"Entonces debo ver a la Eterna Noche
Sentado sobre aquellos ojos encantadores,
Cerrando suavemente sus resplandores,
Que una vez se alzaron en fulgor radiante,
Y cuyos soles supieron probar la existencia
Del Conocimiento y del Amor?
Oh, si usted no desea permanecer
En este plano bajo y terrenal,
Eligiendo aquella plena herencia inmortal;
Al menos decídnos, se lo rogamos;
Dónde están todas las Bellezas,
Hoy coronadas de cenizas,
Que un día fueron concedidas.
¿Ha renovado el sol con vuestros ojos su resplandor?
¿Las olas han trenzado vuestro cabello con nuevo color?
¿Ha restaurado usted, junto al cielo y el aire,
El rojo, el blanco, y el azul?
¿Ha sido usted, con magnífica elegancia,
Quién ha vestido a las rosas con su fragancia?
¿Se han retirado las luces del cielo a sus nichos,
O bien reposan en vuestro privado lecho?
¿El cielo y el aire no deben conspirar,
Y en sus altas bóvedas llorar?
¿Todas las rosas que de la tierra pueden brotar,
Habrán de ser sólo hierbas muertas en el trigal?
¿No cederemos a ninguna causa
Mientras otros ahogan sus lamentos?
Ha cambiado el curso de nuestros ancestros,
Y sus leyes yacen bajo el agua.
Tus Bellezas no han podido revivirlos,
Ni arrancarlos del páramo del olvido.
Decídnos, pues los oráculos aún deben ascender
Por aquellos que se agitan en sus tumbas,
Decídnos en dónde se encuentran las bellezas,
Y cuáles son sus intenciones;
Decídnos aquello que nuestra pena calla
Y nuestra esperanza alivia".
Edward Herbert of Cherbury
" Ven, cierra la puerta, siéntate junto al fuego de la chimenea, que la noche es fría, y seguro que estás cansado; acomódate y disfruta de una de tantas historias, que como cada noche vas a poder escuchar aquí..."
El Recolector de Historias

viernes, 3 de julio de 2015
jueves, 2 de julio de 2015
"El monstruo de Mamurth"
"Salió del desierto, en medio de las tinieblas de la noche, viniendo hacia nosotros, tambaleándose dentro del círculo alumbrado por la fogata, donde cayó exánime al instante. Mitchel y yo nos pusimos rápidamente de pie lanzando sendas exclamaciones, ya que los individuos que viajan solos y a pie no son cosa corriente en los desiertos de Africa del Norte. Durante los primeros minutos en que nos ocupamos de él, pensé que no tardaría en fallecer, pero gradualmente conseguimos hacerle recobrar el conocimiento. Mientras Mitchel le ponía entre los labios un vaso lleno de agua, yo le examiné y comprendí que se hallaba demasiado agotado para vivir mucho. Sus ropas colgaban hechas jirones, y tenía las manos y rodillas literalmente destrozadas, según juzgué, por haberse arrastrado largo tiempo sobre la arena. Por tanto, cuando pidió más agua con el ademán, se la di, sabiendo que de todos modos poco le quedaba de vida. No tardó en poder hablar con una voz cascada y débil.
-Estoy solo -nos dijo en respuesta a nuestra primera pregunta-, no tienen que ir a buscar a nadie más. ¿Qué son ustedes... comerciantes? Así me lo pareció. No, yo soy arqueólogo. Un buceador del pasado -su voz se quebró un momento-. No siempre es bueno desenterrar secretos ya muertos. Hay ciertas cosas que el pasado debe mantener ocultas. Captó la mirada que se cruzó entre Mitchel y yo.
-No, no estoy loco -prosiguió-. Oíganme, porque voy a contarles la historia. Háganme caso -añadió, incorporándose hasta lograr sentarse en su avidez por hablar-, y manténganse lejos del desierto Igidi. Recuerden mis palabras y la advertencia. También a mi me advirtieron, pero no hice caso. Y bajé al infierno..., ¡ay, sí, al infierno! Bien, será mejor que empiece por el principio.
Yo me llamo..., bien, esto no importa ahora. Salí de Mogador hace más de un año, y atravesé la falda escarpada del Atlas, saliendo al desierto con la esperanza de descubrir algunas de las ruinas cartaginesas de los desiertos del norte de África. Pasé varios meses en su búsqueda, viajando entre los miserables poblados árabes, ya junto a un oasis, ya en medio del solitario y tenebroso desierto. A medida que me internaba en el país, mayor cantidad de ruinas encontraba, templos derribados y fortalezas destruidas, reliquias mal conservadas, de la época en que Cartago regía todo el norte de Africa desde su amurallada ciudad. Y luego, al lado de un macizo bloque pétreo, hallé lo que me encaminó a Igidi. Era una inscripción, trazada en el lenguaje fenicio de los traficantes de Cartago, bastante corta por lo que puedo recordarla, palabra por palabra. Literalmente, decía: «Mercaderes, no vayáis a la ciudad de Mamurth, que se extiende más allá del paso de las montañas. Porque yo, San-Drabat de Cartago, al quedarme en la ciudad con otros cuatro camaradas, en el mes de Eschmoun, para comerciar, a la tercera noche de nuestra estancia allí nos vimos asaltados por unos sacerdotes, y yo pude huir, ocultándome. Mis compañeros fueron sacrificados al malvado dios de la ciudad, que mora allí desde el alba de los tiempos, y para el cual los sabios de Mamurth han erigido el templo más colosal de la tierra, donde la gente de la ciudad adora a su dios. Yo huí de la ciudad y dejo aquí este aviso para que otros no dirijan sus pasos a Mamurth y a la muerte.
Pueden ustedes imaginarse el efecto que me produjo tal inscripción. Era el último rastro de una ciudad ignorada, la última brizna de una civilización hundida en el mar del tiempo. Me pareció probable la existencia de tal ciudad. ¿Qué sabemos de Cartago, en realidad, aparte de unos cuantos nombres? Ninguna ciudad, ninguna civilización fue jamás tan completamente borrada de la faz de la tierra como Cartago, cuando el romano Escipión redujo los templos y palacios a polvo, y aró la tierra con sal, y las águilas de la vencedora Roma volaron a través del desierto, donde una metrópolis se había alzado. Fue en los arrabales de uno de esos poblados árabes donde hallé el bloque con la inscripción, y traté de encontrar a alguien del pueblo que quisiera acompañarme, pero todos se negaron. Yo podía ver claramente el paso de la montaña, una mera hendidura entre dos altísimos acantilados azules. En realidad, se hallaba a bastantes kilómetros de distancia, pero las engañosas cualidades ópticas del desierto lo acercaban a mí. Mis mapas situaban aquella sierra como una rama inferior del Atlas, y la extensión existente más allá era llamada «Desierto Igidi», pero esto era todo lo que sabía de la región. De lo único que podía estar seguro era de la existencia del desierto al otro lado del paso y de que debía llevar suficientes provisiones si deseaba cruzar por allí.
¡Pero los árabes sabían mucho más! Aunque les ofrecí lo que para aquellos pobres diablos era una verdadera fortuna, ninguno quiso acompañarme cuando supieron adónde me encaminaba. Ninguno había estado jamás allí, ni siquiera habían cabalgado en aquella dirección, pero todos poseían unas ideas muy definidas del lugar que se extendía al otro lado de los montes, motejándolo de nido de diablos y coto de los malvados Jinns. Sabiendo con cuánta firmeza se hallan plantadas en sus mentes tales supersticiones, no intenté persuadirles y me puse en marcha solo, con dos pellejudos camellos que transportaban el agua y las provisiones. Durante tres días me hundi en la arena del desierto bajo un tórrido sol, y a la mañana del cuarto llegué al paso. Era solamente una estrecha gríeta, y estaba sembrado de grandes peñascos por lo que su travesía resultaba sumamente azarosa y complicada. Los riscos que se alzaban a cada lado tenían tal altura que el espacio intermedio era un lugar de sombras, susurros y penumbra. Aquella misma tarde llegué al otro extremo y por un momento me quedé como paralizado, ya que a partir de aquel punto el desierto descendía hacia una vasta hondonada y en el centro de la misma, tal vez a tres kilómetros de donde me hallaba, resplandecían las blancas ruinas de Mamurth.
Recuerdo que me mostré muy tranquilo mientras cubrí la distancia hasta las ruinas. Yo había dado por segura la existencia de la ciudad, por lo que, de no haber estado allí las ruinas, me habría sentido mucho más sorprendido que al verlas. Desde el paso sólo acerté a divisar una enmarañada confusión de fragmentos blancos, pero al aproximarme, algunos de éstos fueron adoptando la forma de bloques derribados, muros y columnas. La arena movediza del desierto había enterrado por completo sectores enteros y el resto se hallaba medio cubierto. Fue entonces cuando efectué un curioso descubrimiento. Me detuve a examinar el material de las ruinas, una piedra lisa y sin vetas, muy parecida al mármol artificial o al concreto superfino. Y mientras miraba a mi alrededor, absorto en mi contemplación, observé que en casi cada pozo o bloque, en las destruidas cornisas y columnas, había grabado el mismo símbolo..., si se trataba de un símbolo. Era el esbozo de un extraño ser irreal, una especie de pulpo, con un cuerpo deforme, redondeado y varios largos tentáculos o brazos que salían del cuerpo, el cual no era tenue y sin huesos como los de un pulpo, sino más bien tieso y duro, como las patas de una araña. En realidad, tal vez aquello representase a una araña, aunque tenía algunos fallos. Medité por un momento en la profusión de tales pinturas grabadas en las ruinas en torno mío y al final abandoné el problema por insoluble.
También me pareció insoluble el enigma de la ciudad. ¿Qué podía encontrar en aquella semienterrada masa de fragmentos de piedra que me ayudase a arrojar cierta luz sobre su pasado? No podía siquiera explorar el lugar superficialmente, ya que la parquedad de provisiones y agua no me permitían una larga estancia. Con el corazón oprimido tuve que regresar a los camellos y, llevándolos a un claro entre las ruinas, me dispuse a acampar allí para la noche. Cuando ésta hubo caído, y me hallaba ya sentado junto a la hoguera, el vasto y ominoso silencio de aquel siniestro lugar de muerte me resultó espantoso. No había risas humanas, ni gritos de animales, ni siquiera el zumbido de algún insecto o el canto de un solo pájaro. No había más que tinieblas y silencio en torno mío, oprimiéndome, casi azotándome físicamente frente al resplandor de la luz que arrojaba mi pequeña fogata. Mientras me hallaba allí sentado, cavilando, me sobresaltó un leve sonido a mis espaldas. Me volví para acertar con la causa, y de nuevo me quedé paralizado. Como ya he mencionado, el espacio que rodeaba mi campamento estaba formado por un claro arenoso, allanado por los vientos. Bien, mientras contemplaba aquella vasta extensión de arena, apareció de repente en la superficie un agujero de varios centímetros de diámetro, claramente visible a la luz del fuego.
No había nada que ver, ni siquiera una sombra, y de repente se produjo aquel agujero, acompañado de un suave crujido. Mientras lo estaba mirando asombrado, el sonido se repitió y simultáneamente apareció otro agujero a cinco o seis metros más cerca de mí que el primero. Al verlo, unas heladas flechas de terror parecieron atravesar mi cuerpo y cediendo a un loco impulso, agarré un leño ardiendo de la hoguera y lo arrojé, como un cometa rojo, al sitio donde acababan de formarse los agujeros. Se produjo un rumor como de un cuerpo al escurrirse y pensé que fuese lo que fuese lo que había dejado aquellas señales acababa de retirarse, si en realidad se trataba de un ser vivo. No podía imaginarme qué podía ser, ya que no había absolutamente nada a la vista, aparte de los agujeros aparecidos como por ensalmo. Aquel misterio me soliviantó. Ni aun en el sueño pude hallar descanso, ya que extrañas pesadillas atormentaron mi cerebro, surgiendo de la ciudad muerta que me rodeaba. Todos los polvorientos pecados de pasadas y edades, de aquel remoto y olvidado lugar, parecían estar enfocados sobre mí durante el sueño. Formas extrañas se movían entre los mismos, tan irreales como los habitantes de una estrella distante, entrevistos sólo para desvanecerse intantáneamente. Poco conseguí dormir aquella noche, pero cuando por fin amaneció, el sol, con sus primeros rayos dorados, alejó de mí mis temores y opresiones con el manto de las tinieblas. ¡No es extraño que los pueblos primitivos fuesen adoradores del sol!
Cuando volví a sentirme dueño de mi mismo y de mi valor, me asaltó una nueva idea. En la inscripción citada, aquel aventurero muerto tanto tiempo ha, había mencionado el gran templo de la ciudad y la majestad de su aspecto. ¿Dónde estarían tales ruinas? Decidíi que el poco tiempo de que disponía sería mejor pasarlo investigando las ruinas del templo, que debía ser muy prominente, si el antiguo cartaginés se hallaba en lo cierto. Ascendí a un próximo altozano y escruté el lugar en todas direcciones, y aunque no pude distinguir ningún amontonamiento ruinoso que hubiese podido ser un templo, por primera vez divisé, muy lejos, dos grandes figuras de piedra que destacaban en negro contra las rojas llamaradas del sol. Fue un descubrimiento que me llenó de excitación y, después de levantar el campamento, eché a andar en aquella dirección. Se alzaban al borde del extremo más alejado de la ciudad, y no fue hasta el mediodía que llegué allí. Entonces pude percibir con toda claridad su naturaleza: dos grandes figuras sentadas, talladas en piedra negra, de unos quince metros de altura, y casi otros tantos de separación entre ambas, las dos de cara a la ciudad.. y a mí. Tenían forma humana y vestían una rara armadura escamada, pero me resulta imposible describir sus rostros, porque no eran humanos. Las facciones sí lo eran, y bien proporcionadas, pero la cara, la expresión, no sugerían ninguna de las cualidades inherentes a la Humanidad. Me pregunté sí habrían sido talladas de la misma vida. En tal caso, debió de ser un pueblo sumamente extraño el que habitó en aquella ciudad y labró ambas estatuas.
Bien, desvié mí vista y miré alrededor. A cada lado de las estatuas se veía lo que debían de ser los restos de una muralla con diversas ramificaciones, formando un enorme montón de ruinas. Pero no había muro entre las estatuas, que debían constituir evidentemente la portalada de la barrera. ¿Por qué habrían sobrevivido aquellos dos celosos guardianes, aparentemente completamente ilesos, mientras la muralla y toda la ciudad se hallaba en ruinas? Eran de diferente material, eso pude conjeturarlo fácilmente, pero ¿qué clase de material? Por primera vez, también, reparé en la larga avenida que se iniciaba, al otro lado de las estatuas y se extendía por el desierto durante más de un kilómetro. Los extremos laterales de la misma estaban constituídos por dos filas de figuras de piedra más pequeñas que corrían en líneas paralelas, alejándose de los dos colosos. Eché a andar por la avenida, pasando entre las dos estatuas que la encabezaban. Al hacerlo observé por primera vez la inscripción grabada en la parte interior de cada una. En el pedestal de las estatuas, a diez o doce centímetros del suelo, había una tablilla del mismo material, de un metro cuadrado, cubierta de extraños símbolos, sin duda los caracteres de un lenguaje ignorado, indescifrable, al menos para mí. Un símbolo, sin embargo, muy destacado, lo había visto antes. Se trataba del mismo extraño ser parecido a una araña o un pulpo, que ya he mencionado haber hallado generosamente esparcido por doquier en la ciudad. En las tablillas figuraba varias veces entre los demás símbolos que componían la ínscripción. Ambas tablillas eran idénticas y nada pude deducir de ellas. Empecé a recorrer la avenida, dándole vueltas en mi cerebro al enigma de aquel omnipresente símbolo, pero al cabo lo olvidé al ir fijándome en cuanto me rodeaba.
Aquella larga calle era como la avenida de las esfinges de Karnak, que el faraón recorría en su litera para asistir al templo. Pero las estatuas que flanqueaban la avenida no tenían la forma de esfinges. Poseían, por el contrario, formas muy raras, de animales desconocidos para nosotros, como si se tratase en realidad de animales de otros mundos. No puedo describirlos, como sería imposible describirle un dragón a un hombre que hubiera estado ciego toda su vida. Sin embargo, tenían formas de reptil, aproximadamente, y al contemplarlas su vista me destrozaba los nervios. Continué avanzando entre las dos filas de estatuas, hasta llegar al final de la avenida. De pie entre las dos últimas figuras, no divisé ante mí más que la amarillenta arena del desierto, hasta el horizonte. Me sentí intrigado. ¿Cuál fuera el objeto de tantos trabajos, la muralla, las dos enormes estatuas, y la larga avenida, para acabar desembocando en pleno desierto? Gradualmente, comencé a ver que había algo muy especial en aquella parte de desierto que se extendía ante mí. Era completamente llano, ya que una área, al parecer de forma redondeada, que debía abarcar varios acres, parecía absolutamente llana. Era como si la arena dentro de aquel gran círculo hubiese sido aplanada con tremenda fuerza, sin dejar ni la menor ondulación, ni siquiera la apariencia de una duna. Más allá de aquella zona, y a su alrededor, el desierto estaba erizado de lomas y valles, y atravesado por nubes de arena que se arremolinaban constantemente, pero sobre la lisa superficie de la zona circular nada se movía, nada se agitaba. Sintiéndome interesado al instante, avancé hasta el borde del círculo, a sólo unos metros de distancia. Acababa de llegar allí cuando una mano invisible pareció abofetearme con singular brío en la cara y el pecho, obligándome a retroceder.
Transcurrieron unos minutos antes de que volviera a avanzar, ya que mi curiosidad se hallaba completamente excitada. Me acerqué de nuevo, pues, a los límites del circulo, empuñando mi revólver, pero esta vez arrastrándome sobre el suelo. Cuando la automática que tenía en mi extendida mano llegó a la línea del círculo, chocó contra algo duro, y no pude hacerla avanzar. Era exactamente como si hubiese tropezado contra un muro, aunque no había a la vista cosa semejante. Extendiendo más el brazo, toqué la misma dura barrera y en el instante siguiente me puse de pie. Ahora sabía que se trataba de algo duro y no una fuerza lo que me impedía el paso. Cuando extendía las manos, el borde del círculo se hallaba en el límite de la longitud de mis brazos, como una pared lisa, totalmente invisible, pero al mismo tiempo sumamente material. Pude comprender en parte aquel fenómeno. En el pasado, los científicos de la ciudad que se hallaba en ruinas a mi espalda, los sabios mencionados en la ínscripción, habían descubierto una materia sólida pero transparente, aplicándola a la obra que ahora eataba yo examinando. Tal cosa está muy lejos de ser imposible. Incluso nuestros científicos pueden formar una materia en parte invisible, con los rayos X. Evidentemente, aquellos sabios conocían todo el proceso, un secreto que se había perdido en la oscuridad de los tiempos, como el secreto del oro duro, el cristal maleable, y otros mencionados en escrituras antiguas. Sin embargo, me pregunté, intrigado, de qué manera podían haberlo conseguido, puesto que muchos siglos después de haber desaparecido sus inventores, la materia continuaba completamente invisible.
Retrocedí y arrojé guijarros hacia el círculo. Por muy altos que los tirase, al llegar al borde rebotaban con un sonido retumbante, por lo que deduje que el muro debía tener una gran altura. Ardía en deseos de trasponer el muro y examinar el interior del círculo, pero ¿cómo conseguirlo? De repente, recordé las dos colosales estatuas a la entrada de la gran avenida, con sus tablillas grabadas y me pregunté qué relación debían tener con el circulo. De pronto, la singularidad de todo aquello me asaltó como una fiera al acecho. La muralla que se alzaba ante mí, el círculo de arena, llano e inmutable, y yo mismo, de pie en medio del desierto... todo resultaba muy extraño. En mi corazón parecía retumbar una voz procedente de la ciudad muerta, aconsejándome huir de allí para siempre. Recordé la advertencia contenida en la inscripción: «No vayáis a Mamurth». Y al recordarla, no dudé de que aquel círculo era el gran templo descrito por San-Drabat. Seguramente estuvo en lo cierto: era diferente a todos los demás de la Tierra. Pero no debía irme, no podía irme hasta que hubiese examinado el muro por el interior. Medité tranquilamente el asunto, y decidí que el lugar más lógico para hallar la entrada a través de la muralla sería el extremo de la avenlda, puesto que era dable suponer que aquellos que descendieron por la misma en tiempos remotos debieron poder franquear por tal lugar las puertas del templo. Mi razonamiento fue acertado, puesto que en aquel preciso punto hallé la entrada: una abertura en la muralla, de varios metros de anchura y mucho más alta de lo que cabía esperar; en realidad, no tengo idea de su altura.
Crucé la abertura y me hallé sobre un suelo de material duro, no tan suave como la superficie del muro, pero igualmente invisible. Al frente se extendía un corredor de la misma amplitud, que conducía al centro del círculo y por el que fui avanzando. Debí resultar un tipo estrafalario, avanzando por un lugar donde no había nada que observar. Ya que aunque sabía perfectamente bien que me hallaba rodeado por una pared invisible, yo no podía ver nada más que el gran círculo de lisa arena bajo mis pies, dorado por el sol de la tarde. Sin embargo, me pareció que estaba andando a treinta centímetros por encima del terreno, en el aire. Era éste el grosor del suelo, y precisamente era el peso de este suelo el que mantenía tan plano al terreno dentro del círculo. Anduve lentamente por el corredor, con las manos extendidas al frente, y apenas había recorrido una corta distancia cuando tropecé con otra pared que parecía cerrar el corredor, como un callejón sin salida. Pero no me sentí descorazonado, ya que intuí que habría otra puerta no muy lejos, puerta que empecé a buscar. La encontré. Tanteando con mis manos el invisible muro del corredor, a ambos lados, tropecé con una especie de picaporte redondo y cuando puse mi mano en él, la puerta se abrió. Se oyó como un chirrido, como una leve blisa, y cuando volví a avanzar, el muro que me cerraba el paso habla desaparecido, y fui libre de ir adelante. Pero no me atreví a traspasar aquel nuevo umbral, por lo que regresé al picaporte, descubriendo que ninguna fuerza ni presión podia cerrar la puerta abierta. Seguramente, se trataba de un sutil mecanismo dentro del picaporte, que sólo necesitaba una presión de la mano para abrirse, apártándose todo el final del corredor, quizá deslizándose hacia arriba, como un rastrillo, aunque de esto no estoy muy seguro.
Pero la puerta estaba abierta y entonces pasé. Moviéndome como un ciego en un sitio desconocido, comprendí que me encontraba en un vasto patio interior, cuyas paredes describían una gran curva. Cuando lo descubrí, volví al lugar donde el corredor se abría al patio y comencé a caminar en línea recta por el mismo. Encontré unos peldaños; el primero de los cuales pertenecía indudablemente a una escalinata de inmensas proporciones. Ascendí lenta, trabajosamente, tanteando ante mí con el pie a cada paso. Era la sensación de sentir los peldaños bajo mis pies lo que prestaba realidad al asunto, ya que a simple vista, yo estaba subiendo por el espacio. Sé que ha de resultar más fantástico visto que contado. Seguí ascendiendo hasta llegar a unos treinta metros de altura, donde la escalinata empezó a estrecharse, juntándose los costados. Unos cuantos peldaños más, y volví a hallarme en terreno llano que, después de algunos tanteos, descubrí era un ancho descansillo con barandillas bastante altas. Me arrastré a gatas por aquella altura hasta que tropecé con otra pared, donde había una puerta. la atravesé, siempre arrastrándome, y aunque cuanto me rodeaba era invisible, intuí que ya no me hallaba al aire libre, sino en una estancia cerrada. Me detuve de pronto y entonces, mientras aún me hallaba agazapado en el suelo, percibí súbitamente la presencia del mal, de una maligna y amenazadora entidad, nativa de allí. No podía divisar nada, ni oír nada, pero en mi cerebro se abrió paso la idea de que algo infinitamente malvado e infinitamente antiguo formaba parte de aquel lugar. ¿Era la conciencia del horror que había llenado aquel lugar en una edad ya remota y fenecida? Fuese cual fuese la causa, no podía seguir avanzando con aquel extraño terror que me poseía; por tanto, retrocedí y volví al descansillo, donde me incliné sobre la invisible barandilla para examinar el paisaje de abajo.
El sol poniente colgaba como una enorme bola de hierro al rojo vivo a Occidente, y a sus rayos, las dos colosales estatuas arrojaban largas sombras sobre la amarilla arena. No muy lejos, mis dos camellos pateaban moviéndose inquietos. Según todas las apariencias yo me mantenía en el vacío, a más de treinta metros del suelo, pero con mi mente podía imaginar los amplios patios y corredores de abajo, por los que había pasado poco antes. Mientras reflexionaba a la rojiza luz del moribundo sol, vi claramente que me hallaba en el templo de la antigua ciudad. ¡Qué magnifica visión debió de ser cuando la ciudad estaba llena de vida y agitación! Pudé imaginarme la larga procesión de sacerdotes y gente del pueblo, ataviados con ropajes sombríos y lujosos, saliendo de la ciudad, por entre las dos estatuas y descendiendo por la amplia avenida, arrastrando tal vez en pos un desdichado prisionero condenado a ser sacrificado a sus dioses en aquel templo. El sol descendía ya sobre el horizonte, y me dispuse a salir de allí, pero cuando quise moverme sentí una gran rigidez en todo mi cuerpo y mi corazón pareció suspender sus latidos. Y en el limite del claro de arena que había debajo del invisible templo, acababa de aparecer un agujero en la arena, exactamente de la misma misteriosa forma que los que había contemplado la noche anterior en mi campamento. Seguí mirando tan fascinado como si una serpiente me estuviese mirando. Y ante mis ojos fueron apareciendo otros agujeros, no en línea recta, sino quebrada. De pronto se formaban dos agujeros a un lado, y luego dos más al otro, después uno en medio, formando una especie de rastro, de unos dos metros de anchura de lado a lado, avanzando directamente hacia el templo y, por tanto, hacia mí. ¡Y yo no podía ver nada!
