared del recinto. Se enderezó, mirando con ojos miopes al otro lado de la barrera.

-¡Es mejor que vuelvan! -gritó- ¡No podrán vivir ni una hora en la jungla... y se acerca una tormenta!

Una tormenta en la jungla... el mayor bosque tropical del mundo. Osos, venados y monos huyendo de los truenos ylos demonios desencadenados por los relámpagos. Los gritos de los papagayos aferrados a sus perchas azotadas por el viento. El negro infierno de la noche se cerró sobre la jungla. La pequeña gente huyó a través de aquella locura. Y, por un golpe de fortuna, hallaron una cueva donde pudieron resguardarse durante las eternas y agitadas horas de terrible furia, indefensos, impotentes seres en un mundo de gigantescas amenazas... Entonces vino el amanecer. Helados, desanimados, temblando, los pequeños seres emergieron de su refugio. Se examinaron mutuamente a la luz del amanecer.

-Nuestro aspecto es espantoso -dijo Stockton.
-Me alegro de que se incluya usted tanabién -dijo Mary, intentando arreglar su enmarañado pelo-. Me gustada tener algunas horquillas.
-Serían tan grandes como usted.
Baker había estado hablando con el mestizo. Se volvió a los demás.
-Pedro tiene una idea. Si podemos llegar hasta el río y encontrar un bote, podemos flotar corriente abajo hasta la civilización. Allí encontraremos ayuda.
-Es una idea -admitió Stockton-. ¿Por qué lado está el agua, Pedro?

El mestizo señaló, y se pusieron en camino sin más dilaciones, chapoteando en la saturada jungla. En una ocasión un mono, tan grande como un gorila para ellos, se les acercó demasiado desde arriba, intranquilizándolos, y en otra ocasión la inconcebible ferocidad de un oso se cruzó en su camino, afortunadamente sin verles. Seguían un sendero bien hollado, pero por todos lados los monolíticos ábboles se erguían hacia arriba, más altos que rascacielos. La abundante maleza gravitaba sobre sus cabezas. Era un mundo de desolada fantasía y de oculta amenaza. En una ocasión Stockton, retrasándose un poco con respecto a los demás, vio a Paco, el perro. Estaba retozando en torno a un pequeño potrillo albino que estaba masticando diligentemente hierba. Durante un segundo, Stockton consideró la idea de capturar y cabalgar el potrillo, pero la abandonó inmediatamente. El animal era con mucho demasiado grande. Se alzó de hombros y siguió al resto del grupo. La orilla del río demostró no ser un obstáculo insuperable, aunque les tomó bastante tiempo bajarla. Siguieron corriente arriba hasta un pequeño remanso, donde Pedro dijo que tenía amarrada su canoa. Abriéndose camino por entre una densa extensión de hierba, alcanzaron la barca. Era gigantesca. Varada en la arena, resultaba inamovible a todos sus esfuerzos de arrastrarla o tirar de ella.

-Gran idea -gruño Stockton-. Es como intentar mover un transatlántico.
-Bueno, incluso eso puede hacerse -dijo la muchacha-. Si utiliza usted rodillos.
-¿No es lista? -dijo Pedro con ingenua admiración-. Podemos cortar bambú...
-¡Seguro! -se le unió Baker-. Podemos construir una palanca y una cabria... Requerirá tiempo, pero funcionará.

Les tomó más tiempo del que habían pensado. Con sus burdas herramientas, y la inesperada resistencia de la vida vegetal a sus pequeñas manos, necesitaron horas, y la mañana pasó sin que hubieran conseguido gran cosa. Pedro alzó la cabeza y se secó el sudor de su goteante bigote.

