"La he oído gritar a menudo. No, no estoy nervioso, no; no me dejo llevar
por la imaginación, y sigo sin creer en fantasmas, a menos que esto sea
uno. Sea lo que sea, me odia casi tanto como odiaba a Luke Pratt, y sus
gritos me están destinados.
Yo, en lugar de usted, no explicaría
nunca una historia referente a los métodos de asesinato más ingeniosos;
nunca se puede saber si alguien, sentado en su misma mesa, no siente
cierto cansancio de su cónyugue. Me he reprochado a menudo,
enérgicamente, la muerte de la señora Pratt, y supongo que tengo alguna
responsabilidad en su defunción, si bien, el cielo es testigo, nunca le
desee nada que no fuera una larga y feliz existencia. Si yo no hubiera
explicado aquella historia, quizás la señora Pratt continuaría con vida.
Me parece que es por esto que esa cosa me grita sus amenazas.
La
señora Pratt era una buena mujer; tenía, bien mirado, un temperamento
agradable y una bella voz. Pero recuerdo haberla oído chillar, un día,
al imaginarse que su hijo había fallecido a causa de un disparo; el
revolver se había disparado solo, cuando nadie lo creía cargado. Aquel
chillido era el mismo, exactamente el mismo, con una especie de trino
agudo al final; ¿entiende lo que quiero decir? Claro que sí.
En
verdad, yo no había comprendido que el doctor y su mujer no congeniaban.
Discutían de tanto en tanto, delante mío, y había observado a menudo
que la delicada señora Pratt se enrojecía y se mordía los labios con
violencia para conservar la calma, mientras Luke palidecía y la atacaba
con palabras arrogantes. Acostumbraba a portarse así cuando iba a
párvulos, y también más adelante en las diversas escuelas. Era primo
mío, ¿sabe? Por eso he venido. Después de su muerte y de la de su hijo
Charlie, en Africa del Sur, la familia entera quedó extinguida. Sí, el
lugar es muy agradable, de lo más conveniente para un viejo marino que
ha decidido, como yo, pasar el resto de sus días practicando la
jardinería.
Se recuerdan siempre los errores con mayor intensidad
que las acciones inteligentes, ¿no es cierto? Lo he observado a menudo.
Cenaba con los Pratt, cierto atardecer, cuando les expliqué aquella
historia destinada a generar tan grandes cambios. Era una de aquellas
húmedas noches de noviembre, y la mar gemía. ¡Silencio! Si calla podría
oírla...
¿Oye la marea? Su sonido es lúgubre, ¿no? A veces, en
esta época del año... ¿eh? ¡Escuche! ¡No tenga miedo, amigo! No será
comido. Al fin y al cabo, sólo es un ruido. Pero estoy contento que lo
haya escuchado, porque siempre hay quien habla del viento, de mi
imaginación, o de cualquier otra cosa. Esta noche ya no volverá a
escucharlo, me parece; habitualmente, grita una sola vez. Sí, ¡muy bien!
Ponga más leña en chimenea y añada un poco de tabaco a esa mezcla que
le gusta. ¿Recuerda el viejo Blauklot, el carpintero de aquel bajel
alemán que nos recogió cuando el Clontarf naufragó? Nos batíamos en
medio de la tempestad aquella noche, tan cómodos como en un salón,
claro, y no había tierra en un radio de quinientas millas. Y, después,
llegó aquel navío, que se alzaba y caía con la regularidad del tic-tac
de un péndulo. El viejo Blauklot cantaba mientras entraba de guardia en
el velero. He pensado a menudo en aquel suceso ahora que me he quedado
en tierra para siempre.
Sí, era una noche como aquella; estaba
pasando una temporada en casa, a la espera de tomar el mando del
Olympia, en la que sería su primera travesía. Transcurría el año 1892, a
principios de noviembre.
El tiempo era detestable. Pratt estaba con
un humor de perros, y la cena, que era infame, verdaderamente infame, y
además estaba fría, para acabar de redondearlo, no contribuía a mejorar
el ambiente. La pobre señora estaba realmente desolada por todo aquello,
e insistió en prepararnos un pastel de queso que redimiera los nabos
demasiado crudos y el cordero poco hecho. Pratt, seguramente, había
tenido un mal día. Quizás se le había muerto algún paciente. Fuera como
fuese, su comportamiento era bastante antipático.
-Mi mujer intenta envenenarme, ¿sabe? -dijo-. Un día u otro lo conseguirá.
Noté
que esta observación había ofendido a la señora Pratt, e hice ver que
reía diciendo que la señora era demasiado inteligente para deshacerse
del marido con un procedimiento tan elemental; y entonces me puse a
hablar de los métodos japoneses: vidrio picado, pelos desmenuzados de
caballo, y yo que sé más.
Pratt, siendo su profesión la medicina,
conocía el tema, seguramente, mucho mejor que yo, pero aquella
superioridad suya me provocó. Les expliqué entonces una historia, la de
una irlandesa que había sido capaz de asesinar tres maridos antes que
sospecharan nada de ella.
¿Ya ha oído hablar de esta historia? El
cuarto marido se las compuso para permanecer despierto y cogerla por
sospresa. Fue colgada. ¿Cómo se las ingeniaba aquella mujer? Hacía
tragar un somnífero al marido de turno y, cuando éste dormía
profundamente, le derramaba plomo fundido en las orejas con la ayuda de
un pequeño embudo de cuerno... No, esto es solo el viento que silba.
Nuevamente sopla viento del sur. Lo sé por la calidad del sonido. Y,
además, el otro sonido nunca se produce más de una sola vez en el
transcurso una misma noche, incluso en esta época del año... ¡si llega a
producirse! Era también noviembre. La pobre señora Pratt murió,
súbitamente, en su cama, poco después de aquella velada. No puedo
precisar la fecha, porque la noticia me llegó, en Nueva York, en el
navío que siguió al Olympia tras su primer viaje conmigo como capitán.
Así, ¿usted mandaba el Leofric aquel mismo año? Sí, lo recuerdo. ¡Qué
par de tipos, usted y yo! Ya casi se cumplen cincuenta años desde que
éramos grumetes a bordo del Clontarf. ¿Será posible olvidar algún día al
viejo Blauklot y su canción? ¡Ja!, ¡ja! ¡Pero sírvase, haga el favor!
Éste es el viejo Hulstkamp que hallé en la bodega cuando tomé posesión
de la casa..., el mismo que traje de Amsterdam para Luke veinticinco
años atrás. Nunca llegó a beber una sola gota. Quizás ahora le sepa mal,
¡pobre chico!
¿Por dónde iba? Ah, sí: le explicaba que la señora
Pratt murió súbitamente. Luke debió sentirse muy solo, aquí, tras
aquella pérdida. Yo lo visitaba de tanto en tanto. Daba la impresión de
estar preocupado, nervioso; me explicaba que su clientela era demasiado
numerosa para atenderla él solo, pero se negaba a contratar un ayudante.
Pasaron los años. Su hijo encontró la muerte en Africa del Sur, y
entonces Luke se convirtió en una persona extraña. No sé qué había en él
que lo hacía distinto a los demás. Me parece que continuó en sus
cabales hasta su muerte; no hubo quejas contra él por su labor, pero
corrieron rumores...
De joven Luke era rubicundo, más bien
pálido, y tras la muerte de su hijo comenzó a adelgazar, a adelgazarse
cada vez más, hasta el punto que su cabeza asemejó una calavera cubierta
de pergamino; los ojos le ardían con un brillo tan extraño que
incomodaban a quien los observara.
Luke poseía un perro viejo,
que la señora Pratt había querido mucho y que la seguía a todas partes.
Aquel magnífico bull-dog era la bestia con mejor carácter del mundo,
aunque encogía el labio superior de una forma muy poco tranquilizadora. A
veces, durante la velada, Pratt y Bumble (así llamaban al perro) se
sentaban y se miraban horas y horas, recordando, sin duda, los buenos
viejos tiempos, los tiempos, supongo, cuando la mujer de Luke se
instalaba en esta silla de brazos que usted ocupa. Éste fue siempre su
lugar, mientras que el doctor se sentaba en la silla de brazos donde
estoy yo ahora, Bumble se encaramaba ayudándose con las patas de la
silla; se había vuelto viejo y gordo, no podía saltar gran cosa, y los
dientes le bailaban cada vez más. Miraba a Luke, directamente a los
ojos, mientras éste miraba al perro... Y el rostro de Luke parecía cada
vez más un cráneo en cuyo centro brillaran dos brasas con destellos
rojizos; a los cinco minutos, a veces menos, el viejo Bumble comenzaba a
temblar de un extremo a otro, y, de pronto, dejaba ir un aullido
espantoso, como si acabaran de golpearlo, se dejaba caer de la silla y
corría a esconderse bajo el bufete, y, allí, gemía de una manera
extraña.
El comportamiento del perro no tiene nada de particular
para quien recuerde la mirada de Pratt en los últimos meses. No soy
nervioso, ni poseo demasiada imaginación, pero creo que podría haber
puesto histérica a una mujer demasiado sensible... ¡se parecía tanto a
una calavera envuelta de pergamino!
Lo visité el día de Navidad,
al atardecer, mientras mi barco se encontraba en dique seco, lo que me
dejaba tres semanas de vacaciones. Bumble no estaba, y, durante la
conversación, comenté que quizás hubiera muerto.
- Sí -contestó Pratt.
Encontré algo extraño en su voz, no sé qué; lo observé incluso antes que prosiguiera.
- Lo maté; ya no lo soportaba.
Le pregunté por los detalles, aunque ya, más o menos, había entendido.
-¡Tenia
una manera de sentarse en la silla y de mirarme, antes de aullar...!
-dijo, tembloroso-. No sufrió más, el pobre Bumble -prosiguió,
inmediatamente, como si yo pudiera sospechar que había dado pruebas de
crueldad-. Le drogué la bebida, para dejarlo profundamente dormido, y
después lo cloroformicé poco a poco para que no se sintiera morir. Desde
entonces, todo va mejor.
Me pregunté qué había querido decir, ya que
las palabras se le habían escapado de los labios como si no hubiera
podido contenerlas. Más tarde comprendí. Quería decir que ya no
escuchaba el grito con tanta frecuencia, tras la muerte del perro.
Quizás creyó, de principio, que se trataba del viejo Bumble, que aullaba
a la luna, en el patio..., pero no es el mismo tipo de grito, ¿verdad?
Por otra parte, sé lo que es, aunque Luke quizás no lo supiera. Es solo
un ruido, al fin y al cabo, y nunca un ruido ha matado a nadie. Pero
Luke era más imaginativo que yo. Estoy convencido que este lugar oculta
algo que no puedo comprender, pero, cuando no comprendo algo, me digo
que se trata de un «fenómeno» y no comienzo a imaginar que me matará,
como pensó Luke. No lo entiendo todo, realmente, y usted tampoco; no más
que cualquier otro hombre que haya pasado largo tiempo en la mar. Se
hablaba de las trombas, pongamos por caso, y no nos poníamos de acuerdo
sobre su naturaleza; ahora se habla de «terremotos submarinos» y se
exponen cincuenta teorías, que podrían explicar los terremotos si
supiéramos qué son. Sufrí uno, un día, y el escritorio pegó contra la
mampara de mi cabina. Esto mismo pasó al capitán Lecky; supongo que
usted debe haber leído esta historia en su libro Reflexiones. Muy bien.
Si este tipo de fenómenos se produjeran en tierra, en esta habitación,
por ejemplo, un tipo nervioso hablaría de espíritus, de levitación y de
otras tonterías que nada quieren decir, en lugar de clasificar este
misterio, sencillamente, dentro la categoría de los «fenómenos» aún
pendientes de explicación. Esta es mi opinión, ¿me sigue?
Por
otro lado, ¿qué cosa puede demostrar que Luke mató a su mujer? No me
atrevería nunca a sugerir una monstruosidad tal a nadie que no fuera
usted. Solo una cosa inquieta: la coincidencia de que la pobre señora
Pratt muriera en la cama al poco tiempo de la cena donde expliqué
aquella historia. No es la única mujer que ha muerto de esta manera.
Luke fue a buscar al médico de la parroquia vecina; los dos concluyeron
que había muerto a consecuencia de un paro cardíaco. ¿Por qué no? Es un
mal muy frecuente.
Había aquello de la cuchara, claro. No he
hablado nunca de ello a nadie, y confieso que me sobresalté cuando la
hallé en el armario del dormitorio. Era una cuchara nueva, un tanto
estropeada aunque no había sido puesta entre las llamas más de un par de
veces. Tenía aún, en su fondo, restos de plomo derretido. Era una
cuchara gris, manchada de impurezas. Pero esto no demuestra nada. Un
médico rural suele ser un individuo avispado que realiza toda suerte de
trabajos manuales, y Luke podía haber tenido veinte motivos diferentes
para fundir un poco de plomo en una cuchara. Le gustaba pescar en la
mar, por ejemplo, y tal vez necesitó un pedazo de plomo para fabricarse
una caña; o quizás necesitara un peso para el reloj del salón, o
cualquier otra cosa por el estilo. De todas formas, al descubrir la
cuchara, sentí en mi interior algo extraño, porque me acordaba de
aquello que había descrito al explicar mi historia de asesinatos. ¿Me
entiende? La cuchara me impresionó, y de manera negativa. La tiré. Ahora
se encuentra en el fondo de la mar, a una milla del Spit y, si algún
día la marea la sacara, estaría tan oxidada que nadie la podría
reconocer.
Mire, Luke debió haberla comprado en el pueblo, años
ha..., y aún hoy, el comerciante que se la vendió no vende de otra
clase. Supongo que las utilizan para cocinar. De cualquier manera, no
era conveniente que una camarera demasiado fisgona descubriera aquel
utensilio manchado de plomo: se habría preguntado de qué iba la cosa, y
quizás lo habría contado, en la hora del servicio, que me oyó explicar
la historia durante la cena; aquella chica se casó con el hijo del
fontanero del pueblo, y podría recordar no pocos detalles.
Usted
me entiende, ¿verdad? Ahora que Luke Pratt está muerto y enterrado junto
a su esposa, en una tumba de hombre honesto, no me gustaría nada que
ciertos acontecimientos ensuciaran su memoria. Los dos están muertos, y
también lo está su hijo. Por otro lado, la muerte de Luke está rodeada
de un misterio considerable.
¿Qué misterio? Una mañana lo
hallaron muerto en la playa. El juez de instrucción abrió una encuesta.
El veredicto estableció que había muerto «a manos o entre los dientes de
alguna persona o animal desconocidos». La mitad del jurado consideró
que, con probabilidad, algún perro le había mordido la arteria traqueal
tras lanzarse sobre él; pero no había orificios en la piel del cuello.
Nadie sabía a que hora había salido Luke, ni dónde había ido. Lo
encontraron tendido de espaldas, sobre las señales de la marea alta;
bajo su mano había, abierta por completo, una vieja caja de sombreros,
hecha de cartón, que había sido propiedad de su mujer. La tapa había
caído. Parecía como si Luke hubiera intentado transportar, en su
interior, una calavera... Los médicos suelen aficionarse a coleccionar
este tipo de objetos. La calavera había rodado por la arena, y se había
detenido junto la cabeza de Luke. Era una calavera bastante bonita, más
bien pequeña, admirablemente proporcionada y de un perfecto blanco...,
tan perfecto como la dentadura. Más exactamente, la hilera superior era
perfecta, ya que, cuando la vi por primera vez, le faltaba la mandíbula
inferior.
Sí, encontré aquí aquella calavera, cuando regresé. Era
blanca y pulida, como lo son las calaveras que se conservan bajo
cristal. La gente, aquí, no sabía de donde procedía, ni qué debían hacer
con ella; de nuevo la habían metido dentro de la caja de cartón, y la
habían guardado en el armario del mejor dormitorio. Naturalmente, me la
enseñaron cuando tomé posesión de la casa. También me llevaron a la
playa, para mostrarme el lugar exacto donde habían encontrado el cadáver
de Luke; un viejo pescador me describió la posición del cuerpo, como
yacía tendido junto a la calavera. Solo un detalle no conseguía
explicarse: ¿por qué el cráneo había rodado sobre un terreno fangoso
hasta la cabeza de Luke, y no, siguiendo la pendiente, hacia sus pies?
En aquel instante el detalle no me llamó en absoluto la atención, pero
luego he pensado con frecuencia, porque aquel lugar es considerablente
escarpado. Mañana ya le acompañaré, si usted quiere..., allí mismo he
alzado un túmulo de piedras.
Cuando Luke cayó, o cuando lo
hicieron caer, la caja golpeó contra la arena y su tapa saltó. Su
contenido cayó, y debería haber rodado hacia abajo. Pero no. Se
encontraba cerca de la cabeza de Luke, casi tocándolo, y parecía mirarlo
de frente. Ya he dicho que aquel detalle no me preocupó al principio,
pero después no he podido dejar de pensar en ello, cada vez con mayor
frecuencia, hasta el punto de imaginarme la escena con tan sólo cerrar
los ojos. Comencé a preguntarme por qué aquel maldito objeto había
rodado hacia arriba y no al contrario, y por qué se había detenido cerca
de la cabeza de Luke y no en cualquier otro lugar, un paso más allá,
pongamos por caso.
Naturalmente, usted querrá conocer a qué
conclusión he llegado, ¿no es así? Mis conclusiones no explican para
nada el fenómeno, no lo explican más que cualquiera de las muchas ideas
que he tenido. Pero, al poco, me rondó por la cabeza otra cosa que me
inquietó sobremanera.
Oh, ¡no hago intervenir elementos
sobrenaturales! Quizás los fantasmas existan, o quizás no. Si
existieran, no creo que pudiesen provocar daño alguno a los vivos, como
no sea asustándolos; por lo que a mí respecta, preferiría habérmelas con
un fantasma, de la manera que fuese, antes que con una niebla en el
canal de la Mancha en un día de abundante navegación. No. Aquello que me
preocupó fue una idea estúpida, nada más; no sabría decirle cómo nació,
ni cómo creció hasta convertirse en una certeza.
Pensaba en Luke
y en su pobre mujer, una noche, fumando una pipa, y con un grueso libro
entre las manos, cuando me dije que aquella calavera podía ser la de la
señora Pratt, y desde entonces nunca he podido quitarme esa idea de la
mente. Usted, claro, me dirá que esto no tiene ni pies ni cabeza, que la
señora Pratt fue enterrada como buena cristiana, y que descansa en el
cementerio de la parroquia; incluso me dirá que es monstruoso suponer
que su marido quisiese conservar aquella calavera dentro de una caja de
sombrero, justo en medio del dormitorio. Ya lo sé; esto lo dictan la
razón, el sentido común y las más elementales probabilidades. Pero estoy
convencido de que Luke hizo aquella locura. Los médicos cometen, a
veces, extraños actos que pondrían la piel de gallina a personas como
usted o como yo, y que no nos parecen ni probables, ni lógicos, ni tan
solo humanos.
Y, luego..., ¿no lo entiende? Si aquella calavera
era la de la señora Pratt, pobre mujer, la única manera de explicar la
actitud de Luke está muy clara: verdaderamente asesinó a su esposa, de
la misma manera que aquella mujer de la historia que yo les había
explicado, y temía que algún análisis acabara acusándolo. Yo también
había explicado este último detalle, ¿sabe usted?, y me parece que todo
sucedió de la misma manera que hace cincuenta o sesenta años. Los
investigadores exhumaron las calaveras y encontraron un pequeño pedazo
de plomo que rebotava en el interior de cada una. Fue por esto que
colgaron a aquella mujer. Luke lo recordó, estoy seguro de ello. No
quiero saber qué pretendía hacer cuando tuvo aquellos pensamientos; mis
inclinaciones no me llevan hacia las historias horripilantes, y no creo
que a usted le gusten en especial, ¿no es así? No. Si le gustan, no le
costará imaginar lo que falta a mi relato.
Aquello
debió ser siniestro, ¿no cree? Me gustaría dejar de ver aquella escena
de manera tan clara, dejar de imaginar con tanta precisión lo que
sucedió. Pratt ccgió la calavera la noche anterior al entierro, estoy
seguro, tras cerrarse el fénetro, cuando la criada se durmió. Apostaría
que, tras separar la cabeza del cuerpo, algo puso en el fénetro para
substituirla. ¿Qué cree usted que puso bajo la ropa que cubría al
cadáver?
