El Recolector de Historias

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lunes, 3 de agosto de 2009

"Pimentilla en la Ratonera"

"Pimentilla era el decimotercer hijo de un pobre zapatero. Era el más pequeño de todos los hermanos. Cuando los domingos se fatigaba demasiado durante el paseo y se quedaba rezagado, se lo metía el padre en la bota. Entonces podía mirar él hacia la caña de la bota y coger las briznas de hierba que le rozaban la naricita al pasar. ¡Tan pequeño era Pimentilla! Pero era también tan inteligente como sus hermanos mayores y tenía, además, muy buen corazón. Un día le dijo a su padre: -Padre, yo veo cómo tienes que matarte trabajando por tus trece hijos. ¡Me das lástima! Déjame salir a recorrer el mundo. Quiero también yo ganar algún dinero. Entonces lo pasarás tú mejor. El padre rió de buena gana por esta ocurrencia y lo dejó partir. Pensó para sí: "No llegará muy lejos; de modo que mi hijo mayor podrá alcanzarlo por la noche y traerlo de nuevo a casa". Pero el padre, al pensar así, contaba solamente con las cortas piernecitas de Pimentilla y no con su despejada cabeza. En efecto, apenas estuvo Pimentilla en la carretera, pasó corriendo desde el campo un bonito ratón por su lado. -¡Alto! -gritó-. ¿Quieres ser tú mi caballo? Te llamaré mi corcel gris. Esto lisonjeó enormemente al ratón. Dejó que montara Pimentilla sobre él, y así emprendieron el galope hacia el ancho mundo. Pero cuando se hizo de noche, sintieron los dos hambre. -¿Qué desearías comer tú? -preguntó Pimentilla. -Lo mejor para mí sería un sabroso pedacito de grasa -dijo el ratón. -Para mí también -dijo el pequeño jinete. Se hallaban justamente a la sazón delante de la tienda de un panadero. Como la puerta estaba sólo entornada, penetraron resueltamente por ella. En la tienda había cosas maravillosas: pan, pasteles y todo género de dulces de azúcar. -Pero grasa no se ve por ninguna parte -dijo Pimentilla tristemente. -Sí -dijo el ratón-, yo la huelo. Y comenzó a buscar por todos los rincones. De repente dio de narices con una ratonera. -¡Ah! -gritó-. ¡Aquí dentro hay grasa! Pero no me fío mucho de esto. Entra tú a verlo; tú eres más listo que yo. Esto no se lo hizo repetir. Sin vacilar, Pimentilla se metió dentro de la trampa. Pero ¡clap!, sin saber cómo, se encontró de golpe prisionero. El ratón lloraba desconsolado. -Ahórrate las lágrimas -dijo Pimentilla-. La grasa ya la tenemos. ¡Toma, come, y ponte a dormir! ¡Y gracias por el hermoso día! Sin ti no hubiera llegado yo tan lejos. El ratón se consoló muy pronto, pues la grasa era de la mejor y, además, estaba asada. Cuando hubo comido, se deslizó tras un saco de harina y durmió toda la noche de un tirón. Pimentilla paseó arriba y abajo por su inesperada cárcel y examinó cuidadosamente los barrotes. -Cerrado, cerrado -dijo luego-; pero mañana será otro día. Se tendió sobre la oreja izquierda y pronto quedó maravillosamente dormido. Y a poco soñó que era tan rico que podía arrojarle el oro a su padre a paletadas bien repletas. Al día siguiente por la mañana entró el panadero en la tienda. Era un hombre muy gordo, con una barriga muy gruesa. -¡Buenos días, Barriguita! -gritó Pimentilla. -Buenos días -dijo el panadero, mientras miraba asombrado por todos los rincones-. ¿Dónde estás, buen señor? -preguntó. Entonces se oyó desde el rincón: -En la ratonera. El panadero se inclinó penosamente a causa de la barriga, cogió la trampa y la puso sobre la mesa. Pimentilla se inclinó ceremoniosamente y habló: -¿Quiere tener la bondad de abrirme la puerta? -¿Cómo has entrado tú aquí? -preguntó el panadero. -He pasado la noche en esta habitacioncilla, porque no quería darle ninguna molestia. Me llamo Pimentilla y estoy a sus órdenes. Entonces se echó a reír el panadero de tan buena gana, que empezó a agitarse toda su barriga. Abrió la ratonera, salió afuera Pimentilla. Al verse libre, silbó a su "caballo gris, que acudió enseguida. -Este es mi