-He oído... a Paco, creo -dijo, dubitativo.
-No se preocupe por Paco -le dijo Baker-. Echeme una mano con esta cabria.
-Pero Paco... es un perro de caza. El doctor Thorkel lo sabe. Si él...
-Tiempo para un descanso -decretó Stockton, y se estiró, masajeándose su dolorida espalda.
Mary, que había estado trabajando como todos los demás, se dejó caer con un gruñido. Apartó su cabello rubio rojizo de su cansado rostro.
Stockton hizo un recipiente con una pequeña hoja y le trajo un poco de agua del río. Ella bebió, agradecida.
-No tiene ninguna utilidad hervirla -explicó el hombre-. Si hay algún germen en el agua, podremos verlo sin microscopio.
Pedro y Baker se dejaron caer cuan largos eran en la arena y se quedaron allí, jadeando.
-Es un maldito trabajo -observó el mestizo con convicción-. Si sobrevivo, encenderé veinte velas ante mi santo patrón.
-Si yo vivo, terminaré con veinte botellas una tras otra -dijo Baker-. Pero hay un tipo con el que me gustaría terminar antes. -Su rostro se ensombreció. Estaba recordando a Mira, la muchacha nativa, que Thorkel había asesinado de una forma tan casual. Y al pobre Bulfinch.
-¿Y usted, Bill? -preguntó Mary.
Él la miró.
-Sé lo que quiere decir. Bien..., ahora ya no serviría ni para vagabundo. Me uniría al reino de los ratones.
Bruscamente, Stockton se volvió para observarla de frente.
-No. No quería decir eso. Es algo terrible, pero me ha enseñado una cosa. Todo esto... -barrió con un gesto las imponentes hierbas que había tras ellos-. Una maravilla tan extraña de la que nunca nos damos cuenta... hasta que nos situamos a su tamaño. Hubo un tiempo en que yo era un buen mineralogista. Puedo volver a serlo. ¿Recuerda esos cheques que rompí, Mary? Voy a devolverle hasta el último centavo de lo que le costaron. Eso es muy importante para mí ahora... -Frunció el ceño-. Si salimos de esto vivos...
En la distancia, Paco ladró de nuevo. Pedro se puso en pie, protegiendo sus ojos con una callosa palma.
-Es el doctor Thorkel -afirmó-. Lleva una caja de especímenes, y Paco le está guiando.
-¡Maldita sea! -restalló Pedro-. Tenemos que ocultarnos.
-Metámonos en el agua, para borrar el rastro.
-No -dijo Pedro-. Hay cocodrilos. -Señaló con la cabeza la extensión de alta hierba junto a ellos-. Podemos ocultamos en... -se interrumpió, y el horror asomó a sus ojos.

Mary, siguiendo su mirada, jadeó y retrocedió. Porque algo estaba avanzando hacia ellos por entre la alta hierba. Parecido a un dragón y horrible mientras avanzaba deslizándose, su fría mirada clavada en los pequeños seres que tenía delante. La luz del sol resplandecía en las ásperas y verrugosas escamas. Sólo era un lagarto... pero para las víctimas de Thorkel era como un triceratops, ¡un dinosaurio surgido del feroz pasado de la Tierra! Stockton apenas tuvo tiempo de aprestar su espada hecha con la hoja de las tijeras antes de que el reptil atacara. Fue arrollado por su ciega carga. Jadeando, aferrado aún a su arma, gateó hasta ponerse de nuevo en pie. Mary habla retrocedido hasta apoyarse contra un alto tallo de hierba, sus ojos desorbitados por el miedo. Ante ella, Pedro había plantado su recia figura. Sujetaba una astilla de madera, aferrándola como si fuera una porra... ¡el palo de una cerilla en manos de un muñeco! El lagarto retrocedió, las mandíbulas abiertas, siseando. Baker había encontrado un aguzado trozo de bambú y lo utilizó como una lanza. Golpeó, y la punta resbaló sobre el acorazado flanco del reptil.
Los ladridos de Paco resonaban como truenos. Una sombra se cernió sobre el grupo. Algo pareció caer desde el cielo... y el enorme rostro del doctor Thorkel los miró cuando el hombre se acuclilló a su lado.

