El Recolector de Historias

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viernes, 21 de agosto de 2015

"El Gato Maltés"

"Tenían buenas razones para sentirse orgullosos, y mejores razones todavía para estar asustados; todos y cada uno de los doce: pues aunque se habían abierto camino, partido a partido, entre los equipos inscritos en el torneo de polo, aquella tarde se enfrentaban a los Archangel en la final. Los Archangel participaban con media docena de caballos cada jugador, y como el par tido se dividía en seis partes de ocho minutos, eso sig nificaba un caballo de refresco después de cada des canso. El equipo de los Skidar, aun suponiendo que no hubiera habido accidentes, sólo podía proporcio nar un caballo de recambio, y dos a uno es una pro porción bastante escasa. Además, tal como señalaba Shiraz, el sirio de color gris, se enfrentaban a lo mejor y más escogido de los caballos de polo del norte de la India: caballos que habían costado más de mil rupias cada uno, mientras ellos eran un lote barato sacado a menudo de carros de campo por sus amos, pertene cientes a un regimiento nativo de infantería que era honesto, pero pobre.

-El dinero significa andadura y peso -observó Shi raz al tiempo que se frotaba tristemente el sedoso y ne gro hocico entre sus bien ajustados protectores-. Y se gún las reglas del juego tal como yo las conozco...
-Ah, pero no estamos jugando a las reglas -contes tó Gato Maltés-. Estamos jugando el partido, y tene mos la gran ventaja de conocerlo. Con que lo pienses sólo mientras das una zancada, Shiraz, te darás cuenta de que hemos subido desde la última a la segunda po sición en dos semanas, contra todos esos tipos; y ha sido así porque jugamos con nuestra cabeza además de con las patas.
-Eso me hace sentirme chiquita y desgraciada todo el tiempo -intervino Kittiwynk, una yegua de color pardusco que tenía una frontalera roja y las patas más limpias que ha poseído nunca un caballo viejo-. Ésos nos doblan en tamaño.

Kittiwynk echó una mirada a la concurrencia y suspiró. El duro y polvoriento campo de polo de Um halla estaba cubierto de miles de soldados vestidos de negro y blanco, por no contar los cientos y cientos de carruajes, coches altos de cuatro caballos y cochecitos de dos ruedas y dos asientos, las damas con parasoles de brillantes colores, los oficiales con uniforme y sin él y la multitud de nativos situados detrás; sumémosles los ordenanzas que montados en camellos se habían detenido para ver el partido en lugar de llevar y traer cartas desde la estación, y los tratantes nativos de caba llos que correteaban por allí sobre yeguas biluchi de delgadas orejas buscando la oportunidad de vender al gunos caballos de polo de primera clase. Después esta ban los caballos de los treinta equipos que se habían inscrito en la Copa Abierta del Norte de la India: casi todos los caballos dignos y valiosos que había desde Mhow hasta Peshawar, desde Allahabad hasta Multan: valiosos caballos árabes, sirios, árabes, de campo#, ori ginarios de Decán, Waziri y de Kabul, de todos los co lores, formas y temperamentos que pueda imaginarse. Algunos de ellos estaban en establos con techo de este rilla, cerca del campo de polo, pero casi todos tenían encima la silla con su dueño, que habían sido derrota dos en partidos anteriores y se dedicaban a trotar de aquí para allá y a decirse unos a otros cómo, exacta mente, debía jugarse.

Era una vista gloriosa, y el ir y venir de los peque ños y rápidos cascos, así como los incesantes saludos de los caballos que se habían conocido anteriormente en otros campos de polo o en pistas de carreras, basta ba para volver loco a cualquier cuadrúpedo. Pero los miembros del equipo de Skidar procura ban no conocer a sus vecinos, aunque la mitad de los caballos que había en el campo estaban deseosos de conocer a los pequeños que habían llegado desde el norte y, hasta el momento, habían barrido.

-Déjame pensar-le dijo a Gato Maltés un caballo árabe y suave de color dorado que el día anterior había jugado muy mal-: ¿No nos conocimos en el es tablo de Abdul Rahman, en Bombay, hace cuatro es taciones? Recordarás que aquella estación gané la Copa Paikpattan.
-No pude ser yo -contestó cortésmente Gato Mal tés-. Entonces me encontraba en Malta, tirando de un carro de verduras. Yo no corro, sólo juego.
-¡Aah! -contestó el árabe levantando la cola y mar chándose con trote fanfarrón.
-Concentraos en vosotros mismos -dijo Gato Maltés a sus compañeros-. No vamos a ir frotándonos el hocico con todos esos mestizos de culo de ganso del norte de la India. Cuando hayamos ganado esta copa, todos darán sus herraduras con tal de conocernos.
-No ganaremos nosotros la Copa -intervino Shi raz-. ¿Cómo te sientes?
-Tan rancio como la cena de ayer, sobre la que co rría una rata almizclera -contestó Polaris, un caballo gris de hombros bastante pesados, y los demás miem bros del equipo estuvieron de acuerdo con él.
-Cuanto antes olvidéis eso, mejor-dijo alegremente Gato Maltés-. En la gran tienda han terminado pelea dos. Ahora nos llamarán. Si las sillas no os están cómo das, cocead por delante. Si el bocado del freno no os re sulta cómodo, cocead por detrás y haced que los saises# sepan si las protecciones están bien colocadas.

Cada caballo tenía su sais, su mozo de cuadra, que vivía, comía y dormía con él, y había apostado en el partido mucho más de lo que podía permitirse. No había posibilidad alguna de que nada saliera mal, y para asegurarse de ello cada sais estuvo enjabonando las patas de su caballo hasta el último minuto. Tras los saises se sentaban todos los miembros del regimiento de Skidar que habían conseguido permiso para asistir al partido: la mitad de los oficiales nativos y cien o doscientos hombres oscuros y de barba negra con las gaitas del regimiento que pasaban nerviosamente los dedos por los voluminosos instrumentos llenos de cintas. Los Skidar eran un regimiento de los que se consideraban pioneros, y las gaitas constituían la mú sica nacional de la mitad de sus hombres. Los oficiales nativos llevaban manojos de palos de polo, mazos lar gos con mango de caña, y como la tribuna se había lle nado después del almuerzo, se colocaron de uno en uno o por parejas en diferentes puntos del campo para que si a un jugador se le rompía un palo no tuviera que cabalgar mucho hasta conseguir uno nuevo. Una ban da de la caballería británica atacó con impaciencia «If you want to know the time, ask a pleecman!», y los dos árbitros, vestidos con guardapolvos ligeros, empe zaron a moverse sobre dos pequeños y excitados caba llos. Salieron entonces los cuatro jugadores del equipo del Archangel, y sólo de ver sus hermosas monturas Shiraz volvió a gemir.

-Espera a que los conozcamos -dijo Gato Maltés-. Dos de ellos juegan con anteojeras, lo que significa que no pueden ver si se salen del camino por su propio lado, pues podrían lanzarse contra los caballos de los árbitros. ¡Y todos llevan riendas blancas de tela que con seguridad se estiran o resbalan!
-Y además los jinetes llevan el látigo en la mano en lugar de en la muñeca -intervino Kittiwynk, dando brincos para perder la rigidez-. ¡Ja!
-Es cierto. Ningún hombre puede manejar de esa manera el palo, las riendas y el látigo -añadió Gato Maltés-. Me he caído en cada metro cuadrado del campo de Malta, y tendría que saberlo. Para demos trar lo satisfecho que se sentía, hizo temblar su cruceta de color salpicado; pero su corazón no estaba tan ani mado. Desde que había llegado a India en un trans porte de tropas y había sido traspasado, junto con un rifle viejo, como parte del pago de una deuda por apuestas de carreras, Gato Maltés había jugado al polo, y había predicado sobre este deporte al equipo de Skidar en su pedregoso campo de polo. Un caballo de polo es como un poeta. Si nace amando el juego, puede convertirse en jugador. Gato Maltés sabía que los bambúes crecen sólo para que con sus raíces pue dan hacerse pelotas, que se les da grano para mante nerles fuertes y en buenas condiciones, y que a los ca ballos se les herraba para impedir que resbalaran en un giro. Y además de todas esas cosas, conocía todos los trucos y estratagemas del juego más hermoso del mundo, y llevaba dos estaciones enseñando a los de más todo lo que sabía o sospechaba.
-Recordad que debemos jugar unidos, y que debéis jugar con vuestra cabeza -repitió por centésima vez cuando se acercaron los jinetes-. Y pase lo que pase, seguid a la pelota. ¿Quién sale primero?

Les pusieron las cinchas a Kittiwynk, Shiraz, Pola ris y a un bayo corto y alto de tremendas corvas y sin una cruceta de la que fuera digno hablar (le llamaban Corks); y los soldados del fondo lo contemplaron todo fijamente.

-Quiero que estéis tranquilos -dijo Lutyens, capi tán del equipo-. Y sobre todo que no empecéis a datos pisto.
-¿Ni siquiera si ganamos, capitán Sahib? -pregun tó uno de los jactanciosos.
-Si ganamos, podréis hacer lo que os plazca -con testó Lutyens con una sonrisa mientras se deslizaba el lazo de su palo por la muñeca y se dirigía a galope cor to hasta su posición.
Los caballos de los Archangel se sentían un poco por encima de sí mismos por la multitud multicolor que tan cerca estaba del campo de juego. Sus jinetes eran excelentes jugadores, pero formaban un equipo de jugadores de primer orden, en lugar de un equipo de primer orden, y ahí estaba toda la diferencia del mundo. Pretendían sinceramente jugar juntos, pero es muy difícil que cuatro hombres, cada uno de ellos el mejor que ha podido elegir el equipo, recuerden que en el polo no se compensa el juego con la manera bri llante de golpear la pelota o cabalgar. Su capitán les gritaba las órdenes llamándoles por su nombre, y re sulta curioso que si pronuncias en público el nombre de un inglés, éste se siente azorado y malhumorado. En cambio Lutyens no les dijo nada a sus hombres, porque ya todo se había dicho anteriormente. Montó a Shiraz, pues jugaba de «defensa», para defender la portería. Powell montó a Polaris como defensa medio, y Macnamara y Hughes jugaban de delanteros mon tando a Corks y Kittiwynk. Pusieron la dura pelota de raíz de bambú en el centro del campo, a unas ciento cincuenta yardas de los extremos, y Hughes cruzó el mazo, con la cabeza hacia arriba, con el capitán del Ar changel, quien creyó adecuado jugar de delantero aunque desde esa posición no se puede controlar fácil mente el equipo. Cuando cruzaron los bastones de caña se escuchó un pequeño clic en todo el campo, y entonces Hughes hizo una especie de movimiento rá pido de muñeca que le permitió driblar con la pelota unos metros. Kittiwynk se conocía ese golpe desde an tiguo, y lo siguió como un gato persigue un ratón. Mientras el capitán del Archangel daba la vuelta a su caballo, Hughes golpeó con toda su fuerza y al instan te siguiente Kittiwynk había partido, y Corks le seguía de cerca avanzando ligeramente con sus pequeñas pa tas como gotas de lluvia sobre cristal.
-Tira a la izquierda-dijo entre dientes Kittiwynk-. ¡Viene hacia nosotros, Corks!

El defensa y el medio de los Archangel caían sobre él cuando estaba al alcance de la pelota. Hughes se in clinó hacia adelante con la rienda suelta y recortó ha cia la izquierda casi bajo las patas de Kittiwynk, que se apartó con una cabriola para dejar pasar a Corks, el cual vio que si no se daba prisa traspasaría los límites. Ese salto largo dio tiempo a los Archangel para girar y enviar a tres hombres a través del campo para neutrali zar a Corks. Kittiwynk se quedó donde estaba, pues conocía el juego. Corks se encontró con la pelota me dia fracción de segundo antes de que llegaran los de más y Macnamara, quien con un golpe hacia atrás la envió a través del campo hacia Hughes, el cual vio el camino libre hasta la portería de los Archangel y metió la pelota antes de que nadie supiera muy bien lo que había sucedido.

-Eso sí que es suerte -comentó Corks mientras cambiaban de campo-. Un gol en tres minutos con tres golpes y sin ninguna cabalgada digna de mención.
-No creas -contestó Polaris-. Les hemos enfadado demasiado pronto. No me extrañaría que intentaran adelantarnos a toda velocidad la próxima vez.
-Entonces retén la pelota-dijo Shiraz-. Eso agota a cualquier caballo que no esté acostumbrado.

En la siguiente ocasión no hubo un galope sencillo a través del campo. Todos los Archangel se cerraron como un solo hombre, pero allí se quedaron, pues Corks, Kittiwynk y Polaris consiguieron colocarse de alguna manera encima de la pelota ganando tiempo entre los golpes de los mazos mientras Shiraz daba vueltas por el exterior aguardando una oportunidad. -Podemos pasarnos haciendo esto todo el día-dijo Polaris mientras empujaba con sus cuartos traseros el costado de otro caballo-. ¿Hacia dónde crees que estás empujando?

-Yo... me dejaría llevar con un ekka# si lo supiera -le respondió un caballo jadeante-. Y daría la comida de una semana para que me quitaran las anteojeras. No puedo ver nada.
-El polvo es bastante malo. ¡Fiu! Ése casi me da en el corvejón. ¿Dónde está la pelota, Corks?
-Debajo de mi cola. Al menos un hombre la está buscando allí. Esto sí que es bueno. No pueden utili zar los mazos y eso les vuelve locos. ¡Dale al de las an teojeras un empujón y se irá para otro lado!
-¡Eh, no me toques! No veo. Me... creo que me voy a retirar -dijo el caballo de las anteojeras, pues sabía que si no puedes ver alrededor de tu cabeza no te pue des preparar contra los golpes.

Corks observaba la pelota que estaba en el polvo, cerca de sus patas delanteras, mientras Macnamara le daba golpecitos cortos de vez en cuando. Kittiwynk, agitando su cola cortada por la excitación nerviosa, se abrió camino fuera de la escaramuza.

-¡Ho! La tienen -resopló-. ¡Dejadme salir! -y di ciendo esto galopó como una bala de rifle por detrás de un caballo alto y desgarbado de los Archangel, cuyo jinete estaba levantando el mazo para dar un golpe.
-Hoy no, te lo agradezco -dijo Hughes cuando el golpe por poco dio en su mazo levantado, y Kittiwynk empujó con los hombros los cuartos traseros del caba llo alto, enviándole a un lado mientras Lutyens, mon tando a Shiraz, volvía a enviar la pelota al lugar de donde había venido, y el caballo alto resbalaba y se sa lía por la izquierda. Kittiwynk, al ver que Polaris se ha bía unido a Corks en la persecución de la pelota terre no arriba, ocupó el lugar de Polaris, y entonces pitaron el final de ese tiempo.

Los caballos del Skidar no perdieron tiempo en co cear ni en soltar bufidos, pues sabían que cada minuto de descanso significaba un gran beneficio, por lo que trotaron hasta las barandillas y sus saises, quienes ense guida empezaron a rascarlos, cubrirlos con mantas y frotarlos.

-¡Fiu! -exclamó Corks poniéndose rígido para ob tener todo el placer de las cosquillas que le producía el enorme rascador de vulcanita-. Si jugáramos caballo contra caballo, doblaríamos a los del Archangel en media hora. Pero ellos sacarán animales de refresco, y otros de refresco, y otros mas después... ya veréis.
-¿Y a quién le importa? -preguntó Polaris-. He mos ganado a primera sangre. ¿Se me está hinchando el corvejón?
-Así lo parece -contestó Corks-. Has debido de recibir un latigazo bastante fuerte. Que no se te ponga rígido. En media hora te necesitarán de nuevo.
-¿Cómo va el partido? -preguntó Gato Maltés.
-El campo está como tu herradura, salvo donde han echado demasiada agua -contestó Kittiwynk-. En esos sitios es resbaladizo. No juegues por el centro, que ahí hay una ciénaga. No sé cómo se comportarán los cuatro nuevos caballos, pero hemos mantenido la pelota retenida y les hemos obligado a sudar por nada.
-¿Quién sale ahora? ¡Dos árabes y un par de caba llos de campo nativos! Eso está mal. ¡Qué consuelo da lavarte la boca!

Kitty hablaba con el cuello de una botella de agua de soda forrada de cuero entre los dientes, tratando al mismo tiempo de mirar por encima de su cruz. Eso le daba un aire muy coqueto.

