El Recolector de Historias

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miércoles, 2 de diciembre de 2015

"Irremediable"

"Un joven paseaba por un camino campestre una tarde de agosto después de un día largo y delicioso, uno de esos días de bendita ociosidad que el hombre desocupado no conoce jamás: uno tiene que ser empleado de un banco cuarenta y nueve de las cincuenta y dos semanas del año para poder apreciar de veras el placer exquisito de no hacer nada durante doce horas seguidas. Willoughby había pasado la mañana holgazaneando en las proximidades de un granero soleado; cuando el calor se volvió insoportable se refugió en un huerto, en el que, tumbado en la hierba crecida y fresca, estudió el dibujo de las hojas de los manzanos que, delante de él, adornaban el cielo veraniego; ahora que el calor del día había cesado, deambulaba allá donde el puro capricho le llevara, se asomaba a las verjas, contemplaba el paisaje y reflexionaba sobre los placeres de un día bien empleado. Ya había consumido cinco días así, le quedaban quince más. Después, ¡adiós a la libertad y al aire puro del campo!

Volvería a Londres y a otro año de fatigas.

Llegó a una verja en la parte derecha del camino. Detrás de ella subía un sendero sinuoso por una cuesta de hierba. Las ovejas que pastaban en la cumbre proyectaban en la colina largas sombras que casi le llegaban a los pies. Tanto el camino como la vereda eran nuevos para él, pero esta última presentaba un encanto más exuberante; saltó con facilidad por encima de la verja, tan poco consciente de que daba el primer paso a la ruina que el puro placer de vivir le impulsó a silbar White Wings.

Las ovejas dejaron de comer, levantaron la cabeza y lo contemplaron con sus ojos de claras pestañas; primero una echó a correr asustada, después otra, hasta que se produjo una repentina estampida lanuda de todo el rebaño. Cuando Willoughby llegó a la cima de la que habían huido, vio a una mujer sentada en unos escalones que daban paso a otro terreno, en el otro extremo del campo. Al acercarse comprobó que se trataba de una joven, y que no era lo que se entiende por «una dama», cosa que le alegraba, pues un episodio anterior de su carrera le había llevado a asociar de manera indisoluble la idea del refinamiento femenino con la de traición femenina.

Le pareció probable que esa muchacha estuviera dispuesta a prescindir de las formalidades de una presentación, y que podría entablar con ella una conversación intrascendente y agradable.

Como no se movió para dejarle pasar, se detuvo, la miró y esbozó una sonrisa.

La muchacha le sostuvo la mirada con unos ojos oscuros e impertérritos y se echó a reír, mostrando unos dientes blancos, sólidos y lisos como avellanas partidas.

-¿Quiere usted pasar? -dijo con desparpajo.
-Me temo que no puedo hacerlo sin molestarla.
-¿No le parece que está usted mucho mejor donde está? -preguntó la chica, ante lo cual Willoughby aventuró:
-¿Aquí mirándola? ¡Pues quizá sí!

La muchacha volvió a reír, pero se echó un poco hacia atrás; después apoyó los brazos en el travesaño y dijo:

-No, no quiero aguarle el paseo. ¿No irá usted a Beacon Point? Es un sitio muy bonito.
-No me dirigía a ningún lugar en concreto -respondió él-; sólo exploraba, por así decirlo. No soy de por aquí.
-¡Qué curioso! Yo tampoco soy de por aquí. Llegué el viernes pasado para visitar a una tía mía de Orton. ¿Está usted en Orton?

Willoughby le dijo que no se hospedaba en Orton, sino en Povey Cross Farm, en la dirección opuesta.

-Ah, en casa de la señora Payne, ¿verdad? He oído hablar de ella a mi tía. Me han dicho que acoge a huéspedes durante el verano. Supongo que usted es de Londres, ¿a que sí?
-Y supongo que usted también -dijo Willoughby, pues había reconocido el acento familiar.
-¡Es usted una lumbrera! -exclamó la chica con una risa espontánea-. Así es. He venido de vacaciones porque el trabajo y el calor me tenían mala. No tengo aspecto de haber estado enferma, ¿verdad? Pues lo he estado, porque el mes pasado nos achicharramos en el taller, y coser siempre es un esfuerzo muy grande.

Willoughby sintió un repentino acceso de interés. Como muchos hombres jóvenes e inteligentes había tenido cierto contacto con el socialismo, y durante una época había frecuentado a los desposeídos. Desde entonces había seguido y aplicado de manera aproximada la nueva doctrina: que es bueno y ajustado que la mujer se gane el pan con el sudor de su frente. Sin dejar de acordarse de la mujer que, quince meses antes, le había maltratado, se dijo que incluso partir piedras en una carretera debía ser considerado un oficio más femenino que partir corazones.

Por tanto, se rindió al sentimiento amistoso que le inspiraba esa hija de la clase obrera y se sentó a su lado en los escalones, como muestra de aprobación. Ella se dio la vuelta para mirarlo, apoyó la espalda en el travesaño, y el fuego del ocaso imprimió una gloria fugaz en su rostro. Quizá se dio cuenta de lo favorecedora que resultaba la luz, pues se quitó el sombrero y dejó que le tocara y le dorara los extremos y las puntas de su melena abundante y encrespada. En ese momento componía una imagen agradable, con una hermosa y boscosa vista de Southshire como fondo.

-¿De veras es usted modista? -inquirió Willoughby, con una especie de compasión impaciente.
-¡Pues sí! Desde los catorce años. Míreme los dedos si no me cree.

Extendió la mano derecha y él la cogió, tal y como se esperaba que hiciera. Los pinchazos de las agujas habían estropeado y ennegrecido las yemas de los dedos, pero la mano era regordeta, húmeda, y no estaba mal formada del todo. Mientras tanto, ella estudió los dedos de Willoughby, que rodeaban los suyos.

-¡No es difícil ver que usted no ha trabajado mucho! -exclamó, entre la admiración y la envidia-. ¡Debe de ser un petimetre de tomo y lomo!
-¡Desde luego! ¡Soy un petimetre en toda regla! -repuso Willoughby con ironía. Pensó en su salario de ciento treinta libras, y le habló de su trabajo en el British Colonial Banking sin que ella se aclarara mucho, porque después insistió:
-Bueno, en cualquier caso es usted un caballero. Muchas veces he pensado que me gustaría ser una dama. Tiene que ser muy bonito ponerse ropa elegante y no trabajar en todo el día.

A Willoughby le pareció una ingenuidad que la chica dijera aquello; le recordó algo que él creía de niño, que los reyes y las reinas se ponían la corona nada más levantarse por la mañana. Su cordialidad subió otro escalafón.

-Si ser un caballero es no tener nada que hacer -repuso risueño-, yo no tengo ningún derecho a ese título, desde luego. En mi caso, como en el suyo, no todo el monte es orégano. Razón de más para que disfrutemos del momento presente, ¿no le parece? ¿Por qué no tiene la amabilidad de enseñarme el camino a Beacon Point, que tan bonito dice que es?

No hizo falta que insistiera. Mientras caminaba a su lado por unos campos altos de los que el ocaso empezaba a apoderarse, y mientras las blancas polillas nocturnas empezaban a salir de sus escondites diurnos, ella le hizo muchas preguntas íntimas, la mayoría de las cuales él prefirió esquivar. Sin ofenderse, la muchacha sí le contó muchas cosas de sí misma y de su familia. Así pues, él se enteró de que se llamaba Esther Stables; que ella y los suyos vivían por Whitechapel; que su padre casi nunca estaba sobrio, y la madre siempre borracha; y que la tía en cuya casa se hospedaba regentaba la oficina de correos y la tienda del pueblo de Orton. También supo que estaba muy poco satisfecha de la vida en general; que, aunque detestaba su casa, el campo le parecía espantosamente aburrido; y que por eso se alegraba en grado sumo de haberlo conocido. Pero, sobre todo, él se dio cuenta cuando se despidieron de que había pasado dos horas agradables hablando de naderías con una joven natural, sencilla y exenta de esos aires repelentemente esquivos que una mujer «con clase» pone cuidado en darse. Esther y él se habían hecho amigos con la facilidad y la rapidez de unos niños que aún no han aprendido el temible significado de «los buenos modales»; se dieron las buenas noches, no sin antes hablar de volverse a ver.

Obligado a desayunar a las ocho menos cuarto en la ciudad, Willoughby se levantaba deliciosamente tarde cuando estaba en el campo; también comía sin prisas, y solía leer un libro que apoyaba en la mesa delante de él. Sin embargo, la mañana posterior al encuentro con Esther Stables se sintió menos dispuesto a la lectura que de costumbre. Su imagen se interponía entre él y la página, y terminó por hacerse tan engorrosa que llegó a la conclusión de que el único modo de solucionarlo era cotejarla con la muchacha de carne y hueso.

Como le hacía falta tabaco, dio con una buena excusa para ir a Orton. Esther le había dicho que en la tienda de su tía se podía comprar tabaco y cualquier otra cosa. Vio que la oficina de correos era una de las primeras casas de la espaciosa calle del pueblo. Delante del edificio había un jardincito en el que resplandecían unas flores pasadas de moda, y en un jardín grande, a un lado, había manzanos, frambuesos, groselleros y seis colmenas de paja. Unas persianas cubrían parte de las ventanas ojivales de la tiendecita, pero tras los cristales inferiores seguía exhibiéndose una colección heterogénea de artículos: limones, carretes de hilo, botones de lino sobre tarjetas azules, conos de azúcar, pipas de arcilla de caña muy larga y botes de tabaco. Un buzón abría una boca estrecha en la parte inferior de una pared, y encima de la puerta se mecía un cartel que rezaba lo siguiente: «Oficina postal y de giros bancarios», en letras negras sobre hierro blanco y esmaltado.

El interior de la tienda era frío y oscuro. Una segunda puerta en la parte posterior permitió a Willoughby ver un saloncito y, detrás, a través de una ventana baja y cuadrada, el paisaje soleado del exterior. Las cabezas de dos mujeres se recortaban contra la luz: la cabeza joven y tosca de la misma Esther del día anterior, y el perfil depurado y el gorro con cuentas de la tía.

Fue esta última la que, cuando tintineó la campanilla de la puerta, dejó el trabajo y acudió a atender al cliente; pero la chica, con una mirada silenciosa cargada de significado, y un dedo encima de la boca risueña, la siguió. La tía le oyó los pasos:

-¿Qué buscas aquí, Esther? -dijo con un leve reproche-. Vuelve a coser.

Esther hizo al joven una señal que sólo vio él, y se escabulló al jardín lateral, donde él fue a buscarla una vez hubo hecho las compras. Ella se apoyó en el seto de ligustro para cortarle el paso.

-Mi tía es una solterona horrible -señaló a modo de disculpa-. Creo que, si pudiera, no me dejaría hablar con nadie.
-¿Llegó usted bien a casa anoche? -preguntó Willoughby-. ¿Qué le dijo su tía?
-Ay, pues me preguntó que dónde había estado, y le conté una sarta de mentiras. -Entonces, con intuición femenina, dándose cuenta de que esas palabras la hacían quedar mal, se apresuró a añadir: Es muy estricta conmigo. No me atreví a decirle que había estado con un caballero: no me dejaría salir sola nunca más.
-Pero ahora supongo que se la podrá encontrar en las proximidades de los mismos escalones todas las tardes -dijo Willoughby al tuntún, pues realmente no le importaba volver a verla o no. Ahora que la tenía delante le sorprendía haber pensado en ella toda una mañana; pero el entusiasmo de la respuesta también le halagó.
-¡Qué mala suerte, hoy no puedo ir! Es jueves, y aquí los jueves las tiendas cierran a las cinco. Tengo que acompañar a mi tía. ¿Y, mañana? Puedo ir mañana. ¿Usted irá?
-¡Esther! -exclamó una voz airada, y la tía escrupulosa y decente salió de una hilera de frambuesos-. ¿Cómo diantre se te ocurre entretener a un caballero de ese modo? Al «caballero» lo trataba con una rústica cortesía formal, pero para la sobrina sólo tenía indignación-. Aquí olvídate de tus modales londinenses -oyó Willoughby que decía mientras se llevaba a la chica.

No le preocupó verse liberado de la mirada demasiado amistosa de Esther; pasó una tarde agradable con un libro, y en esa ocasión consiguió olvidarse completamente de ella. Aunque la recordó a la mañana siguiente, lo hizo con una sonrisa de sensatez y con la determinación de no volver a verla. No obstante, a la hora de la comida el día se hacía largo; ¿por qué no ir a verla, después de todo? A la hora del té la prudencia volvió a imponerse: no, no iría. Pero apuró el té a toda prisa y se dirigió a los escalones.

Esther lo esperaba. La expectación le había coloreado las mejillas, y la melena cobriza despedía hermosos destellos dorados. Willoughby no pudo sino admirar el vigor con que el cabello se ondulaba y se ensortijaba, y los ricitos que se le formaban en la nuca, pequeños y cerrados como los del vellón de un corderito. El cuello también era admirable, con esa blancura lisa; como a ella se le iluminó la mirada cuando llegó, evidentemente complacida, ¿cómo evitar el convencimiento de que, al fin y al cabo, era una buena chica?

Le propuso que entraran en un bosquecillo a la derecha, en el que un transeúnte ocasional les molestaría menos. Allí, sentado en el tronco de un árbol caído, Willoughby inició esa clase de conversación jocosa, fácil y fútil que la gente «con clase» llama «galanteo». Lo único que quería era resultar simpático y pasar el rato. Esther, sin embargo, no lo entendió así. Willoughby tenía la mano apoyada en la rodilla y ella, viendo un anillo que llevaba en el dedo meñique, se la cogió.

-¡Huy, qué anillo tan curioso! -exclamó-. ¿Puedo verlo?

Para zafarse de ella, Willoughby se quitó el anillo y se lo dio para que lo estudiara.

-¿Qué es esa fea piedra de color verde oscuro?
-Es un ónix.
-¿Y para qué sirve? -preguntó, dándole vueltas.
-Es un sello, para sellar cartas.
-Parece que tiene el dibujo de la cabeza de un rey y unas letras, pero no lo veo bien.
-No es la cabeza de un rey, aunque lleva corona -le explicó él-, sino el busto de un sarraceno contra el que un antepasado mío fue a luchar a Tierra Santa. Y las palabras grabadas alrededor son nuestro lema, Vertue vauncet, que quiere decir que la virtud sale victoriosa.

Es posible que Willoughby cediera a un arrebato de solemnidad al contar esa historia familiar, pues Esther soltó unas risas, cosa que a él le disgustó mucho. Cuando la chica hizo el ademán de ponerse el anillo, preguntando: «¿Puedo quedarme con él?», él se ruborizó con una repentina irritación.

-¡Sólo era una broma! -añadió Esther en seguida, y se lo devolvió, pero la cordialidad se esfumó.

Él ya no tuvo ganas de reanudar el pasatiempo de la conversación ociosa, dijo que era hora de marcharse y, meciendo el bastón con aire ofendido, fue cortando las corolas de las flores y las malas hierbas mientras caminaba. Esther iba a su lado sumida en un silencio absoluto, un fenómeno que el joven no tardó en advertir. Le dio vergüenza haber sufrido ese acceso de ira.

-¡Bien! Por aquí vuelve usted a su casa -señaló, intentando ser amable-. Adiós; la tarde ha sido agradable. Se estaba bien en el bosque, ¿verdad?

