El Recolector de Historias

El Recolector de Historias

domingo, 16 de agosto de 2015

"El Foco"

"La mansión del vizconde del siglo XVIII había sido transformada en un club del siglo xx. Y era agradable, después de cenar en la gran estancia con columnas y candelabros, bajo el esplendor de la luz, salir a la terraza que daba al parque. Los árboles eran frondosos, y si hubiera habido luna se hubiesen podido ver las banderolas de color rosa y crema puestas en los castaños. Pero era una noche sin luna; muy cálida, tras un hermoso día de verano.

Los invitados del señor y la señora Ivimey tomaban café y fumaban en la terraza. Como si quisieran aliviarles de la necesidad de hablar, como si quisieran entretenerles sin que tuvieran que hacer esfuerzo alguno por su parte, haces de luz recorrían el cielo. Corrían tiempos de paz entonces; las fuerzas aéreas hacían prácticas; buscaban aviones enemigos en el cielo. Después de detenerse para examinar un punto sospechoso, la luz giró, como las aspas de un molino, o bien como las antenas de un prodigioso insecto, y reveló aquí un cadavérico muro de piedra; allá un castaño en flor; y de repente la luz incidió directamente en la terraza, y, durante un segundo, brilló un disco blanco, que quizá fuera el espejo dentro del bolso de una señora.

«¡Mirad!», exclamó la señora Ivimey.

La luz se fue. Volvieron a quedar en la oscuridad. La señora Ivimey añadió: «¡Nunca adivinaréis lo que esto me ha hecho ver!» Como es natural, intentaron adivinarlo.

«No, no, no», protestaba la señora Ivimey. Nadie pudo adivinarlo. Sólo ella lo sabía; y sólo ella podía saberlo, debido a que era la biznieta del hombre en cuestión. Y este hombre le había contado la historia. ¿Qué historia? Si ellos querían, intentaría contársela. Quedaba aún tiempo, antes de que el teatro comenzara.

«Pero, realmente, no sé cómo empezar», dijo la señora Ivimey. «¿Fue en 1820...? Este año debía correr, más o menos, cuando mi bisabuelo era un muchacho. Ya no soy joven» —no, pero era muy hermosa y de buen porte—, «y mi bisabuelo era un hombre muy viejo, cuando yo me encontraba en la niñez, que fue cuando me contó la historia. Era un viejo muy apuesto, con su mata de cabello blanco y sus ojos azules. De muchacho tuvo que ser muy guapo. Pero extraño. Lo cual no deja de ser lógico», explicó la señora Ivimey, «teniendo en cuenta la manera en que vivían. Se apellidaban Comber. Habían venido a menos. Habían sido hidalgos; habían tenido tierras en Yorkshire. Pero, cuando mi bisabuelo era joven, casi un muchacho, sólo quedaba la torre. La casa había desaparecido, y sólo quedaba una casucha de campesinos, en medio de los campos. La vimos hace diez años, sí, la visitamos. Tuvimos que dejar el automóvil y cruzar los campos a pie. No hay camino hasta la casa. Está aislada, y la hierba crece hasta la misma puerta... Había gallinas picoteando, entrando y saliendo de los cuartos. Todo estaba ruinoso. Recuerdo que, de repente, de la torre cayó una piedra.» Hizo una pausa. «Allí vivían», prosiguió, «el viejo, la mujer y el muchacho. La mujer no era la esposa del viejo, ni la madre del muchacho. Era, simplemente, una doméstica, una muchacha que el viejo se llevó a vivir con él cuando enviudó. Esto quizá fuera una razón más para que nadie los visitara, una razón más que explica que todo fuera quedando en estado ruinoso. Pero recuerdo el escudo de armas sobre la puerta; y los libros, libros viejos, cubiertos de moho. En los libros aprendió cuanto sabía. Leía y leía, me dijo, libros viejos, con mapas plegados entre las páginas. Los subió a lo alto de la torre; todavía se conserva la cuerda, y los peldaños rotos. Todavía hay una silla desfondada, junto a la ventana, y la ventana abierta, batiendo, con los vidrios rotos, y un panorama de millas y millas de páramo.»

Hizo una pausa, como si se encontrara en lo alto de la torre, mirando por la ventana que batía.

«Pero no pudimos», dijo, «encontrar el telescopio.» En el comedor, a sus espaldas, el sonido de platos entrechocando aumentó. Pero la señora Ivimey, en la terraza, parecía intrigada por no haber podido encontrar el telescopio en la vieja casa.
«¿Y por qué buscabas un telescopio?», le preguntó alguien.

Riendo, la señora Ivimey repuso: «¿Por qué? Pues porque si no hubiera habido un telescopio, yo no estaría ahora sentada aquí.»

Y ciertamente ahora estaba sentada allí, mujer de media edad y buen porte, con algo azul sobre los hombros.

Volvió a hablar. «Tuvo que ser allí, porque me contó que todas las noches, cuando los viejos ya se habían acostado, se sentaba ante la ventana, para mirar las estrellas con el telescopio. Júpiter, Aldebarán, Casiopeya.» Agitó la mano hacia las estrellas que comenzaban a aparecer sobre las copas de los árboles. La noche se estaba oscureciendo. Y el foco parecía más luminoso, barriendo el cielo, deteniéndose aquí y allá para contemplar las estrellas.

«Y allí estaban», prosiguió, «las estrellas. Y se preguntó, mi bisabuelo, aquel muchacho: ¿Qué son? ¿Para qué están? ¿Quién soy yo? Como
solemos hacer cuando estamos solos, sin nadie con quien hablar, mirando las estrellas.»

Guardó silencio. Todos miraron las estrellas que estaban surgiendo de la oscuridad, encima de los árboles. Las estrellas parecían muy permanentes, muy inmutables. El rugido de Londres se alejó. Cien años parecían nada. Tenían la impresión de que el muchacho contemplaba las estrellas con ellos. Tenían la impresión de estar con él, en la torre, mirando las estrellas, encima de los páramos.

Entonces una voz a sus espaldas dijo:

«Efectivamente. Viernes.»
Todos se volvieron, rebulleron, se sintieron situados de nuevo en la terraza. La señora Ivimey murmuró: «Sí, pero no había nadie que pudiera decírselo a él.» La pareja se levantó y se fue.

«Estaba solo», prosiguió la señora Ivimey. «Era un hermoso día de verano. Un día de junio. Uno de esos días de verano perfectos, en que todo, en el calor, parece estarse quieto. Estaban las gallinas picoteando en el patio de la casa de campo; el viejo caballo pateando en el establo; el viejo dormitando junto al vaso. La mujer fregando platos en la cocina. Quizá de la torre cayó una piedra. Parecía que el día nunca fuera a terminar. Y el muchacho no tenía a nadie con quien hablar, y nada, absolutamente nada que hacer. El mundo entero se extendía ante él. El páramo subía y bajaba; el cielo se unía al páramo; verde y azul, verde y azul, para siempre, eternamente.»

En la penumbra, podían ver que la señora Ivimey se apoyaba en la baranda, con la barbilla en las manos, como si contemplara el páramo desde lo alto de una torre.

«Nada, salvo páramo y cielo, páramo y cielo, siempre, siempre», murmuró.

Entonces la señora Ivimey efectuó un movimiento como si colocara algo en la debida posición.

«Pero, ¿qué aspecto tenía la tierra, vista a través del telescopio?», preguntó.
Efectuó otro rápido y leve movimiento con los dedos, como si diera la vuelta a algo.
«Lo enfocó», dijo. «Lo enfocó hacia la tierra. Lo enfocó en la oscura masa de un bosque, en el horizonte. Lo enfocó de manera que pudiera ver... cada árbol... cada árbol aisladamente... y los pájaros... alzándose y descendiendo... y la columna de humo... allá... entre los árboles... Y después... más bajo... más bajo... (la señora Ivimey bajó la vista)... allí había una casa... una casa entre los árboles... una casa de campo... se veían los ladrillos por separado, cada uno de ellos... y los toneles a uno y otro lado de la puerta... con flores azules, rosadas, hortensias quizá...» Hizo una pausa... «Y entonces de la casa salió una muchacha... que llevaba algo azul en la cabeza... y se quedó allí... dando de comer a los pájaros... palomas... que acudían revoloteando a su alrededor... Y entonces... mira... Un hombre... ¡Un hombre! Apareció por la esquina de la casa. ¡Cogió a la muchacha en sus brazos! Se besaron... se besaron.»

La señora Ivimey abrió los brazos y los cerró como si estuviera besando a alguien.

«Era la primera vez que el muchacho veía a un hombre besar a una mujer —a través del telescopio—, a millas y millas de distancia, en el páramo.»
Alejó de sí algo —probablemente el telescopio. Y quedó sentada, con la espalda muy erguida.
«Y el muchacho bajó corriendo la escalera. Corrió a través de los campos. Corrió por senderos, por la carretera, a través del bosque. Corriendo recorrió millas y millas, y en el preciso instante en que las estrellas comenzaban a aparecer sobre los árboles, llegó a la casa... cubierto de polvo, chorreando sudor...»

Se calló como si estuviera viendo al muchacho.
«Y entonces, y entonces... ¿qué hizo? ¿Qué dijo? ¿Y la chica...?», así apremiaron los presentes a la señora Ivimey.

Un haz de luz quedó proyectado sobre la señora Ivimey, como si alguien hubiera enfocado sobre ella la lente de un telescopio (eran las fuerzas aéreas, buscando aviones enemigos). Se había puesto en pie. Llevaba algo azul en la cabeza. Había alzado una mano como si estuviera ante una puerta, pasmada.

«Bueno, la muchacha... Era...», dudó, como si se dispusiera a decir «era yo». Pero recordó; y se corrigió. «Era mi bisabuela», dijo.

Se volvió en busca de su echarpe. Se encontraba en una silla, detrás de ella.

«Pero, ¿y el otro hombre? ¿El hombre que salió de la esquina?», le preguntaron.
«¿Aquel hombre? Oh, aquel hombre», murmuró la señora Ivimey, interrumpiéndose un instante para modificar la posición del echarpe (el foco había abandonado la terraza), «supongo que desapareció.»
«La luz», añadió mientras cogía sus cosas, «sólo incide aquí y allá.»

El foco acababa de pasar. Ahora daba en el llano terreno de Buckingham Palace. Y había llegado el momento de ir al teatro"

Virginia Woolf

sábado, 15 de agosto de 2015

"El Lobo Gris"

"Una oscura tarde de primavera, un joven estudiante inglés, que había estado viajando por esos alejados fragmentos de Escocia denominados las Orcadas y las Shetland, se encontró en una pequeña isla de las últimamente nombradas, atrapado por una tormenta de viento y un fuerte granizo, que irrumpió de improviso. Fue en vano buscar cualquier refugio, ya que no solo que la borrasca había oscurecido por completo el paisaje, sino que tampoco había más que musgo desértico a su alrededor.

Al final, sin embargo, luego de mucho caminar, se encontró al borde de un acantilado, y vio sobre la cima, tan solo a unos pies de donde se encontraba, una saliente de rocas, que podrían servirle de refugio apropiado. Trepó por sí mismo y al llegar al lugar, se dio cuenta que el piso crujía a cada uno de sus pasos. Entonces se percató que estaba pisando sobre los huesos de muchos animales pequeños, que estaban esparcidos frente a una pequeña caverna que le ofrecían el refugio buscado. Se sentó sobre una piedra y, a medidad que la tempestad decrecía en violencia, la oscuridad iba en aumento y él se sentía cada vez más incómodo, ya que no le gustaba nada la idea de pasar toda la noche en tal lugar. Se había separado de sus compañeros desde el lado opuesto de la isla y su incomodidad se veía acrecentada por un sentimiento de aprensión. Al final, cuando se calmó por completo la tormenta, escuchó el ruido de una pisada, suave y furtiva como la de un animal salvaje, bajo los huesos de la entrada de la cueva. Se paró, como presa de algún temor, a pesar del pensamiento de que no había animales peligrosos en aquella isla. Antes que tuviera tiempo de pensarlo, el rostro de una mujer apareció por la entrada. No podía verla bien, ya que estaba en una parte oscura de la cueva.

- ¿Me podría decir como encontrar el camino a través del páramo hasta Shielness? - preguntó.
- No lo podrá encontrar esta noche - respondió en un tono dulce, y con una sonrisa hechizante que reveló unos dientes de lo más blancos.
- ¿Por que no puedo?
- Mi madre le dará refugio esta noche, pero es todo lo que le puede ofrecer.
- Y es más de lo que esperaba hace un minuto atrás, - replicó él. - Estoy más que agradecido.

Ella se dio vuelta en silencio y abandonó la caverna, y el joven la siguió. Estaba descalza, y sus bellos pies marchaban de manera felina sobre las piedras. Ella le mostró el camino a través de una senda rocosa hacia la costa. Sus vestimentas eran escasas y estaban raídas, y su cabello se enmarañaba con el viento. Parecía tener unos veinte o veinticinco años y era ágil y pequeña. Mientras caminaba, sus largos dedos estaban ocupados en jalar y aferrar nerviosamente sus faldas. Su rostro era muy gris y bastante consumido, pero delicadamente formado, y con piel muy tersa. Sus delgadas fosas nasales estaban trémulas como párpados, y los labios, de curvas inmaculadas, no daban signos de poseer sangre en sus interiores. Como eran sus ojos, él no podía apreciar, ya que ella no levantaba nunca las delicadas películas de sus párpados. Llegaron al pie del acantilado, donde se levantaba una pequeña cabaña, que utilizaba una cavidad natural en la roca. El humo se esparcía por sobre la faz de la roca, y un agradable aroma a comida esperanzaba al hambriento estudiante. Su guía abrió la puerta de la cabaña y él la siguió al interior, y vio a una mujer encimada sobre la chimenea. Sobre el fuego había una parrilla con un largo pescado. La hija habló unas palabras, y la madre se dio la vuelta y recibió al extraño. Ella era muy vieja y su rostro estaba muy arrugado, parecía estar afligida. Desempolvó la única silla en la casa y la ubicó junto al fuego ofreciéndola al joven, quien se sentó mirando hacia una ventana, a través de la cual se vio una pequeña parcela de arenas, más allá de las cuales las olas rompían lánguidamente. Bajo esta ventana había un banco, sobre el que la hija se sentó en inusual postura, dejando descansar su barbilla sobre su mano. Un momento después, el joven pudo por primera vez notar el aspecto de sus ojos azules. Le estaban mirando fijo con un extraño aspecto de avidez, casi de deseo ardiente pero, como si cayera en cuenta de que la mirada la traicionaba, ella quitó la vista inmediatamente. En el momento en que ella disimuló su mirada, su rostro, no obstante su palidez, era casi hermoso.

Cuando la comida estuvo lista, la vieja pasó un paño por la mesa, y la cubrió con una pieza de fina mantelería. Luego sirvió el pescado en una fuente de madera, e invitó al joven a servirse. Viendo que no había otras provisiones, sacó de su bolsillo un cuchillo de cacería, y sacó una porción de carne, ofreciéndoselo a la madre en primer lugar.

- Adelante, mi cordero, - dijo la vieja mujer; y la hija se acercó a la mesa. Pero sus fosas nasales y boca se estremecían de manera desagradable.

Al siguiente momento ella se dio la vuelta y salió corriendo de la cabaña.

- No le gusta el pescado, - dijo la vieja, - y no tengo nada mejor para darle.
- No parece tener buena salud, - replicó el joven.

La mujer solo respondió con un suspiro, y luego comieron el pescado, acompañándolo tan solo con un pequeño pan de centeno. Cuando terminaron, el joven escuchó el sonido como de pisadas de perros sobre la arena cercana a la puerta, pero antes que tuviera tiempo de mirar por la ventana, la puerta se abrió, y la joven entró. Se veía mejor, quizás porque habíase lavado la cara. Se arrinconó en un taburete, en la esquina opuesta al fuego. Pero cuando se sentó, para su perplejidad y hasta su horror, el estudiante pudo ver una gota de sangre sobre su blanca piel entre su desgarrado vestido. La mujer sacó una jarra de whisky, y puso un calderón sobre el fuego, tomando un lugar frente a este. Tan pronto como el agua hirvió, procedió a hacer un ponche en un tazón de madera.

En mientras, el estudiante no podía quitar sus ojos de la joven, hasta que al final se quedó fascinado, o quizás cautivado por ella. Ella mantenía sus ojos durante la mayor parte del tiempo cubiertos por sus adorables párpados, coronados con oscuras pestañas; él continuó mirando extasiado, ya que el fulgor rojo de la pequeña lámpara cubría en su totalidad todas las rarezas de su complexión. Pero tan pronto como recibía cualquier mirada de aquellos ojos, su alma se estremecía. El rostro adorable y la mirada ardiente alternaban fascinación y repulsión. La madre puso el tazón en sus manos. Bebió con moderación y se lo pasó a la chica. Ella lo deslizó por sus labios, y luego de probarlo (tan solo probarlo) lo miró a él. El joven pensó que la bebida debería tener alguna droga que afectó su mente. Su cabello se alisó hacia atrás, y esto provocó que su frente se adelantara, mientras la parte inferior de su rostro se proyectó hacia el tazón, revelando antes de beberlo, su obnubilante dentadura de extraña prominencia. Al instante esta visión se desvaneció; ella le regresó el recipiente a su madre, se levantó y volvió a salir de la estancia.

Entonces la vieja mujer le mostró una cama de brezo en una esquina al tiempo que susurraba una apología; y el estudiante, fatigado tanto del día como de las peculiaridades de la noche, se arrojó en el lecho, y cubrió con su capa. Cuando se acostó, afuera, la tormenta se reinició y el viento comenzó nuevamente a soplar a través de las grietas de la cabaña, de manera que solo luego de cubrirse hasta la cabeza con la capa pudo verse al resguardo de tales ráfagas. Incapaz de dormir, se quedó escuchando el estrépito de la tempestad, que crecía en intensidad a cada minuto. Luego de un rato, se abrió la puerta, y la joven entró, acercándose al fuego, sentándose en la banqueta frente al mismo, en la misma extraña postura, con el mentón apoyado sobre la mano y el codo, y la cara mirando al joven. Él se movió un poco; ella dejó caer la cabeza y cruzó los brazos bajo su frente. La madre había desaparecido.

