"Me alegro de que hayas venido -dijo Chalmers.
Estaba sentado junto a la ventana, muy pálido. Junto a uno de sus brazos ardían dos velas casi derretidas que proyectaban una enfermiza luz ambarina sobre su nariz larga y su breve mentón. En el apartamento de Chalmers no había absolutamente nada moderno. Su propietario tenía el alma medieval y prefería los manuscritos iluminados a los automóviles, y las gárgolas de piedra a los aparatos de radio y a las máquinas de calcular. Quitó, en mi obsequio, los libros y papeles que se amontonaban en un diván y, al atravesar la estancia para sentarme me sorprendió ver en su mesa las fórmulas matemáticas de un célebre físico contemporáneo junto con unas extrañas figuras geométricas que Chalmers había trazado en unos finos papeles amarillos.
-Me sorprende esta coexistencia de Einstein con John Dee -dije al apartar la mirada de las ecuaciones matemáticas y descubrir los extraños volúmenes que constituían la pequeña biblioteca de mi amigo.
En las estanterías de ébano convivían Plotino y Emmanuel Mascópoulos, Santo Tomás de Aquino y Frenicle de Bessy. Las butacas, la mesa, el escritorio estaban cubiertos de libros y folletos sobre brujería medieval y magia negra, así como de textos sobre todas las cosas hermosas y audaces que rechaza nuestro mundo moderno. Chalmers me ofreció, sonriendo, un cigarrillo ruso y dijo:
-Estamos llegando ahora a la conclusión de que los antiguos alquimistas y brujos tenían razón en un setenta y cinco por ciento, y los biólogos y los materialistas modernos están equivocados en un noventa por ciento.
-Usted siempre se ha tomado un poco a broma la ciencia de hoy -repuse, con un leve gesto de impaciencia.
-No -contestó-. Sólo me he burlado de su dogmatismo. Siempre he sido un rebelde, un campeón de la originalidad y de las causas perdidas. No te extrañe, pues, que haya decidido repudiar las conclusiones de los biólogos contemporáneos.
-¿Y qué me dice usted de Einstein? -pregunté.
-¡Un sacerdote de las matemáticas trascendentes!
- murmuró con respeto-. Un profundo místico, un explorador de reinos inmensos cuya misma existencia sólo ahora se empieza a sospechar.
-Entonces no desprecia usted la ciencia por completo.
-¡Claro que no! Lo que no me inspira confianza es el positivismo de estos últimos cincuenta años, ni tampoco las ideas de Haeckel ni de Darwin ni de Bertrand Russell. Creo que la biología ha fracasado lamentablemente cuando ha intentado explicar el origen y el destino del hombre.
-Déles usted un margen de tiempo.
Los ojos de Chalmers despidieron chispas:
-Amigo mío -murmuró-, acabas de hacer un juego de palabras verdaderamente sublime. ¡Deles usted un margen de tiempo! Yo se lo daría encantado, pero precisamente cuando les hablas de tiempo, los modernos biólogos se echan a reír. Poseen la llave, pero se niegan a utilizarla. ¿Qué sabemos del tiempo? Einstein lo considera relativo y cree que se puede interpretar en función del espacio, de un espacio curvo. Pero no hay que quedarse ahí detenido. Cuando las matemáticas dejan de prestarnos su apoyo, ¿acaso no se puede seguir adelante a base de... intuición?
-Ese es un terreno muy resbaladizo. El verdadero investigador evita siempre caer en esa trampa. Por eso avanza tan despacio la ciencia moderna. Sólo admite lo que es susceptible de demostración. Pero usted...
-Yo, ¿sabes lo que haría? Tomar hachís, opio, todas las drogas. Yo imitaría a los sabios orientales y acaso así consiguiera...
-¿Consiguiera qué?
-Conocer la cuarta dimensión.
-¡Eso es pura teosofía, una estupidez!
-Puede que sí, pero estoy persuadido de que las drogas consiguen aumentar el alcance de la conciencia humana. William James está de acuerdo sobre este particular. Además, he descubierto una nueva.
-¿Una nueva droga?
-Fue utilizada hace siglos por los alquimistas chinos, pero apenas se conoce en Occidente. Posee ciertas propiedades ocultas verdaderamente asombrosas. Gracias a esta droga y a mis conocimientos matemáticos, creo que puedo remontar el curso del tiempo.
-No comprendo qué quiere usted decir.
-El tiempo no es más que nuestra percepción imperfecta de una nueva dimensión espacial. El tiempo y el movimiento son otras tantas ilusiones. Todo lo que ha existido desde el origen del universo existe ahora también. Lo que sucedió hace milenios sigue sucediendo en otra dimensión del espacio. Lo que sucederá dentro de milenios sucede ya. Si no lo podemos percibir es porque tampoco podemos penetrar en la dimensión espacial donde sucede. Los seres humanos, tal como los conocemos, no son sino partes infinitesimales de un todo inmenso. Cada uno de nosotros está unido a toda la vida que le ha precedido en nuestro planeta. Todos nuestros antepasados forman parte de nosotros. De ellos sólo nos separa el tiempo, y el tiempo es una ilusión.
-Creo que empiezo a comprender -murmuré.
-Basta con que tengas una vaga idea del asunto para poderme ayudar. Lo que pretendo es arrancar de mis ojos el velo de la ilusión que los cubre y ver el principio y el fin.
-¿Y usted cree que esta nueva droga le serviría de algo?
-Estoy convencido de ello. Y pretendo que me ayudes. Quiero tomarla inmediatamente. No puedo esperar. Tengo que ver -sus ojos lanzaron extraños destellos-. Voy a viajar en el tiempo. Voy a retroceder en el tiempo.
Chalmers se levantó y tomó de encima de la chimenea una cajita cuadrada.
-Aquí tengo cinco gránulos de la droga Liao. Fue utilizada por el filósofo chino Lao-Tse y, bajo su influencia logró contemplar el Tao. Tao es la fuerza más misteriosa del mundo. Rodea y penetra todas las cosas y contiene en sí la totalidad del universo visible y todo lo que denominamos realidad. El que logre contemplar el misterio del Tao sabrá todo lo que fue y todo lo que será.
-Fantasías -comenté.
-Tao es como un enorme animal reclinado e inmóvil que contiene en sí todos los mundos, el pasado, el presente, el porvenir. A través de una hendidura que llamamos tiempo percibimos sectores de ese monstruo terrible. Mediante esta droga voy a ensanchar la hendidura. Contemplaré así el rostro mismo de la vida; veré la bestia entera, inmensa y agazapada.
-¿Y cuál será mi misión?
-Escuchar, amigo mío. Escuchar y anotar lo que escuche. Y si me alejo demasiado hacia el pasado, me tendrás que sacudir violentamente para traerme de nuevo a la realidad. Si vieras que estoy sufriendo dolores físicos intensos, me debes hacer regresar al instante.
-Chalmers -dije-, este experimento no me gusta nada. Va a correr usted un peligro terrible. No creo en la cuarta dimensión y mucho menos en el Tao. Tampoco apruebo el uso de drogas desconocidas.
-Para mí no es desconocida -repuso-. Conozco sus efectos sobre el animal humano y también sus peligros. La droga en sí no es peligrosa. Yo lo único que temo es extraviarme en el abismo del tiempo, porque has de saber que mi intención es colaborar activamente con la droga. Antes de tomarla me concentraré en los símbolos geométricos y algebraicos que he trazado en este papel -me enseñó el diagrama que tenía sobre las rodillas- y así prepararé mi espíritu para el viaje transtemporal. Primero me aproximaré todo lo posible a la cuarta dimensión mediante el solo esfuerzo de mi propio ego, y luego tomaré la droga que me dará el poder oculto de percepción. Antes de penetrar en el mundo onírico del misticismo oriental dispondré de toda la ayuda matemática que pueda ofrecerme la ciencia. La droga abrirá las puertas de la percepción y las matemáticas me permitirán comprender intelectualmente lo que así perciba. Así mis conocimientos matemáticos y mi aproximación consciente a la cuarta dimensión complementarán la pura acción de la droga. En mis sueños ya he conseguido captar muchas veces la cuarta dimensión en forma intuitiva y emocional, pero en estado de vigilia no he sido después nunca capaz de recordar el resplandor oculto que me era revelado momentáneamente en sueños. Creo, sin embargo, que con tu ayuda podré hacerlo esta vez. Tu anotarás todo lo que diga durante mi trance, por muy extraño e incoherente que te parezca. A mi regreso espero poder proporcionarte la clave de todo lo que no hayas entendido. No estoy seguro de mi éxito, pero, si lo tengo -sus ojos volvieron a despedir un extraño fulgor-, ¡el tiempo ya no existirá para mí!
De pronto, se sentó.
-Voy a hacer el experimento ahora mismo. Ponte, por favor, junto a la ventana y no dejes de vigilarme. ¿Tienes pluma?
Asentí hoscamente y saqué mi pluma Waterman verde claro del bolsillo superior de la chaqueta.
-¿Y has traído algo donde escribir, Frank?
De mala gana saqué una agenda.
-Insisto enérgicamente una vez más en que no apruebo este experimento -gruñó-. Va a correr usted un peligro terrible.
-¡No seas niño! -agitó un dedo ante mí-. Estoy decidido a hacerlo a pesar de todo lo que me digas, y además a hacerlo ahora mismo. Por favor, estate en silencio mientras medito sobre estos diagramas.
Puso los dibujos ante sí y se concentró intensamente en ellos. En el silencio oí cómo el reloj de la chimenea iba desgranando segundos. Una angustia indefinida me oprimía el pecho. De pronto, el reloj se paró. En ese momento, Chalmers introdujo la droga en su boca y la tragó. Rápidamente me aproximé a él, pero con la mirada me advirtió que no le interrumpiera.
-El reloj se ha parado -murmuró-. Las fuerzas que lo gobiernan aprueban mi experimento. El
tiempo se detuvo y yo tomé la droga. ¡Dios mío, haz que no me extravíe!
Cerró los párpados y se extendió en el sofá. Su rostro estaba exangüe, y respiraba con dificultad. Era evidente que la droga estaba actuando extraordinariamente de prisa.
-Comienzan las tinieblas -murmuró-. Anótalo. Todo se está poniendo oscuro y se van desdibujando los objetos familiares de la habitación. Aún los veo, pero borrosos, y se están desdibujando rápidamente.
Sacudí la pluma estilográfica, pues la tinta fluía mal, y seguí tomando veloces notas taquigráficas.
-Abandono la habitación. Las paredes se disuelven como niebla. Ya no veo ninguno de los objetos, pero todavía te veo la cara. Supongo que estarás escribiendo. Creo que estoy a punto de dar el gran salto a través del espacio, o acaso del tiempo. No lo sé. Todo es confuso, incierto.
Permaneció en silencio durante algún tiempo, con la barbilla apoyada en el pecho. De pronto, se puso rígido y abrió los ojos.
-¡Dios mío! -exclamó-. Veo.
Se hallaba todo contraído, tenso, mirando fijamente la pared que había frente a él. Pero yo sabía que su mirada la atravesaba y que los objetos de la habitación no existían para él.
-¡Chalmers! ¡Chalmers! ¿Le despierto?
-¡De ninguna manera! -aulló-. ¡Veo todo! Ante mí veo los billones de vidas que me han precedido en este planeta. Veo hombres de todas las épocas, de todas las razas, de todos los colores. Luchan, se matan, construyen, danzan, cantan. Se sientan en torno a la hoguera primitiva, en desiertos grises, e intentan elevarse en el aire a bordo de monoplanos. Cruzan los mares en toscas barcas de troncos y en enormes buques de vapor. Pintan bisontes y elefantes en las paredes de cuevas lúgubres y cubren lienzos enormes con formas y colores del futuro. Veo a los emigrantes procedentes de la Atlántida y Lemuria. Veo a las razas ancestrales: a los enanos negros que invaden Asia y a los hombres de Neanderthal, de cabeza inclinada y piernas torcidas, que se extienden por Europa. Veo a los aqueos colonizando las islas griegas y contemplo los rudimentos de la naciente cultura helénica. Estoy en Atenas y Pericles es joven. Me hallo en tierra italiana. Participo en el rapto de las sabinas. Camino con las legiones imperiales. Tiemblo de respeto y de pavor cuando flamean los gigantescos estandartes y el suelo trepida bajo el paso de los hastati victoriosos. Paso en una litera de oro y marfil arrastrada por negros toros de Tebas y ante mí se postrernan mil esclavos y las mujeres, cubiertas de flores, exclaman: "¡Ave César!". Yo les sonrío y saludo a la multitud. Soy esclavo en una galera berberisca. Veo cómo, piedra a piedra, se va levantando una catedral. Contemplo durante meses, durante años, cómo van colocando en su sitio cada uno de los sillares. Estoy crucificado, cabeza abajo, en los perfumados jardines de Nerón y veo, con ironía y desprecio, cómo funcionan las cámaras de tortura de la Inquisición. ¡Es un espectáculo divertido!
…Penetro en los más sagrados santuarios. Entro en el Templo de Venus. Me arrodillo, en adoración, ante la Magna Mater y arrojo monedas al regazo de las prostitutas sagradas que, con el rostro velado, esperan en los Jardines de Babilonia. Penetro en un teatro inglés de la época isabelina y, en medio de una multitud maloliente, aplaudo El Mercader de Venecia. Paseo con Dante por las estrechas callejuelas de Florencia. Mientras contemplo, arrobado, a la joven Beatriz, la orla de su vestido roza mis sandalias. Soy sacerdote de Isis y mis poderes mágicos asombran al mundo. A mis pies se arrodilla Simón Mago, implorando mi ayuda, y el Faraón tiembla ante mi sola presencia. En la India hablo con los Maestros y huyo horrorizado, pues sus revelaciones son como sal en una herida sangrante. Todo lo percibo simultáneamente. Todo lo percibo a la vez y desde todos los ángulos posibles. Formo parte de los billones de vidas que me han precedido. Existo en todos los seres humanos y todos los seres humanos existen en mí. En un instante veo a la vez toda la historia del hombre, el pasado y el presente. Mediante un pequeño esfuerzo soy capaz de contemplar pasados cada vez más lejanos. Ahora me remonto hacia el mismo origen, a través de curvas y ángulos extraños. A mi alrededor se multiplican los ángulos y las curvas. Hay grandes sectores de tiempo que los percibo a través de curvas. Existe un tiempo curvo y un tiempo angular. Los moradores del tiempo curvo no pueden penetrar en el tiempo angular. Todo es muy extraño.
…Sigo retrocediendo cada vez más. De la tierra ya ha desaparecido el hombre. Veo reptiles gigantescos agazapados bajo enormes palmeras y nadando en pútridas aguas negras. Ya han desaparecido los reptiles. Ya no hay animales terrestres, pero veo perfectamente bajo las aguas formas sombrías que se mueven lentamente entre las algas. Las formas que veo son cada vez más simples. Ahora los únicos seres vivos son células. A mi alrededor hay cada vez más ángulos, ángulos totalmente ajenos a la geometría humana. Tengo un miedo horrible. En la creación existen abismos en los que nunca ha penetrado el hombre…
Seguí sin perderle de vista. Chalmers se había levantado y gesticulaba como pidiendo ayuda. Al poco volvió a hablar:
-Atravieso ángulos ajenos al espacio terrestre. Me aproximo al horror supremo.
-¡Chalmers! -exclamé-. ¿Quiere usted que intervenga?
Se llevó la mano al rostro, como para no ver una visión indeciblemente espantosa. Pero dijo trabajosamente:
-¡Todavía no! Quiero seguir adelante... Quiero ver... lo que hay... aún más allá...
Tenía la frente cubierta de sudor frío y movía los hombros de modo espasmódico. Su rostro espantado era de color gris ceniciento.
-Más allá de la vida existen cosas que no logro distinguir. Pero se mueven lentamente a través de ángulos alucinantes.
En ese momento percibí por primera vez en la estancia un olor bestial e indescriptible, nauseabundo, insoportable. Me lancé a la ventana y la abrí de par en par. Cuando volví al lado de Chalmers y vi su expresión, estuve a punto de desmayarme.
-¡Me han olido! -lanzó un alarido-. ¡Lentamente se dan la vuelta hacia mí!
Todo el cuerpo le temblaba horriblemente. Durante un momento agitó los brazos en el aire, como buscando un asidero, y luego le cedieron las piernas. Cayó al suelo, donde permaneció boca abajo, sollozando, gimiendo. En silencio contemplé cómo se arrastraba por el suelo. En aquellos momentos, mi amigo no era un ser humano. Enseñaba los dientes y en las comisuras de la boca se le formó una espuma blanquecina.
-¡Chalmers! -grité-. ¡Chalmers, basta ya! Basta
ya, ¿me oye?
Como en respuesta de mi llamada, comenzó a emitir unos sonidos roncos y convulsivos, semejantes a ladridos, y a caminar en círculo a cuatro patas por el suelo. Me incliné y le cogí por los hombros. Le sacudí violentamente, desesperadamente, y él intentó morderme la muñeca. Me sentía enfermo de horror, pero no le solté, pues temía que se destruyese a sí mismo en un paroxismo de rabia.
-¡Chalmers! -murmuré-. Basta ya. Está usted en su habitación. Nada malo le puede suceder. ¿Comprende?
A fuerza de sacudirle y de hablarle, logré que la expresión de locura fuera desapareciendo de su rostro. Tembloroso y convulsivo, quedó como un grotesco montón de carne en el centro de la alfombra china. Le ayudé a caminar hasta el sofá y a tumbarse en él. Su rostro estaba contraído de dolor y me di cuenta de que seguía luchando sordamente contra recuerdos espantosos.
-Whisky -murmuró-. Está ahí, en el mueblecito, junto a la ventana, en el cajón superior de la izquierda.
Cuando le alcancé la botella, la asió con tal fuerza que los nudillos se le pusieron azules.
-Casi me cogen -dijo entrecortadamente.
Bebió el estimulante a grandes tragos irregulares y poco a poco le fue volviendo el color a la cara.
-Esa droga -dije- es el diablo en persona.
-No era la droga -gimió.
Su mirada ya no era de loco. Ahora daba impresión de un profundo desaliento.
-Me han olido a través del tiempo -susurró-. He llegado demasiado lejos.
-¿Cómo eran? -pregunté para seguirle la corriente.
Se inclinó hacia mí y me agarró el brazo hasta hacerme daño. Otra vez fue dominado por horribles temblores.
-¡No hay palabras para describirlos! -murmuró roncamente-. Han sido vagamente simbolizados en el Mito de la Caída y en cierta forma obscena que a veces aparece grabada en algunas tablillas arcaicas. Los griegos le daban un nombre que ocultaba la impureza esencial de esos seres. La manzana, el árbol y la serpiente son símbolos del misterio más atroz.
Al cabo de unos momentos su voz se convirtió en un aullido:
-¡Frank! ¡Frank! ¡En el comienzo se consumó un acto terrible e inmencionable! Antes del tiempo, el acto, y después del acto...
Comenzó a andar histéricamente por la estancia.
-Las consecuencias del acto se mueven a través de ángulos en los oscuros recodos del tiempo. ¡Tienen hambre y sed!
-Chalmers -intenté razonar-, ¡estamos en el tercer decenio del siglo XX!
Pero él siguió ululando:
-¡Tienen hambre y sed! ¡Los Perros de Tíndalos!
-Chalmers, ¿quiere usted que llame a un médico?
-Ningún médico puede ayudarme. Son horrores del alma y, sin embargo -ocultó la cara entre las manos-, son reales, Frank. Los vi durante un momento horrible. Durante un instante he llegado a estar al otro lado. Me encontré en una ribera lívida, más allá del tiempo y del espacio. Había una luz espantosa que no era luz y un silencio hecho de aullidos, y allí los vi. En sus cuerpos flacos y famélicos se concentra todo el Mal del universo. En realidad no estoy seguro de que tuvieran cuerpo: sólo los vi un instante. Pero los he oído respirar. Durante un momento indescriptible sentí su aliento en mi cara. Se volvieron hacia mi y huí dando alaridos. En un solo instante huí a través de millones de siglos. Pero me han olido. Los hombres despiertan en ellos un hambre cósmica. Hemos escapado momentáneamente del aura impura que los rodea. Tienen sed de todo lo que hay limpio en nosotros, de todo lo que emergió inmaculado de aquel acto. En nosotros hay elementos que no participaron en el acto y ellos los aborrecen. Pero no te imagines que son literal y prosaicamente malos. En el plano donde habitan no existen el bien y el mal tal como nosotros los concebimos. Son lo que, en el principio quedó desprovisto de pureza para siempre jamás. Al cometer el acto, se convirtieron en cuerpos de muerte, en receptáculo de toda impureza. Pero no son malos en el sentido que nosotros damos a esta palabra, porque en las esferas en que se mueven no existe pensamiento ni moral ni bueno ni malo. Allí sólo existen lo puro y lo impuro. Lo impuro se expresa en ángulos; lo puro, en curvas. El hombre, o mejor dicho, lo que hay en él de puro, procede de lo curvo. No te rías. Hablo completamente en serio.
Me levanté para irme. Mientras iba hacia la puerta, dije:
-Me da usted mucha pena, Chalmers. Pero no estoy dispuesto a oírle delirar. Le enviaré a mi médico. Es un hombre de edad, muy comprensivo, y no se ofenderá aunque usted lo mande al diablo. Pero confío en que siga usted las indicaciones que le dé. Se pasa usted una semana descansando en buen sanatorio y verá qué bien le sienta.
Mientras bajaba las escaleras le oí reír. Era una risa tan desprovista de alegría que me hizo llorar.
II.
Cuando Chalmers me telefoneó a la mañana siguiente, mi primer impulso fue colgar inmediatamente el receptor. Me llamaba para pedirme algo tan insólito, y tan anormalmente alterada estaba su voz, que temí por mi propia cordura si seguía adelante con este asunto. Pero no pude dejar de percibir la sinceridad de su angustia, y cuando se le quebró la voz y comenzó a sollozar, decidí acceder a su petición.
-De acuerdo -dije-, ahora mismo voy y le llevo la escayola.
De camino hacia casa de Chalmers, me detuve en una droguería y adquirí diez kilos de escayola.
Al entrar en el cuarto de mi amigo, le vi agazapado junto a la ventana, contemplando la pared de enfrente con ojos enfebrecidos por el terror. Cuando me vio entrar, se puso en pie y me arrebató el paquete de la escayola con una avidez que me puso los pelos de punta. Había sacado todos los muebles de la estancia, la cual presentaba ahora un aspecto absolutamente desolado.
-¡Aún podemos salvarnos! -exclamó-. Pero tenemos que actuar rápidamente. Frank, hay una escalera plegable en el vestíbulo. Tráela inmediatamente. Y ve a buscar también un cubo de agua.
-¿Para qué? -murmuré atónito.
Se volvió vivamente hacia mí y vi un relámpago de ira en sus ojos.
-¿Para qué va a ser, so bobo? ¡Para hacer la masa con la escayola! -gritó, fuera de sí-. Para hacer la masa que nos salvará el cuerpo y el alma de una contaminación indecible. Para hacer la masa que salvará al mundo de un peligro... ¡Frank, tenemos que cerrarles las puertas!
-¿A quiénes? -pregunté.
-¡A los Perros de Tíndalos! -exclamó-. Sólo pueden llegar hasta nosotros a través de ángulos.
¡Eliminemos todos los ángulos de la habitación! Voy a poner escayola en todos los ángulos, en todos los rincones, en todas las hendiduras. ¡La habitación quedará como el interior de una esfera!
Habría sido inútil discutir con él. Le llevé la escalera. Chalmers mezcló la escayola con el agua y estuvimos trabajando durante tres horas. Tapamos las cuatro esquinas de la pared y también las intersecciones de ésta con el suelo y el techo. Por último, redondeamos los duros ángulos de la ventana.
