Dicen que los seres inmundos de los Viejos Tiempos acechan
en oscuros rincones olvidados de la Tierra,
y que aún se abren las Puertas que liberan, ciertas noches,
a unas formas prisioneras del Infierno.
Justin Geoffrey.
"La primera vez que leí algo sobre esta cuestión fue en el extraño libro de Von Junzt, aquel extravagante alemán que vivió tan singularmente y murió en circunstancias misteriosas y terribles. Quiso la suerte que cayese en mis manos su obra Cultos sin nombre, llamada también el Libro Negro, en su edición original publicada en Dusseldorf en 1839, poco antes de que al autor le sorprendiese su terrible destino. Los bibliógrafos suelen conocer los Cultos sin nombre a través de la edición barata y mal traducida que publicó Bridewell en Londres, en el año 1845, o de la edición cuidadosamente expurgada que sacó a la luz la Golden Goblin Press de Nueva York en 1909. Pero el volumen con el que yo me tropecé era uno de los ejemplares alemanes de la edición completa, encuadernado con pesadas cubiertas de piel y cierres de hierro herrumbroso. Dudo que haya más de media docena de estos ejemplares en todo el mundo hoy en día; primero, porque no se imprimieron muchos, y además, porque cuando corrió la voz de cómo había encontrado la muerte su autor, muchos de los que poseían el libro lo quemaron asustados.
Von Junzt (1795-1840) pasó toda su vida buceando en temas prohibidos. Viajó por todo el mundo, consiguió ingresar en innumerables sociedades secretas y llegó a leer un sinfín de libros y manuscritos esotéricos. En los densos capítulos del Libro Negro, que oscilan entre una sobrecogedora claridad de exposición y la oscuridad más ambigua, hay detalles y alusiones que helarían la sangre del hombre más equilibrado. Leer lo que Von Junzt se atrevió a poner en letra de molde, suscita conjeturas inquietantes sobre lo que no se atrevió a decir. ¿De qué tenebrosas cuestiones, por ejemplo, trataban aquellas páginas, escritas con apretada letra, del manuscrito en que trabajaba infatigablemente pocos meses antes de morir, y que se encontró destrozado y esparcido por el suelo de su habitación cerrada con llave, donde Von Junzt fue hallado muerto con señales de garras en el cuello? Eso nunca se sabrá, porque el amigo más allegado del autor, el francés Alexis Landeau, después de una noche de recomponer los fragmentos y leer el contenido, lo quemó y se cortó el cuello con una navaja de afeitar.
Pero el contenido del volumen publicado es ya suficientemente estremecedor, aun admitiendo la opinión general de que tan sólo representa una serie de desvaríos de un enajenado. Entre multitud de cosas extrañas encontré una alusión a la Piedra Negra, ese monolito siniestro que se cobija en las montañas de Hungría y en torno al cual giran tantas leyendas tenebrosas. Von Junzt no le dedicó mucho espacio. La mayor parte de su horrendo trabajo se refiere a los cultos y objetos de adoración satánica que, según él, existen todavía; y esa Piedra Negra representaría algún orden o algún ser perdido, olvidado hace ya cientos de años. No obstante, al mencionarla, se refiere a ella como a una de las claves. Esa expresión se repite muchas veces en su obra, en diversos pasajes, y constituye uno de los elementos oscuros de su trabajo. Insinúa brevemente haber visto escenas singulares en torno a un monolito, en la noche del 24 de junio. Cita la teoría de Otto Dostmann, según la cual este monolito sería un vestigio de la invasión de los hunos, erigido para conmemorar una victoria de Atila sobre los godos. Von Junzt rechaza esta hipótesis sin exponer ningún argumento para rebatirla; únicamente advierte que atribuir el origen de la Piedra Negra a los hunos es tan ilógico como suponer que Stonehenge fue erigido por Guillermo el Conquistador.
La enorme antigüedad que esto daba a entender excitó extraordinariamente mi interés y, tras haber salvado algunas dificultades, conseguí localizar un ejemplar, roído por las ratas, de Los restos arqueológicos de los Imperios Perdidos (Berlín, 1809; Ed. Der Drachenhaus), de Dostmann. Me decepcionó el comprobar que la referencia que hacía Dostmann sobre la Piedra Negra era más breve que la de Von Junzt, despachándola en pocas líneas como monumento relativamente moderno comparado con las ruinas grecorromanas de Asia Menor, que eran su tema favorito. Admitía, eso sí, su incapacidad para descifrar los deteriorados caracteres grabados en el monolito, pero declaraba que eran inequívocamente mongólicos. Sin embargo, entre los pocos datos de interés que suministraba Dostmann, figuraba su referencia al pueblo vecino a la Piedra Negra: Stregoicavar, nombre nefasto que significa algo así como Pueblo Embrujado. No logré más información, a pesar de la minuciosa revisión de guías y artículos de viajes que llevé a cabo. Stregoicavar, que no venía en ninguno de los mapas que cayó en mis manos, está situado en una región agreste, poco frecuentada, lejos de la ruta de cualquier viajero casual. En cambio, encontré motivo de meditación en las Tradiciones y costumbres populares de los magiares, de Dornly. En el capítulo que se refiere a «Mitos sobre los sueños» cita la Piedra Negra y cuenta extrañas supersticiones a este respecto. Una de ellas es la creencia de que, si alguien duerme en la proximidad del monolito, se verá perseguido para siempre por monstruosas pesadillas; y cita relatos de aldeanos que hablaban de gentes demasiado curiosas que se aventuraban a visitar la Piedra Negra en la noche del 24 de junio, y que morían en loco desvarío a causa de algo que habían visto allí.
Eso fue todo lo que saqué en claro de Dornly, pero mi interés había aumentado muchísimo al presentir que en torno a esa piedra había algo claramente siniestro. La idea de una antigüedad tenebrosa, las repetidas alusiones a acontecimientos monstruosos en la noche del 24 de junio, despertaron algún instinto dormido de mi ser, de la misma forma que se siente, más que se oye, la corriente de algún oscuro río subterráneo en la noche. Y de pronto me di cuenta de que existía una relación entre esta Piedra y cierto poema fantástico y terrible escrito por el poeta loco Justin Geoffrey: El pueblo del monolito. Las indagaciones que realicé me confirmaron que, en efecto, Geoffrey había escrito este poema durante un viaje a Hungría; por consiguiente, no cabía duda de que el monolito a que se refería en sus versos extraños era la misma Piedra Negra. Leyendo nuevamente sus estrofas sentí una vez más las extrañas y confusas agitaciones de los mandatos del subconsciente que había observado la primera vez que tuve conocimiento de la Piedra.
Había estado pensando qué sitio elegir para pasar unas cortas vacaciones, hasta que me decidí. Fui a Stregoicavar. Un tren anticuado me llevó a Temesvar hasta una distancia todavía respetable de mi punto de destino; luego, en tres días de viaje en un coche traqueteante, llegué al pueblecito, situado en un fértil valle encajonado entre montañas cubiertas de abetos. El viaje transcurrió sin incidencias. Durante el primer día, pasamos por el viejo campo de batalla de Schomvaal, donde un bravo caballero polaco-húngaro, el conde Boris Vladinoff, había presentado una valerosa e inútil resistencia frente a las victoriosas huestes de Solimán el Magnífico, cuando, en 1526, el Gran Turco se lanzó a la invasión de la Europa oriental. El cochero me señaló un gran túmulo de piedras desmoronadas en una colina próxima, bajo el cual descansaban, según dijo, los huesos del valeroso conde. Recordé entonces un pasaje de las Guerras turcas, de Larson: «Después de la escaramuza (en la que el conde había rechazado la vanguardia de los turcos con un reducido ejército), el conde permaneció al pie de la muralla del viejo castillo de la colina para disponer el orden de sus fuerzas. Un ayudante le trajo una cajita lacada que había encontrado en el cuerpo del famoso escriba e historiógrafo Selim Bahadur, caído en la refriega. El conde extrajo de ella un rollo de pergamino y comenzó a leer. No bien terminó las primeras líneas, palideció intensamente y, sin pronunciar una palabra, metió el documento en la caja y la ocultó bajo su capa. En ese preciso momento abría fuego un cañón turco, y los proyectiles dieron contra el viejo castillo ante el espanto de los húngaros, que vieron derrumbarse las murallas sobre el esforzado conde. Sin caudillo, el valeroso ejército se desbarató, y en los años de guerra asoladora que siguieron, no llegaron a recuperarse los restos mortales del noble caballero. Hoy, los naturales del país muestran un inmenso montón de ruinas cerca de Schomvaal, bajo las cuales, según dicen, todavía descansa lo que los siglos hayan respetado del conde Boris Vladinoff.»
Stregoicavar me dio la sensación de un pueblecito dormido que desmentía su nombre siniestro, un remanso de paz respetado por el progreso. Los singulares edificios, y los trajes y costumbres aún más extraños de sus gentes, pertenecían a otra época. Eran amables, algo curiosos, sin ser preguntones, a pesar de que los visitantes extranjeros eran sumamente escasos.
—Hace diez años, llegó otro americano. Estuvo pocos días en el pueblo —dijo el dueño de la taberna donde me había hospedado—. Era un muchacho bastante raro —murmuró para sí—; un poeta, me parece.
Comprendí que debía referirse a Justin Geoffrey.
—Sí, era poeta —contesté—; y escribió un poema sobre un paraje próximo a este mismo pueblo.
—¿De veras? —mi patrón se sintió interesado—. Entonces, si todos los grandes poetas son raros en su manera de hablar y de comportarse, él debe haber alcanzado gran fama, porque las cosas que hacía y sus conversaciones eran lo más extraño que he visto en ningún hombre.
—Eso les ocurre a casi todos los artistas —observé—. La mayor parte de su mérito se le ha reconocido después de muerto.
—¿Ha muerto, entonces?
—Murió gritando en un manicomio hace cinco años.
—Lástima, lástima —suspiró con simpatía—. Pobre muchacho... Miró demasiado la Piedra Negra.
Me dio un vuelco el corazón. No obstante, disimulé mi enorme interés y dije como por casualidad:
—He oído algo sobre esa Piedra Negra. Creo que está por aquí cerca, ¿no?
—Más cerca de lo que la gente cristiana desea —contestó—. ¡Mire!
Me condujo a una ventana enrejada y me señaló las laderas, pobladas de abetos, de las acogedoras montañas azules.
—Allá, al otro lado de la gran cara desnuda de ese risco tan saliente que ve usted, ahí se levanta esa piedra maldita. ¡Ojalá se convirtiese en polvo, y el polvo se lo llevara el Danubio hasta lo más profundo del océano! Una vez, los hombres quisieron destruirla, pero todo el que levantaba el pico o el martillo contra ella moría de una manera espantosa. Ahora la rehuyen.
—¿Qué maldición hay sobre ella? —pregunté interesado.
—El demonio, el demonio que la está rondando siempre —contestó con un estremecimiento—. En mi niñez conocí a un hombre que subió de allá abajo y se reía de nuestras tradiciones... Tuvo la temeridad de visitar la Piedra en la noche del 24 de junio, y al amanecer entró de nuevo en el pueblo como borracho, enajenado, sin habla. Algo le había destrozado el cerebro y le había sellado los labios, pues hasta el momento de su muerte, que ocurrió poco después, tan sólo abrió la boca para proferir blasfemias o babear una jerigonza incomprensible.
-Mi sobrino, de pequeñito, se perdió en las montañas y durmió en los bosques inmediatos a la Piedra, y ahora, en su madurez, se ve atormentado por sueños enloquecedores, de tal manera que a veces te hace pasar una noche espantosa con sus alaridos, y luego despierta empapado de sudor frío. Pero cambiemos de tema, Herr. Es mejor no insistir en estas cosas.
Yo hice un comentario sobre la manifiesta antigüedad de la taberna, y me dijo orgulloso:
—Los cimientos tienen más de cuatrocientos años. El edificio primitivo fue la única casa del pueblo que no destruyó el incendio, cuando los demonios de Solimán cruzaron las montañas. Aquí, en la casa que había sobre estos mismos cimientos, se dice que tenía el escriba Selim Bahadur su cuartel general durante la guerra que asoló toda esta comarca.
Luego supe que los habitantes de Stregoicavar no son descendientes de los que vivieron allí antes de la invasión turca de 1526. Los victoriosos musulmanes no dejaron con vida a ningún ser humano —ni en el pueblo ni en sus contornos— cuando atravesaron el territorio. Los hombres, las mujeres y los niños fueron exterminados en un rojo holocausto, dejando una vasta extensión del país silenciosa y desierta. Los actuales habitantes de Stregoicavar descienden de los duros colonizadores que llegaron de las tierras bajas y reconstruyeron el pueblo en ruinas, una vez que los turcos fueron expulsados. Mi patrón no habló con ningún resentimiento de la matanza de los primitivos habitantes. Me enteré de que sus antecesores de las tierras bajas miraban a los montañeses incluso con más odio y aversión que a los propios turcos. Habló con vaguedad respecto a las causas de esta enemistad, pero dijo que los anteriores vecinos de Stregoicavar tenían la costumbre de hacer furtivas excursiones a las tierras bajas, robando muchachas y niños. Además, contó que no eran exactamente de la misma sangre que su pueblo; el vigoroso y original tronco eslavo-magiar se había mezclado, cruzándose con la degradada raza aborigen hasta fundirse en la descendencia y dar lugar a una infame amalgama. Él no tenía la más ligera idea de quiénes fueron esos aborígenes; únicamente sostenía que eran «paganos», y que habitaban en las montañas desde tiempo inmemorial, antes de la llegada de los pueblos conquistadores.
Di poca importancia a esta historia. En ella no veía más que una leyenda semejante a las que dieron origen la fusión de las tribus celtas y los aborígenes mediterráneos de las montañas de Escocia, y las razas mestizas resultantes que, como los pictos, tanta importancia tienen en las leyendas escocesas. El tiempo produce un curioso efecto de perspectiva en el folklore. Los relatos de los pictos se entremezclaron con ciertas leyendas sobre una raza mongólica anterior, hasta el punto de que, con el tiempo, se llegó a atribuir a los pictos los repulsivos caracteres del achaparrado hombre primitivo, cuya individualidad fue absorbida por las leyendas pictas, perdiéndose en ellas. Del mismo modo, pensaba yo, podría seguirse la pista de los supuestos rasgos inhumanos de los primeros pobladores de Stregoicavar hasta sus orígenes en los más viejos y gastados mitos de los pueblos invasores, los mongoles y los hunos. A la mañana siguiente de mi llegada pedí instrucciones a mi patrón —que por cierto me las dio de muy mala gana—, y me puse en camino, en busca de la Piedra Negra. Después de una caminata de varias horas cuesta arriba, por entre los abetos de las laderas, llegué a la cara abrupta de la escarpa que sobresalía poderosamente del costado de la montaña. De allí ascendía un estrecho sendero que la coronaba. Subí por él, y desde arriba contemplé el tranquilo valle de Stregoicavar, que parecía dormitar protegido a uno y otro lado por las grandes montañas azules. Entre la escarpa donde estaba yo y el pueblo no se veían cabañas ni signo alguno de vida humana. Había bastantes granjas diseminadas por el valle, pero todas estaban situadas al otro lado de Stregoicavar. El pueblo mismo parecía huir de los ásperos riscos que ocultaban la Piedra Negra.
La cima de las escarpas formaba una especie de meseta cubierta de denso bosque. Caminé por la espesura y en seguida llegué a un claro muy grande, y en el centro de ese claro se alzaba un descarnado monolito de piedra negra. Era de sección octogonal, y tendría unos cuatro o cinco metros de altura y medio metro aproximadamente de diámetro. Se veía bien que había sido perfectamente pulimentado en su tiempo, pero ahora la superficie de la piedra mostraba numerosas mellas, como si se hubiesen llevado a cabo salvajes esfuerzos por demolerla. Pero los picos apenas habían conseguido desconcharla y mutilar los caracteres que la ornaban en espiral hasta arriba, en torno al fuste. Hasta una altura de dos metros y medio o poco más, las inscripciones estaban casi totalmente destruidas, de tal manera que resultaba muy difícil averiguar sus características. Más arriba se veían mucho mejor conservadas, y yo me las arreglé para trepar por la columna y examinarlas de cerca. Todas estaban deterioradas en mayor o menor grado, pero era evidente que no pertenecían a ninguna lengua que yo pudiera recordar en ese momento sobre la faz de la Tierra. Lo que más llegaba a parecérseles, de todo cuanto había visto en mi vida, eran unos toscos garabatos trazados sobre cierta roca gigantesca, extrañamente simétrica, de un valle perdido del Yucatán. Recuerdo que, al señalarle aquellos trazos, a mi compañero, que era arqueólogo, él sostuvo que eran efecto natural de la erosión, o el inútil garabateo de un indio. Yo le expuse mi teoría de que la roca era realmente la base de una columna desaparecida, pero él se limitó a reír, y me dijo que reparase en las dimensiones que suponía; de haberse levantado allí una columna de acuerdo con las normas ordinarias de las proporciones arquitectónicas, habría tenido lo menos trescientos metros de altura. Pero no me dejó convencido.
No quiero decir que los caracteres grabados sobre la Piedra Negra fuesen semejantes a los de la descomunal roca del Yucatán, sino que me los sugerían. En cuanto a la materia del monolito, también me desconcertó. La piedra que habían empleado para tallarla era de un color negro y tenía un brillo mate; y su superficie, allí donde no había sido raspada o desconchada, producía un curioso efecto de semitransparencia. Pasé en aquel lugar la mayor parte de la mañana y regresé perplejo. La Piedra no me sugería ninguna relación con ningún otro monumento del mundo. Era como si el monolito hubiese sido erigido por manos extrañas en una edad remota y ajena a la humanidad. Regresé al pueblo. De ninguna manera había disminuido mi interés. Ahora que había visto aquella piedra tan singular, sentía mucho más apremiante el deseo de investigar el asunto con mayor amplitud e intentar descubrir por qué extrañas manos y con qué extraño propósito fue levantada la Piedra Negra, en lejanos tiempos. Busqué al sobrino del tabernero y le pregunté sobre sus sueños, pero estuvo muy confuso, aun cuando hizo lo posible por complacerme. No le importaba hablar de ellos, pero era incapaz de describirlos con la más mínima claridad. Aunque tenía siempre los mismos sueños, ya a pesar de que se le presentaban espantosamente vividos, no le dejaban huellas claras en la conciencia. Los recordaba como un caos de pesadilla en las que inmensos remolinos de fuego arrojaban tremendas llamaradas y retumbaba incesantemente un tambor. Sólo recordaba con claridad que una noche había visto en sueños la Piedra Negra, no en la falda de la montaña, sino rematando la cima de un castillo negro y gigantesco.
En cuanto al resto de los vecinos, observé que no les gustaba hablar de la Piedra, excepto al maestro, hombre de una instrucción sorprendente, que había pasado mucho más tiempo fuera que cualquier otro de sus convecinos. Se interesó muchísimo en lo que le conté sobre las observaciones de Von Junzt relativas a la Piedra Negra, y manifestó vivamente que estaba de acuerdo con el autor alemán en cuanto a la edad que atribuía al monolito. Estaba convencido de que alguna vez existió en las proximidades una sociedad satánica, y que posiblemente todos los antiguos vecinos habían sido miembros de ese culto a la fertilidad que amenazó con socavar la civilización europea y dio origen a tantas historias de brujería. Citó el mismo nombre del pueblo para probar su punto de vista. Originalmente no se llamaba Stregoicavar, dijo; de acuerdo con las leyendas, los que fundaron el pueblo lo llamaron Xuthltan, que era el primitivo nombre del lugar sobre el que asentaron sus casas, hace ya muchos siglos. Este hecho me produjo otra vez un indescriptible sentimiento de desazón. El nombre bárbaro no me sugería relación alguna con las razas escitas, eslavas o mongolas a las que deberían haber pertenecido los habitantes de estas montañas.
Los magiares y los eslavos de las tierras bajas creían sin duda que los primitivos habitantes del pueblo eran miembros de un culto maléfico como se demostraba, a juicio del maestro, por el nombre que dieron al pueblo y que se mantuvo aun después de ser aniquilados los antiguos pobladores por los turcos y haberlo reconstruido una raza más pura. No creía él que fueran los iniciados en ese culto quienes erigieron el monolito, aunque opinaba que lo emplearon como centro de sus actividades; y, basándose en vagas leyendas que se venían transmitiendo desde antes de la invasión turca, expuso una teoría según la cual los degenerados pobladores antiguos lo habían usado como una especie de altar sobre el cual ofrecieron sacrificios humanos, empleando como víctimas a las muchachas y a los niños robados a los propios antepasados de los actuales pobladores, que a la sazón vivían en las tierras bajas. Desestimaba el mito de los horripilantes sucesos de la noche del 24 de junio, así como la leyenda de una deidad extraña que el pueblo hechicero invocaba por medio de rituales cantos salvajes, de flagelaciones y de sadismo, como se decía. No había visitado la Piedra en la noche del 24 de junio, según confesó, pero no le daría miedo hacerlo; lo que había existido o lo que allí sucedió en otro tiempo, fuera lo que fuese, se había sumido en la niebla del tiempo y del olvido. La Piedra Negra había perdido su significado salvo el de ser el nexo de unión con un pasado muerto y polvoriento.
Hacía cosa de una semana que estaba yo en Stregoicavar cuando, una noche, al volver de una visita al maestro, me quedé impresionado de pronto al recordar que... ¡estábamos a 24 de junio! Era, pues, la noche en que, según las leyendas, sucedían cosas misteriosas en relación con la Piedra Negra. En vez de meterme en la taberna, crucé el pueblo a buen paso. Stregoicavar estaba en silencio; los vecinos solían retirarse temprano. No vi a nadie en mi camino. Me interné por entre los abetos que ocultaban las faldas de las montañas en una susurrante oscuridad. Una gran luna plateada parecía suspendida encima del valle, inundando los peñascos y pendientes con una luz inquietante y perfilando negras sombras en el suelo. No soplaba aire entre los abetos, y, no obstante, se oía elevarse un murmullo fantasmal y misterioso. Mi fantasía evocaba quimeras. Seguramente en una noche como ésta, hacía siglos, volaban por el valle las brujas desnudas, a horcajadas sobre sus escobas, perseguidas por sus burlescos demonios familiares. Encaminé mis pasos hacia las escarpas. Me sentía algo inquieto al notar que la engañosa luz de la luna les prestaba un aspecto artificioso que no había notado antes: bajo aquella luz fantástica, habían perdido su apariencia de escarpas naturales para convertirse en ruinas de gigantescas murallas que sobresalían de la ladera.
Esforzándome por apartar de mí esta ilusión extraña, subí hasta la meseta y dudé un momento antes de sumergirme en la tremenda oscuridad de los bosques. Una especie de tensión mortal se cernía sobre las sombras, como si un monstruo invisible contuviera su aliento para no ahuyentar a su presa. Deseché este sentimiento —perfectamente natural, considerando el carácter imponente del lugar y su infame reputación— y me abrí paso a través del bosque, experimentando la desagradable sensación de que me seguían. Tuve que detenerme una vez, seguro de que algo vacilante y pegajoso me había rozado la cara en la oscuridad. Salí al claro y vi el alto monolito alzando su silueta desnuda sobre la hierba. En la linde del bosque, en dirección a la escarpa, había una piedra que formaba como una especie de asiento natural. Me senté en ella, pensando que probablemente fue allí donde el poeta loco Justin Geoffrey había escrito su fantástico El pueblo del monolito. El tabernero pensaba que era la Piedra lo que había ocasionado la locura de Geoffrey, pero la semilla de la locura estaba sembrada en el cerebro del poeta mucho antes de haber visitado Stregoicavar.
Eché una mirada al reloj. Eran casi las doce. Me recosté en espera de cualquier manifestación espectral que pudiese aparecer. Comenzaba a levantarse una brisa suave entre las ramas de los abetos y su música me recordaba la de unas gaitas invisibles y lánguidas susurrando una melodía pavorosa y maligna. La monotonía del sonido y mi mirada invariablemente fija en el monolito me produjeron una especie de autohipnosis; me estaba quedando amodorrado. Luché contra esta sensación, pero el sueño pudo conmigo. El monolito parecía ladearse, danzar extrañamente, retorcerse. Entonces me dormí. Abrí los ojos y traté de levantarme, pero no me fue posible; parecía como si una mano helada me agarrara sin que yo pudiera hacer nada. Un frío terror se apoderó de mí. El claro del bosque ya no estaba desierto. Se veía atestado de una silenciosa multitud de gentes extrañas. Mis ojos dilatados repararon en los raros y bárbaros detalles de sus atuendos. Mi entendimiento me decía que eran remotísimos, olvidados incluso en esta tierra atrasada. «Seguramente —pensé—, son gentes del pueblo que han venido aquí para celebrar algún cónclave grotesco.» Pero otra mirada me hizo comprender que aquellas gentes no eran de Stregoicavar. Eran más bajos de estatura, más rechonchos, tenían la frente más deprimida, la cara más ancha y abotargada. Algunos poseían rasgos eslavos y magiares, pero dichos rasgos se veían degradados por la mezcla con alguna raza extranjera más baja que no me era posible clasificar. Muchos de ellos vestían con pieles de bestias feroces, y todo su aspecto, tanto el de los hombres como el de las mujeres, era de una brutal sensualidad. Aquellas gentes me horrorizaban y me repugnaban, aunque no me prestasen atención alguna. Habían formado un inmenso semicírculo delante del monolito. Empezaron una especie de cántico extendiendo los brazos al unísono y balanceando sus cuerpos rítmicamente de cintura para arriba. Todos los ojos estaban fijos en la cúspide de la Piedra, a la que parecían estar invocando. Pero lo más extraño de todo era el tono apagado de sus voces; a menos de cincuenta metros de donde yo estaba, centenares de hombres y mujeres levantaban sus voces en una melodía salvaje y, sin embargo, aquellas voces me llegaban como un murmullo débil, confuso, como si viniera de muy lejos, a través del espacio... o del tiempo.