Era como -súbitamente hallé la comparación-, como el rastro dejado por un insecto provisto de innumerables patas, sólo que de unas descomunales proporciones. Y al asaltarme esta idea, la verdad se abrió paso en mi cerebro, ya que recordé la araña grabada en las ruinas y las estatuas, y comprendí lo que aquello había significado para los moradores de la ciudad. ¿Qué decía la inscripcíón? «El malvado dios de la ciudad, que vivía allí desde el principio del tiempo.» Y al divisar aquel rastro avanzando hacia mí, comprendí que aquel perverso dios seguía morando en aquel lugar y que yo me hallaba en su templo solo y desarmado. ¿Qué extraños seres habían poblado la Tierra en el alborear de los tiempos? ¿Y aquellos que edificaron la ciudad y descubrieron a la monstruosa araña, no le habrían erigido el templo, en su pavor, aceptándolo como el dios de la ciudad? ¿Y ellos, que poseían la magia secreta y el poder de construir muros invisibles a los ojos humanos, no habrían hecho lo mismo con su dios, convírtiéndole en una verdadera deidad, invisible, poderosa, imperecedera? ¡Imperecedera! Así tenía que ser para haber podido sobrevivir a tantos milenios. Sin embargo, yo sé que algunas especies de loros viven varios siglos, pero ¿qué podía yo saber de esta monstruosa reliquia de una edad pretérita? Y cuando la ciudad fue arrasada y desapareció y ya no fne posible llevar víctimas humanas al templo para saciar el feroz apetito del monstruo, éste habría vagado por el desierto en busca de alimentos. No era extraño que los árabes no quisieran aventurarse por la región en aquella dirección. Significaba la muerte para cualquiera que llegase al alcance de tal ser, el cual podia impunemente acechar y capturar, permaneciendo completamente invisible. ¿Era la muerte para mí?
Tales fueron los pensamientos que como el rayo cruzaron por mi cerebro mientras veía acercárseme la muerte con aquellos seguros pasos sobre la arena. De pronto sentí que me abandonaba la parálisis de terror que me había inmovilizado, y descendí apresuradamente la escalinata, hacia el patio. Ignoraba dónde podía ocultarme en aquel inmenso templo. ¡Ocultarme en un lugar invisible! Pero tenía que dirigirme a algún sitio, y finalmente me aventuré a abandonar la escalera y avancé hasta tropezar con un muro situado directamente debajo del descansillo superior, y me agazapé contra el mismo, implórando que las sombras del crepúsculo pudieran esconderme a las ansiosas miradas de la monstruosa criatura cuyo cubil era el templo. Supe instantáneamente cuándo el monstruo atravesó la puerta por la que yo había también penetrado en el templo. Pad, pad..., era éste el rumor amortiguado que resonaba en el corredor. Tal vez la puerta se había abierto ante él de manera sorprendente puesto que yo no podía calibrar la poca o mucha inteligencia del cerebro de aquel dios. Pad, pad..., el rumor fue cruzando el patio y al final oí los pasos subiendo la escalinata. De no haber temido respirar habría exhalado un profundo suspiro de alivio.
No obstante, el temor todavía hacía presa en mí, por lo que continué agazapado contra el muro mientras el monstruoso dios seguía subiendo. ¡Figúrense la escena! A mi alrededor no había nada visible, nada más que el gran círculo de arena que se hallaba a treinta centímetros por debajo de mí; sin embargo, yo veía el templo con los ojos de mi mente, y estaba enterado de los muros y el patio, y de la bestia que ahora se hallaba arriba, por temor a la cual me hallaba yo acurrucado en la oscuridad. El sonido de las patas cesó arriba, por lo que juzgué que el monstruo acababa de penetrar en el gran salón, donde yo no me atreví a entrar. Ahora era el momento de escapar en la oscuridad. Me levanté con infinito cuidado y suavemente me deicé por el patio hacia la puerta que conducía al corredor. Pero cuando hube recorrido la mitad de la distancia, según calculé, choqué contra otra pared invisible y caí de espaldas, con lo cual el mango metálico de mi cuchillo de montaña golpeó con la hebilla de mi cinturón de manera estridente. ¡Pobre de mí! Había calculado equivocadamente la situación de la puerta, yendo directamente a chocar contra el muro. Y me quedé tendido, inmóvil, mientras un temor helado me sobrecogía de improviso. Entonces, pad, pad..., las amortiguadas pisadas del monstruo én el descansillo, y luego un momento de silencio. ¿Podría verme desde arriba? ¿Podría? Por un instante, alenté cierta esperanza, al no escuchar ningún rumor, pero no tardé en saber que la muerte me tenía asida por la garganta ya que, pad, pad..., el monstruo empezó a descender al patio.
Al oír aquellas pisadas perdí el último vestigio de control y poniéndome apresuradamente de pie volé de nuevo hacia la puerta. ¡Plaf! Otra pared... Me eché a temblar. Ahora no oía ninguna pisada y con la máxima quietud de que fui capaz volví a cruzar el patio en otra dirección, sin saber si sería la acertada, ya que todas mis ideas estaban confundidas, lo mismo que mi sentido de la orientación. ¡Dios mío, qué juego más inverosímil el que tuvo lugar en aquel condenado círculo de arena! Pero ningún sonido procedía ya del misterioso monstruo y la esperanza volvió a anidar en mi corazón. Y con espantosa ironía, fue en aquel preciso momento cuando ful a parar de bruces contra el monstruoso ser. Mis extendidas manos tocaron y asieron lo que debía ser uno de sus miembros, grueso, helado y peludo, que instantáneamente se zafó de mis manos, asiéndome a su vez, mientras otro miembro y otro y otro hacían presa en mí. El monstruo había permanecido inmóvil, esperando que fuese ya a su encuentro: ¡el drama de la araña y la mosca!
El invisible ser sólo pudo sujetarme un momento, ya que me sentí tan lleno de horror que logré libertarme y huí enloquecido por el patio, tropezando con el primer peldaño de la escalinata. Subí y mientras corría oí la persecución de la bestia. Continué subiendo y ya en el rellano me cogí a la barandilla, ya que si caía desde arriba ello hubiera significado la muerte. Pero bajo mis manos, el pasamanos se movía, por lo que intuí que uno de los grandes bloques que evidentemente lo formaban se había aflojado y podía soltarse. Lo apresé con todas mis fuerzas y fui trastabillando por el descansillo con el bloque entre mis brazos, hacia el comienzo de la escalera. Creo que dos hombres apenas habrían podido levantarlo, pero yo hice más en aquel súbito acceso de loco frenesí, ya que cuando oí los pasos del monstruo en la escalinata, levanté el bloque, invisible como es natural, por encima de mi cabeza, y lo envié rodando por los peldaños hacia el lugar donde calculé que se hallaba el dios en aquel momento.
Por un instante después del lanzamiento reinó el silencio, pero después empezó a sonar como un bajo canturreo, que acabó por convertirse en un clamoroso zumbido. Y al mismo tiempo, en un lugar situado aproximadamente a mitad de la escalinata, donde había ido a parar el bloque de piedra, un líquido purpúreo pareció manar del aire, dando forma a unos cuantos de los invisibles peldaños a medida que los inundaba, y delineando asimismo el bloque arrojado por mí, así como un enorme miembro peludo que se hallaba aplastado debajo, del cual manaba el líquido que no era otra cosa que la sangre del monstruo. No lo había matado, pero el bloque lo mantenía prisionero. Hubo como una agitación en la escalinata y el arroyuelo purpúreo corrió con más fluidez, y gracias a la silueta de sus charcos divisé, borrosamente, el monstruoso dios que Mamurth conoció en épocas pasadas. Era como una araña gigante, con unas patas angulosas de varios metros de longitud, y un cuerpo sumamente velludo y repelente. Me pregunté si el monstruo era visible por la sangre que le daba vida, precisamente cuando ésta era derramada. Si así era no supe comprender el motivo de tal anomalía. Tan pronto como vislumbré aquella estremecedora visión, me apresuré a descender. Cuando pasé junto a la araña, el intolerable olor de un insecto aplastado casi me mareó, y al verme, el animal realizó frenéticos esfuerzos para libertarse. Pero no pudo, por lo que llegué sano y salvo abajo, temblando y sin poder apenas andar.
Atravesé el patio en línea recta y corrí apresuradamente por el corredor y después por la amplia avenida, hasta pasar por entre las dos colosales estatuas. La luz de la Luna incidía en ellas, y las tablillas de las inscripciones resplandecían en los zócalos, con sus extraños símbolos y sus arañas. ¡Pero ahora ya comprendía el mensaje! Afortunadamente, los camellos estaban vagando entre las ruinas, ya que de haberse hallado en las proximidades del templo no habría tenido valor para ir en su busca. Toda la noche cabalgué hacia el Norte y cuando amaneció no me detuve, sino que continué la marcha en la misma dirección. Al llegar al paso de la montaña, un camello tropezó y cayó, con lo cual se derramó toda mi provisión de agua. No quedó ni una sola gota, pero seguí yendo hacia el Norte, sacrificando al otro camello con mi velocidad, por lo que tuve que proseguir a pie, tambaleándome. Me arrastré a gatas cuando mis piernas se negaron a sostenerme, siempre hacia el Norte, alejándose de aquel templo del mal y de su perverso dios. Y esta noche no sé cuántos kilómetros he andado arrastrándome hasta que divisé su fogata. Y esto es todo.
Estaba tendido de espaldas, agotado, y Mitchel y yo nos contemplamos mutuamente a la luz de la fogata. Después, incorporándose, Mitchel fue hasta el límite de nuestro campamento y estuvo mirando largo tiempo el camino hacia el sur. Ignoro cuáles eran sus pensamientos. Yo meditaba por mi parte mientras contemplaba al hombre que yacía junto a la fogata. Falleció a la mañana siguiente, murmurando incoherencias referentes a los muros que le rodeaban. Envolvimos su cuerpo cuidadosamente y llevándolo con nosotros nos abrimos paso por el desierto. En Argel cablegrafiamos a los amigos cuya dirección habíamos encontrado en en cinturón donde guardaba el dinero, y les enviamos el cadáver, ya que tal fue su última petición. Más adelante, nos escribieron, contándonos que lo habían enterrado en el pequeño cementerio del pueblo de Nueva Inglaterra de donde era natural. No sé si su eterno descanso se verá perturbado por los sueños del templo del mal del que huyó. Ruego para que así no sea. Muy a menudo, Mitchel y yo hemos discutido este tema, en nuestros campamentos solitarios y en las posadas de las ciudades costeras. ¿Mató el arqueólogo al invisible monstruo, y éste yace ahora, como un desdichado resto, bajo el bloque de piedra de la escalinata? ¿O consiguió liberarse y sigue vagando por el desierto, morando de noche en el amplio templo, tan invisible como él?
¿O verosímilmente, estaba aquel pobre hombre completamente loco por el calor y la sed del desierto, y su relato no fue más que el producto de su exaltada fantasía? En realidad, no sé qué pensar. Creo que nos contó la verdad, pero no puedo saberlo. Ni lo sabré jamás, ya que Mitchel y yo hemos decidido no aventurarnos nunca en el lugar del desierto donde el antiguo dios puede todavía estar viviendo, en medio de los patios y torreones invisibles, al otro lado de la invisible muralla".
Edmond Hamilton
-Estoy solo -nos dijo en respuesta a nuestra primera pregunta-, no tienen que ir a buscar a nadie más. ¿Qué son ustedes... comerciantes? Así me lo pareció. No, yo soy arqueólogo. Un buceador del pasado -su voz se quebró un momento-. No siempre es bueno desenterrar secretos ya muertos. Hay ciertas cosas que el pasado debe mantener ocultas. Captó la mirada que se cruzó entre Mitchel y yo.
-No, no estoy loco -prosiguió-. Oíganme, porque voy a contarles la historia. Háganme caso -añadió, incorporándose hasta lograr sentarse en su avidez por hablar-, y manténganse lejos del desierto Igidi. Recuerden mis palabras y la advertencia. También a mi me advirtieron, pero no hice caso. Y bajé al infierno..., ¡ay, sí, al infierno! Bien, será mejor que empiece por el principio.
Yo me llamo..., bien, esto no importa ahora. Salí de Mogador hace más de un año, y atravesé la falda escarpada del Atlas, saliendo al desierto con la esperanza de descubrir algunas de las ruinas cartaginesas de los desiertos del norte de África. Pasé varios meses en su búsqueda, viajando entre los miserables poblados árabes, ya junto a un oasis, ya en medio del solitario y tenebroso desierto. A medida que me internaba en el país, mayor cantidad de ruinas encontraba, templos derribados y fortalezas destruidas, reliquias mal conservadas, de la época en que Cartago regía todo el norte de Africa desde su amurallada ciudad. Y luego, al lado de un macizo bloque pétreo, hallé lo que me encaminó a Igidi. Era una inscripción, trazada en el lenguaje fenicio de los traficantes de Cartago, bastante corta por lo que puedo recordarla, palabra por palabra. Literalmente, decía: «Mercaderes, no vayáis a la ciudad de Mamurth, que se extiende más allá del paso de las montañas. Porque yo, San-Drabat de Cartago, al quedarme en la ciudad con otros cuatro camaradas, en el mes de Eschmoun, para comerciar, a la tercera noche de nuestra estancia allí nos vimos asaltados por unos sacerdotes, y yo pude huir, ocultándome. Mis compañeros fueron sacrificados al malvado dios de la ciudad, que mora allí desde el alba de los tiempos, y para el cual los sabios de Mamurth han erigido el templo más colosal de la tierra, donde la gente de la ciudad adora a su dios. Yo huí de la ciudad y dejo aquí este aviso para que otros no dirijan sus pasos a Mamurth y a la muerte.
Pueden ustedes imaginarse el efecto que me produjo tal inscripción. Era el último rastro de una ciudad ignorada, la última brizna de una civilización hundida en el mar del tiempo. Me pareció probable la existencia de tal ciudad. ¿Qué sabemos de Cartago, en realidad, aparte de unos cuantos nombres? Ninguna ciudad, ninguna civilización fue jamás tan completamente borrada de la faz de la tierra como Cartago, cuando el romano Escipión redujo los templos y palacios a polvo, y aró la tierra con sal, y las águilas de la vencedora Roma volaron a través del desierto, donde una metrópolis se había alzado. Fue en los arrabales de uno de esos poblados árabes donde hallé el bloque con la inscripción, y traté de encontrar a alguien del pueblo que quisiera acompañarme, pero todos se negaron. Yo podía ver claramente el paso de la montaña, una mera hendidura entre dos altísimos acantilados azules. En realidad, se hallaba a bastantes kilómetros de distancia, pero las engañosas cualidades ópticas del desierto lo acercaban a mí. Mis mapas situaban aquella sierra como una rama inferior del Atlas, y la extensión existente más allá era llamada «Desierto Igidi», pero esto era todo lo que sabía de la región. De lo único que podía estar seguro era de la existencia del desierto al otro lado del paso y de que debía llevar suficientes provisiones si deseaba cruzar por allí.
¡Pero los árabes sabían mucho más! Aunque les ofrecí lo que para aquellos pobres diablos era una verdadera fortuna, ninguno quiso acompañarme cuando supieron adónde me encaminaba. Ninguno había estado jamás allí, ni siquiera habían cabalgado en aquella dirección, pero todos poseían unas ideas muy definidas del lugar que se extendía al otro lado de los montes, motejándolo de nido de diablos y coto de los malvados Jinns. Sabiendo con cuánta firmeza se hallan plantadas en sus mentes tales supersticiones, no intenté persuadirles y me puse en marcha solo, con dos pellejudos camellos que transportaban el agua y las provisiones. Durante tres días me hundi en la arena del desierto bajo un tórrido sol, y a la mañana del cuarto llegué al paso. Era solamente una estrecha gríeta, y estaba sembrado de grandes peñascos por lo que su travesía resultaba sumamente azarosa y complicada. Los riscos que se alzaban a cada lado tenían tal altura que el espacio intermedio era un lugar de sombras, susurros y penumbra. Aquella misma tarde llegué al otro extremo y por un momento me quedé como paralizado, ya que a partir de aquel punto el desierto descendía hacia una vasta hondonada y en el centro de la misma, tal vez a tres kilómetros de donde me hallaba, resplandecían las blancas ruinas de Mamurth.
Recuerdo que me mostré muy tranquilo mientras cubrí la distancia hasta las ruinas. Yo había dado por segura la existencia de la ciudad, por lo que, de no haber estado allí las ruinas, me habría sentido mucho más sorprendido que al verlas. Desde el paso sólo acerté a divisar una enmarañada confusión de fragmentos blancos, pero al aproximarme, algunos de éstos fueron adoptando la forma de bloques derribados, muros y columnas. La arena movediza del desierto había enterrado por completo sectores enteros y el resto se hallaba medio cubierto. Fue entonces cuando efectué un curioso descubrimiento. Me detuve a examinar el material de las ruinas, una piedra lisa y sin vetas, muy parecida al mármol artificial o al concreto superfino. Y mientras miraba a mi alrededor, absorto en mi contemplación, observé que en casi cada pozo o bloque, en las destruidas cornisas y columnas, había grabado el mismo símbolo..., si se trataba de un símbolo. Era el esbozo de un extraño ser irreal, una especie de pulpo, con un cuerpo deforme, redondeado y varios largos tentáculos o brazos que salían del cuerpo, el cual no era tenue y sin huesos como los de un pulpo, sino más bien tieso y duro, como las patas de una araña. En realidad, tal vez aquello representase a una araña, aunque tenía algunos fallos. Medité por un momento en la profusión de tales pinturas grabadas en las ruinas en torno mío y al final abandoné el problema por insoluble.
También me pareció insoluble el enigma de la ciudad. ¿Qué podía encontrar en aquella semienterrada masa de fragmentos de piedra que me ayudase a arrojar cierta luz sobre su pasado? No podía siquiera explorar el lugar superficialmente, ya que la parquedad de provisiones y agua no me permitían una larga estancia. Con el corazón oprimido tuve que regresar a los camellos y, llevándolos a un claro entre las ruinas, me dispuse a acampar allí para la noche. Cuando ésta hubo caído, y me hallaba ya sentado junto a la hoguera, el vasto y ominoso silencio de aquel siniestro lugar de muerte me resultó espantoso. No había risas humanas, ni gritos de animales, ni siquiera el zumbido de algún insecto o el canto de un solo pájaro. No había más que tinieblas y silencio en torno mío, oprimiéndome, casi azotándome físicamente frente al resplandor de la luz que arrojaba mi pequeña fogata. Mientras me hallaba allí sentado, cavilando, me sobresaltó un leve sonido a mis espaldas. Me volví para acertar con la causa, y de nuevo me quedé paralizado. Como ya he mencionado, el espacio que rodeaba mi campamento estaba formado por un claro arenoso, allanado por los vientos. Bien, mientras contemplaba aquella vasta extensión de arena, apareció de repente en la superficie un agujero de varios centímetros de diámetro, claramente visible a la luz del fuego.
No había nada que ver, ni siquiera una sombra, y de repente se produjo aquel agujero, acompañado de un suave crujido. Mientras lo estaba mirando asombrado, el sonido se repitió y simultáneamente apareció otro agujero a cinco o seis metros más cerca de mí que el primero. Al verlo, unas heladas flechas de terror parecieron atravesar mi cuerpo y cediendo a un loco impulso, agarré un leño ardiendo de la hoguera y lo arrojé, como un cometa rojo, al sitio donde acababan de formarse los agujeros. Se produjo un rumor como de un cuerpo al escurrirse y pensé que fuese lo que fuese lo que había dejado aquellas señales acababa de retirarse, si en realidad se trataba de un ser vivo. No podía imaginarme qué podía ser, ya que no había absolutamente nada a la vista, aparte de los agujeros aparecidos como por ensalmo. Aquel misterio me soliviantó. Ni aun en el sueño pude hallar descanso, ya que extrañas pesadillas atormentaron mi cerebro, surgiendo de la ciudad muerta que me rodeaba. Todos los polvorientos pecados de pasadas y edades, de aquel remoto y olvidado lugar, parecían estar enfocados sobre mí durante el sueño. Formas extrañas se movían entre los mismos, tan irreales como los habitantes de una estrella distante, entrevistos sólo para desvanecerse intantáneamente. Poco conseguí dormir aquella noche, pero cuando por fin amaneció, el sol, con sus primeros rayos dorados, alejó de mí mis temores y opresiones con el manto de las tinieblas. ¡No es extraño que los pueblos primitivos fuesen adoradores del sol!
Cuando volví a sentirme dueño de mi mismo y de mi valor, me asaltó una nueva idea. En la inscripción citada, aquel aventurero muerto tanto tiempo ha, había mencionado el gran templo de la ciudad y la majestad de su aspecto. ¿Dónde estarían tales ruinas? Decidíi que el poco tiempo de que disponía sería mejor pasarlo investigando las ruinas del templo, que debía ser muy prominente, si el antiguo cartaginés se hallaba en lo cierto. Ascendí a un próximo altozano y escruté el lugar en todas direcciones, y aunque no pude distinguir ningún amontonamiento ruinoso que hubiese podido ser un templo, por primera vez divisé, muy lejos, dos grandes figuras de piedra que destacaban en negro contra las rojas llamaradas del sol. Fue un descubrimiento que me llenó de excitación y, después de levantar el campamento, eché a andar en aquella dirección. Se alzaban al borde del extremo más alejado de la ciudad, y no fue hasta el mediodía que llegué allí. Entonces pude percibir con toda claridad su naturaleza: dos grandes figuras sentadas, talladas en piedra negra, de unos quince metros de altura, y casi otros tantos de separación entre ambas, las dos de cara a la ciudad.. y a mí. Tenían forma humana y vestían una rara armadura escamada, pero me resulta imposible describir sus rostros, porque no eran humanos. Las facciones sí lo eran, y bien proporcionadas, pero la cara, la expresión, no sugerían ninguna de las cualidades inherentes a la Humanidad. Me pregunté sí habrían sido talladas de la misma vida. En tal caso, debió de ser un pueblo sumamente extraño el que habitó en aquella ciudad y labró ambas estatuas.
Bien, desvié mí vista y miré alrededor. A cada lado de las estatuas se veía lo que debían de ser los restos de una muralla con diversas ramificaciones, formando un enorme montón de ruinas. Pero no había muro entre las estatuas, que debían constituir evidentemente la portalada de la barrera. ¿Por qué habrían sobrevivido aquellos dos celosos guardianes, aparentemente completamente ilesos, mientras la muralla y toda la ciudad se hallaba en ruinas? Eran de diferente material, eso pude conjeturarlo fácilmente, pero ¿qué clase de material? Por primera vez, también, reparé en la larga avenida que se iniciaba, al otro lado de las estatuas y se extendía por el desierto durante más de un kilómetro. Los extremos laterales de la misma estaban constituídos por dos filas de figuras de piedra más pequeñas que corrían en líneas paralelas, alejándose de los dos colosos. Eché a andar por la avenida, pasando entre las dos estatuas que la encabezaban. Al hacerlo observé por primera vez la inscripción grabada en la parte interior de cada una. En el pedestal de las estatuas, a diez o doce centímetros del suelo, había una tablilla del mismo material, de un metro cuadrado, cubierta de extraños símbolos, sin duda los caracteres de un lenguaje ignorado, indescifrable, al menos para mí. Un símbolo, sin embargo, muy destacado, lo había visto antes. Se trataba del mismo extraño ser parecido a una araña o un pulpo, que ya he mencionado haber hallado generosamente esparcido por doquier en la ciudad. En las tablillas figuraba varias veces entre los demás símbolos que componían la ínscripción. Ambas tablillas eran idénticas y nada pude deducir de ellas. Empecé a recorrer la avenida, dándole vueltas en mi cerebro al enigma de aquel omnipresente símbolo, pero al cabo lo olvidé al ir fijándome en cuanto me rodeaba.
Aquella larga calle era como la avenida de las esfinges de Karnak, que el faraón recorría en su litera para asistir al templo. Pero las estatuas que flanqueaban la avenida no tenían la forma de esfinges. Poseían, por el contrario, formas muy raras, de animales desconocidos para nosotros, como si se tratase en realidad de animales de otros mundos. No puedo describirlos, como sería imposible describirle un dragón a un hombre que hubiera estado ciego toda su vida. Sin embargo, tenían formas de reptil, aproximadamente, y al contemplarlas su vista me destrozaba los nervios. Continué avanzando entre las dos filas de estatuas, hasta llegar al final de la avenida. De pie entre las dos últimas figuras, no divisé ante mí más que la amarillenta arena del desierto, hasta el horizonte. Me sentí intrigado. ¿Cuál fuera el objeto de tantos trabajos, la muralla, las dos enormes estatuas, y la larga avenida, para acabar desembocando en pleno desierto? Gradualmente, comencé a ver que había algo muy especial en aquella parte de desierto que se extendía ante mí. Era completamente llano, ya que una área, al parecer de forma redondeada, que debía abarcar varios acres, parecía absolutamente llana. Era como si la arena dentro de aquel gran círculo hubiese sido aplanada con tremenda fuerza, sin dejar ni la menor ondulación, ni siquiera la apariencia de una duna. Más allá de aquella zona, y a su alrededor, el desierto estaba erizado de lomas y valles, y atravesado por nubes de arena que se arremolinaban constantemente, pero sobre la lisa superficie de la zona circular nada se movía, nada se agitaba. Sintiéndome interesado al instante, avancé hasta el borde del círculo, a sólo unos metros de distancia. Acababa de llegar allí cuando una mano invisible pareció abofetearme con singular brío en la cara y el pecho, obligándome a retroceder.
