El Recolector de Historias

El Recolector de Historias

sábado, 5 de junio de 2010

"Leyenda de la Rosa Azul"

"Un poderoso emperador de la China, sabio y bondadoso, se sentía muy feliz en su palacio: su pueblo era dichoso bajo su gobierno y su hogar, un paraíso de amor y paz. Pero algo había que le preocupaba en grado sumo. Su única hija, tan bella, como inteligente, permanecía soltera, y no demostraba mayor interés en casarse.
El emperador quiso encontrar un pretendiente digno de ella, para lo cual hizo proclamar su deseo de casar a la princesa. Los aspirantes a la mano de la joven fueron muchos; por lo menos, ciento cincuenta. Pero la inteligente muchacha, encontró un modo de burlar la disposición que había tomado su padre. Dijo que estaba dispuesta a casarse para obedecer al emperador, pero muy sutilmente, pidió una sola condición para aceptar marido: quien hubiera de casarse con ella, debería traerle una rosa azul.
El guerrero partió acompañado de cien soldados, y aquella comitiva armada y deslumbrante, causó una profunda impresión en el rey de los Cinco Ríos, que temiendo un ataque, ordenó a sus servidores que corriera a traer la rosa azul para ofrecerla al caballero que la pedía. Volvió el criado trayendo en sus manos un estuche afelpado. Cuando lo abrió, el guerrero quedó deslumbrado. Dentro del estuche había un hermoso zafiro tallado en forma de rosa.
Sin duda era un presente real, y el guerrero, seguro de su triunfo, regresó con la joya a su país. Pero la princesa movió la cabeza al contemplar la joya. El presente del guerrero no era más que eso, una piedra preciosa, no una flor verdadera. Aquel regalo no correspondía a la condición exigida. Poco tardó el mercader en saber que su rival había fracasado, y volvió a urgir a su florista para que le consiguiera la rosa azul. El comerciante se desesperaba sin resultado alguno, hasta que un día, su esposa, mujer llena de astucia, creyó encontrar la solución. Nada más fácil que teñir de azul una rosa blanca, y con ello, el mercader lograría la mano de la princesa y ellos una cuantiosa fortuna. Imposible describir la alegría del rico mercader cuando el comerciante de flores le hizo saber que ya había encontrado lo que necesitaba. Corrió a la florería, tomó la flor de pétalos azules y no demoró un segundo en llegar al palacio. Y cuando todos creían que el mercader había alcanzado su premio, la inteligente princesa movió su bella cabeza y dijo: -Eso no es lo que yo quiero. Esta rosa ha sido teñida con un líquido venenoso que causaría la muerte a la primera mariposa que sobre ella se posara. No acepté la joya del guerrero ni acepto la rosa falsa del mercader.
Pero poco después, ocurrió algo que debía hacerle lamentar su ingeniosa treta. Comenzó a hablarse en el palacio de un joven trovador que recorría el país entonando dulces canciones. Y una noche la bella princesa se paseaba con una de las doncellas por el jardín del palacio, llegó a sus oídos una dulce melodía. No dudó que se trataba del trovador de que tanto le habían hablado, y rogó a su doncella que los llamara. El trovador saltó el muro, y aquella noche cantó para ella sus mas hermosas canciones. La princesa y el trovador se enamoraron, y el joven volvió otras noches a cantar bajo sus ventanas. Cada vez mas grande fue su amor, y el trovador quiso presentarse ante el soberano para pedir la mano de la princesa. Entonces fue cuando la hermosa joven advirtió que la astucia que había empleado para alejar a sus pretendientes, impedirían que pudiera casarse con el trovador. Su padre le exigiría también a él que trajera la rosa azul. Y ella sabía que eso era imposible. Pero su enamorado la tranquilizó. Su amor todo lo podría.
Gran revuelo se produjo en la corte cuando se supo que un nuevo pretendiente se sometía a la prueba de hallar la rosa azul y que se presentaría con ella. El trovador atravesó por entre la fila de cortesanos y damas, y llegó hasta la princesa. Tendió la mano, y le ofreció una hermosa rosa blanca que momentos antes arrancara de su jardín. La princesa sonrió feliz, y con el consiguiente asombro de todos, manifestó que esa era exactamente la roza azul que ella quería. Un murmullo de sorpresa y de indignación corrió por el salón, y hasta el mismo emperador miró a su hija, como si creyera que se había vuelto loca. Pero la vio tan dichosa, que comprendió todo, cortó de inmediato las hablillas diciendo que la princesa era quien había exigido tal condición, y que si ella, tan inteligente como todos los sabios de la corte, admitía que la rosa que le presentaban era azul, nadie podía dudarlo. Así triunfó el amor de la princesa china".

Anónimo Chino

sábado, 23 de enero de 2010

"Los salteadores de Caminos"