-¿Qué es lo que está mal? -preguntó Grey Dawn, cediendo ante las cinchas y admirando sus hombros bien asentados.
-Que vosotros, los caballos árabes, no galopáis lo bastante rápido como para manteneros calientes... eso es lo que quería decir Kitty -le contestó Polaris co jeando para demostrar que su corvejón necesitaba atención-. ¿Juegas de «defensa», Grey Dawn?
-Eso parece -contestó Grey Dawn mientras se le subía encima Lutyens. Powell montó a Rabbit, un ca ballo de campo bayo muy parecido a Corks, pero con orejas parecidas a las de un mulo. Macnamara montó a Faiz Ullah, un caballito árabe de color rojo, cola larga, y de patas traseras cortas y hábiles, mientras Hughes montó a Benami, un animal viejo, de color marrón y malhumorado, que se apoyaba en las patas delanteras más de lo que debería hacerlo un caballo de polo.
-Parece que a Benami le gusta esto -comentó Shi raz-. ¿Cómo estamos de humor, Ben?

El veterano caballo se marchó cojeando sin respon der, y Gato Maltés contempló los caballos nuevos del Archangel que saltaron haciendo cabriolas al campo de juego. Eran cuatro animales negros y hermosos con grandes sillas y lo bastante fuertes como para comerse al equipo entero de Skidar y galopar con la comida en el estómago.

-Otra vez anteojeras -dijo Gato Maltés-. ¡Buen asunto!
-¡Son corceles... para las cargas de caballería! -ex clamó Kittiwynk con indignación-. Nunca volverán a conocerlos.
-Pues todos han sido medidos con justicia y han obtenido sus certificados -intervino Gato Maltés-. Si no, no estarían aquí. Tenemos que aceptar las cosas tal como vienen y mantener la vista fija en la pelota.
Empezó el juego, pero esta vez los Skidar fueron acorralados en su propio campo, y los caballos que mi raban el partido no lo aprobaron.
-Faiz Ullah está escurriendo el bulto, como de cos tumbre -comentó Polaris con un gruñido burlón.
-Faiz Ullah se está comiendo el látigo -añadió Corks. Podían escuchar la cuarta de polo de correas de cuero golpeando el tronco bien redondeado del caba llito.
Entonces les llegó desde el campo de juego el agu do relincho de Rabbit:
-No puedo hacer solo todo el trabajo -gritaba.
-Juega y no hables -relinchó Gato Maltés; y todos los caballos se agitaron de excitación mientras los sol dados y mozos de cuadra se aferraban a la barandilla y gritaban. Un caballo negro con anteojeras había so brepasado al viejo Benami y le interfería de todas las maneras posibles. Podían ver a Benami agitando la ca beza de arriba abajo y haciendo vibrar el belfo inferior.
-Va a haber una caída enseguida -comentó Pola ris-. Benami se está poniendo envarado.

El juego osciló de arriba abajo entre una portería y la otra y los caballos negros se fueron sintiendo más confiados cuando comprobaron que aventajaban a los otros. Golpearon la pelota fuera de una pequeña esca ramuza y Benami y Rabbit la siguieron; Faiz Ullah se contentó con quedarse tranquilo por un instante. El caballo negro de las anteojeras subió como un halcón, seguido por dos de los suyos, y los ojos de Be nami brillaron al emprender la carrera. La cuestión era cuál de los caballos aventajaría al otro; los jinetes esta ban de acuerdo en arriesgar una caída por una buena causa. El negro, enloquecido casi por las anteojeras, confiaba en su peso y genio; pero Benami sabía cómo aplicar su peso, y cómo mantener el genio. Se encon traron produciendo una nube de polvo. El negro aca bó de costado en el suelo, sin aliento en el cuerpo. Rabbit iba cien metros arriba por el campo llevando la pelota y Benami se había parado. Había resbalado casi diez yardas, pero se había cobrado su venganza y se quedó sentado haciendo ruidos con el hocico hasta que se levantó el caballo negro.

-Eso es lo que te pasa por meterte por en medio. ¿Quieres más? -preguntó Benami antes de volver a meterse en el juego. No se consiguió nada porque Faiz Ullah no galopó, aunque Macnamara le pegaba siem pre que tenía un segundo libre para hacerlo. La caída del caballo negro impresionó muchísimo a sus compa ñeros, de manera que los Archangel no pudieron apro vecharse del mal comportamiento de Faiz Ullah.

Tal como dijo Gato Maltés, cuando terminó el tiempo y regresaron los cuatro resoplando y sudando, tendrían que haber coceado a Faiz Ullah alrededor de todo el campo de Umballa. Si no se portaba mejor en el siguiente tiempo, Gato Maltés prometió arrancarle al árabe la cola de raíz, y comérsela. No hubo más tiempo para hablar, pues ordenaron salir al tercer grupo de cuatro caballos. El tercer tiempo de un partido suele ser el más caliente, pues cada equipo piensa que los otros deben estar agotados; y la mayor parte de las veces un partido se gana en ese tiempo. Lutyens montó a Gato Maltés palmeándolo y abra zándolo, pues lo valoraba más que cualquier otra cosa en el mundo. Powell montó a Shikast, un pequeño ca nalla de color gris sin pedigrí ni buenas costumbres fuera del polo; Macnamara montó a Bamboo, el más grande del equipo, y Hughes a Who's Who, alias El Animal. Se suponía que tenía sangre australiana en sus venas, pero parecía un percherón y podías golpearle en las patas con una palanca de hierro sin hacerle daño. Salieron para encontrarse frente a la flor del equipo del Archangel, y cuando Who's Who vio sus patas ele gantemente protegidas y las pieles hermosas y satina das, sonrió tras su brida ligera y bien ajustada.

-¡Válgame Dios! -exclamó Who's Who-. Vamos a darle un poco de juego de patas. Esos caballeros nece sitan un buen frotado.
-Sin morder -advirtió Gato Maltés, pues era co nocido por todos que en una o dos ocasiones Who's Who se había olvidado de esa regla.
-¿Quién dijo nada sobre morder? No estoy jugan do a el saltador. Estoy jugando el partido.

Los Archangel bajaron como lobos acorralados, pues se habían cansado del fútbol y querían jugar al polo. Y recibieron más y más. Poco después de empe zar el tiempo, Lutyens golpeó una pelota que se acer caba a él con rapidez, y la elevó en el aire, como sucede a veces con una pelota, produciendo el sonido del ale teo de una perdiz asustada. Shikast la oyó, pero al principio no pudo verla, aunque miró para todas par tes y también hacia el aire, tal como le había enseñado Gato Maltés. Cuando la vio hacia adelante y por arri ba, avanzó con Powell tan rápido como pudo. Enton ces fue cuando Powell, en general un hombre tranqui lo y juicioso, se sintió inspirado y jugó un golpe que a veces tiene éxito en una tranquila y larga tarde de en trenamiento. Cogió el mazo con ambas manos# y po niéndose en pie sobre los estribos golpeó la pelota en el aire a la manera de Munipore. Se produjo un segundo de asombro paralizante antes de que los cuatro grade ríos del campo se pusieran en pie lanzando un grito de aprobación y complacencia cuando la pelota salió vo lando (había que ver a los asombrados Archangel aga chándose en la silla para salirse de la trayectoria de vuelo y mirándola con la boca abierta), y las gaitas re glamentarias de los Skidar sonaron desde las barandi llas en cuanto los gaiteros recuperaron el aliento.

Shikast percibió el golpe, y al mismo tiempo oyó que se desprendía la cabeza del mazo. Novecientos noventa y nueve caballos de cada mil habrían perseguido preci pitadamente la pelota llevando encima un jinete inútil tirándole de la cabeza, pero Powell le conocía, y él cono cía a Powell; en cuanto sintió moverse ligeramente la pierna derecha del jinete por encima de la gualdrapa, se dirigió hacia un lado desde el que un oficial nativo agita ba frenéticamente un mazo nuevo. Antes de que termi naran los gritos, Powell estaba armado de nuevo. Sólo una vez en su vida había oído Gato Maltés ese mismo golpe, jugado entonces desde sus propios lo mos, y se había aprovechado de la confusión que pro vocó. Esta vez actuó por experiencia y, dejando a Bam boo que defendiera la portería por si se producía algún accidente, pasó entre los otros como una centella, con la cabeza y la cola bajas, y Lutyens erguido sobre él para aliviarle. Avanzó antes de que el otro equipo se enterara de lo que estaba sucediendo y casi se golpeó la cabeza entre los postes de la portería de los Archangel cuando empujó la pelota, metiéndola, tras una carrera en línea recta de casi ciento treinta metros. Si había una cosa de la que Gato Maltés se enorgulleciera más que de cual quier otra era de esa especie de carrera rápida con la que sabía cruzar como un rayo la mitad del campo. No era de los partidarios de llevar la pelota alrededor del cam po, a menos que uno estuviera siendo dominado clara mente. Después les dieron a los del Archangel cinco minutos de fútbol, y un caballo caro y rápido odia el fútbol porque estorba a su temperamento.

En esa manera de jugar Who's Who demostró ser mejor incluso que Polaris. No permitía ningún movi miento hacia el exterior, sino que se metía gozosamen te en la escaramuza como si tuviera el morro introdu cido en un comedero y estuviera buscando algo agradable. El pequeño Shikast saltaba sobre la pelota en cuanto ésta quedaba al descubierto y cada de vez que un caballo del Archangel la seguía se encontraba a Shikast encima y preguntando qué sucedía.

-Si sobrevivimos a este tiempo, no me preocuparé -dijo Gato Maltés-. Vosotros no os agotéis, dejad que suden ellos.
Y entonces, tal como explicaron después los jinetes, los caballos «se cerraron». Los Archangel les sujetaron de lante de su portería, pero eso les costó a sus caballos todo lo que les quedaba de temperamento; los animales empe zaron a cocear, sus jinetes a repetir cumplidos, y los pri meros se lanzaron contra las patas de Who's Who pero éste apretó los dientes y se quedó donde estaba, mientras el polvo se elevaba como un árbol por encima de la esca ramuza hasta que terminó aquel ardoroso tiempo. Encontraron a los caballos muy excitados y confia dos cuando llegaron junto a sus saises, y Gato Maltés tuvo que advertirles que se acercaba lo peor del partido. Ahora nosotros salimos por segunda vez, y ellos trotan con caballos de refresco. Creeréis que sois capa ces de galopar, pero descubriréis que no es posible, y os sentiréis apenados.

-Pero dos goles a cero es una gran ventaja -dijo Kittiwynk haciendo cabriolas.
-¿Cuánto se tarda en meter un gol? -preguntó a modo de respuesta Gato Maltés-. Por favor no salgáis con la idea de que el partido está casi ganado sólo por que ahora hayamos tenido suerte. Os acorralarán con tra la tribuna si pueden; no debéis darles la oportuni dad. Seguid a la pelota.
-¿Fútbol, como de costumbre? -preguntó Pola ris-. El corvejón se me ha hinchado tanto que parece casi del tamaño de un morral.
-No les dejéis que vean la pelota si podéis evitarlo. Y ahora dejadme solo, que he de descansar todo lo que pueda antes del último tiempo.
Bajó la cabeza y relajó todos los músculos. Shikast, Bamboo y Who's Who imitaron su ejemplo.
-Será mejor no mirar el partido -dijo-. No esta mos jugando y nos agotaremos si nos ponemos ansio sos. Mirad al suelo y pensad que es la hora de irnos.

Hicieron todo lo que pudieron, pero resultaba difí cil seguir su consejo. Los cascos retumbaban sobre el suelo, los mazos golpeaban campo arriba y abajo y los gritos de aprobación de las tropas inglesas indicaban que los Archangel estaban presionando fuerte a los Skidar. Los soldados nativos situados tras los caballos gemían y gruñían, murmuraban y finalmente escu charon un prolongado grito y un estruendo de hurras.

-Uno para los Archangel -dijo Shikast sin levantar la cabeza-. Está a punto de acabar este tiempo. ¡Ay, por mi padre y mi madre!
-Faiz Ullah, si esta vez no juegas hasta el último clavo de tus herraduras, te derribaré a patadas delante de todos los demás caballos -dijo Gato Maltés.
-Y yo haré todo lo que pueda cuando me toque el turno -añadió enérgicamente el caballito árabe.

Los saíses se miraban seriamente unos a otros mientras frotaban las patas de los caballos. Ahora era cuando de verdad estaban en juego las grandes bolsas, y todo el mundo lo sabía. Kittiwynk y los demás regre saron con el sudor goteándoles por encima de los cas cos y con las colas contando tristes historias.

-Son mejores que nosotros -comentó Shiraz-. Sa bía lo que iba a pasar.
-Cierra tu bocaza -le interrumpió Gato Maltés-. Todavía llevamos un gol de ventaja.
-Sí, pero ahora juegan dos árabes y dos caballos nativos -intervino Corks-. ¡Faiz Ullah, acuérdate! -añadió con voz cáustica.

Cuando Lutyens montó en Grey Dawn miró a sus hombres y comprobó que no tenían buen aspecto. Es taban cubiertos por franjas de polvo y sudor. Las botas amarillas estaban casi negras, las muñecas enrojecidas y llenas de bultos, y los ojos parecían haber profundi zado cinco centímetros en la cabeza, aunque la expre sión de la mirada era satisfactoria.

-¿Bebisteis algo en la tienda? -preguntó Lutyens, y los miembros del equipo negaron con la cabeza, pues estaban demasiado secos para poder hablar.
-Muy bien. Los Archangel lo hicieron, y están mu chísimo más agotados que nosotros.
-Pero tienen caballos mejores -contestó Powell-. No me sentiré apenado cuando esto termine.

El quinto tiempo fue triste en todos los aspectos. Faiz Ullah jugó como un pequeño demonio rojo; Rab bit parecía estar al mismo tiempo en todas partes, y Benami se lanzaba recto hacia cualquier cosa que se interpusiera en su camino, mientras los árbitros, mon tados en sus caballos, giraban como gaviotas alrededor del cambiante juego. Pero los Archangel tenían las me jores monturas y no permitieron a los Skidar jugar al fútbol. Golpearon la pelota arriba y abajo de lo ancho del campo hasta que Benami y los demás fueron supe rados. Entonces avanzaron y una y otra vez Lutyens y Grey Dawn fueron capaces por muy poco de alejar la pelota con un golpe largo cortante. Grey Dawn se ol vidó de que era un árabe y dejó de ser gris para volverse azul con sus galopes. La verdad es que se olvidó dema siado, pues no mantenía la vista en el suelo como de bería hacer un caballo árabe, sino que sacaba el morro y se lanzaba a la carrera espoleado por el honor del par tido. Habían regado el campo una o dos veces en los descansos, y un aguador descuidado había vaciado todo su odre en un lugar cercano a la portería de los Skidar. Estaba cercano al extremo del campo y por dé cima vez Grey Dawn corría tras una pelota cuando sus cuartos traseros resbalaron en el barro y cayó dando vueltas, lanzando a Lutyens, que por poco no chocó contra un poste. Además, los triunfantes Archangel consiguieron su gol. Entonces terminó el tiempo, con empate a dos goles; a Lutyens tuvieron que ayudarle a levantarse y Grey Dawn se levantó con los cuartos tra seros magullados.

-¿Qué daños ha habido? -preguntó Powell ro deando con el brazo a Lutyens.
-Desde luego la clavícula -contestó Lutyens entre dientes. Era la tercera vez que se la rompía en dos años, y le dolía.
Powell y los demás silbaron.
-Terminó el partido -dijo Hughes.
-Espera un momento. Todavía nos quedan cinco buenos minutos y no es mi mano derecha -dijo Lut yens-. Les vamos a superar.
-Quería saber si estás herido, Lutyens -preguntó el capitán de los Archangel llegando al trote-. Aguar daremos si quieres poner un sustituto. Me gustaría... quiero decir... la verdad es que tus hombres se merecen este partido, si hay algún equipo que lo merezca. Nos gustaría darte un hombre, o alguno de nuestros caba llos... o algo.
-Eres muy amable, pero creo que jugaremos hasta el final.
El capitán de los Archangel se le quedó mirando un rato.
-Eso no está nada mal -dijo antes de regresar a su campo, mientras Lutyens pedía prestado un pañuelo a uno de sus oficiales nativos para hacerse con él un ca bestrillo. Entonces llegó al galope uno de los Archangel con una gran esponja de baño y le aconsejó a Lutyens que se la metiera bajo la axila para aliviar el hombro, y entre todos le ataron científicamente el brazo izquier do, y uno de los oficiales nativos se adelantó con cuatro vasos alargados que siseaban y burbujeaban.