Delante del monolito había como un brasero, del que se elevaban vaharadas de un humo amarillo, repugnante, nauseabundo, que se enroscaba en torno al monumento formando una extraña espiral, como una serpiente inmensa y borrosa. A un lado de este brasero yacían dos figuras: una muchacha completamente desnuda, atada de pies y manos, y un niño que tendría tan sólo unos meses. Al otro lado, se acuclillaba una vieja hechicera con un extraño tambor en su regazo. Tocaba con las manos abiertas, con golpes pausados y leves; pero yo no la oía. El ritmo de los cuerpos balanceantes empezó a adquirir mayor rapidez. Entonces saltó una mujer desnuda al espacio que quedaba libre entre la multitud y el monolito; llameaban sus ojos, su larga cabellera flotaba alborotada mientras danzaba vertiginosamente sobre la punta de sus pies, dando vueltas por todo el espacio libre, hasta que cayó prosternada ante la Piedra y allí quedó inmóvil. Inmediatamente, la siguió una figura fantástica, un hombre vestido tan solo con una piel de macho cabrío colgando de la cintura, y cuyas facciones estaban ocultas por una máscara fabricada con una enorme cabeza de lobo, de tal manera que daba la impresión de un ser monstruoso, pesadillesco, mezcla horrible de elementos humanos y bestiales. Sostenía en la mano un haz de varas de abeto, atado por los extremos más gruesos. La luz de la luna brillaba en una pesada cadena de oro que llevaba enlazada en el cuello. Prendida a esta cadena, llevaba otra de cuyo extremo debería haber colgado algún objeto que, sin embargo, faltaba.
La multitud agitaba los brazos con violencia y redoblaba sus gritos, mientras esa grotesca criatura galopaba por el espacio abierto dando saltos y cabriolas. Se acercó a la mujer que yacía al pie del monolito y comenzó a azotarla con las varas; entonces ella se levantó de un salto y se entregó a la danza más salvaje e increíble que había visto en mi vida. Su atormentador bailó con ella manteniendo el mismo ritmo, colocándose a su altura en cada giro y cada salto, al tiempo que descargaba despiadados golpes sobre su cuerpo desnudo. Y a cada golpe que le daba, gritaba una palabra extraña; y así una y otra vez, y toda la gente le coreaba. Podía verles mover los labios. Ahora el débil murmullo de sus voces se fundió y se hizo un solo grito, distante y lejano, repetido continuamente en un éxtasis frenético. Pero no logré entender lo que gritaban. Los danzantes giraban en vertiginosas vueltas, mientras los espectadores, de pie todavía en sus sitios, seguían el ritmo de la danza con el balanceo de sus cuerpos y los brazos entrelazados. La locura aumentaba en los ojos de la mujer que cumplía aquel rito violento, y se reflejaba en la mirada de los demás. Se hizo más salvaje y extravagante el frenético girar de aquella danza enloquecedora... Se convirtió en un cuadro bestial y obsceno, en tanto que la vieja hechicera aullaba y batía el tambor como una enajenada, y las varas componían una canción demoníaca.
La sangre corría por los miembros de la danzante, pero ella parecía no sentir la flagelación sino como un acicate para continuar el salvajismo de sus movimientos desenfrenados. Al saltar en medio del humo amarillento que empezaba a extender sus tenues tentáculos para abrazar a las dos figuras danzantes, se hundió en aquella niebla hedionda y desapareció de la vista. Volvió a surgir otra vez, seguida inmediatamente de aquel individuo bestial que la flagelaba, y prorrumpió en un indescriptible furor de movimientos enloquecedores hasta que, en el colmo del delirio, cayó de pronto sobre la yerba, temblando y jadeando, completamente vencida por el frenético esfuerzo. Siguió la flagelación con inalterable violencia, y ella comenzó a arrastrarse boca abajo hacia el monolito. El sacerdote —por llamarle así— continuó azotando su cuerpo indefenso con todas sus fuerzas, mientras ella se retorcía dejando un pegajoso rastro de sangre sobre la tierra pisoteada. Llegó por fin al monolito, y boqueando, sin resuello, le echó sus brazos en torno y cubrió la fría piedra de besos feroces, como en una adoración delirante y profana. El grotesco sacerdote saltaba en el aire; había arrojado las varas salpicadas de sangre. Los adoradores comenzaron a aullar y a echar espuma por la boca, y de pronto se volvieron unos contra otros y se atacaron con uñas y dientes, desgarrándose las vestiduras y la carne en una ciega pasión de bestialidad. El sacerdote se acercó al pequeñuelo que lloraba desconsolado, lo levantó con su largo brazo y, gritando una vez más ese Nombre, lo hizo girar en el aire y lo estrelló contra el monolito, en cuya superficie quedó una mancha espantosa. Muerto de terror, vi cómo abría en canal el cuerpecillo con sus dedos brutales y arrojaba sobre la columna la sangre que recogía en el hueco de sus manos. Luego tiró el cuerpo rojo y desgarrado al brasero, extinguiendo las llamas y el humo en una lluvia de chispas, en tanto que detrás los brutos enloquecidos aullaban una y otra vez ese Nombre. Después, de repente, todo el mundo cayó prosternado sin dejar de retorcerse, al tiempo que el sacerdote extendía sus manos con gesto amplio y triunfal. Abrí la boca y quise gritar horrorizado, pero únicamente pude articular un ruido seco. ¡Un animal enorme, monstruoso, como un sapo, se hallaba agazapado encima del monolito!
Contemplé la hinchada y repulsiva silueta recortada contra la luz de la luna, y en el sitio en que una criatura normal hubiera tenido el rostro, vi sus tremendos ojos parpadeantes, en los que se reflejaba toda la lujuria, toda la insondable concupiscencia, la obscena crueldad y la perversidad monstruosa que han atemorizado a los hijos de los hombres desde que sus antepasados se ocultaban, ciegos y sin pelo, en las copas de los árboles. En aquellos ojos espantosos se reflejaban todas las cosas sacrílegas y todos los malignos secretos que duermen en las ciudades sumergidas, que se ocultan de la luz en las tinieblas de las cavernas primordiales. Y así, aquella cosa repulsiva que el sacrílego ritual de crueldad, de sadismo y de sangre había despertado del silencio de los cerros, parpadeaba y miraba de soslayo a sus brutales adoradores, que se arrastraban ante él en una repugnante humillación. Ahora, el sacerdote disfrazado de bestia alzó a la débil muchacha maniatada y la mantuvo levantada con sus manos brutales ante el monolito. Y cuando aquella monstruosidad lujuriosa y babeante comenzó a succionar en su pecho, algo estalló en mi cerebro y me desvanecí.
Abrí los ojos sobre una claridad lechosa. Todos los acontecimientos de la noche me vinieron de golpe a la memoria y me levanté de un salto. Entonces miré a mi alrededor con asombro. El monolito se alzaba, descarnado y mudo, sobre la hierba ondulante, verde, intacta, bajo la brisa matinal. Atravesé el claro con paso rápido. Aquí habían saltado y brincado tantas veces que la hierba debería haber desaparecido; y aquí la mujer del ritual se arrastró en su doloroso camino hacia la Piedra, derramando su sangre sobre la tierra. Sin embargo, ni una sola gota de sangre se veía en el césped intacto. Miré, temblando de horror, la cara del monolito contra la que el brutal sacerdote estampó a la criatura robada..., pero no había ninguna mancha, nada. ¡Un sueño! Había sido una espantosa pesadilla... o qué sé yo... Me encogí de hombros. ¡Qué intensa claridad para ser un sueño! Regresé tranquilamente al pueblo y entré en la posada sin ser visto. Una vez allí, me senté a meditar sobre los acontecimientos de la noche. Cada vez me sentía más inclinado a descartar la teoría de un sueño. Era evidente que lo que había visto era una ilusión inconsistente. Pero estaba convencido de que aquello era la sombra, el reflejo de un acto espantoso perpetrado realmente en tiempos lejanos. Pero ¿cómo podía saberse? ¿Qué pruebas podrían confirmar que había sido una visión de una asamblea de espectros, más que una mera pesadilla forjada por mi propio cerebro?
Como una respuesta a este mar de dudas, me vino un nombre a la cabeza: ¡Selim Bahadur! Según la leyenda, este hombre que había sido tanto soldado como cronista, mandó el cuerpo de ejército de Solimán que había devastado Stregoicavar. Parecía lógico; y si era así, había marchado directamente de este lugar arrasado al sangriento campo de Schomvaal y a su destino final. No pude contener una exclamación de sorpresa: aquel manuscrito que encontraron en el cuerpo del turco y que hizo temblar al conde Boris... ¿no podría contener alguna indicación de lo que los conquistadores turcos habían encontrado en Stregoicavar? ¿Qué otra cosa pudo hacer temblar los nervios de hierro del poderoso guerrero? Y, puesto que los restos mortales del conde no fueron rescatados jamás, ¿qué duda cabía de que el estuche de laca y su misterioso contenido permanecían aún bajo las ruinas que cubrían a Boris Vladinoff? Me puse a recoger mis cosas con agitada precipitación. Tres días más tarde me encontraba en una aldea a pocos kilómetros del viejo campo de batalla. Cuando salió la luna, ya estaba yo trabajando febrilmente en el gran túmulo de piedras demoronadas que coronaba la colina. Fue un trabajo agotador... Pensándolo ahora, no comprendo cómo pude llevar a cabo esa tarea; y no obstante, trabajé sin descanso desde la salida de la luna hasta que empezó a clarear el día. Justamente estaba yo apartando las últimas piedras, cuando el sol asomó por el horizonte. Allí estaba todo lo que había quedado del conde Boris Vladinoff —unos pocos fragmentos de huesos—, y entre ellos, totalmente aplastado, el estuche cuya superficie de laca había preservado el contenido a través de los siglos.
Lo recogí con ansiedad y, después de apilar unas piedras sobre aquellos huesos, me marché precipitadamente. No deseaba que me descubriese ningún viajero suspicaz en aquella acción aparentemente profanadora. De nuevo en mi cuarto de la taberna, abrí el estuche y encontré el pergamino relativamente intacto. Y había algo más: un objeto pequeño y aplastado, envuelto en un trozo de seda. Estaba ansioso por descifrar los secretos de aquellas hojas amarillentas, pero no podía más de cansancio. Apenas había dormido desde que saliera de Stregoicavar, y los terribles esfuerzos de la noche anterior acabaron de vencerme. A pesar de mi excitación, no tuve más remedio que echarme un poco, pero ya no me desperté hasta que empezaba a anochecer. Cené rápidamente y después, a la luz de una vela, me senté a leer los limpios caracteres turcos que cubrían el pergamino. Representaba un trabajo penoso para mí, porque mis nociones de turco no son ni mucho menos profundas, y el estilo arcaico del texto me desorientaba. Pero luchando afanosamente, conseguí descifrar una palabra aquí, otra allá, encontrar sentido en alguna frase, y una vaga impresión de horror me oprimió el corazón. Me apliqué con todas mis fuerzas a la tarea de traducir, y cuando el relato se hizo claro y asequible, la sangre se me heló en las venas, se me pusieron los pelos de punta, y hasta la lengua se me endureció. Todas las cosas externas participaron de la espantosa locura de aquel manuscrito infernal; incluso los ruidos de los insectos nocturnos y de los animales del bosque adquirieron forma de murmullos horribles y pisadas furtivas de seres espantosos, y los quejidos del viento en la noche se tornaron en la risa obscena y perversa de las fuerzas del mal que dominan el espíritu de los hombres.
Al fin, cuando la claridad gris se filtraba ya entre las rejas de la ventana, dejé a un lado el manuscrito. La cosa envuelta en el trapo de seda estaba allí. Alargué la mano y la desenvolví. Me quedé petrificado, porque comprendí que, aun poniendo en duda la veracidad de lo que decía el manuscrito, aquello era la prueba de que todo había sido real. Volví a meter esos dos objetos repulsivos en el estuche, y no descansé ni probé bocado hasta que no lo arrojé, lastrándolo con una piedra, a lo más profundo de la corriente del Danubio, el cual —quiera Dios que así sea— se lo llevaría al Infierno, de donde debió salir lo que llevaba dentro. No fue un sueño lo que tuve la noche del 24 de junio en los montes de Stregoicavar. De haber presenciado el horrible ceremonial, Justin Geoffrey, que sólo estuvo allí a la luz del sol y después siguió su camino, habría enloquecido mucho antes. Por lo que a mí respecta, no sé cómo no llegué a perder el juicio. No... no fue un sueño... Yo había presenciado el rito inmundo de unos adoradores desaparecidos hace siglos, surgidos del Infierno para celebrar sus ceremonias como lo hicieran en otro tiempo; yo vi a unos espectros postrarse ante otro espectro. Porque hace tiempo que el Infierno reclamó a ese dios horrendo. Hace muchos, muchísimos años, habitó entre las montañas como reliquia viva de una edad ya extinguida; pero sus garras asquerosas ya no atrapan a los espíritus de los seres humanos de este mundo, y su reino es un reino muerto, poblado tan sólo por los fantasmas de aquellos que le sirvieron en vida.
Por qué alquimia perversa, por qué impío sortilegio se abren las Puertas del Infierno en esa noche pavorosa, no lo sé, pero mis propios ojos lo han visto. Yo sé que no vieron a ningún ser viviente aquella noche, pues en el manuscrito que redactó la cuidadosa mano de Selim Bahadur se explica detalladamente lo que él y sus compañeros de armas descubrieron en el valle de Stregoicavar. Y leí, descritas con todo detalle, las abominables obscenidades que la tortura arrancaba de los labios de los aullantes adoradores; y también leí lo que contaba sobre cierta caverna perdida, tenebrosa, en lo alto de las montañas, donde los turcos, horrorizados, habían encerrado a un ser monstruoso, hinchado, viscoso como un sapo, dándole muerte con el fuego y el acero antiguo, bendecido siglos antes por Mahoma, y mediante conjuros que ya eran viejos cuando Arabia era joven. Y aun así, la mano firme del anciano Selim temblaba al evocar el cataclismo, las sacudidas de tierra, los aullidos agónicos de aquella monstruosidad, que no murió sola, pues hizo perecer consigo —en forma que Selim no quiso o no pudo describir— a diez de los hombres encargados de darle muerte.
Y aquel ídolo achaparrado, fundido en oro y envuelto en seda, era la imagen de ese mismo ser, que Selim había arrancado de la cadena que rodeaba el cuello del cadáver del gran sacerdote-lobo. ¡Bien está que los turcos barrieran ese valle impuro con el fuego y con la espada! Visiones como las que han contemplado estas montañas desoladas deben pertenecer a las tinieblas y a los abismos de edades prohibidas. No, no hay que temer que esa especie de sapo me haga temblar de horror por la noche. Está encadenado en el Infierno, junto con su horda nauseabunda, y sólo es liberado con ellos una hora, en la noche más espantosa que he visto jamás. En cuanto a sus adoradores, ninguno queda ya en este mundo. Pero, al pensar que tales cosas dominaron una vez el espíritu de los hombres, me siento invadido por un sudor frío. Tengo miedo de leer las páginas abominables de Von Junzt, porque ahora comprendo lo que significa esa expresión que tanto repite: ¡Las llaves!... ¡Ah! Las llaves de las Puertas Exteriores, enlaces con un pasado aborrecible y, quién sabe, con aborrecibles esferas del presente. Y comprendo por qué las escarpas parecían murallas almenadas bajo la luz de la luna, y por qué el sobrino del tabernero, acosado por las pesadillas, vio en sueños la Piedra Negra surgiendo como remate de un castillo negro y gigantesco. Si los hombres excavaran entre esas montañas, puede que hallaran cosas increíbles bajo las laderas que las enmascaran. En cuanto a la caverna donde los turcos encerraron a aquella... bestia, no era propiamente una caverna. Me estremecí al imaginar el insondable abismo de tiempo que se abre entre el presente y aquella época en que la Tierra se estremeció, levantando como una ola aquellas montañas azules que cubrieron cosas inconcebibles. ¡Ojalá ningún hombre cave al pie de ese remate horrible que se llama Piedra Negra!
¡Una llave! ¡Ah, la Piedra es una Llave, símbolo de un horror olvidado! Ese horror se ha diluido en el limbo del que surgió como una pesadilla durante el nebuloso amanecer de la Tierra. Pero ¿qué hay de las otras posibilidades diabólicas que insinúa Von Junzt...? ¿De quién era esa mano monstruosa que estranguló su vida? Desde que leí el manuscrito de Selim Bahadur, ya no he albergado ninguna duda sobre la Piedra Negra. No ha sido siempre el hombre señor de la Tierra... Pero ¿lo es ahora?
Y obsesivamente, me vuelve un solo pensamiento: si un ser monstruoso como el Señor del Monolito había logrado sobrevivir de algún modo a su propia era incalculablemente lejana, ¿qué formas sin nombre podrían acechar aún en los lugares tenebrosos del mundo?"
Robert E. Howard
" Ven, cierra la puerta, siéntate junto al fuego de la chimenea, que la noche es fría, y seguro que estás cansado; acomódate y disfruta de una de tantas historias, que como cada noche vas a poder escuchar aquí..."
El Recolector de Historias

viernes, 10 de julio de 2015
jueves, 9 de julio de 2015
"El Destino de Madame Cabanel"
" Ni el progreso ni la ciencia habían llegado aún a la pequeña aldea de Pieuvrot, en la Bretaña francesa. Sus hombres y mujeres eran seres ingenuos, ignorantes y supersticiosos, y las comodidades y los avances de la técnica eran algo desconocido para ellos.
Durante la semana se dedicaban a trabajar una tierra ingrata que apenas les daba para vivir, y los domingos y fiestas de guardar iban a misa a la pequeña capilla excavada en la roca, donde aceptaban como norma de fe las palabras del cura y lo que éste callaba. En lo desconocido reconocían no la grandeza, sino la presencia del Mal.
El único vínculo entre ellos y el resto del mundo era Monsieur Jules Cabanel, terrateniente por excelencia del pueblo, al tiempo que alcalde y juez de paz. Todos los cargos públicos en uno.
Éste iba a menudo a París y regresaba con un manojo de noticias, que provocaban la envidia, la admiración o el miedo de su auditorio, dependiendo del grado de inteligencia de quien le escuchara. Monsieur Jules Cabanel no era un hombre atractivo, pero todos le tenían por buena persona. Bajito, rechoncho, con el pelo y la barba cortados a cepillo, algo obeso y aficionado a la buena vida. Habría necesitado un par de virtudes para compensar la falta evidente de atractivo personal. No era malo; sólo una persona normal y corriente.
Cumplidos ya los cincuenta, seguía soltero. Hasta el momento había conseguido escapar a las propuestas de las arpías del pueblo y mantener intactas su soltería y su independencia. Pero quizá fuera su ama de llaves, Adèle, la culpable de que él siguiera solo. Eso era al menos lo que comentaban las malas lenguas en la Veuve Prieur’s. Era una mujer un tanto orgullosa y reservada, a quien no le gustaba que se metieran en su vida. Y, aunque la gente comentaba, ella y su señor permanecían al margen de los rumores.
De repente, y de un día para otro, Jules Cabanel, tras pasar más tiempo del habitual en París, se presentó casado y con su mujer. Adèle se encontró con que tenía sólo veinticuatro horas para prepararlo todo, tarea que no dejaba de ser un tanto complicada, pero se puso a ello con su habitual determinación; arregló las habitaciones como pensaba que le gustaría a su señor e incluso añadió un toque especial, un centro de flores para la mesa del salón.
–Extrañas flores para una novia –se dijo para sí la pequeña Jeannette, una chiquilla que venía de vez en cuando a ayudar en las tareas de la casa, al ver los heliotropos (a los que llaman la flor de las viudas de Francia), las amapolas rojas, el ramo de belladona y el de acónitos.
No le parecían flores para unos recién casados. Sin embargo, las flores se quedaron donde las había colocado Adèle. Al verlas, Monsieur Cabanel ordenó que las apartaran de su vista con una clara expresión de asco, mientras su mujer, que parecía no enterarse de nada, sonreía con ese gesto de desaprobación que tiene el que asiste a una situación que le supera.
Madame Cabanel era inglesa y, por lo tanto, extranjera; joven, bonita y dulce como un ángel.
“La belleza del diablo”, decían los pieuvrotinos con una sonrisa burlona y no sin cierto estremecimiento. Y es que ellos, aquella tez oscura, su aspecto desnutrido y macilento, no podían entender las formas redondeadas, la esbelta silueta y el buen color de la mujer inglesa. Aquella belleza les parecía más propia del diablo que un don de Dios. El rechazo con el que la trataron desde el principio se fue enconando al ver que, aunque la joven asistía a misa con una puntualidad digna de elogio, no se sabía las oraciones y se persignaba al revés. ¡La mismísima belleza del diablo, no cabía duda!
–¡Puf! –dijo Martin Briolic, el viejo sepulturero del pequeño cementerio–. Con esos labios rojos, esas mejillas sonrosadas y esos hombros rellenitos, me recuerda a una vampira. Parece como si bebiera sangre.
Éstas fueron las palabras que pronunció una tarde en la Veuve Prieur’s, y las dijo sin el menor atisbo de duda. No hay que olvidar, por cierto, que Martin Briolic era tenido por el hombre más sabio del pueblo, a quien no superaba ni el mismísimo señor cura, que era sabio a su manera, ni el propio Monsieur Cabanel. Lo sabía todo acerca del tiempo y las estrellas, todo sobre las hierbas silvestres que crecían en la llanura y los animales que se alimentaban de ellas. Además, era adivino, pues con un simple palito era capaz de encontrar manantiales de agua escondidos en lo profundo de la tierra; si querías saber dónde estaba estaban escondidos los regalos de Nochebuena, bastaban con que te atrevieras a entrar cuando él te dijera por la grieta de la montaña y que salieras antes de que fuera demasiado tarde. Había visto bailar a las hadas a la luz de la luna, y a los duendecillos, los infins, saltar de acá para allá en los confines del bosque. En más de una ocasión había dicho que entre los hombres despiadados de La Créche-en-bois, el pueblo rival, había un fantasma, y nadie lo había puesto en duda. Tenía además, otros poderes, más místicos. Por tanto, lo que dijo aquella tarde debía de tener algún fundamento.
Fanny Campbell, o como se le conocía ahora, Madame Cabanel, siempre había pasado desapercibida en Inglaterra y en todos los lugares por lo que había pasado, salvo en aquel pueblo medio muerto, ignorante y chismoso de Pieuvrot. Su pasado no escondía ningún secreto, y la suya era una historia normal y corriente. Se había quedado huérfana y se había hecho ama de llaves; era muy joven y muy pobre cuando los señores de la casa se enfadaron con ella y la dejaron en París sin trabajo, sola y sin apenas dinero. Poco después se casó con Jules Cabanel, quizá lo mejor que podía haber hecho.
Nadie antes la había amado, y en aquel momento de miseria y desdicha, se enamoró del primer hombre que fue amable con ella, aunque su pretendiente más parecía su padre que su marido. Lo que tenía claro es que iba a dar aquel importante paso con alegría, sin sentirse mártir ni víctima de las circunstancias.
Pero nadie le había dicho nada de Adèle, la hermosa ama de llaves, ni del pequeño sobrino de ésta, a quien el señor había permitido quedarse a vivir en la Maison Cabanel y había dispuesto que aprendiera de mano del sacerdote. Quizá si lo hubiera sabido, se lo habría pensado dos veces antes de compartir el mismo techo con una mujer que había puesto acónitos, heliotropos y flores venenosas en su ramo de novia.
Si alguien tuviera que elegir un rasgo que definiera la personalidad de Madame Cabanel, éste sería sin duda alguna la dulzura. Una dulzura que se adivinaba en los rasgos redondeados, suaves y un tanto indolentes de su rostro, en el azul tenue de sus ojos, en aquella sonrisa apacible que irritaba a los franceses, de carácter más petulante, y sobre todo a Adèle. El ama de llaves solía decir con total desprecio que no había nada que enfadara ni que ofendiera a su señora, y no ahorraba esfuerzos en hacerle ver lo que sentía hacia ella. Por su parte, Madame Cabanel aceptaba los desmanes y los continuos desplantes de Adèle con toda la amabilidad del mundo; es más, en todo momento se mostraba agradecida de que Adèle se hubiera hecho cargo de todo lo relativo de la casa.
La falta de responsabilidad y el poder disfrutar de una vida tan distinta a los años que había pasado de apuros económicos y continuas preocupaciones hicieron que Madame Cabanel pareciera ahora mucho más hermosa. Los labios cada más rojos, las mejillas más sonrosadas y los hombros más rellenitos que nunca. Pero mientras ella ganaba en belleza, el resto del pueblo enfermaba; ni los más ancianos recordaban un año peor ni con tantas muertes. El señor tampoco se encontraba bien, y el pequeño Adolphe estaba gravemente enfermo.
Que la gente enferme no es raro en los pueblos insalubres de Francia e Inglaterra, como tampoco lo es el que los niños franceses estén siempre enfermos.
Sin embargo, Adèle pensaba que todo aquello se salía de lo normal y, en contra de su actitud siempre remisa a hacer el más mínimo comentario sobre lo que ocurría, empezó a hablar con todo aquel con el que se encontraba de la extraña debilidad que se había abatido sobre Pieuvrot y la Maison Cabanel, de lo raro que parecía aquello y lo desesperada que estaba al no saber qué le pasaba a su sobrinito ni qué podía darle para que se pusiera mejor. Todo aquello era muy extraño, solía decir, y las cosas en Pieuvrot iban de mal en peor.
Jeannette la había visto mirar a la dama inglesa, había descubierto su mirada terrible cuando, tras ver lo saludable y hermosa que estaba la extranjera, se volvía hacia el niño, cada vez más delgado, pálido y macilento. Una mirada que hacía estremecerse de pánico.
Una noche, como si ya no pudiera soportar durante más tiempo aquella situación, Adèle fue a casa del viejo Martin Briolic paa preguntarle qué ocurra y qué podía hacer.
No se precipite, espere un instante, Madame Adèle –le dijo Martin, mientras barajaba sus grasientas cartas del Tarot y hacía tríos sobre la mesa–. Es más complicado de lo que parece. Nosotros sólo niño que se ha puesto enfermo. Y puede que sea así, pero también puede que sea obra de alguien. Dios envía la enfermedad sobre nosotros, y yo estoy contento. Vivo de ello. Pero al pequeño Adolphe no le ha tocado el Dios de la bondad. Yo veo la mano de una mujer malvada en todo esto. ¡Maldita sea!
Martin volvió a barajar las cartas y las dejó a un lado, como distraído. Le temblaban las manos y pronunciaba palabras que Adèle no conseguía entender.
–¡San José y todo los santos, protegednos! –gritaba–. La extranjera, la mujer inglesa… a la que llaman Madame Cabanel… ¡No, ése no es su verdadero nombre! ¡Dios mío!
–¡Tranquilo, padre Martin! ¿Qué es lo que quiere decir? –gritó Adèle, mientras le cogía por el brazo.
Había algo salvaje en la mirada de aquella mujer; las aletas de la nariz se le dilataban al hablar, y sus labios, delgados y sinuosos, se contraían por encima de unos dientes cuadrados y pequeños.