Le sorprendió ver que se le empañaban los ojos, y oír una emoción verdadera en la voz cuando respondió:

-Era como estar en el séptimo cielo con usted, hasta que se ha puesto tan raro. ¿Qué he hecho para contrariarlo? ¡Perdóneme, por favor!
-¡Qué tonta! -repuso Willoughby, completamente aplacado-. Si no estoy nada enfadado. ¡Adiós! -E, imprudentemente, la besó.

Bajo la fría luz de la mañana siguiente, esa imprudencia le resultó odiosa y, al recordar el beso, lo lamentó de forma muy sincera. Tenía la incómoda sospecha de que ella no lo había recibido con la misma intención con que él se lo había dado, sino que le había concedido un significado más profundo y que le daría pie a forjarse ilusiones que no se cumplirían. Lo mejor, desde luego, era no volver a verla; pues admitía que, aunque sólo le gustara a medias, e incluso le diera cierto miedo, le resultaba algo atractiva -¿serían los ojos oscuros y retadores o serían esos labios tan rojos?-, y eso podía empujarle a cometer imprudencias aún mayores.

Así, Esther lo esperó en vano dos tardes seguidas; a la tercera él se dijo, con un secreto alivio, que probablemente ya habría encontrado a otro en quien depositar sus afectos.

Era sábado, el segundo desde que dejara la ciudad. Pasó el día en la granja: observó los cerdos, estudió cómo daban de comer al ganado y por la tarde ayudó a ordeñar. Antes de cenar, con una pipa llena, estuvo un buen rato tendido cerca de la puerta del oeste, descubriendo imágenes fantásticas y urdiendo aventuras en el esplendor de las nubes del ocaso.

Vio que los colores brillaban con tonalidades doradas y después escarlata, que pasaban al carmesí y que finalmente se hundían formando tristes arrecifes e islas de color morado; de pronto notó que había alguien detrás de él y se dio la vuelta. Allí estaba Esther, con una mirada llena de impaciencia y rabia.

-¿Por qué no ha vuelto usted a los escalones? -le preguntó-. Me prometió que vendría seguro, y no ha aparecido. ¿Por qué faltó a su palabra? ¿Por qué? ¿Por qué? -insistió, dando pisotones, ya que Willoughby no decía nada.
¿Qué podía responder? ¿Decirle que no tenía ningún derecho a seguirlo así? ¿O reconocer lo que era, desgraciadamente, la verdad, que se alegraba un poco de verla?
-¿Es que ya no le gusto? -prosiguió-. Entonces, ¿por qué me besó?
¡Ahí está la cuestión, por qué!, pensó Willoughby, asombrado por su propia imbecilidad, pero -así de inconstante es el hombre- no del todo ajeno al deseo de volver a besarla. Y, mientras la miraba, ella saltó del seto sin previo aviso, cayó a sus pies y rompió a llorar. No se tapó el rostro: apoyó una mejilla en la hierba mientras el líquido manaba de sus ojos con una abundancia sorprendente. Willoughby vio que la tierra seca se oscurecía y se humedecía al absorber las lágrimas. Aquella primera experiencia del poder del llanto de Esther le causó una gran zozobra; nunca había visto a nadie llorar de aquella manera, no creía que fuera posible; también le preocupaba que la vieran desde la casa. Abrió la puerta:
-Esther -le rogó-, no llore. Venga, sea buena chica, hablemos con sensatez.

Como ella se tambaleaba, pues no veía el camino con los ojos empañados, él le dio la mano, llegaron a un campo de maíz y recorrieron un angosto sendero de hierba que lo circundaba, a la sombra del seto.

-¿Qué es eso de llorar por no verme durante dos días? -empezó a decir-. A fin de cuentas no nos conocemos, Esther. Cuando llevemos un par de semanas en nuestras casas apenas recordaremos el nombre del otro.

Esther sollozaba de tanto en tanto, pero las lágrimas habían cesado.

-A usted le es muy fácil hablar de su casa -repuso-. ¡Imagino que tendrá una! Pero ¿yo? Mi casa es un infierno, todo son riñas e insultos, y un padre que nos pega, ebrio o sobrio. ¡Sí! -repitió con astucia al ver el intenso pesar en el rostro de Willoughby-. Me pegó aunque estaba enferma, justo antes de venir aquí. Le puedo enseñar los cardenales que aún tengo en los brazos. ¡Volver ahora allí, después de haberlo conocido! Será peor que nunca. ¡No lo podré soportar, y no lo voy a hacer! Juro que pondré fin a todo eso o a mi vida, no sé cómo!
-Pero, mi pobre Esther, ¿cómo puedo ayudarla? ¿Qué puedo hacer? -preguntó Willoughby.

Estaba muy conmovido: el padre le inspiraba una gran ira, y también el mundo, que causa sufrimientos a las mujeres. Una mujer también lo había hecho sufrir a él, y de forma grave, pero aquello, en vez de endurecerle el corazón, lo había vuelto más blando. No obstante, advertía nítidamente el peligro al que se enfrentaba. Una voz interior le instaba a dejarla, a refugiarse en la huida, aun a expensas de parecer cruel o ridículo; por eso, al llegar a un punto del campo en el que el tronco de un olmo interrumpía el camino, vio con alivio que podía soltar la mano de la muchacha, pues tenían que rodearlo cada uno por separado.

Esther se adelantó un paso, se detuvo y se dio la vuelta de pronto; extendió las dos manos y le acercó mucho el rostro.

-¿No le gusto un poquito? -preguntó con melancolía, y una locura repentina debió de apoderarse de él. Volvió a besarla, la besó repetidas veces, la abrazó y dejó de pensar en las consecuencias.

Sin embargo, una hora después, junto a la última puerta en el camino de Orton, algunas de esas consecuencias ya se le hacían patentes.

-¿No sabes que sólo gano ciento treinta libras al año? -le dijo-. Si te casas conmigo no tendrás un futuro muy brillante.

Ya le había propuesto matrimonio, aunque a un hombre mediocre esa medida le resultará increíble, innecesaria. Pero a Willoughby, abrumado por la tristeza y por los remordimientos, le parecía la única expiación posible. El corazón le dio a Esther un vuelco de júbilo.

-Oh, estoy acostumbrada a apañármelas -respondió resuelta, y decidida mentalmente a comprar, en cuanto se casara, una boa de plumas negras, como la que ansiaba el invierno anterior.

Willoughby pasó los días que le quedaban de vacaciones sopesando y planeando con Esther los detalles del regreso a Londres de ambos, la discreción que habría que observar, los pasos legales necesarios y el tranquilo barrio residencial en el que fundarían su hogar. Tan bien puso en práctica esas disposiciones que, una mañana, cinco semanas después del día en que conociera a Esther Stables, los dos salieron de una iglesia de Highbury, convertidos en marido y mujer. Era un apacible día de septiembre, la luz del sol bañaba las calles y Willoughby, de un osado buen humor, imaginó que veía el reflejo de su propia alegría en los rostros indiferentes de los transeúntes. Como no había nadie que cumpliera esa función, se dio la enhorabuena con gran afecto, y las frecuentes risas de Esther llenaron los silencios del día.

Tres meses después, Willoughby cenaba con un amigo; la manecilla de la hora del reloj casi marcaba las diez, y el anfitrión, que ya no podía oponerse a la impaciencia creciente del invitado por marcharse, se levantó y se despidió de él con los mejores deseos:

-Resulta evidente que el matrimonio es una institución de lo más lograda -observó, medio en broma, medio en serio-; casi me convences para que me case yo. Confiésame ahora que no has dejado de pensar en tu hogar en toda la velada.

Ante estas palabras, Willoughby se ruborizó profundamente, pero no lo negó.

-Pues son pensamientos muy encomiables -prosiguió el amigo entre risas-, porque acabas de llegar de la luna de miel, como quien dice.

Con una sonrisa de cortesía en los labios, Willoughby esperó un instante antes de responder:

-Llevo casado exactamente tres meses y tres días.

A continuación, tras unas palabras sobre el próximo encuentro, los dos se dieron la mano y se despidieron: el joven anfitrión terminaría la velada con libros y una pipa; el joven marido iniciaría el paseo de veinte minutos a su casa.

Era una noche fría y despejada de diciembre, después de un día de lluvia. Un poco de escarcha en el aire había secado las aceras, y los pasos de Willoughby en el empedrado resonaban en la calle vacía del barrio residencial. Por encima de él se extendía un cielo oscuro y lejano, densamente cuajado de estrellas, y, cuando giró al oeste, Alpheratz apareció brevemente suspendida comme le point sur un i sobre la fina aguja de la iglesia de St. John. Pero él era insensible a los mundos que le rodeaban; se hallaba sumido en sus pensamientos, y éstos, tal y como su amigo había deducido, versaban únicamente sobre su mujer. Nunca dejaba de ver el rostro de Esther, nunca dejaba de oír su voz, ella llenaba todo el universo; pero cuatro meses antes todavía no la había visto, ni conocía su nombre. Eso era lo curioso: en diciembre ya era el marido de una muchacha que dependía completamente de él no sólo en cuestiones de comida, vestido y alojamiento, sino que también dependían de él su felicidad presente y toda su vida futura; el mes de julio anterior era aún prácticamente un muchacho, sin más preocupaciones que la agradable dificultad de decidir dónde pasar las tres semanas anuales de vacaciones.

Pero son los acontecimientos, no los meses ni los años, los que hacen envejecer. Willoughby, que sólo tenía veintiséis años, recordaba su juventud como un compañero ocasional que hubiera perdido de manera irrevocable; esas esperanzas vagas y deliciosas ya habían cristalizado formando lazos concretos, y esa dichosa irresponsabilidad había dado paso a un sentimiento de preocupación, quizá inseparable del más afortunado de los matrimonios.

Cuando llegó a la calle en la que vivía aflojó el paso de forma involuntaria. Todavía a cierta distancia buscó con la mirada y encontró las ventanas de la habitación en la que Esther lo esperaba. A través de los listones rotos de la persiana veneciana veía la amarilla luz de gas del interior. El salón de abajo estaba oscuro; era evidente que la casera se había acostado, pues tampoco había luz por encima de la puerta de entrada. Con cierto nerviosismo miró el reloj debajo de la última farola por la que pasó, y se tranquilizó al comprobar que eran sólo las diez y diez. Abrió la puerta con su llave, colgó el sombrero y el abrigo sin encender la luz, subió la escalera tanteando para no tropezar, y abrió la puerta del salón del primer piso.

Delante de la mesa, en el centro de la sala, estaba su mujer, apoyada sobre los codos, con las dos manos metidas en el cabello enmarañado; tenía abierto el periódico arrugado del día anterior, y, al parecer, tanto le interesaba lo que decía que no abrió la boca ni levantó la vista cuando Willoughby entró. Alrededor de ella seguían los restos sin retirar de la última comida: posos de té, migas de pan y los añicos de una cáscara de huevo en un plato, que era una de esas naderías que sacaban de quicio a Willoughby: siempre que su mujer comía un huevo, se empeñaba en volcar la huevera encima del mantel y en romper la cáscara con la cuchara encima del plato.

El desorden era repulsivo. La larga lengua de fuego del único quemador encendido de la lámpara de gas, demasiado intensa, silbaba. El fuego despedía un humo débil debajo de una pala recién echada de cisco, y un montón de cenizas y de ascuas ensuciaba la chimenea. Había un par de botas, con una costra de barro seco, en la alfombra, delante de la chimenea, en el mismo lugar donde se las había quitado. En la repisa, entre una docena de objetos fuera de su sitio, se hallaba una palmatoria; todos los muebles estaban descolocados.

Willoughby contempló aquella estampa intolerable, pero dijo con voz amable:

-¡Buenas, Esther! Tampoco llego tan tarde, después de todo. ¡Espero que no te hayas aburrido tú sola! -Explicó el motivo de la ausencia: se había encontrado con un amigo al que llevaba un par de años sin ver, y éste había insistido en invitarlo a cenar en su casa.

Su mujer no dio señales de haber oído; seguía con la vista fija en el periódico que tenía delante.

-Supongo que recibirías mi telegrama -prosiguió Willoughby-, y que no me has esperado.

Ella arrugó el periódico con un ademán impetuoso y lo apartó. Levantó la cabeza, con unas mejillas que ardían de ira y una mirada oscura, mohína, retadora.

-Pues ¡sí que he esperado! -exclamó-. ¡Esperé casi hasta las ocho, antes de que me llegara el dichoso telegrama! ¿Así es como se comporta un «caballero», teniendo a su mujer aquí encerrada mientras él zascandilea por ahí con sus amiguitos?

Cuando Esther se enfadaba, cosa que ocurría con frecuencia, acusaba a Willoughby de comportarse como «un caballero», aunque eso era precisamente lo que, en otras ocasiones, más le gustaba de él. Pero esa noche le envenenaba la idea de que se había divertido sin ella; le acuciaba el miedo de que hubiera estado con otra mujer.

Willoughby, al escuchar la acusación, se resignó a lo inevitable. Nada de lo que hiciera evitaría la tormenta que se avecinaba; sus palabras sólo serían convertidas en nuevos agravios. Pero la triste experiencia le había enseñado que refugiarse en el silencio era todavía peor. Cuando Esther estaba de ese humor, lo mejor era echar combustible al fuego, para que la propia violencia de la conflagración lo consumiera.

Presentó todas las disculpas que pudo; Esther las aceptó, las deformó y se las devolvió con desdén. Le reprochó que ya no la quería; criticó la conducta de su familia, que ni se había hecho eco de la boda, y detalló todos los pormenores de la insolencia de la casera, la cual aquella mañana le había dicho que compadecía «al pobre señor Willoughby», y se había negado a salir a comprarle arenques para la comida.

Esther expresó todos los agravios y todas las afrentas, reales o imaginarios, desde el día en que se habían conocido, con una fluidez hija de la repetición frecuente, pues, a excepción de los insultos ese día añadidos, Willoughby ya había oído la letanía muchas veces.

Mientras ella rabiaba y él la miraba, recordó que antaño le había parecido hermosa. Había visto la belleza de su cabello castaño y encrespado, de sus intensos colores, de su boca carnosa y roja. Se puso a reflexionar... Una mujer puede carecer de belleza, se dijo, y ser amada...

Entretanto, Esther llegaba a un paroxismo de emoción, y sus nervios ya no resistieron. Prorrumpió en sollozos y empezó a verter lágrimas con la facilidad que le era característica. Al cabo de un instante tenía todo el rostro empapado, con grandes gotas que le discurrían por las mejillas a una velocidad cada vez mayor y que caían con un goteo audible en la mesa, de ahí a su regazo, y de ahí al suelo. Willoughby se había acostumbrado a esa abundancia de lágrimas, que antes había constituido un espectáculo sorprendente; lo que aún quedaba de sentimientos caballerosos, aún no extinguidos, en su seno, le impedía quedarse sentado, impertérrito, mientras una mujer lloraba, sin intentar consolarla. Al igual que en ocasiones anteriores, los gestos de paz fueron finalmente aceptados. Las lágrimas de Esther se secaron poco a poco, empezó a mostrarse algo compungida, quería que la perdonasen; tras el beso de la reconciliación, pasó a una fase de afecto efusivo quizá más arduo para la paciencia de Willoughby que todo lo que lo había precedido. «¿No me quieres?», preguntaba. «¿A que no me quieres?», repetía; él le aseguraba que la quería hasta que terminaba por odiarse. Por fin, sólo medio convencida, pero cansada de estar enfadada -y quizá también con un atisbo de compasión al ver el rostro demacrado de él-, accedía a soltarlo. Pero ¿qué iba a hacer él entonces?, preguntaba desconfiada. ¿Iba a escribir esas estúpidas historias suyas? Bien, tenía que prometer que no se quedaría despierto más de media hora, como máximo: sólo el rato de fumar una pipa.