El equipo miró a Lutyens con aspecto patético y éste asintió. Era el último tiempo y ya nada importaría mucho. Se tragaron la bebida de color dorado oscuro, se limpiaron el bigote y recuperaron la esperanza. Gato Maltés había metido el morro por delante de la camisa de Lutyens como intentando decirle lo ape nado que se sentía.

-Lo sabe -comentó con orgullo Lutyens-. El bri bón lo sabe. Ya he cabalgado con él sin llevar brida... por diversión.
-Ahora no es por diversión -añadió Powell-. Pero no tenemos un sustituto decente.
-No -dijo Lutyens-. Es el último tiempo y tene mos que marcar nuestro gol y ganar. Confiaré en Gato.
-Si te caes ahora te vas a hacer daño -dijo Macna mara.
-Confiaré en Gato -repitió Lutyens.
-¿Habéis oído eso? -preguntó con orgullo Gato Maltés a los otros caballos-. Merece la pena haber ju gado al polo durante diez años para oír que digan eso de ti. Y ahora, hijos míos, vamos. Cocearemos un poco para demostrar a los Archangel que este equipo no ha sufrido.

Y cuando entraron en el campo de juego Gato Maltés, tras convencerse de que Lutyens estaba cómodo sobre la silla, coceó tres o cuatro veces, y su jinete rió. Llevaba las riendas cogidas de alguna manera entre las puntas de los dedos de su mano vendada, sin preten der en ningún momento fiarse de ellas. Sabía que Gato respondería a la menor presión de la pierna, y para comprobarlo, pues el hombro le dolía mucho, hizo girar al caballo formando un ocho cerrado entre los postes de la portería. Eso produjo un rugido entre los hombres y los oficiales nativos, a los que les encan taba dugabashi (los trucos con caballos), tal como ellos lo llamaban, y las gaitas, con mucha tranquilidad pero en tono de burla, entonaron los primeros compases de una conocida melodía de bazar titulada «Frescamente Fresco y Nuevamente Nuevo», como advertencia a los otros regimientos de que los Skidar estaban en forma. Todos los nativos se echaron a reír.

-Y ahora recordad que es el último tiempo -dijo Gato cuando ocuparon su lugar-. ¡Y seguid la pelota!
-No es necesario decirlo -contestó Who's Who.
-Dejadme continuar. Todas las personas que hay en los cuatro lados del campo empezarán a amonto narse... como hicieron en Malta. Oiréis que la gente grita, se adelanta y es empujada hacia atrás, y eso va a incomodar mucho a los caballos del Archangel. Pero si una pelota cae en los límites, id por ella y que la gente se las arregle para apartarse. En una ocasión fuimos por la pelota de cuatro en fondo y la sacamos de entre el polvo. Apoyadme cuando corra y seguid la pelota.

Hubo una especie de murmullo de simpatía y sorpresa cuando se inició el último tiempo y empezó exactamente lo que había previsto Gato Maltés. La gente se amontonó cerca de los límites y los caballos del Archangel miraron hacia los laterales, cuyo espacio se estaba estrechando. Si sabéis cómo se siente un hombre obstaculizado en el tenis -y no porque quiera salirse corriendo del campo, sino porque le gusta saber que podrá hacerlo en caso de necesidad-, comprende réis cómo se sienten los caballos cuando juegan enca jonados entre seres humanos.

-Voy a chocar contra uno de esos hombres si me sal go-dijo Who's Who lanzándose como un cohete tras la pelota; y Bamboo asintió sin hablar. Estaban jugando hasta la última pizca de sus fuerzas y Gato Maltés había dejado la portería sin defender para unirse a ellos. Lut yens le había dado todas las órdenes para que pudiera llevarle de regreso, pero era la primera vez en su carrera que el pequeño y sabio caballo gris jugaba al polo bajo su propia responsabilidad, e iba a aprovecharla al máximo.
-¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó Hughes cuando Gato cruzó por delante de él y corrió tras un Archangel.
-Gato se encarga... ¡preocúpate del gol! -gritó Lut yens, e inclinándose hacia adelante golpeó la pelota de lleno y la siguió, obligando a los Archangel a dirigirse a su propia portería.
-Sin fútbol -dijo Gato-. Mantened la pelota cerca de los límites y obstaculizadles. Jugad en orden abierto y empujadles hasta los límites.

La pelota voló formando grandes diagonales a uno y otro lado del campo, y siempre que se detenía y un golpe la acercaba a los límites, los caballos del Archan gel se movían con rigidez. No les gustaba dirigirse contra un muro de hombres y carruajes, aunque de haber jugado en campo abierto podrían haber girado sobre una moneda de seis peniques.

-Empujadles hacia los lados -dijo Gato-. Mante nedles cerca de la multitud. Odian los carros. Shikast, oblígales a mantenerse por este lado.

Shikast con Powell se situó a la izquierda y a la de recha tras la pelea de una escaramuza abierta, y cada vez que golpeaban la pelota alejándola Shikast galopa ba sobre ella en un ángulo tal que Powell se veía obli gado a golpearla hacia los límites; y cuando la multi tud se había apartado de ese lado, Lutyens enviaba la pelota a otro, y Shikast se deslizaba desesperadamente tras ella hasta que llegaban sus amigos para ayudarla. En esa ocasión se trataba de billar, no de fútbol: billar en el agujero de una esquina; y los tacos no estaban bien entizados.

-Si nos cogen en medio del campo se alejarán de nosotros. Driblad la pelota hacia los lados -gritó Gato.
Así que la driblaron a lo largo de los límites, donde un caballo no podía acercarse hacia su lado derecho; los Archangel estaban furiosos y los árbitros tenían que olvidarse del juego para gritar a la gente que retro cediera, mientras varios policías montados intentaban torpemente restaurar el orden, siempre muy cerca de la escaramuza, y los nervios de los caballos del Archan gel se tensaban y se rompían como si estuvieran he chos de tela de araña. En cinco o seis ocasiones un Archangel golpeó la pelota llevándola hacia el centro del campo, y en cada ocasión el atento Shikast daba a Powell la oportunidad de devolverla, y tras cada retroceso, cuando se había asentado el polvo, los espectadores podían ver que los Skidar habían avanzado algunos metros. De vez en cuando los espectadores gritaban «¡Apar taos! ¡Fuera del lateral!»; pero los equipos estaban de masiado atareados para prestar atención y los árbitros hacían todo lo que podían para mantener a sus enlo quecidos caballos lejos de la lucha.

Finalmente Lutyens erró un golpe corto y fácil y los Skidar tuvieron que regresar volando, atropellada mente, para proteger su portería, siguiendo a Shikast. Powell detuvo la pelota con un golpe de revés cuando no estaba ni a cuarenta y cinco metros de los postes de la portería, y Shikast dio la vuelta con un tirón que casi hace caerse de su silla a Powell.

-Ahora es nuestra última oportunidad -dijo Gato girando como un abejorro clavado con una aguja-. Tenemos que sobrepasarles, adelante.

Lutyens sintió que el caballito respiraba profunda mente y, por así decirlo, se encogía bajo su jinete. La pelota daba saltos hacia el margen derecho, y un Ar changel cabalgaba hacia ella azuzando al caballo con las dos espuelas y el látigo; pero ni espuelas ni látigo harían que su caballo se estirara al acercarse la multi tud. Gato Maltés le pasó bajo su mismo hocico, reco giendo bruscamente los cuartos traseros pues no había un centímetro que desperdiciar entre éstos y el bocado del otro caballo. Fue una exhibición tan clara como la del patinaje artístico. Lutyens golpeó con toda la fuer za que le quedaba, pero el mazo le resbaló un poco en la mano y la pelota salió hacia la izquierda en lugar de quedarse junto al margen. Who's Who estaba muy le jos, y pensaba concentrado mientras galopaba. Zanca da a zancada repitió las maniobras de Gato, con otro caballo del Archangel, quitándole la pelota de debajo de la brida y salvando a su oponente por media frac ción de centímetro, pues Who's Who se encontraba detrás. Entonces se lanzó hacia la derecha mientras Gato Maltés surgía por la izquierda; y Bamboo sostu vo una trayectoria media exactamente entre ellos. Los tres estaban haciendo una especie de ataque en forma de flecha ancha gubernamental#; sólo había un Ar changel para defender la portería, pero inmediata mente detrás de ellos los otros tres Archangel corrían todo lo que podían y con ellos se mezcló Powell, im pulsando a Shikast en lo que pensaba era su última es peranza. Hace falta un hombre muy bueno para resistir el empuje de siete caballos enloquecidos en el último tiempo de una final de copa, cuando los hombres corren como si les fuera en ello la vida y los caballos es tán delirantes. El defensa del Archangel falló el golpe y se apartó justo a tiempo para dejar pasar el tropel. Bamboo y Who's Who acortaron la zancada para dejar espacio a Gato Maltés, y Lutyens consiguió el gol con un golpe limpio y suave que se escuchó en todo el campo. Pero no había manera de detener a los caba llos. Traspasaron los postes de la portería en una mul titud mezclada, juntos ganadores y perdedores, pues la velocidad había sido terrible. Gato Maltés sabía por experiencia lo que sucedería, y para salvar a Lutyens giró a la derecha con un último esfuerzo que le magu lló un tendón trasero más allá de lo que era posible cu rar. Al hacerlo oyó que el poste derecho se rompía al chocar contra él un caballo: se agrietó, se astilló y cayó como un mástil. Estaba serrado por tres partes por si había algún accidente, pero aun así hizo volcar al caba llo, que chocó con otro, el cual chocó contra el poste de la izquierda y entonces todo fue confusión, polvo y madera. Bamboo estaba tumbado en el suelo viendo las estrellas; un caballo del Archangel rodaba a su lado, enfadado y sin aliento; Shikast se había sentado como un perro para no caer sobre los otros y se deslizaba so bre su cola cortada en medio de una nube de polvo; Powell estaba sentado en el suelo, golpeándolo con el mazo y tratando de animar a todos. Los demás grita ban con lo que les quedaba de voz, y los hombres que habían sido derribados también gritaban. En cuanto los espectadores vieron que nadie había salido herido, diez mil nativos e ingleses gritaron y aplaudieron, y antes de que nadie pudiera detenerlos los gaiteros del Skidar entraron en el campo arrastrando detrás a to dos los hombres y oficiales nativos, y marcharon arri ba y abajo tocando una salvaje melodía del norte lla mada «Zakhme Bagan», y entre el estrépito de las gaitas y los agudos gritos de los nativos se podía escu char a la banda de Archangel que martilleaba «Son unos chicos excelentes» y luego reprochaban al equipo perdedor: «¡Ooh, Kafoozalum! ¡Kafoozalum! ¡Kafoo zalum!»

Además de todas estas cosas, y otras muchas, había un comandante en jefe, y un inspector general de ca ballería, y el principal oficial veterinario de toda India que, en pie sobre un coche del regimiento, gritaban como escolares; y brigadieres, coroneles, comisiona dos y cientos de hermosas damas se unían al coro. Pero Gato Maltés estaba con la cabeza agachada, pregun tándose cuántas patas le quedarían; y Lutyens vio a los hombres y a los caballos apartarse de los restos de los dos postes y palmeó muy tiernamente a Gato.

-Diría yo... -dijo el capitán del Archangel escu piendo un guijarro que llevaba en la boca-. ¿Acepta rías tres mil por ese caballo... tal como está?
-No, muchas gracias. Tengo la idea de que me ha salvado la vida -respondió Lutyens descabalgando y tumbándose en el suelo cuan largo era. Los dos equi pos estaban también en el suelo, lanzando sus botas al aire, tosiendo y respirando profundamente, mientras llegaban corriendo los saises para llevarse los caballos, y un aguador oficioso rociaba a los jugadores con agua sucia hasta que se sentaron.
-¡Por mi tía! -exclamó Powell frotándose la espal da y mirando los tocones de lo que habían sido dos postes-. ¡Esto sí que fue un partido!

Aquella noche, en la cena de gala, volvieron a ju garlo, un golpe tras otro, cuando la Copa del Abierto se llenó y pasó alrededor de la mesa, y se vació y volvió a llenar, y todos hicieron los discursos más elocuentes. Hacia las dos de la mañana, cuando debía llegar el mo mento de cantar un poco, una cabeza pequeña, sabia y gris miró por la puerta abierta.

-¡Hurra! Que entre -dijeron los Archangel; y su sais, que estaba verdaderamente feliz, palmeó a Gato Maltés en el costado, y cojeando entró bajo el resplan dor de la luz y los brillantes uniformes, buscando a Lutyens. Estaba habituado a los comedores, los dor mitorios y otros lugares en los que no solían entrar ca ballos, y en su juventud había saltado una mesa de co medor por una apuesta. Por eso se comportó con gran cortesía, comió pan untado en sal y fue acariciado por toda la mesa, moviéndose cautelosamente. Los hom bres bebieron a su salud porque había hecho más por ganar la Copa que cualquier otro hombre o caballo que pisara el campo.

Tenía gloria y honor suficientes para el resto de sus días, y Gato Maltés no se quejó demasiado cuando el cirujano veterinario dijo que ya no serviría más para el polo. Cuando Lutyens se casó, su esposa no le permi tió seguir jugando, por lo que se vio obligado a con vertirse en árbitro; y su caballo en esas ocasiones era un gris salpicado con pulcra cola de polo, cojo, pero desesperadamente rápido sobre sus patas, al que todo el mundo conocía como el Pasado Pluscuamperfecto Prestísimo Jugador de Polo".

Rudyard Kipling

"La Lotería"

"La mañana del 27 de junio amaneció clara y soleada con el calor lozano de un día de pleno estío; las plantas mostraban profusión de flores y la hierba tenía un verdor intenso. La gente del pueblo empezó a congregarse en la plaza, entre la oficina de correos y el banco, alrededor de las diez; en algunos pueblos había tanta gente que la lotería duraba dos días y tenía que iniciarse el día 26, pero en aquel pueblecito, donde apenas había trescientas personas, todo el asunto ocupaba apenas un par de horas, de modo que podía iniciarse a las diez de la mañana y dar tiempo todavía a que los vecinos volvieran a sus casas a comer.

Los niños fueron los primeros en acercarse, por supuesto. La escuela acababa de cerrar para las vacaciones de verano y la sensación de libertad producía inquietud en la mayoría de los pequeños; tendían a formar grupos pacíficos durante un rato antes de romper a jugar con su habitual bullicio, y sus conversaciones seguían girando en torno a la clase y los profesores, los libros y las reprimendas. Bobby Martin ya se había llenado los bolsillos de piedras y los demás chicos no tardaron en seguir su ejemplo, seleccionando las piedras más lisas y redondeadas; Bobby, Harry Jones y Dickie Delacroix acumularon finalmente un gran montón de piedras en un rincón de la plaza y lo protegieron de las incursiones de los otros chicos. Las niñas se quedaron aparte, charlando entre ellas y volviendo la cabeza hacia los chicos, mientras los niños más pequeños jugaban con la tierra o se agarraban de la mano de sus hermanos o hermanas mayores.
Pronto empezaron a reunirse los hombres, que se dedicaron a hablar de sembrados y lluvias, de tractores e impuestos, mientras vigilaban a sus hijos. Formaron un grupo, lejos del montón de piedras de la esquina, y se contaron chistes sin alzar la voz, provocando sonrisas más que carcajadas. Las mujeres, con descoloridos vestidos de andar por casa y jerséis finos, llegaron poco después de sus hombres. Se saludaron entre ellas e intercambiaron apresurados chismes mientras acudían a reunirse con sus maridos. Pronto, las mujeres, ya al lado de sus maridos, empezaron a llamar a sus hijos y los pequeños acudieron a regañadientes, después de la cuarta o la quinta llamada. Bobby Martin esquivó, agachándose, la mano de su madre cuando pretendía agarrarle y volvió corriendo, entre risas, hasta el montón de piedras. Su padre le llamó entonces con voz severa y Bobby regresó enseguida, ocupando su lugar entre su padre y su hermano mayor. La lotería —igual que los bailes en la plaza, el club juvenil y el programa de la fiesta de Halloween— era dirigida por el señor Summers, que tenía tiempo y energía para dedicarse a las actividades cívicas.