-Ahora me quedaré en esta habitación hasta que se vayan -dijo Chalmers cuando hubimos dado fin a la tarea-. Al darse cuenta de que el olor que siguen les obliga a atravesar curvas, se volverán. Se volverán, hambrientos, frustrados, insatisfechos, al plano de impureza de donde proceden, anterior al tiempo y más allá del espacio.
Sonrió afablemente y encendió un cigarrillo.
-Te agradezco mucho que hayas venido.
-¿Sigue usted sin querer ver a un médico? -rogué.
-Quizá mañana -repuso-. Ahora tengo que vigilar y esperar.
-¿Esperar qué? -apremié.
Chalmers sonrió débilmente.
-Tú crees que estoy loco -dijo-; me doy cuenta perfectamente. Eres inteligente, pero también eres muy prosaico y no puedes concebir la existencia de ninguna entidad independiente de toda energía y de toda materia. Pero, mi querido amigo, ¿se te ha ocurrido pensar alguna vez que la energía y la materia son las barreras que el tiempo y el espacio imponen a nuestra percepción? Sabiendo, como yo sé, que el tiempo y el espacio son lo mismo y que son engañosos porque ambos no son sino manifestaciones imperfectas de una realidad superior, no tiene sentido buscar en el mundo visible ninguna explicación del misterio y del terror del ser.
Me levanté y me fui hacia la puerta.
-Perdona -exclamó-. No he querido ofenderte. Tienes una gran inteligencia, pero yo tengo una inteligencia sobrehumana. Es natural que yo sea consciente de tus limitaciones.
-Telefonéeme si me necesita -dije, y bajé las escaleras de dos en dos-. «Ahora sí que le envío a mi médico -me iba diciendo a mí mismo-. Está loco de remate y sabe Dios lo que puede pasar si no se ocupa alguien inmediatamente de él.»
III.
Resumen de dos artículos publicados en la Patridgeville Gazette del 3 de julio de 1928:
TEMBLOR DE TIERRA EN EL CENTRO DE LA CIUDAD
A los dos de la madrugada de hoy, un violento terremoto ha hecho temblar los barrios céntricos de la ciudad, rompiendo varias ventanas en Central Square y causando graves daños en el tendido eléctrico y en las instalaciones de la red tranviaria. En los barrios periféricos también fue observado el fenómeno resultando completamente derruido el campanario de la iglesia baptista de Angell Hill, que había sido diseñado por Christopher Wren en 1717. Los bomberos luchan por apagar el incendio que se ha declarado en las naves de la fábrica de neumáticos. El alcalde ha prometido abrir un expediente a fin de determinar responsabilidades si las hubiere.
ESCRITOR OCULTISTA ASESINADO POR VISITANTE DESCONOCIDO
Horrible Crimen en Central Square. Un misterio impenetrable envuelve la muerte de Halpin Chalmers. A las nueve horas del día de hoy fue hallado el cuerpo sin vida de Halpin Chalmers, escritor y periodista, en una habitación vacía situada encima de la Joyería Smithwich & Isaacs, en el número 24 de Central Square. La investigación judicial puso de manifiesto que dicha habitación había sido alquilada amueblada al señor Chalmers el día 1 de mayo último y que el propio inquilino se había deshecho de los muebles hace quince días. El señor Chalmers era autor de varios libros sobre temas de ocultismo. Pertenecía a la Asociación Bibliográfica y anteriormente había residido en Brooklyn (Nueva York).
A las siete de la mañana, el señor L. E. Hancock, inquilino del apartamento situado frente al del Chalmers en el edificio de Smithwich & Isaacs, sintió un olor especial al abrir la puerta para dejar entrar a su gato y recoger la edición matinal de la Patridgeville Gazette. El olor, según afirma, era extremadamente acre y nauseabundo, y tan intenso en las proximidades de la puerta de Chalmers que tuvo que taparse la nariz cuando se aventuró por dicha zona del rellano. Estaba a punto de regresar a su propio apartamento cuando se le ocurrió que acaso Chalmers se hubiera olvidado de apagar el gas de su cocina. Considerablemente alarmado por esta posibilidad, decidió investigar lo sucedido y, comoquiera que nadie contestase sus repetidas llamados a la puerta de Chalmers, avisó al encargado del edificio. Este último abrió la puerta mediante una llave maestra y ambos penetraron en la habitación de Chalmers. La estancia estaba totalmente desprovista de mobiliario y Hancock asegura que, al ver lo que había en el suelo, se sintió enfermo, teniendo que permanecer el encargado y él asomados un rato a la ventana sin mirar atrás.
Chalmers yacía boca arriba en el centro de la habitación. Estaba completamente desnudo y tenía el pecho y los brazos cubiertos de una especie de gelatina azulada. La cabeza, totalmente separada del tronco, reposaba sobre el pecho y sus facciones aparecían horriblemente retorcidas y mutiladas. No había ni rastro de sangre. La habitación presentaba un aspecto insólito. Todas las aristas habían sido cubiertas de escayola, que en algunos sectores se había agrietado y en otros, desprendido. Los fragmentos de escayola caídos habían sido agrupados en torno al cadáver, formando un triángulo perfecto.
Junto al cuerpo se hallaron varias hojas de papel amarillo casi enteramente consumidas por el fuego. En ellas había dibujado varios símbolos fantásticos y extrañas figuras geométricas y podían leerse diversas frases escritas apresuradamente a mano. Dichas frases, sin embargo, son tan absurdas que no proporcionan la menor pista sobre el posible autor del crimen. He aquí algunas de tales frases: «Vigilo y espero. Estoy sentado junto a la ventana y vigilo las paredes y el techo. No creo que lleguen hasta aquí, pero debo tener cuidado con los Doels porque acaso puedan ayudarles a pasar.
También los ayudarán los Sátiros y éstos pueden avanzar a través de los círculos purpúreos. Los griegos sabían cómo impedirlo. Es lamentable que hayamos olvidado tantas cosas...»
En otro papel, en el más quemado de los siete u ocho fragmentos recogidos por el Sargento Detective Douglas (de la Policía de Patridgeville), había garrapateado lo siguiente:
«¡La escayola se cae! La ha agrietado una vibración terrible. ¡Un terremoto parece! No podía preverlo. Se va yendo la luz de la habitación. Telefonear a Frank. ¿Pero llegará a tiempo? Debo intentarlo. Recitaré la fórmula de Einstein. ¿Voy a Romper! ¡Están pasando! ¡Consiguen atravesar! Sale humo de las esquinas de la pared sus lenguas…
A juicio del Sargento Detective Douglas, Chalmers ha muerto envenenado por algún desconocido producto químico. La policía ha enviado muestras de la extraña gelatina azul que cubría el cuerpo de Chalmers al Laboratorio Químico de Patridgeville y confía en que el informe correspondiente arroje alguna luz sobre este crimen, el más misterioso de los últimos años. Se sabe que Chalmers tuvo un visitante la noche anterior al terremoto, pues su vecino oyó sin lugar a dudas, al pasar ante su puerta, rumor de conversación. El principal sospechoso es, pues, este desconocido visitante, cuya identidad la Policía se esfuerza afanosamente por averiguar.
IV.
Informe del doctor James Morton, químico y bacteriólogo:
Señor Juez de Instrucción: la sustancia semilíquida que usted me remitió para su estudio es la
más extraña que he analizado en mi vida. Presenta ciertas analogías con el protoplasma, pero en ella no se encuentran ni aun indicios de enzimas. Las enzimas son catalizadores de las reacciones químicas que se producen en el seno de la célula viva. Cuando las células mueren, las enzimas las desintegran mediante hidrólisis. Sin enzimas, el protoplasma poseería una vitalidad prácticamente infinita, es decir, sería inmortal. Las enzimas, por así decir, son los elementos negativos del organismo unicelular, que constituye la base de la vida, y, en opinión de los biólogos, sin ellas no puede existir materia viva. Y, sin embargo, tales cuerpos indispensables se hallan ausentes de la gelatina viva que usted me remitió. ¿Se da usted cuenta del significado que puede tener este descubrimiento para la ciencia?
V.
Fragmento de un manuscrito titulado «Los que velan en silencio», original del fallecido Halpin Chalmers:
…¿Y si existiese otra forma de vida paralela a la que conocemos, pero carente de los elementos que destruyen la nuestra? ¿Y si en otra dimensión existe una fuerza diferente de la que genera nuestra vida? ¿Y si esta fuerza emite una energía, que, procedente de su dimensión desconocida, consigue alcanzar nuestro espacio-tiempo y crear en él una nueva forma de vida celular? Cierto es que no se puede demostrar que tal forma nueva de vida exista en nuestro universo, pero yo he visto sus manifestaciones y he hablado con ellas. De noche, en mi habitación, he hablado con los Doels. Y en mis sueños he contemplado a su Creador. Lo he visto en lejanas riberas, más allá del tiempo y la materia. Se mueve a través de curvas extrañas y de ángulos alucinantes. Algún día viajaré en el tiempo y me enfrentaré con él cara a cara".
Frank Belknap Long
" Ven, cierra la puerta, siéntate junto al fuego de la chimenea, que la noche es fría, y seguro que estás cansado; acomódate y disfruta de una de tantas historias, que como cada noche vas a poder escuchar aquí..."
El Recolector de Historias

sábado, 21 de marzo de 2015
viernes, 20 de marzo de 2015
"Vampirismo"
"-Ahora que habláis de vampirismo, me viene a la mente una historia que hace tiempo leí o escuché. Creo que más bien lo último, pues ahora que recuerdo, el narrador insistió mucho en que el relato era verdadero. Si la historia se ha publicado y la conocéis, interrumpidme, pues no hay nada más fastidioso y aburrido que escuchar cosas conocidas.
-Creo que nos vas a ofrecer algo horroroso y tremendo; así es que, por lo menos, piensa en San Serapio y procura ser lo más breve posible, para que Vincenzo tenga la palabra, pues, según veo, está impaciente por referirnos el cuento que nos prometió.
-¡Calma, calma! -exclamó Vincenzo- Nada mejor para mí que Cipriano tienda un tapiz negro que sirva de fondo a la representación mímico-plástica de mis alegres, pintorescas y saltarinas figuras. Empieza, Cipriano amigo, muéstrate seco, terrorífico, incluso espeluznante, más que el vampírico lord Byron, al que por cierto no he leído.
-El conde Hipólito -comenzó Cipriano- había regresado de sus largos viajes, para hacerse cargo de la rica herencia de su padre. El palacio estaba situado en una de las regiones más bellas y agradables del país, y las rentas que le proporcionaban sus posesiones bastaban para el costoso embellecimiento del mismo.
...Todo lo que el conde había visto a lo largo de sus viajes, lo más bello, atractivo y suntuoso, quería verlo de nuevo levantarse ante sus ojos. Cortesanos y artistas reuníanse en torno a él y acudían a su llamada, de modo que pronto comenzaron las obras del palacio, y el diseño de un amplio parque de gran estilo, en el que se hallarían incluidas iglesia, cementerio y parroquia, formando parte del artístico jardín. El conde dirigía todos los trabajos, pues tenía conocimientos suficientes para ello. Se entregó en cuerpo y alma a estas ocupaciones, de modo que transcurrió un año sin que se le ocurriese (según le aconsejó su anciano tío) dejarse ver a los ojos de las jóvenes, para escoger como esposa a la más bella, a la mejor y a la más noble.
Una mañana que se encontraba sentado ante la mesa de dibujo, proyectando un nuevo edificio, se hizo anunciar una vieja baronesa, lejana pariente de su padre. Hipólito recordó el nombre de la baronesa, y que su padre sentía una indignación intensa contra esta mujer, e incluso que hablaba de ella con repugnancia, y a todas cuantas personas trataban de acercarse a ella les aconsejaba que se alejasen, aunque sin explicar jamás los motivos del peligro. Cuando se le preguntaba al conde, solía decir que había ciertas cosas sobre las que más valía callar que hablar. Con más razón, cuanto que en la residencia corrían turbios rumores de un extraño e insólito proceso criminal, en el que estaba implicada la baronesa, que separada de su marido y expulsada de su alejado lugar de residencia, sólo gracias a la intervención del príncipe se veía libre de encarcelamiento.
Muy molesto se sintió Hipólito por la proximidad de una persona a la que su padre aborrecía, aunque los motivos le fuesen desconocidos. La ley de la hospitalidad, que era privativa de toda esta región, le obligaba a recibir la desagradable visita. Jamás una persona había causado al conde una impresión tan antipática en su apariencia -aunque en realidad no fuese odiosa- como la baronesa.
Al entrar traspasó al conde con una mirada de fuego, luego entornó los párpados y se disculpó de su visita, casi con expresión humilde. Se quejó de que el padre del conde, poseído por extraños prejuicios, a los que le habían inducido sus enemigos maliciosamente, la había odiado hasta la muerte, de modo que, aunque languidecía en la mayor pobreza, y se avergonzaba de su estado, nunca había recibido la menor ayuda. Al fin, como inesperadamente se hubiera visto en posesión de una pequeña suma de dinero, le había sido posible abandonar su residencia y huir hacia un pueblo muy alejado de aquella región. Antes de emprender el viaje no había podido resistir el impulso de conocer al hijo del hombre que le había profesado un odio tan injusto e irreconciliable, aunque a su pesar le reverenciase.
Fue el conmovedor tono de verdad con que habló la baronesa, lo que emocionó al conde, cuanto más que lejos de mirar el desagradable semblante de la vieja, hallábase absorta su mirada en la contemplación de la adorable, maravillosa y encantadora criatura que la acompañaba.
Calló ésta y el conde pareció no darse cuenta: permanecía abstraído. La baronesa pidió que la disculpase, pues al entrar sintióse desconcertada, y se le olvidó presentar a su hija Aurelia. Sólo al oír esto recuperó el conde la palabra, y juró, enrojeciendo totalmente, lo que sumió en la mayor confusión a la adorable joven, que le concediesen enderezar lo que su padre había ejecutado por error, y les suplicó que, conducidas por su propia mano, entrasen en el palacio.
Para confirmar estas palabras tomó la mano de la baronesa, pero la respiración y el habla se le cortaron, al tiempo que un frío enorme le recorría el cuerpo. Sintió que su mano era apresada por unos dedos rígidos, helados como la muerte, y le pareció como si la enorme y huesuda figura de la baronesa -que le contemplaba con ojos sin visión- estuviese envuelta en la espantosa vestimenta de un cadáver.
-¡Oh, Dios mío, qué desgracia está sucediendo en este momento! -gritó Aurelia, y empezó a gemir con una voz tan quejumbrosa, que su pobre madre fue presa de un ataque convulsivo, de cuyo estado, como de costumbre, solía salir unos instantes después, sin necesidad de valerse de ningún medio. Con gran trabajo se desprendió el conde de la baronesa, y como tomase la mano de Aurelia y depositase en ella un ardiente beso, sintió que el dulce deleite del amor y el fuego de la vida retornaban a invadir su ser.
Próximo a la edad madura, sintió el conde, por primera vez, todo el poder de la pasión, de tal modo que le resultó muy difícil esconder sus sentimientos, y como Aurelia le manifestase su agrado de manera ingenua, se encendió en él la esperanza. Apenas pasaron unos cuantos minutos cuando la baronesa despertó de su desmayo, ignorante de lo que había sucedido, y aseguró al conde que estimaba la invitación de permanecer algún tiempo en el palacio, y que olvidaba para siempre todo el mal que su padre le había causado. Así fue como, repentinamente, cambió el hogar del conde, hasta el punto que llegó a pensar que, por un especial favor, el destino le había llevado hasta allí a la persona más ardientemente adorada de todo el universo, para concederle la mayor felicidad de que puede gozar un ser humano.
La conducta de la baronesa fue idéntica, permaneció silenciosa, seria, incluso reservada, y mostró siempre que había ocasión favorable, un dulce talante y hasta una inocente alegría en el fondo de su corazón. El conde, que ya se había habituado al extraño semblante cadavérico y a su figura fantasmal, atribuyó todo esto a su enfermedad, así como la tendencia a una intensa exaltación, de la que daba muestras -según le había dicho su gente- durante los paseos nocturnos que efectuaba por el parque, en dirección al cementerio.
El conde se avergonzó de que los prejuicios de su padre le hubiesen prevenido tanto contra ella y trató de vencer el sentimiento que le sobrecogía, siguiendo los consejos de su buen tío que le indicaba librarse de una relación que tarde o temprano le perjudicaría. Convencido del intenso amor de Aurelia, pidió su mano y figuraos con qué alegría la baronesa aceptó, viéndose transportada de la mayor indigencia al seno de la felicidad. La palidez y aquel aspecto que denotaba un interior extremadamente desasosegado, fue desapareciendo del semblante de Aurelia. La felicidad del amor resplandecía en su mirada y daba a sus mejillas un tono rosado.
La mañana del día que se iba a celebrar la boda, un acontecimiento sobrecogedor vino a contrariar los deseos del conde. Encontraron a la baronesa inerte en el parque, caída en el suelo, con el rostro en tierra, no lejos del camposanto, y la transportaron al palacio, precisamente cuando el conde se levantaba dominado por el sentimiento de su felicidad inminente. Pensó que la baronesa había sido atacada por su acostumbrado mal; sin embargo, fueron vanos todos los medios de que se sirvieron para volverla a la vida. Estaba muerta.
Aurelia no se entregó a los desahogos propios de un intenso dolor, y muda, sin derramar una lágrima, parecía haberse quedado como paralizada después del golpe recibido. El conde, que temía por su amada, con gran cuidado y suavidad se atrevió a recordarle su situación de criatura sola, de modo que ahora más que nunca era necesario aceptar el destino y proceder convenientemente acelerando la ceremonia de la boda que se había diferido a causa de la muerte de la madre. A esto, Aurelia, echándose en los brazos del conde, gritó, al tiempo que derramaba un torrente de lágrimas, con una voz que desgarraba el corazón: Sí, sí, por todos los Santos, por mi bien, sí!. El conde pensó que este vehemente desahogo era debido a la consideración bien amarga de que se encontrase sola, sin patria, y no supiese adonde ir, e incluso a las consideraciones sociales que le impedían permanecer en el palacio.
El conde se ocupó de que una dama honorable le hiciese compañía hasta que el matrimonio se celebró, sin que ningún suceso desgraciado interrumpiese la ceremonia, e Hipólito y Aurelia alcanzaron la cumbre de su felicidad. Mientras todo esto sucedía, Aurelia se había mostrado siempre en un estado de gran excitación. No era el dolor por la pérdida de su madre lo que la desasosegaba, sino una sensación de miedo mortal que parecía atenazarla continuamente.
En mitad de los más dulces transportes amorosos, sentíase sobrecogida de terror, palidecía como una muerta y abrazaba al conde, derramando lágrimas, como si quisiera asegurarse bien de que un poder invisible y enemigo no la llevase a la perdición. Entonces gritaba: ¡No, nunca, nunca!.
Una vez que se encontró casada pareció que el estado de excitación cesaba y que se veía libre del miedo que la sobrecogía. Esto no impidió que el conde adivinase que algún secreto fatídico se escondía en el seno de Aurelia, pero, ciertamente, le pareció inoportuno preguntarle acerca de ello, en tanto que persistiese la excitación, y ella misma se mantuviese callada. Hasta que un día se atrevió a insinuarle la pregunta de cuál era la causa de su desasosiego. Entonces Aurelia afirmó que suponía un inmenso bien para ella desahogar por entero su corazón en su amado esposo. No poco se sorprendió el conde cuando se enteró de que únicamente la fatal conducta de la madre era el motivo del malestar de Aurelia. ¿Hay algo más espantoso -gritó Aurelia- que odiar a la propia madre y tener que aborrecerla? De aquí se deduce que tanto el padre como el tío no estaban dominados por falsos prejuicios y que la baronesa había engañado al conde con una premeditada hipocresía.
Como un signo muy favorable, el conde consideró que la malvada madre se hubiese muerto el mismo día que se iba a celebrar su boda, y no tenía ningún reparo en decirlo. Aurelia, en cambio, dijo que precisamente desde el día de la muerte de su madre se sentía dominada por los más lúgubres y sombríos presentimientos, que no podía evitar sentir un miedo espantoso a que los muertos saliesen de sus tumbas y la arrancasen de los brazos de su amado para llevarla al abismo.
Aurelia recordaba (según refería) los tiempos de su niñez, cómo una mañana, cuando acababa de despertarse, oyó un tumulto espantoso en la casa. Las puertas se abrían y cerraban, se oían voces extrañas. Cuando finalmente se hizo la calma, la doncella tomó a Aurelia de la mano y la llevó a una gran estancia donde estaban muchos hombres reunidos, y en el centro de la habitación sobre una gran mesa yacía un hombre que jugaba a menudo con Aurelia, que le daba golosinas, y al que solía llamar papá. Extendió las manos hacia él y quiso besarle. Los labios que en otro tiempo estaban cálidos ahora estaban helados, y Aurelia, sin saber por qué, prorrumpió en sollozos. La doncella la condujo a una casa desconocida, donde estuvo durante mucho tiempo, hasta que apareció una señora y se la llevó en un coche. Era su madre que la trasladó a la Corte. Aurelia debía tener ya dieciséis años cuando apareció un hombre en casa de la baronesa, al que ésta recibió con alegría, denotando la confianza e intimidad de un amigo querido desde hace tiempo. Cada vez venía más a menudo, y cada vez era más evidente que su casa se transformaba y ponía en mejores condiciones. En lugar de vivir como en una cabaña y vestirse con pobres vestidos y alimentarse mal, ahora vivían en la parte más bella de la ciudad, ostentaban lujosos vestidos y comían y bebían con el desconocido, que diariamente se sentaba a la mesa y participaba en todas las diversiones públicas que se ofrecían en la Corte. Únicamente Aurelia permanecía ajena a las mejoras de su madre, que, evidentemente, se debían al extranjero. Se encerraba en su cuarto cuando la baronesa departía con el desconocido y permanecía tan insensible como antes.
El desconocido, aunque era ya casi de cuarenta años, tenía un aspecto fresco y juvenil, poseía una gran figura y su semblante podía considerarse varonil. No obstante, le resultaba desagradable a Aurelia porque, a menudo, su conducta le parecía vulgar, torpe y plebeya.
Las miradas que empezó a dirigir a Aurelia le causaron inquietud y espanto, incluso un temor que ella misma no sabía explicar. Hasta el momento, la baronesa no se había molestado en dar alguna explicación a Aurelia acerca del desconocido. Ahora mencionó su nombre a Aurelia, añadiendo que el barón era muy rico y un pariente lejano. Alabó su figura, sus rasgos, y terminó preguntando a Aurelia que qué le parecía. Aurelia no ocultó el aborrecimiento que sentía por el desconocido; la baronesa le lanzó una mirada que le produjo un terror indecible y luego la regañó acusándola de ser necia. Poco después, la baronesa se conducía más amablemente que nunca con Aurelia. Le regaló hermosos vestidos y ricos adornos que estaban de moda, y la dejó participar en las diversiones públicas. El desconocido trataba de ganarse el favor de Aurelia, de tal modo que se hacía todavía más odioso. Fue fatal para su tierno espíritu que la casualidad le deparase ser testigo de todo esto, lo que motivó que sintiese un odio tremendo hacia el desconocido y la corrompida madre. Como pocos días después el desconocido, medio embriagado, la estrechase en sus brazos, de modo que no dejase lugar a dudas de sus aviesas intenciones, la desesperación diole fuerzas varoniles, de forma que le propinó tal empujón al desconocido que lo tiró de espaldas, tuvo que huir y se encerró en su cuarto.
La baronesa explicó a Aurelia fríamente y con firmeza que el desconocido mantenía la casa y que no tenía el menor deseo de volver a la antigua indigencia, y que, por consiguiente, eran vanos e inútiles los melindres. Aurelia debía ceder a los deseos del desconocido, que amenazaba abandonarlas. En vez de compadecerse de las súplicas desgarradoras de Aurelia, de sus ardientes lágrimas, la vieja comenzó a proferir amenazas y a burlarse de ella, agregando que estas relaciones le proporcionarían el mayor placer de la vida, así como toda clase de comodidades, y dio muestras de un desaforado aborrecimiento hacia los sentimientos virtuosos, por lo que Aurelia quedó aterrada. Viose perdida, de modo que la única salvación posible le pareció una rápida huida.
