¿Qué hora es?
(Expresión antigua)
"Todos saben de una manera vaga que el lugar más bello del mundo es —o era, desgraciadamente— el pueblo holandés de Vondervotteimittiss. Sin embargo, como se encuentra a cierta distancia de todas las grandes vías, en una situación por decirlo así extraordinaria, probablemente lo haya visitado un corto número de mis lectores. Por está razón considero oportuno, para entretenimiento de aquellos que no hayan podido hacerlo, entrar en algunos pormenores con respecto a él. Y esto es realmente tanto más necesario cuanto que si me propongo relatar los calamitosos acontecimientos ocurridos últimamente dentro de sus límites, es sólo con la esperanza de conquistar para sus habitantes la simpatía popular. Ninguno de quienes me conocen dudar de que el deber que me impongo no sea ejecutado con toda la habilidad de que soy capaz, con esa rigurosa imparcialidad, escrupulosa comprobación de los hechos y a ardua confrontación de autoridades, que deben distinguir siempre a aquel que aspira al título de historiador.
Gracias a la ayuda conjunta de monedas, manuscritos e inscripciones, estoy autorizado a afirmar positivamente que el pueblo de Vondervotteimittiss existió siempre, desde su fundación, precisamente en las mismas condiciones en que hoy se encuentra. Por lo que respecta a la fecha de su origen, me es singularmente penoso no poder hablar sino con esa precisión indefinida con que los matemáticos se ven a veces obligados a conformarse con determinadas fórmulas algebraicas. La fecha —me está permitido hablar así—, habida cuenta de su prodigiosa antigüedad, no puede ser menos que una cantidad determinable cualquiera.
Con respecto a la etimología del nombre Vondervotteimittiss; confieso, no sin pena, estár en duda. Entre una serie de opiniones sobre este delicado punto, muy sutiles algunas de ellas, otras muy eruditas y otras lo suficientemente en oposición no hallo ninguna que pueda considerar satisfactoria. Tal vez la idea de Grogswigg, que coincide casi con la de Kroutaplenttey deba aceptarse prudentemente. Está concebida en los siguientes términos: Vondervorreimittiss: Vonderlege Donder; Votteimittis, quasi und Bleitziz; Bleitziz obsol, pro Blit zen. A decir verdad, esta etimología encuentra, de hecho, bastante confirmación de algunas señales de fluido eléctrico que pueden verse todavía en lo alto del campanario del Ayuntamiento. Sea como fuere, no es mi intención comprometerme en una tesis de esta importancia, y le ruego al lector ávido de informaciones que consulte los Oratiunculoe de Rebus Praeter Veteris, de Dundergutz; que vea, también, Blunderbuzzard, De Derivationibus, desde la página 27 a la 5.010; infolio, edición gótica, caracteres rojos y negros, con llamadas y sin numeración, y que consulte también las notas marginales del autógrafo de Stuffundpuff, con los subcomentarios de Gruntundguzzell.
A pesar de la oscuridad que envuelve de este modo la fecha de la fundación de Vondervotteimittiss y de la etimología de su nombre, no cabe duda; como ya he dicho, de que ha existido siempre tal como lo vemos en la actualidad. El más viejo hombre del lugar no recuerda ni la más leve diferencia en el aspecto de una parte cualquiera de él, y, en realidad, la simple sugestión de tal posibilidad sería considerada como un insulto. El pueblo está situado en un valle perfectamente circular, cuya circunferencia mide, poco más o menos, un cuarto de milla, y está rodeado completamente por lindas colinas, cuyas cimas jamás pensaron sus habitantes hollar con su planta. No obstante, éstos dan una excelente razón de su proceder, por cuanto creen que no hay absolutamente nada al otro lado.
Alrededor del lindero del valle —que es completamente liso y pavimentado en toda su extensión con ladrillos planos— hay una ininterrumpida fila de sesenta pequeñas casas. Se apoyan por detrás sobre las colinas, y, por tanto, todas miran al centro de la llanura, que se encuentra justamente a sesenta yardas de la puerta delantera de cada casa. Cada una de éstas tiene a la entrada un jardincillo, con una avenida circular, un reloj de sol y veinticuatro coles. Las mismas construcciones son tan absolutamente iguales que es imposible distinguir una de otra. A causa de su extrema antigüedad, el estilo arquitectónico es un tanto extravagante, pero, por esta razón, es todavía notablemente pintoresco. Estas casas están construidas con pequeños ladrillos, bien endurecidos al fuego, rojos, con cantos negros, de tal modo, que las paredes parecen un tablero de ajedrez de grandes proporciones. Los remates están vueltos del lado de la fachada y poseen cornisas tan grandes como el resto de la casa en los bordes de los tejados y en las puertas principales. Las ventanas son estrechas y de amplio alféizar, con vidrieras formadas por cristales pequeñísimos y grandes marcos. El tejado está recubierto por una gran cantidad de tejas de puntas arrolladas. La madera es toda de un color sombrío, totalmente tallada, pero de dibujos poco variados, puesto que, desde tiempos inmemoriales, los tallistas de Vondervotteimittis no han sabido esculpir más que dos objetos: un reloj y una col. Ahora bien hay que reconocer que esto lo hacen admirablemente, y lo prodigan con singular ingeniosidad en cualquier sitio que pueda encontrar el cincel.
Las habitaciones son tan parecidas a la parte interior como a la externa, y los muebles son todos de un solo modelo. El piso está pavimentado con baldosas cuadradas. Las sillas y mesas son de madera negra, con patas torneadas, delgadas y finas. Las chimeneas son largas y altas; y no solamente poseen relojes y coles esculpidos en la superficie de su parte frontal, sino que, además, sostienen en medio de la repisa un auténtico reloj que produce un prodigioso tic-tac, con dos floreros, cada uno de los cuales contiene una col; situados en los extremos a modo de batidores. Entre cada col y el reloj se encuentra, además, un muñeco chino, panzudo, con un gran agujero en medio de la barriga, a través del cual puede verse la esfera de un reloj.
Los lares son amplios y profundos, con retorcidos morillos. Continuamente arde un gran fuego; sobre el que se encuentra una enorme marmita llena de sauerkraut y carne de cerdo, incesantemente vigilada por la dueña de la casa. Esta es una gruesa y vieja señora, de ojos azules y colorado rostro, que se toca con un inmenso gorro semejante a un pilón de azúcar.
Adornado con cintas purpúreas y amarillas; su traje es de mezclilla anaranjada, larguísimo por detrás y de estrecha cintura, por otros conceptos demasiado corto, porque deja descubierta la mitad de la pierna. Éstas son un poco gruesas, lo mismo que los tobillos pero están cubiertas por un lindo par de medias verdes. Sus zapatos, de cuero rosado, están atados con un lazo de cintas amarillas dispuesto en forma de col. En su mano izquierda tiene un pesado relojito holandés, y con la derecha maneja un cucharón para el sauerkraut y la carne de cerdo. A su lado se encuentra un gato gordo y manchado, que exhibe en la cola un relojillo de cobre dorado de repetición, que «los chiquillos» le han atado allí como juego.
En cuanto a estos chicos, los tres están en el jardín, cuidando del cerdo. Todos tienen dos pies de altura, se tocan con tricornios y visten chalecos purpúreos que les llegan casi a los muslos, calzones de piel de gamo, medias roja de lana, zapatones con gruesas hebillas de plata y largas blusas con grandes botones de nácar. Cada uno tiene una pipa en la boca y un abultado reloj en la mano derecha. Una bocanada de humo, una mirada al reloj; una mirada al reloj, una bocanada de humo. El cerdo, que es corpulento y perezoso, se entretiene unas veces en mordisquear las hojas que han caído de las coles y otras en querer morderse el relojito dorado que aquellos pícaros le han atado también al rabo, con objeto de embellecerle tanto como al gato. Exactamente enfrente de la puerta de entrada, en una poltrona de amplio respaldo forrado de cuero, con patas torneadas y finas, como las de las mesas, se ha instalado el viejo propietario de la casa. Es un viejecillo excesivamente hinchado, con grandes ojos redondos y una enorme doble papada. Su indumentaria se parece a la de los muchachos, y nada más tengo que decir sobre está en particular. Toda diferencia consiste en que su pipa es un poco mayor que la de aquellos, y por tanto, puede lanzar más humo. Lo mismo que ellos, tiene un reloj, pero lo guarda en el bolsillo. A decir verdad, tiene algo que hacer más importante que vigilar un reloj, y esto es lo que voy a explicar. Está sentado, con la pierna derecha sobre la rodilla izquierda. Tiene el semblante grave y conserva siempre uno por lo menos de sus ojos decididamente fijo en cierto objeto muy interesante del centro de la llanura.
Este objeto está situado en el campanario del Ayuntamiento. Los miembros del Consejo son todos unos hombrecillos achaparrados, adiposos e inteligentes, con ojos gruesos como salchichas y enormes papadas. Visten trajes mucho más largos, y las hebillas de sus zapatos son mucho mayores que las del resto de los habitantes de Vondervotteimittiss. Desde que resido en el pueblo han celebrado varias sesiones extraordinarias, y han tomado estos tres importantes acuerdos:
«Es un crimen alterar el antiguo buen ritmo de las cosas.»
«No existe nada tolerable fuera de Vonder votteimittiss.»
«Juramos fidelidad a nuestros relojes y a nuestras coles.»
Sobre el salón de sesiones se encuentra el campanario, y en el campanario o torre está, y siempre ha estado, desde tiempo inmemorial, el orgullo y maravilla del pueblo: el gran reloj de la aldea de Vondervotteimittiss. Y hacia este objeto están vueltos los ojos de los viejos caballeros que se encuentran sentados en poltronas forradas de cuero. El gran reloj tiene siete esferas, una sobre cada una de las siete caras del campanario, de modo que se le puede observar cómodamente desde todos los barrios. Estas esferas son enormes y blancas, y las agujas, pesadas y negras. En la torre está empleado un hombre cuya sola misión consiste en cuidar del mismo, pero tal función es la más perfecta de las sinecuras, porque desde tiempos inmemoriales el reloj de Vondervotteimittiss jamás ha necesitado de sus servicios. Hasta esos últimos días, la simple suposición de semejante cosa era considerada como una herejía. Desde los más antiguos tiempos que los archivos registran, las horas habían sonado regularmente en la gran campana, y, en realidad, lo mismo acontecía con todos los demás relojes, grandes y pequeños, de la aldea. Nunca existió lugar comparable a éste en señalar con tanta exactitud las horas. Cuando el voluminoso mazo juzgaba llegado el momento de decir:
«¡Las doce!» todos sus obedientes servidores abrían simultáneamente sus gargantas y respondían como un solo eco. En resumen, los buenos burgueses estaban encantados con su sauer-kraut, pero orgullosos de sus relojes.