"Tom de los Caminos había cabalgado su última cabalgata y estaba solo ahora en la noche. Desde donde se encontraba podían verse las blancas ovejas en reposo y la silueta negra de las colinas solitarias y la línea gris de las colinas más alejadas y solitarias todavía; o en las hondonadas por debajo, llevado por el viento despiadado, podía verse el humo gris de los villorrios en los valles negros. Pero todo por igual era negro a los ojos de Tom y todos los sonidos eran silencio en sus oídos; sólo su alma luchaba por deslizarse fuera de la prisión de las cadenas para volar hacia el Sur al Paraíso. Y el viento soplaba y soplaba. Porque esa noche Tom sólo podía cabalgar en el viento; le habían quitado su fiel caballo negro el día que le quitaron los campos verdes y el cielo, las voces de los hombres y la risa de las mujeres, y lo dejaron solo con cadenas al cuello para mecerse en el viento por siempre. Y el viento soplaba y soplaba. Pero crueles cadenas mordían el alma de Tom de los Caminos y dondequiera que tratara de huir, era rechazada nuevamente hacia el collar de acero por el viento que sopla del Paraíso, desde el Sur. Y allí, colgado del cuello, iban cayendo escarnios salidos otrora de su boca, y burlas con que se había burlado de Dios iban cayendo de su lengua, y allí se pudrían viejos apetitos malvados de su corazón, y de sus dedos caían las manchas de las acciones que no habían sido buenas; todos caían al suelo y crecían allí en pálidos aros y ramilletes. Y cuando todas estas cosas malignas hubieron caído, el alma de Tom volvió a quedar limpia como la encontró su primer amor hace ya mucho en primavera; y se meció allí al viento junto con los huesos de Tom y junto con su viejo abrigo desgarrado y herrumbradas cadenas. Y el viento soplaba y soplaba. Y de vez en cuando las almas de los sepultados que venían de tierras consagradas pasaban batiendo el viento en dirección del Paraíso y dejaban atrás el Arbol de la Horca y el alma de Tom, que no podía liberarse. Noche tras noche Tom miraba las ovejas en el prado con cuencas vacías hasta que su pelo muerto creció y le cubrió su pobre cara de muerto ocultando su vergüenza de las ovejas. Y el viento soplaba y soplaba. A veces en ráfagas del viento llegaban las lágrimas de alguno que repiqueteaban y repiqueteaban sobre las cadenas de acero sin lograr horadarlas de herrumbre. Y el viento soplaba y soplaba. Y a cada atardecer todos los pensamientos que Tom alguna vez concibiera venían en vuelo después de haber desempeñado su trabajo en el mundo, el trabajo que no tiene término, y se posaban en las ramas de la horca y trinaban para el alma de Tom, el alma que no podía liberarse. ¡Todos los pensamientos que había alguna vez concebido! Y los malos pensamientos denigraban al alma que los había engendrado porque no les era posible morir. Y los que había concebido de manera más furtiva, eran los que trinaban más fuerte y más agudamente en las ramas toda la noche. Y todos los pensamientos que Tom había concebido acerca de sí mismo señalaban ahora los huesos húmedos y se mofaban del viejo abrigo desgarrado. Pero los pensamientos que había tenido para los demás eran los únicos compañeros de que disponía su alma Para consolarse en la noche mientras se mecía de aquí para allá. Y gorjeaban para el alma y animaban a la pobre cosa muda que no podía ya soñar, hasta que llegaba un pensamiento asesino y los ponía a todos en fuga. Y el viento soplaba y soplaba. Paul, Arzobispo de Alois y Vayence, yacía en su blanco sepulcro de mármol de plena cara al Sur, hacia el Paraíso. Y sobre su tumba estaba esculpida la Cruz de Cristo para que su alma pudiera hallar reposo. Ningún viento ululaba allí como ululan en las copas de los árboles solitarios de los prados, sino que llegaban en suaves brisas con aromas de huertos desde las tierras bajas del Paraíso, al Sur; y jugaban con los nomeolvides y las hierbas que crecían en la tierra consagrada donde yacía el Sosegado, en torno al sepulcro de Paul, Arzobispo de Alois y Vayence. Le era fácil al alma de un hombre abandonar un sepulcro semejante y volar bajo sobre campos recordados al encuentro de los jardines del Paraíso para hallar allí serenidad eterna. Y el viento soplaba y soplaba. En una taberna de mala reputación, tres hombres estaban bebiendo ginebra. Sus nombres eran Joe y Will y el gitano Puglioni; carecían de apellido porque ninguno de ellos tenía conocimiento de quién fuera su padre, sino sólo oscuras sospechas. El Pecado había palpado y acariciado sus rostros a menudo con sus patas, pero al rostro de Puglioni el Pecado lo había besado en la boca y la barbilla. Su alimento era el robo y su pasatiempo el asesinato. Todos ellos había incurrido en el dolor de Dios y en la enemistad de los hombres. Estaban sentados a una mesa con un juego de naipes delante, grasosos con las huellas de sus pulgares tramposos. Y se susurraban algo entre sí sobre la ginebra, pero en voz tan baja que el tabernero, al otro extremo de la estancia, sólo podía oír juramentos apagados y no le era posible saber por Quién juraban o qué decían. Los tres eran los más fieles amigos que Dios le haya nunca concedido a un hombre. Y aquel a quien su amistad había sido