Aurelia se había hecho con una llave de la casa, y envolviendo algunas cosas indispensables para su fuga, se deslizó a medianoche, cuando vio a su madre profundamente dormida, hasta el vestíbulo iluminado débilmente. Con sumo cuidado trataba de salir, cuando la puerta de la casa chocó violentamente y retumbó a través de la escalera. En medio del vestíbulo, haciendo frente a Aurelia, apareció la baronesa vestida con una bata sucia y vieja, con el pecho y los brazos descubiertos, el pelo gris despeinado, moviéndose airada. Y detrás de ella el desconocido, que gritaba y chillaba: ¡Espera, condenado Satanás, bruja endemoniada, que me las vas a pagar!, y arrastrándola por los pelos, empezó a golpearla de un modo brutal en mitad del cuerpo, envuelto como estaba en su gruesa bata.
La baronesa empezó a gritar. Aurelia, casi desvanecida, pidió auxilio, asomándose a la ventana abierta. Dio la casualidad que precisamente pasaba por allí una patrulla de guardias, que entraron al instante en la casa: ¡Cogedle! -gritaba la baronesa a los guardias, retorciéndose de rabia y de dolor- ¡Cogedle y agarradle bien! ¡Miradle la espalda!
En cuanto la baronesa pronunció su nombre, el jefe de la patrulla exclamó jubilosamente: ¡Al fin te cogimos, Urian!", y con esto le agarraron y le llevaron consigo, no obstante resistirse. A pesar de todo lo sucedido, la baronesa se había percatado de las intenciones de Aurelia. De momento se conformó con agarrarla violentamente del brazo, arrojarla al interior de su cuarto y cerrarlo bien, sin decir palabra. A la mañana siguiente, la baronesa salió y regresó muy tarde por la noche, mientras Aurelia permanecía en su cuarto encerrada como en una prisión, sin ver ni oír a nadie, de modo que pasó el día sin que tomase comida ni bebida. Así transcurrieron varios días. A menudo la miraba la baronesa con ojos encendidos de ira, y parecía como si quisiera tomar una decisión, hasta que un día encontró una carta, cuyo contenido pareció llenarla de alegría: Odiosa criatura -dijo la baronesa a Aurelia-, eres culpable de todo, aunque te perdono, y lo único que deseo es que no te alcance la espantosa maldición que este malvado ha descargado sobre ti. Luego de decir esto se mostró muy amable, y Aurelia, ahora que ya aquel hombre se había alejado, no volvió a pensar más en la huida, por lo que le fue concedida mayor libertad.
Pasado ya algún tiempo, un día que Aurelia estaba sentada sola en su cuarto, oyó un gran tumulto en la calle. La doncella salió y volvió diciendo que era el hijo del verdugo que iba detenido, después de ser marcado por robo y asesinato, y que al ser conducido a la cárcel se había escapado de entre las manos de los guardianes. Aurelia vaciló, asomándose a la ventana, dominada por temerosos presentimientos; no se había engañado, era el desconocido que, rodeado de numerosos guardianes, iba subido en una carreta. Le conducían camino de la ejecución de la condena y de la expiación de sus faltas. Casi estuvo a punto de desmayarse en su sillón, cuando la espantosa y salvaje mirada del hombre se cruzó con la suya, al tiempo que con gestos amenazadores levantaba el puño cerrado hacia su ventana.
Era costumbre de la baronesa estar siempre fuera de casa, aunque regresaba para hablar con Aurelia y hacer consideraciones acerca de su destino y de las amenazas que se cernían sobre ella, presagiando una vida muy triste. Por medio de la doncella que había entrado a su servicio el día después del suceso de aquella noche, y a la que habían tenido al corriente de las relaciones de la baronesa con aquel pícaro, se enteró Aurelia de que todos los de la casa compadecían a la baronesa por haber sido engañada tan vilmente por un delincuente tan despreciable.
Bien sabía Aurelia que la cosa era de otro modo, y le parecía imposible que los guardias que poco antes habían detenido a este hombre en casa de la baronesa no supieran de sobra la buena amistad de la baronesa con el hijo del verdugo, ya que al apresarle, la baronesa había proferido su nombre y había hecho alusión a la marca de su espalda, que era la señal de su crimen. De aquí que, incluso, la misma doncella a veces expresase con ambigüedad lo que se decía por todas partes, y que insinuase que los jueces estaban haciendo averiguaciones, de forma que hasta la honorable baronesa estuviese a punto de sufrir arresto, debido a las extrañas declaraciones del malvado hijo del verdugo.
De nuevo se dio cuenta la pobre Aurelia de la situación tan lamentable en que se hallaba su madre, y no comprendió cómo podría después de aquel horroroso acontecimiento permanecer un instante más en la residencia. Finalmente, viose obligada a abandonar el lugar, donde se sentía rodeada de un justificado desprecio, y a dirigirse a una región alejada de allí. El viaje la condujo al palacio del conde, donde sucedió lo que ya hemos referido.
Aurelia se sintió extremadamente feliz, libre de las tremendas preocupaciones que tenía, pero he aquí que quedó aterrada cuando al expresarle su madre el favor divino que le concedía este sentimiento de bienaventuranza, ésta, echando llamas por los ojos, gritó con voz destemplada: ¡Tú eres la causa de mi desgracia, desventurada criatura, pero ya verás, toda tu soñada felicidad será destruida por el espíritu vengador, cuando me sobrecoja la muerte. En medio de las convulsiones que me costó tu nacimiento, la astucia de Satanás..., y aquí se detuvo Aurelia, se apoyó en el pecho del conde y le suplicó que le permitiese callar lo que la baronesa había proferido en su furor demencial. Hallábase destrozada, pues creía firmemente que se cumplirían las amenazas de los malos espíritus que poseían a su madre.
El conde consoló a su esposa lo mejor que pudo. Hubo de confesarse a sí mismo, cuando estuvo tranquilo, que el profundo aborrecimiento de la baronesa, aunque hubiese fallecido, arrojaba una negra sombra sobre la vida, que le había parecido tan clara.
Poco tiempo después se notó un marcado cambio en Aurelia. Como la palidez mortal de su semblante y la mirada extenuada denotase enfermedad, pareció como si Aurelia ocultase un nuevo secreto en el interior de su ser, que se mostrase inquieto, inseguro y temeroso. Huía incluso hasta de su marido, se encerraba en su cuarto, buscaba los lugares más apartados del parque, y cuando se la veía, sus ojos llorosos y los consumidos rasgos de su semblante denotaban que sufría una pena profunda. En vano el conde se esforzaba por conocer los motivos del estado de su esposa. Del enorme desconsuelo en el que finalmente se sumió, la sacó un famoso médico, al insinuar que la gran irritabilidad de la condesa, a juzgar por los síntomas, posiblemente denotaba un cambio de estado, que haría la dicha del matrimonio. Este mismo médico se permitió, como se sentase a la mesa del conde y de la condesa, toda clase de alusiones al supuesto estado en que se hallaba la condesa.
La condesa parecía indiferente a todo lo que escuchaba, aunque de pronto prestó gran atención, cuando el médico comenzó a hablar de los caprichos tan raros que a veces tenían las mujeres que estaban en estado, y a los que se entregaban sin tener en consideración la salud y la conveniencia del niño.
La condesa abrumó al médico con preguntas, y éste no se cansó de responder a todas ellas, refiriendo casos asombrosamente curiosos y divertidos de su propia experiencia: También -repuso- hay ejemplos de caprichos anormales, que llevan a las mujeres a realizar hechos espantosos. Así la mujer de un herrero sintió tal deseo de la carne de su marido, que no paró hasta que un día que éste llegó embriagado, se abalanzó sobre él con un cuchillo grande y le acuchilló de manera tan cruel que pocas horas después entregaba el espíritu.
Apenas hubo pronunciado el médico estas palabras, la condesa se desmayaba en la silla donde estaba sentada, y con gran trabajo pudo ser salvada de los ataques de nervios que sufrió a continuación. El médico se percató de que había sido muy imprudente al mencionar en presencia de una mujer tan débil y nerviosa aquel terrible suceso.
Sin embargo, pareció que aquella crisis había ejercido un influjo bienhechor en el ánimo de la condesa, pues se tranquilizó, aunque como de nuevo volviese a enmudecer y a convertirse en una extraña criatura solitaria, con un fuego intenso que brotaba de sus ojos, adquiriendo la palidez mortal de antes, el conde nuevamente volvió a sentir pena e inquietud acerca del estado de su esposa. Lo más raro de él, era que la condesa no tomaba ningún alimento, y sobre todo que demostraba tal asco a la comida, especialmente a la carne, que más de una vez se alejó de la mesa dando las más vivas muestras de aborrecimiento. El médico se sintió incapaz de curarla, pues ni las más fuertes y cariñosas súplicas del conde, ni nada en el mundo podía hacer que la condesa tomase ninguna medicina.
Como transcurriesen semanas y meses sin que la condesa probase bocado, y pareciese que un insondable secreto consumía su vida, el médico supuso que había algo raro, más allá de los límites de la ciencia humana. Abandonó el palacio con un pretexto cualquiera, y el conde pudo darse cuenta de que la enfermedad de la condesa parecía muy sospechosa al acreditado médico, y denotaba que la enfermedad estaba muy arraigada, sin que hubiese medio de curarla. Hay que suponerse en qué estado de ánimo quedó el conde, no satisfecho con esta explicación.
Justamente por esta época un viejo y fiel servidor tuvo ocasión de descubrir al conde que la condesa abandonaba el palacio todas las noches y regresaba al romper el alba. El conde se quedó helado. Ahora es cuando se dio cuenta de que desde hacía bastante tiempo, a eso de la medianoche, le sobrecogía un sueño muy pesado, que atribuía a algún narcótico que la condesa le administraba para poder abandonar sin ser vista el dormitorio que compartía con él.
Los más negros presentimientos sobrecogieron su alma; pensó en la diabólica madre, cuyo espíritu quizá revivía ahora en la hija, en alguna relación ilícita y adulterina, y hasta en el malvado hijo del verdugo. A la noche siguiente iba a desvelársele el espantoso secreto, único motivo del estado misterioso en que se hallaba su esposa.
La condesa acostumbraba ella misma a preparar el té que tomaba el conde y luego se alejaba. Aquel día decidió el conde no probar una gota, y como leyese en la cama, según tenía por costumbre, no sintió el sueño que le sobrecogía a medianoche como otras veces. No obstante se acostó sobre los cojines, e hizo como si durmiese. Suavemente, con gran cuidado, abandonó la condesa el lecho, se aproximó a la cama del conde e iluminó su rostro, deslizándose de la alcoba sin hacer ruido.
El corazón le latía al conde violentamente, se levantó, echóse un manto y siguió a su esposa. Era una noche de luna clara, de modo que, no obstante lo veloz de su paso, se podía ver perfectamente a la condesa Aurelia, envuelta su figura en una túnica blanca. La condesa se dirigió a través del parque hacia el cementerio y desapareció tras el muro.
Rápidamente, corrió el conde tras ella, atravesó la puerta del muro del cementerio, que halló abierta. Al resplandor clarísimo de la luna vio un círculo de espantosas figuras fantasmales. Viejas mujeres semidesnudas, con el cabello desmelenado, hallábanse arrodilladas en el suelo, y se inclinaban sobre el cadáver de un hombre, que devoraban con voracidad de lobo. ¡Aurelia hallábase entre ellas! Impelido por un horror salvaje, el conde salió corriendo irreflexivamente, como preso de un espanto mortal, por el pavor del infierno, y cruzó los senderos del parque, hasta que, bañado en sudor, al amanecer encontróse ante la puerta del palacio. Instintivamente, sin meditar lo que hacía, subió corriendo las escaleras, y atravesó las habitaciones hasta llegar a la alcoba. La condesa yacía, al parecer entregada a un dulce y tranquilo sueño. El conde trató de convencerse de que sólo había sido una pesadilla o una visión engañosa que le había angustiado, ya que era sabedor del paseo nocturno, del cual daba trazas su manto, mojado por el rocío de la mañana.
Sin esperar a que la condesa despertase, se vistió y montó en su caballo. La carrera que dio a lo largo de aquella hermosa mañana a través de los arbustos aromáticos, de los que parecía saludarle el alegre canto de los pájaros que despertaban al día, disipó las terribles imágenes nocturnas; consolado y sereno regresó al palacio.
Como ambos, el conde y la condesa, se sentasen solos a la mesa, y como de costumbre ésta tratase de salir de la estancia a la vista de la carne guisada, dando muestras del mayor asco, se le hizo evidente al conde, en toda su crudeza, la verdad de lo que había contemplado la noche anterior. Poseído del mayor furor se levantó de un salto y gritó con voz terrible: ¡Maldito aborto del infierno, ya sé por qué aborreces el alimento de los hombres, te cebas en las tumbas, mujer diabólica!.
Apenas había proferido estas palabras, la condesa, dando alaridos, se abalanzó sobre él con la furia de una hiena y le mordió en el pecho. El conde dio un empujón a la rabiosa mujer y la tiró al suelo, donde entregó su espíritu en medio de las convulsiones más espantosas. El conde enloqueció".
E.T.A. Hoffmann
-Creo que nos vas a ofrecer algo horroroso y tremendo; así es que, por lo menos, piensa en San Serapio y procura ser lo más breve posible, para que Vincenzo tenga la palabra, pues, según veo, está impaciente por referirnos el cuento que nos prometió.
-¡Calma, calma! -exclamó Vincenzo- Nada mejor para mí que Cipriano tienda un tapiz negro que sirva de fondo a la representación mímico-plástica de mis alegres, pintorescas y saltarinas figuras. Empieza, Cipriano amigo, muéstrate seco, terrorífico, incluso espeluznante, más que el vampírico lord Byron, al que por cierto no he leído.
-El conde Hipólito -comenzó Cipriano- había regresado de sus largos viajes, para hacerse cargo de la rica herencia de su padre. El palacio estaba situado en una de las regiones más bellas y agradables del país, y las rentas que le proporcionaban sus posesiones bastaban para el costoso embellecimiento del mismo.
...Todo lo que el conde había visto a lo largo de sus viajes, lo más bello, atractivo y suntuoso, quería verlo de nuevo levantarse ante sus ojos. Cortesanos y artistas reuníanse en torno a él y acudían a su llamada, de modo que pronto comenzaron las obras del palacio, y el diseño de un amplio parque de gran estilo, en el que se hallarían incluidas iglesia, cementerio y parroquia, formando parte del artístico jardín. El conde dirigía todos los trabajos, pues tenía conocimientos suficientes para ello. Se entregó en cuerpo y alma a estas ocupaciones, de modo que transcurrió un año sin que se le ocurriese (según le aconsejó su anciano tío) dejarse ver a los ojos de las jóvenes, para escoger como esposa a la más bella, a la mejor y a la más noble.
Una mañana que se encontraba sentado ante la mesa de dibujo, proyectando un nuevo edificio, se hizo anunciar una vieja baronesa, lejana pariente de su padre. Hipólito recordó el nombre de la baronesa, y que su padre sentía una indignación intensa contra esta mujer, e incluso que hablaba de ella con repugnancia, y a todas cuantas personas trataban de acercarse a ella les aconsejaba que se alejasen, aunque sin explicar jamás los motivos del peligro. Cuando se le preguntaba al conde, solía decir que había ciertas cosas sobre las que más valía callar que hablar. Con más razón, cuanto que en la residencia corrían turbios rumores de un extraño e insólito proceso criminal, en el que estaba implicada la baronesa, que separada de su marido y expulsada de su alejado lugar de residencia, sólo gracias a la intervención del príncipe se veía libre de encarcelamiento.
Muy molesto se sintió Hipólito por la proximidad de una persona a la que su padre aborrecía, aunque los motivos le fuesen desconocidos. La ley de la hospitalidad, que era privativa de toda esta región, le obligaba a recibir la desagradable visita. Jamás una persona había causado al conde una impresión tan antipática en su apariencia -aunque en realidad no fuese odiosa- como la baronesa.
Al entrar traspasó al conde con una mirada de fuego, luego entornó los párpados y se disculpó de su visita, casi con expresión humilde. Se quejó de que el padre del conde, poseído por extraños prejuicios, a los que le habían inducido sus enemigos maliciosamente, la había odiado hasta la muerte, de modo que, aunque languidecía en la mayor pobreza, y se avergonzaba de su estado, nunca había recibido la menor ayuda. Al fin, como inesperadamente se hubiera visto en posesión de una pequeña suma de dinero, le había sido posible abandonar su residencia y huir hacia un pueblo muy alejado de aquella región. Antes de emprender el viaje no había podido resistir el impulso de conocer al hijo del hombre que le había profesado un odio tan injusto e irreconciliable, aunque a su pesar le reverenciase.
Fue el conmovedor tono de verdad con que habló la baronesa, lo que emocionó al conde, cuanto más que lejos de mirar el desagradable semblante de la vieja, hallábase absorta su mirada en la contemplación de la adorable, maravillosa y encantadora criatura que la acompañaba.
Calló ésta y el conde pareció no darse cuenta: permanecía abstraído. La baronesa pidió que la disculpase, pues al entrar sintióse desconcertada, y se le olvidó presentar a su hija Aurelia. Sólo al oír esto recuperó el conde la palabra, y juró, enrojeciendo totalmente, lo que sumió en la mayor confusión a la adorable joven, que le concediesen enderezar lo que su padre había ejecutado por error, y les suplicó que, conducidas por su propia mano, entrasen en el palacio.
Para confirmar estas palabras tomó la mano de la baronesa, pero la respiración y el habla se le cortaron, al tiempo que un frío enorme le recorría el cuerpo. Sintió que su mano era apresada por unos dedos rígidos, helados como la muerte, y le pareció como si la enorme y huesuda figura de la baronesa -que le contemplaba con ojos sin visión- estuviese envuelta en la espantosa vestimenta de un cadáver.
-¡Oh, Dios mío, qué desgracia está sucediendo en este momento! -gritó Aurelia, y empezó a gemir con una voz tan quejumbrosa, que su pobre madre fue presa de un ataque convulsivo, de cuyo estado, como de costumbre, solía salir unos instantes después, sin necesidad de valerse de ningún medio. Con gran trabajo se desprendió el conde de la baronesa, y como tomase la mano de Aurelia y depositase en ella un ardiente beso, sintió que el dulce deleite del amor y el fuego de la vida retornaban a invadir su ser.
Próximo a la edad madura, sintió el conde, por primera vez, todo el poder de la pasión, de tal modo que le resultó muy difícil esconder sus sentimientos, y como Aurelia le manifestase su agrado de manera ingenua, se encendió en él la esperanza. Apenas pasaron unos cuantos minutos cuando la baronesa despertó de su desmayo, ignorante de lo que había sucedido, y aseguró al conde que estimaba la invitación de permanecer algún tiempo en el palacio, y que olvidaba para siempre todo el mal que su padre le había causado. Así fue como, repentinamente, cambió el hogar del conde, hasta el punto que llegó a pensar que, por un especial favor, el destino le había llevado hasta allí a la persona más ardientemente adorada de todo el universo, para concederle la mayor felicidad de que puede gozar un ser humano.
La conducta de la baronesa fue idéntica, permaneció silenciosa, seria, incluso reservada, y mostró siempre que había ocasión favorable, un dulce talante y hasta una inocente alegría en el fondo de su corazón. El conde, que ya se había habituado al extraño semblante cadavérico y a su figura fantasmal, atribuyó todo esto a su enfermedad, así como la tendencia a una intensa exaltación, de la que daba muestras -según le había dicho su gente- durante los paseos nocturnos que efectuaba por el parque, en dirección al cementerio.
El conde se avergonzó de que los prejuicios de su padre le hubiesen prevenido tanto contra ella y trató de vencer el sentimiento que le sobrecogía, siguiendo los consejos de su buen tío que le indicaba librarse de una relación que tarde o temprano le perjudicaría. Convencido del intenso amor de Aurelia, pidió su mano y figuraos con qué alegría la baronesa aceptó, viéndose transportada de la mayor indigencia al seno de la felicidad. La palidez y aquel aspecto que denotaba un interior extremadamente desasosegado, fue desapareciendo del semblante de Aurelia. La felicidad del amor resplandecía en su mirada y daba a sus mejillas un tono rosado.
La mañana del día que se iba a celebrar la boda, un acontecimiento sobrecogedor vino a contrariar los deseos del conde. Encontraron a la baronesa inerte en el parque, caída en el suelo, con el rostro en tierra, no lejos del camposanto, y la transportaron al palacio, precisamente cuando el conde se levantaba dominado por el sentimiento de su felicidad inminente. Pensó que la baronesa había sido atacada por su acostumbrado mal; sin embargo, fueron vanos todos los medios de que se sirvieron para volverla a la vida. Estaba muerta.
Aurelia no se entregó a los desahogos propios de un intenso dolor, y muda, sin derramar una lágrima, parecía haberse quedado como paralizada después del golpe recibido. El conde, que temía por su amada, con gran cuidado y suavidad se atrevió a recordarle su situación de criatura sola, de modo que ahora más que nunca era necesario aceptar el destino y proceder convenientemente acelerando la ceremonia de la boda que se había diferido a causa de la muerte de la madre. A esto, Aurelia, echándose en los brazos del conde, gritó, al tiempo que derramaba un torrente de lágrimas, con una voz que desgarraba el corazón: Sí, sí, por todos los Santos, por mi bien, sí!. El conde pensó que este vehemente desahogo era debido a la consideración bien amarga de que se encontrase sola, sin patria, y no supiese adonde ir, e incluso a las consideraciones sociales que le impedían permanecer en el palacio.
El conde se ocupó de que una dama honorable le hiciese compañía hasta que el matrimonio se celebró, sin que ningún suceso desgraciado interrumpiese la ceremonia, e Hipólito y Aurelia alcanzaron la cumbre de su felicidad. Mientras todo esto sucedía, Aurelia se había mostrado siempre en un estado de gran excitación. No era el dolor por la pérdida de su madre lo que la desasosegaba, sino una sensación de miedo mortal que parecía atenazarla continuamente.
En mitad de los más dulces transportes amorosos, sentíase sobrecogida de terror, palidecía como una muerta y abrazaba al conde, derramando lágrimas, como si quisiera asegurarse bien de que un poder invisible y enemigo no la llevase a la perdición. Entonces gritaba: ¡No, nunca, nunca!.
Una vez que se encontró casada pareció que el estado de excitación cesaba y que se veía libre del miedo que la sobrecogía. Esto no impidió que el conde adivinase que algún secreto fatídico se escondía en el seno de Aurelia, pero, ciertamente, le pareció inoportuno preguntarle acerca de ello, en tanto que persistiese la excitación, y ella misma se mantuviese callada. Hasta que un día se atrevió a insinuarle la pregunta de cuál era la causa de su desasosiego. Entonces Aurelia afirmó que suponía un inmenso bien para ella desahogar por entero su corazón en su amado esposo. No poco se sorprendió el conde cuando se enteró de que únicamente la fatal conducta de la madre era el motivo del malestar de Aurelia. ¿Hay algo más espantoso -gritó Aurelia- que odiar a la propia madre y tener que aborrecerla? De aquí se deduce que tanto el padre como el tío no estaban dominados por falsos prejuicios y que la baronesa había engañado al conde con una premeditada hipocresía.
Como un signo muy favorable, el conde consideró que la malvada madre se hubiese muerto el mismo día que se iba a celebrar su boda, y no tenía ningún reparo en decirlo. Aurelia, en cambio, dijo que precisamente desde el día de la muerte de su madre se sentía dominada por los más lúgubres y sombríos presentimientos, que no podía evitar sentir un miedo espantoso a que los muertos saliesen de sus tumbas y la arrancasen de los brazos de su amado para llevarla al abismo.
