"En Locarno, en la Italia superior, al pie de los Alpes, se hallaba un palacio antiguo perteneciente a un marqués, y que en la actualidad, viniendo del San Gotardo, puede verse en ruinas y escombros: un palacio con grandes y espaciosas estancias, en una de las cuales antaño fue alojada por compasión, sobre un montón de paja, una vieja mujer enferma, a la que el ama de llaves encontró pidiendo limosna ante la puerta. El marqués, que al volver de la caza entró casualmente en la estancia donde solía dejar los fusiles, ordenó malhumorado a la mujer que se levantase del rincón donde estaba acurrucada y que se pusiese detrás de la estufa. La mujer, al incorporarse, resbaló con su muleta y cayó al suelo, de forma que se golpeó la espalda. A duras penas pudo levantarse y, tal como le habían ordenado, salió de la habitación, y entre ayes y lamentos se hundió y desapareció detrás de la estufa.
Muchos años después en que el marqués, debido a las guerras y a su inactividad, se encontraba en una situación precaria, un caballero florentino se dirigió a él con la intención de comprar el palacio, cuya situación le agradaba. El marqués, que tenía gran interés en que la venta se efectuase, ordenó a su esposa que alojara al huésped en la ya mencionada estancia vacía, que estaba muy bien amueblada. Pero cuál no sería la sorpresa del matrimonio cuando el caballero, a media noche, pálido y turbado, apareció jurando y perjurando que había fantasmas en la habitación y que alguien invisible se movía en un rincón de la estancia, como si estuviese sobre paja, y que se podían percibir pasos lentos y vacilantes que la atravesaban y cesaban al llegar a la estufa, entre ayes y lamentos.
El marqués quedó aterrado; sin saber por qué, se echó a reír con una risa forzada y dijo al caballero que, para mayor tranquilidad, pasaría la noche con él en la habitación. Pero el caballero suplicó que le permitiese dormir en un sillón en su alcoba, y cuando amaneció mandó ensillar, se despidió y emprendió el viaje.
Este suceso, que causó sensación, asustó mucho a los compradores, lo que incomodó extraordinariamente al marqués, tanto así que incluso entre los moradores del castillo se propagó el absurdo e incomprensible rumor de que eso sucedía en la estancia a las doce de la noche, por lo cual decidió él mismo terminar con la situación e investigar en persona la próxima noche. Así, pues, nada más empezar a atardecer, ordenó que le pusieran la cama en la susodicha estancia y permaneció sin dormir hasta la media noche. Pero cuál no sería su impresión cuando al sonar las campanadas de medianoche percibió el extraño murmullo; era como si un ser humano se levantase de la paja, que crujía, y atravesase la habitación, para desaparecer tras la estufa entre suspiros y gemidos.
A la mañana siguiente, la marquesa, cuando él apareció, le preguntó qué tal había transcurrido todo; y como él, con mirada temerosa e inquieta, después de haber cerrado la puerta, le asegurase que era cosa de fantasmas, ella se asustó como nunca se había asustado en su vida y le suplicó que antes de hacer pública la cosa volviese a someterse, y esta vez con ella, a otra prueba. Y, en efecto, la noche siguiente, acompañados de un fiel servidor, escucharon el rumor extraño y fantasmal: y sólo obligados por el intenso deseo que sentían de vender el castillo, supieron disimular ante el sirviente el espanto que les poseía, atribuyendo el suceso a motivos casuales y sin importancia alguna. Al llegar la noche del tercer día, ambos, para salir de dudas y hacer averiguaciones a fondo, latiéndoles el corazón, volvieron a subir las escaleras que les conducían a la habitación de los huéspedes, y como se encontraron al perro ante la puerta, que se había soltado de la cadena, lo llevaron consigo con la secreta intención, aunque no se lo dijeron entre sí, de entrar en la habitación acompañados de otro ser vivo.
El matrimonio, después de haber depositado dos luces sobre la mesa, la marquesa sin desvestirse, el marqués con la daga y las pistolas, que había sacado de un cajón, puestas a un lado, hacia eso de las once se tumbaron en la cama; y mientras trataban de entretenerse conversando, el perro se tumbó en medio de la habitación, acurrucado con la cabeza entre las patas. Y he aquí que justo al llegar la media noche se oyó el espantoso rumor; alguien invisible se levantó del rincón de la habitación apoyándose en unas muletas, se oyó ruido de paja, y cuando comenzó a andar: tap, tap, se despertó el perro y de pronto se levantó del suelo, enderezando las orejas, y comenzó a ladrar y a gruñir, como si alguien con paso desigual se acercase, y fue retrocediendo hacia la estufa. Al ver esto, la marquesa, con el cabello erizado, salió de la habitación, y mientras el marqués, con la daga desenvainada, gritaba: «¿Quién va?», como nadie respondiese y él se agitara como un loco furioso que trata de encontrar aire para respirar, ella mandó ensillar decidida a salir hacia la ciudad. Pero antes de que corriese hacia la puerta con algunas cosas que había recogido precipitadamente, pudo ver el castillo prendido en llamas. El marqués, preso de pánico, había cogido una vela y cansado como estaba de vivir, había prendido fuego a la habitación, toda revestida de madera. En vano la marquesa envió gente para salvar al infortunado; éste encontró una muerte horrible, y todavía hoy sus huesos, recogidos por la gente del lugar, están en el rincón de la habitación donde él ordenó a la mendiga de Locarno que se levantase".
Heinrich Von Kleist
" Ven, cierra la puerta, siéntate junto al fuego de la chimenea, que la noche es fría, y seguro que estás cansado; acomódate y disfruta de una de tantas historias, que como cada noche vas a poder escuchar aquí..."
El Recolector de Historias

martes, 3 de febrero de 2015
lunes, 2 de febrero de 2015
"El Bosque y la Estepa"
"Tal vez haya fatigado al lector con mis relatos de cacería. Que se tranquilice ahora; he señalado el término de estas páginas. Solamente le pido autorización para añadir algunas observaciones cinegéticas.
La caza con escopeta está llena de atractivos por sí misma, für sich, como solía decirse cuando estaba de moda la filosofía de Hegel. Si el cielo no nos ha hecho cazadores, no por eso dejaremos de ser amigos de la naturaleza. Por lo tanto, es algo que podemos envidiar a los discípulos de San Huberto. ¿O acaso no llegan a comprenderme?
¿Conocen los goces que se experimenta cuando se parte para una cacería al romper el alba de un hermoso día primaveral?
Están en la escalinata; el color del cielo es todavía un gris sombrío, brillan aún algunas estrellas, corre un viento suave, como una ligera onda; perduran los murmullos discretos y confusos de la noche, están los árboles envueltos en una especie de velo. En el carro se coloca la alfombrita, el tarro de té, el samovar.
Los caballos se estremecen, piafando; una pareja de gansos, apenas despiertos, atraviesan silenciosamente el camino. Detrás de una cerca, el guardián ronca tranquilamente. En la atmósfera fresca no hay un solo sonido que no se incruste nítidamente y quede como grabado.
Se instalan en el vehículo, los caballos arrancan a un tiempo, se pasa frente a la iglesia, se baja la pendiente, luego se dobla a la derecha, junto al dique: el estanque está cubierto de neblinas blancuzcas; sienten frío, se alzan el cuello del abrigo. Los caballos atraviesan con gran ruido los charcos de agua, mientras el cochero silba en el pescante.
Poco a poco alumbra la aurora; algunos hilos de fuego surcan el cielo, mientras la niebla se acumula contra los barrancos. Rompe el canto de la alondra, sopla un viento más liviano, el disco purpúreo del sol se eleva más sensiblemente. La luz colorea la cuesta, las colinas, penetra en el fondo de los vallados. Es un derroche de luz, una magnífica armonización de tonos deslumbrantes. El corazón se agita en el pecho como el pájaro en el ramaje; y todo parece decir alegría, bienestar, dicha. Allá lejos asoma una aldea, después la aldehuela, con su iglesia blanca, y una laguna hacia la cual nos dirigimos.
Rápidamente sube el sol, límpido está el cielo, la mañana será hermosa. Un rebaño sale de la aldea y viene hacia nosotros. Suben un montículo. Y desde arriba, ¡qué espectáculo! Un río corre, serpentea a lo largo de unas diez "verstas", y a través de la nebulosidad que lo cubre aún parece completamente azul.
Verdes praderas se extienden a una y otra orilla. A lo lejos, vuelan en círculo las avefrías sobre los esteros. Se oye el ruido de un carro. Es un campesino que viene al trote de sus caballos y busca un camino sombreado. Cambiamos con él un amistoso saludo. Oímos el sonido metálico y chillón de la hoz. El sol sube siempre; pasa una hora, dos horas, ya el calor empieza a sofocar; las campesinas remueven con las horquillas el heno que se seca al sol. El calor es horrible. Parece caldearse el cielo, en el aire se condensan vapores tórridos.
-Amigo, ¿dónde hay algo para beber? -preguntamos a un campesino.
-Allí en el barranco, a la izquierda, hay un manantial.
Atravesamos el soto, los plantíos, y descubrimos el manantial. Un ramaje de encima se tiende sobre el agua, grandes burbujas plateadas emergen desde el fondo líquido y se rompen en la superficie. Nos echamos al borde, hemos aliviado la sed, y al rendirnos la fatiga nos quedamos inmóviles. Aquí la sombra está impregnada de olorosa frescura, la vegetación se diría que amarillea. Pero..., ¿qué ocurre? Súbitamente un golpe de viento barre los campos, se oye sordo ruido. ¿Es un trueno? El cielo ha tomado un color plomizo. Sí, es una tempestad que se acerca; en la lejanía brilla un relámpago. ¿No habrá tiempo todavía para cazar? La nube rápidamente se agranda, avanza sombría. La hierba y los árboles se cubren con un velo oscuro. A resguardarse pronto. ¿No habrá un cobertizo por ahí? Tratemos de hallarlo y refugiarnos bajo su techo. Llegamos a tiempo. ¡Qué tormenta! ¡La lluvia, los relámpagos! El cobertizo no es muy seguro: llueve en él. Pero, en fin, la tormenta dura poco. Salimos de nuestro asilo. ¡Gran Dios! ¡Cómo brilla todo alegremente alrededor nuestro! ¡Qué delicado aroma! ¡Qué bien huelen los enebros, los espinos, las fresas, los hongos!
Ahora cae la tarde. La mitad del cielo se incendia con la gran luz del crepúsculo. El aire tiene una transparencia de cristal. Allá lejos van descendiendo nubes que parecen todavía caldeadas. Con la ligera humedad nocturna, un tinte rojo sombrío se extiende sobre los follajes; las parvas de heno proyectan sombras que se van alargando. Cuando el sol se ha ocultado, una estrella alumbra tranquila sobre el océano rojizo del poniente.
Pero este mar empieza a palidecer, el cielo se oscurece de azul, las sombras confunden, es de noche y hay que volver a casa.
Salimos otra vez, en nuestro coche, a cazar ortegas. Ya estamos en el bosque. Las copas de los álamos tiemblan, perezosamente se balancean las ramas de los abedules, la encina vigorosa se alza junto al tilo gigante. Seguimos un camino esmaltado de flores, los pájaros gorjean. ¡Qué bien combina el canto de la curruca con el aroma de los lirios silvestres! Nos internarnos profundamente en el bosque, donde es mayor la espesura. Una paz y un extraordinario bienestar se apoderan del alma. A un repentino soplo de viento, las altas copas se remueven y producen como un ruido de cascadas. Hierbas vivaces crecen tupidas, aquí y allá, sobre el lecho de hojas muertas el año anterior. Salta una liebre, los perros corren a perseguirla con una fiesta de ladridos.
La selva es hermosa al fin del otoño, cuando llegan las becacinas. En vez de sol, hay sombra, un perfume embriagante y una niebla suspensa allá en la llanura. Se recortan los árboles sobre un cielo azul pálido, hojas doradas añaden belleza al colorido del bosque.
Y un día de otoño, con tiempo claro, cuando ha helado por la mañana y los abedules tienden ramas de oro, mientras el sol desciende, pero brilla con resplandor más vivo que en verano, un bosquecillo de álamos sin hojas se inunda de claridad y parece gozoso de su desnudez.
En el río, la corriente azulada acaricia la ribera, trae balanceando gansos y patos y oímos el ruido de un molino a lo lejos.
También los días brumosos tienen su encanto. No gustan a los cazadores, porque el animal escapa y desaparece en la indecisión de los vapores blancuzcos. Pero todo está tranquilo alrededor, ningún árbol, ninguna hoja se mueve, todo parece reposar con delicia. Una línea negra se tiende, horizontalmente, por encima de la niebla: imaginamos que es el cortinaje de un bosque. No, vean: es una faja de ajenjo que crece a lo largo entre dos campos.
Vamos a visitar un campo lejano de la estepa. Después de seguir una serie de caminitos llegamos a la gran vía. Pasamos por delante de las posadas, cuyos portones abiertos nos dejan ver en medio del patio el brocal del pozo.
Andamos durante horas y horas... Las urracas revolotean sobre los sauces que bordean el camino. Las campesinas, armadas de largos rastrillos, atraviesan la pradera. Cubierto con un viejo manto, camina lentamente un labriego. Por el camino viene un gran coche señorial; en la parte trasera va sentado un pobre lacayo, salpicado de barro hasta las cejas.
Allá lejos hay una ciudad con sus casitas de madera, sus casas comerciales de ladrillo, el viejo puente tendido sobre el río... ¡Adelante! Comienza la estepa. En medio de la llanura, algunas lomas cultivadas parecen ondas. Barrancos tapizados de gramilla forman accidentes en el terreno. Algún campanario blanco se muestra en la lejanía. Alegremente serpentea un riachuelo; interrumpe su curso algún dique. Se ven avutardas temerosamente inmóviles. Una vieja mansión refleja sus torrecillas en un pequeño estanque. Seguimos caminando, y al fin llegamos a la estepa, la verdadera estepa, inmensa, sin límites.
En el invierno se da la caza de liebres sobre los montículos de nieve. Temperatura baja, aire glacial. Tiene el cielo un tinte verdoso que hace resaltar los árboles rojizos.
Luego, en los primeros días de la primavera, cuando la estepa renace, el sol viene a calentar los campos, a consolar a la pequeña alondra, mientras los torrentes, llenos de espuma, se precipitan de barranco en barranco, con un mugido sordo.
Es tiempo de terminar. Acabo de tocar el terna de la primavera, cuya imagen acude muy oportuna. En la primavera la separación es menos penosa. Hasta los dichosos se sienten atraídos hacia países lejanos, donde la naturaleza sonríe a la fantasía y llama a los viajeros... Adiós, queridos lectores, sed felices siempre".
Iván Turgueniev
La caza con escopeta está llena de atractivos por sí misma, für sich, como solía decirse cuando estaba de moda la filosofía de Hegel. Si el cielo no nos ha hecho cazadores, no por eso dejaremos de ser amigos de la naturaleza. Por lo tanto, es algo que podemos envidiar a los discípulos de San Huberto. ¿O acaso no llegan a comprenderme?
¿Conocen los goces que se experimenta cuando se parte para una cacería al romper el alba de un hermoso día primaveral?
Están en la escalinata; el color del cielo es todavía un gris sombrío, brillan aún algunas estrellas, corre un viento suave, como una ligera onda; perduran los murmullos discretos y confusos de la noche, están los árboles envueltos en una especie de velo. En el carro se coloca la alfombrita, el tarro de té, el samovar.
Los caballos se estremecen, piafando; una pareja de gansos, apenas despiertos, atraviesan silenciosamente el camino. Detrás de una cerca, el guardián ronca tranquilamente. En la atmósfera fresca no hay un solo sonido que no se incruste nítidamente y quede como grabado.
Se instalan en el vehículo, los caballos arrancan a un tiempo, se pasa frente a la iglesia, se baja la pendiente, luego se dobla a la derecha, junto al dique: el estanque está cubierto de neblinas blancuzcas; sienten frío, se alzan el cuello del abrigo. Los caballos atraviesan con gran ruido los charcos de agua, mientras el cochero silba en el pescante.
Poco a poco alumbra la aurora; algunos hilos de fuego surcan el cielo, mientras la niebla se acumula contra los barrancos. Rompe el canto de la alondra, sopla un viento más liviano, el disco purpúreo del sol se eleva más sensiblemente. La luz colorea la cuesta, las colinas, penetra en el fondo de los vallados. Es un derroche de luz, una magnífica armonización de tonos deslumbrantes. El corazón se agita en el pecho como el pájaro en el ramaje; y todo parece decir alegría, bienestar, dicha. Allá lejos asoma una aldea, después la aldehuela, con su iglesia blanca, y una laguna hacia la cual nos dirigimos.
Rápidamente sube el sol, límpido está el cielo, la mañana será hermosa. Un rebaño sale de la aldea y viene hacia nosotros. Suben un montículo. Y desde arriba, ¡qué espectáculo! Un río corre, serpentea a lo largo de unas diez "verstas", y a través de la nebulosidad que lo cubre aún parece completamente azul.
Verdes praderas se extienden a una y otra orilla. A lo lejos, vuelan en círculo las avefrías sobre los esteros. Se oye el ruido de un carro. Es un campesino que viene al trote de sus caballos y busca un camino sombreado. Cambiamos con él un amistoso saludo. Oímos el sonido metálico y chillón de la hoz. El sol sube siempre; pasa una hora, dos horas, ya el calor empieza a sofocar; las campesinas remueven con las horquillas el heno que se seca al sol. El calor es horrible. Parece caldearse el cielo, en el aire se condensan vapores tórridos.
-Amigo, ¿dónde hay algo para beber? -preguntamos a un campesino.
-Allí en el barranco, a la izquierda, hay un manantial.
Atravesamos el soto, los plantíos, y descubrimos el manantial. Un ramaje de encima se tiende sobre el agua, grandes burbujas plateadas emergen desde el fondo líquido y se rompen en la superficie. Nos echamos al borde, hemos aliviado la sed, y al rendirnos la fatiga nos quedamos inmóviles. Aquí la sombra está impregnada de olorosa frescura, la vegetación se diría que amarillea. Pero..., ¿qué ocurre? Súbitamente un golpe de viento barre los campos, se oye sordo ruido. ¿Es un trueno? El cielo ha tomado un color plomizo. Sí, es una tempestad que se acerca; en la lejanía brilla un relámpago. ¿No habrá tiempo todavía para cazar? La nube rápidamente se agranda, avanza sombría. La hierba y los árboles se cubren con un velo oscuro. A resguardarse pronto. ¿No habrá un cobertizo por ahí? Tratemos de hallarlo y refugiarnos bajo su techo. Llegamos a tiempo. ¡Qué tormenta! ¡La lluvia, los relámpagos! El cobertizo no es muy seguro: llueve en él. Pero, en fin, la tormenta dura poco. Salimos de nuestro asilo. ¡Gran Dios! ¡Cómo brilla todo alegremente alrededor nuestro! ¡Qué delicado aroma! ¡Qué bien huelen los enebros, los espinos, las fresas, los hongos!
Ahora cae la tarde. La mitad del cielo se incendia con la gran luz del crepúsculo. El aire tiene una transparencia de cristal. Allá lejos van descendiendo nubes que parecen todavía caldeadas. Con la ligera humedad nocturna, un tinte rojo sombrío se extiende sobre los follajes; las parvas de heno proyectan sombras que se van alargando. Cuando el sol se ha ocultado, una estrella alumbra tranquila sobre el océano rojizo del poniente.
Pero este mar empieza a palidecer, el cielo se oscurece de azul, las sombras confunden, es de noche y hay que volver a casa.
Salimos otra vez, en nuestro coche, a cazar ortegas. Ya estamos en el bosque. Las copas de los álamos tiemblan, perezosamente se balancean las ramas de los abedules, la encina vigorosa se alza junto al tilo gigante. Seguimos un camino esmaltado de flores, los pájaros gorjean. ¡Qué bien combina el canto de la curruca con el aroma de los lirios silvestres! Nos internarnos profundamente en el bosque, donde es mayor la espesura. Una paz y un extraordinario bienestar se apoderan del alma. A un repentino soplo de viento, las altas copas se remueven y producen como un ruido de cascadas. Hierbas vivaces crecen tupidas, aquí y allá, sobre el lecho de hojas muertas el año anterior. Salta una liebre, los perros corren a perseguirla con una fiesta de ladridos.
La selva es hermosa al fin del otoño, cuando llegan las becacinas. En vez de sol, hay sombra, un perfume embriagante y una niebla suspensa allá en la llanura. Se recortan los árboles sobre un cielo azul pálido, hojas doradas añaden belleza al colorido del bosque.
Y un día de otoño, con tiempo claro, cuando ha helado por la mañana y los abedules tienden ramas de oro, mientras el sol desciende, pero brilla con resplandor más vivo que en verano, un bosquecillo de álamos sin hojas se inunda de claridad y parece gozoso de su desnudez.
En el río, la corriente azulada acaricia la ribera, trae balanceando gansos y patos y oímos el ruido de un molino a lo lejos.
También los días brumosos tienen su encanto. No gustan a los cazadores, porque el animal escapa y desaparece en la indecisión de los vapores blancuzcos. Pero todo está tranquilo alrededor, ningún árbol, ninguna hoja se mueve, todo parece reposar con delicia. Una línea negra se tiende, horizontalmente, por encima de la niebla: imaginamos que es el cortinaje de un bosque. No, vean: es una faja de ajenjo que crece a lo largo entre dos campos.
Vamos a visitar un campo lejano de la estepa. Después de seguir una serie de caminitos llegamos a la gran vía. Pasamos por delante de las posadas, cuyos portones abiertos nos dejan ver en medio del patio el brocal del pozo.
Andamos durante horas y horas... Las urracas revolotean sobre los sauces que bordean el camino. Las campesinas, armadas de largos rastrillos, atraviesan la pradera. Cubierto con un viejo manto, camina lentamente un labriego. Por el camino viene un gran coche señorial; en la parte trasera va sentado un pobre lacayo, salpicado de barro hasta las cejas.
Allá lejos hay una ciudad con sus casitas de madera, sus casas comerciales de ladrillo, el viejo puente tendido sobre el río... ¡Adelante! Comienza la estepa. En medio de la llanura, algunas lomas cultivadas parecen ondas. Barrancos tapizados de gramilla forman accidentes en el terreno. Algún campanario blanco se muestra en la lejanía. Alegremente serpentea un riachuelo; interrumpe su curso algún dique. Se ven avutardas temerosamente inmóviles. Una vieja mansión refleja sus torrecillas en un pequeño estanque. Seguimos caminando, y al fin llegamos a la estepa, la verdadera estepa, inmensa, sin límites.
En el invierno se da la caza de liebres sobre los montículos de nieve. Temperatura baja, aire glacial. Tiene el cielo un tinte verdoso que hace resaltar los árboles rojizos.
Luego, en los primeros días de la primavera, cuando la estepa renace, el sol viene a calentar los campos, a consolar a la pequeña alondra, mientras los torrentes, llenos de espuma, se precipitan de barranco en barranco, con un mugido sordo.
Es tiempo de terminar. Acabo de tocar el terna de la primavera, cuya imagen acude muy oportuna. En la primavera la separación es menos penosa. Hasta los dichosos se sienten atraídos hacia países lejanos, donde la naturaleza sonríe a la fantasía y llama a los viajeros... Adiós, queridos lectores, sed felices siempre".