concedida no tenía nada más, salvo unos huesos que se mecían al viento y en la lluvia, un viejo abrigo desgarrado, cadenas de acero y un alma que no podía liberarse. Pero cuando avanzó la noche, los tres amigos dejaron la ginebra, abandonaron furtivos la taberna y fueron al cementerio donde descansaba en su sepulcro Paul, Arzobispo de Alois y Vayence. Junto al cementerio, pero fuera de la tierra consagrada, cavaron de prisa una tumba; dos de ellos cavaron mientras uno vigilaba en el viento y la lluvia. Y los gusanos que se arrastraban por el terreno sin consagrar estaban desconcertados y aguardaban. Y la terrible hora de la medianoche llegó sobre ellos con sus temores y los halló todavía junto al lugar de las tumbas. Y los tres hombres temblaron ante el horror de hora semejante en semejante lugar y se estremecieron en el viento y la lluvia que los calaba pero siguieron trabajando. Y el viento soplaba y soplaba. Pronto llegaron al fin de su tarea. E inmediatamente dejaron la tumba hambrienta con todos sus gusanos sin alimento y se alejaron por los campos húmedos, furtivos pero de prisa; atrás quedaba el lugar de las tumbas a medianoche. Y mientras andaban se estremecían, y cada vez que se estremecían maldecían la lluvia en alta voz. Y así llegaron al lugar en que habían escondido una escalera y una linterna. Allí sostuvieron un largo debate sobre si debían encender la linterna o pasarse sin hacerlo por temor de los hombres del Rey. Pero por último les pareció mejor contar con la luz de la linterna y correr el riesgo de ser capturados por los hombres del Rey y ahorcados, que toparse de pronto cara a cara en la oscuridad con lo que sea que uno se tope, poco después de medianoche, cerca del Árbol de la Horca. En los tres caminos de Inglaterra por donde no era lo usual que la gente transitara sin riesgo, los viajeros esa noche no fueron perturbados. Pero los tres amigos, andando algo apartados del camino real, se aproximaban al Arbol de la Horca; y Will llevaba la linterna y Joe la escalera, pero Puglioni llevaba una gran espada con la cual hacer el trabajo que debía hacerse. Cuando estuvieron cerca, vieron cuán penosa era la situación de Tom, pues poco quedaba de su buena estampa y nada de su gran resolución de espíritu; sólo al acercarse creyeron oír un quejido semejante al sonido de alguna criatura enjaulada que no puede liberarse. De aquí para allá, de aquí para allá se mecían en el viento los huesos y el alma de Tom por los pecados que había cometido en el camino real contra las leyes del Rey; y con las sombras y una linterna a través de la oscuridad, con peligro de sus vidas, llegaron los tres amigos que su alma había ganado antes de mecerse encadenada. Así, las semillas de la propia alma de Tom que él toda la vida había sembrado, se convirtieron en el Arbol de la Horca que, llegada la estación, dio racimos de cadenas; mientras que las descuidadas semillas que había esparcido aquí y allí, una broma bondadosa y unas pocas palabras alegres, florecieron en la triple amistad que de ningún modo abandonaba sus huesos. Entonces los tres colocaron la escalera contra el árbol y Puglioni ascendió por ella con la espada en la mano derecha, y al llegar a lo alto, comenzó a rebanar el cuello por debajo del collar de acero. En seguida los huesos, el viejo abrigo y el alma de Tom cayeron con ruido, y un momento después, la cabeza que había vigilado durante tanto tiempo sola, se separó limpiamente de la cadena. Todas estas cosas Will y Joe las recogieron, y Puglioni bajó de prisa la escalera y amontonaron sobre sus peldaños los restos terribles de su amigo, y se alejaron apresurados bajo la lluvia con el temor de los fantasmas en el corazón y el horror por delante de ellos en la escalera. Hacia las dos estaban nuevamente abajo, en el valle, al abrigo del viento amargo, pero pasaron junto a la tumba abierta y se dirigieron al cementerio con la linterna y la escalera cargada de la cosa terrible que su amistad mantenía todavía. Entonces estos tres, que habían despojado a la Ley de su víctima justa, siguieron pecando por quien era aún su amigo, y levantaron el mármol del sepulcro consagrado de Paul, Arzobispo de Alois y Vayence. Y de él sacaron los huesos del mismo Arzobispo y los llevaron a la tumba ansiosa que habían abierto, los pusieron en ella y los cubrieron de tierra. Pero todo lo que yacía sobre la escalera lo colocaron, con unas pocas lágrimas, dentro del gran sepulcro blanco bajo la Cruz de Cristo, vuelto a su lugar el mármol. De allí el alma de Tom, santificada por la tierra consagrada, bajó al amanecer al valle y, demorándose un tanto por los alrededores de la cabaña de su madre y el lugar de correrías de su infancia, siguió adelante y llegó al campo abierto más allá de donde se apiñaban las casas. Allí se encontró con todos los buenos pensamientos concebidos alguna vez por Tom, que volaron y cantaron junto a ella mientras se dirigían hacia el Sur, hasta que por fin, en medio de cantos, llegaron al Paraíso. Pero Will y Joe y Puglioni volvieron a su ginebra y robaron y timaron otra vez en la taberna de mala reputación sin saber que en sus pecaminosas vidas habían cometido un pecado ante el que los Ángeles sonrieron".