Transcurrieron unos minutos antes de que volviera a avanzar, ya que mi curiosidad se hallaba completamente excitada. Me acerqué de nuevo, pues, a los límites del circulo, empuñando mi revólver, pero esta vez arrastrándome sobre el suelo. Cuando la automática que tenía en mi extendida mano llegó a la línea del círculo, chocó contra algo duro, y no pude hacerla avanzar. Era exactamente como si hubiese tropezado contra un muro, aunque no había a la vista cosa semejante. Extendiendo más el brazo, toqué la misma dura barrera y en el instante siguiente me puse de pie. Ahora sabía que se trataba de algo duro y no una fuerza lo que me impedía el paso. Cuando extendía las manos, el borde del círculo se hallaba en el límite de la longitud de mis brazos, como una pared lisa, totalmente invisible, pero al mismo tiempo sumamente material. Pude comprender en parte aquel fenómeno. En el pasado, los científicos de la ciudad que se hallaba en ruinas a mi espalda, los sabios mencionados en la ínscripción, habían descubierto una materia sólida pero transparente, aplicándola a la obra que ahora eataba yo examinando. Tal cosa está muy lejos de ser imposible. Incluso nuestros científicos pueden formar una materia en parte invisible, con los rayos X. Evidentemente, aquellos sabios conocían todo el proceso, un secreto que se había perdido en la oscuridad de los tiempos, como el secreto del oro duro, el cristal maleable, y otros mencionados en escrituras antiguas. Sin embargo, me pregunté, intrigado, de qué manera podían haberlo conseguido, puesto que muchos siglos después de haber desaparecido sus inventores, la materia continuaba completamente invisible.
Retrocedí y arrojé guijarros hacia el círculo. Por muy altos que los tirase, al llegar al borde rebotaban con un sonido retumbante, por lo que deduje que el muro debía tener una gran altura. Ardía en deseos de trasponer el muro y examinar el interior del círculo, pero ¿cómo conseguirlo? De repente, recordé las dos colosales estatuas a la entrada de la gran avenida, con sus tablillas grabadas y me pregunté qué relación debían tener con el circulo. De pronto, la singularidad de todo aquello me asaltó como una fiera al acecho. La muralla que se alzaba ante mí, el círculo de arena, llano e inmutable, y yo mismo, de pie en medio del desierto... todo resultaba muy extraño. En mi corazón parecía retumbar una voz procedente de la ciudad muerta, aconsejándome huir de allí para siempre. Recordé la advertencia contenida en la inscripción: «No vayáis a Mamurth». Y al recordarla, no dudé de que aquel círculo era el gran templo descrito por San-Drabat. Seguramente estuvo en lo cierto: era diferente a todos los demás de la Tierra. Pero no debía irme, no podía irme hasta que hubiese examinado el muro por el interior. Medité tranquilamente el asunto, y decidí que el lugar más lógico para hallar la entrada a través de la muralla sería el extremo de la avenlda, puesto que era dable suponer que aquellos que descendieron por la misma en tiempos remotos debieron poder franquear por tal lugar las puertas del templo. Mi razonamiento fue acertado, puesto que en aquel preciso punto hallé la entrada: una abertura en la muralla, de varios metros de anchura y mucho más alta de lo que cabía esperar; en realidad, no tengo idea de su altura.
Crucé la abertura y me hallé sobre un suelo de material duro, no tan suave como la superficie del muro, pero igualmente invisible. Al frente se extendía un corredor de la misma amplitud, que conducía al centro del círculo y por el que fui avanzando. Debí resultar un tipo estrafalario, avanzando por un lugar donde no había nada que observar. Ya que aunque sabía perfectamente bien que me hallaba rodeado por una pared invisible, yo no podía ver nada más que el gran círculo de lisa arena bajo mis pies, dorado por el sol de la tarde. Sin embargo, me pareció que estaba andando a treinta centímetros por encima del terreno, en el aire. Era éste el grosor del suelo, y precisamente era el peso de este suelo el que mantenía tan plano al terreno dentro del círculo. Anduve lentamente por el corredor, con las manos extendidas al frente, y apenas había recorrido una corta distancia cuando tropecé con otra pared que parecía cerrar el corredor, como un callejón sin salida. Pero no me sentí descorazonado, ya que intuí que habría otra puerta no muy lejos, puerta que empecé a buscar. La encontré. Tanteando con mis manos el invisible muro del corredor, a ambos lados, tropecé con una especie de picaporte redondo y cuando puse mi mano en él, la puerta se abrió. Se oyó como un chirrido, como una leve blisa, y cuando volví a avanzar, el muro que me cerraba el paso habla desaparecido, y fui libre de ir adelante. Pero no me atreví a traspasar aquel nuevo umbral, por lo que regresé al picaporte, descubriendo que ninguna fuerza ni presión podia cerrar la puerta abierta. Seguramente, se trataba de un sutil mecanismo dentro del picaporte, que sólo necesitaba una presión de la mano para abrirse, apártándose todo el final del corredor, quizá deslizándose hacia arriba, como un rastrillo, aunque de esto no estoy muy seguro.
Pero la puerta estaba abierta y entonces pasé. Moviéndome como un ciego en un sitio desconocido, comprendí que me encontraba en un vasto patio interior, cuyas paredes describían una gran curva. Cuando lo descubrí, volví al lugar donde el corredor se abría al patio y comencé a caminar en línea recta por el mismo. Encontré unos peldaños; el primero de los cuales pertenecía indudablemente a una escalinata de inmensas proporciones. Ascendí lenta, trabajosamente, tanteando ante mí con el pie a cada paso. Era la sensación de sentir los peldaños bajo mis pies lo que prestaba realidad al asunto, ya que a simple vista, yo estaba subiendo por el espacio. Sé que ha de resultar más fantástico visto que contado. Seguí ascendiendo hasta llegar a unos treinta metros de altura, donde la escalinata empezó a estrecharse, juntándose los costados. Unos cuantos peldaños más, y volví a hallarme en terreno llano que, después de algunos tanteos, descubrí era un ancho descansillo con barandillas bastante altas. Me arrastré a gatas por aquella altura hasta que tropecé con otra pared, donde había una puerta. la atravesé, siempre arrastrándome, y aunque cuanto me rodeaba era invisible, intuí que ya no me hallaba al aire libre, sino en una estancia cerrada. Me detuve de pronto y entonces, mientras aún me hallaba agazapado en el suelo, percibí súbitamente la presencia del mal, de una maligna y amenazadora entidad, nativa de allí. No podía divisar nada, ni oír nada, pero en mi cerebro se abrió paso la idea de que algo infinitamente malvado e infinitamente antiguo formaba parte de aquel lugar. ¿Era la conciencia del horror que había llenado aquel lugar en una edad ya remota y fenecida? Fuese cual fuese la causa, no podía seguir avanzando con aquel extraño terror que me poseía; por tanto, retrocedí y volví al descansillo, donde me incliné sobre la invisible barandilla para examinar el paisaje de abajo.
El sol poniente colgaba como una enorme bola de hierro al rojo vivo a Occidente, y a sus rayos, las dos colosales estatuas arrojaban largas sombras sobre la amarilla arena. No muy lejos, mis dos camellos pateaban moviéndose inquietos. Según todas las apariencias yo me mantenía en el vacío, a más de treinta metros del suelo, pero con mi mente podía imaginar los amplios patios y corredores de abajo, por los que había pasado poco antes. Mientras reflexionaba a la rojiza luz del moribundo sol, vi claramente que me hallaba en el templo de la antigua ciudad. ¡Qué magnifica visión debió de ser cuando la ciudad estaba llena de vida y agitación! Pudé imaginarme la larga procesión de sacerdotes y gente del pueblo, ataviados con ropajes sombríos y lujosos, saliendo de la ciudad, por entre las dos estatuas y descendiendo por la amplia avenida, arrastrando tal vez en pos un desdichado prisionero condenado a ser sacrificado a sus dioses en aquel templo. El sol descendía ya sobre el horizonte, y me dispuse a salir de allí, pero cuando quise moverme sentí una gran rigidez en todo mi cuerpo y mi corazón pareció suspender sus latidos. Y en el limite del claro de arena que había debajo del invisible templo, acababa de aparecer un agujero en la arena, exactamente de la misma misteriosa forma que los que había contemplado la noche anterior en mi campamento. Seguí mirando tan fascinado como si una serpiente me estuviese mirando. Y ante mis ojos fueron apareciendo otros agujeros, no en línea recta, sino quebrada. De pronto se formaban dos agujeros a un lado, y luego dos más al otro, después uno en medio, formando una especie de rastro, de unos dos metros de anchura de lado a lado, avanzando directamente hacia el templo y, por tanto, hacia mí. ¡Y yo no podía ver nada!
Era como -súbitamente hallé la comparación-, como el rastro dejado por un insecto provisto de innumerables patas, sólo que de unas descomunales proporciones. Y al asaltarme esta idea, la verdad se abrió paso en mi cerebro, ya que recordé la araña grabada en las ruinas y las estatuas, y comprendí lo que aquello había significado para los moradores de la ciudad. ¿Qué decía la inscripcíón? «El malvado dios de la ciudad, que vivía allí desde el principio del tiempo.» Y al divisar aquel rastro avanzando hacia mí, comprendí que aquel perverso dios seguía morando en aquel lugar y que yo me hallaba en su templo solo y desarmado. ¿Qué extraños seres habían poblado la Tierra en el alborear de los tiempos? ¿Y aquellos que edificaron la ciudad y descubrieron a la monstruosa araña, no le habrían erigido el templo, en su pavor, aceptándolo como el dios de la ciudad? ¿Y ellos, que poseían la magia secreta y el poder de construir muros invisibles a los ojos humanos, no habrían hecho lo mismo con su dios, convírtiéndole en una verdadera deidad, invisible, poderosa, imperecedera? ¡Imperecedera! Así tenía que ser para haber podido sobrevivir a tantos milenios. Sin embargo, yo sé que algunas especies de loros viven varios siglos, pero ¿qué podía yo saber de esta monstruosa reliquia de una edad pretérita? Y cuando la ciudad fue arrasada y desapareció y ya no fne posible llevar víctimas humanas al templo para saciar el feroz apetito del monstruo, éste habría vagado por el desierto en busca de alimentos. No era extraño que los árabes no quisieran aventurarse por la región en aquella dirección. Significaba la muerte para cualquiera que llegase al alcance de tal ser, el cual podia impunemente acechar y capturar, permaneciendo completamente invisible. ¿Era la muerte para mí?
Tales fueron los pensamientos que como el rayo cruzaron por mi cerebro mientras veía acercárseme la muerte con aquellos seguros pasos sobre la arena. De pronto sentí que me abandonaba la parálisis de terror que me había inmovilizado, y descendí apresuradamente la escalinata, hacia el patio. Ignoraba dónde podía ocultarme en aquel inmenso templo. ¡Ocultarme en un lugar invisible! Pero tenía que dirigirme a algún sitio, y finalmente me aventuré a abandonar la escalera y avancé hasta tropezar con un muro situado directamente debajo del descansillo superior, y me agazapé contra el mismo, implórando que las sombras del crepúsculo pudieran esconderme a las ansiosas miradas de la monstruosa criatura cuyo cubil era el templo. Supe instantáneamente cuándo el monstruo atravesó la puerta por la que yo había también penetrado en el templo. Pad, pad..., era éste el rumor amortiguado que resonaba en el corredor. Tal vez la puerta se había abierto ante él de manera sorprendente puesto que yo no podía calibrar la poca o mucha inteligencia del cerebro de aquel dios. Pad, pad..., el rumor fue cruzando el patio y al final oí los pasos subiendo la escalinata. De no haber temido respirar habría exhalado un profundo suspiro de alivio.
No obstante, el temor todavía hacía presa en mí, por lo que continué agazapado contra el muro mientras el monstruoso dios seguía subiendo. ¡Figúrense la escena! A mi alrededor no había nada visible, nada más que el gran círculo de arena que se hallaba a treinta centímetros por debajo de mí; sin embargo, yo veía el templo con los ojos de mi mente, y estaba enterado de los muros y el patio, y de la bestia que ahora se hallaba arriba, por temor a la cual me hallaba yo acurrucado en la oscuridad. El sonido de las patas cesó arriba, por lo que juzgué que el monstruo acababa de penetrar en el gran salón, donde yo no me atreví a entrar. Ahora era el momento de escapar en la oscuridad. Me levanté con infinito cuidado y suavemente me deicé por el patio hacia la puerta que conducía al corredor. Pero cuando hube recorrido la mitad de la distancia, según calculé, choqué contra otra pared invisible y caí de espaldas, con lo cual el mango metálico de mi cuchillo de montaña golpeó con la hebilla de mi cinturón de manera estridente. ¡Pobre de mí! Había calculado equivocadamente la situación de la puerta, yendo directamente a chocar contra el muro. Y me quedé tendido, inmóvil, mientras un temor helado me sobrecogía de improviso. Entonces, pad, pad..., las amortiguadas pisadas del monstruo én el descansillo, y luego un momento de silencio. ¿Podría verme desde arriba? ¿Podría? Por un instante, alenté cierta esperanza, al no escuchar ningún rumor, pero no tardé en saber que la muerte me tenía asida por la garganta ya que, pad, pad..., el monstruo empezó a descender al patio.
Al oír aquellas pisadas perdí el último vestigio de control y poniéndome apresuradamente de pie volé de nuevo hacia la puerta. ¡Plaf! Otra pared... Me eché a temblar. Ahora no oía ninguna pisada y con la máxima quietud de que fui capaz volví a cruzar el patio en otra dirección, sin saber si sería la acertada, ya que todas mis ideas estaban confundidas, lo mismo que mi sentido de la orientación. ¡Dios mío, qué juego más inverosímil el que tuvo lugar en aquel condenado círculo de arena! Pero ningún sonido procedía ya del misterioso monstruo y la esperanza volvió a anidar en mi corazón. Y con espantosa ironía, fue en aquel preciso momento cuando ful a parar de bruces contra el monstruoso ser. Mis extendidas manos tocaron y asieron lo que debía ser uno de sus miembros, grueso, helado y peludo, que instantáneamente se zafó de mis manos, asiéndome a su vez, mientras otro miembro y otro y otro hacían presa en mí. El monstruo había permanecido inmóvil, esperando que fuese ya a su encuentro: ¡el drama de la araña y la mosca!
El invisible ser sólo pudo sujetarme un momento, ya que me sentí tan lleno de horror que logré libertarme y huí enloquecido por el patio, tropezando con el primer peldaño de la escalinata. Subí y mientras corría oí la persecución de la bestia. Continué subiendo y ya en el rellano me cogí a la barandilla, ya que si caía desde arriba ello hubiera significado la muerte. Pero bajo mis manos, el pasamanos se movía, por lo que intuí que uno de los grandes bloques que evidentemente lo formaban se había aflojado y podía soltarse. Lo apresé con todas mis fuerzas y fui trastabillando por el descansillo con el bloque entre mis brazos, hacia el comienzo de la escalera. Creo que dos hombres apenas habrían podido levantarlo, pero yo hice más en aquel súbito acceso de loco frenesí, ya que cuando oí los pasos del monstruo en la escalinata, levanté el bloque, invisible como es natural, por encima de mi cabeza, y lo envié rodando por los peldaños hacia el lugar donde calculé que se hallaba el dios en aquel momento.
Por un instante después del lanzamiento reinó el silencio, pero después empezó a sonar como un bajo canturreo, que acabó por convertirse en un clamoroso zumbido. Y al mismo tiempo, en un lugar situado aproximadamente a mitad de la escalinata, donde había ido a parar el bloque de piedra, un líquido purpúreo pareció manar del aire, dando forma a unos cuantos de los invisibles peldaños a medida que los inundaba, y delineando asimismo el bloque arrojado por mí, así como un enorme miembro peludo que se hallaba aplastado debajo, del cual manaba el líquido que no era otra cosa que la sangre del monstruo. No lo había matado, pero el bloque lo mantenía prisionero. Hubo como una agitación en la escalinata y el arroyuelo purpúreo corrió con más fluidez, y gracias a la silueta de sus charcos divisé, borrosamente, el monstruoso dios que Mamurth conoció en épocas pasadas. Era como una araña gigante, con unas patas angulosas de varios metros de longitud, y un cuerpo sumamente velludo y repelente. Me pregunté si el monstruo era visible por la sangre que le daba vida, precisamente cuando ésta era derramada. Si así era no supe comprender el motivo de tal anomalía. Tan pronto como vislumbré aquella estremecedora visión, me apresuré a descender. Cuando pasé junto a la araña, el intolerable olor de un insecto aplastado casi me mareó, y al verme, el animal realizó frenéticos esfuerzos para libertarse. Pero no pudo, por lo que llegué sano y salvo abajo, temblando y sin poder apenas andar.
Atravesé el patio en línea recta y corrí apresuradamente por el corredor y después por la amplia avenida, hasta pasar por entre las dos colosales estatuas. La luz de la Luna incidía en ellas, y las tablillas de las inscripciones resplandecían en los zócalos, con sus extraños símbolos y sus arañas. ¡Pero ahora ya comprendía el mensaje! Afortunadamente, los camellos estaban vagando entre las ruinas, ya que de haberse hallado en las proximidades del templo no habría tenido valor para ir en su busca. Toda la noche cabalgué hacia el Norte y cuando amaneció no me detuve, sino que continué la marcha en la misma dirección. Al llegar al paso de la montaña, un camello tropezó y cayó, con lo cual se derramó toda mi provisión de agua. No quedó ni una sola gota, pero seguí yendo hacia el Norte, sacrificando al otro camello con mi velocidad, por lo que tuve que proseguir a pie, tambaleándome. Me arrastré a gatas cuando mis piernas se negaron a sostenerme, siempre hacia el Norte, alejándose de aquel templo del mal y de su perverso dios. Y esta noche no sé cuántos kilómetros he andado arrastrándome hasta que divisé su fogata. Y esto es todo.
Estaba tendido de espaldas, agotado, y Mitchel y yo nos contemplamos mutuamente a la luz de la fogata. Después, incorporándose, Mitchel fue hasta el límite de nuestro campamento y estuvo mirando largo tiempo el camino hacia el sur. Ignoro cuáles eran sus pensamientos. Yo meditaba por mi parte mientras contemplaba al hombre que yacía junto a la fogata. Falleció a la mañana siguiente, murmurando incoherencias referentes a los muros que le rodeaban. Envolvimos su cuerpo cuidadosamente y llevándolo con nosotros nos abrimos paso por el desierto. En Argel cablegrafiamos a los amigos cuya dirección habíamos encontrado en en cinturón donde guardaba el dinero, y les enviamos el cadáver, ya que tal fue su última petición. Más adelante, nos escribieron, contándonos que lo habían enterrado en el pequeño cementerio del pueblo de Nueva Inglaterra de donde era natural. No sé si su eterno descanso se verá perturbado por los sueños del templo del mal del que huyó. Ruego para que así no sea. Muy a menudo, Mitchel y yo hemos discutido este tema, en nuestros campamentos solitarios y en las posadas de las ciudades costeras. ¿Mató el arqueólogo al invisible monstruo, y éste yace ahora, como un desdichado resto, bajo el bloque de piedra de la escalinata? ¿O consiguió liberarse y sigue vagando por el desierto, morando de noche en el amplio templo, tan invisible como él?
¿O verosímilmente, estaba aquel pobre hombre completamente loco por el calor y la sed del desierto, y su relato no fue más que el producto de su exaltada fantasía? En realidad, no sé qué pensar. Creo que nos contó la verdad, pero no puedo saberlo. Ni lo sabré jamás, ya que Mitchel y yo hemos decidido no aventurarnos nunca en el lugar del desierto donde el antiguo dios puede todavía estar viviendo, en medio de los patios y torreones invisibles, al otro lado de la invisible muralla".
Edmond Hamilton
miércoles, 1 de julio de 2015
"Kerfol"
"―Deberías comprarla ―dijo mi anfitrión―; es precisamente el lugar ideal para un solitario impenitente como tú. Vale la pena poseer la casa más romántica de Bretaña. Sus dueños actuales están sin un céntimo y la dan por una ridiculez... Deberías comprarla.
No fue ni mucho menos con idea de vivir conforme al carácter que mi amigo Lanrivain me atribuía (de hecho, bajo mi apariencia insociable, siempre he tenido secretos anhelos de vida doméstica), por lo que hice caso de su sugerencia una tarde de otoño, y fui a Kerfol. Mi amigo iba en automóvil a Quimper por cuestiones de negocios: me dejó, de camino, en un cruce que había en un páramo; y me dijo:
―Tuerce primero a la derecha y luego a la izquierda. Después, sigue recto hasta que veas una avenida de árboles. Si te encuentras con algún campesino, no le preguntes. No entienden el francés, pero fingirán que sí y te confundirán. Pasaré por aquí a recogerte a la caída de la tarde... No te olvides de echar una ojeada a las tumbas de la capilla.
Seguí las indicaciones de Lanrivain con la incertidumbre que produce no recordar si te han dicho primeo a la derecha y luego a la izquierda, o al revés. De haberme cruzado con un campesino, desde luego que habría preguntado; y probablemente me habría extraviado; pero tenía el desierto paisaje para mí solo, así que seguí, indeciso, por el camino de la derecha, y me adentré en el páramo hasta que llegue a una doble fola de árboles. Se parecía tan poco a las avenidas que había visto, que instantáneamente comprendí que debía de ser la avenida. Los troncos grises se elevaban a gran altura para luego entrelazar sus ramas pálidas en un largo túnel a través del cual se filtraba débilmente la luz del otoño. Sé el nombre de la mayoría de los árboles, pero hasta hoy no he podido determinar qué clase de árboles eran. Tenían la alta curva de los olmos, la delgadez de los álamos, el color ceniciento de los olivos bajo un cielo lluvioso, y se extendían ante mí una media milla o más, sin una sola interrupción en el túnel que formaban. Si he visto alguna vez una avenida que inequívocamente llevaba a algún lugar, esa era la de Kerfol. El corazón me palpitó un poco cuando me adentré por ella.
Poco después terminaron los árboles y llegué a una puerta fortificada abierta en un muro. Entre el muro y yo había un espacio abierto, cubierto de hierba, con otros paseos grises que arrancaban de allí. Detrás del muro se veían altos tejados de pizarra musogsa, la espadaña de una capilla, el remate de una torre. Un foso invadido de matorrales y espinos rodeaba la plaza; el puente levadizo había sido reemplazado por un arco de piedra, y el rastrillo por una verja de hierro. Estuve largo rato en el lado exterior del foso, mirando a mi alrededor y dejando que me invadiese el influjo del lugar. Me dije a mí mismo: «Si espero aquí suficiente rato saldrá el guarda y me enseñará las tumbas...»; y deseé que no apareciera demasiado pronto.
Me senté en una piedra y encendí un cigarrillo. En cuanto lo hice, me pareció un gesto pueril y monstruoso, con aquella enorme casa ciega mirándome, y todas las avenidas desiertas convergiendo hacia mí. Puede que fuera la profundidad del silencio lo que me hizo sentirme tan consciente de mi gesto. El rascado de la cerilla sonó tan fuerte como el chirrido de un freno, y casi me pareció oírla caer cuando la arrojé a la hierba. Pero no fue más que eso: una sensación de inoportunidad, de pequeñez, de desafío inútil, lo de sentarme allí a echar bocanadas de humo a la cara del pasado. No sabía nada de la historia de Kerfol ―acababa de llegar a Bretaña, y Lanrivain no me había mencionado nunca este nombre hasta la víspera―; pero uno no podía contemplar aquella mole sin sentir en ella una larga acumulación de historia. Qué clase de historia, es algo que yo no estaba preparado para adivinar; quizá era sólo el peso de muchas vidas y muertes asociadas, que confiere solemnidad a las casas antiguas. Pero el aspecto de Kerfol sugería algo más: una perspectiva de recuerdos severos y crueles que se prolongan como sus propias avenidas grises hacia una oscuridad borrosa.
Desde luego, ninguna casa señalaba una ruptura más completa y definitiva con el presente. Tal como alzaba el cielo sus tejados y sus hastiales orgullosos, habría podido ser su propio monumento funerario. «¿Las tumbas de la capilla? ¡El lugar entero es una tumba!», pensé. Cada vez deseaba más que no saliese el guarda. Los detalles del entorno, aunque sorprendentes, parecían triviales comparados con el impresionante conjunto; y lo único que quería era seguir sentado allí y dejar que me penetrase el peso de su silencio.
«¡Es el lugar ideal para ti!», había dicho Lanrivain; y me sentí abrumado ante la casi blasfema frivolidad de que ningún ser viviente sugiriese que Kerfol fuera el lugar para él. «¿Es posible que alguién pueda no ver...?», me iba a preguntar. No acabé el pensamiento: lo que yo quería decir era inefable. Me levanté y me acerqué a la entrada. Empezaba a desear saber más; no ver m{s ―ahora estaba seguro de que no era cuestión de ver―, sino de sentir más: sentir todo lo que el lugar tenía que comunicar. «Pero para entrar habrá que llamar al guarda», pensé con renuencia, y vacilé. Finalmente, crucé el puente y probé a abrir la verja. Cedió, y me adentré en el túnel que formaba el espesor del chemin de ronde. En el otro extremo habían puesto una barrera de madera que cruzaba el acceso y más allá se veía el patio cerrado por la noble arquitectura. El edificio principal estaba de cara a mí, y ahora veía que la mitad era una mera fachada en ruinas, con las ventanas abiertas, a través de las cuales se veía la maleza invasora del foso y los árboles del parque. El resto de la construcción poseía aún su robusta belleza. Un extremo terminaba en la torre redonda y el otro en una pequeña capilla gótica; y en un ángulo había un gracioso brocal coronado de ánforas musgosas. Sobre las paredes crecían unos cuantos rosales, y en un alféizar recuerdo que vi un tiesto de fucsias.
Mi sensación de una presión de lo invisible empezó a ceder ante mi interés arquitectónico. El edificio era tan hermoso que me dieron ganas de explorarlo por simple placer. Inspeccioné el patio, preguntándome en qué rincón se alojaría el guarda. Luego empujé la barrera y entré. Y nada más entrar, un perro me cortó el paso. Era un perrito tan precioso que por un instante me hizo olvidar el espléndido lugar que defendía. No estaba seguro de su raza en aquel momento, pero después me he enterado de que era un pequinés, de una rara variedad llamada sleeve-dog. Era muy pequeño y de color marrón dorado, con grandes ojos castaños y cuello rizado: parecía un gran crisantemo leonado. Me dije: «Estos animalitos no paran de brincar y de ladrar, así que no tardará ni un minuto en salir alguien».