Le dio sueño. Un movimiento del banco lo despertó, y se imaginó que veía una criatura cuadrúpeda alta como un gran perro trotando lentamente hacia afuera. Estaba seguro que sintió una ráfaga de viento frío. Mirando fijamente a través de la oscuridad, creyó ver los ojos de la doncella encontrando a los propios, pero las últimas resplandescencias del fuego le revelaron claramente que la banqueta estaba vacía. Se preguntó que pudo haber pasado para que ella saliera en la tormenta, y luego se quedó profundamente dormido. En la mitad de la noche sintió un dolor en su hombro, y se despertó súbitamente, viendo los ojos incandescentes y la sonriente dentadura de un animal cercana a su rostro. Las garras estaban en su hombro, y sus fauces en el acto de buscar la garganta. Antes que pueda clavar sus colmillos, sin embargo, agarró al animal por el cuello con una mano y sacó el cuchillo de cacería con la otra. A continuación hubo una terrible lucha y, a pesar de las garras, pudo encontrar y sacar el arma. Intentó apuñalar a la bestia, pero fue infructuoso y estaba intentando asegurarse con un segundo intento cuando, con un contorsionante esfuerzo, la criatura zafó y retrocedió y con algo entre un aullido y un grito, escapó de allí. Nuevamente la puerta se abrió; una vez más el viento resopló adentro, y continuó soplando; una ráfaga de lluvia entró al piso de la cabaña y le llegó al rostro. Se levantó del lecho y salió a la puerta.

Afuera estaba muy oscuro, a no ser por el destello de la blancura de las olas cuando rompían, a tan solo unas yardas de la cabaña; el viento soplaba con fuerza, y la lluvia seguía vertiendo agua a cántaros. Un sonido atroz, mezcla de sollozo y aullido vino de algún lugar en la oscuridad. Se dio vuelta y se introdujo de nuevo en la cabaña, cerrando a su paso la puerta, sin embargo no pudo encontrar gran seguridad en esta. La lámpara estaba casi apagada, y no logró asegurarse si la chica estaba sobre la banqueta o no. A pesar de tener una gran repugnancia, se acercó, y puso sus manos sobre esta, para darse cuenta que no había nada allí. Se sentó y esperó hasta que rompieron las primeras luces del día: ya no se atrevía a quedarse nuevamente dormido.

Una vez que hubo amanecido, salió de nuevo y miró alrededor. La mañana estaba un poco oscura, ventosa y gris. El viento había menguado, pero las olas seguían rompiendo salvajemente. Vagó durante algún tiempo por la costa, esperando a que aumente la luz. Al final escuchó un movimiento en la cabaña. Más tarde la voz de la anciana llamándole desde la puerta.

- Se ha levantado muy temprano, joven. Dudo que haya dormido bien.
- No muy bien, - respondió. - ¿pero dónde está su hija?
- Ella no se ha despertado aún - dijo la madre. - Me temo que tengo un pobre desayuno para usted. Pero tomará una copita y un poco de pescado. Es todo lo que tengo.

Sin desear herirla, y dándose cuenta que tenía un buen apetito, se sentó a la mesa. Mientras comían, la hija llegó, pero no quiso mirarlos y se arrinconó en el lugar más lejano de la cabaña. Cuando se acercó un poco, después de uno o dos minutos, el joven vio que ella tenía el pelo empapado, y su rostro estaba más pálido de lo normal. Se veía débil y tenía mal aspecto. Cuando levantó la vista, toda su anterior fiereza habíase desvanecido, y solo quedaba en su lugar una gran expresión de tristeza. Su cuello estaba cubierto con un pañuelo de algodón. Ahora se mostraba mucho más atenta por él, y ya no rehuía la mirada. Poco a poco se iba rindiendo a la tentación de afrontar otra noche en tal lugar, cuando la anciana habló.

- El tiempo ha mejorado ya, joven - dijo. - Sería mejor que marchara, o sus amigos se irán sin usted.

Antes que pudiera responder, vio tal expresión de súplica en la mirada de la chica, que vaciló confundido. Miró de nuevo a la madre y vio un atisbo de ira en su rostro. Ella se levantó y se acercó a su hija, con la mano elevada como para pegarle. La joven inclinó su cabeza con un grito. En tanto el muchacho se lanzó desde la mesa para interponerse entre ellas. Pero la madre ya la había atrapado; el pañuelo se cayó de su cuello; y el joven pudo ver cinco magulladuras azules en su adorable cuello, las marcas de cuatro dedos y el pulgar de una mano izquierda. Con un grito de horror, se quiso ir de la casa, pero cuando llegó a la puerta, se dio vuelta. Su anfitriona estaba inmóvil en el piso, y un enorme lobo gris estaba saltando tras él.

Ahora no había arma a mano; y si hubiese habido, su caballerosidad innata nunca le hubiera permitido utilizarla para dañar a una mujer, a pesar que tuviera el aspecto de un lobo. Insintivamente, se puso firme, se inclinó hacia adelante, con los brazos medio extendidos, y las manos curvadas, como para agarrar nuevamente la garganta sobre la que antes había dejado tales marcas. Pero la criatura eludió su captura, y en vez de sentir sus colmillos, tal y como esperaba, se encontró a la chica gimiendo en su pecho, con sus brazos alrededor del cuello. Al siguiente instante, el lobo gris resurgió y brincó aullando hacia el risco. Recobrándose tanto como su juventud le permitía, el muchacho le siguió, ya que esta era el único camino para salir de ahí, y poder encontrar a sus compañeros.

De repente escuchó de nuevo el sonido de los huesos crujiendo (no como si la criatura los estuviera devorando sino como si hubieran sido molidos por sus dientes para desquitarse de la furia y la desilusión); mirando a su alrededor, volvió a ver la misma caverna en que había tomado refugio la noche anterior. Totalmente resoluto, pasó por ahí, lenta y suavemente. Desde el interior surgió el sonido de una mezcla de gemido y gruñido.

Habiendo alcanzado la cima, corrió a toda velocidad durante algún tiempo antes de aventurarse a mirar a sus espaldas. Cuando al final pudo hacerlo, vio, a lo lejos, contra el cielo, a la chica sentada sobre la cima del acantilado, sacudiendo sus manos. Un solitario gemido cruzó el espacio entre ellos. Ella no hizo intento alguno por seguirlo, y él llegó a la costa opuesta algún tiempo después, sano y salvo".

George MacDonald

viernes, 14 de agosto de 2015

"La Doncella Vampiro"

"Era exactamente el tipo de residencia que había estado cuidando durante semanas, porque estaba en esa condición de la mente cuando la renuncia absoluta de la sociedad era una necesidad. Me había vuelto desconfiado de mí mismo, y cansado de mi especie, un malestar extraño en mi sangre, como una escasez estéril en mi cerebro. Los objetos familiares y las caras habían crecido desagradable para mí. Quería estar solo.

Este es el estado de ánimo que viene nos hemos sobrecargado de ocupaciones. Entonce se impone salir en búsqueda de nuevos pastos. La señal de que la retirada se convierte en algo necesario. Si no ceden, se descomponen y vuelven caprichosos e hipocondríacos, así como hipercríticos. Antes de llegar a ésto, armé a toda prisa las maletas, tomé el tren a Westmorland, y comencé mi vagabundo en busca de la soledad y un ambiente romántico.

Encontré muchos lugares que, al comienzo del verano errante, parecían reunir las condiciones adecuadas, sin embargo, algunos pequeños inconveniente me impidieron decidirme. A veces era el paisaje lo que no veía con buenos ojos a. En otros, la gente. Finalmente, el destino me condujo a la Casa en el Moro, y nadie puede resistirse a su destino. Un día me encontré en un páramo sin caminos y cerca de la costa. Me había dormido la noche anterior en una pequeña aldea, pero eso fue ocho millas atrás, ahora estaba fuera de cualquier signo de la humanidad, con un cielo justo encima de mí y el viento cálido que sopla sobre las piedras y túmulos.

Hasta dónde se extendía el páramo, no lo sabía. Apenas tenía conocimiento que al caminar en línea recta llegaría a los acantilados del océano, y, tal vez, después de un tiempo a algún pueblo de pescadores. Era joven y no temía una noche bajo las estrellas. De modo que inhalé el aire estival, delicioso, y pronto recuperé el vigor y la felicidad que había perdido. Las horas se deslizaron junto a mí. Recorrí unas quince millas desde la mañana, cuando vi a lo lejos una casa de piedra, solitaria. "Voy a acampar allí si es posible, -me dije.

Para alguien que busca una vida tranquila nada pudo ser más adecuado que esta casa de campo. Se encontraba en el borde de los acantilados elevados, con su puerta de entrada hacia el páramo y su pared trasera con vista al mar. El sonido de las olas bailando golpeó mis oídos como una canción de cuna. Pronto, atronó el cielo y los vientos se encendieron y las aves marinas huyeron gritando a sus refugios. La casa tenía un pequeño jardín al frente, rodeado por un muro de roca, lo bastante alto como para que uno descanse perezosamente en caso de una tormenta. Este jardín era como una llama escarlata, con los suaves matices de las amapolas en plena floración. Mientras me acercaba, advirtiendo la singular variedad de amapolas y la limpieza ordenada de las ventanas, la puerta principal se abrió y apareció una mujer que me ha impresionó favorablemente a medida que se acercaba para darme la bienvenida.

Era de mediana edad, y de joven seguramente fue muy hermosa. Era alta y bien formada, con una clara piel suave, facciones regulares y una expresión de calma que me trasmitió una enorme paz. A mis preguntas respondió que me podía dar un dormitorio, y me invitó a ver el interior. Mientras admiraba su pelo negro y liso, sus ojos marrones y fríos, sentí que no iba a ser muy exquisito en mi valoración del alojamiento. Con una casera así, estaba seguro de encontrar lo que buscaba. Las habitaciones superaron mis expectativas: delicadas cortinas blancas y ropa de cama perfumada con lavanda, una sala de estar familiar acogedora y vacía. Ella era una viuda con una hija, a quien no ví durante el primer día, debido a que estaba enferma y confinada a su cuarto, pero al día siguiente, ya recuperada, la conocí. La tarifa era simple, sin embargo, me convenía exactamente también por otras razones, deliciosa leche y mantequilla casera, huevos de campo y tocino fresco, después de un té delicioso me fui a la cama en un estado de perfecta felicidad.

Sin embargo, feliz y cansado como estaba, no tendría una noche confortable. Esto lo atribuí a mi extraña cama. Dormí, sin dudas, pero mi descanso estuvo lleno de sueños inquietantes, y me desperté tarde con la sensación de no haber dormido. No obstante, una buena caminata por el páramo me devolvió el ánimo, y volví con un buen apetito para el desayuno. Ciertas condiciones de la mente, con circunstancias agravantes, se requieren antes incluso de que un hombre joven pueda caer en el amor a primera vista, como Shakespeare ha demostrado en su Romeo y Julieta. En la ciudad, ninguna dama me había impresionado, sin embargo, pronto sucumbí ante los raros encantos de la hija de mi anfitriona, Ariadna Brunnell.

Ella se sentía un poco mejor aquella mañana. Ariadna no era bella en el sentido estrictamente clásico, su tez era demasiado lívida pero su expresión era bastante agradable a primera vista, sin embargo, como su madre me había informado, había estado enferma desde hacía algún tiempo, lo que agudizaba sus defectos. Sus facciones no eran regulares, sus cabellos y los ojos parecían demasiado negros, y sus labios eran rojos como la sangre. Quizás fueron mis sueños iantásticos de la noche anterior, seguidos de un paseo matutino, los que me habían preparado a ser cautivado por esta curiosa belleza.

La soledad del páramo, con el canto del mar, se había apoderado de mi corazón con un anhelo nostálgico. La incongruencia de las evanescentes flores de amapola y su ostentación, corriendo los tintes vertiginoso en la cara de esa salud sobria, me tocó con un escalofrío. Ella se levantó de su silla mientras su madre la presentó, y sonrió mientras me tendió la mano. Palpé ese copo de nieve blanda y, mientras lo hacía, un estremecimiento leve temblor cosquilleó sobre mí y se arremolinó en mi corazón, silenciando sus latidos por un momento. Este contacto también parecía haberla afectado, ya que una llama blanca iluminó su rostro, de modo que brillaba como una lámpara de alabastro. Sus ojos negros se encendieron en negros delicados y húmedos cuando nuestras miradas se cruzaron, y sus labios escarlata se suavizaron. Ahora era una mujer viva, mientras que antes parecía la imagen de un cadáver.

Permitió que su mano delgada permanezca entre las mías, y luego la retiró lentamente. Sus ojos eran aterciopelados e insondables, y antes de ser retirados de los míos parecían haber absorbido toda mi fuerza de voluntad. Esa mirada me hizo su esclavo abyecto. Verla era como contemplar una profunda oscuridad. Me llenó de fuego y me privó de fuerza, y yo me hundí en ella casi tan lánguidamente como me había levantado de mi cama esa mañana. Cuando volcó su mirada hacia otra parte, un ligero brillo asomó a sus mejillas, antes níveas. Hasta parecía más joven, incluso más hermosa.

Yo había llegado en busca de soledad, pero al conocerla creía que estaba allí sólo por Ariadna .Ella no estaba muy animada y, de hecho, pensando en volver, no puedo recordar ninguna observación espontánea suya. Respondió a mis preguntas con monosílabos. Era insinuante en su silencio y parecía llevar mis pensamientos constantemente hacia ella. Sólo se que apenas con verla, con tocarla, me había embrujado, y ya no podía pensar en otra cosa.

Sus palabras eran rápidas, elusiva, devoraban mi entusiasmo. Orbité sobre ella todo el día, como un perro, y por las noches soñaba con ese rostro resplandeciente, blanco, esos firmes ojos negros, aquellos labios escarlata, húmedos, y cada mañana me levantaba más lánguido de lo que me había sentido el día anterior. A veces soñaba que me besaba, estremeciéndome al contacto de su sedosa cabellera negra que cubría mi garganta, otras, que estábamos flotando en el aire, con sus brazos alrededor de mí y su pelo largo envolviéndome como una nube de tinta, mientras yo yacía indefenso.

Ella me acompañó al páramo después del desayuno. Antes de regresar le hablé de mi amor y lo aprobó. La sostuve en mis brazos y la besé. No me extrañó que todo sucediese tan rápido. Ella era la mía o, más bien, yo era de ella. Balbucée que era el destino quien me había enviado, porque no tenía dudas de que mi amor era sincero. Ella simplemente dijo que la había devuelto a la vida. Actuando conforme al deseo de Ariadna, no informamos a su madre de lo rápido que las cosas habían progresado entre nosotros, sin embargo, no tenía duda de que la señora Brunnell podía ver lo absorto que estaba en su hija. Los amantes no se diferencian de las avestruces en sus modos de ocultación. Yo no tenía miedo de pedir la mano de Ariadna, la señora Brunnell ya había demostrado su parcialidad hacia mí, y había depositado en mí algunas confidencias sobre su propia posición en la vida, y yo sabía que, por lo tanto, que ninguna diferencia social podía objetar nuestro matrimonio. Ellas vivían en este lugar solitario por la salud de Ariadna. Mi llegada no pudo haber sido más oportuna.

En aras del decoro, sin embargo, decidí retrasar mi confesión durante una semana o dos, aguardando la ocasión propicia para hacerlo discretamente. Mientras tanto, Ariadna y yo pasamos nuestro tiempo en el ocio. Cada noche me retiré a la cama meditando empezar a trabajar al día siguiente, y cada mañana me levanté lánguido de los sueños perturbadores, sin pensar en nada fuera de mi amor. Ella se fortaleció cada día, mientras que yo parecía estar tomando su lugar como el enfermo de la casa.

Nunca nos alejamos demasiado en nuestras caminaras. Nos echábamos en el páramo a escuchar las olas distantes. El amor me hizo perezoso, pensé, porque a menos que un hombre no tenga todo lo que anhela a su lado, tiende a copiar los hábitos del gato doméstico. Pero mi desilusión fue rápida, a pesar de que pasó mucho tiempo antes de que el veneno salió de mi sangre.

Una noche, alrededor de un par de semanas después de mi llegada a la casa, había regresado después de un paseo delicioso luz de la luna con Ariadna. La noche era cálida y la luna estaba alta, por lo tanto abrí la ventana de la habitación para se renueve el poco aire que había. Estaba más agotado que de costumbre. Sólo tenía la fuerza suficiente para quitarme las botas y el abrigo antes de derrumbarme en el lecho. Tuve un sueño horrible esta noche. Me pareció ver un murciélago monstruoso, con el rostro y cabellos de Ariadna, y un batir de alas en la ventana abierta, algo con sus sus dientes blancos y labios escarlata acercándose. Traté de superar el horror pero no podía, de hecho, parecía encadenarme. Y la bestia, sedándome con el deleite del sueño, bebió mi sangre en un rapto lujurioso y abominable.

Miré y vi en sueños una línea de cadáveres de hombres jóvenes en el suelo, cada uno con una marca roja en sus brazos, en la misma zona donde el vampiro me mordía, justo donde una marca había surgido en los últimos quince días. En un instante comprendí la razón de mi extraña debilidad, y en el mismo momento un pinchazo repentino de dolor me despertó de mi placer de ensueño.

En su arranque de sed, el vampiro me había mordido profundamente esa noche, sin saber que yo no había probado mi copa, evidentemente narcotizada. Al despertarme vi ,plenamente revelada por la luna de medianoche, una cabellera negra fluyendo libremente, y unos labios rojos incrustados en mi brazo. Con un grito de horror la arranqué de mi piel, consiguiendo una última mirada de los ojos de su salvaje y brillante rostro blanco y sus labios manchados de sangre. Luego corrí hacia la noche, movido por el miedo y el odio. No me detuve hasta haber dejado muchas millas entre mi y esa casa maldita".

Hume Nesbit

jueves, 13 de agosto de 2015

"Historias de Fantasmas de la Casa de los Azulejos"

I.
"La vieja Sally siempre ayudaba a su joven ama cuando ésta se preparaba para ir a la cama. No es que Lilias necesitara ayuda, pues poseía las virtudes de la limpieza y sólo molestaba a la anciana lo suficiente para que no se considerara inservible. A su manera, Sally hablaba por los codos y conocía toda suerte de cuentos antiguos de aventuras y misterios que ayudaban a Lilias a dormirse placenteramente, pues sabía que no tenía nada que temer mientras viera a la vieja Sally sentada con su labor junto al fuego y oyera el ligero ruido que hacía su padre, el párroco, al subirse a la silla, como era su costumbre, para alcanzar los libros de la estantería (tranquilizante prueba de que el afable y solícito guardián de la casa estaba despierto y atareado)

La vieja Sally estaba contando a su joven ama cómo el joven Mr. Mervyn se había mudado a la vieja y embrujada Casa de los azulejos, -allá en Ballyfermot-, sin que nadie le hubiera advertido acerca de los arcanos peligros que allí aguardaban. Se hallaba situada junto a un solitario recodo de la carretera. Lilias se había asomado a menudo al camino de entrada -corto, recto y herboso- para divisar el viejo caserón, que, así le habían contado desde niña, habían ocupado inquilinos misteriosos y había sido escenario de peligros preternaturales.