¡No me sorprende en absoluto que me interrumpa! Primero
le confieso que no deseo saber lo que sucedió, y que odio pensar en
historias horripilantes, y comienzo, inmediatamente después, a
describirle aquella escena como si yo la hubiese presenciado. Incluso
estoy seguro de que Pratt remplazó la cabeza con la bolsa de costura de
su esposa. Recuerdo muy bien aquella bolsa que la señora Pratt usaba
cada atardecer; era de felpa marrón y cuando estaba bien llena podía
llegar al tamaño de..., ¿verdad que me entiende? Pues bien, sí, ¡así
sigo! Ríase si quiere, pero usted no vive aquí solo, en el lugar donde
todo sucedió, y usted tampocó explicó a Luke aquella historia del plomo
fundido. No soy nervioso, lo repito, pero en ocasiones comienzo a
entender por qué lo son algunas personas. Pienso en todo esto cuando
estoy solo; por la noche sueño con ello y, cuando esa cosa chilla, le
seré franco, su grito no me gusta más que a usted, aunque debería estar
acostumbrado tras tanto tiempo...
No debería estar nervioso.
Navegué en un barco maldito, que tenía un activísimo fantasma, ¡se lo
juro! Dos tercios de la tripulación murieron por causa de una fibre
maligna antes de haber transcurrido diez días de levar anclas; yo
siempre he tenido suerte. No habré visto pocas cosas espantosas; tantas
como usted, sin duda, y tantas como cualquier otro marinero. Pero nunca
nada me ha obsesionado tanto como esta historia.
¿Sabe?,
he intentado librarme de ello, librarme de ese objeto. Pero no se deja.
Quiere estar aquí, en su lugar, dentro de la sombrerera de la señora
Pratt, en el armario del mejor dormitorio. No está contento en ningún
otro lugar. ¿Cómo lo sé? Porque lo he intentado. ¿No pensará usted que
nunca lo he intentado? Mientras permanece aquí se conforma con gritar de
tanto en tanto, por lo general durante esta época del año, pero si la
sacara fuera de la casa, chillaría toda la noche... Ningún criado
permanecería aquí más de veinticuatro horas. Incluso con las actuales
condiciones, con frecuencia he tenido que depender de mí mismo y
arreglármelas solo durante un par o más de semanas. Ya no queda nadie en
el pueblo dispuesto a pasar una noche entera bajo este techo; además,
resulta impensable vender la propiedad, incluso alquilarla. Las viejas
murmuran que, si me quedo aquí, conoceré espantosas desgracias antes no
transcurra demasiado tiempo.
Esto no me da miedo. Usted sonríe
con la idea misma de que alguien sea capaz de conceder algún credito a
estas habladurías. De acuerdo. Tiene razón. Es una estupidez evidente.
¿No le he dicho que tan sólo era un sonido? Pero parece nervioso; mira a
su alrededor, como si esperara encontrar un fantasma detrás de su
silla.
Quizás me equivoco por completo respecto a la calavera... y
me gustaría creer que quizás estoy equivocado... cuando me lo puedo
creer. Quizás sea sólo un bello espécimen que Luke recogiera quién sabe
dónde, hace mucho tiempo... Y, respecto al objeto que rebota dentro de
la calavera al menearla, quizás sólo se trate de una piedrecilla, o un
pedazo de tierra endurecida, o alguna otra cosa por el estilo. Las
calaveras que han permanecido enterradas por largo tiempo suelen
contener algo que hace ruido, ¿no es así? No, nunca he intentado sacar
el objeto del interior de la calavera, sea lo que sea. Temo descubrir un
trozo de plomo, ¿me comprende? Y, de ser éste el caso, no quisiera
conocer la historia... porque deseo no poseer la certidumbre. Si en
verdad se tratara de plomo, yo habría asesinado a aquella mujer, como si
yo mismo hubiera cometido el acto. Todo el mundo lo entendería así, me
parece. Mientras no me halle ante la certidumbre, puedo decirme para mi
consuelo que la señora Pratt murió de muerte natural, y que esa
magnífica calavera pertenecía a Luke desde sus tiempos de estudiante en
Londres. La certeza, creo, me obligaría a abandonar la casa y, cuanto
más pienso en ello, más veces me digo que debería abandonarla. Al menos,
he abandonado la idea de dormir en el mejor de los dormitorios, aquel
donde se encuentra el armario.
Usted me pregunta por qué no he
tirado la calavera al estanque; se lo contestaré, pero, hágame el favor,
deje de llamarla «espantajo»..., no le gusta nada que le pongan
nombres.
¡Escuche! ¡Dios mío, qué chillido! ¡Ya se lo había dicho!
Querido amigo, le veo muy pálido. Llénese la pipa, acérquese al fuego, y
tome algo más de alcohol. Las bebidas holandesas nunca han hecho daño a
nadie. En Java vi como un alemán se bebía medio barril de Hulstkamp, en
una sola mañana y sin parpadear. Yo no bebo demasiado, porque con mis
resfriados la bebida no me sienta demasiado bien, pero usted no está
resfriado y el licor no le causará daño alguno. Además, de noche, allí
fuera, está demasiado húmedo. Vuelve a soplar el viento, y pronto girará
a sudoeste; ¿oye el golpeteo de las ventanas? La marea debe haber
cambiado, si juzgamos por el gemido de la mar.
No habríamos
vuelto a oír nada si usted no hubiera dicho aquello. Estoy seguro. Si
usted quiere explicar el fenómeno mediante una coincidencia, yo estaré,
naturalmente, muy contento, pero desearía que, si no le importa, dejara
de poner motes a esa cosa. Quizás la pobre señora Pratt lo oye y los
epítetos la entristecen, ¿no cree? ¿Fantasmas? ¡No! No podemos llamar
fantasma a un objeto que se puede coger entre las manos y mirar a plena
luz del día, y que suena cuando es meneado, ¿no es así? Pero es algo
capaz de oír y de comprender. No le quepa la menor duda.
Al
instalarme aquí intenté dormir en el mejor dormitorio, porque,
sencillamente, aquella habitación era la más cómoda. Pero me vi obligado
a abandonar mi idea. Era el dormitorio de los Pratt, allí estaba el
lecho donde ella murió, y también, cerca de la cabecera de la cama, a la
izquierda, el armario empotrado. Es allí donde la calavera quiere ser
guardada, dentro de su caja de sombreros. Solo dormí en aquella
habitación durante los primeros quince días tras mi llegada, tuve que
dejarla y ocupar el pequeño dormitorio de la planta baja, junto al
gabinete de consulta, donde Luke solía pasar la noche cuando preveía que
algún paciente lo enviaría a buscar a altas horas de la noche.
En
tierra siempre he dormido bien. Ocho horas son mi dosis, desde las once
de la noche hasta las siete de la mañana cuando estoy solo, y desde
media noche hasta las ocho cuando tengo visita. Pero en aquella
habitación no pude conciliar el sueño hasta las tres de la madrugada...,
desde las tres y cuarto para ser preciso..., como pude comprobar con mi
viejo cronómetro de bolsillo, que aún funcionaba con exactitud; me
despertaba a las tres y diecisiete minutos, exactamente. Me pregunto si
no será la hora en que ella murió
En aquel tiempo, el grito aún no era lo que usted ha oído. Con un
chillido así no habría permanecido dos noches seguidas en la habitación.
Tan sólo era un comienzo de grito, como un gemido, como una respiración
acelerada durante algunos segundos, en el armario; era un ruido sordo
que, en circunstancias normales, no me habría despertado, estoy seguro.
Supongo que en esto usted se me parece, y que, por otra parte, esta
peculiaridad es compartida por todos aquellos que hemos navegado por la
mar: no existe sonido natural que nos moleste, ni siquiera el estruendo
de un velero encarado a una tormenta cuando se escora para luchar mejor
contra el viento. Pero si un vulgar lápiz, en un cajon de nuestra
cabina, comenzara a rebotar contra la madera, nos despertaríamos al
instante, ¿no está de acuerdo?... Usted siempre me entiende. Pues bien,
dentro del armario el ruido no era más fuerte que el de un lápiz a la
deriva en un cajón..., pero me quitaba el sueño de inmediato.
Ya
he dicho que se trataba de una especie de «inicio» de grito. Sé lo que
quiero decir, pero es difícil explicárselo sin que crea que desvarío.
Naturalmente, usted nunca podrá «escuchar» a nadie «comenzar» a gritar;
como mucho escuchará un aliento acelerado entre los labios abiertos,
entre los dientes prietos, escuchará un sonido casi inaudible que sale
de manera tan súbita como discreta. Pues era así.
Usted ya sabe
que, en alta mar, cuando uno está en la barra del timón puede saber cómo
reaccionará el bajel con dos o tres segundos de antelación. Los jinetes
afirman lo mismo de sus monturas, pero su caso me parece menos extraño
porque los caballos son seres vivos y poseen sentimientos, mientras que
sólo los poetas y la gente de tierra se atreven a hablar de los barcos
como de seres vivos. Pero yo siempre he notado, de una manera o de otra,
que un barco, al margen de su valor como máquina que transporta
determinadas cargas, es un instrumento sensible y un medio de
comunicación entre la naturaleza y el hombre, y entre, más
particularmente, la naturaleza y el hombre que se halla en la barra del
timón, si la nave es gobernada manualmente. El navío obtiene sus
impresiones directamente del viento y la mar, de la marea y las
corrientes, y las transmite a la mano del piloto, de la misma manera
como, en lo alto del mástil, el telégrafo sin hilos recoge las ondas y
las transmite hacia abajo en forma de mensaje.
Puede ver donde
quiero ir a parar; percibí que dentro del armario «comenzaba» algo, y
con tanta viveza lo percibí que logré escucharlo, aunque quizás no
hubiera nada a escuchar y sólo había sido despertado por un ruido nacido
de mi mente. Pero el otro sonido sí logré oírlo. Se podría decir que
aquel ruido estaba envuelto por una caja, y que sonaba lejano como si
llegara en forma de una comunicación telefónica a larga distancia. Sabía
que nacía en el armario, cerca de la cabecera de la cama. Los pelos no
se me pusieron de punta, ni se me heló la sangre. Sencillamente, me
sentía aturdido al ser despertado por algo que no poseía necesidad
alguna de sonar, de la misma manera que, a bordo de un navío, un lápiz
no tiene necesidad de rebotar en el cajón de la cabina. Por otro lado,
no entendía nada. Supuse que el armario comunicaba con el exterior y que
el viento, sólo el viento, gemía por la abertura, y había emitido
aquella especie de débil chillido. Encendí una cerilla para mirar el
reloj. Eran las tres y diecisiete minutos. Después me giré para poder
dormirme sobre la oreja derecha. Es la que me funciona. Casi no oigo
nada por la otra, desde el día en que, de pequeño, me choqué contra el
agua al lanzarme desde lo alto del palo de mesana. El proceso quizás es
discutible, lo acepto, pero el resultado es bastante cómodo cuando
quiero dormir rodeado de ruidos inoportunos.
Así transcurrió la
primera noche; en la siguiente el fenómeno volvió a repetirse, y también
las otras noches, no cada noche, pero sí en el mismo instante, segundo
más segundo menos. Algunas noches dormía sobre mi oreja sana, otras no.
Examiné con detalle el armario sin encontrar fisura alguna por donde el
viento pudiera filtrarse: el viento o cualquier otra cosa, ya que las
puertas cerraban con precisión, con toda probabilidad para no dejar
entrar polillas. Con toda seguridad, la señora Pratt guardaba su ropa de
invierno en aquel armario, porque siempre olía a naftalina y alcanfor.
A
las dos semanas, ya tuve suficiente de aquellos sonidos; y eso que me
había dicho que sería una estupidez dejarme impresionar por tales
fenómenos y que sacaría la calavera de la habitación. ¿Verdad que todo
parece distinto a la luz del día? Pero aquella voz iba cogiendo
fuerza..., supongo que puede hablarse de una voz..., e incluso una noche
consiguió llegar a mí por el oído sordo. Lo entendí cuando estuve
despierto del todo, porque mi oreja sana, en aquel momento, se hundía en
la almohada, y en aquella posición no debería haber sido capaz de oír
ni siquiera una sirena. Pero sí escuché aquel grito, y me hizo perder la
sangre fría..., o quizás me asustó, porque estos dos estados del alma
se presentan juntos a menudo. Encendí la luz, me levanté, abrí el
armario, cogí la sombrerera y, con todas mis fuerzas, la lancé por la
ventana.
Entonces se me erizaron los pelos. La cosa chilló al
volar, como una bala de cañón del calibre noventa. Cayó al otro lado del
camino. La noche era muy oscura y pude verla caer, pero sabía que había
aterrizado mucho más allá del camino. La ventana se abre justo sobre la
puerta de entrada, a quince pasos de la estacada, y el camino tiene una
anchura de diez pasos. Un poco más allá hay una gruesa valla vegetal
que bordea las tierras pertenecientes al presbiterio.
Ya no pude
dormir más aquella noche. Quizás a la media hora de haber lanzado la
sombrerera, casi seguro no más tarde, escuché un grito, allí fuera, un
grito parecido a los que hemos oído esta noche, pero peor, más
desesperado diría. Puede que mi imaginación me la jugara, pero habría
jurado que los chillidos se acercaban, se acercaban cada vez más. Me
fumé una pipa paseando un buen rato de un lado a otro, luego cogí un
libro y comencé a leerlo; pero que me cuelguen si recuerdo lo que leí,
ni siquiera el título del libro, porque sonaba, a intervalos regulares,
un grito que habría removido un cadáver en su ataud.
Poco antes
del alba, alguien llamó a la puerta principal. No había ningún tipo de
confusión. Abrí la ventana y miré abajo; esperaba encontrar algún
cliente que buscara al doctor, porque la gente, sin duda, creía que el
nuevo médico debía vivir en la casa de Luke. Me sentí casi aliviado al
escuchar un sonido humano, tras aquellos odiosos chillidos.
Resulta
imposible ver la puerta desde arriba, porque la cubre un pequeño
porche. Volvieron a llamar, y pregunté quien había. Nadie contestó,
aunque el sonido volvió a repetirse. Grité de nuevo, aclarando que el
doctor ya no vivía allí. No hubo respuesta, pero me dije que tal vez se
tratara de algún viejo campesino que era sordo. Así que cogí la vela y
bajé a abrir la puerta. Ya no pensaba en aquella cosa, palabra, y casi
había olvidado los otros sonidos. Bajé con la seguridad de encontrar
allí fuera, delante de la puerta, alguien que trajera un mensaje. Puse
la vela sobre la mesa del recibidor, de manera que el viento no pudiera
apagarla al abrir la puerta. Mientras manejaba la cerradura, volvieron a
llamar. El sonido no era ya imperioso; parecía, al contrario, vacío y
extraño ahora que ya no lo tenía tan lejos. Recuerdo muy bien aquellas
sensaciones, pero quiero convencerme de que aquellos sonidos procedían
de algún cliente impaciente por entrar.
¡Pues bien, no! Allí fuera no
había nadie; pero al abrir la puerta, manteniéndome a un lado para
mejor ver al visitante, algo rodó por el suelo y se detuvo tocando mi
pie.
Al sentir aquello, volví a cerrar la puerta; sabía lo que
era incluso antes de mirarlo. No puedo decirle cómo lo sabía, y aquella
seguridad podía parecer irracional, ya que estaba seguro, lo recordaba,
de haber lanzado el objeto al otro lado del camino. El dormitorio tiene
una ventana con dos postigos que se abren de par en par, y había cogido
un buen empuje, bien calculado, cuando lo lancé. Además, al salir, al
día siguiente encontré la caja al otro lado de la valla vegetal.
Me
dirá usted que quizás la caja se abrió cuando la lancé y que tal vez
cayó la calavera. Es imposible, porque nadie puede lanzar una caja vacía
a tanta distancia. Esto es indiscutible. Es como intentar lanzar una
bolita de papel, o una cáscara de huevo a veinticinco pasos.
Cerré
de nuevo la puerta, afiancé la del recibidor, recogí el objeto con
mucho cuidado y lo coloqué sobre la mesa, al lado de la vela. Realicé
todo esto de forma mecánica, de la misma manera que una persona en
peligro logra, sin percatarse de ello, ejecutar los gestos que la
conducen a su salvación..., a menos que haga aquello que no conviene
hacer. Puede parecer extraño, pero creo que mi primer pensamiento fue si
alguien podía llegar en aquel instante, y encontrarme allí, en la
entrada, mientras aquella cosa me tocaba el pie, un tanto ladeada,
fijándome con uno de sus ojos cavernosos, como si me acusara. Y la luz
mezclada con sombras que la vela introducía en sus órbitas las hacía
parecer, a la vez, abiertas y cerradas. Después, la vela se apagó
inexplicblemente, ya que la puerta volvía a estar cerrada y yo no notaba
el más mínimo soplo del viento. Sacrifiqué, con toda seguridad, al
menos media docena de cerillas para volver de nuevo a encenderla.
Me
senté con brusquedad, sin saber la razón. Había experimentado un
intenso miedo, y usted admitirá que no es vergonzoso el estar asustado.
La cosa había regresado a su casa y quería subir y volver a meterse
dentro del armario. Me quedé sentado en silencio, mirando la calavera,
hasta que sentí con intensidad el frío. Después cogí el objeto, lo
trasladé al armario y lo coloqué allí dentro; recuerdo, incluso, haberle
hablado, prometiéndole devolverlo a su caja a la mañana siguiente.
¿Quiere
saber si permanecí en aquella habitación hasta el alba? Sí, pero con
una luz encendida a mi lado, mientras fumaba y leía, para protegerme,
sin duda, del miedo..., un miedo cierto, innegable, que puede
calificarse como cobardía, porque la cobardía nada tiene que ver con lo
que yo sentía. No podría haberme quedado allí solo con aquella cosa en
el armario..., me habría muerto de miedo, aunque no soy más pusilánime
que los demás. Pero piense, amigo mío: sin ninguna ayuda la cosa había
atravesado el camino, había subido los escalones de la entrada y había
llamado a la puerta.
Al llegar el alba, me calcé las botas y salí
a por la sombrerera. Me vi obligado a buscar un buen rato por los
alrededores, cerca de la carretera. Por fin, encontré la caja, abierta;
colgaba al otro lado de la estacada. El cordel que la rodeaba tenía
adheridos algunas briznas de hierba, y la tapa, que se había
desprendido, yacía en el suelo. Esto demuestra que la caja no se abrió
en el momento de lanzarla, sino más tarde; y, si no se abrió en el mismo
instante de salir de mi mano, aquello que contenía debería haber caído
al otro lado del camino. ¿Se da cuenta?
Subí la caja al
dormitorio, volví a meter la calavera en su interior, y la cerré. Cuando
mi joven criada me trajo el desayuno, me pidió disculpas: tenía que
marcharse, y tanto le daba si perdía un mes de su paga. La miré; su cara
estaba pálida, con matices desagradables. Fingí sorpresa al preguntar
qué le iba mal; mi esfuerzo fue inútil, porque ella, sencillamnete, se
giró hacia mí y me preguntó si tenía intención de quedarme en una casa
maldita y, en caso afirmativo, por cuanto tiempo pensaba continuar
viviendo, ya que, aunque ella había observado que yo era en ocasiones
duro de oído, no conseguía creer que un sordo pudiera dormir con
aquellos chillidos; y si yo podía ¿por qué me había paseado por la casa,
y abierto y vuelto a cerrar la puerta principal, entre las tres y las
cuatro de la madrugada? No había nada a contestar, pues me había oído.
Me dejó librado a mi suerte. En el pueblo, aquella mañana, encontré una
mujer que aceptó venir aquí, para poner un poco de orden en la casa y
hacerme la comida, con la condición de volver a su casa cada noche.
Abandoné el dormitorio aquel mismo día, me instalé en la planta baja y,
desde entonces, no he vuelto a intentar dormir en la mejor habitación. A
los pocos días, contraté los servicios de dos hermanas de mediana edad,
dos criadas escocesas procedentes de Londres; y por algún tiempo
gozaron de tranquilidad. Les expliqué que aquel lugar era muy expuesto,
que el viento soplaba con violencia durante buena parte del otoño y del
invierno, y que aquellas circunstancias habían dado una mala reputación a
la casa, porque los campesinos tienden a creerse las supersticiones y
las historias de fantasmas. Las dos hermanas, de rasgos duros y
negrísimos cabellos, casi sonrieron y me contestaron, despectivamente,
que no les preocupaban los fantasmas meridionales, que habían trabajado
en dos casas malditas, en Inglaterra, y que sólo habían visto al Chico
Gris, una aparición que era relativamente banal en Forfashire.