Todas las personas que disfrutan de sinecuras son objeto de mayor o menor veneración, y como el campanero de Vondervotteimittiss poseía la más perfecta de ellas, es el más perfectamente respetado de todos los mortales. Es el principal dignatario de la aldea, incluso los mismos cerdos le contemplan reverentemente. La cola de su casaca es mucho mayor. Su pipa, las hebillas de sus zapatos, sus ojos y su estómago son mucho mayores que los de ningún otro viejo caballero de la aldea, y en cuanto a su papada, es no solamente doble, sino triple. Describo el feliz estado de Vondervotteimittiss. ¡Ay, qué lástima que tan delicioso cuadro estuviese condenado a sufrir un día una cruel transformación! Hace muchísimo tiempo que ha sido aceptado y comprobado por los habitantes más sabios de la aldea un proverbio según el cual «nada bueno puede venir de allende las colinas». Y, en realidad, hay que creer que estas palabras contenían en sí algo profético.
Faltaban cinco minutos para el mediodía de anteayer cuando, en lo alto de la cresta de las colinas del lado Este, surgió un objeto de extraño aspecto. Semejante acontecimiento era propio para despertar la atención universal, y cada uno de los viejos hombrecillos, sentados en sus poltronas tapizadas de cuero, volvió uno de sus ojos, desorbitado por el espanto, hacia el fenómeno, continuando con el otro fijo en el reloj del campanario. Faltaban sólo tres minutos para el mediodía cuando se comprobó que el singular objeto en cuestión era un pequeño jovencillo que parecía extranjero. Descendía por la colina con una enorme rapidez, de modo que todos pudieron verle muy pronto fácilmente. Era realmente el más precioso hombrecillo que se había visto jamás en Vondervotteimittiss. Tenía el rostro un tono oscuro como el rapé, larga y ganchuda la nariz, ojos que parecían lentejas, enorme boca y magnífica hilera de dientes, que parecía muy interesado en exhibir riéndose de oreja a oreja. Añádase a esto patillas y bigotes, y no creo que nada más quedase por ver en su rostro. Tenía la cabeza descubierta, y su cabellera había sido cuidadosamente arreglada con papillotes para rizarla. Componíase su indumentaria de una casaca ajustada y colgante, que terminaba en una especie de cola de golondrina —por uno de cuyos bolsillos dejaba colgar una larga punta de pañuelo blanco—, de unos calzones de casimir negros, medias negras y unos gruesos escarpines cuyos cordones consistían en enormes lazos de raso negro. Bajo uno de sus brazos llevaba un chapeau-de-bras, y bajo el otro, un violín casi cinco veces mayor que él. En su mano izquierda tenía una tabaquera de oro, de donde continuamente cogía pulgaradas de rapé con la actitud más vanidosa del mundo, mientras saltaba descendiendo la colina y dando toda clase de pasos fantásticos.
¡Bondad divina! Era un gran espectáculo para los honrados burgueses de Vondervotteimittiss.
Hablando claramente, el pícaro reflejaba en su rostro, a pesar de su sonrisa, un audaz y siniestro carácter. Mientras se dirigía apresuradamente hacia el pueblo, el aspecto singularmente extraño de sus escarpines bastó para despertar muchas sospechas, y más de un burgués que le contempló aquel día hubiese dado algo por dirigir una ojeada bajo el pañuelo de blanca batista que colgaba de modo tan irritante del bolsillo de su casaca con cola de golondrina. Pero lo que despertó principalmente una justa indignación fue el hecho de que aquel miserable botarate, mientras ejecutaba tan pronto un fandango como una pirueta, no guardase una regla en su danza y no poseyera ni la menor noción de lo que se llama llevar el compás.
Mientras tanto, los buenos habitantes del pueblo no habían aún tenido tiempo para abrir del todo sus ojos cuando, exactamente medio minuto antes del mediodía, se precipitó el tunante, como os digo, en medio de ellos, hizo aquí un chassezé allí un balanceo y después de una pirouette y un pas-de-zephyr, se dirigió como una flecha a la torre del Ayuntamiento, donde el campanero fumaba estupefacto con una actitud de dignidad y temor. Pero el pillastruelo le agarró primero de la nariz, se la sacudió y tiró de ella, le puso sobre la cabeza su gran chapeau-de-bras, hundiéndoselo hasta la boca, y después, levantando su enorme violín, le golpeó con él durante tanto rato y con tal violencia, que, dado que el vigilante estaba muy gordo y el violín era amplio y hueco, se hubiese jurado que todo un regimiento con enormes tambores redoblaba diabólicamente en la torre del campanario de Vondervotteimittiss.
No se sabe a que desesperado acto de venganza hubiese impulsado aquel indignante ataque a los aldeanos de no haber sido por el importantísimo hecho de faltar medio segundo para el mediodía. Iba a sonar la campana, y era de absoluta y suprema necesidad que todos consultaran sus relojes. Era indudable, sin embargo, que, exactamente en ese instante, el pillo que se había introducido en la torre quería algo que se relacionaba con la campana, y se metía donde nadie le llamaba. Pero como empezaba a tocar, nadie tenía tiempo de vigilar sus maniobras, porque cada uno de los hombres del pueblo era todo oídos contando las campanadas.
—Una... —dijo el reloj .
—Una... —replicó cada uno de los viejos hombrecillos de Vondervotteimittiss, en cada sillón tapizado de cuero.
—Una... —dijo el reloj de su mujer.
Y:
—Una... —dijeron los relojes de los niños y los relojillos dorados colgados de las colas del gato y del cerdo.
—Dos... —continuó la pesada campana.
Y:
—¡Dos! —repitieron todos.
—¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve! ¡Diez! —dijo la campana.
—¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve! ¡Diez! —respondieron los otros.
—¡Once! —dijo la grande.
—¡Once! —aprobó toda la pequeña gente.
—¡Doce! —dijo la campana.
—¡Doce! —contestaron ellos perfectamente satisfechos y dejando caer sus voces a compás.
—¡Han dado las doce! —dijeron todos los viejecillos, guardando de nuevo sus relojes. Sin embargo, la gran campana no había acabado aún.
—¡Trece! —dijo.
—¡Trece!— exclamaron todos los viejecillos, palideciendo y dejando caer las pipas de sus bocas, mientras descabalgaban sus piernas derechas de sus rodillas izquierdas—¡Trece!
—¡Trece! ¡Trece! ¡Dios santo, son las trece!— gimotearon.
¿Describir la espantosa escena que se originó? Todo Vondervotteimittiss estalló de repente en un lamentable tumulto.
—¿Qué le ocurrir a mi barriga? —gritaron todos los niños—. ¡Tengo hambre desde hace una hora!
—¿Qué les pasa a mis coles? —exclamaron todas las mujeres—. ¡Deben de estar cocidas desde hace una hora!
—¿Qué le ocurre a mi pipa? —juraron todos los viejecillos— ¡Rayos y truenos! Debe de estar apagada desde hace una hora.
Y volvieron a cargar sus pipas con gran rabia. Se arrellanaron en sus sillones y aspiraron el humo con tal prisa y ferocidad, que, inmediatamente quedó el valle velado por una nube impenetrable. Mientras tanto, las coles iban adquiriendo tonalidades purpúreas, y parecía que el mismo viejo diablo en persona se apoderase de todo lo que tenía forma de reloj. Los relojes tallados sobre los muebles poníanse a bailar como si estuvieran embrujados, mientras que los que se encontraban sobre las chimeneas apenas si podían contener su furor y se obstinaban en un toque incesante: «¡Trece! ¡Trece! ¡Trece!»
Y el vaivén y movimiento de sus péndulos era tal, que resultaba verdaderamente espantoso de ver. Lo peor era que los gatos y los cerdos no podían soportar más el desarreglo de los relojillos de repetición atados a sus colas, y ostensiblemente lo demostraban huyendo hacia la plaza, arañándolo y revolviéndolo todo, maullando y gruñendo, produciendo un espantoso aquelarre de maullidos y gruñidos, lanzándose a la cara de las personas, metiéndose debajo de las faldas, produciendo la más terrible algarabía y la más tremenda confusión que persona sensata pudiera imaginar. En cuanto al miserable tunante instalado en la torre, hacía evidentemente todo lo posible por lograr que la situación fuera más aflictiva. De cuando en cuando podía vislumbrársele en medio del humo. Continuaba siempre allí, en la torre, sentado sobre el cuerpo del campanero, que yacía de espaldas. El infame conservaba entre sus dientes la cuerda de la campana, sacudiéndola sin parar con la cabeza, de izquierda a derecha, produciendo tal barullo, que mis oídos se estremecen aún ahora al recordarlo. Descansaba sobre sus rodillas el enorme violín, que rascaba sin acorde ni compás con sus dos manos, procurando fingir horrorosamente, ¡oh, infame payaso! , que estaba tocando la canción de «Judy O'Flannagan and Paddy O'Rafferty».
Como las cosas habían llegado a tan lamentable estado, abandoné con repugnancia el lugar, y ahora dirijo un llamamiento a todos los amantes de la hora exacta y del buen sauer-kraut. Marchemos en masa hacia el pueblo y restauremos el antiguo orden de cosas en Vondervotteimittiss, expulsando de la torre a aquel bellaco".
Edgar Allan Poe
" Ven, cierra la puerta, siéntate junto al fuego de la chimenea, que la noche es fría, y seguro que estás cansado; acomódate y disfruta de una de tantas historias, que como cada noche vas a poder escuchar aquí..."
El Recolector de Historias

domingo, 13 de septiembre de 2015
sábado, 12 de septiembre de 2015
"Veneno"
"El correo tardaba. Cuando volvimos de nuestro paseo después del desayuno, aún no había llegado.
-Pas encore, madame. -canto Annette, escabulléndose hacia la cocina. Llevamos nuestras cosas al comedor. La mesa estaba servida. Como siempre, la vista de la mesa arreglada para dos, sólo para dos, tan acabada, tan perfecta, que no dejaba lugar para un tercero, me producía un extraño estremecimiento, como si hubiese sido golpeado por aquel resplandor plateado que vibraba sobre el mantel blanco, las copas brillantes y el tazón poco profundo lleno de flores amarillas.
-¡Dichoso cartero! ¿Qué puede haberle ocurrido? -exclamó Beatrice- Deja estas cosas por ahí, querido.
-¿Dónde las quieres?
Ella Levantó la cabeza y sonriéndome con su modo suave y burlón, dijo:
-Tonto. En cualquier sitio.
Pero sabía que tal lugar no existía para ella, y habría preferido quedarme durante meses sosteniendo la botella de licor y los pasteles, antes que arriesgarme a producir el más ligero sobresalto a su exquisito sentido del orden.