Iván Turgueniev
domingo, 1 de febrero de 2015
"Ourika"
"Hacía tan sólo unos meses que había llegado de Montpellier, y ejercía en París la profesión de médico cuando, una mañana, fui llamado al barrio de Saint-Jacques para visitar a una joven religiosa enferma, en un colegio. Desde hacía poco tiempo, el emperador Napoleón había permitido la reapertura de algunos de esos establecimientos; aquél al que me dirigía se dedicaba a la educación de jóvenes, y pertenecía a la orden de las Ursulinas. La Revolución había destruido parte del edificio; el claustro se hallaba al descubierto por un lateral debido a la demolición de la antigua iglesia de la que sólo podían verse ya algunos arcos. Una religiosa me introdujo en aquel claustro, que atravesamos andando sobre largas losas que formaban la solería de aquellas galerías; me percaté de que eran tumbas porque todas tenían inscripciones, la mayoría ya borradas por el paso del tiempo. Algunas de aquellas losas habían sido partidas durante la Revolución, lo que la hermana me hizo observar, diciéndome que no habían tenido tiempo aún de repararlas.
Yo no había visto jamás el interior de un convento, y aquel espectáculo era completamente nuevo para mí. Desde el claustro pasamos al jardín, adonde la religiosa me dijo que habían llevado a la hermana enferma; efectivamente, la vi al final de un largo paseo de carpes; estaba sentada, y un gran velo negro la cubría casi por completo.
-Aquí está el médico -dijo la hermana, y se alejó al instante.
Me acerqué tímidamente porque mi corazón se había encogido al contemplar todas aquellas tumbas e imaginaba que iba a encontrarme con una nueva víctima de los claustros; los prejuicios de mi juventud acababan de despertarse, y mi interés por la que iba a visitar se exaltaba proporcionalmente al tipo de desgracia que yo le presuponía. Se volvió hacia mí y me quedé extrañamente sorprendido al ver que era negra. Mi sorpresa aumentó aún más al observar la cortesía con la que me recibió y las expresiones cultas que empleaba:
-Viene a visitar a una persona muy enferma -me dijo- en estos momentos deseo curarme, pero no lo he deseado siempre y es tal vez eso lo que me ha causado tanto daño.
Le pregunté acerca de sus síntomas.
-Siento -me dijo- una opresión continua, ya no tengo sueño y la fiebre no me abandona.
Su aspecto no hacía sino confirmar demasiado bien aquella triste descripción de su estado: su delgadez era extrema, y sólo iluminaban su semblante unos ojos brillantes y grandes y unos dientes de blancura resplandeciente; el alma vivía aún, pero el cuerpo estaba destruido y tenía todos los síntomas de un intenso y prolongado sufrimiento. Conmovido hasta lo indecible, decidí hacer todo lo posible para salvarla; empecé por hablarle de la necesidad de calmar su imaginación, distraerse y alejar sentimientos dolorosos.
-Soy feliz -me dijo-; jamás había sentido tanta paz y felicidad.
El tono de su voz era sincero, aquella suave voz no podía engañar, pero mi sorpresa crecía por momentos.
-No ha pensado siempre así -le dije- pues lleva en sí la huella de sufrimientos muy prolongados.
-Es cierto -contestó- tardé mucho en hallar reposo para mi corazón, pero en estos momentos soy feliz.
-¡Muy bien! Si es cierto lo que dice -exclamé-, es el pasado lo que hay que curar; esperemos poder lograrlo, pero no puedo curar ese pasado si no lo conozco.
-¡Ah! -contestó-. Son locuras.
Y mientras pronunciaba esas palabras, una lágrima vino a humedecer el borde de su párpado.
-¡Y dice usted que es feliz! -exclamé.
-Sí, lo soy, -contestó con firmeza- y no cambiaría esta felicidad por la vida que tanto envidié en otros momentos. No guardo ningún secreto: mi desgracia es la historia de toda mi vida. Sufrí tanto hasta el día en que entré en esta casa que, poco a poco, mi salud se fue arruinando. Me veía deteriorarme con alegría, porque no veía ninguna esperanza en el futuro. Este pensamiento era muy culpable, ya lo ve, y fui castigada por tenerlo; y cuando, por fin, deseo seguir viviendo, tal vez ya no sea posible.
La tranquilicé, le di esperanzas en una próxima recuperación; pero al pronunciar aquellas palabras de consuelo, al prometerle la vida, no sé qué triste presentimiento me advertía de que era demasiado tarde y de que la muerte había marcado ya a su víctima.
Volví a visitar muchas veces a aquella joven religiosa; el interés que yo mostraba por ella pareció conmoverla. Un día, por propia voluntad, abordó el tema hacia el que yo deseaba conducirla:
-Los sufrimientos que he padecido -dijo- deben parecer tan extraños, que siempre he sentido una gran repugnancia a contarlos: nadie puede ser juez de las penas de los demás, y los confidentes son casi siempre acusadores.
-No tema eso de mí -le contesté-; veo suficientemente bien los estragos que el dolor le ha causado como para creer que el suyo era sincero.
-Lo encontrará sincero, -dijo- pero le parecerá insensato.
-Aun admitiendo lo que usted dice -proseguí- ¿excluye eso la simpatía?
-Casi siempre -contestó-; no obstante, si para curarme necesita usted conocer las penas que han destruido mi salud, se las contaré cuando nos conozcamos un poco más.
Mis visitas al convento se fueron haciendo cada vez más frecuentes; el tratamiento que le puse pareció producir algunos resultados. Por fin, un día del verano pasado, al encontrarla sola en el mismo cenador, en el mismo banco en el que la había visto por vez primera, retomamos la misma conversación y me contó lo siguiente:
«Fui traída de Senegal, a la edad de dos años, por el caballero de B. que era allí gobernador. Se apiadó de mí un día en que veía embarcar esclavos en un barco negrero que iba a abandonar de inmediato el puerto; mi madre había muerto y a mí me estaban subiendo al barco pese a mis gritos. El señor de B. me compró y, a su llegada a Francia, me regaló a la señora mariscala de B., su tía, la persona más amable de su época, y la que supo asociar a las más elevadas cualidades, la bondad más conmovedora. Salvarme de la esclavitud, y darme por benefactora a la señora de B. fue darme por dos veces la vida: actué de forma ingrata con la Providencia al no ser feliz; y, sin embargo, ¿la felicidad es siempre el resultado de esos dones de la inteligencia? Me inclino más bien por lo contrario: hay que pagar el beneficio de saber con el deseo de ignorar, y el relato no nos dice si Galatea encontró la felicidad después de haber recibido la vida.
No tuve conocimiento de los primeros días de mi infancia sino mucho tiempo después. Mis recuerdos más antiguos sólo llegan a dibujarme el salón de la señora de B.; allí pasaba mi vida, amada por ella, acariciada, mimada por todos sus amigos, colmada de regalos, adulada, ensalzada como la niña más inteligente y más amable del mundo. El tono de aquella sociedad era la admiración, pero una admiración de la que el buen gusto sabía excluir todo lo que parecía exageración: se alababa todo cuanto se prestaba a la alabanza, se excusaba todo cuanto se prestaba a la crítica y, con frecuencia, por una habilidad aún más amable, se transformaba en cualidades incluso los defectos. El éxito da ánimos; en el círculo de la señora de B. se valía todo lo que se podía valer, y tal vez un poco más, porque ella transmitía algo de sí misma a sus amigos sin darse cuenta siquiera: viéndola, escuchándola, uno creía parecerse a ella.
Vestida al estilo oriental, sentada a los pies de la señora de B. escuchaba, sin comprenderla aún, la conversación de los hombres más distinguidos del momento. No tenía nada de la travesura propia de los niños; era reflexiva antes de aprender a pensar, era feliz junto a la señora de B.; para mí, amar era estar allí, oírla, obedecerla y, sobre todo, mirarla; no anhelaba nada más. No podía sorprenderme de vivir en medio del lujo, de no estar rodeada sino de las personas más inteligentes y amables, porque no conocía otra cosa pero, sin percatarme de ello, iba adquiriendo un gran desdén por todo lo que no era aquel mundo en el que transcurría mi vida. El buen gusto es respecto al espíritu lo que un oído afinado es respecto a los sonidos. Desde muy niña, el mal gusto me molestaba; lo percibía antes de poder definirlo, y la costumbre me lo había hecho necesario. Esta disposición habría sido peligrosa si hubiera tenido un futuro, pero yo no tenía futuro y ni siquiera lo sospechaba.
Alcancé la edad de doce años sin haber tenido idea de que se podía ser feliz de forma distinta a como yo lo era. No me sentía molesta por ser negra: me decían que era encantadora; además nada me advertía que eso fuera una desventaja; no veía casi nunca a otros niños, un solo niño era mi amigo, y mi color negro no le impedía quererme.
Mi benefactora tenía dos nietos, hijos de una hija que había fallecido joven. Charles, el menor, era más o menos de mi edad. Educado junto a mí, era mi protector, mi consejero, y mi apoyo en todas mis pequeñas faltas. A los siete años fue enviado al colegio: yo lloré al separarme de él; aquélla fue mi primera pena. Pensaba con frecuencia en él, pero no lo veía casi nunca. Él estudiaba y yo, por mi parte, aprendía, para darle gusto a la señora de B. todo cuando debía constituir una educación perfecta. Quiso que tuviera todas las cualidades: tenía voz y los mejores maestros la ejercitaron; me gustaba la pintura y un pintor famoso, amigo de la señora de B. se encargó de dirigir mis esfuerzos; aprendí inglés, italiano, y la señora de B. se ocupaba en persona de mis lecturas. Guiaba mi espíritu, formaba mi juicio: hablando con ella, descubriendo todos los tesoros de su alma, yo sentía elevarse la mía, y era la admiración la que me abría las vías de la inteligencia. Desgraciadamente, no preveía que aquellos dulces estudios serían seguidos por días tan amargos; sólo pensaba en agradar a la señora de B. y una sonrisa de aprobación en sus labios era todo mi porvenir.
Mientras tanto, las reiteradas lecturas, las de los poetas sobre todo, comenzaban a ocupar mi joven imaginación; pero, sin objetivo, paseaba al azar mis pensamientos errantes y, con la confianza de mi temprana edad, me decía que la señora de B. sabría hacerme feliz; su ternura hacia mí, la vida que yo llevaba, todo prolongaba mi error y autorizaba mi ceguera. Voy a darle un ejemplo de los mimos y preferencias de los que era objeto.
Probablemente le cueste trabajo creer, viéndome hoy, que se hablara de mí por la elegancia y la belleza de mi figura. La señora de B. alababa con frecuencia lo que ella llamaba mi gracia, y quiso que aprendiera a bailar perfectamente. Para hacer brillar esa cualidad, mi bienhechora organizó un baile con el pretexto de festejar a sus nietos, pero cuyo verdadero motivo era mostrarme de forma ventajosa en una contradanza de las cuatro partes del mundo en la que yo representaría a África. Se consultó a los viajeros, se eligió una comba, la danza nacional de mi país. Mi compañero de baile puso un crespón sobre su rostro, pero yo, desgraciadamente, no tuve necesidad de colocar ninguno sobre el mío, aunque en aquel momento no realicé esta reflexión. Entregada por completo al placer del baile, dancé la comba, y obtuve todo el éxito que podía esperarse de la novedad del espectáculo y de la elección de los espectadores, la mayoría de los cuales, amigos de la señora de B., se entusiasmaban conmigo y creían darle gusto dejándose llevar de toda la intensidad de ese sentimiento. El baile, por lo demás era algo insinuante; estaba compuesto por una mezcla de actitudes y de pasos medidos en los que se describía el amor, el dolor, el triunfo y la desesperación. Yo no conocía aún ninguno de esos impulsos violentos del alma, pero no sé qué instinto me los hizo adivinar; el caso es que triunfé. Me aplaudieron, me rodearon, me colmaron de elogios, fue un placer absoluto, nada enturbiaba en aquellos momentos mi seguridad. Fue unos días después cuando una conversación, que oí por casualidad, me abrió los ojos y puso fin a mi juventud.
En el salón de la señora de B. había un gran biombo de laca. Aquel biombo ocultaba una puerta, y se encontraba cerca de una de las ventanas; entre el biombo y la ventana había una mesa en la que yo dibujaba en ocasiones. Un día, me encontraba allí terminando con aplicación una miniatura; absorta en mi trabajo, había permanecido durante mucho rato inmóvil y, sin duda, la señora de B. creía que me había marchado cuando anunciaron a una de sus amigas, la marquesa de X. Era una persona de razonamiento frío, de espíritu cortante, pragmática hasta la sequedad; ese carácter lo vertía también en la amistad: no le costaba nada sacrificarse por el bien y el provecho de sus amigos, pero les hacía pagar caro ese afecto. Inquisidora y difícil, su exigencia era similar a su abnegación, y era la menos amable de entre las amigas de la señora de B. Yo le temía aunque fuera buena conmigo, porque lo era a su manera: escudriñar, incluso bastante severamente, era para ella una muestra de interés. Desgraciadamente, yo estaba tan habituada a la benevolencia, que la justicia me parecía siempre temible.
-Ahora que estamos solas, -dijo la marquesa a la señora de B.- quiero hablarle de Ourika: se está poniendo encantadora, su espíritu está ya completamente formado, hablará como usted, está llena de talento, es graciosa, espontánea, pero ¿qué será de ella? y ¿qué hará usted con ella?
-Desgraciadamente -dijo la señora de B.- esta idea me viene con frecuencia a la mente y, se lo confieso, siempre con tristeza: la quiero como si fuera mi hija; haría cualquier cosa por hacerla feliz y, sin embargo, cuando reflexiono acerca de su situación, me encuentro sin salida. ¡Pobre Ourika! La veo sola, ¡sola para siempre en la vida!
Me resultaría imposible describirle el efecto que estas escasas palabras me causaron; un relámpago no es más rápido: me di cuenta de todo, me vi negra, dependiente, despreciada, sin fortuna, sin apoyo, sin un ser de mi especie a quien unir mi destino; hasta aquel momento había sido como un juguete, una diversión para mi bienhechora, pero pronto sería expulsada de un mundo al que no podía pertenecer. Una horrible taquicardia se adueñó de mí, mis ojos se nublaron, el latido de mi corazón me privó por un instante de la facultad de seguir escuchando; pero finalmente me rehice lo suficiente como para oír la continuación de aquella conversación:
-Temo, -decía la marquesa- que la haga usted desgraciada. ¿Qué quiere que la satisfaga, después de haber pasado la vida en la intimidad de su familia?
-Permanecerá en ella -dijo la señora de B.
-Sí, -prosiguió la marquesa- mientras sea una niña, pero tiene ya quince años. ¿Con quién la casará usted, con la inteligencia que tiene y la educación que ha recibido? ¿Quién aceptará jamás casarse con una negra? Y si, a fuerza de dinero, encuentra usted a alguien que consienta en tener hijos negros, será un hombre de condición inferior, con el que ella será desgraciada. Ella sólo puede querer a quienes no querrán nada con ella.
-Todo eso es cierto -dijo la señora de B.- pero, afortunadamente, ella no sospecha nada de eso aún, y siente hacia mí un afecto que, espero, la preservará por mucho tiempo de conocer su situación. Para hacerla feliz, habría sido necesario hacer de ella una persona vulgar, pero creo sinceramente que eso era imposible. Tal vez sea lo bastante distinguida como para situarse por encima de su destino, al no haber podido permanecer por debajo de él.
-Se está usted haciendo ilusiones -dijo la marquesa-; la filosofía nos puede colocar por encima de los males causados por la fortuna, pero no puede nada contra los males que derivan de haber alterado el orden de la naturaleza. Ourika no ha cumplido con su destino, se ha situado en la sociedad sin permiso de ésta, y la sociedad se vengará.
-A buen seguro -dijo la señora de B.- ella es inocente de ese crimen, y usted es demasiado severa con esta pobre niña.
-Yo le deseo más felicidad que usted -contestó la marquesa-. Yo deseo que sea feliz, y usted la echa a perder.
La señora de B. respondió con impaciencia, e iba a convertirme en causa de disputa entre las dos amigas, cuando anunciaron una visita; entonces me deslicé por detrás del biombo, me escapé, corrí hacia mi habitación donde un torrente de lágrimas calmó por un momento mi pobre corazón.
Perder el prestigio que me había rodeado hasta entonces fue un gran cambio en mi vida. Hay ilusiones que son como la luz del día, cuando se las pierde todo desaparece con ellas. En medio de la confusión de las nuevas ideas que me asaltaban, no encontraba nada de todo cuanto me había ocupado hasta entonces: era un abismo con todos sus horrores. El desprecio por el que me sentía perseguida; la sociedad de la que era expulsada; el hombre que, por dinero, aceptaría tal vez que sus hijos fueran negros, todos esos pensamientos se erguían sucesivamente como fantasmas y se lanzaban contra mí como seres infernales: sobre todo la soledad, la convicción de que estaba sola, sola para siempre en la vida, la señora de B. lo había dicho, y yo me lo repetía a cada instante: ¡sola! ¡sola para siempre! Hasta la víspera misma ¿qué me importaba estar sola? No sabía nada de soledad, no la sentía, necesitaba todo lo que amaba, y no se me ocurría pensar que lo que yo amaba no me necesitaba a mí. Pero en aquellos momentos, mis ojos ya se habían abierto y el sufrimiento había hecho entrar en mi alma la desconfianza.
Cuando regresé al salón de la señora de B. todo el mundo se sorprendió de mi cambio; me preguntaron, contesté que estaba enferma y me creyeron. La señora de B. mandó llamar a Barthez que me examinó detenidamente, me tomó el pulso y dijo bruscamente que no tenía nada. La señora de B. se tranquilizó e intentó distraerme y divertirme. No me atrevo a decir hasta qué extremo fui ingrata hacia esos cuidados de mi benefactora; mi alma parecía haberse replegado sobre sí misma. Los favores que son agradables de recibir son aquellos a los que el corazón corresponde, pero el mío estaba lleno de un sentimiento demasiado amargo como para volcarse al exterior. Infinitas combinaciones de los mismos pensamientos ocupaban todo mi tiempo; se reproducían bajo mil formas diferentes y mi imaginación les concedía los colores más sombríos: con frecuencia pasaba las noches enteras llorando. Agotaba la piedad hacia mí misma, mi rostro me producía horror y no me atrevía ya a mirarme en un espejo; cuando mis ojos se dirigían hacia mis manos, creía ver las de un mono; exageraba mi fealdad, y el color oscuro me parecía la prueba de mi reprobación, era él el que me separaba de todos los seres de mi especie, el que me condenaba a permanecer sola ¡sola para siempre! ¡jamás amada! ¡A fuerza de dinero, tal vez algún hombre aceptara que sus hijos fueran negros! Toda mi sangre se sublevaba de indignación ante esta idea. Tuve por un momento la idea de pedirle a la señora de B. que me devolviera a mi país; pero allí también habría estado sola ¿quién me habría escuchado? ¿quién me habría comprendido? Desgraciadamente, ya no pertenecía a nadie ¡era ajena a toda la especie humana!
No fue sino mucho después cuando comprendí la posibilidad de resignarme a semejante destino. La señora de B. no era muy devota; los sentimientos religiosos que yo poseía se los debía a un respetable sacerdote que me había preparado para mi Primera Comunión. Esos sentimientos eran sinceros como todo mi carácter pero yo no sabía que, para que sea provechosa, la piedad necesita estar unida a todas las acciones de la vida: la mía había ocupado algunos instantes de mi vida, pero había permanecido ajena a todo lo demás. Mi confesor era un anciano venerable, poco suspicaz; yo sólo lo veía dos o tres veces al año y, como no me imaginaba que los sufrimientos fueran faltas, no le hablaba nunca de ellos. Éstos iban alterando sensiblemente mi salud, pero -¡cosa extraña!- iban perfeccionando mi espíritu. Un sabio oriental dijo: «El que no ha sufrido, ¿qué sabe?». Comprendí que antes de conocer mi desgracia yo no sabía nada; mis impresiones eran todas sentimiento: yo no juzgaba, amaba; las palabras, las acciones, las personas agradaban o desagradaban a mi corazón. Pero en aquellos momentos, mi espíritu se había separado de aquellos impulsos involuntarios, el dolor es como la lejanía, permite que pueda juzgarse el conjunto de los objetos. A partir del momento en que empecé a sentirme ajena a todo, me había ido haciendo más severa y examinaba con espíritu crítico casi todo lo que hasta entonces me había resultado grato.
Aquella disposición de espíritu no podía pasar desapercibida a la señora de B., pero nunca supe si llegó a adivinar la causa. Tal vez temiera incrementar mi sufrimiento permitiéndome contarla, pero me mostraba aún más bondad que de costumbre; me hablaba con total abandono y, para distraerme de mis penas, me entretenía con las suyas. Juzgaba acertadamente mi corazón pues, efectivamente, yo no podía volver a unirme a la vida sino por la idea de ser necesaria, o al menos útil, a mi bienhechora.
La idea que más me obsesionaba era la de que estaba sola en el mundo y que podía morir sin causarle dolor al corazón de nadie. Era injusta con la señora de B. porque ella me quería, me lo había demostrado reiteradamente, pero tenía otros intereses que pasaban muy por delante de mí. Yo no envidiaba su ternura hacia sus nietos, sobre todo hacia Charles, pero me habría gustado mucho poder decir como ellos: «¡Madre!».
Los lazos de familia sobre todo me hacían volver dolorosamente sobre mí misma: no sería nunca la hermana, la esposa, la madre de nadie. Imaginaba en esos lazos más dulzura de la que tal vez tengan, y despreciaba los que me estaban permitidos porque no podía alcanzar aquéllos. No tenía amigas, no confiaba en nadie, pues lo que sentía por la señora de B. era más un culto que un afecto; pero creo que sentía por Charles todo lo que se experimenta por un hermano.
Aún se encontraba en el colegio, que iba a abandonar pronto para comenzar sus viajes. Iba a marcharse con su hermano mayor y su preceptor para visitar Alemania, Inglaterra e Italia y su ausencia debía durar unos dos años. Charles estaba encantado de marcharse y yo sólo me afligí en el último momento, porque estaba contenta con todo cuanto le causara placer a él. No le había comentado nada de las ideas que me preocupaban, no lo encontraba nunca a solas y habría necesitado mucho tiempo para explicarle mis penas: estoy segura de que entonces me habría comprendido. Pero, pese a su aspecto dulce y grave, tenía una disposición a bromear que me hacía ser más tímida; es verdad que no la ejercía nunca sino con los ridículos de la afectación, porque todo lo que era sincero lo desarmaba. Al final, que no le dije nada. Su marcha, por otra parte, era una distracción y creo que me hacía bien afligirme por algo distinto de mi dolor habitual.
Poco después de la marcha de Charles fue cuando la Revolución adquirió un carácter más serio; no oía hablar durante todo el día en el salón de la señora de B. sino de grandes intereses morales y políticos que esta Revolución removió hasta la raíz, y que se asociaban a los que habían ocupado los espíritus superiores en todos los tiempos. Nada era más susceptible de incrementar y formar mis ideas que el espectáculo de aquella palestra en la que los hombres distinguidos ponían a diario en cuestión todo lo que se había podido creer juzgado hasta entonces. Profundizaban en todos los temas, se remontaban al origen de todas las instituciones, pero con demasiada frecuencia, para cuestionarlo todo, para destruirlo todo.