Se
quedaron aquí algunos meses y, durante todo el tiempo que vivieron en
la casa, disfrutamos de paz y silencio. Una de ellas aún vive por aquí,
pero antes de final de año se marchará con su hermana. Era la cocinera.
Se casó con el sepulturero, quien trabaja en mi jardín. Esto no tiene
nada de extraño. El pueblo es pequeño, y el sepulturero no tiene
demasiado trabajo. Entiende bastante de flores, suficiente como para
ayudarme de manera adecuada, y para, sobre todo, realizar los trabajos
más duros de jardinería; aunque me gusta el ejercicio, mis
articulaciones se vuelven cada vez más rígidas. Es un individuo sobrio,
silencioso, que no se mete en asuntos que no son de su incumbencia;
había enviudado cuando llegó aquí... Su nombre es Trehearn, James
Trehearn. Las dos escocesas nunca quisieron admitir que la casa estaba
maldita, pero cuando volvió a soplar el viento de noviembre vinieron a
avisarme de su marcha; arguyeron que la capilla, que se hallaba en la
parroquia vecina, les hacía caminar demasiado, y que no podían oír misa
en nuestra iglesia. La más joven regresó por la primavera y, en cuanto
se publicaron las amonestaciones, se casó con James Trehearn delante del
cura... Por otro lado, ya no parece tener escrúpulos, desde entonces,
para escuchar su prédica. Si ella está contenta, ¡yo también! La pareja
vive en una pequeña granja que da al presbiterio.
Usted se
pregunta, sin duda, qué relación tiene todo esto con la historia que le
explicaba. Me encuentro tan solo que, cuando me visita algún viejo
amigo, me lanzó a hablar, a veces, sólo por el placer de oír mi propia
voz. Pero hay algo más que simple palabrería en esto que acabo de
explicar. Fue James Trehearn quien enterró a la pobre señora Pratt, y
después a su marido, que se le unió en la misma tumba no muy lejos de su
granja. Ésta es la relación, en mi mente, ¿lo entiende? Está claro.
James Trehearn sabe algo. Estoy seguro de que sabe algo, aunque es muy
reticente.
Sí, por la noche vuelvo a estar solo, aquí, porque la
señora Trehearn duerme en su casa; cuando me visita algún amigo, la
sobrina del sepulturero viene para ocuparse de la mesa. Él se lleva su
mujer a casa cada atardecer, durante el invierno, pero en el verano,
cuando en el campo clarea hasta tarde, vuelve sola. No es una mujer
nerviosa, pero, desde hace algún tiempo, parece estar menos segura de
que los fantasmas ingleses sean indignos de la atención de una escocesa.
¿No es divertida esta idea de que Escocia tenga el monopolio de lo
sobrenatural? Yo lo llamaría una extraña manifestación del orgullo
nacional; ¿no le parece?
Cuando la madera a la deriva prende
bien, no existe mejor. Sí, encontramos bastante, porque, lamento
decirlo, hay muchos naufragios en esta zona. Vive poca gente en esta
costa; uno puede llevarse toda la madera que quiera solo tomándose la
molestia de ir a buscarla. De tanto en tanto, Trehearn y yo cogemos una
carro prestado y cargamos, entre el Spit y el pueblo. No quiero saber
nada de las hogueras de carbón, mientras pueda conseguir leña de
cualquier clase. Un leño acompaña, aunque solo sea un pedazo de tablón
de cubierta o de madera aserrada... Además, la sal que lo recubre
estalla en chispas bonitas; mire como saltan..., son auténticos petardos
japoneses. Palabra que un viejo compañero, un buen fuego y una pipa son
suficientes para olvidar aquella cosa, allí arriba, sobre todo ahora
que el viento se ha calmado. Pero sólo es una pausa, porque soplará una
tempestad antes de amanecer.
¿Le gustaría ver la calavera? ¿Le
parece? No veo inconveniente alguno. No hay razón alguna para que no
pueda echarle una mirada, y seguro que no ha visto en su vida ninguna
tan perfecta, excepto por un detalle: le faltan los dos primeros
incisivos de la mandíbula inferior.
Es cierto; aún no le he
hablado de esa mandíbula. Trehearn la encontró en el jardín, el último
verano, mientras cavaba un hoyo para plantar un aspálato. ¿Sabe?, aquí
los aspálatos se plantan en hoyos de seis a ocho pies de profundidad.
Sí, sí, claro, había olvidado explicarle esto. Trehearn cavaba el suelo
con energía, como cuando abre una tumba; si usted quiere que su aspálato
quede bien plantado, le aconsejo contrate a un sepulturero: ¡estos
individuos saben como debe hacerse, esto de plantar flores y arbustos!
Trehearn
había llegado hasta los tres pies de profundidad, cuando halló una masa
blanca de cal junto a la excavación. Observó que en aquel lugar la
tierra era algo más húmeda, aunque, según decía, no había sido removida
en años. Creyó, supongo, que la cal no convenía a los aspálatos, de
manera que comenzó a romperla y a sacarla a la superficie. Estaba muy
dura, me explicó; estaba formada por fragmentos bastante grandes; movido
por la fuerza de la costumbre, fue rompiendo los pedazos grandes a
picotazos tras sacarlos del agujero. De uno de los trozos rotos salió
una mandíbula. El sepulturero dice que él mismo rompió de un golpe de
pico los dos incisivos, pero la verdad es que no los encontró por ningún
lado. Es un entendido en la materia, ya se lo puede imaginar; afirmó de
un modo inmediato que aquella mandíbula correspondía probablemente a
una mujer joven que conservaba todos sus dientes en el momento de
fallecer. Me trajo el objeto y me preguntó si deseaba conservarlo; si yo
no lo quería, el lo arrojaría a la primera tumba que abriera en el
cementerio; se trataba sin duda de una mandíbula cristiana que merecía
una sepultura decente. Le expliqué que los médicos, con harto
frecuencia, tiraban huesos en la cal viva para darles un bello color
blanco, y que suponía que el doctor se había fabricado una especie de
pozo de cal con ese fin. Y son seguridad había olvidado aquella
mandíbula allí dentro. Trehearn me miró, muy tranquilo.
-Tal vez
irá bien con la calavera del armario de allí arriba, señor -me dijo-.
Quizás el doctor Pratt tiró la calavera dentro de la cal para
blanquearla y, al sacarla, se dejó la mandíbula inferior. Dentro de la
cal aún hay cabellos humanos, señor.
En efecto, allí estaban;
Trehearn tenía razón. Si Trehearn no sospechaba nada, ¿por que demonios
había sugerido que la mandíbula encajaba con la calavera? Y así fue.
Esto demuestra que Trehearn sabe más de lo que está dispuesto a admitir.
¿Usted cree que no echó un vistazo al cadáver antes de enterrarlo? O,
quizás, cuando enterró a Luke en la misma tumba...
Muy bien, muy
bien, es inútil extenderse en este tema, ¿verdad? Le contesté que
deseaba quedarme con la mandíbula. La llevé a la habitación, y la
coloqué en la calavera. No había duda posible: las dos piezas formaban
un todo, como ahora.
Trehearn sabe muchas cosas. Hace algún
tiempo, hablábamos de volver a blanquear la cocina, y él recordó,
casualmente, que aquel trabajo no había vuelto a hacerse desde la semana
en que la señora Pratt murió. No dijo que el albañil, en aquella
ocasión debía haberse dejado un poco de cal, ni que ésta fuera la misma
que había encontrado en el hoyo abierto para el aspálato, pero lo pensó.
Sabe muchas cosas. Trehearn es de aquellas personas taciturnas que
saben muy bien cómo sumar dos más dos. La tumba no está demasiado lejos
de su granja, ya lo he dicho, y el tipo es increiblemente rápido cuando
trabaja con el pico. Si hubiera deseado conocer la verdad, habría podido
arreglárselas para descubrirla, y nadie habría sabido nunca nada, a
menos que él decidiera contarlo. En un pueblecito tranquilo como el
nuestro, la gente no se va a pasar la noche al cementerio para saber si
el sepulturero trabaja o no por su cuenta entre las diez de la noche y
el alba.
Es horrible, cuando uno lo piensa, la determinación
reflexiva de Luke, si en verdad cometió..., su fría certidumbre de gozar
de impunidad. Pero, por encima de todo, es necesario admirar la
resistencia de sus nervios, porque aquel asesinato debió ser
extraordinario. A veces, pienso que es horrible vivir en el mismo lugar
donde sucedió todo aquello, si verdaderamente... Siempre acabo por
establecer esta condición: «si verdaderamente...», ¿sabe?, por bien de
su memoria, y también, un poco, por mi propio bien.
Subiré a
buscar la caja de aquí a un minuto. Déjeme encender la pipa. ¡No hay
prisa! Hemos cenado muy temprano, y ahora sólo son las once y media. No
he permitido nunca que un amigo se fuera a dormir antes de media noche, o
con menos de tres vasos en el estómago... Beba todo lo que quiera, pero
no beba menos que esto, en memoria de los buenos viejos tiempos.
El viento vuelve a soplar, ¿lo oye? Era solo una pausa, hasta ahora, y tendremos una mala noche.
Sucedió
algo, cuando descubrí que la mandíbula encajaba perfectamente..., algo
que me sobresaltó. No me asusto con facilidad, pero a menudo he visto
gente espantada, con la respiración cortada, cuando, creyendo estar
solos, descubrían, al girarse de golpe, la presencia de alguien a quien
no esperaban. A esto no se lo puede llamar miedo. Usted no lo llamaría,
¿verdad? Pues bien, en el preciso momento que acababa de poner la
mandíbula en el lugar correspondiente de la calavera, los dientes se
cerraron de golpe sobre mi dedo; uno podría haber dicho que quería
morderme, y debo admitir que me sobresalté, antes no comprendí que, con
la otra mano, había presionado la parte superior de la calavera contra
la mandíbula. Le aseguro que no estaba nervioso en absoluto. Era en
pleno día, un día hermoso, y el sol lucía dentro del dormitorio, que era
la mejor habitación de la casa. Era absurdo ponerse nervioso de aquella
manera..., sólo era una sensación errónea, aunque me hizo sentir
incómodo. Era una tontería, pero aquello me hizo pensar en el extraño
veredicto del jurado sobre la muerte de Luke: «...de la mano o entre los
dientes de una persona o de un animal desconocidos». Desde entoces a
menudo he deseado poder examinar aquellas señales en el cuello de Luke,
aunque, anteriormente, hubiera faltado la mandíbula inferior.
A
menudo he visto a un hombre llevar a cabo, con sus propias manos, actos
insensatos que él mismo no entendía. Un día, vi un tipo colgado de un
gancho, con una sola mano, en la parte exterior de la borda, mientras,
con la otra mano, se dedicaba a cortar un nudo con su navaja; lo cogí en
aquel momento. Navegábamos en medio del océano, avanzando a veinte
nudos. El hombre no tenía la más mínima idea de lo que hacía. Yo me
hallé en el mismo caso cuando aquella cosa me mordió los dedos. Ahora lo
entiendo. Uno habría jurado que aquello estaba vivo, y que pretendía
morderme. Lo habría hecho de haber podido, porque debe odiarme mucho,
¡pobre cosa! ¿En verdad cree usted que aquello que suena en su interior
es un pedazo de plomo? Bien, ahora traeré la caja, y si algo, sea lo que
sea, le cae entre las manos, ¡será problema suyo! Si sólo es una
piedrecita o un trozo endurecido de tierra, todo este asunto se
desvanecerá, y me parece que no volveré a pensar nunca más en esta
calavera; pero, a veces, no soy capaz de hacerme el propósito de sacar
yo mismo este pedazo de algo. La sola idea de pensar que podría tratarse
de plomo me incomoda, y estoy convencido que lo sabré pronto. También
estoy convencido de que Trehearn sabe algo; pero es un tipo que nunca
dice nada.
Subiré a buscarla. ¿Cómo? ¿Dice que sería mejor
acompañarme? ¡Ja! ¡Ja! ¿Cree usted que me dan miedo una caja de
sombreros y un ruidito?
¡Al diablo esta vela! ¡No se encenderá!
Parece como si esta ridícula cosa entendiera que la necesitamos. Mire
esto: la tercera cerilla. Se encienden bien cuando es mi pipa. ¿Lo ve?
Es una caja nueva de cerillas, y la guardo en este pote de latón, donde
protejo las cosas a las que no conviene la humedad. ¡Ah! ¿Piensa que la
mecha de la vela está demasiado húmeda? Bien, encenderé esta porquería
en el fuego. Allí, al menos, no se apagará. Crepita un poco, cierto,
pero quedará encendida. ¿No quema ahora como una vela normal? Es un
hecho que, aquí, las velas no son de calidad. Desconozco de dónde las
traen, pero a veces se portan de forma extraña: no dan tanta luz, la
llama es verdosa y echan chispas; incluso a veces se apagan solas, y
esto es, al mismo tiempo, enervante y molesto. Debe aceptarse, porque
aún queda para rato antes no instalen la electricidad en nuestro pueblo.
Es un brillo muy triste, ¿no cree?
¿Piensa usted que haría bien
si le dejara la vela y tomara el quinqué? La verdad, no me gusta llevar
quinqué. Nunca se me ha caido ninguno, pero siempre me han
atemorizado..., son peligrosos si lo pensamos. Además, con el tiempo me
he acostumbrado a estas asquerosas velas.
Puede apurar el vaso
mientras subo. No quiero que se vaya a dormir sin, al menos, tres vasos
en el estómago. Ni tan solo tendrá que habérselas con la escalera, pues
dormirá aquí abajo, junto al gabinete de consulta que, por ahora, es mi
domicilio. Así está la cosa: no permito que un amigo duerma en el
dormitorio de arriba. El último que allí durmió fue el viejo
Crackenthorpe, que pasó, según cuenta, toda la noche despierto.
¿Recuerda al viejo Crack? Se aferra a la Armada, y acaban de ascenderlo a
almirante. Sí, ya voy, a menos que se apague la vela. No he podido
evitar el preguntarle si se acordaba del viejo Crackenthorpe. Si alguien
nos hubiera predicho que, de todos nosotros, aquel enclenque bobalicón
haría la carrera más brillante, todos nos habriamos echado a reír. A
usted y a mí no nos ha ido tan mal las cosas, claro... Pero ya voy,
ahora mismo. No quiero que piense que, con la charla, deseo retrasar el
momento de ir. ¡Cómo si existiera algo de lo que asustarse! De tener
miedo, se lo confesaría sin rodeos, y le pediría que me acompañara
arriba.
¡Hela aquí! La he trasladado con muchísimo cuidado, por
miedo a molestarla, pobre cosa. Mire, si sacudieramos la caja, quizás la
mandíbula volvería a separarse de la calavera, y de seguro esto no le
gustaría nada. Sí, la vela se ha apagado mientras bajaba por la
escalera, pero ha sido por culpa de una corriente de aire que ha entrado
por la ventana del rellano. ¿Ha oído eso? Sí, ha sido otro grito. ¿Dice
que estoy pálido? No es nada. El corazón me juega malas pasadas, a
veces, y he bajado demasiado deprisa. De hecho, ésta es una de las
razones por las que prefiero vivir en la planta baja.
Este grito,
venga de donde venga, no ha salido de la calavera, por que tenía la
caja en la mano cuando he oído el chillido..., y aquí la tenemos, ahora.
Hemos demostrado, pues, irrefutablemente, que es otra cosa quien
profiere los gritos; nunca dudé, que un día u otro conocería la causa
exacta. Alguna grieta en la pared, sin duda, o alguna fisura de la
chimenea, o tal vez alguna rotura en la madera de una ventana. Todas las
historias de fantasmas terminan así. Mire, me alegro de haber ido
arriba y traerle el objeto, porque este último grito resuelve
definitivamente la cuestión. ¡Y pensar que he tenido la debilidad de
creer que esta pobre calavera podía gritar como un ser vivo!
Ahora
abriré la caja, sacaré el objeto, y lo examinaremos bajo la luz.
Resulta espantoso recordar que la pobre mujer tenía la costumbre de
sentarse ahí, en la silla donde ahora está usted, una tarde tras otra,
con una luz como esta. Pero..., acabo de convencerme que todo esto sólo
han sido tonterías, de comienzo a fin... Nada más es una vieja calavera
que Luke conservaba de su época de estudiante y que, tal vez, sumergió
en la cal para blanquearla, sin poder encontrar después la mandíbula.
Sellé
el cordel, ¿lo ve?, tras colocar en su lugar la mandíbula inferior, y
escribí algo sobre el papel. Vea..., la vieja etiqueta continua ahí, la
etiqueta de la modista con la dirección de la señora Pratt, puesta el
día que le enviaron el sombrerero; había espacio, y escribí: «Calavera
que perteneció al señor Luke Pratt, ahora difunto». No sé por qué razón
escribí esto... Quizás para explicar cómo había ido a parar a mis manos.
A veces, no puedo dejar de preguntarme qué tipo de sombrero guardaba la
caja. ¿De qué color le parece que podría ser? ¿Sería un simpático
sombrero primaveral, con plumas delicadas y caprichosas cintas? ¡Es
extraño pensar que la misma caja contiene la cabeza que, quizá, llevaba
aquellos fantasiosos ornamentos! Pero no: acabamos de convencernos de
que esta calavera proviene del hospital de Londres, donde Luke realizó
sus prácticas. ¿No es mucho mejor verlo bajo este prisma? No hay más
relación entre esta calavera y la pobre señora Pratt que la existente
entre mi historia del asesinato con plomo y...
¡Dios mio! Coja el
quinqué... no deje que se apague; cerraré la ventana en un segundo...
¡Vaya! ¡Qué soplido del viento! ¡Ahora se ha apagado! ¡Ya se lo había
dicho! Carece de importancia; aún queda el resplandor del fuego. ¡Vea,
ya he cerrado la ventana! El pestillo estaba medio descorrido. ¿Y las
cerillas? ¿Las ha hecho caer de la mesa el viento? ¿Dónde diablos están?
¡Ah, aquí! La ventana no volverá a abrirse, porque he puesto la barra,
una barra como las que antes se fabricaban..., es insustituible. Ahora,
busque la sombrerera, mientras yo vuelvo a encender el quinqué. ¡Demonio
de cerillas! Un sencillo encendedor de mecha funcionaría mucho
mejor..., deberé encenderlo en el fuego..., no lo había pensado...,
muchas gracias... Vaya, ¡por fin! ¿Pero donde está la caja? Sí, vuélvala
a poner sobre la mesa, que la abriremos.
Es la primera vez que
el viento hace crujir la ventana de esta manera pero es porque no la he
cerrado bien. Sí, claro, he oído el grito. Ha parecido como si diera la
vuelta a toda la casa antes de precipitarse por la ventana. Esto
demuestra que el viento es el único culpable..., el único culpable de
toda esta historia, ¿no es verdad? Y, si el viento no lo es, lo será mi
imaginación. Siempre he sido imaginativo, aunque no lo sabía, sin duda.
Es al envejecer cuando nos conocemos y entendemos mejor, ¿no cree?
Tomaré
unos tragos de este Hulstkamp excepcional, aprovechando que usted se
llena el vaso. La humedad de esta borrasca me ha dejado helado y, con mi
propensión a los resfriados... Me dan miedo los resfriados, porque el
frío, a veces, parece clavarse en todas mis articulaciones cuando me
atrapa en invierno.
¡Caramba! ¡Esto es casualidad! Encenderé otra
pipa, ahora que todo parece calmado alrededor, y luego abriremos la
caja. Estoy muy contento de haber escuchado, los dos, ese último grito
mientras la calavera permanecía sobre la mesa, entre usted y yo, porque
una cosa no puede hallarse en dos sitios diferentes al mismo tiempo, y
el grito venía, con toda seguridad, del exterior, como es el caso de
todos los sonidos del viento. A usted le parece haber oído un grito
atravesar la habitación al abrirse la ventana con tanta violencia. Sí, a
mí también, pero era natural, ¿no?, porque todo estaba abierto. No
hemos oído nada más que el viento, claro. ¿Qué más podíamos esperar?