-Dámelos, yo los guardaré. -Los dejó caer sobre la mesa, junto con sus guantes largos y una canasta de higos- me asió por el brazo-. Salgamos a la terraza...
La sentí estremecerse.
-Ça sent -dijo tenuemente- de la cuisine.
Había notado que hacía dos meses que vivíamos en el sur, que cuando quería hablar de comida, del clima o sencillamente de su amor por mí, siempre empleaba el francés.
Nos sentamos bajo la marquesina. Beatrice estaba inclinada, mirando a lo lejos, hacia la carretera blanca con su defensa de cactus espinosos. La belleza de su oreja, tan sólo su oreja, tan maravillosa que habría podido dejar de mirarla y gritar hacia toda aquella extensión de mar centelleante que teníamos debajo. Iba vestida de blanco, perlas blancas alrededor de su garganta y lirios del valle prendidos en el cinturón. En el tercer dedo de la mano izquierda lucía un anillo con una perla, sin anillo nupcial.
¿Por qué llevarlo, mon ami? ¿Para qué fingir? ¿A quién crees que le importe?
Y claro está, estuve de acuerdo, aunque en mí interior, en lo mas profundo de mi corazón, habría dado mi alma para poder estar a su lado en una gran, si, gran iglesia de moda, atestada de gente, con un cura viejo y La Voz que alentó en el Paraíso, con ramos de laurel y olor a incienso, una alfombra roja y papeles de colores, y en algún sitio, un pastel de boda, champaña y un zapato de raso atado a la parte trasera del coche. Si hubiese podido deslizar nuestro anillo de bodas en su dedo. No porque me interesen esa clase de espectáculos, sino porque intuía en aquel acto su absoluta libertad.
¡Oh, Dios, qué felicidad torturante, qué angustia! Miré hacia la casa, hacia la ventana de nuestra habitación, tan misteriosamente oculta tras las persianas verdes. ¿Era posible que llegase moviéndose a través de la luz verde, sonriendo con aquella sonrisa secreta, la lánguida y brillante sonrisa que era sólo para mí?
Puso su brazo alrededor de mi cuello; con la otra mano, suave, terriblemente, me echó el cabello hacia atrás, ¿Quién eres? ¿Quién era ella? Era la Mujer.
La primera tarde tibia de primavera, cuando las luces brillaron a través del perfume de las liras y de voces que murmuraban en los jardines, fue cuando cantó en la casa con las cortinas de tul. Como quien marchaba bajo la luz de la luna a través de la ciudad desconocida, suya era la sombra que surgió entre el oro tembloroso de los postigos. Cuando se encendió la lámpara en la quietud recién nacida, sus pasos cruzaron tu puerta. Y miró hacia fuera, hacia el crepúsculo de otoño, pálida, mientras el coche se deslizaba...
El caso es que en aquel momento yo tenía veinticuatro años. Y cuando se recostó en su asiento, con las perlas resbalando bajo la barbilla, y suspiró:
-Tengo sed, querido. Donne-moi un orange. -alegremente, con gusto, habría sacado una naranja de las fauces de un cocodrilo, si los cocodrilos comieran naranjas.
Beatrice canto:
-Tuve dos pequeñas alas y donde un pájaro alado...
La tomé de la mano.
-¿No te irás volando?
-No muy lejos; no más lejos que el sendero.
-¿Por qué allí?
-El no llega. -dijo ella.
-¿Quién? ¿El viejo cartero? Pero si no estás esperando ninguna carta.
-No, pero es igualmente molesto. ¡Ah! -De pronto ella rió y al reír se me acercó- Mira, ahí viene. ¡Parece un escarabajo azul!
Juntamos nuestras mejillas y observamos como el escarabajo azul subía la cuesta.
-Querido -susurró Beatrice. Y la palabra pareció quedarse en el aire, vibrando como la nota de un violín.
-¿Qué, amor?
-No lo sé. -rió suavemente- Una oleada, una oleada de afecto, supongo.
La abracé. -¿Entonces no te irás volando?
Contestó rápido y suavemente:
-¡No, no! Por nada del mundo. De verdad, me gusta este lugar. Me encanta estar aquí. Me parece que podría quedarme durante años. Nunca había sido tan feliz como en estos dos últimos meses, y tú, querido, has sido tan perfecto en todos los sentidos.
Era tan hermoso, tan extraordinario y sin precedentes, oírla hablar de aquel modo, que procuré no darle importancia.
-¡Por favor! Parece que te estás despidiendo.
-Tonterías, tonterías. ¡Estas cosas no las digas ni en broma! –deslizó su pequeña mano bajo mi chaqueta blanca y asió mi hombro- Has sido feliz ¿verdad?
-¿Feliz? ¿Feliz? Oh, Dios, si supieras lo que siento en este momento. ¿Feliz? ¡Mi tesoro! ¡Mi alegría!
Solté la balaustrada y la abracé, levantándola en mis brazos. Y mientras la mantenía en alto, hundí mi cara en su seno, diciéndole:
-¿Eres mía?
Y por primera vez en todos aquellos desesperados meses en que la conocí, aun contando el último mes celestial le creí cuando me contestó:
-Soy tuya.
El ruido de la verja y los pasos del cartero sobre la grava nos separaron. Me sentía mareado. Permanecí allí, sonriendo, y por lo que me pareció, bastante estúpidamente. Beatrice se acercó a las sillas de junco.
-¿Vas a si hay cartas? -preguntó.
Me incorporé, casi tambaleándome, Pero era demasiado tarde, Annette llegaba corriendo.
-Pas de lettres -dijo.
Mi sonrisa atolondrada debió sorprenderla. Estaba loco de felicidad. Lancé los periódicos al aire.
-¡No hay cartas, querida!
Al reunirme con ella, la mujer amada estaba tendida en una hamaca. Por un momento, no contestó. Después dijo, mientras rasgaba la envoltura del periódico:
-Los que olvidan el mundo son olvidados por él.
Hay ocasiones en que la única cosa posible es encender un cigarrillo. Es más que un aliado, un pequeño amigo, leal y secreto, que lo sabe todo y lo comprende todo. Mientras fumas, lo miras, sonriente o serio, según lo pide la ocasión. Inhalas profundamente y expeles el humo en un lento abanico. Aquel era uno de esos momentos. Fui hacia la magnolia y aspiré su perfume. Después volví a su lado y me recosté contra su hombro. Entonces tiró con rapidez el periódico al suelo.
-No dice nada -afirmó ella- Nada. Hay únicamente un juicio por envenenamiento. Si un hombre mató o no a su esposa. Y por ello veinte mil personas se han sentado diariamente en el tribunal y dos millones de palabras han sido radiadas a todo el mundo después de cada sesión.
-Estúpido mundo -repuse, dejándome caer en otra silla.
Quería olvidar el periódico, volver, claro, al instante que precedió a la llegada del cartero. Pero cuando habló, supe que el momento había pasado. No importaba. Me gustaba esperar, quinientos años si era necesario, ahora que lo sabía.
-No tan estúpido -dijo Beatrice- Después de todo, por parte de esas veinte mil personas, no es sólo mórbida curiosidad.
-¿Qué es, entonces, querida? -el cielo sabe que no me importaba-
¡Culpabilidad! –gritó- ¡Culpabilidad! ¿No te das cuenta? Están fascinados como la gente enferma se deja fascinar por pequeñas noticias sobre su propio caso. El hombre del banquillo puede ser inocente, pero la mayoría de las personas que asiste al juicio, son envenenadores. ¿No se te ha ocurrido pensar -estaba pálida por la excitación- en la cantidad de envenenadores que andan sueltos? En los matrimonios, la excepción la forman los que no tratan de envenenarse el uno al otro. Los matrimonios y los amantes. ¡Oh! –gritó- El número de tazas de té, vasos de vino, tazas de café que están contaminadas. Las que me han dado a mí y he bebido, sabiéndolo o sin saberlo, arriesgándome. La única razón por la que muchas parejas -se rió- sobreviven, es porque uno teme darle al otro la dosis fatal. Para esa dosis se necesita empuje. Pero está destinada a llegar más pronto o más tarde. Una vez se ha dado la primera dosis, ya no hay modo de volverse atrás. Es el principio del fin, desde luego. ¿No estás de acuerdo? ¿Comprendes lo que quiero decir?
No esperó a que le conteste, se quitó los lirios y se recostó, pasándoselos ante los ojos.
-Mis dos maridos me envenenaron -dijo Beatrice- El primero me dio una fuerte dosis casi inmediatamente, pero el segundo fue un verdadero artista. Sólo unas gotas, una y otra vez, bien disimuladas. ¡Oh, tan bien disimuladas! Hasta que una mañana desperté y en todo mi cuerpo, hasta la punta de los dedos, había un matiz especial. Llegué a tiempo.
Oírle mencionar a sus maridos con tanta calma, especialmente en aquel momento, era doloroso. No pude soportarlo. Me disponía a hablar cuando de pronto ella gritó lúgubremente:
-¿Por qué? ¿Por qué tenía que pasarme? ¿Qué he hecho? ¿Por qué toda mi vida ha sido marcada? Es una conspiración.
Traté de explicarle que ella era demasiado perfecta para aquel mundo horrible, demasiado exquisita, demasiado fina. Asustaba a la gente.
-Yo no he tratado de envenenarte, Beatrice. –bromeé
Ella rió tenuemente de un modo extraño y mordisqueó el tallo de un lirio.
-¡Tú! –exclamó- ¡Si no eres capaz de hacerle dañar una mosca!
Curioso. Aquello me lastimó. Mucho. En aquel momento llegó Annette con nuestros aperitifs. Beatrice se sentó, tomó una copa de la bandeja y me la tendió. Vi el brillo de la perla en lo que yo llamaba su dedo perlado. ¿Por qué me había sentido herido por sus palabras?
-¿Y tú no has envenenado a nadie? -pregunté, tomando la copa. Aquello me dio una idea y traté de explicársela- Tú, tú haces lo contrario. Cómo llamarías a alguien como tú, que en vez de envenenar a las personas, las llenas, al cartero, a nuestro chofer, al barquero, a la florista, a mí, de una nueva vida, con algo que irradia, tu belleza, tu...
Sonrió soñadoramente y soñadoramente me miró.
¿En qué estás pensando, mi delicioso amor?
-Me preguntaba –dijo- si después de comer te importaría ir al pueblo y pedir el correo de la tarde. ¿Podrías hacerlo, querido? No es que espere ninguna carta, pero pensé que quizás... sería tonto no tenerlas si están allí. ¿No te parece? Sería absurdo esperar hasta mañana.