Willoughby lo prometió, como habría prometido cualquier cosa con tal de tener media hora de paz y de soledad. Esther buscó las zapatillas que había tirado debajo de la mesa; rascó cuatro o cinco cerillas en la caja y las tiró hasta que consiguió encender una vela; la volvió a dejar para contemplar su imagen hinchada por el llanto en el espejo de la chimenea, y se echó a reír.

-¡Vaya! ¡Da miedo verme! -observó complacida, y volvió a llevarse las manos a los rizos despeinados. Entonces, inclinando tanto la vela que el sebo cayó en la alfombra, dio otro beso vehemente a Willoughby y salió de la habitación tras un fracasado intento de cerrar la puerta a su paso.

Willoughby se levantó para cerrarla, preguntándose por qué Esther hacía todas las cosas cotidianas con poca eficacia o mal. ¡Pardiez! ¡Qué irritado estaba! Le resultaba imposible escribir. Tenía que encontrar una salida para la impaciencia, romper o arreglar algo. Empezó a ordenar la sala, pero lo invadió una oleada de asco casi antes de empezar la tarea. ¿De qué servía? Al día siguiente todo estaría igual de mal que ahora. ¿De qué le iba a servir? Se sentó delante de la mesa y apoyó la cabeza en las manos.

Recordó unas imágenes del pasado, primero de la infancia. Volvió a ver su antigua casa, cuyos rincones conocía como la palma de la mano; reconstruyó en su pensamiento todos los muebles conocidos y los volvió a colocar tal y como estaban hacía muchos años. Pasó un dedo infantil por la superficie áspera de las ajadas butacas de terciopelo de Utrecht, y volvió a notar el fuerte olor de la lila que entraba por la ventana abierta del salón. Se deleitó de nuevo con el agradable ambiente intelectual creado por el primoroso sentido del orden de unas mujeres cultas, por la compañía de unos buenos cuadros, de unos buenos libros. Pero ese hogar se había roto años antes, esos queridos objetos familiares se habían dispersado a los cuatro vientos y nunca volverían a estar bajo el mismo techo; ahora vivía irremediablemente alejado de los parientes cercanos que aún le quedaban.

Entonces recordó el momento de su primer amor platónico, cuando adoraba postrado a Nora Beresford y, con el entusiasmo del verdadero fanático, dotaba a su ídolo de todos los atributos imaginables de virtud y ternura. Todavía pervivía un altar secreto en su corazón en el que la Dama de su ideal de juventud ocupaba el trono, aunque hacía mucho tiempo que se había dado cuenta de que él no tenía nada en común, en absoluto, con la Nora real. Por esa Nora real ya no albergaba sentimiento alguno, ella había desaparecido de su vida y de sus pensamientos; sin embargo, tan permanente es toda influencia, buena o mala, que subsistía el efecto que había ejercido en su carácter. Aquella noche se dio cuenta de que el modo en que ella lo había tratado tenía cierta importancia dentro de los diversos elementos que habían decidido su destino.

Después rememoró el año anterior y, curiosamente, le parecía el período más alejado de todos. Por esa misma época aquel año se encontraba especialmente fuerte, bien y contento. Había olvidado a Nora y se había dedicado al trabajo con ahínco. Sus gustos eran sensatos y sencillos, y sus lóbregas habitaciones amuebladas le parecían muy agradables a fuerza de costumbre. Como eran suyas, poseían un encanto mayor que un castillo ajeno. En ellas fumaba y estudiaba, en ellas había emprendido más de un viaje espléndido al país de los libros. También recordó muchas ocasiones en las que volvió a casa por las calles oscuras e inhóspitas y se encontró con un fuego brillante, con un mantel bien dispuesto, con una tarde de placer ideal; muchos crepúsculos de verano en los que meditaba delante de la ventana abierta, con la mirada perdida en los recovecos de la lima del vecino, en la que unos gorriones invisibles parloteaban con incesante alegría.

Siempre había sido propenso a soñar despierto; en el silencio de esas habitaciones, por las tardes, había convertido sus aventuras fantasmales en historias para las revistas; de ellas le habían llegado muchas negativas editoriales, pero en ellas también había recibido la noticia de su primer triunfo inesperado. Sus recuerdos más felices se conservaban en esas habitaciones destartaladas y mal amuebladas.

Ahora todo había cambiado. Ahora ya no podría ceder a la agradable indulgencia de un humor pasajero. Sus habitaciones y todo lo que tenía también le pertenecían a Esther. Ella había puesto peros a casi todas las fotografías, y las había quitado. Odiaba los libros y, si tenía la desafortunada ocurrencia de abrir uno delante de ella, empezaba a hablar de inmediato, por callado o arisco que hubiera sido su humor anterior. Si le leía en voz alta, ella bostezaba con desespero o le entraba la risa cuando no había causa razonable para ello. Al principio, Willoughby había intentado educarla y había acometido la empresa con esperanza. Es natural pensar que podemos convertir en lo que queramos a la mujer que nos ama. Pero Esther no tenía ganas de mejorar. Mostraba toda la complacencia de una mente analfabeta. A las correcciones amables del marido respondía con aspereza que ella creía que sus modales eran tan buenos como los de él; aunque a él no le gustara su pronunciación, qué más daba, pues era demasiado mayor para volver a la escuela. Willoughby abandonó el intento y, humillado por la fatuidad anterior, se dio cuenta de que era una necedad esperar que la convivencia de unas semanas cambiara o eliminara las impresiones de años, o más bien de generaciones.

Pero entonces se detuvo a reconocer una cosa curiosa: no sólo le irritaban las feas costumbres de Esther, sino que además otras costumbres irreprochables, que nunca habría advertido en otro, en ella le molestaban. No le gustaba cómo estaba de pie, cómo se sentaba en una silla, cómo se cogía las manos. Como un amante, era consciente de su cercanía aun sin verla. También como un amante, seguía con la mirada todos sus movimientos, reparaba en todos los cambios de la voz. Sin embargo, en lugar de sentir la fascinación del amante, todo le crispaba los nervios.

¿Qué significaba aquello? Esa noche la anomalía le incomodaba: estudió su posición. Era un hombre bastante joven, de tan sólo veintiséis años, casado con Esther y obligado a vivir con ella toda la vida: veinte, cuarenta, quizá cincuenta años más. Cada día de esos años lo pasaría junto a ella; ambos frente a frente, alma con alma; los dos solos en medio del mundo vertiginoso, ajetreado e indiferente. Aparentemente tan próximos; en realidad, tan alejados en todo aquello que da valor a la vida.

Willoughby exhaló un gemido. De la mujer que no amaba, a la que nunca había amado, no podía librarse; de eso se daba cuenta. El sentimiento que Esther le había inspirado, una extraña mezcla de caballerosidad mal entendida y vanidad halagada, llevaba muerto mucho tiempo; ¿qué sentimiento le suscitaba entonces? Porque ella no le resultaba indiferente, no, ni por un instante podía creer que le resultaba indiferente, ni por un instante podía apartarla del pensamiento. Cuando no estaba con ella, la seguía mentalmente con la mirada, con la misma insistencia con que la miraba físicamente al estar en su presencia. Para él, era el objeto primordial del universo, el centro en torno al cual giraba la rueda de la vida con una fidelidad atroz.

¿Qué significaba eso? ¿Qué podía significar?, se preguntó consternado.

Y el sudor se esparció en su frente y las manos se le enfriaron, porque, de pronto, vio la verdad como una palabra escrita en el mantel, delante de él. Esa mujer, con la que se había casado en lo bueno y en lo malo, le inspiraba una pasión ciertamente intensa, poderosísima, tan subyugante como el mismo amor... Cuando comprendió lo terrible de ese Odio, apoyó la cabeza entre los brazos y lloró, no lágrimas fáciles como las de Esther, sino lágrimas que brotaban de un reproche agónico, inútil".

Ella D'Arcy

martes, 1 de diciembre de 2015

"Crepúsculo en las Torres"

"Las fotografías de Mironenko que le habían enseñado a Ballard dis taban mucho de ser instructivas. Sólo en una o dos de ellas aparecía el rostro del hombre de la KGB, plenamente; las restantes eran en su ma yoría confusas y poco claras: delataban sus orígenes furtivos. Eso no preocupó demasiado a Ballard. Una larga experiencia, en ocasiones amarga, le había enseñado que el ojo estaba siempre demasiado dis puesto al engaño, pero existían otras facultades..., los restos de unos sentidos que la vida moderna había vuelto obsoletos... y que él había aprendido a poner en juego, para oler los síntomas más leves de trai ción. De esta capacidad se valdría cuando se encontrara con Mironen ko. Con ellos le arrancaría la verdad a aquel hombre.

¿La verdad? Ahí residía la cuestión más intrincada, porque, en este contexto, ¿acaso no era la sinceridad una fiesta móvil? Sergei Zakharovich Mironenko había sido Jefe de Sección de la Directiva S de la KGB durante once años, y había tenido acceso a la información más confiden cial sobre la dispersión de ilegales soviéticos en Occidente. Sin embar go, en las últimas semanas se había desencantado de sus amos actuales y había manifestado su consiguiente deseo de desertar al Servicio de Se guridad Británico. A cambio de los complicados esfuerzos que se ten drían que realizar por su culpa, se había ofrecido a actuar como agente dentro de la KGB durante un período de tres meses, concluido el cual lo conducirían al seno de la democracia y lo ocultarían donde sus vengati vos jefes supremos no lograran encontrarlo jamás. Le había tocado a Ballard encontrarse cara a cara con el ruso, en la esperanza de estable cer si la deslealtad de Mironenko para con su ideología era real o fingi da. La respuesta no vendría de labios de Mironenko, y Ballard lo sabía. sino de algún matiz de su comportamiento que sólo el instinto lograría comprender.

En otra época, Ballard habría encontrado fascinante el acertijo, cada uno de sus pensamientos vigilantes habrían dado vueltas al problema por descifrar. Pero tal compromiso había pertenecido a un hombre convencido de que sus actos ejercían un efecto significativo sobre el mundo. Ahora había ganado en experiencia. Los agentes del Este y del Oeste se dedicaban a sus trabajos secretos sin interrupción. Conspiraban, confabulaban, de vez en cuando (aunque raramente) derramaban sangre. Se producían derrotas, pactos especiales y victorias tácticas me nores. Pero al final las cosas seguían más o menos como siempre.

Esta ciudad, por ejemplo. Ballard había ido por primera vez a Berlín en abril de 1969. Entonces tenía veintinueve años; acababa de terminar el adiestramiento intensivo y estaba listo para vivir un poco. Aunque allí no se había sentido cómodo. La ciudad le resultó carente de encanto, a menudo desierta. Odell, su colega durante los dos primeros años, había tenido que probarle que Berlín era merecedora de sus afectos, y cuando Ballard cayó, quedó perdido para el resto de su vida. Se sentía más en casa en esta ciudad dividida que en Londres. Su desasosiego, su idealis mo fallido y —quizá lo más agudo de todo— su terrible aislamiento, se parecían mucho a él. La ciudad y él mantenían una presencia en un erial de ambiciones muertas.

Encontró a Mironenko en la Germalde Galerie, y sí, las fotografías habían mentido. El ruso parecía tener más de cuarenta y seis años, y se le veía más enfermo que en aquellos retratos robados. Ninguno de los dos hombres dio muestras de reconocerse. Recorrieron la colección de la galería durante una buena media hora; Mironenko demostró un inte rés marcado, aparentemente genuino, hacia las obras expuestas. Sólo cuando ambos estuvieron seguros de que no los observaban, el ruso abandonó el edificio y condujo a Ballard hasta el amable suburbio de Dahlem, a una casa segura, mutuamente acordada. Allí, en la cocina pequeña y sin calefacción se sentaron y hablaron.

El dominio del inglés de Mironenko era inseguro, o al menos eso pa recía, aunque Ballard tuvo la impresión de que sus esfuerzos por encon trar el sentido eran tanto tácticos como gramaticales. De haber estado él en la situación del ruso, muy bien podría haber presentado la misma fa chada; rara vez resultaba dañino parecer menos competente de lo que uno era. A pesar de las dificultades que tenía para expresarse, las decla raciones de Mironenko eran inequívocas.

—Ya no soy comunista —dijo humildemente — . No he sido miem bro del partido, al menos no aquí. —Se llevó el puño al pecho y agre gó— : Desde hace muchos años.

Sacó del bolsillo de la chaqueta un pañuelo blancuzco, se quitó un guante, y de entre los pliegues del pañuelo extrajo un frasco de tabletas. —Perdóneme —dijo, y con unos golpecitos sacó las tabletas de la bo tella—. Tengo dolores. En la cabeza y en las manos.

Ballard esperó hasta que se hubo tragado la medicación antes de preguntarle:
—¿Por qué empezó a dudar?
El ruso se guardó el frasco y el pañuelo en el bolsillo; su rostro esta ba falto de toda expresión.
— ¿Cómo llega un hombre a perder la... la fe? —preguntó a su vez—. ¿Acaso será porque he visto demasiado, o tal vez demasiado poco?

Observó el rostro de Ballard para comprobar si sus palabras titubeantes tenían algún sentido. Al no encontrar allí comprensión alguna, volvió a intentarlo.

—Creo que el hombre que no cree que está perdido, lo está.

La paradoja fue expresada de forma elegante; la sospecha de Ballard en cuanto al verdadero dominio de Mironenko del inglés se confirmó.

—¿Está usted perdido en estos momentos? —inquirió Ballard.

Mironenko no respondió. Se quitó el otro guante y se miró las ma nos. Las píldoras que se había tragado no parecían ejercer ningún efecto sobre el dolor del que se había quejado. Abrió y cerró los puños, como un artrítico que comprobara el avance de su enfermedad. Sin levantar la vista, dijo:

—Me enseñaron que el Partido tenía soluciones para todo. Eso me liberó del temor.
—¿Y ahora?
—¿Ahora? —repitió—. Ahora tengo unos extraños pensamientos. Me llegan de ninguna parte...
—Siga —lo animó Ballard.
—Tiene que conocerme por dentro y por fuera, ¿verdad? —Miro nenko ensayó una sonrisa forzada—. ¿Hasta lo que sueño?
—Sí —respondió Ballard.
—Nosotros haríamos lo mismo —replicó, asintiendo con la cabeza. Después de una pausa, agregó—: A veces he pensado que me partiría. ¿Entiende lo que digo? Que me rompería, porque dentro de mí llevo una rabia tan grande... Y eso hace que tenga miedo, Ballard. Creo que verán cuánto los odio. —Miró a su interrogador—. Tienen que darse prisa, o me descubrirán. Procuro no pensar en lo que harían. —Volvió a hacer una pausa. Se le había borrado del rostro todo vestigio de sonrisa, por más carente de humor que fuera—. La Directiva cuenta con Depar tamentos de los que ni siquiera yo estoy enterado. Hospitales especiales donde nadie puede entrar. Saben cómo despedazarle el alma a un hom bre.