El animal se plantó delante de mí, deteniéndome, casi amenazándome. Había enojo en sus ojos castaños, pero no dio un solo ladrido, ni se me acercó más. Al contrario: al avanzar yo, fue retrocediendo de a poco; y observé que otro perro, de raza indeterminada, peludo, de varios colores, había salido cojeando de una pata. «Ahora se va a armar una buena», pensé. En ese mismo instánte, un tercer perro cruzado de blanco, y de pelaje largo, salió sigilosamente de una entrada y se unió a los otros. Los tres se quedaron mirándome con ojos graves; pero no profirieron un solo ladrido. Al avanzar yo, retrocedieron, con sus pezuñas afelpadas, sin dejar de vigilarme. «De un momento a otro cargarán contra mis tobillos», pensé. No estaba alarmado, ya que no eran grandes ni temibles. Pero me dejaron deambular a mi gusto por el patio, siguiéndome a poca distancia ―siempre la misma―, y siempre con los ojos fijos en mí. Después me asomé a la fachada en ruinas y vi en una de sus ventanas sin marco había otro perro: un pointer blanco con una oreja marrón. Era un perro viejo y serio, con mucha más experiencia que los otros; y parecía observarme con profunda atención.
«A éste sí que lo voy a oír», me dije a mí mismo. Pero siguió en el vano de la ventana, frente a los árboles del parque, vigilándome sin moverse. Yo lo miré un instante para ver si se excitaba al sentirse observado: entre nosotros se interponía la mitad de la anchura del patio; y nos miramos mutuamente en silencio desde esa distancia. Pero no se movió; así que finalmente di media vuelta. Detrás de mí descubrí al resto del grupo, con un recién llegado que se les había unido: un pequeño lebrel negro, con ojos de color ágata pálido. Tiritaba un poco, y su expresión era más medrosa que la de los otros. Observé que se mantenía un poco más atrás que el resto. Y seguían sin emitir un solo ladrido.
Estuve lo menos cinco minutos, con el círculo a mi alrededor... esperando; porque parecían estar esperando. Por último, me acerqué al perrito castaño dorado y me incliné para acariciarlo. Al hacerlo me oí a mí mismo soltar una risita nerviosa. El perrito no se sobresaltó, ni grunó, ni apartó los ojos de mí... Simplemente retrocedió como una yarda; luego se detuvo y siguió mirándome.
«¡Bueno, vete al diablo!» ―exclamé, y crucé el patio en dirección al pozo.
Al echar a andar, los perros se dispersaron y se refugiaron en distintos rincones del patio. Examiné las urnas que adornaban el pozo, traté de abrir una o dos puertas cerradas, y miré de arriba abajo la muda fachada, luego me dirigí a la capilla. Al darme la vuelta, vi que los perros habían desaparecido; todos salvo el viejo pointier, que aún me obsevaba desde la ventana. Fue un alivio sentirme libre de aquella hueste de mirones; y procedí a inspeccionar a mi alrededor, en busca de un acceso a la parte de atrás del dificio. «Quizá haya alguien en el jardín», pensé. Encontré un sendero que cruzaba el foso, trepé a un muro asfixiado por las zarzas y entré en el jardín. Unas cuantas hortensias y geranios languidecían en los cuadros, y la antigua casa los miraba con indiferencia. La fachada que daba al jardín era más simple y severa que la otra: el largo muro de granito, con sus escasas ventanas y su tejado picudo, parecía una prisión fortificada. Di la vuelta al ala más alejada, subí unos cuantos peldaños desencajados y entré en el profundo crepúsculo de un camino estrecho flanqueado de viejísimo boj. Tenía este camino la anchura suficiente para permitir el paso de una persona, y las ramas se juntaban por arriba. Era como el fantasma de un paseo de boj, con su verde reluciente vuelto hacia la oscura grisalla de las avenidas. Seguí andando; las ramas me daban en la cara y recobraban su posición con un ruido seco; finalmente salí a la parte de arriba del chemin de ronde. Continué por él hasta la torre de la entrada, que asomaba al patio que tenía justo debajo de mí. No se veía a nadie; y tampoco estaban los perros. Descubrí un tramo de escalera en el espesor del muro y bajé por él; y al salir otra vez al patio, topé nuevamente con el círculo de perros: el marrón dorado un poco más adelantado que el resto, y el negro lebrel tiritando detrás.
―¡Venga, fuera... latosos; marchaos! ―exclamé, y mi voz me sobresaltó con un eco repentino. Los perros siguieron inmóviles, vigilándome. Yo sabía ya que no tratarían de evitar que me acercase a la casa, y este conocimiento me dio libertad para estudiarlos. Tenía la sensación de que debían de estar terriblemente acobardados para ser tan silenciosos y pasivos. Pero no tenían aspecto de hambrientos ni de recibir mal trato. Tenían el pelaje suave y no se les veía flacos, aparte del lebrel tembloroso. Era más como si hubiesen vivido mucho tiempo con gente que no les hablaba ni los miraba: como si el silencio del lugar hubiese ido entorpeciendo gradualmente sus naturalezas bulliciosas e inquisitivas. Y esta extraña pasividad, este cansancio casi humano, me parecía más triste que la miseria de los animales famélicos y apaleados. Me habría gustado haberlos cogido un minuto, haberlos divertido con algún juego o alguna carrera; pero cuanto más miraba a sus ojos fijos y cansados, más absurda me parecía la idea. Con las ventanas de la casa asomadas hacia nosotros, ¿cómo podía yo pensar en algo así? Los perros lo sabían mejor: ellos sabían lo que la casa consentiría y lo que no. Incluso imaginé que sabían lo que me pasaba por la cabeza, y me compadecían por mi frivolidad. Pero incluso ese sentimiento les llegaba probablemente a través de una espesa niebla de indiferencia. Me daba la sensación de que su distancia respecto a mí no era nada comparada con lo lejos que me sentía yo de ellos. La impresión que producían era la de que no tenían en común una memoria tan honda y oscura que nada de cuanto sucedía merecía un gruñido o un movimiento de cola.
―¡Eh! ―exclamé de repente, dirigiéndome al silencioso grupo―. ¿Sabéis qué parecéis, todo vosotros? Parecéis estar viendo un fantasma... ¡Eso parecéis! Me pregunto si no habrá alguno por aquí, que no ve nadie más que vosotros.
Los perros siguieron mirándome sin moverse... Había oscurecido ya cuando vi los faros de Lanrivain en el cruce. No fue precisamente malhumor lo que me produjo verlos. Tenía la sensación de haber escapado del lugar más solitario del mundo, y de que no me gustaba tanto la soledad como había imaginado; al menos hasta ese extremo. Mi amigo traía de Quimper a su procurador; y sentado junto a un grueso y afable desconocido, no me sentí con ánimo para hablar de Kerfol... Pero esa noche, cuando Lanrivain y el procurador se encerraron en el despacho, Madame de Lanrivain empezó a preguntarme en el salón:
―Bueno... ¿Va a comprar Kerfol? ―dijo, alzando su alegre barbilla de la labor.
―Aúno no lo he decidido. El caso es que no he podido entrar en la casa ―dije, como si hubiese aplazado simplemente mi decisión, y me propusiera volver para echar otra mirada.
―¿No ha podido entrar? Vaya, ¿qué ha ocurrido? La familia se muere con ganas de vender ese sitio, y el viejo guarda tiene orden...
―Es muy probable. Pero el viejo guarda no estaba allí.
―¡Qué l{stima! Estaría en el mercado. Pero ¿y su hija...?
―No había nadie. Al menos, yo no he visto a nadie.
―¡Qué extraño! ¿Absolutamente a nadie?
―A nadie; a parte de un montón de perros, toda una banda, que parecían tener la casa para ellos solos.
Madame de Lanrivain dejó caer el bordado sobre sus rodillas y entrelazó las manos encima. Durante un minuto me miró pensativa.
―¿Un grupo de perros... dice que ha visto?
―¿Que si los he visto? ¡No he visto otra cosa!
―¿Cuántos? ―su voz desfalleció un poco―. Siempre me he preguntado...
La miré con sorpresa: había supuesto que el lugar le era familiar.
―¿No ha estado nunca en Kerfol? ―pregunté.
―¡Sí, claro! Muchas veces. Pero nunca en este día.
―¿Qué día?
―Lo había olvidado por completo... y Hervé también, estoy segura. De haberlo recordado no le habríamos enviado hoy... Pero además, uno no cree ni la mitad de esa clase de cosas, ¿verdad?
―¿Qué clase de cosas? ―pregunté, bajando la voz involuntariamente al nivel de la suya. Pensé para mis adentros: «Ya sabía yo que había algo...».
Madame de Lanrivain se aclaró la garganta y esbozó una sonrisa tranquilizadora.
―¿No le ha contado Hervé la historia de Kerfol? Un antepasado suyo estuvo implicado en ella. Como sabe, cada bretona tiene su historia de fantasmas; algunas bastantes desagradables.
―Sí, pero... ¿esos perros?
―Bueno; esos perros son los fantasmas de Kerfol. Al menos, los campesonos dicen que hay un día al año en que aparece un montón de perros por allí, y que ese día el guarda y su hija se marchan a Morlaix a emborracharse. Las mujeres de Bretaña beben espantosamente ―se inclinó para igualar una hebra de seda; a continuación alzó su bello rostro parisino―. ¿De veras ha visto un grupo de perros? No hay ninguno en Kerfol ―dijo.
II.
Lanrivain, al dóa siguiente, buscó un gastado volumen en piel del último estante de su biblioteca.
―Sí... aquí está. ¿Cómo se titula? Historia de los Juicios del Ducado de Bretaña. Quimper, 1702. El libro fue escrito unos cien años después del caso de Kerfol; pero creo que el informe está tomado literalmente de los archivos judiciales. De todas maneras, es un relato extraño. Y hubo un Hervé de Lanrivain implicado en esto... No precisamente de mi tipo, ya lo verás. Se trata sólo de un colateral. Bueno, toma el libro y llévatelo a la cama. Yo no recuerdo exactamente los detellas; ¡pero cuando lo hayas leído, te apuesto lo que quieras a que tendrás la luz encendida toda la noche!
Tuve la luz encendida toda la noche, como él había pronosticado. Pero fue porque el alba me sorprendió absorto aún en la lectura. El relato del juicio de Anne de Cornault, esposa del señor de Kerfol, era largo y tenía la letra apretada. Como mi amigo había dicho, era probablemente una trancripción casi literal de lo ocurrido en el estrado, y el juicio duró casi un mes. Además, el tipo de letra era muy malo. Al principio pensé traducir el viejo documento. Pero está lleno de tediosas repeticiones y las líneas generales de la historia se desvían constantemente hacie cuestiones secundarias. De modo que he intentado aligerarla y presentarla aquí de forma más simple. A veces, sin embargo, he recurrido al texto porque no he encontrado palabras que plasmasen más exactamente la sensación de lo que yo había notado en Kerfol; y en ningún momento he añadido nada de mi propia cosecha.
III.
En el año 16... Yves de Cornault, señor de las tierraas de Kerfol, fue al pardon2 de Locronan a cumplir sus deberes religiosos. Era un noble rico y poderoso que contaba entonces sesenta y dos años, aunque sano y robusto, buen jinete y cazador, y hombre piadoso. Así lo atestiguan todos sus vecinos. Físicamente era bajo y ancho, de rostro moreno, piernas ligeramente torcidas de montar a caballo, nariz ganchuda, manos anchas y cubiertas de un vello negro. Se había casado joven y había perdido a su esposa y a su hijo poco después; y desde entonces había vivido en Kerfol. Dos veces al año iba a Morlaix, donde tenía una preciosa casa junto al río, y pasaba allí de una semana a diez días, y ocasionalmente se desplazaba a Rennes para resolver asuntos. Hubo testigos que declararon que durante estas ausencias llevaba una vida distinta de la que se le conocía en Kerfol, donde se ocupaba personalmente de su hacienda, oía misa diariamente y se distraía únicamente con la caza del jabalí y las aves acuáticas. Pero esos rumores no son particularmente importantes, y es cierto que entre los vecinos de su propia clase pasaba por hombre rígido y hasta austero, observador de las obligaciones religiosas y estricto consigo mismo. No existía ningún rumor de que se permitiese familiaridades con las mujeres de sus posesiones, pese a que en aquel tiempo la nobleza era muy atrevida con sus campesinos. Algunos decían que jamás había mirado a una mujer desde la muerte de su esposa. Pero ésas son cosas difíciles de demostrar, y los testimonios a ese respecto no tenían mucha validez.
Bien. Pues a sus sesenta y dos años, Yves de Cornault fue el pardon de Locronan, y vio allí a una joven dama de Douarnenez que había cabalgado a la grupa con su padre para cumplir su deber para con el santo. Se llamaba Anne de Barrigan y procedía de un buen linaje bretón, aunque mucho menos grande y poderoso que el de Yves de Cornault. Además, el padre había dilapidado su fortuna en las cartas, y vivía casi como un labriego en su pequeña y granítica mansión de los páramos... He dicho que no añadiría nada de mi cosecha a esta escueta exposición del extraño caso, pero debo interrumpirme aquí para describir a la joven dama que había llegado hasta el cobertizo de la del atrio de Locronan en el mismísimo instante en que desmontaba el barón de Cornault. Saco esta descripción de un borroso dibujo a sanguina, bastante sobrio y verídico, debido a un discípulo de Clouets, que cuelga en el despacho de Lanrivain y del que se dice que era el retrato de Anne de Barrigan. Está sin firma y no tiene ninguna otra seña de identidad que las iniciales A. B. y la fecha: 16..., el año siguiente a su matrimonio: representan a una dama joven de rostro pequeño y ovalado, casi afilado, aunque lo bastante ancho para mostrar una boca llena, con cierta tierna depresión en las comisuras. La nariz es pequeña y las cejas son más bien altas, separadas y ligeramente marcadas a lápiz, como las cejas de las pinturas chinas. Su frente es alta y seria, y el cabello, que da la impresión de ser fino, abundante y rubio, lo lleva retirado, y recogido como un sombrero. Sus ojos no son ni grandes ni pequeños; probablemente castaños, con una expresión a la vez tímida y firme. Dos preciosas manos largas se cruzan bajo el pecho de la dama...
El capellán de Kerfol y otros testigos declararon que cuando el barón regresó de Locronan, saltó del caballo, ordenó que se le encasillase otro inmediatamente, pidió a un joven paje que fuese con él, y partió esa misma tarde hacia el sur. Su administrador lo siguió a la mañana siguiente con cofres cargados sobre un par de mulas. A la semana siguiente, Yves de Cornault regresó a Kerfol, mandó llamar a sus vasallos y renteros, y les dijo que iba a casarse el día de Todos los Santos con Anne de Barrigan, de Douarnenez. Y el día de Todos los Santos se celebró la boda.
Parece que hay pruebas por ambas partes de que los primeros años fueron felices para la pareja. No se encontró a nadie que dijese que Yves de Cornault hubiera sido duro con su esposa, y era evidente para todo el mundo que estaba contento con su transacción. A decir verdad, el capellán y otros testigos admitieron en el proceso que la jovn dama ejercía una influencia apaciguadora en su esposo, y que éste se había vuelto menos exigente con sus renteros, menos rudo con los labriegos y siervos, y menos propenso a los accesos de hosco mutismo que habían ensombrecido su viudez. En cuanto a su esposa, la única queja que sus campeones pudieron aducir en su favor fue que Kerfol era un lugar solitario, y que cuando su esposo se marchaba por necesidad de sus asuntos en Rennes o Morlaix ―ciudades a las que nunca la llevó a ella―, sólo le consentía pasear sin compañía por el parque. Pero nadie afirmó que no fuese feliz; aunque una sirvienta dijo que la había sorprendido llorando y la había oído decir que era una mujer maldita por no tener un hijo, y que no había en el mundo nada que pudiera llamar suyo. Pero éste era un sentimiento bastante natural en una esposa ligada a su esposo; y ciertamente debió de suponer una gran frustación para Yves de Cornault que no le diera hijos. Sin embargo, jamás le hizo sentir su estirilidad como un reproche ―ella misma lo admite en su declaración―, sino que parecía tratar de que lo olvidase colmándola de regalos y favores. Aunque era rico, no fue jamás liberal; pero nada era demasiado delicado para su esposa en lo que se refería a sedas, joyas, lino o cualquier otra cosa que ella deseara. Todo mercader ambulante era bien recibido en Kerfol, y cuando el señor tenía que salir, jamás regresaba sin traer a su esposa algún hermoso presente ―algo curioso y especial― de Morlaix, de Rennes o de Quimper. Una de las doncellas, en el interrogatorio, dio una interesante lista de los regalos de un año, que copio aquñi: de Morlaix, un junco tallado en marfil, con chinos a los remos, que un extraño marinero había traído como ofrenda votiva a Nôtre Dame de la Clarté, de Ploumanac'h; de Quimper, un vestido bordado, hecho por las monjas de la Asunción; de Rennes, una rosa de plata que se abría y mostraba una Virgen de ámbar con una corona de granates; de Morlaix también, una larga pieza de terciopelo de Damasco, moteado de oro, comprada a un judío de Siria; y por san Miguel de ese mismo año, de Rennes, una gargantilla o brazalete de piedras redondas ―esmeraldas y perlas y rubíes― ensartadas como cuentas en una fina cadena de oro. «Éste fue el regalo que más gustó a la dama», dijo la doncella. Más tarde, por cierto, fue presentado en el juicio, y parece que a los jueces y al público les pareció una joya curiosa y de gran valor.
El mismo invierno, el barón se ausentó de nuevo, esta vez a Burdeos, y a su regreso trajo a su esposa algo aún más singular y precioso que el brazalete. Fue una tarde invernal cuando llegó a Kerfol, y al entrar en el salón la halló sentada junto al hogar, con la barbilla apoyada en la mano, contemplando el fuego. Traía una caja de terciopelo en la mano y, depositándola en el suelo, alzó la tapa y dejó salir a un perrito de color marrón dorado. Anne de Cornault dio un grito de júbilo al ver saltar hacia ella la pequeña bestezuela: «¡Oh, parece un pájaro o una mariposa!», exclamó al cogerlo; y el perro le puso las patitas en los hombros y la miró con ojos «como de cristiano». Después de eso, jamás volvió a tenerlo lejos de su vista, y lo mimaba y le hablaba como si fuera un niño... Y, efectivamente, fuee lo más cercano a un niño que llegó a conocer. Yves de Cornault se alegró muchísimo de su compra. El perro lo había traído un marinero de un mercante indo-oriental, el cual se lo había comprado a un peregrino en un bazar de Jaffa, quien lo había robado a la esposa de un noble chino; cosa perfectamente permisible, ya que el peregrino era cristiano y el noble un pagano predestinado al fuego del infierno. Yves de Cornault había pagado un precio generoso por el perro, porque empezaban a estar en demanda en la corte francesa y el marinero sabía que era valioso. Pero la alegría de Anne era tan grande que, viéndola reír y jugar con el pequeño animal, su esposo habría dado sin duda alguna el doble de lo que le costó.
Hasta aquí todos los testimonios son unánimes, y el relato discurre sin incidencias. Pero ahora su curso se hace difícil. Trataré de atenerme lo más posible a las propias declaraciones de Anne, aunque hacia el final, pobre criatura. Bien, retrocedamos. Al año siguiente de llegar el perrito marrón a Kerfol, una noche de invierno, Yves de Cornault fue encontrado muerto en lo alto de la escalera que bajaba de las habitaciones de su esposa a una puerta que daba acceso al patio. Fue su esposa quien lo encontró y dio la alarma, tan fuera de sí, pobre desdichada, tan presa de miedo y horror ―dado que estaba toda manchada con su sangre― que al principio la excitada servidumbre no pudo entender lo que decía, y creían que se había vuelto loca de repente. Pero allí, efectivamente, en lo alto de la escalera, estaba el esposo, como una piedra, con la cabeza en el borde y la sangre de las heridas goteando en el peldaño que tenía debajo. Le habían arañado y herido la cara y el cuello como con unas armas singularmente puntiagudas y en una de sus piernas tenía un profundo desgarrón que le había cortado la arteria, lo que probablemente le había causado la muerte. Pero ¿cómo había llegado allí y quién lo había asesinado?
Su esposa declaró que ella estaba durmiendo, y al oír su grito había salido a toda prisa, y lo encontró en la escalera. Pero esto fue rebatido inmediatamente. En primer lugar, se probó que desde su habitación no pudo haber oído la lucha en la escalera debido al espesor de las paredes y a la longitud del corredor que se interponía; luego se aclaró que no estaba en la cama dormida, ya que cuando despertó a toda la casa estaba vestida y su cama no estaba deshecha. Además, la puerta de abajo de la escalera estaba entreabierta y el capellán (hombre observador) había notado que el vestido que llevaba estaba manchado de sangre hasta las rodillas y que había huellas de sangre de unas manos pequeñas en las paredes de la escalera, de modo que se supuso que en realidad estaba en la puerta cuando su marido cayó y que al subir a tientas en la oscuridad, tal vez de rodillas, se había manchado con la sangre que manaba hacia ella. Naturalmente, se arguyó por otro lado que las manchas de sangre del vestido podían haber sido causadas al arrodillarse junto a su esposo, cuando salió precipitadamente de su habitación; pero estaba abierta la puerta de abajo, y el hecho de que las huellas de dedos de la escalera señalaban la dirección hacia arriba.
La acusada mantuvo su declaración los dos primeros días, a pesar de su improbabilidad; pero al tercero le llegó la noticia de que Hervé de Lanrivain, joven noble de la vecindad, había sido detenido por complicidad en el crimen. Entonces aprovecharon dos o tres testigos para declarar que era sabido en toda la región que, en otro tiempo, Lanrivain había estado en buena relación con la dama de Cornault, pero que se había ausentado de Bretaña durante más de un año y la gente había dejado de relacionar sus nombres. Las personas que declararon esto no gozaban de muy buena reputación. Una de ellas era una vieja recogedora de hierbas sospechosa de brujería; otra, un clérigo borracho de la parroquia vecina; y la tercera, un pastor medio chiflado al que se le podía hacer decir cualquier cosa. Era evidente que el proceso no era totalmente satisfactorio sobre este particular y que habrían deseado encontrar una prueba más sólida sobre la complicidad de Lanrivain que las desposiciones de la recogedora de hierbas, quien juraba haberlo visto trepar por el muro del parque la noche del asesinato. Una manera de completar pruebas fragmentarias en aquellos tiempos consistía en ejercer alguna clase de presión, moral o física, sobre la persona acusada. No está claro a qué clase de presión sometieron a Anne de Cornault. Pero al tercer día, cuando fue llevada ante el tribunal, «parecía débil e incoherente»; y tras instalarla a que se sosegase y dijese la verdad, por su honor y por las llagas del Santísimo Redentor, confesó que, efectivamente, había bajado la escalera para hablar con Hervé de Lanrivain (quien lo negó todo) y de allí le había sorprendido el ruido de la caída de su esposo. Esta estaba mejor; y el fiscal se frotó las manos de satisfacción. La satisfacción aumentó cuando varios colonos que vivían en Kerfol fueron inducidos a decir ―con aparente sinceridad― que durante un año o dos antes de su muerte, el señor se había vuelto otra vez variable e irascible, y propenso a los períodos de hosco mutismo que su servidumbre había aprendido a temer antes de su segundo matrimonio. Lo cual parecía demostrar que las cosas no marchaban bien en Kerfol, aunque no pudieron encontrar a nadie que dijese que hubiera habido signo alguno de desavenencia entre marido y mujer.
Anne de Cornault, al ser interrogada sobre el motivo por el que bajó de noche a abrirle la puerta a Hervé de Lanrivain, dio una respuesta que debió de hacer sonreír al tribunal. Dijo que porque estaba sola y quería hablar con el joven. «¿Era ésa la única razón?», le preguntaron; y contestó: «Sí, por la cruz que hay sobre las cabezas de vuestras Señorías». «Pero ¿por qué a medianoche?», preguntó el tribunal. «Porque no podía verlo de ninguna otra manera». Imagino el intercambio de miradas sobre los cuellos de armiño, debajo del crucifijo. Anne de Cornault, interrogada más tarde, dijo que su vida de casada había sido extremadamente solitaria; «desolada», fue la palabra que empleó. Era cierto que su esposo le hablaba raramente con aspereza, pero había días en que no le dirigía la palabra. Era cierto también que jamás la había maltratado ni amenzado, pero la tenía como una prisionera en Kerfol; y cuando se marchaba a Morlaix, a Quimper o a Rennes, la sometía a tal vigilancia que no podía coger una flor del jardón sin tener a una doncella pegada a sus talones. «No soy reina, no necesito tales honores», dijo una vez a su esposo; y él le contestó que un hombre que tiene un tesoro no deja la llave en la cerradura cuando se ausentaba. «Entonces llevadme con vos», había insistido ella. Pero a esto replicó que las ciudades eran lugares perniciosos y que las jóvenes esposas estaban mejor junto a la chimenea.
―Pero ¿qué queríais decile a Hervé de Lanrivain? ―preguntó el tribunal.
Y ella contestó:
―Quería pedirle que me llevase con él.
―¡Ah! ¿Confes{is que bajasteis a abrirle con intenciones adúlteras?
―No.
―Entonces, ¿por qué queríais pedirle que os llevase con él?
―Porque temía por mi vida.
―¿De quién teníais miedo?
―De mi esposo.
―¿Por qué teníais miedo de vuestro esposo?
―Porque había estrangulado a mi perrito.