–Explíqueme qué es lo que quiere decir, padre.
–Brujería –susurró en voz baja el padre Martin.
–¡Me lo imaginaba! –gritó Adèle–. ¡Lo sabía! ¡Ay, mi pequeño Adolphe! ¡Maldito sea el día en que mi señor trajo a casa a ese diablo disfrazado de mujer!
–Esos labios rojos no pueden ser naturales, Madame Adèle –gritó Martin sin dejar de asentir con la cabeza–. ¡Mírelos…! ¡Es sangre lo que les hace brillar! Lo dije desde el primer día en que la vi, y las cartas también lo dijeron. La misma tarde que el señor la trajo a casa las cartas dijeron sangre y la mala mujer, y yo pensé: “Bien, Martin, vas por buen camino, vas por buen camino, chaval”. Y, Madame Adèle, estaba en lo cierto. ¡Brujería! Justo lo que dicen las cartas, Madame Adèle. Una vampira. No la pierda de vista. Comprobará que las cartas decían la verdad.
–Pero, ¿cuándo podremos verlo? –le preguntó Adèle? –repitió como si pensara cada una de las palabras que estaba diciendo–. ¿Conoce el viejo pozo que hay en el bosque, de donde entran y salen los duendes y donde las hadas retuercen el cuello de aquellos con quienes se encuentran en la oscuridad de la noche? Quizá las hadas acaben con la mujer inglesa de Monsieur Cabanle. ¡Quién sabe!
–Sí, quizá –dijo Adèle un tanto desanimada.
–¡Ánimo, valiente! –dijo Martin–. Seguro que nos ayudan.
El único lugar de Pieuvrot realmente bonito era el cementerio. Además de un bosque que invitaba a la melancolía, había una enorme explanada por la que se podían dar eternos paseos en los largos días de verano. Éste era el único sitio donde una mujer joven podía sentirse a gusto pues, el resto, pequeñas parcelas cultivadas que los campesinos habían arrebatado a la propia tierra yerma y de las que sacaban míseras cosechas, no presentaba el menor atractivo. Era por esto por lo que Madama Cabanel, aburrida de no hacer nada y acostumbrada, como buena inglesa, a los paseos al aire libre, encontraba el pequeño cementerio un buen lugar de distracción. En realidad, no significaba nada para ella; no conocía a ninguno de los difuntos que dormían el sueño los justos en sus estrechos ataúdes ni sentía nada por ellos. Le encantaban los arriates de flores y las guirnaldas de siemprevivas, y cosas así. No quedaba demasiado lejos de su casa, y la vista que se tenía desde allí del oscuro bosque con las montañas detrás era realmente deliciosa.
Los pieuvrotinos no entendían nada. Les resultaba incomprensible que alguien que estuviera en sus cabales se dedicara a ir un día sí y otro también al cementerio, y no sólo el día del entierro; que en vez de llevar flores a un ser querido, se dedicara a pasear entre las tumbas y se sentara allí, cuando estaba cansada, a contemplar la explanada y las montañas, que se erguían por detrás,
–Pasea entre las tumbas como si fuera una… –empezó a decir un Lesouëf y, a continuación se calló para buscar la palabra adecuada.
Esta conversación tenía lugar en la Veuve Prieur’s, donde se reunían por la noche los del pueblo para comentar los pequeños acontecimientos del día, y donde, desde que ella llegara, hacía ahora tres meses, el tema principal de conversación era Madame Cabanel, sus modales, que no se supiera las oraciones del misal y su forma de comportarse, siempre tan misteriosa. Y unos a otros se preguntaban cómo podía soportar aquello Madame Adèle, qué sería del pequeño Adolphe cuando naciera el heredero… Algunos aseguraban que el señor debía tenerlos bien puestos para tener a dos fieras como aquellas bajo el mismo tejado. ¿Y qué pasaría al final? Nada bueno, seguro.
–¿Pasea entre las tumbas como si fuera un qué? Dime Jean Lesouëf –le preguntó Martin Briolic. Y tras eso, se levantó y, en voz baja, pero clara, fue él quien respondió: –Yo te voy a decir cómo, Lesouëf. ¡Como una vampira! Madame Cabanel, con sus labios rojos y sus mejillas rojas, mientras el pequeño sobrino de Adèle se muerte delante de sus propios ojos. Madame Cabanel, con sus labios rojos y sus mejillas rojas, se sienta durante horas entre las tumbas. ¿Lo entendéis ahora, amigos míos? Para mí está más claro que el agua.
–Usted ha dicho las palabras, padre Martin. ¡Como una vampira! –repitió Lesouëf mientras se estremecía.
–¡Como una vampira! –gritaron todos a un tiempo.
–Yo he sido el primero en llamarla vampira –dijo Martin Briolic–. Acordaos que yo fui el primero en decirlo.
–¡Claro! Ha sido usted quien lo ha dicho –respondieron–, y tiene razón.
El rechazo con el que se había encontrado la joven inglesa desde que llegó a Pieuvrot se hizo mucha más patente a partir de ese momento. La semilla que Martin y Adèle se habían empeñado tan diligentemente en sembrar por fin había echado raíces. Los pieuvrotinos estaban dispuestos a acusar de ateísmo e inmoralidad a todo aquel que no aceptara su decisión, a quienes dijeran que la hermosa Madame Cabanel no era más que una joven hermosa y sana, y que nada tenía que ver con vampiros que se dedicaran a chupar la sangre de un niño o a vivir entre las tumbas para conseguir nuevas víctimas.
El pequeño Adolphe estaba cada vez más pálido y delgado. El terrible sol de verano caía sobre la gente del pueblo, que se refugiaba en sus sucisas chozas de adobe rodeadas por marismas.
La salud de Monsieur Jules Cabanel seguía el mismo camino que la del resto. El médico, que vivía en Créche-en-boix, movió la cabeza al ver la situación y dijo que era grave. Cuando Adèle le insistía una y otra vez que le contara lo que les ocurría al niño y a su señor, el doctor evitaba responder o le decía alguna palabra extraña que ella ni entendía ni era capaz de repetir. Y la verdad es que el médico era una persona bastante desconfiada y recelosa, un visionario al que le gustaba plantear teorías para después demostrar que eran ciertas. Y, así, pensaba que Fanny había comentado en secreto a su marido y al niño, y aunque en ningún momento le había podido darle ninguna respuesta definitiva que la tranquilizara.
Por su parte, Monsieur Cabanel era un hombre despreocupado y crédulo; una persona a la que le gustaba vivir tranquilamente y a la que no le preocupaba demasiado hacer daño a los demás; era egoísta, pero no cruel. Buscaba siempre su propio bien. Además, amaba a su mujer como jamás había amado a ninguna otra. Sobrio y normal como él era, la amaba con toda la pasión y la fuerza que su carácter le permitía; y si no era muy apasionado, su amor sí era sincero. Pero la sinceridad de aquel amor fue puesta a prueba cuando, el doctor unas veces y Adèle otras, le insinuaban que tuviera cuidado con las influencias malignas, con lo que comía, bebía, y cómo y quién se lo preparaba. Adèle, además, le soltaba indirectas sobre la perfidia de las mujeres inglesas y lo mucho que el mal tenía que ver con las mujeres hermosas. Si continuaba amando a su joven esposa, aquel veneno acabaría por causar efecto, un efecto que sólo se había visto frenado por su constancia y fidelidad.
Una tarde, Adèle, desesperada, se arrodilló a sus pies (la señora había salido a dar su paseo habitual) y dijo entre gritos:
–¿Por qué me dejaste por ella? Yo, que siempre te he amado, que siempre te he sido fiel. Mírala: camina entre las tumbas, le chupa la sangre a nuestro hijo… El diablo la hizo bella, pero no te ama.
De repente, él sintió como si le sacudiera una descarga eléctrica.
–¡Qué locura he cometido! –dijo, mientras apoyaba la cabeza en el regazo de Adèle y se echaba a llorar.
A Adèle el corazón le dio un vuelco. ¿Volvería a ser ella la señora? ¿Conseguiría deshacerse de su rival?
Y desde aquella misma tarde Monsieur Cabanel se comportó de forma muy distinta y con su joven esposa. Sin embargo, ella era demasiado confiada como para darse cuenta de lo que ocurría y, si en algún momento pensaba que algo raro pasaba, el amor que sentía por su marido era tan frágil (más que amor podríamos llamarlo simpatía) que no llegaba a preocuparla, y aceptaba la frialdad y brusquedad con que la trataba su esposo con el mismo buen talante con el que aceptaba todo. Seguro que lo mejor hubiera sido que, entre gritos, se hubiera peleado con Monsieur Cabanle. Así, al menos, habrían llegado a entenderse. A los franceses les encanta el jaleo que se arma alrededor de una pelea y una buena reconciliación.
Como buena persona que era, Madame Cabanel se acercaba una y otra vez al pueblo a ayudar a los enfermos. Pero ni uno de ellos, ni siquiera el más pobre (al contrario, el más pobre, el último) la recibían con buenas maneras ni aceptaban su ayuda. Si hacía el más mínimo intento por tocar a uno de los niños que se estaban muriendo, la madre, horrorizada, lo apartaba en seguida de su vista; si trataba de hablar con una de las personas mayores, también enferma, siempre había unos ojos tristes que la miraban aterrorizados y una voz que, cansada, murmuraba ciertas palabras en un dialecto que ella desconocía. Pero siempre a sus espaldas resonaba la misma palabra: ¡Brujería!
–¡Cómo odian a los ingleses! –solía pensar en el camino de vuelta.
Y quizá aquello la entristeciera un poco, pero era demasiado tranquila como para permitir que le perturbara o desanimara.
En casa ocurría lo mismo. Si quería hacerle la más mínima caricia al niño, Adèle se lo impedía enfurecida. Una vez, se lo quitó de los brazos entre gritos:
–Bruja. ¿Cómo te atreves delante de mis propios ojos?
Y en otra ocasión, preocupada por el estado de su marido, sugirió hacerle una taza de caldo a la inglesa; el médico la miró como si fuera a atravesarla con la mirada. A Adèle se le cayó una cacerola que tenía en la mano y le dijo con insolencia, aunque con lágrimas en los ojos:
–¿No tiene ya bastante, madame? Si no está contenta todavía, máteme a mí.
Pero Fanni no dijo nada. Aquel médico había sido un grosero mirándola de aquella forma y Adele estaba muy enfadada.
¡Qué mal carácter tenía aquella mujer! ¡Qué distinta a las amas de llaves inglesas!
Cuando Monsieur Cabanel se enteró de lo ocurrido, llamó a Fanny y le dijo con más dulzura con la que solía dirigirse a ella en los últimos tiempos:
–Tú no quieres hacerme daño, ¿verdad, mi mujercita? Me han dicho que te has portado muy mal.
–¿Mal? ¿Qué es lo que he hecho mal? –le preguntó Fanny con los ojos azules muy abiertos–. ¿Qué mal podría yo causar a mi mejor y único amigo?
–¿Acaso soy yo ese amigo, tu amor, tu esposo? ¿Me quieres? –dijo Monsieur Cabanel.
–Amado Jules, ¿a quién podría querer, si no? –respondió mientras le besaba.
Y él exclamó:
–“Dios te bendiga”.
Al día siguiente, Monsieur Cabanel tuvo que salir por un asunto de negocios. Dijo que estaría fuera un par de días, pero que intentaría volver lo antes posible. Y su mujer se quedó allí, sola, acechada por sus enemigos y sin su presencia, la única protección con que contaba.
Adèle no estaba en casa. Era una de esas calurosas noches de verano, y el pequeño Adolphe tenía mucha fiebre y estaba inquieto. A medida que fue avanzando la noche, se fue poniendo pero y, aunque Jeannette, la niñera, tenía órdenes estrictas de no dejar que la señora lo cogiera, la chiquilla se asustó al ver el estado del niño. Por ello, cuando Madame Cabanel le ofreció ayuda, Jeannette se sintió aliviada ante tan tremenda responsabilidad y permitió que cogiera al pequeño entre sus brazos.
Sentó al niño en su regazo, lo arrulló y le cantó una nana. A Madame Cabanel le pareció que aquello apaciguaba su dolor y que se quedaba medio dormido. Pero la crisis hizo que el niño se mordiera sin querer la lengua y el labio, y que le comenzara a salir sangre de la boca. Era un niño guapo, y la enfermedad y la fiebre acentuaban su belleza. Fanny se inclinó sobre él y le dijo un besito en la cara. La sangre que cubría los labios del pequeño machó los de ella.
Mientras ella permanecía así, inclinada sobre el niño y con esa ternura que anunciaba su propia maternidad, entraron en la habitación Adèle, el viejo Martin y otra gente del pueblo.
–¡Mírenla! –gritó Adèle mientras cogía a Fanny por el brazo y la obligaba a levantar la cabeza–. ¡Miren lo que está haciendo! Amigos, miren a mi niño. Ha muerto, ha muerto entre sus brazos. Y miren su sangre en los labios de ella. ¿Acaso necesitan más pruebas? Ella es una vampira. ¿Pueden negar lo que ven?
–¡No, no! –vociferaron los del pueblo entre gritos–. Es una vampira, una criatura maldita. ¡Con ella al pozo! Debe morir como ella ha hecho morir a los demás.
–¡Matémosla como ha matado a mi pequeño! –dijo Adèle.
Y todos los que habían perdido a un familiar o a un hijo durante la epidemia repitieron sus palabras.
–¡Matémosla como ha matado a los míos!
–¿Qué significa todo esto? –exclamó Madame Cabanel mientras se ponía en pie y se encaraba con todos ellos con valentía propia de una mujer inglesa–. ¿Qué os he hecho yo para que os presentéis así en mi casa cuando no está mi marido y os comportéis como bestias?
–¿Qué nos ha hecho? –gritó el viejo Martin, y se acercó a ella–. ¡Eres una bruja y has hechizado al bueno de nuestro amo! ¡Eres una vampira y te has alimentado de nuestra sangre! ¿Acaso no es esto una prueba de ello? ¡Mírate, maldita bruja! ¡Mira a tu víctima, tú lo has matado!
Fanny se rió con desprecio.
–Creo que no voy a hacer caso a toda esta locura. ¿Sois personas adultas o niños?
–Somos hombres hechos y derechos –le contestó Legros el molinero–. Y como hombres, nuestro deber es proteger a los nuestros. No estábamos seguros. Pero, ¿quién tenías más motivos que yo para estar aquí, que he perdido a tres de mis hijos? Ahora estamos convencidos.
–¡Yo lo único que he hecho es cuidar a un niño enfermo e intentar calmar su aflicción! –dijo Madame Cabanel muy alterada.
–¡Basta ya! –gritó Adèle, y la tiro del brazo que no había soltado desde el principio–. ¡Al pozo con ella, si no queréis que mueran vuestros hijos como ha muerto el mío… y los del bueno de Legros!
La gente se estremeció al escuchar aquellas palabras y lanzaron un grito desgarrador.
–¡Al pozo con ella! –gritaron–. ¡Que los demonios se encarguen de ella!
De repente, Adèle ató con una cuerda aquellos brazos pálidos cuya fuerza y belleza tanta veces hicieron enloquecer de celos. La joven lanzó un grito, y antes de que pudiera hacer nafa, Legros le había tapado ya la boca con su fuerte mano. Aunque ni éste ni ninguno de los presentes se había parado a pensar que no iban a matar a un monstruo, sino a una persona, parecía como si sus gritos les hubieran hecho perder la razón, unos gritos que resonaban tan humanos como el de la propia Madame Cabanel. En silencio y con un aire amenazador, aquel cortejo fúnebre inició el camino hacia el bosque con su presa aún viva. Andaban sin hablar entre ellos, como seres desvalidos entre los que hubiera un cadáver. A excepción hecha de Adèle y el viejo Martin, lo único que les movía a seguir adelante era el miedo. Ellos eran ejecutores, no víctimas, ejecutores de una ley que imaginaban más justa que la propia Constitución. Pero uno a uno fueron cayendo, hasta que sólo quedaron seis. Legros era uno de ellos, y Lesoüef, que había perdido a su única hija, era otro.
El pozo no estaba a más de un kilómetro de la Maison Cabanel, pero se encontraba en un paraje inhóspito y apartado adonde ni el hombre más valiente se hubiera atrevido a ir solo una vez caída la noche, ni siquiera en compañía del señor cura.
–Pero somos muchos –dijo el viejo Martin Briolic–. Media docena de hombretones, guiados por una mujer como Adèle, no tienen que tenerle miedo ni a duendes ni a las hadas blancas.
Tan deprisa como les permitía la carga que llevaban y en completo silencio, el cortejo avanzaba por entre el páramo; uno o dos portaban toscas antorchas, porque la noche era oscura y el camino también tenía sus peligros. Cada vez estaban más cerca de su fatal destino y cada vez se hacía mayor el peso de la víctima. Hacía mucho que ésta había dejado de moverse y, ahora, yacía como si estuviera muerta en los brazos de sus porteadores. Pero nadie hacía ningún comentario, ni sobre esto ni sobre ningún otro tema. No intercambiaron ni la más mínima palabra y, más de uno, incluso entre los que se habían quedado atrás, empezó a pensar si habían obrado bien y si no hubiera sido mejor haberlo dejado en manos de la justicia. Sólo Adèle y Martin continuaban con voluntad firme; Legros no tenía dudas, pero se sentía afligido ante el paso que se veía avocado a dar.
En cuanto Adèle, los celos por su rival, la angustia con madre y el miedo que provocaba su superstición, todo esto pesaba en ella de tal forma que no habría hecho nada por disminuir la pena de su víctima ni por intentar ver en ella a una simple mujer y no a un vampiro.
El camino se hacía cada vez más angosto, y la distancia que les separaba del lugar de la ejecución, cada más más corta. Por fin, llegaron al pozo al que iban a tirar al terrible monstruo, al vampiro (pobre e inocente Fanny Cabanel). Mientras la soltaban, la luz de las antorchas iluminó su rostro.
–¡Dios mío! –gritó Legros, y se quitó la gorra–. ¡Está muerta!
–Los vampiros nunca mueren –dijo Adèle–. Parece que está muerta, pero no lo está. Pregúntenle al padre Martin.
–Un vampiro no puede morir a no ser que el espíritu del maligno se lleve su alma o, antes de enterrar su cuerpo, se le clave una estaca –dijo Martin Briolic con tono sentencioso.
–No Me gusta nada esto –dijo Legros, y otros hicieron el mismo comentario.
Le quitaron la mordaza que le habían puesto. A la luz de las antorchas, vieron sus ojos azules entreabiertos, la palidez de la muerte en su rostro, y aquello devolvió a los hombres algo de su humanidad, como si un viento hubiera cruzado entre ellos.
De repente, oyeron el ruido de unos caballos que cruzaban a galope la llanura. Contadora dos, cuatro, hasta seis caballos. De ellos, ahora sólo quedaban cuatro hombres sin armas, más el padre Martin y Adèle. Pensaron en la venganza y el poder de los demonios del bosque, y el valor y la calma que habían mantenido hasta entonces se desvaneció. Legros corrió desesperado hacia la espesura del bosque, seguido por Lesouëf, y los otros dos hombres huyeron hacia la llanura. Los jinetes estaban cada vez más cerca. Adèle mantuvo la antorcha levantada sobre su cabeza; quería que la vieran a ella. Amenazante, y el cadáver de su víctima. No iba a esconderse; ella había hecho su parte del trabajo y estaba orgullosa.
Los jinetes se abalanzaron sobre ellos. Venían Jules Cabanel el primero, seguido por el médico y cuatro guardas forestales.
–¡Malditos asesinos! –fue todo lo que dijo Monsieur Cabanel mientras se tiraba del caballo y se acercaba el lívido rostro de su mujer hacia sus labios.
–Mi señor –dijo Adèle–, merecía morir. Ella es una vampira y ha matado a nuestro hijo.
–¡Estás loca! –gritó Jules Cabanle al tiempo que se apartaba de ella–. ¡Oh, mi amada esposa, tú, que jamás hiciste daño a hombre ni animal alguno, y ahora mueres en manos de estos, que son peores que las bestias!
–Ella estaba matándote –respondió Adèle–. Pregúntale, si no, al doctor. ¿Qué tenía señor, Monsieur?
–Yo no tengo nada que ver con esta infamia –dijo el médico levantando la vista de la joven–. Fuera lo que fuera lo que le pasara a tu señor, ella no debería estar aquí. Tú te has convertido en su juez y en su verdugo, Adèle, y tendrás que responder de todo ello ante la ley.
–Mi señor, ¿usted opina lo mismo? –le pregunto Adèle.
–Sí, opino igual –respondió Monsieur Cabanel–. Tendrás que responder ante la ley de la vida inocente con la que has acabado, tú y todos los locos y asesinos que se han unido a ti.
–¿Y nadie va a vengar la muerte de nuestro hijo?
–¿Acaso deseas vengarte de Dios, mujer? –sentenció con tono grave Monsieur Cabanel.
–¿Y todos los años que nos hemos amado, mi señor?
–Eso ya no es más que un recuerdo –dijo Monsieur Cabanel, y se volvió hacia su mujer muerta.
–Eso quiere decir que no me amas –grito Adèle–. ¡Ay, mi pequeño Adolphe, menos mal que no estás aquí!
–¡No lo haga, Madame Adèle! –grito Martin.
Pero antes de que pudiera sujetarla, Adèle pegó un chillido y se precipitó en el pozo donde había querido arrojar a Madame Cabanel. Los allí presentes oyeron cómo su cuerpo chocaba con el agua en un ruido sordo, como si cayera a gran distancia.
–No tenéis pruebas contra mí, Jean –dijo el viejo Martin al guarda que le sujetaba–. Yo ni la amordacé ni la traje hasta aquí. Sólo soy el sepulturero de Pieuvrot, pero creo que lo pasaríais bastante mal cuando murierais, si yo no estuviera. Pobres criaturas. Soy yo quien va a tener el honor de cavar la tumba de madame, eso no lo dudes. Y, Jean –le dijo entre susurros–, estos ricos podrán decir lo que quiera, pero ella es una vampira y hay que tapar bien su tumba. ¿Quién lo puede saber mejor que yo? Si no la sujetamos bien, se levantará y nos chupará la sangre. Los vampiros actúan así.
–¡Silencio! –ordenó el guarda! ¡Los asesinos, a prisión! Ya hemos hablado demasiado.
–¡A prisión con los mártires y los salvadores de la patria! –exclamó el viejo Martin–. ¡Así como agradecen lo que hemos hecho por ellos!
Con estas ideas vivió y murió en la prisión de Toulon; hasta el último momento no dejo de repetir el gran servicio que había hecho a la humanidad salvándola de un monstruo que no hubiera dejado a un solo hombre con vida en Pieuvrot para perpetuar la especie. Pero ni Legro ni tampoco Lesouëf, su camarada, estaban seguros de haber obrado bien aquella noche de verano en el bosque. Aunque siempre defendieron que no debían haberles condenado, porque nunca obraron de mala fe, con el tiempo empezaron a desconfiar de las palabras del viejo Martin Briolic y de su buen juicio, y a pesar que debían haber dejado que la justicia actuara por su cuenta. Ellos ya tenían bastante con moler la harina del pueblo, arreglar zuecos y llevar una vida tranquila siguiendo las enseñanzas del señor cura y atendiendo a sus mujeres".
Eliza Lynn Linton
Durante la semana se dedicaban a trabajar una tierra ingrata que apenas les daba para vivir, y los domingos y fiestas de guardar iban a misa a la pequeña capilla excavada en la roca, donde aceptaban como norma de fe las palabras del cura y lo que éste callaba. En lo desconocido reconocían no la grandeza, sino la presencia del Mal.
El único vínculo entre ellos y el resto del mundo era Monsieur Jules Cabanel, terrateniente por excelencia del pueblo, al tiempo que alcalde y juez de paz. Todos los cargos públicos en uno.
Éste iba a menudo a París y regresaba con un manojo de noticias, que provocaban la envidia, la admiración o el miedo de su auditorio, dependiendo del grado de inteligencia de quien le escuchara. Monsieur Jules Cabanel no era un hombre atractivo, pero todos le tenían por buena persona. Bajito, rechoncho, con el pelo y la barba cortados a cepillo, algo obeso y aficionado a la buena vida. Habría necesitado un par de virtudes para compensar la falta evidente de atractivo personal. No era malo; sólo una persona normal y corriente.
Cumplidos ya los cincuenta, seguía soltero. Hasta el momento había conseguido escapar a las propuestas de las arpías del pueblo y mantener intactas su soltería y su independencia. Pero quizá fuera su ama de llaves, Adèle, la culpable de que él siguiera solo. Eso era al menos lo que comentaban las malas lenguas en la Veuve Prieur’s. Era una mujer un tanto orgullosa y reservada, a quien no le gustaba que se metieran en su vida. Y, aunque la gente comentaba, ella y su señor permanecían al margen de los rumores.
De repente, y de un día para otro, Jules Cabanel, tras pasar más tiempo del habitual en París, se presentó casado y con su mujer. Adèle se encontró con que tenía sólo veinticuatro horas para prepararlo todo, tarea que no dejaba de ser un tanto complicada, pero se puso a ello con su habitual determinación; arregló las habitaciones como pensaba que le gustaría a su señor e incluso añadió un toque especial, un centro de flores para la mesa del salón.
–Extrañas flores para una novia –se dijo para sí la pequeña Jeannette, una chiquilla que venía de vez en cuando a ayudar en las tareas de la casa, al ver los heliotropos (a los que llaman la flor de las viudas de Francia), las amapolas rojas, el ramo de belladona y el de acónitos.
No le parecían flores para unos recién casados. Sin embargo, las flores se quedaron donde las había colocado Adèle. Al verlas, Monsieur Cabanel ordenó que las apartaran de su vista con una clara expresión de asco, mientras su mujer, que parecía no enterarse de nada, sonreía con ese gesto de desaprobación que tiene el que asiste a una situación que le supera.
Madame Cabanel era inglesa y, por lo tanto, extranjera; joven, bonita y dulce como un ángel.
“La belleza del diablo”, decían los pieuvrotinos con una sonrisa burlona y no sin cierto estremecimiento. Y es que ellos, aquella tez oscura, su aspecto desnutrido y macilento, no podían entender las formas redondeadas, la esbelta silueta y el buen color de la mujer inglesa. Aquella belleza les parecía más propia del diablo que un don de Dios. El rechazo con el que la trataron desde el principio se fue enconando al ver que, aunque la joven asistía a misa con una puntualidad digna de elogio, no se sabía las oraciones y se persignaba al revés. ¡La mismísima belleza del diablo, no cabía duda!