El señor Summers era un hombre jovial, de cara redonda, que llevaba el negocio del carbón, y la gente se compadecía de él porque no había tenido hijos y su mujer era una gruñona. Cuando llegó a la plaza portando la caja negra de madera, se levantó un murmullo entre los vecinos y el señor Summers dijo: «Hoy llego un poco tarde, amigos». El administrador de correos, el señor Graves, venía tras él cargando con un taburete de tres patas, que colocó en el centro de la plaza y sobre el cual instaló la caja negra el señor Summers. Los vecinos se mantuvieron a distancia, dejando un espacio entre ellos y el taburete, y cuando el señor Summers preguntó: «¿Alguno de vosotros quiere echarme una mano?», se produjo un instante de vacilación hasta que dos de los hombres, el señor Martin y su hijo mayor, Baxter, se acercaron para sostener la caja sobre el taburete mientras él revolvía los papeles del interior.

Los objetos originales para el juego de la lotería se habían perdido hacía mucho tiempo y la caja negra que descansaba ahora sobre el taburete llevaba utilizándose desde antes incluso de que naciera el viejo Warner, el hombre de más edad del pueblo. El señor Summers hablaba con frecuencia a sus vecinos de hacer una caja nueva, pero a nadie le gustaba modificar la tradición que representaba aquella caja negra. Corría la historia de que la caja actual se había realizado con algunas piezas de la caja que la había precedido, la que habían construido las primeras familias cuando se instalaron allí y fundaron el pueblo. Cada año, después de la lotería, el señor Summers empezaba a hablar otra vez de hacer una caja nueva, pero cada año el asunto acababa difuminándose sin que se hiciera nada al respecto. La caja negra estaba cada vez más gastada y ya ni siquiera era completamente negra, sino que le había saltado una gran astilla en uno de los lados, dejando a la vista el color original de la madera, y en algunas partes estaba descolorida o manchada. El señor Martin y su hijo mayor, Baxter, sujetaron con fuerza la caja sobre el taburete hasta que el señor Summers hubo revuelto a conciencia los papeles con sus manos. Dado que la mayor parte del ritual se había eliminado u olvidado, el señor Summers había conseguido que se sustituyeran por hojas de papel las fichas de madera que se habían utilizado durante generaciones.

Según había argumentado el señor Summers, las fichas de madera habían sido muy útiles cuando el pueblo era pequeño, pero ahora que la población había superado los tres centenares de vecinos y parecía en trance de seguir creciendo, era necesario utilizar algo que cupiera mejor en la caja negra. La noche antes de la lotería, el señor Summers y el señor Graves preparaban las hojas de papel y las introducían en la caja, que trasladaban entonces a la caja fuerte de la compañía de carbones del señor Summers para guardarla hasta el momento de llevarla a la plaza, la mañana siguiente. El resto del año, la caja se guardaba a veces en un sitio, a veces en otro; un año había permanecido en el granero del señor Graves y otro año había estado en un rincón de la oficina de correos y, a veces, se guardaba en un estante de la tienda de los Martin y se dejaba allí el resto del año.

Había muchos detalles a cumplimentar antes de que el señor Summers declarara abierta la lotería. Por ejemplo, había que confeccionar las listas de cabezas de familia, de cabezas de las casas que constituían cada familia, y de los miembros de cada casa. También debía tomarse el oportuno juramento al señor Summers como encargado de dirigir el sorteo, por parte del administrador de correos. Algunos vecinos recordaban que, en otro tiempo, el director del sorteo hacía una especie de exposición, una salmodia rutinaria y discordante que se venía recitando año tras año, como mandaban los cánones. Había quien creía que el director del sorteo debía limitarse a permanecer en el estrado mientras la recitaba o cantaba, mientras otros opinaban que tenía que mezclarse entre la gente, pero hacía muchos años que esa parte de la ceremonia se había eliminado. También se decía que había existido una salutación ritual que el director del sorteo debía utilizar para dirigirse a cada una de las personas que se acercaban para extraer la papeleta de la caja, pero también esto se había modificado con el tiempo y ahora sólo se consideraba necesario que el director dirigiera algunas palabras a cada participante cuando acudía a probar su suerte. El señor Summers tenía mucho talento para todo ello; luciendo su camisa blanca impoluta y sus pantalones tejanos, con una mano apoyada tranquilamente sobre la caja negra, tenía un aire de gran dignidad e importancia mientras conversaba interminablemente con el señor Graves y los Martin.

En el preciso instante en que el señor Summers terminaba de hablar y se volvía hacia los vecinos congregados, la señora Hutchinson apareció a toda prisa por el camino que conducía a la plaza, con un suéter sobre los hombros, y se añadió al grupo que ocupaba las últimas filas de asistentes.

—Me había olvidado por completo de qué día era —le comentó a la señora Delacroix cuando llegó a su lado, y las dos mujeres se echaron a reír por lo bajo—. Pensaba que mi marido estaba en la parte de atrás de la casa, apilando leña —prosiguió la señora Hutchinson—, y entonces he mirado por la ventana y he visto que los niños habían desaparecido de la vista; entonces he recordado que estábamos a veintisiete y he venido corriendo.

Se secó las manos en el delantal y la señora Delacroix respondió:

—De todos modos, has llegado a tiempo. Todavía están con los preparativos.

La señora Hutchinson estiró el cuello para observar a la multitud y localizó a su marido ya sus hijos casi en las primeras filas. Se despidió de la señora Delacroix con unas palmaditas en el brazo y empezó a abrirse paso entre la multitud. La gente se apartó con aire festivo para dejarla avanzar; dos o tres de los presentes murmuraron, en voz lo bastante alta como para que les oyera todo el mundo: «Ahí viene tu mujer, Hutchinson», y, «Finalmente se ha presentado, Bill». La señora Hutchinson llegó hasta su marido y el señor Summers, que había estado esperando a que lo hiciera, comentó en tono jovial:

—Pensaba que íbamos a tener que empezar sin ti, Tessie.
—No querría que dejara los platos sin lavar en el fregadero, ¿verdad, Joe? —respondió la señora Hutchinson con una sonrisa, provocando una ligera carcajada entre los presentes, que volvieron a ocupar sus anteriores posiciones tras la llegada de la mujer.
—Muy bien —anuncié sobriamente el señor Summers—, supongo que será mejor empezar de una vez para acabar lo antes posible y volver pronto al trabajo. ¿Falta alguien?
—Dunbar —dijeron varias voces—. Dunbar, Dunbar.

El señor Summers consultó la lista.

—Clyde Dunbar —comenté—. Es cierto. Tiene una pierna rota, ¿no es eso? ¿Quién sacará la papeleta por él?
—Yo, supongo —respondió una mujer, y el señor Summers se volvió hacia ella.
—La esposa saca la papeleta por el marido —anunció el señor Summers, y añadió—: ¿No tienes ningún hijo mayor que lo haga por ti, Janey?

Aunque el señor Summers y todo el resto del pueblo conocían perfectamente la respuesta, era obligación del director del sorteo formular tales preguntas oficialmente. El señor Summers aguardó con expresión atenta la contestación de la señora Dunbar.

—Horace no ha cumplido aún los dieciséis —explicó la mujer con tristeza—. Me parece que este año tendré que participar yo por mi esposo.
—De acuerdo —asintió el señor Summers. Efectué una anotación en la lista que sostenía en las manos y, luego, preguntó—: ¿El chico de los Watson sacará papeleta este año?

Un muchacho de elevada estatura alzó la mano entre la multitud.

—Aquí estoy —dijo--. Voy a jugar por mi madre y por mí.

El chico parpadeó, nervioso, y escondió la cara mientras varias voces de la muchedumbre comentaban en voz alta: «Buen chico, Jack», y, «Me alegro de ver que tu madre ya tiene un hombre que se ocupe de hacerlo».

—Bien —dijo el señor Summers—, creo que ya estamos todos. ¿Ha venido el viejo Warner?
—Aquí estoy —dijo una voz, y el señor Summers asintió.

Un súbito silencio cayó sobre los reunidos mientras el señor Summers carraspeaba y contemplaba la lista.

—¿Todos preparados? —preguntó—. Bien, voy a leer los nombres (los cabezas de familia, primero) y los hombres se adelantarán para sacar una papeleta de la caja. Guardad la papeleta cerrada en la mano, sin mirarla hasta que todo el mundo tenga la suya. ¿Está claro?

Los presentes habían asistido tantas veces al sorteo que apenas prestaron atención a las instrucciones; la mayoría de ellos permaneció tranquila y en silencio, humedeciéndose los labios y sin desviar la mirada del señor Summers. Por fin, éste alzó una mano y dijo, «Adams». Un hombre se adelantó a la multitud. «Hola, Steve’>, le saludó el señor Summers. «Hola, Joe», le respondió el señor Adams. Los dos hombres intercambiaron una sonrisa nerviosa y seca; a continuación, el señor Adams introdujo la mano en la caja negra y sacó un papel doblado. Lo sostuvo con firmeza por una esquina, dio media vuelta y volvió a ocupar rápidamente su lugar entre la multitud, donde permaneció ligeramente apartado de su familia, sin bajar la vista a la mano donde tenía la papeleta.

—Allen —llamó el señor Summers—. Anderson... Bentham.
—Ya parece que no pasa el tiempo entre una lotería y la siguiente —comentó la señora Delacroix a la señora Graves en las filas traseras—. Me da la impresión de que la última fue apenas la semana pasada.
—Desde luego, el tiempo pasa volando —asintió la señora Graves.
—Clark... Delacroix...
—Allá va mi marido —comentó la señora Delacroix, conteniendo la respiración mientras su esposo avanzaba hacia la caja.
—Dunbar —llamó el señor Summers, y la señora Dunbar se acercó con paso firme mientras una de las mujeres exclamaba: «Animo, Janey>’, y otra decía: «Allá va».
—Ahora nos toca a nosotros —anunció la señora Graves y observó a su marido cuando éste rodeó la caja negra, saludó al señor Summers con aire grave y escogió una papeleta de la caja. A aquellas alturas, entre los reunidos había numerosos hombres que sostenían entre sus manazas pequeñas hojas de papel, haciéndolas girar una y otra vez con gesto nervioso. La señora Dunbar y sus dos hijos estaban muy juntos; la mujer sostenía la papeleta.
—Harburt... Hutchinson...
—Vamos allá, Bill —dijo la señora Hutchinson, y los presentes cercanos a ella soltaron una carcajada.
—Jones...
—Dicen que en el pueblo de arriba están hablando de suprimir la lotería —comentó el señor Adams al viejo Warner. Este soltó un bufido y replicó:
—Hatajo de estúpidos. Si escuchas a los jóvenes, nada les parece suficiente. A este paso, dentro de poco querrán que volvamos a vivir en cavernas, que nadie trabaje más y que vivamos de ese modo. Antes teníamos un refrán que decía: «La lotería en verano, antes de recoger el grano». A este paso, pronto tendremos que alimentarnos de bellotas y frutos del bosque. La lotería ha existido siempre —añadió, irritado—. Ya es suficientemente terrible tener que ver al joven Joe Summers ahí arriba, bromeando con todo el mundo.
—En algunos lugares ha dejado de celebrarse la lotería —apuntó la señora Adams.
—Eso no traerá más que problemas —insistió el viejo Warner, testarudo—. Hatajo de jóvenes estúpidos.
—Martin... —Bobby Martin vio avanzar a su padre.— Overdyke... Percy...
—Ojalá se den prisa —murmuró la señora Dunbar a su hijo mayor—. Ojalá acaben pronto.
—Ya casi han terminado —dijo el muchacho.
—Prepárate para ir corriendo a informar a tu padre —le indicó su madre.

El señor Summers pronunció su propio apellido, dio un paso medido hacia adelante y escogió una papeleta de la caja. Luego, llamó a Warner.

—Llevo sesenta y siete años asistiendo a la lotería —proclamó el señor Warner mientras se abría paso entre la multitud—. Setenta y siete loterías.
—Watson... —El muchacho alto se adelantó con andares desgarbados. Una voz exhortó: «No te pongas nervioso, muchacho», y el señor Summers añadió: «Tómate el tiempo necesario, hijo». Después, cantó el último nombre.
—Zanini...

Tras esto se produjo una larga pausa, una espera cargada de nerviosismo hasta que el señor Summers, sosteniendo en alto su papeleta, murmuró:

—Muy bien, amigos.

Durante unos instantes, nadie se movió; a continuación, todos los cabezas de familia abrieron a la vez la papeleta. De pronto, todas las mujeres se pusieron a hablar a la vez:

—Quién es? ¿A quién le ha tocado? ¿A los Dunbar? ¿A los Watson?

Al cabo de unos momentos, las voces empezaron a decir:

—Es Hutchinson. Le ha tocado a Bill Hutchinson.
—Ve a decírselo a tu padre —ordenó la señora Dunbar a su hijo mayor.

Los presentes empezaron a buscar a Hutchinson con la mirada. Bill Hutchinson estaba inmóvil y callado, contemplando el papel que tenía en la mano. De pronto, Tessie Hutchinson le gritó al señor Summers:

—No le has dado tiempo a escoger qué papeleta quería! Te he visto, Joe Summers. ¡No es justo!
—Tienes que aceptar la suerte, Tessie —le replicó la señora Delacroix, y la señora Graves añadió:
—Todos hemos tenido las mismas oportunidades.
—Vamos, Tessie, cierra el pico! —intervino Bill Hutchinson.
—Bueno —anunció, acto seguido, el señor Summers—. Hasta aquí hemos ido bastante deprisa y ahora deberemos apresurarnos un poco más para terminar a tiempo. —Consultó su siguiente lista y añadió:— Bill, tú has sacado la papeleta por la familia Hutchinson. ¿Tienes alguna casa más que pertenezca a ella?
—Están Don y Eva —exclamó la señora Hutchinson con un chillido—. ¡Ellos también deberían participar!
—Las hijas casadas entran en el sorteo con las familias de sus maridos, Tessie —replicó el señor Summers con suavidad—. Lo sabes perfectamente, como todos los demás.
—No ha sido justo —insistió Tessie.
—Me temo que no —respondió con voz abatida Bill Hutchinson a la anterior pregunta del director del sorteo—. Mi hija juega con la familia de su esposo, como está establecido. Y no tengo más familia que mis hijos pequeños.
—Entonces, por lo que respecta a la elección de la familia, ha correspondido a la tuya —declaró el señor Summers a modo de explicación—. Y, por lo que respecta a la casa, también corresponde a la tuya, ¿no es eso?
—Sí —respondió Bill Hutchinson.
—Cuántos chicos tienes, Bill? —preguntó oficialmente el señor Summers.
—Tres —declaró Bill Hutchinson—. Está mi hijo, Bill, y Nancy y el pequeño Dave. Además de Tessie y de mi, claro.
—Muy bien, pues —asintió el señor Summers—. ¿Has recogido sus papeletas, Harry?

El señor Graves asintió y mostró en alto las hojas de papel.

—Entonces, ponlas en la caja —le indicó el señor Summers—. Coge la de Bill y colócala dentro.
—Creo que deberíamos empezar otra vez —comentó la señora Hutchinson con toda la calma posible—. Os digo que no es justo. Bill no ha tenido tiempo para escoger qué papeleta quería. Todos lo habéis visto.

El señor Graves había seleccionado cinco papeletas y las había puesto en la caja. Salvo éstas, dejó caer todas las demás al suelo, donde la brisa las impulsó, esparciéndolas por la plaza.

—Escuchadme todos! —seguía diciendo la señora Rutchinson a los vecinos que la rodeaban.
—¿Preparado, Bill? —inquirió el señor Summers, y Bill Hutchinson asintió, después de dirigir una breve mirada a su esposa y a sus hijos.
—Recordad —continuó el director del sorteo—: Sacad una papeleta y guardadla sin abrir hasta que todos tengan la suya. Harry, tú ayudarás al pequeño Dave. —El señor Graves tomó de la manita al niño, que se acercó a la caja con él sin ofrecer resistencia.— Saca un papel de la caja, Davy—le dijo el señor Summers. Davy introdujo la mano donde le decían y soltó una risita—. Saca sólo un papel —insistió el señor Summers—. Harry, ocúpate tú de guardarlo.

El señor Graves tomó la mano del niño y le quitó el papel de su puño cerrado; después, lo sostuvo en alto mientras el pequeño Dave se quedaba a su lado, mirándole con aire de desconcierto.

—Ahora, Nancy —anunció el señor Summers. Nancy tenía doce años y a sus compañeros de la escuela se les aceleró la respiración mientras se adelantaba, agarrándose la falda, y extraía una papeleta con gesto delicado—. Bill, hijo —dijo el señor Summers, y Billy, con su rostro sonrojado y sus pies enormes, estuvo a punto de volcar la caja cuando sacó su papeleta—. Tessie...