-¡Así que aquí están! -retumbó-. ¿Qué es esto? ¿Un lagarto? Esperen...
Recogió con su mano izquierda las forcejeantes formas de Mary y Pedro. Golpearon en vano los enormes dedos que las aprisionaban. Se inclinó hacia Stockton. Simultáneamente, el lagarto atacó de nuevo. Stockton lanzó su hoja contra las abiertas fauces; Baker apuntó a la barbada garganta. La criatura retrocedió, retorciéndose. Thorkel adelantó su mano... ¡Las mandibulas del reptil se cerraron sobre ella! Thorkel lanzó un grito de dolor y se echó hacia atrás, maldiciendo con inusitada furia. Mary y Pedro cayeron de la otra mano del científico sin que éste se diera cuenta.
Stockton corrió hacia ellos.

-¡La espesura! ¡Aprisa!
La costumbre le hizo decir esto. Corrieron hacia los protectores tallos de hierba alta, más densa que un bosque de bambúes. Tras ellos oyeron a Thorkel maldecir; luego silencio.
Paco ladró.
-Ese maldito perro suyo -gruñó Baker-. Es un cazador, de acuerdo.
La voz de Thorkel resonó:
-¡Salgan! Sé que están entre las hierbas. Salgan o prenderé fuego.
Stockton miró al pálido rostro de Mary y murmuró una maldición. Los delgados labios de Baker estaban fuenemente apretados. Pedro se atusó el bigote.
-Paco... me seguirá a mí -dijo el mestizo-. Quédense aquí.

Y desapareció, corriendo por entre el bosque de hierba. Hubo un momento de silencio. Luego Stockton reptó hacia delante, apartando las frondas hasta que pudo ver a Thorkel. El científico estaba sujetando una caja de cerillas entre sus dedos. La sangre goteaba de una de sus manos hasta el suelo. Los ladridos de Paco resonaron de nuevo, hacia otro lado. Thorkel vaciló, miró a su alrededor, y luego extrajo una cerilla. Río abajo llegó la voz de Pedro.

-¡Paco! ¡Fuera! ¡Fuera!
Thorkel, encendiendo la cerilla, alzó la vista.
Bruscamente, la soltó y cogió el rifle que había dejado a su lado. Apuntó rápidamente. El estruendo del disparo fue ensordecedor. Pedro gritó una sola vez. Hubo un leve chapoteo allá a lo lejos. Stockton sintió que se le revolvía el estómago cuando vio a Thorkel dirigirse hacia allá a grandes zancadas. Al cabo de un momento regresó.
-Pedro ya está listo. Eso deja solamente a tres de ustedes.
-¡Maldito sea, Thorkel! -bramó Baker.

Mary no dijo nada, pero había a la vez tristeza y lástima en sus ojos. Oyeron a Paco pasar corriendo, echarse al río y nadar. Luego las primeras volutas de humo empezaron a flotar entre las hierbas. Instantáneamente, Stockton recordó la cerilla encendida que Thorkel habla dejado caer. Aferró la mano de Mary y la empujó.

-Vamos, Steve -dijo con urgencia a Baker-. Está intentando hacernos salir con el humo. No podemos permanecer aquí...
-¡Salgan! -rugió la estruendosa voz de Thorkel-. ¿Me oyen?
Sus pesadas botas empezaron a pisotear la hierba.
Y el fuego fue extendiéndose, implacablemente, rápidamente.
Mary jadeaba por el esfuerzo.
-No puedo..., no puedo proseguir, Bill.
-No hay solución -la secundó Baker-. Si salimos al descubierto, nos verá. Estamos atrapados.
Stockton miró a su alrededor. Las llamas iban acercandose a ellos. El negro humo ascendía en espirales. Bruscamente, Stockton vio algo que hizo que sus ojos se desorbitaran.