caballo -dijo con orgullo. Subió a él de un salto y dio así una vuelta por encima de la mesa. Entonces rió el panadero más fuerte aún, de manera que su barriga se estremeció como si fuera a estallar, y las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Finalmente gritó: -¡Párate, pequeño jinete! Que voy a reventar de risa. Y tuvo que sostenerse la barriguita con ambas manos. -Así, pues, ¡adiós! -dijo Pimentilla-. ¡Muchas gracias por el alojamiento de esta noche! No tomo a mal que mi persona y mi caballo gris le hayan hecho reír tanto. Pimentilla se quitó la gorra y saludó con ella. Pero cuando el ratón y su jinete iban a deslizarse por la rendija de la puerta, gritó el panadero. -¡Alto! ¿Tanta prisa tienes? Espérate, no te vayas, muchacho. -Sí, he de buscarme un empleo, donde pueda ganar algún dinero. -Entonces quédate aquí -rogó el panadero, poniendo cara muy seria-. A ti precisamente puedo emplearte yo, y te necesito más que a todos mis empleados. Sí, ¡mírame bien! Soy un pobre hombre, aun cuando mi horno me dé más de lo que necesito. ¿De qué me sirve el dinero si pronto habrá de hacerme el carpintero mi última casita? Esta obesidad me va a matar. ¿Y sabes tú lo que dice el médico? "Con usted no hay solución si no tiene quién lo haga reír tres horas al día, pero de tal manera que le sacuda todo el cuerpo." Esto me lo dijo hace siete semanas, y desde entonces estoy cada día más gordo. Pues bien; puedo asegurarte que no ha habido nada que me pareciera tan divertido como tu paseo de hoy sobre el ratón. ¡Quédate aquí! Y si tú me salvas la vida, no podrás quejarte de la recompensa que te daré. -Bien -dijo Pimentilla-, me quedo. Pero es condición indispensable que mi "caballo gris" ha de ser alimentado cada día con sabrosa grasa. Un poco asada es como más le gusta. Y yo comeré de lo que se sirva en su mesa. -Convenido -dijo el panadero. Y Pimentilla se quedó a servirle. A partir de este momento se llenó de alegría todo la casa, e incluso toda la aldea. Una vez había cocido el panadero sus panes, llamaba, para divertirse, a Pimentilla... Éste venía montado sobre su "caballo gris" como un jinete de circo, y saltaba sobre sillas, mesas y troncos. Y mientras el panadero reía a más no poder, se le subía por las piernas de los pantalones y miraba -una, dos, tres -por el bolsillo de su chaleco. Pimentilla había aprendido también a dar volteretas. Pero lo más divertido de todo era la narración que hacía el diminuto hombrecillo recordando la vida en su casa, los paseos en la bota de su padre, las bromas de los aprendices de zapatero que él había sorprendido, oculto, dentro de una zapatilla, la promesa hecha a su padre de llevarle algún día una gran suma de dinero, el viaje, en fin, que había hecho montado sobre el ratón. Entonces podía reír a gusto el panadero, de modo que no había que pensar en parar hasta tres horas después. Se agitaba y estremecía que daba gusto. La barriga no cesaba de sacudirse arriba y abajo, y esto era lo bueno. Cuando hubieron pasado siete semanas, el panadero había reído toda su grasa. Estaba tan delgado y se sentía tan joven, que también él empezó a saltar por encima de las mesas y las sillas. -Tú me has curado y salvado de la muerte -dijo a Pimentilla-. Ahora puedes seguir tu camino cuando quieras. Aquí está tu recompensa. Le ofreció cien florines y, para el ratón, toda una libra de grasa. Pimentilla, lleno de gozo, saltó sobre su "caballo gris" y emprendió el camino de su casa. Apenas hubo llegado a ella, puso los cien florines delante de su padre y dijo: -Tómalo, es dinero ganado honradamente. ¡Oh! ¡Qué ojos puso el buen hombre!... Nunca hubiera creído que su hijo, siendo tan poca cosa, fuera capaz de ganar tanto dinero. Pero cuando Pimentilla le explicó la historia del ratón y de la ratonera, se echó a reír tan fuertemente como el panadero. Sólo que él no tenía ninguna barriguita de obesidad que pudiera agitársele de alegría y de satisfacción".