–¡Puf! –dijo Martin Briolic, el viejo sepulturero del pequeño cementerio–. Con esos labios rojos, esas mejillas sonrosadas y esos hombros rellenitos, me recuerda a una vampira. Parece como si bebiera sangre.
Éstas fueron las palabras que pronunció una tarde en la Veuve Prieur’s, y las dijo sin el menor atisbo de duda. No hay que olvidar, por cierto, que Martin Briolic era tenido por el hombre más sabio del pueblo, a quien no superaba ni el mismísimo señor cura, que era sabio a su manera, ni el propio Monsieur Cabanel. Lo sabía todo acerca del tiempo y las estrellas, todo sobre las hierbas silvestres que crecían en la llanura y los animales que se alimentaban de ellas. Además, era adivino, pues con un simple palito era capaz de encontrar manantiales de agua escondidos en lo profundo de la tierra; si querías saber dónde estaba estaban escondidos los regalos de Nochebuena, bastaban con que te atrevieras a entrar cuando él te dijera por la grieta de la montaña y que salieras antes de que fuera demasiado tarde. Había visto bailar a las hadas a la luz de la luna, y a los duendecillos, los infins, saltar de acá para allá en los confines del bosque. En más de una ocasión había dicho que entre los hombres despiadados de La Créche-en-bois, el pueblo rival, había un fantasma, y nadie lo había puesto en duda. Tenía además, otros poderes, más místicos. Por tanto, lo que dijo aquella tarde debía de tener algún fundamento.
Fanny Campbell, o como se le conocía ahora, Madame Cabanel, siempre había pasado desapercibida en Inglaterra y en todos los lugares por lo que había pasado, salvo en aquel pueblo medio muerto, ignorante y chismoso de Pieuvrot. Su pasado no escondía ningún secreto, y la suya era una historia normal y corriente. Se había quedado huérfana y se había hecho ama de llaves; era muy joven y muy pobre cuando los señores de la casa se enfadaron con ella y la dejaron en París sin trabajo, sola y sin apenas dinero. Poco después se casó con Jules Cabanel, quizá lo mejor que podía haber hecho.
Nadie antes la había amado, y en aquel momento de miseria y desdicha, se enamoró del primer hombre que fue amable con ella, aunque su pretendiente más parecía su padre que su marido. Lo que tenía claro es que iba a dar aquel importante paso con alegría, sin sentirse mártir ni víctima de las circunstancias.
Pero nadie le había dicho nada de Adèle, la hermosa ama de llaves, ni del pequeño sobrino de ésta, a quien el señor había permitido quedarse a vivir en la Maison Cabanel y había dispuesto que aprendiera de mano del sacerdote. Quizá si lo hubiera sabido, se lo habría pensado dos veces antes de compartir el mismo techo con una mujer que había puesto acónitos, heliotropos y flores venenosas en su ramo de novia.
Si alguien tuviera que elegir un rasgo que definiera la personalidad de Madame Cabanel, éste sería sin duda alguna la dulzura. Una dulzura que se adivinaba en los rasgos redondeados, suaves y un tanto indolentes de su rostro, en el azul tenue de sus ojos, en aquella sonrisa apacible que irritaba a los franceses, de carácter más petulante, y sobre todo a Adèle. El ama de llaves solía decir con total desprecio que no había nada que enfadara ni que ofendiera a su señora, y no ahorraba esfuerzos en hacerle ver lo que sentía hacia ella. Por su parte, Madame Cabanel aceptaba los desmanes y los continuos desplantes de Adèle con toda la amabilidad del mundo; es más, en todo momento se mostraba agradecida de que Adèle se hubiera hecho cargo de todo lo relativo de la casa.
La falta de responsabilidad y el poder disfrutar de una vida tan distinta a los años que había pasado de apuros económicos y continuas preocupaciones hicieron que Madame Cabanel pareciera ahora mucho más hermosa. Los labios cada más rojos, las mejillas más sonrosadas y los hombros más rellenitos que nunca. Pero mientras ella ganaba en belleza, el resto del pueblo enfermaba; ni los más ancianos recordaban un año peor ni con tantas muertes. El señor tampoco se encontraba bien, y el pequeño Adolphe estaba gravemente enfermo.
Que la gente enferme no es raro en los pueblos insalubres de Francia e Inglaterra, como tampoco lo es el que los niños franceses estén siempre enfermos.
Sin embargo, Adèle pensaba que todo aquello se salía de lo normal y, en contra de su actitud siempre remisa a hacer el más mínimo comentario sobre lo que ocurría, empezó a hablar con todo aquel con el que se encontraba de la extraña debilidad que se había abatido sobre Pieuvrot y la Maison Cabanel, de lo raro que parecía aquello y lo desesperada que estaba al no saber qué le pasaba a su sobrinito ni qué podía darle para que se pusiera mejor. Todo aquello era muy extraño, solía decir, y las cosas en Pieuvrot iban de mal en peor.
Jeannette la había visto mirar a la dama inglesa, había descubierto su mirada terrible cuando, tras ver lo saludable y hermosa que estaba la extranjera, se volvía hacia el niño, cada vez más delgado, pálido y macilento. Una mirada que hacía estremecerse de pánico.
Una noche, como si ya no pudiera soportar durante más tiempo aquella situación, Adèle fue a casa del viejo Martin Briolic paa preguntarle qué ocurra y qué podía hacer.
No se precipite, espere un instante, Madame Adèle –le dijo Martin, mientras barajaba sus grasientas cartas del Tarot y hacía tríos sobre la mesa–. Es más complicado de lo que parece. Nosotros sólo niño que se ha puesto enfermo. Y puede que sea así, pero también puede que sea obra de alguien. Dios envía la enfermedad sobre nosotros, y yo estoy contento. Vivo de ello. Pero al pequeño Adolphe no le ha tocado el Dios de la bondad. Yo veo la mano de una mujer malvada en todo esto. ¡Maldita sea!
Martin volvió a barajar las cartas y las dejó a un lado, como distraído. Le temblaban las manos y pronunciaba palabras que Adèle no conseguía entender.
–¡San José y todo los santos, protegednos! –gritaba–. La extranjera, la mujer inglesa… a la que llaman Madame Cabanel… ¡No, ése no es su verdadero nombre! ¡Dios mío!
–¡Tranquilo, padre Martin! ¿Qué es lo que quiere decir? –gritó Adèle, mientras le cogía por el brazo.
Había algo salvaje en la mirada de aquella mujer; las aletas de la nariz se le dilataban al hablar, y sus labios, delgados y sinuosos, se contraían por encima de unos dientes cuadrados y pequeños.
–Explíqueme qué es lo que quiere decir, padre.
–Brujería –susurró en voz baja el padre Martin.
–¡Me lo imaginaba! –gritó Adèle–. ¡Lo sabía! ¡Ay, mi pequeño Adolphe! ¡Maldito sea el día en que mi señor trajo a casa a ese diablo disfrazado de mujer!
–Esos labios rojos no pueden ser naturales, Madame Adèle –gritó Martin sin dejar de asentir con la cabeza–. ¡Mírelos…! ¡Es sangre lo que les hace brillar! Lo dije desde el primer día en que la vi, y las cartas también lo dijeron. La misma tarde que el señor la trajo a casa las cartas dijeron sangre y la mala mujer, y yo pensé: “Bien, Martin, vas por buen camino, vas por buen camino, chaval”. Y, Madame Adèle, estaba en lo cierto. ¡Brujería! Justo lo que dicen las cartas, Madame Adèle. Una vampira. No la pierda de vista. Comprobará que las cartas decían la verdad.
–Pero, ¿cuándo podremos verlo? –le preguntó Adèle? –repitió como si pensara cada una de las palabras que estaba diciendo–. ¿Conoce el viejo pozo que hay en el bosque, de donde entran y salen los duendes y donde las hadas retuercen el cuello de aquellos con quienes se encuentran en la oscuridad de la noche? Quizá las hadas acaben con la mujer inglesa de Monsieur Cabanle. ¡Quién sabe!
–Sí, quizá –dijo Adèle un tanto desanimada.
–¡Ánimo, valiente! –dijo Martin–. Seguro que nos ayudan.
El único lugar de Pieuvrot realmente bonito era el cementerio. Además de un bosque que invitaba a la melancolía, había una enorme explanada por la que se podían dar eternos paseos en los largos días de verano. Éste era el único sitio donde una mujer joven podía sentirse a gusto pues, el resto, pequeñas parcelas cultivadas que los campesinos habían arrebatado a la propia tierra yerma y de las que sacaban míseras cosechas, no presentaba el menor atractivo. Era por esto por lo que Madama Cabanel, aburrida de no hacer nada y acostumbrada, como buena inglesa, a los paseos al aire libre, encontraba el pequeño cementerio un buen lugar de distracción. En realidad, no significaba nada para ella; no conocía a ninguno de los difuntos que dormían el sueño los justos en sus estrechos ataúdes ni sentía nada por ellos. Le encantaban los arriates de flores y las guirnaldas de siemprevivas, y cosas así. No quedaba demasiado lejos de su casa, y la vista que se tenía desde allí del oscuro bosque con las montañas detrás era realmente deliciosa.
Los pieuvrotinos no entendían nada. Les resultaba incomprensible que alguien que estuviera en sus cabales se dedicara a ir un día sí y otro también al cementerio, y no sólo el día del entierro; que en vez de llevar flores a un ser querido, se dedicara a pasear entre las tumbas y se sentara allí, cuando estaba cansada, a contemplar la explanada y las montañas, que se erguían por detrás,
–Pasea entre las tumbas como si fuera una… –empezó a decir un Lesouëf y, a continuación se calló para buscar la palabra adecuada.
Esta conversación tenía lugar en la Veuve Prieur’s, donde se reunían por la noche los del pueblo para comentar los pequeños acontecimientos del día, y donde, desde que ella llegara, hacía ahora tres meses, el tema principal de conversación era Madame Cabanel, sus modales, que no se supiera las oraciones del misal y su forma de comportarse, siempre tan misteriosa. Y unos a otros se preguntaban cómo podía soportar aquello Madame Adèle, qué sería del pequeño Adolphe cuando naciera el heredero… Algunos aseguraban que el señor debía tenerlos bien puestos para tener a dos fieras como aquellas bajo el mismo tejado. ¿Y qué pasaría al final? Nada bueno, seguro.
–¿Pasea entre las tumbas como si fuera un qué? Dime Jean Lesouëf –le preguntó Martin Briolic. Y tras eso, se levantó y, en voz baja, pero clara, fue él quien respondió: –Yo te voy a decir cómo, Lesouëf. ¡Como una vampira! Madame Cabanel, con sus labios rojos y sus mejillas rojas, mientras el pequeño sobrino de Adèle se muerte delante de sus propios ojos. Madame Cabanel, con sus labios rojos y sus mejillas rojas, se sienta durante horas entre las tumbas. ¿Lo entendéis ahora, amigos míos? Para mí está más claro que el agua.
–Usted ha dicho las palabras, padre Martin. ¡Como una vampira! –repitió Lesouëf mientras se estremecía.
–¡Como una vampira! –gritaron todos a un tiempo.
–Yo he sido el primero en llamarla vampira –dijo Martin Briolic–. Acordaos que yo fui el primero en decirlo.
–¡Claro! Ha sido usted quien lo ha dicho –respondieron–, y tiene razón.
El rechazo con el que se había encontrado la joven inglesa desde que llegó a Pieuvrot se hizo mucha más patente a partir de ese momento. La semilla que Martin y Adèle se habían empeñado tan diligentemente en sembrar por fin había echado raíces. Los pieuvrotinos estaban dispuestos a acusar de ateísmo e inmoralidad a todo aquel que no aceptara su decisión, a quienes dijeran que la hermosa Madame Cabanel no era más que una joven hermosa y sana, y que nada tenía que ver con vampiros que se dedicaran a chupar la sangre de un niño o a vivir entre las tumbas para conseguir nuevas víctimas.
El pequeño Adolphe estaba cada vez más pálido y delgado. El terrible sol de verano caía sobre la gente del pueblo, que se refugiaba en sus sucisas chozas de adobe rodeadas por marismas.
La salud de Monsieur Jules Cabanel seguía el mismo camino que la del resto. El médico, que vivía en Créche-en-boix, movió la cabeza al ver la situación y dijo que era grave. Cuando Adèle le insistía una y otra vez que le contara lo que les ocurría al niño y a su señor, el doctor evitaba responder o le decía alguna palabra extraña que ella ni entendía ni era capaz de repetir. Y la verdad es que el médico era una persona bastante desconfiada y recelosa, un visionario al que le gustaba plantear teorías para después demostrar que eran ciertas. Y, así, pensaba que Fanny había comentado en secreto a su marido y al niño, y aunque en ningún momento le había podido darle ninguna respuesta definitiva que la tranquilizara.
Por su parte, Monsieur Cabanel era un hombre despreocupado y crédulo; una persona a la que le gustaba vivir tranquilamente y a la que no le preocupaba demasiado hacer daño a los demás; era egoísta, pero no cruel. Buscaba siempre su propio bien. Además, amaba a su mujer como jamás había amado a ninguna otra. Sobrio y normal como él era, la amaba con toda la pasión y la fuerza que su carácter le permitía; y si no era muy apasionado, su amor sí era sincero. Pero la sinceridad de aquel amor fue puesta a prueba cuando, el doctor unas veces y Adèle otras, le insinuaban que tuviera cuidado con las influencias malignas, con lo que comía, bebía, y cómo y quién se lo preparaba. Adèle, además, le soltaba indirectas sobre la perfidia de las mujeres inglesas y lo mucho que el mal tenía que ver con las mujeres hermosas. Si continuaba amando a su joven esposa, aquel veneno acabaría por causar efecto, un efecto que sólo se había visto frenado por su constancia y fidelidad.
Una tarde, Adèle, desesperada, se arrodilló a sus pies (la señora había salido a dar su paseo habitual) y dijo entre gritos:
–¿Por qué me dejaste por ella? Yo, que siempre te he amado, que siempre te he sido fiel. Mírala: camina entre las tumbas, le chupa la sangre a nuestro hijo… El diablo la hizo bella, pero no te ama.
De repente, él sintió como si le sacudiera una descarga eléctrica.
–¡Qué locura he cometido! –dijo, mientras apoyaba la cabeza en el regazo de Adèle y se echaba a llorar.
A Adèle el corazón le dio un vuelco. ¿Volvería a ser ella la señora? ¿Conseguiría deshacerse de su rival?
Y desde aquella misma tarde Monsieur Cabanel se comportó de forma muy distinta y con su joven esposa. Sin embargo, ella era demasiado confiada como para darse cuenta de lo que ocurría y, si en algún momento pensaba que algo raro pasaba, el amor que sentía por su marido era tan frágil (más que amor podríamos llamarlo simpatía) que no llegaba a preocuparla, y aceptaba la frialdad y brusquedad con que la trataba su esposo con el mismo buen talante con el que aceptaba todo. Seguro que lo mejor hubiera sido que, entre gritos, se hubiera peleado con Monsieur Cabanle. Así, al menos, habrían llegado a entenderse. A los franceses les encanta el jaleo que se arma alrededor de una pelea y una buena reconciliación.
Como buena persona que era, Madame Cabanel se acercaba una y otra vez al pueblo a ayudar a los enfermos. Pero ni uno de ellos, ni siquiera el más pobre (al contrario, el más pobre, el último) la recibían con buenas maneras ni aceptaban su ayuda. Si hacía el más mínimo intento por tocar a uno de los niños que se estaban muriendo, la madre, horrorizada, lo apartaba en seguida de su vista; si trataba de hablar con una de las personas mayores, también enferma, siempre había unos ojos tristes que la miraban aterrorizados y una voz que, cansada, murmuraba ciertas palabras en un dialecto que ella desconocía. Pero siempre a sus espaldas resonaba la misma palabra: ¡Brujería!
–¡Cómo odian a los ingleses! –solía pensar en el camino de vuelta.
Y quizá aquello la entristeciera un poco, pero era demasiado tranquila como para permitir que le perturbara o desanimara.
En casa ocurría lo mismo. Si quería hacerle la más mínima caricia al niño, Adèle se lo impedía enfurecida. Una vez, se lo quitó de los brazos entre gritos:
–Bruja. ¿Cómo te atreves delante de mis propios ojos?
Y en otra ocasión, preocupada por el estado de su marido, sugirió hacerle una taza de caldo a la inglesa; el médico la miró como si fuera a atravesarla con la mirada. A Adèle se le cayó una cacerola que tenía en la mano y le dijo con insolencia, aunque con lágrimas en los ojos:
–¿No tiene ya bastante, madame? Si no está contenta todavía, máteme a mí.
Pero Fanni no dijo nada. Aquel médico había sido un grosero mirándola de aquella forma y Adele estaba muy enfadada.
¡Qué mal carácter tenía aquella mujer! ¡Qué distinta a las amas de llaves inglesas!
Cuando Monsieur Cabanel se enteró de lo ocurrido, llamó a Fanny y le dijo con más dulzura con la que solía dirigirse a ella en los últimos tiempos:
–Tú no quieres hacerme daño, ¿verdad, mi mujercita? Me han dicho que te has portado muy mal.
–¿Mal? ¿Qué es lo que he hecho mal? –le preguntó Fanny con los ojos azules muy abiertos–. ¿Qué mal podría yo causar a mi mejor y único amigo?
–¿Acaso soy yo ese amigo, tu amor, tu esposo? ¿Me quieres? –dijo Monsieur Cabanel.
–Amado Jules, ¿a quién podría querer, si no? –respondió mientras le besaba.
Y él exclamó:
–“Dios te bendiga”.
Al día siguiente, Monsieur Cabanel tuvo que salir por un asunto de negocios. Dijo que estaría fuera un par de días, pero que intentaría volver lo antes posible. Y su mujer se quedó allí, sola, acechada por sus enemigos y sin su presencia, la única protección con que contaba.
Adèle no estaba en casa. Era una de esas calurosas noches de verano, y el pequeño Adolphe tenía mucha fiebre y estaba inquieto. A medida que fue avanzando la noche, se fue poniendo pero y, aunque Jeannette, la niñera, tenía órdenes estrictas de no dejar que la señora lo cogiera, la chiquilla se asustó al ver el estado del niño. Por ello, cuando Madame Cabanel le ofreció ayuda, Jeannette se sintió aliviada ante tan tremenda responsabilidad y permitió que cogiera al pequeño entre sus brazos.
Sentó al niño en su regazo, lo arrulló y le cantó una nana. A Madame Cabanel le pareció que aquello apaciguaba su dolor y que se quedaba medio dormido. Pero la crisis hizo que el niño se mordiera sin querer la lengua y el labio, y que le comenzara a salir sangre de la boca. Era un niño guapo, y la enfermedad y la fiebre acentuaban su belleza. Fanny se inclinó sobre él y le dijo un besito en la cara. La sangre que cubría los labios del pequeño machó los de ella.
Mientras ella permanecía así, inclinada sobre el niño y con esa ternura que anunciaba su propia maternidad, entraron en la habitación Adèle, el viejo Martin y otra gente del pueblo.
–¡Mírenla! –gritó Adèle mientras cogía a Fanny por el brazo y la obligaba a levantar la cabeza–. ¡Miren lo que está haciendo! Amigos, miren a mi niño. Ha muerto, ha muerto entre sus brazos. Y miren su sangre en los labios de ella. ¿Acaso necesitan más pruebas? Ella es una vampira. ¿Pueden negar lo que ven?
–¡No, no! –vociferaron los del pueblo entre gritos–. Es una vampira, una criatura maldita. ¡Con ella al pozo! Debe morir como ella ha hecho morir a los demás.
–¡Matémosla como ha matado a mi pequeño! –dijo Adèle.
Y todos los que habían perdido a un familiar o a un hijo durante la epidemia repitieron sus palabras.
–¡Matémosla como ha matado a los míos!
–¿Qué significa todo esto? –exclamó Madame Cabanel mientras se ponía en pie y se encaraba con todos ellos con valentía propia de una mujer inglesa–. ¿Qué os he hecho yo para que os presentéis así en mi casa cuando no está mi marido y os comportéis como bestias?
–¿Qué nos ha hecho? –gritó el viejo Martin, y se acercó a ella–. ¡Eres una bruja y has hechizado al bueno de nuestro amo! ¡Eres una vampira y te has alimentado de nuestra sangre! ¿Acaso no es esto una prueba de ello? ¡Mírate, maldita bruja! ¡Mira a tu víctima, tú lo has matado!
Fanny se rió con desprecio.
–Creo que no voy a hacer caso a toda esta locura. ¿Sois personas adultas o niños?
–Somos hombres hechos y derechos –le contestó Legros el molinero–. Y como hombres, nuestro deber es proteger a los nuestros. No estábamos seguros. Pero, ¿quién tenías más motivos que yo para estar aquí, que he perdido a tres de mis hijos? Ahora estamos convencidos.
–¡Yo lo único que he hecho es cuidar a un niño enfermo e intentar calmar su aflicción! –dijo Madame Cabanel muy alterada.
–¡Basta ya! –gritó Adèle, y la tiro del brazo que no había soltado desde el principio–. ¡Al pozo con ella, si no queréis que mueran vuestros hijos como ha muerto el mío… y los del bueno de Legros!
La gente se estremeció al escuchar aquellas palabras y lanzaron un grito desgarrador.
–¡Al pozo con ella! –gritaron–. ¡Que los demonios se encarguen de ella!
De repente, Adèle ató con una cuerda aquellos brazos pálidos cuya fuerza y belleza tanta veces hicieron enloquecer de celos. La joven lanzó un grito, y antes de que pudiera hacer nafa, Legros le había tapado ya la boca con su fuerte mano. Aunque ni éste ni ninguno de los presentes se había parado a pensar que no iban a matar a un monstruo, sino a una persona, parecía como si sus gritos les hubieran hecho perder la razón, unos gritos que resonaban tan humanos como el de la propia Madame Cabanel. En silencio y con un aire amenazador, aquel cortejo fúnebre inició el camino hacia el bosque con su presa aún viva. Andaban sin hablar entre ellos, como seres desvalidos entre los que hubiera un cadáver. A excepción hecha de Adèle y el viejo Martin, lo único que les movía a seguir adelante era el miedo. Ellos eran ejecutores, no víctimas, ejecutores de una ley que imaginaban más justa que la propia Constitución. Pero uno a uno fueron cayendo, hasta que sólo quedaron seis. Legros era uno de ellos, y Lesoüef, que había perdido a su única hija, era otro.
El pozo no estaba a más de un kilómetro de la Maison Cabanel, pero se encontraba en un paraje inhóspito y apartado adonde ni el hombre más valiente se hubiera atrevido a ir solo una vez caída la noche, ni siquiera en compañía del señor cura.
–Pero somos muchos –dijo el viejo Martin Briolic–. Media docena de hombretones, guiados por una mujer como Adèle, no tienen que tenerle miedo ni a duendes ni a las hadas blancas.
Tan deprisa como les permitía la carga que llevaban y en completo silencio, el cortejo avanzaba por entre el páramo; uno o dos portaban toscas antorchas, porque la noche era oscura y el camino también tenía sus peligros. Cada vez estaban más cerca de su fatal destino y cada vez se hacía mayor el peso de la víctima. Hacía mucho que ésta había dejado de moverse y, ahora, yacía como si estuviera muerta en los brazos de sus porteadores. Pero nadie hacía ningún comentario, ni sobre esto ni sobre ningún otro tema. No intercambiaron ni la más mínima palabra y, más de uno, incluso entre los que se habían quedado atrás, empezó a pensar si habían obrado bien y si no hubiera sido mejor haberlo dejado en manos de la justicia. Sólo Adèle y Martin continuaban con voluntad firme; Legros no tenía dudas, pero se sentía afligido ante el paso que se veía avocado a dar.
En cuanto Adèle, los celos por su rival, la angustia con madre y el miedo que provocaba su superstición, todo esto pesaba en ella de tal forma que no habría hecho nada por disminuir la pena de su víctima ni por intentar ver en ella a una simple mujer y no a un vampiro.
El camino se hacía cada vez más angosto, y la distancia que les separaba del lugar de la ejecución, cada más más corta. Por fin, llegaron al pozo al que iban a tirar al terrible monstruo, al vampiro (pobre e inocente Fanny Cabanel). Mientras la soltaban, la luz de las antorchas iluminó su rostro.
–¡Dios mío! –gritó Legros, y se quitó la gorra–. ¡Está muerta!
–Los vampiros nunca mueren –dijo Adèle–. Parece que está muerta, pero no lo está. Pregúntenle al padre Martin.
–Un vampiro no puede morir a no ser que el espíritu del maligno se lleve su alma o, antes de enterrar su cuerpo, se le clave una estaca –dijo Martin Briolic con tono sentencioso.
–No Me gusta nada esto –dijo Legros, y otros hicieron el mismo comentario.
Le quitaron la mordaza que le habían puesto. A la luz de las antorchas, vieron sus ojos azules entreabiertos, la palidez de la muerte en su rostro, y aquello devolvió a los hombres algo de su humanidad, como si un viento hubiera cruzado entre ellos.
De repente, oyeron el ruido de unos caballos que cruzaban a galope la llanura. Contadora dos, cuatro, hasta seis caballos. De ellos, ahora sólo quedaban cuatro hombres sin armas, más el padre Martin y Adèle. Pensaron en la venganza y el poder de los demonios del bosque, y el valor y la calma que habían mantenido hasta entonces se desvaneció. Legros corrió desesperado hacia la espesura del bosque, seguido por Lesouëf, y los otros dos hombres huyeron hacia la llanura. Los jinetes estaban cada vez más cerca. Adèle mantuvo la antorcha levantada sobre su cabeza; quería que la vieran a ella. Amenazante, y el cadáver de su víctima. No iba a esconderse; ella había hecho su parte del trabajo y estaba orgullosa.
Los jinetes se abalanzaron sobre ellos. Venían Jules Cabanel el primero, seguido por el médico y cuatro guardas forestales.
–¡Malditos asesinos! –fue todo lo que dijo Monsieur Cabanel mientras se tiraba del caballo y se acercaba el lívido rostro de su mujer hacia sus labios.
–Mi señor –dijo Adèle–, merecía morir. Ella es una vampira y ha matado a nuestro hijo.
–¡Estás loca! –gritó Jules Cabanle al tiempo que se apartaba de ella–. ¡Oh, mi amada esposa, tú, que jamás hiciste daño a hombre ni animal alguno, y ahora mueres en manos de estos, que son peores que las bestias!
–Ella estaba matándote –respondió Adèle–. Pregúntale, si no, al doctor. ¿Qué tenía señor, Monsieur?