Dio la vuelta entre sus dedos el pie de su copa. Inclinaba la hermosa cabeza. Levanté mi copa y bebí. Sorbía lenta, deliberadamente, mirando la cabeza oscura y pensando en carteros, escarabajos azules y adioses que no son adioses.
¡Dios mío! ¿No era aquello sorprendente? No, no era sorprendente. La bebida tenía un sabor estremecedor, amargo, curioso".
Katherine Mansfield
-Pas encore, madame. -canto Annette, escabulléndose hacia la cocina. Llevamos nuestras cosas al comedor. La mesa estaba servida. Como siempre, la vista de la mesa arreglada para dos, sólo para dos, tan acabada, tan perfecta, que no dejaba lugar para un tercero, me producía un extraño estremecimiento, como si hubiese sido golpeado por aquel resplandor plateado que vibraba sobre el mantel blanco, las copas brillantes y el tazón poco profundo lleno de flores amarillas.
-¡Dichoso cartero! ¿Qué puede haberle ocurrido? -exclamó Beatrice- Deja estas cosas por ahí, querido.
-¿Dónde las quieres?
Ella Levantó la cabeza y sonriéndome con su modo suave y burlón, dijo:
-Tonto. En cualquier sitio.
Pero sabía que tal lugar no existía para ella, y habría preferido quedarme durante meses sosteniendo la botella de licor y los pasteles, antes que arriesgarme a producir el más ligero sobresalto a su exquisito sentido del orden.
-Dámelos, yo los guardaré. -Los dejó caer sobre la mesa, junto con sus guantes largos y una canasta de higos- me asió por el brazo-. Salgamos a la terraza...
La sentí estremecerse.
-Ça sent -dijo tenuemente- de la cuisine.
Había notado que hacía dos meses que vivíamos en el sur, que cuando quería hablar de comida, del clima o sencillamente de su amor por mí, siempre empleaba el francés.
Nos sentamos bajo la marquesina. Beatrice estaba inclinada, mirando a lo lejos, hacia la carretera blanca con su defensa de cactus espinosos. La belleza de su oreja, tan sólo su oreja, tan maravillosa que habría podido dejar de mirarla y gritar hacia toda aquella extensión de mar centelleante que teníamos debajo. Iba vestida de blanco, perlas blancas alrededor de su garganta y lirios del valle prendidos en el cinturón. En el tercer dedo de la mano izquierda lucía un anillo con una perla, sin anillo nupcial.
¿Por qué llevarlo, mon ami? ¿Para qué fingir? ¿A quién crees que le importe?
Y claro está, estuve de acuerdo, aunque en mí interior, en lo mas profundo de mi corazón, habría dado mi alma para poder estar a su lado en una gran, si, gran iglesia de moda, atestada de gente, con un cura viejo y La Voz que alentó en el Paraíso, con ramos de laurel y olor a incienso, una alfombra roja y papeles de colores, y en algún sitio, un pastel de boda, champaña y un zapato de raso atado a la parte trasera del coche. Si hubiese podido deslizar nuestro anillo de bodas en su dedo. No porque me interesen esa clase de espectáculos, sino porque intuía en aquel acto su absoluta libertad.
¡Oh, Dios, qué felicidad torturante, qué angustia! Miré hacia la casa, hacia la ventana de nuestra habitación, tan misteriosamente oculta tras las persianas verdes. ¿Era posible que llegase moviéndose a través de la luz verde, sonriendo con aquella sonrisa secreta, la lánguida y brillante sonrisa que era sólo para mí?
Puso su brazo alrededor de mi cuello; con la otra mano, suave, terriblemente, me echó el cabello hacia atrás, ¿Quién eres? ¿Quién era ella? Era la Mujer.
La primera tarde tibia de primavera, cuando las luces brillaron a través del perfume de las liras y de voces que murmuraban en los jardines, fue cuando cantó en la casa con las cortinas de tul. Como quien marchaba bajo la luz de la luna a través de la ciudad desconocida, suya era la sombra que surgió entre el oro tembloroso de los postigos. Cuando se encendió la lámpara en la quietud recién nacida, sus pasos cruzaron tu puerta. Y miró hacia fuera, hacia el crepúsculo de otoño, pálida, mientras el coche se deslizaba...
El caso es que en aquel momento yo tenía veinticuatro años. Y cuando se recostó en su asiento, con las perlas resbalando bajo la barbilla, y suspiró:
-Tengo sed, querido. Donne-moi un orange. -alegremente, con gusto, habría sacado una naranja de las fauces de un cocodrilo, si los cocodrilos comieran naranjas.
Beatrice canto:
-Tuve dos pequeñas alas y donde un pájaro alado...
La tomé de la mano.
-¿No te irás volando?
-No muy lejos; no más lejos que el sendero.
-¿Por qué allí?
-El no llega. -dijo ella.
-¿Quién? ¿El viejo cartero? Pero si no estás esperando ninguna carta.
-No, pero es igualmente molesto. ¡Ah! -De pronto ella rió y al reír se me acercó- Mira, ahí viene. ¡Parece un escarabajo azul!
Juntamos nuestras mejillas y observamos como el escarabajo azul subía la cuesta.
-Querido -susurró Beatrice. Y la palabra pareció quedarse en el aire, vibrando como la nota de un violín.
-¿Qué, amor?
-No lo sé. -rió suavemente- Una oleada, una oleada de afecto, supongo.
La abracé. -¿Entonces no te irás volando?
Contestó rápido y suavemente:
-¡No, no! Por nada del mundo. De verdad, me gusta este lugar. Me encanta estar aquí. Me parece que podría quedarme durante años. Nunca había sido tan feliz como en estos dos últimos meses, y tú, querido, has sido tan perfecto en todos los sentidos.
Era tan hermoso, tan extraordinario y sin precedentes, oírla hablar de aquel modo, que procuré no darle importancia.
-¡Por favor! Parece que te estás despidiendo.
-Tonterías, tonterías. ¡Estas cosas no las digas ni en broma! –deslizó su pequeña mano bajo mi chaqueta blanca y asió mi hombro- Has sido feliz ¿verdad?
-¿Feliz? ¿Feliz? Oh, Dios, si supieras lo que siento en este momento. ¿Feliz? ¡Mi tesoro! ¡Mi alegría!
Solté la balaustrada y la abracé, levantándola en mis brazos. Y mientras la mantenía en alto, hundí mi cara en su seno, diciéndole:
-¿Eres mía?
Y por primera vez en todos aquellos desesperados meses en que la conocí, aun contando el último mes celestial le creí cuando me contestó:
-Soy tuya.
El ruido de la verja y los pasos del cartero sobre la grava nos separaron. Me sentía mareado. Permanecí allí, sonriendo, y por lo que me pareció, bastante estúpidamente. Beatrice se acercó a las sillas de junco.
-¿Vas a si hay cartas? -preguntó.
Me incorporé, casi tambaleándome, Pero era demasiado tarde, Annette llegaba corriendo.
-Pas de lettres -dijo.
Mi sonrisa atolondrada debió sorprenderla. Estaba loco de felicidad. Lancé los periódicos al aire.
-¡No hay cartas, querida!
Al reunirme con ella, la mujer amada estaba tendida en una hamaca. Por un momento, no contestó. Después dijo, mientras rasgaba la envoltura del periódico:
-Los que olvidan el mundo son olvidados por él.
Hay ocasiones en que la única cosa posible es encender un cigarrillo. Es más que un aliado, un pequeño amigo, leal y secreto, que lo sabe todo y lo comprende todo. Mientras fumas, lo miras, sonriente o serio, según lo pide la ocasión. Inhalas profundamente y expeles el humo en un lento abanico. Aquel era uno de esos momentos. Fui hacia la magnolia y aspiré su perfume. Después volví a su lado y me recosté contra su hombro. Entonces tiró con rapidez el periódico al suelo.
-No dice nada -afirmó ella- Nada. Hay únicamente un juicio por envenenamiento. Si un hombre mató o no a su esposa. Y por ello veinte mil personas se han sentado diariamente en el tribunal y dos millones de palabras han sido radiadas a todo el mundo después de cada sesión.
-Estúpido mundo -repuse, dejándome caer en otra silla.
Quería olvidar el periódico, volver, claro, al instante que precedió a la llegada del cartero. Pero cuando habló, supe que el momento había pasado. No importaba. Me gustaba esperar, quinientos años si era necesario, ahora que lo sabía.
-No tan estúpido -dijo Beatrice- Después de todo, por parte de esas veinte mil personas, no es sólo mórbida curiosidad.
-¿Qué es, entonces, querida? -el cielo sabe que no me importaba-
¡Culpabilidad! –gritó- ¡Culpabilidad! ¿No te das cuenta? Están fascinados como la gente enferma se deja fascinar por pequeñas noticias sobre su propio caso. El hombre del banquillo puede ser inocente, pero la mayoría de las personas que asiste al juicio, son envenenadores. ¿No se te ha ocurrido pensar -estaba pálida por la excitación- en la cantidad de envenenadores que andan sueltos? En los matrimonios, la excepción la forman los que no tratan de envenenarse el uno al otro. Los matrimonios y los amantes. ¡Oh! –gritó- El número de tazas de té, vasos de vino, tazas de café que están contaminadas. Las que me han dado a mí y he bebido, sabiéndolo o sin saberlo, arriesgándome. La única razón por la que muchas parejas -se rió- sobreviven, es porque uno teme darle al otro la dosis fatal. Para esa dosis se necesita empuje. Pero está destinada a llegar más pronto o más tarde. Una vez se ha dado la primera dosis, ya no hay modo de volverse atrás. Es el principio del fin, desde luego. ¿No estás de acuerdo? ¿Comprendes lo que quiero decir?
No esperó a que le conteste, se quitó los lirios y se recostó, pasándoselos ante los ojos.
-Mis dos maridos me envenenaron -dijo Beatrice- El primero me dio una fuerte dosis casi inmediatamente, pero el segundo fue un verdadero artista. Sólo unas gotas, una y otra vez, bien disimuladas. ¡Oh, tan bien disimuladas! Hasta que una mañana desperté y en todo mi cuerpo, hasta la punta de los dedos, había un matiz especial. Llegué a tiempo.
Oírle mencionar a sus maridos con tanta calma, especialmente en aquel momento, era doloroso. No pude soportarlo. Me disponía a hablar cuando de pronto ella gritó lúgubremente:
-¿Por qué? ¿Por qué tenía que pasarme? ¿Qué he hecho? ¿Por qué toda mi vida ha sido marcada? Es una conspiración.
Traté de explicarle que ella era demasiado perfecta para aquel mundo horrible, demasiado exquisita, demasiado fina. Asustaba a la gente.