Anónimo Suizo

domingo, 2 de agosto de 2009

"La Misa de las Ánimas"

"Pues eran un padre y una madre y ambos eran muy pobres y tenían tres hijos pequeños. Pero es que, además de ser tan pobres, el padre tuvo un día que dejar de trabajar porque se puso enfermo y sólo quedaba la madre para buscar el sustento de todos y entonces la madre, no sabiendo qué hacer, tuvo que salir a pedir limosna. Así que salió y anduvo todo un día de acá para allá pidiendo limosna y cuando ya caía la tarde había conseguido recoger una peseta. Entonces fue a comprar comida, porque quería preparar un cocido para que comieran los niños y ella y su marido, pero resultó que aún le faltaban veinte céntimos, y como no podía conseguir lo que faltaba, pensó:
-¿Para qué quiero esta peseta si no puedo llevar comida para todos? Pues lo que voy a hacer es pagar una misa con esta peseta que he sacado.
Y una vez que lo pensó se dijo:
-¿Y para quién diré la misa?
Así que le estuvo dando vueltas al asunto y al cabo del rato dijo:
-Le voy a encargar al cura que diga una misa por el alma más necesitada.
Conque se fue a ver al cura, le entregó la peseta y le dijo:
-Padre, hágame usted el favor de decirme una misa por el alma más necesitada.
Se fue entonces para su casa y no dejaba de pensar en su marido y en sus hijos que la esperaban; y en el camino se cruzó con un señor muy puesto que le preguntó:
-¿Dónde va usted, señora?
Y ella le contestó:
-Voy para mi casa. Mi marido está muy enfermo y somos muy pobres y tenemos tres hijos. Llevo todo el día pidiendo, pero no me dieron lo bastante para comer todos y como no me llegaba me fui a ver al señor cura para encargarle una misa por el alma más necesitada.
Entonces aquel señor sacó un papel y escribió en él un nombre y le dijo a la mujer:
-Vaya usted a donde dicen estas señas y dígale a la señora que le dé a usted colocación en la casa.
La mujer no se lo pensó dos veces y se encaminó a donde le había dicho aquel señor a solicitar la colocación.
Llegó a la casa que le habían dicho y llamó a la puerta hasta que salió una criada que le preguntó:
-¿Qué quiere usted?
Y ella contestó:
-Pues que quiero hablar con la señora.
Conque la criada se fue adentro a buscar a la señora y le contó que en la puerta había una pobre que pedía hablar con ella. Y la señora bajó a la puerta y le dijo la mujer:
-He visto en la calle a un señor que me habló y me dijo que usted me daría una colocación en la casa.
Y le dijo la señora:
-¿Y quién era ese señor?
Entonces la pobre, que estaba en la puerta, miró dentro de la casa y vio que en la sala había un retrato del que la había enviado allí y dijo:
-Ese señor que está en el retrato es el que me ha enviado aquí.
Y la señora dijo:
-Ése es el retrato de mi hijo, que murió hace ya cuatro años.
-Pues ése es el que me ha enviado aquí -contestó la mujer sin dudarlo.
Entonces la señora le preguntó:
-¿Y cómo es que se lo encontró usted?
Y ya le dijo la mujer pobre:
-Pues mire usted, que mi marido y yo somos muy pobres y tenemos tres hijos que mantener. Y como ahora mi marido está muy enfermo y no tenemos qué comer, yo salí esta mañana a pedir limosna y sólo junté una peseta y con eso no tenía bastante para comprar un cocido para todos y se la di al cura para que dijera una misa por el alma más necesitada. Luego volvía de la iglesia y me encontré a su hijo. A él le conté lo mismo que le he contado a usted y me escribió este papel y me dijo que viniera aquí.
Entonces la señora le dijo a la mujer que entrara y le dio colocación. Además le dio pan para que se lo llevara a sus hijos y le encargó que volviera al día siguiente y los demás días para servir en la casa. Y a los cinco días la señora tuvo una revelación y se le apareció su hijo y le dijo:
-Madre, no me llores más y no vuelvas a rezar por mí, que ya estoy glorioso y en presencia de Dios.
Y era que con aquella misa había acabado de pagar sus culpas en el Purgatorio y había subido al Cielo".