-En nuestros días, Sally, hay personas que se llaman librepensadoras y no creen en nada, ni siquiera en los fantasmas -dijo Lilias.
-Pues le aseguro, Miss Lilly, que la casa a la que se ha ido a vivir ahora lo curará rápidamente del libre pensamiento, si es cierto la mitad de lo que cuentan -contestó Sally.
-Bueno, yo no he dicho que Mr. Mervyn sea un librepensador, pues no sé nada de él; pero, si no lo es, debe de ser una persona muy valiente y muy buena. Sally, te confieso que yo sentiría muchísimo miedo si tuviera que dormir allí -dijo Lilias con un pequeño estremecimiento mientras se representaba unos momentos la vieja mansión con su singular aspecto maligno, amedrentador y furtivo, como si la vergüenza y la culpa la hubieran obligado a ocultarse entre los viejos y melancólicos olmos y las abundantes cicutas y ortigas.

-Y ahora que me encuentro a salvo en la cama, mi querida viejecita Sally, atiza el fuego (aunque era la primera semana de mayo, la noche era gélida) y cuéntame otra vez lo que pasó en ese caserón, a ver si consigues asustarme de verdad. Así, la buena anciana Sally, que creía a pie juntillas en aquellas historias, arrancó a hablar -en aquel terreno en el que tan bien se desenvolvía- con amable cadencia, ora aminorando el ritmo para describir una escena de horror especial ora deteniéndose por completo -es decir, suspendiendo su labor y mirando con misterioso asentimiento a su joven ama, que ya estaba acurrucada en su cama de columnas ora, finalmente, bajando la voz en una especie de susurro narrativo cuando llegaba el momento critico. Así, le contó cómo, cuando los vecinos arrendaron el huerto que llegaba hasta las ventanas de la parte trasera de la casa, los perros que tenían entonces se pasaban toda la noche dando aullidos salvajes entre los árboles y arrastrándose junto a los muros de la casa, y cómo les daba tanta pena que les entraban ganas de abrir la puerta y dejarlos entrar; aunque poca necesidad había allí de perros, pues nadie, ni joven ni viejo, se atrevía a salir al huerto después de caer la noche.

No, los doradas camuesos que asomaban entre las hojas iluminadas por los rayos del sol poniente y resultaban tan apetecibles a los escolares de Ballyfermot seguían intactos cuando resplandecía el sol matutino, perfectamente protegidos por el misterio de la noche. Prevención que no se debía a ningún capricho. Cuando se hizo con el huerto, Mick Daly escogió como lugar para dormir el desván encima de la cocina y juró que, a las cinco o seis semanas de estar durmiendo allí, había visto por dos veces la misma escena, que no era otra que una dama vestida con capucha, la cabeza inclinada y un dedo en los labios, caminando en silencio por entre los retorcidos troncos con un niño pequeño de la mano, que iba sonriendo y brincando a su lado. Y la viuda Cresswell se encontró con ellos a la caída de la noche en la vereda del huerto y no supo de qué se trataba hasta que vio a los hombres intercambiarse miradas inteligentes mientras ella contaba la historia.

-A mí me contó aquello varias veces -dijo la vieja Sally- Se topaba de repente con ellos en una revuelta del camino, junto al espeso grupo de árboles viejos, y se detenía creyendo que se trataba de alguna dama que había venido aquí por alguna razón; pero los forasteros pasaban raudos como la sombra de una nube, aunque la mujer parecía caminar despacio y el niño no dejaba de tirarle de la mano; y no repararon en ella, ni siquiera levantaron la cabeza cuando los saludó. Y ¿no se acuerda del viejo Clinton, MissLilly?

-Creo que sí. ¿No era el viejo que cojeaba y llevaba una extraña peluca negra?
-Sí, eso es. ¡Caramba, qué bien se acuerda! Aquello fue por una coz de uno de los caballos del conde; él era mozo de cuadra entonces. -reanudó Sally su relato- Le daba mucho miedo el ruido que hacía su amo en la puerta cuando volvía tarde e iban él y el viejo Oliver a abrirle. Esto ocurría sólo en las noches muy oscuras en que no había luna. Oían de pronto los sollozos de los perros mientras arañaban la puerta de la casa, y también un silbido y unos golpecitos con el látigo en la ventana, como si el propio conde –que el pobre descanse en paz- pidiera entrar. Primero se callaba el viento, como conteniendo la respiración; luego venían esos ruidos que tan bien conocían, y al no hacer ellos ningún amago de moverse ni de ir a abrir la puerta, el viento volvía a aullar de tal manera que parecía estar riendo y llorando a la vez.

Aquí la vieja Sally reanudó sus labores de punto, que había suspendido durante unos momentos, como si estuviera escuchando el viento en el cuarto embrujado de la casa de los azulejos, y luego prosiguió con su narración.

-La misma noche que le sobrevino la muerte en Londres, Oliver, el viejo mayordomo, estaba oyendo leer a Clinton, que era muy leído, la carta que le habían mandado aquel mismo día, en la que le comunicaban que preparara sus cosas, pues sus problemas se habían resuelto ya prácticamente, y que esperaba estar de nuevo con ellos en el plazo de unos días, y a lo mejor al mismo tiempo que la carta; y mientras estaba leyendo, se oyó un espantoso golpeteo en la ventana, como si alguien estuviera tratando de abrirla, y la voz del conde, como ambos imaginaron, grita desde el otro lado de la ventana:

-¡Dejadme entrar, dejadme entrar, dejadme entrar! ¡Es él! -dice el mayordomo.
-Claro que es él, ¡vive Dios! -dice también Clinton, y los dos miran primero a la ventana y luego el uno al otro, y después otra vez a la ventana, contentos y muertos de miedo. El viejo Oliver tenía reuma en una rodilla, y encima estaba cojo. Así que Clinton se dirige a la puerta de la casa y grita:
-¿Quién es? -pero no oye ninguna respuesta. Tal vez, se dice Clinton para sus adentros, ha dado la vuelta a la casa para llamar en la puerta trasera. Dicho lo cual, se dirige a la puerta trasera y vuelve a preguntar a gritos quién es, pero no oye ninguna respuesta ni ningún ruido fuera; y empieza a sentirse nervioso y vuelve a la puerta principal. -¡Eh! ¿Me oye? ¿Quién está ahí?- grita, pero sigue sin recibir ninguna respuesta. -Voy a abrir la puerta de todos modos -dice- tal vez por eso se ha ido por ahí.

Pues conocían bien sus problemas, -y quiere entrar sin ruido-, pero no dejaba de rezar pues algo le decía que no era eso; y entonces corre la tranca y abre la puerta. Pero no ve allí ni hombre ni mujer ni niño ni caballo ni forma viviente alguna; sólo nota algo que se cuela subrepticiamente entre sus piernas. A lo mejor ha sido un perro, o algo parecido, no está seguro, pues sólo lo ha visto un instante con el rabillo del ojo; y ha entrado como si viviera en la casa. No ha podido ver hacia dónde ha ido, si hacia arriba o hacia abajo; pero a partir de entonces nadie vivirá tranquilo en la casa. Y Clinton cierra la puerta y se echa a temblar de miedo y vuelve con Oliver, el mayordomo, que parece más blanco que la hoja blanca de la carta de su amo que está temblando entre su índice y pulgar.

-¿Qué es? ¿Qué es? -pregunta el mayordomo, esgrimiendo la muleta a modo de arma, mirando fijamente a Clinton, que se había vuelto casi tan pálido como él.
-El amo está muerto. -dice Clinton, suspirando; y bien muerto que estaba.

Después del susto que se había llevado con lo que había visto en el huerto, al enterarse Jinny Cresswell de lo que había ocurrido podéis estar segura de que no se quedó allí más tiempo que el imprescindible; y empezó a prestar atención a cosas en las que no había reparado antes, como, por ejemplo, cuando iba al gran dormitorio del señor, que estaba encima del vestíbulo, siempre que entraba por una puerta la otra se cerraba rápidamente, como si alguien quisiera impedirle que saliera. Pero lo que más la asustaba era que a veces encontraba una marca larga y derecha desde la cabeza hasta los pies de su cama, como si la hubiera hecho alguna cosa pesada que había reposado allí, y que el lugar solía estar caliente, como si hubiera salido de la habitación justo al entrar ella.

Pero lo peor de todo era la pobre Kitty Halpin, la muchacha que murió. Su madre dijo que había pasado despierta toda la noche por unos pasos misteriosos que oía en la habitación contigua, alguien que tropezaba con cajas, abría cajones y hablaba y suspiraba sin parar. La pobre, deseando dormirse y preguntándose quién podría ser, cuando de pronto entra un hombre apuesto con una especie de holgado chaqué de seda y sin peluca (sólo un gorro de terciopelo), y se va hacia la ventana, tranquilo, y ella se da una vuelta en la cama para que sepa que hay alguien allí, pensando que así se marchará, pero en vez de marcharse se acerca a la cama y, con una mirada torva, le dice algo; pero sus palabras son espesas y raras, como las de un muñeco que intenta hablar. Ella se asusta y dice:

-Perdone su señoría, pero no le oigo bien.- y en esto que él alarga tanto el cuello que se le sale de la corbata y la cara se le queda vuelta hacia el techo; y -¡que Dios nos agarre confesados!- ella ve en su garganta un corte, como otra boca completamente abierta que se está riendo de ella. Y ya no vio nada más, sino que cayó desmayada. Por la mañana acudió con su madre, pero no volvió a tomar bocado ni líquido nunca más; permanecía sentada junto al fuego con la mano de su madre cogida, llorando y temblando, y mirando constantemente hacia atrás con el rabillo del ojo, y estremeciéndose con cualquier ruido, hasta que a la pobre le entró una fiebre muy fuerte y murió antes de que transcurrieran cinco semanas de aquello...

Y así, historia tras historia, la narración de la vieja Sally fluía como un río, mientras Lilias caía en un sueño profundo, y luego la narradora salía sigilosamente en dirección de su aseada alcoba y de sus inocentes sueños.

II.
Estoy seguro de que la joven se creía todo cuanto Sally le contaba. Pero aquello no valía más que lo que suele valer semejante cháchara -prodigios, fábulas, los que nuestros antepasados llamaban cuentos de invierno-, que va aumentando con las nuevas aportaciones que hace cada nuevo narrador. Sin embargo, aquella casa no estaba embrujada por meros rumores de la gente. Bajo las cenizas de aquellos relatos se escondía un pequeño rescoldo de verdad, un misterio para cuya solución tal vez alguno de mis lectores pueda aportar una teoría personal, aunque yo confieso no tener ninguna.

Miss Rebecca Chattesworth, en una carta fechada a finales de otoño de 1753, hace una minuciosa y curiosa relación de cosas extrañas ocurridas en la casa de los azulejos, las cuales ha escuchado con especial interés y relata con suma minuciosidad. Yo quería reproducir aquí toda la carta, que es realmente curiosa, pero mi editor se negó a ello (y creo que con razón.) La carta de esta vieja dama tal vez resulte demasiado larga, por lo que voy a ofrecer aquí sólo algunos extractos de la misma.

Aquel año, hacia el 24 de octubre, se produjo una extraña discusión entre Mr. Alderman Harper, residente en la calle Mayor de Dublín, y lord Castlemallard, quien, en su calidad de primo de la madre del joven heredero, se había encargado de la administración de la finca en que se hallaba situada la casa de los azulejos.

El tal Alderman Harper había tomado en alquiler esta casa para su hija, la cual había se casado con un caballero apellidado Prosser. Éste la amuebló y tapizó. El matrimonio llegó allí a mediados de junio, y ésta, después de ver cómo su numerosa servidumbre la iba abandonando paulatinamente, dijo que no podía seguir viviendo en aquella casa, y su padre fue entonces a ver a lord Castlemallard y le dijo sencillamente que no suscribía el contrato de arriendo porque en aquella casa ocurrían unas cosas extrañas y misteriosas que no podía explicar. Para ser más claros, le dijo que la casa estaba embrujada y que ningún criado viviría allí más de unas cuantas semanas y que, después de lo que había sufrido allí la familia de su yerno, no sólo debería quedar eximido del pago del arriendo, sino que además debían demoler aquella casa por constituir una amenaza y estar permanentemente habitada por seres mucho peores que malhechores ordinarios.

Lord Castlemallard presentó una denuncia para obligar al señor concejal Harper a cumplir lo pactado y abonar las mensualidades del arriendo. Pero el concejal redactó un escrito, apoyado nada menos que por siete largas declaraciones juradas, cuyas copias fueron entregadas al señor juez con el deseado efecto, pues, en vez de abrirle expediente judicial, resolvió eximirlo. Lamento que la causa no se alargara al menos lo suficiente para que pasara a las actas del tribunal el relato auténtico e inexplicable que hace MissRebecca.

Las cosas extrañas y misteriosas no empezaron hasta un día de finales de agosto, hacia la caída de la tarde. Mrs. Prosser se hallaba sentada sola junto a la ventana del salón trasero, contemplando el huerto, cuando vio nada menos que una mano que se posaba sigilosamente en el alféizar de piedra, como si alguien tratara de trepar. No se veía más que una mano, pequeña, bellamente conformada, blanca y algo regordeta; y no una mano joven, sino, según calculó, de una persona de cierta edad, de unos cuarenta años. Aquello ocurrió dos semanas después de que tuviera lugar el horrible robo de Clondalkin, y la señora imaginó que la mano era de uno de los bribones que habían participado en él. Lanzó un grito de terror, y la mano se fue retirando lentamente.

Se procedió a registrar el huerto, pero no se descubrió nada que indicara que alguien había estado merodeando por la ventana; además, justo debajo, y a lo largo de todo el muro, había unas macetas, que deberían haber impedido la aproximación de cualquier intruso. Aquella misma noche se oyó varias veces un apresurado golpe en la ventana de la cocina. Las mujeres se asustaron, y el criado, armado de un fusil, fue a abrir la puerta trasera, pero no vio nada. Sin embargo, al cerrar, notó como un golpetazo, según sus propias palabras, y una presión como si alguien estuviera tratando de entrar por la fuerza, cosa que lo asustó bastante; y, aunque el aporreo prosiguió en los cristales de la cocina, no hizo ulteriores pesquisas.

Hacia la seis de la tarde del sábado, mientras la cocinera se encontraba sola en la cocina, parece ser que vio la misma mano regordeta -aunque fina- junto a la ventana, pero deslizándose lentamente por todo el cristal, como si quisiera detectar alguna aspereza en su superficie. Al ver aquello, la cocinera gritó. Esta vez la mano tardó varios segundos en retirarse.

Durante varias noches estuvieron oyendo un tamborileo, al principio suave y luego más fuerte, producido al parecer con los nudillos, en la puerta trasera. El criado no quiso abrirla, sino que se limitó a preguntar quién andaba allí. Pero no oyó nada más que el ruido de una mano deslizándose despacio por la hoja de la puerta, con una especie de suave manoseo. Durante todo aquel tiempo, Mr. y Mrs. Prosser, sentados en el salón trasero (que por entonces utilizaban como cuarto de estar), se vieron turbados por repetidos golpeteos en la ventana, unas veces lentos y furtivos, como si se tratara de una señal clandestina, y otras tan fuertes y bruscos que parecía que se iba a quebrar el cristal.

Y todo ello en la parte trasera de la casa, la que daba al huerto, como ya saben. Pero un martes por la noche, hacia las nueve y media, se oyeron exactamente los mismos golpes en la puerta de entrada, que, para exasperación del amo y terror de su mujer, se alargaron, aunque con interrupciones, durante casi dos horas. Luego pasaron varios díasy noches sin que ocurriera nada raro, y se empezó a creer que el problema había desaparecido. Pero la noche del 13 de septiembre, JaneEasterbrook, la doncella inglesa, al ir a la despensa por el pequeño tazón de plata en el que servía el ponche de su ama y posar la vista en la pequeña ventana de cuatro cristales, observó, en un agujero practicado en el bastidor para instalar un cerrojo que cerrara el postigo, un rechoncho dedo blanco, primero la punta y luego las dos primeras articulaciones, que hurgaban el interior como intentando abrir algún pestillo. Al volver la doncella a la cocina, -le dio un pasmo- y pasó todo el día siguiente en la cama.

Como Mr. Prosser era, según he oído, un hombre bastante testarudo, se rió de los miedos de su familia y decidió dar caza personalmente al fantasma. Convencido como estaba de que todo aquello era una broma o una impostura, esperaba el momento oportuno para pillar al granuja in fraganti. Convencimiento que no se guardó para él, sino que lo fue divulgando, lleno de juramentos y amenazas contra el presunto conspirador doméstico. En efecto, había llegado el momento de hacer algo; pues no sólo sus criados, sino también la buena Mrs. Prosser había cedido a la histeria general: cada cual se recluía en la casa a partir del crepúsculo, y no se atrevía a andar por las habitaciones después de anochecer si no era en compañía de otra persona. Hacía una semana que no se oían golpes, y una noche que Mrs. Prosser se hallaba en el cuarto de los niños, su marido, que se hallaba en el salón, oyó unos golpes ligeros en la puerta de la casa. No había viento, lo que permitía que se oyeran con total claridad. Era la primera vez que se oía llamar de esta manera en esa parte de la casa, y la manera de llamar también era distinta.

Dejando abierta la puerta del salón, Mr. Prosser se dirigió a la puerta. Los golpes eran suaves y regulares, con la palma de la mano. Pero, cuando iba abrir, cambió repentinamente de parecer y retrocedió en dirección de la cabecera de las escaleras de la cocina, donde había un armario metálico junto a la despensa en el que guardaba sus armas de fuego, espadas y cachiporras. Llamó a su criado, en el que tenía plena confianza, y, tras meterse un par de pistolas cargadas en los bolsillos del gabán, dio a éste otro par de pistolas y, avanzando sigilosamente con un garrote en ristre seguido del criado, se acercó a la puerta.

Todo transcurrió a gusto de Mr. Prosser. El importunador, lejos de asustarse de su proximidad, se impacientó más aún y cambió su golpeteo suave del principio por una serie de porrazos enfáticos y estentóreos. Mr. Prosser, airado, abrió la puerta con el bastón levantado. Miró pero no vio nada; sin embargo, su brazo sufrió un extraño tirón, como si una mano lo hubiera sujetado, y notó que algo extraño pasaba bruscamente por debajo. El criado no vio ni notó nada, ni tampoco supo la razón por la que su amo había mirado hacia atrás con tanto nerviosismo y cerrado la puerta con tan tremendo portazo.

A partir de entonces, Mr. Prosser dejó de reírse del miedo de su familia y se mostró igual de reacio que los demás a hablar de aquel asunto. Se sentía inquieto e igualmente convencido de que al abrir la puerta de entrada el intruso se había colado en la casa. No dijo nada a Mrs. Prosser y se retiró a su dormitorio antes de la hora habitual. Permaneció despierto un buen rato, y, según supuso, hacia las doce y cuarto de la noche oyó cómo la palma de una mano golpeaba primero suavemente la puerta de su dormitorio y luego se deslizaba despacio por toda la hoja.