Aurelia recordaba (según refería) los tiempos de su niñez, cómo una mañana, cuando acababa de despertarse, oyó un tumulto espantoso en la casa. Las puertas se abrían y cerraban, se oían voces extrañas. Cuando finalmente se hizo la calma, la doncella tomó a Aurelia de la mano y la llevó a una gran estancia donde estaban muchos hombres reunidos, y en el centro de la habitación sobre una gran mesa yacía un hombre que jugaba a menudo con Aurelia, que le daba golosinas, y al que solía llamar papá. Extendió las manos hacia él y quiso besarle. Los labios que en otro tiempo estaban cálidos ahora estaban helados, y Aurelia, sin saber por qué, prorrumpió en sollozos. La doncella la condujo a una casa desconocida, donde estuvo durante mucho tiempo, hasta que apareció una señora y se la llevó en un coche. Era su madre que la trasladó a la Corte. Aurelia debía tener ya dieciséis años cuando apareció un hombre en casa de la baronesa, al que ésta recibió con alegría, denotando la confianza e intimidad de un amigo querido desde hace tiempo. Cada vez venía más a menudo, y cada vez era más evidente que su casa se transformaba y ponía en mejores condiciones. En lugar de vivir como en una cabaña y vestirse con pobres vestidos y alimentarse mal, ahora vivían en la parte más bella de la ciudad, ostentaban lujosos vestidos y comían y bebían con el desconocido, que diariamente se sentaba a la mesa y participaba en todas las diversiones públicas que se ofrecían en la Corte. Únicamente Aurelia permanecía ajena a las mejoras de su madre, que, evidentemente, se debían al extranjero. Se encerraba en su cuarto cuando la baronesa departía con el desconocido y permanecía tan insensible como antes.
El desconocido, aunque era ya casi de cuarenta años, tenía un aspecto fresco y juvenil, poseía una gran figura y su semblante podía considerarse varonil. No obstante, le resultaba desagradable a Aurelia porque, a menudo, su conducta le parecía vulgar, torpe y plebeya.
Las miradas que empezó a dirigir a Aurelia le causaron inquietud y espanto, incluso un temor que ella misma no sabía explicar. Hasta el momento, la baronesa no se había molestado en dar alguna explicación a Aurelia acerca del desconocido. Ahora mencionó su nombre a Aurelia, añadiendo que el barón era muy rico y un pariente lejano. Alabó su figura, sus rasgos, y terminó preguntando a Aurelia que qué le parecía. Aurelia no ocultó el aborrecimiento que sentía por el desconocido; la baronesa le lanzó una mirada que le produjo un terror indecible y luego la regañó acusándola de ser necia. Poco después, la baronesa se conducía más amablemente que nunca con Aurelia. Le regaló hermosos vestidos y ricos adornos que estaban de moda, y la dejó participar en las diversiones públicas. El desconocido trataba de ganarse el favor de Aurelia, de tal modo que se hacía todavía más odioso. Fue fatal para su tierno espíritu que la casualidad le deparase ser testigo de todo esto, lo que motivó que sintiese un odio tremendo hacia el desconocido y la corrompida madre. Como pocos días después el desconocido, medio embriagado, la estrechase en sus brazos, de modo que no dejase lugar a dudas de sus aviesas intenciones, la desesperación diole fuerzas varoniles, de forma que le propinó tal empujón al desconocido que lo tiró de espaldas, tuvo que huir y se encerró en su cuarto.
La baronesa explicó a Aurelia fríamente y con firmeza que el desconocido mantenía la casa y que no tenía el menor deseo de volver a la antigua indigencia, y que, por consiguiente, eran vanos e inútiles los melindres. Aurelia debía ceder a los deseos del desconocido, que amenazaba abandonarlas. En vez de compadecerse de las súplicas desgarradoras de Aurelia, de sus ardientes lágrimas, la vieja comenzó a proferir amenazas y a burlarse de ella, agregando que estas relaciones le proporcionarían el mayor placer de la vida, así como toda clase de comodidades, y dio muestras de un desaforado aborrecimiento hacia los sentimientos virtuosos, por lo que Aurelia quedó aterrada. Viose perdida, de modo que la única salvación posible le pareció una rápida huida.
Aurelia se había hecho con una llave de la casa, y envolviendo algunas cosas indispensables para su fuga, se deslizó a medianoche, cuando vio a su madre profundamente dormida, hasta el vestíbulo iluminado débilmente. Con sumo cuidado trataba de salir, cuando la puerta de la casa chocó violentamente y retumbó a través de la escalera. En medio del vestíbulo, haciendo frente a Aurelia, apareció la baronesa vestida con una bata sucia y vieja, con el pecho y los brazos descubiertos, el pelo gris despeinado, moviéndose airada. Y detrás de ella el desconocido, que gritaba y chillaba: ¡Espera, condenado Satanás, bruja endemoniada, que me las vas a pagar!, y arrastrándola por los pelos, empezó a golpearla de un modo brutal en mitad del cuerpo, envuelto como estaba en su gruesa bata.
La baronesa empezó a gritar. Aurelia, casi desvanecida, pidió auxilio, asomándose a la ventana abierta. Dio la casualidad que precisamente pasaba por allí una patrulla de guardias, que entraron al instante en la casa: ¡Cogedle! -gritaba la baronesa a los guardias, retorciéndose de rabia y de dolor- ¡Cogedle y agarradle bien! ¡Miradle la espalda!
En cuanto la baronesa pronunció su nombre, el jefe de la patrulla exclamó jubilosamente: ¡Al fin te cogimos, Urian!", y con esto le agarraron y le llevaron consigo, no obstante resistirse. A pesar de todo lo sucedido, la baronesa se había percatado de las intenciones de Aurelia. De momento se conformó con agarrarla violentamente del brazo, arrojarla al interior de su cuarto y cerrarlo bien, sin decir palabra. A la mañana siguiente, la baronesa salió y regresó muy tarde por la noche, mientras Aurelia permanecía en su cuarto encerrada como en una prisión, sin ver ni oír a nadie, de modo que pasó el día sin que tomase comida ni bebida. Así transcurrieron varios días. A menudo la miraba la baronesa con ojos encendidos de ira, y parecía como si quisiera tomar una decisión, hasta que un día encontró una carta, cuyo contenido pareció llenarla de alegría: Odiosa criatura -dijo la baronesa a Aurelia-, eres culpable de todo, aunque te perdono, y lo único que deseo es que no te alcance la espantosa maldición que este malvado ha descargado sobre ti. Luego de decir esto se mostró muy amable, y Aurelia, ahora que ya aquel hombre se había alejado, no volvió a pensar más en la huida, por lo que le fue concedida mayor libertad.
Pasado ya algún tiempo, un día que Aurelia estaba sentada sola en su cuarto, oyó un gran tumulto en la calle. La doncella salió y volvió diciendo que era el hijo del verdugo que iba detenido, después de ser marcado por robo y asesinato, y que al ser conducido a la cárcel se había escapado de entre las manos de los guardianes. Aurelia vaciló, asomándose a la ventana, dominada por temerosos presentimientos; no se había engañado, era el desconocido que, rodeado de numerosos guardianes, iba subido en una carreta. Le conducían camino de la ejecución de la condena y de la expiación de sus faltas. Casi estuvo a punto de desmayarse en su sillón, cuando la espantosa y salvaje mirada del hombre se cruzó con la suya, al tiempo que con gestos amenazadores levantaba el puño cerrado hacia su ventana.
Era costumbre de la baronesa estar siempre fuera de casa, aunque regresaba para hablar con Aurelia y hacer consideraciones acerca de su destino y de las amenazas que se cernían sobre ella, presagiando una vida muy triste. Por medio de la doncella que había entrado a su servicio el día después del suceso de aquella noche, y a la que habían tenido al corriente de las relaciones de la baronesa con aquel pícaro, se enteró Aurelia de que todos los de la casa compadecían a la baronesa por haber sido engañada tan vilmente por un delincuente tan despreciable.
Bien sabía Aurelia que la cosa era de otro modo, y le parecía imposible que los guardias que poco antes habían detenido a este hombre en casa de la baronesa no supieran de sobra la buena amistad de la baronesa con el hijo del verdugo, ya que al apresarle, la baronesa había proferido su nombre y había hecho alusión a la marca de su espalda, que era la señal de su crimen. De aquí que, incluso, la misma doncella a veces expresase con ambigüedad lo que se decía por todas partes, y que insinuase que los jueces estaban haciendo averiguaciones, de forma que hasta la honorable baronesa estuviese a punto de sufrir arresto, debido a las extrañas declaraciones del malvado hijo del verdugo.
De nuevo se dio cuenta la pobre Aurelia de la situación tan lamentable en que se hallaba su madre, y no comprendió cómo podría después de aquel horroroso acontecimiento permanecer un instante más en la residencia. Finalmente, viose obligada a abandonar el lugar, donde se sentía rodeada de un justificado desprecio, y a dirigirse a una región alejada de allí. El viaje la condujo al palacio del conde, donde sucedió lo que ya hemos referido.
Aurelia se sintió extremadamente feliz, libre de las tremendas preocupaciones que tenía, pero he aquí que quedó aterrada cuando al expresarle su madre el favor divino que le concedía este sentimiento de bienaventuranza, ésta, echando llamas por los ojos, gritó con voz destemplada: ¡Tú eres la causa de mi desgracia, desventurada criatura, pero ya verás, toda tu soñada felicidad será destruida por el espíritu vengador, cuando me sobrecoja la muerte. En medio de las convulsiones que me costó tu nacimiento, la astucia de Satanás..., y aquí se detuvo Aurelia, se apoyó en el pecho del conde y le suplicó que le permitiese callar lo que la baronesa había proferido en su furor demencial. Hallábase destrozada, pues creía firmemente que se cumplirían las amenazas de los malos espíritus que poseían a su madre.
El conde consoló a su esposa lo mejor que pudo. Hubo de confesarse a sí mismo, cuando estuvo tranquilo, que el profundo aborrecimiento de la baronesa, aunque hubiese fallecido, arrojaba una negra sombra sobre la vida, que le había parecido tan clara.
Poco tiempo después se notó un marcado cambio en Aurelia. Como la palidez mortal de su semblante y la mirada extenuada denotase enfermedad, pareció como si Aurelia ocultase un nuevo secreto en el interior de su ser, que se mostrase inquieto, inseguro y temeroso. Huía incluso hasta de su marido, se encerraba en su cuarto, buscaba los lugares más apartados del parque, y cuando se la veía, sus ojos llorosos y los consumidos rasgos de su semblante denotaban que sufría una pena profunda. En vano el conde se esforzaba por conocer los motivos del estado de su esposa. Del enorme desconsuelo en el que finalmente se sumió, la sacó un famoso médico, al insinuar que la gran irritabilidad de la condesa, a juzgar por los síntomas, posiblemente denotaba un cambio de estado, que haría la dicha del matrimonio. Este mismo médico se permitió, como se sentase a la mesa del conde y de la condesa, toda clase de alusiones al supuesto estado en que se hallaba la condesa.
La condesa parecía indiferente a todo lo que escuchaba, aunque de pronto prestó gran atención, cuando el médico comenzó a hablar de los caprichos tan raros que a veces tenían las mujeres que estaban en estado, y a los que se entregaban sin tener en consideración la salud y la conveniencia del niño.
La condesa abrumó al médico con preguntas, y éste no se cansó de responder a todas ellas, refiriendo casos asombrosamente curiosos y divertidos de su propia experiencia: También -repuso- hay ejemplos de caprichos anormales, que llevan a las mujeres a realizar hechos espantosos. Así la mujer de un herrero sintió tal deseo de la carne de su marido, que no paró hasta que un día que éste llegó embriagado, se abalanzó sobre él con un cuchillo grande y le acuchilló de manera tan cruel que pocas horas después entregaba el espíritu.
Apenas hubo pronunciado el médico estas palabras, la condesa se desmayaba en la silla donde estaba sentada, y con gran trabajo pudo ser salvada de los ataques de nervios que sufrió a continuación. El médico se percató de que había sido muy imprudente al mencionar en presencia de una mujer tan débil y nerviosa aquel terrible suceso.
Sin embargo, pareció que aquella crisis había ejercido un influjo bienhechor en el ánimo de la condesa, pues se tranquilizó, aunque como de nuevo volviese a enmudecer y a convertirse en una extraña criatura solitaria, con un fuego intenso que brotaba de sus ojos, adquiriendo la palidez mortal de antes, el conde nuevamente volvió a sentir pena e inquietud acerca del estado de su esposa. Lo más raro de él, era que la condesa no tomaba ningún alimento, y sobre todo que demostraba tal asco a la comida, especialmente a la carne, que más de una vez se alejó de la mesa dando las más vivas muestras de aborrecimiento. El médico se sintió incapaz de curarla, pues ni las más fuertes y cariñosas súplicas del conde, ni nada en el mundo podía hacer que la condesa tomase ninguna medicina.
Como transcurriesen semanas y meses sin que la condesa probase bocado, y pareciese que un insondable secreto consumía su vida, el médico supuso que había algo raro, más allá de los límites de la ciencia humana. Abandonó el palacio con un pretexto cualquiera, y el conde pudo darse cuenta de que la enfermedad de la condesa parecía muy sospechosa al acreditado médico, y denotaba que la enfermedad estaba muy arraigada, sin que hubiese medio de curarla. Hay que suponerse en qué estado de ánimo quedó el conde, no satisfecho con esta explicación.
Justamente por esta época un viejo y fiel servidor tuvo ocasión de descubrir al conde que la condesa abandonaba el palacio todas las noches y regresaba al romper el alba. El conde se quedó helado. Ahora es cuando se dio cuenta de que desde hacía bastante tiempo, a eso de la medianoche, le sobrecogía un sueño muy pesado, que atribuía a algún narcótico que la condesa le administraba para poder abandonar sin ser vista el dormitorio que compartía con él.
Los más negros presentimientos sobrecogieron su alma; pensó en la diabólica madre, cuyo espíritu quizá revivía ahora en la hija, en alguna relación ilícita y adulterina, y hasta en el malvado hijo del verdugo. A la noche siguiente iba a desvelársele el espantoso secreto, único motivo del estado misterioso en que se hallaba su esposa.
La condesa acostumbraba ella misma a preparar el té que tomaba el conde y luego se alejaba. Aquel día decidió el conde no probar una gota, y como leyese en la cama, según tenía por costumbre, no sintió el sueño que le sobrecogía a medianoche como otras veces. No obstante se acostó sobre los cojines, e hizo como si durmiese. Suavemente, con gran cuidado, abandonó la condesa el lecho, se aproximó a la cama del conde e iluminó su rostro, deslizándose de la alcoba sin hacer ruido.
El corazón le latía al conde violentamente, se levantó, echóse un manto y siguió a su esposa. Era una noche de luna clara, de modo que, no obstante lo veloz de su paso, se podía ver perfectamente a la condesa Aurelia, envuelta su figura en una túnica blanca. La condesa se dirigió a través del parque hacia el cementerio y desapareció tras el muro.
Rápidamente, corrió el conde tras ella, atravesó la puerta del muro del cementerio, que halló abierta. Al resplandor clarísimo de la luna vio un círculo de espantosas figuras fantasmales. Viejas mujeres semidesnudas, con el cabello desmelenado, hallábanse arrodilladas en el suelo, y se inclinaban sobre el cadáver de un hombre, que devoraban con voracidad de lobo. ¡Aurelia hallábase entre ellas! Impelido por un horror salvaje, el conde salió corriendo irreflexivamente, como preso de un espanto mortal, por el pavor del infierno, y cruzó los senderos del parque, hasta que, bañado en sudor, al amanecer encontróse ante la puerta del palacio. Instintivamente, sin meditar lo que hacía, subió corriendo las escaleras, y atravesó las habitaciones hasta llegar a la alcoba. La condesa yacía, al parecer entregada a un dulce y tranquilo sueño. El conde trató de convencerse de que sólo había sido una pesadilla o una visión engañosa que le había angustiado, ya que era sabedor del paseo nocturno, del cual daba trazas su manto, mojado por el rocío de la mañana.
Sin esperar a que la condesa despertase, se vistió y montó en su caballo. La carrera que dio a lo largo de aquella hermosa mañana a través de los arbustos aromáticos, de los que parecía saludarle el alegre canto de los pájaros que despertaban al día, disipó las terribles imágenes nocturnas; consolado y sereno regresó al palacio.
Como ambos, el conde y la condesa, se sentasen solos a la mesa, y como de costumbre ésta tratase de salir de la estancia a la vista de la carne guisada, dando muestras del mayor asco, se le hizo evidente al conde, en toda su crudeza, la verdad de lo que había contemplado la noche anterior. Poseído del mayor furor se levantó de un salto y gritó con voz terrible: ¡Maldito aborto del infierno, ya sé por qué aborreces el alimento de los hombres, te cebas en las tumbas, mujer diabólica!.
Apenas había proferido estas palabras, la condesa, dando alaridos, se abalanzó sobre él con la furia de una hiena y le mordió en el pecho. El conde dio un empujón a la rabiosa mujer y la tiró al suelo, donde entregó su espíritu en medio de las convulsiones más espantosas. El conde enloqueció".
E.T.A. Hoffmann
jueves, 19 de marzo de 2015
"Sacatove"
"No corresponde sino a las obras realmente hermosas dar lugar a imitaciones afortunadas o desafortunadas. Son otros tantos homenajes indirectos ofrecidos al genio, y que no le han faltado al más donoso, al más emotivo de los poemas, Pablo y Virginia, que Bernardin de Saint-Pierre catalogaba modestamente como una pastoral. Pastoral inmortal sin duda alguna, en la que la exactitud del paisaje y de las costumbres criollas no se rinde sino ante el encanto indecible que de ella se desprende. Las líneas que siguen no tienen ninguna relación, en cuanto al fondo, con la conmovedora historia de los dos jóvenes habitantes de la isla Mauricio. Los hechos transcurren en esta ocasión en la isla Bourbon [actual Reunión] y en época diferente. No obstante, la cercanía de las dos islas, separadas apenas por treinta y cinco leguas, traerá consigo ciertas analogías de descripción, salvo las diferencias del relieve, con frecuencia esenciales como podrá comprobarse, entre la obra de Bernardin y este relato sobre la muerte novelesca de un negro célebre por su habilidad, su valor y su originalidad.
La isla Bourbon es más grande y más elevada que la isla Mauricio. Sus cumbres más altas alcanzan entre 1.700 y 1.800 toesas por encima del nivel del mar; y las elevaciones circundantes están aún cubiertas de selvas vírgenes en las que el pie del hombre no ha penetrado sino en contadas ocasiones. La isla es como un cono inmenso cuya base está rodeada de ciudades y establecimientos más o menos considerables. Pueden contarse alrededor de catorce, todos ellos bautizados con nombres de santos y santas, según la piadosa costumbre de los primeros colonos. Algunas partes de la costa y de la montaña llevan también denominaciones extrañas para los oídos europeos, pero que éstos adoran: L’Étang Salé, Les Trois Bassins, Le Boucan Canot, L’Îlette aux Martins, La Ravine à malheur, Le Bassin bleu, La Plaine des Cafres, etc. Es raro encontrar entre la montaña y el mar una franja de más de dos leguas, salvo en la sabana des Galets y junto al río Saint-Jean, una a sotavento y el otro a barlovento de la isla. Según los antiguos criollos, el mar, que antaño rompía al pie mismo de la montaña, se había ido retirando paulatinamente; y es sobre las lenguas de arena y tierra que fue abandonando donde se construyeron las ciudades y los pueblos. No sucede lo mismo con la isla Mauricio que, salvo algunos picos comparativamente poco elevados, es baja y plana. No se encuentran en ésta las largas torrenteras que surcan la isla Bourbon desde las selvas hasta el mar, con una profundidad pavorosa de mil pies y en las que en la estación lluviosa discurren con un ruido ensordecedor irresistibles torrentes que arrastran rocas de incalculable peso. La vegetación de la isla Bourbon es también más vigorosa y activa, y el aspecto general más grandioso y severo. El volcán, cuya erupción es permanente, se encuentra hacia el sur en medio de montes desolados, que los negros denominan Pays brûlé.
Hacia 1820, un negrero de Madagascar desembarcó su carga humana entre Saint-Paul y Saint-Gilles. Se hicieron lotes que se distribuyeron sobre la arena y luego cada comprador volvió a subir la montaña con sus nuevos esclavos. Entre los que siguieron a su amo hacia las orillas del barranco de Bernica había un joven negro que será, si el lector tiene a bien permitirlo, el protagonista de esta historia tan verídica al menos como las aventuras de la obra que transcurre en la isla Mauricio.
Sacatove era de temperamento tan dulce y de carácter tan alegre; se acostumbró con tanta facilidad a hablar en criollo, que su amo lo distinguió entre los demás. Durante cuatro años enteros no cometió ninguna falta que pudiera merecerle algún castigo. Su entrega y su conducta ejemplar se hicieron proverbiales a diez leguas a la redonda. El patrón lo nombró capataz pese a su edad y los negros se acostumbraron a considerarlo como su superior natural. Todo iba perfectamente en la hacienda cuando, un buen día, Sacatove desapareció para no volver. La búsqueda más minuciosa resultó inútil y antes de que pasaran dos meses todo el mundo lo había olvidado.
La familia del amo blanco al que pertenecía estaba formada por un hijo y una hija de dieciocho y dieciséis años respectivamente. El chico era duro y cruel, aunque valiente, como la mayoría de los criollos; la chica era indolente y fría, con una piel de nieve, ojos azules y cabello rubio. El hermano pasaba la vida cazando en la montaña y en la sabana; la hermana vivía recostada en su habitación, desocupada y perezosa hasta la saciedad. Por lo que respecta al padre, fumaba entre treinta y cuarenta pipas diarias y bebía café a cada hora. Por lo demás sabía suficientemente de todas las cosas como para apreciar adecuadamente el aroma de su tabaco y el de su licor favorito. Era, no obstante, un buen hombre; algo feroz pero no demasiado.
La vivienda que ocupaban en su hacienda de Bernica poseía dos galerías superpuestas cerradas por persianas de rota pintada. Allí se encontraban algunos dormitorios construidos expresamente para evitar los intensos calores de enero. En uno de ellos descansaba habitualmente la joven criolla. Una mañana, sus esclavas predilectas, tras haber esperado largo rato la señal acostumbrada, inquietas por tan prolongado sueño, abrieron la puerta de la habitación y no encontraron a nadie. La joven había desaparecido. La habitación se encontraba tal y como estaba la víspera, sin que faltara ningún objeto de lujo de los que la decoraban, salvo la ropa y los objetos personales de la joven. Sólo podía tratarse de un rapto amoroso; y, aunque el padre y el hijo no sospecharan acerca de quién lo había realizado, las aventuras de esta naturaleza eran demasiado frecuentes como para no tomar medidas urgentes y enérgicas.
Era posible que el raptor se hubiera dirigido hacia la isla Mauricio. Supieron, efectivamente, que un navío había salido de Saint-Paul con ese destino el mismo día del rapto. Se siguió inmediatamente aquel navío, pero resultó que sólo había tocado puntualmente la isla vecina prosiguiendo su ruta rumbo a la India. El padre y el hijo regresaron a su hogar y esperaron pacientemente a que la fugitiva les diera noticias, buenas o malas. El primero no fumó por ello menos pipas; el segundo no cazó menos perdices y liebres. Todo prosiguió como de costumbre en la casa; sólo que hubo una habitación desocupada. Que el lector no se sorprenda por esta indiferencia, ni me acuse de exageración. El criollo tiene el corazón poco efusivo y encuentra ridículo enternecerse. No se trata de estoicismo sino más bien de apatía; lo más frecuente es un completo vacío bajo la tetilla izquierda, como diría Barbier. Dicho sea respetando la excepción que, como todo el mundo sabe, confirma de forma irrecusable la regla general.