Otra sonrisa debió de cruzar por los rostros del tribunal: en los tiempos en que un noble tenía derecho a ahorcar a su campesinos ―derecho que la mayoría ejercía―, retorcerle el cuello a un animal favorito no podía escandalizar a nadie. Al llegar aquí, uno de los jueces, a quien al parecer la acusada inspiraba cierta simpatía, sugirió que debían permitirle explicarse a su manera; en consecuencia, hizo la siguiente declaración: Que durante los primeros años de matrimonio había estado muy sola, aunque su esposo no la había tratado con rigor. Si hubiese tenido un hijo, no habría sido infeliz; pero los días eran largos y demasiado lluviosos.
Era cierto que su esposo, cada vez que se iba y la dejaba, le traía un precioso regalo a su regreso. Pero eso no compensaba su soledad; al menos, hasta que trajo su perrito de Oriente; entonces se sintió mucho menos desdichada. Su esposo parecía complacido al verla tan encariñada con el animal; le dio permiso para que le pusiese su brazalete de joyas en el cuello y que lo tuviera siempre con ella. Un día se había quedado dormida en su habitación, con el perro a sus pies, como era su costumbre. Tenía los pies desnudos y apoyados en su lomo. De pronto, la despertó su esposo; estaba junto a ella sonriendo, no con desafecto.
―Os parecíes a mi bisabuela, Juliane de Cornault, descansando en la capilla con un perrito a los pies ―dijo.
La analogía le produjo a la dama un escalofrío, pero rió y contestó:
―Bueno; cuando muera, ponedme junto a ella, esculpida en m{rmol, con el perro a mis pies.
―¡Ah..., tendremos que esperar! ―dijo riendo él también; luego frunció sus negras cejas, y añadió―: El perro es el emblema de la fidelidad.
―¿Y dudáis que yo tenga derecho a descansar con él a mis pies?
―Cuando tengo una duda la aclaro ―contestó―. Soy viejo ―añadió―, y la gente dice que os hago llevar una vida solitaria. Pero juro que tendréis vuestro monumento si os lo ganáis.
―Y yo os juro ser fiel ―replicó ella―, aunque no se m{s que por tener mi perrito a los pies.
Algún tiempo después el barón tuvo que asistir al tribunal de Quimper; y estando ausente, una tía suya, viuda de un ilustre noble del ducado, se detuvo a pasar la noche en Kerfol, camino del pardon de Ste. Barbe. Era una mujer piadosa e influyente, y muy respetada por Yves de Cornault; y cuando le propuso a Anne que fuese con ella a Ste. Barbe, nadie se opuso, y hasta el capellán se mostró a favor de esta peregrinación. Así que Anne salió para Ste. Barbe, y allí habló por primera vez con Hervé de Lanrivain. Éste había ido una vez o dos a Kerfol con su padre, pero la dama no había llegado a intercambiar una docena de palabras con él. Esta vez no hablaron más de cinco minutos; fue bajo los castaños, mientras la procesión salía de la capilla. Él dijo «Os compadezco». Ella se sorprendió, ya que nunca había imaginado que pudiese ser compadecida por nadie. Y añadió: «Llamadme cuando me necesitéis». Ella sonrió; pero luego se alegró, y pensó en este encuentro.
Confesó haberlo visto tres veces después: no más. No dijo cómo ni dónde... Dio la impresión de que temía implicar a alguien. Sus encuentros habían sido escasos y breves y, al final, él le había dicho que iba a marcharse al día siguiente a un país extranjero, en una misión que no caercía de peligro y que quizá le retendría muchos meses. Le pidió un recuerdo y ella no encontró a mano otra cosa que el collar que llevaba puesto el perrito. Después se arrepintió de habérselo dado, pero le veía tan desdichado por marcharse que no tuvo valor para negárselo. Su esposo estab ausente por entonces. Cuando regresó, unos días más tarde, cogió al animal para acariciarlo y observó que le faltaba el collar. Su esposa le dijo que el perro lo había perdido en la maleza y que lla y sus doncellas lo habían estado buscando todo el día. Era cierto, explicó ella en el tribunal, que había hecho que las doncellas buscasen el collar...; todas creyeron que el perro lo había perdido en el parque.
Su esposo no hizo ningún comentario; y esa noche, en la casa, se comportó con su humor habitual, entre bueno y malo: nunca se sabía cuál. Habló mucho, comentqando qué había hecho y visto en Rennes; pero de cuando en cuando se quedaba callado, y la miraba severamente; y cuando ella se retiró a dormir, encontró a su perrito estrangulado encima de la almohada. El pobre animal estaba muerto, aunque caliente todavía; se inclinó para cogerlo, y su angustia se convirtió en horror al descubrir que había sido estrangulado con dos vueltas de la gargantilla que ella le había dado a Lanrivain. A la mañana siguiente enterró al perro en el jardín y se ocultó el collar en el pecho. No dijo nada a su esposo, ni entonces ni más tarde, y él tampoco hizo ningún comentario. Pero ese día ahorcó él a un labriego por robar un haz de leña en el parque, y al día siguiente casi mató a palos a un potro que estaba domando.
Empezó el invierno, pasaban unas tras otro los cortos días y las largas noches; y la dama no teníanoticias de Hervé de Lanrivain. Quizá su esposo lo había matado, o tal vez habían robado la gargantilla. Día tras día junto al fuego, entre las doncellas atareadas hilando, y noche tras noche sola en la cama, se sumía en conjeturas y temblaba. A veces en la mesa, su esposo la miraba y sonreía; entonces sentía la convicción de que Lanrivain había muerto. No intentó obtener noticias suyas, porque era seguro que su esposo se enteraría: estaba convencida de que podía averiguarlo todo. Y cuando una noche fue al castillo a guarnecerse una bruja que tenía fama de vidente y de mostrar el mundo en su cristal, y las doncellas se congregaron a su alrededor, Anne se mantuvo apartada.
El invierno fue largo, oscuro y lluvioso. Un día, en ausencia de Yves de Cornault, llegaron a Kerfol unos gitanos con un puñado de perros amaestrados. Anne les compró el más pequeño y el más listo, uno castaño. Parecía haber sido maltratado por los gitanos y se refugió junto a ella de manera quejumbrosa cuando lo apartó de los demás. Esa noche regresó su esposo, y cuando Anne se fue a dormir encontró al perro estrangulado sobre su almohada. Después de eso, se dijo a sí misma que jamás volvería a tener otro perro; pero una noche de mucho frío encontraron a un lebrel flaco gimiendo en la entrada del castillo; lo recogió y prohibió a las doncellas que se lo dijesen a su esposo. Lo ocultó en una habitació en la que no entraba nadie, le llevó comida de su propio plato, le hizo un cálido lecho para que durmiese y le cuidó como a un niño.
Regresó Yves de Cornault a casa, y al día siguiente Anne encontró al lebrel estrangulado sobre su almohada. Lloró en secreto, pero no dijo nada; y decidió que aunque se encontrase un perro a punto de morir de hambre no lo traería por nada del mundo al castillo; pero un día se encontró un cachorro de perro pastor, una bola de algodón manchado y con los ojos azules, tumbado, con una pata rota, en la nueve del parque. Yves de Cornault estaba en Rennes; así que entró al perro, lo calentó y alimentó, le vendó la pata y lo ocultó en el castillo hasta el regreso de su esposo. El día antese se lo dio a una campesina que vivía muy lejos y le pagó generosamente para que lo cuidase y no dijese nada; pero esa noche oyó aullar y arañar en su puerta, y cuando abrió, el cachorro cojo, empapado y tiritando, saltó sobre ella con sus pequeños ladridos lastimeros. Lo ocultó en su cama, y a la mañana siguiente iba a llevárselo otra vez a la campesina cuando oyó a su marido entrar a caballo en el patio. Encerró al perro en una arca y bajó a recibirlo. Una hora o dos más tarde, cuando regresó a su habitación, el cachorro yacía estrangulado sobre su almohada.
No se atrevió a tener otro perro nunca más, y la soledad se le hizo casi insoportable. A veces, cuando cruzaba el patio del castillo y creía que nadie la miraba, se detenía a acariciar al viejo pointer de la entrada. Pero un día, mientras lo acariciaba, salió su esposo de la capilla. Al día siguiente el perro había desaparecido. Esta extraña historia fue contada en una sola sesión del tribunal, ni escuchada sin comentarios imacientes e incrédulos. Era evidente que los jueces estaban sorprendidos de su puerilidad y que no ayudaba a la acusada a los ojos del público. Era un extraño relato, evidentemente; pero ¿qué probaba? Que Yves de Cornault tenía adversión a los perros y que su esposa, para satisfacer su propio capricho, hacía caso omiso de manera pertinaz de esta aversión. En cuanto a alegar esta trivial desavenencia como pretexto para sus relaciones ―fueran de la naturaleza que fuesen― con su supuesto cómplice, el argumento era tan absurdo que su propio abogado lamentó manifiestamente haberle permitido hacer uso de él, y trató varias veces de interrumpir la historia. Pero ella siguió hasta su conclusión con una especie de insistencia hipnótica, como si las escenas que evocaba fueran tan reales que hubiese olvidado dónde se encontraba y creyese que las estaba viviendo otra vez.
Finalmente el juez que previamente había mostrado cierta benevolencia hacia ella, dijo (inclinándose ligeramente hacia delante, podemos imaginar, desde la fila de sus amodorrados colegas):
―Entonces, ¿queréis hacernos creer que habéis asesinado a vuestro esposo porque no os dejaba tener un perro?
―Yo no he asesinado a mi esposo.
―¿Quién entonces? ¿Hervé de Lanrivain?
―No.
―¿Quién entonces? ¿Piodéis decírnoslo?
―Sí, puedo decíroslo: los perros...
Al llegar aquí, la sacaron de la sala, desmayada. Es evidente que su abogado trató de hacerla abandonar esta idea de defensa. Posiblemente su explicación, cualquiera que fuese, le había parecido convincente cuando se la había contado en el calor de su primera entrevista privada; pero ahora que la exponía a la fría luz del día, en la encuesta judicial y ante la burla del pueblo, se sintió completamente avergonzado, y la hubiera sacrificado sin escrúpulos con tal de salvar su reputación profesional. Pero el obstinado juez ―quien quiz{, en realidad, era m{s inquisitivo que amable― quería oír evidentemente toda la historia; y al día siguiente le ordenó que continuase su deposición. Contó que después de la desaparición del viejo perro guardián no ocurrió nada particular durante un mes o dos. Su esposo se comportaba como de costumbre: la dama no recordaba ningún incidente especial. Pero una noche llegó al castillo una buhonera y se puso a vender adornos y abalorios a las doncellas. Ella no se sentía con ánimos para esas cosas, pero estuvo un rato contemplando cómo las mujeres escogían. Y entonces, no sabía cómo, la buhonera la persuadió para que le comprase un pomo, o perfumador, en forma de pera, de fuerte fragancia; una vez le había visto algo parecido a una gitana. Ella no quería el perfumador y no sabía por qué lo había comprado. La buhonera dijo que quienquiera que lo llevase tendría el poder de leer el futuro; pero Anne no creía en esas cosas, ni le importaban tampoco. Sin embargo, lo compró y lo subió a su habitación, donde se sentó y comenzó a darle vueltas entre las manos. Entonces le atrajo el extraño olor, y empezó a preguntarse qué clase de especia tendría la cajita. La abrió y encontró como una judía gris envuelta en una tira de papel; y en el papel vio un signo que ella conocía, con un mensaje de Hervé de Lanrivain diciendo que había regresado y que estaría en la puerta del patio esa noche, en cuanto la luna se ocultara... Quemó el papel y se sentó a pensar. Anochecía ya, y su esposo estaba en casa... no había medio de advertir a Lanrivain, y no pudo hacer otra cosa que esperar...
Al llegar a este punto, imagino a la adormilada audiencia empezando a despertar. Incluso el más viejo del estrado debió de recrearse imaginando los sentimientos de una mujer al recibir, a la caída de la tarde, el mensaje de un hombre que vivía a veinte millas, al que no tenía medios de mandarle aviso. No era una mujer lista, supongo; y la primera consecuencia de sus reflexiones parece que fue el error de comportarse esa noche demasiado amablemente con su esposo. No pudo inducirlo a beber en exceso, según el recurso tradicional, porque aunque a veces bebía mucho, su cabeza resistía bastante; y cuando bebía más allá de su resistencia era porque así lo quería él, y no porque una mujer lo persuadiese. Sobre todo su esposa; ahora que la consideraba agua pasada. Mientras leía el caso, imaginé que no habría dejado en él otro sentimiento que el odio ocasionado por la supuesta deshonra. Fuera como fuese, trató de recurrir a sus viejos encantos. Pero hacia el anochecer él pretextó tener dolores y fiebre, y abandonó el salón y subió al gabinete donde dormía a veces. Su criado le subió una copa de vino, y al bajar anunció que se iba a acostar y no quería que le molestasen; y una hora más tarde, cuando Anne alzó el tapiz y escuchó en su puerta, oyó su respiración sonora y regular. Pensó que podía estar fingiendo, y permaneció un buen rato descalza en el corredor, con la oreja pegada a la grieta; pero su respiración seguía siendo demasiado regular y natural para no ser otra que la de un hombre profundamente dormido. Regresó confiada a su habitación y se asomó a la ventana a contemplar la luna entre los árboles del parque. El cielo estaba nublado y sin estrellas; y al ocultarse la luna, la noche se volvió negra como un pozo. Comprendió que había llegado el momento, y se deslizó furtivamente por el corredor, cruzó por delante de la puerta de su esposo ―donde se detuvo otra vez a escuchar su respiración― y llegó a la escalera. Allí se detuvo un instante para cerciorarse de que nadie le seguía: luego empezó a bajar la escalera a oscuras. Era tan empinada y tortuosa que debía hacerlo muy despacio por temor a tropezar.
Su únido propósito era descorrer el cerrojo de la puerta, decirle a Lanrivain que huyese y regresar apresuradamente a su habitación. Había probado el cerrojo por la tarde y se las haía arreglado para ponerle un poco de grasa; sin embargo, cuando tiró de él, produjo un chirrido... no muy fuerte, pero le paralizó el corazón. Y al minuto siguiente oyó un ruido.
―¿Qué ruido? ―preguntó el fiscal.
―Era la voz de mi esposo pronunciando mi nombre y maldiciéndome.
―¿Qué oísteis después?
―Un terrible alarido y una caída.
―¿Dónde estaba Hervé de Lanrivain en ese momento?
―Estaba fuera, en el patio. Acababa de verlo en la oscuridad. Le dije, por Dios, que se fuese y luego cerré la puerta.
―¿Qué hicisteis a continuación?
―Me quedé al pie de la escalera escuchando.
―¿Qué oísteis?
―Oí los perros que gruñían y jadeaban.
(Visible desaliento del tribunal, fastidio del público y exasperación del abogado encargado de la defensa. ¡Los perros otra vez! Pero el inquisitivo juez insisitió:)
―¿Qué perros?
Ella inclinó la cabeza y habló tan bajo que tuvieron que pedirle que repitiese la respuesta:
―No lo sé.
―¿Cómo decís, que no lo sabéis?
―No sé que perros...
El juez intervino otra vez:
―Tratad de decirnos exactamente qué ocurrió. ¿Cu{nto tiempo estuvisteis al piz de la escalera?
―Sólo unos minutos.
―Y entretanto, ¿qué pasaba arriba?
―Los perros gruñían y jadeaban. Él gritó una vez o dos. Y creo que gimió. Luego calló.
―¿Y qué pasó?
―Luego oí un ruido como de una jauría cuando se abalanza sobre el lobo..., un tragar y beber a lengüetazos.
(Hubo una exclamación de repugnancia y horror en el tribunal, y otro intento de intervención por parte del abogado descompuesto. Pero el inquisitivo juez prosiguió su interrogatorio).
―¿Y en todo ese tiempo no subisteis?
―Sí; subí entonces para apartarlos.
―¿A los perros?
―Sí.
―¿Y bien...?
―Cuando llegué arriba, estaba completamente oscuro. Encontré el pedernal y el eslabón de mi esposo e hice saltar una chispa. Lo vi tendido allí. Estaba muerto.
―¿Y los perros?
―Los perros se habían ido.
―¿Se habían ido... adónde?
―No lo sé. No había salida... y no había perros en Kerfol.
Se irguió cuan alta era, alzó los brazos por encima de la cabeza y cayó al suelo de piedra con un alarido prolongado. Hubo un momento de confusión en la sala. Se oyó decir a alguien del estrado: «Éste es un caso claro para las autoridades eclesiásticas...». Y el abogado de la prisionera debió de saltar pinchado ante tal sugerencia. A partir de aquí el juicio se pierde en un laberinto de preguntas y disputas. Cada testigo llamado corroboró la declaración de Anne de Cornault de que no había perros en Kerlof: no había ninguno desde hacía meses. El amo de la casa les había cogido aversión, era era inegable. Pero, por otra parte, en el interrogatorio hubo largas y agrias discusiones sobre la naturaleza de las heridas del muerto. Uno de los cirujanos llamados a declarar dijo que las señales parecían mordiscos. Se reavivó la insinuación de brujería, y los abogados oponentes se leyeron a gritos uno a otro gruesos librotes de nigromancia.
Finalmente, Anne de Cornault fue conducida otra vez ante el tribunal ―a petición del mismo juez― y se le preguntó si sabía de dónde podían haber llegado los perros de los que hablaba. Por el alma de su Redentor, juró que no. Entonces el juez le hizo una pregunta final:
―Si os hubieran sido familiares los perros que os pareció oír, ¿creéis que los habríais reconocido por sus ladridos?
―Sí.
―¿Y reconocisteis a alguno?
―Sí.
―¿Qué perros os pareció que eran?
―Mis perros muertos ―dijo en un susurro.
La sacaron de la sala para no reaparecer más. Hubo alguna investigación eclesiástica, y el final del asunto fue que los jueces disintieron entre sí y con la autoridad de la Iglesia, y que Anne de Cornault fue confiada a la custodia de la familia de su esposo, que la encerró en la torre de Kerfol, donde se dice que murió años después, loca inofensiva.
Así termina su historia. En cuanto a Hervé de Lanrivain, sólo tuve que pedirle a su descendiente colateral que me contase los detalles posteriores. Como las pruebas contra el joven eran insuficientes, y la influencia de su familia en el ducado era considerable, salió absuelto y se marchó a París poco después. Probablemente no se sentía con ánimos para llevar una vida mundana, y parece que cayó casi inmediatamente bajo la influencia del famoso M. Arnauld d'Andilly y los caballeros de Port Royal. Un año o dos más tarde ingresó en la Orden, y sin alcanzar ningún grado especial, siguió las vicisitudes que corrió ésta, hasta su muerte, unos veinte años después. Lanrivain me enseñó un retrato suyo, hecho por un discípulo de Philippe de Champaigne: ojos tristes, boca impulsiva y frente estrecha. ¡Pobre Hervé de Lanrivain!: fue un final gris el suyo. Sin embargo, mientras contemplaba su rígida y pálida imagen, con su oscuro traje de jansenista, casi sentí envidia de su destino. Al fin y al cabo, en el recurso de su vida le había ocurrido dos grandes cosas: había amado románticamente, y debió de conversar con Pascal..."
Edith Wharton
No fue ni mucho menos con idea de vivir conforme al carácter que mi amigo Lanrivain me atribuía (de hecho, bajo mi apariencia insociable, siempre he tenido secretos anhelos de vida doméstica), por lo que hice caso de su sugerencia una tarde de otoño, y fui a Kerfol. Mi amigo iba en automóvil a Quimper por cuestiones de negocios: me dejó, de camino, en un cruce que había en un páramo; y me dijo:
―Tuerce primero a la derecha y luego a la izquierda. Después, sigue recto hasta que veas una avenida de árboles. Si te encuentras con algún campesino, no le preguntes. No entienden el francés, pero fingirán que sí y te confundirán. Pasaré por aquí a recogerte a la caída de la tarde... No te olvides de echar una ojeada a las tumbas de la capilla.
Seguí las indicaciones de Lanrivain con la incertidumbre que produce no recordar si te han dicho primeo a la derecha y luego a la izquierda, o al revés. De haberme cruzado con un campesino, desde luego que habría preguntado; y probablemente me habría extraviado; pero tenía el desierto paisaje para mí solo, así que seguí, indeciso, por el camino de la derecha, y me adentré en el páramo hasta que llegue a una doble fola de árboles. Se parecía tan poco a las avenidas que había visto, que instantáneamente comprendí que debía de ser la avenida. Los troncos grises se elevaban a gran altura para luego entrelazar sus ramas pálidas en un largo túnel a través del cual se filtraba débilmente la luz del otoño. Sé el nombre de la mayoría de los árboles, pero hasta hoy no he podido determinar qué clase de árboles eran. Tenían la alta curva de los olmos, la delgadez de los álamos, el color ceniciento de los olivos bajo un cielo lluvioso, y se extendían ante mí una media milla o más, sin una sola interrupción en el túnel que formaban. Si he visto alguna vez una avenida que inequívocamente llevaba a algún lugar, esa era la de Kerfol. El corazón me palpitó un poco cuando me adentré por ella.
Poco después terminaron los árboles y llegué a una puerta fortificada abierta en un muro. Entre el muro y yo había un espacio abierto, cubierto de hierba, con otros paseos grises que arrancaban de allí. Detrás del muro se veían altos tejados de pizarra musogsa, la espadaña de una capilla, el remate de una torre. Un foso invadido de matorrales y espinos rodeaba la plaza; el puente levadizo había sido reemplazado por un arco de piedra, y el rastrillo por una verja de hierro. Estuve largo rato en el lado exterior del foso, mirando a mi alrededor y dejando que me invadiese el influjo del lugar. Me dije a mí mismo: «Si espero aquí suficiente rato saldrá el guarda y me enseñará las tumbas...»; y deseé que no apareciera demasiado pronto.
Me senté en una piedra y encendí un cigarrillo. En cuanto lo hice, me pareció un gesto pueril y monstruoso, con aquella enorme casa ciega mirándome, y todas las avenidas desiertas convergiendo hacia mí. Puede que fuera la profundidad del silencio lo que me hizo sentirme tan consciente de mi gesto. El rascado de la cerilla sonó tan fuerte como el chirrido de un freno, y casi me pareció oírla caer cuando la arrojé a la hierba. Pero no fue más que eso: una sensación de inoportunidad, de pequeñez, de desafío inútil, lo de sentarme allí a echar bocanadas de humo a la cara del pasado. No sabía nada de la historia de Kerfol ―acababa de llegar a Bretaña, y Lanrivain no me había mencionado nunca este nombre hasta la víspera―; pero uno no podía contemplar aquella mole sin sentir en ella una larga acumulación de historia. Qué clase de historia, es algo que yo no estaba preparado para adivinar; quizá era sólo el peso de muchas vidas y muertes asociadas, que confiere solemnidad a las casas antiguas. Pero el aspecto de Kerfol sugería algo más: una perspectiva de recuerdos severos y crueles que se prolongan como sus propias avenidas grises hacia una oscuridad borrosa.
Desde luego, ninguna casa señalaba una ruptura más completa y definitiva con el presente. Tal como alzaba el cielo sus tejados y sus hastiales orgullosos, habría podido ser su propio monumento funerario. «¿Las tumbas de la capilla? ¡El lugar entero es una tumba!», pensé. Cada vez deseaba más que no saliese el guarda. Los detalles del entorno, aunque sorprendentes, parecían triviales comparados con el impresionante conjunto; y lo único que quería era seguir sentado allí y dejar que me penetrase el peso de su silencio.
«¡Es el lugar ideal para ti!», había dicho Lanrivain; y me sentí abrumado ante la casi blasfema frivolidad de que ningún ser viviente sugiriese que Kerfol fuera el lugar para él. «¿Es posible que alguién pueda no ver...?», me iba a preguntar. No acabé el pensamiento: lo que yo quería decir era inefable. Me levanté y me acerqué a la entrada. Empezaba a desear saber más; no ver m{s ―ahora estaba seguro de que no era cuestión de ver―, sino de sentir más: sentir todo lo que el lugar tenía que comunicar. «Pero para entrar habrá que llamar al guarda», pensé con renuencia, y vacilé. Finalmente, crucé el puente y probé a abrir la verja. Cedió, y me adentré en el túnel que formaba el espesor del chemin de ronde. En el otro extremo habían puesto una barrera de madera que cruzaba el acceso y más allá se veía el patio cerrado por la noble arquitectura. El edificio principal estaba de cara a mí, y ahora veía que la mitad era una mera fachada en ruinas, con las ventanas abiertas, a través de las cuales se veía la maleza invasora del foso y los árboles del parque. El resto de la construcción poseía aún su robusta belleza. Un extremo terminaba en la torre redonda y el otro en una pequeña capilla gótica; y en un ángulo había un gracioso brocal coronado de ánforas musgosas. Sobre las paredes crecían unos cuantos rosales, y en un alféizar recuerdo que vi un tiesto de fucsias.
Mi sensación de una presión de lo invisible empezó a ceder ante mi interés arquitectónico. El edificio era tan hermoso que me dieron ganas de explorarlo por simple placer. Inspeccioné el patio, preguntándome en qué rincón se alojaría el guarda. Luego empujé la barrera y entré. Y nada más entrar, un perro me cortó el paso. Era un perrito tan precioso que por un instante me hizo olvidar el espléndido lugar que defendía. No estaba seguro de su raza en aquel momento, pero después me he enterado de que era un pequinés, de una rara variedad llamada sleeve-dog. Era muy pequeño y de color marrón dorado, con grandes ojos castaños y cuello rizado: parecía un gran crisantemo leonado. Me dije: «Estos animalitos no paran de brincar y de ladrar, así que no tardará ni un minuto en salir alguien».