¡La caja de los especímenes! ¡La caja de Thorkel, tirada en el borde de la hierba! Sin una palabra, Stockton corrió hacia ella. Aún tenía su improvisada espada y, saltando de una roca al lado de la caja, la utilizó como palanca para abrir la tapa. Instantáneamente, los otros comprendieron su intención. Torpemente, moviéndose frenéticamente con la necesidad de apresurarse, se encaramaron y penetraron en ella. La tapa apenas acababa de volver a cerrarse cuando una sacudida y una sensación de bamboleo les indicó que Thorkel había recordado su propiedad. A través de los pequeños orificios de respiración, cubiertos con malla de cobre, la luz del día penetraba sesgada y vagamente. ¿Abriría Thorkel la caja?, se preguntaron.

El Cíclope:
Era de noche antes de que Thorkel abandonara la búsqueda. Abrió cansadamente la puerta de la casa de barro, dejó el rifle apoyado en una silla y arrojó la caja de los especímenes sobre la mesa.

-Deben de estar muertos.Pero tengo que asegurarme. ¡Tengo que asegurarme!
Limpió sus gafas y miró vagamente hacia ellos. Sus acuosos ojos parpadearon desconcertados. Luego se dirigió hacia la puerta de la habitación del radio y miró por el panel de mica. Algo que vio allí le hizo volverse hacia la puerta que daba a la mina. La abrió de golpe, encendió un proyector y salió, dejando la puerta abierta de par en par. Tan pronto como hubo salido, la tapa de la caja de los especímenes se alzó. Tres pequeñas figuras emergieron. Salieron temerosamente, cruzaron la llanura del sobre de la mesa, y se deslizaron hasta el asiento de la silla de Thorkel. Alcanzaron el suelo y se dirigieron hacia la abierta puerta.

-Está ocupado con la cabria -susurró Mary-. ¡Aprisa!
Stockton se detuvo de pronto.
-De acuerdo -dijo-. Pero... yo ya me he cansado de correr. Ustedes dos márchense. Yo voy a quedarme y... mataré a Thorkel, de alguna forma.
Los otros dos se lo quedaron mirando.
-¡Pero Bill! -jadeó Mary-. ¡Es imposible! Si comeguimos alcanzar la civilización...
Stockton rió amargamente.
-Nos hemos estado engañando a nosotros mismos durante todo el tiempo. Jamás alcanzaremos la civilización. Aunque consigamos echar un bote al agua, nunca conseguiremos llevarlo a ninguna orilla. Nos moriremos de hambre, o nos estrellaremos en los rápidos. Estamos aprisionados aquí, tan seguros como si estuviéramos en una cárcel. No podemos irnos.
-Pero si... -empezó la muchacha.
-¡Es inútil! -la interrumpió Stockton-. No sobreviviremos mucho tiempo en el bosque. Sólo la suerte nos ha salvado hasta ahora. Si fuéramos salvajes..., indios, quizá..., pero no lo somos. Si tenemos que internarnos de nuevo en la jungla, eso significará la muerte.
-¿Y si nos quedamos aquí? -preguntó Baker.
La sonrisa de Stockton era lúgubre.
-Thorkel nos matará. A menos que nosotros lo matemos a él primero.
-De acuerdo, supongamos que conseguimos matar a Thorkel -dijo Mary suavemente-. ¿Y luego qué?
-¿Luego? Viviremos. -Stockton asintió, con una curiosa expresión en sus ojos-. Ya sé. El proyector funcionaba solamente en un sentido. No podremos recuperar nuestro tamaño original, nunca. Aunque fuéramos lo suficientemente grandes como para accionar la máquina, aunque pudiéramos instalar alguna polea o palanca para manejarla, eso no nos ayudaría en nada. Thorkel es, creo, el único hombre en el mundo que puede hallar la fórmula para devolvernos a nuestro tamaño normal. Y no hay muchas posibilidades de que se decida a hacerlo.
-Si matamos a Thorkel -dijo Baker lentamente-, ¿tendremos que permanecer... así... siempre?
-Ajá. Y si no lo hacemos... él nos atrapará, tarde o temprano. ¿Y bien?
-Es... una elección difícil -murmuró Mary-. Pero al menos estamos vivos...
Baker asintió, y señaló hacia donde estaba la abandonada arma de Thorkel, apoyada contra la silla.
Apuntaba hacia el camastro del científico.
-¡Buen Dios! -exclamó Stockton-. ¡Eso es!
Habiendo llegado a una decisión, los tres actuaron rápidamente. Se subieron a la silla y, utilizando libros como puntales y la hoja de las tijeras como palanca, ajustaron el rifle.
-Directo a su almohada -le dijo Stockton a Baker, que estaba alineando el cañón del arma-. Un poco hacia arriba... ¡así! ¡Directo a su oreja izquierda!
Mary estaba atando un trozo de hilo al gatillo del arma.
-¿Puede tirar del gatillo, Bill?
-Sí. -Estaba forcejeando con la palanca-. Así está bien.
Pero, pese a la aparente confianza de Stockton, se sentía ligeramente mal. La elección era... ¡horrible! Morir a manos de Thorkel, o de otro modo seguir para siempre en aquel mundo de pequeñez.
-¡Vuelve Thorkel! -Había pánico en la voz de Mary.