-Yo no he tratado de envenenarte, Beatrice. –bromeé
Ella rió tenuemente de un modo extraño y mordisqueó el tallo de un lirio.
-¡Tú! –exclamó- ¡Si no eres capaz de hacerle dañar una mosca!
Curioso. Aquello me lastimó. Mucho. En aquel momento llegó Annette con nuestros aperitifs. Beatrice se sentó, tomó una copa de la bandeja y me la tendió. Vi el brillo de la perla en lo que yo llamaba su dedo perlado. ¿Por qué me había sentido herido por sus palabras?
-¿Y tú no has envenenado a nadie? -pregunté, tomando la copa. Aquello me dio una idea y traté de explicársela- Tú, tú haces lo contrario. Cómo llamarías a alguien como tú, que en vez de envenenar a las personas, las llenas, al cartero, a nuestro chofer, al barquero, a la florista, a mí, de una nueva vida, con algo que irradia, tu belleza, tu...
Sonrió soñadoramente y soñadoramente me miró.
¿En qué estás pensando, mi delicioso amor?
-Me preguntaba –dijo- si después de comer te importaría ir al pueblo y pedir el correo de la tarde. ¿Podrías hacerlo, querido? No es que espere ninguna carta, pero pensé que quizás... sería tonto no tenerlas si están allí. ¿No te parece? Sería absurdo esperar hasta mañana.
Dio la vuelta entre sus dedos el pie de su copa. Inclinaba la hermosa cabeza. Levanté mi copa y bebí. Sorbía lenta, deliberadamente, mirando la cabeza oscura y pensando en carteros, escarabajos azules y adioses que no son adioses.
¡Dios mío! ¿No era aquello sorprendente? No, no era sorprendente. La bebida tenía un sabor estremecedor, amargo, curioso".
Katherine Mansfield
viernes, 11 de septiembre de 2015
"Sordo, Mudo y Ciego"
"Poco después del mediodía del 28 de junio de 1924, el doctor Morchouse detuvo su automóvil ante la finca Tanner y cuatro hombres descendieron. La pétrea construcción, en perfecto estado de conservación, se alzaba cerca del camino, y, de no ser por el pantano en su parte trasera, carecería de cualquier sugestión siniestra. El blanco e inmaculado portal era visible más allá del pulcro césped, desde alguna distancia camino abajo; y mientras el grupo del doctor se acercaba, pudieron distinguir la pesada puerta abierta de par en par. Tan sólo la mosquitero estaba cerrada. La proximidad de la casa había impuesto una especie de nervioso silencio a los cuatro hombres, ya que lo que acechaba en su interior sólo podía imaginarse con difuso terror. Un terror que se vio sumamente reducido cuando los exploradores escucharon claramente el sonido de la máquina de escribir de Richitrd Blake.
Menos de una hora antes, un hombre adulto había huido de esta casa, destacado, sin chaqueta y vociferando, para desplomarse ante la puerta de su vecino más próximo, como a un kilometro, balbuciendo incoherencias sobre «casa>,, «oscuro,, ,pantano,, y «alcoba,,, El doctor Morehouse, oyendo que una criatura babeante y enloquecida había escapado de la casa del viejo Tanner por el límite del pantano, no necesitó mayores acicates para entrar en acción. Supo que algo podía suceder desde el momento en que los dos hombres ocuparon la maldita casa de piedra... el hombre que había huido y su patrón, Richard Blake, el poeta de Boston, el genio que había ido a la guerra con cada nervio y sentido alertas, para regresar en su estado actual: aún gallardo, pero medio paralítico; todavía paseando con canciones entre las visiones y sonidos de la viva fantasía, a pesar de estar cerrado para siempre al mundo físico: ¡Sordo, mudo y ciego!
Blake se había deleitado con las extrañas historias y estremecedoras insinuaciones acerca de la casa y sus primeros inquilinos. Tales espantosas tradiciones eran una posesión mental cuyo goce no podía impedir su estado físico. Había sonreído ante el augurio de los supersticiosos pueblerinos. Ahora, con su único acompañante en fuga presa del pánico, y él mismo inerme ante lo que hubiera causado tal espanto, ¡Blake tendría menor ocasión de divertirse y sonreír! Éstas, en fin, eran las reflexiones del doctor Morehouse mientras encaraba el problema del fugitivo y solicitaba al desconcertado granjero ayuda para desvelar el misterio. Los Morehouse eran una vieja familia de Fenham, y el abuelo del doctor había sido uno de los que quemaron el cuerpo del misántropo Simeón Tanner en 1819. A pesar del tiempo transcurrido, el avezado doctor no podía evitar un escalofrío pensando en tal acto... y en las cándidas conclusiones sacadas por los ignorantes paisanos a partir de una ligera e insignificante malformación del difunto. Sabia que aquel estremecimiento era estúpido, ya que unas minúsculas protuberancias óseas en la parte delantera (¡el cráneo no significan nada, e incluso pueden observarse en algunos calvos.
Entre los cuatro hombres que finalmente decidieron partir hacia esa aborrecida casa en el coche del doctor, hubo un temeroso y singular intercambio de vagas leyendas y medio furtivos fragmentos de habladurías murmuradas por chismosas abuelas... leyendas e insinuaciones pocas veces repetidas y casi nunca cotejadas, Se remontaban tan atrás como 1692, cuando un Tanner fue ajusticiado en Gallows Hill, Salem, tras un juicio por brujería; pero no aumentaron hasta que la casa fue construida en 1747, aunque el edificio actual era más moderno. Ni siquiera entonces los cuentos eran muy numerosos, a despecho de lo extraños que eran todos los Tanner, sino sólo a raíz del último de todos, el viejo Simeón, a quien la gente temía atrozmente. Se hizo cargo de su herencia -horriblemente, según musitaban algunos- y tapió las ventanas de la habitación sureste, cuyo muro este daba al pantano. Aquél era su estudio y biblioteca, y tenía una puerta de doble grosor con refuerzos. Fue forzada con hachas aquella terrible noche del invierno de 1819, cuando el humo hediondo había ascendido por la chimenea, y allí se encontró el cuerpo de Tanner... con aquella expresion en su rostro. Fue a causa de aquella expresión -no por las dos huesudas protuberancias bajo el estropajoso cabello blanco- lo que les llevó a quemar el cuerpo, así como los libros y manuscritos que contenía la estancia. Sin embargo, la corta distancia a la finca Tanner quedó cubierta mucho antes de que la cuestión histórica más importante pudiera cotejarse.
Mientras el doctor, a la cabeza del grupo, abría la mosquitero y entraba al vestíbulo de arcos, se percató de que el sonido de la máquina de escribir había cesado bruscamente. En ese instante dos de los hombres también creyeron notar una débil corriente de aire frío extrañamente fuera de tono con el gran calor del día, aunque más tarde rehusaron jurarlo. El vestíbulo estaba en perfecto orden, así como las diversas estancias en donde penetraron buscando el estudio donde presuntamente se hallaría Blake. El autor había amueblado su casa con exquisito gusto colonial y, aunque no disponía de más ayuda que la de un único sirviente, se había mantenido todo en un estado de admirable limpieza.
El doctor Morehouse guió a sus hombres de habitación en habitación por las puertas abiertas de par en par y las arcadas, hallando por fin la librería o estudio que buscaba: una exquisita habitación orientada al sur, en la planta baja y adyacente a lo que una vez fuera el espantoso estudio de Simeón Tanner, revestida de libros, que el sirviente le leía a través de un ingenioso alfabeto de toques, y los más abultados volúmenes de Braille, que el mismo autor leía con las sensitivas yemas de sus dedos. Richard Blake, por supuesto, estaba allí, sentado como era habitual ante su máquina de escribir, con un montón de hojas recién escritas desparramadas por la mesa y el ,suelo, y con una hoja aún en la máquina. Había interrumpido su trabajo, parecía, con cierta brusquedad, quizás por un escalofrío que le había hecho cerrarse el cuello de la bata, y su cabeza estaba vuelta hacia el portal de la soleada habitación adyacente, de forma bastante ¡singular para alguien a quien su falta de vista y oído bloquea toda impresión del mundo exterior.
Al acercarse, situándose donde pudiera ver el rostro del autor, el doctor Morehouse empalideció e hizo gesto,,; ii los demás para que permanecieran atrás. Necesitó algún tiempo para tranquilizarse y disipar toda posibilidad de sufrir algún espantoso espejismo. No necesitó tiempo para preguntarse por qué había sido quemado el cuerpo del viejo Simeón Tanner por su expresión aquella noche de invierno, porque allí había algo que sólo una mente perfectamente disciplinada podía enfrentar. El difunto Richard Blake, cuya máquina de escribir había cesado su incesante tecleo sólo cuando los hombres habían penetrado en la casa, había visto algo a pesar de nu ceguera y había sido afectado por ello. No había ninguna humanidad en la mirada de aquel rostro, ni en la macabra y vidriada visión que llameaba en los grandes ojos azules inyectados en sangre, privados de imágenes de este mundo durante seis años. Aquellos ojos estaban clavados con un éxtasis de manifiesto horror sobre el zaguán que llevaba al estudio del viejo Simeón Tanner, donde el sol resplandecía sobre los muros una vez sumidos en la negrura del tapiado. Y el doctor Arlo Morehouse se tambaleó aturdido al descubrir que, a pesar de la deslumbrante luz diurna, las pupilas negras como la tinta de aquellos ojos estaban tan cavernosamente dilatadas como las de los ojos de un gato en la oscuridad.
El doctor cerró aquellos ojos ciegos de mirada fija antes de dejar que los demás vieran el rostro del cadáver. Mientras tanto, estudió el cuerpo sin vida con febril diligencia utilizando minuciosos cuidados técnicos a pesar de sus alterados nervios y casi temblorosas manos. Algunos de sus resultados los comunicaba de tiempo en tiempo al espantado e inquisitivo trío de su alrededor; otros se los guardó juiciosamente para sí mismo, ya que les provocaría especulaciones más inquietantes de lo que las cavilaciones humanas deben ser. No fue nada que él dijera, sino una atenta observación propia, lo que hizo murmurar a uno de los hombres sobre el desgreñado cabello negro del cadáver y la forma en que los papeles estaban esparcidos. Este hombre dijo que era como si una fuerte brisa hubiera soplado por el abierto portal hacia donde estaba vuelto el muerto; pero, aunque las ventanas de mas allá una vez tapiadas estaban en efecto completamente abiertas al cálido aire de junio, apenas hubo un soplo de viento en todo el día.