La señora Hutchinson titubeó durante unos segundos, mirando a su alrededor con aire desafiante y luego apretó los labios y avanzó hasta la caja. Extrajo una papeleta y la sostuvo a su espalda.

—Bill… —dijo por último el señor Summers, y Bill Hutchinson metió la mano en la caja y tanteó el fondo antes de sacarla con el último de los papeles.

Los espectadores habían quedado en silencio.

—Espero que no sea Nancy —cuchicheó una chica, y el sonido del susurro llegó hasta el más alejado de los reunidos.
—Antes, las cosas no eran así —comentó abiertamente el viejo Warner—. Y la gente tampoco es como en otros tiempos.
—Muy bien —dijo el señor Summers—. Abrid las papeletas. Tú, Harry, abre la del pequeño Dave.
El señor Graves desdobló el papel y se escuchó un suspiro general cuando lo mostró en alto y todos comprobaron que estaba en blanco. Nancy y Bill, hijo, abrieron los suyos al mismo tiempo y los dos se volvieron hacia la multitud con expresión radiante, agitando sus papeletas por encima de la cabeza.
—Tessie... —indicó el señor Summers. Se produjo una breve pausa y, a continuación, el director del sorteo miró a Bill Hutchinson. El hombre desdobló su papeleta y la enseñó. También estaba en blanco.
—Es Tessie —anunció el señor Summers en un susurro—. Muéstranos su papel, Bill. Bill Hutchinson se acercó a su mujer y le quitó la papeleta por la fuerza. En el centro de la hoja había un punto negro, la marca que había puesto el señor Summers con el lápiz la noche anterior, en la oficina de la compañía de carbones. Bill Hutchinson mostró en alto la papeleta y se produjo una reacción agitada entre los congregados.
—Bien, amigos —proclamó el señor Summers—, démonos prisa en terminar.

Aunque los vecinos habían olvidado el ritual y habían perdido la caja negra original, aún mantenían la tradición de utilizar piedras. El montón de piedras que los chicos habían reunido antes estaba preparado y en el suelo; entre las hojas de papel que habían extraído de la caja, había más guijarros. La señora Delacroix escogió una piedra tan grande que tuvo que levantarla con ambas manos y se volvió hacia la señora Dunbar.

—Vamos —le dijo—. Date prisa.

La señora Dunbar sostenía una piedra de menor tamaño en cada mano y murmuró, entre jadeos:

—No puedo apresurarme más. Tendrás que adelantarte. Ya te alcanzaré.

Los niños ya tenían su provisión de guijarros y alguien le puso en la mano varias piedrecitas al pequeño Davy Hutchinson. Tessie Hutchinson había quedado en el centro de una zona despejada y extendió las manos con gesto desesperado mientras los vecinos avanzaban hacia ella.

—¡No es justo! —exclamó.

Una piedra la golpeó en la sien.

—¡Vamos, vamos, todo el mundo! —gritó el viejo Warner. Steve Adams estaba al frente de la multitud de vecinos, con la señora Graves a su lado.
—¡No es justo! ¡No hay derecho! —siguió exclamando la señora Hutchinson e, instantes después, todo el pueblo cayó sobre ella".

Shirley Jackson

miércoles, 19 de agosto de 2015

"El Fuego de Asurbanipal"

"Yar Alí deslizó cuidadosamente su mirada a lo largo del cañón azul de su Lee Enfield, se encomendó a Alá y atravesó con una bala el cerebro de uno de aquellos jinetes.

—¡Allaho akbar! —El gran afgano gritó de alegría, al tiempo que agitaba su arma por encima de la cabeza—. ¡Dios es grande! Por Alá, sahib, acabo de enviar al infierno a otro de esos perros.

Su compañero miró a lo lejos asomándose cautelosamente por encima del borde del agujero que, con sus propias manos, habían excavado en la arena. Era un americano delgado y fuerte llamado Steve Clarney.

—Buen trabajo, viejo colega —dijo—. Quedan cuatro. Mira: se retiran.

Los jinetes, ataviados de blanco, cabalgaban curiosamente los cuatro juntos, como si estuviesen en un conciliábulo, manteniéndose fuera del alcance de las balas. Eran siete cuando se encontraron por primera vez con los dos camaradas, pero las balas de los dos rifles que asomaban por el agujero de arena resultaron mortales.

—Mire, sahib: abandonan la lucha.

Yar Alí se levantó y gritó insultándolos y burlándose de ellos. Uno de los jinetes se dio la vuelta y disparó. La bala levantó la arena a unos treinta pies del agujero.

—Disparan como traidores —dijo Yar Alí con complaciente autoestima—. Por Alá, ¿vio cómo ese cerdo se revolvió en la silla en cuanto asomé la cabeza? ¡Vamos, sahib, corramos tras ellos y acabemos con ellos!

Sin prestar atención a esta insensata y violenta propuesta —sabía que era una de las reacciones propias de la naturaleza afgana— Steve se levantó, se sacudió el polvo de sus ropas, miró hacia los jinetes, que ahora no eran más que pequeñas manchas blancas en el horizonte, y dijo pensativo:

—Esos tipos cabalgan como si tramasen algo, no como gente que huye del combate.
—Ya —corroboró Yar Alí sin pensárselo, y sin ver ninguna inconsistencia entre esta actitud de ahora y su anterior sugerencia sedienta de sangre—, seguramente buscan reencontrarse con algunos camaradas más, son bandidos que no dejan su presa fácilmente. Haríamos bien yéndonos de aquí rápidamente, sahib Steve. Volverán, puede que en unas horas, o tal vez en unos días, todo depende de lo lejos que esté el oasis de su tribu, pero volverán. Quieren nuestras armas y nuestras vidas.

El afgano sacó el casquillo vacío e introdujo un único cartucho en el cargador del rifle.

—Mire, es mi última bala, sahib.

Steve levantó la cabeza y asintió.

—A mí me quedan tres.

Los asaltantes que habían abatido fueron despojados de las armas y de cualquier cosa de valor por sus propios compañeros. No tenía ningún sentido registrar los cuerpos en busca de más munición. Steve cogió su cantimplora y la sacudió. No quedaba demasiada agua. Sabía perfectamente que Yar Alí tenía sólo un poco más que él, a pesar de que el gran afridi, criado en una tierra árida y estéril, estaba acostumbrado a este clima y necesitaba menos agua que el americano. Y eso que Steve era, desde el punto de vista del hombre blanco, fuerte y resistente como un lobo. Mientras inclinaba la cantimplora y bebía un poco, Steve repasó mentalmente la sucesión de circunstancias que los habían conducido hasta esta situación. Viajeros sin rumbo fijo, soldados de fortuna unidos por la casualidad y por una admiración mutua, él y Yar Alí habían vagado desde la India hasta el Turquestán y Persia. Formaban una curiosa y sorprendente pareja, pero con unas grandes posibilidades. Guiados por su incansable e innata necesidad de viajar, el único objetivo para el cual se habían conjurado, y en ocasiones hasta llegaron a creérselo, era hacerse con algún tesoro tan desconocido como impreciso, una especie de olla llena de oro al final de un arco iris que todavía no se había formado.

Fue entonces, en la antigua Shiraz, cuando oyeron hablar del Fuego de Asurbanipal. La historia les vino por boca de un viejo mercader persa que apenas creía la mitad de lo que les estaba contando. Oían la historia que él a su vez había oído, de joven, entre las vacilaciones propias del delirio. Cincuenta años antes, había estado en una caravana que viajaba por la costa sur del Golfo Pérsico, la ruta del comercio de perlas, y que persiguió la leyenda de una extraña perla que estaba lejos, en medio del desierto. La perla, que se rumoreaba que fue hallada por un buceador y robada por un sheik del interior, no la encontraron, pero se tropezaron con un turco que agonizaba a causa del hambre, la sed y una herida de bala en el muslo. Antes de morir habló, de manera poco inteligible, acerca de la historia de una lejana ciudad muerta, construida con piedra negra entre las perdidas arenas del desierto en dirección al oeste, y de una resplandeciente gema guardada entre los dedos de un esqueleto sentado en un viejo trono. No se había atrevido a traerla consigo a causa del todopoderoso horror que dominaba aquel sitio, y la sed le llevó de nuevo hacia el desierto, donde los beduinos le persiguieron e hirieron. Aún así, consiguió escapar, cabalgando hasta que su caballo desfalleció. El turco murió sin llegar a decir cómo había conseguido llegar a la mítica ciudad, pero el viejo mercader pensaba que debía venir del noroeste; seguramente se trataría de un desertor del ejército turco que intentaba desesperadamente alcanzar el Golfo.

Los hombres de la caravana ni siquiera intentaron adentrarse más en el desierto en busca de la ciudad. Según las palabras del viejo mercader, todos pensaban que esa ciudad no era otra que la antigua, muy antigua Ciudad del Mal de que hablaba el Necronomicón del árabe loco Alhazred; la ciudad de los muertos sobre la cual pesaba una vieja maldición. Había varias leyendas que se referían a esta ciudad con nombres diferentes: los árabes la llamaban Beled-el Djinn, la Ciudad de los Demonios, y los turcos la conocían como Kara-Shehr, la Ciudad Negra. Asimismo, la fabulosa gema no era otra que una piedra preciosa que perteneció a un rey hace ya mucho tiempo, un rey que para los griegos era Sardanápalo y para los pueblos semíticos Asurbanipal. La historia fascinó inmediatamente a Steve. A pesar de que él mismo reconocía que sería, sin duda, uno de los miles de mitos falsos creados en Oriente, aún debía haber alguna posibilidad de que él y Yar Alí diesen con una pista que los condujese hasta esa olla llena de oro que habían estado buscando toda su vida. Además, Yar Alí ya había oído antes algunos rumores acerca de una ciudad escondida entre las arenas. Eran historias que habían seguido a las caravanas que se dirigían al este, a través de las tierras altas del norte de Persia y de las arenas del Turquestán, y que se habían adentrado en el país de las montañas e incluso más allá. Pero siempre eran historias muy vagas, leves rumores sobre una ciudad negra de los djinn oculta entre las neblinas de un desierto poblado de fantasmas.

Entonces, siguiendo el camino de la leyenda, los dos compañeros llegaron desde Shiraz hasta un pueblo de la costa árabe del Golfo Pérsico. Allí tuvieron conocimiento de más detalles gracias a un viejo que de joven había sido pescador de perlas. La vejez le hacía ser extremadamente locuaz y explicó historias que le habían llegado por boca de viajeros de otras tribus, que, a su vez, las habían sacado de los temibles nómadas de las profundas tierras del interior. Y de nuevo Steve y Yar Alí oyeron hablar de la ciudad negra con bestias gigantes esculpidas en la piedra, y con el esqueleto de un sultán que agarraba la fabulosa gema. Y así, sin dejar de tenerse un poco a sí mismo por un pobre tonto engañado, Steve se involucró de pies a cabeza en la increíble historia. Y Yar Alí, convencido de que el conocimiento de todas las cosas está en el regazo de Alá, se fue con él. El poco dinero que tenían apenas les bastó para conseguir un par de camellos y provisiones para una audaz y rápida incursión en lo desconocido. Su único mapa se limitaba a los vagos rumores acerca de la supuesta situación de Kara-Shehr.

Fueron varios días de viaje muy duro, espoleando a los animales y racionando el agua y la comida. Cuando penetraron profundamente en el desierto, se encontraron con una cegadora tormenta de arena durante la cual perdieron los camellos. Después de esto vinieron larguísimas millas de andar dando tumbos a través de las arenas, expuestos a un sol que quemaba todo lo que tocaba y subsistiendo gracias a la cada vez más exigua agua que les quedaba en las cantimploras y a la comida que Yar Alí guardaba en una pequeña bolsa. Ya ni se les pasaba por la cabeza encontrar la mítica ciudad. Continuaron a ciegas, con la esperanza de dar con un manantial por casualidad; sabían que detrás de ellos no había ningún oasis que pudiesen alcanzar a pie. Era una opción desesperada, pero era la única que tenían. Fue entonces cuando se les echó encima un grupo de guerreros ataviados de blanco. Confundiéndose con el horizonte del desierto y desde una trinchera poco profunda y excavada con prisas, los dos aventureros intercambiaron disparos con aquellos jinetes salvajes que consiguieron rodearlos en muy pocos minutos. Las balas de los beduinos saltaban a través de su improvisada fortificación, echándoles arena en los ojos y rozando partes de sus ropas, pero por suerte ninguna les dio. Ése fue el único poco de suerte que tuvieron, pensó Clarney mientras se veía a sí mismo como un loco estúpido. ¡Era todo tan descabellado! ¡Pensar que dos hombres podían desafiar al desierto y sobrevivir, y encima arrancarle de su profundísimo seno los secretos del tiempo! ¡Y esa loca historia del esqueleto que agarra con la mano una fabulosa joya en medio de una ciudad muerta, basura! ¡Vaya mierda! Debía de estar completamente loco para darle crédito a una cosa así, decidió el americano con la lucidez que da el sufrimiento y el peligro.

—Bueno, viejo, —dijo Steve levantando su rifle— vámonos. Es puro azar ver si moriremos de sed o bien decapitados por los hermanos del desierto. En cualquier caso, aquí no hacemos nada.
—Dios proveerá —confirmó Yar Alí alegremente—. El sol se está ocultando. Pronto tendremos encima el frío de la noche. Tal vez aún encontremos agua, sahib. Mire, el terreno cambia hacia el sur.

Clarney miró protegiéndose los ojos de los últimos rayos del sol. Más allá de una llanura, una explanada inerte de varias millas de ancho, la tierra aparecía más escarpada y se evidenciaban unas colinas desiguales y rotas. El americano se echó el rifle al hombro y suspiró.

—Vamos hacia allá; de todas maneras no somos más que comida para los buitres.

El sol desapareció y salió la luna, inundando el desierto de esa extraña luz plateada, una luz que cae desigual y débilmente formando largas ondulaciones, como si un mar se hubiese congelado de repente y apareciese completamente inmóvil. Steve, angustiado salvajemente por una sed que él mismo no había osado aplacar del todo, murmuraba por debajo de su propio aliento. El desierto era maravilloso bajo la luna, tenía la belleza de una Lorelei de mármol que atraía los hombres hacia su propia destrucción. ¡Qué locura! su cerebro lo repetía una y otra vez; el Fuego de Asurbanipal desaparecía entre los laberintos de lo irreal a cada paso que se hundía en la arena. El desierto no era ya simplemente una inmensidad material de tierra, sino las grises brumas de los eones pasados, en cuyas profundidades dormían obsesiones, historias y objetos perdidos. Clarney tropezó y maldijo su suerte; ¿estaba desfalleciendo por fin? Yar Alí se balanceaba rítmicamente con el aparentemente fácil e incansable paso del hombre criado en la montaña, mientras Steve apretaba los dientes animándose a sí mismo para esforzarse más y más. Estaban llegando a la zona escarpada y el camino era cada vez más duro. Barrancos no muy profundos y estrechos desfiladeros cortaban caprichosamente la tierra. La mayoría estaban casi llenos de arena y no había ni el más mínimo rastro de agua.

—Hubo un tiempo en que esta tierra fue un oasis —comentó Yar Alí—. Sólo Alá sabe cuántos siglos hace que la arena se apoderó de ella, de la misma manera que se ha apoderado de muchas ciudades del Turquestán.

Se movían de un lado para otro como cuerpos sin vida en un oscuro paisaje de muerte. La luna se había tornado roja y siniestra mientras se ocultaba en el horizonte, y las sombras de la oscuridad se asentaron en el desierto antes de que llegasen a algún lugar desde donde pudiesen ver qué había más allá de aquella zona tan accidentada. Ahora incluso los pies del afgano empezaban arrastrarse por el camino, y Steve se mantenía en pie sólo gracias a una indomable fuerza de voluntad. Finalmente, consiguieron llegar hasta una especie de cresta desde donde la tierra empezaba a descender en dirección sur.

—Descansemos —dijo Steve—. No hay agua, en esta tierra infernal. Es inútil estar andando todo el rato. Tengo las piernas tiesas como el cañón de un rifle. Soy incapaz de dar otro paso para salvar el cuello. Aquí hay una roca pelada, más o menos igual de alta que el hombro de una persona, orientada hacia al sur. Dormiremos aquí, a refugio del viento.
—¿Y no haremos guardia, sahib Steve?
—No —respondió Steve—. Si los árabes nos cortan el cuello mientras dormimos, eso que ganamos. No somos más que un par de moribundos.