Anónimo Español

sábado, 1 de agosto de 2009

"Los Barcos Viejos"

"Cuando Yu Li-si abandonó la capital para regresar a su pueblo natal, el primer ministro puso un funcionario a su disposición para que lo acompañara y le dijo:
-Elige para tu viaje el barco del gobierno que más te agrade.
El día de la partida, Yu Li-si fue el primero en llegar al embarcadero. Había allí varios miles de embarcaciones amarradas a lo largo de la ribera. Todo esfuerzo para reconocer los barcos del gobierno le resultó inútil. Cuando llegó el funcionario que debía acompañarlo, le preguntó:
-¡Aquí hay tantos barcos! ¿Cómo distinguir los del gobierno?
-Nada más fácil -contestó el funcionario-. Aquellos que tienen el toldo agujereado, los remos quebrados y las velas rasgadas, son todos barcos del gobierno.
Yu Li-si levantó sus ojos al cielo y suspirando se dijo a sí mismo: "No es de extrañar que el pueblo sea tan miserable. ¡El emperador seguramente también lo considera como propiedad del gobierno!"

Anónimo Chino

"El Mono Blanco"

"En el año 545, bajo la dinastía de los Liang, el emperador envió al sur una expedición comandada por el general Lin King. Al llegar a Kuelín, el general enfrentó a las fuerzas rebeldes coaligadas de Li Che-ku y de Tchen Tche, mientras que su lugarteniente Euyang Ho penetraba hasta Tchangle, limpiando de enemigos todas las cavernas e internándose en un terreno peligroso.
Resulta que la mujer de Euyang, que tenía el cutis delicado y blanco, era de una belleza arrebatadora.
-General -le dijeron sus hombres-. ¿Por qué has traído hasta aquí a una mujer tan bella? En esta región hay un dios que se jacta de raptar a todas las muchachas, y sobre todo de no perdona a las más bellas. Es preciso redoblar la guardia.
Vivamente alarmado, esa noche Euyang dispuso que sus guardias rodeasen la casa, y escondió a su mujer en una habitación secreta, encerrándola con una docena de sirvientes a quienes encomendó la misión de protegerla.
La noche era muy oscura y soplaba un viento lúgubre; sin embargo, todo permaneció tranquilo hasta el alba. Finalmente, cansados de velar, los guardias comenzaron a dormitar. Repentinamente creyeron percibir la presencia de algo insólito. Sorprendidos, despertaron y saltaron del suelo, pero la mujer ya había desaparecido. La puerta permanecía cerrada y nadie supo cómo ella pudo salir. Se lanzaron afuera, buscando con la mirada en la montaña escarpada que tenían enfrente, pero la noche era tan oscura que nada podía verse a un paso, y resultó imposible continuar la búsqueda. Llegó la luz del día y tampoco se encontró ningún rastro.
Profundamente indignado y afligido, Euyang juró que jamás volvería solo, y que antes encontraría a su mujer. Con el pretexto de que estaba enfermo, hizo acampar allí a su ejército, y cada día se lanzaba a buscar en todas direcciones, hurgando hasta en las quebradas más profundas y peligrosas. Un mes después, a treinta leguas del campamento, en un bosquecillo de bambú encontró uno de los zapatos bordados de su mujer, que aunque empapado por la lluvia resultó fácil reconocerlo. Más afligido que nunca, Euyang prosiguió su búsqueda. Con una treintena de sus hombres más aguerridos, pasaba la noche durmiendo en las grutas o simplemente al aire libre. Después de marchar diez días más, y alejarse unas sesenta leguas del campamento, descubrió al sur una montaña sinuosa y cubierta de bosques. Llegado a la falda de la montaña, la encontró rodeada por un río profundo. La travesía se hizo sobre una balsa improvisada. A lo lejos, entre precipicios y a través de los bambúes de esmeralda, percibieron el brillo rojizo de vestidos de seda, y escucharon voces y risas femeninas.