Eche
una ojeada aquí, haga el favor, antes no abramos la caja quiero que
compruebe que el sello está intacto. ¿Necesita mis gafas? Ah, ya tiene
las suyas. Muy bien. El sello está intacto, y debe poderse leer con
facilidad las palabras grabadas en la cera: «Suave, lentamente»; es una
alusión al poema El viento del mar occidental, que ruega al viento «que
me lo vuelva a traer» y cosas parecidas. Aquí tengo el sello original,
en la cadena del reloj, donde lo llevo desde hace cuarenta años. Me lo
regaló mi esposa, pobrecilla, antes de casarnos, y nunca he llevado
otro. Esto era muy propio de ella, que le gustaran estas palabras...,
siempre le gustó Tennyson.
Es inútil cortar el cordel, porque
está fijado a la caja; me conformaré con romper la cera y desatar el
nudo, y luego volveremos a sellarlo. Mire, me gustará saber que esta
cosa está intacta, en su lugar, y que nadie puede cogerla. No se trata
que sospeche que Trehearnn se meta en todo esto, pero siempre me ha
parecido que sabe más de lo que dice.
Mire, he logrado desatarlo
todo sin romper el cordel, aunque cuando lo sellé no creí que la
volvería a abrir. Mire, la tapa sale ella sola. ¡Mire, ahora!
¿Qué? ¿Nada? ¿Vacía? ¡Se ha esfumado! ¡La calavera se ha esfumado!
No,
no me pasa nada grave. Sólo intento centrar mis ideas. Todo esto es muy
extraño. Estoy seguro de que la calavera se encontraba dentro de la
caja cuando la sellé la primavera pasada. No lo puedo haber imaginado;
no es posible. Si de tanto en tanto me emborrachara con los amigos,
podría aceptar haberme equivocado alguna vez, tras beber en exceso. Pero
no bebo, ni he bebido nunca. Una pinta de cerveza durante la cena, un
poco de ron antes de acostarme, esto es todo lo que bebía en mis mejores
tiempos. ¡Me parece que siempre somos los pobres individuos
constantemente sobrios quienes acaparamos las crisis reumáticas y de
gota! Sí, mi sello estaba intacto, y la caja está vacía. Es muy extraño.
¡Pero
esto no puede ser! No es lógico. Mi opinión es que hay algo de
sospechoso en este asunto. Y no me hable de manifestaciones
sobrenaturales, por que no creo en ellas..., nada, en absoluto. Alguien
debe haber tocado el sello y robado la calavera. A veces, cuando en el
verano salgo a trabajar al jardín, dejo el reloj y la cadena sobre la
mesa. Trehearn ha tenido ocasión de coger el sello durante cualquiera de
estos momentos y utilizarlo sin miedo: él sabe que yo no suelo llegar
antes de una hora, como mínimo.
Si no fuera Trehearn..., oh, ¡no
insinúe usted que aquella cosa ha sido capaz de salir sola de la caja!
Si ha sido capaz debe hallarse en algún lugar de la casa, emboscada, al
acecho, en algún rincón oscuro. Podemos dar con ella en cualquier
instante..., porque nos espera, nos espera en las tinieblas. Y, cuando
me vea, me lanzará su grito..., me lanzará su grito en medio de la
oscuridad, porque me odia, ¡se lo digo!
La caja está vacía. No estamos soñando, ni usted, ni yo. Mire, la vuelvo del revés...
¿Qué
ha sido eso? Algo ha caido de la caja cuando la he girado. Aquí, en el
suelo, a sus pies... Sé que está aquí, debemos encontrarlo. Ayúdeme a
encontrarlo, amigo. ¿Ya lo tiene? ¡Por amor de Dios, démelo, deprisa!
¡Plomo!
Lo sabía, desde el instante que lo he oído caer. Aquel ruido sordo
sobre la alfombra, sabía que no podía ser nada más. Así pues, era plomo
en definitiva, y Luke...
Me he turbado... No estoy nervioso, se
lo aseguro, solo algo turbado, eso es todo. Cualquiera lo estaría. Al
fin y al cabo, usted no podrá decir que me dé miedo esa cosa, ya que he
subido a buscarla y la he traido hasta aquí... Vaya, creía que la
llevaba aquí, lo que es lo mismo, y ¡demonios!, antes de permitir que
una tontería así me trastorne, prefiero llevar la caja arriba y
guardarla en su sitio. Estoy convencido de que la pobre mujer murió de
aquella manera por mi culpa, porque les había explicado aquella
historia. Es esto lo que me entristece y me inquieta. A veces esperaba
que nunca tendría la certidumbre, pero ahora ya no puedo dudar. ¡Vea
esto!
¡Vea! Un trozo de plomo, sin forma particular. ¡Piense lo que
hizo este pedazo de plomo! ¿No se horroriza? Luke administró a su mujer
alguna droga para que se durmiera, pero, con todo, ella debió padecer un
momento de dolor abominable. ¡Piense! ¡Plomo hirviente que entra en el
cerebro! ¡Piense! Antes de poder gritar ya estaba muerta, pero piense
sólo..., ¡oh!... ¡oh!... ¡Otra vez!... Esto viene de fuera..., sé que
viene de fuera... ¡No puedo quitarme este chillido de la cabeza!...
¡oh!... ¡oh!...
¿Cree usted que me he desmayado? No. Me hubiera
gustado, porque así todo se habría parado. Está muy bien el decir que
esto es tan sólo un ruido, y que un ruido nunca ha dañado a nadie. ¡Pero
también usted está blanco como una sábana! Sólo podemos hacer una cosa,
si queremos conciliar el sueño esta noche. Debemos encontrarla,
volverla a meter dentro la caja y encerrarla en el armario que parece
gustarle tanto. No sé como salió, pero desea volver a su lugar. Por eso
chilla de esta manera tan espantosa esta noche. Nunca había gritado así,
nunca... Excepto la primera vez que...
¿Enterrarla? Sí, si
logramos encontrarla, la enterraremos, aunque nos lleve toda la noche.
La hundiremos seis pies bajo tierra, y compactaremos bien la tierra
encima... Nunca saldrá y, aunque continúe chillando, difícilmente la
oiremos si está tan profunda. ¡De prisa! ¡La linterna, y busquémosla!
¡No debe estar demasiado lejos! Seguro que está allí afuera... Estaba a
punto de entrar cuando he cerrado la ventana, lo sé.
Sí, tiene
razón: estoy perdiendo el tiempo y debo volver a controlarme. No me diga
nada en un par de minutos; me sentaré tranquilo, cerraré los ojos y
repetiré algo que me sea familiar. Es lo mejor que puedo hacer.
«Es
menester sumar la longitud, la latitud y la distancia polar, dividir
por tres y restar la longitud a esta media; después es necesario
añadirle el logaritmo de la secante de la longitud, la cosecante de la
distancia polar y su seno menos la longitud...» ¿Qué le parece? No me
dirá que he perdido los estribos, pues mi memoria continua intacta, ¿no?
Usted
objetará, claro, que esto es un recitar mecánico, y que lo aprendido en
la infancia y que hemos usado casi cada día de nuestra existencia,
nunca lo olvidamos. ¡Pero es al contrario! Cuando un hombre enloquece,
la parte mecánica de su espíritu es la primera en deteriorarse y dejar
de funcionar; uno recuerda entonces acontecimientos que nunca se han
producido, o contempla falsas realidades..., o escucha ruidos donde sólo
hay silencio. Ahora bien, no es este el caso, ni para usted ni para mí,
¿no es cierto?
Venga, recojamos la linterna y registremos los
alrededores. No llueve. El viento sopla como mil demonios. La linterna
está en el armario, bajo la escalera, en el salón. Siempre la he
guardado a punto de funcionar, en previsión del mal tiempo.
¿Dice
que es inútil buscarla? No entiendo cómo puede decir algo parecido.
Pero es insensato el pensar enterrarla, claro..., por que no quiere ser
enterrada. Quiere volver a su sombrerera, y a su armario, allí arriba,
¡pobrecilla! Trahearn la sacó de la caja, ahora lo sé, y rehizo luego el
sello. Tal vez la llevó al cementerio, sin otra intención que proceder
con corrección. Debió pensar que dejaría de gritar cuando se hallara
yaciendo, en reposo, en la tierra consagrada a la que pertenece. Pero ha
regresado. Trehearn no es mala persona y lo supongo algo beato. ¿No es
natural y razonable todo esto, incluso agradable? Trehearn se dijo que
la calavera gritaba porque no estaba enterrada de manera decente..., con
el resto del cuerpo. Pero se equivocaba. ¿Cómo podía adivinar Trehearn
que la calavera me gritaba su odio porque me detesta y porque soy
responsable del trocito de plomo que sonaba en su interior?
¿Sostiene
entonces que es inútil buscarla? ¡Absurdo! Ya le he dicho que desea ser
encontrada... ¡Ah! ¿Qué ha sido ese golpe en la puerta? ¿Lo oye? Toc...
toc... toc..., tres veces, luego una pausa, luego otras tres veces. ¿No
lo encuentra un sonido grave?
Ha regresado. Antes ya había oido este
sonido. Quiere entrar, quiere subir al piso de arriba, quiere su caja.
Ahora está delante de la puerta principal.
¿Me acompaña? La
entraremos. Sí, debo admitir que no me gustaría nada ir yo solo a abrir
la puerta. La cosa rodará ella sola por el suelo y se detendrá tocando
mi pie, como la última vez, y la luz se apagará. Me he amedrentado al
descubrir el pedazo de plomo y, además, el corazón me juega malas
pasadas... Quizás abuso de un tabaco demasiado fuerte. Y además admito
que estoy un tanto nervioso esta noche, más nervioso de lo que he estado
nunca en mi vida.
¡Muy bien! ¡Venga! Vayamos con la caja, así no
nos hará falta volver. ¿Oye esos golpes? No se parecen a nada. Si usted
mantiene abierta esta puerta, yo podría encontrar la linterna, bajo la
escalera, sólo con la iluminación de la estancia, sin necesidad de
llevar una luz al salón, allí se apagaría.
La cosa sabe que
vamos... ¡Ah! Está impaciente por entrar. Pase lo que pase, no cierre la
puerta hasta que la linterna esté preparada. Supongo que volveremos a
tener problemas con las cerillas. ¡Vaya! La primera ha fallado,
¡demonio! Ya se lo he dicho: quiere volver a entrar... No existe ningún
otro problema. Por lo que respecta la puerta, todo está bien ahora;
ciérrela, haga el favor. Venga a sujetar la linterna, que el viento
sopla fuerte allí fuera, tanto que necesitaré las dos manos. Así, muy
bien: manténgala muy baja. ¿Aún oye aquellas cosas? Ya estamos. Abriré
muy poco la puerta y la retendré con el pie. ¡Adelante!
¡Cójala!
Sólo es el viento que sopla contra la puerta, nada más... ¡Casi parece
un huracán, aquí afuera! ¿Ya la tiene? La caja está sobre la mesa. Un
momento, déjeme volver a poner la barra. ¡Ya está!
¿Por qué la ha lanzado dentro de la caja con tanta violencia? Eso no le gusta nada, ¿sabe?
¿Qué
me dice? ¿Qué le ha mordido la mano? ¡Tonterías! A usted le ha pasado
lo mismo que a mí. Con la otra mano ha cerrado la mandíbula..., se ha
herido usted mismo sin quererlo. Déjeme ver. ¿No me dirá que le sale
sangre? ¡Se ha golpeado en todos los dedos! Tiene toda la piel
levantada. Le pondré una solución de fenol antes no se vaya a dormir;
dicen que un rasguño hecho por el diente de un cadáver puede traer
complicaciones.
Volvamos dentro y déjeme mirar la herida a la
luz. Llevaré la caja; ólvide la linterna, no importa si continua
encendida en el salón; además, la necesitaré para subir. Sí, cierre la
puerta si lo desea; la habitación estará más alegre, tendra más
claridad. ¿Le continúa saliendo sangre del dedo? Le traeré el fenol
ahora mismo; pero déjeme ver la calavera.
¡Eh! Tiene una gota de
sangre en la mandíbula superior. En el colmillo. ¿No es espantoso?
Cuando la he visto rodar por el suelo, en el salón, me ha parecido que
mis manos casi se quedaban sin energía; me han fallado las rodillas;
luego he comprendido que era la borrasca quien la hacía resbalar sobre
los tablones lisos. ¿No me echará la culpa? No, me parece que no. Hemos
crecido juntos, y juntos hemos visto cosas de toda índole; ambos somos
capaces de reconocer que hemos sentido pánico cuando la calavera ha
resbalado por el suelo hacia usted. No es nada extraño que tras esto se
haya pellizcado el dedo; a mí me pasó lo mismo de tan nervioso como
estaba, y a plena luz del día, iluminado por los rayos de sol.
¿No
es sorprendente que estas mandíbulas encajen con tanta perfección? Debe
ser, supongo, por la humedad, porque cierran como tijeras. Ya he
limpiado la mancha de sangre, no era nada agradable de ver. No tema, que
no intentaré abrir estas mandíbulas. No volveré a jugar jamás con esta
pobre cosa... Sencillamente, volveré a sellar la caja; a continuación la
llevaremos al piso de arriba y la dejareemos allí donde quiere estar.
La cera está en el bufete, cerca de la ventana. Gracias. Pasará tiempo
antes de que vuelva a dejar solo mi sello, no sea que Trehearn...
¿Explicar? Yo no explico los fenómenos naturales, pero si usted prefiere
creer que Trehearn había escondido la calavera entre la maleza, que la
tormenta la ha empujado hasta dejarla delante de la casa, en la puerta
principal, y la ha hecho llamar a la pared como si deseara entrar, no
estará suponiendo nada que no sea posible, y le daré la razón.
¿Lo
ve? Podrá jurar haber visto colocar el sello en esta ocasión, en el
caso de que la historia volviera a repetirse. La cera une tan bien el
cordel a la tapa, que ya no puede pasar un dedo entre aquel y el cartón.
¿Está convencido? Sí, además cerraré la puerta y guardaré la llave en
mi bolsillo, para siempre.
Ahora podemos recojer la linterna y
subir. Poseo cierta inclinación a compartir su teoría, según la cual ha
sido el viento quien ha llevado la calavera ante la puerta. Como me
conozco la escalera, iré delante. Aguante la linterna a la altura de mis
pies y subamos. ¡Cómo gime el viento, cómo sopla! ¿Ha oído como crujía
en el suelo la arena bajo los pies cuando hemos atravesado el salón?
Sí,
ya estamos ante la puerta del mejor dormitorio. Levante la linterna,
hágame el favor. Por este lado, a la cabecera de la cama. He dejado la
puerta del armario abierta, cuando he cogido la caja. ¿No le parece
extraño sentir aún, tras tanto tiempo, este olor peculiar de ropa de
mujer? Aquí tenemos el estante. Usted ha visto cómo he dejado la caja, y
ahora me ve girar la llave en la cerradura, y guardármela en el
bolsillo. ¡Ya está!
Buenas noches. ¿Está seguro de que no
necesita nada? El dormitorio nada tiene de extraordinario, pero creo que
esta noche le gustará dormir más aquí que no arriba. Si necesitara
algo, llámeme. Solo nos separará un débil tabique de madera y cal. Y
aquí el viento sopla con mucha menos intensidad. Si quiere tomarse un
último trago antes de dormir, encontrará un frasco de Hulstkamp sobre la
mesa. Por segunda vez, buenas noches y, si puede, no sueñe con aquella
cosa.
* * *
La siguiente noticia apareció publicada en el Penraddon News, el 23 de noviembre de 1906:
MUERTE MISTERIOSA DE UN CAPITAN RETIRADO.
«La
extraña muerte del capitán Charles Braddock ha conmocionado el
pueblecito de Tredcombe. Corren historias inverosímiles en relación con
las circunstancias del asesinato, unas circunstancias que continuan
siendo difíciles de explicar. El capitán retirado, que había mandado con
buena fortuna los más rápidos e importantes navíos de una de las
principales compañías marítimas transatlánticas, fue hallado muerto en
la cama el pasado martes por la mañana, en su propio caserón, a un
cuarto de milla del pueblo. El médico local le practicó una autopsia y
reveló que el infortunado había sido mordido en el cuello por un agresor
humano, con una violencia tal que la arteria traqueal quedó
literalmente destrozada, siendo ésta la causa del óbito. Las señales
dejadas por los dientes de las dos mandíbulas eran tan claras que se
pudo contar y comprobar que al agresor le faltaban dos incisivos
inferiores. Se espera que esta particularidad permitirá identificar al
asesino, que sólo puede tratarse de un loco peligroso fugado. La
víctima, a pesar de contar con sesenta y cinco años, estaba considerado
un hombre enérgico que había conservado sin problemas su vitalidad
física. Es sorprendente, en consecuencia, no haber hallado en la
habitación señal alguna de lucha; tampoco se ha podido descubrir de qué
manera el asesino se introdujo en el edificio. Se han remitido anuncios a
todos los centros psiquiátricos del Reino Unido, pero aún no se han
recibido noticias de la fuga de algún paciente.
»El jurado ha
emitido un veredicto que se pude clasificar de singular; según el
jurado: "el capitán Braddock halló la muerte a manos o entre los dientes
de una persona desconocida". El médico local, por lo que parece, ha
aventurado la hipótesis que el loco pudiera ser una mujer, conclusión a
la que ha llegado por la pequeñez de las mandíbulas revelada por las
marcas dejadas por los dientes. Todo el asunto está rodeado de misterio.
»El capitán Braddock era viudo y vivía solo. No dejó hijos».
Nota
del Autor: Quien se interese por las casa malditas y los fantasmas,
encontrará las fuentes de esta historia en una leyenda referida a una
calavera; la leyenda se conserva en un caserón llamado Bettiscombe
Manor, sito, según creo, en la costa de Dorsetshire".
Francis Marion Crawford
" Ven, cierra la puerta, siéntate junto al fuego de la chimenea, que la noche es fría, y seguro que estás cansado; acomódate y disfruta de una de tantas historias, que como cada noche vas a poder escuchar aquí..."
El Recolector de Historias

lunes, 15 de junio de 2015
domingo, 14 de junio de 2015
"El Misterio de la Campiña"
I
Relato de Martin Dataille sobre lo ocurrido en Vigna Marziali
"Escucho a lo lejos la voz de Marcello tal vez porque, después de no
acordarme de él durante varios años, acabo de encontrame con un viejo
amigo que participó en aquella extraña historia. Estoy ansioso por
contarla y, para ello, he pedido ayuda a Mnonsieur Sutton, quien por
aquel entonces tomó buena nota de lo ocurrido y ahora desea unir su
relato al mío, con el fin de recordar a Marcello.
Un día, ya en primavera, apareció en mi pequeño estudio entre los laureles y las verdes alamedas de Villa Medici.
–Vamos, mon enfant –dijo–, deja por un rato tus cuadros. –Y sin mas me
quitó la paleta de las manos–. Tengo un carruaje esperando fuera. Vamos a
buscar una ermita.
Mientras hablaba, aprovechaba para limpiarme los pinceles, y he de decir
que aquella actitud me ablandó, porque lo cierto es que odio hacerlo
yo. A continuación, me acercó mi chaqueta de terciopelo y descolgó mi
abrigo de un clavo que había en la pared. Le dejé que me vistiera como
un niño. Siempre hacíamos lo que quería, y él lo sabía. Poco después
estábamos sentado en el carruaje, que recorría por la Vía Sistina de
camino a la Puerta de San Giovanni, junto adonde había mandado al
cochero dirigirse.
Tengo que contar mi historia como buenamente sé pues, a pesar de que mis
compañeros me han dicho que puedo hablar inglés bien, qué sabrán ellos,
lo de escribir es una cosa muy distinta. Monsieur Sutton me ha pedido
que la cuente en su idioma porque hace tanto tiempo que no habla el mío
que no está seguro de entenderme, pero me ha prometido que va a
corregirme las faltas para que lo que yo les voy a contar no suene
ridículo y la gente no se ría de lo que van a leer sobre Marcello.