El animal se plantó delante de mí, deteniéndome, casi amenazándome. Había enojo en sus ojos castaños, pero no dio un solo ladrido, ni se me acercó más. Al contrario: al avanzar yo, fue retrocediendo de a poco; y observé que otro perro, de raza indeterminada, peludo, de varios colores, había salido cojeando de una pata. «Ahora se va a armar una buena», pensé. En ese mismo instánte, un tercer perro cruzado de blanco, y de pelaje largo, salió sigilosamente de una entrada y se unió a los otros. Los tres se quedaron mirándome con ojos graves; pero no profirieron un solo ladrido. Al avanzar yo, retrocedieron, con sus pezuñas afelpadas, sin dejar de vigilarme. «De un momento a otro cargarán contra mis tobillos», pensé. No estaba alarmado, ya que no eran grandes ni temibles. Pero me dejaron deambular a mi gusto por el patio, siguiéndome a poca distancia ―siempre la misma―, y siempre con los ojos fijos en mí. Después me asomé a la fachada en ruinas y vi en una de sus ventanas sin marco había otro perro: un pointer blanco con una oreja marrón. Era un perro viejo y serio, con mucha más experiencia que los otros; y parecía observarme con profunda atención.
«A éste sí que lo voy a oír», me dije a mí mismo. Pero siguió en el vano de la ventana, frente a los árboles del parque, vigilándome sin moverse. Yo lo miré un instante para ver si se excitaba al sentirse observado: entre nosotros se interponía la mitad de la anchura del patio; y nos miramos mutuamente en silencio desde esa distancia. Pero no se movió; así que finalmente di media vuelta. Detrás de mí descubrí al resto del grupo, con un recién llegado que se les había unido: un pequeño lebrel negro, con ojos de color ágata pálido. Tiritaba un poco, y su expresión era más medrosa que la de los otros. Observé que se mantenía un poco más atrás que el resto. Y seguían sin emitir un solo ladrido.
Estuve lo menos cinco minutos, con el círculo a mi alrededor... esperando; porque parecían estar esperando. Por último, me acerqué al perrito castaño dorado y me incliné para acariciarlo. Al hacerlo me oí a mí mismo soltar una risita nerviosa. El perrito no se sobresaltó, ni grunó, ni apartó los ojos de mí... Simplemente retrocedió como una yarda; luego se detuvo y siguió mirándome.
«¡Bueno, vete al diablo!» ―exclamé, y crucé el patio en dirección al pozo.
Al echar a andar, los perros se dispersaron y se refugiaron en distintos rincones del patio. Examiné las urnas que adornaban el pozo, traté de abrir una o dos puertas cerradas, y miré de arriba abajo la muda fachada, luego me dirigí a la capilla. Al darme la vuelta, vi que los perros habían desaparecido; todos salvo el viejo pointier, que aún me obsevaba desde la ventana. Fue un alivio sentirme libre de aquella hueste de mirones; y procedí a inspeccionar a mi alrededor, en busca de un acceso a la parte de atrás del dificio. «Quizá haya alguien en el jardín», pensé. Encontré un sendero que cruzaba el foso, trepé a un muro asfixiado por las zarzas y entré en el jardín. Unas cuantas hortensias y geranios languidecían en los cuadros, y la antigua casa los miraba con indiferencia. La fachada que daba al jardín era más simple y severa que la otra: el largo muro de granito, con sus escasas ventanas y su tejado picudo, parecía una prisión fortificada. Di la vuelta al ala más alejada, subí unos cuantos peldaños desencajados y entré en el profundo crepúsculo de un camino estrecho flanqueado de viejísimo boj. Tenía este camino la anchura suficiente para permitir el paso de una persona, y las ramas se juntaban por arriba. Era como el fantasma de un paseo de boj, con su verde reluciente vuelto hacia la oscura grisalla de las avenidas. Seguí andando; las ramas me daban en la cara y recobraban su posición con un ruido seco; finalmente salí a la parte de arriba del chemin de ronde. Continué por él hasta la torre de la entrada, que asomaba al patio que tenía justo debajo de mí. No se veía a nadie; y tampoco estaban los perros. Descubrí un tramo de escalera en el espesor del muro y bajé por él; y al salir otra vez al patio, topé nuevamente con el círculo de perros: el marrón dorado un poco más adelantado que el resto, y el negro lebrel tiritando detrás.
―¡Venga, fuera... latosos; marchaos! ―exclamé, y mi voz me sobresaltó con un eco repentino. Los perros siguieron inmóviles, vigilándome. Yo sabía ya que no tratarían de evitar que me acercase a la casa, y este conocimiento me dio libertad para estudiarlos. Tenía la sensación de que debían de estar terriblemente acobardados para ser tan silenciosos y pasivos. Pero no tenían aspecto de hambrientos ni de recibir mal trato. Tenían el pelaje suave y no se les veía flacos, aparte del lebrel tembloroso. Era más como si hubiesen vivido mucho tiempo con gente que no les hablaba ni los miraba: como si el silencio del lugar hubiese ido entorpeciendo gradualmente sus naturalezas bulliciosas e inquisitivas. Y esta extraña pasividad, este cansancio casi humano, me parecía más triste que la miseria de los animales famélicos y apaleados. Me habría gustado haberlos cogido un minuto, haberlos divertido con algún juego o alguna carrera; pero cuanto más miraba a sus ojos fijos y cansados, más absurda me parecía la idea. Con las ventanas de la casa asomadas hacia nosotros, ¿cómo podía yo pensar en algo así? Los perros lo sabían mejor: ellos sabían lo que la casa consentiría y lo que no. Incluso imaginé que sabían lo que me pasaba por la cabeza, y me compadecían por mi frivolidad. Pero incluso ese sentimiento les llegaba probablemente a través de una espesa niebla de indiferencia. Me daba la sensación de que su distancia respecto a mí no era nada comparada con lo lejos que me sentía yo de ellos. La impresión que producían era la de que no tenían en común una memoria tan honda y oscura que nada de cuanto sucedía merecía un gruñido o un movimiento de cola.
―¡Eh! ―exclamé de repente, dirigiéndome al silencioso grupo―. ¿Sabéis qué parecéis, todo vosotros? Parecéis estar viendo un fantasma... ¡Eso parecéis! Me pregunto si no habrá alguno por aquí, que no ve nadie más que vosotros.
Los perros siguieron mirándome sin moverse... Había oscurecido ya cuando vi los faros de Lanrivain en el cruce. No fue precisamente malhumor lo que me produjo verlos. Tenía la sensación de haber escapado del lugar más solitario del mundo, y de que no me gustaba tanto la soledad como había imaginado; al menos hasta ese extremo. Mi amigo traía de Quimper a su procurador; y sentado junto a un grueso y afable desconocido, no me sentí con ánimo para hablar de Kerfol... Pero esa noche, cuando Lanrivain y el procurador se encerraron en el despacho, Madame de Lanrivain empezó a preguntarme en el salón:
―Bueno... ¿Va a comprar Kerfol? ―dijo, alzando su alegre barbilla de la labor.
―Aúno no lo he decidido. El caso es que no he podido entrar en la casa ―dije, como si hubiese aplazado simplemente mi decisión, y me propusiera volver para echar otra mirada.
―¿No ha podido entrar? Vaya, ¿qué ha ocurrido? La familia se muere con ganas de vender ese sitio, y el viejo guarda tiene orden...
―Es muy probable. Pero el viejo guarda no estaba allí.
―¡Qué l{stima! Estaría en el mercado. Pero ¿y su hija...?
―No había nadie. Al menos, yo no he visto a nadie.
―¡Qué extraño! ¿Absolutamente a nadie?
―A nadie; a parte de un montón de perros, toda una banda, que parecían tener la casa para ellos solos.
Madame de Lanrivain dejó caer el bordado sobre sus rodillas y entrelazó las manos encima. Durante un minuto me miró pensativa.
―¿Un grupo de perros... dice que ha visto?
―¿Que si los he visto? ¡No he visto otra cosa!
―¿Cuántos? ―su voz desfalleció un poco―. Siempre me he preguntado...
La miré con sorpresa: había supuesto que el lugar le era familiar.
―¿No ha estado nunca en Kerfol? ―pregunté.
―¡Sí, claro! Muchas veces. Pero nunca en este día.
―¿Qué día?
―Lo había olvidado por completo... y Hervé también, estoy segura. De haberlo recordado no le habríamos enviado hoy... Pero además, uno no cree ni la mitad de esa clase de cosas, ¿verdad?
―¿Qué clase de cosas? ―pregunté, bajando la voz involuntariamente al nivel de la suya. Pensé para mis adentros: «Ya sabía yo que había algo...».
Madame de Lanrivain se aclaró la garganta y esbozó una sonrisa tranquilizadora.
―¿No le ha contado Hervé la historia de Kerfol? Un antepasado suyo estuvo implicado en ella. Como sabe, cada bretona tiene su historia de fantasmas; algunas bastantes desagradables.
―Sí, pero... ¿esos perros?
―Bueno; esos perros son los fantasmas de Kerfol. Al menos, los campesonos dicen que hay un día al año en que aparece un montón de perros por allí, y que ese día el guarda y su hija se marchan a Morlaix a emborracharse. Las mujeres de Bretaña beben espantosamente ―se inclinó para igualar una hebra de seda; a continuación alzó su bello rostro parisino―. ¿De veras ha visto un grupo de perros? No hay ninguno en Kerfol ―dijo.
II.
Lanrivain, al dóa siguiente, buscó un gastado volumen en piel del último estante de su biblioteca.
―Sí... aquí está. ¿Cómo se titula? Historia de los Juicios del Ducado de Bretaña. Quimper, 1702. El libro fue escrito unos cien años después del caso de Kerfol; pero creo que el informe está tomado literalmente de los archivos judiciales. De todas maneras, es un relato extraño. Y hubo un Hervé de Lanrivain implicado en esto... No precisamente de mi tipo, ya lo verás. Se trata sólo de un colateral. Bueno, toma el libro y llévatelo a la cama. Yo no recuerdo exactamente los detellas; ¡pero cuando lo hayas leído, te apuesto lo que quieras a que tendrás la luz encendida toda la noche!
Tuve la luz encendida toda la noche, como él había pronosticado. Pero fue porque el alba me sorprendió absorto aún en la lectura. El relato del juicio de Anne de Cornault, esposa del señor de Kerfol, era largo y tenía la letra apretada. Como mi amigo había dicho, era probablemente una trancripción casi literal de lo ocurrido en el estrado, y el juicio duró casi un mes. Además, el tipo de letra era muy malo. Al principio pensé traducir el viejo documento. Pero está lleno de tediosas repeticiones y las líneas generales de la historia se desvían constantemente hacie cuestiones secundarias. De modo que he intentado aligerarla y presentarla aquí de forma más simple. A veces, sin embargo, he recurrido al texto porque no he encontrado palabras que plasmasen más exactamente la sensación de lo que yo había notado en Kerfol; y en ningún momento he añadido nada de mi propia cosecha.
III.
En el año 16... Yves de Cornault, señor de las tierraas de Kerfol, fue al pardon2 de Locronan a cumplir sus deberes religiosos. Era un noble rico y poderoso que contaba entonces sesenta y dos años, aunque sano y robusto, buen jinete y cazador, y hombre piadoso. Así lo atestiguan todos sus vecinos. Físicamente era bajo y ancho, de rostro moreno, piernas ligeramente torcidas de montar a caballo, nariz ganchuda, manos anchas y cubiertas de un vello negro. Se había casado joven y había perdido a su esposa y a su hijo poco después; y desde entonces había vivido en Kerfol. Dos veces al año iba a Morlaix, donde tenía una preciosa casa junto al río, y pasaba allí de una semana a diez días, y ocasionalmente se desplazaba a Rennes para resolver asuntos. Hubo testigos que declararon que durante estas ausencias llevaba una vida distinta de la que se le conocía en Kerfol, donde se ocupaba personalmente de su hacienda, oía misa diariamente y se distraía únicamente con la caza del jabalí y las aves acuáticas. Pero esos rumores no son particularmente importantes, y es cierto que entre los vecinos de su propia clase pasaba por hombre rígido y hasta austero, observador de las obligaciones religiosas y estricto consigo mismo. No existía ningún rumor de que se permitiese familiaridades con las mujeres de sus posesiones, pese a que en aquel tiempo la nobleza era muy atrevida con sus campesinos. Algunos decían que jamás había mirado a una mujer desde la muerte de su esposa. Pero ésas son cosas difíciles de demostrar, y los testimonios a ese respecto no tenían mucha validez.
Bien. Pues a sus sesenta y dos años, Yves de Cornault fue el pardon de Locronan, y vio allí a una joven dama de Douarnenez que había cabalgado a la grupa con su padre para cumplir su deber para con el santo. Se llamaba Anne de Barrigan y procedía de un buen linaje bretón, aunque mucho menos grande y poderoso que el de Yves de Cornault. Además, el padre había dilapidado su fortuna en las cartas, y vivía casi como un labriego en su pequeña y granítica mansión de los páramos... He dicho que no añadiría nada de mi cosecha a esta escueta exposición del extraño caso, pero debo interrumpirme aquí para describir a la joven dama que había llegado hasta el cobertizo de la del atrio de Locronan en el mismísimo instante en que desmontaba el barón de Cornault. Saco esta descripción de un borroso dibujo a sanguina, bastante sobrio y verídico, debido a un discípulo de Clouets, que cuelga en el despacho de Lanrivain y del que se dice que era el retrato de Anne de Barrigan. Está sin firma y no tiene ninguna otra seña de identidad que las iniciales A. B. y la fecha: 16..., el año siguiente a su matrimonio: representan a una dama joven de rostro pequeño y ovalado, casi afilado, aunque lo bastante ancho para mostrar una boca llena, con cierta tierna depresión en las comisuras. La nariz es pequeña y las cejas son más bien altas, separadas y ligeramente marcadas a lápiz, como las cejas de las pinturas chinas. Su frente es alta y seria, y el cabello, que da la impresión de ser fino, abundante y rubio, lo lleva retirado, y recogido como un sombrero. Sus ojos no son ni grandes ni pequeños; probablemente castaños, con una expresión a la vez tímida y firme. Dos preciosas manos largas se cruzan bajo el pecho de la dama...
El capellán de Kerfol y otros testigos declararon que cuando el barón regresó de Locronan, saltó del caballo, ordenó que se le encasillase otro inmediatamente, pidió a un joven paje que fuese con él, y partió esa misma tarde hacia el sur. Su administrador lo siguió a la mañana siguiente con cofres cargados sobre un par de mulas. A la semana siguiente, Yves de Cornault regresó a Kerfol, mandó llamar a sus vasallos y renteros, y les dijo que iba a casarse el día de Todos los Santos con Anne de Barrigan, de Douarnenez. Y el día de Todos los Santos se celebró la boda.
Parece que hay pruebas por ambas partes de que los primeros años fueron felices para la pareja. No se encontró a nadie que dijese que Yves de Cornault hubiera sido duro con su esposa, y era evidente para todo el mundo que estaba contento con su transacción. A decir verdad, el capellán y otros testigos admitieron en el proceso que la jovn dama ejercía una influencia apaciguadora en su esposo, y que éste se había vuelto menos exigente con sus renteros, menos rudo con los labriegos y siervos, y menos propenso a los accesos de hosco mutismo que habían ensombrecido su viudez. En cuanto a su esposa, la única queja que sus campeones pudieron aducir en su favor fue que Kerfol era un lugar solitario, y que cuando su esposo se marchaba por necesidad de sus asuntos en Rennes o Morlaix ―ciudades a las que nunca la llevó a ella―, sólo le consentía pasear sin compañía por el parque. Pero nadie afirmó que no fuese feliz; aunque una sirvienta dijo que la había sorprendido llorando y la había oído decir que era una mujer maldita por no tener un hijo, y que no había en el mundo nada que pudiera llamar suyo. Pero éste era un sentimiento bastante natural en una esposa ligada a su esposo; y ciertamente debió de suponer una gran frustación para Yves de Cornault que no le diera hijos. Sin embargo, jamás le hizo sentir su estirilidad como un reproche ―ella misma lo admite en su declaración―, sino que parecía tratar de que lo olvidase colmándola de regalos y favores. Aunque era rico, no fue jamás liberal; pero nada era demasiado delicado para su esposa en lo que se refería a sedas, joyas, lino o cualquier otra cosa que ella deseara. Todo mercader ambulante era bien recibido en Kerfol, y cuando el señor tenía que salir, jamás regresaba sin traer a su esposa algún hermoso presente ―algo curioso y especial― de Morlaix, de Rennes o de Quimper. Una de las doncellas, en el interrogatorio, dio una interesante lista de los regalos de un año, que copio aquñi: de Morlaix, un junco tallado en marfil, con chinos a los remos, que un extraño marinero había traído como ofrenda votiva a Nôtre Dame de la Clarté, de Ploumanac'h; de Quimper, un vestido bordado, hecho por las monjas de la Asunción; de Rennes, una rosa de plata que se abría y mostraba una Virgen de ámbar con una corona de granates; de Morlaix también, una larga pieza de terciopelo de Damasco, moteado de oro, comprada a un judío de Siria; y por san Miguel de ese mismo año, de Rennes, una gargantilla o brazalete de piedras redondas ―esmeraldas y perlas y rubíes― ensartadas como cuentas en una fina cadena de oro. «Éste fue el regalo que más gustó a la dama», dijo la doncella. Más tarde, por cierto, fue presentado en el juicio, y parece que a los jueces y al público les pareció una joya curiosa y de gran valor.
El mismo invierno, el barón se ausentó de nuevo, esta vez a Burdeos, y a su regreso trajo a su esposa algo aún más singular y precioso que el brazalete. Fue una tarde invernal cuando llegó a Kerfol, y al entrar en el salón la halló sentada junto al hogar, con la barbilla apoyada en la mano, contemplando el fuego. Traía una caja de terciopelo en la mano y, depositándola en el suelo, alzó la tapa y dejó salir a un perrito de color marrón dorado. Anne de Cornault dio un grito de júbilo al ver saltar hacia ella la pequeña bestezuela: «¡Oh, parece un pájaro o una mariposa!», exclamó al cogerlo; y el perro le puso las patitas en los hombros y la miró con ojos «como de cristiano». Después de eso, jamás volvió a tenerlo lejos de su vista, y lo mimaba y le hablaba como si fuera un niño... Y, efectivamente, fuee lo más cercano a un niño que llegó a conocer. Yves de Cornault se alegró muchísimo de su compra. El perro lo había traído un marinero de un mercante indo-oriental, el cual se lo había comprado a un peregrino en un bazar de Jaffa, quien lo había robado a la esposa de un noble chino; cosa perfectamente permisible, ya que el peregrino era cristiano y el noble un pagano predestinado al fuego del infierno. Yves de Cornault había pagado un precio generoso por el perro, porque empezaban a estar en demanda en la corte francesa y el marinero sabía que era valioso. Pero la alegría de Anne era tan grande que, viéndola reír y jugar con el pequeño animal, su esposo habría dado sin duda alguna el doble de lo que le costó.
Hasta aquí todos los testimonios son unánimes, y el relato discurre sin incidencias. Pero ahora su curso se hace difícil. Trataré de atenerme lo más posible a las propias declaraciones de Anne, aunque hacia el final, pobre criatura. Bien, retrocedamos. Al año siguiente de llegar el perrito marrón a Kerfol, una noche de invierno, Yves de Cornault fue encontrado muerto en lo alto de la escalera que bajaba de las habitaciones de su esposa a una puerta que daba acceso al patio. Fue su esposa quien lo encontró y dio la alarma, tan fuera de sí, pobre desdichada, tan presa de miedo y horror ―dado que estaba toda manchada con su sangre― que al principio la excitada servidumbre no pudo entender lo que decía, y creían que se había vuelto loca de repente. Pero allí, efectivamente, en lo alto de la escalera, estaba el esposo, como una piedra, con la cabeza en el borde y la sangre de las heridas goteando en el peldaño que tenía debajo. Le habían arañado y herido la cara y el cuello como con unas armas singularmente puntiagudas y en una de sus piernas tenía un profundo desgarrón que le había cortado la arteria, lo que probablemente le había causado la muerte. Pero ¿cómo había llegado allí y quién lo había asesinado?
Su esposa declaró que ella estaba durmiendo, y al oír su grito había salido a toda prisa, y lo encontró en la escalera. Pero esto fue rebatido inmediatamente. En primer lugar, se probó que desde su habitación no pudo haber oído la lucha en la escalera debido al espesor de las paredes y a la longitud del corredor que se interponía; luego se aclaró que no estaba en la cama dormida, ya que cuando despertó a toda la casa estaba vestida y su cama no estaba deshecha. Además, la puerta de abajo de la escalera estaba entreabierta y el capellán (hombre observador) había notado que el vestido que llevaba estaba manchado de sangre hasta las rodillas y que había huellas de sangre de unas manos pequeñas en las paredes de la escalera, de modo que se supuso que en realidad estaba en la puerta cuando su marido cayó y que al subir a tientas en la oscuridad, tal vez de rodillas, se había manchado con la sangre que manaba hacia ella. Naturalmente, se arguyó por otro lado que las manchas de sangre del vestido podían haber sido causadas al arrodillarse junto a su esposo, cuando salió precipitadamente de su habitación; pero estaba abierta la puerta de abajo, y el hecho de que las huellas de dedos de la escalera señalaban la dirección hacia arriba.
La acusada mantuvo su declaración los dos primeros días, a pesar de su improbabilidad; pero al tercero le llegó la noticia de que Hervé de Lanrivain, joven noble de la vecindad, había sido detenido por complicidad en el crimen. Entonces aprovecharon dos o tres testigos para declarar que era sabido en toda la región que, en otro tiempo, Lanrivain había estado en buena relación con la dama de Cornault, pero que se había ausentado de Bretaña durante más de un año y la gente había dejado de relacionar sus nombres. Las personas que declararon esto no gozaban de muy buena reputación. Una de ellas era una vieja recogedora de hierbas sospechosa de brujería; otra, un clérigo borracho de la parroquia vecina; y la tercera, un pastor medio chiflado al que se le podía hacer decir cualquier cosa. Era evidente que el proceso no era totalmente satisfactorio sobre este particular y que habrían deseado encontrar una prueba más sólida sobre la complicidad de Lanrivain que las desposiciones de la recogedora de hierbas, quien juraba haberlo visto trepar por el muro del parque la noche del asesinato. Una manera de completar pruebas fragmentarias en aquellos tiempos consistía en ejercer alguna clase de presión, moral o física, sobre la persona acusada. No está claro a qué clase de presión sometieron a Anne de Cornault. Pero al tercer día, cuando fue llevada ante el tribunal, «parecía débil e incoherente»; y tras instalarla a que se sosegase y dijese la verdad, por su honor y por las llagas del Santísimo Redentor, confesó que, efectivamente, había bajado la escalera para hablar con Hervé de Lanrivain (quien lo negó todo) y de allí le había sorprendido el ruido de la caída de su esposo. Esta estaba mejor; y el fiscal se frotó las manos de satisfacción. La satisfacción aumentó cuando varios colonos que vivían en Kerfol fueron inducidos a decir ―con aparente sinceridad― que durante un año o dos antes de su muerte, el señor se había vuelto otra vez variable e irascible, y propenso a los períodos de hosco mutismo que su servidumbre había aprendido a temer antes de su segundo matrimonio. Lo cual parecía demostrar que las cosas no marchaban bien en Kerfol, aunque no pudieron encontrar a nadie que dijese que hubiera habido signo alguno de desavenencia entre marido y mujer.
Anne de Cornault, al ser interrogada sobre el motivo por el que bajó de noche a abrirle la puerta a Hervé de Lanrivain, dio una respuesta que debió de hacer sonreír al tribunal. Dijo que porque estaba sola y quería hablar con el joven. «¿Era ésa la única razón?», le preguntaron; y contestó: «Sí, por la cruz que hay sobre las cabezas de vuestras Señorías». «Pero ¿por qué a medianoche?», preguntó el tribunal. «Porque no podía verlo de ninguna otra manera». Imagino el intercambio de miradas sobre los cuellos de armiño, debajo del crucifijo. Anne de Cornault, interrogada más tarde, dijo que su vida de casada había sido extremadamente solitaria; «desolada», fue la palabra que empleó. Era cierto que su esposo le hablaba raramente con aspereza, pero había días en que no le dirigía la palabra. Era cierto también que jamás la había maltratado ni amenzado, pero la tenía como una prisionera en Kerfol; y cuando se marchaba a Morlaix, a Quimper o a Rennes, la sometía a tal vigilancia que no podía coger una flor del jardón sin tener a una doncella pegada a sus talones. «No soy reina, no necesito tales honores», dijo una vez a su esposo; y él le contestó que un hombre que tiene un tesoro no deja la llave en la cerradura cuando se ausentaba. «Entonces llevadme con vos», había insistido ella. Pero a esto replicó que las ciudades eran lugares perniciosos y que las jóvenes esposas estaban mejor junto a la chimenea.
―Pero ¿qué queríais decile a Hervé de Lanrivain? ―preguntó el tribunal.
Y ella contestó:
―Quería pedirle que me llevase con él.
―¡Ah! ¿Confes{is que bajasteis a abrirle con intenciones adúlteras?
―No.
―Entonces, ¿por qué queríais pedirle que os llevase con él?
―Porque temía por mi vida.
―¿De quién teníais miedo?
―De mi esposo.
―¿Por qué teníais miedo de vuestro esposo?
―Porque había estrangulado a mi perrito.
Otra sonrisa debió de cruzar por los rostros del tribunal: en los tiempos en que un noble tenía derecho a ahorcar a su campesinos ―derecho que la mayoría ejercía―, retorcerle el cuello a un animal favorito no podía escandalizar a nadie. Al llegar aquí, uno de los jueces, a quien al parecer la acusada inspiraba cierta simpatía, sugirió que debían permitirle explicarse a su manera; en consecuencia, hizo la siguiente declaración: Que durante los primeros años de matrimonio había estado muy sola, aunque su esposo no la había tratado con rigor. Si hubiese tenido un hijo, no habría sido infeliz; pero los días eran largos y demasiado lluviosos.
Era cierto que su esposo, cada vez que se iba y la dejaba, le traía un precioso regalo a su regreso. Pero eso no compensaba su soledad; al menos, hasta que trajo su perrito de Oriente; entonces se sintió mucho menos desdichada. Su esposo parecía complacido al verla tan encariñada con el animal; le dio permiso para que le pusiese su brazalete de joyas en el cuello y que lo tuviera siempre con ella. Un día se había quedado dormida en su habitación, con el perro a sus pies, como era su costumbre. Tenía los pies desnudos y apoyados en su lomo. De pronto, la despertó su esposo; estaba junto a ella sonriendo, no con desafecto.