Mr. Prosser se levantó sobresaltado y fue a cerrar la puerta gritando: -¿Quién está ahí?-, pero recibió como respuesta aquella misma rozadura en la puerta que tan bien conocía. Por la mañana, la mujer de la limpieza se quedó horrorizada al ver la huella de una mano en el polvo de la mesa del saloncito donde habían estado desempaquetando azulejos y otros objetos el día anterior. La impronta del pie descalzo en la arena de la playa no asustó a Robinson Crusoe ni la mitad que aquello. Por entonces, todos los moradores de aquella casa estaban muy nerviosos por lo de la mano, y algunos medio locos.

Mr.Prosser fue a examinar la marca sin darle mayor importancia (pero, como juró después, más para tranquilizar a sus criados que por convencimiento personal); los mandó entrar de uno en uno y le hizo posar la palma de la mano sobre la mesa de marras para obtener así las huellas de todos los habitantes de la casa, incluidos él mismo y su mujer; el fallo fue que la impronta de aquella mano difería por completo de la de cada uno de los moradores de la casa y que se correspondía exactamente con la de la mano que habían visto Mrs. Prosser y el cocinero. Aquella misma noche, Mrs. Prosser empezó a verse turbada por unos extraños y horribles sueños, algunos de los cuales eran pesadillas realmente espantosas. Y una noche, al ir Mr. Prosser a cerrar la puerta de la alcoba, se extrañó de que no se oyera absolutamente nada en la habitación, ni siquiera la respiración de su mujer, lo cual le pareció tanto más inexplicable por cuanto sabía que ésta se hallaba acostada, toda vez que él gozaba de un oído particularmente fino.

Había una vela ardiendo en la mesita de noche además de la que él portaba en la mano; llevaba asimismo bajo el brazo un libro de cuentas relacionadas con los negocios de su suegro. Descorrió la cortina y vio a Mrs. Prosser tendida en la cama, la creyó muerta, con la cara lívida y cubierta de escarcha, y, sobre la almohada, cerca de su cabeza y asomando justo entre las cortinas, la mano blanca de siempre, con la muñeca apoyada en la almohada y los dedos avanzando hacia la sien con un movimiento lento y ondulado.

Mr. Prosser, presa de pánico, reculó bruscamente primero y luego lanzó con toda su fuerza el libro de cuentas contra las cortinas detrás de las cuales suponía que se ocultaba el propietario de aquella mano. Ésta se retrajo hábilmente entre las cortinas y Mr. Prosser rodeó la cama a tiempo para ver cómo la puerta del gabinete era cerrada por la misma mano blanca y rechoncha. Abrió dicha puerta de un tirón y miró al interior; pero el gabinete estaba vacío, a excepción de la ropa que colgaba de las perchas de la pared, una mesita de tocador y un espejo que miraba a las ventanas. La volvió a cerrar y echó el pasador, y durante unos segundos creyó, según sus propias palabras, que iba a enloquecer. Luego tocó la campanilla y, con la ayuda de todos los criados, consiguió que Mrs. Prosser se recuperara de aquel trance, durante el cual, a juzgar por su aspecto, había visto los terrores de la muerte, en frase del marido (y tía Rebecca añade: -según le oí decir a ella misma, su marido podría haber agregado: Y también los terrores del infierno.)

Pero el suceso que desencadenó la crisis definitiva fue la extraña enfermedad de su primogénita, una niña de dos años y medio. Víctima de un extraño paroxismo de terror, no se podía dormir en la cuna, y los médicos dictaminaron que el mal se debía a principios de agua en el cerebro. Mrs. Prosser, acompañada de la niñera, se pasaba en vela todas las noches junto a la cuna de la pequeña. La cuna se hallaba colocada longitudinalmente a la pared, con el cabezal tocando a la puerta de un armario empotrado o aparador, que no se cerraba del todo. Por encima de la cuna de la niña había un doselete con unos treinta centímetros de fondo, que bajaba hasta unos veinticinco centímetros de la almohada en la que reposaba su cabecita. Observaron que la pequeña estaba más tranquila cuando la cogían en brazos y que, si la volvían a dejar en la cuna, se ponía enseguida a gritar aterrorizada. Finalmente, la niñera descubrió la causa de los padecimientos de la criatura (y Mrs. Prosser la descubrió al mismo tiempo espiando la dirección de sus ojos).

Vieron cómo, asomando por la abertura del armario empotrado, y escudada por la sombra del doselete, la mano blanca, con la palma hacia abajo, avanzaba hacia la cabeza de la niña. La madre profirió un grito y sacó inmediatamente a la criatura de la cuna, y entre ella y la niñera la bajaron al dormitorio de los señores, donde Mr. Prosser se hallaba durmiendo, y cerraron la puerta al entrar; pero, a los pocos segundos, oyeron un suave golpeteo en la puerta. Hubo muchas más cosas, pero baste con esto. La singularidad de esta historia me parece a mí que estriba en que describe el fantasma de una mano, y nada más. La persona a la que perteneciera dicha mano no apareció nunca; y no es que se tratara de una mano separada de su cuerpo, sino simplemente de una mano que se manifestada de tal manera que su propietario conseguía siempre, por alguna hábil artimaña, sustraerse a la vista.

En el año de 1819, mientras desayunaba en el colegio universitario, tuve ocasión de conocer a Mr. Prosser -un anciano delgado y grave, aunque bastante locuaz-, el cual nos contó a todos de manera muy concisa la historia de su primo, James Prosser. Éste, siendo niño, había dormido durante cierto tiempo en el que, según su madre, era el cuarto embrujado de un caserón cerca de Chapelizod, y, a lo largo de toda su vida, siempre que se sentía enfermo, agotado por el trabajo o con algún tipo de fiebre, se había visto atormentado por la visión de cierto caballero regordete y pálido, que tenía una peluca de muchos bucles, un traje de encaje lleno de botones y pliegues,y un rostro sensual, maliciosoy desagradable plagado de arrugas, visión que se había quedado grabada en su memoria con la misma fuerza que el atuendo y las facciones del retrato de su padre, que tenía delante todos los días a la hora de desayunar, comer y cenar.

Mr. Prosser citó aquello como un caso especial de pesadilla monótona, individualizada y persistente, y destacó el horror y la angustia tan terribles con que su primo, de quien hablaba en pasado como el pobre Jemmie, se veía constantemente constreñido a mencionarla.

Espero que el lector me perdone por haberme alargado tanto con la historia de la casa de los azulejos. Pero este ancestral relato popular siempre ha tenido un encanto especial para mí; y ya saben: a la gente en general, y especialmente a la de cierta edad, le gusta hablar y hablar de lo que más le interesa, olvidando a menudo que los demás podrían aburrirse".

Joseph Sheridan Le Fanu

miércoles, 12 de agosto de 2015

"El Libro del Canon Alberico"

"St. Bertrand de Comminges es un decaído pueblo en las colinas de los Pirineos, no muy lejos de Toulouse, muy cerca de Bagnères-de-Luchon. Fue sede de una diócesis hasta la Revolución, y tuvo una catedral que es visitada por un cierto número de turistas.

En la primavera de 1883 un inglés llegó a este viejo lugar, que no puedo dignificar con el nombre de ciudad ya que su población no llegaba a cien personas. Era de Cambridge, y había venido especialmente de Toulouse para ver la iglesia de St. Bertrand; en Toulouse tenía dos amigos, quienes eran entusiastas de la arqueología tal como él, y que estaban en su hotel con la intención de unírsele al otro día. Media hora en la iglesia los satisfacería, y luego los tres continuarían viaje hacia Auch. Pero nuestro inglés había llegado muy temprano por la mañana, y se propuso tomar nota y sacar varias placas en el proceso de describir y fotografiar cada rincón de la maravillosa iglesia que dominaba la pequeña colina de Comminges.

Para llevar a cabo su plan, le fue necesario monopolizar al sacristán del lugar. El sacristán había sido llamado por alguna brusca dama que cuida la posada del Chapeau Rougel; cuando regresó, el inglés lo halló como un inesperado e interesante objeto de estudio. Tenía la apariencia de un pequeño, enjuto y arrugado viejo, era precisamente como otras docenas de guardianes sacros en Francia, aunque tenía cierto aire furtivo, de opresión y perseguido. Perpetuamente estaba mirando hacia atrás; los músculos de su espalda y hombros parecían ser contínuamente encorvados por contracciones nerviosas, tal como si estuviese esperando a cada momento ser atrapado en las garras de algún enemigo. El inglés no sabía bien si tomarlo como un hombre perseguido por una férrea ilusión, o como alguien oprimido por un cargo de conciencia, o como un marido insufriblemente fastidiado. Las probabilidades, una vez evaluadas, se volcaron hacia la última idea, pero aún, la impresión que transmitía eran la de un formidable martirio más que la de una arpía por esposa.

Sin embargo, el inglés (llamémosle Dennistoun) estuvo pronto muy ensimismado en su cuaderno de notas y muy ocupado con su cámara para echarle más que una ojeada al sacristán. Cuando lo hacía, le solía encontrar a no mucha distancia, cerca de alguna pared, o agachándose en alguno de los bellos bancos de la iglesia. Dennistoun se puso un poco nervioso con el correr del tiempo. Entremezcló sospechas sobre que estaba molestando las ocupaciones diarias del viejo, o que iba a ser acusado de querer robarse el báculo de marfil de St. Bernard, o de intentar tomar el polvoriento cocodrilo embalsamado que colgaba de la fuente.

—¿No tendrá que ir a casa? —dijo, al final—, puedo terminar mis notas solo; usted puede dejar cerrado si quiere. No estaré aquí más de dos horas más, y debe estar frío para usted, ¿verdad?

—¡Cielo Santo! —dijo el pequeño hombre, cuya sugestión parecía sumirlo en un estado de inenarrable terror—, tal cosa sería impensable. ¿Dejar a monsieur solo en la iglesia? No, no; dos horas, tres horas, será lo mismo para mí. He desayunado, y no tengo frío, le agradezco mucho monsieur.

—Muy bien, buen hombre —dijo Dennistoun a sí mismo—: usted ha sido advertido, y deberá sufrir las consecuencias.

Antes de la expiración de las dos horas hubo examinado las gradas, el enorme y desvencijado órgano, el lugar del coro, los vestigios de cristal y tapicería, y los objetos de la cámara del tesoro; el sacristán aún pisaba los talones de Dennistoun, y reaccionando como si hubiera sido picado, cuando uno u otro ruido extraño llegaba a su oído. De vez en cuando había curiosos ruidos.

—Podría jurar —dijo Dennistoun— que escuché una voz metálica y ténue riendo desde la torre.

Le lanzó una mirada inquisitiva al sacristán y él estaba blanco por completo.

—Es él, eso eso, es eso y no otra cosa; la puerta está cerrada —fue todo lo que dijo. Y ambos se miraron el uno al otro.

Otro pequeño incidente desconcertó bastante a Dennistoun. Estaba examinando un gran y oscuro cuadro que colgaba del altar, uno de una serie que ilustraba los milagros de St. Bertrand. La composición de la pintura era casi indescifrable, pero había una leyenda en latín que decía:

Qualiter S. Bertrandus liberavit hominem quem diabolus diu volebat strangulare.

(Como San Bertrand liberó a un hombre a quien el Diablo quería estrangular)

Dennistoun se volvió hacia el sacristán con una sonrisa y una jocosa marca en sus labios, pero se sorprendió al ver al viejo arrodillado, contemplando el cuadro con mirada de un suplicante en agonía, sus manos estrechadas una a otra y un río de lágrimas cayendo por sus mejillas. Dennistoun naturalmente pretendió no sobresaltarse, pero esta pregunta no pudo alejarse de él: "¿por qué un cuadro así afectaría a alguien tan fuertemente?" Supuso que estaría cerca de alguna pista sobre la razón de tal enigma: el hombre debía ser un monomaniático; pero ¿cuál sería su monomanía?

Eran cerca de las cinco de la tarde; el día estaba llegando a su fin, y la iglesia comenzaba a ser invadida por las sombras, mientras los curiosos ruidos, pisadas amortiguadas y voces distantes, que habían sido perceptibles durante todo el día, parecían hacerse más frecuentes e insistentes, sin duda a causa de la caída del sol y la consecuente agudización del sentido del oído.

El sacristán comenzó por primera vez a mostrar signos de apuro e impaciencia. Lanzó una mirada de alivio cuando la cámara y el cuaderno fueron guardados en el bolso, y rápidamente hizo señas a Dennistoun para que lo siguiera hacia la puerte oeste de la iglesia, bajo la torre. Era hora de tocar el Angelus. Un par de jaladas a la cuerda, y la gran campana, en lo alto de la torre, comenzó a hablar, y cantó con su voz entre los pinos y bajo los valles, resonando entre las montañas y llamando a los pobladores de aquellas solitarias colinas a repetir el saludo del angel a quienes para ellos son benditas entre las mujeres. Por primera vez en el día, pareció como si una profunda quietud cayera sobre la villa, y Dennistoun y el sacristán se marcharon de la iglesia. En el umbral entraron en conversación.

—Monsieur pareció estar interesado en los viejos libros de solfeo en la sacristía.

—Indudablemente. Iba a preguntarle si había alguna biblioteca en el pueblo.

—No, monsieur, quizás solía haber una dentro del cabildo, pero es un lugar pequeño —aquí vino una extraña pausa que pareció como de irresolución; luego continuó—. Pero si monsieur es aficionado a los vieux livres, en mi casa tengo algo que puede llegar a interesarle. Es a menos de cien yardas.

Una vez que todos los sueños de Dennistoun acerca de encontrar un invaluable manuscrito en alguna inexplorada comarca de Francia hubieron relampagueado, se extinguieron todos al siguiente instante. Sería probablemente algún estúpido misal, impreso cerca de 1580. ¿Dónde había un lugar tan cerca de Toulouse que no había sido registrado de arriba a abajo por los coleccionistas? Sin embargo, era estúpido no ir; se lo reprocharía por siempre. Así que aceptó. En el camino, la curiosa irresolución y súbita determinación del sacristán desconcertó a Dennistoun, y se preguntó de manera vergonzosa si no estaría siendo atraído con algún engaño hacia algún terreno lindero para que alguien desvalije a un supuesto inglés rico. Así que comenzó a hablar con su guía, para sacarle, de manera disimulada, el hecho que dos amigos vendrán a encontrarse con él a la siguiente mañana. Para su sorpresa, el anuncio pareció mitigar aquella ansiedad y opresión que el sacristán había mostrado antes.

—Está bien —dijo completamente lúcido—, eso está muy bien. Monsieur viaja en compañía de sus amigos; ellos siempre estarán detrás suyo. Es bueno viajar de esta manera segura, en compañía, a veces.

La última palabra pareció haber sido agregada como tardíamente, y trajo aparejada una recaída para el pobre hombre.

Pronto llegaron a la casa, que era una propiedad bastante grande dentro de su vecindad, construída con piedra, con un escudo de armas sobre la puerta, el escudo de Alberico de Mauleón, un descendiente del obispo John de Mauleón. Este Alberico fue el deán de Comminges desde 1680 a 1701. La ventana superior de la mansión estaba tapiada, y el lugar entero daba la impresión, lo mismo que el resto de Comminges, de ser un sitio en una etapa de franco decaimiento. Habiendo llegado al umbral de la casa, el sacristán hizo una pausa.

—Quizás —dijo—, quizás, después de todo, monsieur no tiene mucho tiempo.

—No es así, tengo tiempo, nada que hacer hasta mañana. Veamos que es lo que tiene.

La puerta se abrió, y un rostro miró hacia afuera, una cara más joven que la del sacristán, pero que tenía algo de su mismo angustiante aspecto: recién ahí pareció ser una especie de impronta, no tanto de miedo por la propia seguridad o aguda ansiedad en nombre de otro. La dueña de esa cara era la hija del sacristán, y, a pesar de su expresión, era una bonita muchacha. Ella se iluminó considerablemente al ver a su padre acompañado por un extraño. Unos breves comentarios se intercambiaron padre e hija, de los que Dennistoun solo pudo escuchar estas palabras, dichas por el sacristán: "Se estaba riendo en la iglesia", palabras que fueron contestadas solamente con una impresión de terror por parte de la chica.

Pero al siguiente minuto ellos estaban en la sala de estar de la casa, una cámara pequeña con un piso de piedra, repleto de sombras danzantes provocadas por un fuego de leña que ardía inconstantemente dentro del hogar de la chimenea.

Un gran crucifijo que alcanzaba casi el cielo raso impartía un aire de oratorio al lugar; la figura estaba pintada en colores naturales, la cruz era negra. Bajo el pie había un arca de considerable edad y solidez, y cuando hubo traído la lámpara y se hubieron acomodado en sus sillas, el sacristán sustrajo del mismo, con creciente excitación y nerviosismo, según le pareció a Dennistoun, un libro grande, envuelto en un paño blanco que estaba rudamente atado con una cinta roja.

Antes de que su envoltura sea removida, Dennistoun se interesó sumamente en el tamaño del paquete y su forma. "Muy grande para ser un misal", pensó, "y no tiene la forma de un antifonario, quizás pueda llegar a ser algo bueno, después de todo". Al siguiente momento fue abierto el libro, y Dennistoun sintió que estaba sobre algo mucho más que bueno. Ante él yacía un gran folio, quizás del siglo diecisiete, con el escudo de armas del Canon Alberico de Mauléon estampado en oro.

Debían ser unas ciento cincuenta hojas de papel las que contenía el libro, todas manuscritas. Era una colección que Dennistoun jamás había soñado ver. Tenía frente a sí unas diez hojas con una copia del Génesis, ilustradas con figuras, que no podían ser posteriores al año 700 D.C. Luego tenía un juego completo de dibujos del libro de los Salmos, de ejecución inglesa, de los que solo la preciosa calidad obtenida durante el siglo trece pudo haber producido; y, quizás lo mejor de todo, habían veinte páginas de un escrito en letras mayúsculas en latín, que, según le pareció luego de haber visto algunas palabras, podría llegar a ser algún primitivo tratado patrístico.

¿Sería un fragmento de la copia de Papías "En las Palabras de Nuestro Señor", una obra de la que se suponía había existido hasta el siglo doce en Nimes? En cualquier caso estaba hecho; aquel libro debía regresar a Cambridge con él, aún a costa de que tuviera que invertir hasta el último de sus ahorros bancarios y permanecer en St. Bertrand hasta que le llegase el dinero. Observó el rostro del sacristán en busca de algún rastro que le permitiera inferir que el libro estaba en venta. El sacristán seguía pálido, y sus labios estaban trabajando.

—Si monsieur llega hasta la última página —decía, de manera que monsieur adelantó hasta las últimas páginas, encontrando nuevos tesoros a cada hoja que pasaba, finalmente llegando a un par de láminas que eran obviamente de fecha mucho más reciente que lo anterior que había visto, lo cuál le confundió considerablemente.