Yo le aclaré que escribía la historia por mis compatriotas, no por los
suyos, pero él no dejó de recordarme que Marcello tenía muchos amigos
ingleses que aún viven y que a los ingleses no se les olvidan las cosas
tan fácilmente como a nosotros. Como no vale la pena razonar con él,
porque reaccionamos de muy distinta forma a como reaccionan ellos,
finalmente, he tenido que acceder a su deseo. Estoy seguro de que tiene
algún motivo que no me cuenta, pero yo me hago el loco. Eso sí, no voy a
renunciar a traducir la historia a mi propia lengua para que la pueda
leer mi gente. Me da la sensación de que el inglés no va al grano, no es
un idioma directo, pero han de perdonarme si se me olvida. Pueden estar
seguros de que no lo hago para ofenderlos. Y después de tantas
explicaciones, permítanme seguir.
Una vez que dejamos atrás la Porta San Giovanni, el cochero redujo la
velocidad todo lo que pudo, aunque he de decir que Marcello nunca fue un
hombre práctico. ¿Y cómo iba a serlo, les pregunto, con una ópera en la
cabeza? Avanzábamos lentamente y, mientras, él contemplaba el mundo que
pasaba ante sus ojos con una expresión fantasiosa. Cuando empezaron a
aparecer las primeras villas y viñedos, Marcello se quedó ensimismado.
Ya saben cómo es aquello: portones de hierro con el nombre o las
iniciales oxidadas en la parte de arriba y, al otro lado, paseos
flanqueados por rosas y lavanda, que conducen a una casita abanonada,
con árboles y maleza, que llevan hacia la Campaña. Es tal la soledad que
reina en aquel paraje que podrían asesinarte y nadie oiría tus gritos
pidiendo auxilio. Nos detuvimos ante alguno de aquellos portones;
Marcello se quedaba mirando, pero ninguno de aquellos lugares era de su
gusto. Parecía como si pensara que podría conseguir la casa que le
gustara, pero ninguna le complacía. Corría hasta las verjas y regresaba
diciendo:
–La forma de esas ventanas me distraería.
O bien:
–Ese color amarillo arruinaría el dueto del segundo acto.
En cierta ocasión, si le gustó una de las casas, pero en el paseo había
caléndulas y él las odiaba. Continuamos mirando una tras otra hasta que
pensé que ya las habíamos visto todas. Por fin, llegamos a una que
pareció gustarle, aunque estaba en un paraje tremendamente solitario. A
mí me resultaba demasiado irritante vivir tan apartado del resto de la
humanidad, sin más compañía que aquellos olivos y encinas melancólicos a
los que llaman ílices.
–Viviré aquí y me haré famoso –dijo con aire decidido mientras agarraba
el pomo del hierro que hacía sonar una campana en el interior.
Nos quedamos esperando. Luego volvió a llamar con impaciencia y dijo un golpe con el pie en el suelo.
–¡Aquí no vive nadie, mon vieux! Venga, vamos, se hace tarde. Hay
demasiada humedad, y ya sabes lo malo que es eso para la voz de un
tenor.
–Dio otra patada con el pie y me cortó todo el enfado.
–¡Vaya! ¿Y tú eres el que dice que tiene voz de tenor? ¡Eres idiota! Un
barítono tiene mucha más cabeza que tú; al menos, no le afecta nada.
Además de que no tienes voz, me tienes por amigo tuyo. Venga, acompáñame
a casa.
–Pero, ¿cómo iba a ir hasta allí y, además, a pie?–. Vete a cantar esas
canciones ñoñas a las inglesitas. Te lo agradecerán con una repugnante
taza de té y tú te sentirás como en el paraíso. Este es mi paraíso y
aquí me quedo hasta que el ángel venga a abrir.
Estaba enrabietado y no atendía a razones. Era justo en momentos como
aquél cuando yo sentía mayor aprecio por él, de modo que me dispuse a
esperar. Me tapé la garganta con un pañuelo y canté una o dos piezas
para evitar que la humedad me dejara ronco.
–¡Cálmate, guarda silencio! –gritó–. No puedo oír si viene alguien.
Por fin, apareció alguien. Era una especie de guarda, de aspecto rudo,
un guardiano, (como lo llaman allá), quien nos miró como si pensase que
estábamos locos. Estaba claro que uno de nosotros sí lo estaba, pero ése
no era yo. Marcello habló en un italiano más que decente, aunque con
acento francés, es cierto, pero el hombre lo entendió, sobre todo cuando
vio la cartera con dinero que llevaba en la mano. Le escuché decir una
retahíla de frases y, a continuación, vi cómo dejaba caer una moneda de
oro en la mano encallecida del guarda; luego, ambos se encaminaron hacia
la casa. El hombre se encogía de hombros en señal de resignación y
Marcello me gritó:
–¡Será mejor que te vuelvas a casa en el carruaje o llegarás tarde a tu espantosa fiesta inglesa! Yo me quedo aquí esta noche.
He de dar fe que no me hice rogar dos veces y me marché. La voz de un
tenor es igual de dominante que una mujer celosa. Aunque estaba furioso,
me eché reír. El suyo era el temperamento de un artista y aunque a
veces se nos antojara absurdo, sublime e irritante, enseguida se lo
perdonábamos. Todos nos percatábamos de que cuanto más nos asemejábamos a
él, más valor adquirían nuestros cuadros. No había llegado ni a las
puertas de la ciudad cuando ya se me había pasado el enfado. Entonces,
empecé a reprocharme el haberle dejado en aquel lugar tan solitario con
la cartera llena de dinero. Marcello no era precisamente pobre, y
aquello no era más que una provocación para que el guarda lo asesinase.
Nada sería más fácil que matarlo mientras dormía y enterrado bajo los
olivos o en alguna catacumba en ruinas, tan frecuentes en toda la
Campaña. Seguro que había un centenar de lugar donde esconderlo una vez
muerto. Mandé al cochero que se detuviera y le pedí que diera media
vuelta, pero él movió la cabeza y dijo algo de que tenía que estar a las
ocho en la Piazza de San Pedro. El caballo empezó a cojear, como si
hubiera comprendido a su amo y fuese su cómplice. ¿Qué podía hacer yo?
Me dije que era cosa del destino y que no tenía más remedio que volver a
Villa Medici. Allí tuve que pagar al cochero una buena suma por nuestra
alocada expedición y, a continuación, él se marchó. El caballo había
dejado de cojear. Yo me quedé allí un poco desconcertado pensando en lo
ocurrido en aquella tarde tan poco común.
Aquella noche no dormí bien, pese a que mi interpretación como tenor fue
muy aplaudida y las inglesitas fueron muy cariñosas conmigo. Intenté no
pensar en Marcello y no volví a acordarme de él hasta que me acosté. Y
ya no pude conciliar el sueño, como les decía.
Me imaginé que ya estaba muerto, que el guarda lo había enterrado en la
oscuridad de la noche. Me imaginaba a aquel hombre arrastrando su
cuerpo, aquella hermosa cabeza golpeada contra las piedras, por entre
oscuros pasadizos. Todo quedaba ensangrentado. El hombre lo cubría de
tierra y se volvía para contar las monedas de oro. Pero, al final, me
dormí, y soñé que Marcello estaba junto al portón dando pataditas. Ya
no pude seguir durmiendo y me levanté en cuanto amaneció. Me vestí y me
dirigí a mi estudio al final del paseo de laureles. Descolgué la bata de
pintar y recordé cómo me la había quitado Marcello. Cogí los pinceles
que él había lavado por mí; estaban a medio aclarar y tiesos, con restos
de pintura y jabón. Me alegré de estar enfadado con él y me sentí algo
aliviado porque, si podía regañarle por haber limpiado tan mal los
pinceles, eso querría decir que aún estaba vivo. A continuación, saqué
el estudio que estaba haciendo de su cabeza para mi retrato de Mucio
Escévola, en el que éste tenía apoyada la mano en la llama, y lo
perdoné, porque, ¿quién podría contemplar aquel rostro y no enamorarse
de él?
Trabajé con el fuego de la amistad ardiendo en mis pinceles e impregné
aquellos rasgos con la expresión de desdén y obstinación que le había
visto en la puerta. ¡Nada mejor que aquello para lo que me traía entre
manos! ¿Acaso era aquella la última vez que iba a verle?
Se preguntarán por qué no dejé mi trabajo y salí a ver si le había
ocurrido algo, pero había varias razones para no hacerlo. Apenas quedaba
tiempo para nuestra exposición anula y yo acababa de empezar mi cuadro;
además, mis colegas se habían apostado conmigo que no lo tendría listo
para la fecha. Aquel día esperaba la visita de un modelo para el rey de
los etruscos, un hombre que hacía cacahuetes fritos en la Piazza
Montanara y había aceptado hacerme el favor de posar para mí. Y, además,
para ser sinceros, la luz del día empezaba a poner fin a mis miedos
nocturnos. Había buena luz para trabajar, y yo no era por naturaleza un
ser fantasioso. Por eso, cuando me senté delante del caballete, me dije
que había sido un tonto y que Marcello estaría a salvo.
El olor a pintura me ayudó a recuperar la sensatez. De hecho, pensaba
que Marcello entraría en cualquier momento, cansado de su capricho, y
que yo estaría preparado para echarle un buen sermón. Justo entonces
alguien llamó a la puerta, y yo grité "Entrez", creyendo que era él,
pero no. Se trataba de Pierre Magnin.
–Ahí afuera hay un hombre muy raro que quiere verte –me dijo–. Tiene tu
dirección escrita con letra de Marcello en un trozo de papel sucio y,
además, trae una carta para ti, pero no me la quiere dar. Dice que tiene
que ver al signor Martino. Sería un modelo estupendo para un asesino.
Sal y habla con él, y entretenlo mientras hago un esbozo de su cabeza.
Seguí a Magnin por el jardín. Allí fuera, porque el guardés no le dejaba
entrar, estaba el guarda de ayer. Mientras hablaba dejaba entrever unos
dientes blaquísimos:
–Buenos días, signore –como habría dicho cualquier cristiano. Lo cierto
es que aquí en Roma, ya no tenía tanta pinta de matón; sólo parecía un
pobre campesino idiota de tez morena. Tras él había una carreta de
labrador esperándole; había atado su jaco a una argolla que había en la
pared. Alargué la mano para que me diese la carta y luego hice como si
me costara leerla, pues escrita a lápiz en una hoja de agenda:
“Mon vieux! He dormido muy bien. Este hombre me hospedará todo el tiempo
que quiera. No te inquietes. No me ocurrirá nada, salvo que estaré
terriblemente tranquilo. Tengo una idea genial en la cabeza. Ve a mis
aposentos y cógeme algo de ropa, todos mis manuscritos, partituras y
cuantas botellas de Burdeos encuentres. Dáselo todo a mi mensajero. ¡Y
date prisa!
¡La fama se apresta a caer sobre mí! Si quieres verme, no vengas antes
de ocho días. Si vienes antes, el portón estará cerrado a cal y canto.
El guarda es mi esclavo y tiene instrucciones mías de matar a cualquier
intruso que intente entrar haciéndose pasar por amigo mío. Y estate
seguro de que lo hará. Me ha confesado que ya ha matado a tres
hombres”.
Está claro que aquello era un chiste de Marcello, algo muy propio en él.
“Cuando vengas, pásate por la estafeta de correos y recógeme la
correspondencia. Ta mando mi identificación para que no tengas ningún
problema. No te olvides de las plumas ni del tintero. Atentamente,
Marcello”.
Solo quedaba saltar a aquel carromato, decirle a Magnin, que ya había
acabado su esbozo, que cerrara mi estudio, y salir a galope tendido a
cumplir sus órdenes. Nos dirigimos a su casa en la Vía del Governo
Vecchio, y allí hice un paquete con todo lo que se me ocurrió que podría
hacerle falta. La casera me hizo mil preguntas sobre cuándo volvería el
signore. Marcello había pagado pagado las habitaciones por adelantado
para no tener que preocuparse por el alquiler. Cuando le dije donde
estaba, movió la cabeza y estuvo un buen rato hablando del mal tiempo
que hacía allí. No para decir “pobre signorino”, con cierto tono
melancólico, como si ya hubiera muerto. Cuando nos marchamos, se nos
quedó mirando entristecida por la ventana. Todo aquello me puso de mal
humos y, al mismo tiempo, hizo que me invadiera una corazonada. En la
esquina de la Vía del Tritonte me bajé del carro y, por puro
sentimentalismo, le di un franco a aquel hombre, y le grité:
–Salude al signore de mi parte. –Pero él no me oyó y siguió adelante
mientras yo me moría por acompañarle. Marcello solía hacernos enfadar,
pero todos le apreciábamos mucho.
Los ocho días pasaron antes de lo que imaginaba. Y llegó el jueves, todo
brillante y soleado, el día de mi visita. A la una me dirigí a la
Piazza de Spagna, donde hice tratos con un hombre que tenía un caballo
rollizo, lo que me trajo a la mente lo mal que lo había pasado hacía una
semana por culpa de los caprichos de Marcello. Nos dirigimos a buen
paso a Vigna Marziali, nombre que olvidé decir antes. El corazón me
latía con fuerza, aunque no sabía a qué se debía tanta emoción. Al
llegar al portón del hierro, llamé, y fue el guarda quien respondió a mi
llamada. Nada más poner los pies en el paseo con flores, vi cómo
Marcello corría a mi búsqueda.
–Sabía que vendría –me dijo. Me cogió del brazo y nos dirigimos hacia
una pequeña casita gris con una especia de pórtico, varios balcones y un
reloj de sol en la fachada. Las ventanas llegaban hasta el suelo y, el
lugar, para mi tranquilidad, parecía seguro y habitable. Marcello me
dijo que le hombre no dormía allí, sino en una pequeña cabaña que se
encontraba más abajo, hacia la Campaña, y que él cerraba la puerta con
llave todas las noches, hecho que también me tranquilizó.
–¿Qué tiene para comer? –le pregunté.
–Carne de cabra, judías secas y polenta con queso de oveja. Hay todo el
pan de centeno que quieras y vino agrio –me respondió sonriente–. Como
puedes ver, no me muero de hambre.
–No trabajes mucho, mon vieux –le dije–. Tú vales mucho más de lo que valdrá nunca tu ópera.
–¿Tengo aspecto de estar agotado? –me preguntó, al tiempo que me miraba
cegado por la luz del día. Me dio las sensación de que mi comentario
sobre su ópera le había ofendido y me sentí ridículo de haberlo hecho.
Examiné atentamente su rostro, y él me me miró desafiante.
–No, aún no –le respondí de mala gana, porque era cierto que no podía
decir que estuviese agotado, pero en lo más profundo de su mirada había
una expresión de cansancio y, alrededor de sus ojos, una sombra
imperceptible.
Me dio la impresión de que el gigante tenía los pies de barro. Aquella
belleza de antaño ahora parecía, alguna forma, empañada. Estábamos de
pie delante de la puerta y Marcello la empujó para abrirla. El guarda
nos seguía con paso lento y ruidoso.
–He aquí mi paraíso –dijo Marcello y, a continuación entramos en la
casa, que era como tantas otras de por allí. Un recibidor con
bajorrelieves de estuco y una escalera con adornos antiguos conducían a
las habitaciones del piso de arriba. Marcello subió los escalones a toda
velocidad; le oí cerrar con llave una puerta y sacar luego la llave. Al
terminar, bajó para encontrarse conmigo en el descansillo de la
escalera.
–Este –dijo– es mi despacho –y abrió una puerta que tenía la llave
puesta, lo que me hizo pensar que aquélla no era la habitación que le
había oído cerrar antes–. Dime si no se puede escribir aquí como los
mismísimos ángeles –gritó.
Yo me sentía tan cegado por aquel destello de luz que seguía a la
oscuridad del pasillo, que, al principio, tuve que guiñar los ojos como
búho; después, vi una inmensa habitación sin un solo mueble, salvo una
mesa y una silla bastante toscas. En la silla se apilaban cientos de
partituras.
–Si estás buscando los muebles –me dijo entre risas–, están afuera. Mira
para acá –y me llevó por una puerta raquítica de madera toda carcomida y
con un cristal de color verdusco. La abrió de golpe y fuimos a
desembocar a una balcón de hierro forjado oxidado. Tenía razón. El
mobiliario estaba fuera, quiero decir, fuera había una vista espléndida.
Los Montes Sabinos, las Colinas de Albano y la inmensidad de la Campaña
con sus torres medievales y sus acueductos en ruina, y aquella gran
llanura que llevaba al mar. Todo relucía en calma bajo la luz del sol.
Sin duda, era un buen sitio para escribir.
El balcón ocupaba la esquina de la casa; hacia la derecha vi una hilera
de encinas que acababan en un bosquecillo de laureles que me parecieron
ancianos. Apoyados en ellos, había restos de esculturas y algunos
antiguos sarcófagos. Incluso desde tan lejos pude oír una pequeña
corriente de agua que caía desde una antigua máscara hasta un pilón. Vi
al guarda cavando para plantar repollos y cebollas. Me reí al recordar
que le había confundido con un asesino. Al cuello llevaba una bolsita
que le colgaba de un lado a otro sobre el pecho bronceado; parecía
completamente inocente allí sentado en una columna mientras comía un
trozo de pan de centeno con una cebolla que acababa de sacar del suelo y
la cortaba en trozos con un cuchillo que poco tenía de daga. Pero no le
conté a nadie nada de aquello porque estaba seguro de que Marcello se
hubiera reído de mí.
Estábamos allí de pie, mirando cómo el hombre bebía con las manos agua
de la fuente, cuando Marcello se asomó a la barandilla y lanzó un grito
de «¡Eh!». El holgazán del guarda miró hacia arriba y asintió con la
cabeza. Después, se levantó lentamente de la piedra en la que había
estado semiarrodillado para alcanzar el chorro de agua.
–Es la hora de cenar –me dijo Marcello–. Te estaba esperando.
Entonces, oí al hombre arrastrar los pies por las escaleras. A
continuación. entró con una cesta. Allí estaba el queso de leche de
oveja al que llamaban pecorino, un pan de centeno tan apelmazado como
una piedra, un bol de ensalada que parecía de hierbajos y una salchicha
que llenaba la habitación de un fuerte olor a ajo. El guarda desapareció
y volvió con un plato de carne de cabra con bastante mala pinta y una
masa de polenta humeante. No estoy seguro de que no llevara aceite.
–Te dije que vivía muy bien, y ahora ves que tengo razón –me dijo
Marcello. La comida estaba repugnante, pero tuve que comérmela. Menos
mal que un poco de vino áspero y agrio, con un fuerte sabor a tierra y
raíces, me ayudó a pasarla.
Cuando terminamos de comer, le pregunté:
–¿Qué tal tu ópera?, ¿cómo va?
–No quiero oír ni una palabra sobre ese tema –me gritó–. ¡Mira todo lo
que llevo escrito! –y me enseñó un montón de hojas–. Pero no quiero
hablar de ello. No voy a malgastar mi tiempo en contarte cuatro cosas.
Aquél no era el Marcello a quien le encantaba discutir sobre su trabajo. Le miré extrañado.
–Venga –dijo–, vamos al jardín. Allí podrás hablarme de nuestros
colegas. ¿Qué están haciendo? ¿Ha encontrado ya Magnin una modelo para
su Clitemnestra?
Le seguí la corriente, como siempre. Nos sentamos en un banco de piedra
que había detrás de la casa y que daba al bosquecillo de laureles, y
hablamos de alumnos y de cuadros. Yo quise dar un paseo hasta la hilera
de encinas, pero él me detuvo.
–Si te asusta la humedad, te aconsejo que no vayas allí –dijo–. Ese
sitio es como una cúpula. Mejor nos quedamos aquí. Y aprovecha para dar
gracias por esta vista celestial.
–Vale, nos quedamos –le dije resignado.
Encendió un cigarrillo y me ofreció otro silencio. Si él no quería
hablar, yo tampoco iba a decir ni una palabra. De vez en cuando hacía
algún comentario insignificante, y yo le respondía de la misma manera.
Me daba la sensación de que nosotros , viejos amigos del alma, nos
habíamos convertido en unos extraños que parecían no conocerse más que
de hace una semana, dos personas que habían pasado tanto tiempo
separados el uno del otro que ya no les uniera nada. Había algo en él
que se me escapaba.