―Os parecíes a mi bisabuela, Juliane de Cornault, descansando en la capilla con un perrito a los pies ―dijo.
La analogía le produjo a la dama un escalofrío, pero rió y contestó:
―Bueno; cuando muera, ponedme junto a ella, esculpida en m{rmol, con el perro a mis pies.
―¡Ah..., tendremos que esperar! ―dijo riendo él también; luego frunció sus negras cejas, y añadió―: El perro es el emblema de la fidelidad.
―¿Y dudáis que yo tenga derecho a descansar con él a mis pies?
―Cuando tengo una duda la aclaro ―contestó―. Soy viejo ―añadió―, y la gente dice que os hago llevar una vida solitaria. Pero juro que tendréis vuestro monumento si os lo ganáis.
―Y yo os juro ser fiel ―replicó ella―, aunque no se m{s que por tener mi perrito a los pies.
Algún tiempo después el barón tuvo que asistir al tribunal de Quimper; y estando ausente, una tía suya, viuda de un ilustre noble del ducado, se detuvo a pasar la noche en Kerfol, camino del pardon de Ste. Barbe. Era una mujer piadosa e influyente, y muy respetada por Yves de Cornault; y cuando le propuso a Anne que fuese con ella a Ste. Barbe, nadie se opuso, y hasta el capellán se mostró a favor de esta peregrinación. Así que Anne salió para Ste. Barbe, y allí habló por primera vez con Hervé de Lanrivain. Éste había ido una vez o dos a Kerfol con su padre, pero la dama no había llegado a intercambiar una docena de palabras con él. Esta vez no hablaron más de cinco minutos; fue bajo los castaños, mientras la procesión salía de la capilla. Él dijo «Os compadezco». Ella se sorprendió, ya que nunca había imaginado que pudiese ser compadecida por nadie. Y añadió: «Llamadme cuando me necesitéis». Ella sonrió; pero luego se alegró, y pensó en este encuentro.
Confesó haberlo visto tres veces después: no más. No dijo cómo ni dónde... Dio la impresión de que temía implicar a alguien. Sus encuentros habían sido escasos y breves y, al final, él le había dicho que iba a marcharse al día siguiente a un país extranjero, en una misión que no caercía de peligro y que quizá le retendría muchos meses. Le pidió un recuerdo y ella no encontró a mano otra cosa que el collar que llevaba puesto el perrito. Después se arrepintió de habérselo dado, pero le veía tan desdichado por marcharse que no tuvo valor para negárselo. Su esposo estab ausente por entonces. Cuando regresó, unos días más tarde, cogió al animal para acariciarlo y observó que le faltaba el collar. Su esposa le dijo que el perro lo había perdido en la maleza y que lla y sus doncellas lo habían estado buscando todo el día. Era cierto, explicó ella en el tribunal, que había hecho que las doncellas buscasen el collar...; todas creyeron que el perro lo había perdido en el parque.
Su esposo no hizo ningún comentario; y esa noche, en la casa, se comportó con su humor habitual, entre bueno y malo: nunca se sabía cuál. Habló mucho, comentqando qué había hecho y visto en Rennes; pero de cuando en cuando se quedaba callado, y la miraba severamente; y cuando ella se retiró a dormir, encontró a su perrito estrangulado encima de la almohada. El pobre animal estaba muerto, aunque caliente todavía; se inclinó para cogerlo, y su angustia se convirtió en horror al descubrir que había sido estrangulado con dos vueltas de la gargantilla que ella le había dado a Lanrivain. A la mañana siguiente enterró al perro en el jardín y se ocultó el collar en el pecho. No dijo nada a su esposo, ni entonces ni más tarde, y él tampoco hizo ningún comentario. Pero ese día ahorcó él a un labriego por robar un haz de leña en el parque, y al día siguiente casi mató a palos a un potro que estaba domando.
Empezó el invierno, pasaban unas tras otro los cortos días y las largas noches; y la dama no teníanoticias de Hervé de Lanrivain. Quizá su esposo lo había matado, o tal vez habían robado la gargantilla. Día tras día junto al fuego, entre las doncellas atareadas hilando, y noche tras noche sola en la cama, se sumía en conjeturas y temblaba. A veces en la mesa, su esposo la miraba y sonreía; entonces sentía la convicción de que Lanrivain había muerto. No intentó obtener noticias suyas, porque era seguro que su esposo se enteraría: estaba convencida de que podía averiguarlo todo. Y cuando una noche fue al castillo a guarnecerse una bruja que tenía fama de vidente y de mostrar el mundo en su cristal, y las doncellas se congregaron a su alrededor, Anne se mantuvo apartada.
El invierno fue largo, oscuro y lluvioso. Un día, en ausencia de Yves de Cornault, llegaron a Kerfol unos gitanos con un puñado de perros amaestrados. Anne les compró el más pequeño y el más listo, uno castaño. Parecía haber sido maltratado por los gitanos y se refugió junto a ella de manera quejumbrosa cuando lo apartó de los demás. Esa noche regresó su esposo, y cuando Anne se fue a dormir encontró al perro estrangulado sobre su almohada. Después de eso, se dijo a sí misma que jamás volvería a tener otro perro; pero una noche de mucho frío encontraron a un lebrel flaco gimiendo en la entrada del castillo; lo recogió y prohibió a las doncellas que se lo dijesen a su esposo. Lo ocultó en una habitació en la que no entraba nadie, le llevó comida de su propio plato, le hizo un cálido lecho para que durmiese y le cuidó como a un niño.
Regresó Yves de Cornault a casa, y al día siguiente Anne encontró al lebrel estrangulado sobre su almohada. Lloró en secreto, pero no dijo nada; y decidió que aunque se encontrase un perro a punto de morir de hambre no lo traería por nada del mundo al castillo; pero un día se encontró un cachorro de perro pastor, una bola de algodón manchado y con los ojos azules, tumbado, con una pata rota, en la nueve del parque. Yves de Cornault estaba en Rennes; así que entró al perro, lo calentó y alimentó, le vendó la pata y lo ocultó en el castillo hasta el regreso de su esposo. El día antese se lo dio a una campesina que vivía muy lejos y le pagó generosamente para que lo cuidase y no dijese nada; pero esa noche oyó aullar y arañar en su puerta, y cuando abrió, el cachorro cojo, empapado y tiritando, saltó sobre ella con sus pequeños ladridos lastimeros. Lo ocultó en su cama, y a la mañana siguiente iba a llevárselo otra vez a la campesina cuando oyó a su marido entrar a caballo en el patio. Encerró al perro en una arca y bajó a recibirlo. Una hora o dos más tarde, cuando regresó a su habitación, el cachorro yacía estrangulado sobre su almohada.
No se atrevió a tener otro perro nunca más, y la soledad se le hizo casi insoportable. A veces, cuando cruzaba el patio del castillo y creía que nadie la miraba, se detenía a acariciar al viejo pointer de la entrada. Pero un día, mientras lo acariciaba, salió su esposo de la capilla. Al día siguiente el perro había desaparecido. Esta extraña historia fue contada en una sola sesión del tribunal, ni escuchada sin comentarios imacientes e incrédulos. Era evidente que los jueces estaban sorprendidos de su puerilidad y que no ayudaba a la acusada a los ojos del público. Era un extraño relato, evidentemente; pero ¿qué probaba? Que Yves de Cornault tenía adversión a los perros y que su esposa, para satisfacer su propio capricho, hacía caso omiso de manera pertinaz de esta aversión. En cuanto a alegar esta trivial desavenencia como pretexto para sus relaciones ―fueran de la naturaleza que fuesen― con su supuesto cómplice, el argumento era tan absurdo que su propio abogado lamentó manifiestamente haberle permitido hacer uso de él, y trató varias veces de interrumpir la historia. Pero ella siguió hasta su conclusión con una especie de insistencia hipnótica, como si las escenas que evocaba fueran tan reales que hubiese olvidado dónde se encontraba y creyese que las estaba viviendo otra vez.
Finalmente el juez que previamente había mostrado cierta benevolencia hacia ella, dijo (inclinándose ligeramente hacia delante, podemos imaginar, desde la fila de sus amodorrados colegas):
―Entonces, ¿queréis hacernos creer que habéis asesinado a vuestro esposo porque no os dejaba tener un perro?
―Yo no he asesinado a mi esposo.
―¿Quién entonces? ¿Hervé de Lanrivain?
―No.
―¿Quién entonces? ¿Piodéis decírnoslo?
―Sí, puedo decíroslo: los perros...
Al llegar aquí, la sacaron de la sala, desmayada. Es evidente que su abogado trató de hacerla abandonar esta idea de defensa. Posiblemente su explicación, cualquiera que fuese, le había parecido convincente cuando se la había contado en el calor de su primera entrevista privada; pero ahora que la exponía a la fría luz del día, en la encuesta judicial y ante la burla del pueblo, se sintió completamente avergonzado, y la hubiera sacrificado sin escrúpulos con tal de salvar su reputación profesional. Pero el obstinado juez ―quien quiz{, en realidad, era m{s inquisitivo que amable― quería oír evidentemente toda la historia; y al día siguiente le ordenó que continuase su deposición. Contó que después de la desaparición del viejo perro guardián no ocurrió nada particular durante un mes o dos. Su esposo se comportaba como de costumbre: la dama no recordaba ningún incidente especial. Pero una noche llegó al castillo una buhonera y se puso a vender adornos y abalorios a las doncellas. Ella no se sentía con ánimos para esas cosas, pero estuvo un rato contemplando cómo las mujeres escogían. Y entonces, no sabía cómo, la buhonera la persuadió para que le comprase un pomo, o perfumador, en forma de pera, de fuerte fragancia; una vez le había visto algo parecido a una gitana. Ella no quería el perfumador y no sabía por qué lo había comprado. La buhonera dijo que quienquiera que lo llevase tendría el poder de leer el futuro; pero Anne no creía en esas cosas, ni le importaban tampoco. Sin embargo, lo compró y lo subió a su habitación, donde se sentó y comenzó a darle vueltas entre las manos. Entonces le atrajo el extraño olor, y empezó a preguntarse qué clase de especia tendría la cajita. La abrió y encontró como una judía gris envuelta en una tira de papel; y en el papel vio un signo que ella conocía, con un mensaje de Hervé de Lanrivain diciendo que había regresado y que estaría en la puerta del patio esa noche, en cuanto la luna se ocultara... Quemó el papel y se sentó a pensar. Anochecía ya, y su esposo estaba en casa... no había medio de advertir a Lanrivain, y no pudo hacer otra cosa que esperar...
Al llegar a este punto, imagino a la adormilada audiencia empezando a despertar. Incluso el más viejo del estrado debió de recrearse imaginando los sentimientos de una mujer al recibir, a la caída de la tarde, el mensaje de un hombre que vivía a veinte millas, al que no tenía medios de mandarle aviso. No era una mujer lista, supongo; y la primera consecuencia de sus reflexiones parece que fue el error de comportarse esa noche demasiado amablemente con su esposo. No pudo inducirlo a beber en exceso, según el recurso tradicional, porque aunque a veces bebía mucho, su cabeza resistía bastante; y cuando bebía más allá de su resistencia era porque así lo quería él, y no porque una mujer lo persuadiese. Sobre todo su esposa; ahora que la consideraba agua pasada. Mientras leía el caso, imaginé que no habría dejado en él otro sentimiento que el odio ocasionado por la supuesta deshonra. Fuera como fuese, trató de recurrir a sus viejos encantos. Pero hacia el anochecer él pretextó tener dolores y fiebre, y abandonó el salón y subió al gabinete donde dormía a veces. Su criado le subió una copa de vino, y al bajar anunció que se iba a acostar y no quería que le molestasen; y una hora más tarde, cuando Anne alzó el tapiz y escuchó en su puerta, oyó su respiración sonora y regular. Pensó que podía estar fingiendo, y permaneció un buen rato descalza en el corredor, con la oreja pegada a la grieta; pero su respiración seguía siendo demasiado regular y natural para no ser otra que la de un hombre profundamente dormido. Regresó confiada a su habitación y se asomó a la ventana a contemplar la luna entre los árboles del parque. El cielo estaba nublado y sin estrellas; y al ocultarse la luna, la noche se volvió negra como un pozo. Comprendió que había llegado el momento, y se deslizó furtivamente por el corredor, cruzó por delante de la puerta de su esposo ―donde se detuvo otra vez a escuchar su respiración― y llegó a la escalera. Allí se detuvo un instante para cerciorarse de que nadie le seguía: luego empezó a bajar la escalera a oscuras. Era tan empinada y tortuosa que debía hacerlo muy despacio por temor a tropezar.
Su únido propósito era descorrer el cerrojo de la puerta, decirle a Lanrivain que huyese y regresar apresuradamente a su habitación. Había probado el cerrojo por la tarde y se las haía arreglado para ponerle un poco de grasa; sin embargo, cuando tiró de él, produjo un chirrido... no muy fuerte, pero le paralizó el corazón. Y al minuto siguiente oyó un ruido.
―¿Qué ruido? ―preguntó el fiscal.
―Era la voz de mi esposo pronunciando mi nombre y maldiciéndome.
―¿Qué oísteis después?
―Un terrible alarido y una caída.
―¿Dónde estaba Hervé de Lanrivain en ese momento?
―Estaba fuera, en el patio. Acababa de verlo en la oscuridad. Le dije, por Dios, que se fuese y luego cerré la puerta.
―¿Qué hicisteis a continuación?
―Me quedé al pie de la escalera escuchando.
―¿Qué oísteis?
―Oí los perros que gruñían y jadeaban.
(Visible desaliento del tribunal, fastidio del público y exasperación del abogado encargado de la defensa. ¡Los perros otra vez! Pero el inquisitivo juez insisitió:)
―¿Qué perros?
Ella inclinó la cabeza y habló tan bajo que tuvieron que pedirle que repitiese la respuesta:
―No lo sé.
―¿Cómo decís, que no lo sabéis?
―No sé que perros...
El juez intervino otra vez:
―Tratad de decirnos exactamente qué ocurrió. ¿Cu{nto tiempo estuvisteis al piz de la escalera?
―Sólo unos minutos.
―Y entretanto, ¿qué pasaba arriba?
―Los perros gruñían y jadeaban. Él gritó una vez o dos. Y creo que gimió. Luego calló.
―¿Y qué pasó?
―Luego oí un ruido como de una jauría cuando se abalanza sobre el lobo..., un tragar y beber a lengüetazos.
(Hubo una exclamación de repugnancia y horror en el tribunal, y otro intento de intervención por parte del abogado descompuesto. Pero el inquisitivo juez prosiguió su interrogatorio).
―¿Y en todo ese tiempo no subisteis?
―Sí; subí entonces para apartarlos.
―¿A los perros?
―Sí.
―¿Y bien...?
―Cuando llegué arriba, estaba completamente oscuro. Encontré el pedernal y el eslabón de mi esposo e hice saltar una chispa. Lo vi tendido allí. Estaba muerto.
―¿Y los perros?
―Los perros se habían ido.
―¿Se habían ido... adónde?
―No lo sé. No había salida... y no había perros en Kerfol.
Se irguió cuan alta era, alzó los brazos por encima de la cabeza y cayó al suelo de piedra con un alarido prolongado. Hubo un momento de confusión en la sala. Se oyó decir a alguien del estrado: «Éste es un caso claro para las autoridades eclesiásticas...». Y el abogado de la prisionera debió de saltar pinchado ante tal sugerencia. A partir de aquí el juicio se pierde en un laberinto de preguntas y disputas. Cada testigo llamado corroboró la declaración de Anne de Cornault de que no había perros en Kerlof: no había ninguno desde hacía meses. El amo de la casa les había cogido aversión, era era inegable. Pero, por otra parte, en el interrogatorio hubo largas y agrias discusiones sobre la naturaleza de las heridas del muerto. Uno de los cirujanos llamados a declarar dijo que las señales parecían mordiscos. Se reavivó la insinuación de brujería, y los abogados oponentes se leyeron a gritos uno a otro gruesos librotes de nigromancia.
Finalmente, Anne de Cornault fue conducida otra vez ante el tribunal ―a petición del mismo juez― y se le preguntó si sabía de dónde podían haber llegado los perros de los que hablaba. Por el alma de su Redentor, juró que no. Entonces el juez le hizo una pregunta final:
―Si os hubieran sido familiares los perros que os pareció oír, ¿creéis que los habríais reconocido por sus ladridos?
―Sí.
―¿Y reconocisteis a alguno?
―Sí.
―¿Qué perros os pareció que eran?
―Mis perros muertos ―dijo en un susurro.
La sacaron de la sala para no reaparecer más. Hubo alguna investigación eclesiástica, y el final del asunto fue que los jueces disintieron entre sí y con la autoridad de la Iglesia, y que Anne de Cornault fue confiada a la custodia de la familia de su esposo, que la encerró en la torre de Kerfol, donde se dice que murió años después, loca inofensiva.
Así termina su historia. En cuanto a Hervé de Lanrivain, sólo tuve que pedirle a su descendiente colateral que me contase los detalles posteriores. Como las pruebas contra el joven eran insuficientes, y la influencia de su familia en el ducado era considerable, salió absuelto y se marchó a París poco después. Probablemente no se sentía con ánimos para llevar una vida mundana, y parece que cayó casi inmediatamente bajo la influencia del famoso M. Arnauld d'Andilly y los caballeros de Port Royal. Un año o dos más tarde ingresó en la Orden, y sin alcanzar ningún grado especial, siguió las vicisitudes que corrió ésta, hasta su muerte, unos veinte años después. Lanrivain me enseñó un retrato suyo, hecho por un discípulo de Philippe de Champaigne: ojos tristes, boca impulsiva y frente estrecha. ¡Pobre Hervé de Lanrivain!: fue un final gris el suyo. Sin embargo, mientras contemplaba su rígida y pálida imagen, con su oscuro traje de jansenista, casi sentí envidia de su destino. Al fin y al cabo, en el recurso de su vida le había ocurrido dos grandes cosas: había amado románticamente, y debió de conversar con Pascal..."
Edith Wharton
martes, 30 de junio de 2015
"La Boda de John Charrington"
"Nadie pensó jamás que May Forster se casaría con John Charrington; pero él no opinaba lo mismo, y John Charrington tenía un modo extraño de conseguir cualquier cosa que se propusiera. Le pidió que se casara con él antes de ir a Oxford. Ella se echó a reír y le dijo que no. Se lo volvió a pedir la primera vez que regresó a casa. May se rió de nuevo, movió su preciosa cabeza rubia, y volvió a contestarle que no. La tercera vez que se lo pidió, ella dijo que se estaba convirtiendo en un hábito incorregible, y se rió más que nunca de él.
John no era el único hombre que quería casarse con May: era la belleza de nuestro círculo social, y todos estábamos más o menos enamorados de ella; era una especie de moda, como los corbatines de lazo o las capas de Inverness. Por eso nos sentimos tan molestos como sorprendidos cuando John Charrington entró en nuestro pequeño club local (recuerdo que celebrábamos nuestras reuniones en un desván encima del guarnicionero) y nos invitó a su boda.
-¿A tu boda?
-¿Bromeas?
-¿Quién es la afortunada? ¿Cuándo tendrá lugar?
John Charrington cargó su pipa y la encendió antes de contestar:
-Muchachos, lamento privaros de vuestra única diversión... Pero la señorita Forster y yo nos casaremos en septiembre.
-¿Bromeas?
-Le ha dado calabazas de nuevo y el pobre ha perdido el juicio.
-No -exclamé, poniéndome en pie-. Seguro que dice la verdad. Que alguien me dé una pistola... o un billete en primera clase hasta la última parada de Ningunaparte. Charrington ha embrujado a la única joven bonita en un radio de veinte millas. ¿Ha sido mesmerismo o un filtro de amor, Jack?
-Ni lo uno ni lo otro, sino una virtud que vosotros nunca tendréis: perseverancia, y el hecho de ser el hombre más afortunado del mundo.
Había algo en su voz que me hizo callar; y las bromas de los demás muchachos no lograron sonsacarle nada. Lo más sorprendente fue que, cuando felicitamos a la señorita Forster, ella se puso roja como la grana y nos sonrió con aquellos graciosos hoyuelos en las mejillas, como si realmente estuviera enamorada de él y lo hubiese estado desde el principio. Juraría que era cierto. Las mujeres son criaturas muy extrañas.
Nos invitaron a todos a la ceremonia. En Brixham, todos los que son algo se conocen entre sí. Estoy convencido de que mis hermanas estaban más interesadas por el ajuar que la propia novia, y yo iba a ser el padrino. Se habló mucho del futuro enlace a la hora del té, y en nuestro pequeño club encima del guarnicionero; y todo el mundo se hacía la misma pregunta: ¿le amará ella? Yo tampoco lo sabía a ciencia cierta en los primeros días de su noviazgo, pero, después de cierto atardecer de agosto, mis dudas se desvanecieron. Regresaba a casa desde el club a través del cementerio. Nuestra iglesia se encuentra en una colina donde crece el tomillo, y el césped a su alrededor es tan suave y tupido que las pisadas resultan inaudibles.
No hice el menor ruido al saltar el pequeño muro cubierto de liquen, y continué mi camino entre las tumbas. Recuerdo que oí la voz de John Charrington y vi a May al mismo tiempo. Estaba sentada sobre una lápida muy lisa, a escasa altura, con todo el esplendor del sol poniente en su lindo semblante. Su expresión disipaba, de una vez para siempre, cualquier duda acerca de su amor por él; una belleza, que no habría creído posible ni en un rostro tan hermoso como el suyo, parecía transfigurarla. John estaba a sus pies, y fue su voz la que rompió el silencio del dorado atardecer de agosto.
-Mi amor, mi amor, !creo que volvería de entre los muertos si me lo pidieras!
Me apresuré a toser para indicarles mi presencia y, desterrando cualquier duda, continué andando por la sombra.
La boda iba a celebrarse a primeros de septiembre. Dos días antes, tuve que ir urgentemente a la ciudad por un asunto de negocios. El tren venía con retraso, por supuesto, ya que se trataba de la Compañía del Sudeste y, mientras esperaba malhumorado su llegada con el reloj en la mano, divisé a John Charrington y a May Forster. Paseaban del brazo por un solitario extremo del andén, mirándose a los ojos, indiferentes a la amable curiosidad de los mozos de estación.
Sin dudarlo un instante, como es natural, desaparecí en el despacho de billetes; y, hasta que el tren no se detuvo en la estación, no pasé de manera visible junto a la pareja con mi Gladstone, y elegí un rincón en un vagón de fumadores de primera clase. Hice como si no los hubiera visto. Me sentía orgulloso de mi discreción, pero, si John iba a viajar solo, yo deseaba su compañía. Y la tuve.
-Hola, viejo amigo -exclamó alegremente, metiendo su bolsa en mi vagón-. ¡Menuda suerte! ¡Y yo que esperaba un viaje de lo más aburrido!
-¿Dónde vas? -le pregunté, mirando discretamente hacia otro lado; no necesitaba ver a May para saber que la joven había llorado.
-A casa del anciano Branbridge -respondió, cerrando la portezuela y asomándose a la ventanilla para despedirse de su novia.
-¡Ojalá no fueras, John! -le oí decir en voz baja, con enorme seriedad-. Estoy segura de que va a ocurrir algo.
-¿Crees que yo permitiría que ocurriese algo que nos impidiera celebrar la boda pasado mañana?
-No vayas -le suplicó May, con una vehemencia que habría enviado primero mi bolsa y después a mí al andén. Pero ella no se dirigía a mí. Y John Charrington era diferente: rara vez cambiaba de opinión, y nunca sus decisiones.
Se limitó a acariciar las pequeñas manos sin guantes que se apoyaban en la portezuela del vagón.
-Tengo que hacerlo, May. El pobre viejo ha sido sumamente bondadoso conmigo y, ahora que está en su lecho de muerte, debo acudir a su lado; pero volveré a tiempo para... -el resto de su despedida se perdió en un murmullo y en las sacudidas y traqueteos del tren que arrancaba.
-¿Seguro que vendrás? -preguntó ella, al ver que nos movíamos.
-Nada me lo impedirá -replicó John Charrington; y el tren salió de la estación.
Criando la pequeña figura en el andén desapareció de su vista, se recostó en el rincón y guardó unos momentos de silencio. Me explicó entonces que su padrino, del que era el único heredero, estaba muriéndose en Peasmarsh, a unas cincuenta millas; que había enviado a buscarlo, y él se había sentido obligado a ir.
-Seguramente estaré de vuelta mañana -afirmó-, y si no al día siguiente, con tiempo de sobra para la boda. ¡Es una suerte que en la actualidad no haya que levantarse en medio de la noche para contraer matrimonio!
-¿Y si fallece el señor Branbridge?
-¡Vivo o muerto, tengo intención de casarme el jueves! –repuso John, encendiendo un cigarro y desplegando el Times.
Nos dijimos adiós en la estación de Peasmarsh; él se bajó del tren, y le vi alejarse a caballo. Yo seguí hasta Londres, donde pasé la noche. Cuando regresé al día siguiente, una tarde muy lluviosa, por cierto, mi hermana me recibió con estas palabras:
-¿Dónde está el señor Charrington?
-¡Sabe Dios! -respondí malhumorado. A todos los hombres, desde los tiempos de Caín, les han inquietado esa clase de preguntas.
-Pensé que sabrías algo de él -añadió ella-, como mañana vas a ser su padrino...
-¿Acaso no ha vuelto? -inquirí, pues había confiado en encontrarlo en casa.
-No, Geoffrey -mi hermana Fanny siempre sacaba conclusiones precipitadas, especialmente si éstas eran poco favorables para sus congéneres-, no ha vuelto y, es más, puedes estar seguro de que no lo hará. Escúchame bien, mañana no se celebrará ninguna boda.
No había nadie en el mundo que me sacara tanto de mis casillas como mi hermana Fanny.