Con esta optimista observación, Clarney se dejó caer redondo en la arena. Sin embargo, Yar Alí se quedó de pie, inclinándose hacia adelante, escrutando con los ojos la oscuridad que sustituía el horizonte en que brillaban las estrellas por impenetrables agujeros de sombras.

—Hay algo en el horizonte, allá, hacia el sur —murmuró con dificultad—. ¿Una colina? No sabría decirlo, pero estoy seguro de que hay algo.
—Ya estás viendo espejismos —dijo Steve irritado—. Acuéstate y duerme.

Y, diciendo esto, Steve cayó en poder del sueño. Le despertó el sol que le daba en los ojos. Se incorporó bostezando, y su primera sensación fue la de sed. Cogió la cantimplora y se humedeció los labios; sólo le quedaba un trago. Yar Alí todavía dormía. Los ojos de Steve inspeccionaron el horizonte en dirección al sur y, de repente, se levantó de un brinco. Empezó a golpear al afgano, que aún estaba reclinado.

—Eh, despierta Alí. Es cierto, no veías visiones. Ahí está tu colina y también otra que parece muy extraña.

El afridi se despertó de una manera salvaje: instantánea y con todos sus sentidos, con la mano saltando hacia su largo cuchillo como si estuviese ante el enemigo. Dirigió la mirada hacia lo que señalaban los dedos de Steve y se le agrandaron los ojos.

—¡Por Alá y por Alá! —exclamó—. ¡Hemos llegado a la tierra de los espíritus! ¡No es ninguna montaña, es la ciudad de piedra rodeada por las arenas del desierto!

Steve saltó locamente a sus pies. Al tiempo que miraba fijamente y con respiración violenta, un grito salvaje se escapó de sus labios. A sus pies, la pendiente desde la cresta donde estaban descendía hasta una amplia llanura de arena que se extendía hacia el sur, y, lejos, a través de las arenas, hacia donde llegaba la vista, la «colina» tomaba forma lentamente, como un espejismo que crecía de las arenas ondulantes. Vio grandes muros desiguales, murallas imponentes; parecía que todo junto se arrastrase por la arena como una criatura con vida, ondulante por la parte superior de los muros, vacilante en la estructura global. Desde luego, no era sorprendente que a primera vista pareciese una colina.

—¡Kara-Shehr! —exclamó Clarney con fuerza—. ¡Beled-el Djinn! ¡La ciudad de los muertos! ¡Después de todo no era una alucinación! ¡La hemos encontrado! ¡Cielos, la hemos encontrado! ¡Venga, vamos!

Yar Alí movió la cabeza vacilando y musitó algo acerca de espíritus malignos, pero siguió adelante. La visión de los restos de la ciudad se había llevado de la cabeza de Steve la sed y el hambre, e incluso la fatiga, que unas pocas horas de sueño no habían podido reparar del todo. Andaba con dificultad pero ansiosamente, sin preocuparse por el calor que iba en aumento, los ojos le brillaban con la lujuria del explorador. En estos momentos se daba cuenta de que no era sólo la codicia por la fabulosa gema lo que había inducido a Steve Clarney a arriesgar su vida en esa naturaleza salvaje y cruel, sino que en el fondo de su alma acechaba ese viejo e innato sentimiento del hombre blanco: la necesidad de buscar y explorar los rincones más escondidos del mundo, y esa necesidad había sido despertada de un profundo sueño por todas aquellas viejas historias. A medida que cruzaban la vasta llanura que separaba aquel terreno escarpado de la ciudad, veían cómo las murallas rotas iban adoptando una forma más clara, como si estuviesen creciendo en el cielo de la mañana. La ciudad parecía construida a base de enormes bloques de piedra negra, pero era imposible saber cuál había sido la altura inicial de los muros, ya que la arena se había amontonado desde la base hasta una altura considerable. En algunas partes los muros se habían derribado y la arena los cubría completamente.

El sol alcanzó su cénit y la sed irrumpió con fuerza a pesar del entusiasmo, pero Steve controló intensamente su sufrimiento. Tenía los labios resecos e hinchados, pero no tomaría el último trago hasta que no hubiesen alcanzado la ciudad en ruinas. Yar Alí se mojó los labios con el contenido de su cantimplora y quiso compartir lo poco que le quedaba con su amigo. Steve negó con la cabeza y siguió andando. Fue durante el terrible calor del mediodía en el desierto cuando alcanzaron las ruinas, y, atravesando el derruido muro por un agujero bastante grande, pudieron fijar su vista en la ciudad muerta. La arena había bloqueado las viejas calles y había dado una forma fantástica a aquellas enormes columnas, que quedaban tumbadas y medio ocultas. Estaba todo tan destrozado y tan cubierto de arena que los dos exploradores apenas pudieron identificar un poco del plano original de la ciudad. La ciudad ahora no era más que una inmensidad de montones de arena y de piedras que se caían a trozos sobre las que flotaba, como una nube invisible, un aura de inexpresable antigüedad. Justo delante de ellos discurría una avenida ancha cuya configuración no había conseguido borrar la destructiva fuerza ni de la arena ni del viento. A cada uno de los lados del amplio camino había alineadas unas columnas enormes, no especialmente altas, incluso teniendo en cuenta la arena que no dejaba ver la base, pero increíblemente anchas. Encima de cada columna había una figura esculpida en la fuerte piedra; eran imágenes sombrías y enormes, mitad humana y mitad bestia, que contribuían así a la irracionalidad que flotaba en toda la ciudad. Steve profirió un grito de sorpresa.

—¡Los toros alados de Nínive! ¡Los toros con cabeza de hombre! ¡Por todos los santos, Alí, aquellas viejas historias eran ciertas! ¡La leyenda entera es cierta! Debieron de venir aquí cuando los babilonios destruyeron Asiria, ya que todo esto es idéntico a las imágenes que he visto, reconstruye escenas de la vieja Nínive ¡Mira allí!

Señaló el inmenso edificio que estaba al otro extremo de la calle ancha. Era un edifico colosal, muy sólido, cuyas columnas y paredes, hechas con resistentes bloques de piedra negra, habían resistido contra la arena y el viento, contra el paso del tiempo. Aquel ondulante y destructivo mar de arena que se había adueñado de la ciudad se extendía por sus bases, penetrando por puertas y pasillos, pero hubiesen sido necesarios miles de años para inundar toda la estructura.

—La morada de los demonios —musitó Yar Alí con desagrado—.
—¡El templo de Baal! —exclamó Steve—. ¡Vamos! Temía que hubiésemos tenido que dar con todos los templos escondidos por la arena y cavar para encontrar la preciosa gema.
—Poco bien nos hará —murmuró Yar Alí—. Moriremos en este sitio.
—Podemos contar con eso, seguro. —Steve desenroscó el tapón de su cantimplora—. Tomemos nuestro último trago. En cualquier caso, aquí estamos a salvo de los árabes. Nunca se atreverán a venir hasta aquí a causa de sus supersticiones. Beberemos y después moriremos, eso está claro, pero primero encontraremos la joya. Quiero tenerla en mi mano en el momento en que desfallezca. Tal vez dentro de unos pocos siglos algún aventurero afortunado encuentre nuestros esqueletos y la gema. ¡Aquí está, para él, sea quien sea!

Con esta mueca irónica Clarney agotó su cantimplora al tiempo que Yar Alí hizo lo propio. Se habían jugado su último as, el resto quedaba a la merced de Alá. Mientras caminaban por aquella avenida, Yar Alí, que jamás había temblado ante un enemigo humano, miraba a derecha e izquierda nerviosamente, como si esperase descubrir un rostro fantástico y con cuernos espiándole desde detrás de una columna. El mismo Steve sentía la inquietante antigüedad de aquel sitio y temía encontrarse con un inminente ataque a cargo de cuádrigas de bronce que corrían por las calles desiertas, u oír de repente el amenazante son de trompetas de guerra. Se dio cuenta de que el silencio de las ciudades muertas era mucho más intenso que el silencio del desierto. Finalmente, llegaron a las puertas del gran templo. Hileras de columnas inmensas flanqueaban la amplia entrada, llena de arena que llegaba hasta los tobillos, desde donde pendían grandes marcos de bronce que en algún tiempo albergaron fuertes puertas cuya cuidada madera se había podrido hacía siglos. Entraron en un gran salón en penumbra que tenía un sombrío techo de piedra sostenido por columnas que parecían los troncos de un bosque. El efecto de toda la construcción era de un esplendor enmudecedor y de tal magnitud que parecía un templo construido por gigantes para albergar a los dioses más sombríos y enigmáticos.

Yar Alí caminaba temeroso, como si fuese a despertar a los dioses que estaban dormidos, y Steve, a pesar de estar libre de las supersticiones del afridi, sentía como si la impenetrable majestuosidad de aquel sitio le abrazase el alma con sus oscuras manos. No había resto de ninguna huella en el polvo que reposaba en el suelo; había pasado más de medio siglo desde que aquel turco huyese de aquellos salones despavorido, como si se lo llevasen los demonios. Respecto a los beduinos, era fácil ver por qué esos supersticiosos hijos del desierto evitaban esta ciudad encantada, y realmente estaba encantada, pero no por fantasmas, sino, probablemente, por las sombras del esplendor perdido. A medida que avanzaban a través de la arena del salón, que parecía no tener fin, Steve se planteó muchas preguntas. ¿Como pudieron aquellos fugitivos de la ira de unos rebeldes violentísimos construir esta ciudad? ¿Cómo cruzaron el país de sus propios enemigos (ya que Babilonia está entre Asiria y el desierto arábigo)? De hecho, no tenían otro sitio donde ir: al oeste está Siria y el mar, y el norte y el este estaba ocupado por los «peligrosos medas», aquellos terribles arios cuya ayuda fortaleció el brazo de Babilonia en el momento de pulverizar a su enemigo. Posiblemente, pensó Steve, Kara-Shehr —o como se llamase en aquellos tiempos remotos— se construyó como una ciudad fronteriza antes de la caída del imperio asirio. ¿Con qué propósito huirían los supervivientes de aquella destrucción? En cualquier caso, era posible que Kara-Shehr hubiese sobrevivido a Nínive unos cuantos siglos. Era una ciudad extraña, sin duda, como un ermitaño, apartada del resto del mundo.

Seguramente, como dijo Yar Alí, hubo un tiempo en que esta tierra era un país fértil, regado por oasis y manantiales; y en la zona accidentada que habían cruzado la noche anterior habría habido canteras que proporcionaron la piedra necesaria para construir la ciudad. ¿Qué causó entonces la decadencia de la ciudad? ¿Fue el avance de la arena del desierto y el agotamiento de los manantiales lo que indujo a la gente abandonarla? ¿O ya era Kara-Shehr una ciudad silenciosa antes de que la arena superara las murallas? La ruina de la ciudad, ¿fue provocada por el exterior o se debió a causas internas? ¿Fue una guerra civil lo que diezmó a sus habitantes o, por el contrario, fueron exterminados por un poderoso enemigo procedente del desierto? Clarney movió la cabeza en un gesto lleno de perplejidad y preocupación. Las respuestas a todas estas preguntas se perdían en el laberinto de tiempos inmemoriales.

—¡Allaho akbar!

Habían cruzado aquel enorme y sombrío salón y al final de todo se encontraron con un terrorífico altar de piedra negra detrás del cual se asomaba amenazante la figura de una antigua divinidad, una imagen salvaje y horrible. Steve se encogió de hombros cuando identificó aquella imagen monstruosa; se trataba de Baal, en cuyo altar negro se le ofrecía, en otros tiempos, el alma inocente de una víctima indefensa retorciéndose y gritando de desesperación. Este ídolo encarnaba por completo en su profundísima y hostil bestialidad el alma de esta ciudad endemoniada. Seguramente, pensó Steve, los creadores de Nínive y de Kara-Shehr estaban hechos de una pasta muy diferente a la de la gente de hoy. Su arte y su cultura eran demasiado siniestros, demasiado secos respecto a los aspectos más ligeros de la humanidad, como para ser enteramente humanos; por lo menos, en el sentido en que el hombre moderno concibe la humanidad. La arquitectura intimidaba; mostraba un alto nivel técnico, pero resultaba demasiado hosca, grande y basta para alcanzar la comprensión por parte del mundo moderno.

Los dos aventureros cruzaron una puerta estrecha que se abría al final del salón, justo al lado del ídolo, y que conducía hacia una serie de habitaciones amplias, sombrías y llenas de polvo, y conectadas entre sí por pasillos flanqueados de columnas. Avanzaron por ellos envueltos en una luz gris, fantasmagórica, y llegaron a una escalera ancha cuyos enormes escalones de piedra ascendían y se perdían en la oscuridad. En este momento, Yar Alí se detuvo.

—Nos hemos atrevido demasiado, sahib —murmuró—. ¿Es sensato arriesgarnos más?

Steve, que ardía de impaciencia, captó la intención del afgano.

—¿Quieres decir que no deberíamos subir estas escaleras?
—Tienen un aspecto terrible. ¿Hacia qué cámaras de silencio y horror deben de llevar? Cuando un fantasma habita una casa desierta, siempre acecha en las habitaciones de arriba. Un demonio puede arrancarnos la cabeza en cualquier momento.
—Sea como sea, ya somos hombres muertos —gruñó Steve—. Si quieres, puedes volver atrás y vigilar si vienen los árabes mientras yo voy a la parte de arriba.
—Eso es como tratar de ver el aire en el horizonte —respondió el afgano con desgana, al tiempo que cogía el rifle y desenfundaba su largo cuchillo—. Ningún beduino llega hasta aquí. Vamos, sahib. Estás loco igual que todos los occidentales, pero no dejaré que te enfrentes a los fantasmas tú solo.

Los dos compañeros empezaron a subir las escaleras. A cada paso, los pies se les hundían en el polvo acumulado a lo largo de los siglos. Fueron subiendo y subiendo hasta una altura tal que el suelo se perdía en una oscuridad incierta.

—Nos dirigimos a ciegas hacia nuestro destino fatal, sahib —musitó Yar Alí—. ¡Allah il Allah, y Mahoma es su profeta! Siento la presencia de un mal dormido durante mucho tiempo y presiento que nunca volveré a oír cómo silba el viento en el Khyber Pass.

Steve no respondió. No le gustaba el silencio mortal que se extendía por todo el templo ni tampoco la inquietante luz gris que se filtraba desde algún sitio escondido. Ahora, por encima de sus cabezas, la penumbra se aclaró un poco y vieron que estaban en una habitación circular enorme, iluminada tristemente por la luz que se filtraba a través de un techo alto y agujereado. De repente, otro haz de luz contribuyó a la iluminación de la sala. Un fuerte gritó se escapó de los labios de Steve y de Yar Alí. De pie en el último peldaño de la escalera de piedra, los dos miraban a través de aquella gran habitación, con las baldosas cubiertas de polvo y las paredes de piedra negra completamente desnudas. Desde el centro de la habitación, unos enormes escalones llevaban hacia un podio de piedra, y sobre este podio se erigía un trono de mármol. Alrededor del trono brillaba y relucía una luz extraña. Los dos aventureros se maravillaron cuando vieron su origen. En el trono yacía un esqueleto humano, un conjunto casi deforme de huesos que se desmenuzaban. Una mano sin carne se apoyaba sobre el amplio brazo del trono de mármol, y en esta horrible garra latía, como si estuviese viva una enorme piedra de un rojo muy intenso.

¡El Fuego de Asurbanipal! Incluso después de haber encontrado la ciudad perdida Steve no pensó que realmente fuesen a dar con la gema, incluso dudaba acerca de su existencia. Pero ahora no podía dudar, tenía la evidencia ante sus ojos, deslumbrándole con ese increíble, maligno, brillo. Con un fuerte grito de emoción saltó rápidamente por la habitación y por los escalones que conducían al trono. Yar Alí estaba a sus pies, pero cuando Steve estaba a punto de coger la gema, el afgano le cogió del brazo.

—¡Espere! —exclamó—. ¡No la toque todavía, sahib! Sobre las cosas antiguas siempre recae una maldición, y seguro que ésta es tres veces maldita. ¿Por qué si no ha permanecido intacta durante siglos, aquí, en una tierra de ladrones? No es bueno tocar las posesiones de los muertos.
—¡Bah! —bufó el americano—, ¡Supersticiones! Los beduinos estaban asustados a causa de las historias que les contaban sus antepasados. Teniendo como tienen el desierto por morada, sistemáticamente recelan de las ciudades, aunque no hay duda de que ésta tenía una mala reputación ya en sus mejores tiempos. Ademas, nadie excepto los beduinos habían visto antes este sitio, aparte de aquel turco, que probablemente estaba medio loco como consecuencia del sufrimiento.
—Estos huesos pueden ser los del rey del que hablaba la leyenda, el aire seco del desierto conserva este tipo de cosas indefinidamente, pero lo dudo. Pueden ser de un asirio o, más probablemente, de un árabe, algún pobre diablo que se hizo con la gema y después murió en el trono por alguna u otra razón.