Fue poco tiempo después cuando se oyó hablar de Sacatove en la hacienda. Un negro aseguró haberlo visto en los bosques. Esta noticia fue pronto confirmada de manera evidente. Una banda de negros cimarrones desvalijó las haciendas situadas cerca del bosque y la del patrón de Sacatove no se libró. Una noche entre otras, el dormitorio de la joven raptada fue tan completamente desvalijado que sólo quedaron los tabiques, puesto que hasta la persiana de rota se llevaron. El destacamento de los hauts de Saint-Paul recibió orden de perseguir a los cimarrones. Nuestro joven criollo cogió su escopeta de caza y se unió al destacamento como voluntario. Al verlo, su padre encendió una pipa y se tomó varias tazas de café a modo de despedida.
No hay nada más bello que un amanecer visto desde los montes de Bernica. Desde allí se descubre la mitad más rica de la parte de sotavento y el mar a treinta leguas. A la derecha, al pie de la Montagne-à-Marquet, la sabana des Galets se extiende sobre una superficie de tres o cuatro leguas erizada de grandes hierbas amarillas, que surca, como una larga raya negra, el torrente que le da nombre. Cuando la claridad que anuncia la salida del sol aparece por detrás de la montaña de Saint-Denis, una orla de oro fundido corona los dentellones de los picos y destaca vivamente sobre el azul oscuro de sus masas lejanas. Luego se forma de repente en el extremo de la sabana un imperceptible punto luminoso que va agrandándose poco a poco, se desarrolla, invade toda la sabana y, como una marea resplandeciente, pasa de un salto el río de Saint-Paul, resplandece sobre los tejados pintados de la ciudad y pronto rocía toda la isla en el momento en que el sol se lanza gloriosamente por encima de las cumbres más elevadas en el azul oscuro del cielo.
Es un espectáculo sublime que he tenido ocasión de admirar con frecuencia y que se desarrolló también ante los ojos del destacamento cuando hizo su primera parada, a las seis de la mañana, sobre el picacho rojo del Bernica, a unas 1.200 toesas por encima del nivel del mar. Pero, desgraciadamente, los criollos adoptan con gusto como divisa el nil admirari [«no emocionarse por nada»] de Horacio. ¿Qué les importan las magnificencias de la naturaleza? ¿Qué el resplandor de sus noches sin igual? Esas cosas no tienen salida en las plazas comerciales de Europa; un rayo de sol no pesa lo que un fardo de azúcar, y las cuatro paredes de un almacén alegran más sus ojos que los más amplios horizontes. ¡Pobre naturaleza, admirable de fuerza y de poder! ¿Qué les importa a tus ciegos hijos tu maravillosa belleza? No la venden ni al por menor ni al por mayor, luego no sirves para nada. ¡Alimenta con sueños huecos el débil cerebro de los poetas y de los artistas! El criollo es un hombre prematuramente grave, que sólo se deja llevar por los beneficios netos y claros, por la cifra irrefutable, por los sonidos armoniosos del dinero en metálico. Después de eso, todo los demás es vano: amor, amistad, deseo de lo desconocido, inteligencia y saber; nada de eso iguala en valor a un grano de café. Y esto es aún cierto ¡oh, lector!, muy cierto y muy deplorable. Los más fríos y apáticos de los hombres han sido ubicados bajo el más espléndido y dilatado cielo del mundo, en medio del océano infinito, con el fin de que quedara constatado que el hombre de estos tiempos es el ser inmoral por excelencia. ¿Hay inmoralidad más flagrante que la indiferencia y el desprecio de la belleza? ¿Hay algo más odioso que la sequedad de corazón y la impotencia del espíritu frente a la naturaleza eterna? Yo por mi parte he pensado siempre que el hombre así constituido no es sino una monstruosa y odiosa criatura. ¿Quién librará al mundo de él?
El destacamento penetró en los bosques. También éstos están repletos de un encanto austero. El bosque de Bernica, entonces como ahora, lucía en toda la abundancia de su fecunda virginidad. Henchida de cantos de pájaros y de melodías de brisas, dorada por aquí y por allá por los rayos multiplicados a través de las hojas, enlazada por lianas brillantes con mil flores incesantemente variadas de forma y de color y que se balanceaban caprichosamente desde las cimas osadas de las nates y de los bois-roses hasta los tubos redondeados de los papayers-lustres; habríase dicho que era el jardín de Armenia en los primeros días de existencia del mundo, el retiro perfumado de Eva y de los amigos que iban a visitarla. Mil ruidos diversos, mil suspiros, mil risas se cruzaban hasta el infinito bajo las amplias sombras de los árboles, y todas aquellas armonías se unían y se confundían a veces de tal manera que la selva parecía formarse con ellas una voz magnífica y poderosa.
El destacamento pasó silencioso, y el paso de los cazadores se perdió en las profundidades solitarias del bosque. A una legua más o menos, en medio de una inextricable red de lianas y de árboles, la torrentera de Bernica, crecida por las lluvias, corría sordamente a través de su lecho de rocas dispersas. Dos paredes perpendiculares de 400 a 500 pies se erguían a ambos lados de la torrentera. Aquellas paredes, tapizadas en algunas zonas por pequeños arbustos trepadores e hierbas silvestres, estaban generalmente desnudas y dejaban que el sol calentara en demasía la piedra ya calcinada por las antiguas lavas de las que la isla ha conservado la imborrable huella. Si el lector tiene a bien detenerse un instante a mirar la orilla izquierda del barranco, observará en medio de la escasa vegetación de la que acabo de hablar una apertura de un tamaño reducido, más o menos a la mitad de la muralla. Prestando algo más de atención, sus miradas descubrirán una gruesa liana nudosa que desciende a lo largo de la roca hasta la citada entrada, que sus raíces resistentes han fijado más arriba en las grietas de la piedra alrededor del tronco de los árboles.
Había allí una gran gruta dividida en dos partes naturales, siendo la primera bastante más amplia que la segunda, e iluminada a medias por algunas grietas en la bóveda. Apenas se franqueaba la entrada, la curva de la roca se lanzaba a una altura que triplicaba la anchura de aquel cobijo conocido por los negros cimarrones. Tres de éstos se habían sentado en un rincón y fumaban silenciosamente.
En total desorden, colgados o por el suelo, escopetas, machetes de cortar la caña de azúcar, barriles de tocino salado, sacos de arroz, de azúcar y de café, ropas de todo tipo, marmitas y cacerolas llenaban aquella antecámara o más bien aquel cuerpo de guardia de la gruta. Girando un poco hacia la derecha y levantando una cortina de seda amarilla de la India, se entraba en la otra parte. Allí ardían cinco o seis grandes teas de madera de olivo, cuyos reflejos rojizos jugueteaban extrañamente sobre los tejidos de color con los que habían tapizado las paredes de la roca. Sillas, sillones y divanes amueblaban aquel extraño salón; al fondo, indolentemente reclinada sobre un rico sofá azul, vestida de muselina, tranquila e inmóvil aunque algo pálida, dormía o fingía dormir una joven blanca. A unos pasos de ella, apoyado sobre un largo bastón guarnecido de hierro, Sacatove la contemplaba con su expresión despreocupada y dulce arqueando su hermoso torso desnudo.
La joven hizo un movimiento y abrió sus grandes ojos azules. Sacatove se acercó sin hacer ruido y, de rodillas ante ella, le dijo con tono de ternura temerosa:
-¡Perdón, patrona!
Ella no respondió y le echó una mirada fría y despectiva.
-¡Perdón! ¡La amaba tanto! No podía seguir viviendo en los bosques. Si no la hubiera encontrado en la hacienda habría regresado a las cadenas antes que correr el riesgo de no volver a verla jamás. ¡Perdón!
-Debías regresar, efectivamente -contestó la joven-. ¿No eras el mejor tratado de todos nuestros esclavos? ¿Por qué te marchaste con los cimarrones?
-¡Ah! -dijo Sacatove riendo ingenuamente- es que quería ser un poco libre, patrona. Y además, tenía intención de traerla, y cuando Sacatove tiene un deseo, hay doscientos buenos brazos que obedecen. Yo la amaba, patrona, ¿no me amará usted nunca a mí?
-¡Déjame!, ¡estás loco, miserable esclavo! Sal de aquí; no, oye: llévame de nuevo a la hacienda, no diré nada y pediré que te perdonen.
-Sacatove no necesita el perdón de nadie, patrona; es él quien perdona ahora. Vamos, sea buena, patrona -dijo queriendo rodear con sus brazos el cuerpo de la joven.
Pero ante este gesto, ella lanzó un grito de repugnancia invencible y se echó violentamente hacia atrás golpeándose la cabeza con la roca. Palideció y cayó sin conocimiento. Al oír aquel grito estridente, varias negras entraron corriendo y le hicieron volver en sí; luego se marcharon.
-No tenga miedo de mí -dijo Sacatove-, mañana por la mañana estará usted en la hacienda.
-Está bien -susurró fríamente-; cumpliré mi palabra y pediré que te perdonen.
Sacatove sonrió tristemente y salió. Apenas había franqueado el estrecho sendero que separaba las dos puertas de la gruta cuando aparecieron las piernas desnudas de un negro en la entrada de ésta.
-Capataz -gritó con terror- ¡los blancos! ¡los blancos!
Entonces, de todos los rincones de la gruta salieron como por encanto un centenar de negros que tomaron las armas apresuradamente.
-¿Te han visto? -preguntó Sacatove al recién llegado.
-No, no; pero vienen hacia acá.
-Entonces, ¡silencio! No encontrarán nada.
Pronto, efectivamente, se oyeron numerosos pasos por encima de la gruta acompañados de palabrotas y maldiciones; luego el ruido disminuyó y desapareció por completo.
-¡Pobres blancos! -dijo Sacatove con un desprecio indecible. Los negros lanzaron grandes carcajadas al oír aquella exclamación de su jefe.
-Mañana, mañana por la mañana, señorita María, estará de nuevo en la hacienda con sus muebles y su ropa.
Los negros hicieron gestos de asentir silenciosamente; y Sacatove, aproximándose a la entrada de la gruta, sujetó su bastón con los dientes y desapareció trepando por el tronco nudoso de la liana.
El destacamento bajaba de la montaña una hora después de esta escena. El hermano de María se había retrasado unos pasos para dispararle a un hermoso piéjaune que se inclinó a recoger cuando se sintió derribado por una fuerza superior a la suya y oyó una voz, que le resultaba conocida, decirle en criollo:
-¡Buenos días, patrón! La señorita María está bien y pronto la verán de nuevo. No se sorprenda, patrón, soy yo, Sacatove. Salude al viejo blanco. ¡Adiós, patrón!
El joven criollo, recuperando su libertad de movimientos, se incorporó inmediatamente lleno de rabia, pero el negro se encontraba ya a treinta pasos de él y cuando quiso perseguirlo el otro desapareció en el bosque.
Al día siguiente del fijado para el regreso de María, cuando su padre y su hermano pasaban por debajo de la ventana de ésta fumando sus pipas, la vieron de repente y el primero exclamó:
-¡Cómo! ¿Eres tú, María? ¿Dónde has estado?
-¡Hable más bajo! -respondió la joven asomándose a la ventana. Sacatove me llevó al bosque, pero le he prometido el perdón, que hay que concederle por miedo a que hable.
-Si viene o si me lo encuentro -dijo el joven- no hablará.
No comprendió, efectivamente, la fuerza de voluntad y la generosidad que Sacatove había necesitado para desprenderse de una mujer que nadie en el mundo habría podido arrebatarle. Sólo recordó el doble ultraje de su esclavo y juró castigarlo con sus propias manos. No tuvo que esperar mucho. Una mañana que se encontraba cazando en la linde del bosque, en el momento en que apuntaba, Sacatove apareció ante él. Estaba desnudo como siempre, sin armas y con las manos cruzadas a la espalda.
-Buenos días, patrón. ¿La señorita María se encuentra bien?
-¡Ah, perro! -exclamó el criollo disparando.
La bala rozó el hombro del esclavo que dio un salto hacia delante, agarró al joven por la cintura y lo elevó por encima de su cabeza como para lanzarlo contra el suelo. Pero ese momento de ira no duró mucho. Lo dejó en el suelo y le dijo con calma:
-Inténtelo de nuevo, patrón; Sacatove es muy desgraciado; ya no le gustan los bosques y lo que desea es irse al país del buen Dios donde los blancos y los negros son hermanos.
El criollo recogió fríamente su arma, la cargó y lo mató a quemarropa. Así murió Sacatove, el célebre cimarrón. Su joven patrona se casó poco después en Saint-Paul, y no se dijo que su primogénito tuviera la piel menos blanca que ella".
Charles Leconte de Lisle
La isla Bourbon es más grande y más elevada que la isla Mauricio. Sus cumbres más altas alcanzan entre 1.700 y 1.800 toesas por encima del nivel del mar; y las elevaciones circundantes están aún cubiertas de selvas vírgenes en las que el pie del hombre no ha penetrado sino en contadas ocasiones. La isla es como un cono inmenso cuya base está rodeada de ciudades y establecimientos más o menos considerables. Pueden contarse alrededor de catorce, todos ellos bautizados con nombres de santos y santas, según la piadosa costumbre de los primeros colonos. Algunas partes de la costa y de la montaña llevan también denominaciones extrañas para los oídos europeos, pero que éstos adoran: L’Étang Salé, Les Trois Bassins, Le Boucan Canot, L’Îlette aux Martins, La Ravine à malheur, Le Bassin bleu, La Plaine des Cafres, etc. Es raro encontrar entre la montaña y el mar una franja de más de dos leguas, salvo en la sabana des Galets y junto al río Saint-Jean, una a sotavento y el otro a barlovento de la isla. Según los antiguos criollos, el mar, que antaño rompía al pie mismo de la montaña, se había ido retirando paulatinamente; y es sobre las lenguas de arena y tierra que fue abandonando donde se construyeron las ciudades y los pueblos. No sucede lo mismo con la isla Mauricio que, salvo algunos picos comparativamente poco elevados, es baja y plana. No se encuentran en ésta las largas torrenteras que surcan la isla Bourbon desde las selvas hasta el mar, con una profundidad pavorosa de mil pies y en las que en la estación lluviosa discurren con un ruido ensordecedor irresistibles torrentes que arrastran rocas de incalculable peso. La vegetación de la isla Bourbon es también más vigorosa y activa, y el aspecto general más grandioso y severo. El volcán, cuya erupción es permanente, se encuentra hacia el sur en medio de montes desolados, que los negros denominan Pays brûlé.
Hacia 1820, un negrero de Madagascar desembarcó su carga humana entre Saint-Paul y Saint-Gilles. Se hicieron lotes que se distribuyeron sobre la arena y luego cada comprador volvió a subir la montaña con sus nuevos esclavos. Entre los que siguieron a su amo hacia las orillas del barranco de Bernica había un joven negro que será, si el lector tiene a bien permitirlo, el protagonista de esta historia tan verídica al menos como las aventuras de la obra que transcurre en la isla Mauricio.
Sacatove era de temperamento tan dulce y de carácter tan alegre; se acostumbró con tanta facilidad a hablar en criollo, que su amo lo distinguió entre los demás. Durante cuatro años enteros no cometió ninguna falta que pudiera merecerle algún castigo. Su entrega y su conducta ejemplar se hicieron proverbiales a diez leguas a la redonda. El patrón lo nombró capataz pese a su edad y los negros se acostumbraron a considerarlo como su superior natural. Todo iba perfectamente en la hacienda cuando, un buen día, Sacatove desapareció para no volver. La búsqueda más minuciosa resultó inútil y antes de que pasaran dos meses todo el mundo lo había olvidado.
La familia del amo blanco al que pertenecía estaba formada por un hijo y una hija de dieciocho y dieciséis años respectivamente. El chico era duro y cruel, aunque valiente, como la mayoría de los criollos; la chica era indolente y fría, con una piel de nieve, ojos azules y cabello rubio. El hermano pasaba la vida cazando en la montaña y en la sabana; la hermana vivía recostada en su habitación, desocupada y perezosa hasta la saciedad. Por lo que respecta al padre, fumaba entre treinta y cuarenta pipas diarias y bebía café a cada hora. Por lo demás sabía suficientemente de todas las cosas como para apreciar adecuadamente el aroma de su tabaco y el de su licor favorito. Era, no obstante, un buen hombre; algo feroz pero no demasiado.
La vivienda que ocupaban en su hacienda de Bernica poseía dos galerías superpuestas cerradas por persianas de rota pintada. Allí se encontraban algunos dormitorios construidos expresamente para evitar los intensos calores de enero. En uno de ellos descansaba habitualmente la joven criolla. Una mañana, sus esclavas predilectas, tras haber esperado largo rato la señal acostumbrada, inquietas por tan prolongado sueño, abrieron la puerta de la habitación y no encontraron a nadie. La joven había desaparecido. La habitación se encontraba tal y como estaba la víspera, sin que faltara ningún objeto de lujo de los que la decoraban, salvo la ropa y los objetos personales de la joven. Sólo podía tratarse de un rapto amoroso; y, aunque el padre y el hijo no sospecharan acerca de quién lo había realizado, las aventuras de esta naturaleza eran demasiado frecuentes como para no tomar medidas urgentes y enérgicas.
Era posible que el raptor se hubiera dirigido hacia la isla Mauricio. Supieron, efectivamente, que un navío había salido de Saint-Paul con ese destino el mismo día del rapto. Se siguió inmediatamente aquel navío, pero resultó que sólo había tocado puntualmente la isla vecina prosiguiendo su ruta rumbo a la India. El padre y el hijo regresaron a su hogar y esperaron pacientemente a que la fugitiva les diera noticias, buenas o malas. El primero no fumó por ello menos pipas; el segundo no cazó menos perdices y liebres. Todo prosiguió como de costumbre en la casa; sólo que hubo una habitación desocupada. Que el lector no se sorprenda por esta indiferencia, ni me acuse de exageración. El criollo tiene el corazón poco efusivo y encuentra ridículo enternecerse. No se trata de estoicismo sino más bien de apatía; lo más frecuente es un completo vacío bajo la tetilla izquierda, como diría Barbier. Dicho sea respetando la excepción que, como todo el mundo sabe, confirma de forma irrecusable la regla general.
Fue poco tiempo después cuando se oyó hablar de Sacatove en la hacienda. Un negro aseguró haberlo visto en los bosques. Esta noticia fue pronto confirmada de manera evidente. Una banda de negros cimarrones desvalijó las haciendas situadas cerca del bosque y la del patrón de Sacatove no se libró. Una noche entre otras, el dormitorio de la joven raptada fue tan completamente desvalijado que sólo quedaron los tabiques, puesto que hasta la persiana de rota se llevaron. El destacamento de los hauts de Saint-Paul recibió orden de perseguir a los cimarrones. Nuestro joven criollo cogió su escopeta de caza y se unió al destacamento como voluntario. Al verlo, su padre encendió una pipa y se tomó varias tazas de café a modo de despedida.
No hay nada más bello que un amanecer visto desde los montes de Bernica. Desde allí se descubre la mitad más rica de la parte de sotavento y el mar a treinta leguas. A la derecha, al pie de la Montagne-à-Marquet, la sabana des Galets se extiende sobre una superficie de tres o cuatro leguas erizada de grandes hierbas amarillas, que surca, como una larga raya negra, el torrente que le da nombre. Cuando la claridad que anuncia la salida del sol aparece por detrás de la montaña de Saint-Denis, una orla de oro fundido corona los dentellones de los picos y destaca vivamente sobre el azul oscuro de sus masas lejanas. Luego se forma de repente en el extremo de la sabana un imperceptible punto luminoso que va agrandándose poco a poco, se desarrolla, invade toda la sabana y, como una marea resplandeciente, pasa de un salto el río de Saint-Paul, resplandece sobre los tejados pintados de la ciudad y pronto rocía toda la isla en el momento en que el sol se lanza gloriosamente por encima de las cumbres más elevadas en el azul oscuro del cielo.
Es un espectáculo sublime que he tenido ocasión de admirar con frecuencia y que se desarrolló también ante los ojos del destacamento cuando hizo su primera parada, a las seis de la mañana, sobre el picacho rojo del Bernica, a unas 1.200 toesas por encima del nivel del mar. Pero, desgraciadamente, los criollos adoptan con gusto como divisa el nil admirari [«no emocionarse por nada»] de Horacio. ¿Qué les importan las magnificencias de la naturaleza? ¿Qué el resplandor de sus noches sin igual? Esas cosas no tienen salida en las plazas comerciales de Europa; un rayo de sol no pesa lo que un fardo de azúcar, y las cuatro paredes de un almacén alegran más sus ojos que los más amplios horizontes. ¡Pobre naturaleza, admirable de fuerza y de poder! ¿Qué les importa a tus ciegos hijos tu maravillosa belleza? No la venden ni al por menor ni al por mayor, luego no sirves para nada. ¡Alimenta con sueños huecos el débil cerebro de los poetas y de los artistas! El criollo es un hombre prematuramente grave, que sólo se deja llevar por los beneficios netos y claros, por la cifra irrefutable, por los sonidos armoniosos del dinero en metálico. Después de eso, todo los demás es vano: amor, amistad, deseo de lo desconocido, inteligencia y saber; nada de eso iguala en valor a un grano de café. Y esto es aún cierto ¡oh, lector!, muy cierto y muy deplorable. Los más fríos y apáticos de los hombres han sido ubicados bajo el más espléndido y dilatado cielo del mundo, en medio del océano infinito, con el fin de que quedara constatado que el hombre de estos tiempos es el ser inmoral por excelencia. ¿Hay inmoralidad más flagrante que la indiferencia y el desprecio de la belleza? ¿Hay algo más odioso que la sequedad de corazón y la impotencia del espíritu frente a la naturaleza eterna? Yo por mi parte he pensado siempre que el hombre así constituido no es sino una monstruosa y odiosa criatura. ¿Quién librará al mundo de él?
El destacamento penetró en los bosques. También éstos están repletos de un encanto austero. El bosque de Bernica, entonces como ahora, lucía en toda la abundancia de su fecunda virginidad. Henchida de cantos de pájaros y de melodías de brisas, dorada por aquí y por allá por los rayos multiplicados a través de las hojas, enlazada por lianas brillantes con mil flores incesantemente variadas de forma y de color y que se balanceaban caprichosamente desde las cimas osadas de las nates y de los bois-roses hasta los tubos redondeados de los papayers-lustres; habríase dicho que era el jardín de Armenia en los primeros días de existencia del mundo, el retiro perfumado de Eva y de los amigos que iban a visitarla. Mil ruidos diversos, mil suspiros, mil risas se cruzaban hasta el infinito bajo las amplias sombras de los árboles, y todas aquellas armonías se unían y se confundían a veces de tal manera que la selva parecía formarse con ellas una voz magnífica y poderosa.
El destacamento pasó silencioso, y el paso de los cazadores se perdió en las profundidades solitarias del bosque. A una legua más o menos, en medio de una inextricable red de lianas y de árboles, la torrentera de Bernica, crecida por las lluvias, corría sordamente a través de su lecho de rocas dispersas. Dos paredes perpendiculares de 400 a 500 pies se erguían a ambos lados de la torrentera. Aquellas paredes, tapizadas en algunas zonas por pequeños arbustos trepadores e hierbas silvestres, estaban generalmente desnudas y dejaban que el sol calentara en demasía la piedra ya calcinada por las antiguas lavas de las que la isla ha conservado la imborrable huella. Si el lector tiene a bien detenerse un instante a mirar la orilla izquierda del barranco, observará en medio de la escasa vegetación de la que acabo de hablar una apertura de un tamaño reducido, más o menos a la mitad de la muralla. Prestando algo más de atención, sus miradas descubrirán una gruesa liana nudosa que desciende a lo largo de la roca hasta la citada entrada, que sus raíces resistentes han fijado más arriba en las grietas de la piedra alrededor del tronco de los árboles.