¿Podría usted creer que, pese a ser joven y ajena a todos los intereses de la sociedad, pese a alimentar mi llaga secreta, la Revolución produjo en mí un cambio de ideas, hizo nacer en mi corazón algunas esperanzas y suspendió momentáneamente mis sufrimientos? ¡Tan rápido busca uno lo que le puede consolar! Pensé que aquel gran desorden, con todos los rangos mezclados, con todos los prejuicios desaparecidos, tal vez diera paso a un estado de cosas en el que yo fuera menos extraña, y que si tenía alguna superioridad de alma, alguna cualidad oculta, sería apreciada cuando mi color dejara de aislarme en medio del mundo, como lo había hecho hasta entonces. Pero sucedió que esas mismas cualidades que podía encontrar en mí, se opusieron muy pronto a mi espejismo y no pude desear por mucho tiempo tanto mal general a cambio de un poco de bien personal. Por otro lado, comprendía el ridículo de aquellos personajes que querían dominar los acontecimientos; juzgaba la ruindad de su espíritu, adivinaba sus intenciones secretas, y muy pronto, su falsa filantropía dejó de confundirme y renuncié a la esperanza al comprender que en medio de tantas adversidades aún habría bastante desprecio hacia mí. No obstante, me interesaba siempre por aquellas animadas discusiones, aunque no tardaron mucho en perder lo que constituía su mayor encanto. El tiempo en el que uno sólo pensaba en agradar y en el que la primera condición para triunfar era olvidar los triunfos del amor propio, había desaparecido ya cuando la Revolución dejó de ser una hermosa teoría y atacó los intereses íntimos de cada uno, las conversaciones degeneraron en disputas y la acritud, la amargura y el temperamento suplantaron a la razón. En ocasiones, y pese a mi tristeza, me divertía escuchando todas aquellas violentas opiniones que no eran, en el fondo, casi nunca sino pretensiones, afectaciones o miedos; pero la alegría que procede de la observación del ridículo, no causa bien; hay demasiada malignidad en esa alegría como para que pueda alegrar el corazón que no se complace sino en alegrías inocentes. Se puede tener esa alegría burlona sin dejar de ser desgraciado; tal vez incluso el dolor haga más posible sentirla, pues la amargura que nutre el alma, constituye el alimento habitual de ese triste placer.
La esperanza rápidamente desvanecida que me había inspirado la Revolución no había modificado la situación de mi alma; seguía descontenta con mi suerte, y mis sufrimientos no se mitigaban sino por la confianza y la bondad de la señora de B. A veces, en medio de aquellas conversaciones políticas cuya acritud no lograba suavizar, me miraba tristemente y esa mirada era un bálsamo para mi corazón; parecía decirme: «¡Ourika, sólo usted me comprende!».
Se empezaba a hablar de la liberación de los negros: era imposible que esta cuestión no me interesara profundamente; me gustaba pensar que en otro lugar, al menos, yo tenía semejantes, y como eran desgraciados, los creía buenos y me interesaba por su suerte. Desgraciadamente, pronto me desengañé. Las matanzas de Santo Domingo me produjeron un dolor nuevo y desgarrador: hasta aquel momento me había afligido por pertenecer a una raza proscrita, a partir de entonces me sentía avergonzada por pertenecer a una raza de bárbaros y asesinos.
Mientras tanto, la Revolución hacía rápidos progresos; causaba terror ver a los hombres más violentos adueñarse de todos los puestos importantes. Muy pronto, se vio que aquellos hombres estaban decididos a no respetar nada; las horribles jornadas del 20 de junio y del 10 de agosto debieron preparar para esperar cualquier cosa. Lo que aún quedaba de las amistades de la señora de B. se dispersó por entonces, unos huían de las persecuciones refugiándose en el extranjero, otros se ocultaban o se retiraban a provincias. La señora de B. no hizo ni una cosa ni la otra; se había instalado en su casa por la ocupación constante de su corazón, y allí permaneció con el recuerdo y cerca de una tumba.
Vivíamos desde hacía algunos meses en soledad cuando, a finales de 1792, se publicó el decreto de confiscación de los bienes de los emigrados. En medio de aquel desastre general, a la señora de B. no le habría afectado la pérdida de su fortuna si no perteneciera ya a sus nietos pues, por arreglos de familia, ella no poseía nada más que el usufructo. Ella se decidió pues a hacer regresar a Charles, el menor de los dos hermanos, y a enviar al mayor, próximo a cumplir los veinte años, al ejército de Condé. Se encontraban entonces en Italia a punto de concluir su gran viaje iniciado dos años antes en circunstancias muy diferentes. Charles regresó a París a comienzos de 1793, poco tiempo después de la muerte del Rey.
Aquel gran crimen le había causado el más profundo dolor a la señora de B.; se entregaba a ese dolor por completo y su alma era lo bastante fuerte como para sentir el horror del delito con la misma intensidad del delito mismo. En la vejez, los grandes sufrimientos tienen algo de impresionante, pues van acompañados por la autoridad de la razón. La señora de B. sufría con toda la energía de su carácter; su salud se había resentido por ese dolor, pero no imaginaba que se pudiera intentar consolarla, o incluso distraerla. Yo lloraba, me unía a sus sentimientos, intentaba elevar mi espíritu para acercarlo al suyo para, al menos, sufrir tanto como ella y con ella.
Mientras duró el Terror, no pensé casi en mis penas; habría sentido vergüenza de sentirme desgraciada ante aquellos grandes infortunios; además, desde que todo el mundo era desgraciado, ya no me sentía aislada. La opinión es como una patria, es un bien que se disfruta en común; uno se solidariza con otros para sostenerla y defenderla. Me decía a veces que yo, una pobre negra, me sentía unida a todos los espíritus distinguidos por la necesidad de justicia que sentía lo mismo que ellos: el día en que triunfaran la virtud y la verdad sería un día de triunfo para mí igual que para ellos, pero desgraciadamente, ese día estaba aún muy lejano.
Tan pronto como Charles llegó, la señora de B. se marchó al campo. Todos sus amigos estaban ocultos o huidos; sus amistades se limitaban a un viejo cura al que, desde hacía diez años yo oía a diario burlarse de la religión y que en aquel momento se irritaba de que hubieran vendido los bienes del clero porque con ello él perdía 20.000 libras de renta. Este cura vino con nosotros a Saint-Germain. Su compañía era dulce, o más bien tranquila, pues su calma no tenía nada de dulce, ya que procedía del talante de su espíritu más que de la paz de su corazón.
La señora de B. había estado toda su vida en situación de hacer muchos favores: relacionada con el señor de Choiseul, a lo largo de aquel ministerio había podido ser útil a muchas personas. Dos de los hombres más influyentes durante el Terror, estaban en deuda con la señora de B.; lo recordaron y se mostraron reconocidos. Velando por ella sin cesar, no permitieron que fuera atacada; arriesgaron muchas veces su vida para preservar la suya del furor revolucionario, pues hay que hacer constar que en aquella funesta época, ni siquiera los jefes de los partidos violentos podían hacer un poco de bien sin correr riesgos; se diría que en esta desolada tierra, sólo se pudiera reinar a base de mal hasta tal extremo él era el único que concedía y arrebataba el poder. La señora de B. no fue a la cárcel; fue custodiada en su casa con el pretexto de tener mala salud. Charles, el cura y yo permanecimos junto a ella y le proporcionamos todos los cuidados.
Nada puede describir el estado de ansiedad y de terror de los días que vivimos entonces, leyendo cada noche en los periódicos, la condena y muerte de los amigos de la señora de B. y temblando a cada instante de que sus protectores no tuvieran ya el poder de preservarla del mismo destino. Supimos, efectivamente, que estaba a punto de perecer cuando la muerte de Robespierre puso fin a tantos horrores. Respiramos; los vigilantes abandonaron la casa de la señora de B., y permanecimos los cuatro en la misma soledad en la que uno se encuentra, supongo, después de una gran calamidad a la que se ha sobrevivido juntos. Podría decirse que todos los lazos se habían estrechado por el dolor; al menos, yo sabía que allí no era una extraña.
Si he conocido algunos momentos dulces en mi vida desde que perdí las ilusiones de mi infancia, fue en el período que siguió a aquellos tiempos desastrosos. La señora de B. poseía en grado supremo todo cuanto constituye el encanto de la vida interior, era indulgente y fácil, uno podía decirlo todo en su presencia, pues sabía adivinar la significación de lo que se había dicho. Jamás una interpretación severa o equivocada venía a helar la confianza; los pensamientos se estimaban en lo que valían; no se era responsable de nada. Esta cualidad habría hecho felices a los amigos de la señora de B. incluso si no hubiera poseído nada más que ésta. ¡Pero cuántas otras virtudes no tenía! Nunca se percibía vacío o aburrimiento en su conversación, todo le servía de alimento: el interés que se pone en las cosas pequeñas, que en las personas vulgares es futilidad, es fuente de mil placeres en una persona distinguida, pues es propio de los espíritus superiores hacer algo de nada. La idea más simple se hacía fecunda si pasaba por los labios de la señora de B.; pues su espíritu e inteligencia sabían revestirla de mil nuevas tonalidades.
Charles tenía un carácter semejante al de la señora de B. y su espíritu también se asemejaba al de ella, es decir, que era todo lo que el de la señora de B. debía haber sido en otros tiempos: justo, firme, abierto, pero aún sin modificaciones pues la juventud no las conoce: para ésta, todo está bien o todo está mal, mientras que el peligro de la vejez es con frecuencia comprobar que nada está totalmente bien y nada totalmente mal. Charles poseía las dos hermosas pasiones propias de su edad: la justicia y la verdad. Ya he dicho antes que odiaba incluso la sombra de afectación; tenía el defecto de ver en ocasiones afectación donde no la había. Al ser normalmente reservado, gozar de su confianza era halagador; se veía bien que la ofrecía, que era el fruto de la estima y no una inclinación de su carácter; todo lo que él concedía tenía valor, porque casi nada en él era involuntario y, sin embargo, todo era natural. Confiaba tanto en mí, que no tenía un pensamiento que no me comunicara de inmediato. Por la noche, sentados en torno a una mesa, las conversaciones eran infinitas; nuestro anciano cura ocupaba su puesto; se había construido un entramado tan completo de ideas falsas y las defendía de tan buena fe, que era una fuente inagotable de diversión para la señora de B., cuyo espíritu acertado y esclarecido hacía resaltar admirablemente los absurdos del pobre cura, que no se enfadaba jamás; lanzaba a lo largo de su retahíla de ideas grandes muestras de sentido común que nosotros comparábamos a los grandes lances de Roldán o de Carlomagno.
A la señora de B. le gustaba caminar; se paseaba todas las mañanas por el bosque de Saint-Germain del brazo del cura; Charles y yo los seguíamos de lejos. Era entonces cuando él me hablaba de todo lo que le preocupaba, de sus proyectos, de sus esperanzas, de sus opiniones acerca de todo, de las cosas, de los hombres, de los acontecimientos. No me ocultaba nada, y no sospechaba que me estuviera confiando algo. Confiaba en mí desde hacía tanto tiempo, que mi amistad era para él como la vida; gozaba de ella sin sentirla; no solicitaba mi interés ni mi atención, pues sabía que hablándome de él, me hablaba de mí y que yo era él más que él mismo. ¡Ah, encanto de tal confianza, puedes reemplazarlo todo, incluso la felicidad!
No pensé nunca en hablar con Charles de lo que tanto me había hecho sufrir; lo escuchaba, y aquellas conversaciones tenían sobre mí no sé qué efecto mágico que conllevaba el olvido de mis penas. Si me hubiera interrogado, me habría hecho recordarlas y entonces se lo habría contado todo, pero él no imaginaba siquiera que yo tuviera un secreto.
Estaban acostumbrados a verme delicada, y la señora de B. hacía tantas cosas en pro de mi felicidad que debía creerme feliz. Habría debido serlo; me lo decía a mí misma con frecuencia; me acusaba de ingratitud o de locura; no sé si me habría atrevido a confesar hasta qué punto aquel mal sin remedio de mi color me hacía infeliz. Hay algo humillante en no saber doblegarse a la necesidad, por lo que esos sufrimientos, cuando dominan el alma, tienen todas las características de la desesperación. Lo que me intimidaba además de Charles, era el talante algo severo de sus ideas. Una noche, la conversación giraba en torno a la piedad y nos preguntábamos si los sufrimientos inspiran más interés por sus resultados que por sus causas. Charles se inclinaba por las causas y pensaba que todos los sufrimientos debían ser razonables. Pero ¿quién puede decir qué es la razón? ¿es la misma para todo el mundo? ¿todos los corazones tienen las mismas necesidades? Y ¿la desgracia no es la privación de las necesidades del corazón?
Era raro, no obstante, que las conversaciones de la noche me condujeran a mí misma; trataba de pensar en mí lo menos posible; había quitado de mi habitación todos los espejos, llevaba siempre guantes; mis vestidos cubrían mi cuello y mis brazos y, para salir, utilizaba un gran sombrero con un velo que incluso llevaba en casa con frecuencia. Desgraciadamente, me engañaba a mí misma: como los niños, cerraba los ojos y creía que nadie me veía.
Hacia finales de 1795, el Terror había concluido y la gente empezaba a encontrarse de nuevo; lo que quedaba de las amistades de la señora de B. se reunieron en torno a ella y vi, con pena, aumentar el círculo de amigos. Mi situación en la sociedad era tan equívoca que mientras más retornaba la sociedad a su orden natural, más fuera de ella me sentía yo. Cada vez que veía llegar a casa de la señora de B. a personas que no habían venido nunca, experimentaba un nuevo tormento. La expresión de sorpresa mezclada con desdén que observaba en su rostro empezaba a turbarme; estaba segura de ser inmediatamente objeto de un aparte en el hueco de una ventana o de una conversación en voz baja, pues era necesario que alguien les explicara cómo es que una negra era admitida entre los amigos íntimos de la señora de B. Y durante esas explicaciones yo sufría un auténtico martirio; habría querido que me transportaran a mi patria de origen, en mitad de los salvajes que la habitan, menos temibles para mí que aquella cruel sociedad que me hacía responsable del daño que ella misma había causado. Durante muchos días después, me veía perseguida por el recuerdo de aquel rostro desdeñoso; lo veía en sueños, lo veía a cada instante, se colocaba ante mí como mi propia imagen. Desgraciadamente era el de las quimeras por las que me dejaba obsesionar. ¡No me habías enseñado aún, oh Dios mío, a conjurar mis fantasmas! ¡no sabía que sólo puede encontrarse la paz en Ti!
En aquellos momentos, era en el corazón de Charles donde buscaba refugio; estaba orgullosa de su amistad y más aún de sus virtudes; lo admiraba como a lo más perfecto sobre la tierra. En otros tiempos había creído amar a Charles como a un hermano, pero desde que estaba siempre enferma, me parecía haber envejecido y que mi ternura hacia él se asemejaba más a la de una madre. Sólo una madre podía, efectivamente, sentir ese deseo apasionado de que fuera feliz, de que triunfara; habría dado gustosamente mi vida para ahorrarle un momento de sufrimiento. Mucho antes que él, percibía yo la impresión que él causaba en los demás; era lo suficientemente feliz como para no preocuparse por eso; no tenía nada que temer, nada le había producido la inquietud habitual que a mí me causaba el pensamiento de los demás; todo en su destino era armonía, todo en el mío era desavenencia.
Una mañana, un antiguo amigo de la señora de B. llegó a casa de ésta; venía con el encargo de presentar una propuesta de matrimonio para Charles: la señorita de Thémines, de forma muy cruel, se había convertido en una rica heredera; había perdido en un solo día a toda su familia sobre el cadalso; sólo le quedaba una tía abuela, en otros tiempos religiosa y que, convertida en tutora de la señorita de Thémines, consideraba un deber casarla, y quería apresurarse porque al tener más de ochenta años, temía fallecer y dejar a su resobrina sola y sin apoyo en el mundo. La señorita de Thémines reunía todas las ventajas de linaje, fortuna y educación; tenía dieciséis años; era hermosa como el día, sin duda alguna.
La señora de B. habló del asunto a Charles que, en un primer momento, se asustó un poco ante la idea de casarse tan joven; pronto deseó ver a la señorita de Thémines; la entrevista se produjo, y a partir de entonces ya no dudó. Anaïs de Thémines poseía, efectivamente, todo lo que podía agradar a Charles; era realmente bonita y de una modestia tan tranquila que se veía que no debía sino a la naturaleza aquella encantadora virtud. La señora de Thémines permitió a Charles que fuera a su casa y muy pronto se enamoró apasionadamente. Él me contaba los progresos de sus sentimientos y yo estaba impaciente por conocer a aquella bella Anaïs, destinada a hacer feliz a Charles. Vino por fin a Saint-Germain; Charles le había hablado de mí, por lo que no tuve que soportar de su parte aquella mirada desdeñosa y escrutadora que me producía siempre tanto daño: tenía la expresión de un ángel de bondad. Le aseguré que sería feliz con Charles; la tranquilicé respecto a su juventud y le dije que, a sus veintiún años, tenía el juicio sólido de una edad mucho más avanzada. Contesté a todas sus preguntas; me hizo muchas porque sabía que yo conocía a Charles desde la infancia, y me era tan grato hablar bien de él que no me cansaba de hacerlo.
El arreglo de los asuntos económicos retrasó unas semanas el acuerdo de matrimonio. Charles continuaba yendo a casa de la señora de Thémines y, a veces, permanecía en París dos o tres días seguidos; aquellas ausencias me afligían y me sentía contenta de mí misma al comprobar que prefería mi felicidad a la de Charles; no era así como yo estaba acostumbrada a amar. Los días que él regresaba eran días de fiesta; me contaba en qué había estado ocupado; y si hacía progresos en el corazón de Anaïs, yo me alegraba con él. Un día, no obstante, me habló de la forma en que quería vivir con ella:
-Quiero conseguir toda su confianza -me dijo- y darle toda la mía; no le ocultaré nada, conocerá todos mis pensamientos, conocerá todos los impulsos secretos de mi corazón; quiero que entre ella y yo haya una confianza como la nuestra, Ourika.
¡Como la nuestra! Esta frase me hizo daño; me obligó a recordar que Charles no conocía el único secreto de mi vida, y me quitó las ganas de confiárselo. Poco a poco las ausencias de Charles se fueron haciendo más prolongadas; ya no permanecía en Saint-Germain nada más que algunos instantes; venía a caballo para emplear menos tiempo en el camino, y regresaba a París después de cenar, de tal modo que pasábamos todas las noches sin él. La señora de B. bromeaba con frecuencia sobre esas largas ausencias; a mí me habría gustado mucho poder hacer lo mismo que ella.
Un día nos paseábamos por el bosque. Charles había estado ausente casi toda la semana: de pronto lo vi llegar por el extremo del paseo por el que caminábamos; venía a caballo, y muy rápido. Cuando se halló cerca del lugar en el que nos encontrábamos echó pie a tierra y se puso a pasear con nosotros; después de algunos minutos de conversación general, se quedó por detrás conmigo, y nos pusimos a charlar como en otros tiempos; se lo hice notar:
-¡Como en otros tiempos! -exclamó- ¡ah! ¡qué diferencia! ¿tenía yo algo que decir en esos tiempos? Tengo la impresión de que no he comenzado a vivir sino desde hace dos meses. ¡Ourika, no sabré decirle a usted jamás lo que siento por ella! Hay momentos en los que creo sentir que mi alma va a pasar a la suya. Cuando me mira, dejo de respirar; cuando se ruboriza, me gustaría postrarme a sus pies para adorarla. Cuando pienso que voy a ser el protector de ese ángel, que me confía su vida, su destino; ¡qué orgulloso me siento del mío! ¡Qué feliz voy a hacerla! Seré para ella el padre, la madre que ha perdido, pero también seré su esposo y su amante. Me entregará su primer amor; todo su corazón se explayará en el mío; viviremos de la misma vida, y no quiero que a lo largo de nuestros dilatados años pueda decir que pasó una sola hora sin ser feliz. ¡Qué delicia, Ourika, pensar que será la madre de mis hijos, y que éstos mamarán la vida en el seno de Anaïs! ¡Ah! serán dulces y hermosos como ella. ¿Qué he hecho, Dios mío, para merecer tanta felicidad?
Desgraciadamente, yo dirigía al cielo en aquel mismo instante una pregunta completamente opuesta. Desde hacía unos minutos, escuchaba aquellas palabras apasionadas con un sentimiento indefinible. ¡Dios santo! Tú eres testigo de que era feliz por la felicidad de Charles, pero ¿por qué concedíste la vida a la pobre Ourika? ¿por qué no murió en aquel barco negrero del que fue arrebatada, o sobre el pecho de su madre? Un poco de arena de África habría recubierto su cuerpo, y aquel fardo habría sido bien ligero! ¿Qué importaba al mundo que Ourika viviera? ¿Por qué estaba condenada a vivir? ¿Para vivir sola, siempre sola, jamás amada? ¡Oh Dios mío, no lo permitas! ¡Retira de la tierra a la pobre Ourika! Nadie la necesita, ¿no está sola en la vida? Este horrible pensamiento se adueñó de mí con mayor violencia de lo que había hecho hasta entonces. Me sentí ceder, caí de rodillas, mis ojos se cerraron y pensé que iba a morir».
Al terminar estas frases, la opresión de la pobre religiosa pareció aumentar; su voz se alteró y unas cuantas lágrimas corrieron a lo largo de sus mejillas marchitas. Quise convencerla de que interrumpiera su relato, pero se negó:
-No es nada -dijo-. Ahora el dolor ya no vive en mi corazón porque su raíz ha sido cortada. Dios se apiadó de mí, me sacó Él mismo del abismo en el que me había sumido por no conocerlo ni amarlo. No olvide pues que soy feliz, aunque desgraciadamente -añadió- entonces no lo era.
«Hasta la época de la que acabo de hablarle, había soportado mis penas; éstas habían alterado mi salud, pero yo había conservado mi razón y una especie de dominio sobre mí misma. Pese a ellos, mi sufrimiento, como el gusano que devora una fruta, había comenzado por el corazón y llevaba en mi interior el germen de la destrucción cuando todo estaba aún lleno de vida en mi exterior. La conversación me agradaba; la discusión me animaba; incluso había conservado una especie de alegría de espíritu; pero había perdido la alegría del corazón. Es decir, que hasta la época de la que acabo de hablarle yo había sido más fuerte que mis penas; pero a partir de entonces mis penas serían más fuertes que yo.
Charles me transportó en su brazos hasta la casa; allí me proporcionaron todos los cuidados necesarios y recuperé el conocimiento. Al abrir los ojos vi a la señora de B. junto a mi cama; Charles me sostenía una mano; me habían atendido ellos mismos, y en sus rostros vi una mezcla de ansiedad y de dolor que me llegó hasta el fondo del alma; sentí que la vida volvía a mí y mis lágrimas brotaron. La señora de B. las secó suavemente; ella no decía nada, no me hacía preguntas, pero Charles me colmó de ellas. No sé qué le respondí; di como causa de mi accidente el calor, la longitud del paseo; él me creyó y la amargura penetró en mi corazón al ver que me creía; mis lágrimas se secaron; me dije a mí misma que era fácil engañar a aquéllos cuyo interés estaba lejos; retiré la mano que él me sostenía aún e intenté parecer tranquila. Charles se marchó como de costumbre a las cinco; me sentí ofendida; me habría gustado que se inquietara por mí, ¡estaba sufriendo tanto! Se habría marchado igual, porque yo lo habría forzado a hacerlo, pero me habría dicho a mí misma que él me debía la felicidad de aquella velada y este pensamiento me habría consolado. Me guardaba mucho de mostrar a Charles aquel impulso de mi corazón; los sentimientos delicados tienen una especie de pudor, si no son adivinados, están incompletos: se diría que sólo se les puede experimentar siendo dos.