Ayudándose con cuerdas, aferrándose a las viñas salvajes, los guerreros treparon los precipicios. Allá arriba se alineaban árboles suntuosos, que se alternaban con cuadros de flores extrañas, y se extendían los prados encantadores. Todo se veía calmo y fresco como un retiro fuera del mundo terrestre. Hacia el este, bajo un portal cavado en la misma roca, decenas de mujeres, vestidas con todo lujo, pasaban y volvían a pasar con gestos de diversión, riendo y cantando de lo mejor. Cuando vieron a los hombres, quedaron como paralizadas. Dejaron que éstos se acercaran, y después las mujeres preguntaron:
-¿Por qué vinieron aquí?
Al escuchar la respuesta de Euyang, las mujeres suspiraron y se miraron entre ellas:
-Tu mujer se encuentra entre nosotras desde hace más de un mes. Ahora está enferma y guarda cama. Ven a verla.
Pasando la reja de madera del portal, Euyang vio tres habitaciones espaciosas arregladas como un gran salón. A lo largo de las paredes se veían hileras de lechos recubiertos de cojines de seda. Allí estaba su mujer, acostada sobre un lecho de mármol, cubierta con mantas lujosas, y frente a ella se exponía toda clase de alimentos exóticos. Al acercarse Euyang, ella se dio vuelta hacia él, lo reconoció, pero vivamente le hizo un gesto para indicarle que se fuese.
-Entre nosotras las hay que están aquí desde hace diez años -le dijeron las mujeres-. Aquí vive un monstruo matador de hombres. Inclusive con una centena de mozos bien armados. No podrán hacer nada. Será mejor que se vuelvan antes de que retorne nuestro amo. Pero tráigannos dos toneladas de buen vino, y diez perros que le servirán de carnada, y algunas decenas de kilos de cáñamo, y entonces nosotras podremos ayudarlos a matarlo. Es preciso que vuelvan dentro de diez días, justo a mediodía, y de ningún modo más temprano.
Las mujeres les rogaron que partieran lo más pronto posible, y Euyang se retiró inmediatamente.
Euyang volvió en el día fijado con un excelente licor, el cáñamo y los perros.
-El monstruo es un gran bebedor -le contaron las mujeres-. A menudo suele beber hasta caer borracho. Una vez ebrio, le gusta medir sus fuerzas. Nos pide que lo atemos de pies y manos a su cama, con telas de seda. Entonces le resulta suficiente dar un salto para romper todas las ataduras. Pero cuando lo atamos con triple vuelta de seda, en vano se esfuerza para liberarse. Esta vez, si lo atamos con el cáñamo escondido en la tela de seda, estamos seguras de que sus esfuerzos resultarán inútiles. Todo su cuerpo es duro como el hierro, pero hemos observado que siempre se protege una sola parte, algunos centímetros debajo del ombligo. Seguramente que allí es vulnerable.
Después, mostrándole una gruta al lado de la casa, le indicaron:
-Ahí está su despensa. Escóndanse adentro y en silencio espíen su llegada. Dejen el vino junto a las flores y suelten los perros en el bosque. Cuando hayamos cumplido con nuestro plan, entonces los llamaremos y saldrán de sus escondites.
Euyang y sus hombres hicieron lo que le recomendaron, y reteniendo la respiración quedaron a la espera. Hacia mediodía, algo parecido a una larga pieza de seda blanca cayó de lo alto de una montaña vecina, y se posó en el suelo, y penetró en la caverna. De allí, un instante después salió un hombre de bella barba, de seis pies de altura, vestido con una túnica blanca. Avanzó con un bastón en la mano, rodeado de sus mujeres. Al ver a los perros, sorprendido, se abalanzó sobre ellos, los despedazó y los devoró hasta la saciedad. Y todas las mujeres compitieron en la forma encantadora y risueña con que le ofrecieron el vino en tazas de jade. Cuando bebió varias pintas de licor, las mujeres lo ayudaron a entrar en su casa. Continuaron escuchando algunas risas femeninas. Momentos después las mujeres salieron para avisar a los guerreros. Entraron con la espada en la mano, y se encontraron con un gran mono blanco, los cuatro miembros atados a la cama. Al ver acercarse a los forasteros, y ante la imposibilidad de desatarse, se encogió e hizo rodar sus ojos fulgurantes. Al unísono, todas las armas se abatieron sobre él, pero sólo encontraron un cuerpo de hierro y piedra. Clavándose finalmente debajo del ombligo las láminas entraron directamente en su cuerpo. Bruscamente comenzó a brotar la sangre. Entonces el mono blanco comenzó a gemir y dijo:
-Si muero es porque así lo quiso el cielo. Ustedes no tienen la suficiente fuerza para matarme. En cuanto a tu mujer, ya está preñada. No mates a su hijo, que con el tiempo servirá a un gran monarca y hará que su familia sea más próspera que nunca.
Apenas pronunció estas palabras, murió.
Los guerreros se dedicaron entonces a buscar los bienes del monstruo. Encontraron montones de objetos preciosos, y sobre las mesas, inmensas cantidades de cosas buenas para comer. Allí estaban todos los tesoros conocidos del mundo, incluyendo varios galones de esencias exóticas y un par de excelentes espadas. Había treinta mujeres, todas eran de una belleza incomparable, y algunas se encontraban allí desde hacía diez años. Contaron que cuando una mujer envejecía o se ajaba, la llevaban no sabían dónde. El mono blanco gozaba solo de sus mujeres y nunca se le conoció un cómplice.
Cada mañana se lavaba, se cubría con su sombrero. Invierno y verano usaba una túnica de seda blanca con un cuello del mismo color. Todo su cuerpo estaba cubierto de pelos blancos, largos de varias pulgadas. Cuando se quedaba en casa, le gustaba leer tablillas de madera, con escrituras que parecían indescifrables jeroglíficos, y cuando terminaba de leerlos los ocultaba en un escondrijo de las rocas. A veces, cuando reinaba el buen tiempo, se ejercitaba con sus dos espadas, haciéndoles trazar círculos fulgurantes, que lo rodeaban con una halo luminoso, como si fuese la luna. Bebía y comía los alimentos más diversos, particularmente fruta, nueces y sobre todo los perros, a quienes gustaba chuparles la sangre. A mediodía se iba volando, desaparecía en el horizonte. En sólo media jornada hacía un viaje de mil leguas. Tenía la costumbre de volver a casa todas las noches.
Todos sus deseos eran inmediatamente colmados. Nunca durmió de noche; la pasaba de cama en cama, gozando de todas las mujeres. Muy erudito, se expresaba con una elocuencia magnífica y penetrante. Sin embargo, en cuanto a su físico, nunca dejó de ser una especie de gorila.
Ese año, en la época en que las hojas comienzan a caer, el mono blanco, triste y apagado, se lamentó:
-Termino de ser acusado por las divinidades de la montaña y seré condenado a muerte. Pero pediré protección a otros espíritus, y quizás logre escapar de la condena.
Justo después de la luna llena, su escondite se incendió y todas sus tablillas fueron destruidas. Entonces se consideró perdido.
-Viví mil años sin progenitores. Ahora voy a tener un hijo. Quiere decir que mi muerte está próxima.
Después, contemplando a todas sus mujeres, lloró largamente.
-Esta montaña es inaccesible. Nunca nadie pudo llegar aquí. Desde su altura jamás pude divisar un solo hachero, ya que abajo está lleno de tigres, lobos, y toda clase de bestias feroces. ¿Cómo los hombres podrán llegar aquí si no es por la voluntad del Cielo?
Euyang volvió a casa llevándose jades, joyas y toda clase de cosas preciosas. También condujo a todas las mujeres, algunas de las cuales aún recordaban a sus familias.
Al cabo de un año, la mujer de Euyang dio a luz una criatura que se parecía en todo a un mono. Más tarde Euyang fue ejecutado por el emperador Wu, bajo la dinastía de los Tchen. Pero su viejo amigo Kiang Tson, que mucho quería al hijo de Euyang por su extraordinaria inteligencia, lo albergó bajo su techo. De tal modo el niño fue salvado de la muerte. Al crecer se convirtió en un buen escritor y un excelente calígrafo. En pocas palabras, fue un personaje famoso en su tiempo".