Había allí una gran gruta dividida en dos partes naturales, siendo la primera bastante más amplia que la segunda, e iluminada a medias por algunas grietas en la bóveda. Apenas se franqueaba la entrada, la curva de la roca se lanzaba a una altura que triplicaba la anchura de aquel cobijo conocido por los negros cimarrones. Tres de éstos se habían sentado en un rincón y fumaban silenciosamente.
En total desorden, colgados o por el suelo, escopetas, machetes de cortar la caña de azúcar, barriles de tocino salado, sacos de arroz, de azúcar y de café, ropas de todo tipo, marmitas y cacerolas llenaban aquella antecámara o más bien aquel cuerpo de guardia de la gruta. Girando un poco hacia la derecha y levantando una cortina de seda amarilla de la India, se entraba en la otra parte. Allí ardían cinco o seis grandes teas de madera de olivo, cuyos reflejos rojizos jugueteaban extrañamente sobre los tejidos de color con los que habían tapizado las paredes de la roca. Sillas, sillones y divanes amueblaban aquel extraño salón; al fondo, indolentemente reclinada sobre un rico sofá azul, vestida de muselina, tranquila e inmóvil aunque algo pálida, dormía o fingía dormir una joven blanca. A unos pasos de ella, apoyado sobre un largo bastón guarnecido de hierro, Sacatove la contemplaba con su expresión despreocupada y dulce arqueando su hermoso torso desnudo.
La joven hizo un movimiento y abrió sus grandes ojos azules. Sacatove se acercó sin hacer ruido y, de rodillas ante ella, le dijo con tono de ternura temerosa:
-¡Perdón, patrona!
Ella no respondió y le echó una mirada fría y despectiva.
-¡Perdón! ¡La amaba tanto! No podía seguir viviendo en los bosques. Si no la hubiera encontrado en la hacienda habría regresado a las cadenas antes que correr el riesgo de no volver a verla jamás. ¡Perdón!
-Debías regresar, efectivamente -contestó la joven-. ¿No eras el mejor tratado de todos nuestros esclavos? ¿Por qué te marchaste con los cimarrones?
-¡Ah! -dijo Sacatove riendo ingenuamente- es que quería ser un poco libre, patrona. Y además, tenía intención de traerla, y cuando Sacatove tiene un deseo, hay doscientos buenos brazos que obedecen. Yo la amaba, patrona, ¿no me amará usted nunca a mí?
-¡Déjame!, ¡estás loco, miserable esclavo! Sal de aquí; no, oye: llévame de nuevo a la hacienda, no diré nada y pediré que te perdonen.
-Sacatove no necesita el perdón de nadie, patrona; es él quien perdona ahora. Vamos, sea buena, patrona -dijo queriendo rodear con sus brazos el cuerpo de la joven.
Pero ante este gesto, ella lanzó un grito de repugnancia invencible y se echó violentamente hacia atrás golpeándose la cabeza con la roca. Palideció y cayó sin conocimiento. Al oír aquel grito estridente, varias negras entraron corriendo y le hicieron volver en sí; luego se marcharon.
-No tenga miedo de mí -dijo Sacatove-, mañana por la mañana estará usted en la hacienda.
-Está bien -susurró fríamente-; cumpliré mi palabra y pediré que te perdonen.
Sacatove sonrió tristemente y salió. Apenas había franqueado el estrecho sendero que separaba las dos puertas de la gruta cuando aparecieron las piernas desnudas de un negro en la entrada de ésta.
-Capataz -gritó con terror- ¡los blancos! ¡los blancos!
Entonces, de todos los rincones de la gruta salieron como por encanto un centenar de negros que tomaron las armas apresuradamente.
-¿Te han visto? -preguntó Sacatove al recién llegado.
-No, no; pero vienen hacia acá.
-Entonces, ¡silencio! No encontrarán nada.
Pronto, efectivamente, se oyeron numerosos pasos por encima de la gruta acompañados de palabrotas y maldiciones; luego el ruido disminuyó y desapareció por completo.
-¡Pobres blancos! -dijo Sacatove con un desprecio indecible. Los negros lanzaron grandes carcajadas al oír aquella exclamación de su jefe.
-Mañana, mañana por la mañana, señorita María, estará de nuevo en la hacienda con sus muebles y su ropa.
Los negros hicieron gestos de asentir silenciosamente; y Sacatove, aproximándose a la entrada de la gruta, sujetó su bastón con los dientes y desapareció trepando por el tronco nudoso de la liana.
El destacamento bajaba de la montaña una hora después de esta escena. El hermano de María se había retrasado unos pasos para dispararle a un hermoso piéjaune que se inclinó a recoger cuando se sintió derribado por una fuerza superior a la suya y oyó una voz, que le resultaba conocida, decirle en criollo:
-¡Buenos días, patrón! La señorita María está bien y pronto la verán de nuevo. No se sorprenda, patrón, soy yo, Sacatove. Salude al viejo blanco. ¡Adiós, patrón!
El joven criollo, recuperando su libertad de movimientos, se incorporó inmediatamente lleno de rabia, pero el negro se encontraba ya a treinta pasos de él y cuando quiso perseguirlo el otro desapareció en el bosque.
Al día siguiente del fijado para el regreso de María, cuando su padre y su hermano pasaban por debajo de la ventana de ésta fumando sus pipas, la vieron de repente y el primero exclamó:
-¡Cómo! ¿Eres tú, María? ¿Dónde has estado?
-¡Hable más bajo! -respondió la joven asomándose a la ventana. Sacatove me llevó al bosque, pero le he prometido el perdón, que hay que concederle por miedo a que hable.
-Si viene o si me lo encuentro -dijo el joven- no hablará.
No comprendió, efectivamente, la fuerza de voluntad y la generosidad que Sacatove había necesitado para desprenderse de una mujer que nadie en el mundo habría podido arrebatarle. Sólo recordó el doble ultraje de su esclavo y juró castigarlo con sus propias manos. No tuvo que esperar mucho. Una mañana que se encontraba cazando en la linde del bosque, en el momento en que apuntaba, Sacatove apareció ante él. Estaba desnudo como siempre, sin armas y con las manos cruzadas a la espalda.
-Buenos días, patrón. ¿La señorita María se encuentra bien?
-¡Ah, perro! -exclamó el criollo disparando.
La bala rozó el hombro del esclavo que dio un salto hacia delante, agarró al joven por la cintura y lo elevó por encima de su cabeza como para lanzarlo contra el suelo. Pero ese momento de ira no duró mucho. Lo dejó en el suelo y le dijo con calma:
-Inténtelo de nuevo, patrón; Sacatove es muy desgraciado; ya no le gustan los bosques y lo que desea es irse al país del buen Dios donde los blancos y los negros son hermanos.
El criollo recogió fríamente su arma, la cargó y lo mató a quemarropa. Así murió Sacatove, el célebre cimarrón. Su joven patrona se casó poco después en Saint-Paul, y no se dijo que su primogénito tuviera la piel menos blanca que ella".
Charles Leconte de Lisle
miércoles, 18 de marzo de 2015
"El Bacilo Robado"
" -Ésta, también, es otra preparación del famoso bacilo del cólera -explicó el bacteriólogo colocando el portaobjetos en el microscopio.
El hombre de rostro pálido miró por el microscopio. Evidentemente no estaba acostumbrado a hacerlo, y con una mano blanca y débil tapaba el ojo libre.
-Veo muy poco -observó.
Ajuste este tornillo -indicó el bacteriólogo-, quizás el microscopio esté desenfocado para usted. Los ojos varían tanto... Sólo una fracción de vuelta para este lado o para el otro.
-¡Ah! Ya veo -dijo el visitante-. No hay tanto que ver después de todo. Pequeñas rayas y fragmentos rosa. De todas formas, ¡esas diminutas partículas, esos meros corpúsculos, podrían multiplicarse y devastar una ciudad! ¡Es maravilloso!
Se levantó, y, retirando la preparación del microscopio, la sujetó en dirección a la ventana.
-Apenas visible -comentó mientras observaba minuciosamente la preparación. Dudó.
-¿Están vivos? ¿Son peligrosos?
-Los han matado y teñido -aseguró el bacteriólogo-. Por mi parte me gustaría que pudiéramos matar y teñir a todos los del universo.
-Me imagino -observó el hombre pálido sonriendo levemente- que usted no estará especialmente interesado en tener aquí a su alrededor microbios semejantes en vivo, en estado activo.
-Al contrario, estamos obligados a tenerlos -declaró el bacteriólogo-. Aquí, por ejemplo.
Cruzó la habitación y cogió un tubo entre unos cuantos que estaban sellados.
-Aquí está el microbio vivo. Éste es un cultivo de las auténticas bacterias de la enfermedad vivas -dudó-. Cólera embotellado, por decirlo así.
Un destello de satisfacción iluminó momentáneamente el rostro del hombre pálido.
-¡Vaya una sustancia mortal para tener en las manos! -exclamó devorando el tubito con los ojos.
El bacteriólogo observó el placer morboso en la expresión de su visitante. Este hombre que había venido a verle esa tarde con una nota de presentación de un viejo amigo le interesaba por el mismísimo contraste de su manera de ser. El pelo negro, largo y lacio; los ojos grises y profundos; el aspecto macilento y el aire nervioso; el vacilante pero genuino interés de su visitante constituían un novedoso cambio frente a las flemáticas deliberaciones de los científicos corrientes con los que se relacionaba principalmente el bacteriólogo. Quizás era natural que, con un oyente evidentemente tan impresionable respecto de la naturaleza letal de su materia, él abordara el lado más efectivo del tema.
Continuó con el tubo en la mano pensativamente:
-Sí, aquí está la peste aprisionada. Basta con romper un tubo tan pequeño como éste en un abastecimiento de agua potable y decir a estas partículas de vida tan diminutas que no se pueden oler ni gustar, e incluso para verlas hay que teñirlas y examinarlas con la mayor potencia del microscopio: Adelante, creced y multiplicaos y llenad las cisternas; y la muerte, una muerte misteriosa, sin rastro, rápida, terrible, llena de dolor y de oprobio se precipitaría sobre la ciudad buscando sus víctimas de un lado para otro. Aquí apartaría al marido de su esposa y al hijo de la madre, allá al gobernante de sus deberes y al trabajador de sus quehaceres. Correría por las principales cañerías, deslizándose por las calles y escogiendo acá y allá para su castigo las casas en las que no hervían el agua. Se arrastraría hasta los pozos de los fabricantes de agua mineral, llegaría, bien lavada, a las ensaladas, y yacería dormida en los cubitos de hielo. Estaría esperando dispuesta para que la bebieran los animales en los abrevaderos y los niños imprudentes en las fuentes públicas. Se sumergiría bajo tierra para reaparecer inesperadamente en los manantiales y pozos de mil lugares. Una vez puesto en el abastecimiento de agua, y antes de que pudiéramos reducirlo y cogerlo de nuevo, el bacilo habría diezmado la ciudad.
Se detuvo bruscamente. Ya le habían dicho que la retórica era su debilidad.
-Pero aquí está completamente seguro, ¿sabe usted?, completamente seguro.
El hombre de rostro pálido movió la cabeza afirmativamente. Le brillaron los ojos. Se aclaró la garganta.
-Estos anarquistas, los muy granujas -opinó-, son imbéciles, totalmente imbéciles. Utilizar bombas cuando se pueden conseguir cosas como ésta. Vamos, me parece a mí.
Se oyó en la puerta un golpe suave, un ligerísimo toque con las uñas. El bacteriólogo la abrió.
-Un minuto, cariño -susurró su mujer.
Cuando volvió a entrar en el laboratorio, su visitante estaba mirando el reloj.
-No tenía ni idea de que le he hecho perder una hora de su tiempo -se excusó-. Son las cuatro menos veinte. Debería haber salido de aquí a las tres y media. Pero sus explicaciones eran realmente interesantísimas. No, ciertamente no puedo quedarme un minuto más. Tengo una cita a las cuatro.
Salió de la habitación dando de nuevo las gracias. El bacteriólogo le acompañó hasta la puerta y luego, pensativo, regresó por el corredor hasta el laboratorio. Reflexionaba sobre la raza de su visitante. Desde luego no era de tipo teutónico, pero tampoco latino corriente.
-En cualquier caso un producto morboso, me temo -dijo para sí el bacteriólogo. ¡Cómo disfrutaba con esos cultivos de gérmenes patógenos!
De repente se le ocurrió una idea inquietante. Se volvió hacia el portatubos que estaba junto al vaporizador e inmediatamente hacia la mesa del despacho. Luego se registró apresuradamente los bolsillos y a continuación se lanzó hacia la puerta.
-Quizá lo haya dejado en la mesa del vestíbulo -se dijo.
-¡Minnie! -gritó roncamente desde el vestíbulo.
-Sí, cariño -respondió una voz lejana.
-¿Tenía algo en la mano cuando hablé contigo hace un momento, cariño?
Pausa.
-Nada, cariño, me acuerdo muy bien.
-¡Maldita sea! -gritó el bacteriólogo abalanzándose hacia la puerta y bajando a la carrera las escaleras de la casa hasta la calle.
Al oír el portazo, Minnie corrió alarmada hacia la ventana. Calle abajo, un hombre delgado subía a un coche. El bacteriólogo, sin sombrero y en zapatillas, corría hacia ellos gesticulando alborotadamente. Se le salió una zapatilla, pero no esperó por ella.
-¡Se ha vuelto loco! -dijo Minnie-. Es esa horrible ciencia suya.
Y, abriendo la ventana, le habría llamado, pero en ese momento el hombre delgado miró repentinamente de soslayo y pareció también volverse loco. Señaló precipitadamente al bacteriólogo, dijo algo al cochero, cerró de un portazo, restalló el látigo, sonaron los cascos del caballo y en unos instantes el coche, ardorosamente perseguido por el bacteriólogo, se alejaba calle arriba y desaparecía por la esquina.
Minnie, preocupada, se quedó un momento asomada a la ventana. Luego se volvió hacia la habitación. Estaba desconcertada. Por supuesto que es un excéntrico, pensó. Pero correr por Londres, en plena temporada, además, ¡en calcetines! Tuvo una idea feliz. Se puso deprisa el sombrero, cogió los zapatos de su marido, descolgó su sombrero y gabardina de los percheros del vestíbulo, salió al portal e hizo señas a un coche que morosa y oportunamente pasaba por allí.
-Lléveme calle arriba y por Havelock Crescent a ver si encontramos a un caballero corriendo por ahí en chaqueta de pana y sin sombrero.
-Chaqueta de pana y sin sombrero. Muy bien, señora.
Y el cochero hizo restallar el látigo inmediatamente de la manera más normal y cotidiana, como si llevara a los clientes a esa dirección todos los días.
Unos minutos más tarde, el pequeño grupo de cocheros y holgazanes que se reúne en torno a la parada de coches de Haverstock Hill quedaba atónito ante el paso de un coche conducido furiosamente por un caballo color jengibre disparado como una bala.
Permanecieron en silencio mientras pasaba, pero cuando desaparecía empezaron los comentarios:
-Ése era Harry Hicks. ¿Qué le habrá picado? -se preguntó el grueso caballero conocido por El Trompetas.
-Está dándole bien al látigo, sí, le está pegando a fondo -intervino el mozo de cuadra.
-¡Vaya! -exclamó el bueno de Tommy Byles-, aquí tenemos a otro perfecto lunático. Sonado como ninguno.
-Es el viejo George -explicó El Trompetas-, y lleva a un lunático como decís muy bien. ¿No va gesticulando fuera del coche? Me pregunto si no irá tras Harry Hicks.
El grupo de la parada se animó y gritaba a coro:
-¡A ellos, George! ¡Es una carrera! ¡Los cogerás! ¡Dale al látigo!
-Es toda una corredora esa yegua -dijo el mozo de cuadra.
-¡Que me parta un rayo! -exclamó El Trompetas-. Ahí viene otro. ¿No se han vuelto locos esta mañana todos los coches de Hampstead?
-Esta vez es una señora -dijo el mozo de cuadra.
-Está siguiéndolo -añadió El Trompetas.
-¿Qué tiene en la mano?
-Parece una chistera.
-¡Qué jaleo tan fantástico! ¡Tres a uno por el viejo George! -gritó el mozo de cuadra-. ¡Elsiguiente!
Minnie pasó entre todo un estrépito de aplausos. No le gustó, pero pensaba que estaba cumpliendo con su deber, y siguió rodando por Haverstock Hill y la calle mayor de Camden Town con los ojos siempre fijos en la vivaz espalda del viejo George, que de forma tan incomprensible la separaba del haragán de su marido.
El hombre que viajaba en el primer coche iba agazapado en una esquina, con los brazos cruzados bien apretados y agarrando entre las manos el tubito que contenía tan vastas posibilidades de destrucción. Su estado de ánimo era una singular mezcla de temor y de exaltación. Sobre todo temía que lo cogieran antes de poder llevar a cabo su propósito, aunque bajo este temor se ocultaba un miedo más vago, pero mayor ante lo horroroso de su crimen. En todo caso, su alborozo excedía con mucho a su miedo. Ningún anarquista antes que él había tenido esta idea suya. Ravachol, Vaillant, todas aquellas personas distinguidas cuya fama había envidiado, se hundían en la insignificancia comparadas con él. Sólo tenía que asegurarse del abastecimiento de agua y romper el tubito en un depósito. ¡Con qué brillantez lo había planeado, había falsificado la carta de presentación y había conseguido entrar en el laboratorio! ¡Y qué bien había aprovechado la oportunidad! El mundo tendría por fin noticias suyas. Todas aquellas gentes que se habían mofado de él, que le habían menospreciado, preterido o encontrado su compañía indeseable por fin tendrían que tenerle en cuenta. ¡Muerte, muerte, muerte! Siempre lo habían tratado como a un hombre sin importancia. Todo el mundo se había confabulado para mantenerlo en la oscuridad. Ahora les enseñaría lo que es aislar a un hombre. ¿Qué calle era ésta que le resultaba tan familiar? ¡La calle de San Andrés, por supuesto! ¿Cómo iba la persecución? Estiró el cuello por encima del coche. El bacteriólogo les seguía a unas cincuenta yardas escasas. Eso estaba mal. Todavía podían alcanzarle y detenerle.
Rebuscó dinero en el bolsillo y encontró medio soberano. Sacó la moneda por la trampilla del techo del coche y se la puso al cochero delante de la cara.
-Más -gritó- si conseguimos escapar.
-De acuerdo -respondió el cochero arrebatándole el dinero de la mano.
La trampilla se cerró de golpe, y el látigo golpeó el lustroso costado del caballo. El coche se tambaleó, y el anarquista, que estaba medio de pie debajo de la trampilla, para mantener el equilibrio apoyó en la puerta la mano con la que sujetaba el tubo de cristal. Oyó el crujido del frágil tubo y el chasquido de la mitad rota sobre el piso del coche. Cayó de espaldas sobre el asiento, maldiciendo, y miró fija y desmayadamente las dos o tres gotas de la poción que quedaban en la puerta.
Se estremeció.
-¡Bien! Supongo que seré el primero. ¡Bah! En cualquier caso seré un mártir. Eso es algo. Pero es una muerte asquerosa a pesar de todo. ¿Será tan dolorosa como dicen?
En aquel instante tuvo una idea. Buscó a tientas entre los pies. Todavía quedaba una gotita en el extremo roto del tubo y se la bebió para asegurarse. De todos modos no fracasaría.
Entonces se le ocurrió que ya no necesitaba escapar del bacteriólogo. En la calle Wellington le dijo al cochero que parara y se apeó. Se resbaló en el peldaño, la cabeza le daba vueltas. Este veneno del cólera parecía una sustancia muy rápida. Despidió al cochero de su existencia, por decirlo así, y se quedó de pie en la acera con los brazos cruzados sobre el pecho, esperando la llegada del bacteriólogo. Había algo trágico en su actitud. El sentido de la muerte inminente le confería cierta dignidad. Saludó a su perseguidor con una risa desafiante.
-¡Vive l'Anarchie! Llega demasiado tarde, amigo mío. Me lo he bebido. ¡El cólera está en la calle!
El bacteriólogo le miró desde su coche con curiosidad a través de las gafas.
-¡Se lo ha bebido usted! ¡Un anarquista! Ahora comprendo.
Estuvo a punto de decir algo más, pero se contuvo. Una sonrisa se dibujó en sus labios. Cuando abrió la puerta del coche, como para apearse, el anarquista le rindió una dramática despedida y se dirigió apresuradamente hacia London Bridge procurando rozar su cuerpo infectado contra el mayor número de gente. El bacteriólogo estaba tan preocupado viéndole que apenas si se sorprendió con la aparición de Minnie sobre la acera, cargada con el sombrero, los zapatos y el abrigo.
-Has tenido una buena idea trayéndome mis cosas -dijo, y continuó abstraído contemplando cómo desaparecía la figura del anarquista.
-Sería mejor que subieras al coche -indicó, todavía mirando.
Minnie estaba ahora totalmente convencida de su locura y, bajo su responsabilidad, ordenó al cochero volver a casa.
-¿Que me ponga los zapatos? Ciertamente, cariño -respondió él al tiempo que el coche comenzaba a girar y hacía desaparecer de su vista la arrogante figura negra empequeñecida por la distancia. Entonces se le ocurrió de repente algo grotesco y se echó a reír. Luego observó:
-No obstante es muy serio. ¿Sabes?, ese hombre vino a casa a verme. Es anarquista. No, no te desmayes o no te podré contar el resto. Yo quería asombrarle, y, sin saber que era anarquista, cogí un cultivo de esa nueva especie de bacteria de la que te he hablado, esa que propaga y creo que produce las manchas azules en varios monos, y a lo tonto le dije que era el cólera asiático. Entonces él escapó con ella para envenenar el agua de Londres, y desde luego podía haber hecho la vida muy triste a los civilizados londinenses. Y ahora se la ha tragado. Por supuesto no sé lo que ocurrirá, pero ya sabes que volvió azul al gato, y a los tres perritos azules a trozos, y al gorrión de un azul vivo. Pero lo que me fastidia es que tendré que repetir las molestias y los gastos para conseguirla otra vez.
»¡Que me ponga el abrigo en un día tan caluroso! ¿Por qué? ¿Porque podríamos encontrarnos a la señora Jabber? Cariño, la señora Jabber no es una corriente de aire. ¿Y por qué tengo que ponerme el abrigo en un día de calor por culpa de la señora...? ¡Oh!, muy bien..."
H.G Wells
El hombre de rostro pálido miró por el microscopio. Evidentemente no estaba acostumbrado a hacerlo, y con una mano blanca y débil tapaba el ojo libre.
-Veo muy poco -observó.
Ajuste este tornillo -indicó el bacteriólogo-, quizás el microscopio esté desenfocado para usted. Los ojos varían tanto... Sólo una fracción de vuelta para este lado o para el otro.
-¡Ah! Ya veo -dijo el visitante-. No hay tanto que ver después de todo. Pequeñas rayas y fragmentos rosa. De todas formas, ¡esas diminutas partículas, esos meros corpúsculos, podrían multiplicarse y devastar una ciudad! ¡Es maravilloso!
Se levantó, y, retirando la preparación del microscopio, la sujetó en dirección a la ventana.
-Apenas visible -comentó mientras observaba minuciosamente la preparación. Dudó.
-¿Están vivos? ¿Son peligrosos?
-Los han matado y teñido -aseguró el bacteriólogo-. Por mi parte me gustaría que pudiéramos matar y teñir a todos los del universo.
-Me imagino -observó el hombre pálido sonriendo levemente- que usted no estará especialmente interesado en tener aquí a su alrededor microbios semejantes en vivo, en estado activo.
-Al contrario, estamos obligados a tenerlos -declaró el bacteriólogo-. Aquí, por ejemplo.
Cruzó la habitación y cogió un tubo entre unos cuantos que estaban sellados.