Tan pronto como Charles se marchó, la fiebre se adueñó de mí con gran virulencia incrementándose los dos días siguientes. La señora de B. me cuidó con su bondad habitual; estaba desesperada por mi estado y por la imposibilidad de transportarme a París donde la boda de Charles le obligaba a acudir al día siguiente. Los médicos dijeron a la señora de B. que respondían por mi vida si me quedaba en Saint-Germain; se decidió a hacerlo así y, al marcharse, me manifestó un afecto tan tierno que, por un momento, calmó mi corazón. Pero después de su marcha, la soledad, completa y real, en la que me encontraba por primera vez en mi vida me sumió en una profunda desesperación. Veía realizarse la situación que mi imaginación había descrito tantas veces: moría lejos de los que amaba y mis tristes gemidos no llegaban siquiera a sus oídos: desgraciadamente ¡habrían enturbiado su felicidad! Yo los veía, abandonándose a toda la embriaguez de la felicidad, lejos de Ourika moribunda. Ourika no tenía nada más que a ellos en la vida pero ellos no tenían necesidad de Ourika ¡nadie tenía necesidad de ella!
Este horrible sentimiento de inutilidad de la existencia es el que desgarra más profundamente el corazón: me produjo tal hastío de la vida que anhelaba sinceramente morir de la enfermedad que me afectaba. No hablaba, apenas daba muestras de conocimiento, y éste era el único pensamiento claro en mí: «Quisiera morirme».
En otros momentos estaba más agitada; recordaba cada una de las palabras de la última conversación que mantuve con Charles en el bosque; lo veía nadando en el mar de delicias que me había descrito, mientras yo moría abandonada, sola en la muerte como en la vida. Esta idea me producía una irritación más amarga aún que el dolor. Y me inventaba fantasías para satisfacer ese nuevo sentimiento; me imaginaba a Charles llegando a Saint-Germain; alguien le decía «Está muerta». Pues bien, ¿puede usted creerlo? Yo gozaba con su dolor; éste me vengaba, pero ¿de qué Dios santo? ¿de que había sido el ángel protector de mi vida? Este horrible sentimiento pronto me produjo repugnancia, y comprendí que si bien el dolor no era pecado, entregarse a él como yo lo hacía podía llegar a ser criminal.
Mis ideas tomaron entonces otro rumbo; intenté luchar conmigo misma, encontrar en mi interior fuerza para combatir los sentimientos que me agitaban; pero aquella fuerza no la buscaba en el lugar adecuado. Me avergoncé de mi ingratitud. «Moriré -me decía- deseo morir, pero no quiero que las pasiones ociosas se acerquen a mi corazón. Ourika es un ser desheredado, pero sigue siendo inocente: no permitiré que la inocencia se marchite en mí por culpa de la ingratitud. Pasaré por la tierra como una sombra, pero en la tumba estaré en paz. ¡Oh, Dios mío! Ellos son ya muy felices, pues bien, dales además la parte de felicidad que le corresponde a Ourika y déjame morir como una hoja caída en otoño. ¿No he sufrido aún bastante?
No superé la enfermedad que había puesto en peligro mi vida sino para caer en un estado de languidez en el que había mucho de resquemor. La señora de B. se instaló en Saint-Germain tras la boda de Charles; éste venía con frecuencia, siempre acompañado de Anaïs, nunca sin ella. Yo sufría mucho más cuando ellos se encontraban allí. No sé si la imagen de su felicidad me hacía más patente mi propio infortunio, o si la presencia de Charles despertaba el recuerdo de nuestra antigua amistad; en ocasiones yo buscaba encontrarme con él y ya no lo reconocía. Sin embargo, me decía más o menos lo que en otros tiempos, pero su amistad actual se parecía a nuestra amistad del pasado como la flor artificial se asemeja a la flor verdadera: son la misma cosa, salvo en la vida y en el aroma.
Charles atribuía mi cambio de carácter al deterioro de mi salud; creo que la señora de B. juzgaba mejor el triste estado de mi alma, adivinaba mejor mis tormentos secretos y estaba muy afligida por ellos: pero el tiempo en el que yo consolaba a los demás había pasado, ya no sentía piedad sino de mí misma.
Anaïs se quedó embarazada, y regresamos a París: mi tristeza aumentaba cada día. Aquella felicidad interior tan apacible, aquellos lazos de familia tan tiernos, aquel amor inocente siempre tan dulce y tan apasionado ¡qué espectáculo para una desgraciada destinada a pasar toda su vida en soledad! ¡a morir sin ser amada, sin haber conocido más lazos que los de la dependencia y la piedad! Los días, los meses fueron transcurriendo así; yo no participaba en ninguna conversación, había abandonado todas mis cualidades; si soportaba algunas lecturas eran aquellas en las que creía encontrar la pintura imperfecta de las penas que me devoraban. Hice de ellas un nuevo veneno, me embriagaba con mis propias lágrimas y, sola en mi habitación, me entregaba a mi dolor durante horas enteras.
El nacimiento de un hijo fue el colmo de la felicidad de Charles; acudió corriendo para comunicármelo y en los entusiasmos de su alegría reconocí algunos de los acentos de su antigua confianza. ¡Cuánto daño me hicieron! Desgraciadamente, era la voz del amigo que yo ya no tenía, y al escuchar aquella voz todos los recuerdos del pasado acudían de nuevo a hurgar en mi herida.
El niño de Charles era hermoso como Anaïs; el cuadro de aquella joven madre con su hijo emocionaba a todos pero, por un destino cruel, yo sola estaba condenada a contemplarlo con amargura; mi corazón devoraba aquella imagen de la felicidad que no conocería jamás y la envidia, como un buitre, se nutría de mi interior. ¿Qué había hecho yo a quienes creyeron salvarme al conducirme a esta tierra de exilio? ¿Por qué no me dejaron seguir mi destino? Ahora sería la esclava negra de algún rico colono; quemada por el sol cultivaría la tierra de otro, pero tendría una humilde cabaña donde poder retirarme cada noche, tendría un compañero e hijos de mi mismo color que me llamarían «¡Madre!», que apoyarían sin repugnancia su boquita sobre mi frente, reposarían su cabeza sobre mi cuello y se dormirían en mis brazos. ¿Qué he hecho para ser condenada a no sentir jamás los afectos para los que mi corazón había sido creado? ¡Oh, Dios mío! Arráncame de este mundo; siento que no puedo soportar más la vida.
De rodillas en mi habitación, estaba dirigiendo al Creador esta oración impía cuando oí abrir la puerta: era la amiga de la señora de B., la marquesa de X., que había regresado recientemente de Inglaterra, donde había pasado varios años. La vi acercarse a mí con horror; su presencia me recordó que ella había sido la primera en revelarme mi destino, la que había abierto esta mina de sufrimiento de la que tantos había extraído. Desde que ella había vuelto a París, no la veía sino con un sentimiento desagradable.
-Vengo a verla y a charlar con usted, mi querida Ourika -dijo-. Usted sabe cuánto la quiero desde su infancia, y no puedo contemplar sin verdadero dolor, la melancolía en la que se encuentra sumida. ¿Es posible, con la inteligencia que usted tiene, que no sea capaz de sacar mejor partido de su situación?
-La inteligencia, señora -le contesté- no sirve sino para aumentar las penas verdaderas; ¡permite verlas desde tantos prismas diferentes!
-Pero -prosiguió- cuando las penas no tienen remedio, ¿no es una locura negarse a someterse a ellas, y luchar así contra la necesidad?, pues, en fin, nosotros no somos los más fuertes.
-Es cierto -dije-; pero, al parecer, en este caso la necesidad es un mal añadido.
-Convendrá, no obstante, Ourika, que la razón aconseja en esos casos resignarse y distraerse.
-Sí, señora; pero para distraerse se necesita encontrar una esperanza en otro lugar.
-Al menos, podría buscar nuevas aficiones y ocupaciones para llenar el tiempo.
-¡Ah! señora, las aficiones buscadas son un esfuerzo, no un placer.
-Pero -siguió diciendo- usted tiene muchas cualidades.
-Para que las cualidades sean un recurso, señora -le contesté- hay que proponerse un objetivo, de lo contrario, mis habilidades serían como la flor del poeta inglés que perdía su perfume en el desierto.
-Se olvida de sus amigos que disfrutarían con ellas...
-Yo no tengo amigos, señora; tengo protectores, que es algo muy diferente.
-Ourika -dijo- usted se hace infeliz, e inútilmente.
-Todo es inútil en mi vida, señora, incluso mi sufrimiento.
-¿Cómo puede pronunciar palabras tan amargas, usted, Ourika, que tan servicial se mostró cuando se quedó sola con la señora de B. durante el Terror?
-Desgraciadamente, señora, soy como los genios malhechores que sólo tengo poderes en tiempos de calamidad y a quienes la felicidad ahuyenta.
-Confíeme su secreto, mi querida Ourika; ábrame su corazón; nadie tiene más interés por usted que yo y tal vez pueda hacerle bien.
-Yo no tengo ningún secreto, señora -le contesté- mi único sufrimiento son mi posición y mi color, usted lo sabe.
-¡Venga, pues! -prosiguió- ¿puede usted negar que guarda un gran dolor en el fondo de su alma? Basta verla un solo instante para estar seguro de ellos.
Continué repitiéndole lo que ya le había dicho; se impacientó, levantó la voz y vi que la tormenta iba a desencadenarse.
-¿Es esa su buena fe? -dijo- ¿la sinceridad por la que tanto la alaban? Ourika, tenga cuidado, la reserva conduce a veces a la falsedad.
-Y ¿qué podría yo confiar, señora -le dije- sobre todo a usted que desde hace tanto tiempo previó la desgracia de mi situación? A usted, menos que a nadie, tengo nada nuevo que contarle sobre esta cuestión.
-No me persuadirá jamás de eso, -replicó-, pero puesto que me niega usted su confianza y que afirma no tener ningún secreto, ¡pues bien, Ourika! yo me encargaré de decirle que sí tiene uno. Sí, Ourika, todas sus penas, todos sus sufrimientos no provienen sino de una pasión desgraciada, de una pasión insensata; y si no estuviera profundamente enamorada de Charles, aceptaría sin problemas el hecho de ser negra. Adiós, Ourika, me voy de aquí, se lo confieso, con mucho menos interés por usted del que traía cuando llegué.
Al terminar estas palabras se marchó. Yo permanecí anonadada. ¿qué acababa de revelarme? ¿Qué horrorosa luz había arrojado sobre el abismo de mis sufrimientos? ¡Dios santo! Era como la luz que penetró una vez al fondo de los infiernos e hizo añorar las tinieblas a sus desdichados habitantes. ¿Qué? ¿Yo sentía una pasión criminal? ¿Era ella la que devoraba mi corazón? ¿El deseo de ocupar mi espacio en la cadena de los seres, el anhelo de los afectos de la naturaleza, el dolor por la soledad eran fruto de un amor culpable? Y cuando yo creía envidiar la imagen de la felicidad, ¿era la felicidad misma la que era objeto de mis anhelos impíos? Pero ¿qué he hecho para que me consideren presa de esta pasión sin esperanza? ¿es imposible amar más que a tu propia vida, inocentemente? A la madre que se arrojó a las fauces del león para salvar a su hijo, ¿qué sentimiento la movía? A los hermanos, a las hermanas que quisieron morir juntos en el cadalso y que oraban a Dios antes de subir al mismo ¿les unía un amor culpable? La humanidad misma ¿no produce a diario abnegaciones sublimes? ¿Por qué no podré pues amar así a Charles, el amigo de mi infancia, el protector de mi juventud?... Y, sin embargo, no sé qué voz grita en el fondo de mí misma diciendo que tienen razón y que soy culpable ¡Dios mío! ¿También he de darle entrada en mi corazón desolado a los remordimientos? ¿Qué? ¿A partir de ahora mis lágrimas serán culpables? ¿Me estará prohibido pensar en él? ¿No me atreveré a sufrir?
Estos horribles pensamientos me sumieron en un sopor semejante a la muerte. Aquella misma noche, la fiebre se adueñó de mí y, en menos de tres días, se temió por mi vida; el médico aseguró que, si querían que recibiera los últimos sacramentos, no había tiempo que perder. Mandaron a buscar a mi confesor, pero había fallecido pocos días antes. Entonces la señora de B. solicitó un sacerdote de la parroquia, que vino y me administró la Extremaunción, pues no estaba en estado de recibir el Viático; no tenía conocimiento y mi muerte podía ocurrir en cualquier momento.
Fue entonces cuando Dios se apiadó sin duda de mí; comenzó por conservarme la vida; contra todo pronóstico, mis fuerzas se mantuvieron. Luché en esa situación unos quince días; luego recuperé el conocimiento. La señora de B. no se separaba de mí y Charles parecía haber recuperado su antiguo afecto por mí. El sacerdote seguía visitándome a diario, pues quería aprovechar el primer momento posible para confesarme; yo también lo deseaba; no sé qué impulso me lanzaba hacia Dios y me infundía la necesidad de arrojarme en sus brazos y buscar en ellos la paz. El sacerdote recibió la confesión de mis faltas; no se asustó del estado de mi alma pues, como viejo marinero, conocía todas las tempestades. Empezó por tranquilizarme respecto a la pasión de que se me acusaba:
-Su corazón es puro -me dijo-; es a usted sola a quien se ha hecho daño, pero no por eso es menos culpable. Dios le pedirá cuentas de su propia felicidad, que Él le había confiado, ¿qué ha hecho con ella? Esa felicidad estaba en sus manos pues reside en la realización de nuestros deberes, ¿los ha cumplido usted? Dios es el fin de todo hombre ¿cuál ha sido el de usted? Pero no se desanime, ruegue a Dios, Ourika. Él está ahí y le tiende los brazos; para Él no existen ni blancos ni negros, todos los corazones son iguales a sus ojos y el suyo merece hacerse digno de Él.
Así era como aquel hombre venerable animaba a la pobre Ourika. Aquellas sencillas palabras llevaban a mi alma no sé qué paz que yo no había conocido nunca; las meditaba sin cesar, y como de una mina fecunda, sacaba siempre de ellas alguna reflexión. Comprendí que, efectivamente, yo no había conocido mis deberes: Dios les ha prescrito deberes a las personas solas como a las que están en el mundo; si las ha privado de lazos de sangre, les ha dado por familia a toda la humanidad. Una hermana de la caridad -me decía a mí misma- no está sola en la vida aunque haya renunciado a todo; se ha constituido una familia de elección; es la madre de todos los huérfanos, la hija de todos los pobres ancianos, la hermana de todos los desvalidos. Los hombres de mundo ¿no han buscado con frecuencia una soledad voluntaria? Querían estar a solas con Dios; renunciaban a todos los placeres para adorar, en soledad, la pura fuente de todo bien, de toda felicidad; en el secreto de su espíritu, trabajaban por hacer que su alma fuera digna de presentarse ante el Señor. Es por Ti, Dios mío, por lo que resulta dulce embellecer el corazón, adornarlo como en día de fiesta, con todas las virtudes que te resultan gratas.
Pero ¿qué había hecho yo? Juguete insensato de los impulsos involuntarios de mi alma, yo había corrido detrás de los goces de la vida, y me había olvidado de la verdadera felicidad. Pero no era demasiado tarde; al arrojarme sobre esta tierra extraña, tal vez Dios quiso predestinarme para Él; me arrancó de la barbarie y de la ignorancia; por un milagro de su bondad me salvó de los vicios de la esclavitud; me enseñó su camino: ¡lo seguiré, Dios mío! Ya no utilizaré tus favores para ofenderte, no te acusaré más de mis faltas.
La nueva luz a la que contemplaba mi posición hizo que la paz penetrara en mi corazón. Me sorprendía de la paz que sucedía a tantas tormentas: le había abierto una salida al torrente que arrasaba las orillas y ahora aquél conducía sus aguas apaciguadas hacia un mar tranquilo.
Decidí hacerme religiosa. Le hablé de ello a la señora de B.; se afligió, pero me dijo:
-Deseando hacerle bien le he causado tan gran daño, que no me siento con derecho a oponerme a su decisión.
Charles se opuso con más fuerza; me rogó, me pidió que me quedara, yo le contesté:
-Déjeme marchar, Charles, al único lugar en el que me esté permitido pensar en usted sin cesar...»
En este punto, la joven religiosa interrumpió bruscamente su relato. Continué ofreciéndole mis cuidados que, desgraciadamente, fueron inútiles: murió a finales de octubre, cayó con las últimas hojas de otoño".
Claire de Duras
Yo no había visto jamás el interior de un convento, y aquel espectáculo era completamente nuevo para mí. Desde el claustro pasamos al jardín, adonde la religiosa me dijo que habían llevado a la hermana enferma; efectivamente, la vi al final de un largo paseo de carpes; estaba sentada, y un gran velo negro la cubría casi por completo.
-Aquí está el médico -dijo la hermana, y se alejó al instante.
Me acerqué tímidamente porque mi corazón se había encogido al contemplar todas aquellas tumbas e imaginaba que iba a encontrarme con una nueva víctima de los claustros; los prejuicios de mi juventud acababan de despertarse, y mi interés por la que iba a visitar se exaltaba proporcionalmente al tipo de desgracia que yo le presuponía. Se volvió hacia mí y me quedé extrañamente sorprendido al ver que era negra. Mi sorpresa aumentó aún más al observar la cortesía con la que me recibió y las expresiones cultas que empleaba:
-Viene a visitar a una persona muy enferma -me dijo- en estos momentos deseo curarme, pero no lo he deseado siempre y es tal vez eso lo que me ha causado tanto daño.
Le pregunté acerca de sus síntomas.
-Siento -me dijo- una opresión continua, ya no tengo sueño y la fiebre no me abandona.
Su aspecto no hacía sino confirmar demasiado bien aquella triste descripción de su estado: su delgadez era extrema, y sólo iluminaban su semblante unos ojos brillantes y grandes y unos dientes de blancura resplandeciente; el alma vivía aún, pero el cuerpo estaba destruido y tenía todos los síntomas de un intenso y prolongado sufrimiento. Conmovido hasta lo indecible, decidí hacer todo lo posible para salvarla; empecé por hablarle de la necesidad de calmar su imaginación, distraerse y alejar sentimientos dolorosos.
-Soy feliz -me dijo-; jamás había sentido tanta paz y felicidad.
El tono de su voz era sincero, aquella suave voz no podía engañar, pero mi sorpresa crecía por momentos.
-No ha pensado siempre así -le dije- pues lleva en sí la huella de sufrimientos muy prolongados.
-Es cierto -contestó- tardé mucho en hallar reposo para mi corazón, pero en estos momentos soy feliz.
-¡Muy bien! Si es cierto lo que dice -exclamé-, es el pasado lo que hay que curar; esperemos poder lograrlo, pero no puedo curar ese pasado si no lo conozco.
-¡Ah! -contestó-. Son locuras.
Y mientras pronunciaba esas palabras, una lágrima vino a humedecer el borde de su párpado.
-¡Y dice usted que es feliz! -exclamé.
-Sí, lo soy, -contestó con firmeza- y no cambiaría esta felicidad por la vida que tanto envidié en otros momentos. No guardo ningún secreto: mi desgracia es la historia de toda mi vida. Sufrí tanto hasta el día en que entré en esta casa que, poco a poco, mi salud se fue arruinando. Me veía deteriorarme con alegría, porque no veía ninguna esperanza en el futuro. Este pensamiento era muy culpable, ya lo ve, y fui castigada por tenerlo; y cuando, por fin, deseo seguir viviendo, tal vez ya no sea posible.
La tranquilicé, le di esperanzas en una próxima recuperación; pero al pronunciar aquellas palabras de consuelo, al prometerle la vida, no sé qué triste presentimiento me advertía de que era demasiado tarde y de que la muerte había marcado ya a su víctima.
Volví a visitar muchas veces a aquella joven religiosa; el interés que yo mostraba por ella pareció conmoverla. Un día, por propia voluntad, abordó el tema hacia el que yo deseaba conducirla:
-Los sufrimientos que he padecido -dijo- deben parecer tan extraños, que siempre he sentido una gran repugnancia a contarlos: nadie puede ser juez de las penas de los demás, y los confidentes son casi siempre acusadores.
-No tema eso de mí -le contesté-; veo suficientemente bien los estragos que el dolor le ha causado como para creer que el suyo era sincero.
-Lo encontrará sincero, -dijo- pero le parecerá insensato.
-Aun admitiendo lo que usted dice -proseguí- ¿excluye eso la simpatía?
-Casi siempre -contestó-; no obstante, si para curarme necesita usted conocer las penas que han destruido mi salud, se las contaré cuando nos conozcamos un poco más.
Mis visitas al convento se fueron haciendo cada vez más frecuentes; el tratamiento que le puse pareció producir algunos resultados. Por fin, un día del verano pasado, al encontrarla sola en el mismo cenador, en el mismo banco en el que la había visto por vez primera, retomamos la misma conversación y me contó lo siguiente:
«Fui traída de Senegal, a la edad de dos años, por el caballero de B. que era allí gobernador. Se apiadó de mí un día en que veía embarcar esclavos en un barco negrero que iba a abandonar de inmediato el puerto; mi madre había muerto y a mí me estaban subiendo al barco pese a mis gritos. El señor de B. me compró y, a su llegada a Francia, me regaló a la señora mariscala de B., su tía, la persona más amable de su época, y la que supo asociar a las más elevadas cualidades, la bondad más conmovedora. Salvarme de la esclavitud, y darme por benefactora a la señora de B. fue darme por dos veces la vida: actué de forma ingrata con la Providencia al no ser feliz; y, sin embargo, ¿la felicidad es siempre el resultado de esos dones de la inteligencia? Me inclino más bien por lo contrario: hay que pagar el beneficio de saber con el deseo de ignorar, y el relato no nos dice si Galatea encontró la felicidad después de haber recibido la vida.
No tuve conocimiento de los primeros días de mi infancia sino mucho tiempo después. Mis recuerdos más antiguos sólo llegan a dibujarme el salón de la señora de B.; allí pasaba mi vida, amada por ella, acariciada, mimada por todos sus amigos, colmada de regalos, adulada, ensalzada como la niña más inteligente y más amable del mundo. El tono de aquella sociedad era la admiración, pero una admiración de la que el buen gusto sabía excluir todo lo que parecía exageración: se alababa todo cuanto se prestaba a la alabanza, se excusaba todo cuanto se prestaba a la crítica y, con frecuencia, por una habilidad aún más amable, se transformaba en cualidades incluso los defectos. El éxito da ánimos; en el círculo de la señora de B. se valía todo lo que se podía valer, y tal vez un poco más, porque ella transmitía algo de sí misma a sus amigos sin darse cuenta siquiera: viéndola, escuchándola, uno creía parecerse a ella.
Vestida al estilo oriental, sentada a los pies de la señora de B. escuchaba, sin comprenderla aún, la conversación de los hombres más distinguidos del momento. No tenía nada de la travesura propia de los niños; era reflexiva antes de aprender a pensar, era feliz junto a la señora de B.; para mí, amar era estar allí, oírla, obedecerla y, sobre todo, mirarla; no anhelaba nada más. No podía sorprenderme de vivir en medio del lujo, de no estar rodeada sino de las personas más inteligentes y amables, porque no conocía otra cosa pero, sin percatarme de ello, iba adquiriendo un gran desdén por todo lo que no era aquel mundo en el que transcurría mi vida. El buen gusto es respecto al espíritu lo que un oído afinado es respecto a los sonidos. Desde muy niña, el mal gusto me molestaba; lo percibía antes de poder definirlo, y la costumbre me lo había hecho necesario. Esta disposición habría sido peligrosa si hubiera tenido un futuro, pero yo no tenía futuro y ni siquiera lo sospechaba.
Alcancé la edad de doce años sin haber tenido idea de que se podía ser feliz de forma distinta a como yo lo era. No me sentía molesta por ser negra: me decían que era encantadora; además nada me advertía que eso fuera una desventaja; no veía casi nunca a otros niños, un solo niño era mi amigo, y mi color negro no le impedía quererme.