Tendrían que ser de producción contemporánea, supuso, al inescrupuloso Canon Alberico, quien sin duda alguna había desvalijado aquella biblioteca secular para componer su valioso álbum. La primera de las láminas tenía solamente un plano de los pasillos y claustros de St. Bertrand, cuidadosamente confeccionado y reconocible solo por una persona que conozca el terreno. Había curiosos signos como si fueran símbolos planetarios, y un par de palabras en hebreo, en las esquinas; y en el ángulo del nor-oeste de la iglesia había una cruz, dibujada en tinta dorada. Al pie había unas líneas que estaban en latín, y rezaban:

«Responsa 12mi Dec. 1694. Interrogatum est: Inveniamne? Responsum est: Invenies. Fiamne dives? Fies. Vivamne invidendus? Vives. Moriarne in lecto meo? Ita.»

Su traducción sería:

Respuesta del 12 de Diciembre de 1694. Fue preguntado: ¿Lo encontraré? Respuesta: Vos lo encontraréis. ¿Seré rico? Vos lo seráis. ¿Viviré como objeto de codicia? Vos viviráis. ¿Moriré en mi cama? Vos moriráis.

—Un buen ejemplo de caza del tesoro, me recuerda una de Mr. Minor-Canon Quatremain en Old St. Paul. —fue el comentario de Dennistoun, al tiempo que pasaba la página.

Lo que vio lo impresionó, ya que me lo ha contado, más de lo que podía concebir de observar un dibujo o un grabado. Y, dado que la imagen que vio ya no existe más, hay solamente una fotografía del mismo (que está en mis posesiones) que justifica sumamente esta declaración. La imagen en cuestión era un grabado en sepia, de por lo menos el siglo diecisiete, y representaba, a primera vista, una escena bíblica, dada la arquitectura (la imagen mostraba un interior) y las figuras, que tenían ese gusto semi-clásico con que los artistas de hace dos centurias creían apropiado para las ilustraciones de la Biblia.

A la derecha había un rey en su trono, y este trono estaba elevado sobre doce peldaños, un baldaquín, leones a cada lado; se trataba evidentemente del rey Salomón. Estaba como flexionado hacia adelante, extendiendo su cetro, en actitud de comando; su rostro expresaba horror y disgusto, aunque también imperiosa voluntad y poder. La mitad izquierda del dibujo era lo más extraño de todo. El interés se centraba ahí. En el suelo detrás del trono estaban agrupados cuatro soldados, que rodeaban a una figura agazapada que será descripta en un momento. Un quinto soldado yacía muerto a un costado, con su cuello torcido de forma antinatural, y sus ojos fuera de sus órbitas. Los cuatro guardias estaban mirando al rey.

En sus rostros el sentimiento de horror era aún más intenso; parecían, de hecho, que solamente seguían en sus puestos a causa de su ciega confianza en el rey. Todos estos terrores eran inspirados únicamente por el ser agazapado en el centro. Enteramente carezco de palabra que pueda describir la impresión que ésta figura provocaba en cada quien que la observaba. Recuerdo una vez haber mostrado la fotografía del dibujo a un expositor de morfología, una persona que, tuve que decir, anormálmente sana y de no mucha imaginación. Él se negó terminantemente a quedarse solo el resto de la noche, y me contó mucho después, que durante numerosas noches no osó apagar la luz para ir a dormir.

A pesar de todo, los principales atributos de la figura trataré de al menos indicar. Lo primero que uno veía era una masa de hirsuto, enmarañado pelo negro, la cual cubría un cuerpo de espantosa delgadez, casi esquelética, pero con músculos firmes como alambres. Las manos tenían una oscura palidez, y, al igual que el resto del cuerpo, estaban cubiertas por el mismo tipo de cabello, y coronadas en horribles zarpas. Los ojos, coloreados con un amarillo ardiente, tenían pupilas de un negro intenso, las cuales estaban clavadas en el rey mismo, y exhudaban un odio bestial.

Imagine una de las desagradables serpientes cazadoras de aves de Sudamérica trasladadas a un ser humano, y dotada de una inteligencia poco menor a la de un humano, y usted tendrá un débil concepción del terror inspirado por esta sobrecogedora efigie. Un comentario que es usualmente hecho por quienes han visto la fotografía que tengo es que: "ha sido dibujado del real".

Tan pronto como el primer choque de este irresistible espanto hubo decrecido, Dennistoun echó un vistazo a sus anfitriones. Las manos del sacristán estaban tapándole los ojos; su hija, en tanto, miraba la cruz en la pared, rezando sus fervientes rosarios.
Al final, espetó su pregunta:

—¿Está a la venta este libro?

Lo siguiente fue la misma vacilación, la misma angustia que antes se había manifestado, y luego hubo una respuesta:

—Si a monsieur le interesa.

—¿Cuánto pide por él?

—Tomaría doscientos cincuenta francos.

Esto fue desconcertante. Hasta la conciencia de un coleccionista algunas veces se deja llevar por las pasiones, y la de Denniston se tornó como la de un coleccionista.

—¡Mi buen hombre! —dijo una y otra vez— Su libro vale mucho más que doscientos cincuenta francos, se lo aseguro, mucho más.

Pero la respuesta no varió.

—Tomaré doscientos cincuenta y no más.

No había posibilidad de rechazar tal chance. El dinero fue pagado, el recibo firmado, un vaso de vino selló la transacción, y después, solo después, el sacristán pareció haberse convertido en un hombre nuevo. Se paró de nuevo derecho y dejó de mirar furtiva y constantemente hacia atrás, se rió de veras o trató de hacerlo. Dennistoun se levantó y se marchó.

—¿Me daría el honor de acompañar a monsieur a su hotel? —dijo el sacristán.

—¡Oh no, gracias! No está a un centenar de yardas. Conozco perfectamente el camino, y hay luna llena.

El sacristán repitió su oferta tres o cuatro veces, y tantas negativas tuvo.

—Entonces, monsieur me llamará si... si encuentra ocasión; manténgase por la mitad del camino, los laterales son tan encrespados.

—Ciertamente, ciertamente. —dijo Dennistoun, quien estaba más que impaciente por examinar su premio más minuciosamente; salió fuera de la casa con su libro bajo el brazo.

Aquí fue la hija quien se acercó a Dennistoun. Ella estaba como ansiosa por hacer algo por su propia cuenta, quizás, como Gehaze, para "hacer algo" al extraño que su padre hubo escatimado.

—Un crucifijo de plata y una cadena para el cuello, monsieur quizás será bueno y la aceptará.

Bien, realmente, Dennistoun no solía usar estas cosas.

—¿Qué quiere mademoiselle por ella?

—Nada, nada en el mundo. Monsieur, se la regalo.

El tono en que estas palabras (y las anteriores) habían sido dichas era inconfundiblemente genuinos, así que Dennistoun no pudo más que expresar sus más abundantes gracias, y tuvo que ponerse la cadena alrededor de su cuello. Pareció como si hubiera realizado algún servicio extraordinario a padre e hija, por el cual ellos no sabían como agradecerle. Una vez que él salió, ellos estuvieron en la puerta mirando como se iba y estaban todavía así cuando él agitó su brazo en un último saludo de buenas noches, desde la lejanía del Chapeau Rouge.

La cena había terminado, y Dennistoun estaba ya en su dormitorio, solo, encerrado con su adquisición. La casera demostró su interés luego de conocer el hecho que había visitado al sacristán y que le había comprado un viejo libro. Él creyó haber escuchado un diálogo apurado entre ella y el susodicho sacristán en el pasillo fue del salle à manger, algunas palabras que habían concluído con "Pierre y Bertrand dormirían en la casa".

A lo largo de todo este tiempo un sentimiento de molestia había estado creciendo dentro suyo, reacción nerviosa, quizás luego de la emoción de su descubrimiento. Cualquier cosa que fuera, resultó en una convicción que había algo detrás suyo, de manera que se sentía un poco más cómodo cuando tenía la espalda apoyada en la pared. Todo esto, obviamente, pesaba poco confrontado al valor coleccionístico de lo que había adquirido. Y ahora, como digo, estaba solo en su cuarto, tomando cuenta minuciosa de los tesoros del Canon Alberico, que a cada momento se revelaban más encantadores.

—¡Bendito Canon Alberico! —dijo Dennistoun, quien tenía un empedernido hábito de hablar consigo mismo— Me pregunto en donde estás ahora. ¡Dios mío! Ojalá la casera pudiera reir de manera más animada, me hace sentir como si hubiera un muerto en la casa. Me pregunto que significaría ese crucifijo que la joven insistió en darme. El pasado siglo, supongo. Si, probablemente. Es una molestia tener una cosa colgando del pescuezo, muy pesada. Su padre parece haber estado portándola por años. Creo que puedo darle una limpiada antes de guardarla.

Se había sacado el crucifijo y lo había colocado sobre la mesa, cuando su atención se vio atrapada por un objeto que yacía en el mantel rojo, justo a un lado de su codo izquierdo. Dos o tres ideas de lo que podía ser revolotearon rápidamente por su mente con su usual e incalculable velocidad.

—¿Un trapo? No, no hay tal cosa aquí. ¿Una rata? No, es demasiado negra. ¿Una larga serpiente? Confío en Dios que no, no. ¡Santo Dios! ¡Una mano como la mano del grabado!

La mano, pálida, de cuero negruzco, nada más que huesos y tendones de espantosa fuerza, hirsuto cabello negro, más larga que la de un ser humano, con nudillos que nacían de donde terminaban los dedos y se curvaban bruscamente, grises, huesudos y rugosos.

Saltó de su silla con un mortal e inconcebible terror aferrado a su corazón. La forma, cuya mano izquierda reposaba en la mesa, estaba tomando una postura erguida detrás de su asiento, tenía su mano derecha encorvada sobre la cabellera. Tenía unos harapos oscuros a su alrededor; el pelo zafio la cubría tal y como en el grabado. La quijada inferior era delgada, ¿cómo lo puedo recordar? como superficial, tal como las de las bestias; los dientes se podían ver detrás de los labios oscurecidos y no tenía nariz; los ojos de un amarillo penetrante, y sus pupilas negras e intensas, y con un odio exultante y una sed por destruir vidas más que reluciente, era la más horrorosa forma que podía uno tener que ver. Tenía un toque de inteligencia, inteligencia más allá de la de una bestia, menor a la de un ser humano.

Los sentimientos que este horror agitó en Dennistoun fueron tanto de pánico y temor físico como de la más profunda abominación. ¿Qué hizo? ¿Qué podía hacer? Él nunca hubo de estar certero sobre las palabras que dijo, pero si que habló, y que capturó ciegamente aquel crucifijo de plata, y que fue conciente de un movimiento hacia él de parte del demonio, y que aulló con la voz de un animal en terrible dolor.

Pierre y Bertrand, los dos robustos y atléticos sirvientes, que llegaron prontamente, no vieron nada, pero sintieron como que algo los empujó y que pasó por entre medio de ellos, y hallaron a Dennistoun desvanecido. Se quedaron con él toda la noche, y sus dos amigos fueron a St. Bertrand a las nueve de la mañana del siguiente día. Él mismo, aún nervioso y agitado, contó su historia y encontró crédito entre sus amigos solo cuando hubieron visto el grabado y hablado con el sacristán.

Casi al crepúsculo el pequeño hombre había ido a la posada con algún pretexto, y escuchó con el mayor interés la historia que le contó la casera. No mostró sorpresa alguna.

—¡Es él, es él! Yo lo he visto por mí mismo —fue su único comentario, y contra toda pregunta, solo tuvo como réplica condescendiente: "Deux fois je I'ai vu; mille fois je I'ai senti" No diría nada sobre la procedencia del libro, ni mayor detalles sobre sus experiencias—. Debo irme a dormir, y mi descanso será dulce. ¿Por qué me voy a hacer problemas?

Nunca sabremos que le pasaba al sacristán o que le pasó al Canon Alberico de Mauleón. Al dorso de tal malaventurado grabado solo habían algunas líneas que se suponían arrojarían luz sobre la situación:

"Contradictio Salomonis cum demonio nocturno. Albericus de Mauleone delineavit. V. Deus in adiutorium. Ps. Qui habitat. Sancte Bertrande, demoniorum effugator, intercede pro me miserrimo. Primum uidi nocte 12mi Dec. 1694: uidebo mox ultimum. Peccaui et passus sum, plura adhuc passurus. Dec. 29,1701."

(La pelea de Salomón con un demonio de la noche. Dibujado por Alberic de Mauleón. Versículo: O Dios, date prisa en ayudarme. Salmo: Quienquiera que viva. Saint Bertrand, que combatió a los demonios que vuelan, reza por mí, el más infeliz. Lo vi por primera vez la noche del 12 de Diciembre de 1694; pronto lo veré de nuevo por última vez. He pecado y sufrido, y tengo todavía más por sufrir. Dic. 29, 1701.)

El "Gallia Christiana" da como fecha del fallecimiento del Canon la de Diciembre 31 de 1701, "en cama, de un súbito ataque"; los detalles de este tipo no son comunes en el gran trabajo de Sammarthani.

Nunca terminé de comprender cuál fue el punto de vista de Dennistoun acerca de los eventos narrados. Una vez me citó un texto del Eclesiastés:

"Algunos espíritus han sido creados para la venganza, y en su furia yace en las llagas y los golpes".

En otra ocasión dijo:

—Isaías fue un hombre sensible; ¿nunca dijo nada sobre espíritus nocturnos que vivían en las ruinas de Babilonia? Estas cosas están más allá de nuestro presente.

Otra de sus confidencias me impresionó, y me compadecí con él. El último año estuvimos en Comminges y fuimos a ver la tumba del Canon Alberico. Es una gran construcción de mármol con una efigie del Canonigo con una gran peluca y sotana, y un elaborado elogio de su sabiduría. Vi a Dennistoun hablar por algún tiempo con el vicario de St. Bertrand, y cuando nos marchábamos, me dijo:

—Espero que no esté equivocado: tu sabes que soy presbiteriano, pero creo que ellos rezan y cantan por la memoria de Alberico de Mauléon, pero no opino que lo aprecien demasiado.

El libro está en la Colección Wentworth en Cambridge. El grabado fue fotografiado y luego quemado por Dennistoun el día que se marchó de Comminges, en ocasión de su primer visita".

M.R. James

martes, 11 de agosto de 2015

"El Caballo de lo Invisible"

"Aquella tarde había recibido una invitación de Carnacki. Cuando llegué a su casa, le encontré sentado, solo. Al entrar en la habitación, se levantó con evidentes muestras de afectación y me tendió la mano izquierda. Su rostro presentaba numerosos arañazos y contusiones, y llevaba vendada la otra mano. Estrechó la mía y me ofreció el periódico que estaba leyendo, que rechacé. Entonces me pasó un montón de fotografías y volvió a su lectura. Todo había sucedido en el más puro estilo Carnacki. Sin decir una palabra y sin que yo le hiciese ninguna pregunta. Ya nos lo contaría todo más tarde. Pasé cerca de media hora viendo las fotografías, en su mayoría «instantáneas», de una joven extraordinariamente hermosa. Sin embargo, lo que sorprendía en algunas era ver que esa hermosura se acentuaba por el espanto y el terror que reflejaba su expresión, hasta el punto de que no resultaba difícil creer que hubiera sido fotografiada en presencia de algún peligro inminente y abrumador.

La mayor parte de las fotografías eran de interior y habían sido realizadas en habitaciones y pasillos. En todas ellas salía la joven, ya de cuerpo entero o en primer plano; a veces aparecía en la fotografía poco más de una mano o un brazo, o parte de la cabeza o del vestido. Era evidente que todas las fotos habían sido tomadas con algún propósito definido, que en principio no era el de retratar a la joven, sino su entorno, lo que despertó mi curiosidad como se puede imaginar. Casi a punto de acabar de estudiar aquel montón, me tropecé con algo definitivamente extraordinario. Se trataba de una fotografía de la joven, de pie, tomada de improviso, y perfectamente clara por efecto del gran fogonazo del flash, como podía observarse. Había vuelto ligeramente el rostro, como si de repente algún ruido la hubiese asustado. Exactamente encima de ella, materializada a medias y surgiendo de las sombras, podía verse la forma de una única y enorme pezuña. Examiné aquella fotografía durante largo tiempo, sin llegar a ninguna conclusión, aunque era más que probable que tuviese que ver con alguno de los extraños casos en que se interesaba Carnacki.

Cuando llegaron Jessop, Arkright y Taylor, Carnacki tendió la mano en silencio hacia las fotografías, que yo le devolví de la misma forma. Luego nos fuimos todos a cenar. Cuando llevábamos una hora en la mesa, completamente felices, nos dirigimos hacia nuestros sillones, y tras acomodarnos en ellos Carnacki comenzó a hablar.

—He estado en el Norte —dijo, hablando lenta y dificultosamente, entre dos caladas a su pipa—. A ver a los Hisgins, al este de Lancashire. He estado ocupado en un asunto condenadamente extraño, como estoy seguro de que os parecerá a todos vosotros, queridos compañeros, en cuanto haya terminado de contároslo. Antes de ir hasta allí, había oído algo de la «historia del caballo», como la llamaban; pero jamás se me habría ocurrido suponer que llegaría a tener que ver algo con ella. Como comprenderéis, nunca había pensado seriamente en el asunto..., a pesar de mi máxima de tener siempre la mente bien abierta a todo. ¡Cuan curiosas criaturas somos los humanos! Bueno, pues la cuestión es que recibí un telegrama en el que se me solicitaba una entrevista, lo que vino a decirme que alguien estaba en apuros. A la hora fijada, el viejo capitán Hisgins en persona vino a verme. Me contó la historia del caballo con todo lujo de detalles, algunos nuevos para mí, aunque ya conocía en líneas generales los puntos principales, y sabía que si el primer hijo era chica, esta sería «embrujada» por el Caballo mientras durase su noviazgo.

Como veis, se trata de una historia extraordinaria. Aunque la conociese desde hacía tiempo, nunca había pensado que pudiese ser más que una leyenda de los viejos tiempos, como creo que ya os he dicho. Además, como durante siete generaciones la familia Hisgins sólo había tenido primogénitos varones, ellos mismos habían considerado que la historia no era más que un mito. Pero ahora, para llegar al momento presente, sucede que el primogénito de la familia es una chica. Con mucha frecuencia, amigos y conocidos la han importunado, advirtiéndola en tono de chanza del hecho de que, siendo la primera hija primogénita en siete generaciones, debería mantenerse bastante lejos de sus amigos varones o meterse a monja para escapar al encantamiento. Lo cual nos demuestra que, con el transcurso del tiempo, la historia ha dejado de ser tomada en serio. ¿No os parece?