-Aquí está el microbio vivo. Éste es un cultivo de las auténticas bacterias de la enfermedad vivas -dudó-. Cólera embotellado, por decirlo así.
Un destello de satisfacción iluminó momentáneamente el rostro del hombre pálido.
-¡Vaya una sustancia mortal para tener en las manos! -exclamó devorando el tubito con los ojos.
El bacteriólogo observó el placer morboso en la expresión de su visitante. Este hombre que había venido a verle esa tarde con una nota de presentación de un viejo amigo le interesaba por el mismísimo contraste de su manera de ser. El pelo negro, largo y lacio; los ojos grises y profundos; el aspecto macilento y el aire nervioso; el vacilante pero genuino interés de su visitante constituían un novedoso cambio frente a las flemáticas deliberaciones de los científicos corrientes con los que se relacionaba principalmente el bacteriólogo. Quizás era natural que, con un oyente evidentemente tan impresionable respecto de la naturaleza letal de su materia, él abordara el lado más efectivo del tema.
Continuó con el tubo en la mano pensativamente:
-Sí, aquí está la peste aprisionada. Basta con romper un tubo tan pequeño como éste en un abastecimiento de agua potable y decir a estas partículas de vida tan diminutas que no se pueden oler ni gustar, e incluso para verlas hay que teñirlas y examinarlas con la mayor potencia del microscopio: Adelante, creced y multiplicaos y llenad las cisternas; y la muerte, una muerte misteriosa, sin rastro, rápida, terrible, llena de dolor y de oprobio se precipitaría sobre la ciudad buscando sus víctimas de un lado para otro. Aquí apartaría al marido de su esposa y al hijo de la madre, allá al gobernante de sus deberes y al trabajador de sus quehaceres. Correría por las principales cañerías, deslizándose por las calles y escogiendo acá y allá para su castigo las casas en las que no hervían el agua. Se arrastraría hasta los pozos de los fabricantes de agua mineral, llegaría, bien lavada, a las ensaladas, y yacería dormida en los cubitos de hielo. Estaría esperando dispuesta para que la bebieran los animales en los abrevaderos y los niños imprudentes en las fuentes públicas. Se sumergiría bajo tierra para reaparecer inesperadamente en los manantiales y pozos de mil lugares. Una vez puesto en el abastecimiento de agua, y antes de que pudiéramos reducirlo y cogerlo de nuevo, el bacilo habría diezmado la ciudad.
Se detuvo bruscamente. Ya le habían dicho que la retórica era su debilidad.
-Pero aquí está completamente seguro, ¿sabe usted?, completamente seguro.
El hombre de rostro pálido movió la cabeza afirmativamente. Le brillaron los ojos. Se aclaró la garganta.
-Estos anarquistas, los muy granujas -opinó-, son imbéciles, totalmente imbéciles. Utilizar bombas cuando se pueden conseguir cosas como ésta. Vamos, me parece a mí.
Se oyó en la puerta un golpe suave, un ligerísimo toque con las uñas. El bacteriólogo la abrió.
-Un minuto, cariño -susurró su mujer.
Cuando volvió a entrar en el laboratorio, su visitante estaba mirando el reloj.
-No tenía ni idea de que le he hecho perder una hora de su tiempo -se excusó-. Son las cuatro menos veinte. Debería haber salido de aquí a las tres y media. Pero sus explicaciones eran realmente interesantísimas. No, ciertamente no puedo quedarme un minuto más. Tengo una cita a las cuatro.
Salió de la habitación dando de nuevo las gracias. El bacteriólogo le acompañó hasta la puerta y luego, pensativo, regresó por el corredor hasta el laboratorio. Reflexionaba sobre la raza de su visitante. Desde luego no era de tipo teutónico, pero tampoco latino corriente.
-En cualquier caso un producto morboso, me temo -dijo para sí el bacteriólogo. ¡Cómo disfrutaba con esos cultivos de gérmenes patógenos!
De repente se le ocurrió una idea inquietante. Se volvió hacia el portatubos que estaba junto al vaporizador e inmediatamente hacia la mesa del despacho. Luego se registró apresuradamente los bolsillos y a continuación se lanzó hacia la puerta.
-Quizá lo haya dejado en la mesa del vestíbulo -se dijo.
-¡Minnie! -gritó roncamente desde el vestíbulo.
-Sí, cariño -respondió una voz lejana.
-¿Tenía algo en la mano cuando hablé contigo hace un momento, cariño?
Pausa.
-Nada, cariño, me acuerdo muy bien.
-¡Maldita sea! -gritó el bacteriólogo abalanzándose hacia la puerta y bajando a la carrera las escaleras de la casa hasta la calle.
Al oír el portazo, Minnie corrió alarmada hacia la ventana. Calle abajo, un hombre delgado subía a un coche. El bacteriólogo, sin sombrero y en zapatillas, corría hacia ellos gesticulando alborotadamente. Se le salió una zapatilla, pero no esperó por ella.
-¡Se ha vuelto loco! -dijo Minnie-. Es esa horrible ciencia suya.
Y, abriendo la ventana, le habría llamado, pero en ese momento el hombre delgado miró repentinamente de soslayo y pareció también volverse loco. Señaló precipitadamente al bacteriólogo, dijo algo al cochero, cerró de un portazo, restalló el látigo, sonaron los cascos del caballo y en unos instantes el coche, ardorosamente perseguido por el bacteriólogo, se alejaba calle arriba y desaparecía por la esquina.
Minnie, preocupada, se quedó un momento asomada a la ventana. Luego se volvió hacia la habitación. Estaba desconcertada. Por supuesto que es un excéntrico, pensó. Pero correr por Londres, en plena temporada, además, ¡en calcetines! Tuvo una idea feliz. Se puso deprisa el sombrero, cogió los zapatos de su marido, descolgó su sombrero y gabardina de los percheros del vestíbulo, salió al portal e hizo señas a un coche que morosa y oportunamente pasaba por allí.
-Lléveme calle arriba y por Havelock Crescent a ver si encontramos a un caballero corriendo por ahí en chaqueta de pana y sin sombrero.
-Chaqueta de pana y sin sombrero. Muy bien, señora.
Y el cochero hizo restallar el látigo inmediatamente de la manera más normal y cotidiana, como si llevara a los clientes a esa dirección todos los días.
Unos minutos más tarde, el pequeño grupo de cocheros y holgazanes que se reúne en torno a la parada de coches de Haverstock Hill quedaba atónito ante el paso de un coche conducido furiosamente por un caballo color jengibre disparado como una bala.
Permanecieron en silencio mientras pasaba, pero cuando desaparecía empezaron los comentarios:
-Ése era Harry Hicks. ¿Qué le habrá picado? -se preguntó el grueso caballero conocido por El Trompetas.
-Está dándole bien al látigo, sí, le está pegando a fondo -intervino el mozo de cuadra.
-¡Vaya! -exclamó el bueno de Tommy Byles-, aquí tenemos a otro perfecto lunático. Sonado como ninguno.
-Es el viejo George -explicó El Trompetas-, y lleva a un lunático como decís muy bien. ¿No va gesticulando fuera del coche? Me pregunto si no irá tras Harry Hicks.
El grupo de la parada se animó y gritaba a coro:
-¡A ellos, George! ¡Es una carrera! ¡Los cogerás! ¡Dale al látigo!
-Es toda una corredora esa yegua -dijo el mozo de cuadra.
-¡Que me parta un rayo! -exclamó El Trompetas-. Ahí viene otro. ¿No se han vuelto locos esta mañana todos los coches de Hampstead?
-Esta vez es una señora -dijo el mozo de cuadra.
-Está siguiéndolo -añadió El Trompetas.
-¿Qué tiene en la mano?
-Parece una chistera.
-¡Qué jaleo tan fantástico! ¡Tres a uno por el viejo George! -gritó el mozo de cuadra-. ¡Elsiguiente!
Minnie pasó entre todo un estrépito de aplausos. No le gustó, pero pensaba que estaba cumpliendo con su deber, y siguió rodando por Haverstock Hill y la calle mayor de Camden Town con los ojos siempre fijos en la vivaz espalda del viejo George, que de forma tan incomprensible la separaba del haragán de su marido.
El hombre que viajaba en el primer coche iba agazapado en una esquina, con los brazos cruzados bien apretados y agarrando entre las manos el tubito que contenía tan vastas posibilidades de destrucción. Su estado de ánimo era una singular mezcla de temor y de exaltación. Sobre todo temía que lo cogieran antes de poder llevar a cabo su propósito, aunque bajo este temor se ocultaba un miedo más vago, pero mayor ante lo horroroso de su crimen. En todo caso, su alborozo excedía con mucho a su miedo. Ningún anarquista antes que él había tenido esta idea suya. Ravachol, Vaillant, todas aquellas personas distinguidas cuya fama había envidiado, se hundían en la insignificancia comparadas con él. Sólo tenía que asegurarse del abastecimiento de agua y romper el tubito en un depósito. ¡Con qué brillantez lo había planeado, había falsificado la carta de presentación y había conseguido entrar en el laboratorio! ¡Y qué bien había aprovechado la oportunidad! El mundo tendría por fin noticias suyas. Todas aquellas gentes que se habían mofado de él, que le habían menospreciado, preterido o encontrado su compañía indeseable por fin tendrían que tenerle en cuenta. ¡Muerte, muerte, muerte! Siempre lo habían tratado como a un hombre sin importancia. Todo el mundo se había confabulado para mantenerlo en la oscuridad. Ahora les enseñaría lo que es aislar a un hombre. ¿Qué calle era ésta que le resultaba tan familiar? ¡La calle de San Andrés, por supuesto! ¿Cómo iba la persecución? Estiró el cuello por encima del coche. El bacteriólogo les seguía a unas cincuenta yardas escasas. Eso estaba mal. Todavía podían alcanzarle y detenerle.
Rebuscó dinero en el bolsillo y encontró medio soberano. Sacó la moneda por la trampilla del techo del coche y se la puso al cochero delante de la cara.
-Más -gritó- si conseguimos escapar.
-De acuerdo -respondió el cochero arrebatándole el dinero de la mano.
La trampilla se cerró de golpe, y el látigo golpeó el lustroso costado del caballo. El coche se tambaleó, y el anarquista, que estaba medio de pie debajo de la trampilla, para mantener el equilibrio apoyó en la puerta la mano con la que sujetaba el tubo de cristal. Oyó el crujido del frágil tubo y el chasquido de la mitad rota sobre el piso del coche. Cayó de espaldas sobre el asiento, maldiciendo, y miró fija y desmayadamente las dos o tres gotas de la poción que quedaban en la puerta.
Se estremeció.
-¡Bien! Supongo que seré el primero. ¡Bah! En cualquier caso seré un mártir. Eso es algo. Pero es una muerte asquerosa a pesar de todo. ¿Será tan dolorosa como dicen?
En aquel instante tuvo una idea. Buscó a tientas entre los pies. Todavía quedaba una gotita en el extremo roto del tubo y se la bebió para asegurarse. De todos modos no fracasaría.
Entonces se le ocurrió que ya no necesitaba escapar del bacteriólogo. En la calle Wellington le dijo al cochero que parara y se apeó. Se resbaló en el peldaño, la cabeza le daba vueltas. Este veneno del cólera parecía una sustancia muy rápida. Despidió al cochero de su existencia, por decirlo así, y se quedó de pie en la acera con los brazos cruzados sobre el pecho, esperando la llegada del bacteriólogo. Había algo trágico en su actitud. El sentido de la muerte inminente le confería cierta dignidad. Saludó a su perseguidor con una risa desafiante.
-¡Vive l'Anarchie! Llega demasiado tarde, amigo mío. Me lo he bebido. ¡El cólera está en la calle!
El bacteriólogo le miró desde su coche con curiosidad a través de las gafas.
-¡Se lo ha bebido usted! ¡Un anarquista! Ahora comprendo.
Estuvo a punto de decir algo más, pero se contuvo. Una sonrisa se dibujó en sus labios. Cuando abrió la puerta del coche, como para apearse, el anarquista le rindió una dramática despedida y se dirigió apresuradamente hacia London Bridge procurando rozar su cuerpo infectado contra el mayor número de gente. El bacteriólogo estaba tan preocupado viéndole que apenas si se sorprendió con la aparición de Minnie sobre la acera, cargada con el sombrero, los zapatos y el abrigo.
-Has tenido una buena idea trayéndome mis cosas -dijo, y continuó abstraído contemplando cómo desaparecía la figura del anarquista.
-Sería mejor que subieras al coche -indicó, todavía mirando.
Minnie estaba ahora totalmente convencida de su locura y, bajo su responsabilidad, ordenó al cochero volver a casa.
-¿Que me ponga los zapatos? Ciertamente, cariño -respondió él al tiempo que el coche comenzaba a girar y hacía desaparecer de su vista la arrogante figura negra empequeñecida por la distancia. Entonces se le ocurrió de repente algo grotesco y se echó a reír. Luego observó:
-No obstante es muy serio. ¿Sabes?, ese hombre vino a casa a verme. Es anarquista. No, no te desmayes o no te podré contar el resto. Yo quería asombrarle, y, sin saber que era anarquista, cogí un cultivo de esa nueva especie de bacteria de la que te he hablado, esa que propaga y creo que produce las manchas azules en varios monos, y a lo tonto le dije que era el cólera asiático. Entonces él escapó con ella para envenenar el agua de Londres, y desde luego podía haber hecho la vida muy triste a los civilizados londinenses. Y ahora se la ha tragado. Por supuesto no sé lo que ocurrirá, pero ya sabes que volvió azul al gato, y a los tres perritos azules a trozos, y al gorrión de un azul vivo. Pero lo que me fastidia es que tendré que repetir las molestias y los gastos para conseguirla otra vez.
»¡Que me ponga el abrigo en un día tan caluroso! ¿Por qué? ¿Porque podríamos encontrarnos a la señora Jabber? Cariño, la señora Jabber no es una corriente de aire. ¿Y por qué tengo que ponerme el abrigo en un día de calor por culpa de la señora...? ¡Oh!, muy bien..."
H.G Wells
martes, 17 de marzo de 2015
"El Príncipe Fatal y el Príncipe Fortuné"
"Había una vez una reina que tuvo dos hijos. A un hada, buena amiga de la reina, le habían pedido que fuera la madrina de los príncipes y que les hiciera algún don.
-Le concedo al mayor -dijo- todo tipo de desventuras hasta la edad de veinticinco años, y le pongo por nombre Fatal.
Al escuchar esas palabras, la reina lanzó grandes gritos y conjuró al hada a que cambiara aquel don.
-No sabes lo que pides -le dijo el hada a la reina-; si no es desventurado, será perverso.
La reina no se atrevió a decir nada más, pero le rogó al hada que le permitiera elegir un don para su segundo hijo.
-Es posible que lo elijas todo al revés -contestó el hada-; pero no importa, estoy dispuesta a concederte lo que me solicites para él.
-Deseo -dijo la reina -que triunfe siempre en todo cuanto quiera hacer; es la forma de hacerle feliz.
-Bien podrías engañarte, -dijo el hada-; por lo tanto, no le concedo ese don sino hasta los veinticinco años.
Le pusieron nodrizas a los dos pequeños príncipes, pero desde el tercer día, la nodriza del primogénito tuvo fiebre; le pusieron otra que se rompió una pierna al caerse; a una tercera se le retiró la leche tan pronto como el príncipe Fatal empezó a mamar de ella; y como corrió el rumor de que el príncipe le traía mala suerte a todas sus nodrizas, ninguna quiso alimentarlo, ni aproximarse a él. La pobre criatura, hambrienta, gritaba, pero nadie se apiadaba de él. Una robusta campesina, que tenía un número considerable de hijos y muchas dificultades para darles de comer, se ofreció para cuidar de él a condición de que le dieran una fuerte suma de dinero; y como el rey y la reina no querían al príncipe Fatal, le dieron a la nodriza lo que solicitaba, y le dijeron que se llevara el niño a su pueblo.
Al segundo príncipe, al que habían llamado Fortuné, todo le iba, al contrario, de maravilla. Su papá y su mamá lo amaban con locura y ya no se acordaban del mayor. La malvada mujer a la que se lo habían entregado, nada más llegar a su casa, le quitó las bellas ropas con las que iba vestido para ponérselas a uno de sus hijos que era de la edad que Fatal; y, tras haber envuelto al pobre príncipe en un miserable faldón, lo llevó a un bosque donde había animales feroces y lo puso en un hueco junto a tres pequeños leones, para que lo devoraran. Pero la madre de aquellos leones no le hizo daño alguno, al contrario, lo amamantó, lo que lo hizo tan fuerte que al cabo de seis meses ya corría solo.
Mientras tanto, el hijo de la nodriza que ella hacía pasar por el príncipe murió, y el rey y la reina estuvieron encantados de deshacerse del príncipe. Fatal permaneció en el bosque hasta los dos años. Un señor de la corte que iba a cazar, quedó muy sorprendido al verlo en medio de los animales. Se apiadó de él, se lo llevó a su casa, y cuando supo que buscaban a un niño para que le hiciera compañía a Fortuné, presentó Fatal a la reina.
Le pusieron a Fortuné un maestro para que le enseñara a leer; pero recomendándole que no le hiciera llorar. El joven príncipe, que había escuchado la recomendación, se ponía a llorar tan pronto como cogía el libro; de tal manera que a los cinco años no conocía aún las letras, mientras que Fatal leía perfectamente y sabía ya escribir.
Para asustar al príncipe, ordenaron al maestro que azotara a Fatal cada vez que Fortuné no hiciera sus deberes; por lo que, de nada le servía a Fatal aplicarse, pues eso no impedía que le pegaran; además, Fortuné era tan caprichoso y tan malvado, que maltrataba constantemente a su hermano, que no conocía. Si le daban una manzana o un juguete, Fortuné se lo arrancaba de las manos; le mandaba callar; en resumen, era un pequeño mártir, del que nadie se apiadaba. Vivieron así hasta los diez años, y la reina se mostraba muy sorprendida de la ignorancia de su hijo.
-El hada me engañó, -decía; yo creía que mi hijo sería el más listo de todos los príncipes, puesto que yo deseé que triunfara en todo cuanto quisiera emprender.
Fue a consultar al hada al respecto, y ésta le dijo:
-Señora, deberías haber deseado para tu hijo buena voluntad en lugar de talento; sólo quiere ser malvado y, como ves, lo consigue.
Después de haberle dicho esas palabras a la reina, le dio la espalda; la pobre reina, muy afligida, regresó a palacio. Le echó una reprimenda a Fortuné con el fin de obligarle a comportarse mejor; pero, en lugar de prometerle que se corregiría, le contestó que si lo molestaban, se dejaría morir de hambre. Entonces la reina, asustada, lo tomó sobre sus rodillas, lo besó, le dio caramelos, y le dijo que si comía como de costumbre, no tendría que estudiar en ocho días.
Entretanto, el príncipe Fatal era un portento de ciencia y de dulzura; estaba tan acostumbrado a que lo contradijeran, que no tenía voluntad, y sólo vivía para anticiparse a todos los caprichos de Fortuné. Pero el perverso chico, que se ponía furioso al verlo más hábil que él, no podía soportarlo, y los maestros, para agradar a su joven señor, golpeaban constantemente a Fatal. Finalmente, el cruel niño dijo a la reina que no quería volver a ver a Fatal, y que dejaría de comer hasta que no lo hubieran expulsado de palacio. Ahí ven pues a Fatal en la calle, y como todos temían desagradar al príncipe, nadie quiso acogerlo. Pasó la noche bajo un árbol tiritando de frío, pues era invierno, y sin tener más cena que un trozo de pan que le habían dado por caridad.
A la mañana siguiente, se dijo: «No quiero estar sin hacer nada, trabajaré para ganarme la vida hasta que sea bastante mayor para ir a la guerra. Recuerdo haber leído en las historias que algunos simples soldados habían llegado a ser grandes capitanes; tal vez pueda yo tener la misma fortuna, si soy un hombre íntegro. No tengo padre ni padre, pero Dios es el padre de los huérfanos. Él me dio una leona por nodriza, y no me abandonará.»
Dicho esto, Fatal se levantó y se puso a hacer sus oraciones, pues no dejaba nunca de rezar a Dios por la mañana y por la noche. Cuando rezaba, tenía los ojos bajos, las manos juntas y no movía la cabeza a un lado y a otro. Un campesino que pasaba, al ver a Fatal rezando a Dios de todo corazón, se dijo: «Estoy seguro de que este chico será un honesto criado; me dan ganas de contratarlo para que guarde mis ovejas. Dios me bendecirá a causa de él.» El campesino esperó a que Fatal terminara sus oraciones y le dijo:
-Mi pequeño amigo, ¿quieres guardar mis ovejas? Te daré de comer y cuidaré de ti.
-Con mucho gusto -contestó Fatal-, y procuraré hacer todo lo posible para servirle bien.
Este campesino era un hacendado que tenía muchos empleados que le robaban con frecuencia; su esposa y sus hijos le robaban también. Cuando vieron a Fatal, se pusieron muy contentos y se decían: «Es un niño, hará todo lo que nosotros queramos.»
Un día, la esposa le dijo:
-Amigo mío, mi esposo es un avaro que no me da nunca dinero; déjame coger un cordero, y tú dirás que se lo ha llevado un lobo.
-Señora, -le respondió Fatal-, quisiera de todo corazón servirla, pero prefiero morir antes que decir una mentira y ser un ladrón.
-No eres más que un tonto -le contestó la mujer-; nadie sabrá que lo has hecho.
-Lo sabrá Dios, señora -respondió Fatal; Él ve todo cuanto hacemos y castiga a los mentirosos y a los que roban.
Cuando la patrona oyó aquellas palabras, se arrojó sobre él, lo abofeteó y le arrancó los cabellos. Fatal lloraba, y al oírlo, el hacendado preguntó a su mujer por qué le pegaba al chico.
-Realmente -dijo ella- es un goloso; lo he visto comerse esta mañana un tarro de nata que yo quería llevar al mercado.
-¡Diantre! ¡ser goloso está muy feo! -dijo el campesino; y de inmediato llamó a un empleado y le encargó que azotara a Fatal.
De nada le servía al pobre chico decir que él no se había comido la nata, pues creían más a la patrona que a él. Después de eso, volvió al campo con las ovejas, y la patrona le dijo de nuevo:
-¿Y bien? ¿Quieres ahora darme el cordero?
-Lo siento mucho, -dijo Fatal- puede hacer todo lo que quiera en mi contra, pero no podrá obligarme a mentir.
Aquella mala mujer, para vengarse, recomendó a todos los demás criados que le hicieran daño a Fatal. Permanecía en el campo de día y de noche, y en lugar de darle de comer como a los demás criados, ella no le enviaba nada más que pan y agua; y cuando regresaba, lo acusaba de todo lo malo que sucedía en la casa. Pasó un año con aquel hacendado; y aunque durmiera en el suelo y estuviera tan mal alimentado, se puso tan fuerte que todos pensaban que tenía quince años cuando sólo tenía trece; además, había adquirido tal templanza que ya no se apenaba cuando le reñían injustamente.
Un día que estaba en la hacienda oyó decir que un rey vecino había organizado una gran guerra. Se despidió de su patrón y se dirigió a pie al reino de aquel príncipe para ser soldado. Se enroló con un capitán que era un señor de la nobleza, pero que parecía un porteador, hasta tal extremo era brutal; blasfemaba, le pegaba a sus soldados, les robaba la mitad del dinero que el rey le daba para alimentarlos y vestirlos; y a las órdenes de aquel perverso capitán, Fatal fue más desgraciado aún que en casa del campesino. Se había enrolado por diez años, y aunque viera desertar a la mayoría de sus compañeros, él no quiso seguir su ejemplo, pues se decía: «He recibido dinero para servir durante diez años, si no cumpliera con mi compromiso robaría al rey.»