Cuando uno de los hombres comenzó a recoger las hojas del manuscrito recién mecanografiado que yacían en el suelo y la mesa, el doctor Morehouse le detuvo con un gesto alarmado. Había visto la hoja que permanecía en la máquina y la había sacado precipitadamente, colocándola en su bolsillo tras de que una frase o dos volvieran a hacerle palidecer. Este incidente le hizo recoger por sí mismo las dispersas hojas y apiñarlas en un bolsillo interior sin detenerse a ordenarlas. Pero lo leído no era ni siquiera la mitad de aterrador que lo descubierto: la sutil diferencia de impresión y tecleo que distinguía las hojas recogidas de la que se encontraba en la máquina de escribir. No pudo disociar esta sombría impresión de la terrible circunstancia que tan celosamente había ocultado a los hombres que oyeran el tecleo de la máquina hacía menos de diez minutos... el hecho que trataba de arrancar incluso de su propia mente hasta estar a solas, retrepado en las misericordiosas profundidades del sillón de su Morris. Uno puede juzgar el temor que sintió ante esto a tenor del esfuerzo que le costó ocultarlo. En más de treinta años de práctica profesional había sido considerado como un forense a quien ningún dato podía ocultarse; aunque, entre tantas formalidades como había seguido, ningún hombre supo jamás que cuando examinó a este cadáver retorcido, de mirada fija y ciego, había descubierto inmediatamente que la muerte debía haber tenido lugar al menos media hora antes del descubrimiento.
El doctor Morehouse cerró la puerta exterior y condujo al grupo por todos los rincones de la vieja casa, buscando cualquier pista que pudiera explicar la tragedia. No obtuvieron más resultado que el fracaso total. Sabía que la trampilla del viejo Simeón Tanner había sido elimiinada tan pronto como los libros y cuerpo del recluso fueron quemados, y que la cámara subterránea y el sinuoso túnel bajo los pantanos fueron rellenados una vez descubiertos, casi treinta y cinco años atrás. No vio nuevas anomalías que hubieran tomado su puesto, y todo el lugar mostraba solamente la normal limpieza y la moderna restauración y cuidado propias del buen gusto. Telefoneando al sheriff de Fenham y al forense del condado en Bayboro, esperó la llegada del primero; éste, al llegar, insistió en juramentar a dos de los hombres como sus ayudantes mientras aparecía el forense. El doctor Morehouse, sabedor de la falsedad y futilidad de las pesquisas oficiales, no pudo evitar sonreír aviesamente al marcharse en compañía del aldeano en cuya casa aún se cobijaba el hombre que había huido.
Encontraron al paciente excesivamente débil, aunque consciente y bastante sereno. Habiendo prometido al sheriff obtener transmitir toda información posible del fugitivo, el doctor Morchouse comenzó un interrogatorio calmado y lleno de tacto que fue recibido con espíritu racional y bien dispuesto, sólo entorpecido por las lagunas de memoria. La mayor parte de la calma del hombre debía provenir de una piadosa incapacidad de recordar, pues todo cuanto dijo fue que había estado en el estudio con su patrón y había creído ver la habitación adyacente oscurecerse bruscamente... la estancia donde el resplandor del sol había reemplazado las tinieblas de las ventanas tapiadas durante más de un centenar de años. Aun este recuerdo, del cual ya medio dudaba, turbaba enormemente los trastornados nervios del paciente, y sólo mediante la mayor gentileza y circunspección el doctor Morehouse le comunicó la muerte de su patrón... víctima natural de un ataque de corazón que sus terribles lesiones de guerra debían haberle provocado. Esto afligió al hombre, ya que había sido un devoto del tullido autor; pero prometió mostrar entereza y enviar el cuerpo a su familia de Boston al finalizar las pesquisas formales del forense.
El médico, tras satisfacer tan imprecisamente como le fue posible la curiosidad del anfitrión y su esposa, y urdiéndolos a amparar al paciente y mantenerlo lejos de la casa Tanner hasta su partida con el cuerpo, condujo de nuevo hacia casa con un creciente temblor de excitación. Al fin era libre de leer el manuscrito mecanografiado por el muerto y obtener por fin una pista sobre qué infernal ser había desafiado aquellos destrozados sentidos de vista y sonido, penetrando tan desastrosamente la delicada inteligencia que rumiaba en la oscuridad y el silencio. Sabía que debía ser una lectura grotesca y terrible, y no se apresuró a comenzarla. De hecho, deliberadamente, guardó el coche en el garaje se embutió confortablemente en una bata y colocó un surtido de medicinas tónicas junto al gran sillón que pensaba ocupar. Aun tras esto, gastó obviamente tiempo en la lenta colocación de las hojas numeradas, evitando cuidadosamente cualquier ojeada al texto. Sabemos lo que hizo el doctor Morehouse con el Manuscrito. Podría no haber sido leído por nadie más de no haberlo auxiliado su esposa mientras yacía inerte en su sillón una hora más tarde, respirando ruidosamente y sin responder a sacudidas lo bastante violentas como para revivir a la momia de un faraón. Terrible como es el docuinento, particularmente en el obvio cambio de estilo cerca del final, no podemos evitar creer que la sabiduría popular del médico le descubrió un sumo y supremo horror que nadie más hubiera tenido la desgracia de captar. Verdaderamente, es opinión generalizada en Fenham que la amplia familiaridad del doctor con las murmuraciones de los ancianos y los cuentos que su abuelo le contó en la Juventud le proveyeron de alguna especial información, a la luz de la que la espantosa crónica de Richard Blake adquirió un nuevo, claro y devastador significado casi insoportable para la mente humana normal. Esto pudo explicar la lentitud de su recuperación esa tarde de junio, la renuencia con la que permitió a su mujer e hijo leer el manuscrito, la singular desgana con la que accedió a su deseo de no quemar un documento tan oscuramente reseñable y, sobre todo, la peculiar rapidez con la que se apresuro a comprar la propiedad del viejo Tanner, demoliendo la casa con dinamita y talando los árboles del pantano hasta una considerable distancia del camino. Sobre todo este asunto, él mantiene hoy en día un inflexible mutismo y es sabido que se llevará a la tumba un conocimiento del que es mejor que el mundo prescinda. El manuscrito, tal como aquí aparece, fue copiado gracias a la cortesía de Floyd Morchouse, esquire, hijo del médico. Unas pequeñas omisiones, sustituidas por asteriscos, han sido hechas en interés de la paz mental pública, y otras son fruto de la imprecisión del texto, donde el afectado y veloz tecleo del autor incurre en incoherencias o ambigüedad. En tres sitios, donde las lagunas han sido plenamente subsanadas mediante el contexto, se ha acometido la tarea de rellenarlas. Sobre el cambio de estilo cerca del final, es mejor no especular. Seguramente es bastante plausible atribuir el fenómeno, a la vista del contenido y del aspecto fisico del tecleo, a la alborotada y tambaleante mente de la víctima cuyos grandes impedimentos no le habían arrendado ante nada antes de ese momento. Las mentes audaces están en libertad de sacar sus propias conclusiones.
He aquí, pues, el documento, escrito en una casa maldita por un cerebro cerrado a la vista y sonido del mundo... un cerebro aislado y librado a la compasión y las burlas de poderes que los hombres dotados de vista y oído nunca han encarado. Contrapuesto como es respecto de cuanto conocemos del universo por físicos, químicos y biólogos, la mente lógica puede clasificarlo como un singular producto de demencia... una demencia contagiada al hombre que huyó a tiempo de la casa. Y así, en efecto, puede considerarse mientras el doctor Arlo Morehouse mantenga su silencio.
El manuscrito.
Los vagos recelos del último cuarto de hora están ahora convirtiéndose en temores definidos. Para comenza, estoy absolutamente convencido de que algo debe haberle sucedido a Dobbs. Por primera vez desde que estamos juntos, ha fallado en responder a mis requerimientos. Cuando no contestó a mis repetidos timbrazos,supuse que la campana debía estar estropeada, pero he golpeado la mesa con suficiente vigor como para despertar al pasaje de Caronte. Al principio pensé que debía haber salido de la cas para tomar un poco el fresco, ya que ha habido calor y bochorno toda la tarde, pero no es propio de Dobbs estar mucho tiempo lejos sin cerciorarse de que no necesito nada. Son, sin embrago, los insólitos sucesos de los últimos minutos lo que confirman mi sospecha de que la ausencia de Dobbs es ajena a su voluuntad. Es el mismo suceso que me lleva a poner misconjeturas sobre el papel con la esperanza de que el simple acto de registrarlos pueda revelar unacierta y siniestra sugestión de inminente tragedia. Aunque lo intento, no puedo sacar de mi cabeza las leyendas relacionadas con esta vieja casa... simples necedades supersticiosas para deleite de cerebros resecos y en las que no gastaría mi pensamiento si Dobbs estuviera aquí.
En los años que he permanecido aislado del mundo que conocía, Dobbs ha sido mi sexto sentido. Ahora, por primera vez desde mi mutilación, comprendo todo el alcance de mi impotencia. Es Dobbs quien ha compensado mis ojos invidentes, mis oídos inútiles y mi garganta sin voz, así como mis piernas inválidas. Hay una jarra de agua en la mesa de la máquina de escribir. Sin Dobbs para rellenarla cuando se vacía, mis apuros serían los de Tántalo. Poco ha ocurrido en esta casa desde que vivimos aquí: poco tienen en común el parlanchín campesinado y un paralítico que no puede ver, oir o hablar con ellos; pueden pasar días antes de que nadie aparezca. Solo...con sólo mispensamientos para hacerme compañía; inquietantes pensamientos que no han sido precisamente apaciguados por las sensaciones de los últimos minutos. No me gustan esas sensaciones, tampoco, porque más y más se transforman desimples chismes de aldea en una imaginería fantástica que afecta mis emociones de la forma más peculiar y sin precedentes. Parecen haber pasado horas desde que comencé a escribir esto, pero sé que no pueden ser más que unos pocos minutos, porque había justo insertado esta nueva página en la máquina. La acción mecánica de cambiar de hojas, simple como es, me ha dado un nuevo asidero de mí mismo. Quizás pueda sacudirme ese sentimiento de peligro que se acerca lo bastante como para registrar lo que acaba de suceder.