Lord Dunsany

viernes, 22 de enero de 2010

"La Paloma Negra"

"Sobre el cielo, de un azul turquí resplandeciente, se agrupaban nubes cirrosas, de topacio y carmín, que el sol, antes de ocultarse detrás del escueto perfil de la cordillera líbica, tiñe e inflama con tonos de incendio. Ni un soplo de aire estremece las ramas de los espinos; parecen arbustos de metal, y el desierto de arena se extiende como playazo amarillento, sin fin. Los solitarios, que ya han rezado las oraciones vespertinas, entretejido buen pedazo de estera y paseado lentamente desde el oasis al montecillo, rodean ahora al santo monje del monasterio de Tabenas, su director espiritual, el que vino a instruirlos en vida penitente y meritoria a los ojos de Dios. De él han aprendido a dormir sobre guijarros, a levantarse con el alba, a castigar la gula con el ayuno, a sustentarse de un puñado de hierbas sazonadas con ceniza, a usar el áspero cilicio, a disciplinarse con correas de piel de onagro y permanecer horas enteras inmóviles sobre la estela de granito, con los brazos en cruz y todo el peso del cuerpo gravitando sobre una pierna. De él reciben también el consuelo y el valor que exigen tan recias mortificaciones: él, a la hora melancólica del anochecer, cuando el enemigo ronda entre las tinieblas, los entretiene y reanima contándoles doradas y dulces historias y hablándoles del fervor de las patricias romanas, que se retiraron al monte Aventino para cultivar dos virtudes: la castidad y la limosna. Al oír estos prodigios del amor divinal, los solitarios olvidan la tristeza, y la concupiscencia, domada, lanza espumarajos por sus fauces de dragón. Pendientes de la palabra del santo monje, los solitarios no advierten que una aparición, bien extraña en el desierto, baja del montecillo y se les aproxima. Una carcajada fresca, argentina y musical como un arpegio, los hace saltar atónitos. Quien se ríe es una hermosa mujer. De mediana estatura y delicadas proporciones, su cuerpo moreno, ceñido por estrecha túnica de gasa, color de azafrán, que cubre una red de perlas, se cimbrea ágil y nervioso, como avezado a la pantomima. Ligero zueco dorado calza su pie diminuto, y su inmensa y pesada cabellera negra, de cambiantes azulinos, entremezclada con gruesas perlas orientales, se desenrosca por los hombros y culebrea hasta el tobillo, donde sus últimas hebras se desflecan esparciendo penetrantes aromas de nardo, cinamomo y almizcle. Los ojos de la mujer son grandes, rasgados, pero los entorna en lánguido e iniciativo mohín; su boca, pálida y entreabierta, deja ver, al modular la risa, no solo los dientes de nácar, sino la sombra rosada del paladar. Agitan sus manos crótalos de marfil, y saltando y riendo, columpiando el talle y las caderas al uso de las danzarinas gaditanas, viene a colocarse frente al círculo de los anacoretas. Algunos se cubren los ojos con las manos o se postran pegando al polvo la cara. Muchos permanecen en pie, hoscos, ceñudos, con las pupilas vibrando indignación. Uno, muy joven, tiembla, palidece y se coge a la túnica de piel de cabra del monje santo. Otro se desciñe las disciplinas de cuero que lleva arrolladas a la cintura con el ánimo de flagelar a la pecadora, y destrozar sus carnes malditas. El santo les manda detenerse por medio de una señal enérgica y, acercándose a la danzarina, exclama sin ira ni enojo: -Hermana mía, ya sé quien eres. No te sorprendas: te conozco, aunque nunca te he visto. Sé también a qué vienes, y por qué nos buscas en esta soledad. Lo sé mejor que tú: tú crees que has venido a una cosa, y yo en verdad te digo que vienes, sin comprenderlo, a otra muy distinta. Hermanos, no temáis a la hermana: admirad sin recelo su hermosura, que al fin es obra de nuestro Padre. Miradla como yo la miro, con ojos puros, fraternales, limpios de todo infame apetito. ¿Sabéis el nombre de esta mujer? -Yo, sí -contesta sordamente el jovencito, sin alzar la vista, sin soltar la túnica del monje-. Es la célebre cómica y bailarina a quien en Antioquía dan el sobrenombre de Margarita. Todos la adoran; Padre mío, todos se postran a sus pies; su casa parece templo de un ídolo, donde rebosan el oro y la pedrería. El diablo reside en ella y las abominaciones la ahogan y la arrastran al infierno. Retirémonos a nuestras chozas. Esta mujer infesta el aire. El monje guarda silencio. Por último, y dirigiéndose a la comedianta, que ya no agita los crótalos ni ríe, murmura con bondad, casi familiarmente: -Mujer, te llaman Margarita por tu beldad y porque tus amadores te han cubierto de perlas. Posees tantas como lágrimas hiciste derramar. Tus cofrecillos de sándalo y plata están atestados de riquezas. Por cada perla de esas que ganaste con el vicio, yo te anuncio que has de verter un río de lágrimas. No me mires con terror. Yo te amo más que esos que te ciñeron las sartas magníficas y te colgaron de las orejas soles de diamantes. Sí, te amo, Margarita; te esperaba ya. Ayer noche, cuando rodeada de diez a doce libertinos beodos apostaste que vendrías aquí a tentarnos, yo velaba y hacía oración en mi choza. De pronto, vi entrar por la ventanilla, revoloteando, una paloma, que más parecía un cuervo..., porque no era blanca, sino negrísima. La paloma se me posó en el hombro, arrullando y su pico de rosa me hirió aquí. Mira -el monje, apartando la túnica, muestra en el velludo pecho una señal, una doble herida roja, un profundo picotazo-. Cogí la paloma, y en vez de hacerle daño la sumergí en el ánfora donde conservamos el agua bendita para exorcizar. La paloma empezó a soltar su costra de negro fango y, blanqueando poco a poco, vino a quedar como la más pura nieve. Limpia ya, se me ocultó en el pecho..., durmió allí al calor de mi corazón amante, y por la mañana no la vi más. Tú eres ahora la paloma negra. Tú serás bien pronto la paloma blanca. Vuélvete a Antioquía; en la primera hondonada te aguardan tu silla de manos y sus portadores, y tu escolta y tus amigos y tus aduladores viles... Pero volverás, paloma mía negra; volverás a lavarte... ¡Hasta luego! La danzarina mira al santo, incrédula, propensa todavía a mofarse, pero sintiendo la risa helada en la garganta y a la vez contemplando con horror y curiosidad la barba enmarañada y larga hasta la cintura, las demacradas mejillas, los brazos secos y descarnados y los ojos de brasa del asceta. -¡Hasta luego, hermana! -repite él gravemente. Y con el dedo señala a la ladera del montecillo. *** Pasan cuatro años. El santo monje, acompañado del joven solitario que con tanto miedo se agarraba a su túnica, va a orar a los lugares donde murió Cristo, y al pasar por el monte Olivete, poblado también, como el yermo, de gentes consagradas a la penitencia, se detiene ante una choza tan reducida, que no se creería vivienda de un ser humano. Al punto se abre una reja y asoma un rostro espantoso, el de una mujer momia, con la piel pegada a los huesos, los labios consumidos y los enormes ojos negros devastados por el torrente de lágrimas que sin cesar mana de ellos y cae empapando el andrajoso ropaje y el pelo revuelto, desgreñado y cubierto de polvo. -¿De qué color estoy, padre mío? -pregunta con ansiedad infinita, en voz cavernosa, la penitente-. ¿Negra aún? -Más blanca que la azucena; más que la túnica de los ángeles -responde el monje, e inclinándose con ternura imprime en la frente de la arrepentida el cristiano beso de paz; vuélvese después hacia el discípulo, que torvo aún por el rencor de las viejas tentaciones tiene fruncido el ceño, y murmura-. ¿No recuerda lo que dijo el Señor? Las mujeres a quienes los fariseos llaman perdidas nos precederán en el reino de los cielos. Para que no dudéis de la verdad de las palabras del monje, añadiré que ésta es, sin variación esencial, la leyenda de la bienaventurada santa Pelagia, a quien hoy veneramos en los altares, y a quien apodaban La Perla cuando aplaudía sus pecaminosas danzas la capital de la tetrópolis de Siria".

Emilia Pardo Bazán

jueves, 21 de enero de 2010

Por motivos de trabajo pongo la del dia 20 y la de hoy ^^.

"El Fabricante de Ataúdes"

¿No vemos cada día ataúdes,
del mundo canas de decrepitud?

"Los últimos bultos del fabricante de ataúdes, Adrián Prójorov, se cargaron sobre el coche fúnebre, y la pareja de rocines se arrastró por cuarta vez de la Basmánnaya a la Nikítinskaya, calle a la que el fabricante se mudaba con todos los suyos. Tras cerrar la tienda, colocó a la puerta un letrero en el que se anunciaba que la casa se vendía o alquilaba, y se dirigió caminando al nuevo domicilio. Cerca ya de la casa amarilla, que desde hacía tanto había tentado su imaginación y que por fin había comprado por una respetable suma, el viejo artesano sintió con sorpresa que no había alegría en su corazón.

Al atravesar el umbral y ver el alboroto que reinaba en su nueva morada, suspiró recordando su vieja casucha, donde a lo largo de dieciocho años todo se había regido por el más estricto orden; comenzó a regañar a sus dos hijas y a la sirvienta, y él mismo se puso a ayudarlas.

Pronto todo estuvo en su sitio: el rincón de las imágenes con los iconos, el armario con la vajilla; la mesa, el sofá y la cama ocuparon los rincones que él les había destinado en la habitación trasera; en la cocina y el salón se pusieron los artículos del dueño de la casa: ataúdes de todos los colores y tamaños, así como armarios con sombreros, mantones y antorchas funerarias. Sobre el portón se elevó un anuncio que representaba a un vigoroso Eros con una antorcha invertida en una mano, con la inscripción: «Aquí se venden y se tapizan ataúdes sencillos y pintados, se alquilan y se reparan los viejos.» Las muchachas se retiraron a su salita. Adrián recorrió su vivienda, se sentó junto a una ventana y mandó que prepararan té.