–Yo no tengo nada que ver con esta infamia –dijo el médico levantando la vista de la joven–. Fuera lo que fuera lo que le pasara a tu señor, ella no debería estar aquí. Tú te has convertido en su juez y en su verdugo, Adèle, y tendrás que responder de todo ello ante la ley.
–Mi señor, ¿usted opina lo mismo? –le pregunto Adèle.
–Sí, opino igual –respondió Monsieur Cabanel–. Tendrás que responder ante la ley de la vida inocente con la que has acabado, tú y todos los locos y asesinos que se han unido a ti.
–¿Y nadie va a vengar la muerte de nuestro hijo?
–¿Acaso deseas vengarte de Dios, mujer? –sentenció con tono grave Monsieur Cabanel.
–¿Y todos los años que nos hemos amado, mi señor?
–Eso ya no es más que un recuerdo –dijo Monsieur Cabanel, y se volvió hacia su mujer muerta.
–Eso quiere decir que no me amas –grito Adèle–. ¡Ay, mi pequeño Adolphe, menos mal que no estás aquí!
–¡No lo haga, Madame Adèle! –grito Martin.
Pero antes de que pudiera sujetarla, Adèle pegó un chillido y se precipitó en el pozo donde había querido arrojar a Madame Cabanel. Los allí presentes oyeron cómo su cuerpo chocaba con el agua en un ruido sordo, como si cayera a gran distancia.
–No tenéis pruebas contra mí, Jean –dijo el viejo Martin al guarda que le sujetaba–. Yo ni la amordacé ni la traje hasta aquí. Sólo soy el sepulturero de Pieuvrot, pero creo que lo pasaríais bastante mal cuando murierais, si yo no estuviera. Pobres criaturas. Soy yo quien va a tener el honor de cavar la tumba de madame, eso no lo dudes. Y, Jean –le dijo entre susurros–, estos ricos podrán decir lo que quiera, pero ella es una vampira y hay que tapar bien su tumba. ¿Quién lo puede saber mejor que yo? Si no la sujetamos bien, se levantará y nos chupará la sangre. Los vampiros actúan así.
–¡Silencio! –ordenó el guarda! ¡Los asesinos, a prisión! Ya hemos hablado demasiado.
–¡A prisión con los mártires y los salvadores de la patria! –exclamó el viejo Martin–. ¡Así como agradecen lo que hemos hecho por ellos!
Con estas ideas vivió y murió en la prisión de Toulon; hasta el último momento no dejo de repetir el gran servicio que había hecho a la humanidad salvándola de un monstruo que no hubiera dejado a un solo hombre con vida en Pieuvrot para perpetuar la especie. Pero ni Legro ni tampoco Lesouëf, su camarada, estaban seguros de haber obrado bien aquella noche de verano en el bosque. Aunque siempre defendieron que no debían haberles condenado, porque nunca obraron de mala fe, con el tiempo empezaron a desconfiar de las palabras del viejo Martin Briolic y de su buen juicio, y a pesar que debían haber dejado que la justicia actuara por su cuenta. Ellos ya tenían bastante con moler la harina del pueblo, arreglar zuecos y llevar una vida tranquila siguiendo las enseñanzas del señor cura y atendiendo a sus mujeres".
Eliza Lynn Linton
miércoles, 8 de julio de 2015
"El Cuento de la Vieja Niñera"
"Como sabéis, queridos míos, vuestra madre era huérfana e hija única; y aseguraría que habéis oído decir que vuestro abuelo fue clérigo de Westmoreland, de donde vengo yo. Era yo todavía una niña de la escuela del pueblo cuando, un día, se presentó vuestro abuelo a preguntar a la maestra si habría allí alguna alumna que pudiera servir de niñera; y me sentí extraordinariamente orgullosa, puedo asegurároslo, cuando la maestra me llamó y dijo que yo cosía muy bien y era una muchacha formal y honrada, de padres muy bien considerados, aunque pobres. Me pareció que nada me gustaría más que entrar al servicio de aquella linda y joven señora que se sonrojaba tanto como lo estaba yo al hablar del niño que esperaba y de lo que yo tendría que hacer con él. Pero veo que esta parte de mi cuento no os interesa tanto como lo que pensáis que viene después, así que os lo contaré en seguida. Fui tomada e instalada en la rectoría antes de que naciera la señorita Rosamunda (que fue la niñita que es ahora vuestra madre). A decir verdad, me daba poco que hacer cuando llegó, pues siempre estaba en brazos de su madre y dormía junto a ella toda la noche, y yo me sentía muy orgullosa cuando mi señora me la confiaba. Ni antes ni después ha habido un niñito como ella, aunque todos vosotros habéis sido preciosos; pero en dulzura y atractivo ninguno habéis llegado a vuestra madre. Se parecía a su madre, que era una señora de verdad, cierta señorita Furnivall, nieta de lord Furnivall, de Northumberland. Creo que no había tenido hermanos ni hermanas y se había educado con la familia de milord hasta que se casó con vuestro abuelo, que no era más que un vicario, hijo de un comerciante de Carlisle, pero el más cumplido y discreto caballero que ha existido, y una persona que trabajaba honradamente y de firme en su parroquia, que era muy extensa y estaba esparcida sobre los Páramos de Westmoreland.
Cuando vuestra madre, la pequeña Rosamunda, tenía unos cuatro o cinco años, sus adres murieron en quince días, uno tras otro. ¡Ah, fue una época triste! Mi linda y joven señora y yo esperábamos otro niñito, cuando el señor regresó de una de sus largas caminatas a caballo, mojado y cansado, con la enfermedad que le ocasionó la muerte; y ella ya no volvió a levantar cabeza y no vivió más que para ver a su hijito muerto y tenerlo sobre su pecho antes de morir también. Mi ama me pidió en su lecho de muerte que no abandonara nunca a la señorita Rosamunda; pero aunque no hubiera dicho ni una palabra, habría yo ido con la pequeña hasta el fin del mundo. En seguida, antes de que se hubieran aplacado nuestros sollozos, llegaron los testamentarios y tutores a poner las cosas en orden. Eran éstos, el primo de mi pobre ama, lord Furnivall y el señor Esthwaite, hermano de mi amo, comerciante en Manchester, no en tan buena posición como lo estuvo después y con mucha familia. ¡Bien! No sé si ellos lo acordaron entre sí o si la cosa se debió a una carta que mi ama escribió a su primo en su lecho de muerte, pero lo cierto es que se acordó que la señorita Rosamunda y yo nos fuésemos a la casa solariega de los Furnivall, en Northumberland; y milord hablaba como si hubiera sido deseo de la madre que la niña viviera con su familia, y como si él no tuviera nada que objetar, pues una o dos personas más no se notarían en una casa tan grande. Así que aunque no era aquél el modo como a mí me hubiera gustado que se pensase en mi alegre y precioso cariñito (que era como un rayo de sol en cualquier familia, fuera lo grande que fuese), me complacía que las gentes de Dale se asombraran y se llenaran de admiración al enterarse de que yo iba a ser la niñera de mi amita en casa de lord Furnivall, en la casa solariega de los Furnivall.
Pero me equivoqué al pensar que íbamos a vivir con milord. Resultó que la familia había abandonado la casa solariega hacía cincuenta años o más. No oí que hubiera vivido allí mi pobre ama, a pesar de haberse educado en la familia, y ello me decepcionó, porque me hubiera gustado que la señorita Rosamunda pasara la juventud donde su madre. El acompañante de milord, a quien hice tantas preguntas como me atreví, dijo que la casa solariega estaba al pie de los Páramos de Cumberland, y era magnífica; que allí vivía, solamente con algunos criados, cierta anciana señorita Furnivall, tía abuela de milord; pero que era un lugar muy saludable y que milord había pensado que sería muy conveniente para la señorita Rosamunda por algunos años, y que su estancia allí tal vez serviría de distracción a su anciana tía.
Milord me encargó que tuviera preparadas las cosas de la señorita Rosamunda para un día determinado. Era un hombre serio y altivo, según es fama de todos los lores Furnivall, y no pronunciaba nunca ni una palabra más de las necesarias. Se decía que había estado enamorado de mi joven señora, pero que como ella sabía que el padre de él se hubiera opuesto, nunca quiso hacerle caso y se casó con el señor Esthwaite; pero yo no estoy enterada. De todos modos permaneció soltero. Pero nunca se preocupó mucho de la señorita Rosamunda, cosa que creo habría hecho, de haber tenido interés por su difunta madre. Nos mandó a la casa solariega con su acompañante, advirtiéndole que se le uniera en Newcastle aquella misma tarde; así que no tuvo este señor mucho tiempo para presentarnos a todos aquellos desconocidos antes de, a su vez, deshacerse de nosotras. Y allí quedamos, ¡pobrecitas solitarias! (yo no había cumplido los dieciocho años), en la gran casa solariega.
Parece que llegamos ayer. Habíamos abandonado muy temprano nuestra querida rectoría y llorábamos ambas como si el corazón fuera a rompérsenos, a pesar de viajar en el coche de milord, en el que tanto había yo pensado. Y, ya entrada la tarde, en un día de septiembre, nos detuvimos para cambiar de caballos por última vez en una pequeña ciudad llena de tratantes de carbón y mineros. La señorita Rosamunda se había quedado dormida, pero el señor Henry me dijo que la despertara para que pudiera ver, al llegar, el parque y la casa solariega. Era una pena, pero yo hice lo que me pedía por miedo a que se lo dijera a milord. Habíamos dejado atrás todo vestigio de ciudad, e incluso de pueblo, y franqueado las puertas de un parque grande e inculto, no como los parques del Sur, sino con rocas, y ruido de agua de corriente, y árboles retorcidos, y viejos robles, todos blancos y descortezados por los años.
El camino subía durante dos millas, y luego vimos una casa grande e imponente, rodeada de muchos árboles, tan cerca en algunas partes, que las ramas arañaban las paredes cuando soplaba el viento, y algunas colgaban tronchadas, pues nadie parecía ocuparse mucho de aquel lugar, podándolos y teniendo en condiciones el camino de coches cubierto de musgo. Sólo delante de la casa estaba despejado. En el gran paseo no había ni una hierba, y ni un árbol ni una enredadera crecían sobre la larga fachada cubierta de ventanas. A cada lado salía un ala, remate a su vez de otra fachada, pues la casa, aunque tan desolada, era todavía mayor de lo que yo había esperado. Tras ella se elevaban los Páramos, interminables y desnudos. Y a mano izquierda de la casa estando de frente a ella, había un jardincito anticuado, según descubrí después, y al cual daba una puerta de la fachada occidental. El lugar había sido limpio del tupido boscaje por alguna antigua lady Furnivall, pero las ramas de los grandes árboles incultos habían vuelto a crecer ensombreciéndolo, y había muy pocas flores que vivieran allí entonces.
Cuando llegamos a la gran entrada principal y entramos en el vestíbulo, creí perderme; tan espacioso, amplio e imponente era. Una lámpara toda de bronce colgaba en medio del techo; y yo, que jamás había visto otra, la miré con asombro. Luego, a un lado del vestíbulo, había una gran chimenea, tan grande como todo el costado de una casa en mi tierra, con macizos morillos para sostener la leña, y junto a ella se hallaban colocados pesados sofás pasados de moda. Al otro extremo del vestíbulo, a la izquierda según se entraba, en el lado de poniente, había un órgano construido en el muro y tan grande que lo llenaba casi entero. Detrás de él, al mismo lado, había una puerta, y enfrente, a ambos lados de la chimenea, otras puertas se abrían a la parte este, pero nunca las crucé mientras estuve en la casa y no puedo deciros lo que había detrás. Moría la tarde, y el vestíbulo, en el que no había luces, aparecía oscuro y sombrío. Pero no nos detuvimos allí ni un momento. El viejo criado que nos había abierto hizo una inclinación de cabeza al señor Henry y nos condujo a través de la puerta que había al otro extremo del órgano, haciéndonos atravesar varios pequeños vestíbulos y pasillos hasta llegar a la sala occidental, en la que, se hallaba la señorita Furnivall.
La señorita Rosamunda se agarraba a mí con fuerza, como sintiéndose asustada y perdida en aquel lugar tan grande, y en cuanto a mí, no estaba mucho mejor. La sala de mediodía tenía un aspecto muy acogedor, con su buen fuego, y agradablemente amueblada. La señorita Furnivall era una señora vieja, de cerca de ochenta años, según me pareció, aunque no lo sí. Era delgada y alta y tenía la cara tan llena de finas arrugas como si se las hubieran dibujado a punta de aguja. Tenía unos ojos vigilantes, para compensar, supongo, el ser tan sorda que se veía obligada a usar trompetilla. Sentada a su lado, trabajando en el mismo gran tapiz, estaba la señora Stark, su doncella y acompañante, casi tan vieja como ella. Había vivido con la señorita Furnivall desde que ambas eran muy jóvenes y por entonces más parecía amiga que criada; tenía un aspecto tan frío, duro e insensible como si nunca hubiera querido ni sentido afecto por nadie, excepto su ama, y debido a la gran sordera de esta última, la señora Stark la trataba en cierto modo como si fuera una niña.
El señor Henry trasmitió algún recado de parte de milord y luego nos dijo adiós a todos (sin hacer caso de la manecita extendida de mi dulce señorita Rosamunda) y allí nos dejó, en pie, con las dos ancianas mirándonos a través de sus anteojos. Me alegré cuando llamaron al viejo lacayo que nos había abierto y le dijeron que nos condujera a nuestras habitaciones. Salimos, pues, de aquella gran sala y entramos en otra, y salimos también de aquella y pasamos un gran tramo de escaleras y recorrimos una amplia galería (que era una especie de biblioteca, pues tenía a un lado libros y al otro ventanas y pupitres), hasta que llegamos a nuestras habitaciones, que por suerte supe que estaban justamente sobre las cocinas, pues empezaba a pensar que me perdería en aquel desierto de casa. Era un antiguo cuarto de niños que había sido utilizado por todos los pequeños lores y ladies hacía mucho, con un agradable fuego encendido, la marmita hirviendo sobre él y la mesa puesta para el té. Y aparte de aquella habitación, estaba el cuarto de dormir de los niños, con una camita para la señorita Rosamunda junto a mi cama.
Y el viejo Santiago llamó a Dorotea, su mujer, para que nos diera la bienvenida, y tanto él como ella se mostraron tan hospitalarios y cariñosos que, poco a poco, la señorita Rosamunda y yo fuimos sintiéndonos como en casa, y después del té estaba ella sentada sobre las rodillas de Dorotea y parloteando, todo lo aprisa de que su lengüecita era capaz. Pronto me enteré de que Dorotea era de Westmoreland, y eso nos unió como si dijéramos; y no pido tratar gente más cariñosa que lo eran el viejo Santiago y su mujer. Santiago había pasado casi toda su vida con la familia de milord y le parecía lo más ilustre del mundo; hasta miraba un poco por encima del hombro a su mujer porque antes de casarse no había vivido más que en una familia de granjeros. Pero la quería como era debido. Bajo ellos había una criada que hacía todo el trabajo duro; se llamaba Inés. Y ella y yo, Santiago y Dorotea, la señorita Furnivall y la señora Stark constituíamos toda la familia... ¡sin olvidar nunca a mi dulce señorita Rosamunda!
Me preguntaba muchas veces que harían antes de que la niña llegara allí, tanto se preocupaban ahora de ella. En la cocina o en la sala, era igual. La severa señorita Furnivall y la fría señora Stark parecían complacidas cuando ella aparecía, revoloteando como un pájaro, jugando y enredando de acá para allá, con un murmullo continuo y un lindo y alegre parloteo. Estoy segura de que muchas veces, cuando se marchaba a la cocina, se sentían contrariadas, pero eran demasiado orgullosas para pedirle que se quedase con ellas, y les resultaba un poco chocante aquel gusto de la niña; aunque a decir verdad, opinaba la señora Stark, no era de maravillar recordando de qué gente venía el padre de la pequeña. Aquella enorme y vieja casa era un gran lugar de exploración para la pequeña señorita Rosamunda. Hacía expediciones por todas partes, llevándome a sus talones; por todas, excepto el ala de mediodía, que nunca estaba abierta y el ir a la cual no se nos pasaba por la imaginación. Pero en las zonas norte y poniente había muchos aposentos agradables, llenos de cosas extraordinarias para nosotras, aunque no lo resultasen a las gentes que hubieran visto más. Las ventanas estaban ensombrecidas por las ramas de los árboles que las rozaban y por la hiedra que las había cubierto, pero en la verde oscuridad podíamos distinguir antiguos jarrones de porcelana, cajas de marfil tallado, grandes y pesados libros y, ¡sobre todo, los antiguos retratos! Me acuerdo que una vez mi niña quiso que Dorotea fuera con nosotras a decirnos quiénes eran todos, pues todos eran retratos de personas de la familia de milord, aunque Dorotea no podía decirnos sus nombres.
Habíamos recorrido casi todas las habitaciones cuando llegamos a un antiguo salón situado sobre el vestíbulo en el que había un retrato de la señorita Furnivall o, como por entonces la llamaban, la señorita Gracia, pues era la hermana menor. ¡Debió ser una belleza!, pero tenía una mirada tan rígida y orgullosa y tal desprecio pintado en los ojos, con las cejas un poco levantadas, que parecía como si preguntara quién cometería la impertinencia de atreverte a mirarla, y fruncía los labios cuando la contemplábamos. Llevaba un truje enteramente nuevo para mí, pues era según la moda de cuando ella era joven: un sombrero blanco y suave, como de fieltro, un poco inclinado sobre las sienes, con un hermoso penacho de plumas a un lado, y un traje de ruso azul que se abría por delante sobre mi pechero blanco.
—¡Vaya! —dije luego de mirarla hasta hurtarme—. No hay nada como la juventud, según dicen, pero ¿quién que la viera ahora pensaría que la señorita Furnivall ha sido una belleza tan declarada?
—Sí —dijo Dorotea—. Las personas cambian tristemente. Pero si es verdad lo que el padre de mi señora solía decirnos, la señorita Furnivall, la hermana mayor, era más hermosa que la señorita Gracia. Su retrato está por ahí, en alguna parte, pero si te lo enseño no has de decírselo nunca a nadie, ni siquiera a Santiago. ¿Crees que la señorita sabrá callarse?
Yo no estaba muy segura de ello, tratándose de una niña tan dulce, decidida y franca, así que la hice esconderse y luego ayudé u Dorotea a dar la vuelta a un gran cuadro que estaba de cara a la pared, y no colgado como ¡os otros. A decir verdad, ganaba en belleza a la señorita Gracia, y me pareció que la ganaba también en altivo orgullo, aunque en este punto resultaría difícil decidirse. Hubiera estado contemplándola durante una hora, pero Dorotea parecía medio asustada por haberme enseñado el retrato y volvió a darle la vuelta apresuradamente, y me hizo ir corriendo en busca de la señorita Rosamunda, pues había en la casa algunos sitios desagradables a los que no quería que fuese la niña. Yo era una muchacha valiente y animosa y me importaba poco lo que la vieja decía, pues me gustaba jugar al escondite tanto como a cualquier niño de la parroquia; corrí, pues, en busca de mi pequeña.
Al acercarse el invierno y acortarse los días me parecía oír cierto ruido, como si alguien tocara el órgano en el vestíbulo. No lo oía todas las tardes, pero desde luego sonaba muy a menudo mientras yo estaba con la señorita Rosamunda, quieta y silenciosa en su dormitorio después de haberla acostado. Luego solía oírlo a lo lejos, rugiendo y aumentando. La primera noche, cuando bajé a cenar, pregunté a Dorotea quién había estado tocando, y Santiago dijo brevemente que yo era una tonta tomando por música el viento que suspiraba entre los árboles; pero vi que Dorotea le miraba muy asustada y que Bessy, la pincha, decía algo para sus adentros y se ponía muy pálida. Me di cuenta de que no les había gustado mi pregunta, así que me callé esperando coger sola a Dorotea, que era cuando sabía que podía sonsacarle.
Así que al día siguiente estuve al cuidado e insistí para que me dijera quién tocaba el órgano, pues sabía muy bien que era el órgano y no el viento, aunque me había callado en presencia de Santiago; pero aseguraría que Dorotea estaba aleccionada, y no pude sacarle ni una palabra. Entonces probé con Bessy, aunque siempre me había considerado por encima de ella, pues yo era una igual de Santiago y Dorotea y ella poco más que su criada. Así que me dijo que no debía decirlo nunca, y que si lo decía no tenía que declarar nunca que había sido ella quien me lo había comunicado, pero que era un ruido muy extraño y que ella lo había oído muchas veces, aunque casi todas en noches invernales y antes de haber tormenta, y que decían las gentes que se trataba del viejo lord que tocaba el gran órgano del vestíbulo, como solía hacer en vida. Pero quién fuese el viejo lord o qué tocaba, o por qué lo tocaba precisamente en víspera de tormenta invernal, no pudo o no quiso decírmelo.
¡Bien! Como ya os he dicho, yo tenía un corazón animoso y me pareció que resultaba muy agradable oír resonar por la casa aquella música, la tocase quien la tocase; pues tan pronto se elevaba sobre las fuertes ráfagas de viento, lamentándose o triunfal, exactamente igual que un ser viviente, como caía en un silencio casi absoluto; sólo que se trataba siempre de música y melodías, así que era una tontería decir que era el viento. Al principio pensé que la que tocaba fuera tal vez la señorita Furnivall sin que lo supiese Bessy. Pero un día, estando yo misma en el vestíbulo, abrí el órgano y miré en su interior y todo alrededor, como hice una vez en el órgano de la iglesia de Crosthwaite, y vi que por dentro estaba todo roto y estropeado a pesar de tener un aspecto tan lucido y hermoso. Y entonces, aunque era de día, sentí cierto hormiguillo y lo cerré, echando a correr a toda prisa hacia mi alegre cuarto de niños; y durante algún tiempo después de esto no me gustó escuchar la música, ni más ni menos que como les pasaba a Santiago y Dorotea. Mientras tanto, la señorita Rosamunda se iba haciendo querer más y más. Las viejas señoras deseaban que cenara temprano con ellas; Santiago permanecía en pie detrás de la silla de la señorita Furnivall y yo detrás de la señorita Rosamunda, con toda etiqueta; y, después de cenar, la niña jugaba en un rincón de la gran sala, silenciosa como un ratón, mientras la señorita Furnivall se dormía y yo cenaba en la cocina. Pero se ponía muy contenta cuando volvía conmigo al cuarto de los niños, pues, según decía, la señorita Furnivall era tan triste y la señora Stark tan aburrida... Pero ella y yo éramos bien alegres y poco a poco me acostumbré a no preocuparme por aquella música sobrenatural que no hacía mal a nadie y que no sabíamos de dónde venía.
Aquel invierno fue muy frío. A mediados de octubre empezaron las heladas y duraron muchas, muchas semanas. Recuerdo que un día, durante la cena, la señorita Furnivall levantó sus tristes y cargados ojos y dijo a la señora Stark de una manera extrañamente significativa:
—Me temo que vamos a tener un invierno terrible.
Pero la señora Stark hizo como que no oía y se puso a hablar muy fuerte de otra cosa. A mi señorita y a mí no nos importaban las heladas, ¡nada de eso! Mientras el tiempo se mantuvo seco subíamos las pendientes que había detrás de la casa y recorríamos los Páramos, que eran muy yermos y pelados, corriendo bajo el aire fresco y cortante, y una vez bajamos por una nueva senda que nos llevó más allá de los dos viejos acebos nudosos que crecían a mitad de camino de la ciudad polla parte de saliente de la casa.
Pero los días se acortaban más y más y el viejo lord, si era él, tocaba el gran órgano cada vez más frenética y tristemente. Un domingo por la tarde (debió ser a fines de noviembre) pedí a Dorotea que se encargara del cuidado de la señorita cuando saliera de la sala después que la señorita Furnivall hubiera echado su sueñecito, pues hacía demasiado frío para llevarla conmigo a la iglesia y, sin embargo, no quería yo dejar de ir. Y Dorotea lo prometió con mucho gusto y quería tanto a la niña que todo parecía marchar bien, y Bessy y yo nos pusimos en camino muy aprisa, aunque el cielo se cernía opresivo y cargado sobre la blanca tierra, como si la noche no acabara de alejarse, y el aire, aunque sosegado, era muy cortante y afilado.
—Tendremos una nevada — me dijo Bessy.
Y efectivamente, aun estábamos en la iglesia cuando empezó a nevar espesamente, en grandes copos, tan espesamente, que casi se oscurecían las ventanas. Dejó de nevar antes de que saliéramos, pero la nieve se extendía, blanda, espesa y profunda bajo nuestros pies mientras nos encaminábamos a casa. Antes de entrar en el vestíbulo salió la luna y me parece que estaba entonces más claro (en parle por la luna y en parte por la blanca y deslumbradora nieve) que cuando partimos para la iglesia entre las dos y las tres. No os he dicho que la señorita Furnivall y la señora Stark no iban nunca a la iglesia; parecía como si el domingo se les hiciera muy largo, por no estar ocupadas con su tapiz. Así que cuando fui a la cocina a reunirme con Dorotea pensando recoger a la señorita Rosamunda y subirla conmigo, no me sorprendió que me dijera que las señoras habían retenido a la niña y que ésta no había ido a la cocina, como yo le tenía dicho que hiciera cuando se cansase de portarse bien en la sala. Así que me quité mis cosas y fui a buscarla para llevarla a cenar a su cuarto. Pero cuando llegué a la sala, allí estaban sentadas las dos señoras, muy calladas y quietas, diciendo una palabra de cuando en cuando, pero con el aspecto de que una cosa tan esplendorosa y alegre como la señorita Rosamunda no hubiera pasado nunca junto a ellas. Creí que estaría escondida (era uno de sus juegos) y que las habría convencido para que hicieran como que no sabían nada, así me dirigí paso a paso a mirar debajo de este sofá y detrás de aquella silla, haciendo como si me asustara mucho al no encontrarla.
—¿Qué pasa, Ester? —me dijo con aspereza la señora Stark.
No sé si la señorita Furnivall me habría visto, pues según os he dicho, estaba muy sorda, y se hallaba sentada inmóvil contemplando ociosamente el fuego con desesperanzado rostro.
—Estoy buscando a mi pequeñita Rosy Posy —contesté siguiendo en la idea de que la niña estaba allí y cerca de mí, aunque yo no la viera.
—La señorita Rosamunda no está aquí —dijo la señora Stark—. Se marchó, hace más de una hora, en busca de Dorotea.