Ballard, el pragmático de siempre, se preguntó si el vocabulario de Mironenko no era un tanto ampuloso. De haber estado él en manos de la KGB dudaba mucho que estuviera pensando en la satisfacción de su propia alma. Al fin y al cabo, era en el cuerpo donde se alojaban las ter minaciones nerviosas. Hablaron durante una hora o más; la conversación giró en torno de la política y los recuerdos personales, las trivialidades y la confesión—Acabada la entrevista, a Ballard no le cabía ninguna duda sobre la anti patía que Mironenko profesaba a sus amos. Era, como él mismo lo ha bía dicho, un hombre sin fe. Al día siguiente, Ballard se encontró con Cripps en el restaurante del Hotel Schweizerhof, y le presentó un informe oral sobre Miro nenko.

—Está dispuesto y espera. Pero insiste en que nos demos prisa en decidirnos.
— Era de suponer —comentó Cripps.

Ese día, el ojo de vidrio le molestaba; el aire frío, explicó, lo volvía lerdo. Se movía a una velocidad levemente inferior que su ojo verdade ro, y en ocasiones se veía obligado a darle un ligero toque con el dedo para ponerlo en movimiento.

—No permitiremos que nos metan prisas para tomar una decisión —dijo Cripps.
—¿Dónde está el problema? No tengo ninguna duda sobre su com promiso, ni sobre su desesperación.
—Ya te he oído —repuso Cripps—. ¿Quieres algo de postre?
—¿Es que dudas de mis evaluaciones? ¿Es eso?
—Toma algo dulce para terminar, así no me sentiré un perfecto réprobo.
—Crees que me equivoco con respecto a él, ¿verdad? —insistió Ba llard. Al ver que Cripps no contestaba, se inclinó sobre la mesa y volvió a insistir—: Es así, ¿verdad?
—Simplemente digo que tenemos motivos para ir con cuidado —re puso Cripps — . Si finalmente decidimos aceptarlo a bordo, los rusos se sentirán muy disgustados. Hemos de estar seguros de que el trato vale la pena como para soportar el mal tiempo que se nos avecina. En estos momentos, las cosas se presentan muy arriesgadas.
—¿Y cuándo no? —replicó Ballard—. Dime una sola ocasión en que no haya habido una crisis en perspectiva.

Se reclinó en la silla e intentó leer en el rostro de Cripps. El ojo de vi drio era, si acaso, más cándido que el verdadero.

—Estoy harto de este maldito juego —murmuró Ballard. —¿Por el ruso? —inquirió Cripps; su ojo de vidrio dio vueltas.
—Puede ser.
—Créeme —le dijo Cripps—, tengo buenos motivos para ir con cui dado con este hombre. —Dime uno.
—No hay nada comprobado.
—¿Qué tienes contra él? —insistió Ballard.
—Ya te lo he dicho, son rumores —repuso Cripps.
—¿Por qué no se me informó?
Cripps sacudió ligeramente la cabeza y repuso:
—En este momento es algo puramente académico. Me has propor cionado un buen informe. Sólo quiero que entiendas que si las cosas no salen como crees que deberían, no es porque no hayamos confiado en tus evaluaciones.
—Ya veo.
—No, no ves nada —dijo Cripps—. Te sientes torturado, y no te culpo del todo.
—¿Y ahora, qué? ¿Se supone que tengo que olvidar que conocí a ese hombre?
—No vendría nada mal —repuso Cripps—. Ojos que no ven, cora zón que no siente.

Estaba claro que Cripps no se fiaba de Ballard como para aceptar sus consejos. Aunque en la semana siguiente Ballard realizó discretamente diversas averiguaciones sobre el caso Mironenko, estaba cantado que alguien había advertido a su círculo habitual de contactos para que man tuvieran la boca cerrada. Tal como estaban las cosas, las siguientes noticias sobre el caso le lle garon a Ballard a través de las páginas de los diarios de la mañana, en un artículo sobre un cadáver hallado en una casa, cerca de la estación, en Kaiser Damm. En el momento de leer la noticia, no tenía forma de sa ber cómo podía estar ligada con Mironenko, pero la nota contenía deta lles suficientes como para despertar su interés. Por una parte, sospecha ba que la casa indicada en el artículo había sido utilizada en algunas oca siones por el Servicio; por otra, el artículo explicaba que dos hombres no identificados habían estado a punto de ser sorprendidos en el acto de sacar el cadáver de allí, con lo que se veía que aquél no era un crimen pasional.

Alrededor del mediodía fue a ver a Cripps a sus oficinas, con la espe ranza de obligarlo a darle alguna explicación, pero Cripps no estaba dis ponible, ni lo estaría, según le explicó la secretaria, hasta nuevo aviso; habían surgido ciertos asuntos en Munich que lo habían obligado a re gresar allí. Ballard le dejó dicho que quería hablar con él en cuanto re gresara. Cuando volvió a salir al aire frío, notó que se había ganado un admi rador: un individuo de cara delgada, cuyos cabellos se le habían retirado de la frente, dejándole una ridícula melena en la parte más alta de la ca beza. Ballard lo reconoció; lo había visto en el entorno de Cripps, pero no lograba ponerle nombre a la cara. Se lo proporcionaron rápidamente.

—Suckling —dijo el hombre.
—Ah, claro, hola —dijo Ballard.
—Creo que será mejor que hablemos, si tiene un momento —le ex plicó el hombre.

Su voz estaba tan contraída como sus facciones; Ballard no quería saber nada de sus chismorreos. Estaba apunto de rechazar la oferta, cuando Suckling le dijo:

—Supongo que se habrá enterado de lo que le pasó a Cripps.
Ballard negó con la cabeza. Encantado de poseer aquella piedra preciosa, Suckling agregó:
—Tenemos que hablar.

Caminaron por la Kantstrasse hacia el zoológico. La calle bullía de peatones que iban a comer, pero Ballard apenas reparó en ellos. La his toria que Suckling le desveló mientras caminaban exigía su absoluta atención. Se la refirió con sencillez. Al parecer, Cripps había arreglado un en cuentro con Mironenko para realizar su propia evaluación de la integri dad del ruso. La casa de Schöneberg, escogida para la reunión, había sido utilizada en varias ocasiones anteriores, y durante mucho tiempo se la había considerado como uno de los lugares más seguros de la ciudad. Sin embargo, la noche anterior quedó probado que no era así. Los hom bres de la KGB habían seguido a Mironenko hasta la casa y luego inten taron aguarles la fiesta. No había testigos que pudieran decir lo que ocu rrió después: los dos hombres que habían acompañado a Cripps, uno de los cuales era Odell, el antiguo colega de Ballard, habían muerto, y Cripps estaba en coma.

— ¿Y Mironenko? —inquirió Ballard.
—Se lo llevaron a la madre patria, al menos eso se presume —repuso Suckling encogiéndose de hombros.
Ballard olfateó un soplo de engaño en el hombre.
—Me conmueve que me mantenga usted al día —le comentó a Suc kling— . Pero ¿por qué?
—Odell y usted eran amigos, ¿no? —fue la respuesta—. Ahora que Cripps está fuera de circulación, ya no le quedan muchos.
—¿De veras?
—No es mi intención ofenderlo —se apresuró a aclarar Suckling—. Pero tiene usted reputación de disidente.
—Vaya al grano —le ordenó Ballard.
—No hay ningún grano —protestó Suckling—. Simplemente creí que tenía que enterarse de lo ocurrido. Con esto me estoy jugando el pescuezo.
—Buen intento el suyo —dijo Ballard.
Se detuvo. Suckling dio un paso o dos antes de volverse para encon trarse con un Ballard sonriente.
—¿Quién le ha enviado?
—Nadie —repuso Suckling.
—Muy astuto esto de ponerme al tanto sobre el chismorreo de la corte. Estuve a punto de creérmelo. Es usted muy verosímil.
El rostro de Suckling no era lo suficientemente rechoncho como para ocultar un tic en la mejilla.
—¿Por qué motivo sospechan de mí? ¿Creen que conspiro con Miro nenko? ¿Es eso? No, no creo que sean tan estúpidos.
Suckling sacudió la cabeza, como un médico en presencia de una en fermedad incurable, y dijo:
—Le gusta hacerse enemigos, ¿eh?
—Es un riesgo del oficio. No se me ocurriría dejar de dormir por eso. En realidad no lo hago.
—Hay cambios en el aire —dijo Suckling—. En su lugar, me asegu raría de tener las respuestas preparadas.
—A la mierda las respuestas —repuso Ballard cortésmente —. Creo que ya es hora de que prepare las preguntas adecuadas.

El que enviaran a Suckling para sondearlo olía a desesperación Querían información desde dentro, pero, ¿sobre qué? ¿Acaso creían de verdad que estaba relacionado con Mironenko o, lo que era peor, con la KGB misma? Dejó que se aplacara su resentimiento, porque levantaba demasiado barro y necesitaba aguas claras si quería encontrar el modo de salir de aquella confusión. De alguna manera, Suckling estaba per fectamente en lo cierto: tenía enemigos, y con Cripps de baja, era vulne rable. En tales circunstancias existían dos tipos de medidas. Podía re gresar a Londres y ocultarse, o quedarse en Berlín a esperar la siguiente maniobra por parte de ellos. Se decidió por esto último. El encanto del juego del escondite se fue difuminando rápidamente.

Al desviarse hacia el norte, en dirección a Leibnizstrasse, por el rabi llo del ojo vio el reflejo de un hombre de chaqueta gris en un escaparate. Fue un leve atisbo, pero tuvo la sensación de que conocía la cara de ese hombre. Se preguntó si le habrían asignado un perro guardián. Se dio la vuelta y sus ojos se encontraron con los de aquel hombre; sostuvo su mi rada. El sospechoso pareció incómodo y apartó la vista. Una actuación, quizá; aunque quizá no. Poco importaba, pensó Ballard. Que lo vigila ran todo lo que quisieran. Estaba libre de culpa. Siempre y cuando más acá de la locura existiera tal estado. Una extraña felicidad embargó a Sergei Mironenko; felicidad que había llegado sin ton ni son y que llenaba su corazón a rebosar. Hasta el día anterior, las circunstancias le habían parecido insopor tables. El dolor en las manos, la cabeza y la columna había empeorado lentamente, y ahora lo acompañaba una comezón tan conminatoria que había tenido que cortarse las uñas al ras para no producirse serios da ños. Había llegado a la conclusión de que su cuerpo se rebelaba en con tra de él. Ése era el pensamiento que había intentado explicarle a Ba llard: que se encontraba dividido, y que temía que pronto iba a quedar partido en dos. Pero hoy había desaparecido el temor.

Pero no los dolores. Eran peores que el día anterior. Los músculos y los ligamentos le dolían como si los hubieran trabajado más allá de los lí mites de su propio diseño; en todas las articulaciones tenía moretones donde la sangre había roto sus cauces, debajo de la piel. Pero la sensa ción de rebelión inminente había desaparecido para ser reemplazada por una lánguida tranquilidad. Y en su centro, una felicidad total. Cuando intentó reflexionar acerca de los últimos acontecimientos, descifrar qué había desatado esta transformación, su memoria le jugó sucio. Lo habían citado para encontrarse con el superior de Ballard, de eso se acordaba. Pero ya no recordaba si había acudido a la cita. La no che había quedado en blanco. Ballard sabría cómo estaban las cosas, reflexionó. Desde el principio le había caído bien y había confiado en el inglés; presintió que, a pesar de las muchas diferencias existentes entre ambos, se parecían más de lo esperado. Y se dejó guiar por ese instinto; encontraría a Ballard, de eso estaba seguro. El inglés se sorprendería de verlo, al principio se enfada ría incluso. Pero cuando le contara a Ballard la felicidad que acababa de encontrar, ¿acaso no le perdonaría sus pecados?

Ballard cenó tarde, y bebió hasta más tarde aún en El Cuadrilátero, un pequeño bar de travestidos al que había ido por primera vez con Odell, hacía ya casi veinte años. Sin duda, su guía había tenido la inten ción de probar su sofisticación mostrándole al colega bisoño la decaden cia de Berlín, pero Ballard, aunque nunca había experimentado ningún frisson sexual en compañía de la clientela del Cuadrilátero, se había sen tido inmediatemente como en casa. Respetaban su neutralidad; nadie intentaba abordarlo. Dejaban simplemente que bebiera y observara el desfile de géneros. Al ir allí, aquella noche, había despertado el fantasma de Odell, cuyo nombre sería borrado de las conversaciones por su relación con el asunto Mironenko. Ballard había asistido a ese proceso en otras ocasio nes. La historia no perdonaba los errores, a menos que fueran tan pro fundos que alcanzaran una especie de grandeza. Para los Odells del mundo, hombres ambiciosos que se habían encontrado, muy a pesar de ellos, en un callejón sin salida que no daba lugar a retirada alguna; para tales hombres no se pronunciarían bonitas palabras, ni se les concede rían medallas. Sólo existiría para ellos el olvido.

Aquellas reflexiones le produjeron melancolía, y bebió mucho para mantener sus ebrios pensamientos, pero cuando a eso de las dos de la madrugada salió a la calle, su depresión se encontraba obnubilada sólo a medias. Los buenos burgueses de Berlín hacía rato que estaban en la cama; al día siguiente había que ir a trabajar. El sonido del tráfico de la Kurfürstendamm era la única señal cercana de vida. Se dirigió hacia allí; sus pensamientos eran muy ligeros. Detrás de él, risas. Un muchacho, encantadoramente vestido de es trella de cine, pasó tambaleante por la acera, del brazo de su serio acompañante. Ballard reconoció al travestido, que era parroquiano del bar; el cliente, a juzgar por su traje sobrio, provenía de fuera de la ciu dad y deseaba saciar su sed de muchachos vestidos de chicas a espaldas de su esposa. Ballard siguió caminando. La risa del muchacho, de una musicalidad abiertamente forzada, le produjo dentera. Oyó a alguien correr cerca de allí; por el rabillo del ojo vio moverse una sombra. Seguramente sería su perro guardián. Aunque el alcohol le había obnubilado los instintos, sintió que despuntaba una cierta ansie dad, cuyas raíces no logró precisar. Siguió caminando. Unos temblores ligeros como plumas le recorrieron el cráneo.

Un poco más adelante, notó que la risa proveniente de la calle que había dejado atrás había cesado. Miró por encima del hombro, como es perando ver abrazados al muchacho y a su cliente. Pero habían desaparecido; se habían escabullido por uno de los callejones, sin duda, a con cluir su trato en la oscuridad. Cerca de allí, en alguna parte, un perro se había puesto a ladrar furiosamente. Ballard se dio la vuelta para obser var el camino por el que había venido, retando a la calle desierta a que le mostrara sus secretos. Fuera lo que fuese lo que le producía el zumbido en la cabeza y la comezón en las palmas de las manos, no era una ansie dad cualquiera. En la calle había algo extraño; a pesar de su aspecto ino cente, ocultaba ciertos terrores. Las luces brillantes de Kurfürstendamm se encontraban a unos mi nutos de distancia, pero no quería volverle la espalda a este misterio para refugiarse en ellas. Siguió caminando por donde había venido, len tamente. El perro ya no experimentaba alarma alguna, y había callado; por toda compañía tenía el sonido de sus pasos.