El lector versado sabe bien que tanto Shakespeare como Walter Scott han soñado a sus sepultureros como personas alegres y bromistas, para así, por efecto del contraste, sorprender nuestra imaginación. Pero en nuestro caso, en honor a la verdad, no podemos seguir sus ejemplos y nos vemos obligados a reconocer que el carácter de nuestro fabricante de ataúdes se acomodaba absolutamente con su lúgubre oficio. Adrián Prójorov por lo general tenía un aire sombrío y pensativo. Sólo quebraba su silencio para regañar a sus hijas cuando las encontraba de brazos cruzados mirando a los transeúntes por la ventana, o bien para pedir una suma exagerada por sus obras a los que tenían la desgracia (o la suerte, en ocasiones) de necesitarlas.

De modo que Adrián, sentado junto a la ventana y tomándose la séptima taza de té, se hallaba sumergido en sus tristes reflexiones. Pensaba en la tormenta que una semana atrás había sorprendido justo a las puertas de la ciudad al entierro de un brigadier retirado. Por culpa de la lluvia, muchos mantos se habían encogido, y torcido muchos sombreros. Los gastos se preveían inevitables, pues las viejas reservas de prendas funerarias estaban en un estado lamentable. Confiaba recuperarse de las pérdidas con la vieja comerciante Triújina, que estaba al borde de la muerte desde hacía cerca de un año. Pero Triújina se estaba muriendo en Razguliái, y Prójorov temía que sus herederos, a pesar de su promesa, se ahorraran el esfuerzo de mandar a por él hasta tan lejos y se las arreglaran con la funeraria más cercana.

Estas reflexiones se vieron casualmente interrumpidas por tres golpes francmasones en la puerta.

-¿Quién es? -preguntó Adrián.

La puerta se abrió, y un hombre, que a primera vista parecía alemán, ingresó en el cuarto, y con aspecto alegre se acercó al fabricante de ataúdes.

-Disculpe, amable vecino. -dijo- Perdone que le moleste... Quería saludarlo cuanto antes. Soy zapatero, me llamo Gotlib Schultz, y vivo al otro lado de la calle, en la casona que está frente a sus ventanas. Mañana celebro mis bodas de plata y le ruego que usted y sus hijas vengan a comer a mi casa como buenos amigos.

La invitación fue aceptada con benevolencia. El dueño de la casa rogó al zapatero que se sentara y tomara con él una taza de té, y gracias al natural abierto de Gotlib Schultz, rápidamente se pusieron a conversar amablemente.

-¿Cómo marcha el negocio? -preguntó Adrián.
-He-he-he. -balbuceó Schultz- Ni bien ni mal. No me quejo. Aunque, desde ya, mi mercadería no es como la suya: un vivo puede pasarse sin botas, pero un muerto no puede vivir sin su ataúd.
-Tan cierto como que hay un Dios. -observó Adrián- Y, sin embargo, si un vivo no tiene con qué comprarse unas botas, mal que le pese, seguirá andando descalzo; en cambio, un difunto harapiento, aunque sea de balde, se llevará su ataúd.

Así prosiguió algunos minutos la charla entre ambos; finalmente, el zapatero se levantó y antes de despedirse, le renovó su invitación.

Al día siguiente, justo a las doce, el fabricante de ataúdes y sus hijas salieron de su nueva casa y se dirigieron a la de su vecino. No voy a describir ni el caftán ruso de Adrián Prójorov, ni los atavíos europeos de Akulina y Daria, apartándome en este caso de la costumbre adoptada por los novelistas actuales. No me parece, sin embargo, superfluo señalar que ambas muchachas llevaban sombreritos amarillos y zapatos rojos, algo que sucedía sólo en ocasiones solemnes.

La estrecha vivienda del zapatero estaba atestada de invitados, en su mayoría alemanes artesanos con sus esposas y sus oficiales. Entre los funcionarios rusos se encontraba un guardia de garita, el finés Yurko, que, a pesar de su humilde grado, había sabido ganarse la especial benevolencia del dueño.

Había servido en este cargo de cuerpo y alma durante veinticinco años, como el cartero de Pogorelski. El incendio del año doce que destruyó la primera capital de Rusia, devoró también la garita amarilla del guardia. Pero tan pronto como fue expulsado el enemigo, en el lugar de la garita apareció una nueva, de color grisáceo, con blancas columnillas de estilo dórico, y Yurko volvió a ir y venir junto a ella. Lo conocían casi todos los alemanes que vivían cerca de la Puerta Nikitínskie, y algunos de ellos incluso habían pasado en la garita de Yurko alguna noche del domingo al lunes.

Adrián rápidamente entabló relación con él, pues era alguien a quien tarde o temprano podría necesitar, y en cuanto los invitados se acercaron a la mesa, se sentaron juntos.

El matrimonio Schultz y su hija Lotchen, una muchacha de diecisiete años, reunidos con los comensales, atendían juntos a los invitados y ayudaban a la cocinera. La cerveza corría sin parar. Yurko comía por cuatro: Adrián no se quedaba atrás. La conversación en alemán se hacía por momentos más ruidosa. De repente, el dueño solicitó la atención de los presentes y, tras descorchar una botella lacrada, pronunció en voz alta en perfecto ruso:

-¡A la salud de mi buena Luise!

Brotó la espuma del vino. El anfitrión besó tiernamente la cara fresca de su cuarentona compañera, y los convidados bebieron ruidosamente a la salud de la buena Luise.

-¡A la salud de mis amables invitados! -proclamó el anfitrión descorchando la segunda botella.

Y los convidados se lo agradecieron vaciando nuevamente sus copas. Y uno tras otro siguieron los brindis: bebieron a la salud de todos por separado, bebieron a la salud de Moscú y de una docena entera de ciudades alemanas, bebieron a la salud de todos los talleres en general y de cada uno en particular, bebieron a la salud de los maestros y de los oficiales. Adrián bebía con tesón, y se animó hasta tal punto que llegó a proponer un brindis ocurrente. De pronto uno de los invitados, un gordo panadero, levantó la copa y exclamó:

-¡A la salud de aquellos para quienes trabajamos!

La propuesta fue recibida con alegría y de manera unánime. Los invitados comenzaron a hacerse reverencias los unos a los otros: el sastre al zapatero, el zapatero al sastre, el panadero a ambos, todos al panadero, etcétera. Yurko, en medio de tales reverencias recíprocas, le gritó a su vecino:

-¿Y tú? ¡Hombre, brinda a la salud de tus muertos!

Todos se echaron a reír, pero el fabricante de ataúdes se ofendió. Nadie lo había notado, los comensales continuaron bebiendo, y ya tocaban a vísperas cuando empezaron a levantarse de la mesa.