Y también ella se dio la vuelta y se puso a mirar al fuego. El corazón me dio un salto al oír aquello y empecé a desear no haber abandonado nunca a mi cielito. Volví junto a Dorotea y se lo dije. Santiago había ido a pasar el día fuera, pero ella, Bessy y yo, cogimos luces y fuimos primero al cuarto de los niños, y luego recorrimos la inmensa casa, llamando y suplicando a la señorita Rosamunda que saliera de su escondite y no nos asustara mortalmente de aquel modo, pero no se oyó contestación alguna, no se oyó nada.
—¡Oh! —dije yo al fin—. ¿Se habrá ido al ala del mediodía y estará escondida allí?
Pero Dorotea aseguró que no era posible, que ni ella misma había estado allí nunca, que las puertas estaban siempre con cerrojo y que, según creía, el lacayo de milord tenía las llaves; que fuera lo que fuera, ni ella, ni Santiago las habían visto nunca. Así que yo dije que volvería a ver si después de lodo estaba escondida en la sala sin que las viejas señoras lo supiesen, y que si la encontraba allí le daría unos azotes por el susto que me había proporcionado; pero no pensaba hacerlo en absoluto. Bien; volví a la sala de poniente y dije a la señora Stark que no la encontrábamos por ninguna parte y le pedí que me dejara mirar allí, pues iba ya pensando que podía haberse quedado dormida en algún escondido rincón caliente. ¡Pero nada!
Miramos (y la señorita Furnivall se levantó y se puso a buscar, temblando toda), y no apareció en ningún sitio. Luego salimos otra vez todos los de la casa y miramos en todos los sitios en que habíamos buscado untes, pero no la encontramos. La señorita Furnivall tiritaba y temblaba de tal modo, que la señora Stark la volvió a llevar a la sala; pero no sin haberme hecho prometer que le llevaría a la niña cuando la encontráramos. ¡Ay de mí! Empezaba a pensar que no la encontraríamos nunca, cuando se me ocurrió mirar en el gran patio delantero, que estaba enteramente cubierto de nieve. Me asomé desde el piso de arriba, pero hacía una noche de luna tan clara, que pude ver, bien distintamente, dos pequeñas huellas de pisadas que se seguían desde la puerta del vestíbulo hasta dar la vuelta a la esquina del ala oriental.
No sé ni cómo bajé, pero abrí a empujones la grande y pesada puerta y, cubriéndome la cabeza con la falda del traje, eché a correr. Di la vuelta a la esquina de mediodía, y al llegar allí, una gran sombra caía sobre la nieve; pero cuando salí otra vez a la luz de la luna, volví a ver las pequeñas huellas que subían, subían a los Páramos. Hacía un frío terrible, tan terrible, que el aire casi me despellejaba la cara según iba corriendo; pero yo corría pensando lo acabada y amedrentada que estaría mi pobre cielito. Ya distinguía los acebos, cuando vi a un pastor que descendía de la colina, llevando algo en los brazos. Me dio voces, preguntándome si había perdido una niña, y mientras el llanto me impedía hablar, pude ver a mi niñita chiquita que yacía en sus brazos, inmóvil, blanca y rígida, como si estuviera muerta. Me dijo que había subido a los Páramos para recoger sus ovejas antes de que llegara el gran frío nocturno, y que bajo los acebos (negras marcas en la ladera, desprovista de todo matojo en varias millas a la redonda), había encontrado a mi señorita, mi corderino, rígida y fría en el terrible sueño producido por la helada. ¡Ah, la alegría y las lágrimas de tenerla en mis brazos de nuevo! Pues no le dejé que la llevara, sino que la cogí en mis propios brazos, sosteniéndola junto al calor de mi pecho y mi cuello, y sentí que la vida volvía lentamente a sus dulces miembrecitos. Pero aún estaba insensible cuando llegué al vestíbulo y yo me hallaba sin alientos para hablar. Entramos por la puerta de la cocina.
—Traed el calentador —dije.
Y subí con ella y empecé a desnudarla en el cuarto de los niños, junto al fuego que Bessy había mantenido encendido. Llamé a mi corderillo con todos los nombres cariñosos y juguetones que se me ocurrieron,, todavía con los ojos llenos de lágrimas. Y al fin, ¡oh, al fin!, abrió sus grandes ojos azules. Entonces la metí en su cama calentita y envié a Dorotea a decir a la señorita Furnivall que todo marchaba bien, decidida a permanecer toda la noche junto a la cama de mi corazoncito. En cuanto su preciosa cabeza tocó la almohada, cayó en un sueño apacible y yo estuve velándola hasta que se hizo de día, y entonces se despertó resplandeciente y despejada, según creí entonces... y, queridos míos, según creo ahora. Dijo que había pensado que le apetecía irse con Dorotea, pues las dos señoras se habían dormido y se estaba muy aburrida en la sala, y que cuando pasaba por el pequeño vestíbulo de poniente, vio cómo caía la nieve a través de la alta ventana, cómo caía blandamente y sin interrupción, pero que queriendo ver lo bonita y blanca que estaría en el suelo, se dirigió al gran vestíbulo y allí, acercándose a la ventana, pudo contemplarla sobre el paseo, suave y brillante, y que estando en esto, vio una niña más pequeña que ella, «¡pero tan linda!», decía mi cielito, «y aquella niña me hizo señas para que saliera, y ¡oh!, era tan linda y tan dulce que no me quedaba más remedio que ir. Y que luego aquella otra niña la había cogido de la mano y, una junto a otra, habían dado la vuelta a la esquina de mediodía.
—Bueno, eres una niña mala que está contando cuentos —dije—. ¿Qué diría tu buena mamá, que está en el cielo y no dijo una mentira en su vida, qué diría a su pequeña Rosamunda si la oyera, ¡y de seguro que la oye!, contar cuentos?
—Pero Ester —sollozó mi niña—, ¡te digo la verdad! ¡De verdad que sí!
—¡No me digas! —contesté muy enfadada—. He seguido tus huellas en la nieve y no se veían más que las tuyas, y si hubiera habido una niña que hubiera subido la colina de tu mano, ¿no crees que sus pisadas estarían con las tuyas?
—Yo no tengo la culpa de que no estén querida Ester —dijo ella llorando—. Nunca miré a sus pies; pero ella sostenía mi mano en su manita, fuerte y apretada, y hacía mucho, mucho frío. Me llevó hacia arriba, por el camino de los Páramos, hasta los acebos, y allí encontré a una señora llorando y lamentándose, pero cuando me vio dejó de llorar y sonrió con mucho orgullo y majestad y me puso sobre sus rodillas y empezó a arrullarme para que me durmiera. Y esto es todo, Ester, pero es verdad ¡y mi querida mamá lo sabe! —añadió llorando.
Así que pensé que la niña tendría fiebre e hice como que la creía y ella volvió a repetir su historia una y otra vez, y siempre igual. Finalmente, Dorotea llamó a la puerta con el desayuno de la señorita Rosamunda, y me dijo que las viejas señoras estaban abajo, en el comedor, y que querían hablarme. Ambas habían estado en el dormitorio de la niña la noche anterior, pero cuando la señorita Rosamunda estaba ya dormida, así que no habían hecho más que mirarla sin preguntarme nada.
—Me espera una reprimenda —pensé mientras recorría la galería del Norte—. Y, sin embargo —me dije envalentonándome—, la dejé a su cuidado y son ellas las que merecen que se les reproche por haberla dejado escabullirse desapercibida y sin vigilancia.
Así que llegué valientemente y conté mi historia. Se la conté toda a la señorita Furnivall, gritándosela al oído; pero cuando hablé de la otra niña que había en la nieve y que engatusó a la nuestra para llevarla junto a la majestuosa y bella señora que estaba bajo el acebo, levantó los brazos, sus viejos y pálidos brazos, y gritó en voz alta:
—¡Perdonad, cielos! ¡Tened misericordia!
La señora Stark la cogió (me pareció que con bastante rudeza), pero ella se desasió y se dirigió a mí con una autoridad frenética y amonestadora:
—¡Ester, apártala de esa niña! ¡La llevará a la muerte! ¡Malvada niña! Dile que es una niña mala y perversa.
Luego la señora Stark me sacó apresuradamente de la habitación, de la que verdaderamente salí con mucho gusto. Pero la señorita Furnivall seguía gritando:
—¡Misericordia! ¿No perdonarás nunca? ¡Hace muchos años!
Después de aquello me sentía muy a disgusto. No me atrevía a dejar nunca a la señorita Rosamunda, ni de noche ni de día, temiendo que volviera a encaparse Iras alguna visión, y con más motivo porque me pareció haber descubierto que la señorita Furnivall estaba loca y temía que algo parecido (que podía ser cosa de familia) pudiera suceder a mi cielito. Y mientras tanto, el frío no amainaba y cada vez que la noche era desusadamente tormentosa, entre las ráfagas y a través del viento oíamos al viejo lord que tocaba el órgano. Pero viejo lord o no, donde iba la señorita Rosamunda, iba yo detrás, pues mi cariño por ella, preciosa huérfana sin amparo, era más fuerte que el miedo que me inspiraba el imponente y terrible sonido. Además a mí me tocaba procurar que ella estuviera alegre y contenta, como correspondía a su edad, así que jugábamos juntas y juntas vagábamos de acá para allá y por todas partes, no atreviéndome a perderla de vista en aquella casa enorme.
Y sucedió que una tarde, poco antes de Navidad, jugábamos juntas en la mesa de billar del gran vestíbulo (no porque supiéramos jugar, sino porque a ella le gustaba echar a rodar las pulidas bolas de marfil con sus lindas manos y a mi me gustaba hacer lo que hacía ella) y pronto, sin que nos diéramos cuenta, nos quedamos a oscuras dentro de casa, aunque todavía había claridad en el exterior, y estaba yo pensando en llevármela a su cuarto cuando de repente gritó:
—¡Mira, Ester, mira! Ahí fuera, sobre la nieve, está mi pobre niñita.
Me volví hacia las altas y estrechas ventanas y allí, con toda certeza, vi una niña más pequeña que la señorita Rosamunda, vestida de la manera menos a propósito para estar a la intemperie en una noche tan cruda, llorando y golpeando los cristales de la ventana, como si quisiera que la abrieran. Parecía gemir y lamentarse y cuando la señorita Rosamunda, no pudiendo resistir más, se precipitó sobre la puerta para abrirla, he aquí que, de repente, justo encima de nosotras, sonó el órgano con un estruendo tan fuerte y atronador, que me hizo temblar toda; y más aún cuando me di cuenta de que, incluso en el silencio de aquel frío invierno, no había oído ruido alguno de manos que golpeasen los cristales de la ventana, a pesar de que la niña-fantasma parecía hacerlo con todas sus fuerzas, y que aunque la había visto llorar y quejarse, ni el más ligero sonido había llegado a mis oídos.
Si en aquel preciso momento me di cuenta de todo aquello no lo sé —el sonido del gran órgano me tenía aturdida de terror—, pero lo que sí sé es que cogí a la señorita Rosamunda antes de que abriera la puerta del vestíbulo y, sujetándola fuertemente, me la llevé pataleando y chillando a la cocina grande y clara, donde Dorotea e Inés cataban ocupadas haciendo pasteles rellenos.
—¿Qué tiene mi vidita? —exclamó Dorotea cuando entré llevando a la señorita Rosamunda, que gemía como si el corazón fuera a rompérsele.
—No me ha querido dejar abrir la puerta para que entrase la niñita, y se morirá si está fuera, en los Páramos, toda la noche. ¡Eres mala y cruel, Ester! —dijo pegándome.
Pero podía haber pegado más fuerte, porque yo había sorprendido en los ojos de Dorotea una mirada de terror sobrenatural, que me heló la sangre.
—¡Cierra inmediatamente la puerta trasera de la cocina y echa bien el cerrojo! — dijo a Inés.
No dijo más. Me dio pasas y almendras para calmar a la señorita Rosamunda, pero ella seguía llorando, pensando en la niña que estaba en la nieve, y no quiso tocar ninguna de aquellas buenas cosas. Me alegré cuando se quedó dormida en la cama, a fuerza de llorar. Luego me escabullí a la cocina y comuniqué a Dorotea que había tomado una decisión: me llevaría a mi cielito a casa de mi padre a Applethwaite, donde, aunque humildemente, vivíamos en paz. Dije que ya había pasado bastante miedo con el ruido del órgano del viejo lord, pero que después de haber visto con mis propios ojos a aquella niñita que se quejaba, vestida como no podía estarlo ninguna niña de la vecindad, dando golpes para que la abrieran y sin que pudiera oírse el menor ruido, con una oscura herida en el hombro derecho, y de que la señorita Rosamunda había vuelto a tener noticias del fantasma que casi la había arrastrado a la muerte (cosa que Dorotea sabía que era verdad), no aguantaría más.
Vi que Dorotea cambiaba de color una o dos veces. Cuando acabé, me dijo que no creía que pudiera llevarme conmigo a la señorita Rosamunda, pues era pupila de milord y yo no tenía derechos sobre ella, y me preguntó si iba a abandonar a la niña que tanto quería sólo por unos ruidos y apariciones que no podían hacerme daño y a los que todos habían ido acostumbrándose. Yo estaba emberrenchinada y trémula y contesté que ella podía decir todo aquello porque sabía qué significaban todas aquellas apariciones y ruidos, y tal vez había tenido algo que ver con la niña-espectro mientras vivió. Y tanto la llené de improperios, que acabó contándomelo todo. Y entonces deseé que no lo hubiera hecho, pues sólo sirvió para dejarme más atemorizada que nunca. Dijo que había oído contar aquella historia a varios vecinos viejos que vivían cuando ella se casó, cuando las gentes iban algunas veces al vestíbulo, antes de que adquiriera tan mala fama en el país, y que podía o no podía ser verdad lo que la habían contado.
El viejo lord fue el padre de la señorita Furnivall —la señorita Gracia, la llamaba Dorotea—, pues la mayor era la señorita Maude y señorita Furnivall por derecho. El viejo lord rebosaba orgullo, jamás se había visto un hombre tan orgulloso. Y sus hijas se le parecían. No había hombre digno de casarse con ellas, y eso que tenían dónde escoger, pues en su tiempo fueron notables bellezas, según podía verse por sus retratos mientras estuvieron colgados en la sala. Pero como dice el antiguo proverbio, «Dios abate al orgulloso», y aquellas dos bellezas altaneras se enamoraron del mismo hombre, y él no era más que un músico extranjero que su padre había traído de Londres para que tocase en la casa solariega. Pues sobre todas las cosas, después de su orgullo, lo que más amaba el viejo lord era la música. Sabía tocar casi todos los instrumentos conocidos y, aunque parezca extraño, esto no le suavizaba el carácter, sino que era un viejo cruel y duro, que, según decían, había destrozado el corazón de su pobre esposa. La música le volvía loco y daba por ella lo que le pidieran. Y así fue como hizo venir a aquel extranjero cuya música era tan bella que, según decían, hasta los pájaros suspendían sus cantos en los árboles para escucharle. Y poco a poco aquel músico extranjero alcanzó tal ascendiente sobre el viejo lord, que éste llegó a no poder prescindir de que le visitara todos los años, y fue él quien hizo traer de Holanda el gran órgano y colocarlo en el vestíbulo, donde ahora está. Enseñó al viejo lord a tocarlo; pero muchas, muchísimas veces, mientras lord Furnivall no pensaba más que en su maravilloso órgano y en su aún más maravillosa música, el moreno extranjero paseaba por los bosques con una de las jóvenes: unas veces con la señorita Maude, otras con la señorita Gracia.
Venció la señorita Maude y se llevó el premio; y él y ella se casaron en secreto y antes de que él repitiera su visita anual, ella había dado a luz una niña en una granja de los Páramos, mientras su padre y la señorita Gracia la creían en las carreras de Doncaster. Pero, aunque esposa y madre, no se dulcificó lo más mínimo, sino que siguió tan altiva y violenta como siempre; o tal vez más, pues tenía celos de la señorita Gracia, a la que su extranjero esposo hacía la corte... para cegarla, según decía él a su esposa.
Pero la señorita Gracia triunfó sobre la señorita Maude, y la señorita Maude se volvió cada vez más áspera, tanto para con su esposo como para con su hermana, y el primero, que podía sacudirse fácilmente de lo que le desagradaba e irse a ocultar al extranjero, se marchó aquel verano un mes antes de lo acostumbrado y medio amenazó con que no volvería más. Mientras tanto, la niña quedó en la granja y su madre acostumbraba a hacerse ensillar el caballo y galopar desesperadamente sobre las colinas para verla, al menos una vez por semana, pues cuando quería, quería, y cuando odiaba, odiaba. Y el viejo lord seguía tocando y tocando el órgano y los criados creían que la dulce música que tocaba había amansado su terrible carácter, del cual (decía Dorotea) se podían contar historias terribles. Además se puso achacoso y tuvo que usar una muleta. Y su hijo, es decir, el padre del actual lord Furnivall, estaba en América sirviendo en el ejército, y el otro hijo estaba en el mar, así que la señorita Maude podía hacer lo que quería, y ella y la señorita Gracia eran cada vez más frías y más hostiles una para la otra, hasta que acabaron por no hablarse más que cuando el viejo estaba presente. El músico extranjero volvió al verano siguiente, pero fue por última vez, pues tal vida le hicieron llevar con sus celos y pasiones que se cansó y se marchó y no volvió a saberse de él. Y la señorita Maude, que siempre había tenido intención de dar a conocer su matrimonio a la muerte de su padre, quedó entonces abandonada, sin que nadie supiera que se había casado, con una hija que no se atrevía a reconocer, aunque la amaba con locura, y viviendo con un padre que temía y una hermana que odiaba.
Cuando pasó el verano siguiente y el moreno extranjero no se presentó, tanto la señorita Maude como la señorita Gracia se pusieron sombrías y tristes; estaban ojerosas, pero más hermosas que nunca. Luego, poco a poco, la señorita Maude fue alegrándose, pues su padre estaba cada vez más achacoso y más ensimismado en su música, y ella y la señorita Gracia vivían casi aparte, en habitaciones separadas, una en la parte de poniente y otra, la señorita Maude, en la de mediodía, precisamente en las habitaciones que ahora están cerradas. Así que pensó que podía tener a su hija consigo y que nadie necesitaba saberlo más que aquellos que no se atreverían a hablar de ello y se verían obligados a creer que se trataba, como ella decía, de una niña de un campesino a la que había tomado afición.
Todo esto, decía Dorotea, se sabía muy bien. Pero lo que pasó después nadie lo sabía, excepto la señorita Gracia y la señora Stark, que era entonces su doncella y mucho más amiga suya que su hermana lo había sido nunca. Pero los criados suponían, por palabras sueltas, que la señorita Maude había derrotado a la señorita Gracia diciéndole que, mientras el moreno extranjero se había estado burlando de ella fingiendo amarla, había sido su propio esposo. A partir de aquel día, el color se retiró para siempre de las mejillas y los labios de la señorita Gracia y se le oyó decir muchas veces que, tarde o temprano, le llegaría la venganza. Y la señora Stark estaba siempre espiando las habitaciones del mediodía. Una noche pavorosa, justamente pasado Año Nuevo, mientras la nieve se extendía en una capa espesa y profunda y los copos seguían cayendo como para cegar a cualquiera que estuviera fuera de casa, se oyó un ruido grande y violento y, sobre él, la voz del viejo lord que maldecía y juraba de una manera espantosa, y el llanto de una niña, y el orgulloso reto de una mujer furiosa, y el ruido de un golpe, y un silencio de muerte, y gemidos y lamentos que morían en la ladera de la colina.
Luego, el viejo lord reunió a todos sus criados y les dijo, con terribles juramentos, que su hija se había deshonrado y que la había echado de casa y que así no entraran nunca en el cielo si le facilitaban ayuda o comida o abrigo. Y mientras tanto la señorita Gracia estuvo en pie a su lado, pálida y silenciosa como el mármol; y cuando él acabó, exhaló un gran suspiro, como significando que había dado cima a su obra y alcanzado su fin. Pero el viejo lord no volvió a tocar el órgano y murió en aquel año; ¡y no es de maravillar!, pues en la mañana que siguió a aquella noche feroz y espantosa, los pastores, al bajar la ladera de los Páramos, encontraron a la señorita Maude, perdida la razón y sonriendo, sentada bajo los acebos, acariciando a una niña muerta que tenía en el hombro derecho una señal terrible.
—Pero no fue el golpe lo que la mató —dijo Dorotea—. Fueron la helada y el frío. ¡Todos los animales del monte estaban en su agujero y todas las bestias en su aprisco, mientras la niña y su madre fueron arrojadas a vagar por los Páramos! ¡Y ya lo sabes todo! —y me preguntó si tenía menos miedo ahora.
Tenía más miedo que nunca, pero dije que no. Deseé hallarme con la señorita Rosamunda lejos para siempre de aquella horrible casa, pero ni quería dejarla ni me atrevía a llevármela, ahora que ¡cómo la cuidaba y vigilaba! Echábamos los cerrojos a las puertas y cerrábamos las contraventanas una hora o más antes de oscurecer, prefiriéndolo a dejarlas abiertas cinco minutos demasiado tarde. Pero mi señorita seguía oyendo llorar y lamentarse a la niña sobrenatural, y por más que hacíamos y le decíamos, no podíamos hacerla desistir en su deseo de abrir para protegerla contra el cruel viento y contra la nieve. Mientras tanto, me mantenía todo lo alejada que podía de la señorita Furnivall y la señora Stark, pues les tenía miedo... sabía que no podían tener nada bueno, con aquellos rostros macilentos y severos y aquellos ojos desvariados que miraban hacia los horribles años pasados. Pero incluso en mi miedo, sentía una especie de compasión, al menos por la señorita Furnivall. Los que se han hundido en el abismo no pueden tener una mirada más desesperada que la que se veía siempre en sus ojos. Finalmente, hasta llegué a apiadarme tanto de aquella mujer (que nunca pronunciaba una palabra más que cuando se veía obligada a hacerlo), que rezaba por ella, y enseñé a la señorita Rosamunda a pedir por una persona que había cometido un pecado mortal. Pero a menudo, al llegar a estas palabras, la niña, que estaba de rodillas, se quedaba escuchando y se levantaba diciendo:
—Oigo a mi niñita que llora y se lamenta muy tristemente. ¡Ay!, ¡ábrela o morirá!
Una noche, justamente pasado, por fin, Año Nuevo, oí tocar tres veces la campana de la sala, que era la señal convenida para llamarme. No quería dejar sola a la señorita Rosamunda, que estaba dormida, pues el viejo lord había estado tocando con más frenesí que nunca y temía que mi cielito se despertara oyendo a la niña espectro; en cuanto a verla, sabía que no podría, pues había cerrado muy bien las ventanas para ello. Así que la saqué de la cama, envolviéndola en las ropas que encontré más a mano, y me la llevé a la sala, donde las viejas señoras estaban sentadas trabajando en su tapiz, como de costumbre. Cuando llegué levantaron los ojos y la señora Stark preguntó, completamente asombrada, por qué había llevado allí a la señorita Rosamunda, sacándola de su cama caliente. Yo había empezado a musitar:
—Porque tenía miedo de que, en mi ausencia, fuera arrastrada por la niña salvaje de la nieve...
Cuando me detuvo (con una mirada a la señorita Furnivall) y dijo que la señorita Furnivall quería que deshiciera unas puntadas que habían hecho mal y que ellas no veían a deshacer. Así que dejé a mi precioso cielito en el sofá y me senté en un taburete al lado de las señoras, con el corazón hostil hacia ellas, mientras oía al viento que rugía y bramaba. La señorita Rosamunda dormía profundamente, a pesar de lo que soplaba el viento, y la señorita Furnivall no decía ni una palabra, ni miraba a su alrededor cuando las ráfagas sacudían las ventanas. De repente se puso de pie y levantó una mano, como indicándonos que escuchásemos.
—¡Oigo voces! —dijo—. ¡Oigo terribles gritos! ¡Oigo la voz de mi padre!
Justamente en aquel momento, mi cielito se despertó sobresaltada:
—¡Mi niñita está llorando! ¡Oh, cómo llora! —e intentó levantarse para reunirse con ella. Pero los pies se le engancharon en la manta y yo la detuve, porque se me abrían las carnes ante estos sonidos que ellas podían oír y nosotras no. Al cabo de uno o dos minutos, los ruidos se acercaron y se agruparon y llegaron a nuestros oídos: también nosotras distinguimos voces y gritos y dejamos de oír el viento invernal que bramaba afuera.
La señora Stark me miró y yo la miré a ella, pero no nos atrevimos a pronunciar palabra. De repente, la señorita Furnivall se dirigió a la puerta y atravesando el pequeño vestíbulo de poniente, abrió la puerta del gran vestíbulo. La señora Stark la siguió y yo no me atreví a quedarme atrás, aunque tenía el corazón casi paralizado de miedo. Cogí estrechamente a mi cielito en los brazos y las seguí. En el vestíbulo, los gritos eran más fuertes que nunca; parecían venir del ala de mediodía... cada vez más cerca... más cerca, al otro lado de las puertas cerradas... justo tras ellas. Luego me di cuenta de que la gran lámpara de bronce estaba toda encendida, aunque el vestíbulo permanecía oscuro, y que un fuego ardía en la gran chimenea, aunque no desprendía calor. Y me estremecí de terror y apreté más a mi cielito junto a mí. Pero al hacerlo, la puerta de mediodía se estremeció, y ella gritó fíe repente, luchando para desembarazarse de mí:
—¡Ester, tengo que ir! ¡Mi niñita está ahí!, ¡la oigo!, ¡viene! ¡Ester, tengo que ir!
La sostuve con todas mis fuerzas, la sostuve con voluntad resuelta. Aunque hubiera muerto, mis manos no la hubieran soltado, tan decidida estaba a sujetarla. La señorita Furnivall se mantenía en pie escuchando y sin hacer caso de mi cielito, que estaba en el suelo, y que yo sujetaba, puesta de rodillas, rodeándole el cuello con ambos brazos, mientras ella seguía forcejeando y llorando por desasirse. De repente, la puerta del mediodía se abrió con estrépito, como si la empujaran violentamente, y en aquella luz clara y misteriosa se destacó la figura de un hombre viejo y alto, de cabello gris y ojos relampagueantes. Empujaba ante sí, con implacables gestos de odio, a una mujer hermosa y altanera que llevaba a una niña que se pegaba a su traje.
—¡Oh Ester, Ester! —exclamó la señorita Rosamunda—. ¡Es la señora! ¡La señora de debajo de los acebos! y mi niñita está con ella. ¡Tiran de mí hacia ellas!... lo noto... ¡debo ir!