El afgano apenas le oía. Estaba mirando a la enorme piedra con ojos de fascinación y de terror, de la misma manera que un pájaro mira hipnotizado los ojos de una serpiente.

—¡Mírelo, sahib! —susurró—. ¿Qué es? Una gema como ésta no puede haber sido tallada por manos mortales. Mire cómo palpita ... ¡como el corazón de una cobra!

Steve la estaba mirando y sintió una sensación extraña, indefinida, como de ansiedad y desasosiego. Perfecto conocedor de las piedras preciosas, nunca había visto una que fuese como ésta. A primera vista, se suponía que era un rubí enorme, como decían las leyendas. Pero ahora ya no estaba tan seguro, y tenía la inquietante sensación de que Yar Alí estaba en lo cierto y que no era una gema normal. No podía clasificarla en un estilo de tallado concreto, y la intensidad de su brillo era tal que no podía mirarla con detalle durante mucho rato. Por otro lado, el decorado global no era el más adecuado para atemperar los nervios: la gran cantidad de polvo en el suelo sugería una antigüedad decadente; la luz gris evocaba una cierta irrealidad; las grandes paredes negras se alzaban siniestras y amenazadoras, sugiriendo la existencia de algo escondido.

—¡Cojamos la piedra y vayámonos! —murmuró Steve, que sentía un inusitado terror en el interior del pecho.
—¡Espere! —Los ojos de Yar Alí brillaban y fijó la mirada, pero no en la gema, sino en las sombrías paredes de piedra—. ¡Somos moscas que han caído en la tela de araña! Sahib, tan cierto como que Alá existe que es algo más que los fantasmas de viejos temores lo que acecha en esta ciudad de horror. Siento el peligro como lo he sentido otras veces, como lo sentí en una cueva en la jungla donde una pitón acechaba en la oscuridad sin ser vista, como lo sentí en el templo de Thuggee donde los estranguladores de Shiva se nos abalanzaron encima desde sus escondites, como lo siento ahora mismo, sólo que diez veces más intenso.

A Steve se le erizó el pelo. Sabía que Yar Alí era un auténtico veterano en estas cosas, y que no era presa de un temor estúpido o un pánico absurdo. Recordaba muy bien los incidentes a los que había aludido el afgano, igual que recordaba otras ocasiones en las que el instinto telepático de Yar Alí le había advertido del peligro antes de poderlo ver u oír.

—¿Qué es, Yar Alí? —dijo en voz baja.

El afgano movió la cabeza, tenía los ojos llenos de una luz misteriosa y extraña mientras escuchaba en la oscuridad las sugerencias ocultas de su subconsciente.

—No lo sé, sé que está cerca y que es muy viejo y muy peligroso, creo —De repente se detuvo y se giró, el brilló de sus ojos desapareció y fue sustituido por una mirada intensa de temor y de recelo, como la de un lobo—. ¡Escuche, escuche, sahib! —dijo atropelladamente— ¡Los espíritus están subiendo por la escalera!

Steve se quedó inmóvil cuando oyó que unas pisadas sigilosas sobre la piedra se acercaban.

—¡Por Judas, Alí! —exclamó—. ¡Hay algo ahí fuera!

Las viejas paredes resonaron con un coro de gritos salvajes al tiempo que una horda de siluetas feroces se extendía por toda la sala. Durante unos segundos de asombro y de locura Steve creyó realmente que estaban siendo atacados por guerreros reencarnados procedentes de un tiempo olvidado. Pero el alevoso zumbido de una bala que le pasó rozando y el desagradable olor de la pólvora le indicaron que sus enemigos eran suficientemente materiales. Steve maldijo su suerte; amparados en una seguridad imaginaria, habían caído como ratas en la trampa en que ahora les tenían los árabes. Incluso después de que el americano tirase de rabia su rifle, Yar Alí, apoyando el suyo en las caderas, disparó rápidamente y con un efecto letal a aquellas dianas, arrojó con fuerza su rifle vacío sobre la horda que le acosaba y bajó las escaleras como un huracán, con su cuchillo del Khyber de tres pies brillando en su fuerte mano. En su gusto por la batalla se percibía un cierto alivio al darse cuenta de que sus enemigos eran humanos. Una bala le quitó el turbante de la cabeza, pero un árabe cayó partido en dos ante el primer y demoledor golpe de ese hombre de las montañas.

Un beduino alto llegó a apoyar el cañón de su pistola en el costado del afgano, pero antes de que pudiese apretar el gatillo una certera bala disparada por Clarney le atravesó el cerebro. El alto número de agresores dificultaba el ataque al gran afridi, cuya rapidez de movimientos, similar a la de un tigre, hacía que dispararle fuese tan peligroso para él como para ellos mismos. La mayoría fue a rodearle, golpeando con cimitarras y rifles, mientras que otros cargaron escaleras arriba contra Steve. Aquí no había pérdida; el americano simplemente sostenía su rifle y lo disparaba hacia una ruina fantasmagórica. Los otros llegaron rugiendo como panteras. Ahora que estaba dispuesto a gastar su último cartucho, Clarney vio dos cosas en un brevísimo instante, un guerrero salvaje, con la barba llena de saliva y con la cimitarra alzada, que estaba prácticamente encima suyo, y otro que, con las rodillas en el suelo apuntaba su rifle hacia Yar Alí. En un segundo, Steve eligió disparar por encima del hombro del de la cimitarra, matando al del rifle y ofreciendo voluntariamente su vida a cambio de la del amigo, ya que aquel largo cuchillo se dirigía a su propio cuello. Pero justo cuando el árabe se acercaba más, gruñendo con todas sus fuerzas, su sandalia resbaló sobre el escalón de mármol y la afilada hoja se desvío de su arco y golpeó el cañón del rifle de Steve. Rápidamente, el americano se apoyó en el rifle y tan pronto como el beduino recobró el equilibrio y alzaba de nuevo su cimitarra le golpeó con todas sus fuerzas, le agarró y cayeron los dos juntos.

Entonces una bala le golpeó fuertemente el hombro dejándolo medio aturdido. Mientras se tambaleaba, un beduino le rodeaba los pies con la tela de un turbante y se reía cruelmente. Clarney se dejó caer por las escaleras para contraatacar con más fuerza. Una pistola le apuntó dispuesta a volarle el cerebro, pero una orden determinante la detuvo.

—No lo matéis, pero atadle de pies y manos.

Al revolverse entre el montón de manos que lo zarandeaban, a Steve le pareció que ya había oído esa voz en algún sitio. En realidad, la cuestión de reducir al americano fue tarea de pocos segundos para los árabes. Incluso después del segundo disparo de Steve, Yar Alí le había cortado un brazo a uno de los asaltantes, y había recibido un terrible golpe de rifle en su hombro izquierdo. La chaqueta de piel de carnero, que llevaba a pesar de la calor del desierto, le había salvado de media docena de cuchillos afiladísimos. Un rifle disparó tan cerca de su cara que la pólvora le quemó y le hizo enfurecerse aún más y lanzar un fuerte grito sediento de sangre. Al tiempo que Yar Alí movía su cuchillo envuelto en sangre, el del rifle levantó su arma por encima de la cabeza, sosteniéndola con las dos manos y dispuesto a golpearle definitivamente; pero el afridi, con un feroz aullido, se movió rápido como un gato de la jungla y le hundió su largo cuchillo en la barriga. Sin embargo, en ese momento la culata de un rifle, empuñada por toda la fuerza y toda la maldad de su portador, golpeó violentamente la cabeza del gigante, ensangrentándolo y haciéndole caer de rodillas.

De acuerdo con la tenacidad y ferocidad de su raza, Yar Alí se levantó de nuevo, tambaleándose como un ciego, y empezó a golpear a adversarios que apenas podía ver, pero una lluvia de golpes lo derribó de nuevo, y a pesar de que yacía en el suelo los atacantes no cesaban de golpearle. Hubiesen acabado con él en poco rato de no haber sido por otra orden perentoria de su jefe. Una vez lo ataron, a pesar de estar inconsciente, lo arrastraron hasta donde se encontraba Steve, que había recobrado completamente el sentido y se había dado cuenta de que tenía una herida de bala en el hombro. Steve miró con rabia al árabe alto que estaba enfrente de él y que, a su vez lo miraba con suficiencia.

—Bien, sahib —dijo, y Steve se dio cuenta entonces de que no era un beduino,¾ ¿no te acuerdas de mí?

Steve frunció el ceño; una herida de bala no contribuye precisamente a la concentración.

—Me resultas familiar, ¡por Judas! ¡Tú eres Nureddin El Mekru!
—¡Cuánto honor¡ ¡El sahib me recuerda! —Nureddin saludó burlescamente al estilo árabe—. Y también recordarás, sin duda, la ocasión en que me hiciste este regalo, ¿no?
Sus oscuros ojos se ensombrecieron envolviendo una amenaza y el sheik se señaló una cicatriz fina y blanca en la mandíbula.
—Lo recuerdo —gruñó Steve, a quien el dolor y la ira no le hacían precisamente muy dócil—. Fue en tierras de Somalia, hace ya varios años. Tú te dedicabas al tráfico de esclavos entonces. Un pobre negro se te escapó y acudió a mí a pedir refugio. Viniste a mi campamento y con tu estilo belicoso empezaste una pelea; durante la refriega te encontraste con un cuchillo de carnicero que te cruzó la cara. ¡Ojalá te hubiese cortado tu asqueroso cuello entonces!
—Tuviste tu oportunidad —respondió el árabe—. Ahora se han cambiado las tornas.
—Pensaba que tu radio de acción estaba más hacia el oeste —continuó Steve—, El Yemen y Somalia.
—Dejé el tráfico de esclavos hace tiempo —respondió el sheik—. Es un juego que desgasta demasiado. Encabecé una banda de ladrones en El Yemen durante algún tiempo, pero de nuevo me vi forzado a cambiar de sitio. Vine para acá con un puñado de seguidores fieles y, por Alá, esos salvajes casi me cortan el cuello la primera vez que nos encontramos, pero vencí sus recelos y ahora lidero muchos más hombres de los que me han seguido durante años. Los hombres contra los que luchasteis ayer estaban a mis órdenes, eran exploradores que yo había mandado por delante. Mi oasis se encuentra bastante lejos, hacia el oeste. Hemos cabalgado durante varios días, ya que iba de camino hacia esta ciudad. Cuando mis exploradores volvieron y me dijeron que se habían topado con dos aventureros, no cambié mi rumbo, pues antes tenía que ir a Beled-el Djinn por cuestión de negocios. Nos hemos acercado a la ciudad desde el oeste y hemos visto vuestras pisadas en la arena. Las hemos seguido y nos hemos encontrado con que erais como búfalos ciegos que no se daban cuenta de que nos acercábamos.

Steve amenazó:

—No nos hubieseis cogido tan fácilmente si no fuese porque pensábamos que ningún beduino se atrevería a penetrar en Kara-Shehr.
Nureddin se mostró de acuerdo:
—Pero yo no soy un beduino. He viajado lejos y he visto muchas tierras y muchas razas diferentes, y también he leído muchos libros. Sé perfectamente que el temor es humo, que los muertos son muertos, y que los djinn, los fantasmas y las maldiciones son brumas que se van con el viento. Es precisamente a causa de las historias acerca de la piedra colorada por lo que he venido hasta este desierto perdido. Pero me ha llevado meses pesuadir a mis hombres para que me acompañasen hasta aquí.
—¡Pero finalmente estoy aquí! Y tu presencia es una sorpresa deliciosa. Sin duda, ya habrás adivinado por qué te he atrapado con vida; tengo planeado un entretenimiento bastante elaborado para ti y para ese pathan salvaje. Ahora cogeré el Fuego de Asurbanipal y nos iremos.

Se giró y se dirigió hacia el trono, pero uno de sus hombres, un gigante con barba y con un solo ojo, exclamó:

—¡Detente, señor! ¡Un mal muy antiguo reinó en este lugar antes de los días de Mahoma! El djinn aúlla por estas salas cuando el viento sopla, y muchos hombras han visto fantasmas bailando en las murallas bajo la luz de la luna. Ningún mortal ha desafiado a esta ciudad durante miles de años excepto uno, hace unos cincuenta años, que huyó desesperado. Has venido desde El Yemen y no conoces la vieja maldición que pesa sobre esta ciudad depravada y sobre esa piedra maléfica, que late como el corazón rojo de Satán. Te hemos seguido hasta aquí en contra de nuestros principios porque has demostrado ser un hombre fuerte y porque dices que tienes un conjuro contra todos los seres malignos. Dijiste que sólo querías echarle un vistazo a esta piedra preciosa, pero ahora nos hemos dado cuenta de que tu intención no es otra que la de quedártela. ¡No ofendas al djinn!
—¡No, Nureddin, no ofendas al djinn! —repitieron a coro el resto de beduinos. Los rufianes que siempre habían sido fieles al sheik se mantenían en un grupo compacto, aparte del de los beduinos, y no dijeron nada; envilecidos por los crímenes y otras acciones nada piadosas, eran menos sensibles a las supersticiones que los hombres del desierto, que habían escuchado durante siglos la temible historia de la ciudad maldita. Steve, a pesar de que odiaba a Nureddin con todo el veneno que podía destilar su alma, se dio cuenta del magnetismo de ese hombre, una capacidad de liderazgo innata que le había permitido imponerse a los temores y tradiciones de muchos años.
—La maldición recae sobre los infieles que irrumpen en la ciudad —respondió Nureddin—, no en los creyentes. Fijaos, en esta habitación hemos vencido a nuestros enemigos Kafar!

Uno de aquellos halcones del desierto que lucía una barba blanca negó con la cabeza.

—La maldición es más antigua que Mahoma, y no distingue entre razas o creencias. Unos hombres terribles se agruparon en esta ciudad negra en el amanecer de los tiempos. Oprimieron a nuestros antepasados de tiendas negras y lucharon entre ellos; las murallas negras de esta ciudad se tiñeron de sangre y vibraron con los gritos de fiestas profanas y los susurros de oscuras intrigas. Os voy a contar cómo vino hasta aquí esta piedra: a la corte de Asurbanipal llegó un mago al que la oscura sabiduría de los tiempos no le estaba negada. Con el fin de ganar honor y poder para sí mismo, desafió los horrores de una enorme cueva sin nombre que se encuentra en una tierra oscura y desconocida, y de aquellas malignas profundidades extrajo esa gema brillante, tallada por las propias llamas del infierno. Gracias a su temible dominio de la magia negra, hechizó al demonio que custodiaba la antigua gema y la robó, dejándolo dormido en aquella caverna desconocida. Una vez que este mago —llamado Xuthltan— se hubo instalado en la corte del sultán Asurbanipal empezó a hacer magia y predecir sucesos escrutando el interior de la piedra, que sólo sus ojos podían contemplar sin quedar completamente cegados. Entonces la gente llamó a esta piedra el Fuego de Asurbanipal, en honor del rey.

»Pero la desgracia se cernió sobre todo el reino y la gente empezó a decir que era a causa de la maldición del djinn. Entonces el sultán, asustado, le ordenó a Xuthltan que cogiese la gema y la devolviese a la caverna de donde la había robado, antes de que se produjesen males todavía peores. Pero no era intención del mago deshacerse de la gema en la que había podido leer los extraordinarios secretos de la época pre-Adamita, por lo que huyó a la ciudad rebelde de Kara-Shehr, donde pronto estalló una guerra civil y los hombres lucharon los unos contra los otros para hacerse con la gema. En ese momento el rey de la ciudad, anhelando apoderarse de la piedra, atrapó al mago y lo torturó hasta la muerte. Y fue en esta misma habitación donde vio cómo moría, el rey se sentó en el trono con la gema en su mano, como se había sentado antes, como se ha sentado a lo largo de los siglos, ¡como está sentado precisamente ahora!»

El árabe señaló con el dedo la masa de huesos que ocupaba el trono de mármol y los bravos hombres del desierto retrocedieron atemorizados; incluso a algunos de los secuaces más fieles a Nureddin se les heló el aliento, pero el sheik se mantuvo imperturbable.