-Escúchame bien tú a mí -contesté con aspereza-, será mejor que dejes de comportarte como una perfecta idiota. La boda de mañana será mucho más real que ninguna de las que vayas a protagonizar tú -una predicción, dicho sea de paso, que acabaría cumpliéndose.
Sin embargo, aunque yo respondiera con brusquedad a mi hermana, muy seguro de mis palabras, no me sentí tan bien aquella noche cuando me dijeron en casa de John que aún no había vuelto. Me alejé de allí bajo la lluvia, lleno de pesimismo. La mañana siguiente amaneció con un cielo azul y un sol radiante; un día inmejorable de suave viento y hermosas nubes. Me levanté con el vago sentimiento de haberme acostado muy inquieto, y con muy pocas ganas de enfrentarme a la realidad ahora que estaba despierto. Pero con el agua para el afeitado me trajeron una nota de John que me tranquilizó, y me encaminé feliz a casa de los Forster. May estaba en el jardín. Vi su traje azul a través de las malvarrosas cuando las puertas de la verja se cerraron a mis espaldas. Así que, en lugar de dirigirme a la casa, bajé por el sendero cubierto de césped.
-También te ha escrito -exclamó, sin saludarme antes, cuando llegué a su lado.
-En efecto. Tengo que reunirme con él a las tres en la estación, y los dos iremos directamente a la iglesia.
Su semblante estaba pálido, pero el brillo de sus ojos y el delicado temblor de sus labios hablaban de una renovada felicidad.
-El señor Branbridge le pidió que se quedará una noche más y John fue incapaz de negarse -continuó May-. ¡Es tan buena persona! Pero ¡ojalá hubiera vuelto ayer!
Llegué a la estación a las dos y media. Me sentía bastante irritado con John. Era una falta de respeto hacia la hermosa joven que tanto le amaba llegar sin aliento, cubierto del polvo del camino, y coger esa mano por la que algunos de nosotros habríamos dado los mejores años de nuestra vida. Pero cuando el tren de las tres en punto se detuvo y volvió a ponerse en marcha sin que ningún pasajero se apeara en nuestra pequeña estación, sentí algo más que indignación contra él. El siguiente tren no llegaría hasta treinta y cinco minutos después; calculé que, si nos apresurábamos, podríamos llegar justo a tiempo a la ceremonia; pero ¡qué necio había sido al perder el primer tren! ¿Qué otro hombre habría hecho algo así?
Los treinta y cinco minutos se me hicieron eternos mientras vagaba por la estación leyendo el tablón de anuncios y los horarios, así como el reglamento de la compañía ferroviaria, cada vez más indignado con John Charrington. Aquella confianza en su propio poder de conseguir cuanto quería en el momento en que lo deseaba le estaba llevando demasiado lejos. Odio esperar. A todo el mundo le pasa lo mismo, pero creo que yo lo odio más que nadie. El tren de las tres treinta y cinco llegó con retraso, naturalmente.
Mordí mi pipa con fuerza y di una patada en el suelo con impaciencia mientras esperaba el cambio de señales. Oí un chasquido y la señal bajó. Cinco minutos después entré atropelladamente en el carruaje que había traído para llevar a John.
-¡A la iglesia! -exclamé, mientras alguien cerraba la puerta-. El señor Charrington no ha llegado en este tren.
El enfado se convirtió entonces en inquietud. ¿Qué podía haberle pasado? ¿Se habría sentido súbitamente mal? No recordaba haberlo visto un solo día enfermo. Además, de haber sido así, habría enviado un telegrama. Tenía que haber sufrido un espantoso accidente. Jamás se me pasó por la cabeza... no, ni un solo instante... que hubiera engañado a May. Sí, algo terrible le había ocurrido, y era mi deber comunicárselo a su novia. Les aseguro que casi llegué a desear que el carruaje volcase y destrozara mi cabeza para que otra persona tuviera que decírselo en mi lugar, pues yo... pero eso no tiene nada que ver con esta historia.
Eran las cuatro menos cinco cuando nos detuvimos ante la verja del cementerio. Dos hileras de curiosos se alineaban expectantes a ambos lados del camino, entre la entrada al camposanto y la puerta de la iglesia. Salté del carruaje y pasé entre ellos. Nuestro jardinero estaba muy bien situado, cerca de la puerta. Me paré junto a él.
-Todavía están esperando a los novios, ¿verdad, Byles? -pregunté, únicamente para ganar tiempo; sabía, por supuesto, que así era por lo atenta que se mostraba la muchedumbre.
-¿Esperando, señor? No, no; la ceremonia ya debe de haber acabado.
-¿Acabado? Entonces el señor Charrington, ¿ha venido? justo a tiempo, señor; algo ha debido impedirle encontrarse con usted. Y sabe, señor -añadió bajando la voz-, jamás había visto así al señor John; en mi opinión, ha estado bebiendo más de la cuenta. Su ropa estaba polvorienta y su rostro, blanco como el papel. No me ha gustado nada su aspecto, y la gente está haciendo toda clase de comentarios en el interior. Verá usted, creo que al señor John le ha ocurrido algo muy grave y ha bebido. Parecía un fantasma, y ha entrado en la iglesia con la vista extraviada, sin dirigir una sola mirada o una sola palabra a ninguno de nosotros, ¡él, que ha sido siempre un caballero!
Nunca había oído decir tantas palabras seguidas a Byles. La multitud cuchicheaba y se preparaba para lanzar arroz y zapatillas a los novios. Los campaneros, con sus manos en las cuerdas, se preparaban para iniciar el alegre repicar cuando los recién casados salieran de la iglesia.
Un murmullo en el interior anunció su llegada, y los novios aparecieron en la puerta. Byles estaba en lo cierto. John Charrington parecía otro hombre. Tenía la chaqueta polvorienta y el cabello despeinado; y una mancha amoratada en la frente, como si se hubiera enzarzado en una pelea. Estaba pálido como un cadáver; aunque su palidez no era mayor que la de la novia, que parecía tallada en marfil... el vestido, el velo, las flores de azahar, el rostro, toda ella.
Los campaneros, que eran seis, se inclinaron a su paso; y mientras los oídos esperaban el alegre repicar de boda, ellos iniciaron el lento tañido del toque de difuntos. Todos nos estremecimos de horror ante la insensata broma de aquellos hombres. Pero los campaneros soltaron las cuerdas y huyeron como conejos hacia la luz del sol. La novia temblaba, y parecía a punto de estallar en llanto; pero el novio descendió con ella por el camino donde la gente los esperaba con los puñados de arroz. Mas nadie los arrojó, ni repicaron las campanas de boda. Fue inútil tratar de convencer a los campaneros para que repararan su error; sin dejar de proferir juramentos, balbucearon que ellos se cuidarían muy mucho de alejarse antes.
En medio de un silencio sepulcral, los novios entraron en el carruaje y la portezuela se cerró tras ellos. Fue entonces cuando las lenguas se soltaron. Una verdadera Torre de Babel de indignación, asombro y conjeturas, tanto por parte de los espectadores como de los invitados.
-Si yo hubiera visto su estado, señor -me dijo el viejo Forster cuando nos alejábamos-, ¡le habría tirado al suelo de la iglesia para impedir que se casara con mi hija!
Luego asomó la cabeza por la ventanilla.
-¡Corra como el diablo! -gritó al cochero-. No se preocupe por los caballos.
El hombre le obedeció y adelantamos el carruaje de la novia. Yo me abstuve de mirarlo, pero el viejo Forster volvió la cabeza y lanzó un juramento. Llegamos a la casa antes que los recién casados. Nos quedamos en el umbral, bajo el sol abrasador de las primeras horas de la tarde, y no había transcurrido ni medio minuto cuando oímos el chirrido de las ruedas en la grava. El carruaje se detuvo junto a los escalones de entrada, y el viejo Forster y yo los bajamos corriendo.
-¡Santo Cielo! ¡No hay nadie en su interior! Y, sin embargo...
Me apresuré a abrir la puerta, y contemplé el siguiente espectáculo: No había ni rastro de John Charrington; y de May, su mujer, sólo se veía un montón de raso blanco en el suelo y en el asiento del carruaje.
-He venido directamente de la iglesia, señor -dijo el cochero, mientras el padre de May la cogía en brazos-; y puedo jurarle que nadie ha salido del coche.
La llevamos dentro con su vestido de novia y le quitamos el velo. ¿Seré capaz de olvidar algún día su rostro? Pálido, muy pálido, atenazado por la angustia y el terror, con una expresión de espanto que, desde entonces, no he visto más que en pesadillas. Su pelo, rubio y brillante, se había vuelto blanco como la nieve. Mientras su padre y yo la contemplábamos, a punto de enloquecer ante aquel horror y misterio, un muchacho subió por la avenida... un muchacho con un telegrama en la mano. Me entregaron un sobre naranja. Lo rompí para leer su contenido.
El señor Charrington se cayó del caballo a la una y media, camino de la estación. Murió en el acto.
Y había contraído matrimonio con May Forster en nuestra parroquia a las tres y media, ante la mitad de los feligreses.
-¡Me casaré contigo, vivo o muerto!
¿Qué había ocurrido en el carruaje mientras se dirigían a la casa? Nadie lo sabe... ni lo sabrá nunca. ¡Oh, May, amor mío! Antes de que transcurriera una semana, la depositaron junto a su marido en nuestro pequeño cementerio, en la colina donde crece el tomillo, en el mismo cementerio donde los dos celebraban sus citas de amor.
Y así fue la boda de John Charrington".
Edith Nesbit
John no era el único hombre que quería casarse con May: era la belleza de nuestro círculo social, y todos estábamos más o menos enamorados de ella; era una especie de moda, como los corbatines de lazo o las capas de Inverness. Por eso nos sentimos tan molestos como sorprendidos cuando John Charrington entró en nuestro pequeño club local (recuerdo que celebrábamos nuestras reuniones en un desván encima del guarnicionero) y nos invitó a su boda.
-¿A tu boda?
-¿Bromeas?
-¿Quién es la afortunada? ¿Cuándo tendrá lugar?
John Charrington cargó su pipa y la encendió antes de contestar:
-Muchachos, lamento privaros de vuestra única diversión... Pero la señorita Forster y yo nos casaremos en septiembre.
-¿Bromeas?
-Le ha dado calabazas de nuevo y el pobre ha perdido el juicio.
-No -exclamé, poniéndome en pie-. Seguro que dice la verdad. Que alguien me dé una pistola... o un billete en primera clase hasta la última parada de Ningunaparte. Charrington ha embrujado a la única joven bonita en un radio de veinte millas. ¿Ha sido mesmerismo o un filtro de amor, Jack?
-Ni lo uno ni lo otro, sino una virtud que vosotros nunca tendréis: perseverancia, y el hecho de ser el hombre más afortunado del mundo.
Había algo en su voz que me hizo callar; y las bromas de los demás muchachos no lograron sonsacarle nada. Lo más sorprendente fue que, cuando felicitamos a la señorita Forster, ella se puso roja como la grana y nos sonrió con aquellos graciosos hoyuelos en las mejillas, como si realmente estuviera enamorada de él y lo hubiese estado desde el principio. Juraría que era cierto. Las mujeres son criaturas muy extrañas.
Nos invitaron a todos a la ceremonia. En Brixham, todos los que son algo se conocen entre sí. Estoy convencido de que mis hermanas estaban más interesadas por el ajuar que la propia novia, y yo iba a ser el padrino. Se habló mucho del futuro enlace a la hora del té, y en nuestro pequeño club encima del guarnicionero; y todo el mundo se hacía la misma pregunta: ¿le amará ella? Yo tampoco lo sabía a ciencia cierta en los primeros días de su noviazgo, pero, después de cierto atardecer de agosto, mis dudas se desvanecieron. Regresaba a casa desde el club a través del cementerio. Nuestra iglesia se encuentra en una colina donde crece el tomillo, y el césped a su alrededor es tan suave y tupido que las pisadas resultan inaudibles.
No hice el menor ruido al saltar el pequeño muro cubierto de liquen, y continué mi camino entre las tumbas. Recuerdo que oí la voz de John Charrington y vi a May al mismo tiempo. Estaba sentada sobre una lápida muy lisa, a escasa altura, con todo el esplendor del sol poniente en su lindo semblante. Su expresión disipaba, de una vez para siempre, cualquier duda acerca de su amor por él; una belleza, que no habría creído posible ni en un rostro tan hermoso como el suyo, parecía transfigurarla. John estaba a sus pies, y fue su voz la que rompió el silencio del dorado atardecer de agosto.
-Mi amor, mi amor, !creo que volvería de entre los muertos si me lo pidieras!
Me apresuré a toser para indicarles mi presencia y, desterrando cualquier duda, continué andando por la sombra.
La boda iba a celebrarse a primeros de septiembre. Dos días antes, tuve que ir urgentemente a la ciudad por un asunto de negocios. El tren venía con retraso, por supuesto, ya que se trataba de la Compañía del Sudeste y, mientras esperaba malhumorado su llegada con el reloj en la mano, divisé a John Charrington y a May Forster. Paseaban del brazo por un solitario extremo del andén, mirándose a los ojos, indiferentes a la amable curiosidad de los mozos de estación.
Sin dudarlo un instante, como es natural, desaparecí en el despacho de billetes; y, hasta que el tren no se detuvo en la estación, no pasé de manera visible junto a la pareja con mi Gladstone, y elegí un rincón en un vagón de fumadores de primera clase. Hice como si no los hubiera visto. Me sentía orgulloso de mi discreción, pero, si John iba a viajar solo, yo deseaba su compañía. Y la tuve.
-Hola, viejo amigo -exclamó alegremente, metiendo su bolsa en mi vagón-. ¡Menuda suerte! ¡Y yo que esperaba un viaje de lo más aburrido!
-¿Dónde vas? -le pregunté, mirando discretamente hacia otro lado; no necesitaba ver a May para saber que la joven había llorado.
-A casa del anciano Branbridge -respondió, cerrando la portezuela y asomándose a la ventanilla para despedirse de su novia.
-¡Ojalá no fueras, John! -le oí decir en voz baja, con enorme seriedad-. Estoy segura de que va a ocurrir algo.
-¿Crees que yo permitiría que ocurriese algo que nos impidiera celebrar la boda pasado mañana?
-No vayas -le suplicó May, con una vehemencia que habría enviado primero mi bolsa y después a mí al andén. Pero ella no se dirigía a mí. Y John Charrington era diferente: rara vez cambiaba de opinión, y nunca sus decisiones.
Se limitó a acariciar las pequeñas manos sin guantes que se apoyaban en la portezuela del vagón.
-Tengo que hacerlo, May. El pobre viejo ha sido sumamente bondadoso conmigo y, ahora que está en su lecho de muerte, debo acudir a su lado; pero volveré a tiempo para... -el resto de su despedida se perdió en un murmullo y en las sacudidas y traqueteos del tren que arrancaba.
-¿Seguro que vendrás? -preguntó ella, al ver que nos movíamos.
-Nada me lo impedirá -replicó John Charrington; y el tren salió de la estación.
Criando la pequeña figura en el andén desapareció de su vista, se recostó en el rincón y guardó unos momentos de silencio. Me explicó entonces que su padrino, del que era el único heredero, estaba muriéndose en Peasmarsh, a unas cincuenta millas; que había enviado a buscarlo, y él se había sentido obligado a ir.
-Seguramente estaré de vuelta mañana -afirmó-, y si no al día siguiente, con tiempo de sobra para la boda. ¡Es una suerte que en la actualidad no haya que levantarse en medio de la noche para contraer matrimonio!
-¿Y si fallece el señor Branbridge?
-¡Vivo o muerto, tengo intención de casarme el jueves! –repuso John, encendiendo un cigarro y desplegando el Times.
Nos dijimos adiós en la estación de Peasmarsh; él se bajó del tren, y le vi alejarse a caballo. Yo seguí hasta Londres, donde pasé la noche. Cuando regresé al día siguiente, una tarde muy lluviosa, por cierto, mi hermana me recibió con estas palabras:
-¿Dónde está el señor Charrington?
-¡Sabe Dios! -respondí malhumorado. A todos los hombres, desde los tiempos de Caín, les han inquietado esa clase de preguntas.
-Pensé que sabrías algo de él -añadió ella-, como mañana vas a ser su padrino...
-¿Acaso no ha vuelto? -inquirí, pues había confiado en encontrarlo en casa.
-No, Geoffrey -mi hermana Fanny siempre sacaba conclusiones precipitadas, especialmente si éstas eran poco favorables para sus congéneres-, no ha vuelto y, es más, puedes estar seguro de que no lo hará. Escúchame bien, mañana no se celebrará ninguna boda.
No había nadie en el mundo que me sacara tanto de mis casillas como mi hermana Fanny.
-Escúchame bien tú a mí -contesté con aspereza-, será mejor que dejes de comportarte como una perfecta idiota. La boda de mañana será mucho más real que ninguna de las que vayas a protagonizar tú -una predicción, dicho sea de paso, que acabaría cumpliéndose.
Sin embargo, aunque yo respondiera con brusquedad a mi hermana, muy seguro de mis palabras, no me sentí tan bien aquella noche cuando me dijeron en casa de John que aún no había vuelto. Me alejé de allí bajo la lluvia, lleno de pesimismo. La mañana siguiente amaneció con un cielo azul y un sol radiante; un día inmejorable de suave viento y hermosas nubes. Me levanté con el vago sentimiento de haberme acostado muy inquieto, y con muy pocas ganas de enfrentarme a la realidad ahora que estaba despierto. Pero con el agua para el afeitado me trajeron una nota de John que me tranquilizó, y me encaminé feliz a casa de los Forster. May estaba en el jardín. Vi su traje azul a través de las malvarrosas cuando las puertas de la verja se cerraron a mis espaldas. Así que, en lugar de dirigirme a la casa, bajé por el sendero cubierto de césped.
-También te ha escrito -exclamó, sin saludarme antes, cuando llegué a su lado.
-En efecto. Tengo que reunirme con él a las tres en la estación, y los dos iremos directamente a la iglesia.
Su semblante estaba pálido, pero el brillo de sus ojos y el delicado temblor de sus labios hablaban de una renovada felicidad.
-El señor Branbridge le pidió que se quedará una noche más y John fue incapaz de negarse -continuó May-. ¡Es tan buena persona! Pero ¡ojalá hubiera vuelto ayer!
Llegué a la estación a las dos y media. Me sentía bastante irritado con John. Era una falta de respeto hacia la hermosa joven que tanto le amaba llegar sin aliento, cubierto del polvo del camino, y coger esa mano por la que algunos de nosotros habríamos dado los mejores años de nuestra vida. Pero cuando el tren de las tres en punto se detuvo y volvió a ponerse en marcha sin que ningún pasajero se apeara en nuestra pequeña estación, sentí algo más que indignación contra él. El siguiente tren no llegaría hasta treinta y cinco minutos después; calculé que, si nos apresurábamos, podríamos llegar justo a tiempo a la ceremonia; pero ¡qué necio había sido al perder el primer tren! ¿Qué otro hombre habría hecho algo así?
Los treinta y cinco minutos se me hicieron eternos mientras vagaba por la estación leyendo el tablón de anuncios y los horarios, así como el reglamento de la compañía ferroviaria, cada vez más indignado con John Charrington. Aquella confianza en su propio poder de conseguir cuanto quería en el momento en que lo deseaba le estaba llevando demasiado lejos. Odio esperar. A todo el mundo le pasa lo mismo, pero creo que yo lo odio más que nadie. El tren de las tres treinta y cinco llegó con retraso, naturalmente.
Mordí mi pipa con fuerza y di una patada en el suelo con impaciencia mientras esperaba el cambio de señales. Oí un chasquido y la señal bajó. Cinco minutos después entré atropelladamente en el carruaje que había traído para llevar a John.
-¡A la iglesia! -exclamé, mientras alguien cerraba la puerta-. El señor Charrington no ha llegado en este tren.
El enfado se convirtió entonces en inquietud. ¿Qué podía haberle pasado? ¿Se habría sentido súbitamente mal? No recordaba haberlo visto un solo día enfermo. Además, de haber sido así, habría enviado un telegrama. Tenía que haber sufrido un espantoso accidente. Jamás se me pasó por la cabeza... no, ni un solo instante... que hubiera engañado a May. Sí, algo terrible le había ocurrido, y era mi deber comunicárselo a su novia. Les aseguro que casi llegué a desear que el carruaje volcase y destrozara mi cabeza para que otra persona tuviera que decírselo en mi lugar, pues yo... pero eso no tiene nada que ver con esta historia.
Eran las cuatro menos cinco cuando nos detuvimos ante la verja del cementerio. Dos hileras de curiosos se alineaban expectantes a ambos lados del camino, entre la entrada al camposanto y la puerta de la iglesia. Salté del carruaje y pasé entre ellos. Nuestro jardinero estaba muy bien situado, cerca de la puerta. Me paré junto a él.
-Todavía están esperando a los novios, ¿verdad, Byles? -pregunté, únicamente para ganar tiempo; sabía, por supuesto, que así era por lo atenta que se mostraba la muchedumbre.
-¿Esperando, señor? No, no; la ceremonia ya debe de haber acabado.
-¿Acabado? Entonces el señor Charrington, ¿ha venido? justo a tiempo, señor; algo ha debido impedirle encontrarse con usted. Y sabe, señor -añadió bajando la voz-, jamás había visto así al señor John; en mi opinión, ha estado bebiendo más de la cuenta. Su ropa estaba polvorienta y su rostro, blanco como el papel. No me ha gustado nada su aspecto, y la gente está haciendo toda clase de comentarios en el interior. Verá usted, creo que al señor John le ha ocurrido algo muy grave y ha bebido. Parecía un fantasma, y ha entrado en la iglesia con la vista extraviada, sin dirigir una sola mirada o una sola palabra a ninguno de nosotros, ¡él, que ha sido siempre un caballero!
Nunca había oído decir tantas palabras seguidas a Byles. La multitud cuchicheaba y se preparaba para lanzar arroz y zapatillas a los novios. Los campaneros, con sus manos en las cuerdas, se preparaban para iniciar el alegre repicar cuando los recién casados salieran de la iglesia.
Un murmullo en el interior anunció su llegada, y los novios aparecieron en la puerta. Byles estaba en lo cierto. John Charrington parecía otro hombre. Tenía la chaqueta polvorienta y el cabello despeinado; y una mancha amoratada en la frente, como si se hubiera enzarzado en una pelea. Estaba pálido como un cadáver; aunque su palidez no era mayor que la de la novia, que parecía tallada en marfil... el vestido, el velo, las flores de azahar, el rostro, toda ella.
Los campaneros, que eran seis, se inclinaron a su paso; y mientras los oídos esperaban el alegre repicar de boda, ellos iniciaron el lento tañido del toque de difuntos. Todos nos estremecimos de horror ante la insensata broma de aquellos hombres. Pero los campaneros soltaron las cuerdas y huyeron como conejos hacia la luz del sol. La novia temblaba, y parecía a punto de estallar en llanto; pero el novio descendió con ella por el camino donde la gente los esperaba con los puñados de arroz. Mas nadie los arrojó, ni repicaron las campanas de boda. Fue inútil tratar de convencer a los campaneros para que repararan su error; sin dejar de proferir juramentos, balbucearon que ellos se cuidarían muy mucho de alejarse antes.
En medio de un silencio sepulcral, los novios entraron en el carruaje y la portezuela se cerró tras ellos. Fue entonces cuando las lenguas se soltaron. Una verdadera Torre de Babel de indignación, asombro y conjeturas, tanto por parte de los espectadores como de los invitados.
-Si yo hubiera visto su estado, señor -me dijo el viejo Forster cuando nos alejábamos-, ¡le habría tirado al suelo de la iglesia para impedir que se casara con mi hija!
Luego asomó la cabeza por la ventanilla.
-¡Corra como el diablo! -gritó al cochero-. No se preocupe por los caballos.
El hombre le obedeció y adelantamos el carruaje de la novia. Yo me abstuve de mirarlo, pero el viejo Forster volvió la cabeza y lanzó un juramento. Llegamos a la casa antes que los recién casados. Nos quedamos en el umbral, bajo el sol abrasador de las primeras horas de la tarde, y no había transcurrido ni medio minuto cuando oímos el chirrido de las ruedas en la grava. El carruaje se detuvo junto a los escalones de entrada, y el viejo Forster y yo los bajamos corriendo.
-¡Santo Cielo! ¡No hay nadie en su interior! Y, sin embargo...
Me apresuré a abrir la puerta, y contemplé el siguiente espectáculo: No había ni rastro de John Charrington; y de May, su mujer, sólo se veía un montón de raso blanco en el suelo y en el asiento del carruaje.
-He venido directamente de la iglesia, señor -dijo el cochero, mientras el padre de May la cogía en brazos-; y puedo jurarle que nadie ha salido del coche.
La llevamos dentro con su vestido de novia y le quitamos el velo. ¿Seré capaz de olvidar algún día su rostro? Pálido, muy pálido, atenazado por la angustia y el terror, con una expresión de espanto que, desde entonces, no he visto más que en pesadillas. Su pelo, rubio y brillante, se había vuelto blanco como la nieve. Mientras su padre y yo la contemplábamos, a punto de enloquecer ante aquel horror y misterio, un muchacho subió por la avenida... un muchacho con un telegrama en la mano. Me entregaron un sobre naranja. Lo rompí para leer su contenido.
El señor Charrington se cayó del caballo a la una y media, camino de la estación. Murió en el acto.
Y había contraído matrimonio con May Forster en nuestra parroquia a las tres y media, ante la mitad de los feligreses.
-¡Me casaré contigo, vivo o muerto!
¿Qué había ocurrido en el carruaje mientras se dirigían a la casa? Nadie lo sabe... ni lo sabrá nunca. ¡Oh, May, amor mío! Antes de que transcurriera una semana, la depositaron junto a su marido en nuestro pequeño cementerio, en la colina donde crece el tomillo, en el mismo cementerio donde los dos celebraban sus citas de amor.
Y así fue la boda de John Charrington".
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