De nuevo casi se crispó en sus esfuerzos para soltarse, pero yo la sostenía más y más fuerte, hasta que temí hacerle daño, prefiriéndolo a dejarla correr hacia aquellos terribles fantasmas. Éstos se dirigieron a la puerta del gran vestíbulo, donde el viento aullaba reclamando su presa, pero antes de llegar a ella, la señora se volvió y pude ver que desafiaba al anciano con un reto fiero y orgulloso; y luego se acobardó, y levantó los brazos desesperada y lastimosamente para proteger a su hija —su hijita— del golpe de la muleta que él había levantado.
Y la señorita Rosamunda, como herida por una fuerza mayor que la mía, se retorció en mis brazos y sollozó (pues ya entonces mi pobre cielito iba desfalleciendo).
—¡Quieren que vaya con ellas a los Páramos! ¡Me arrastran hacia ellas! ¡Oh, niñita mía! ¡Iría, pero la cruel, la mala de Ester me tiene agarrada muy fuerte!
Pero cuando vio la muleta levantada se desmayó, y yo di gracias a Dios por ello. En aquel preciso momento, cuando el viejo alto, con el cabello flameante como la ráfaga de un horno, iba a pegar a la niña que temblaba, la señorita Furnivall, la mujer vieja que estaba a mi lado, gritó:
—¡Oh padre, padre! ¡Perdona a la niñita inocente!
Pero justamente entonces, vi —vimos todas— cómo tomaba forma otro fantasma, destacándose en la luz azulada y brumosa que llenaba el vestíbulo. No la habíamos visto hasta entonces, y era otra dama, que estaba de pie junto al viejo, con una mirada de odio inexorable y de triunfante desprecio. Aquella figura era muy agradable de mirar, con su sombrero blanco inclinado sobre las orgullosas sienes y sus labios rojos y fruncidos. Iba vestida con un traje de raso azul. Yo la había visto antes. Era el retrato de la señorita Furnivall en su juventud.
Y los terribles fantasmas avanzaron, sin hacer caso de la desesperada súplica de la señorita Furnivall, la vieja... y la levantada muleta cayó sobre el hombro derecho de la niña, mientras la hermana menor miraba, sin inmutarse y mortalmente serena.
Pero en aquel momento desaparecieron las oscuras luces y el fuego que no daba calor, y he aquí que la señorita Furnivall yacía a nuestros pies, herida de muerte.
¡Sí! Aquella noche fue llevada a su cama para no levantarse más. Yacía con el rostro hacia la pared, musitando por lo bajo, pero musitando siempre:
—¡Ay!, ¡ay! ¡Lo que se hace en la juventud, no puede deshacerse en la vejez! ¡Lo que se hace en la juventud, no puede deshacerse en la vejez!"
Elizabeth Gaskell
Cuando vuestra madre, la pequeña Rosamunda, tenía unos cuatro o cinco años, sus adres murieron en quince días, uno tras otro. ¡Ah, fue una época triste! Mi linda y joven señora y yo esperábamos otro niñito, cuando el señor regresó de una de sus largas caminatas a caballo, mojado y cansado, con la enfermedad que le ocasionó la muerte; y ella ya no volvió a levantar cabeza y no vivió más que para ver a su hijito muerto y tenerlo sobre su pecho antes de morir también. Mi ama me pidió en su lecho de muerte que no abandonara nunca a la señorita Rosamunda; pero aunque no hubiera dicho ni una palabra, habría yo ido con la pequeña hasta el fin del mundo. En seguida, antes de que se hubieran aplacado nuestros sollozos, llegaron los testamentarios y tutores a poner las cosas en orden. Eran éstos, el primo de mi pobre ama, lord Furnivall y el señor Esthwaite, hermano de mi amo, comerciante en Manchester, no en tan buena posición como lo estuvo después y con mucha familia. ¡Bien! No sé si ellos lo acordaron entre sí o si la cosa se debió a una carta que mi ama escribió a su primo en su lecho de muerte, pero lo cierto es que se acordó que la señorita Rosamunda y yo nos fuésemos a la casa solariega de los Furnivall, en Northumberland; y milord hablaba como si hubiera sido deseo de la madre que la niña viviera con su familia, y como si él no tuviera nada que objetar, pues una o dos personas más no se notarían en una casa tan grande. Así que aunque no era aquél el modo como a mí me hubiera gustado que se pensase en mi alegre y precioso cariñito (que era como un rayo de sol en cualquier familia, fuera lo grande que fuese), me complacía que las gentes de Dale se asombraran y se llenaran de admiración al enterarse de que yo iba a ser la niñera de mi amita en casa de lord Furnivall, en la casa solariega de los Furnivall.
Pero me equivoqué al pensar que íbamos a vivir con milord. Resultó que la familia había abandonado la casa solariega hacía cincuenta años o más. No oí que hubiera vivido allí mi pobre ama, a pesar de haberse educado en la familia, y ello me decepcionó, porque me hubiera gustado que la señorita Rosamunda pasara la juventud donde su madre. El acompañante de milord, a quien hice tantas preguntas como me atreví, dijo que la casa solariega estaba al pie de los Páramos de Cumberland, y era magnífica; que allí vivía, solamente con algunos criados, cierta anciana señorita Furnivall, tía abuela de milord; pero que era un lugar muy saludable y que milord había pensado que sería muy conveniente para la señorita Rosamunda por algunos años, y que su estancia allí tal vez serviría de distracción a su anciana tía.
Milord me encargó que tuviera preparadas las cosas de la señorita Rosamunda para un día determinado. Era un hombre serio y altivo, según es fama de todos los lores Furnivall, y no pronunciaba nunca ni una palabra más de las necesarias. Se decía que había estado enamorado de mi joven señora, pero que como ella sabía que el padre de él se hubiera opuesto, nunca quiso hacerle caso y se casó con el señor Esthwaite; pero yo no estoy enterada. De todos modos permaneció soltero. Pero nunca se preocupó mucho de la señorita Rosamunda, cosa que creo habría hecho, de haber tenido interés por su difunta madre. Nos mandó a la casa solariega con su acompañante, advirtiéndole que se le uniera en Newcastle aquella misma tarde; así que no tuvo este señor mucho tiempo para presentarnos a todos aquellos desconocidos antes de, a su vez, deshacerse de nosotras. Y allí quedamos, ¡pobrecitas solitarias! (yo no había cumplido los dieciocho años), en la gran casa solariega.
Parece que llegamos ayer. Habíamos abandonado muy temprano nuestra querida rectoría y llorábamos ambas como si el corazón fuera a rompérsenos, a pesar de viajar en el coche de milord, en el que tanto había yo pensado. Y, ya entrada la tarde, en un día de septiembre, nos detuvimos para cambiar de caballos por última vez en una pequeña ciudad llena de tratantes de carbón y mineros. La señorita Rosamunda se había quedado dormida, pero el señor Henry me dijo que la despertara para que pudiera ver, al llegar, el parque y la casa solariega. Era una pena, pero yo hice lo que me pedía por miedo a que se lo dijera a milord. Habíamos dejado atrás todo vestigio de ciudad, e incluso de pueblo, y franqueado las puertas de un parque grande e inculto, no como los parques del Sur, sino con rocas, y ruido de agua de corriente, y árboles retorcidos, y viejos robles, todos blancos y descortezados por los años.
El camino subía durante dos millas, y luego vimos una casa grande e imponente, rodeada de muchos árboles, tan cerca en algunas partes, que las ramas arañaban las paredes cuando soplaba el viento, y algunas colgaban tronchadas, pues nadie parecía ocuparse mucho de aquel lugar, podándolos y teniendo en condiciones el camino de coches cubierto de musgo. Sólo delante de la casa estaba despejado. En el gran paseo no había ni una hierba, y ni un árbol ni una enredadera crecían sobre la larga fachada cubierta de ventanas. A cada lado salía un ala, remate a su vez de otra fachada, pues la casa, aunque tan desolada, era todavía mayor de lo que yo había esperado. Tras ella se elevaban los Páramos, interminables y desnudos. Y a mano izquierda de la casa estando de frente a ella, había un jardincito anticuado, según descubrí después, y al cual daba una puerta de la fachada occidental. El lugar había sido limpio del tupido boscaje por alguna antigua lady Furnivall, pero las ramas de los grandes árboles incultos habían vuelto a crecer ensombreciéndolo, y había muy pocas flores que vivieran allí entonces.
Cuando llegamos a la gran entrada principal y entramos en el vestíbulo, creí perderme; tan espacioso, amplio e imponente era. Una lámpara toda de bronce colgaba en medio del techo; y yo, que jamás había visto otra, la miré con asombro. Luego, a un lado del vestíbulo, había una gran chimenea, tan grande como todo el costado de una casa en mi tierra, con macizos morillos para sostener la leña, y junto a ella se hallaban colocados pesados sofás pasados de moda. Al otro extremo del vestíbulo, a la izquierda según se entraba, en el lado de poniente, había un órgano construido en el muro y tan grande que lo llenaba casi entero. Detrás de él, al mismo lado, había una puerta, y enfrente, a ambos lados de la chimenea, otras puertas se abrían a la parte este, pero nunca las crucé mientras estuve en la casa y no puedo deciros lo que había detrás. Moría la tarde, y el vestíbulo, en el que no había luces, aparecía oscuro y sombrío. Pero no nos detuvimos allí ni un momento. El viejo criado que nos había abierto hizo una inclinación de cabeza al señor Henry y nos condujo a través de la puerta que había al otro extremo del órgano, haciéndonos atravesar varios pequeños vestíbulos y pasillos hasta llegar a la sala occidental, en la que, se hallaba la señorita Furnivall.
La señorita Rosamunda se agarraba a mí con fuerza, como sintiéndose asustada y perdida en aquel lugar tan grande, y en cuanto a mí, no estaba mucho mejor. La sala de mediodía tenía un aspecto muy acogedor, con su buen fuego, y agradablemente amueblada. La señorita Furnivall era una señora vieja, de cerca de ochenta años, según me pareció, aunque no lo sí. Era delgada y alta y tenía la cara tan llena de finas arrugas como si se las hubieran dibujado a punta de aguja. Tenía unos ojos vigilantes, para compensar, supongo, el ser tan sorda que se veía obligada a usar trompetilla. Sentada a su lado, trabajando en el mismo gran tapiz, estaba la señora Stark, su doncella y acompañante, casi tan vieja como ella. Había vivido con la señorita Furnivall desde que ambas eran muy jóvenes y por entonces más parecía amiga que criada; tenía un aspecto tan frío, duro e insensible como si nunca hubiera querido ni sentido afecto por nadie, excepto su ama, y debido a la gran sordera de esta última, la señora Stark la trataba en cierto modo como si fuera una niña.
El señor Henry trasmitió algún recado de parte de milord y luego nos dijo adiós a todos (sin hacer caso de la manecita extendida de mi dulce señorita Rosamunda) y allí nos dejó, en pie, con las dos ancianas mirándonos a través de sus anteojos. Me alegré cuando llamaron al viejo lacayo que nos había abierto y le dijeron que nos condujera a nuestras habitaciones. Salimos, pues, de aquella gran sala y entramos en otra, y salimos también de aquella y pasamos un gran tramo de escaleras y recorrimos una amplia galería (que era una especie de biblioteca, pues tenía a un lado libros y al otro ventanas y pupitres), hasta que llegamos a nuestras habitaciones, que por suerte supe que estaban justamente sobre las cocinas, pues empezaba a pensar que me perdería en aquel desierto de casa. Era un antiguo cuarto de niños que había sido utilizado por todos los pequeños lores y ladies hacía mucho, con un agradable fuego encendido, la marmita hirviendo sobre él y la mesa puesta para el té. Y aparte de aquella habitación, estaba el cuarto de dormir de los niños, con una camita para la señorita Rosamunda junto a mi cama.
Y el viejo Santiago llamó a Dorotea, su mujer, para que nos diera la bienvenida, y tanto él como ella se mostraron tan hospitalarios y cariñosos que, poco a poco, la señorita Rosamunda y yo fuimos sintiéndonos como en casa, y después del té estaba ella sentada sobre las rodillas de Dorotea y parloteando, todo lo aprisa de que su lengüecita era capaz. Pronto me enteré de que Dorotea era de Westmoreland, y eso nos unió como si dijéramos; y no pido tratar gente más cariñosa que lo eran el viejo Santiago y su mujer. Santiago había pasado casi toda su vida con la familia de milord y le parecía lo más ilustre del mundo; hasta miraba un poco por encima del hombro a su mujer porque antes de casarse no había vivido más que en una familia de granjeros. Pero la quería como era debido. Bajo ellos había una criada que hacía todo el trabajo duro; se llamaba Inés. Y ella y yo, Santiago y Dorotea, la señorita Furnivall y la señora Stark constituíamos toda la familia... ¡sin olvidar nunca a mi dulce señorita Rosamunda!
Me preguntaba muchas veces que harían antes de que la niña llegara allí, tanto se preocupaban ahora de ella. En la cocina o en la sala, era igual. La severa señorita Furnivall y la fría señora Stark parecían complacidas cuando ella aparecía, revoloteando como un pájaro, jugando y enredando de acá para allá, con un murmullo continuo y un lindo y alegre parloteo. Estoy segura de que muchas veces, cuando se marchaba a la cocina, se sentían contrariadas, pero eran demasiado orgullosas para pedirle que se quedase con ellas, y les resultaba un poco chocante aquel gusto de la niña; aunque a decir verdad, opinaba la señora Stark, no era de maravillar recordando de qué gente venía el padre de la pequeña. Aquella enorme y vieja casa era un gran lugar de exploración para la pequeña señorita Rosamunda. Hacía expediciones por todas partes, llevándome a sus talones; por todas, excepto el ala de mediodía, que nunca estaba abierta y el ir a la cual no se nos pasaba por la imaginación. Pero en las zonas norte y poniente había muchos aposentos agradables, llenos de cosas extraordinarias para nosotras, aunque no lo resultasen a las gentes que hubieran visto más. Las ventanas estaban ensombrecidas por las ramas de los árboles que las rozaban y por la hiedra que las había cubierto, pero en la verde oscuridad podíamos distinguir antiguos jarrones de porcelana, cajas de marfil tallado, grandes y pesados libros y, ¡sobre todo, los antiguos retratos! Me acuerdo que una vez mi niña quiso que Dorotea fuera con nosotras a decirnos quiénes eran todos, pues todos eran retratos de personas de la familia de milord, aunque Dorotea no podía decirnos sus nombres.
Habíamos recorrido casi todas las habitaciones cuando llegamos a un antiguo salón situado sobre el vestíbulo en el que había un retrato de la señorita Furnivall o, como por entonces la llamaban, la señorita Gracia, pues era la hermana menor. ¡Debió ser una belleza!, pero tenía una mirada tan rígida y orgullosa y tal desprecio pintado en los ojos, con las cejas un poco levantadas, que parecía como si preguntara quién cometería la impertinencia de atreverte a mirarla, y fruncía los labios cuando la contemplábamos. Llevaba un truje enteramente nuevo para mí, pues era según la moda de cuando ella era joven: un sombrero blanco y suave, como de fieltro, un poco inclinado sobre las sienes, con un hermoso penacho de plumas a un lado, y un traje de ruso azul que se abría por delante sobre mi pechero blanco.
—¡Vaya! —dije luego de mirarla hasta hurtarme—. No hay nada como la juventud, según dicen, pero ¿quién que la viera ahora pensaría que la señorita Furnivall ha sido una belleza tan declarada?
—Sí —dijo Dorotea—. Las personas cambian tristemente. Pero si es verdad lo que el padre de mi señora solía decirnos, la señorita Furnivall, la hermana mayor, era más hermosa que la señorita Gracia. Su retrato está por ahí, en alguna parte, pero si te lo enseño no has de decírselo nunca a nadie, ni siquiera a Santiago. ¿Crees que la señorita sabrá callarse?
Yo no estaba muy segura de ello, tratándose de una niña tan dulce, decidida y franca, así que la hice esconderse y luego ayudé u Dorotea a dar la vuelta a un gran cuadro que estaba de cara a la pared, y no colgado como ¡os otros. A decir verdad, ganaba en belleza a la señorita Gracia, y me pareció que la ganaba también en altivo orgullo, aunque en este punto resultaría difícil decidirse. Hubiera estado contemplándola durante una hora, pero Dorotea parecía medio asustada por haberme enseñado el retrato y volvió a darle la vuelta apresuradamente, y me hizo ir corriendo en busca de la señorita Rosamunda, pues había en la casa algunos sitios desagradables a los que no quería que fuese la niña. Yo era una muchacha valiente y animosa y me importaba poco lo que la vieja decía, pues me gustaba jugar al escondite tanto como a cualquier niño de la parroquia; corrí, pues, en busca de mi pequeña.
Al acercarse el invierno y acortarse los días me parecía oír cierto ruido, como si alguien tocara el órgano en el vestíbulo. No lo oía todas las tardes, pero desde luego sonaba muy a menudo mientras yo estaba con la señorita Rosamunda, quieta y silenciosa en su dormitorio después de haberla acostado. Luego solía oírlo a lo lejos, rugiendo y aumentando. La primera noche, cuando bajé a cenar, pregunté a Dorotea quién había estado tocando, y Santiago dijo brevemente que yo era una tonta tomando por música el viento que suspiraba entre los árboles; pero vi que Dorotea le miraba muy asustada y que Bessy, la pincha, decía algo para sus adentros y se ponía muy pálida. Me di cuenta de que no les había gustado mi pregunta, así que me callé esperando coger sola a Dorotea, que era cuando sabía que podía sonsacarle.
Así que al día siguiente estuve al cuidado e insistí para que me dijera quién tocaba el órgano, pues sabía muy bien que era el órgano y no el viento, aunque me había callado en presencia de Santiago; pero aseguraría que Dorotea estaba aleccionada, y no pude sacarle ni una palabra. Entonces probé con Bessy, aunque siempre me había considerado por encima de ella, pues yo era una igual de Santiago y Dorotea y ella poco más que su criada. Así que me dijo que no debía decirlo nunca, y que si lo decía no tenía que declarar nunca que había sido ella quien me lo había comunicado, pero que era un ruido muy extraño y que ella lo había oído muchas veces, aunque casi todas en noches invernales y antes de haber tormenta, y que decían las gentes que se trataba del viejo lord que tocaba el gran órgano del vestíbulo, como solía hacer en vida. Pero quién fuese el viejo lord o qué tocaba, o por qué lo tocaba precisamente en víspera de tormenta invernal, no pudo o no quiso decírmelo.
¡Bien! Como ya os he dicho, yo tenía un corazón animoso y me pareció que resultaba muy agradable oír resonar por la casa aquella música, la tocase quien la tocase; pues tan pronto se elevaba sobre las fuertes ráfagas de viento, lamentándose o triunfal, exactamente igual que un ser viviente, como caía en un silencio casi absoluto; sólo que se trataba siempre de música y melodías, así que era una tontería decir que era el viento. Al principio pensé que la que tocaba fuera tal vez la señorita Furnivall sin que lo supiese Bessy. Pero un día, estando yo misma en el vestíbulo, abrí el órgano y miré en su interior y todo alrededor, como hice una vez en el órgano de la iglesia de Crosthwaite, y vi que por dentro estaba todo roto y estropeado a pesar de tener un aspecto tan lucido y hermoso. Y entonces, aunque era de día, sentí cierto hormiguillo y lo cerré, echando a correr a toda prisa hacia mi alegre cuarto de niños; y durante algún tiempo después de esto no me gustó escuchar la música, ni más ni menos que como les pasaba a Santiago y Dorotea. Mientras tanto, la señorita Rosamunda se iba haciendo querer más y más. Las viejas señoras deseaban que cenara temprano con ellas; Santiago permanecía en pie detrás de la silla de la señorita Furnivall y yo detrás de la señorita Rosamunda, con toda etiqueta; y, después de cenar, la niña jugaba en un rincón de la gran sala, silenciosa como un ratón, mientras la señorita Furnivall se dormía y yo cenaba en la cocina. Pero se ponía muy contenta cuando volvía conmigo al cuarto de los niños, pues, según decía, la señorita Furnivall era tan triste y la señora Stark tan aburrida... Pero ella y yo éramos bien alegres y poco a poco me acostumbré a no preocuparme por aquella música sobrenatural que no hacía mal a nadie y que no sabíamos de dónde venía.
Aquel invierno fue muy frío. A mediados de octubre empezaron las heladas y duraron muchas, muchas semanas. Recuerdo que un día, durante la cena, la señorita Furnivall levantó sus tristes y cargados ojos y dijo a la señora Stark de una manera extrañamente significativa:
—Me temo que vamos a tener un invierno terrible.
Pero la señora Stark hizo como que no oía y se puso a hablar muy fuerte de otra cosa. A mi señorita y a mí no nos importaban las heladas, ¡nada de eso! Mientras el tiempo se mantuvo seco subíamos las pendientes que había detrás de la casa y recorríamos los Páramos, que eran muy yermos y pelados, corriendo bajo el aire fresco y cortante, y una vez bajamos por una nueva senda que nos llevó más allá de los dos viejos acebos nudosos que crecían a mitad de camino de la ciudad polla parte de saliente de la casa.
Pero los días se acortaban más y más y el viejo lord, si era él, tocaba el gran órgano cada vez más frenética y tristemente. Un domingo por la tarde (debió ser a fines de noviembre) pedí a Dorotea que se encargara del cuidado de la señorita cuando saliera de la sala después que la señorita Furnivall hubiera echado su sueñecito, pues hacía demasiado frío para llevarla conmigo a la iglesia y, sin embargo, no quería yo dejar de ir. Y Dorotea lo prometió con mucho gusto y quería tanto a la niña que todo parecía marchar bien, y Bessy y yo nos pusimos en camino muy aprisa, aunque el cielo se cernía opresivo y cargado sobre la blanca tierra, como si la noche no acabara de alejarse, y el aire, aunque sosegado, era muy cortante y afilado.
—Tendremos una nevada — me dijo Bessy.
Y efectivamente, aun estábamos en la iglesia cuando empezó a nevar espesamente, en grandes copos, tan espesamente, que casi se oscurecían las ventanas. Dejó de nevar antes de que saliéramos, pero la nieve se extendía, blanda, espesa y profunda bajo nuestros pies mientras nos encaminábamos a casa. Antes de entrar en el vestíbulo salió la luna y me parece que estaba entonces más claro (en parle por la luna y en parte por la blanca y deslumbradora nieve) que cuando partimos para la iglesia entre las dos y las tres. No os he dicho que la señorita Furnivall y la señora Stark no iban nunca a la iglesia; parecía como si el domingo se les hiciera muy largo, por no estar ocupadas con su tapiz. Así que cuando fui a la cocina a reunirme con Dorotea pensando recoger a la señorita Rosamunda y subirla conmigo, no me sorprendió que me dijera que las señoras habían retenido a la niña y que ésta no había ido a la cocina, como yo le tenía dicho que hiciera cuando se cansase de portarse bien en la sala. Así que me quité mis cosas y fui a buscarla para llevarla a cenar a su cuarto. Pero cuando llegué a la sala, allí estaban sentadas las dos señoras, muy calladas y quietas, diciendo una palabra de cuando en cuando, pero con el aspecto de que una cosa tan esplendorosa y alegre como la señorita Rosamunda no hubiera pasado nunca junto a ellas. Creí que estaría escondida (era uno de sus juegos) y que las habría convencido para que hicieran como que no sabían nada, así me dirigí paso a paso a mirar debajo de este sofá y detrás de aquella silla, haciendo como si me asustara mucho al no encontrarla.
—¿Qué pasa, Ester? —me dijo con aspereza la señora Stark.
No sé si la señorita Furnivall me habría visto, pues según os he dicho, estaba muy sorda, y se hallaba sentada inmóvil contemplando ociosamente el fuego con desesperanzado rostro.
—Estoy buscando a mi pequeñita Rosy Posy —contesté siguiendo en la idea de que la niña estaba allí y cerca de mí, aunque yo no la viera.
—La señorita Rosamunda no está aquí —dijo la señora Stark—. Se marchó, hace más de una hora, en busca de Dorotea.
Y también ella se dio la vuelta y se puso a mirar al fuego. El corazón me dio un salto al oír aquello y empecé a desear no haber abandonado nunca a mi cielito. Volví junto a Dorotea y se lo dije. Santiago había ido a pasar el día fuera, pero ella, Bessy y yo, cogimos luces y fuimos primero al cuarto de los niños, y luego recorrimos la inmensa casa, llamando y suplicando a la señorita Rosamunda que saliera de su escondite y no nos asustara mortalmente de aquel modo, pero no se oyó contestación alguna, no se oyó nada.
—¡Oh! —dije yo al fin—. ¿Se habrá ido al ala del mediodía y estará escondida allí?
Pero Dorotea aseguró que no era posible, que ni ella misma había estado allí nunca, que las puertas estaban siempre con cerrojo y que, según creía, el lacayo de milord tenía las llaves; que fuera lo que fuera, ni ella, ni Santiago las habían visto nunca. Así que yo dije que volvería a ver si después de lodo estaba escondida en la sala sin que las viejas señoras lo supiesen, y que si la encontraba allí le daría unos azotes por el susto que me había proporcionado; pero no pensaba hacerlo en absoluto. Bien; volví a la sala de poniente y dije a la señora Stark que no la encontrábamos por ninguna parte y le pedí que me dejara mirar allí, pues iba ya pensando que podía haberse quedado dormida en algún escondido rincón caliente. ¡Pero nada!
Miramos (y la señorita Furnivall se levantó y se puso a buscar, temblando toda), y no apareció en ningún sitio. Luego salimos otra vez todos los de la casa y miramos en todos los sitios en que habíamos buscado untes, pero no la encontramos. La señorita Furnivall tiritaba y temblaba de tal modo, que la señora Stark la volvió a llevar a la sala; pero no sin haberme hecho prometer que le llevaría a la niña cuando la encontráramos. ¡Ay de mí! Empezaba a pensar que no la encontraríamos nunca, cuando se me ocurrió mirar en el gran patio delantero, que estaba enteramente cubierto de nieve. Me asomé desde el piso de arriba, pero hacía una noche de luna tan clara, que pude ver, bien distintamente, dos pequeñas huellas de pisadas que se seguían desde la puerta del vestíbulo hasta dar la vuelta a la esquina del ala oriental.