Llegó a la esquina del primer callejón y escudriñó en su interior. No había luces en las ventanas ni en los portales. No presintió ninguna pre sencia humana en la oscuridad. Cruzó el callejón y caminó hasta el si guiente. Un olor sensual flotó de repente en el aire, y se hizo más profu so cuando se acercó a la esquina. Mientras lo aspiraba, el zumbido de la cabeza se hizo más agudo, hasta alcanzar la amenaza del trueno. En la garganta del callejón titiló una luz solitaria, un magro relumbre proveniente de una ventana superior. Gracias a ella, vio el cuerpo del cliente del travestido, despatarrado en el suelo. Lo habían mutilado de una forma tan traumática que daba la impresión de que habían intenta do volverlo del revés. De las vísceras desparramadas, manaba un olor pleno en toda su complejidad. Ballard había visto muertes violentas en otras ocasiones, y se creyó indiferente al espectáculo. Pero algo en aquel callejón le había desaliña do la calma. Empezaron a temblarle las piernas. Entonces, más allá del haz luminoso, el muchacho habló. —En nombre de Dios... —dijo.

Su voz había perdido toda pretensión de femineidad, era un murmu llo de genuino terror. Ballard avanzó un paso por el callejón. Ni el muchacho ni el motivo de su susurrante plegaria fueron visibles hasta que hubo avanzado unos diez metros. El muchacho se encontraba medio sepultado entre las ba suras, junto a una pared. Le habían arrancado las lentejuelas y los tafe tanes; su cuerpo era pálido y asexuado. No pareció notar la presencia de Ballard: sus ojos estaban fijos en las más profundas sombras. A Ballard le temblaron aún más las piernas cuando siguió la mirada del muchacho; era lo máximo que podía hacer para impedir que los dientes le castañetearan. No obstante, continuó avanzando, no por el bien del muchacho (le habían enseñado que el heroísmo tenía poco mé rito), sino porque sentía curiosidad; más que curiosidad, estaba ansioso por ver qué clase de hombre era capaz de semejante violación fortuita. Ver cara a cara semejante ferocidad le pareció en ese momento lo más importante del mundo. El muchacho lo vio y murmuró una penosa súplica, pero Ballard apenas la oyó. Presintió que otros ojos lo miraban, y al posarse sobre él, fue como si lo hubieran golpeado. El ruido de la cabeza adquirió un rit mo enloquecedor, como el sonido de los rotores de un helicóptero. En segundos, se convirtió en un rugido enceguecedor.

Ballard se tapó los ojos con las manos y se tambaleó hacia atrás, con tra la pared, apenas consciente de que el asesino salía de su escondite (alguien removió la basura) y se aprestaba a huir. Sintió que algo lo ro zaba y abrió los ojos justo a tiempo para ver al hombre alejarse por el pasadizo. Parecía deformado; tenía como una joroba y la cabeza dema siado grande. Ballard le gritó, pero el enloquecido siguió corriendo; sólo se detuvo un momento para mirar el cadáver antes de continuar a toda velocidad hacia la calle. Ballard se apartó de la pared y se irguió. El ruido de la cabeza dismi nuyó un poco, el mareo se le pasaba. Detrás de él, el muchacho había comenzado a gemir.

— ¿Lo ha visto? ¿Lo ha visto?
— ¿Quién era? ¿Alguien a quien conocía usted?
El muchacho se quedó mirando a Ballard con sus enormes ojos pin tados, como un ciervo asustado.
— ¿Alguien...? —dijo.

Ballard se disponía a repetir la pregunta cuando oyó el chirrido de unos frenos, seguido del sonido de un impacto. El muchacho se cubrió con el roto trousseau, y Ballard volvió a la calle. Cerca de allí se oían vo ces; se dirigió hacia ellas a toda prisa. Atravesado en la calzada se en contraba un coche grande, con las luces encendidas. Alguien ayudaba al conductor a salir de su asiento, mientras sus pasajeros —venían de una fiesta a juzgar por los trajes y los rostros enrojecidos por la bebida— dis cutían furiosamente cómo había ocurrido el accidente. Una de las muje res hablaba de un animal que había visto en el camino, pero otro de los pasajeros la corrigió. El cuerpo que yacía en la cuneta, donde había sido arrojado por el impacto, no era el de un animal.

Ballard apenas había logrado ver al asesino en el callejón, pero supo instintivamente que era éste. No había rastro de las deformaciones que había creído distinguir; era sólo un hombre vestido con un traje que ha bía visto mejores épocas. Yacía boca abajo, en un charco de sangre. La policía había llegado ya, y un oficial le gritó que se apartara del cuerpo; Ballard pasó por alto la orden y se acercó para ver el rostro del muerto. En él no había muestras de la ferocidad que tanto había ansiado ver. Sin embargo, reconocía en él muchas cosas. Era Odell. Dijo a los oficiales que no había visto el accidente, lo que en esencia era cierto, y huyó de allí antes de que se descubrieran los hechos acaeci dos en el callejón adyacente. Al regresar a sus habitaciones, cada rincón le formulaba una nueva pregunta. La principal de todas: ¿por qué le habían mentido sobre la muerte de Odell? ¿Qué psicosis había hecho presa de él para que ma tara de la forma que Ballard había visto? Sabía que no obtendría la res puesta a estas pregunta de quienes en otras épocas fueran sus colegas. La única persona a la que hubiera podido arrancarle alguna respuesta era Cripps. Recordó la discusión que tuvieron sobre Mironenko. y «los motivos para tener cuidado» mencionados por Cripps en relación con el ruso. El ojo de vidrio había sabido entonces que había algo en el aire, aunque ni siquiera él mismo había logrado imaginar el grado del verdadero desastre. Dos agentes muy valiosos habían sido asesinados; Mironenko había desaparecido, supuestamente estaría muerto: él mis mo — si había de creer a Suckling— estaba al borde de la muerte. Todo aquello había comenzado con Sergei Zakharovick Mironenko. el hom bre perdido de Berlín. Al parecer su tragedia era contagiosa.

Ballard decidió que al día siguiente encontraría a Suckling y lo obli garía a darle alguna respuesta. Mientras tanto, le dolían la cabeza y las manos, y quería dormir. La fatiga le impedía razonar adecuadamente, y si en algún momento necesitó de esa facultad, era ahora. A pesar del agotamiento, el sueño tardó una hora o más en llegar, y cuando por fin lo hizo, no le sirvió de alivio. Soñó con unos susurros y, por encima de ellos, elevándose como para ahogarlos, el rugido de los helicópteros. En dos ocasiones despertó del sueño con la cabeza a punto de estallarle: y en las dos ocasiones, un ansia por comprender lo que decían los susurros lo devolvieron a la almohada. Cuando despertó por tercera vez. el ruido de las sienes se había vuelto acuciante: era como un asalto que arrasaba con todo pensamiento, y le hizo temer por su cordura. Casi incapaz de ver la habitación de tanto dolor, salió de la cama a rastras.

—Por favor... —murmuró, como si hubiera alguien que pudiera ayudarlo a superar su miseria.
De la oscuridad surgió una voz tranquila que le contestó:
— ¿Qué quieres?
No interrogó al interrogador, se limitó a decir:
— Que me quiten el dolor.
— Puedes hacerlo tú mismo —le informó la voz.
Se apoyó contra la pared, sosteniéndose la cabeza con las manos y llorando agónicas lágrimas. —No sé cómo.
— Los sueños son los que te causan dolor —repuso la voz—, has de olvidarlos. ¿Entiendes? Olvídalos, y el dolor cesará.

Entendió las instrucciones, pero no sabía cómo llevarlas a cabo. En el sueño no tenía ningún poder. Era él el objeto de esos murmullos, y no al revés. Pero la voz insistió.

— El sueño te hace daño, Ballard. Has de sepultarlo. Sepúltalo bien hondo.
—¿Sepultarlo?
—Haz con él una imagen, Ballard. Imagínatelo detalladamente.

Hizo lo que le ordenaban. Se imaginó un cortejo fúnebre, y un ataúd; dentro del ataúd, el sueño. Hizo que los enterradores cavaran bien hondo, tal como la voz le sugiriera, para que no pudiera nadie de senterrar jamás aquella dolorosa cosa. Pero cuando imaginó que baja ban el ataúd a la fosa, oyó que la tapa crujía. El sueño no se estaba quieto. Rechazaba el confinamiento. La tapa del ataúd comenzó a romperse.

—¡De prisa! —le urgió la voz.
El ruido de los rotores era ensordecedor. Empezó a manarle sangre de la nariz; sintió un sabor salado en la garganta.
—¡Acaba con él! —aulló la voz por encima del tumulto—. ¡Tápalo!
Ballard miró dentro de la fosa. El ataúd se sacudía.
—¡Tápalo, maldita sea!

Intentó obligar al cortejo fúnebre a que obedeciera; les exigió que empuñaran las palas y sepultaran aquella ofensiva cosa viviente, pero no le hicieron caso. En cambio, miraron fijamente hacia el interior de la tumba, igual que él. y observaron cómo el contenido del ataúd luchaba por alcanzar la luz.

—¡No! —exigió la voz, con creciente cólera—. ¡No debes mirar!
El ataúd bailó en la fosa. La tapa se astilló. Brevemente, Ballard lo gró ver algo brillante entre las maderas.
—¡Te matará! —gritó la voz.

Como para probar su aserción, el volumen del sonido se elevó hasta volverse insoportable, llevándose al cortejo fúnebre, el ataúd y todo lo demás en una llamarada de dolor. De repente, dio la impresión de que lo que la voz había dicho era verdad, que estaba al borde de la muerte. Pero no era el sueño el que conspiraba para matarlo, sino el centinela que habían apostado entre él y el sueño: aquella cacofonía que le destro zaba los sesos. Hasta ese momento no había notado que había caído al suelo, pos trado bajo aquel asalto. Tendió las manos ciegamente y encontró la pa red, se arrastró hasta ella; las máquinas seguían rugiendo detrás de sus ojos, la sangre se le agolpó en la cara. Se incorporó como pudo y comenzó a avanzar hacia el lavabo. A su espalda, la voz había logrado controlar su rabieta e iniciaba la exhorta ción desde el principio. Su sonido era tan íntimo que se volvió del todo con la esperanza de ver a su interlocutor; no se sintió defraudado. Por unos fugaces instantes le dio la impresión de encontrarse en una peque ña habitación sin ventanas, de blancas paredes. La luz era brillante y en el centro del cuarto estaba la cara de la que provenía la voz. Sonreía.

— Los sueños te dan dolor —dijo. Otra vez el primer mandamien to— . Entiérralos, Ballard, y el dolor habrá cesado.
Ballard lloraba como un niño; aquella mirada escrutadora le pro vocaba vergüenza. Apartó la mirada de su tutor, para ocultar las lá grimas.
— Confía en nosotros —le dijo otra voz, muy cercana—. Somos tus amigos.
No se fiaba de sus bonitas palabras. El dolor del que decían querer salvarlo era obra de ellos; era como una vara con la que le pegaban si los sueños volvían a surgir.
—Queremos ayudarte —dijo otra voz, o quizá la misma.
—No... —murmuró Ballard—. No, maldita sea... No..., no os... creo...

La habitación desapareció y volvió a encontrarse en el dormitorio, aferrado a la pared como un alpinista a la cara de un risco. Antes de que regresaran con más palabras, y más dolor, a tientas, llegó a la puerta del lavabo y ciegamente se abalanzó hacia la ducha. Por un momento, el pá nico se apoderó de él mientras buscaba los grifos; después, el agua salió a borbotones. Estaba terriblemente fría, pero puso la cabeza debajo del chorro, mientras la violencia embestida de los rotores intentaba destro zarle el cráneo. El agua helada le cayó por la espalda; dejó que la lluvia lo mojara como un torrente y, poco a poco, los helicópteros se fueron alejando. Aunque temblaba de frío, no se movió hasta que el último se hubo marchado; entonces, se sentó en el borde de la bañera, secándose el agua que le caía por el cuello, la cara y el cuerpo, y poco después, cuando sintió que sus piernas recuperaban las fuerzas, volvió al dormi torio. Se acostó sobre las mismas sábanas arrugadas, en la misma posición en que había yacido antes; sin embargo, nada era igual. No sabía qué había cambiado en él, ni cómo, pero así permaneció, sin que el sueño molestara su serenidad durante el resto de la noche. Intentó descifrar aquel enigma; poco antes del amanecer recordó las palabras que había balbuceado al encontrarse cara a cara con el engaño. Palabras simples, pero ¡cuánto poder encerraban!

—No os creo... —dijo; y los mandamientos temblaron.

Faltaba media hora para el mediodía cuando llegó a la pequeña em presa exportadora de libros que servía de tapadera a Suckling. Se sentía ingenioso, a pesar de la mala noche que había pasado; rápidamente lo gró engatusar a la recepcionista para que lo dejase pasar, y entró en el despacho de Suckling sin hacerse anunciar. Cuando Suckling vio al visi tante, saltó de su asiento como si le hubieran disparado.

—Buenos días —le dijo Ballard — . Creo que ya es hora de que ha blemos.
Los ojos de Suckling se posaron velozmente en la puerta del despa cho, que Ballard había dejado entreabierta.
—Lo siento, ¿hay corriente? —inquirió Ballard cerrando la puerta con suavidad—. Quiero vera Cripps.
Suckling paseó la vista por el mar de libros y manuscritos que ame nazaban con tragarse su escritorio y le preguntó:
—¿Cómo se le ocurre venir aquí? ¿Se ha vuelto loco? —Dígales que soy amigo, de la familia —sugirió Ballard. —No puedo creer que sea usted tan estúpido.
— Dígame cómo llegar hasta Cripps y me iré.
Suckling no le prestó atención y prosiguió con su andanada: —He tardado dos años en crearme esta tapadera. Ballard se echó a reír.
— ¡Informaré de esto, maldita sea!
—Debería hacerlo —repuso Ballard, levantando la voz—. Mientras tanto, ¿dónde está Cripps?
Aparentemente convencido de que estaba ante un loco, Suckling controló su ataque de ira y le dijo:
—Está bien, haré que alguien vaya a visitarlo y lo conduzca hasta él.
—No me parece bien —repuso Ballard.

En dos zancadas se acercó a Suckling y lo sujetó por la solapa. En diez años había pasado a lo sumo unas tres horas en compañía de Suckling, pero en su presencia no había habido un solo instante en el que no hubiera sentido unas ganas tremendas de hacer lo que se disponía a hacer en ese momento. Le apartó las manos de golpe y lo empujó contra la pared ta pizada de libros. Una pila de libros cayó al tocarla Suckling con el pie.

—Se lo repito, quiero ver al viejo.
—Quíteme sus sucias manos de encima —le ordenó Suckling, con redoblada furia porque lo habían tocado.
—Insisto, quiero ver a Cripps.
—Haré que le llamen la atención por esto. ¡Haré que lo echen!
Ballard se inclinó hacia la cara enrojecida y sonrió.
—De todas maneras yo estoy fuera. Han muerto varios, ¿lo recuer da? Londres necesita un chivo expiatorio, y creo que seré yo. —Suc kling se quedó de una pieza—. De modo que no tengo nada que perder, ¿verdad? —No hubo respuesta. Ballard se acercó más a Suckling y lo aferró con mayor fuerza—. ¿Verdad?
—Cripps ha muerto —le informó Suckling, perdiendo el valor.
—Lo mismo dijo de Odell —repuso Ballard sin soltarlo. Al oír aquel nombre, los ojos de Suckling se abrieron desmesuradamente — . Y lo vi anoche, en la ciudad.
—¿Vio a Odell?
—Claro que sí.