Al principio no era más que un simple temblor, algo similar al estremecimiento de un bloque de viviendas baratas cuando un pesado camión ruge pegada al bordillo... pero éste no es un edificio mal construido. Tal vez soy sensible a tales cosas, y puede ser que esté dando rienda suelta a mi imaginación, pero me parece que la perturbación es más intensa directamente frente a mí... y mi silla está cara al ala sureste, lejos de la carretera, ¡directamente en línea con el pantano en el fondo de la morada! Por engañoso que esto pudiera ser, no se puede negar lo que siguió. Estoy recordando los instantes en que he sentido temblar el suelo bajo mis pies bajo el estallido de proyectiles gigantes; tiempos en los que vi buques sacudidos como cascarones por la furia de un tifón. La casa se estremecía como cenizas del Dweurgar en los cedazos de Niflheim. cada listón del suelo bajo mis pies se estremeció como un ser doliente. Mi máquina de escribir tembló hasta que pude imaginar que las teclas castañeteaban de miedo. Tras un breve instante, todo pasó. Todo quedó tan calmado como antes. ¡Demasiado calmado! Parecía imposible que una cosa así pudiera ocurrir y, sin embargo, dejar todo exactamente como antes. No, no exactamente... ¡estoy plenamente convencido de que algo le ha ocurrido a Dobbs! Es esta convicción, unida a esta calma antinatural, lo que acentúa el miedo premonitorio que persiste en reptar a mi alrededor. ¿Miedo? Sí... aunque estoy tratando de razonar cuerdamente conmigo mismo que no hay anda que temer. Los críticos han elogiado y condenado mi poesía porque muestra lo que ellos denominan una vívida imaginación. En un momento como éste puedo de corazón unirme a quienes gritan "demasiado vívida". Nada puede estar fuera tan de lugar o...
¡Humo! Como un débil rastro sulfuroso, pero inconfundible a mi agudo olfato. Tan débil, de hecho, que me es imposible determinar si viene de algún liugar de la casa o entra a través de la ventana de la habitación adyacente que se abre al pantano. La impresión se convierte rápidamente en algo más claramente definido. Estoy seguro ahora de que no viene del exterior. Erráticas visiones del pasado, sombrías escenas de otros días, vuelven a mí en un recuerdo estereoscópico. Una fábrica llameante... histéricos gritos de mujeres aterrorizadas atrapadas por paredes de fuego, una ardiente escuela... lastimeros gritos de desamparados niños presos derrumbadas escaleras; un teatro en llamas... frenética babel de gente enloquecida por el pánico luchando por liberarse sobre agrietados suelos y, sobre todo, las impenetrables nubes de negro, nocivo, malicioso humo contaminando el pacífico cielo. El aire de la habitación está saturado con oleadas espesas, pesadas, sofocantes... y a cada momento espero sentir las lenguas llameantes lamer con avidez mis piernas inútiles... me duelen los ojos... mis oídos laten... toso y me sofoco tratando de librar mis pulmones de los hedores de Ocypete... humo, tal como se asocia con aterradoras catástrofes... acre, hediondo, mefítico humo mezclado con el nauseabundo olor de la ardiente carne.
Una vez más estoy a solas con esta portentosa calma. La bienvenida brisa que acaricia mis mejillas está restaurando rápidamente mi perdido valor. Naturalmente, la casa no puede estar en llamas, ya que hasta el último vestigio del torturante humo se ha desvanecido. No puedo detectar un simple rastro de él, a pesar de que he estado olfateando como un sabueso. Estoy comenzando a preguntarme si no estaré volviéndome loco, si los años de soledad han desencajado mi mente... pero el fenómeno ha sido demasiado definido para permitirme clasificarlo como una simple alucinación. Cuerdo o loco, no puedo concebir tales cosas sino como realidades... y al momento las catalogo como algo sobre lo que no puedo sacar más que una conclusión lógica. La inferencia en sí es bastante para tratornar cualquier estabilidad mental. Admitir esto es dar carta de verdad a los superticiosos rumores que Dobbs recopila de los aldeanos y transcribe para que las sensibles yemas de mis dedos puedan leerlos... ¡rumores sin sustancia que mi mente materialista instintivamente condena como necedades!
¡Quisiera que los pitidos en mis oídos cesaran! Es como si espectrales instrumentistas locos aporrearan a dúo lacerantes tambores. Supongo que se trata simplemente de una reacción a la sofocante sensación que acabo de experimentar. Unas pocas bocanadas más de este aire vivificante... ¡Algo...hay algo en la habitación! Estoy tan seguro de no estar solo como si pudiera ver la presencia que tan irrefutablemente siento. Es una impresión bastante similar a la que he tenido mientras me abría paso a través de una calle abrrotada: la definida noción de ojos me han elegido entre el resto de la muchedumbre con una mirada lo bastante intensa como paracaptar mi atención subconsciente... la misma sensación, sólo que multiplicada. ¿Quién... qué puede ser? Después de todo, mis temores deben sre infundados, quizás significa tan sólo que Dobbs ha regresado. No... no es Dobbs. Como esperaba, el estruendo en mis oídos ha cesado y un leve susurro ha captado mi atención... el abrumador significado del hecho acba de registrarse por sí solo en mi aturdido cerebro... ¡Puedo oír!
No es una simple voz susurrante, ¡sino muchas! El lascivo zumbido de bestiales moscardones... Satánicos zumbidos de libidinosas abejas... sibilantes silbidos de obscenos reptiles... ¡un susurrante coro que la garganta humana no puede entonar! Aumenta de volumen... las habitaciones resuenan con demoniacos cánticos: destemplados, desentonados y grotescamente roncos... un diabólico coro entonando espantosas letanías... peanes de miseria mefitofélica elevados a música por almas dolientes...un odioso crescendo de odioso pandemónium. Las voces que me rodean están acercándose a mi silla. El cántico ha tenido un abrupto final y los susurros se han convertido en sonidos ininteligibles. Fuerzo mis oídos para distinguir las palabras. Cerca... y aún más cerca. Son claras ahora... ¡demasiado claras! Mejor hubiera sido que mis oídos hubieran permanecido sordos por siempre que ser obligados a escuchar sus voceríos infernales. Impías revelaciones de Saturnales corruptoras de almas... gulescas concepciones de devastadoras catástrofes... profanas invitaciones a orgías cabíricas... malevolentes amenazas de castigos inimaginables...
Hace frío. ¡Un frío impropio de la estación! Como inspirada por la cacodemoniaca presencia que me acosa, la brisa que era tan amistosa hace pocos minutos crece rabiosa en mis oídos... una helada galerna que sopla desde el pantano y me hiela hasta los huesos. Si Dobbs ha huido de mi lado, no se lo reprocho. No me gustan la cobardía o el temor implorante, pero aquí hay cosas... ¡Sólo deseo que su destino no haya sido peor que el haber salido a tiempo!
Mi última duda se ha disipado. Estoy doblemente contento, ahora, de haberme resuelto a escribir mis impresiones... no espero que nadie pueda entender... o creer... ha sido un alivio de la enloquecedora tensión de ociosa espera ante cada nueva manifestación de anormalidad psíquica. Según parece, hay tres caminos que puedo tomar: huir de este maldito lugar y gastar los torturantes años del porvenir tratando de olvidar... pero no puedo huir; admitir una abominable alianza con fuerzas tan malignas que el Tártaro, comparado con ellas, parecería la antesala del Paraíso... pero no puedo admitirlo; morir... pero preferiría mutilar mi cuerpo miembro a miembro que mancillar mi alma en un bárbaro truque con tales emisarios de Belial.
Tengo que descansar un instante para soplar en mis dedos. La habitación está helada con la fétida gelidez de la tumba... un apacible entumecimiento se enrosca sobre mí... debo combatir esta lasitud; está socavando mi determinación de morir antes de ceder a esas incidiosas demandas... Juro, de nuevo, resistir hasta el final... el final que sé que no puede estar lejos. Invisibles dedos me atenazan... dedos fantasmales que carecen de fuerza física para apartarme de mi máquina... dedos helados que me impulsan a un vil vórtice de vicio... dedos diabólicos que em arrastran a un albañal de eterna iniquidad... dedos muertos que detienen mi respiración y hacen sentir mis ojos ciegos como si ardieran de pena... heladas puntas oprimiendi mis sienes... duros, huesudos bultos como cuernos... el hálito boreal de algún ser largo tiempo muerto besa mis febriles labios y cauteriza mi ardiente garganta con heladas llamas...
Está oscuro. No la oscuridad que es parte de años de ceguera, la impenetrable oscuridad de la noche marcada de pecado... la negrura de la pez del Purgatorio.
Veo ¡spes mea Christus! es el fin...
No hay en la mente mortal ninguna defensa ante fuerzas más allá de la imaginación humana. Ni los espíritus inmortales pueden vencer a aquello que ha saboreado las profundidades y hecho de la humanidad un fugaz instante. ¿El fin? ¿En absoluto! Tan sólo el maravilloso comienzo..."
H.P. Lovecraft/C.M. Eddy Jr
Menos de una hora antes, un hombre adulto había huido de esta casa, destacado, sin chaqueta y vociferando, para desplomarse ante la puerta de su vecino más próximo, como a un kilometro, balbuciendo incoherencias sobre «casa>,, «oscuro,, ,pantano,, y «alcoba,,, El doctor Morehouse, oyendo que una criatura babeante y enloquecida había escapado de la casa del viejo Tanner por el límite del pantano, no necesitó mayores acicates para entrar en acción. Supo que algo podía suceder desde el momento en que los dos hombres ocuparon la maldita casa de piedra... el hombre que había huido y su patrón, Richard Blake, el poeta de Boston, el genio que había ido a la guerra con cada nervio y sentido alertas, para regresar en su estado actual: aún gallardo, pero medio paralítico; todavía paseando con canciones entre las visiones y sonidos de la viva fantasía, a pesar de estar cerrado para siempre al mundo físico: ¡Sordo, mudo y ciego!
Blake se había deleitado con las extrañas historias y estremecedoras insinuaciones acerca de la casa y sus primeros inquilinos. Tales espantosas tradiciones eran una posesión mental cuyo goce no podía impedir su estado físico. Había sonreído ante el augurio de los supersticiosos pueblerinos. Ahora, con su único acompañante en fuga presa del pánico, y él mismo inerme ante lo que hubiera causado tal espanto, ¡Blake tendría menor ocasión de divertirse y sonreír! Éstas, en fin, eran las reflexiones del doctor Morehouse mientras encaraba el problema del fugitivo y solicitaba al desconcertado granjero ayuda para desvelar el misterio. Los Morehouse eran una vieja familia de Fenham, y el abuelo del doctor había sido uno de los que quemaron el cuerpo del misántropo Simeón Tanner en 1819. A pesar del tiempo transcurrido, el avezado doctor no podía evitar un escalofrío pensando en tal acto... y en las cándidas conclusiones sacadas por los ignorantes paisanos a partir de una ligera e insignificante malformación del difunto. Sabia que aquel estremecimiento era estúpido, ya que unas minúsculas protuberancias óseas en la parte delantera (¡el cráneo no significan nada, e incluso pueden observarse en algunos calvos.