Hace dos meses, la señorita Hisgins se comprometió con un tal Beaumont, un joven oficial de Marina, y, la misma tarde del día del compromiso, antes de que fuese anunciado formalmente, sucedió una cosa extraordinaria, que impelió al capitán Hisgings a entrevistarse conmigo y a mí mismo a acercarme hasta aquel lugar para echar un vistazo a la Cosa. Tras consultar los antiguos registros y documentos de la familia, que me fueron confiados, descubrí que no había duda posible de que, más de ciento cincuenta años atrás, habían sucedido algunas coincidencias tan extraordinarias como desagradables, por enfocar el asunto de forma emotiva. En el curso de los dos siglos anteriores a aquella fecha, de un total de siete primogénitos en la familia, cinco fueron chicas. Las cinco jóvenes llegaron a la edad de tener novio y no tardaron en comprometerse, pero todas murieron durante el noviazgo: dos se suicidaron, una se cayó por una ventana, a otra se le «rompió el corazón» (posiblemente, el registro quería decir «paro cardiaco», como resultado de algún shock causado por un susto). La quinta fue encontrada muerta una tarde en el parque que rodea la casa; jamás se supo de manera precisa la causa de su muerte, aunque se tuvo la impresión de que podría haber recibido la coz de algún caballo. Cuando la descubrieron ya estaba muerta.

Como veis, todas aquellas muertes —incluso los suicidios— bien podrían haberse atribuido a causas naturales, quiero decir, no sobrenaturales. De cualquier modo, en todos y cada uno de los casos las jóvenes habían sufrido alguna experiencia extraordinaria y aterradora en el transcurso de sus noviazgos; pues en todos los registros de la familia se hacía mención del relincho de un caballo invisible o del galopar de un caballo que nadie veía, además de muchas otras manifestaciones peculiares y totalmente inexplicables. Creo que ahora comenzaréis a comprender lo extraordinario de aquel asunto del que me habían encargado que me ocupase. Gracias a un testimonio escrito, supe que el «encantamiento» de las jóvenes era tan constante y terrible que dos de sus enamorados las dejaron sin más. Creo que fue ese dato, mucho más que cualquier otro, el que me hizo presentir que en aquel caso había algo más que una mera sucesión de inquietantes coincidencias.

Conocí aquellos hechos al poco tiempo de llegar al castillo, aunque bastante antes de que me informaran de manera precisa de lo que le había ocurrido a la señorita Hisgins la noche de su compromiso con Beaumont. Al parecer, cuando los dos enamorados recorrían el gran corredor de la planta baja poco después del atardecer (aún no se había encendido el alumbrado), oyeron un súbito y terrible relincho en el corredor, muy cerca de ellos. Al instante, Beaumont recibió un golpe tremendo, o una coz, que le rompió el antebrazo derecho. Los demás miembros de la familia y todo el servicio llegaron corriendo, para enterarse de lo que ocurría. Llevaron luces, registraron el corredor y después toda la casa, pero no encontraron nada anormal. Os podréis imaginar la excitación en que se encontraba la casa, y los comentarios, medio incrédulos y medio convencidos, que suscitó la antigua leyenda. Más tarde, a medianoche, el viejo capitán fue despertado por el sonido de un pesado caballo que galopaba una y otra vez alrededor de la casa. Algún tiempo después, Beaumont y la joven dijeron que también ellos habían oído el sonido de unos cascos de caballo cerca, después del atardecer, en algunos de los corredores y habitaciones. Tres noches después, Beaumont fue despertado de madrugada por un extraño relincho, que parecía provenir del dormitorio de su enamorada. Corrió precipitadamente a ver a su padre y ambos se dirigieron hacia la habitación de la joven. La encontraron despierta y presa de terror, pues la había despertado un relincho que parecía estar muy cerca de su cama.

La noche antes de que yo llegara, acababa de ocurrir un nuevo incidente, y todos se hallaban en un deplorable esta-do de nervios, como podéis imaginar. Dediqué la mayor parte de mi primer día de estancia, como creo que ya os he dicho, a recoger el mayor número de detalles; pero, después de cenar, decidí distenderme, y pasé la velada jugando al billar con Beaumont y la señorita Hisgins. Lo dejamos a eso de las diez y, mientras tomábamos un café, le pedí a Beaumont que me contase detalladamente lo que había sucedido la víspera. Él y la señorita Hisgins estaban tranquilamente sentados en el gabinete de su tía, mientras la anciana hacía de carabina delante de un libro. Había comenzado a atardecer y la lámpara estaba al otro extremo de la mesa. El resto de la casa aún no estaba iluminado, ya que se había hecho de noche antes de lo usual. Bien, pues, al parecer, la puerta de la habitación se abrió de repente, y la joven preguntó:

—¡Eh! ¿Quién anda por ahí?
Prestaron atención y entonces a Beaumont le pareció oír... el ruido de un caballo fuera de la puerta principal.
—¿Es tu padre? —preguntó.

Pero ella le recordó que su padre no montaba a caballo. No puede negarse que, después de lo ocurrido, ambos estaban predispuestos a dar crédito a cualquier tipo de sensaciones extrañas, pero Beaumont hizo un esfuerzo por ser objetivo y se dirigió al vestíbulo para ver si había alguien en la entrada. Dentro del vestíbulo estaba muy oscuro, por lo que podía ver los cristales emplomados de la puerta de entrada, recortándose sobre la negrura del interior. Se acercó hasta ellos y miró hacia dentro, sin conseguir ver nada. Se sentía nervioso y perplejo, de suerte que abrió la puerta y avanzó por el interior de la casa, donde solían dejarse los carruajes. De repente, la gran puerta del vestíbulo se cerró violentamente tras él. Más tarde me dijo que tuvo la súbita impresión de sentirse, en cierta forma, atrapado. Rápidamente giró en redondo y cogió el pomo de la puerta, pero le pareció que algo tiraba de ella al otro lado con tremenda fuerza. Pero antes de que hubiese llegado a darse cuenta de aquel pensamiento, pudo girarlo y abrir la puerta. Se detuvo un momento en el umbral y escrutó el interior del vestíbulo, pues aún no se había recobrado lo suficiente para saber si estaba realmente asustado o no. Entonces oyó el sonido de un beso que su enamorada le enviaba. Era evidente que le había seguido desde el gabinete y que en aquellos momentos se encontraba en medio de la penumbra del enorme y poco iluminado vestíbulo. El devolvió el beso, de la misma manera, y comenzó a andar hacia fuera del vestíbulo, con intención de ir a su encuentro. De repente, como en un relámpago de lucidez atroz, comprendió que no era su enamorada quien le enviaba el beso. Supo que algo estaba intentando atraerle hacia la oscuridad y que la joven no había abandonado el gabinete. Retrocedió y en el mismo instante volvió a oír el sonido de un beso muy cerca de él. Así pues, gritó lo más alto que pudo:

—¡Mary, quédate en el gabinete, y no te muevas de allí hasta que yo llegue!
La oyó decir algo, a modo de respuesta, desde la otra habitación y encendió una especie de antorcha que hizo con una docena de cerillas, encendiéndolas todas a la vez y manteniéndolas sobre su cabeza para echar un vistazo al vestíbulo. No había nadie, pero en cuanto comenzaron a apagarse las cerillas le llegó el sonido de un caballo de buen tamaño galopando por el campo, fuera de la casa. Como veis, él y la joven habían oído el sonido del caballo al galope; pero cuando les pregunté con más insistencia, me di cuenta de que la tía no había oído nada, aunque realmente estaba un poco sorda y se encontraba en un rincón alejado de la habitación. La verdad es que él y la señorita Hisgins habían estado en un agitadísimo estado de nervios, predispuestos a oír cualquier cosa. La puerta se podría haber cerrado bruscamente por una súbita ráfaga de viento, producida al abrir cualquier puerta de la casa; y la resistencia del pomo quizá se debiera a que el picaporte había quedado bloqueado. Respecto a los sonidos de los besos y del galopar del caballo, les hice la observación de que les habrían parecido sonidos ordinarios si hubiesen podido razonar fríamente. Tal como le dije a Beaumont, sin descubrirle nada nuevo, los sonidos de un caballo al galope son llevados muy lejos por el viento, de modo que lo que él había oído quizá no fuera más que un caballo galopando a lo lejos. Y en lo que concierne al beso, hay muchísimos sonidos, por lo general muy tenues —como el roce de un papel o el estremecimiento de la hoja de un árbol —, que resultan muy parecidos, especialmente cuando uno se encuentra en un estado de tensión extrema y se imagina cosas.

Acabé mis comentarios predicándoles el viejo sermón de mantener el sentido común y no dejarse llevar por la histeria, mientras apagábamos las luces y salíamos de la sala de billar. Pero ni Beaumont ni la señorita Hisgins quisieron reconocer que lo ocurrido no había sido más que una alucinación. A todo esto, habíamos salido de la sala de billar y caminábamos por el largo pasillo, sin que yo me hubiese dado por vencido de intentar convencerles de que viesen las explicaciones banales y totalmente naturales de lo que les había sucedido. Entonces, como suele decirse, me di cuenta de que «no había atinado ni una», porque en la sala de billar, que acabábamos de dejar a oscuras, se oyó el ruido de unos cascos de caballo. Sentí que se me ponía la carne de gallina y que un escalofrío me recorría el espinazo para terminar en la nuca. La señorita Hisgins lanzó un grito, que sonó como el de un niño con tos convulsa, y salió corriendo por el pasillo. Beaumont dio media vuelta rápidamente y retrocedió un par de yardas. También yo hice lo mismo, como podréis comprender.

—Ese es el ruido —dijo en voz baja y casi sin resuello—. quizá ahora nos crea.
—Desde luego que hay alguien —musité, sin quitar ojo de la cerrada puerta de la sala de billar.
—¡Sshh! —murmuró—. Ahí viene otra vez.

Parecía como si hubiese un caballo enorme marchando al paso alrededor de la sala de billar, de manera deliberadamente lenta. Un horrible escalofrío se apoderó de mí, de suerte que casi no podía ni respirar —supongo que conocéis esa sensación— y no tuvimos más remedio que retroceder como los cangrejos; y así, de repente nos encontramos en la entrada del largo pasillo. Nos detuvimos y escuchamos. Los sonidos prosiguieron con una especie de motivación maligna, como si el bruto sintiese una suerte de gusto malicioso en pasearse alrededor de la habitación que acabábamos de ocupar. ¿Comprendéis lo que quiero decir? Hubo una pausa y un largo momento de silencio absoluto, excepto por los excitados murmullos de algunas personas que habían acudido al gran vestíbulo de la planta baja, y que llegaban, escaleras arriba, hasta nosotros. Me imaginé que debían de haberse congregado todas alrededor de la señorita Hisgins, con intención de protegerla. Supongo que Beaumont y yo permanecimos en el extremo del pasillo cerca de cinco minutos, aguzando el oído para escuchar cualquier ruido que proviniese de la sala de billar. Entonces me di cuenta de lo asustado que estaba y dije:

—Voy a ver qué hay dentro.
—Yo también —me respondió.

Estaba terriblemente pálido, pero era muy valiente. Le indiqué que me esperase un instante y me precipité hacia mi habitación, para coger la cámara y el flash. Deslicé mi revólver en el bolsillo derecho de la americana y protegí los nudillos de la mano izquierda con un puño de hierro, para poder operar con la cámara sin que me molestara. Volví corriendo hacia donde estaba Beaumont. Tendió hacia mí su mano derecha, para que viera que empuñaba un revólver, y yo asentí, susurrándole que no fuese demasiado rápido en disparar, no fuera a tratarse de alguna broma estúpida. Había cogido una lámpara de la consola del vestíbulo del piso de arriba, que mantenía cogida con su brazo enyesado, de manera que disponíamos de la luz suficiente. Seguimos el pasillo en dirección a la sala de billar, y ya os podéis imaginar la pareja de asustados que hacíamos. Durante todo aquel tiempo no se había oído ni un simple ruido. De pronto, cuando estábamos a menos de dos yardas de la puerta, oímos el súbito golpear de unos cascos de caballo sobre el sólido parqué de la sala de billar.

Instantes después, me pareció que todo el lugar se estremecía bajo el sonoro resonar de los cascos de alguna cosa enorme que se dirigía hacia la puerta. Beaumont y yo retrocedimos uno o dos pasos y, tras pensarlo dos veces, sacamos fuerzas de flaqueza, como suele decirse, y esperamos. El pesado sonido llegó derecho hasta la puerta y se detuvo. Hubo un instante de silencio absoluto, excepto en lo que a mí concernía, pues el latido del corazón, sonándome en los oídos y en las sienes, por poco me deja sordo. Me atrevería a decir que esperamos más de medio minuto hasta que oímos el sonido discordante de unos grandes cascos de caballo. Inmediatamente después el sonido se acercó, como si alguna cosa invisible hubiese atravesado la puerta cerrada, y se dirigió a nuestro encuentro. Cada uno de nosotros saltó hacia el lado del pasillo que le venía más cerca, y recuerdo que me aplasté todo lo que pude contra la pared. El clip-clop, clip-clop de aquellos enormes cascos pasó justamente entre nosotros, y con mortal y lenta deliberación se perdió en el pasillo. Pude escucharlo por debajo de la confusión de los latidos que sonaban en mis oídos. Tenía todo mi cuerpo tan extraordinariamente rígido y lleno de calambres, que casi no podía respirar. Permanecí en aquella posición durante un momento y volví la cabeza para poder ver el pasillo. Sólo era consciente de que bien cerca había un terrible peligro. ¿Lo comprendéis? Y entonces, sin previo aviso, recobré el coraje. Fui consciente de que el repiquetear de los cascos sonaba cerca del otro extremo del pasillo, así que me di la vuelta rápidamente, apunté mi cámara y disparé el flash. Inmediatamente después, Beaumont envió una granizada de balas por el pasillo y echó a correr, gritando:

—¡Va a buscar a Mary! ¡Corra! ¡Corra!

Se precipitó hacia el otro extremo del pasillo y yo le seguí. Llegamos al descansillo principal y oímos el sonido de los cascos subiendo por las escaleras, desvaneciéndose. Y a partir de aquel instante, absolutamente nada. Debajo de nosotros, en el enorme vestíbulo, gran número de domésticos rodeaban a la señorita Hisgins, que parecía haberse desmayado. Algunos formaban un grupo algo apartado, sin dejar de mirar en silencio al descansillo principal. Y como a unos veinte peldaños por encima de ellos, el capitán Hisgins se mantenía inmóvil, con una espada desenvainada, justo debajo del último lugar donde se había oído el ruido de los cascos. Creo que jamás vi cosa más hermosa que aquel hombre mayor interponiéndose de tal suerte entre su hija y aquella cosa infernal. Supongo que comprenderéis la extraña sensación de horror que sentí cuando dejé atrás el lugar de la escalera donde se había oído aquel sonido por última vez. Era como si el monstruo siguiese allí, pero invisible. Y lo más curioso de todo fue que no volvimos a oírlo, ni en la parte superior ni en la inferior de las escaleras.

Después de llevarse a la señorita Hisgins a su habitación, le envié recado de que iría a verla en cuanto estuviese en disposición de recibirme. Apenas me comunicaron que podía acercarme cuando lo desease, pedí a su padre que me echara una mano con la maleta de los aparatos, y entre los dos la llevamos al dormitorio de la joven. Dispuse el lecho justamente en mitad de la habitación y coloqué el pentáculo eléctrico a su alrededor. Di instrucciones de que colocasen luces alrededor de la habitación, advirtiendo que no encendieran ninguna dentro del pentáculo y que nadie entrara o saliera de él. La madre de la joven se había situado dentro del pentáculo, por orden mía, mientras que su doncella estaba sentada fuera de él, para llevar un mensaje en cualquier momento, de suerte que la señora Hisgins no tuviese que abandonar el pentáculo. También sugerí que el padre de la joven permaneciera aquella noche en la habitación, preferiblemente armado. Cuando salí del dormitorio de la joven, encontré a Beaumont esperando al otro lado de la puerta, en un lamentable estado de ansiedad. Le dije lo que había dispuesto, explicándole que la señorita Hisgins estaba con bastante seguridad a salvo dentro de la «protección», y que, además de que su padre pasaría la noche dentro de la habitación, yo estaba decidido a montar guardia fuera de ella; añadí que me gustaría que me hiciese compañía, pues sabía que en su estado no podría conciliar el sueño, y que, personalmente, no me importaría contar con un compañero. La verdad es que lo que quería era tenerle directamente bajo mi propia observación, ya que tenía mis dudas sobre si en aquellos momentos, y en cierta manera, no corría mayor peligro que la joven. Al menos esa era mi opinión, y aún lo sigue siendo. Creo que más tarde coincidiréis conmigo.

Le pregunté si tenía que objetar algo al hecho de, durante la noche, trazara alrededor de él un pentáculo. Me contestó que no. Pero vi que no sabía si considerarlo como algo supersticioso o como un ejemplo de superchería infantil; no obstante, se lo tomó con bastante más seriedad cuando le expliqué algunos detalles de «El caso del Velo Negro», durante el cual murió el joven Aster. Recordaréis que comentó que no era más que una superstición tonta y no entró en el pentáculo. ¡Pobre diablo! La noche transcurrió con relativa tranquilidad hasta poco antes del alba, cuando oímos el sonido de un gran caballo galopando constantemente alrededor de la casa, exactamente como el viejo capitán Hisgins lo había descrito. Imaginaos lo raro que me sentí cuando, poco después, oí que algo se movía dentro del dormitorio. Llamé a la puerta, pues me sentía inquieto, y el capitán acudió a abrirme. Le pregunté si todo iba bien y me contestó que sí. Pero inmediatamente después me preguntó si había oído galopar al caballo: supe así que no había sido yo el único en escucharlo. Le sugerí que quizá resultase conveniente dejar entreabierta la puerta del dormitorio hasta que se hiciese de día, pues era evidente que fuera había algo. Así lo hizo, volviendo a entrar en la habitación para estar cerca de su esposa y de su hija.

Creo que debería añadir que no las tenía todas conmigo respecto al hecho de que la «defensa» resultase válida para la señorita Hisgins, puesto que lo que designaré con el término de «sonidos personales» de la manifestación eran tan extraordinariamente materiales que me sentía inclinado a establecer paralelismos con el asunto de Harford, cuando la mano del niño consiguió materializarse dentro del pentáculo y dar golpecitos en el suelo. Como recordaréis, aquel fue un caso de lo más terribles. Sin embargo, como suele suceder en ocasiones, después de aquello no ocurrió nada; así que en cuanto se hizo de día, Beaumont y yo nos fuimos a dormir. Precisamente fue Beaumont quien acudió a despertarme a mediodía, de modo que el desayuno nos sirvió de comida. La señorita Hisgins nos acompañó, pues parecía haber recobrado el ánimo. Me dijo que gracias a mí era la primera vez que se sentía segura desde hacía muchos días. También me contó que su primo, Harry Parsket, estaba a punto de llegar de Londres y que haría todo lo posible por ayudarnos a combatir al fantasma. Después de aquella charla, ella y Beaumont se fueron a pasear por el parque, para estar a solas un rato.