Al mencionar al hombre muerto, Ballard recordó la escena del calle jón. El olor del cuerpo, los sollozos del muchacho. Existían otras creen cias, pensó Ballard, más allá de la que una vez había compartido con la criatura que tenía debajo de él. Creencias cuyas devociones se cons truían con sangre y sudor, cuyos dogmas eran sueños. ¿Acaso no era la oración perfecta para bautizarse en esa nueva creencia con la sangre del enemigo? En algún rincón de su mente logró oír los helicópteros, pero no los dejó levantar vuelo. Se sentía fuerte; las manos, la cabeza, tenían fuerza. Cuando acercó las uñas hacia los ojos de Suckling, la sangre manó fácilmente. Debajo de la carne tuvo una visión momentánea de la cara, de los rasgos de Suckling desnudos hasta la esencia misma.

— ¿Señor?
Ballard miró por encima del hombro. La recepcionista estaba de pie. en el umbral de la puerta.
— Lo siento —se disculpó la muchacha, dispuesta a retirarse.
A juzgar por el sonrojo de la chica, era como si hubiese interrumpido una cita de amantes.
—Quédese —le ordenó Suckling—. El señor Ballard... ya se iba.
Ballard soltó a su presa. Surgirían otras oportunidades de cobrarse la vida de Suckling.
— Ya volveremos a vernos —le dijo.
Suckling sacó un pañuelo del bolsillo superior de la chaqueta y se lo apretó contra la cara.
—Cuente con ello —repuso.

Ahora irían por él, no le cabía ninguna duda. Era un elemento mo lesto, y lucharían por acallarlo lo antes posible. La idea no le disgustaba. Lo que habían intentado hacerle olvidar con el lavado de cerebro era más ambicioso de lo que había previsto; aunque le habían enseñado a enterrarlo muy hondo, estaba cavando para surgir a la superficie. Toda vía no lograba verlo, pero sabía que estaba cerca. En más de una oca sión, cuando iba camino de regreso a sus habitaciones, imaginó que. de trás de él, alguien lo observaba. Quizá lo seguían todavía, pero su instin to le indicaba lo contrario. La presencia que sentía cerca —tan cerca que a veces se encontraba justo a sus espaldas— era quizá otra parte de él. Se sintió protegido por aquella presencia, como si fuera un dios menor. En cierto modo había esperado encontrarse con un comité de recep ción en sus habitaciones, pero no había nadie. Estaba claro que Suck ling había tenido que demorar su llamada de alarma, o bien que la jerar quía superior continuaba discutiendo las tácticas. Se metió en los bolsi llos las escasas pertenencias que deseaba ocultar de los ojos calculadores del enemigo y abandonó otra vez el edificio sin que nadie hiciera nada por detenerlo.

Era una gran sensación estar vivo, a pesar del frío, que hacía que las calles mortecinas fueran más mortecinas aún. Sin motivo aparente, de cidió ir al zoológico; aunque durante veinte años había visitado la ciu dad en muchas ocasiones jamás había visto el zoológico. Mientras cami naba, se le ocurrió que nunca había sido tan libre como en ese momento en que se había despojado del poder como de una chaqueta vieja. Con razón le tenían miedo. Tenían motivos. La Kantstrasse estaba atestada, pero se abrió paso entre los tran seúntes con facilidad, como si presintieran una extraña certeza en él que los obligaba a apartarse. Al acercarse a la entrada del zoo, sin embargo, alguien tropezó con él. Se volvió para recriminar al muchacho, pero sólo alcanzó a verle la nuca cuando se confundía con la multitud que iba hacia Herdenbergstrasse. Sospechó que habían intentado robarle, y se registró los bolsillos. Encontró un trozo de papel en uno de ellos. No fue tan tonto como para examinarlo en el acto, sino que echó un vistazo a su alrededor para comprobar si reconocía al correo. El hombre ya había desaparecido.

Demoró la visita al zoo y se dirigió al Tiergarten; allí —en la espesu ra del gran parque— buscó un lugar donde leer el mensaje. Era de Mironenko, y le pedía una cita para hablar de un asunto de considerable ur gencia; le indicaba una casa en Marienfelde como lugar de encuentro. Ballard memorizó los detalles y destruyó la nota. Era perfectamente posible que la nota fuera una trampa, tendida por los de su bando o por los del opuesto. Quizá era una forma de poner a prueba su lealtad, o de manipularlo para hacerlo caer en una situación en la que pudieran despacharlo fácilmente. Sin embargo, a pesar de sus dudas, no le quedaba más remedio que acudir, en la esperanza de que quien lo citaba fuera en realidad Mironenko. Fueran cuales fuesen los peligros de aquel encuentro, no le resultaban del todo nuevos. En reali dad, y teniendo en cuenta las dudas que había abrigado durante tanto tiempo acerca de la eficacia de la visita, ¿no habían sido todas las citas concertadas por él unas citas a ciegas? Hacia el anochecer, el aire húmedo se espesó hasta formar una nie bla; cuando bajó del autobús en Hildburghauserstrasse ya se había apo derado de la ciudad, otorgándole al frío nuevos poderes para producir incomodidades.

Ballard avanzó rápidamente por las calles silenciosas. Apenas cono cía el barrio, pero su proximidad al Muro le había arrancado el escaso encanto que alguna vez pudo haber tenido. Muchas de las casas estaban deshabitadas, y las pocas que no lo estaban se encontraban cerradas a cal y canto para impedir el paso de la noche, el frío y las luces que brilla ban desde las torres de vigilancia. Sólo con la ayuda del mapa logró en contrar la callecita que indicaba la nota de Mironenko. En la casa no había luces. Ballard llamó con fuerza, pero en el ves tíbulo no oyó la respuesta de unos pasos. Había pensado ya en varias posibilidades, pero el que en la casa no le contestaran no había sido una de ellas. Volvió a llamar una y otra vez. Sólo entonces oyó ruidos en el interior; finalmente, le abrieron la puerta. El pasillo estaba pin tado de gris y marrón, e iluminado por una bombilla desnuda. El hombre cuya silueta quedó recortada contra el monótono interior no era Mironenko.

—¿Sí? ¿Qué quiere? —le preguntó.
Hablaba alemán con un claro acento moscovita.
—Busco a un amigo mío —respondió Ballard.
El hombre, que era casi tan ancho como el umbral de la puerta, negó con la cabeza.
—Aquí no hay nadie. Sólo estoy yo.
— Me dijeron...
—Se habrá equivocado de casa.

En cuanto el portero hubo hecho el comentario, desde el fondo del triste pasillo le llegaron unos ruidos. Alguien derribaba unos muebles y empezaba a gritar. El ruso miró por encima del hombro y se disponía a cerrarle la puer ta en la cara a Ballard, pero éste puso el pie entre la puerta y el marco y se lo impidió. Aprovechando la distracción del hombre, Ballard apoyó el hombro contra la puerta y empujó. Se encontró en el pasillo —en rea lidad ya lo había recorrido hasta la mitad— antes de que el ruso fuera en su persecución. Los ruidos habían aumentado, ahogados ahora por los chillidos de un hombre. Ballard siguió aquellos sonidos hasta dejar atrás los dominios de la solitaria bombilla y adentrarse en la oscuridad del fondo de la casa. En aquel punto habría muy bien podido perderse, pero justo en ese instante una puerta se abrió violentamente delante de él. La habitación tenía el suelo de madera roja; brillaba como si lo aca baran de pintar. Y apareció el decorador en persona. Le habían abierto el torso desde el cuello hasta el ombligo. Se apretaba con las manos el canal abierto, pero poco pudo hacer para detener el torrente; la sangre le brotaba a chorros, y junto con ella saltaron las vísceras. La mirada del hombre encontró la de Ballard; sus ojos estaban llenos de muerte a re bosar, pero su cuerpo aún no había recibido la instrucción de echarse y morir; avanzó a tientas, en un deplorable intento de huir de la escena de la ejecución.

Ballard se quedó petrificado ante el espectáculo que contemplaba, y el ruso logró darle alcance; lo sujetó y lo arrastró de vuelta al pasillo. gritándole a la cara. Ballard no entendió palabra de la asustada perorata en ruso, pero no hizo falta que le tradujeran lo que le decían aquellas manos que se cerraron alrededor de su garganta. El ruso no era tan há bil como él, y aunque en las manos tenía la fuerza de un experto estrangulador, Ballard no hubo de hacer ningún esfuerzo para sentirse supe rior a su contrincante. Apartó las manos que le apretaban el cuello y lo golpeó en la cara. Fue un golpe fortuito. El ruso cayó contra la escalera y dejó de gritar. Ballard se volvió a mirar la habitación roja. El muerto había desapa recido, aunque en el umbral de la puerta quedaban trozos de su carne. Desde el interior le llegó una carcajada. Ballard se volvió hacia el ruso y preguntó:

—En nombre de Dios, ¿qué es lo que ocurre?
El otro se limitó a mirar fijamente hacia la puerta abierta. Al hablar Ballard, las risas cesaron. Una sombra se movió sobre la pared manchada de sangre del interior, y una voz dijo:
—¿Ballard?
La voz era ronca, como si el hablante hubiera gritado un día y una noche enteros, pero era la voz de Mironenko.
—No se quede ahí fuera, hace frío —le dijo—; entre. Y traiga a Solomonov.
El ruso hizo un esfuerzo por llegar hasta la puerta principal, pero Ballard logró asirlo antes de que hubiera logrado dar un par de pasos.
—No hay nada que temer, camarada —le dijo Mironenko—, el pe rro se ha marchado.

A pesar de la frase tranquilizadora, Solomonov comenzó a sollozar cuando Ballard lo empujó hacia la puerta abierta. Mironenko tenía razón; adentro hacía más calor. Y no había señales del perro. Sin embargo, había sangre en abundancia. El hombre que Ballard había visto tambalearse en el umbral de la puerta había sido arrastrado de vuelta a aquel matadero mientras el inglés luchaba con Solomonov. El cuerpo había sido tratado con una atrocidad sorpren dente. Le habían abierto la cabeza a golpes; y por el suelo estaban des parramadas sus vísceras. Acuclillado en un oscuro rincón de aquel horrible cuarto se encon traba Mironenko. A juzgar por la hinchazón de la cara y del torso, lo ha bían golpeado sin piedad, pero en la cara sin afeitar se dibujó una sonri sa para su salvador.

—Sabía que vendría —le dijo. Posó la mirada en Solomonov—. Me siguieron. Supongo que tenían intención de matarme. ¿Era eso lo que pretendíais, camarada?

Solomonov negó con la cabeza, lleno de miedo. Sus ojos pasaron rá pidamente de la magullada cara redonda de Mironenko a los trozos de vísceras desperdigados por todas partes, sin encontrar refugio alguno.

— ¿Qué los detuvo? —inquirió Ballard.
Mironenko se puso de pie. Incluso aquel lento movimiento hizo es tremecerse a Solomonov.
—Díselo al señor Ballard —le ordenó Mironenko—. Dile lo que ocurrió. —Solomonov estaba demasiado aterrado para contestar—. Es de la KGB —le explicó Mironenko—. Los dos son de confianza. Pero se ve que no les tenían tanta confianza como para avisarles. Pobres idiotas. Los enviaron a asesinarme armados de un revólver y una plegaria. —Se echó a reír ante aquel pensamiento—. En estas circunstancias, ninguna de las dos cosas les sirvió de mucho.
—Déjame ir... —murmuró Solomonov — , te lo suplico. No diré nada.
—Dirás lo que ellos quieran que digas, camarada, tal como hacemos todos —repuso Mironenko—. ¿No es así, Ballard? ¿No somos esclavos de nuestra fe?
Ballard observó atentamente la cara de Mironenko; reflejaba una plenitud no del todo atribuible a las magulladuras. Un hormigueo pare cía recorrerle la piel.
—Nos han vuelto desmemoriados —dijo Mironenko.
—¿De qué nos olvidamos? —preguntó Ballard. —De nosotros mismos —fue la respuesta.

Al contestar, Mironenko salió de su mugriento rincón y se plantó en la luz. ¿Qué le habían hecho Solomonov y su compañero muerto? La carne de Mironenko era una masa de pequeñas contusiones, y en el cuello y las sienes tenía unos bultos ensangrentados que Ballard habría confun dido con moretones, de no haberlos visto palpitar, como si algo anidara debajo de la piel. Sin embargo, Mironenko no dio señales de incomodi dad cuando tendió la mano hacia Solomonov. Al tocar al frustrado ase sino, éste perdió el control de la vejiga, pero las intenciones de Miro nenko no eran asesinas. Con una pavorosa ternura le quitó una lágrima que se deslizaba por la mejilla de Solomonov.

—Vuelve con ellos —aconsejó al tembloroso hombre —. Cuéntales lo que has visto.
Solomonov apenas podía creer lo que oía, o bien sospechó —igual que Ballard— que aquel perdón era una trampa, y que cualquier intento por alejarse de allí provocaría unas consecuencias fatales. Pero Mironenko insistió.
—Vete. Déjanos, por favor. ¿O preferirías quedarte y comer?
Solomonov dio un solo paso vacilante hacia la puerta. Al comprobar que no le había caído ningún golpe, dio otro paso, y un tercero, y luego salió por la puerta y se marchó.
— ¡Cuéntales! —les gritó Mironenko. Se oyó un portazo.
—¿Contarles qué? —preguntó Ballard.
—Que he recordado —repuso Mironenko—. Que he encontrado la piel que me habían robado.
Por primera vez desde que entrara en la casa, Ballard comenzó a sentir náuseas. No eran ni por la sangre ni por los huesos que yacían a sus pies, sino por la mirada de Mironenko. En una ocasión había visto unos ojos igual de brillantes. Pero ¿dónde?
—Usted... —dijo en voz baja—, usted lo ha hecho.
— Por supuesto —repuso Mironenko.
—¿Cómo? —preguntó Ballard. En la cabeza comenzó a retumbarle un estruendo familiar. Intentó no prestarle atención y quiso obligar al ruso a darle una explicación —. ¿Cómo, maldita sea?
—Somos iguales —repuso Mironenko—. Lo huelo en usted.
—No —negó Ballard.
El clamor aumentaba.
— Las doctrinas no son más que palabras. Lo que importa no es lo que nos enseñan, sino lo que sabemos, en lo más hondo, en el alma.

En otra ocasión había hablado del alma, de los lugares que sus amos habían construido para destrozar a los hombres. Entonces, Ballard lo había tomado como una extravagancia, pero ya no estaba tan seguro. ¿Qué otra finalidad tenía el cortejo fúnebre sino la de subyugar una par te secreta de él? La parte más honda, el alma. Antes de que Ballard lograra encontrar las palabras para expre sarse, Mironenko quedó inmóvil; sus ojos relucían con mayor brillo que nunca.

—Están afuera —le dijo.
— ¿Quiénes?
—¿De veras importa? —inquirió el ruso encogiéndose de hom bros—. Los suyos, los míos. Da igual, cualquiera de los dos bandos nos acallará, si puede.
Era verdad.
—Hemos de darnos prisa —dijo, y se dirigió al pasillo.