Sí, aquellos de soledad habían creado una barrera de timidez, mejor
dicho, de ceremoniosidad entre nosotros. Ya no me salía darle una
palmadita en la espalda y gastarle las bromas que tanto me diviertieron
antaño. Él también debía de darse cuenta de lo forzado de la situación;
parecíamos dos niños que se volvían locos por jugar a algo que, ahora
que podían, no sabían a qué jugar. A las seis me despedí de él. No tenía
la sensación de dejar a Marcello; más bien era como si fuera a
encontrarme con él en Roma aquella misma noche. Allí solo dejaba una
sombra con su forma. Me acompañó hasta el portón y me dio la mano. Por
un instante creí ver al verdadero Marcello. No volvimos a cruzar una
sola palabra hasta que estuve a cierta distancia. Solo le dije:
–Avísame cuando me necesites.
Él me respondió:
–Gracias.
Durante todo el camino de vuelta a Roma no dejaron de darme escalofríos.
Su mano estaba tan fría... No pude dejar de pensar en lo que le podía
esta ocurriendo.
Aquella noche le conté mis miedos a Pierre Magnin, quien, tras mover la
cabeza en señal de asentimiento, me dijo que la malaria se debía de
estar apoderando de él y que algunas personas daban las primeras
muestras de la enfermedad comportándose de un modo extraño.
–¡No puede quedarse allí! Debemos traérnoslo en seguida –grité.
–Ambos conocemos bien a Marcello y sabemos que no se puede hacer nada
contra su voluntad –dijo Pierre–. Dejémosle en paz. Ya se cansará. No se
va a morir de un brote de malaria. Cualquier tarde le tendremos aquí
tan contento como siempre.
Pero no fue así. Me puse a trabajar a fondo en mi cuadro y lo acabé.
Sólo me quedaban unos cuantos retoques y él aún no había dado señales de
vida. Quizá se había dedicado de lleno a su trabajo o quizá había
pasado demasiado tiempo sentado en aquel lugar tan húmedo, porque
insisto en que aquello tenía todas las trazas de deberse a causa más
bien tangible que a un mero capricho. En fin, fuera lo que fuera, caí
enfermo, mucho más enfermo de lo que había estado en toda mi vida. Era
casi de noche cuando me sentí indispuesto. Mis recuerdos sólo llegaban
hasta ahí; he olvidado todo lo que ocurrió a continuación o, más bien,
nunca lo supe. Magnin me encontró inconsciente, y me contó que estuve
así algún tiempo y que luego me puse a delirar sin dejar de hablar de
Marcello. Ya he dicho que estaba anocheciendo, pero hasta que el sol no
hubiera desaparecido del todo no se podrían apreciar los colores en su
plenitud. Esto es algo que saben los artistas mejor que nadie. Yo, por
entonces, estaba dándadole los últimos toques a mi cuadro, a la cabeza
de Mucio Escévola, es decir, la de Marcello. El resto del cuadro quedó
bastante bien pero, la cabeza, que debía haber sido el centro del
conjunto, parecía desdibujada y hundida. Daba la sensación de que el
rostro se volvía cada vez más pálido, como si quisiera apartarse de mí.
Un extraño velo se extendía fácilmente y sé determinadas combinaciones
de colores que producen un efecto engañoso. Tengan en cuenta que el sol
ya se había puesto y que el gris se había apoderado de todo. Fue esto lo
que me hizo dar un paso atrás para observar mejor el cuadro.
En ese mismo instante, los labios, que se habían vuelto blancos, ¡se
abrieron un poco y suspiraron! Era una ilusión, por supuesto. Para
entonces ya debía yo de estar muy enfermo, en un estado de delirio,
porque aquel suspiro me pareció real, era una especie de jadeo. Fue creo
que entonces cuando me desmayé y, cuando volví en mí, estaba en la
cama, con Magnin y el señor Sutton a mi lado; una Hermana de la Caridad
se deslizaba por entre frascos de medicamentos y hablaba entre susurros.
Le tendí mis manos; estaban delgadas y amarillentas, con las uñas
blacuzcas y largas. Entonces escuché la voz de Magnin:
–Dieu Merci.
Y ahora el señor Sutton les contará algo de lo que no me enteré hasta mucho tiempo después.
II
Relato de Robert Sutton sobre lo ocurrido en Vigna Marziali
Siento un gran aprecio por Detaille y me alegro de haberle sido útil,
pero nunca he acabado de compartir la admiración que siente por Marcello
Souvestre, aunque creo que tiene sus virtudes. He de reconocer que
tenía gran futuro por delante, pero era un tipo extraño, inconstante, no
esa clase de persona a la que los ingleses nos molestamos en entender.
Me dedico a escribir historias pero, como nunca me han atraído ese tipo
de personajes, nunca me he parado a estudiarlos de cerca. Como digo, me
alegraba serle útil a Detaille, que es un buen amigo, se mire por donde
se mire, y no me importaba dejar mi trabajo e ir a sentarme al lado de
su lecho. Magnin sabía que podía contar conmigo y, con buen criterio,
acudió a mí cuando supo que su enfermedad era grave y que seguramente
tardaría en curarse. Deliraba y no paraba de hablar de Marcello.
–Dime cuál es el motivo. ¡Sé que es una marcha fúnebre!
Y, entonces, se puso a tararear una melodía que, con mi buen oído para
la música, en seguida me di cuenta de que no se parecía en nada a todo
lo que yo había oído antes. La Hermana de la Caridad me lanzó una mirada
terrible. ¿Cómo iba a saber ella que podemos sacar provecho de todo y
que la observación no deja de ser algo mecánico? El pobre Detaille
siguió repitiendo aquella curiosa melodía una y otra vez; luego se calló
y empezó a contemplar su cuadro y a gritar que la figura se estaba
borrando.
–¡Marcello, Marcello! ¡Tú también desapareces! ¡Déjame ir contigo!
Estaba tan débil como un bebé, y no se hubiera bajado de la cama si no
llega a ser por el estado de delirio en que se encontraba.
–¡No puedo ir! –prosiguió–. ¡Me han atado!
Y hacía como si intentase desprenderse de la cuerda que le sujetaba las muñecas. Se echó a llorar.
–Pero, ¿es que nadie va a venir a buscarme, nadie va a traerme noticias tuyas? ¡Ah, si al menos supiera que estás vivo...!
Magnin me miró. Yo sabía lo que estaba pensando. Él jamás abandonaría a
su compañero y yo debía ir en su busca. He de reconocer que no hice lo
que hice de mala gana. Sentarme al lado de Detaille y escucharle en sus
arrebatos era algo que me sacaba de quicio y, aunque la misión que me
había encomendado no me seducía en lo más mínimo, no dejaba de tener
cierto interés para un tipo como yo, así que accedí en ir tras Marcello.
Magnin y Detaille me habían contado todo lo relativo a la extraña
reclusión de aquel hombre. El mismo Detaille no dejaba de lamentarse de
lo triste de aquella situación durante las cenas de la Academia, adonde
yo a menudo acudía de invitado. Sabías que no iba a servir de nada
llamar a la puerta de Vigna Marziali. Primero, no me iban a dejar entrar
y, segundo, aquello iba a provocar la ira de Marcello e iba a levantar
sus sospechas. Yo no había dejado de creer ni por un momento que no
estuviera vivo, pero sí pensaba que estaba perdiendo la cabeza, algo muy
normal entre sus compatriotas. En cualquier caso, la gente rara se
vuelve aún más rara al caer el día y cuando anochece pierden el control,
y es entonces cuando les sale el verdadero ser que llevan dentro. Por
tanto, decidí actuar de noche; además, me di cuenta de que así sería más
difícil que descubriesen mi presencia. Sabía que le gustaba deambular
sin rumbo cuando era hora de estar acostado, así que no dudé ni por
instante de que le vería por algún lado, y eso era lo que realmente
quería. Lo primero que hice fue dar un paseo por fuera de la Porta San
Giovanni. Estaba amaneciendo. Caminé sin parar hasta toparme con un
portón de hierro que estaba a la derecha del camino; decía Vigna
Marziali. Seguí andando, sin detenerme, hasta llegar a un pequeño paseo
lleno de arbustos, que giraba hacia la derecha en dirección a la
Campaña; estaba cubierto de guijarros y a ambos lados tenía hiedra y
arbustos. Aún quedaban huellas de las últimas lluvias torrenciales, lo
que me llevó a pensar que no debía de ser un camino muy transitado.
Seguí avanzando con cautela, sin apartar la mirada de lo que tenía por
delante y por detrás de mí, una costumbre que había adquirido en mis
largas caminatas por los Abruzos. Llevaba un buen revólver, un viejo
amigo, y no le temía a nadie. De repente, empecé a sentir un enorme
interés por lo que me había traído hasta allí y decidí que ninguna
desagradable sorpresa me iba a impedir llevarlo a cabo. Cuando llegué
bien abajo, me volví; Vigna Marziali quedaba ahora bastante apartada de
donde yo estaba. Desde allí pude contemplar que, detrás de la vivienda,
había un paseo de encinas que desembocaba en un bosquecillo de laureles.
Más allá, había un pequeño huerto con una especie de chamizo en el
centro, que quizá pertenecía al jardinero. Miré por si había alguna
caseta para el perro, pero no vi ninguna, lo que me dio a entender que
no había perro guardián. En el otro extremo del huerto había un amplio
sendero de hierba, bordeado por una valla, que salvé de salto. Ahora ya
conocía el camino, pero no pude resistir la tentación de adentrarme un
poco más. Y fue buena idea porque, justo detrás del vallado, había un
arroyo con bastante agua, a causa de las lluvias, que resultó ser
demasiado profundo para vadearlo y demasiado ancho para saltarlo. Se me
ocurrió que sería más fácil arrancar una tabla de la valla y ponerla
encima a modo de puente. Medí la anchura a ojo y elegí la tabla que me
pareció que podía encajar. A continuación, volví por donde había ido
para encontrarme con Detaille en pleno delirio.
Como no me podía entender, me pareció una tontería seguir intentando
consolarle, pero bien podría tener un momento de lucidez y, además, todo
aquello empezaba a interesarme. Por lo tanto, hablé con Magnin y quedé
con él en que, después de descansar un poco y comer algo, volvería
aquella noche a la Vigna. Le dije a la casera que me iba al campo y que
no regresaría hasta el día siguiente. Fui a Nazarri; cogí unos cuantos
bocadillos y llené la petaca de algo que llaman jerez, pues, pese a no
ser yo un gran bebedor de vino, no sé por qué tenía la certeza de que
aquella noche se presentaba un tanto desapacible. Eran más o menos las
siete cuanto me puse en marchz. Volví a hacer el mismo recorrido que por
la mañana. Cuando llegué al camino, me pareció que todavía había
demasiada luz como para cruzar el arroyo sin ser visto, de modo que me
acomodé debajo del seto y me tumbé, bastante cubierto, como estaba, por
la espesa cortina de hiedra. Poco acostumbrado a andar y cansado del
paseo de la mañana, me quedé dormido. Cuando desperté ya era de noche.
Las estrellas brillaban en lo alto. Una neblina húmeda se me había ido
colando por la garganta y sentía frío. Le di un trago a la petaca; me
supo a rayos, pero me hizo entrar en calor. Vi que mi reloj marcaba las
once menos cuarto; me levanté, me sacudí las hojas y las ramita, y seguí
camino abajo. Al llegar a la valla, me senté y me invadió la duda. ¿Qué
esperaba encontrar? ¿Qué pensaba descubrir? ¡Nada! Nada, salvo que
Marcello estaba vivo. Y aquello, estaba seguro, no era ningún gran
descubrimiento. ¡Qué estúpido había sido! Me había dejado llevar por el
halo de riesgo y misterio de aquella aventura, cuando hasta el más
idiota hubiera abandonado ante tal cantidad de peligros. Buenos, al
menos podría contar lo absurdo de mi comportamiento en alguna historia
pero, como la experiencia no daba ni para escribir un capítulo, decidí
esperar a tener algo más que contar.
–¡Venga! –me animé a mí mismo–. Eres un burro pero puede que, al final, podamos sacarle a esto algo de provecho.
Quité la última tabla de la valla sin hacer ruido. Había unos escalones
para pasar y las tablas se movían con facilidad. Puse la table en el
suelo no sin cierta dificultad, crucé con cuidado y me encaminé hasta el
bosquecillo de laureles todo lo rápido y en silencio que pude. Reinaba
una profunda oscuridad, y mis ojos tardaron un tiempo en acostumbrarse a
ella, aunque, después de todo, no había mucho que ver: unos asientos de
piedra en semicírculo y algunos fragmentos de columna, puestos en pie,
que soportaban bustos antiguos. Un poco más a la derecha había una
especia de arco con unos escalones que conducían a lo que bien podría
ser la entrada a una catacumba. En medio de aquel recinto, que no era
muy grande, había una mesa de piedra, firmemente fijada al suelo. Lo que
no había era nadie, de eso estaba seguro. Acostumbrado a la oscuridad,
me senté, dispuesto a comerme los bocadillos, porque me moría de hambre.
Ya que había llegado tan lejos, ¿no iba a haber nada que me compensara
de tantas molestias? De repente, pensé que era absurdo esperar a que
Marcello viniera a mi encuentro y se pusiera a hacer monerías con el
único fin de darme gusto. ¿Por qué había imaginado que podría pasar algo
en aquella arboleda? Pues no lo sé, pero parecía el sitio idóneo. Iría y
vigilaría la casa y, si veía luz dentro, en cualquier parte, tendría la
certeza de que él estaba allí. Cualquier idiota habría pensado lo
mismo, pero un novelista inventa el escenario de su obra y espera que
sus personajes se dejen caer por allí como marionetas. Es entonces
cuando uno se sorprende al ver que no son personajes, sino seres reales.
Al llegar al final de la hilera de encinas, vi la casa ante mí. Desde
que había dejado atrás los árboles no había hecho otra cosa que
encontrarme con repollos y cebollas. De repente, me di cuenta de que
cualquiera que estuviese en el balcón podría verme fácilmente en aquel
espacio abierto. Guiado por esta sospecha, me dispuse a volver sobre mis
pasos, pero vi la luz a través de una ventana que no era la del balcón.
Pero la luz se apagó en seguida, y vi brillar un destello en el óvalo
del cristal de la puerta de debajo. Antes de que se abriera la puerta,
tuve el tiempo justo de esconderme tras el tronco más grueso que tenía
más cerca. Aproveché el ruido que hizo la puerta al abrirse para
encaramarme al árbol cual felino y subirme a una rama. Como me
imaginaba, fue Marcello quien salió. Estaba muy pálido y se movía como
si fuera sonámbulo. A la luz de la vela que sostenía en una de sus manos
me sorprendió ver lo alargada que se le había quedado la cara; aquella
luz le proyectaba unas sombras sobre las mejillas hundidas y sobre sus
ojos ensangrentados y ciegos. Tenía los labios tan blancos y la boca tan
abierta que puede ver el brillo de sus dientes. Entonces, se le cayó la
vela de la mano, pero siguió andando lentamente y con paso regular
hacia la oscuridad de las encinas, mientras yo le miraba desde arriba.
Si he de decir la verdad, tengo la impresión de que, aunque me hubiera
cruzado en su camino, tampoco se habría dado cuenta de mi presencia.
Una vez que hubo rebasado el árbol, bajé y me dispuse a seguirlo. Me
había quitado los zapatos y no hacía el más mínimo ruido; además, estaba
convencido de que Marcello no se iba a dar la vuelta. Siguió andando
con el mismo paso mecánico hasta llegar a la arboleda. Allí, me
arrodillé detrás de un viejo sarcófago y me dispuse a esperar. ¿Qué es
lo que iba a hacer? Se quedó completamente quieto, sin mirar a su
alrededor, como si su reloj biológico se hubiese detenido de repente.
Pensé que, después de todo, se estaba convirtiendo en un tipo
interesante, desde un punto de vista psicológico, claro. De repente,
levantó los brazos, como hacen los soldados que son heridos de muerte en
el campo de batalla. A continuación, esperaba verlo caer todo lo largo
que era pero, en cambio, dio un paso adelante. Miré en esa misma
dirección y vi salir de la oscuridad a una mujer que debía de haberse
escondido allí mientras yo esperaba delante de la casa. Ella se le
acercó y apoyó su cabeza en su hombro. Marcello la abrazó. No pude verle
el rostro porque su cara quedó oculta tras el cuello de él. ¡Y aquello
fue todo! ¡Y pensar que me habían mandado a la caza y captura para
espiar un vulgar lío de faldas! Su ópera y su ostracismo en nombre del
trabajo, su negativa a ver a Detaille a menos que él lo hiciera llamar…
Todo aquello no era más que la tapadera de una intriga corriente, que,
por razones que sólo él debía saber, no sería perdonable en la ciudad.
Estaba muy enfadado. Si Marcello se pasaba las noches alucinando en la
humedad de aquel agujero, no era de extrañar que tuviera esa pinta de
enfermo y medio loco. Yo sabía perfectamente que Marcello no era ningún
santo. Bueno, además, ¿por qué habría de serlo? Pero tampoco lo tenía
por un idiota. Tenía un montón de amoríos a sus espaldas y, como era una
persona discreta, nadie se había metido en su vida, ni iba a ser quien
lo hiciera ahora. Me dije que aquella mezcla de sangre francesa y el
ingenio italiano. Recordé todos los pormenores de aquella aventura. Creo
que en la raíz de mi enfado había cierto desengaño teatral por no
haberlo encontrado asesinado. Me culpé a mí mismo por haberme molestado
siquiera en descubrir aquel ridículo final: todo aquello por ver cómo
abrazaba a una mujer entre sus brazos. No pude verle el rostro; de la
cabeza a los pies le cubría una especie de velo largo y oscuro, pero sí
pude distinguir que era alta y delgada, y vi relucir dos pálidas manos
por debajo de su túnica. Mientras los contemplaba lleno de indignación,
la pareja comenzó a andar, y aún abrazados, bajaron las escaleras. ¡De
modo que ni siquiera la soledad de aquel bosquecillo de laurel valía
para satisfacer la manía de Marcello por la intimidad! Permanecí allí un
rato, pero luego me encaminé hacia donde habían desaparecido ellos y me
puse a escuchar, pero todo estaba en silencio.
Encendí con cuidado una cerilla y me asomé. Vi los escalones a poca
distancia por debajo de donde yo estaba pero, de repente, pareció como
si la oscuridad se los hubiera tragado. Como me había imaginado, debía
de ser una catacumba o quizá un antiguo baño romano que Marcello, sin
duda, había acondicionado y, por qué no, tal vez estaban allí tomando un
refrigerio. Mi estómago entonces me recordó que él también existía y
que tenía sus necesidades. Lo cierto es que me sentía tan hambriento
como enfadado, así que me senté en uno de los bancos de piedra para
acabarme los bocadillos. En ningún momento se me había ocurrido quedarme
a esperar a que aquella pareja de lunáticos saliera de nuevo a la
superficie. Ya sabía la verdad de todo aquel asunto y había resultado
ser una enorme farsa. Sólo quería regresar a Roma antes de que se me
pasara el enfado para contarle a Magnin a qué misión de locos me había
enviado. ¡Si quería pelea, la iba a tener! Durante todo el camino de
regreso, fui inventado todo de mordaces discursos en francés pero, re
repente, al ver que la puerta de la ciudad estaba cerrada, las ideas se
me congelaron y petrificaron como el río de lava de un volcán. Había
olvidado pedir un pase. Magnin debía haberme avisado. ¡Un nuevo motivo
de queja contra aquel tipo! Me regodeé en mi propio resentimiento y
aquello me puso de tal humor que empecé a caminar. Había casas fuera de
la muralla, incluso pequeñas tiendas de comestibles, pero no se veía
ninguna luz. No me importaba aporrear las puertas en mitad de la noche,
así que me deslicé por un hueco que quedaba en una pared. A aquellas
alturas ya estaba acostumbrado a esconderme; me arrebujé lo mejor que
pude en mi abrigo, le eché otro trago a la petaca y me dispuse a
esperar. Por fin abrió la puerta y entré intentando aparentar que no me
había pasado toda la noche fuera como un bandido. Al ver que no llevaba
equipaje, el sereno me miró cauteloso. Si hubiera llevado un simple
macuto, me habría tomado por algún turista inglés inofensivo que se
había dado el gusto de venir andando desde Frascati o Albano, pero un
hombre enfundado en un abrigo, con las manos en los bolsillos,
deambulando por las puertas de la ciudad al amanecer, como si regresara
de dar una vuelta, era algo que confundía a los oficiales de guardia,
que se limitaron a mirarme y a encogerse de hombros.