No sé ni cómo bajé, pero abrí a empujones la grande y pesada puerta y, cubriéndome la cabeza con la falda del traje, eché a correr. Di la vuelta a la esquina de mediodía, y al llegar allí, una gran sombra caía sobre la nieve; pero cuando salí otra vez a la luz de la luna, volví a ver las pequeñas huellas que subían, subían a los Páramos. Hacía un frío terrible, tan terrible, que el aire casi me despellejaba la cara según iba corriendo; pero yo corría pensando lo acabada y amedrentada que estaría mi pobre cielito. Ya distinguía los acebos, cuando vi a un pastor que descendía de la colina, llevando algo en los brazos. Me dio voces, preguntándome si había perdido una niña, y mientras el llanto me impedía hablar, pude ver a mi niñita chiquita que yacía en sus brazos, inmóvil, blanca y rígida, como si estuviera muerta. Me dijo que había subido a los Páramos para recoger sus ovejas antes de que llegara el gran frío nocturno, y que bajo los acebos (negras marcas en la ladera, desprovista de todo matojo en varias millas a la redonda), había encontrado a mi señorita, mi corderino, rígida y fría en el terrible sueño producido por la helada. ¡Ah, la alegría y las lágrimas de tenerla en mis brazos de nuevo! Pues no le dejé que la llevara, sino que la cogí en mis propios brazos, sosteniéndola junto al calor de mi pecho y mi cuello, y sentí que la vida volvía lentamente a sus dulces miembrecitos. Pero aún estaba insensible cuando llegué al vestíbulo y yo me hallaba sin alientos para hablar. Entramos por la puerta de la cocina.
—Traed el calentador —dije.
Y subí con ella y empecé a desnudarla en el cuarto de los niños, junto al fuego que Bessy había mantenido encendido. Llamé a mi corderillo con todos los nombres cariñosos y juguetones que se me ocurrieron,, todavía con los ojos llenos de lágrimas. Y al fin, ¡oh, al fin!, abrió sus grandes ojos azules. Entonces la metí en su cama calentita y envié a Dorotea a decir a la señorita Furnivall que todo marchaba bien, decidida a permanecer toda la noche junto a la cama de mi corazoncito. En cuanto su preciosa cabeza tocó la almohada, cayó en un sueño apacible y yo estuve velándola hasta que se hizo de día, y entonces se despertó resplandeciente y despejada, según creí entonces... y, queridos míos, según creo ahora. Dijo que había pensado que le apetecía irse con Dorotea, pues las dos señoras se habían dormido y se estaba muy aburrida en la sala, y que cuando pasaba por el pequeño vestíbulo de poniente, vio cómo caía la nieve a través de la alta ventana, cómo caía blandamente y sin interrupción, pero que queriendo ver lo bonita y blanca que estaría en el suelo, se dirigió al gran vestíbulo y allí, acercándose a la ventana, pudo contemplarla sobre el paseo, suave y brillante, y que estando en esto, vio una niña más pequeña que ella, «¡pero tan linda!», decía mi cielito, «y aquella niña me hizo señas para que saliera, y ¡oh!, era tan linda y tan dulce que no me quedaba más remedio que ir. Y que luego aquella otra niña la había cogido de la mano y, una junto a otra, habían dado la vuelta a la esquina de mediodía.
—Bueno, eres una niña mala que está contando cuentos —dije—. ¿Qué diría tu buena mamá, que está en el cielo y no dijo una mentira en su vida, qué diría a su pequeña Rosamunda si la oyera, ¡y de seguro que la oye!, contar cuentos?
—Pero Ester —sollozó mi niña—, ¡te digo la verdad! ¡De verdad que sí!
—¡No me digas! —contesté muy enfadada—. He seguido tus huellas en la nieve y no se veían más que las tuyas, y si hubiera habido una niña que hubiera subido la colina de tu mano, ¿no crees que sus pisadas estarían con las tuyas?
—Yo no tengo la culpa de que no estén querida Ester —dijo ella llorando—. Nunca miré a sus pies; pero ella sostenía mi mano en su manita, fuerte y apretada, y hacía mucho, mucho frío. Me llevó hacia arriba, por el camino de los Páramos, hasta los acebos, y allí encontré a una señora llorando y lamentándose, pero cuando me vio dejó de llorar y sonrió con mucho orgullo y majestad y me puso sobre sus rodillas y empezó a arrullarme para que me durmiera. Y esto es todo, Ester, pero es verdad ¡y mi querida mamá lo sabe! —añadió llorando.
Así que pensé que la niña tendría fiebre e hice como que la creía y ella volvió a repetir su historia una y otra vez, y siempre igual. Finalmente, Dorotea llamó a la puerta con el desayuno de la señorita Rosamunda, y me dijo que las viejas señoras estaban abajo, en el comedor, y que querían hablarme. Ambas habían estado en el dormitorio de la niña la noche anterior, pero cuando la señorita Rosamunda estaba ya dormida, así que no habían hecho más que mirarla sin preguntarme nada.
—Me espera una reprimenda —pensé mientras recorría la galería del Norte—. Y, sin embargo —me dije envalentonándome—, la dejé a su cuidado y son ellas las que merecen que se les reproche por haberla dejado escabullirse desapercibida y sin vigilancia.
Así que llegué valientemente y conté mi historia. Se la conté toda a la señorita Furnivall, gritándosela al oído; pero cuando hablé de la otra niña que había en la nieve y que engatusó a la nuestra para llevarla junto a la majestuosa y bella señora que estaba bajo el acebo, levantó los brazos, sus viejos y pálidos brazos, y gritó en voz alta:
—¡Perdonad, cielos! ¡Tened misericordia!
La señora Stark la cogió (me pareció que con bastante rudeza), pero ella se desasió y se dirigió a mí con una autoridad frenética y amonestadora:
—¡Ester, apártala de esa niña! ¡La llevará a la muerte! ¡Malvada niña! Dile que es una niña mala y perversa.
Luego la señora Stark me sacó apresuradamente de la habitación, de la que verdaderamente salí con mucho gusto. Pero la señorita Furnivall seguía gritando:
—¡Misericordia! ¿No perdonarás nunca? ¡Hace muchos años!
Después de aquello me sentía muy a disgusto. No me atrevía a dejar nunca a la señorita Rosamunda, ni de noche ni de día, temiendo que volviera a encaparse Iras alguna visión, y con más motivo porque me pareció haber descubierto que la señorita Furnivall estaba loca y temía que algo parecido (que podía ser cosa de familia) pudiera suceder a mi cielito. Y mientras tanto, el frío no amainaba y cada vez que la noche era desusadamente tormentosa, entre las ráfagas y a través del viento oíamos al viejo lord que tocaba el órgano. Pero viejo lord o no, donde iba la señorita Rosamunda, iba yo detrás, pues mi cariño por ella, preciosa huérfana sin amparo, era más fuerte que el miedo que me inspiraba el imponente y terrible sonido. Además a mí me tocaba procurar que ella estuviera alegre y contenta, como correspondía a su edad, así que jugábamos juntas y juntas vagábamos de acá para allá y por todas partes, no atreviéndome a perderla de vista en aquella casa enorme.
Y sucedió que una tarde, poco antes de Navidad, jugábamos juntas en la mesa de billar del gran vestíbulo (no porque supiéramos jugar, sino porque a ella le gustaba echar a rodar las pulidas bolas de marfil con sus lindas manos y a mi me gustaba hacer lo que hacía ella) y pronto, sin que nos diéramos cuenta, nos quedamos a oscuras dentro de casa, aunque todavía había claridad en el exterior, y estaba yo pensando en llevármela a su cuarto cuando de repente gritó:
—¡Mira, Ester, mira! Ahí fuera, sobre la nieve, está mi pobre niñita.
Me volví hacia las altas y estrechas ventanas y allí, con toda certeza, vi una niña más pequeña que la señorita Rosamunda, vestida de la manera menos a propósito para estar a la intemperie en una noche tan cruda, llorando y golpeando los cristales de la ventana, como si quisiera que la abrieran. Parecía gemir y lamentarse y cuando la señorita Rosamunda, no pudiendo resistir más, se precipitó sobre la puerta para abrirla, he aquí que, de repente, justo encima de nosotras, sonó el órgano con un estruendo tan fuerte y atronador, que me hizo temblar toda; y más aún cuando me di cuenta de que, incluso en el silencio de aquel frío invierno, no había oído ruido alguno de manos que golpeasen los cristales de la ventana, a pesar de que la niña-fantasma parecía hacerlo con todas sus fuerzas, y que aunque la había visto llorar y quejarse, ni el más ligero sonido había llegado a mis oídos.
Si en aquel preciso momento me di cuenta de todo aquello no lo sé —el sonido del gran órgano me tenía aturdida de terror—, pero lo que sí sé es que cogí a la señorita Rosamunda antes de que abriera la puerta del vestíbulo y, sujetándola fuertemente, me la llevé pataleando y chillando a la cocina grande y clara, donde Dorotea e Inés cataban ocupadas haciendo pasteles rellenos.
—¿Qué tiene mi vidita? —exclamó Dorotea cuando entré llevando a la señorita Rosamunda, que gemía como si el corazón fuera a rompérsele.
—No me ha querido dejar abrir la puerta para que entrase la niñita, y se morirá si está fuera, en los Páramos, toda la noche. ¡Eres mala y cruel, Ester! —dijo pegándome.
Pero podía haber pegado más fuerte, porque yo había sorprendido en los ojos de Dorotea una mirada de terror sobrenatural, que me heló la sangre.
—¡Cierra inmediatamente la puerta trasera de la cocina y echa bien el cerrojo! — dijo a Inés.
No dijo más. Me dio pasas y almendras para calmar a la señorita Rosamunda, pero ella seguía llorando, pensando en la niña que estaba en la nieve, y no quiso tocar ninguna de aquellas buenas cosas. Me alegré cuando se quedó dormida en la cama, a fuerza de llorar. Luego me escabullí a la cocina y comuniqué a Dorotea que había tomado una decisión: me llevaría a mi cielito a casa de mi padre a Applethwaite, donde, aunque humildemente, vivíamos en paz. Dije que ya había pasado bastante miedo con el ruido del órgano del viejo lord, pero que después de haber visto con mis propios ojos a aquella niñita que se quejaba, vestida como no podía estarlo ninguna niña de la vecindad, dando golpes para que la abrieran y sin que pudiera oírse el menor ruido, con una oscura herida en el hombro derecho, y de que la señorita Rosamunda había vuelto a tener noticias del fantasma que casi la había arrastrado a la muerte (cosa que Dorotea sabía que era verdad), no aguantaría más.
Vi que Dorotea cambiaba de color una o dos veces. Cuando acabé, me dijo que no creía que pudiera llevarme conmigo a la señorita Rosamunda, pues era pupila de milord y yo no tenía derechos sobre ella, y me preguntó si iba a abandonar a la niña que tanto quería sólo por unos ruidos y apariciones que no podían hacerme daño y a los que todos habían ido acostumbrándose. Yo estaba emberrenchinada y trémula y contesté que ella podía decir todo aquello porque sabía qué significaban todas aquellas apariciones y ruidos, y tal vez había tenido algo que ver con la niña-espectro mientras vivió. Y tanto la llené de improperios, que acabó contándomelo todo. Y entonces deseé que no lo hubiera hecho, pues sólo sirvió para dejarme más atemorizada que nunca. Dijo que había oído contar aquella historia a varios vecinos viejos que vivían cuando ella se casó, cuando las gentes iban algunas veces al vestíbulo, antes de que adquiriera tan mala fama en el país, y que podía o no podía ser verdad lo que la habían contado.
El viejo lord fue el padre de la señorita Furnivall —la señorita Gracia, la llamaba Dorotea—, pues la mayor era la señorita Maude y señorita Furnivall por derecho. El viejo lord rebosaba orgullo, jamás se había visto un hombre tan orgulloso. Y sus hijas se le parecían. No había hombre digno de casarse con ellas, y eso que tenían dónde escoger, pues en su tiempo fueron notables bellezas, según podía verse por sus retratos mientras estuvieron colgados en la sala. Pero como dice el antiguo proverbio, «Dios abate al orgulloso», y aquellas dos bellezas altaneras se enamoraron del mismo hombre, y él no era más que un músico extranjero que su padre había traído de Londres para que tocase en la casa solariega. Pues sobre todas las cosas, después de su orgullo, lo que más amaba el viejo lord era la música. Sabía tocar casi todos los instrumentos conocidos y, aunque parezca extraño, esto no le suavizaba el carácter, sino que era un viejo cruel y duro, que, según decían, había destrozado el corazón de su pobre esposa. La música le volvía loco y daba por ella lo que le pidieran. Y así fue como hizo venir a aquel extranjero cuya música era tan bella que, según decían, hasta los pájaros suspendían sus cantos en los árboles para escucharle. Y poco a poco aquel músico extranjero alcanzó tal ascendiente sobre el viejo lord, que éste llegó a no poder prescindir de que le visitara todos los años, y fue él quien hizo traer de Holanda el gran órgano y colocarlo en el vestíbulo, donde ahora está. Enseñó al viejo lord a tocarlo; pero muchas, muchísimas veces, mientras lord Furnivall no pensaba más que en su maravilloso órgano y en su aún más maravillosa música, el moreno extranjero paseaba por los bosques con una de las jóvenes: unas veces con la señorita Maude, otras con la señorita Gracia.
Venció la señorita Maude y se llevó el premio; y él y ella se casaron en secreto y antes de que él repitiera su visita anual, ella había dado a luz una niña en una granja de los Páramos, mientras su padre y la señorita Gracia la creían en las carreras de Doncaster. Pero, aunque esposa y madre, no se dulcificó lo más mínimo, sino que siguió tan altiva y violenta como siempre; o tal vez más, pues tenía celos de la señorita Gracia, a la que su extranjero esposo hacía la corte... para cegarla, según decía él a su esposa.
Pero la señorita Gracia triunfó sobre la señorita Maude, y la señorita Maude se volvió cada vez más áspera, tanto para con su esposo como para con su hermana, y el primero, que podía sacudirse fácilmente de lo que le desagradaba e irse a ocultar al extranjero, se marchó aquel verano un mes antes de lo acostumbrado y medio amenazó con que no volvería más. Mientras tanto, la niña quedó en la granja y su madre acostumbraba a hacerse ensillar el caballo y galopar desesperadamente sobre las colinas para verla, al menos una vez por semana, pues cuando quería, quería, y cuando odiaba, odiaba. Y el viejo lord seguía tocando y tocando el órgano y los criados creían que la dulce música que tocaba había amansado su terrible carácter, del cual (decía Dorotea) se podían contar historias terribles. Además se puso achacoso y tuvo que usar una muleta. Y su hijo, es decir, el padre del actual lord Furnivall, estaba en América sirviendo en el ejército, y el otro hijo estaba en el mar, así que la señorita Maude podía hacer lo que quería, y ella y la señorita Gracia eran cada vez más frías y más hostiles una para la otra, hasta que acabaron por no hablarse más que cuando el viejo estaba presente. El músico extranjero volvió al verano siguiente, pero fue por última vez, pues tal vida le hicieron llevar con sus celos y pasiones que se cansó y se marchó y no volvió a saberse de él. Y la señorita Maude, que siempre había tenido intención de dar a conocer su matrimonio a la muerte de su padre, quedó entonces abandonada, sin que nadie supiera que se había casado, con una hija que no se atrevía a reconocer, aunque la amaba con locura, y viviendo con un padre que temía y una hermana que odiaba.
Cuando pasó el verano siguiente y el moreno extranjero no se presentó, tanto la señorita Maude como la señorita Gracia se pusieron sombrías y tristes; estaban ojerosas, pero más hermosas que nunca. Luego, poco a poco, la señorita Maude fue alegrándose, pues su padre estaba cada vez más achacoso y más ensimismado en su música, y ella y la señorita Gracia vivían casi aparte, en habitaciones separadas, una en la parte de poniente y otra, la señorita Maude, en la de mediodía, precisamente en las habitaciones que ahora están cerradas. Así que pensó que podía tener a su hija consigo y que nadie necesitaba saberlo más que aquellos que no se atreverían a hablar de ello y se verían obligados a creer que se trataba, como ella decía, de una niña de un campesino a la que había tomado afición.
Todo esto, decía Dorotea, se sabía muy bien. Pero lo que pasó después nadie lo sabía, excepto la señorita Gracia y la señora Stark, que era entonces su doncella y mucho más amiga suya que su hermana lo había sido nunca. Pero los criados suponían, por palabras sueltas, que la señorita Maude había derrotado a la señorita Gracia diciéndole que, mientras el moreno extranjero se había estado burlando de ella fingiendo amarla, había sido su propio esposo. A partir de aquel día, el color se retiró para siempre de las mejillas y los labios de la señorita Gracia y se le oyó decir muchas veces que, tarde o temprano, le llegaría la venganza. Y la señora Stark estaba siempre espiando las habitaciones del mediodía. Una noche pavorosa, justamente pasado Año Nuevo, mientras la nieve se extendía en una capa espesa y profunda y los copos seguían cayendo como para cegar a cualquiera que estuviera fuera de casa, se oyó un ruido grande y violento y, sobre él, la voz del viejo lord que maldecía y juraba de una manera espantosa, y el llanto de una niña, y el orgulloso reto de una mujer furiosa, y el ruido de un golpe, y un silencio de muerte, y gemidos y lamentos que morían en la ladera de la colina.
Luego, el viejo lord reunió a todos sus criados y les dijo, con terribles juramentos, que su hija se había deshonrado y que la había echado de casa y que así no entraran nunca en el cielo si le facilitaban ayuda o comida o abrigo. Y mientras tanto la señorita Gracia estuvo en pie a su lado, pálida y silenciosa como el mármol; y cuando él acabó, exhaló un gran suspiro, como significando que había dado cima a su obra y alcanzado su fin. Pero el viejo lord no volvió a tocar el órgano y murió en aquel año; ¡y no es de maravillar!, pues en la mañana que siguió a aquella noche feroz y espantosa, los pastores, al bajar la ladera de los Páramos, encontraron a la señorita Maude, perdida la razón y sonriendo, sentada bajo los acebos, acariciando a una niña muerta que tenía en el hombro derecho una señal terrible.
—Pero no fue el golpe lo que la mató —dijo Dorotea—. Fueron la helada y el frío. ¡Todos los animales del monte estaban en su agujero y todas las bestias en su aprisco, mientras la niña y su madre fueron arrojadas a vagar por los Páramos! ¡Y ya lo sabes todo! —y me preguntó si tenía menos miedo ahora.
Tenía más miedo que nunca, pero dije que no. Deseé hallarme con la señorita Rosamunda lejos para siempre de aquella horrible casa, pero ni quería dejarla ni me atrevía a llevármela, ahora que ¡cómo la cuidaba y vigilaba! Echábamos los cerrojos a las puertas y cerrábamos las contraventanas una hora o más antes de oscurecer, prefiriéndolo a dejarlas abiertas cinco minutos demasiado tarde. Pero mi señorita seguía oyendo llorar y lamentarse a la niña sobrenatural, y por más que hacíamos y le decíamos, no podíamos hacerla desistir en su deseo de abrir para protegerla contra el cruel viento y contra la nieve. Mientras tanto, me mantenía todo lo alejada que podía de la señorita Furnivall y la señora Stark, pues les tenía miedo... sabía que no podían tener nada bueno, con aquellos rostros macilentos y severos y aquellos ojos desvariados que miraban hacia los horribles años pasados. Pero incluso en mi miedo, sentía una especie de compasión, al menos por la señorita Furnivall. Los que se han hundido en el abismo no pueden tener una mirada más desesperada que la que se veía siempre en sus ojos. Finalmente, hasta llegué a apiadarme tanto de aquella mujer (que nunca pronunciaba una palabra más que cuando se veía obligada a hacerlo), que rezaba por ella, y enseñé a la señorita Rosamunda a pedir por una persona que había cometido un pecado mortal. Pero a menudo, al llegar a estas palabras, la niña, que estaba de rodillas, se quedaba escuchando y se levantaba diciendo:
—Oigo a mi niñita que llora y se lamenta muy tristemente. ¡Ay!, ¡ábrela o morirá!
Una noche, justamente pasado, por fin, Año Nuevo, oí tocar tres veces la campana de la sala, que era la señal convenida para llamarme. No quería dejar sola a la señorita Rosamunda, que estaba dormida, pues el viejo lord había estado tocando con más frenesí que nunca y temía que mi cielito se despertara oyendo a la niña espectro; en cuanto a verla, sabía que no podría, pues había cerrado muy bien las ventanas para ello. Así que la saqué de la cama, envolviéndola en las ropas que encontré más a mano, y me la llevé a la sala, donde las viejas señoras estaban sentadas trabajando en su tapiz, como de costumbre. Cuando llegué levantaron los ojos y la señora Stark preguntó, completamente asombrada, por qué había llevado allí a la señorita Rosamunda, sacándola de su cama caliente. Yo había empezado a musitar:
—Porque tenía miedo de que, en mi ausencia, fuera arrastrada por la niña salvaje de la nieve...
Cuando me detuvo (con una mirada a la señorita Furnivall) y dijo que la señorita Furnivall quería que deshiciera unas puntadas que habían hecho mal y que ellas no veían a deshacer. Así que dejé a mi precioso cielito en el sofá y me senté en un taburete al lado de las señoras, con el corazón hostil hacia ellas, mientras oía al viento que rugía y bramaba. La señorita Rosamunda dormía profundamente, a pesar de lo que soplaba el viento, y la señorita Furnivall no decía ni una palabra, ni miraba a su alrededor cuando las ráfagas sacudían las ventanas. De repente se puso de pie y levantó una mano, como indicándonos que escuchásemos.
—¡Oigo voces! —dijo—. ¡Oigo terribles gritos! ¡Oigo la voz de mi padre!
Justamente en aquel momento, mi cielito se despertó sobresaltada:
—¡Mi niñita está llorando! ¡Oh, cómo llora! —e intentó levantarse para reunirse con ella. Pero los pies se le engancharon en la manta y yo la detuve, porque se me abrían las carnes ante estos sonidos que ellas podían oír y nosotras no. Al cabo de uno o dos minutos, los ruidos se acercaron y se agruparon y llegaron a nuestros oídos: también nosotras distinguimos voces y gritos y dejamos de oír el viento invernal que bramaba afuera.
La señora Stark me miró y yo la miré a ella, pero no nos atrevimos a pronunciar palabra. De repente, la señorita Furnivall se dirigió a la puerta y atravesando el pequeño vestíbulo de poniente, abrió la puerta del gran vestíbulo. La señora Stark la siguió y yo no me atreví a quedarme atrás, aunque tenía el corazón casi paralizado de miedo. Cogí estrechamente a mi cielito en los brazos y las seguí. En el vestíbulo, los gritos eran más fuertes que nunca; parecían venir del ala de mediodía... cada vez más cerca... más cerca, al otro lado de las puertas cerradas... justo tras ellas. Luego me di cuenta de que la gran lámpara de bronce estaba toda encendida, aunque el vestíbulo permanecía oscuro, y que un fuego ardía en la gran chimenea, aunque no desprendía calor. Y me estremecí de terror y apreté más a mi cielito junto a mí. Pero al hacerlo, la puerta de mediodía se estremeció, y ella gritó fíe repente, luchando para desembarazarse de mí:
—¡Ester, tengo que ir! ¡Mi niñita está ahí!, ¡la oigo!, ¡viene! ¡Ester, tengo que ir!
La sostuve con todas mis fuerzas, la sostuve con voluntad resuelta. Aunque hubiera muerto, mis manos no la hubieran soltado, tan decidida estaba a sujetarla. La señorita Furnivall se mantenía en pie escuchando y sin hacer caso de mi cielito, que estaba en el suelo, y que yo sujetaba, puesta de rodillas, rodeándole el cuello con ambos brazos, mientras ella seguía forcejeando y llorando por desasirse. De repente, la puerta del mediodía se abrió con estrépito, como si la empujaran violentamente, y en aquella luz clara y misteriosa se destacó la figura de un hombre viejo y alto, de cabello gris y ojos relampagueantes. Empujaba ante sí, con implacables gestos de odio, a una mujer hermosa y altanera que llevaba a una niña que se pegaba a su traje.
—¡Oh Ester, Ester! —exclamó la señorita Rosamunda—. ¡Es la señora! ¡La señora de debajo de los acebos! y mi niñita está con ella. ¡Tiran de mí hacia ellas!... lo noto... ¡debo ir!
De nuevo casi se crispó en sus esfuerzos para soltarse, pero yo la sostenía más y más fuerte, hasta que temí hacerle daño, prefiriéndolo a dejarla correr hacia aquellos terribles fantasmas. Éstos se dirigieron a la puerta del gran vestíbulo, donde el viento aullaba reclamando su presa, pero antes de llegar a ella, la señora se volvió y pude ver que desafiaba al anciano con un reto fiero y orgulloso; y luego se acobardó, y levantó los brazos desesperada y lastimosamente para proteger a su hija —su hijita— del golpe de la muleta que él había levantado.
Y la señorita Rosamunda, como herida por una fuerza mayor que la mía, se retorció en mis brazos y sollozó (pues ya entonces mi pobre cielito iba desfalleciendo).
—¡Quieren que vaya con ellas a los Páramos! ¡Me arrastran hacia ellas! ¡Oh, niñita mía! ¡Iría, pero la cruel, la mala de Ester me tiene agarrada muy fuerte!
Pero cuando vio la muleta levantada se desmayó, y yo di gracias a Dios por ello. En aquel preciso momento, cuando el viejo alto, con el cabello flameante como la ráfaga de un horno, iba a pegar a la niña que temblaba, la señorita Furnivall, la mujer vieja que estaba a mi lado, gritó:
—¡Oh padre, padre! ¡Perdona a la niñita inocente!
Pero justamente entonces, vi —vimos todas— cómo tomaba forma otro fantasma, destacándose en la luz azulada y brumosa que llenaba el vestíbulo. No la habíamos visto hasta entonces, y era otra dama, que estaba de pie junto al viejo, con una mirada de odio inexorable y de triunfante desprecio. Aquella figura era muy agradable de mirar, con su sombrero blanco inclinado sobre las orgullosas sienes y sus labios rojos y fruncidos. Iba vestida con un traje de raso azul. Yo la había visto antes. Era el retrato de la señorita Furnivall en su juventud.
Y los terribles fantasmas avanzaron, sin hacer caso de la desesperada súplica de la señorita Furnivall, la vieja... y la levantada muleta cayó sobre el hombro derecho de la niña, mientras la hermana menor miraba, sin inmutarse y mortalmente serena.
Pero en aquel momento desaparecieron las oscuras luces y el fuego que no daba calor, y he aquí que la señorita Furnivall yacía a nuestros pies, herida de muerte.
¡Sí! Aquella noche fue llevada a su cama para no levantarse más. Yacía con el rostro hacia la pared, musitando por lo bajo, pero musitando siempre:
—¡Ay!, ¡ay! ¡Lo que se hace en la juventud, no puede deshacerse en la vejez! ¡Lo que se hace en la juventud, no puede deshacerse en la vejez!"
Elizabeth Gaskell
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