Aunque el capitán fuera un mal hombre y maltratara a Fatal como a todos los demás, en el fondo no podía dejar de estimarlo un poco, porque veía que cumplía siempre con su deber. Le daba dinero para que le hiciera recados, y Fatal tenía la llave de su habitación cuando aquél iba al campo o a cenar con amigos. Al capitán no le gustaba leer, pero poseía una gran biblioteca para hacer creer a todos los que venían a su casa que era un hombre culto; pues, en aquel país, se pensaba que un oficial que no leía la historia no sería jamás más que un necio y un ignorante.
Cuando Fatal concluía su trabajo de soldado, en lugar de irse a beber o a jugar con sus compañeros, se encerraba en la habitación del capitán y trataba de aprender su oficio leyendo la vida de los grandes hombres, y llegó a ser capaz de mandar un ejército. Hacía ya siete años años que era soldado cuando intervino en la guerra. Su capitán eligió seis soldados para ir a inspeccionar un bosquecillo; cuando estuvieron allí, los soldados decían en voz baja: «Tenemos que matar a este mal hombre, que nos golpea y nos roba el pan.» Fatal les dijo que no debían cometer tan baja acción; pero en lugar de escucharlo, le dijeron que lo matarían al mismo tiempo que al capitán, y echaron los cinco mano a la espada. Fatal se puso de lado de su capitán, y se batió con tanto valor, que mató él solo a cuatro de aquellos soldados. Su capitán, al ver que le debía la vida, le pidió perdón por todo el daño que le había hecho; y tras haber contado al rey lo que le había sucedido, Fatal fue ascendido a capitán, y el rey le dio un sueldo considerable. ¡Oh! sus soldados no habrían pensado jamás en matar a Fatal, pues él los amaba como si fueran sus hijos; y lejos de robarles lo que les pertenecía, les daba de su dinero cuando cumplían con su deber. Los cuidaba cuando eran heridos y no les reprendía nunca por mal humor.
Entretanto tuvo lugar una gran batalla y cuando el jefe que mandaba el ejército murió, todos los oficiales y soldados quisieron huir; pero Fatal gritó en voz alta que prefería morir con las armas en la mano antes que huir como un cobarde. Entonces sus soldados gritaron que no estaban dispuestos a abandonarlo y como aquel buen ejemplo le produjo vergüenza a los demás, todos se reunieron en torno a Fatal y combatieron tan bien que apresaron al hijo del rey. El rey se puso muy contento cuando supo que había ganado la batalla y le dijo a Fatal que lo nombraba general de todos sus ejércitos. Luego se lo presentó a la reina y a la princesa su hija, que le ofrecieron sus manos para que las besara.
Cuando Fatal vio a la princesa, se quedó inmóvil. Era tan bella, que se enamoró de ella como un loco, y fue entonces cuando de verdad fue desgraciado, pues pensaba que un hombre como él no estaba hecho para casarse con una gran princesa. Por lo que decidió ocultar celosamente su amor, y todos los días sufría grandes tormentos; pero fue aún peor cuando supo que Fortuné, que había visto un retrato de la princesa, que se llamaba Gracieuse, se había enamorado también y enviaba a sus embajadores para pedirla en matrimonio. Fatal pensó morir de pena; pero la princesa Gracieuse, que sabía que Fortuné era un príncipe cobarde y malvado, le rogó tanto a su padre que no la obligara a casarse con él , que le contestaron al embajador que la princesa no deseaba casarse aún. Fortuné, al que nadie hacia contrariado jamás, se puso furioso cuando le transmitieron la respuesta de la princesa; y su padre, que no podía negarle nada, declaró la guerra al padre de Gracieuse, que no se preocupó demasiado pues se decía. «Mientras tenga a Fatal al frente de mis ejércitos, no temeré ser vencido.»
Envió pues a buscar a su general y le dijo que se preparara para la guerra; pero Fatal, arrojándose a sus pies, le dijo que él había nacido en el reino del padre de Fortuné y que no podía combatir contra su rey. El padre de Gracieuse entró en cólera y le dijo a Fatal que lo mandaría matar si se negaba a obedecerlo; y que, al contrario, le daría a su hija por esposa si lograba la victoria sobre Fortuné. El pobre Fatal, que amaba con locura a Gracieuse, se sintió muy tentado; pero, finalmente decidió cumplir con su deber; abandonó la corte y todas sus riquezas.
Mientras tanto, Fortuné se había puesto al frente de su ejército para hacer la guerra; pero al cabo de cuatro días cayó enfermo de cansancio; pues era muy delicado porque nunca había hecho ejercicio. El calor, el frío, todo le hacía enfermar. El embajador que quería adular a Fortuné, le dijo que había visto en la corte del padre de Gracieuse a aquel chico que habían expulsado de su palacio; y que le habían dicho que el padre de Gracieuse le había prometido a su hija. Al conocer esta noticia, Fortuné entró en gran cólera, y tan pronto como se recuperó, partió para destronar al padre de Gracieuse, prometiendo una fuerte suma de dinero a aquel que le trajera a Fatal.
Fortuné obtuvo grandes victorias aunque él no combatió personalmente, porque tenía miedo de que lo mataran. Finalmente, sitió la capital de su enemigo y decidió darle asalto. La víspera de aquel día, le trajeron a Fatal atado con gruesas cadenas, pues un gran número de personas se habían puesto a buscarlo. Fortuné, encantado de poder vengarse, decidió, antes de dar el asalto, cortarle la cabeza a Fatal ante sus enemigos. Aquel mismo día ofreció un gran banquete a sus oficiales, porque celebraba su cumpleaños, justamente sus veinticinco años.
Los soldados que estaban dentro de la ciudad, al saber que Fatal había sido apresado y que dentro de una hora le cortarían la cabeza, decidieron perecer o salvarlo, pues recordaban el bien que les había hecho, mientras fue su general. Solicitaron permiso al rey para salir a combatir, y en aquella ocasión lograron la victoria. El don de Fortuné había llegado a su fin, y cuando quiso huir, lo mataron. Los soldados victoriosos corrieron a quitarle las cadenas a Fatal, y en aquel mismo instante, se vio aparecer por el cielo dos carrozas resplandecientes de luz. El hada iba en una de aquellas carrozas, y el padre y la madre de Fatal en la otra, pero dormidos. Sólo se despertaron en el momento en que las carrozas tocaron tierra y se sorprendieron mucho al verse rodeados por un ejército. El hada entonces, dirigiéndose a la reina y presentándole a Fatal, le dijo:
-Señora, reconoce en este héroe a tu primogénito; las desgracias que ha padecido han corregido los defectos de su carácter, que era violento e irascible. Fortuné, al contrario, que había nacido con buenas inclinaciones, ha sido absolutamente estropeado por los mimos, y Dios no ha permitido que viviera más tiempo, porque cada día se habría hecho más perverso. Acaba de morir; pero, para consolarlos de su muerte, sepan que estaba a punto de destronar a su padre, porque se aburría de no ser rey.
El rey y la reina quedaron muy sorprendidos y abrazaron de buen grado a Fatal, de quien habían oído hablar ventajosamente. La princesa Gracieuse y su padre conocieron con alegría la aventura de Fatal, que se casó con Gracieuse, con la que vivió mucho tiempo, siendo perfectamente felices y muy virtuosos".
Jeanne-Marie Le Prince de Beaumont
-Le concedo al mayor -dijo- todo tipo de desventuras hasta la edad de veinticinco años, y le pongo por nombre Fatal.
Al escuchar esas palabras, la reina lanzó grandes gritos y conjuró al hada a que cambiara aquel don.
-No sabes lo que pides -le dijo el hada a la reina-; si no es desventurado, será perverso.
La reina no se atrevió a decir nada más, pero le rogó al hada que le permitiera elegir un don para su segundo hijo.
-Es posible que lo elijas todo al revés -contestó el hada-; pero no importa, estoy dispuesta a concederte lo que me solicites para él.
-Deseo -dijo la reina -que triunfe siempre en todo cuanto quiera hacer; es la forma de hacerle feliz.
-Bien podrías engañarte, -dijo el hada-; por lo tanto, no le concedo ese don sino hasta los veinticinco años.
Le pusieron nodrizas a los dos pequeños príncipes, pero desde el tercer día, la nodriza del primogénito tuvo fiebre; le pusieron otra que se rompió una pierna al caerse; a una tercera se le retiró la leche tan pronto como el príncipe Fatal empezó a mamar de ella; y como corrió el rumor de que el príncipe le traía mala suerte a todas sus nodrizas, ninguna quiso alimentarlo, ni aproximarse a él. La pobre criatura, hambrienta, gritaba, pero nadie se apiadaba de él. Una robusta campesina, que tenía un número considerable de hijos y muchas dificultades para darles de comer, se ofreció para cuidar de él a condición de que le dieran una fuerte suma de dinero; y como el rey y la reina no querían al príncipe Fatal, le dieron a la nodriza lo que solicitaba, y le dijeron que se llevara el niño a su pueblo.
Al segundo príncipe, al que habían llamado Fortuné, todo le iba, al contrario, de maravilla. Su papá y su mamá lo amaban con locura y ya no se acordaban del mayor. La malvada mujer a la que se lo habían entregado, nada más llegar a su casa, le quitó las bellas ropas con las que iba vestido para ponérselas a uno de sus hijos que era de la edad que Fatal; y, tras haber envuelto al pobre príncipe en un miserable faldón, lo llevó a un bosque donde había animales feroces y lo puso en un hueco junto a tres pequeños leones, para que lo devoraran. Pero la madre de aquellos leones no le hizo daño alguno, al contrario, lo amamantó, lo que lo hizo tan fuerte que al cabo de seis meses ya corría solo.
Mientras tanto, el hijo de la nodriza que ella hacía pasar por el príncipe murió, y el rey y la reina estuvieron encantados de deshacerse del príncipe. Fatal permaneció en el bosque hasta los dos años. Un señor de la corte que iba a cazar, quedó muy sorprendido al verlo en medio de los animales. Se apiadó de él, se lo llevó a su casa, y cuando supo que buscaban a un niño para que le hiciera compañía a Fortuné, presentó Fatal a la reina.
Le pusieron a Fortuné un maestro para que le enseñara a leer; pero recomendándole que no le hiciera llorar. El joven príncipe, que había escuchado la recomendación, se ponía a llorar tan pronto como cogía el libro; de tal manera que a los cinco años no conocía aún las letras, mientras que Fatal leía perfectamente y sabía ya escribir.
Para asustar al príncipe, ordenaron al maestro que azotara a Fatal cada vez que Fortuné no hiciera sus deberes; por lo que, de nada le servía a Fatal aplicarse, pues eso no impedía que le pegaran; además, Fortuné era tan caprichoso y tan malvado, que maltrataba constantemente a su hermano, que no conocía. Si le daban una manzana o un juguete, Fortuné se lo arrancaba de las manos; le mandaba callar; en resumen, era un pequeño mártir, del que nadie se apiadaba. Vivieron así hasta los diez años, y la reina se mostraba muy sorprendida de la ignorancia de su hijo.
-El hada me engañó, -decía; yo creía que mi hijo sería el más listo de todos los príncipes, puesto que yo deseé que triunfara en todo cuanto quisiera emprender.
Fue a consultar al hada al respecto, y ésta le dijo:
-Señora, deberías haber deseado para tu hijo buena voluntad en lugar de talento; sólo quiere ser malvado y, como ves, lo consigue.
Después de haberle dicho esas palabras a la reina, le dio la espalda; la pobre reina, muy afligida, regresó a palacio. Le echó una reprimenda a Fortuné con el fin de obligarle a comportarse mejor; pero, en lugar de prometerle que se corregiría, le contestó que si lo molestaban, se dejaría morir de hambre. Entonces la reina, asustada, lo tomó sobre sus rodillas, lo besó, le dio caramelos, y le dijo que si comía como de costumbre, no tendría que estudiar en ocho días.
Entretanto, el príncipe Fatal era un portento de ciencia y de dulzura; estaba tan acostumbrado a que lo contradijeran, que no tenía voluntad, y sólo vivía para anticiparse a todos los caprichos de Fortuné. Pero el perverso chico, que se ponía furioso al verlo más hábil que él, no podía soportarlo, y los maestros, para agradar a su joven señor, golpeaban constantemente a Fatal. Finalmente, el cruel niño dijo a la reina que no quería volver a ver a Fatal, y que dejaría de comer hasta que no lo hubieran expulsado de palacio. Ahí ven pues a Fatal en la calle, y como todos temían desagradar al príncipe, nadie quiso acogerlo. Pasó la noche bajo un árbol tiritando de frío, pues era invierno, y sin tener más cena que un trozo de pan que le habían dado por caridad.
A la mañana siguiente, se dijo: «No quiero estar sin hacer nada, trabajaré para ganarme la vida hasta que sea bastante mayor para ir a la guerra. Recuerdo haber leído en las historias que algunos simples soldados habían llegado a ser grandes capitanes; tal vez pueda yo tener la misma fortuna, si soy un hombre íntegro. No tengo padre ni padre, pero Dios es el padre de los huérfanos. Él me dio una leona por nodriza, y no me abandonará.»
Dicho esto, Fatal se levantó y se puso a hacer sus oraciones, pues no dejaba nunca de rezar a Dios por la mañana y por la noche. Cuando rezaba, tenía los ojos bajos, las manos juntas y no movía la cabeza a un lado y a otro. Un campesino que pasaba, al ver a Fatal rezando a Dios de todo corazón, se dijo: «Estoy seguro de que este chico será un honesto criado; me dan ganas de contratarlo para que guarde mis ovejas. Dios me bendecirá a causa de él.» El campesino esperó a que Fatal terminara sus oraciones y le dijo:
-Mi pequeño amigo, ¿quieres guardar mis ovejas? Te daré de comer y cuidaré de ti.
-Con mucho gusto -contestó Fatal-, y procuraré hacer todo lo posible para servirle bien.
Este campesino era un hacendado que tenía muchos empleados que le robaban con frecuencia; su esposa y sus hijos le robaban también. Cuando vieron a Fatal, se pusieron muy contentos y se decían: «Es un niño, hará todo lo que nosotros queramos.»
Un día, la esposa le dijo:
-Amigo mío, mi esposo es un avaro que no me da nunca dinero; déjame coger un cordero, y tú dirás que se lo ha llevado un lobo.
-Señora, -le respondió Fatal-, quisiera de todo corazón servirla, pero prefiero morir antes que decir una mentira y ser un ladrón.
-No eres más que un tonto -le contestó la mujer-; nadie sabrá que lo has hecho.
-Lo sabrá Dios, señora -respondió Fatal; Él ve todo cuanto hacemos y castiga a los mentirosos y a los que roban.
Cuando la patrona oyó aquellas palabras, se arrojó sobre él, lo abofeteó y le arrancó los cabellos. Fatal lloraba, y al oírlo, el hacendado preguntó a su mujer por qué le pegaba al chico.
-Realmente -dijo ella- es un goloso; lo he visto comerse esta mañana un tarro de nata que yo quería llevar al mercado.
-¡Diantre! ¡ser goloso está muy feo! -dijo el campesino; y de inmediato llamó a un empleado y le encargó que azotara a Fatal.
De nada le servía al pobre chico decir que él no se había comido la nata, pues creían más a la patrona que a él. Después de eso, volvió al campo con las ovejas, y la patrona le dijo de nuevo:
-¿Y bien? ¿Quieres ahora darme el cordero?
-Lo siento mucho, -dijo Fatal- puede hacer todo lo que quiera en mi contra, pero no podrá obligarme a mentir.
Aquella mala mujer, para vengarse, recomendó a todos los demás criados que le hicieran daño a Fatal. Permanecía en el campo de día y de noche, y en lugar de darle de comer como a los demás criados, ella no le enviaba nada más que pan y agua; y cuando regresaba, lo acusaba de todo lo malo que sucedía en la casa. Pasó un año con aquel hacendado; y aunque durmiera en el suelo y estuviera tan mal alimentado, se puso tan fuerte que todos pensaban que tenía quince años cuando sólo tenía trece; además, había adquirido tal templanza que ya no se apenaba cuando le reñían injustamente.
Un día que estaba en la hacienda oyó decir que un rey vecino había organizado una gran guerra. Se despidió de su patrón y se dirigió a pie al reino de aquel príncipe para ser soldado. Se enroló con un capitán que era un señor de la nobleza, pero que parecía un porteador, hasta tal extremo era brutal; blasfemaba, le pegaba a sus soldados, les robaba la mitad del dinero que el rey le daba para alimentarlos y vestirlos; y a las órdenes de aquel perverso capitán, Fatal fue más desgraciado aún que en casa del campesino. Se había enrolado por diez años, y aunque viera desertar a la mayoría de sus compañeros, él no quiso seguir su ejemplo, pues se decía: «He recibido dinero para servir durante diez años, si no cumpliera con mi compromiso robaría al rey.»
Aunque el capitán fuera un mal hombre y maltratara a Fatal como a todos los demás, en el fondo no podía dejar de estimarlo un poco, porque veía que cumplía siempre con su deber. Le daba dinero para que le hiciera recados, y Fatal tenía la llave de su habitación cuando aquél iba al campo o a cenar con amigos. Al capitán no le gustaba leer, pero poseía una gran biblioteca para hacer creer a todos los que venían a su casa que era un hombre culto; pues, en aquel país, se pensaba que un oficial que no leía la historia no sería jamás más que un necio y un ignorante.
Cuando Fatal concluía su trabajo de soldado, en lugar de irse a beber o a jugar con sus compañeros, se encerraba en la habitación del capitán y trataba de aprender su oficio leyendo la vida de los grandes hombres, y llegó a ser capaz de mandar un ejército. Hacía ya siete años años que era soldado cuando intervino en la guerra. Su capitán eligió seis soldados para ir a inspeccionar un bosquecillo; cuando estuvieron allí, los soldados decían en voz baja: «Tenemos que matar a este mal hombre, que nos golpea y nos roba el pan.» Fatal les dijo que no debían cometer tan baja acción; pero en lugar de escucharlo, le dijeron que lo matarían al mismo tiempo que al capitán, y echaron los cinco mano a la espada. Fatal se puso de lado de su capitán, y se batió con tanto valor, que mató él solo a cuatro de aquellos soldados. Su capitán, al ver que le debía la vida, le pidió perdón por todo el daño que le había hecho; y tras haber contado al rey lo que le había sucedido, Fatal fue ascendido a capitán, y el rey le dio un sueldo considerable. ¡Oh! sus soldados no habrían pensado jamás en matar a Fatal, pues él los amaba como si fueran sus hijos; y lejos de robarles lo que les pertenecía, les daba de su dinero cuando cumplían con su deber. Los cuidaba cuando eran heridos y no les reprendía nunca por mal humor.
Entretanto tuvo lugar una gran batalla y cuando el jefe que mandaba el ejército murió, todos los oficiales y soldados quisieron huir; pero Fatal gritó en voz alta que prefería morir con las armas en la mano antes que huir como un cobarde. Entonces sus soldados gritaron que no estaban dispuestos a abandonarlo y como aquel buen ejemplo le produjo vergüenza a los demás, todos se reunieron en torno a Fatal y combatieron tan bien que apresaron al hijo del rey. El rey se puso muy contento cuando supo que había ganado la batalla y le dijo a Fatal que lo nombraba general de todos sus ejércitos. Luego se lo presentó a la reina y a la princesa su hija, que le ofrecieron sus manos para que las besara.
Cuando Fatal vio a la princesa, se quedó inmóvil. Era tan bella, que se enamoró de ella como un loco, y fue entonces cuando de verdad fue desgraciado, pues pensaba que un hombre como él no estaba hecho para casarse con una gran princesa. Por lo que decidió ocultar celosamente su amor, y todos los días sufría grandes tormentos; pero fue aún peor cuando supo que Fortuné, que había visto un retrato de la princesa, que se llamaba Gracieuse, se había enamorado también y enviaba a sus embajadores para pedirla en matrimonio. Fatal pensó morir de pena; pero la princesa Gracieuse, que sabía que Fortuné era un príncipe cobarde y malvado, le rogó tanto a su padre que no la obligara a casarse con él , que le contestaron al embajador que la princesa no deseaba casarse aún. Fortuné, al que nadie hacia contrariado jamás, se puso furioso cuando le transmitieron la respuesta de la princesa; y su padre, que no podía negarle nada, declaró la guerra al padre de Gracieuse, que no se preocupó demasiado pues se decía. «Mientras tenga a Fatal al frente de mis ejércitos, no temeré ser vencido.»
Envió pues a buscar a su general y le dijo que se preparara para la guerra; pero Fatal, arrojándose a sus pies, le dijo que él había nacido en el reino del padre de Fortuné y que no podía combatir contra su rey. El padre de Gracieuse entró en cólera y le dijo a Fatal que lo mandaría matar si se negaba a obedecerlo; y que, al contrario, le daría a su hija por esposa si lograba la victoria sobre Fortuné. El pobre Fatal, que amaba con locura a Gracieuse, se sintió muy tentado; pero, finalmente decidió cumplir con su deber; abandonó la corte y todas sus riquezas.
Mientras tanto, Fortuné se había puesto al frente de su ejército para hacer la guerra; pero al cabo de cuatro días cayó enfermo de cansancio; pues era muy delicado porque nunca había hecho ejercicio. El calor, el frío, todo le hacía enfermar. El embajador que quería adular a Fortuné, le dijo que había visto en la corte del padre de Gracieuse a aquel chico que habían expulsado de su palacio; y que le habían dicho que el padre de Gracieuse le había prometido a su hija. Al conocer esta noticia, Fortuné entró en gran cólera, y tan pronto como se recuperó, partió para destronar al padre de Gracieuse, prometiendo una fuerte suma de dinero a aquel que le trajera a Fatal.
Fortuné obtuvo grandes victorias aunque él no combatió personalmente, porque tenía miedo de que lo mataran. Finalmente, sitió la capital de su enemigo y decidió darle asalto. La víspera de aquel día, le trajeron a Fatal atado con gruesas cadenas, pues un gran número de personas se habían puesto a buscarlo. Fortuné, encantado de poder vengarse, decidió, antes de dar el asalto, cortarle la cabeza a Fatal ante sus enemigos. Aquel mismo día ofreció un gran banquete a sus oficiales, porque celebraba su cumpleaños, justamente sus veinticinco años.
Los soldados que estaban dentro de la ciudad, al saber que Fatal había sido apresado y que dentro de una hora le cortarían la cabeza, decidieron perecer o salvarlo, pues recordaban el bien que les había hecho, mientras fue su general. Solicitaron permiso al rey para salir a combatir, y en aquella ocasión lograron la victoria. El don de Fortuné había llegado a su fin, y cuando quiso huir, lo mataron. Los soldados victoriosos corrieron a quitarle las cadenas a Fatal, y en aquel mismo instante, se vio aparecer por el cielo dos carrozas resplandecientes de luz. El hada iba en una de aquellas carrozas, y el padre y la madre de Fatal en la otra, pero dormidos. Sólo se despertaron en el momento en que las carrozas tocaron tierra y se sorprendieron mucho al verse rodeados por un ejército. El hada entonces, dirigiéndose a la reina y presentándole a Fatal, le dijo:
-Señora, reconoce en este héroe a tu primogénito; las desgracias que ha padecido han corregido los defectos de su carácter, que era violento e irascible. Fortuné, al contrario, que había nacido con buenas inclinaciones, ha sido absolutamente estropeado por los mimos, y Dios no ha permitido que viviera más tiempo, porque cada día se habría hecho más perverso. Acaba de morir; pero, para consolarlos de su muerte, sepan que estaba a punto de destronar a su padre, porque se aburría de no ser rey.
El rey y la reina quedaron muy sorprendidos y abrazaron de buen grado a Fatal, de quien habían oído hablar ventajosamente. La princesa Gracieuse y su padre conocieron con alegría la aventura de Fatal, que se casó con Gracieuse, con la que vivió mucho tiempo, siendo perfectamente felices y muy virtuosos".
Jeanne-Marie Le Prince de Beaumont
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