La puerta principal estaba entreabierta. Mironenko se plantó ante ella en unos segundos. Ballard lo siguió. Juntos se escabulleron hacia la calle. La niebla había espesado. Remoloneaba alrededor de las farolas, ensuciando su luz, convirtiendo cada portal en un escondite. Ballard no esperó para tentar a los perseguidores a que salieran, sino que siguió a Mironenko, que ya le llevaba bastante ventaja; se movía con rapidez, a pesar de su corpulencia. Ballard tuvo que acelerar el paso para no per der de vista al hombre. Lo distinguía un momento, y al momento si guiente se perdía, envuelto en la niebla. La zona residencial que atravesaron dio paso a unos edificios anóni mos, depósitos tal vez, cuyas paredes sin ventanas se elevaban en la den sa oscuridad. Ballard le gritó para que aminorara su baldada marcha. El ruso se detuvo y se volvió hacia Ballard; su perfil osciló en la luz asedia da. ¿Sería una jugarreta de la niebla, o acaso el estado de Mironenko se había deteriorado desde que abandonaran la casa? Daba la impresión de que su cara se caía a pedazos; los bultos del cuello se habían hinchado todavía más.

—No tenemos que correr —le dijo Ballard—. No nos siguen.
—Siempre nos siguen —respondió Mironenko.
Para confirmar la observación, Ballard oyó en una calle cercana unos pasos amortiguados por la niebla.
—No hay tiempo para discutir —murmuró Mironenko, se volvió en redondo y echó a correr.

En unos segundos, la niebla volvió a encerrarlo en su secreto. Ballard titubeó un momento más. Aunque sabía que era una impru dencia, quiso ver a sus perseguidores para reconocerlos en un futuro. Pero mientras las suaves pisadas de Mironenko se fueron acallando con la distancia, notó que los otros pasos también habían cesado. ¿Sabrían que los estaba esperando? Contuvo el aliento, pero no recibió señales de ellos. La niebla criminal siguió remoloneando. Al parecer, se encon traba solo, envuelto en ella. A regañadientes, desistió de su propósito y fue tras el ruso a toda carrera. Unos metros más adelante, el camino se bifurcaba. En ninguna de las dos direcciones vio señales de Mironenko. Maldiciendo la estupidez que lo obligó a demorarse, Ballard se internó por el camino en el que la mortaja de la niebla era más densa. La calle era breve y terminaba en un muro tapizado de púas; detrás del muro había una especie de parque. La niebla se aferraba a este espacio de tierra húmeda con más tenacidad que en la calle, y Ballard no lograba ver más que un par de metros de la parte del jardín en el que se hallaba. Su intuición le decía que había es cogido el camino correcto, que Mironenko había escalado el muro y que lo esperaba en alguna parte, muy cerca. A sus espaldas, la niebla guar daba silencio. Sus perseguidores habían perdido su pista o bien habían equivocado el camino o las dos cosas. Subió al muro evitando a duras penas las púas, y se dejó caer del lado opuesto.

La calle le había parecido tan silenciosa que hubiera podido oír el ruido de un alfiler al caer, pero en realidad no era así, porque en el inte rior del parque había un silencio aún mayor. Allí, la niebla era más fría, y se cernía sobre él con más insistencia a medida que avanzaba por el césped humedecido. El muro que había dejado atrás —su único punto de referencia en aquel erial— se convirtió en un fantasma y acabó por desaparecer. Condenado ya, avanzó unos cuantos pasos, sin tener la certeza de seguir un camino recto. De repente, la cortina de niebla se abrió y vio una figura que lo esperaba a unos metros de distancia. Las magulladuras le desfiguraban de tal manera la cara que Ballard no ha bría reconocido a Mironenko a no ser por los ojos que seguían ardiendo, brillantes. El hombre no esperó a Ballard, sino que se volvió y salió a medio galope hacia la insolidez, dejando al inglés detrás, que lo siguió maldicien do la persecución y la presa. En ese momento sintió un movimiento muy cerca. Sus sentidos de nada le sirvieron en el cerrado abrazo de la niebla y la noche, pero vio con esos otros ojos, oyó con esos otros oídos y supo que no estaba solo. ¿Acaso Mironenko había abandonado la carrera y había vuelto para escoltarlo? Pronunció su nombre, consciente de que al hacerlo revelaría su situación a cualquiera y a todos, pero igualmente seguro de que quienquiera que lo acechase ya sabía exactamente dónde estaba.

—Hable —le dijo.

De la niebla no surgió respuesta alguna. Entonces, otro movimiento. La niebla se enroscó sobre sí misma y Ballard divisó entre sus divididos velos una silueta. ¡Mironenko! Volvió a gritar su nombre, y dio unos cuantos pasos en la lobreguez; de repente, alguien avanzó hacia él. Vio al fantasma sólo por un mo mento, el suficiente como para ver unos ojos incandescentes y unos dientes tan enormes que deformaban la boca, convertida en una mueca permanente. De esos dos hechos —dientes y ojos— tuvo una certeza plena. De las demás rarezas —el vello erizado, los monstruo sos miembros— no estuvo tan seguro. Tal vez su mente, exhausta por el ruido y el dolor, había terminado por perder todo asidero con el mundo real, e inventaba terrores para asustarlo y hacerlo volver a la ig norancia.

—¡Maldición! —exclamó, desafiando al trueno que volvía para en ceguecerlo otra vez y a los fantasmas que no lograría ver.

Como para poner a prueba su desafío, la niebla rieló y se abrió, y algo que hubiera podido ser humano, pero que yacía con el vientre en el suelo, se mostró furtivamente y desapareció. A su derecha oyó unos gruñidos; a su izquierda apareció otra silueta indeterminada y se desva neció. Al parecer, estaba rodeado de locos y perros salvajes. ¿Y Mironenko, dónde estaría? ¿Formaría parte de aquel grupo, o sería presa de él? Al oír a su espalda una palabra pronunciada a medias, se volvió en redondo y vio una figura que, claramente, era la del ruso, pero volvió a ocultarse en la niebla. Esta vez la persiguió a la carrera, y su velocidad se vio recompensada. La figura reapareció ante él; Ballard tendió la mano para aferrar la chaqueta del hombre. Sus dedos encon traron un asidero y, de golpe, Mironenko se olvidó; un gruñido escapó de su garganta, y Ballard se quedó mirando fijamente una cara que casi le arrancó un grito. Su boca era una herida fresca, los dientes enormes, los ojos unas rajas de oro fundido; los bultos del cuello se habían hincha do y extendido, y la cabeza del ruso ya no surgía del cuerpo sino que for maba parte de una energía indivisa, se convertía en torso sin que entre ambos hubiera interrupción alguna.

—Ballard — dijo la bestia con una sonrisa.
La voz se aferraba a la coherencia con gran dificultad, pero Ballard logró captar en ella algún vestigio de la de Mironenko. Cuanto más ex ploraba la carne ardiente, más crecía su asombro.
—No tenga miedo —le dijo Mironenko.
—¿Qué enfermedad es ésta?
—La única enfermedad que padecía era la del olvido, y ya estoy cu rado. ..

Al hablar hizo unas muecas, como si cada palabra se formara contra riando los instintos de su garganta. Ballard se llevó la mano a la cabeza. A pesar de la aversión que le producía el dolor, el ruido aumentaba cada vez más. —También usted lo recuerda, ¿verdad? Es igual que yo.
—No —balbució Ballard.
Mironenko tendió hacia él una mano erizada de pelos para tocarlo y le dijo:
—No tema, no está solo. Somos muchos. Hermanos todos.
—No soy su hermano —protestó Ballard.
El ruido era tremendo, pero era peor la cara de Mironenko. Asquea do, le volvió la espalda, pero el ruso se limitó a seguirlo.
—¿Acaso no saborea la libertad, Ballard? Y la vida. Está al alcance de la mano.
Ballard continuó caminando; comenzó a sangrarle la nariz. No hizo nada por impedirlo.
—Sólo duele durante unos momentos —le explicó Mironenko— Después, el dolor desaparece...
Ballard mantuvo la cabeza gacha y los ojos fijos en el suelo. Al ver que sus palabras no surtían efecto. Mironenko se quedó atrás.
— ¡No permitirán que vuelva! —le gritó—. Ha visto usted dema siado.
El rugido de los helicópteros no logró acallar aquellas palabras. Ba llard sabía que encerraban la verdad. Vaciló, y a través del ruido oyó que Mironenko murmuraba:
—Mire...
La niebla se había vuelto menos densa, y a través de los jirones de bruma logró ver la pared del parque. Detrás de él, la voz de Mironenko se había convertido en un gruñido.
—Mire lo que es.

Los rotores rugían; Ballard sintió como si las piernas fueran a do blársele. Pero siguió avanzando hacia el muro. Cuando estuvo a unos metros de él, Mironenko volvió a llamarlo, pero ya no con palabras. Sólo oyó un rugido muy quedo. Ballard no logró resistir la tentación de mirar, aunque sólo fuera una vez. Y miró por encima del hombro. La niebla volvió a confundirlo, pero no del todo. Durante unos mo mentos que fueron a la vez eternos y excesivamente breves, Ballard vio en toda su gloria la cosa que había sido Mironenko; al verlo, el sonido de los rotores aumentó a un nivel ensordecedor. Se tapó la cara con las manos. En ese momento sonó un disparo, luego otro, y luego una ráfa ga. Cayó al suelo abatido por la debilidad, así como para defenderse; se descubrió la cara y en la niebla vio moverse a varias siluetas humanas. Aunque se había olvidado de sus perseguidores, ellos no se habían olvi dado de él. Lo habían seguido hasta el parque, se habían internado en el corazón de aquella locura, y ahora se encontraban perdidos en la niebla los hombres, los medio hombres y unas cosas que ya no lo eran, y por to das partes reinaba la confusión. Vio a un tirador disparando a una som bra, y acto seguido apareció ante él un aliado con un tiro en el estóma go; vio aparecer una cosa a cuatro patas y la vio desaparecer erguida en dos; vio a otra correr riendo a través del hocico y llevando una cabeza humana agarrada por el pelo. Él también quedó envuelto en la confu sión. Temiendo por su vida, se incorporó y, tambaleándose, regresó al muro. Prosiguió la sucesión de gritos, disparos y gruñidos; a cada paso esperaba toparse con una bala o una bestia. Logró llegar al muro con vida e intentó escalarlo, pero le fallaba la coordinación. No le quedo más remedio que seguir el muro en toda su extensión hasta llegar al portal.

Detrás de él proseguían las escenas de desenmascaramiento, trans formación e identidad errada. Sus debilitados pensamientos volvieron brevemente a Mironenko. ¿Acaso él, o cualquiera de su tribu, sobrevi virían a esta masacre?

—Ballard —dijo una voz en la niebla.

Al principio no logró recordar su nombre. Su mente vagaba como un niño extraviado, aunque su interrogador le exigía una y otra vez que prestara atención, habiéndole como si fueran viejos amigos. Y en ver dad su ojo errante tenía un no sé qué de familiar, pues seguía su camino con más lentitud que su compañero. Por fin se acordó del nombre.

—Tú eres Cripps —le dijo.
—Claro que soy Cripps —repuso el hombre—. ¿Es que la memoria te está jugando una mala pasada? No te preocupes. Te he administrado unos supresores, para impedir que perdieras el equilibrio. Aunque no lo creo probable. Has luchado con el bando correcto, Ballard, a pesar de las considerables provocaciones. Cuando pienso en la forma en que mu rió Odell... — Suspiró—. ¿ Recuerdas algo de lo de anoche?
Al principio, su mente estaba en blanco. Pero luego, los recuerdos comenzaron a llegar. Unas formas vagas moviéndose en la niebla.
—El parque —dijo, por fin.
—Llegué a tiempo para sacarte. Sólo Dios sabe cuántos han muerto.
— ¿El otro..., el ruso...?
—¿Mironenko? —sugirió Cripps—. No lo sé. Ya no estoy al cargo, simplemente intervine para salvar lo que pude. Tarde o temprano, Lon dres volverá a necesitarnos. En especial ahora que saben que los rusos cuentan con un cuerpo especial como el nuestro. Ya nos habían llegado rumores, y cuando te entrevistaste con él, comenzamos a sospechar de Mironenko. Por eso organicé la cita. Y cuando lo vi cara a cara, lo supe. Tenía algo en los ojos, algo hambriento.
—Lo vi cambiar...
—Sí, todo un espectáculo, ¿no? Hay que ver la fuerza que desata. Por eso desarrollamos el programa, para aprovechar esa fuerza y usarla a nuestro favor. Pero es difícil de controlar. Llevó años de terapia supresiva, hubo que enterrar lentamente el deseo de transformación, para quedarnos con un hombre con las facultades de la bestia. Un lobo con piel de cordero. Creímos que habíamos resuelto el problema: si los sis temas de creencias no mantenían dominado al sujeto, lo haría la respuesta dolorosa. Pero nos equivocamos. —Se puso de pie y se dirigió a la ventana—. Ahora tenemos que empezar de nuevo.
—Suckling dijo que te habían herido.
—No. Simplemente me degradaron. Me ordenaron que volviera a Londres.
—Pero no volverás.

No logró ver a su interlocutor, aunque reconoció su voz. La había o en sus delirios, y le había mentido. Sintió un pinchazo en el cuello. El hombre se le había acercado por detrás y le había metido la aguja. —Duerma —le dijo la voz. Y con aquella palabra llegó el olvido.

—No, ahora que te he encontrado, no. —Miró a Ballard de arriba a abajo—. Eres mi vindicación, Ballard. Eres una prueba viviente de que mis técnicas son viables. Tienes pleno conocimiento de tu estado, pero la terapia te mantiene dominado.

Se volvió hacia la ventana. La lluvia golpeaba el cristal. Ballard la sentía casi en la cabeza, en la espalda. Lluvia dulce, fresca. Por un di choso momento, le pareció correr bajo la lluvia, cerca del suelo, y el aire se llenaba de los aromas que el chubasco arrancaba al asfalto.

—Mironenkodijo...
—Olvídate de Mironenko —le aconsejó Cripps—. Está muerto. Tú eres el último del antiguo orden, Ballard. Y el primero del nuevo.
Abajo sonó el timbre. Cripps se asomó a la ventana y miró hacia la calle.
—Vaya, vaya —dijo—. Una delegación que viene a rogarnos que volvamos. Espero que te sientas halagado. —Se dirigió a la puerta—. Quédate aquí. No hace falta que te exhibamos esta noche. Estás cansa do. Que esperen, ¿no? Que suden.

Abandonó la habitación, cerrando la puerta tras de sí. Ballard oyó sus pasos en la escalera. Llamaron otra vez al timbre. Se levantó y fue hasta la ventana. La lasitud de la luz del atardecer concordaba con su propia lasitud; la ciudad y él compartían la misma armonía, a pesar de la maldición que pesaba sobre él. Abajo, un hombre salió del asiento tra sero de un coche y se acercó a la puerta principal. Incluso desde ese án gulo agudo, Ballard reconoció a Suckling. Se oyeron voces en el pasillo; al aparecer Suckling, la discusión se tornó más acalorada. Ballard fue hasta la puerta y escuchó, pero no lo gró entender demasiado, porque las drogas le obnubilaban la mente. Rogaba porque Cripps mantuviera su palabra y no les permitiera verlo. No quería ser una bestia como Mironenko. Aquello no era la libertad. Ser tan horrible no era la libertad: simplemente era una clase distinta de tiranía. Tampoco quería convertirse en el primero de la nueva y heroica orden de Cripps. Comprendió que no pertenecía a nadie, ni siquiera a sí mismo. Se encontraba irremediablemente perdido. Sin embargo, ¿acaso no había dicho Mironenko, durante aquella primera cita, que el hombre que no se creía perdido, estaba perdido? Quizá mejor así —mejor existir en el crepúsculo, entre un estado y el otro, prosperar lo mejor que podía con la duda y la ambigüedad— que sufrir las certezas de la torre.