Los convidados se retiraron tarde, y la mayoría, ebrios. El gordo panadero y el encuadernador llevaron del brazo a Yurko a su garita, observando en esta ocasión el proverbio ruso: Hoy por ti, mañana por mí. El fabricante de ataúdes llegó a casa borracho y de pésimo humor.

-Porque, vamos a ver -pensaba en voz alta- ¿en qué sentido es menos honesto mi oficio que el de los demás? ¡Ni que fuera yo hermano del verdugo! Y ¿de qué se ríen estos herejes? ¿O tengo yo algo de payaso de feria? Tenía ganas de invitarlos para remojar mi nueva casa, de darles un banquete por todo lo alto, ¿pero ahora?, ¡ni pensarlo! En cambio voy a llamar a aquellos para los que trabajo: a mis buenos muertos.

-¿Qué dices, hombre? -interrogó la criada-. ¡Qué tonterías dices? ¡Santíguate! ¡Convidar a los muertos! ¿A quién se le ocurre?
-¡Como que hay un Dios que lo haré! -continuó Adrián- Y mañana mismo. Mis buenos muertos, les ruego que mañana por la noche vengan a mi casa a celebrarlo, que he de agasajarles con lo mejor que tenga...

Tras estas palabras el fabricante de ataúdes se fue a la cama y no tardó en dormirse.
En la calle aún estaba oscuro cuando vinieron a despertarlo. La mercadera Triújina había fallecido aquella misma noche, y un mensajero había llegado a caballo para darle la nueva. El fabricante de ataúdes se vistió de prisa, tomó un coche.

Junto a la puerta de la casa de la difunta ya estaba la policía y, como los cuervos cuando huelen la carne muerta, deambulaban otros mercaderes. La difunta yacía sobre la mesa, amarilla como la cera, pero aún no mancillada por la descomposición. A su alrededor se agolpaban parientes, vecinos y criados. Todas las ventanas estaban abiertas, las velas ardían, los sacerdotes rezaban.

Adrián se acercó al sobrino de Triújina, un joven mercader con una levita a la moda, y le informó que el féretro, las velas, el sudario y demás accesorios fúnebres llegarían al instante y en perfecto estado. El heredero le dio distraído las gracias, le dijo que no iba a regatearle el precio y que se encomendaba en todo a su honesto proceder. El fabricante, como de costumbre, juró que no le cobraría más que lo justo y, tras intercambiar una mirada con el administrador, fue a disponerlo todo.

Se pasó el día entero yendo de Razguliái a la Puerta Nikítinskie y de vuelta: hacia la tarde lo tuvo todo listo y, dejando libre a su cochero, se marchó a pie para su casa.

Era una noche de luna. El fabricante de ataúdes llegó felizmente hasta la Puerta Nikítinskie. Junto a la iglesia de la Ascensión le dio el alto nuestro conocido Yurko que, al reconocerlo, le deseó las buenas noches. Era tarde. El fabricante de ataúdes ya se acercaba a su casa, cuando de pronto le pareció que alguien llegaba a su puerta, la abría y desaparecía tras ella.

¿Qué significará esto? -pensó-. ¿Quién más me necesitará? ¿No será un ladrón que se ha metido en casa? ¿O es algún amante que viene a ver a mis hijas? ¡Lo que faltaba!

Y el constructor de ataúdes se disponía ya a llamar en su ayuda a su amigo Yurko, cuando alguien que se acercaba a la valla y se disponía a entrar en la casa, al ver al dueño que corría hacia él, se detuvo y se quitó de la cabeza un sombrero de tres picos. A Adrián le pareció reconocer aquella cara, pero con el apuro no tuvo tiempo de observarlo debidamente.

-¿Viene usted a mi casa? -dijo jadeante Adrián- Pase, por favor.
-¡Nada de halagos, hombre! -contestó el otro con voz seca- ¡Pasa delante y enseña a los invitados el camino!

Adrián tampoco tuvo tiempo para andarse con cumplidos. La portezuela de la verja estaba abierta, se dirigió hacia la escalera, y el otro le siguió. Le pareció que por las habitaciones andaba gente. ¿Qué diablos pasa?, pensó.

Se dio prisa en ingresar... y entonces, las rodillas se le doblaron. La sala estaba llena de muertos. La luna, ingresando por la ventana, iluminaba sus rostros amarillentos y azulados, las bocas hundidas, los ojos turbios y entreabiertos y las afiladas narices... Adrián reconoció horrorizado en ellos a las personas enterradas gracias a sus servicios, y en el huésped que había llegado con él, al brigadier enterrado durante aquella tormenta.

Todos, damas y caballeros, rodearon al fabricante de ataúdes entre reverencias y saludos; salvo uno de ellos, un pordiosero al que había dado sepultura hacía poco. El difunto, avergonzado de sus harapos, no se acercaba y se mantenía humildemente en un rincón. Todos los demás iban vestidos decorosamente: las difuntas con sus cofias y lazos, los funcionarios fallecidos, con levita, aunque con la barba sin afeitar, y los mercaderes con caftanes de día de fiesta.

-Ya lo ves, Prójorov,-dijo el brigadier- todos nos hemos levantado en respuesta a tu invitación; sólo se han quedado en casa los que no podían hacerlo, los que se han desmoronado ya del todo y aquellos a los que no les queda ni la piel, sólo los huesos; pero incluso entre ellos uno no lo ha podido resistir, tantas ganas tenía de venir a verte.

En este momento un pequeño esqueleto se abrió paso entre la muchedumbre y se acercó a Adrián. Su cráneo sonreía dulcemente al fabricante de ataúdes. Jirones de paño verde claro y rojo y de lienzo apolillado colgaban sobre él aquí y allá como sobre una vara, y los huesos de los pies repicaban en unas grandes botas como las manos en los morteros.

-No me has reconocido, Prójorov. -dijo el esqueleto- ¿Recuerdas al sargento retirado de la Guardia Piotr Petróvich Kurilkin, el mismo al que en el año 1799 vendiste tu primer ataúd, y además de pino en lugar del de roble?

Dichas estas palabras, el muerto le abrió sus brazos de hueso, pero Adrián, reuniendo todas sus fuerzas, gritó y le dio un empujón. Piotr Petróvich se tambaleó, cayó y todo él se derrumbó. Entre los difuntos se levantó un rumor de indignación: todos salieron en defensa del honor de su compañero y se lanzaron sobre Adrián entre insultos y amenazas. El pobre dueño, ensordecido por los gritos y casi aplastado, perdió la presencia de ánimo y, cayendo sobre los huesos del sargento retirado, se desmayó.