Por suerte encontré un cabriolé madrugador en la Plaza de los Lateranos,
porque estaba muerto de cansancio. En seguida llegué a mi pensión de la
Via della Croce, donde mi casera me hizo entrar rápidamente. Por fin
pude quitarme la ropa empapada por rocío nocturno y acostarme. El enfado
se me había pasado hasta cierto punto, pero sabía que no se me iba a
olvidad aunque me echara a dormir. Una o dos horas no significarían nada
para Magnin. ¡Seguro que seguía creyendo que aún estaba deambulando por
Vigna Marziali! Dormí durante mucho tiempo, justo hasta que me despertó
la casera. Sora Nanna, quien, de pie a mi lado, me decía:
–Hay un caballero que pregunta por usted.
–¡Soy yo, Magnin! –oí que decía una voz detrás de ella–. ¡No he podido
esperar a que vinieses a verme! –Estaba ojeroso y me miraba con
ansiedad–. Detaille sigue delirando –continuó–. Está mucho peor que
antes. ¡Habla, por el amor de Dios! ¿Por qué no me dices nada? –y me
cogió del brazo como si creyera que yo estaba dormido aún–. ¿No tienes
nada que contarme? ¡Algo debes haber visto! ¿Viste a Marcello?
–¡O, sí, lo vi!
–¿Y bien?
–Bueno, se le veía bastante bien. Está vivito y coleando. Le abrazaban unos brazos femeninos.
Oí el estruendo de una puerta al cerrarse, seguido de un “Sacre Gamin”
y, a continuación, unos pasos que bajaban los escalones dando saltos. Me
sentí muy satisfecho de haberle causado tal impresión, así que me
acosté y me dispuse a reanudar mi sueño. No podía dejar de sentir cierto
aprecio por Magnin, que en ese momento seguramente estaría subiendo los
escalones de la Escalinata Española de dos en dos y sudando por todos y
cada uno de los poros de su piel. ¡Aquello no iba a ayudar nada a
Detaille, pobre hombre! No entendería las noticias que le llevaba.
Cuando ya había dormido lo suficiente, me levanté, me di un baño y comí
algo; luego, salí a ver a Detaille. Él no tenía la culpa de que yo
hubiera hecho el tonto, pero lo sentí por él. Le encontré delirando,
igual que lo dejara el día anterior, tal vez incluso peor, como había
dicho Magnin. Seguía gritando sin parar: “¡Marcello, ten cuidado! ¡Nadie
puede salvarte!”. Lo decía con un tono débil y ronco, pero con la
regularidad de un toque de difuntos, y movía los pies como si llevara
mucho tiempo caminando y tuviera que seguir andando. Luego se detenía y
estallaba en sollozos como un niño.
–Me duelen mucho los pies –murmuraba desconsoladamente–, ¡y estoy
cansado! Pero llegaré. Ellos me siguen, pero yo soy más fuerte.
Después se ponía a luchar contra unos enemigos invisibles, batalla que
interrumpía para volver a su cantinela, que alternaba con gritos. La voz
con la que cantaba no tenía nada que ver con su tono de voz normal. Una
y otra vez repitió aquella singular aria, que él mismo había bautizado
como Marcha Fúnebre, y se me fue haciendo cada vez más desagradable. Si
en realidad era una marcha fúnebre, seguro que no animaría ningún
entierro cristiano. Mientras cantaba, las lágrimas le caían por las
mejillas; Magnin se sentó a su lado y empezó a enjugárselas con tanta
ternura como lo haría una mujer. Entre nota y nota de la canción, se
cogía las manos sin apenas fuerza, ya que se encontraba muy débil,
excepto en aquellos momentos en que le volvía a invadir el delirio y
gritaba con tono desgarrador:
–Marcello, ¿por qué nos has abandonado? ¡Ya nunca más te volveré a ver!
Por fin, se calló durante un instante. Magnin se apartó de su lado y le
cedió el sitio a la hermana; a mí me llevó a la otra habitación y cerró
la puerta tras él.
–Ahora, cuéntame con todo detalle cómo viste a Marcello –me dijo.
Yo, entonces, le relaté mi absurda experiencia; me olvidé en todo
momento de mi enfado, pues Magnin parecía demasiado abatido como para
enfadarme con él. Me hizo contarle varias veces cómo eran la expresión y
los ademanes de Marcello cuando salió de la casa, lo que pareció
causarle más impresión que el propio asunto amoroso.
–La gente enferma hace cosas extrañas –comentó con gravedad–, y yo sigo
creyendo que Marcello está muy enfermo y que corre un gran peligro.
Dicho esto, permaneció en silencio, se fue hacia la puerta y dijo en voz
baja: “Ma soeur”. Ella le oyó; estiró las sábanas, le secó a Detaille
una vez más las lágrimas y se acercó en silencio hacia donde estábamos
con el pañuelo húmedo todavía en la mano. Era una mujer alta de aspecto
fuerte, con unos penetrantes ojos negros y ademanes seguros. Por alguna
extraña razón, se hacía llamar Claudius, en lugar de haber elegido un
nombre femenino.
–Ma soeur –dijo Magnin–, ¿a qué hora dejó la cama Detaille y tuvimos que sujetarle?
–Eran las once y media pasadas –respondió inmeditamente.
Luego, él se volvió hacia mí.
–¿A qué hora salió al jardín Marcello?
–Bueno, podrían ser las once y media –respondí con desgana–. Yo diría
que puede que hubieran pasado ya tres cuartos de hora desde que sonó mi
reloj, pero no podría jurarlo.
Odio a la gente que intenta buscar misteriosas coincidencias, y era eso justamente lo que Magnin estaba tratando de hacer.
–¿Está segura de la hora, ma soeur? –le pregunté no sin cierta ironía.
Ella me miró tranquila con sus profundos ojos negros y me dijo:
–Oí cómo el Trinitá de Monti daba las once y media justo antes de que aquello sucediera.
–Tenga la bondad de contarle a Monsieur Sutton lo que ocurrió exactamente –dijo Magnin.
–Un segundo, monsieur–, y corrió al lado de Detaille, lo incorporó y le
acercó un vaso a los labios, del que éste bebió mecánicamente. Después,
se colocó en un lugar del pasillo desde el que poder ver al enfermo con
la puerta abierta.
–Parecía como si el señor no oyera a nadie –empezó a contar mientras
cogía le pañuelo para limpiar una silla. A continuación, se sentó.
–Eran las once y media. Mi paciente estaba muy inquieto, quiero decir,
más inquieto de lo que había estado hasta entonces. Habrían pasado
cuatro o cinco minutos desde que el reloj había acabado de dar las
campanadas, cuando, de repente, se quedó rígido y luego todo su cuerpo
se puso a temblar con tanta fuerza que movía hasta la cama.
Hablaba un inglés excelente, como muchas de las Hermanas, así que me
bastaba con oír su propio relato sin necesidad de traductor.
–Seguía temblando y pensé que le iba a dar otro ataque. Le dije a
Monsieur Magnin que estuviera preparado por si había que ir a buscar al
médico y, justo en aquel preciso instante, cesó el temblor y se quedó
completamente rígido. Se le erizó el pelo; parecía como si los ojos se
le fueran a salir de sus órbitas, aunque sé que no podía ver nada porque
le pasé la vela por delante y no la vio. De repente, salto de la cama y
corrió hacia la puerta. No pensé que le quedaran fuerzas. No le dejé
avanzar; le cogí en brazos, pude porque ha adelgazado mucho, y me lo
llevé de vuelta a la cama, a pesar de que se resistía como un niño.
Monsieur Magnin llegó de la otra habitación justo cuando Monsieur
Detaille intentaba volver a levantarse. Entre los dos le mantuvimos
echado hasta que se le pasó la crisis, pero estuvo gritando el nombre de
Monsieur Souvestre durante un buen rato. Después de aquel episodio, se
quedó muy frío y exhausto, como es natural, así que le di un poco de
caldo de carne, aunque todavía no era la hora.
–Creo que debería contarle a la Hermana todo lo que sabe –me dijo Magnin
volviéndose hacia mí–. Más vale que la enfermera lo sepa todo.
–Muy bien –le contesté–, pero no veo en qué puede interesarle.
Ella misma me respondió:
–Todo lo que tenga que ver con nuestros pacientes nos interesa. Nada me va a impresionar, no se preocupe.
Después, se sentó; metió las manos en las largas mangas de su hábito y
se dispuso a escuchar. Yo repetí toda la historia tal y como se la había
contado a Magnin. Ella no apartó la mirada de mi rostro ni un solo
momento y me escuchó con tanta frialdad como si fuese un médico que
escucha un informe sobre un caso difícil. He de decir que a mí me
resultaba casi sacrílego estar describiendo el comportamiento de unos
jóvenes enamorados a una Hermana de la Caridad.
–¿Qué opina usted de todo esto, ma soeur? –le preguntó Magnin cuando había terminado.
–No tengo nada que decir, monsieur. Me basta con saberlo.
Sacó las manos de las mangas, cogió el pañuelo, que ya se había secado, y volvió tranquilamente junto a la cama del enfermo.
–Me pregunto si, después de todo, la habré impresionado –le dije a Magnin.
–¡Oh no! –respondió–. Están acostumbradas. Una Hermana es tan
imperturbable como un confesor. Nada las sobrecoge. Yo he visto a la
Hermana Claudius escuchar sin conmoverse los más abominables delirios y
persignarse ante las más horribles blasfemias. Fue el verano pasado,
cuando falleció el pobre Justin Revol. Tú no estabas aquí.
Magnin se llevó la mano a la frente.
–Tú también pareces enfermo –le comenté–. Vete a intentar domir, ya me quedo yo.
–Muy bien –respondió–, pero no me iré a menos que me prometas que vas a
recordar todas y cada una de las palabras de Detaille y que vas a
contármelo cuando despierte.
Y se dejó caer como un saco sobre el duro sofá y se quedó dormido
inmediatamente. Yo, que me había enfadado tanto con él apenas unas horas
antes, le puse un cojín debajo de la cabeza para que estuviese más
cómodo. Me fui a la habitación contigua, desde la que se oía el monótono
delirio de Detaille y a la hermana Claudius leer su libro de oraciones.
Estaba anocheciendo; algunos miembros de la academia se acercaron a ver
al enfermo e hicieron un gesto con la cabeza al ver su estado.
Seguidamente, buscaron con la mirada a Magnin, pero yo señalé hacia la
otra habitación con un dedo en los labios. Ellos asintieron y salieron
de puntillas. No me costó mucho repetirle a Magnin las palabras de
Detaille cuando se despertó, ya que eran siempre las mismas. Aquella
noche vino otra hermana y, como la hermana Clauidius no iba a regresar
hasta el mediodía, me ofrecí a hacer la guardia con Magnin, quien cada
vez se mostraba más nervioso y cansado, como si presintiera que Detaille
iba a sufrir un nuevo ataque como el de la noche anterior. La nueva
hermana era una amable mujercita de aspecto delicado, a la que se le
llenaban de lágrimas los ojos, de color miel, cada vez que contemplaba
al enfermo; de vez en cuando se persignaba y apretaba con fuerza el
crucifijo que le colgaba de las cuentas del rosario que llevaba
alrededor de la muñeca. Sin embargo, era una persona serena, eficiente y
tan puntual como sor Claudius a la hora de dar los medicamentos. El
médico había venido por la tarde y cambió la medicación al enfermo. No
dijo lo que pensaba del estado del paciente, pero sí que había que
esperar una nueva crisis. Magnin pidió algo de cena; ambos nos sentamos
en silencio, pero ninguno de los dos teníamos hambre. Él no paraba de
mirar el reloj.
–Si vuelve a sufrir un nuevo ataque esta noche, morirá –comentó mientras apoyaba la cabeza sobre los brazos.
–Entonces, morirá por una causa estúpida –le dije enfadado. Pensé que se
iba a echar a llorar, como suelen hacer los franceses, pero sólo era
una forma de provocarlo, a modo de terapia. Así que, seguí–. ¡Morirá por
culpa de un granuja que está haciendo el ridículo en un asunto que
habrá terminado en una semana! Souvestre puede tener la fiebre que
quiera, pero no me pidas que haga de su niñera.
–No es fiebre –dijo lentamente–. Lo que siento es un pánico horrible,
creo que lo que me pone nervioso es escuchar a Detaille. ¡Escucha! Están
dando las once. ¡Debemos estar atentos!
–Si de veras esperas que le dé otro ataque, deberías avisar a la Hermana –le dije.
Y le explicó en pocas palabras a la recién llegada lo que podía pasar.
–De acuerdo, señor –respondió ella, y se sentó al lado de la cama,
Magnin a la cabecera, y yo junto a él. No se oía más que el lamento
incesante de Detaille.
Y ahora antes de continuar con el relato, debo detenerme para suplicarle
que me crean. Sé que les resultará difícil, lo sé. Yo mismo me he reído
siempre de historias como ésta y nada me habría hecho darles crédito.
Pero yo, Robert Sutton, les juro que sucedió de verdad. No puedo hacer
más. Es la verdad. Habíamos estado vigilando a Detaille sin apartarnos
de su lado. Tenía los ojos cerrados y estaba muy inquieto. De repente,
se quedó inmóvil y empezó a temblar, exactamente como nos lo había
descrito sor Claudius. Era un temblor extraño, pero uniforme. El armazón
de hierro de la cama se movía como si alguien estuviera zarandeándola
desde los pies y en el cabecero. A continuación, le sobrevino la rigidez
de la que nos había hablado. No exagero si digo que no sólo pareció que
se le erizaba el pelo, sino que realmente lo hizo. Una lámpara
proyectaba la sombra de su perfil contra la pared que había a la
izquierda de la cama y, mientras yo observaba la imagen que se dibujaba
en la pared, vi cómo se levantaba el pelo hasta que la línea donde se
unía con la frente se distorsionaba formando una especie de bulto. Abrió
los ojos de par en par; tenía la mirada fija, pero no nos veía.
Esperamos a ver qué ocurría a continuación. La pequeña hermana se
mantenía de pie cerca de él; apretaba con fuerza los labios y parecía
algo pálida, pero estaba muy tranquila.
–No se asuste, ma soeur –susurró Mangin.
Ella respondió con firmeza:
–No monsieur.
Se aproximó aún más al paciente y puso sus manos, que estaba rígidas
como las de un cadáver, entre las suyas, para darles calor. Yo le puse
mi mano sobre el corazón; latía de forma tan imperceptible que pensé que
se había detenido. Me incliné sobre sus labios yo no puede sentir la
respiración. Parecía como si la rigidez se hubiera apoderado de todo su
cuerpo. De repente, sin mediar un solo gesto y literalmente de un salto,
se lanzó con enorme fuerza casi hasta el centro de la habitación. Nos
vimos apartados de golpe. Lo agarré en un segundo, forcejeé con él con
todas mis fuerzas para impedir que llegara hasta la puerta. Magnin había
salido disparado contra la mesa, y puede oír cómo se rompían los botes
de las medicinas al caer. Se había apoyado en una mano para no golpearse
y ahora corría a ayudarme mientras la sangre le goteaba de un corte que
se había hecho en la muñeca. La pequeña hermana se acercó corriendo.
Detaille la había arrojado hacia atrás y ella había caído de rodillas;
ahora, como habría hecho cualquier otra enfermera, intentaba taparle el
pecho con un chal. ¡Menudo grupo debíamos formar los cuatro! ¿Cuatro?
¡Éramos cinco! ¡Marcello Souvestre estaba allí de pie delante de
nosotros, justo en la puerta! Todos lo vimos, estaba allí. Nos miraba
con la terrible lividez de su rostro, y nosotros nos quedamos
paralizados; las manos le colgaban a ambos lados tan pálidas como su
cara. Sólo sus ojos tenían vida y no dejaban de mirar a Detaille.
–¡Gracias a dios que has venido! –grité–. ¡No te quedes ahí como un idiota! ¿No vas a ayudarnos?
Pero él ni se movió. Yo estaba furioso; solté a Detaille y corrí hacia
él para que se acercara, pero me di contra la puerta y sentí como si una
tela de araña se apoderara de mí. Me tapaba la boca y los ojos en un
claro afán por ahogarme y cegarme. Poco después, sentí si se desgarrara y
se apartara de mí.
¡Marcello había desparecido! Detaile se había librado de los brazos de
Magnin y yacía inerte sobre el suelo, como si sus miembros se hubieran
descoyuntado. La Hermana se arrodilló a su lado e intentó levantarle la
cabeza. Magnin y yo nos miramos; nos agachamos, lo levantamos en brazos y
lo llevamos a la cama, mientras Marie recogía en silencio los frascos
rotos.
–¿Lo ha visto usted, ma soeur? –oí que Magnin le decía con voz ronca.
–Sí, monsieur –le dijo con todo profesional: ¿Me permitiría, monsieur, que le vendara la muñeca?
Aunque le temblaba la mano, el vendaje fue perfecto. Magnin se fue a la
habitación contigua. Oí cómo se dejaba caer sobre una silla. Detailla
parecía dormir. Respiraba acompasadamente; tenía los ojos cerrados y las
manos le descansaban sobre la colcha. No se había movido desde que lo
dejamos allí. Me acerqué silenciosamente hacia donde estaba sentado
Magnin. No se movía, pero repetía incansablemente:
–¡Marcello está muerto!
–Y si no lo está ya, está a punto de morir –respondí–. Deberíamos ir tras él.
–Si –susurró Magnin–, deberíamos, pero jamás lo alcanzaremos.
–Saldremos en cuanto se haga de día –añadí, y, después, ambos nos quedamos en silencio.
Cuando por fin amaneció, Magnin salió y encontró a alguien que ocupara su puesto. Luego, se limitó a decirle a sor Marie:
–No vamos a hablar de lo que ocurrió aquí noche.
–Tiene razón, monsieur –respondió ella con total tranquilidad, por lo
que entendimos que podríamos confiar plenamente en ella. Detaille seguía
durmiendo. ¿Acaso era aquella la crisis de la que había hablado el
médico? Quizá, pero seguro que no se la había imaginado tan terrible.
Insistí a mi compañero en que tomáramos algo antes de salir, así que
desayuné, pero no puedo decir que saboreara lo que pasó por mis labios.
Contratamos un carruaje cerrado, porque no sabíamos lo que tendríamos
que traer de vuelta a casa, aunque ninguno de los dos nos atrevimos a
hablar de lo que pensábamos. Acababa de amanecer cuando llegamos a Vigna
Marziali, y no habíamos intercambiado ni una sola palabra en todo el
trayecto. Mientras el cochero miraba a su alrededor con curiosidad,
llamé al timbre. A la llamada respondió inmediatamente con su presencia
el guarda, del que ya les ha hablado Detaille.
–¿Dónde está el signore? –le pregunté a través del portón.
–Chio lo sa? –contestó–. Está aquí, por supuesto. No ha salido de la Vigna. ¿Desean que lo llame?
–¿Llamarlo? –Yo sabía que ninguna voz mortal podía llegar ya hasta
Marcello, pero intenté hacerme la ilusión de que estaba vivo–. No –le
dije–. Queremos darle una sorpresa. Seguro que se alegrará de vernos.
El hombre dudó, pero finalmente abrió el portón; nosotros entramos y
dejamos el carruaje afuera esperándonos. Fuimos derechos a la casa; la
puerta trasera estaba abierta de par en par. Durante la noche un
vendaval había arrancado algunas hojas y trozos de ramitas de los
árboles y los había esparcido por la entrada. Era evidente que la puerta
había estado abierta desde que se habían caído. El guarda nos dejó
solos, quizá para escapar del enfado de Marcello por habernos dejado
entrar. Subimos por las escaleras, Magnin delante, pues conocía la casa
mejor que yo gracias a la descripción de le había dado Detaille. Le
había hablado de la habitación de la esquina, que tenía balcón, y
supimos que Marcello estaría allí, absorto en su trabajo desde el
amanecer. Entramos sin llamar. Pero no estaba. Tenía los papeles
esparcidos por encima de la mesa, como si hubiera estado escribiendo,
pero el tintero estaba seco y lleno de polvo. Aquella era una señal
inequívoca de que no le había usado durante varios días. Entramos en
silencio en las otras habitaciones. ¿Pudiera ser que estuviera
durmiendo? No, no había deshecho la cama, lo que quería decir que no se
había acostado en toda la noche. Todas las habitaciones, excepto una,
estaban abiertas. El ver la puerta cerrada hizo que se nos acelerara el
latido de nuestros corazones. Sin embargo, era raro que Marcello
estuviese allí porque no había llave alguna en la cerradura. Me acerqué y
vi salir luz a través de ella. Gritamos su nombre, pero no hubo
respuesta. Llamamos con fuerza, pero no hubo señal alguna desde el
interior. Apoyé el hombro en la puerta, que era bastante vieja y estaba
agrietada, hasta que conseguí reventarla. Dentro no había nada, salvo un
torno de escultor con algo encima cubierto por una sábana blanca. Al
ver la tela, todavía húmeda, suspiramos profundamente. Podría llevar ahí
muchas horas, pero en ningún caso un día entero. No la levantamos.