Mi benefactora tenía dos nietos, hijos de una hija que había fallecido joven. Charles, el menor, era más o menos de mi edad. Educado junto a mí, era mi protector, mi consejero, y mi apoyo en todas mis pequeñas faltas. A los siete años fue enviado al colegio: yo lloré al separarme de él; aquélla fue mi primera pena. Pensaba con frecuencia en él, pero no lo veía casi nunca. Él estudiaba y yo, por mi parte, aprendía, para darle gusto a la señora de B. todo cuando debía constituir una educación perfecta. Quiso que tuviera todas las cualidades: tenía voz y los mejores maestros la ejercitaron; me gustaba la pintura y un pintor famoso, amigo de la señora de B. se encargó de dirigir mis esfuerzos; aprendí inglés, italiano, y la señora de B. se ocupaba en persona de mis lecturas. Guiaba mi espíritu, formaba mi juicio: hablando con ella, descubriendo todos los tesoros de su alma, yo sentía elevarse la mía, y era la admiración la que me abría las vías de la inteligencia. Desgraciadamente, no preveía que aquellos dulces estudios serían seguidos por días tan amargos; sólo pensaba en agradar a la señora de B. y una sonrisa de aprobación en sus labios era todo mi porvenir.
Mientras tanto, las reiteradas lecturas, las de los poetas sobre todo, comenzaban a ocupar mi joven imaginación; pero, sin objetivo, paseaba al azar mis pensamientos errantes y, con la confianza de mi temprana edad, me decía que la señora de B. sabría hacerme feliz; su ternura hacia mí, la vida que yo llevaba, todo prolongaba mi error y autorizaba mi ceguera. Voy a darle un ejemplo de los mimos y preferencias de los que era objeto.
Probablemente le cueste trabajo creer, viéndome hoy, que se hablara de mí por la elegancia y la belleza de mi figura. La señora de B. alababa con frecuencia lo que ella llamaba mi gracia, y quiso que aprendiera a bailar perfectamente. Para hacer brillar esa cualidad, mi bienhechora organizó un baile con el pretexto de festejar a sus nietos, pero cuyo verdadero motivo era mostrarme de forma ventajosa en una contradanza de las cuatro partes del mundo en la que yo representaría a África. Se consultó a los viajeros, se eligió una comba, la danza nacional de mi país. Mi compañero de baile puso un crespón sobre su rostro, pero yo, desgraciadamente, no tuve necesidad de colocar ninguno sobre el mío, aunque en aquel momento no realicé esta reflexión. Entregada por completo al placer del baile, dancé la comba, y obtuve todo el éxito que podía esperarse de la novedad del espectáculo y de la elección de los espectadores, la mayoría de los cuales, amigos de la señora de B., se entusiasmaban conmigo y creían darle gusto dejándose llevar de toda la intensidad de ese sentimiento. El baile, por lo demás era algo insinuante; estaba compuesto por una mezcla de actitudes y de pasos medidos en los que se describía el amor, el dolor, el triunfo y la desesperación. Yo no conocía aún ninguno de esos impulsos violentos del alma, pero no sé qué instinto me los hizo adivinar; el caso es que triunfé. Me aplaudieron, me rodearon, me colmaron de elogios, fue un placer absoluto, nada enturbiaba en aquellos momentos mi seguridad. Fue unos días después cuando una conversación, que oí por casualidad, me abrió los ojos y puso fin a mi juventud.
En el salón de la señora de B. había un gran biombo de laca. Aquel biombo ocultaba una puerta, y se encontraba cerca de una de las ventanas; entre el biombo y la ventana había una mesa en la que yo dibujaba en ocasiones. Un día, me encontraba allí terminando con aplicación una miniatura; absorta en mi trabajo, había permanecido durante mucho rato inmóvil y, sin duda, la señora de B. creía que me había marchado cuando anunciaron a una de sus amigas, la marquesa de X. Era una persona de razonamiento frío, de espíritu cortante, pragmática hasta la sequedad; ese carácter lo vertía también en la amistad: no le costaba nada sacrificarse por el bien y el provecho de sus amigos, pero les hacía pagar caro ese afecto. Inquisidora y difícil, su exigencia era similar a su abnegación, y era la menos amable de entre las amigas de la señora de B. Yo le temía aunque fuera buena conmigo, porque lo era a su manera: escudriñar, incluso bastante severamente, era para ella una muestra de interés. Desgraciadamente, yo estaba tan habituada a la benevolencia, que la justicia me parecía siempre temible.
-Ahora que estamos solas, -dijo la marquesa a la señora de B.- quiero hablarle de Ourika: se está poniendo encantadora, su espíritu está ya completamente formado, hablará como usted, está llena de talento, es graciosa, espontánea, pero ¿qué será de ella? y ¿qué hará usted con ella?
-Desgraciadamente -dijo la señora de B.- esta idea me viene con frecuencia a la mente y, se lo confieso, siempre con tristeza: la quiero como si fuera mi hija; haría cualquier cosa por hacerla feliz y, sin embargo, cuando reflexiono acerca de su situación, me encuentro sin salida. ¡Pobre Ourika! La veo sola, ¡sola para siempre en la vida!
Me resultaría imposible describirle el efecto que estas escasas palabras me causaron; un relámpago no es más rápido: me di cuenta de todo, me vi negra, dependiente, despreciada, sin fortuna, sin apoyo, sin un ser de mi especie a quien unir mi destino; hasta aquel momento había sido como un juguete, una diversión para mi bienhechora, pero pronto sería expulsada de un mundo al que no podía pertenecer. Una horrible taquicardia se adueñó de mí, mis ojos se nublaron, el latido de mi corazón me privó por un instante de la facultad de seguir escuchando; pero finalmente me rehice lo suficiente como para oír la continuación de aquella conversación:
-Temo, -decía la marquesa- que la haga usted desgraciada. ¿Qué quiere que la satisfaga, después de haber pasado la vida en la intimidad de su familia?
-Permanecerá en ella -dijo la señora de B.
-Sí, -prosiguió la marquesa- mientras sea una niña, pero tiene ya quince años. ¿Con quién la casará usted, con la inteligencia que tiene y la educación que ha recibido? ¿Quién aceptará jamás casarse con una negra? Y si, a fuerza de dinero, encuentra usted a alguien que consienta en tener hijos negros, será un hombre de condición inferior, con el que ella será desgraciada. Ella sólo puede querer a quienes no querrán nada con ella.
-Todo eso es cierto -dijo la señora de B.- pero, afortunadamente, ella no sospecha nada de eso aún, y siente hacia mí un afecto que, espero, la preservará por mucho tiempo de conocer su situación. Para hacerla feliz, habría sido necesario hacer de ella una persona vulgar, pero creo sinceramente que eso era imposible. Tal vez sea lo bastante distinguida como para situarse por encima de su destino, al no haber podido permanecer por debajo de él.
-Se está usted haciendo ilusiones -dijo la marquesa-; la filosofía nos puede colocar por encima de los males causados por la fortuna, pero no puede nada contra los males que derivan de haber alterado el orden de la naturaleza. Ourika no ha cumplido con su destino, se ha situado en la sociedad sin permiso de ésta, y la sociedad se vengará.
-A buen seguro -dijo la señora de B.- ella es inocente de ese crimen, y usted es demasiado severa con esta pobre niña.
-Yo le deseo más felicidad que usted -contestó la marquesa-. Yo deseo que sea feliz, y usted la echa a perder.
La señora de B. respondió con impaciencia, e iba a convertirme en causa de disputa entre las dos amigas, cuando anunciaron una visita; entonces me deslicé por detrás del biombo, me escapé, corrí hacia mi habitación donde un torrente de lágrimas calmó por un momento mi pobre corazón.
Perder el prestigio que me había rodeado hasta entonces fue un gran cambio en mi vida. Hay ilusiones que son como la luz del día, cuando se las pierde todo desaparece con ellas. En medio de la confusión de las nuevas ideas que me asaltaban, no encontraba nada de todo cuanto me había ocupado hasta entonces: era un abismo con todos sus horrores. El desprecio por el que me sentía perseguida; la sociedad de la que era expulsada; el hombre que, por dinero, aceptaría tal vez que sus hijos fueran negros, todos esos pensamientos se erguían sucesivamente como fantasmas y se lanzaban contra mí como seres infernales: sobre todo la soledad, la convicción de que estaba sola, sola para siempre en la vida, la señora de B. lo había dicho, y yo me lo repetía a cada instante: ¡sola! ¡sola para siempre! Hasta la víspera misma ¿qué me importaba estar sola? No sabía nada de soledad, no la sentía, necesitaba todo lo que amaba, y no se me ocurría pensar que lo que yo amaba no me necesitaba a mí. Pero en aquellos momentos, mis ojos ya se habían abierto y el sufrimiento había hecho entrar en mi alma la desconfianza.
Cuando regresé al salón de la señora de B. todo el mundo se sorprendió de mi cambio; me preguntaron, contesté que estaba enferma y me creyeron. La señora de B. mandó llamar a Barthez que me examinó detenidamente, me tomó el pulso y dijo bruscamente que no tenía nada. La señora de B. se tranquilizó e intentó distraerme y divertirme. No me atrevo a decir hasta qué extremo fui ingrata hacia esos cuidados de mi benefactora; mi alma parecía haberse replegado sobre sí misma. Los favores que son agradables de recibir son aquellos a los que el corazón corresponde, pero el mío estaba lleno de un sentimiento demasiado amargo como para volcarse al exterior. Infinitas combinaciones de los mismos pensamientos ocupaban todo mi tiempo; se reproducían bajo mil formas diferentes y mi imaginación les concedía los colores más sombríos: con frecuencia pasaba las noches enteras llorando. Agotaba la piedad hacia mí misma, mi rostro me producía horror y no me atrevía ya a mirarme en un espejo; cuando mis ojos se dirigían hacia mis manos, creía ver las de un mono; exageraba mi fealdad, y el color oscuro me parecía la prueba de mi reprobación, era él el que me separaba de todos los seres de mi especie, el que me condenaba a permanecer sola ¡sola para siempre! ¡jamás amada! ¡A fuerza de dinero, tal vez algún hombre aceptara que sus hijos fueran negros! Toda mi sangre se sublevaba de indignación ante esta idea. Tuve por un momento la idea de pedirle a la señora de B. que me devolviera a mi país; pero allí también habría estado sola ¿quién me habría escuchado? ¿quién me habría comprendido? Desgraciadamente, ya no pertenecía a nadie ¡era ajena a toda la especie humana!
No fue sino mucho después cuando comprendí la posibilidad de resignarme a semejante destino. La señora de B. no era muy devota; los sentimientos religiosos que yo poseía se los debía a un respetable sacerdote que me había preparado para mi Primera Comunión. Esos sentimientos eran sinceros como todo mi carácter pero yo no sabía que, para que sea provechosa, la piedad necesita estar unida a todas las acciones de la vida: la mía había ocupado algunos instantes de mi vida, pero había permanecido ajena a todo lo demás. Mi confesor era un anciano venerable, poco suspicaz; yo sólo lo veía dos o tres veces al año y, como no me imaginaba que los sufrimientos fueran faltas, no le hablaba nunca de ellos. Éstos iban alterando sensiblemente mi salud, pero -¡cosa extraña!- iban perfeccionando mi espíritu. Un sabio oriental dijo: «El que no ha sufrido, ¿qué sabe?». Comprendí que antes de conocer mi desgracia yo no sabía nada; mis impresiones eran todas sentimiento: yo no juzgaba, amaba; las palabras, las acciones, las personas agradaban o desagradaban a mi corazón. Pero en aquellos momentos, mi espíritu se había separado de aquellos impulsos involuntarios, el dolor es como la lejanía, permite que pueda juzgarse el conjunto de los objetos. A partir del momento en que empecé a sentirme ajena a todo, me había ido haciendo más severa y examinaba con espíritu crítico casi todo lo que hasta entonces me había resultado grato.
Aquella disposición de espíritu no podía pasar desapercibida a la señora de B., pero nunca supe si llegó a adivinar la causa. Tal vez temiera incrementar mi sufrimiento permitiéndome contarla, pero me mostraba aún más bondad que de costumbre; me hablaba con total abandono y, para distraerme de mis penas, me entretenía con las suyas. Juzgaba acertadamente mi corazón pues, efectivamente, yo no podía volver a unirme a la vida sino por la idea de ser necesaria, o al menos útil, a mi bienhechora.
La idea que más me obsesionaba era la de que estaba sola en el mundo y que podía morir sin causarle dolor al corazón de nadie. Era injusta con la señora de B. porque ella me quería, me lo había demostrado reiteradamente, pero tenía otros intereses que pasaban muy por delante de mí. Yo no envidiaba su ternura hacia sus nietos, sobre todo hacia Charles, pero me habría gustado mucho poder decir como ellos: «¡Madre!».
Los lazos de familia sobre todo me hacían volver dolorosamente sobre mí misma: no sería nunca la hermana, la esposa, la madre de nadie. Imaginaba en esos lazos más dulzura de la que tal vez tengan, y despreciaba los que me estaban permitidos porque no podía alcanzar aquéllos. No tenía amigas, no confiaba en nadie, pues lo que sentía por la señora de B. era más un culto que un afecto; pero creo que sentía por Charles todo lo que se experimenta por un hermano.
Aún se encontraba en el colegio, que iba a abandonar pronto para comenzar sus viajes. Iba a marcharse con su hermano mayor y su preceptor para visitar Alemania, Inglaterra e Italia y su ausencia debía durar unos dos años. Charles estaba encantado de marcharse y yo sólo me afligí en el último momento, porque estaba contenta con todo cuanto le causara placer a él. No le había comentado nada de las ideas que me preocupaban, no lo encontraba nunca a solas y habría necesitado mucho tiempo para explicarle mis penas: estoy segura de que entonces me habría comprendido. Pero, pese a su aspecto dulce y grave, tenía una disposición a bromear que me hacía ser más tímida; es verdad que no la ejercía nunca sino con los ridículos de la afectación, porque todo lo que era sincero lo desarmaba. Al final, que no le dije nada. Su marcha, por otra parte, era una distracción y creo que me hacía bien afligirme por algo distinto de mi dolor habitual.
Poco después de la marcha de Charles fue cuando la Revolución adquirió un carácter más serio; no oía hablar durante todo el día en el salón de la señora de B. sino de grandes intereses morales y políticos que esta Revolución removió hasta la raíz, y que se asociaban a los que habían ocupado los espíritus superiores en todos los tiempos. Nada era más susceptible de incrementar y formar mis ideas que el espectáculo de aquella palestra en la que los hombres distinguidos ponían a diario en cuestión todo lo que se había podido creer juzgado hasta entonces. Profundizaban en todos los temas, se remontaban al origen de todas las instituciones, pero con demasiada frecuencia, para cuestionarlo todo, para destruirlo todo.
¿Podría usted creer que, pese a ser joven y ajena a todos los intereses de la sociedad, pese a alimentar mi llaga secreta, la Revolución produjo en mí un cambio de ideas, hizo nacer en mi corazón algunas esperanzas y suspendió momentáneamente mis sufrimientos? ¡Tan rápido busca uno lo que le puede consolar! Pensé que aquel gran desorden, con todos los rangos mezclados, con todos los prejuicios desaparecidos, tal vez diera paso a un estado de cosas en el que yo fuera menos extraña, y que si tenía alguna superioridad de alma, alguna cualidad oculta, sería apreciada cuando mi color dejara de aislarme en medio del mundo, como lo había hecho hasta entonces. Pero sucedió que esas mismas cualidades que podía encontrar en mí, se opusieron muy pronto a mi espejismo y no pude desear por mucho tiempo tanto mal general a cambio de un poco de bien personal. Por otro lado, comprendía el ridículo de aquellos personajes que querían dominar los acontecimientos; juzgaba la ruindad de su espíritu, adivinaba sus intenciones secretas, y muy pronto, su falsa filantropía dejó de confundirme y renuncié a la esperanza al comprender que en medio de tantas adversidades aún habría bastante desprecio hacia mí. No obstante, me interesaba siempre por aquellas animadas discusiones, aunque no tardaron mucho en perder lo que constituía su mayor encanto. El tiempo en el que uno sólo pensaba en agradar y en el que la primera condición para triunfar era olvidar los triunfos del amor propio, había desaparecido ya cuando la Revolución dejó de ser una hermosa teoría y atacó los intereses íntimos de cada uno, las conversaciones degeneraron en disputas y la acritud, la amargura y el temperamento suplantaron a la razón. En ocasiones, y pese a mi tristeza, me divertía escuchando todas aquellas violentas opiniones que no eran, en el fondo, casi nunca sino pretensiones, afectaciones o miedos; pero la alegría que procede de la observación del ridículo, no causa bien; hay demasiada malignidad en esa alegría como para que pueda alegrar el corazón que no se complace sino en alegrías inocentes. Se puede tener esa alegría burlona sin dejar de ser desgraciado; tal vez incluso el dolor haga más posible sentirla, pues la amargura que nutre el alma, constituye el alimento habitual de ese triste placer.
La esperanza rápidamente desvanecida que me había inspirado la Revolución no había modificado la situación de mi alma; seguía descontenta con mi suerte, y mis sufrimientos no se mitigaban sino por la confianza y la bondad de la señora de B. A veces, en medio de aquellas conversaciones políticas cuya acritud no lograba suavizar, me miraba tristemente y esa mirada era un bálsamo para mi corazón; parecía decirme: «¡Ourika, sólo usted me comprende!».
Se empezaba a hablar de la liberación de los negros: era imposible que esta cuestión no me interesara profundamente; me gustaba pensar que en otro lugar, al menos, yo tenía semejantes, y como eran desgraciados, los creía buenos y me interesaba por su suerte. Desgraciadamente, pronto me desengañé. Las matanzas de Santo Domingo me produjeron un dolor nuevo y desgarrador: hasta aquel momento me había afligido por pertenecer a una raza proscrita, a partir de entonces me sentía avergonzada por pertenecer a una raza de bárbaros y asesinos.
Mientras tanto, la Revolución hacía rápidos progresos; causaba terror ver a los hombres más violentos adueñarse de todos los puestos importantes. Muy pronto, se vio que aquellos hombres estaban decididos a no respetar nada; las horribles jornadas del 20 de junio y del 10 de agosto debieron preparar para esperar cualquier cosa. Lo que aún quedaba de las amistades de la señora de B. se dispersó por entonces, unos huían de las persecuciones refugiándose en el extranjero, otros se ocultaban o se retiraban a provincias. La señora de B. no hizo ni una cosa ni la otra; se había instalado en su casa por la ocupación constante de su corazón, y allí permaneció con el recuerdo y cerca de una tumba.
Vivíamos desde hacía algunos meses en soledad cuando, a finales de 1792, se publicó el decreto de confiscación de los bienes de los emigrados. En medio de aquel desastre general, a la señora de B. no le habría afectado la pérdida de su fortuna si no perteneciera ya a sus nietos pues, por arreglos de familia, ella no poseía nada más que el usufructo. Ella se decidió pues a hacer regresar a Charles, el menor de los dos hermanos, y a enviar al mayor, próximo a cumplir los veinte años, al ejército de Condé. Se encontraban entonces en Italia a punto de concluir su gran viaje iniciado dos años antes en circunstancias muy diferentes. Charles regresó a París a comienzos de 1793, poco tiempo después de la muerte del Rey.
Aquel gran crimen le había causado el más profundo dolor a la señora de B.; se entregaba a ese dolor por completo y su alma era lo bastante fuerte como para sentir el horror del delito con la misma intensidad del delito mismo. En la vejez, los grandes sufrimientos tienen algo de impresionante, pues van acompañados por la autoridad de la razón. La señora de B. sufría con toda la energía de su carácter; su salud se había resentido por ese dolor, pero no imaginaba que se pudiera intentar consolarla, o incluso distraerla. Yo lloraba, me unía a sus sentimientos, intentaba elevar mi espíritu para acercarlo al suyo para, al menos, sufrir tanto como ella y con ella.
Mientras duró el Terror, no pensé casi en mis penas; habría sentido vergüenza de sentirme desgraciada ante aquellos grandes infortunios; además, desde que todo el mundo era desgraciado, ya no me sentía aislada. La opinión es como una patria, es un bien que se disfruta en común; uno se solidariza con otros para sostenerla y defenderla. Me decía a veces que yo, una pobre negra, me sentía unida a todos los espíritus distinguidos por la necesidad de justicia que sentía lo mismo que ellos: el día en que triunfaran la virtud y la verdad sería un día de triunfo para mí igual que para ellos, pero desgraciadamente, ese día estaba aún muy lejano.
Tan pronto como Charles llegó, la señora de B. se marchó al campo. Todos sus amigos estaban ocultos o huidos; sus amistades se limitaban a un viejo cura al que, desde hacía diez años yo oía a diario burlarse de la religión y que en aquel momento se irritaba de que hubieran vendido los bienes del clero porque con ello él perdía 20.000 libras de renta. Este cura vino con nosotros a Saint-Germain. Su compañía era dulce, o más bien tranquila, pues su calma no tenía nada de dulce, ya que procedía del talante de su espíritu más que de la paz de su corazón.
La señora de B. había estado toda su vida en situación de hacer muchos favores: relacionada con el señor de Choiseul, a lo largo de aquel ministerio había podido ser útil a muchas personas. Dos de los hombres más influyentes durante el Terror, estaban en deuda con la señora de B.; lo recordaron y se mostraron reconocidos. Velando por ella sin cesar, no permitieron que fuera atacada; arriesgaron muchas veces su vida para preservar la suya del furor revolucionario, pues hay que hacer constar que en aquella funesta época, ni siquiera los jefes de los partidos violentos podían hacer un poco de bien sin correr riesgos; se diría que en esta desolada tierra, sólo se pudiera reinar a base de mal hasta tal extremo él era el único que concedía y arrebataba el poder. La señora de B. no fue a la cárcel; fue custodiada en su casa con el pretexto de tener mala salud. Charles, el cura y yo permanecimos junto a ella y le proporcionamos todos los cuidados.
Nada puede describir el estado de ansiedad y de terror de los días que vivimos entonces, leyendo cada noche en los periódicos, la condena y muerte de los amigos de la señora de B. y temblando a cada instante de que sus protectores no tuvieran ya el poder de preservarla del mismo destino. Supimos, efectivamente, que estaba a punto de perecer cuando la muerte de Robespierre puso fin a tantos horrores. Respiramos; los vigilantes abandonaron la casa de la señora de B., y permanecimos los cuatro en la misma soledad en la que uno se encuentra, supongo, después de una gran calamidad a la que se ha sobrevivido juntos. Podría decirse que todos los lazos se habían estrechado por el dolor; al menos, yo sabía que allí no era una extraña.
Si he conocido algunos momentos dulces en mi vida desde que perdí las ilusiones de mi infancia, fue en el período que siguió a aquellos tiempos desastrosos. La señora de B. poseía en grado supremo todo cuanto constituye el encanto de la vida interior, era indulgente y fácil, uno podía decirlo todo en su presencia, pues sabía adivinar la significación de lo que se había dicho. Jamás una interpretación severa o equivocada venía a helar la confianza; los pensamientos se estimaban en lo que valían; no se era responsable de nada. Esta cualidad habría hecho felices a los amigos de la señora de B. incluso si no hubiera poseído nada más que ésta. ¡Pero cuántas otras virtudes no tenía! Nunca se percibía vacío o aburrimiento en su conversación, todo le servía de alimento: el interés que se pone en las cosas pequeñas, que en las personas vulgares es futilidad, es fuente de mil placeres en una persona distinguida, pues es propio de los espíritus superiores hacer algo de nada. La idea más simple se hacía fecunda si pasaba por los labios de la señora de B.; pues su espíritu e inteligencia sabían revestirla de mil nuevas tonalidades.