La discusión cobró mayor impulso. Ballard abrió la puerta para oír mejor. Le llegó la voz de Suckling. Su tono era colérico, pero no por eso menos amenazante.

—Se acabó —le decía a Cripps—. ¿Es que no entiende el inglés? —Cripps intentó protestar, pero Suckling lo interrumpió—. O nos acompaña de un modo pacífico, o Gideon y Sheppard lo sacarán a la fuerza. ¿Qué elige?
—¿Qué es esto? —inquirió Cripps—. Usted no es quién, Suckling— Es usted un segundón cualquiera.
—Eso era ayer —repuso el hombre—. Se han producido ciertos cam bios. A todos nos llega el turno, ¿no es así? Usted debería saberlo mejor que nadie. En su lugar, me llevaría un impermeable. Está lloviendo.
Se produjo un breve silencio, luego Cripps dijo:
—Está bien, les acompañaré.
—Así se hace —dijo Suckling con suavidad—. Gideon, sube a echar un vistazo.
—Estoy solo —dijo Cripps.
—Le creo —comentó Suckling. Y dirigiéndose a Gideon, agregó—: De todos modos, sube.

Ballard oyó a alguien cruzar el pasillo, y luego una serie repentina de movimientos. Cripps intentaba huir o atacar a Suckling, o ambas cosas. Suckling gritó; se produjo un forcejeo. En medio de la confusión, sonó un solo disparo. Cripps lanzó un grito, y luego se oyó el ruido que hizo al caer. Acto seguido, la voz de Suckling gritó enfurecida:

—Estúpido, estúpido.
Cripps masculló algo que Ballard no logró captar. ¿Acaso le habría pedido que lo remataran? Suckling le contestó:
—No, volverá a Londres. Sheppard, córtale la hemorragia. Gideon, sube.

Ballard se apartó del descansillo de la escalera cuando Gideon inició el ascenso. Se sentía lento e inepto. No había forma de salir de aquella trampa. Lo arrinconarían y acabarían con él. Era una bestia; un perro enfurecido y ofuscado. Ojalá hubiera matado a Suckling cuando tenía fuerzas para hacerlo. Pero ¿de qué habría servido? El mundo estaba lle no de hombres como Suckling, hombres que esperaban que les llegara la hora para mostrar su verdadera naturaleza; hombres viles, blandos, secretos. De repente, la bestia comenzó a moverse dentro de Ballard, y pensó en el parque y la niebla, y en la sonrisa que había visto en la cara de Mironenko; sintió que lo embargaba la pena por algo que nunca ha bía tenido: la vida de un monstruo. Gideon se encontraba casi en lo alto de la escalera. Aunque eso sólo demoraría lo inevitable por unos momentos, Ballard se deslizó por el re llano y abrió la primera puerta que encontró. Era el cuarto de baño. En la puerta había un pestillo y lo corrió.

El cuarto se llenó del sonido del agua corriente. Se había roto un tro zo del tubo de desagüe y por él caía un torrente de agua de lluvia sobre el alféizar de la ventana. Aquel sonido y el frío del cuarto de baño le re cordaron la noche de los delirios. Recordó el dolor y la sangre, recordó la ducha —el agua golpeándole el cráneo, aliviándole el dolor amansa dor—. Al pensarlo, cuatro palabras surgieron de sus labios, incontro ladas.

—No me lo creo.
Gideon le oyó.
—Hay alguien aquí arriba —gritó Gideon.
El hombre se acercó a la puerta y la aporreó.
—¡Abra!
Ballard lo oyó con toda claridad, pero no contestó. Le quemaba la garganta, y el rugido de los rotores volvía a aumentar. Desesperado, se recostó contra la puerta. Suckling tardó unos segundos en subir la escalera y plantarse delante de la puerta.

—¿Quién está ahí dentro? —exigió saber— ¡Conteste! ¿Quién es?
Al no obtener respuesta, ordenó que subieran a Cripps. Se produjo un mayor alboroto cuando la orden fue obedecida.
—Por última vez... —amenazó Suckling.

En la cabeza de Ballard, la presión fue en aumento. Esta vez daba la impresión de que el ruido tenía intenciones letales; le dolían los ojos, como si estuvieran a punto de saltárseles de las órbitas. En el es pejo que había encima del lavabo logró vislumbrar algo, una cosa con ojos relucientes, y otra vez surgieron las palabras, «No me lo creo», pero esta vez su garganta, ocupada en otros menesteres, apenas logró pronunciarlas.

—Ballard —dijo Suckling. El nombre sonó a triunfo—. Dios mío, también tenemos a Ballard. Es nuestro día de suerte.

No, pensó el hombre reflejado en el espejo. Ahí dentro no había na die con ese nombre. En realidad, carecía de nombre, porque ¿no eran acaso los nombres el primer acto de fe, la primera tabla del ataúd en el que se enterraba la libertad? La cosa en la que se estaba convirtiendo era innombrable, no podía ser encerrada en un ataúd, ni sepultada. Nunca jamás. Por un momento dejó de ver el cuarto de baño, y se encontró revolo teando sobre la tumba que le habían obligado a cavar, y en las profundi dades bailaba el ataúd mientras su contenido pugnaba por impedir su prematuro enterramiento. Logró oír cómo se astillaba la madera, ¿o se ría el ruido producido por la puerta al ser derribada? La tapa del féretro se hizo pedazos. Una lluvia de clavos cayó sobre las cabezas de los miembros del cortejo fúnebre. El ruido, como si su piera que sus tormentos habían sido infructuosos, desapareció de repen te, y con él los delirios. Se encontró otra vez en el cuarto de baño, frente a la puerta abierta. Los hombres que lo miraban tenían cara de tontos. Estupefactos por la sorpresa de contemplar el cambio producido. De contemplar el hocico, los pelos, los ojos dorados y los dientes amarillos. Sintió alborozo al ver el horror de aquellos hombres.

— ¡Mátalo! —dijo Suckling, y empujó a Gideon hacia el umbral.

El hombre ya había sacado el revólver del bolsillo y se disponía a apuntar, pero fue demasiado lento. La bestia le aferró la mano y le des hizo la carne contra el acero. Gideon aulló y bajó la escalera tambalean te, sin prestar atención a los gritos de Suckling. Cuando la bestia levantó la mano para oler la sangre que bañaba su palma, se produjo un fogonazo y sintió un golpe en el hombro. Sheppard no tuvo ocasión de disparar por segunda vez antes de que su presa salie ra por la puerta y se abalanzara sobre él. Dejó caer el arma e intentó fú tilmente correr hacia la escalera, pero la mano de la bestia le abrió la nuca de un solo golpe. El asesino cayó de bruces y el estrecho rellano se llenó de su olor. Olvidándose de sus otros enemigos, la bestia se abalan zó sobre las vísceras y comió. Alguien dijo:

—Ballard.
La bestia se tragó los ojos del muerto de un solo bocado, como si fue ran ostras de calidad.
Y otra vez, aquella palabra:
—Ballard.

Habría continuado con el festín, pero el ruido de unos sollozos le hizo aguzar los oídos. Estaba muerto para sí mismo, pero no para la pena. Dejó caer la carne y se volvió a mirar hacia el rellano. El hombre que lloraba lo hacía con un solo ojo; el otro miraba fija mente y, por raro que pareciera, seguía intacto. Pero el dolor del ojo vivo era verdaderamente profundo. Era desesperación, la bestia lo sa bía; aquel sufrimiento se encontraba demasiado cercano a él como para que la dulzura de la transformación lo hubiera borrado por completo. Otro hombre sujetaba al que sollozaba, y había colocado el revólver en la sien del prisionero.

—Si da un paso más —dijo el capturador—, le volaré la cabeza. ¿Me entiende?
La bestia se limpió la boca.
— ¡Dígaselo, Cripps! Es obra suya. Haga que lo entienda.
El hombre de un solo ojo intentó hablar, pero le fallaron las pa labras. Por entre sus dedos, manaba sangre de la herida del abdo men.
—Ninguno de los dos tiene por qué morir —dijo el capturador. A la bestia no le gustó la música de su voz; era aguda y engañosa—. Londres preferiría conservarlo con vida. ¿Por qué no se lo dice, Cripps? Dígale que no quiero hacerle daño.
El hombre sollozante asintió.
—Ballard... —murmuró.
Su voz era más suave que la del otro. La bestia escuchó.
—Dígame, Ballard... ¿qué se siente?
La bestia no logró entender bien la pregunta.
—Por favor, dígamelo. Sólo por curiosidad se lo pregunto...
—Maldita sea... —dijo Suckling, presionando el arma contra la car ne de Cripps—. Esto no es una tertulia.
—¿Bien? —preguntó Cripps, sin prestar atención al hombre ni al re vólver.
—¡Cállese!
—Contésteme, Ballard. ¿Qué se siente?
Mientras miraba fijamente en los desesperados ojos de Cripps, el significado de los sonidos proferidos adquirió sentido, las palabras fue ron ocupando su sitio, como las piezas de un mosaico.
—¿Es bueno? —preguntó el hombre.
Ballard oyó que su garganta lanzaba una carcajada y allí encontró las silabas para contestar.
—Sí —le contestó al hombre sollozante — . Sí, es bueno.

No había concluido la respuesta y la mano de Cripps aferró la de Suckling. Nunca se sabría si intentó suicidarse o escapar. Salió el dispa ro; una bala atravesó la cabeza de Cripps y desparramó su desespera ción por el techo. Suckling se desembarazó del cuerpo y se dispuso a apuntar de nuevo, pero la bestia ya se le había echado encima. Si hubiera tenido más de hombre, a Ballard se le habría ocurrido ha cer sufrir a Suckling, pero no abrigaba tan perversa ambición. Sólo pen saba en eliminar al enemigo lo más eficazmente posible. Dos zarpazos letales lo hicieron. Una vez despachado el hombre, Ballard fue hasta donde yacía Cripps. Su ojo de vidrio había escapado de la destrucción. Continuaba mirando fijamente; el holocausto que los rodeaba no había hecho mella en él. Lo sacó de la cabeza mutilada y se lo metió en el bolsillo; luego salió a la calle, bajo la lluvia.

Oscurecía. No sabía a qué distrito de Berlín lo habían conducido, pero sus impulsos, libres ya de la razón, lo condujeron por las callejuelas más ocultas y entre las sombras, hasta un erial de las afueras de la ciu dad, en medio del cual se elevaba una ruina solitaria. Cualquiera sabía qué había sido aquel edificio (¿un matadero? ¿un teatro de ópera?), pero por algún capricho del destino había escapado a la demolición, por más que todos los demás edificios, en varias manzanas a la redonda, hu bieran sido derribados. Mientras avanzaba por las ruinas cubiertas de hierbajos, el viento cambió de dirección y le trajo el olor de su tribu. Eran muchos, y se refugiaban en las ruinas. Algunos se recostaban con tra las paredes y compartían un cigarrillo; otros, completamente conver tidos en lobos, vagaban en la oscuridad como fantasmas de ojos dora dos; otros habrían pasado por humanos, salvo por sus huellas.

Aunque temía que los nombres estuvieran prohibidos en aquel clan, le preguntó a un macho que cubría a una hembra al abrigo de la pared si conocía a un hombre llamado Mironenko. La hembra tenía el lomo sua ve y sin pelos y del vientre le colgaba una docena de tetas henchidas.

—Escucha —le dijo.

Ballard escuchó y oyó a alguien hablar en un rincón de las ruinas. La voz iba y venía. Siguió el sonido por el interior sin techo, hasta donde se encontraba un lobo, con un libro abierto entre las patas delanteras, ro deado de una atenta audiencia. Al aproximarse Ballard, uno o dos del grupo volvieron sus ojos luminosos hacia él. El lector se detuvo.

— ¡ Chist! — le chistó uno—, el camarada nos está leyendo.
Era Mironenko quien había hablado. Ballard entró a formar parte del corro y se colocó junto a él, y el lector comenzó la historia desde el principio.
—«Y Dios los bendijo y les dijo: "Creced y multiplicaos, y llenad la tierra..."»
Ballard había oído ya aquellas palabras, pero esa noche le parecie ron nuevas.
—«... y conquistadla: y dominad a los peces del mar, y a las aves del cielo...»
Echó un vistazo a su alrededor, a medida que las palabras describían
su curso familiar.
—«...y a todas las cosas vivientes que se mueven sobre la tierra.» En alguna parte, muy cerca, lloraba una bestia".

Clive Barker

lunes, 30 de noviembre de 2015

"Polvo"

"Aquí está el problema, una maravilla para todos.
¡Mirad la fascinante cosa que tengo en mi mano!
Sorprendente magia, un misterio extraño,
Como un milagro difícil de entender.

¿Qué es esto? Sólo un puñado de tierra: Para el tacto,
Un áspero polvo seco que se agita bajo los pies,
Oscuro y sin vida; pero piensa por un momento
¿Cuántas bellezas se ocultan a los ojos, amargas o dulces?

¡Piensa en la gloria del color! El rojo de la rosa,
En las miríadas verdes de hojas y en los campos de hierba,
Amarillos tan brillantes como el sol golpeando los narcisos,
Púrpura donde las violetas lloran ante la brisa que pasa.

Piensa en las múltiples formas del roble y de la vid,
De nueces y frutas, de racimos y filas apretadas de maíz;
Piensa en el anclado lirio de agua, una cosa divina,
Desplegando su nieve deslumbrante al beso de la mañana.

Piensa en los delicados aromas nacidos de la tempestad,
En los dorados sauces respirando el perfume de la primavera,
En el aliento luctuoso de las flores pálidas,
En la semilla melodiosa flotando sobre los capullos,
Huyendo de la daga lacerante de las ortigas.

Es extraño que aquello oscuro y sin vida nos de el vino,
La flor y el árbol, colores, formas, y fragancias también;
Que la madera que construye la casa, al barco en su mar,
De este polvo extraiga su fuerza y su voluntad.

Que el cacao entre las palmas, su leche ha de absorber
De este polvo seco, mientras nutre en el mismo suelo
Diversas y dulces frutas: Que nuestra brillante seda,
En las hojas de la morera, deben ceder ante la lentitud del gusano.

¿Cómo puede la adormidera robar su sueño de la misma fuente
Dónde brota el jugo de la vid, que puede enloquecer y alegrar?
¿Cómo puede la maleza encontrar el sustento para su tejido grueso
Dónde los lirios lucen orgullosos sus pétalos de cielo?

¿Quién ha de sondear el pensamiento profundo de Dios?
Sólo podemos alabar, ya que no podemos comprender;
Pero en este mundo no hay enigma más hermoso
Que aquel oculto en mi mano, en este puñado de polvo".

Celia Leighton Thaxter