–Sería una ofensa –dijo Magnin, y yo asentí, pues entre artistas se
considera casi un crimen desvelar la obra de un escultor a sus espaldas.
No dijimos nada de su nueva afición; era como si nuestras lenguas
estuviesen selladas por una prohibición. La sábana colgaba ciñendo el
objeto que había bajo ella y nos mostraba el contorno de una cabeza
femenina y de su busto redondeado. La dejamos, pues, tal como estaba.
Había una pequeña escalera de caracol que atravesaba el pasillo; la
subimos y fuimos a desembocar a una especie de mirador desde el que se
tenía una vista fantástica. Era una pequeña terraza abierta, construida
en el tejado mismo de la casa, desde donde pudimos comprobar, a simple
vista, que no había nadie por allí. Después estuvimos en la casa, que
era pequeña y de construcción sencilla, pensada para ser usada sólo
durante el verano. Nos inclinamos sobre la balaustrada y pudimos divisar
el jardín. Sólo estaba el guarda, echado sobre los repollos, con las
manos detrás de la cabeza, medio dormido. Desde el principio, había
pensado en el bosquecillo de laurel, pero me había parecido más natural
ir primero a la casa. Ahora, bajamos las escaleras en silencio y nos
dirigimos hacia allí. Mientras nos acercábamos, el guarda se nos
aproximó con su pereza.
–¿Han visto al signore? –nos preguntó, y la estúpida serenidad de su
rostro demostró que, al menos, no había tenido nada que ver con su
desaparición.
–No, aún no –le respondí–, pero ya lo encontraremos en alguna parte. No
se preocupe. A lo mejor ha salido a dar un paseo. No tenemos prisa. Por
cierto, ¿qué esto esto? –le pregunté intentando fingir la más mínima de
las preocupaciones. Estábamos bajo la pequeña bóveda que ya conocen.
–¿Eso? –dijo–. Nunca he estado ahí abajo, pero dicen que es muy antiguo. ¿Quieren verlo los signori? Voy a buscar un farol.
Asentí y él se fue a su caseta. Yo llevaba un par de velas en el
bolsillo pues, había decidido explorar el lugar si no encontrábamos a
Marcello. Era justo allí donde había desaparecido la otra noche y no
había podido dejar de pensar en ello. No obstante, no saqué las velas
pues pensé que el guarda podría sospechar si las veía.
–¿Cuándo vio al signore por última vez? –le pregunté cuando regresó con el farol.
–Le llevé la cena anoche.
–¿A qué hora?
–Era el Ave María signore –contestó–. Él siempre cena a esa hora.
Habría sido del todo inútil hacerle más preguntas. Resultaba evidente
que no era una persona observadora y que habría sido capaz de mentir con
tal de complacernos.
–Deja que baje yo de primero –le pedí a Magnin mientras cogía el farol.
A medida que íbamos poniendo los pies en los escalones un aire frío
empezó a atenazarnos los pulmones. Abajo la oscuridad era total. Los
escalones, por lo que podía ver a la luz de la vela, era de construcción
reciente, al igual que la bóveda. Había una lápida en la pared y, pese a
mi nerviosismo, me detuve a leerla, seguramente porque quería demorar
el encuentro con lo nos esperaba allá abajo, fuere lo que fuere. La
inscripción decía así:
“Questo antico sepulcro Romano scoprì il Conte Marziali nell’anno 1853, e
piamente conservò”, lo que, traducido, quería decir: “El conde Marziali
descubrió este sepulcro romano en el año 1853 y lo conservó
piadosamente”.
Lo leí en menos tiempo del que he tardado en transcribirlo aquí y, a
continuación, me apresuré en pos de Magnin, cuyos pasos resonaban por
debajo de mí. Al acelerar el paso, un soplo de aire fresco me apagó la
vela. Estaba intentando encontrar el camino, cuando un grito que
provenía desde mucho más debajo de donde yo estaba me paralizó el
corazón. Era un grito de pánico.
–¿Dónde estás? –chillé.
Pero Magnin gritaba mi nombre y no podía oírme.
–Estoy aquí, en la oscuridad –le gritaba yo.
Corrí tan rápido como me lo permitieron mis pies, pero aún quedaban varios tramos de escalera.
–¡Lo he encontrado! –oí que decía abajo.
–¿Vivo?
No hubo respuesta. De repente, divisé el destello del farol. Procedía de
una puerta; Magnin se estaba asomando dentro. Según levantó la luz,
pude verle el rostro. Su expresión me confirmó que nuestros temores eran
ciertos. Sí, Marcello estaba allí. Yacía en el suelo, con la mirada
fija en el techo, muerto y rígido, como pude comprobar en seguida.
Permanecimos a su lado sin decir palabra. Después, me arrodillé y, por
mero formalismo, le tomé el pulso y dije como si no me hubiera dado
cuenta:
–Lleva muerto varias horas.
–Desde ayer por la tarde –añadió Magnin con la voz aterrorizada, pero no
sin cierto tono de satisfacción, como si dijese: “¿Ves? Yo tenía razón.
Marcello yacía con la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás; tenía la
expresión tranquila, el aspecto de alguien que ha muerto de
agotamiento, alguien que ha pasado inconscientemente de la vida a la
muerte. Tenía el cuello de la camisa abierto, y éste dejaba ver una
parte de aquel pecho de un blanco cadavérico. Justo sobre el corazón se
podía distinguir un pequeño puntito.
–Pásame el farol –le susurré mientras me inclinaba sobre él.
Era un punto minúsculo marrón rojizo, que debía de haber cambiado de
color a lo largo de la noche. Lo examiné con detenimiento y he de decir
que me pareció como si le hubieran succionado la sangre y después le
hubieran hecho una larga incisión. Era el pequeño derrame subcutáneo el
que me permitía llegar a esta conclusión. La herida, casi imperceptible,
estaba cerrada por una gotita de sangre coagulada. La exploré con el
extremo de una de las cerillas de Magnin. Era una incisión superficial,
por lo que podía ser obra de un estilete, pero quizá sí de una hoja más
afilada o incluso el rasguño de una bala. Todo aquello era muy extraño.
Por un impulso inexplicable, nos volvimos por si hubiera alguien más
allí o una segunda salida. Era una locura suponer que el asesino, si lo
hubiera, se iba a quedar junto a su víctima. ¿Quizá Marcello había hecho
el amor con alguna bella campesina y había muerto a manos del amante de
ésta? Pero, no aquello no era una puñalada. ¿Sería una gota de veneno
esparcida sobre la herida la causa de su muerte? Miramos dentro de aquel
lugar y pude comprobar que Magnin tenía los ojos llenos de lágrimas. Su
rostro estaba tan pálido como el del que yacía boca arriba en el suelo y
a quien yo en vano había intentado cerrar los ojos. La habitación tenía
el techo bajo y estaba decorada con hermosos bajorrelieves de estuco,
del mismo estilo que la estancia a la que, no muy lejos de allí,
conducía el mismo camino. Las paredes y el techo estaban cubiertos con
imágenes de genios alados, grifos y arabescos, modelados con increíble
destreza. No había ninguna otra puerta, salvo aquella por la que
habíamos entrado. En el centro se erguía un sarcófago de mármol, con las
típicas figuras esculpidas en la parte superior; a un lado, Hércules
acompañaba a una figura velada; al otro, una danza de ninfas y faunos, y
en medio, quedaba un espacio en el que se leía la siguiente
inscripción, grabada en la piedra y aún parcialmente coloreada con
pigmento rojo:
D. M.
VESPERTIALE • THC • ALMA •
???O????S • Q • FLAVIS •
VIX • IPSE • SOSPES • MON
POSVUIT
–¿Qué es esto? –susurró Magnin.
Eran un pico y una palanca larga, como las que usa la gente del campo
para excavar los bloques de toda, y Magnin, sin darse cuenta, les había
dado una patada. ¿Quién podía haberlos llevado hasta allí? Todo apuntaba
al guarda, pero él nos había asegurado que jamás había estado allí, y
yo le creía, sabedor como era el terror que sienten los italianos por
los sitios oscuros y abandonados. Pero, ¿para qué los quería Marcello?
No se me ocurría qué curiosidad arqueológica podría haberle llevado a
intentar abrir el sarcófago, cuya lápida, evidentemente, nunca se había
llegado a levantar, lo que justificaba la expresión “lo conservo
piadosamente”. Al ponerme de pie tras examinar las herramientas, me fijé
en la línea de mortero donde la cubierta se unía la piedra inferior, y
me di cuenta de que alguien había sacado parte de ella, quizá con el
pico que tenía a mis pies. Lo toqué y noté que se desmenuzaba al más
mínimo roce. Sin decir una palabra, cogí el pico. Magnin seguía
mecánicamente mis movimientos con el farol. No sé qué era lo que nos
hacía seguir adelante. Yo no pensaba en nada; me dejaba llevar por un
irrefrenable deseo de comprobar qué había allí dentro. Vi que faltaba
gran parte del mortero y que estaba hecho añicos en el suelo. No me
llevó mucho terminar el trabajo. Le quité a Magnin el farol de la mano y
lo puse en el suelo, desde donde iluminaba de lleno el rostro de
Marcello. Gracias a aquella luz, vi que había una pequeña grieta entre
los dos bloques de piedra. A continuación, conseguí introducir por allí
el extremo de la palanca con un golpe de pico. La piedra se resquebrajó y
crujió un poco. Magnin estaba temblando.
–¿Qué piensas hacer? –me preguntó mientras miraba alrededor del sitio donde yacía Marcello.
–Ayúdame –le grité, y los dos empujamos con todas nuestras fuerzas la palanca.
Soy un hombre fuerte, y sentí una especie de furia ciega cuando la
piedra se negó a ceder. ¿Y si se rompía la barra? Cono otro golpe, la
metí un poco más adentro y, luego, a modo de palanca, nos apoyamos en
ella con los brazos extendidos y todos los músculos en tensión. La
piedra se movió ligeramente y, casi desfallecidos, nos detuvimos para
tomar aliento. Del techo colgaban los restos oxidados de una cadena de
hierro que, en su tiempo, debió de haber servido para sostener una
lámpara. Trepé al sarcófago y me las arreglé para colgar de allí el
farol.
–¡Ahora! –dije, y volvimos a tirar de la tapa.
Se movió, y estuvimos tirando y empujando alternativamente hasta que se
desniveló y cayó hacia el otro lado con un estruendo tal que pareció que
la paredes temblaban. Por un instante, me quedé sordo, mientras del
techo caían trocitos de estuco. Cuando nos hubimos repuesto del susto,
nos asomamos al sarcófago y miramos dentro. La luz lo iluminaba de lleno
y vimos… ¿Cómo decirlo? Allí yacía, entre pliegues de harapos
carcomidos, el cuerpo de una mujer en perfecto estado con el rostro
ligeramente sonrosado, los labios carmesí y el pecho color perla, que
parecía moverse acompasado ante un delicioso sueño. La tela putrefacta
que la envolvía ofrecía un horrible contraste con su hermoso cuerpo,
joven como el amanecer. Los brazos le descansaban junto al cuerpo; tenía
la palma de las manos vueltas un poco hacia afuera y los ojos tan
apaciblemente cerrados como los de un niño dormido; su largo cabello,
que brillaba con un tono rojizo a la tenue luz que venía de arriba,
formaba innumerables trenzas primorosamente peinadas, bajo las que se
dibujaban pequeños rizos que le caían sobre la frente. ¡Habría jurado
que en las venas azules de aquel seno divino palpitaba la vida!
Nos quedamos totalmente paralizados. Magnin se inclinó sobre el borde,
tan pálido como si estuviera muerto, lívido. Pero, ante esta
inexplicable visión, seguro que yo estaba tan pálido como él. Los labios
parecían enrojecer más a cada instante que pasaba. ¡Se hacían más y más
rojos! Entre ellos asomaban unos pequeños dientes color perla; jamás
antes me habían llamado la atención. Entonces, vi caer sobre el
redondeado mentón de la joven una gota de color rubí claro y, a
continuación, la vi resbalar hasta el cuello. Sentí tal terror ante la
visión de aquel cadáver viviente que mis ojos no pudieron soportarla por
más tiempo. Al retirar la mirada, me encontré una vez más con la
inscripción, pero ahora pude verla y leerla entera: “A Vespertilia”.
Estaba en latín, e incluso el nombre latino de la mujer sugería algo
maligno. Pero todo el horror de la verdadera naturaleza de aquel ser
había permanecido oculto a los ojos de los romanos bajo la expresión
griega t?? a?µt?p?t?d??, la bebedora de sangre, la mujer vampiro. Y
Flavius, su amante, vix ipse sospes, quien se salvó a sí mismo de aquel
abrazo mortal, la había enterrado allí y había sellado su sepulcro en la
confianza de que el peso de la piedra y la dureza del mortero fraguado
guardarían para siempre al bello monstruo a quien él había amado.
–¡Asesina infame! –grité–. ¡Has matado a Marcello! –y me sobrevino una
fría sed de venganza–. Dame el pico –le dije a Magnin. Aún puedo
escucharme a mí mismo diciendo estas palabras.
Él lo cogió y me lo alargó como en un sueño; tenía la mirada perdida, y
las gotas de sudor le brillaban en la frente. Cogí mi cuchillo, y con el
largo mango de madera del pico hice una estaca fina y afilada. Luego,
me encaramé sobre un lado del sarcófago, sin apenas sentir más que una
ligera repugnancia, y coloqué los pies sobre los pliegues de la
mugrienta mortaja de Vespertilia, que crujió bajo mi bota como si fueran
cenizas. Miré durante un instante aquel pecho blanco, pero sólo lo hice
para escoger el mejor punto, allí donde la red de venas azul celeste
relucía como las turquesas. Entonces, de un golpe, dirigí la afilada
estaca a través de la palpitante blancura y se la clavé. A continuación,
se oyó un chillido espeluznante, tan horrible que creí que me iban a
estallar los oídos pero, incluso entonces, no sentí ni miedo ni terror.
Hay ocasiones en la vida en que somos inmunes a esos sentimientos. Me
detuve y le volví a mirar el rostro, que sufría una horrible
transformación, ¡horrible y última!
–¡Maldita vampira! –dije tranquilamente, dominado como estaba por la ira–. ¡No volverás a hacer más daño!
Luego, sin mirar a su cara maldita, me bajé de aquella horrible tumba.
Levantamos a Marcello y, lentamente, lo llevamos escaleras arriba, tarea
harto difícil, pues el camino era estrecho y él estaba ya muy rígido.
Reparé en que los escalones eran antiguos hasta el final del segundo
tramo; más arriba, el pasillo moderno era más ancho. Cuando llegamos
arriba, el guarda estaba echado sobre uno de los bancos de piedra. Sabía
que no le íbamos a estafar en sus honorarios, y le di un par de
francos.
–Hemos encontrado al signore –intenté decir con tono despreocupado–. Está muy enfermo y lo vamos a llevar al carruaje.
Había puesto mi pañuelo sobre la cara de Marcello, pero el hombre sabía
también como yo que estaba muerto. Los pies rígidos denotaban aquella
verdad, pero a los italianos no les gusta verse involucrados en asuntos
como aquél. Tienen un miedo casi infantil a la policía. El guarda se
limitó a decir:
–¡Pobre señor! Sí, está muy enfermo. Será mejor que se lo lleven a Roma.
Mientras nos dirigíamos hacia la hilera de encinas con nuestra carga, el
guarda se mantuvo a cierta distancia de nosotros y nos acompañó al
portón. No quería que le viera el cochero, que estaba amodorrado en el
pescante. Nos costó meter el cadáver de Marcello dentro del carruaje, y
el cochero no dejo de mirarnos desconfiado. Yo le expliqué que habíamos
encontrado a nuestro amigo muy enfermo y, al mismo tiempo, le puse una
moneda en la mano y le dije que nos llevase a la Via del Governo
Vecchio. Él se metió la moneda en el bolsillo y ordenó a los caballos ir
al trote, mientras nosotros nos sentamos sujetando el cuerpo rígido,
que se balanceaba como una muñeca rota con cada piedra del camino. Por
fin llegamos a Via del Governo Vecchio; nadie nos vio meterlo en la
casa. Como delante de la puerta no había ningún escalón, el cochero paró
justo en la puerta y nadie prestó atención a lo que llevábamos. Lo
metimos en su habitación y lo tumbamos en la cama. De repente, nos dimos
cuenta de que tenía los ojos cerrados; quizá había sido por el
movimiento del carruaje, aunque era muy extraño. La patrona se comportó
justo como yo esperaba que lo hiciera, ya que, como les he dicho,
conozco muy bien a los italianos. Ella también fingió que el signore
estaba muy enfermo y se ofreció para traer un médico. Cuando creí que lo
mejor era decirle que eraba muerto, nos dijo que debía de haber
fallecido justo en ese momento, pues ella le había visto mirarnos y
cerrar los ojos de nuevo. Ella siempre le había advertido que comía
demasiado poco y que acabaría enfermando. Sí, sin duda era su mala salud
y los aires de ahí fuera lo que le habían matado. Eso, y el exceso de
trabajo. Cuando terminó triunfante su actuación, a cuyas palabras
dijimos en todo momento que sí, pues ninguno deseábamos la publicidad
que acarrea una investigación policial, salió corriendo a buscar a algún
chismoso que le hiciera compañía. Así falleció Marcello Souvestre y,
con él, Vespertilia, la bebedora de sangre.
No hay mucho más que contar. Marcello yacía tranquilo y hermoso sobre la
cama. Los estudiantes llegaban y se quedaban mirándolo en silencio; a
continuación, se arrodillaban en silencio, rezaban una oración, se
persignaban y se marchaban para siempre. Nosotros fuimos corriendo a la
Villa Medici; Detaille estaba durmiendo y la hermana Claudius lo
vigilaba con una expresión de satisfacción dibujada en su rostro
impenetrable. Cuando entramos, se levantó sin hacer ruido y se acercó a
la puerta.
–Se recuperará –dijo en voz baja.
Y estaba en lo cierto. Cuando Detaille se despertó y abrió los ojos, nos
reconoció de inmediato, y Magnin gritó: “¡Gracias a Dios!”
–¿H estado enfermo, Magnin? –le preguntó apenas sin fuerzas.
–Has tenido algo de fiebre –le respondió Magnin rápidamente–, pero ya estás bien. Ha venido a vertemonsieur Sutton.
–¿Ha estado aquí Marcello? –fue la siguiente pregunta.
Magnin lo miró fijamente.
–No –fue todo lo que dijo, y dejó que su rostro contara el resto.
–¿Está muerto?
Mangin se limitó a bajar la cabeza.
–¡Pobre amigo! –murmuró Detaille para sí.
Luego cerró los ojos y se volvió a dormir. Pocos días después del
entierro de Marcello, regresamos a Vigna Marziali a recoger los objetos
que le habían pertenecido. Mientras recogía con cuidado las distintas
páginas del manuscrito de la partitura de la ópera que Marcello estaba
escribiendo, me llamó la atención un fragmento idéntico al que Detaille
no había dejado de cantar durante su delirio y lo anoté. Es curioso
pero, cuando se lo comenté más tarde, Detaille no se acordaba de nada;
es más, me dijo que Marcello nunca le había dejado ver el manuscrito.
Respecto al busto que permanecía cubierto con la sábana en la otra
habitación, lo dejamos allí sin destaparlo para que el tiempo se hiciera
cargo de él".
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