Los tres se apresuraron a ponerse a cubierto. Stockton consiguió alcanzar el extremo colgante del hilo y corrió con él hacia detrás de una caja, fuera de la vista. Mary y Baker hallaron refugio a su lado. La sombra del científico se cernió en el umbral. Entró, bostezando cansadamente. Descuidadamente, arrojó el sombrero a un rincón y se sentó en el camastro, soltando los cordones de sus botas. La mano de Stockton se tensó en el hilo. ¿Notaría el titán el cambio de posición del arma? Thorkel tiró sus botas al suelo y empezó a tenderse. Entonces, como golpeado por un repentino pensamiento, se alzó de nuevo y se dirigió hacia una alacena, tomando de ella un plato de carne ahumada y un poco de pan de mandioca. Colocándolo sobre la mesa, se sentó en una silla y empezó a comer. Aparentemente, le dolian los ojos. Limpió varias veces sus gafas, y finalmente prescindió por completo de ellas, sustituyéndolas por otro par que tomó de su cajón de la mesa. Comió lentamente, dando cabezadas debido al cansancio. Y finalmente se quitó las gafas y se inclinó hacia delante en la mesa, apoyando la cabeza entre sus brazos. Se durmió.

-¡Oh, maldita sea! -dijo Baker con genuina furia-. Ahora no podremos utilizar el rifle. No podremos moverlo a su ángulo correcto. Estamos en la misma situación que en la jungla, después de todo..., a menos que utilicemos el cuchillo contra él.
Stockton miró especulativamente a su hoja de tijeras.
-No es bastante seguro. Tendremos que matarle, no incapacitarle.
-Incapacitarle... ¡eso es! -dijo de pronto Mary-. ¡Bill, está ciego sin sus gafas!
Los tres se quedaron mirándose, con nuevas esperanzas brotando a la vida en su interior.
-¡Eso es! -aprobó Stockton-. Podemos ocultárselas y negociar con él. Tal vez...
-Debemos actuar cautelosamente -advirtió Mary.
Thorkel dormía pesadamente. Ni siquiera se agitó cuando los pequeños intrusos treparon a la mesa y, unas tras otras, le retiraron todas sus gafas hasta que estuvieron fuera de la vista a través de un agujero en el suelo.
-Éstas son las últimas -dijo Mary con satisfacción-. No va a poder encontrarlas.
-El último menos uno -negó Baker-. Bill...

Se interrumpió. Stockton había desaparecido. Vieron que regresaba hasta el sobre de la mesa, andando de puntillas hacia el dormido Thorkel. Rodeó la caja de los especímenes y se acercó a las gafas que el científico sujetaba con su enorme mano. Cuidadosamente, intentó quitárselas. Thorkel se agitó. Murmuró algo y alzó la cabeza, aún medio dormido. El miedo atenazó la garganta de Stockton. Movido por un impulso, tiró de las gafas, arrancándolas de la mano de Thorkel, y huyó tras la caja de especímenes. Parpadeando, Thorkel palpó a su alrededor en busca de las gafas. Sus pálidos ojos miraron sin ver. Hubo un sordo golpe. Stockton, inclinado en el borde de la mesa, vio las gafas golpear en el suelo, sin romperse. No vio a Thorkel levantarse y tantear hacia la caja de los especímenes. La voz de Mary fue un helado chillido.