Yo hice lo mismo, dando la vuelta a la casa, sin conseguir ver huellas de los cascos del caballo. Y aunque pasé el resto del día examinando la mansión, no encontré nada. Acabé la investigación poco antes del anochecer, y me fui a mi habitación con idea de cambiarme de ropa para la cena. Cuando bajé, el primo acababa de llegar. Me pareció uno de los hombres más elegantes que hubiera visto desde hacía tiempo. Un individuo con una tremenda dosis de valor, de ese tipo de hombres que me gustaría tener al lado en un caso tan difícil como el que me ocupaba. Comprobé que lo que más le intrigaba era nuestra credulidad en lo genuino del embrujamiento, por lo que yo mismo me sorprendí al descubrir que estaba deseando que ocurriese cualquier cosa para demostrarle que estábamos en lo cierto. Y, casualmente, algo se produjo, con el sentido casi de una venganza. Beaumont y la señorita Hisgins habían salido al parque a dar una vuelta, poco antes del crepúsculo. El capitán me había rogado que fuese a su estudio para charlar un rato, y Parsket subió solo por las escaleras con sus maletas, porque había venido sin criado.

Tuve una larga conversación con el viejo capitán, en el curso de la cual hice hincapié en el hecho de que resultaba evidente que el «embrujamiento» no guardaba particular conexión con la casa, sino exclusivamente con la joven; así pues, lo mejor sería que se casara en seguida, ya que ello le daría a Beaumont el derecho a estar constantemente a su lado; e incluso existía la posibilidad de que cesasen las manifestaciones en cuanto se consumara el matrimonio. El hombre asintió con la cabeza al oír aquello, sobre todo en lo que se refería a la primera parte de mis observaciones, y me recordó que tres de las jóvenes de las que se había dicho que estaban «embrujadas» habían sido enviadas lejos de la casa y encontrado la muerte mientras se hallaban fuera de ella. De repente, en medio de aquella conversación, fuimos interrumpidos de una manera que nos espantó muchísimo, pues el viejo mayordomo irrumpió en la habitación, tremendamente pálido.

—¡La señorita Mary, señor! ¡La señorita Mary, señor! —dijo, atragantándose—. ¡está gritando en el parque, señor! ¡Dicen que están oyendo al Caballo...!

El capitán saltó hacia su panoplia, tomó su vieja espada y salió de la habitación como una exhalación, desenvainándola mientras corría. Yo salí precipitadamente escaleras arriba para recoger mi cámara con flash y un revólver de gran calibre, gritando: «¡El Caballo!», al pasar junto a la puerta de Parsket, y bajé de nuevo las escaleras para dirigirme hacia el parque. A lo lejos, en la oscuridad, en medio de un confuso griterío, pude distinguir varias detonaciones, procedentes de un bosquecillo. Y entonces, a mi izquierda, surgiendo de un pozo de negrura, súbitamente se oyó un gutural e infernal relincho. Giré en redondo al instante y disparé el flash. La resplandeciente luz iluminó momentáneamente el lugar, mostrándome las hojas de un enorme árbol muy cercano, estremeciéndose con la brisa nocturna, pero no conseguí ver nada más. Las tinieblas, decuplicadas, me envolvieron, y pude oír a Parsket que me preguntaba casi a gritos si había podido ver algo. Instantes después estaba a mi lado. Me sentí más seguro en su compañía, porque alguna cosa increíble había estado muy cerca de nosotros y también porque me encontraba temporalmente cegado por el brillo del flash.

—¿Qué era? ¿Qué era? —no dejaba de repetir, con voz excitada.
Y yo no dejaba de intentar penetrar las tinieblas, mientras le contestaba mecánicamente:
—No lo sé, no lo sé;.

Alguien dio un grito terrible en algún lugar delante de nosotros, y después se oyó un disparo. Corrimos hacia donde había sonado, diciendo a gritos a todos que no disparasen, pues a oscuras y en medio del pánico general resultaba peligroso. Entonces aparecieron dos guardias jurados, armados de fusiles, que recorrieron el parque con sus linternas; inmediatamente vimos una fila de luces procedentes de la casa, que avanzaban como bailando hacia nosotros: eran los sirvientes que venían con lámparas. Según fueron acercándose las luces, vi que habíamos llegado muy cerca de Beaumont. Estaba inclinado sobre la señorita Hisgins y tenía el revólver en la mano. Entonces vi su rostro: una gran herida le surcaba la frente. A su lado estaba el capitán, tirando molinetes con su espada desnuda en medio de la negrura; ligeramente detrás de él se hallaba el viejo mayordomo: tenía en las manos un hacha de combate, descolgada de una de las panoplias del vestíbulo. Aparte de aquello, no pude ver nada que me pareciese extraño.

Llevamos a la joven a la casa y la dejamos al lado de su madre y de Beaumont, mientras un criado iba a buscar al médico. Los que quedábamos, además de cuatro guardias, todos con armas de fuego y provistos de linternas, registramos el parque que rodeaba la casa. Pero no encontramos nada. Cuando volvimos, supimos que el médico ya había efectuado su visita. Tras vendar la herida de Beaumont, que afortunadamente no era profunda, había ordenado a la señorita Hisgins que se fuese inmediatamente a la cama. Subí por las escaleras, junto con el capitán, y encontré a Beaumont montando guardia fuera de la habitación de la joven. Le pregunté cómo se sentía y, en cuanto la joven y su madre pudieron recibirnos, el capitán y yo entramos en el dormitorio e instalamos nuevamente el pentáculo alrededor de la cama. Ya habían dispuesto luces en toda la habitación, por lo que repetí las mismas órdenes que la noche anterior y me reuní con Beaumont al otro lado de la puerta.

Parsket había subido mientras yo estaba dentro de la habitación, y entonces pudimos hacernos una idea de lo que le había ocurrido a Beaumont en el parque. Al parecer, la pareja regresaba a casa después de su paseo hacia West Lodge. Se había hecho de noche muy deprisa. Entonces la señorita Hisgins dijo: «¡sshh!», y se detuvo. Él hizo lo mismo y aguzó el oído, sin conseguir oír nada durante los primeros infantes. Entonces pudo captar... el sonido de un caballo, al parecer muy lejos, pero galopando hacia ellos sobre la hierba. Le dijo a la joven que no tenía importancia, instándola a que se fuese a casa. Por supuesto, ella no le creyó. En menos de un minuto lo oyeron muy cerca de ellos, en medio de la negrura, y echaron a correr. Entonces, la señorita Hisgins dio un mal paso y cayó al suelo. Comenzó a gritar y eso fue lo que oyó el mayordomo. Cuando Beaumont la ayudaba a levantarse, oyó que los cascos se le echaban encima, retumbando sobre el suelo. Se arrojó sobre ella para protegerla y disparó las cinco balas del revólver en dirección al sonido. Nos contó que, a la luz del fogonazo del último disparo, estaba seguro e haber visto algo, que parecía una enorme cabeza de caballo, abalanzarse sobre él. Inmediatamente después recibió un tremendo golpe que le dejó sin sentido. El capitán y el mayordomo habían llegado en seguida, corriendo y gritando. El resto de la historia ya lo conocíamos.

Hacia las diez, el mayordomo nos llevó una bandeja que me causó gran placer, pues la noche anterior me había quedado más bien con hambre. No obstante, advertí a Beaumont que pusiese especial cuidado en no beber ningún tipo de licor, y que me entregase sus cerillas y su pipa. A medianoche tracé un pentáculo a su alrededor y Parsket y yo nos sentamos a derecha e izquierda de él, pero fuera del pentáculo, pues estaba seguro de que no habíamos de temer que las manifestaciones, si es que se daban, fuesen dirigidas contra nadie, excepto contra Beaumont o la señorita Hisgins. Tras aquellos preparativos, mantuvimos un completo silencio. El pasillo estaba iluminado por dos grandes lámparas, una en cada uno de sus extremos, de forma que no había ninguna sombra; por otra parte, todos nosotros estábamos armados. Yo disponía, además de mi revólver, de la cámara con su flash. De vez en cuando, intercambiamos algunas palabras en voz baja, y en dos ocasiones el capitán salió del dormitorio de su hija para charlar con nosotros. Hacia la una y media dejamos de hablar; de repente, unos veinte minutos más tarde, levanté la mano sin pronunciar palabra: me había parecido oír fuera el sonido del galope de un caballo en medio de la noche. Llamé a la puerta de la habitación, para que me abriese el capitán, y le susurré que acabábamos de oír al Caballo. Durante algún tiempo permanecimos a la escucha, de suerte que Parsket y el capitán pensaron que, en efecto, lo oían; pero yo no pude estar seguro, lo mismo que Beaumont. Sin embargo, poco después me pareció oírlo otra vez

Le dije al capitán Hisgins que creía que lo más acertado sería que volviese al dormitorio de su hija y que dejase la puerta entreabierta. Así lo hizo, pero no conseguimos oír nada, por lo que nos fuimos a la cama en cuanto se hizo de día, tremendamente aliviados. Cuando me llamaron a la hora de comer, me sorprendí ligeramente, pues el capitán Hisgins me contó que habían celebrado un consejo de familia y decidido seguir mi consejo y celebrar la boda sin pérdida de tiempo. Beaumont acababa de irse a Londres para pedir una autorización especial, de manera que pudieran realizar la ceremonia al día siguiente. Aquello me agradó, pues me parecía la cosa más sensata que podía hacerse en tan extraordinarias circunstancias; sin embargo, no por ello abandoné mis investigaciones: hasta que no se celebrase la boda, mi principal preocupación sería tener a la señorita Hisgins cerca de mí. Después de comer, y en plan de experimento, se me ocurrió tomar algunas fotos de la señorita Hisgins y sus alrededores. En ocasiones, la cámara ve cosas que suelen escapar al ojo humano. Con esta intención, y también para tener una excusa para vigilarla más de cerca, pedí a la señorita Hisgins que me ayudase en mis experimentos. Aquello la hizo sentirse muy contenta y así pasamos varias horas juntos, vagabundeando por toda la casa de habitación en habitación, de manera que cuando me sentía inspirado, tomaba una foto con flash de ella y de la habitación, o del corredor, que era donde nos encontrábamos en aquel momento.

Después de haber recomido la casa, le pregunté si se sentía lo suficientemente animada para repetir la experiencia en las bodegas. Me contestó que sí, y pedí al capitán Hisgins y a Parsket que nos acompañasen, pues no quería aventurarme con ella en lo que podríamos llamar «tinieblas artificiales» sin ayuda ni compañeros a mi lado. Cuando estuvimos dispuestos, bajamos a la bodega de los vinos. El capitán Hisgins llevaba una escopeta de caza y Parsket una pantalla especial y una linterna. Pedí a la joven que se quedase en el centro de la bodega mientras Parsket y el capitán sostenían tras ella la pantalla. Entonces hice varias fotografías con flash y nos dirigimos a la bodega siguiente, donde repetí el mismo proceso. Pero en la tercera bodega, un lugar lúgubre, negro como la pez, algo extraordinario y horrible decidió manifestarse. Había dejado a la señorita Hisgins en mitad de aquel lugar, mientras su padre y Parsket sostenían detrás de ella la pantalla como antes. Cuando todo estaba a punto y presionaba el disparador del flash, resonó en la bodega el espantoso y abominable relincho que había oído en el parque. Parecía provenir de algún lugar encima de la joven, y al resplandor de la súbita luz, vi que ella miraba fijamente en completa tensión hacia arriba, hacia algo invisible. Entonces, en la relativa oscuridad que siguió, grité al capitán y a Parsket que sacaran rápidamente a la señorita Hisgins a la luz del día.

Así lo hicieron al punto, y cerré y eché la llave a la puerta, haciendo los signos Primero y Ochavo del Ritual Saaamaaa ante cada uno de sus montantes, uniéndolos a través del umbral por una línea triple. Mientras tanto, Parsket y el capitán Hisgins llevaron a la joven al lado de su madre, dejándola con ella, medio desvanecida. Seguí de guardia al otro lado de la puerta de las bodegas, sintiéndome fatal, pues sabía que dentro había algo abominable; al mismo tiempo, experimentaba cierto sentimiento de culpabilidad poco gratificante, por haber expuesto a la señorita Hisgins a aquel peligro. Había cogido la escopeta de caza del capitán, y cuando él y Parsket regresaron, no lo hicieron de vacío, pues traían pistolas y linternas. No podría describiros el alivio tan tremendo de cuerpo y alma que sentí cuando los oí llegar... Intentad imaginaros la escena, esperando fuera de las bodegas. ¿A que podéis? Recuerdo haber notado, justo antes de echar la llave a la puerta, lo pálido y fantasmal que parecía Parsket y lo gris de la mirada del viejo capitán. Me preguntaba si mi rostro sería como los suyos. Pero, lo que son las cosas, la aparición tuvo un efecto distinto sobre mis nervios, pues lo bestial de aquella cosa pareció darme ánimos. Sé que sólo fue mi fuerza de voluntad la que me impulsó a acercarme hasta la puerta y a girar la llave en su cerradura.

Me detuve un instante y, después, con fuerza y decisión, di un empujón a la puerta, abriéndola y manteniendo la linterna sobre mi cabeza. Parsket y el capitán se pusieron uno a cada lado y levantaron también sus linternas, pero aquel lugar se hallaba absolutamente vacío. Como jamás me fío de una mirada tan superficial como aquella, invertí varias horas, ayudado por mis compañeros, en sondear cada pie cuadrado de suelo, techo y paredes. Al fin tuve que admitir que el lugar era absolutamente normal, por lo que salimos de las bodegas sin nada concreto. A pesar de ello, precinté la puerta y, fuera, enfrente de cada montante, tracé los signos Primero y Ultimo del Ritual Saaamaaa, uniéndolos como antes con una línea triple. ¿Os imagináis lo terrible que había sido estar dentro de la bodega, sin saber lo que estábamos buscando? Después de subir por la escalera, pregunté, realmente preocupado, por el estado de la señorita Hisgins. La joven apareció en persona para decirme que se encontraba perfectamente y que no tenía que preocuparme, ni reprocharme nada por lo que le había ocurrido, como yo le había confesado. Me sentí mucho mejor y fui a cambiarme para la cena. Después, Parsket y yo nos fuimos a un cuarto de baño para revelar los negativos que había tomado. Pero ninguna fotografía pudo decirnos nada hasta que llegamos a la que correspondía a la bodega. Parsket se ocupaba del revelado y ya había tendido una hilera de fotos que nos disponíamos a examinar a la luz de una lámpara roja.

Estaba entretenido de aquella suerte, cuando oí una exclamación de Parsket; al acercarme a su lado, vi que estaba mirando una fotografía aún no revelada del todo, que acercaba a la lámpara. En ella se veía claramente a la joven, mirando hacia arriba, como ambos recordábamos; pero lo que me desconcertó fue la sombra de una enorme pezuña, justo encima de ella, como si fuese a golpearla saliendo de las sombras. Lo peor es que yo era el responsable de haberla expuesto a tal peligro, por lo que no podía apartar aquel pensamiento de mi imaginación. En cuanto quedó revelada, la fijé y la examiné con mejor luz. No había duda: la cosa que se inclinaba sobre la señorita Hisgins era una enorme y sombría pezuña de caballo. Sin embargo, aquello no me aportaba nada nuevo, y lo único que se me ocurrió fue advertir a Parsket que no contara a la joven nada de aquello, ya que sólo serviría para aumentar su espanto, aunque a su padre sí que le enseñé la foto, pues creí que tenía derecho a verla. Aquella noche adoptamos las mismas precauciones respecto a la señorita Hisgins que las dos noches precedentes, y Parsket me hizo compañía; pero también se nos hizo de día sin que ocurriese nada fuera de lo corriente, así que nos fuimos a dormir.

Cuando bajé a comer, me enteré de que Beaumont había enviado un telegrama avisando que estaría de vuelta poco después de las cuatro y que habían ido a buscar al párroco. Creo que habría acabado enterándome por mí mismo, ya que las mujeres de la casa se hallaban dominadas por una frenética actividad. El tren de Beaumont llegó con retraso y él no estuvo en la casa hasta las cinco. A esa hora todavía no se había presentado el párroco, y el mayordomo nos comunicó que el cochero había regresado sin él, porque acababa de ausentarse para atender una llamada urgente. Aquella tarde, el coche iría otras dos veces en su busca, volviendo de vacío, porque el clérigo seguía sin regresar, de suerte que hubo que dejar la boda para el día siguiente. Aquella noche, preparé la «defensa» alrededor de la cama de la joven, mientras el capitán y su señora se sentaban como los días anteriores. Beaumont, como era de esperar, insistió en montar guardia conmigo, a pesar de parecer peculiarmente asustado; no por él, hay que decirlo, sino por la señorita Hisgins. Según me contó, tenía el horrible presentimiento de que esa misma noche tendría lugar un último y espantoso intento contra su bienamada.

Aquello —desde luego, así se lo dije— no eran más que nervios; pero en realidad me hizo sentirme muy preocupado, ya que había visto demasiadas cosas para no saber que, en circunstancias parecidas, la convicción premonitoria de un peligro inminente no debe ser achacada enteramente a los nervios. De hecho, como Beaumont estaba lisa y llanamente convencido de que aquella noche traería alguna manifestación sorprendente, pedí a Parskett que atara una cuerda larguísima a la campanilla que servía para llamar al mayordomo y que la tendiera a lo largo del pasillo para tenerla al alcance de la mano. Yo mismo di instrucciones al mayordomo de no quitarse la ropa y de que ordenase lo propio a otros dos criados. Si le llamaba, debía acudir al instante con los criados, trayendo linternas, por lo que debía tenerlas preparadas y encendidas durante toda la noche. Si por cualquier razón la campanilla no sonase, tocaría mi silbato, y entonces habría de comportarse como si hubiera oído la campanilla. Después de haber arreglado aquellos detalles menores, tracé un pentáculo alrededor de Beaumont, advirtiéndole enfáticamente que permaneciese en su interior, pasara lo que pasase. Cuando acabé de dibujarlo, no me quedó más que esperar y rogar para que aquella noche fuese tan tranquila como la precedente.

Hablamos muy poco, y a eso de la una nos sentíamos tan tensos y nerviosos, que al final Parsket acabó por levantarse y dar un paseo, yendo y viniendo a lo largo del corredor para distenderse un poco. Entonces cambié mis zapatillas por unos zapatos y me reuní con él; durante algo más de una hora estuvimos caminando de un lado para otro, susurrando ocasionalmente, hasta el momento en que metí el pie en la cuerda de la campanilla y me caí de bruces, pero sin hacerme daño ni ocasionar ningún ruido. Cuando me levanté, Parsket me tocó ligeramente en el hombro.

—¿Se ha dado cuenta de que no ha sonado la campanilla? —dijo en voz muy baja.
—¡Por Júpiter! —exclamé—. Tiene razón.
—Espere un momento —añadió—. La cuerda debe de haberse retorcido en algún sitio.