Charles tenía un carácter semejante al de la señora de B. y su espíritu también se asemejaba al de ella, es decir, que era todo lo que el de la señora de B. debía haber sido en otros tiempos: justo, firme, abierto, pero aún sin modificaciones pues la juventud no las conoce: para ésta, todo está bien o todo está mal, mientras que el peligro de la vejez es con frecuencia comprobar que nada está totalmente bien y nada totalmente mal. Charles poseía las dos hermosas pasiones propias de su edad: la justicia y la verdad. Ya he dicho antes que odiaba incluso la sombra de afectación; tenía el defecto de ver en ocasiones afectación donde no la había. Al ser normalmente reservado, gozar de su confianza era halagador; se veía bien que la ofrecía, que era el fruto de la estima y no una inclinación de su carácter; todo lo que él concedía tenía valor, porque casi nada en él era involuntario y, sin embargo, todo era natural. Confiaba tanto en mí, que no tenía un pensamiento que no me comunicara de inmediato. Por la noche, sentados en torno a una mesa, las conversaciones eran infinitas; nuestro anciano cura ocupaba su puesto; se había construido un entramado tan completo de ideas falsas y las defendía de tan buena fe, que era una fuente inagotable de diversión para la señora de B., cuyo espíritu acertado y esclarecido hacía resaltar admirablemente los absurdos del pobre cura, que no se enfadaba jamás; lanzaba a lo largo de su retahíla de ideas grandes muestras de sentido común que nosotros comparábamos a los grandes lances de Roldán o de Carlomagno.
A la señora de B. le gustaba caminar; se paseaba todas las mañanas por el bosque de Saint-Germain del brazo del cura; Charles y yo los seguíamos de lejos. Era entonces cuando él me hablaba de todo lo que le preocupaba, de sus proyectos, de sus esperanzas, de sus opiniones acerca de todo, de las cosas, de los hombres, de los acontecimientos. No me ocultaba nada, y no sospechaba que me estuviera confiando algo. Confiaba en mí desde hacía tanto tiempo, que mi amistad era para él como la vida; gozaba de ella sin sentirla; no solicitaba mi interés ni mi atención, pues sabía que hablándome de él, me hablaba de mí y que yo era él más que él mismo. ¡Ah, encanto de tal confianza, puedes reemplazarlo todo, incluso la felicidad!
No pensé nunca en hablar con Charles de lo que tanto me había hecho sufrir; lo escuchaba, y aquellas conversaciones tenían sobre mí no sé qué efecto mágico que conllevaba el olvido de mis penas. Si me hubiera interrogado, me habría hecho recordarlas y entonces se lo habría contado todo, pero él no imaginaba siquiera que yo tuviera un secreto.
Estaban acostumbrados a verme delicada, y la señora de B. hacía tantas cosas en pro de mi felicidad que debía creerme feliz. Habría debido serlo; me lo decía a mí misma con frecuencia; me acusaba de ingratitud o de locura; no sé si me habría atrevido a confesar hasta qué punto aquel mal sin remedio de mi color me hacía infeliz. Hay algo humillante en no saber doblegarse a la necesidad, por lo que esos sufrimientos, cuando dominan el alma, tienen todas las características de la desesperación. Lo que me intimidaba además de Charles, era el talante algo severo de sus ideas. Una noche, la conversación giraba en torno a la piedad y nos preguntábamos si los sufrimientos inspiran más interés por sus resultados que por sus causas. Charles se inclinaba por las causas y pensaba que todos los sufrimientos debían ser razonables. Pero ¿quién puede decir qué es la razón? ¿es la misma para todo el mundo? ¿todos los corazones tienen las mismas necesidades? Y ¿la desgracia no es la privación de las necesidades del corazón?
Era raro, no obstante, que las conversaciones de la noche me condujeran a mí misma; trataba de pensar en mí lo menos posible; había quitado de mi habitación todos los espejos, llevaba siempre guantes; mis vestidos cubrían mi cuello y mis brazos y, para salir, utilizaba un gran sombrero con un velo que incluso llevaba en casa con frecuencia. Desgraciadamente, me engañaba a mí misma: como los niños, cerraba los ojos y creía que nadie me veía.
Hacia finales de 1795, el Terror había concluido y la gente empezaba a encontrarse de nuevo; lo que quedaba de las amistades de la señora de B. se reunieron en torno a ella y vi, con pena, aumentar el círculo de amigos. Mi situación en la sociedad era tan equívoca que mientras más retornaba la sociedad a su orden natural, más fuera de ella me sentía yo. Cada vez que veía llegar a casa de la señora de B. a personas que no habían venido nunca, experimentaba un nuevo tormento. La expresión de sorpresa mezclada con desdén que observaba en su rostro empezaba a turbarme; estaba segura de ser inmediatamente objeto de un aparte en el hueco de una ventana o de una conversación en voz baja, pues era necesario que alguien les explicara cómo es que una negra era admitida entre los amigos íntimos de la señora de B. Y durante esas explicaciones yo sufría un auténtico martirio; habría querido que me transportaran a mi patria de origen, en mitad de los salvajes que la habitan, menos temibles para mí que aquella cruel sociedad que me hacía responsable del daño que ella misma había causado. Durante muchos días después, me veía perseguida por el recuerdo de aquel rostro desdeñoso; lo veía en sueños, lo veía a cada instante, se colocaba ante mí como mi propia imagen. Desgraciadamente era el de las quimeras por las que me dejaba obsesionar. ¡No me habías enseñado aún, oh Dios mío, a conjurar mis fantasmas! ¡no sabía que sólo puede encontrarse la paz en Ti!
En aquellos momentos, era en el corazón de Charles donde buscaba refugio; estaba orgullosa de su amistad y más aún de sus virtudes; lo admiraba como a lo más perfecto sobre la tierra. En otros tiempos había creído amar a Charles como a un hermano, pero desde que estaba siempre enferma, me parecía haber envejecido y que mi ternura hacia él se asemejaba más a la de una madre. Sólo una madre podía, efectivamente, sentir ese deseo apasionado de que fuera feliz, de que triunfara; habría dado gustosamente mi vida para ahorrarle un momento de sufrimiento. Mucho antes que él, percibía yo la impresión que él causaba en los demás; era lo suficientemente feliz como para no preocuparse por eso; no tenía nada que temer, nada le había producido la inquietud habitual que a mí me causaba el pensamiento de los demás; todo en su destino era armonía, todo en el mío era desavenencia.
Una mañana, un antiguo amigo de la señora de B. llegó a casa de ésta; venía con el encargo de presentar una propuesta de matrimonio para Charles: la señorita de Thémines, de forma muy cruel, se había convertido en una rica heredera; había perdido en un solo día a toda su familia sobre el cadalso; sólo le quedaba una tía abuela, en otros tiempos religiosa y que, convertida en tutora de la señorita de Thémines, consideraba un deber casarla, y quería apresurarse porque al tener más de ochenta años, temía fallecer y dejar a su resobrina sola y sin apoyo en el mundo. La señorita de Thémines reunía todas las ventajas de linaje, fortuna y educación; tenía dieciséis años; era hermosa como el día, sin duda alguna.
La señora de B. habló del asunto a Charles que, en un primer momento, se asustó un poco ante la idea de casarse tan joven; pronto deseó ver a la señorita de Thémines; la entrevista se produjo, y a partir de entonces ya no dudó. Anaïs de Thémines poseía, efectivamente, todo lo que podía agradar a Charles; era realmente bonita y de una modestia tan tranquila que se veía que no debía sino a la naturaleza aquella encantadora virtud. La señora de Thémines permitió a Charles que fuera a su casa y muy pronto se enamoró apasionadamente. Él me contaba los progresos de sus sentimientos y yo estaba impaciente por conocer a aquella bella Anaïs, destinada a hacer feliz a Charles. Vino por fin a Saint-Germain; Charles le había hablado de mí, por lo que no tuve que soportar de su parte aquella mirada desdeñosa y escrutadora que me producía siempre tanto daño: tenía la expresión de un ángel de bondad. Le aseguré que sería feliz con Charles; la tranquilicé respecto a su juventud y le dije que, a sus veintiún años, tenía el juicio sólido de una edad mucho más avanzada. Contesté a todas sus preguntas; me hizo muchas porque sabía que yo conocía a Charles desde la infancia, y me era tan grato hablar bien de él que no me cansaba de hacerlo.
El arreglo de los asuntos económicos retrasó unas semanas el acuerdo de matrimonio. Charles continuaba yendo a casa de la señora de Thémines y, a veces, permanecía en París dos o tres días seguidos; aquellas ausencias me afligían y me sentía contenta de mí misma al comprobar que prefería mi felicidad a la de Charles; no era así como yo estaba acostumbrada a amar. Los días que él regresaba eran días de fiesta; me contaba en qué había estado ocupado; y si hacía progresos en el corazón de Anaïs, yo me alegraba con él. Un día, no obstante, me habló de la forma en que quería vivir con ella:
-Quiero conseguir toda su confianza -me dijo- y darle toda la mía; no le ocultaré nada, conocerá todos mis pensamientos, conocerá todos los impulsos secretos de mi corazón; quiero que entre ella y yo haya una confianza como la nuestra, Ourika.
¡Como la nuestra! Esta frase me hizo daño; me obligó a recordar que Charles no conocía el único secreto de mi vida, y me quitó las ganas de confiárselo. Poco a poco las ausencias de Charles se fueron haciendo más prolongadas; ya no permanecía en Saint-Germain nada más que algunos instantes; venía a caballo para emplear menos tiempo en el camino, y regresaba a París después de cenar, de tal modo que pasábamos todas las noches sin él. La señora de B. bromeaba con frecuencia sobre esas largas ausencias; a mí me habría gustado mucho poder hacer lo mismo que ella.
Un día nos paseábamos por el bosque. Charles había estado ausente casi toda la semana: de pronto lo vi llegar por el extremo del paseo por el que caminábamos; venía a caballo, y muy rápido. Cuando se halló cerca del lugar en el que nos encontrábamos echó pie a tierra y se puso a pasear con nosotros; después de algunos minutos de conversación general, se quedó por detrás conmigo, y nos pusimos a charlar como en otros tiempos; se lo hice notar:
-¡Como en otros tiempos! -exclamó- ¡ah! ¡qué diferencia! ¿tenía yo algo que decir en esos tiempos? Tengo la impresión de que no he comenzado a vivir sino desde hace dos meses. ¡Ourika, no sabré decirle a usted jamás lo que siento por ella! Hay momentos en los que creo sentir que mi alma va a pasar a la suya. Cuando me mira, dejo de respirar; cuando se ruboriza, me gustaría postrarme a sus pies para adorarla. Cuando pienso que voy a ser el protector de ese ángel, que me confía su vida, su destino; ¡qué orgulloso me siento del mío! ¡Qué feliz voy a hacerla! Seré para ella el padre, la madre que ha perdido, pero también seré su esposo y su amante. Me entregará su primer amor; todo su corazón se explayará en el mío; viviremos de la misma vida, y no quiero que a lo largo de nuestros dilatados años pueda decir que pasó una sola hora sin ser feliz. ¡Qué delicia, Ourika, pensar que será la madre de mis hijos, y que éstos mamarán la vida en el seno de Anaïs! ¡Ah! serán dulces y hermosos como ella. ¿Qué he hecho, Dios mío, para merecer tanta felicidad?
Desgraciadamente, yo dirigía al cielo en aquel mismo instante una pregunta completamente opuesta. Desde hacía unos minutos, escuchaba aquellas palabras apasionadas con un sentimiento indefinible. ¡Dios santo! Tú eres testigo de que era feliz por la felicidad de Charles, pero ¿por qué concedíste la vida a la pobre Ourika? ¿por qué no murió en aquel barco negrero del que fue arrebatada, o sobre el pecho de su madre? Un poco de arena de África habría recubierto su cuerpo, y aquel fardo habría sido bien ligero! ¿Qué importaba al mundo que Ourika viviera? ¿Por qué estaba condenada a vivir? ¿Para vivir sola, siempre sola, jamás amada? ¡Oh Dios mío, no lo permitas! ¡Retira de la tierra a la pobre Ourika! Nadie la necesita, ¿no está sola en la vida? Este horrible pensamiento se adueñó de mí con mayor violencia de lo que había hecho hasta entonces. Me sentí ceder, caí de rodillas, mis ojos se cerraron y pensé que iba a morir».
Al terminar estas frases, la opresión de la pobre religiosa pareció aumentar; su voz se alteró y unas cuantas lágrimas corrieron a lo largo de sus mejillas marchitas. Quise convencerla de que interrumpiera su relato, pero se negó:
-No es nada -dijo-. Ahora el dolor ya no vive en mi corazón porque su raíz ha sido cortada. Dios se apiadó de mí, me sacó Él mismo del abismo en el que me había sumido por no conocerlo ni amarlo. No olvide pues que soy feliz, aunque desgraciadamente -añadió- entonces no lo era.
«Hasta la época de la que acabo de hablarle, había soportado mis penas; éstas habían alterado mi salud, pero yo había conservado mi razón y una especie de dominio sobre mí misma. Pese a ellos, mi sufrimiento, como el gusano que devora una fruta, había comenzado por el corazón y llevaba en mi interior el germen de la destrucción cuando todo estaba aún lleno de vida en mi exterior. La conversación me agradaba; la discusión me animaba; incluso había conservado una especie de alegría de espíritu; pero había perdido la alegría del corazón. Es decir, que hasta la época de la que acabo de hablarle yo había sido más fuerte que mis penas; pero a partir de entonces mis penas serían más fuertes que yo.
Charles me transportó en su brazos hasta la casa; allí me proporcionaron todos los cuidados necesarios y recuperé el conocimiento. Al abrir los ojos vi a la señora de B. junto a mi cama; Charles me sostenía una mano; me habían atendido ellos mismos, y en sus rostros vi una mezcla de ansiedad y de dolor que me llegó hasta el fondo del alma; sentí que la vida volvía a mí y mis lágrimas brotaron. La señora de B. las secó suavemente; ella no decía nada, no me hacía preguntas, pero Charles me colmó de ellas. No sé qué le respondí; di como causa de mi accidente el calor, la longitud del paseo; él me creyó y la amargura penetró en mi corazón al ver que me creía; mis lágrimas se secaron; me dije a mí misma que era fácil engañar a aquéllos cuyo interés estaba lejos; retiré la mano que él me sostenía aún e intenté parecer tranquila. Charles se marchó como de costumbre a las cinco; me sentí ofendida; me habría gustado que se inquietara por mí, ¡estaba sufriendo tanto! Se habría marchado igual, porque yo lo habría forzado a hacerlo, pero me habría dicho a mí misma que él me debía la felicidad de aquella velada y este pensamiento me habría consolado. Me guardaba mucho de mostrar a Charles aquel impulso de mi corazón; los sentimientos delicados tienen una especie de pudor, si no son adivinados, están incompletos: se diría que sólo se les puede experimentar siendo dos.
Tan pronto como Charles se marchó, la fiebre se adueñó de mí con gran virulencia incrementándose los dos días siguientes. La señora de B. me cuidó con su bondad habitual; estaba desesperada por mi estado y por la imposibilidad de transportarme a París donde la boda de Charles le obligaba a acudir al día siguiente. Los médicos dijeron a la señora de B. que respondían por mi vida si me quedaba en Saint-Germain; se decidió a hacerlo así y, al marcharse, me manifestó un afecto tan tierno que, por un momento, calmó mi corazón. Pero después de su marcha, la soledad, completa y real, en la que me encontraba por primera vez en mi vida me sumió en una profunda desesperación. Veía realizarse la situación que mi imaginación había descrito tantas veces: moría lejos de los que amaba y mis tristes gemidos no llegaban siquiera a sus oídos: desgraciadamente ¡habrían enturbiado su felicidad! Yo los veía, abandonándose a toda la embriaguez de la felicidad, lejos de Ourika moribunda. Ourika no tenía nada más que a ellos en la vida pero ellos no tenían necesidad de Ourika ¡nadie tenía necesidad de ella!
Este horrible sentimiento de inutilidad de la existencia es el que desgarra más profundamente el corazón: me produjo tal hastío de la vida que anhelaba sinceramente morir de la enfermedad que me afectaba. No hablaba, apenas daba muestras de conocimiento, y éste era el único pensamiento claro en mí: «Quisiera morirme».
En otros momentos estaba más agitada; recordaba cada una de las palabras de la última conversación que mantuve con Charles en el bosque; lo veía nadando en el mar de delicias que me había descrito, mientras yo moría abandonada, sola en la muerte como en la vida. Esta idea me producía una irritación más amarga aún que el dolor. Y me inventaba fantasías para satisfacer ese nuevo sentimiento; me imaginaba a Charles llegando a Saint-Germain; alguien le decía «Está muerta». Pues bien, ¿puede usted creerlo? Yo gozaba con su dolor; éste me vengaba, pero ¿de qué Dios santo? ¿de que había sido el ángel protector de mi vida? Este horrible sentimiento pronto me produjo repugnancia, y comprendí que si bien el dolor no era pecado, entregarse a él como yo lo hacía podía llegar a ser criminal.
Mis ideas tomaron entonces otro rumbo; intenté luchar conmigo misma, encontrar en mi interior fuerza para combatir los sentimientos que me agitaban; pero aquella fuerza no la buscaba en el lugar adecuado. Me avergoncé de mi ingratitud. «Moriré -me decía- deseo morir, pero no quiero que las pasiones ociosas se acerquen a mi corazón. Ourika es un ser desheredado, pero sigue siendo inocente: no permitiré que la inocencia se marchite en mí por culpa de la ingratitud. Pasaré por la tierra como una sombra, pero en la tumba estaré en paz. ¡Oh, Dios mío! Ellos son ya muy felices, pues bien, dales además la parte de felicidad que le corresponde a Ourika y déjame morir como una hoja caída en otoño. ¿No he sufrido aún bastante?
No superé la enfermedad que había puesto en peligro mi vida sino para caer en un estado de languidez en el que había mucho de resquemor. La señora de B. se instaló en Saint-Germain tras la boda de Charles; éste venía con frecuencia, siempre acompañado de Anaïs, nunca sin ella. Yo sufría mucho más cuando ellos se encontraban allí. No sé si la imagen de su felicidad me hacía más patente mi propio infortunio, o si la presencia de Charles despertaba el recuerdo de nuestra antigua amistad; en ocasiones yo buscaba encontrarme con él y ya no lo reconocía. Sin embargo, me decía más o menos lo que en otros tiempos, pero su amistad actual se parecía a nuestra amistad del pasado como la flor artificial se asemeja a la flor verdadera: son la misma cosa, salvo en la vida y en el aroma.
Charles atribuía mi cambio de carácter al deterioro de mi salud; creo que la señora de B. juzgaba mejor el triste estado de mi alma, adivinaba mejor mis tormentos secretos y estaba muy afligida por ellos: pero el tiempo en el que yo consolaba a los demás había pasado, ya no sentía piedad sino de mí misma.
Anaïs se quedó embarazada, y regresamos a París: mi tristeza aumentaba cada día. Aquella felicidad interior tan apacible, aquellos lazos de familia tan tiernos, aquel amor inocente siempre tan dulce y tan apasionado ¡qué espectáculo para una desgraciada destinada a pasar toda su vida en soledad! ¡a morir sin ser amada, sin haber conocido más lazos que los de la dependencia y la piedad! Los días, los meses fueron transcurriendo así; yo no participaba en ninguna conversación, había abandonado todas mis cualidades; si soportaba algunas lecturas eran aquellas en las que creía encontrar la pintura imperfecta de las penas que me devoraban. Hice de ellas un nuevo veneno, me embriagaba con mis propias lágrimas y, sola en mi habitación, me entregaba a mi dolor durante horas enteras.
El nacimiento de un hijo fue el colmo de la felicidad de Charles; acudió corriendo para comunicármelo y en los entusiasmos de su alegría reconocí algunos de los acentos de su antigua confianza. ¡Cuánto daño me hicieron! Desgraciadamente, era la voz del amigo que yo ya no tenía, y al escuchar aquella voz todos los recuerdos del pasado acudían de nuevo a hurgar en mi herida.
El niño de Charles era hermoso como Anaïs; el cuadro de aquella joven madre con su hijo emocionaba a todos pero, por un destino cruel, yo sola estaba condenada a contemplarlo con amargura; mi corazón devoraba aquella imagen de la felicidad que no conocería jamás y la envidia, como un buitre, se nutría de mi interior. ¿Qué había hecho yo a quienes creyeron salvarme al conducirme a esta tierra de exilio? ¿Por qué no me dejaron seguir mi destino? Ahora sería la esclava negra de algún rico colono; quemada por el sol cultivaría la tierra de otro, pero tendría una humilde cabaña donde poder retirarme cada noche, tendría un compañero e hijos de mi mismo color que me llamarían «¡Madre!», que apoyarían sin repugnancia su boquita sobre mi frente, reposarían su cabeza sobre mi cuello y se dormirían en mis brazos. ¿Qué he hecho para ser condenada a no sentir jamás los afectos para los que mi corazón había sido creado? ¡Oh, Dios mío! Arráncame de este mundo; siento que no puedo soportar más la vida.
De rodillas en mi habitación, estaba dirigiendo al Creador esta oración impía cuando oí abrir la puerta: era la amiga de la señora de B., la marquesa de X., que había regresado recientemente de Inglaterra, donde había pasado varios años. La vi acercarse a mí con horror; su presencia me recordó que ella había sido la primera en revelarme mi destino, la que había abierto esta mina de sufrimiento de la que tantos había extraído. Desde que ella había vuelto a París, no la veía sino con un sentimiento desagradable.
-Vengo a verla y a charlar con usted, mi querida Ourika -dijo-. Usted sabe cuánto la quiero desde su infancia, y no puedo contemplar sin verdadero dolor, la melancolía en la que se encuentra sumida. ¿Es posible, con la inteligencia que usted tiene, que no sea capaz de sacar mejor partido de su situación?
-La inteligencia, señora -le contesté- no sirve sino para aumentar las penas verdaderas; ¡permite verlas desde tantos prismas diferentes!
-Pero -prosiguió- cuando las penas no tienen remedio, ¿no es una locura negarse a someterse a ellas, y luchar así contra la necesidad?, pues, en fin, nosotros no somos los más fuertes.
-Es cierto -dije-; pero, al parecer, en este caso la necesidad es un mal añadido.
-Convendrá, no obstante, Ourika, que la razón aconseja en esos casos resignarse y distraerse.
-Sí, señora; pero para distraerse se necesita encontrar una esperanza en otro lugar.
-Al menos, podría buscar nuevas aficiones y ocupaciones para llenar el tiempo.
-¡Ah! señora, las aficiones buscadas son un esfuerzo, no un placer.
-Pero -siguió diciendo- usted tiene muchas cualidades.
-Para que las cualidades sean un recurso, señora -le contesté- hay que proponerse un objetivo, de lo contrario, mis habilidades serían como la flor del poeta inglés que perdía su perfume en el desierto.
-Se olvida de sus amigos que disfrutarían con ellas...
-Yo no tengo amigos, señora; tengo protectores, que es algo muy diferente.
-Ourika -dijo- usted se hace infeliz, e inútilmente.
-Todo es inútil en mi vida, señora, incluso mi sufrimiento.
-¿Cómo puede pronunciar palabras tan amargas, usted, Ourika, que tan servicial se mostró cuando se quedó sola con la señora de B. durante el Terror?
-Desgraciadamente, señora, soy como los genios malhechores que sólo tengo poderes en tiempos de calamidad y a quienes la felicidad ahuyenta.
-Confíeme su secreto, mi querida Ourika; ábrame su corazón; nadie tiene más interés por usted que yo y tal vez pueda hacerle bien.