-¡Salte, Bill, salte!
Rápidamente, Stockton se deslizó por el borde, se quedó colgando de sus manos, y se dejó caer. El suelo ascendió a su encuentro. Aterrizó pesadamente, pero saltó en pie y huyó antes de que Thorkel pudiera ver el movimiento. El científico dijo, con un curioso temblor en su voz:
-Así que han vuelto. Así que están aquí, ¿eh?
No hubo respuesta. Thorkel avanzó tambaleándose hacia la puerta de atrás, la cerró y se apoyó de espaldas en ella. Y, por primera vez, Thorkel conoció el miedo. Se atusó el bigote. Su voz tembló cuando habló.

-¿Así que se han atrevido a atacarme? Bien, ha sido un error. Están encerrados en esta habitación. Y les encontraré...
Se volvía hacia cualquier movimiento o sonido engañoso, mirando ciegamente, agitando su cabeza de un lado a otro con lentos y bruscos movimientos.
-¡Les encontraré!
Stockton empujó a Mary más hacia atrás en su escondite tras una caja.
-Está loco de miedo. ¡Permanezcamos quietos!
Thorkel empezó a caminar a tientas por la habitación, apartando con los pies aparatos, cajas, ropas.

Cayó, y cuando se levantó de nuevo había sangre deslizándose de la comisura de su boca. Su mano se cerró sobre el rifle. Lo alzó y se inmovilizó en silencio, aguardando. Sin ninguna advertencia, Thorkel amartilló el rifle y disparó. Los estruendosos ecos llenaron la habitación. Stockton miró, vio un enorme astillado agujero en la parte baja de la puerta de atrás. Thorkel aguardó. Luego una sombría sonrisa retorció sus labios. Se dirigió hacia la mesa y tanteó en el cajón en busca de las gafas de repuesto. No las encontró. La habitación estaba silenciosa.

-Así Pues..., ¿es esto una guerra? -preguntó Thorkel lentamente. Con un repentino y furioso movimiento, asió el fusil por el cañón y lo sujetó como una maza.

Se dejó caer sobre manos y rodillas y tanteó bajo la mesa. Avanzó lentamente. En un momento, se dio cuenta Stockton, iba a encontrar las gafas allá donde habían caído. Los pies de Stockton cubiertos con las improvisadas sandalias no produjeron ningón ruido cuando echó a correr. Antes de que Thorkel pudiera reaccionar, el geólogo había saltado ante sus narices, había agarrado las gafas y las había estrellado contra la pata de la mesa. Thorkel golpeó furiosamente con el arma. Stockton, obligado, soltó las gafas y huyó. La enorme maza del fusil no le alcanzó por milímetros. Se desvaneció entre las sombras. Acurrucados en sus escondites, los tres pequeños seres humanos observaron, imnóviles, mientras la titánica forma de Tnorkel se alzaba por encima del borde de la mesa. Llevaba sus gafas. Uno de los cristales estaba roto e inutilizado. Manchado de sangre, sucio y terrible, el gigante los dominó desde allí. Su voz se elevó en medio de una estentórea risa.

-¡Ahora pueden llamarme Cíclope! -rugió.
Avanzó rápidamente. Con metódica prisa empezó a registrar la habitación, volcando cajas, echando el camastro a un lado para examinar algunos bultos bajo él. Stockton hizo una perentoria señal. Mary y Baker se apresuraron a salir de su escondite entre las desechadas botas de Thorkel. Siguieron rápidamente a Stockton hacia la puerta de atrás.
-¡Afuera, rápido! -susurró-. No puede vernos. El camastro se lo impide.