El sol hacía horas que iluminaba la cama en la que estaba acostado el fabricante de ataúdes. Éste por fin abrió los ojos y vio delante suyo a la criada que atizaba el fuego del samovar. Adrián recordó lleno de horror los sucesos del día anterior. Triújina, el brigadier y el sargento Kurilkin aparecieron confusos en su mente. Adrián esperaba en silencio que la criada le dirigiera la palabra y le refiriese las consecuencias del episodio nocturno.

-Se te han pegado las sábanas, Adrián Prójorovich. -dijo, acercándole la bata- Te ha venido a ver tu vecino el sastre, y el de la garita ha pasado para avisarte que es el santo del comisario. Pero tú has tenido a bien seguir durmiendo y no hemos querido despertarte.

-¿Y de la difunta Triújina no ha venido nadie?
-¿Difunta? ¿Es que se ha muerto?
-¡Serás estúpida! ¿O no fuiste tú quien ayer me ayudó a preparar su entierro?
-¿Qué dices, hombre? ¿Te has vuelto loco, o es que aún no se te ha pasado la resaca? ¿Ayer qué entierro hubo? Si te pasaste todo el día de jarana en casa del alemán, volviste borracho, caíste redondo en la cama y has dormido hasta la hora que es, que ya han tocado a misa.
-¡No me digas! -exclamó con alegría el fabricante de ataúdes.
-Como lo oyes. -contestó la sirvienta.
-Pues si es así, trae en seguida el té y ve a llamar a mis hijas".

Alexander Pushkin

"Fata Morgana"

"La bruja Morgana, también conocida como el hada Morgana, ha sido desde siempre una de las hechiceras más famosas y poderosas de la literatura occidental; siendo para muchos la clara personificación del mal, el odio y la venganza, así como la belleza ardiente, el deseo, la tentación y, por encima de todo, la pasión.

Mujer capaz de convertirse en cualquier animal, persuadir a los mortales mediante la telepatía, ver el futuro e incluso alterarlo, fue la perdición de muchos hombres poderosos como el mítico Arturo Pendragón e incluso Merlín el bardo, el más poderoso de los hechiceros de su tiempo.

Morgana en el ciclo artúrico
En el ciclo artúrico, el hada Morgana es un personaje femenino, a veces presentado por los cristianos como antagonista del Rey Arturo y enemiga de Ginebra. En la Vita Merlini (Vida de Merlín) del siglo XII, se dice que Morgana ("Morgen") es la mayor de nueve hermanas que gobiernan Avalon. Geoffrey de Monmouth habla de Morgana como sanadora y cambiante. Escritores más tardíos como Chrétien de Troyes, basándose en la interpretación de Monmouth, han descrito a Morgana vigilando a Merlín en Ávalon.

En la tradición de los ciclos artúricos, Morgana era la hija de la madre de Arturo, Lady Igraine, y de su primer marido, Gorlois, duque de Cornualles sobrina de Viviana, la Dama del Lago; Arturo, hijo de Igraine y de Uther Pendragon, era, por tanto, su medio hermano. Como mujer celta, Morgana heredó parte de la "magia de la Tierra" de su madre.

Morgana tenía dos hermanas mayores (y era por tanto la menor de tres, y no la mayor de nueve). El trío de hermanas es una fórmulas abundantemente usada en la mitología celta. En La Mort d'Arthur (La muerte de Arturo) y otras fuentes, ella es la infeliz esposa del Rey Urien de Gore, y Owain mab Urien es su hijo, que la detiene cuando, presa de la ira, intenta matar a Urien.
En las interpretaciones cristianas más modernas de la mitología artúrica, Morgana seduce a Arturo y concibe con él al malvado Mordred, aunque originalmente (por ejemplo en La Mort d'Arthur) este papel es asignado a una de sus hermanas. No obstante, en la novela de Marion Zimmer Bradley " Las nieblas de Avalon" , Mordred o Gwydion, es engendrado en Morgana por Arturo bajo la apariencia de el Astado, el Dios, durante los ritos Celtas de Beltane en Avalon.

Diversas fuentes describen a Morgana como discípula de Merlín, y más adelante como su rival; en este papel, el personaje aparece parcialmente superpuesto a "Viviana", una de las figuras que corresponden al nombre de "Dama del Lago".

En algunas leyendas, Morgana intenta conspirar contra Arturo robando Excálibur y dándosela a su amado Accolon para que lo asesine. Arturo mata a Accolon. Morgana, enfurecida, roba la vaina de Excálibur (que hace a Arturo invencible) y la arroja al mar. Despues le manda una capa, aparentemente para reconciliarse, pero el rey la rechaza, salvándose de quemarse, ya que la capa está embrujada. También se le atribuye hacer público el amor de Ginebra por Lancelot ante toda Britania. Después de que Arturo salga a buscar a Lancelot, Mordred quiere casarse con Ginebra. Morgana le advierte de que no es buena idea, pero su hijo la traiciona, expulsándola del castillo. Arrepentida de todo, Morgana se lleva a Arturo, ya medio muerto a la isla de Avalon, junto con Elaine (que se transformó en Ginebra para yacer con Lancelot y engendrar a Galahad) y Viviana (la Dama del Lago, que le dio a Arturo su espada, crió a Lancelot y embrujó a Merlín.). Allí es donde Arturo dormirá por los siglos de los siglos. Esta última historia demuestra que el hada Morgana se comportó así con su hermano, no por maldad, sino porque, de niña, Uther Pendragón la internó en un convento, donde sufrió burlas, humillaciones y latigazos. Eso hizo de ella alguien dedicado a la venganza".

Leyenda de la Mitología Anglosajona

martes, 19 de enero de 2010

"La Granja Croglin"

"El Capitán Fisher nos contó esta historia extraordinaria, conectada con su propia familia.

-Fisher, -dijo el capitán- puede sonar un nombre plebeyo, pero su familia es de antigua estirpe, y por varios siglos poseyeron un curioso lugar en Cumberland, que tenía el extraño nombre de Granja Croglin. La característica de la casa era que nunca, en ningún período de su larga existencia, ha habido más que un alto, aunque siempre tuvo una terraza desde la cuál grandes terrenos se extendían hacia donde había una iglesia, y desde donde se tenía una gran vista.

A lo largo de los años, los Fisher acrecentaron su fortuna y número en la Granja Croglin. No quisieron cambiar los detalles del lugar construyendo otra torre, y se marcharon hacia el sur, para residir en Thorncombe, cerca de Guildford, dejando la Granja Croglin.