Anónimo Chino

viernes, 31 de julio de 2009

"El Vendedor de Lanzas y Escudos"

"En el Reino de Chu vivía un hombre que vendía lanzas y escudos.
-Mis escudos son tan sólidos -se jactaba- que nada puede traspasarlos. Mis lanzas son tan agudas que nada hay que no puedan penetrar.
-¿Qué pasa si una de tus lanzas choca con uno de tus escudos? -preguntó alguien.
El vendedor no supo qué contestar".

Anónimo Chino

jueves, 30 de julio de 2009

"Cuento de Dos Vasijas"

"Un aguador de la India tenía sólo dos grandes vasijas que colgaba en los extremos de un palo y que llevaba sobre los hombros. Una tenía varias grietas por las que se escapaba el agua, de modo que al final de camino sólo conservaba la mitad, mientras que la otra era perfecta y mantenía intacto su contenido. Esto sucedía diariamente. La vasija sin grietas estaba muy orgullosa de sus logros pues se sabía idónea para los fines para los que fue creada. Pero la pobre vasija agrietada estaba avergonzada de su propia imperfección y de no poder cumplir correctamente su cometido. Así que al cabo de dos años le dijo al aguador: -Estoy avergonzada y me quiero disculpar contigo porque debido a mis grietas sólo obtienes la mitad del valor que deberías recibir por tu trabajo. El aguador le contestó: -Cuando regresemos a casa quiero que notes las bellísimas flores que crecen a lo largo del camino. Así lo hizo la tinaja y, en efecto, vio muchísimas flores hermosas a lo largo de la vereda; pero siguió sintiéndose apenada porque al final sólo guardaba dentro de sí la mitad del agua del principio. El aguador le dijo entonces: -¿Te diste cuenta de que las flores sólo crecen en tu lado del camino? Quise sacar el lado positivo de tus grietas y sembré semillas de flores. Todos los días las has regado y durante dos años yo he podido recogerlas. Si no fueras exactamente como eres, con tu capacidad y tus limitaciones, no hubiera sido posible crear esa belleza. Todos somos vasijas agrietadas por alguna parte, pero siempre existe la posibilidad de aprovechar las grietas para obtener buenos resultados".

Anónimo Hindú

miércoles, 29 de julio de 2009

"Deseos"

"Un emperador estaba saliendo de su palacio para dar un paseo matutino cuando se encontró con un mendigo. Le preguntó: -¿Qué quieres? El mendigo se rió y dijo: -¿Me preguntas como si pudieras satisfacer mi deseo? El rey se rió y dijo: -Por supuesto que puedo satisfacer tu deseo. ¿Qué es? Simplemente dímelo. Y el mendigo dijo: -Piénsalo dos veces antes de prometer. El mendigo no era una mendigo cualquiera. Había sido el maestro del emperador en una vida pasada. Y en esta vida le había prometido: "Vendré y trataré de despertarte en tu próxima vida. En esta vida no lo has logrado, pero volveré..." Insistió: -Te daré cualquier cosa que pidas. Soy un emperador muy poderoso. ¿Qué puedes desear que yo no pueda darte? El mendigo le dijo: -Es un deseo muy simple. ¿Ves aquella escudilla? ¿Puedes llenarla con algo? Por supuesto -dijo el emperador. Llamó a uno de sus servidores y le dijo: -Llena de dinero la escudilla de este hombre. El servidor lo hizo... y el dinero desapareció. Echó más y más y apenas lo echaba desaparecía. La escuadrilla del mendigo siempre estaba vacía. Todo el palacio se reunió. El rumor se corrió por toda la ciudad y una gran multitud se reunió allí. El prestigio del emperador estaba en juego. Les dijo a sus servidores -Estoy dispuesto a perder mi reino entero, pero este mendigo no debe derrotarme. Diamantes, perlas, esmeraldas... los tesoros iban vaciando. La escudilla parecía no tener fondo. Todo lo que se colocaba en ella desaparecía inmediatamente. Era el atardecer y la gente estaba reunida en silencio. El rey se tiró a los pies del mendigo y admitió su derrota. Le dijo: -Has ganado, pero antes de que te vayas, satisface mi curiosidad. ¿De qué está hecha tu escudilla? El mendigo se rió y dijo: -Está hecha del mismo material que la mente humana. No hay ningún secreto... simplemente está hecha de deseos humanos".

Anónimo Sufí