Treparon por el enorme agujero que había hecho el disparo del rifle. No era fácil, y las ropas de Mary se engancharon en una astilla. La tela se rasgó cuando Stockton tiró de ella. Resonaron pasos al otro lado. La puerta se abrió de golpe. Thorkel conectó el proyector. Su sombra ocultó momentáneamente a los tres mientras corrían. La boca del pozo de la mina se erguía ante ellos, con un tablón tendido sobre ella.

-¡Ahí abajo! -jadeó Stockton-. Es nuestra única posibilidad.
Era el único lugar posible donde ocultarse. Pero el ojo bueno de Thorkel no dejó de captar los movimíentos de las pequeñas figuras mientras trepaban al borde del pozo y descendían por las abruptas paredes de roca. Rodeando la cabria, se dejó caer sobre manos y rodillas y empezó a reptar sobre la plancha, sujetándose con una mano en la cuerda que se hundía hacia las negras profundidades. Stockton, aferrado a una roca, se dio cuenta de que aún tenía su espada, hecha con una hoja de las tijeras. La alzó en una fútil amenaza. Hubo un resonante retumbar cuando Thorkel golpeó hacia sus presas. La culata del fusil se estrelló contra la roca. Y, bruscamente, la plancha de madera cedió, se partió y cayó. Thorkel aún seguía agarrado a la cuerda de la cabria con una mano, y eso lo salvó. Por un segundo colgó alocadamente, mientras el resonante eco del estrellarse de los maderos y el fusil contra el fondo llenaba todo el pozo. Luego aseguró su presa. Jadeando, colgó allí brevemente, su calva cabeza reluciente de sudor. Empezó a trepar por la cuerda. Stockton miró rápidamente a su afrededor. Mary estaba aferrada a una sobresaliente roca, su pálido rostro vuelto hacia el gigante. Baker estaba mirando al mineralogista, y su demacrado rostro grisáceo estaba crispado por una impotente furia. Stockton hizo un rápido gesto, señaló la espada y empezó a trepar de vuelta a la superficie. Instantáneamente, Baker comprendió lo que pretendía. Si podía cortar la cuerda de la que colgaba Thorkel...

Pero era gruesa, terriblemente gruesa, para un hombre tan pequeño y una hoja de tijeras. Thorkel seguía alzándose lentamente. En un momento, observó Baker, alcanzaría la seguridad. Los labios del tratante dejaron ver sus dientes en una melancólica sonrisa; bruscamente, se alzó y avanzó algunos pasos. Luego saltó. Saltó hacia fuera y hacia abajo, y sus aferrantes manos hallaron el cuello de la camisa de Thorkel. Antes de que el científico pudiera comprender lo que había ocurrido, Baker estaba arañando y gruñendo como un terrier en su garganta. Thorkel estuvo a punto de soltar la cuerda. Jadeando de miedo y de rabia, agitó violentamente la cabeza, intentando desprenderse de su asaltante.

-¡Maldito sucio asesino! -gritó Baker.
Estaba siendo agitado locamente de un lado a otro, y en una ocasión estuvo a punto de quedar aplastado entre la barbilla y el pecho de Thorkel. Y luego, de pronto, Thorkel estaba cayendo...
Con un gemido y un zumbido, la cabria giró libre cuando la cuerda fue cortada. Un largo y estremecido grito brotó de la garganta de Thorkel mientras caía en la oscuridad. Ascendió más y más alto..., y luego se interrumpió. Stockton corrió hacia el borde del pozo y miró. Mary estaba trepando hacia él. Tras ella estaba Baker. Bill estaba junto a un libro puesto de pie, con una curiosa expresión en su rostro. Miró vagamente a su alrededor.