Dejó su escopeta, se deslizó por el pasillo, llevando cogida la linterna por su extremo inferior, y llegó de puntillas hasta el interior de la casa; todo esto sin soltar el revólver de Beaumont, que llevaba en la mano derecha. Pensé que era un tipo valiente, no sólo entonces, sino después. En ese momento, Beaumont me hizo señas de que guardase absoluto silencio. De inmediato, pude escuchar lo que estábamos esperando: el ruido de un caballo galopando en medio de la noche. Creo que puedo deciros que me sentí espeluznado. El sonido murió rápidamente, dejando una sensación de horror, desolación y tremenda extrañeza en el aire que nos rodeaba. Acerqué la mano hacia la cuerda de la campanilla, esperando que Parsket hubiese conseguido desenredarla, y me mantuve a la espera, sin dejar de mirar delante y detrás.

Quizá pasaron dos minutos, dominados por lo que me parecía un silencio sobrenatural. Súbitamente, en el extremo iluminado del corredor, resonó el estruendo de unos enormes cascos, e instantáneamente la lámpara cayó al suelo, rompiéndose con tremendo estrépito. Nos quedamos a oscuras. Tiré violentamente de la cuerda y toqué mi silbato; acto seguido, levanté la cámara y oprimí el disparador del flash. El corredor refulgió por la brillante luz, pero no vi nada en él, y la oscuridad volvió a caer con la fuerza del trueno. Oí al capitán en el dormitorio y le dije a gritos que nos llevase deprisa algo con qué alumbrarnos; pero, por toda respuesta, algo comenzó a dar golpes en la puerta. Oí gritar al capitán y, poco después, también a las mujeres. Me asaltó el miedo repentino de que el monstruo hubiese conseguido entrar en la habitación, pero, en ese mismo instante, desde el corredor me llegó el vil y obsceno relincho que habíamos oído en el parque y en las bodegas. Soplé nuevamente mi silbato y busqué a tientas la cuerda, diciéndole a gritos a Beaumont que se quedara dentro del pentáculo, a pesar de lo que pudiese ocurrir. Grité de nuevo, esta vez al capitán, pidiéndole que nos trajese alguna luz y entonces oí el sonido de algo que hacía fuerza contra la puerta del dormitorio. Saqué las cerillas para alumbrarnos, antes de que aquella increíble e invisible criatura se nos echase encima.

Rasqué una de ellas en el costado de la caja. Se encendió con una luz cruda y, en ese mismo instante, oí un débil sonido a mi espalda. Me volví rápidamente, presa de un terror absurdo y, bajo aquella luz, vi... una monstruosa cabeza de caballo cerca de Beaumont.

—¡Cuidado, Beaumont! —grité, desesperadamente—, ¡está detrás de usted!

La cerilla se apagó de repente. En el mismo instante, se oyó la brutal detonación de la escopeta de Parsket (los dos cartuchos a la vez), que Beaumont había disparado, evidentemente con una sola mano, muy cerca de mi oreja. Vislumbré momentáneamente la monstruosa cabeza gracias al fogonazo, y una enorme pezuña, en medio de las llamas y del humo, pareció abatirse sobre Beaumont. En el mismo instante, vacié tres recámaras de mi revólver. Hubo un golpe sordo, y aquel horrible y gutural relincho sonó muy cerca de mí. Algo me golpeó y me desplomé, casi desvanecido. Caí de rodillas y pedí auxilio a voz en cuello. Oía a las mujeres gritando detrás de la cerrada puerta del dormitorio y fui vagamente consciente de que estaban empujándola desde el interior; poco después vi que, cerca de mí, Beaumont luchaba contra alguna cosa repugnante. Por un instantes me quedé sin saber qué hacer, como pasmado, paralizado de miedo, y entonces, a ciegas y con la carne de gallina, acudí a ayudarle, gritando su nombre. Puedo deciros que estaba muerto de miedo. En aquel momento, un grito como en sordina taladró la tiniebla, y yo salté hacia él. Toqué una enorme oreja peluda, y entonces me asestaron otro golpe que me hizo bastante daño. Retrocedí, débil y sin ver nada, y me agarré con la otra mano a aquella cosa increíble. De repente oí un fuerte golpe a mi espalda y una explosión de luz. Llegaban más luces por el pasillo, además de ruidos de pisadas y de gritos. Alguien me obligó a soltar la cosa a la que me había asido; cerré los ojos, aturdido, y oí un violento aullido encima de mí, a continuación el ruido de un fuerte golpe, como el de un carnicero partiendo carne, y entonces algo me cayó encima.

El capitán y el mayordomo me ayudaron a ponerme de rodillas. En el suelo yacía una enorme cabeza de caballo, de la que salían las piernas y el tronco de un hombre. En las muñecas llevaba atados unos enormes cascos. Era el monstruo. El capitán dio un tajo con la espada que empuñaba, se inclinó y le quitó la máscara, pues de eso se trataba. Entonces vi el rostro del hombre que la había llevado. Era el de Parsket. Tenía una fea herida en la frente, donde la espada del capitán había cortado la máscara. Miré alucinado a Parsket, después a Beaumont, que se estaba levantando, apoyándose contra el muro del corredor. Y volví a mirar a Parsket.

—¡Por Júpiter! —dije al fin.

Y me quedé en silencio, pues me sentía avergonzado de aquel hombre. Creo que lo comprenderéis. Entonces abrió los ojos. Había llegado a tomarle afecto. Justamente cuando Parsket comenzaba a recuperarse y su mirada iba de uno a otro de nosotros, comenzando a recordar, sucedió una cosa extraña e increíble. De repente, en el extremo del corredor, sonó el pesado sonido de unos enormes cascos de caballo. Miré hacia aquel lugar y a continuación a Parsket, y vi reflejarse en su rostro y en su mirada un miedo espantoso. Hizo un esfuerzo por volverse y miró enloquecido hacia la parte del corredor donde se había escuchado el sonido, mientras los demás parecíamos habernos quedado helados al seguir la dirección de su mirada. Recuerdo vagamente los sollozos contenidos y los susurros procedentes del dormitorio de la señorita Hisgins, que no dejaron de sonar mientras yo miraba fijamente, lleno de espanto, el extremo del corredor.

El silencio duró varios segundos. Bruscamente, volvió a oírse el pesado sonido del enorme caballo al final del corredor. E inmediatamente después, el clip-clop, clip-clop de los poderosos cascos que se acercaban por el pasillo hacia nosotros. Incluso entonces, fijaos, la mayor parte de los presentes pensamos que se trataba de algún mecanismo de Parsket que aún seguía funcionando, por lo que sentíamos una cierta perplejidad, mezcla de miedo y de duda. Creo que todos miramos hacia él. Y de repente el capitán exclamó:

—¡Deja tus locuras de una maldita vez! ¿No te basta ya con lo que has hecho?

Por mi parte, debo decir que yo estaba espantado, pues sentía que allí había algo terrible, algo que estaba fuera de lugar. Entonces Parsket consiguió gritar:

—¡No soy yo! ¡Dios mío! ¡No soy yo! ¡Dios mío! ¡No soy yo!

Fue como si cada uno de los presentes comprendiese que realmente había alguna cosa malvada aproximándose por el pasillo. Todo el mundo echó a correr, incluso el viejo capitán Hisgins retrocedió, igual que el mayordomo y los domésticos. Beaumont se desmayó, como pude constatar después, ya que había recibido un fuerte golpe. Yo me aplasté contra la pared, mientras seguía arrodillado, demasiado perplejo y aturdido para echar a correr. Y prácticamente en el mismo instante, las poderosas pisadas sonaron cerca de mí, haciendo casi estremecer el sólido piso mientras pasaban. De repente cesó el tremendo ruido, y supe, casi muerto de miedo, que la cosa se había detenido frente a la puerta del dormitorio de la joven. Observé que Parsket estaba vacilante ante la puerta, con los brazos extendidos, como si quisiera impedir con su cuerpo que entrara en ella. Entonces lo vi con claridad. Parsket estaba extraordinariamente pálido, y la sangre le corría por el rostro, de la herida que tenía en la frente; en aquel momento me di cuenta de que parecía mirar algo en el pasillo, con una mirada peculiar, desesperada, fija e increíblemente intensa. Pero allí no se veía nada. De repente, el clip-clop, clip-clop comenzó de nuevo y se alejó por el pasillo. Entonces Parsket se derrumbó ante la puerta y se golpeó la cabeza con el suelo. Los que se habían congregado al otro extremo del pasillo comenzaron a gritar, y los dos domésticos y el mayordomo echaron a correr sin más, llevándose sus linternas; pero el capitán se apoyó con la espalda en la pared y levantó la linterna que llevaba sobre la cabeza. El pesado paso del caballo llegó a su altura, se desvió a su izquierda, y pude oír el monstruoso sonido de unos cascos perderse a lo lejos en el silencio de la casa. Después... un silencio de muerto.

Entonces el capitán vino hacia nosotros, muy lentamente, con paso seguro. Su rostro estaba extraordinariamente pálido. Me arrastré al lado de Parsket, y el capitán acudió a ayudarme. Le dimos la vuelta entre dos dos, y al verlo supe que estaba muerto; supongo que os imagináis lo que sentí entonces. Miré al capitán, quien dijo de repente:

—¡Eso..., eso..., eso!

Comprendí que lo que intentaba decirme era que Parsket se había interpuesto entre su hija y lo que quiera que fuese que avanzaba por el pasillo. Me puse de pie y le sostuve, aunque no fuera capaz de tenerme ni a mí mismo. Y entonces su rostro acusó la emoción que le embargaba y cayó de rodillas al lado de Parsket, llorando como un chiquillo desconsolado, de suerte que las mujeres salieron del dormitorio para ocuparse de él. Yo les dejé hacer y me acerqué a Beaumont. Prácticamente, ésta es toda la historia. Sólo quedan por explicar algunos puntos complicados aquí y allá. Supongo que habréis comprendido que Parsket estaba enamorado de la señorita Hisgins y que esto es la clave de todo lo que en ella hay de extraordinario. Sin duda, él era responsable de buena parte del «embrujamiento»; de hecho, creo que de casi toda. Pero como no puedo probar nada, lo que ahora os cuente será fundamentalmente resultado de una deducción.

En primer lugar, resulta obvio que la intención de Parsket era asustar a Beaumont para que se fuese y, al ver que no lo conseguía, creo que se desesperó tanto que realmente intentó matarle. Odio decir esto, pero los hechos me obligan a pensarlo. Estoy totalmente seguro de que fue Parsket quien le rompió el brazo a Beaumont. Conocía al dedillo la llamada «Leyenda del Caballo», y tuvo la ocurrencia de utilizar la antigua historia para sus propios fines. Es evidente que tenía algún medio de entrar y salir furtivamente de la casa, quizá a través de alguna de las muchas ventanas bajas de la mansión, o quizá porque dispusiera de la llave de una de las dos puertas del parque; entonces, cuando se suponía que se había ido, lo que realmente hacía era eclipsarse y esconderse en las proximidades. El incidente del beso en el vestíbulo oscuro debo achacarlo por completo a la imaginación demasiado soliviantada de Beaumont y de la señorita Hisgins. Sin embargo, debo reconocer que el sonido del caballo proviniendo de la puerta de entrada me resulta un tanto difícil de explicar. Pero yo sigo dispuesto a aceptar mi primera idea al respecto, o sea, que en ello no hubo nada sobrenatural.

El ruido de cascos en la sala de billar y después en el pasillo fueron hechos por Parsket desde el piso inferior, golpeando contra los paneles del techo con un trozo de madera enganchado a uno de los picaportes de las ventanas. Lo he comprobado al examinar las marcas dejadas en la carpintería del techo. Los sonidos del caballo galopando alrededor de la casa posiblemente fueron hechos por Parsket, quien debió disponer de un caballo atado cerca del parque; a no ser que él mismo hiciese esos sonidos, pero no veo cómo habría podido moverse tan deprisa para producir una ilusión tan lograda. En cualquier caso, no estoy muy seguro de este punto, ya que no conseguí localizar ninguna huella de cascos, como recordaréis. El horrible relincho del parque debió ser toda una hazaña de ventriloquia por parte de Parsket, y el ataque que sufrió Beaumont también debe imputársele a él, pues mientras yo creía que se encontraba en su habitación, debía de estar fuera todo el tiempo, acercándose a mí después de verme salir por la puerta principal. Es bastante probable que Parsket fuese el causante de los incidentes que se produjeron entonces, pues, si hubiesen ido a más, él no habría seguido con aquel juego tan peligroso, sabiendo que ya no tenía necesidad de ponerlo en práctica. Lo que no puedo comprender es cómo consiguió escapar después de disparar sobre él en el parque, y más tarde, en el curso de su última fechoría en el corredor, como acabo de contaros. Como habéis podido ver, era tan intrépido que no había nada que le hiciese sentir miedo, al menos por sí mismo. La vez que Parsket estaba con nosotros, cometimos un error al pensar que habíamos oído al Caballo galopar alrededor de la casa. Ninguno estábamos seguro de haberlo oído, excepto, claro está, Parsket, quien naturalmente dio visos de realidad a nuestra ilusión. Creo que el relincho que sonó en la bodega introdujo por primera vez en la mente de Parsket la sospecha de que había en acción algo más que su embrujamiento de pacotilla. El relincho fue obra suya, al igual que en el parque; pero, al recordar lo raro que le vi, estoy seguro de que si puso esa cara fue porque los sonidos alcanzaron alguna cualidad infernal, además de la que él les había dado, que le espeluznó. Más tarde, supongo, acabaría persuadiéndose a sí mismo de que todo se lo había imaginado. Por supuesto que no olvido que el efecto que causó a la señorita Hisgins le debió hacerse sentir como un miserable.

Por lo que respecta al sacerdote a quien fueron a buscar, descubrimos que se trataba de un recado ficticio, detrás del cual se encontraba Parsket, ya que ello le permitiría ganar unas horas más para la consecución de su propósito, puesto que —como cualquiera con una pizca de imaginación habrá comprendido a estas alturas— había descubierto que jamás podría asustar a Beaumont ni conseguir que se fuera. Odio tener que pensarlo, pero no tengo más remedio. De cualquier modo, es obvio que aquel hombre había perdido temporalmente el normal uso de sus facultades. ¡El amor es una extraña enfermedad!

Después de todo aquello, no pongo en duda que Parsket torció o ató la cuerda de la campanilla del mayordomo en algún sitio, para disponer de una excusa para irse con toda naturalidad. Ello también le daba la oportunidad de apagar una de las lámparas que iluminaban el pasillo, con lo que sólo tendría que romper la otra para que el lugar quedase completamente a oscuras y así poder atentar contra la vida de Beaumont. Del mismo modo, fue él quien cerró con llave la puerta del dormitorio, guardándosela (pues la tenía en el bolsillo). Así impedía al capitán que viniera a ayudarnos trayendo alguna luz. Pero el capitán Hisgins rompió la puerta con el pesado guardafuegos de la chimenea, y el estruendo de tal operación fue lo que causó tanta confusión y espanto en la negrura en que se encontraba el pasillo. La fotografía de la monstruosa pezuña que se cernía sobre la señorita Hisgins en la bodega es una de las cosas que más difíciles me resultan de explicar. quizá se trató de algún truco de Parsket, preparado por él mientras estaba fuera de la habitación, fácil de hacer para alguien que supiera cómo llevarlo a cabo. Pero no me pareció un montaje. Sin embargo, las probabilidades a favor y en contra se equilibran; por otra parte, como la imagen es demasiado imprecisa para examinarla a fondo, me mantendré en suspensión de juicio. Lo cierto es que la fotografía es realmente horrible.

Y ahora llego al último punto, realmente al más espantoso. Después de lo sucedido ya no hubo ninguna otra manifestación de nada anormal, de modo que mis conclusiones reposan en una extraordinaria incertidumbre. Si no hubiera oído aquellos sonidos finales y Parsket no hubiese demostrado un miedo tan terrible, todo aquel caso habría podido ser aclarado según lo dicho. De hecho, como habéis visto, soy de la opinión de que casi todos los detalles pueden ser explicados, pero no veo la manera de pasar por alto la cosa que vimos, al final de todo, y el miedo manifestado por Parsket. Su muerte... no prueba nada. La posterior investigación forense, bastante rápida por cierto, fue atribuida a un «espasmo cardíaco». Resulta bastante natural y nos sigue dejando entre tinieblas, pues también cabe preguntarse si murió por interponerse entre la joven y alguna monstruosidad completamente increíbles.

La expresión del rostro de Parsket y lo que dijo cuando escuchó el martilleo de los grandes cascos avanzando por el pasillo parecen demostrar que comprendió la realidad de lo que hasta entonces no había sido más que una horrible sospecha. Y ese miedo y la estimación de un tremendo peligro aproximándose fueron acaso más nítidos que los míos. Entonces fue cuando tuvo aquel gesto único, sublime y magnífico.

—¿Y la causa? —pregunté—. ¿Cuál fue la causa de aquella aparición?
Carnacki movió la cabeza.
—Sólo Dios lo sabe —contestó, con una reverencia singular y sincera.—. Si aquello era lo que parecía ser, podría dar una explicación que no creo que ofenda a la razón de nadie, pero que podría ser completamente falsa. Sin embargo, he pensado (aunque ello me obligaría a daros una clase intensiva sobre la inducción del pensamiento, para que fueseis capaces de apreciar mis razonamientos) que Parsket había producido lo que se podría designar con el término de «embrujamiento inducido», una especie de simulación inducida de sus conceptos mentales, debida a lo desesperado de su ánimo y de sus cavilaciones. Resulta imposible explicarlo más claramente con tan pocas palabras.
—Pero la vieja leyenda... —comenté—. ¿Por qué no iba a contener parte de verdad?
—Sí, podría ser cierta —dijo Carnacki—, pero no creo que renga nada que ver con eso. Todavía no he conseguido aclararlo todo, de momento; pero creo que dentro de poco podré explicaros por qué pienso así.
—¿Y la boda? ¿Y la bodega...? ¿Se encontró algo dentro de ella? — preguntó Taylor.
—Sí, aquel mismo día se celebró la boda, a pesar de la tragedia —aclaró Carnada—. Era lo más sensato..., considerando los detalles que aún no he conseguido explicar. En efecto, hice excavar en el fondo de la gran bodega, pues tenía el presentimiento de que quizá encontraría algo que pudiera arrojar alguna luz sobre el caso. Pero no encontramos nada. Como veis, todo este asunto es espantoso y extraordinario. Nunca olvidaré la expresión del rostro de Parsket. Ni, a continuación, los repulsivos sonidos de aquellos grandes cascos, yendo y viniendo por la casa en silencio.

Carnacki se levantó.

—¡Fuera todo el mundo! —dijo, de manera amistosa, usando la fórmula de siempre.
Nos sumergimos en el silencio del Embankment y, desde allí, nos dirigimos a nuestras respectivas casas".

William Hope Hodgson