—En el momento de morir —continuó el viejo beduino—, Xuthltan maldijo la piedra cuya magia no le había salvado y gritó unas palabras terribles que rompieron el hechizo que pesaba sobre el demonio de la caverna y lo liberó. E invocando a los dioses olvidados, Cthulhu, Koth y Yog-Sothoth, y a los moradores pre-adamitas de todas las ciudades oscuras ocultas bajo el mar y en las profundidades de la tierra, les impelió a recuperar lo que era suyo, y en su último aliento condenó al falso rey. Y esta condena consistió en que el rey permanecería sentado en su trono, con el Fuego de Asurbanipal en la mano, hasta el día del Juicio Final. Entonces la gran piedra gritó como si estuviese viva, e inmediatamente, ante los ojos del rey y de sus soldados, una bruma negra que se movía en círculos se alzó desde el suelo y liberó un viento fétido. Y de este viento surgió un espantoso espectro que alargó sus terribles zarpas y las dejó caer sobre el rey, que desfalleció y murió al contacto con ellas. Los soldados huyeron despavoridos y, con el resto de habitantes de la ciudad, se lanzaron al desierto, donde perecieron o consiguieron llegar completamente destrozados hasta las lejanas poblaciones de los oasis. Kara-Shehr quedó desierta y silenciosa, y se convirtió en madriguera para reptiles y chacales. Las pocas veces que las gentes del desierto se han aventurado en la ciudad, se han encontrado con el rey muerto en su trono, asiendo la resplandeciente gema, pero nunca se han atrevido a tocarla, ya que saben que el demonio que la vigila está cerca, acechando, de la misma manera que nos está acechando ahora, mientras permanecemos aquí».

Los guerreros se estremecieron y empezaron a mirar a su alrededor. En ese momento Nureddin tomó la palabra:

—Entonces, ¿por qué no apareció cuando los extranjeros entraron en la sala? ¿Acaso está tan sordo que el ruido del combate no lo ha despertado?
—Todavía no hemos tocado la gema —respondió el viejo beduino—, y tampoco lo han hecho los extranjeros. Los hombres pueden verla y continuar vivos, pero ningún mortal que la haya tocado ha sobrevivido.

Nureddin siguió hablando, pero en cuanto vio aquellos rostros tan obstinados se dio cuenta de la inutilidad de todos sus razonamientos. Entonces cambió su actitud radicalmente.

—Yo soy quien manda aquí —dijo con voz firme mientras dejaba caer la mano sobre la funda de su pistola—. ¡No me he esforzado tanto ni he asesinado por esta gema como para ahora echarme atrás por culpa de unos temores sin ningún fundamento! ¡Quedaos todos ahí! ¡Si alguno intenta detenerme, su cabeza peligrará!

Los miró fijamente, con un brillo amenazador en los ojos, y todos recularon, impresionados por el poder de su carácter despiadado. Se acercó con paso firme a los escalones de mármol. Los árabes mantuvieron el aliento, acercándose poco a poco hacia la puerta; Yar Alí, que por fin había recuperado el conocimiento, emitió un gemido de impotencia; «¡Dios!», pensó Steve, «¡Qué escena más extraña!». Dos prisioneros atados sobre el suelo lleno de polvo, unos guerreros salvajes agrupados entre sí y sosteniendo sus armas, el olor agrio de la sangre y de la pólvora quemada todavía flotando en el aire, cuerpos que yacen envueltos en sangre, con el cerebro y las entrañas esparcidos por el suelo; y, sobre el pedestal, el terrible sheik ajeno a todo excepto al maligno brillo carmesí que surgía de entre los dedos del esqueleto que descansaba en el trono de mármol.

Un silencio tenso se apoderó de todos cuando Nureddin alargó lentamente la mano, como si estuviese hipnotizado por la vibrante luz carmesí. En el subconsciente de Steve se despertó un estremiciento débil, como de algo inmenso y desagradable que se despertaba de repente después de un largo letargo. Los ojos del americano se dirigieron instintivamente hacia aquellas paredes siniestras y enormes que le rodeaban. El brillo de la joya había cambiado de una manera sorprendente; ahora era de un rojo más intenso, más profundo, que aparecía hostil y amenazador.

—Corazón de todos los males —murmuró el sheik—, ¿cuántos príncipes han muerto por ti desde los inicios del mundo? Probablemente es la sangre de los reyes lo que palpita en tu interior. Los sultanes, princesas y generales que te han lucido como suyo ahora no son más que polvo y han caído en el olvido, pero tú aún brillas con una intensidad majestuosa, fuego del mundo.

Nureddin cogió la piedra y un gemido estremecedor surgió de las gargantas de los árabes. Un gemido que cortó rápidamente un grito inhumano. A Steve le pareció que era la magnífica joya quien había gritado como si estuviese viva. La piedra se escurrió de la mano del sheik. Es posible que se le cayese a Nureddin, pero a Steve le pareció que la piedra se movió convulsivamente, igual que se podría mover una cosa viva. Cayó desde el pedestal y fue saltando de escalón en escalón, con Nureddin saltando detrás suyo, maldiciendo el momento en que se le escapó de la mano. La piedra llegó hasta el suelo, cambiando de dirección de repente y, a pesar de la cantidad de polvo y de arena, fue rodando como una bola de fuego hasta la pared de detrás. Nureddin ya la tenía prácticamente en su poder —la piedra golpeó la pared y se detuvo— y alargó el brazo para hacerse de nuevo con ella.

Un alarido de terror rompió aquel tenso silencio. Sin previo aviso, la sólida pared se abrió y de su interior surgió un tentáculo que golpeó y envolvió el cuerpo del sheik, igual que una pitón aprisiona a sus víctimas, y lo sacudió y arrastró hasta la oscuridad. Entonces, la pared se tornó lisa y sólida de nuevo; lo único que se oyó fue un grito agudo que se iba apagando y heló la sangre de todos los que lo percibieron. Aullando sonidos ininteligibles, los árabes salieron en estampida, formando una masa alborozada que luchaba contra la puerta de salida, rompiéndola y bajando después alocadamente por las enormes escaleras. Steve y Yar Alí permanecieron allí sin ninguna ayuda, oyendo en la lejanía el frenético clamor de los que huían y mirando horrorizados a aquella siniestra pared. El griterío dejó paso en poco rato a un silencio aún más terrorífico. Manteniendo el aliento, oyeron de repente un sonido que les heló la sangre en las venas: el ruido de algo metálico o de una piedra que se deslizaba suavemente por una ranura. En ese instante la puerta oculta empezó a abrirse y Steve vio un brillo entre la oscuridad que podría haber sido el brillo de unos ojos monstruosos. Steve cerró sus propios ojos; no se atrevía a mirar cualquiera que fuese el horror que surgiese de esa repulsiva negrura. Sabía que hay tensiones que el cerebro humano no puede resistir, y todos los instintos primitivos del alma le imploraban que todo esto fuese una pesadilla y una locura. Sintió cómo Yar Alí también cerraba los ojos y cómo los dos yacían en el suelo como dos hombres muertos.

Clarney no percibió ningún sonido, pero sintió la presencia de un mal terrible, demasiado espantoso como para ser comprendido por una mente humana; un ser de mares de otros mundos, de los oscuros confines cósmicos. Un frío mortal se esparció por toda la sala. Steve sintió el brillo de unos ojos inhumanos que le abrasaban con la mirada y le inutilizaban todos los sentidos. Sabía que si miraba, si abría los ojos aunque sólo fuese un instante, la locura más absoluta se apoderaría de él inmediatamente. Sintió en la cara un aliento asqueroso que le estremeció el alma y supo que el monstruo se había inclinado encima suyo, pero permaneció inmóvil, como un hombre congelado por una pesadilla. Se aferraba con fuerza a un único pensamiento: ni él ni Yar Alí habían tocado la joya que este demonio custodiaba. Después dejó de percibir aquel olor nauseabundo, sintió que el frío que flotaba en el aire iba decreciendo y oyó como la puerta secreta se deslizaba de nuevo sobre sus goznes. Aquella criatura maligna regresaba a su escondite. Ni siquiera todas las legiones del infierno hubiesen sido capaces de evitar que los ojos de Steve se entreabriesen mínimamente. Sólo pudo vislumbrar durante un segundo cómo se acababa de cerrar la puerta secreta, y éste único segundo le bastó para perder la consciencia totalmente. Steve Clarney, aventurero de nervios de acero, había desfallecido por primera y única vez en su azarosa vida.

Cuánto tiempo permaneció ahí inconsciente, Steve nunca lo sabrá, pero no pudo ser demasiado, ya que un susurro de Yar Alí le hizo volver en sí:

—Túmbese de lado, sahib, moviéndome un poco alcanzaré sus ataduras con mis dientes.

Steve sintió cómo los fuertes dientes del afgano roían sus ligaduras, y mientras permanecía con la cara contra el polvo del suelo notó que el hombro herido se le despertaba con unas punzadas inaguantables —se había olvidado de él por completo hasta entonces— y empezó a reunir todos los componentes de su consciencia, que hasta entonces vagaban desordenados por su mente. ¿Hasta dónde, se preguntaba asombrado, habían llegado las pesadillas del delirio, originadas en el sufrimiento y en la sed que quemaban la garganta? El combate con los árabes había sido real —las ataduras y las heridas lo demostraban— pero la terrible muerte del sheik —aquella cosa que surgió del agujero negro de la pared— probablemente había sido fruto del delirio. Nureddin debía de haber caído por un pozo u otro tipo de agujero.

Steve notó que ya tenía las manos libres y se alzó, sentándose en el suelo. Revolvió sus ropas en busca de una navaja que había pasado inadvertida a los árabes. No miró hacia arriba ni al resto de la habitación mientras cortaba las cuerdas que le inmovilizaban las piernas, y después liberó a Yar Alí moviéndose con gran dificultad, ya que su hombro izquierdo estaba rígido y era totalmente inútil.

—¿Dónde están los beduinos? —preguntó mientras el afgano estaba a sus pies levantándose—.
—Alá, sahib —susurró Yar Alí—, ¿está usted loco? ¿Acaso lo ha olvidado? ¡Vayámonos rápido, antes de que el djinn regrese!
—Fue una pesadilla —murmuró Steve—. ¡Mira! ¡La joya está de nuevo en el trono!

Su voz se apagó de repente. Allí estaba otra vez aquel palpitante resplandor en el viejo trono, reflejándose en el mismo polvoriento esqueleto, cuyos dedos de hueso sostenían de nuevo el Fuego de Asurbanipal. Pero a los pies del trono yacía un objeto que nunca antes había estado allí: era la cabeza de Nureddin El Mekru, que había sido cortada de su cuerpo y vanamente alzaba los ojos hacia la luz gris que se filtraba a través del techo de piedra. Los labios descoloridos se contraían dejando ver los dientes en una mueca horrible, y los ojos reflejaban un horror insoportable. En la gruesa capa de polvo y arena que cubría el suelo, había tres huellas diferentes: las del propio sheik hasta el sitio donde rodó la joya y topó con la pared, y, encima de ellas, dos grupos más de pisadas, unas yendo hacia el trono y otras regresando hacia la pared, grandes, sin una forma definida, como anchas y lisas, con dedos o garras enormes; no eran ni de hombre ni de animal.

—¡Por Dios! —exclamó Steve, quedándose sin respirar unos instantes—. Ha sido real, y también lo es la Cosa, la Cosa que vi.

Steve recordó la huida de aquella sala como una pesadilla impetuosa, durante la cual él y su compañero bajaron disparados por una escalera sin fin que parecía un agujero gris de temor, corrieron a ciegas a través de polvorientas y silenciosas habitaciones, pasaron por delante del ídolo que reinaba amenazador en el salón más grande y fueron a dar de lleno con la resplandeciente luz del sol del desierto, donde cayeron extenuados intentando recuperar el aliento.

Y de nuevo a Steve le hizo reaccionar la voz del afridi:

—¡Sahib, sahib, Alá se ha compadecido de nosotros, nuestra suerte ha cambiado!

Steve miró a su compañero con la mirada de alguien que está en trance. Las ropas del afgano estaban hechas jirones y llenas de sangre. Estaba rebozado de arena y cubierto de sangre, y su voz era una especie de graznido, pero sus ojos estaban radiantes y alzaba la mano señalando trémulamente con el dedo.

—¡A la sombra de aquel muro en ruinas! —graznó, esforzándose por humedecerse los labios ennegrecidos—. ¡Allah il Allah! ¡Los caballos de los hombres que hemos matado! ¡Con cantimploras y bolsas de comida junto a las sillas! ¡Esos perros han huido sin detenerse a coger los caballos de sus camaradas!

Un nuevo soplo de vida surgió del pecho de Steve, que se levantó tambaleándose.

—¡Vámonos de aquí! —dijo sin abrir casi la boca—. ¡Vámonos de aquí rápido!

Como muertos vivientes fueron dando tumbos hasta los caballos, los soltaron y subieron a las sillas como pudieron.

—Nos dirigiremos hacia las montañas —dijo Steve, y Yar Alí asintió vivamente—. Es posible que los necesitemos antes de alcanzar la costa.

A pesar de que sus desquiciados nervios pedían a gritos el agua que sonaba en las cantimploras sujetas a las sillas, espolearon las monturas y, balanceándose en la silla, cabalgaron raudos a lo largo de las calles llenas de arena de Kara-Shehr, entre los palacios en ruinas y las columnas que se caían a trozos, cruzaron las destrozadas murallas y se adentraron en el desierto. Ni una sola vez echaron la vista atrás hacia aquella masa oscura que albergaba viejos horrores, y ni siquiera hablaron una palabra hasta que las ruinas se desvanecieron en la distancia. Fue entonces, y sólo entonces, cuando aminoraron y satisficieron su sed.

—¡Allah il Allah! —imploró devotamente Yar Alí—. Esos perros me han golpeado y golpeado hasta no dejarme ni un hueso sano. Desmonte, se lo pido, sahib, y déjeme examinarle el hombro en busca de esa maldita bala. Luego se lo vendaré lo mejor que pueda.

Mientras le curaba, Yar Alí preguntó, evitando la mirada de su amigo:

—¿Usted dijo, sahib, dijo algo acerca, acerca de ver una cosa? ¿Qué es lo que vio, en nombre de Alá?

Un temblor fuerte y violento sacudió el vigoroso cuerpo del americano.

—¿No estabas mirando cuando..., cuando la Cosa devolvió la joya a la mano del esqueleto y dejó la cabeza de Nureddin en el pedestal?
—¡No, por Alá! —juró Yar Alí—. ¡Tenía los ojos tan cerrados como si me los hubiesen soldado con hierro fundido por Satán!

Steve no respondió hasta que los dos camaradas hubieron saltado de nuevo a las sillas de los caballos y reanudado su largo viaje hacia la costa, que tenían grandes posibilidades de alcanzar, dado que ahora disponían de caballos, comida, agua y armas.

—Yo sí que miré —dijo el americano con voz triste—. Y ojalá no lo hubiese hecho; sé que soñaré con ello durante toda mi vida. Sólo eché una breve ojeada; y no podría describírtelo de la manera que un hombre describiría una cosa de este mundo. Espero que Dios me ayude; no era una cosa terrenal, ni tampoco imaginable. Hay que saber que el hombre no es el primer habitante de la tierra; hay seres que ya estaban aquí antes de su llegada, y ahora aparecen como supervivientes de épocas antiguas y desconocidas. Es posible que mundos de dimensiones que nos son extrañas permanezcan aún hoy imperceptibles en este universo material. En el pasado, los brujos invocaban a demonios que estaban dormidos y los controlaban con ayuda de la magia. No es descabellado suponer que un mago asirio invocase a uno de estos demonios primitivos y lo atrajese hasta la tierra para vengarle y para custodiar algo que, sin duda, procede del mismo infierno. Intentaré explicarte lo que pude entrever, y después no volveré a hablar de ello jamás. Era gigantesco, negro y siniestro; era una monstruosidad deforme y desgarbada que caminaba erguida como un hombre, pero que parecía más bien un sapo, y que además tenía alas y tentáculos. Sólo lo vi de espaldas; si lo hubiese visto de frente, si le hubiese visto la cara, no me cabe ninguna duda de que hubiese enloquecido por completo. El viejo árabe tenía razón; ¡que Dios nos proteja, era el monstruo que Xuthltan trajo de las remotas y oscuras cavernas de la tierra para custodiar el Fuego de Asurbanipal!"

Robert E. Howard