-Yo no tengo ningún secreto, señora -le contesté- mi único sufrimiento son mi posición y mi color, usted lo sabe.
-¡Venga, pues! -prosiguió- ¿puede usted negar que guarda un gran dolor en el fondo de su alma? Basta verla un solo instante para estar seguro de ellos.
Continué repitiéndole lo que ya le había dicho; se impacientó, levantó la voz y vi que la tormenta iba a desencadenarse.
-¿Es esa su buena fe? -dijo- ¿la sinceridad por la que tanto la alaban? Ourika, tenga cuidado, la reserva conduce a veces a la falsedad.
-Y ¿qué podría yo confiar, señora -le dije- sobre todo a usted que desde hace tanto tiempo previó la desgracia de mi situación? A usted, menos que a nadie, tengo nada nuevo que contarle sobre esta cuestión.
-No me persuadirá jamás de eso, -replicó-, pero puesto que me niega usted su confianza y que afirma no tener ningún secreto, ¡pues bien, Ourika! yo me encargaré de decirle que sí tiene uno. Sí, Ourika, todas sus penas, todos sus sufrimientos no provienen sino de una pasión desgraciada, de una pasión insensata; y si no estuviera profundamente enamorada de Charles, aceptaría sin problemas el hecho de ser negra. Adiós, Ourika, me voy de aquí, se lo confieso, con mucho menos interés por usted del que traía cuando llegué.
Al terminar estas palabras se marchó. Yo permanecí anonadada. ¿qué acababa de revelarme? ¿Qué horrorosa luz había arrojado sobre el abismo de mis sufrimientos? ¡Dios santo! Era como la luz que penetró una vez al fondo de los infiernos e hizo añorar las tinieblas a sus desdichados habitantes. ¿Qué? ¿Yo sentía una pasión criminal? ¿Era ella la que devoraba mi corazón? ¿El deseo de ocupar mi espacio en la cadena de los seres, el anhelo de los afectos de la naturaleza, el dolor por la soledad eran fruto de un amor culpable? Y cuando yo creía envidiar la imagen de la felicidad, ¿era la felicidad misma la que era objeto de mis anhelos impíos? Pero ¿qué he hecho para que me consideren presa de esta pasión sin esperanza? ¿es imposible amar más que a tu propia vida, inocentemente? A la madre que se arrojó a las fauces del león para salvar a su hijo, ¿qué sentimiento la movía? A los hermanos, a las hermanas que quisieron morir juntos en el cadalso y que oraban a Dios antes de subir al mismo ¿les unía un amor culpable? La humanidad misma ¿no produce a diario abnegaciones sublimes? ¿Por qué no podré pues amar así a Charles, el amigo de mi infancia, el protector de mi juventud?... Y, sin embargo, no sé qué voz grita en el fondo de mí misma diciendo que tienen razón y que soy culpable ¡Dios mío! ¿También he de darle entrada en mi corazón desolado a los remordimientos? ¿Qué? ¿A partir de ahora mis lágrimas serán culpables? ¿Me estará prohibido pensar en él? ¿No me atreveré a sufrir?
Estos horribles pensamientos me sumieron en un sopor semejante a la muerte. Aquella misma noche, la fiebre se adueñó de mí y, en menos de tres días, se temió por mi vida; el médico aseguró que, si querían que recibiera los últimos sacramentos, no había tiempo que perder. Mandaron a buscar a mi confesor, pero había fallecido pocos días antes. Entonces la señora de B. solicitó un sacerdote de la parroquia, que vino y me administró la Extremaunción, pues no estaba en estado de recibir el Viático; no tenía conocimiento y mi muerte podía ocurrir en cualquier momento.
Fue entonces cuando Dios se apiadó sin duda de mí; comenzó por conservarme la vida; contra todo pronóstico, mis fuerzas se mantuvieron. Luché en esa situación unos quince días; luego recuperé el conocimiento. La señora de B. no se separaba de mí y Charles parecía haber recuperado su antiguo afecto por mí. El sacerdote seguía visitándome a diario, pues quería aprovechar el primer momento posible para confesarme; yo también lo deseaba; no sé qué impulso me lanzaba hacia Dios y me infundía la necesidad de arrojarme en sus brazos y buscar en ellos la paz. El sacerdote recibió la confesión de mis faltas; no se asustó del estado de mi alma pues, como viejo marinero, conocía todas las tempestades. Empezó por tranquilizarme respecto a la pasión de que se me acusaba:
-Su corazón es puro -me dijo-; es a usted sola a quien se ha hecho daño, pero no por eso es menos culpable. Dios le pedirá cuentas de su propia felicidad, que Él le había confiado, ¿qué ha hecho con ella? Esa felicidad estaba en sus manos pues reside en la realización de nuestros deberes, ¿los ha cumplido usted? Dios es el fin de todo hombre ¿cuál ha sido el de usted? Pero no se desanime, ruegue a Dios, Ourika. Él está ahí y le tiende los brazos; para Él no existen ni blancos ni negros, todos los corazones son iguales a sus ojos y el suyo merece hacerse digno de Él.
Así era como aquel hombre venerable animaba a la pobre Ourika. Aquellas sencillas palabras llevaban a mi alma no sé qué paz que yo no había conocido nunca; las meditaba sin cesar, y como de una mina fecunda, sacaba siempre de ellas alguna reflexión. Comprendí que, efectivamente, yo no había conocido mis deberes: Dios les ha prescrito deberes a las personas solas como a las que están en el mundo; si las ha privado de lazos de sangre, les ha dado por familia a toda la humanidad. Una hermana de la caridad -me decía a mí misma- no está sola en la vida aunque haya renunciado a todo; se ha constituido una familia de elección; es la madre de todos los huérfanos, la hija de todos los pobres ancianos, la hermana de todos los desvalidos. Los hombres de mundo ¿no han buscado con frecuencia una soledad voluntaria? Querían estar a solas con Dios; renunciaban a todos los placeres para adorar, en soledad, la pura fuente de todo bien, de toda felicidad; en el secreto de su espíritu, trabajaban por hacer que su alma fuera digna de presentarse ante el Señor. Es por Ti, Dios mío, por lo que resulta dulce embellecer el corazón, adornarlo como en día de fiesta, con todas las virtudes que te resultan gratas.
Pero ¿qué había hecho yo? Juguete insensato de los impulsos involuntarios de mi alma, yo había corrido detrás de los goces de la vida, y me había olvidado de la verdadera felicidad. Pero no era demasiado tarde; al arrojarme sobre esta tierra extraña, tal vez Dios quiso predestinarme para Él; me arrancó de la barbarie y de la ignorancia; por un milagro de su bondad me salvó de los vicios de la esclavitud; me enseñó su camino: ¡lo seguiré, Dios mío! Ya no utilizaré tus favores para ofenderte, no te acusaré más de mis faltas.
La nueva luz a la que contemplaba mi posición hizo que la paz penetrara en mi corazón. Me sorprendía de la paz que sucedía a tantas tormentas: le había abierto una salida al torrente que arrasaba las orillas y ahora aquél conducía sus aguas apaciguadas hacia un mar tranquilo.
Decidí hacerme religiosa. Le hablé de ello a la señora de B.; se afligió, pero me dijo:
-Deseando hacerle bien le he causado tan gran daño, que no me siento con derecho a oponerme a su decisión.
Charles se opuso con más fuerza; me rogó, me pidió que me quedara, yo le contesté:
-Déjeme marchar, Charles, al único lugar en el que me esté permitido pensar en usted sin cesar...»
En este punto, la joven religiosa interrumpió bruscamente su relato. Continué ofreciéndole mis cuidados que, desgraciadamente, fueron inútiles: murió a finales de octubre, cayó con las últimas hojas de otoño".
Claire de Duras
sábado, 31 de enero de 2015
"El Diablo y el Relojero"
"Viva en la parroquia de San Bennet Funk, cerca del Mercado Real, una honesta y pobre viuda quien, después de morir su marido, tomó huéspedes en su casa. Es decir, dejó libres algunas de sus habitaciones para aliviar su renta. Entre otros, cedió su buhardilla a un artesano que hacía engranajes para relojes y que trabajaba para aquellos comerciantes que vendían dichos instrumentos, según es costumbre en esta actividad.
Sucedió que un hombre y una mujer fueron a hablar con este fabricante de engranajes por algún asunto relacionado con su trabajo. Y cuando estaban cerca de los últimos escalones, por la puerta completamente abierta del altillo donde trabajaba, vieron que el hombre (relojero o artesano de engranajes) se había colgado de una viga que sobresalía más baja que el techo o cielorraso. Atónita por lo que veía, la mujer se detuvo y gritó al hombre, que estaba detrás de ella en la escalera, que corriera arriba y bajara al pobre desdichado.
En ese mismo momento, desde otra parte de la habitación, que no podía verse desde las escaleras, corrió velozmente otro hombre que llevaba un escabel en sus manos. Éste, con cara de estar en un grandísimo apuro, lo colocó debajo del desventurado que estaba colgado y, subiéndose rápidamente, sacó un cuchillo del bolsillo y sosteniendo el cuerpo del ahorcado con una mano, hizo señas con la cabeza a la mujer y al hombre que venía detrás, como queriendo detenerlos para que no entraran; al mismo tiempo mostraba el cuchillo en la otra, como si estuviera por cortar la soga para soltarlo.
Ante esto la mujer se detuvo un momento, pero el hombre que estaba parado en el banquillo continuaba con la mano y el cuchillo tocando el nudo, pero no lo cortaba. Por esta razón la mujer gritó de nuevo a su acompañante y le dijo:
-¡Sube y ayuda al hombre!
Suponía que algo impedía su acción.
Pero el que estaba subido al banquillo nuevamente les hizo señas de que se quedaran quietos y no entraran, como diciendo: «Lo haré inmediatamente».
Entonces dio dos golpes con el cuchillo, como si cortara la cuerda, y después se detuvo nuevamente. El desconocido seguía colgado y muriéndose en consecuencia. Ante la repetición del hecho, la mujer de la escalera le gritó:
-¿Que pasa? ¿Por qué no bajas al pobre hombre?
Y el acompañante que la seguía, habiéndosele acabado la paciencia, la empujó y le dijo:
-Déjame pasar. Te aseguro que yo lo haré -y con estas palabras llegó arriba y a la habitación donde estaban los extraños.
Pero cuando llegó allí ¡cielos! el pobre relojero estaba colgado, pero no el hombre con el cuchillo, ni el banquito, ni ninguna otra cosa o ser que pudiera ser vista a oída. Todo había sido un engaño, urdido por criaturas espectrales enviadas sin duda para dejar que el pobre desventurado se ahorcara y expirara.
El visitante estaba tan aterrorizado y sorprendido que, a pesar de todo el coraje que antes había demostrado, cayó redondo en el suelo como muerto. Y la mujer, al fin, para bajar al hombre, tuvo que cortar la soga con unas tijeras, lo cual le dio gran trabajo.
Como no me cabe duda de la verdad de esta historia que me fue contada por personas de cuya honestidad me fío, creo que no me dará trabajo convencerlos de quién debía de ser el hombre del banquito: fue el Diablo, que se situó allí con el objeto de terminar el asesinato del hombre a quien, según su costumbre, había tentado antes y convencido para que fuera su propio verdugo. Además, este crimen corresponde tan bien con la naturaleza del Demonio y sus ocupaciones, que yo no lo puedo cuestionar. Ni puedo creer que estemos equivocados al cargar al Diablo con tal acción.
Nota: No puedo tener certeza sobre el final de la historia; es decir, si bajaron al relojero lo suficientemente rápido como para recobrarse o si el Diablo ejecutó sus propósitos y mantuvo aparte al hombre y a la mujer hasta que fue demasiado tarde. Pero sea lo que fuera, es seguro que él se esforzó demoníacamente y permaneció hasta que fue obligado a marcharse".
Daniel Defoe
Sucedió que un hombre y una mujer fueron a hablar con este fabricante de engranajes por algún asunto relacionado con su trabajo. Y cuando estaban cerca de los últimos escalones, por la puerta completamente abierta del altillo donde trabajaba, vieron que el hombre (relojero o artesano de engranajes) se había colgado de una viga que sobresalía más baja que el techo o cielorraso. Atónita por lo que veía, la mujer se detuvo y gritó al hombre, que estaba detrás de ella en la escalera, que corriera arriba y bajara al pobre desdichado.
En ese mismo momento, desde otra parte de la habitación, que no podía verse desde las escaleras, corrió velozmente otro hombre que llevaba un escabel en sus manos. Éste, con cara de estar en un grandísimo apuro, lo colocó debajo del desventurado que estaba colgado y, subiéndose rápidamente, sacó un cuchillo del bolsillo y sosteniendo el cuerpo del ahorcado con una mano, hizo señas con la cabeza a la mujer y al hombre que venía detrás, como queriendo detenerlos para que no entraran; al mismo tiempo mostraba el cuchillo en la otra, como si estuviera por cortar la soga para soltarlo.
Ante esto la mujer se detuvo un momento, pero el hombre que estaba parado en el banquillo continuaba con la mano y el cuchillo tocando el nudo, pero no lo cortaba. Por esta razón la mujer gritó de nuevo a su acompañante y le dijo:
-¡Sube y ayuda al hombre!
Suponía que algo impedía su acción.
Pero el que estaba subido al banquillo nuevamente les hizo señas de que se quedaran quietos y no entraran, como diciendo: «Lo haré inmediatamente».
Entonces dio dos golpes con el cuchillo, como si cortara la cuerda, y después se detuvo nuevamente. El desconocido seguía colgado y muriéndose en consecuencia. Ante la repetición del hecho, la mujer de la escalera le gritó:
-¿Que pasa? ¿Por qué no bajas al pobre hombre?
Y el acompañante que la seguía, habiéndosele acabado la paciencia, la empujó y le dijo:
-Déjame pasar. Te aseguro que yo lo haré -y con estas palabras llegó arriba y a la habitación donde estaban los extraños.
Pero cuando llegó allí ¡cielos! el pobre relojero estaba colgado, pero no el hombre con el cuchillo, ni el banquito, ni ninguna otra cosa o ser que pudiera ser vista a oída. Todo había sido un engaño, urdido por criaturas espectrales enviadas sin duda para dejar que el pobre desventurado se ahorcara y expirara.
El visitante estaba tan aterrorizado y sorprendido que, a pesar de todo el coraje que antes había demostrado, cayó redondo en el suelo como muerto. Y la mujer, al fin, para bajar al hombre, tuvo que cortar la soga con unas tijeras, lo cual le dio gran trabajo.
Como no me cabe duda de la verdad de esta historia que me fue contada por personas de cuya honestidad me fío, creo que no me dará trabajo convencerlos de quién debía de ser el hombre del banquito: fue el Diablo, que se situó allí con el objeto de terminar el asesinato del hombre a quien, según su costumbre, había tentado antes y convencido para que fuera su propio verdugo. Además, este crimen corresponde tan bien con la naturaleza del Demonio y sus ocupaciones, que yo no lo puedo cuestionar. Ni puedo creer que estemos equivocados al cargar al Diablo con tal acción.
Nota: No puedo tener certeza sobre el final de la historia; es decir, si bajaron al relojero lo suficientemente rápido como para recobrarse o si el Diablo ejecutó sus propósitos y mantuvo aparte al hombre y a la mujer hasta que fue demasiado tarde. Pero sea lo que fuera, es seguro que él se esforzó demoníacamente y permaneció hasta que fue obligado a marcharse".
Daniel Defoe
viernes, 30 de enero de 2015
"El Rey del Trébol"
"La verdad -observé dejando el Daily Newsmonger a un lado- tiene más fuerza que la ficción.
La observación no era original, pero pareció gustar a mi amigo, que, ladeando la cabeza de nuevo, se quitó una mota imaginaria de polvo de los bien planchados pantalones y observó:
-¡Qué idea tan profunda! ¡Mi amigo Hastings es un pensador!
Sin enojarme por la evidente ironía, di un golpecito sobre el periódico que acababa de soltar de la mano.
-¿Lo ha leído ya? -pregunté.
-Sí. Y después de leerlo lo he vuelto a doblar simétricamente. No lo he tirado al suelo como acaba usted de hacer, con una lamentable falta de orden y de método.
(Esto es lo peor de Poirot. El Orden y el Método son sus dioses. Y les atribuye todos sus éxitos.)
-¿Entonces ha leído la nota del asesinato de Henry Reedbum, el empresario? Él ha originado mi reciente observación. Porque es cierto que no solo la verdad es más fuerte que la ficción, sino, asimismo, mucho más dramática. Vea por ejemplo esa sólida familia de clase media, los Ogiander. El padre, la madre, el hijo, la hija son típicos, como tantos cientos de familias de este país. Los hombres van al centro de la ciudad todos los días; las mujeres se ocupan de la casa. Sus vidas son pacíficas, monótonas incluso. Anoche estuvieron sentados en el salón de su casa de Daisymead, en Streatham, jugando al bridge. De improviso, se abre una puerta de cristales y entra en la habitación una mujer tambaleándose. Lleva manchado de sangre el vestido de seda gris. Antes de caer desmayada al suelo dice una sola palabra: «asesinado». La familia la reconoce al punto. Es Valerie Sinclair, famosa bailarina, de quien habla todo Londres.
-¿Habla usted por sí mismo o está refiriendo lo que dice el Daily Newmonger? -interrogó Poirot con ánimo de puntualizar.
-El periódico entró a último momento en prensa y se contentó con narrar hechos escuetos. A mí me han impresionado enseguida las posibilidades dramáticas del suceso.
Poirot aprobó pensativo mis palabras.
-Dondequiera que exista la naturaleza humana existe el drama. Solo que no siempre es como uno se lo imagina. Recuérdelo. Sin embargo, me interesa ese caso porque es posible que me vea relacionado con él.
-¿De verdad?
-Sí. Esta mañana me llamó por teléfono un caballero para solicitar una entrevista en nombre del príncipe Paúl de Mauritania.
-Pero ¿qué tiene eso que ver con lo ocurrido?
-Usted no lee todos nuestros periódicos. Me refiero a esos que relatan acontecimientos escandalosos y que comienzan por: «Nos cuenta un ratoncito...» o «A un pajarito le gustaría saber...». Vea esto.
Yo seguí el párrafo que me señalaba con el grueso índice.
-...desearíamos saber si el príncipe extranjero y la famosa bailarina poseen en realidad afinidades y, ¡si a la dama le gustaba la nueva sortija de diamantes!
-Bueno, continúe su historia. Quedamos en que mademoiselle Sinclair se desmayó en Daisymead sobre la alfombra del salón, ¿lo recuerda?
Yo me encogí de hombros.
-Como resultado de sus palabras, los dos Ogiander salieron; uno en busca de un médico que asistiera a la dama, que sufría una terrible conmoción nerviosa, y el otro a la jefatura de policía, desde donde, tras contar lo ocurrido, los acompañó a Mon Désir, la magnífica villa del señor Reedburn, que se halla a corta distancia de Daisymead. Allí encontraron al gran hombre, que, dicho sea de paso, goza de mala fama, tendido en la mitad de la biblioteca con la cabeza abierta.
-Yo he criticado su estilo -dijo Poirot con afecto-. Perdóneme, se lo ruego. ¡Oh, aquí tenemos al príncipe!
Nos anunciaron al distinguido visitante con el nombre de conde Feodor. Era un joven alto, extraño, de barbilla débil, con la famosa boca de los Mauranberg y los ojos ardientes y oscuros de un fanático.
-¿Monsieur Poirot?
Mí amigo se inclinó.
-Monsieur, me encuentro en un apuro tan grande que no puede expresarse con palabras...
Poirot hizo un ademán de inteligencia.
-Comprendo su ansiedad. Mademoiselle Sinclair es una amiga querida, ¿no es cierto?
El príncipe repuso sencillamente:
-Confío en que será mi mujer.
Poirot se incorporó con los ojos muy abiertos.
El príncipe continuó:
-No seré yo el primero de la familia que contraiga matrimonio morganático. Mi hermano Alejandro ha desafiado también las iras del emperador. Hoy vivimos en otros tiempos, más adelantados, libres de prejuicios de casta. Además, mademoiselle Sinclair es igual a mí, posee rango. Supongo que conocerá su historia, o por lo menos una parte de ella.
-Corren por ahí, en efecto, muchas románticas versiones de su origen. Dicen unos que es hija de una irlandesa gitana; otros, que su madre es una aristócrata, una archiduquesa rusa.
-La primera versión es una tontería, desde luego -repuso el príncipe-. Pero la segunda es verdadera. Aunque está obligada a guardar el secreto, Valerie me ha dado a entender eso. Además, lo demuestra, sin darse cuenta, y yo creo en la ley de herencia, monsieur Poirot.
-También yo creo en ella -repuso Poirot, pensativo-. Yo, moi qui vous parle, he presenciado cosas muy raras... Pero vamos a lo que importa, monsieur le prince. ¿Qué quiere de mí? ¿Qué es lo que teme? Puedo hablar con franqueza, ¿verdad? ¿Se hallaba relacionada mademoiselle de algún modo con ese crimen? Porque conocía al señor Reedburn, naturalmente...
-Sí. Él confesaba su amor por ella.
-¿Y ella?
-Ella no tenía nada que decirle.
Poirot le dirigió una mirada penetrante.
-Pero, ¿le temía? ¿Tenía motivos?
El joven titubeó.
-Le diré... ¿Conoce a Zara, la vidente?
-No.
-Es maravillosa. Consúltela cuando tenga tiempo. Valerie y yo fuimos a verla la semana pasada. Y nos echó las cartas. Habló a Valerie de unas nubes que asomaban en el horizonte y le predijo males inminentes; luego volvió la última carta. Era el rey de trébol. Dijo a Valerie: «Tenga mucho cuidado. Existe un hombre que la tiene en su poder. Usted le teme, se expone a un gran peligro. ¿Sabe de quién le hablo?». Valerie estaba blanca hasta los labios. Hizo un gesto afirmativo y contestó: «Sí, sí, lo sé». Las últimas palabras de Zara a Valerie fueron: «Cuidado con el rey de trébol. ¡Le amenaza un peligro!». Entonces la interrogué. Me aseguró que todo iba bien y no quiso confiarme nada. Pero ahora, después de lo ocurrido la noche pasada, estoy seguro de que Valerie vio a Reedburn en el rey de trébol y de que él era el hombre a quien temía.
El príncipe guardó brusco silencio.
-Ahora comprenderá mi agitación cuando abrí el periódico esta mañana. Suponiendo que en un ataque de locura, Valerie... pero no, ¡es imposible...!, ¡no puedo concebirlo, ni en sueños!
Poirot se levantó del sillón y dio unas palmaditas afectuosas en el hombro del joven.
-No se aflija, se lo ruego. Déjelo todo en mis manos.
-¿Irá a Streatham? Sé que está en Daisymead, postrada por la conmoción sufrida.
-Iré en seguida.
-Ya lo he arreglado todo por medio de la embajada. Tendrá usted acceso a todas partes.
-Marchemos entonces. Hastings, ¿quiere acompañarme? Au revoir, monsieur le prince.
Mon Désir era una preciosa villa moderna y cómoda. Una calzada para coches conducía a ella y detrás de la casa tenía un terreno de varias hectáreas de magníficos jardines.
En cuanto mencionamos al príncipe Paúl, el mayordomo que nos abrió la puerta nos llevó al instante al lugar de la tragedia. La biblioteca era una habitación magnífica que ocupaba toda la fachada del edificio con una ventana a cada extremo, de las cuales una daba a la calzada y otra a los jardines. El cadáver yacía junto a esta última. No hacía mucho que se lo habían llevado después de concluir su examen la policía.