Los Fisher fueron afortunados con sus inquilinos, dos hermanos y una hermana. Ellos escucharon sus encomiables palabras acerca de todos los cuartos. Sus vecinos eran buenos y gentiles, les dieron una gran bienvenida. Por su parte los nuevos inquilinos se vieron muy a gusto en la nueva residencia. Era como si la Croglin hubiese sido hecha para ellos.

El invierno pasó felizmente para los nuevos habitantes, quienes compartían los placeres sociales, haciéndose muy populares. Al otro verano, hubo un día, muy particular, de terrible calor, casi insoportable. Los hermanos estaban bajo un árbol, con sus libros. Habían cenado temprano, y luego se sentaron en el porche, disfrutando del aire fresco de la noche, y observaron la puesta del sol, y la salida de la luna sobre las copas de los árboles que separaban los campos del cementerio de la iglesia.

Cuando se separaron por la noche, cada uno se retiró a su cuarto en la planta baja (no había escaleras en esa casa), la hermana sintió que el calor era tan intenso que no podía dormir y habiendo trabado su ventana, apoyada en sus almohadones, se quedó viendo la espléndida belleza de esa noche. Gradualmente, notó dos luces, dos luces que parpadeaban, entre los árboles que separaban el jardín de los campos de la iglesia; y, a medida que su vista se posó en ellas, las vio emerger, y componerse en una sustancia oscura, horrible, que parecía acercarse más y más, aumentando en tamaño a medida que se aproximaba. Durante algunos momentos se perdía entre las sombras que se extendían por el jardín, desde los árboles, y luego volvía a emerger, más grande que antes, y aún avanzando. Mientras observaba, el más incontrolable horror se apoderó de ella. Intentó salir, pero la puerta estaba cerrada y la ventana también, y aún la cosa se acercaba a ella. Trató de gritar, pero su voz estaba paralizada, su lengua pegada al paladar.

Ella nunca pudo explicarlo: el terrible objeto pareció volverse sobre un lado, como si fuera a rodear la casa. Inmediatamente ella saltó de la cama y acometió contra la puerta; y mientras trataba de destrabarla comenzó a escuchar scratch, scratch, scratch, contra la ventana, y vio un horrible rostro marrón con ojos ardientes que la miraba. Aterrorizada, regresó a la cama, pero la criatura continuaba rascando la ventana, scratch, scratch, scratch. Sintió una especie de alivio cuando se convenció que la ventana estaba bien cerrada desde el interior. Súbitamente el rasqueteo cesó, y se escuchó una especie de sonido como de picotazo. Luego, en su agonía, ¡se dio cuenta que la criatura estaba picando la unión de los vidrios! El ruido continuó, y un panel de vidrio cayó dentro de la habitación. Luego el largo y huesudo dedo de la criatura ingresó y giró la manija de la ventana. La misma se abrió, y la criatura entró en la habitación, y el terror de la chica fue tan intenso que no pudo gritar. La criatura entrelazó sus largos dedos en el cabello de ella, y comenzó a arrastrarla por la cama. En esta situación violenta se hirió la garganta.

Cuando pasó esto, su voz se liberó, y gritó con todas sus fuerzas. Sus hermanos se despertaron, pero la puerta estaba cerrada por dentro. Fueron a buscar un atizador y rompieron la cerradura y entraron. Entonces la criatura ya había escapado por la ventana. Ella sangraba por una herida en la garganta, y yacía inconciente a un lado de la cama. Un hermano persiguió a la criatura, que corría bajo la luz de la luna, hasta que desapareció sobre el muro de los límites del camposanto. El hermano regresó junto a su hermana. Ella estaba malherida, y estuvo por morir; pero era de disposición fuerte, no se dejaba llevar por el romance o la superstición, y cuando volvió en sí, dijo:

-Lo que pasó fue extraordinario, y estoy herida. Me parece inexplicable, pero por supuesto habrá una explicación, y tenemos que encontrarla. Debe ser que algún lunático ha escapado de un asilo y ha venido hasta aquí...

La herida curó, ella se recompuso, pero el doctor que fue a atenderla no podía creer que se hubiese recuperado de tan terrible shock tan fácilmente, e insistió que ella tenía que cambiar de paisaje; así que su hermano la llevó a Suiza.

Siendo una chica sensible, cuando fue al extranjero, se interesó por las novedades locales: secó plantas, hizo dibujos, escaló montañas, y, cuando llegó el otoño, fue quien urgió a sus hermanos de regresar a Croglin. -La tenemos desde hace siete años, -dijo- y solo hemos estado allí uno. Siempre hemos tenido dificultades para encontrar casas con solamente un alto, así que será mejor que regresemos. Los lunáticos no se escapan todos los días.

Y como ella los urgió, regresaron a Cumberland. Ya que no había escaleras en la casa, les fue difícil hacer grandes cambios en su disposición. La hermana ocupó la misma habitación, aunque jamás volvió a dejar abierto los postigos. Los hermanos tomaron la habitación opuesta a la de su hermana, y siempre tenían pistolas cargadas.

El invierno pasó pacíficamente. En marzo, la hermana se despertó una noche por un sonido que le recordó el scratch, scratch, scratch, sobre el vidrio de la ventana. Y mirando a la ventana, pudo ver en el panel superior, el mismo rostro marrón, horripilante y arrugado, con ojos brillantes, mirándola fijamente. Esta vez gritó tan fuerte como pudo. Sus hermanos salieron del cuarto, con las armas en la mano, y vieron que la criatura huía por el jardín. Uno de ellos hizo fuego y le dio en una pierna, pero la cosa siguió corriendo, hacia la pared de la iglesia, donde desapareció dentro de una bóveda que perteneció a una familia que habíase extinto hacía mucho tiempo.

Al siguiente día los hermanos llamaron a todos los inquilinos de Croglin, y fueron a abrir la bóveda. Una horrible escena se reveló. La bóveda estaba repleta de cajones; todos rotos, y sus contenidos horriblemente despedazados y desfigurados, esparcidos en todo el piso del lugar. Un solo ataúd permanecía intacto. Levantaron la tapa y ahí estaba, marrón, reseco, arrugado, momificado, pero aún entero, la misma horripilante figura que se veía por la ventana de Croglin, con la marca de un reciente disparo en la pierna.

Hicieron lo único que podía hacerse con un vampiro: lo quemaron".

Augustus Hare