-La máquina... -dijo a Mary-. ¿Puede hacerla funcionar?
Mary estaba revisando los libros de notas de Thorkel.
-No sirve, Bill -dijo con desaliento-. El aparato es sólo un condensador. No puede devolver a la gente a su tamaño normal. Deberemos permanecer así durante el resto de nuestra vida. Y ahora de algún modo deberíamos regresar a la civilización...
-¿Tal como estamos? -el rostro de Baker era lúgubre-. Imposible.
-Esperen un minuto -interrumpió Stockton-. Tengo una corazonada... ¿Recuerdan cuando vimos por primera vez a Thorkel, después de que nos redujera?
-Sí. ¿Qué ocurre con ello?
-No estaba intentando matarnos. Lo único que deseaba era pesarnos y medirnos. Pero después de que examinó al doctor Bulfinch, se convirtió en un loco asesino. ¿Por qué suponen que ocurrió eso?
-Probablemente intentó matarnos desde un principio. Por intentar robarle sus secretos -sugirió Baker-. Probablemente temía que pudiéramos advertir a los Aliados de sus planes.
-Quizá. Pero no se mostraba tan ansioso al principio. Sabia que podía disponer de nosotros en cualquier momento que deseara. Sólo después de examinar al doctor Bulfinch descubrió algo que le hizo sentir la necesidad de terminar rápidamente con nosotros.
Mary contuvo la respiración.
-¿Qué?
-Vi una mula blanca en la jungla cuando estábamos allí. Un potrillo. Paco estaba jugando con ella. Al principio pensé que debía tratarse de un hijo de Pinto, pero las mulas son estériles, por supuesto. Eso significa que o hay dos mulas albinas aquí, lo cual es poco probable... o era Pinto. Recuerden, Pedro dijo que el perro acostumbraba a jugar con la mula.
-¿Cuán grande era la mula? -preguntó Baker bruscamente.
-El tamaño de un potrillo joven. Escuche, Steve, cuando salimos del sótano me medí yo mismo en relación con este libro... Human Physiology. Era exactamente tan alto como mi cabeza. ¡Pero ahora tan sólo me llega al pecho!
-¡Estamos creciendo! -susurró Mary-. Eso es.
-Exacto. Eso es lo que descubrió Thorkel cuando examinó al doctor Bulfinch, y por eso intentó matarnos antes de que volviéramos a nuestro tamaño normal. Creo que se trata de un proceso progresivamente acelerado. En dos semanas, o quizá diez días, habremos vuelto a la normalidad.
-Es lógico -comentó la muchacha-. Cuando la fuerza compresiva del poder del radio queda eliminada, nos expandimos... lenta pero elásticamente. Los electrones regresan poco a peco a sus órbitas normales. La energía que ahsorbimos bajo el rayo está siendo liberada en cuantos...
-Diez días -murmuró Baker-. ¡Y entonces podremos regresar al río!

Pero tuvo que pasar un mes antes de que los tres, de nuevo vueltos a su tamaño normal, alcanzaran el poblado andino que era su primer destino. La visión de seres humanos, ya no gigantescos, era cálidamente tranquilizadora. Los indios permanecían reclinados contra sus chozas, espantando lánguidamente las moscas. Mirando a lo largo de la calle, un Bill Stockton de raídas ropas se volvió para sonreírle a Mary.

-Tiene buen aspecto, ¿eh?
Baker estaba sumido en sus pensamientos.
-Vamos a tener que decidir -dijo, rascándose su áspera mejilla-. Por un lado, podemos conseguir que nuestras fotos salgan gratis en todos los periódicos y barriles de pulque. Pero también es probable que terminemos en una celda acolchada si contamos la verdad. Pero si no contamos la verdad...

Hizo una pausa, envarándose. Un gato sarnoso había aparecido desde detrás de una esquina. Los músculos de Baker se tensaron; su respiración estalló en un explosivo «¡Largo!», mientras daba un salto hacia delante. El gato desapareció, asustado hasta la médula. El pecho de Baker se hinchó varios centímetros.

-Bien -dijo, con el tranquilo orgullo del deber cumplido-, ¿alguno de ustedes dos ha visto esto?
-No -murmuró Stockton, que estaba buscando la oportunidad de besar a Mary-. Márchese. Tranquilamente. Y rápidamente.
Baker se alzó de hombros y siguió al gato, con un brillo predador en sus ojos".

Henry Kuttner