-¡Qué lástima! -murmuré al oído de Poirot-. La de pruebas que habrán destruido.
Mi amigo sonrió.
-¡Eh, eh! ¿Cuántas veces habré de decirle que las pruebas vienen de dentro? En las pequeñas células grises del cerebro es donde se halla la solución de cada misterio.
Se volvió al mayordomo y preguntó:
-Supongo que a excepción del levantamiento del cadáver no se habrá tocado la habitación.
-No, señor. Se halla en el mismo estado que cuando llegó la policía anoche.
-Veamos. Veo que esas cortinas pueden correrse y que ocultan el alféizar de la ventana. Lo mismo sucede con las cortinas de la ventana opuesta. ¿Estaban corridas anoche también?
-Sí, señor. Yo verifico la operación todas las noches.
-Entonces, ¿debió descorrerlas el propio Reedburn?
-Así parece, señor.
-¿Sabía usted que esperaba visita?
-No me lo dijo, señor. Pero dio orden de que no se le molestase después de la cena. Ve, señor, por esa puerta se sale de la biblioteca a una terraza lateral. Quizá dio entrada a alguien por ella.
-¿Tenía por costumbre hacerlo así?
El mayordomo tosió discretamente.
-Creo que sí, señor.
Poirot se dirigió a aquella puerta. No estaba cerrada con llave. En vista de ello salió a la terraza que iba a parar a la calzada sita a su derecha; a la izquierda se levantaba una pared de ladrillo rojo.
-Al otro lado está el huerto, señor. Más allá hay otra puerta que conduce a él, pero permanece cerrada desde las seis de la tarde.
Poirot entró en la biblioteca seguido del mayordomo.
-¿Oyó algo de los acontecimientos de anoche? -preguntó Poirot.
-Oímos, señor, voces, una de ellas de mujer, en la biblioteca, poco antes de dar las nueve. Pero no era un hecho extraordinario. Luego, cuando nos retiramos al vestíbulo de servicio que está a la derecha del edificio, ya no oímos nada, naturalmente. Y la policía llegó a las once en punto.
-¿Cuántas voces oyeron?
-No sabría decírselo, señor. Solo reparé en la voz de mujer.
-¡Ah!
-Perdón, señor. Si desea ver al doctor Ryan está aquí todavía.
La idea nos pareció de perlas y poco después se reunió con nosotros el doctor, hombre de edad madura, muy jovial, que proporcionó a Poirot los informes que solicitaba. Se encontró a Reedburn tendido cerca de la ventana con la cabeza apoyada en el asiento de mármol adosado a aquella. Tenía dos heridas: una entre ambos ojos; otra, la fatal, en la nuca.
-¿Yacía de espaldas?
-Sí. Ahí está la prueba.
El doctor nos indicó una pequeña mancha negra en el suelo.
-¿Y no pudo ocasionarle la caída el golpe que recibió en la cabeza?
-Imposible. Porque el arma, sea cualquiera que fuese, penetró en el cráneo.
Poirot miró pensativo el vacío. En el vano de cada ventana había un asiento, esculpido, de mármol, cuyas armas representaban la cabeza de un león. Los ojos de Poirot se iluminaron.
-Suponiendo que cayera de espaldas sobre esta cabeza saliente de león y que de ella resbalase hasta el suelo, ¿podría haberse abierto una herida como la que usted describe?
-Sí, es posible. Pero el ángulo en que yacía nos obliga a considerar esa teoría imposible. Además, hubiera dejado huellas de sangre en el asiento de mármol.
-Sí, contando con que no se hayan borrado.
El doctor se encogió de hombros.
-Es improbable. Sobre todo porque no veo qué ventaja puede aportar convertir un accidente en crimen.
-No, claro está. ¿Qué le parece? ¿Pudo asestar una mujer uno de los dos golpes?
-Oh, no, señor. Supongo que está pensando en mademoiselle Sinclair.
-No pienso en ninguna persona determinada -repuso con acento suave Poirot.
Concentró su atención en la ventaba abierta mientras decía el doctor:
-Mademoiselle Sinclair huyó por allí. Vean cómo se divisa Daisymead por entre los árboles. Naturalmente, que hay muchas otras casas en la carretera, frente a esta, pero Daisymead es la única visible por este lado.
-Gracias por sus informes, doctor -dijo Poirot-. Venga, Hastings. Vamos a seguir los pasos de mademoiselle.
Echó a andar delante de mí y en este orden pasamos por el jardín, dejando atrás la verja de hierro y llegamos, también por la puerta del jardín, a Daisymead, finca poco ostentosa, que poseía media hectárea de terreno. Un pequeño tramo de escalera conducía a la puerta de cristales a la francesa. Poirot me la indicó con el gesto.
-Por ahí entró anoche mademoiselle Sinclair. Nosotros no tenemos ninguna prisa y lo haremos por la puerta principal.
La doncella que nos abrió la puerta nos llevó al salón, donde nos dejó para ir en busca de la señora Ogiander. Era evidente que no se había limpiado la habitación desde el día anterior, porque el hogar estaba todavía lleno de cenizas y la mesa de bridge colocada en el centro con una jota boca arriba y varias manos de naipes puestas aún sobre el tablero. Vimos a nuestro alrededor innumerables objetos de adorno y unos cuantos retratos de familia de una fealdad sorprendente, colgados de las paredes.
Poirot los examinó con más indulgencia que la que mostré yo, enderezando uno o dos que se habían ladeado.
-¡Qué lazo tan fuerte el de la famille! El sentimiento ocupa en ella el lugar de la estética.
Yo asentí a estas palabras sin separar la vista de un grupo fotográfico compuesto de un caballero con patillas, de una señora de moño alto, de un muchacho fornido y de dos muchachas adornadas con una multitud de lazos innecesarios. Suponiendo que era la familia Ogiander de los tiempos pasados la contemplé con interés.
En este momento se abrió la puerta del salón y entró una mujer joven. Llevaba bien peinado el cabello oscuro y vestía un jersey y una falda a cuadros.
Poirot avanzó unos pasos como respuesta a una mirada de interrogación de la recién llegada.
-¿Señora Ogiander? –dijo-. Lamento tener que molestarla... sobre todo después de lo ocurrido. ¡Ha sido espantoso!
-Sí, y nos tiene a todos muy trastornados -confesó la muchacha sin demostrar emoción.
Yo empezaba a creer que los elementos del drama pasaban inadvertidos para la señora Ogiander, que su falta de imaginación era superior a cualquier tragedia, y me confirmó en esta creencia su actitud, cuando continuó diciendo:
-Disculpen el desorden de la habitación. Los sirvientes están muy excitados.
-¿Es aquí donde pasaron ustedes la velada anoche, n 'est-ce pas?
-Sí, jugábamos al bridge después de cenar cuando...
-Perdón. ¿Cuánto hacía que jugaban ustedes?
-Pues... -la señora Ogiander reflexionó- la verdad es que no lo recuerdo. Supongo que comenzamos a las diez.
-¿Dónde estaba usted sentada?
-Frente a la puerta de cristales. Jugaba con mi madre y acababa de echar una carta. De súbito, sin previo aviso, se abrió la puerta y entró la señorita Sinclair tambaleándose en el salón.
-¿La reconoció?
-Me di vaga cuenta de que su rostro me era familiar.
-Sigue aquí, ¿verdad?
-Sí, pero está postrada y no quiere ver a nadie.
-Creo que me recibirá. Dígale que vengo a petición del príncipe Paúl de Mauritania.
Me pareció que el nombre del príncipe alteraba la calma imperturbable de la señora Ogiander. Pero salió sin hacer comentarios del salón y volvió casi en seguida para comunicarnos que mademoiselle nos esperaba en su dormitorio.
La seguimos y por la escalera llegamos a una bonita habitación, bien iluminada, empapelada de color claro. En un diván, junto a la ventana, vimos a una señorita que volvió la cabeza al hacer nuestra entrada. El contraste que ella y la señora Ogiander ofrecían me llamó en seguida la atención, pues si bien en las facciones y en el color del cabello se parecían, ¡qué diferencia tan notable existía entre las dos! La palabra, el gesto de Valerie Sinclair constituían un poema. De ella se desprendía un aura romántica. Vestía una prenda muy casera, una bata de franela encarnada que le llegaba a los pies, pero el encanto de su personalidad le daba un sabor exótico y semejaba una vestidura oriental de encendido color. En cuanto entró Poirot, fijó sus grandes ojos en él.
-¿Vienen de parte de Paúl? -su voz armonizaba con su aspecto, era lánguida y llena.
-Sí, mademoiselle. Estoy aquí para servir a él... y a usted.
-¿Qué es lo que desea saber?
-Todo lo que sucedió anoche, ¡absolutamente todo!
La bailarina sonrió con visible expresión de cansancio.
-¿Supone que voy a mentir? No soy tan estúpida. Veo con claridad que no debo ocultarle nada. Ese hombre, me refiero al que ha muerto, poseía un secreto mío y me amenazaba con él. Por el bien de Paúl traté de llegar a un acuerdo con él. No podía arriesgarme a perder al príncipe. Ahora que ha muerto me siento segura, pero no lo maté.
Poirot meneó la cabeza, sonriendo.
-No es necesario que lo afirme, mademoiselle –dijo-. Cuénteme lo que sucedió la noche pasada.
-Parecía dispuesto a hacer un trato conmigo y le ofrecí dinero. Me citó en su casa a las nueve en punto. Yo conocía ya Mon Désir, había estado en ella. Debía entrar en la biblioteca por la puerta falsa para que no me vieran los criados.
-Perdón, mademoiselle, pero ¿no tuvo miedo de ir allí sola y por la noche?
¿Lo imaginé o Valerie hizo una pausa antes de contestar?
-Sí, es posible. Pero no podía pedir a nadie que me acompañara y estaba desesperada. Reedburn me recibió en la biblioteca. ¡Celebro que haya muerto! ¡Oh, qué hombre! Jugó conmigo como el gato y el ratón. Me puso los nervios en tensión. Yo le rogué, le supliqué de rodillas, le ofrecí todas mis joyas. ¡Todo en vano! Luego me dictó sus condiciones. Ya adivinará las que fueron. Me negué a complacerle. Le dije lo que pensaba de él, rabié, me encolericé. Él sonreía sin perder la calma. Y de pronto, en un momento de silencio, sonó algo en la ventana, tras la cortina corrida. Reedburn lo oyó también. Se acercó a ella y la descorrió rápidamente. Detrás había un hombre escondido, era un vagabundo de feo aspecto. Atacó al señor Reedburn, al que dio primero un golpe... luego otro. Reedburn cayó al suelo. El vagabundo me asió entonces con la mano cubierta de sangre, pero yo me solté, me deslicé al exterior por la ventana y corrí para salvar la vida. En aquel momento distinguí las luces de esta casa y a ella me encaminé. Los visillos estaban descorridos y vi que los habitantes de la casa jugaban al bridge. Entré, tropezando, en el salón. Recuerdo que pude gritar: «asesinado», y luego caí al suelo y ya no vi nada...
-Gracias, mademoiselle. El espectáculo debió constituir un gran choque para su sistema nervioso. ¿Podría describirme al vagabundo? ¿Recuerda lo que llevaba puesto?
-No. Fue todo tan rápido... Pero su rostro está grabado en mi pensamiento y estoy segura de poder conocerlo en cuanto lo vea.
-Una pregunta todavía, mademoiselle. ¿Estaban corridas las cortinas de la otra ventana, de la que mira a la calzada?
En el rostro de la bailarina se pintó por vez primera una expresión de perplejidad. Pero trató de recordar con precisión.
-¿Eh, bien mademoiselle?
-Creo... casi estoy segura... ¡sí, segurísima!, de que no estaban corridas.
-Es curioso, sobre todo estando corridas las primeras. No importa, la cosa tiene poca importancia. ¿Permanecerá todavía aquí mucho tiempo, mademoiselle?
-El doctor cree que mañana podré volver a la ciudad.
Valerie miró a su alrededor. La señora Ogiander había salido.
-Estas gentes son muy amables, pero... no pertenecen a mi esfera. Yo las escandalizo... bien, no simpatizo con la bourgeoisie.
Sus palabras tenían un matiz de amargura.
Poirot repuso:
-Comprendo y confío en que no la habré fatigado con mis preguntas.
-Nada de eso, monsieur. No deseo más sino que Paúl lo sepa todo lo antes posible.
-Entonces, ¡muy buenos días, mademoiselle!
Antes de salir Poirot de la habitación se paró y preguntó señalando un par de zapatos de piel.
-¿Son suyos, mademoiselle?
-Sí. Ya están limpios. Me los acaban de traer.
-¡Ah! -exclamó Poirot mientras bajábamos la escalera-. Los criados estaban muy excitados, pero por lo visto no lo están para limpiar un par de zapatos. Bien, mon ami, el caso me pareció interesante, de momento, pero se me figura que se está concluyendo.
-Pero ¿y el asesino?
-¿Cree que Hércules Poirot se dedica a la caza de vagabundos? -replicó con acento grandilocuente el detective.
Al llegar al vestíbulo nos tropezamos con la señora Ogiander que salía a nuestro encuentro.
-Háganme el favor de esperar en el salón. Mamá quiere hablar con ustedes -nos dijo.
La habitación seguía sin arreglar y Poirot tomó la baraja y comenzó a barajar los naipes al azar con sus manos pequeñas y bien cuidadas.
-¿Sabe lo que pienso, amigo mío?
-¡No! -repuse ansiosamente.
-Pues que la señora Ogiander hizo mal en no echar un triunfo. Debió poner sobre la mesa el tres de picas.
-¡Poirot! Es usted el colmo.
-¡Mon Dieu! No voy a estar siempre hablando de rayos y de sangre.
De repente olfateó el aire y dijo:
-Hastings, Hastings, mire. Falta el rey de trébol de la baraja.
-¡Zara! -exclamé.
-¿Cómo?
-De momento Poirot no comprendió mi alusión. Maquinalmente guardó las barajas, ordenadas, en sus cajas. Su rostro asumía una expresión grave.
-Hastings -dijo por fin-. Yo, Hércules Poirot, he estado a punto de cometer un error, un gran error.
Lo miré impresionado, pero sin comprender. Lo interrumpió la entrada en el salón de una hermosa señora de alguna edad que llevaba un libro de cuentas en la mano. Poirot le dedicó un galante saludo. La dama le preguntó:
-Según tengo entendido, es usted amigo de... la señorita Sinclair.
-Precisamente su amigo, no, señora. He venido de parte de un amigo.
-Ah, comprendo. Me pareció que...
Poirot señaló bruscamente la ventana y dijo, interrumpiéndola:
-¿Anoche tenían ustedes corridos los visillos?
-No, y supongo que por eso vio luz la señorita Sinclair y se orientó.
-Anoche estaba la luna llena. ¿Vio usted a la señorita Sinclair, sentada como estaba delante de la ventana?
-No, porque me abstraía el juego. Además porque, naturalmente, nunca nos ha sucedido nada parecido a esto.
-Lo creo, madame. Mademoiselle Sinclair proyecta marcharse mañana.
-¡Oh! -el rostro de la dama se iluminó.
-Le deseo muy buenos días, madame.
Una criada limpiaba la escalera cuando salimos por la puerta principal de la casa. Poirot dijo:
-¿Fue usted la que limpió los zapatos de la señora forastera?
La doncella meneó la cabeza.
-No, señor. No creo tampoco que haya que limpiarlos.
-¿Quién los limpió entonces? -pregunté a Poirot mientras bajábamos por la calzada.
-Nadie. No estaban sucios.
-Concedo que por bajar por el camino o por un sendero, en una noche de luna, no se ensucien, pero después de aplastar con ellos la hierba del jardín se manchan y ensucian.
-Sí, estoy de acuerdo -repuso Poirot con una sonrisa singular.
-Entonces...
-Tenga paciencia, amigo mío. Vamos a volver a Mon Désir.
El mayordomo nos vio llegar con visible sorpresa, pero no se opuso a que volviéramos a entrar en la biblioteca.
-Oiga, Poirot, se equivoca de ventana -exclamé al ver que se aproximaba a la que daba sobre la calzada de coches.
-Me parece que no. Vea -repuso indicándome la cabeza marmórea del león en la que vi una mancha oscura.
Poirot levantó un dedo y me mostró otra parecida en el suelo.
-Alguien asestó a Reedburn un golpe, con el puño cerrado, entre los dos ojos. Cayó hacia atrás sobre la protuberante cabeza de mármol y a continuación resbaló hasta el suelo. Luego lo arrastraron hasta la otra ventana y allí lo dejaron, pero no en el mismo ángulo como observó el doctor.
-Pero ¿por qué? No parece que fuera necesario.
-Por el contrario, era esencial. Y también es la clave de la identidad del asesino aunque sepa usted que no tuvo intención de matar a Reedburn y que por ello no podemos tacharlo de criminal. ¡Debe poseer mucha fuerza!
-¿Porque pudo arrastrar a Reedburn por el suelo?
-No. Este es un caso muy interesante. Pero me he portado como un imbécil.
-¿De manera que se ha terminado, que ya sabe usted todo lo sucedido?
-Sí.
-¡No! -exclamé recordando algo de repente-. Todavía hay algo que ignora.
-¿Qué?
-Ignora dónde se halla el rey de trébol.
-¡Bah! Pero qué tontería. ¡Qué tontería, mon ami!
-¿Por qué?
-Porque lo tengo en el bolsillo.
Y, en efecto, Poirot lo sacó y me lo mostró.
-¡Oh! -dije alicaído-. ¿Dónde lo ha encontrado? ¿Acaso aquí?
-No tiene nada de sensacional. Estaba dentro de la caja de la baraja. No la utilizaron.
-¡Hum! De todas maneras sirvió para darle alguna idea, ¿verdad?
-Sí, amigo mío. Y ofrezco mis respetos a Su Majestad.
-Y ¡a madame Zara!
-Ah, sí, también a esa señora.
-Bueno, ¿qué piensa hacer ahora?
-Volver a Londres. Pero antes de ausentarme deseo decirle dos palabras a una persona que vive en Daisymead.
La misma doncella nos abrió la puerta.
-Están en el comedor, señor. Si desea ver a la señorita Sinclair se halla descansando.
-Deseo ver a la señora Ogiander. Haga el favor de llamarla. Es cuestión de un instante.
Nos condujeron al salón y allí esperamos. Al pasar por delante del comedor distinguí a la familia Ogiander, acrecentada ahora por la presencia de dos fornidos caballeros, uno afeitado, otro con barba y bigote.
Poco después entró la señora Ogiander en el salón mirando con aire de interrogación a Poirot, que se inclinó ante ella.
-Madame, en mi país sentimos suma ternura, un gran respeto por la madre. La mere de famille es todo para nosotros -dijo.
La señora Ogiander lo miró con asombro.
-Y esta única razón es la que me trae aquí, en estos momentos, pues deseo disipar su ansiedad. No tema, el asesino del señor Reedburn no será descubierto. Yo, Hércules Poirot, se lo aseguro a usted. ¿Digo bien o es la ansiedad de una esposa la que debo calmar?
Hubo un momento de silencio en el que la señora Ogiander dirigió a Poirot una mirada penetrante. Por fin repuso en voz baja:
-No sé lo que quiere decir pero, sí, dice usted bien sin duda.
Poirot hizo un gesto con el rostro grave.
-Eso es, madame. No se inquiete. La policía inglesa no posee los ojos de Hércules Poirot.
Así diciendo dio un golpecito sobre el retrato de la familia que pendía de la pared e interrogó:
-¿Usted tuvo dos hijas, madame? ¿Ha muerto una de ellas?
Hubo una pausa durante la cual la señora Ogiander volvió a dirigir una mirada profunda a mi amigo. Luego respondió:
-Sí, ha muerto.
-¡Ah! -exclamó Poirot vivamente-. Bien, vamos a volver a la ciudad. Permítame que le devuelva el rey de trébol y que lo coloque en la caja. Constituye su único resbalón. Comprenda que no se puede jugar al bridge, por espacio de una hora, con únicamente cincuenta y una cartas para cuatro personas. Nadie que sepa jugar creerá en su palabra. ¡Bonjour!
Cuando emprendimos el camino de la estación me dijo:
-Y ahora, amigo mío, ¿se da cuenta de lo ocurrido?
-¡En absoluto! –contesté-. ¿Quién mató a Reedburn?
-John Ogiander, hijo. Yo no estaba seguro de si había sido él o su padre, pero me pareció que debía ser el hijo el culpable por ser el más joven y el más fuerte de los dos. Asimismo tuvo que ser culpable uno de ellos a causa de las ventanas.
-¿Por qué?
-Mire, la biblioteca tiene cuatro salidas: dos puertas, dos ventanas; y de estas eligió una sola. La tragedia se desarrolló delante de una ventana que lo mismo que las dos puertas da, directa o indirectamente, a la parte de delante de la casa. Pero se simuló que se había desarrollado ante la ventana que cae sobre la puerta de atrás para que pareciera pura casualidad que Valerie eligiera Daisymead como refugio. En realidad, lo que sucedió fue que se desmayó y que John se la echó sobre los hombros. Por eso dije y ahora afirmo que posee mucha fuerza.
-¿De modo que los hermanos se dirigieron juntos a Mon Désir?
-Sí. Recordará la vacilación de Valerie cuando le pregunté si no tuvo miedo de ir sola a casa de Reedburn. John Ogiander la acompañó, suscitando la cólera de Reedburn, si no me engaño. El tercero disputó y probablemente un insulto dirigido por el dueño de la casa a Valerie motivó que Ogiander le pegase un puñetazo. Ya conoce el resto.
-Pero ¿por qué motivo le llamó la atención la partida de bridge?
-Porque para jugar a él se requieren cuatro jugadores y únicamente tres personas ocuparon, durante la velada, el salón.
Yo seguía perplejo.
-Pero ¿qué tienen que ver los Ogiander con la bailarina Sinclair?- pregunté-. No acabo de comprenderlo.
-Amigo, me maravilla que no se haya dado cuenta, a pesar de que miró con más atención que yo la fotografía de la familia que adorna la pared del salón. No dudo de que para dicha familia haya muerto la hija segunda de la señora Ogiander, pero el mundo la conoce ¡con el nombre de Valerie Sinclair!
-¿Qué?
-¿De veras no se ha dado cuenta del parecido de las dos hermanas?
-No –confesé-. Por el contrario, me dije que no podían ser más distintas.
-Es porque, querido Hastings, su imaginación se halla abierta a las románticas impresiones exteriores. Las facciones de las dos son idénticas lo mismo que el color de sus ojos y cabello. Pero lo más gracioso es que Valerie se avergüenza de los suyos y que los suyos se avergüenzan de ella. Sin embargo, en un momento de peligro pidió ayuda a su hermano y cuando las cosas adoptaron un giro desagradable y amenazador todos se unieron de manera notable. ¡No hay ni existe nada tan maravilloso como el amor de la familia! Y esta sabe representar. De ella ha sacado Valerie su talento. ¡Yo, lo mismo que el príncipe Paúl, creo en la ley de la herencia! Ellos me engañaron. Pero por una feliz casualidad y una pregunta dirigida a la señora Ogiander que contradecía la explicación, acerca de cómo estaban sentados alrededor de la mesa de bridge, que nos hizo su hija, no salió Hércules Poirot chasqueado.
-¿Qué dirá usted al príncipe?
-Que Valerie no ha cometido ese crimen y que dudo mucho que pueda llegar a darse con el vagabundo asesino. Asimismo que transmita mis cumplidos a Zara. ¡Qué curiosa coincidencia! Me parece que voy a ponerle a este pequeño caso un titulo: «La aventura del rey del trébol». ¿Le gusta, amigo mío?"
Agatha Christie
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