Entre los cuatro hombres que finalmente decidieron partir hacia esa aborrecida casa en el coche del doctor, hubo un temeroso y singular intercambio de vagas leyendas y medio furtivos fragmentos de habladurías murmuradas por chismosas abuelas... leyendas e insinuaciones pocas veces repetidas y casi nunca cotejadas, Se remontaban tan atrás como 1692, cuando un Tanner fue ajusticiado en Gallows Hill, Salem, tras un juicio por brujería; pero no aumentaron hasta que la casa fue construida en 1747, aunque el edificio actual era más moderno. Ni siquiera entonces los cuentos eran muy numerosos, a despecho de lo extraños que eran todos los Tanner, sino sólo a raíz del último de todos, el viejo Simeón, a quien la gente temía atrozmente. Se hizo cargo de su herencia -horriblemente, según musitaban algunos- y tapió las ventanas de la habitación sureste, cuyo muro este daba al pantano. Aquél era su estudio y biblioteca, y tenía una puerta de doble grosor con refuerzos. Fue forzada con hachas aquella terrible noche del invierno de 1819, cuando el humo hediondo había ascendido por la chimenea, y allí se encontró el cuerpo de Tanner... con aquella expresion en su rostro. Fue a causa de aquella expresión -no por las dos huesudas protuberancias bajo el estropajoso cabello blanco- lo que les llevó a quemar el cuerpo, así como los libros y manuscritos que contenía la estancia. Sin embargo, la corta distancia a la finca Tanner quedó cubierta mucho antes de que la cuestión histórica más importante pudiera cotejarse.
Mientras el doctor, a la cabeza del grupo, abría la mosquitero y entraba al vestíbulo de arcos, se percató de que el sonido de la máquina de escribir había cesado bruscamente. En ese instante dos de los hombres también creyeron notar una débil corriente de aire frío extrañamente fuera de tono con el gran calor del día, aunque más tarde rehusaron jurarlo. El vestíbulo estaba en perfecto orden, así como las diversas estancias en donde penetraron buscando el estudio donde presuntamente se hallaría Blake. El autor había amueblado su casa con exquisito gusto colonial y, aunque no disponía de más ayuda que la de un único sirviente, se había mantenido todo en un estado de admirable limpieza.
El doctor Morehouse guió a sus hombres de habitación en habitación por las puertas abiertas de par en par y las arcadas, hallando por fin la librería o estudio que buscaba: una exquisita habitación orientada al sur, en la planta baja y adyacente a lo que una vez fuera el espantoso estudio de Simeón Tanner, revestida de libros, que el sirviente le leía a través de un ingenioso alfabeto de toques, y los más abultados volúmenes de Braille, que el mismo autor leía con las sensitivas yemas de sus dedos. Richard Blake, por supuesto, estaba allí, sentado como era habitual ante su máquina de escribir, con un montón de hojas recién escritas desparramadas por la mesa y el ,suelo, y con una hoja aún en la máquina. Había interrumpido su trabajo, parecía, con cierta brusquedad, quizás por un escalofrío que le había hecho cerrarse el cuello de la bata, y su cabeza estaba vuelta hacia el portal de la soleada habitación adyacente, de forma bastante ¡singular para alguien a quien su falta de vista y oído bloquea toda impresión del mundo exterior.
Al acercarse, situándose donde pudiera ver el rostro del autor, el doctor Morehouse empalideció e hizo gesto,,; ii los demás para que permanecieran atrás. Necesitó algún tiempo para tranquilizarse y disipar toda posibilidad de sufrir algún espantoso espejismo. No necesitó tiempo para preguntarse por qué había sido quemado el cuerpo del viejo Simeón Tanner por su expresión aquella noche de invierno, porque allí había algo que sólo una mente perfectamente disciplinada podía enfrentar. El difunto Richard Blake, cuya máquina de escribir había cesado su incesante tecleo sólo cuando los hombres habían penetrado en la casa, había visto algo a pesar de nu ceguera y había sido afectado por ello. No había ninguna humanidad en la mirada de aquel rostro, ni en la macabra y vidriada visión que llameaba en los grandes ojos azules inyectados en sangre, privados de imágenes de este mundo durante seis años. Aquellos ojos estaban clavados con un éxtasis de manifiesto horror sobre el zaguán que llevaba al estudio del viejo Simeón Tanner, donde el sol resplandecía sobre los muros una vez sumidos en la negrura del tapiado. Y el doctor Arlo Morehouse se tambaleó aturdido al descubrir que, a pesar de la deslumbrante luz diurna, las pupilas negras como la tinta de aquellos ojos estaban tan cavernosamente dilatadas como las de los ojos de un gato en la oscuridad.
El doctor cerró aquellos ojos ciegos de mirada fija antes de dejar que los demás vieran el rostro del cadáver. Mientras tanto, estudió el cuerpo sin vida con febril diligencia utilizando minuciosos cuidados técnicos a pesar de sus alterados nervios y casi temblorosas manos. Algunos de sus resultados los comunicaba de tiempo en tiempo al espantado e inquisitivo trío de su alrededor; otros se los guardó juiciosamente para sí mismo, ya que les provocaría especulaciones más inquietantes de lo que las cavilaciones humanas deben ser. No fue nada que él dijera, sino una atenta observación propia, lo que hizo murmurar a uno de los hombres sobre el desgreñado cabello negro del cadáver y la forma en que los papeles estaban esparcidos. Este hombre dijo que era como si una fuerte brisa hubiera soplado por el abierto portal hacia donde estaba vuelto el muerto; pero, aunque las ventanas de mas allá una vez tapiadas estaban en efecto completamente abiertas al cálido aire de junio, apenas hubo un soplo de viento en todo el día.
Cuando uno de los hombres comenzó a recoger las hojas del manuscrito recién mecanografiado que yacían en el suelo y la mesa, el doctor Morehouse le detuvo con un gesto alarmado. Había visto la hoja que permanecía en la máquina y la había sacado precipitadamente, colocándola en su bolsillo tras de que una frase o dos volvieran a hacerle palidecer. Este incidente le hizo recoger por sí mismo las dispersas hojas y apiñarlas en un bolsillo interior sin detenerse a ordenarlas. Pero lo leído no era ni siquiera la mitad de aterrador que lo descubierto: la sutil diferencia de impresión y tecleo que distinguía las hojas recogidas de la que se encontraba en la máquina de escribir. No pudo disociar esta sombría impresión de la terrible circunstancia que tan celosamente había ocultado a los hombres que oyeran el tecleo de la máquina hacía menos de diez minutos... el hecho que trataba de arrancar incluso de su propia mente hasta estar a solas, retrepado en las misericordiosas profundidades del sillón de su Morris. Uno puede juzgar el temor que sintió ante esto a tenor del esfuerzo que le costó ocultarlo. En más de treinta años de práctica profesional había sido considerado como un forense a quien ningún dato podía ocultarse; aunque, entre tantas formalidades como había seguido, ningún hombre supo jamás que cuando examinó a este cadáver retorcido, de mirada fija y ciego, había descubierto inmediatamente que la muerte debía haber tenido lugar al menos media hora antes del descubrimiento.
El doctor Morehouse cerró la puerta exterior y condujo al grupo por todos los rincones de la vieja casa, buscando cualquier pista que pudiera explicar la tragedia. No obtuvieron más resultado que el fracaso total. Sabía que la trampilla del viejo Simeón Tanner había sido elimiinada tan pronto como los libros y cuerpo del recluso fueron quemados, y que la cámara subterránea y el sinuoso túnel bajo los pantanos fueron rellenados una vez descubiertos, casi treinta y cinco años atrás. No vio nuevas anomalías que hubieran tomado su puesto, y todo el lugar mostraba solamente la normal limpieza y la moderna restauración y cuidado propias del buen gusto. Telefoneando al sheriff de Fenham y al forense del condado en Bayboro, esperó la llegada del primero; éste, al llegar, insistió en juramentar a dos de los hombres como sus ayudantes mientras aparecía el forense. El doctor Morehouse, sabedor de la falsedad y futilidad de las pesquisas oficiales, no pudo evitar sonreír aviesamente al marcharse en compañía del aldeano en cuya casa aún se cobijaba el hombre que había huido.
Encontraron al paciente excesivamente débil, aunque consciente y bastante sereno. Habiendo prometido al sheriff obtener transmitir toda información posible del fugitivo, el doctor Morchouse comenzó un interrogatorio calmado y lleno de tacto que fue recibido con espíritu racional y bien dispuesto, sólo entorpecido por las lagunas de memoria. La mayor parte de la calma del hombre debía provenir de una piadosa incapacidad de recordar, pues todo cuanto dijo fue que había estado en el estudio con su patrón y había creído ver la habitación adyacente oscurecerse bruscamente... la estancia donde el resplandor del sol había reemplazado las tinieblas de las ventanas tapiadas durante más de un centenar de años. Aun este recuerdo, del cual ya medio dudaba, turbaba enormemente los trastornados nervios del paciente, y sólo mediante la mayor gentileza y circunspección el doctor Morehouse le comunicó la muerte de su patrón... víctima natural de un ataque de corazón que sus terribles lesiones de guerra debían haberle provocado. Esto afligió al hombre, ya que había sido un devoto del tullido autor; pero prometió mostrar entereza y enviar el cuerpo a su familia de Boston al finalizar las pesquisas formales del forense.
El médico, tras satisfacer tan imprecisamente como le fue posible la curiosidad del anfitrión y su esposa, y urdiéndolos a amparar al paciente y mantenerlo lejos de la casa Tanner hasta su partida con el cuerpo, condujo de nuevo hacia casa con un creciente temblor de excitación. Al fin era libre de leer el manuscrito mecanografiado por el muerto y obtener por fin una pista sobre qué infernal ser había desafiado aquellos destrozados sentidos de vista y sonido, penetrando tan desastrosamente la delicada inteligencia que rumiaba en la oscuridad y el silencio. Sabía que debía ser una lectura grotesca y terrible, y no se apresuró a comenzarla. De hecho, deliberadamente, guardó el coche en el garaje se embutió confortablemente en una bata y colocó un surtido de medicinas tónicas junto al gran sillón que pensaba ocupar. Aun tras esto, gastó obviamente tiempo en la lenta colocación de las hojas numeradas, evitando cuidadosamente cualquier ojeada al texto. Sabemos lo que hizo el doctor Morehouse con el Manuscrito. Podría no haber sido leído por nadie más de no haberlo auxiliado su esposa mientras yacía inerte en su sillón una hora más tarde, respirando ruidosamente y sin responder a sacudidas lo bastante violentas como para revivir a la momia de un faraón. Terrible como es el docuinento, particularmente en el obvio cambio de estilo cerca del final, no podemos evitar creer que la sabiduría popular del médico le descubrió un sumo y supremo horror que nadie más hubiera tenido la desgracia de captar. Verdaderamente, es opinión generalizada en Fenham que la amplia familiaridad del doctor con las murmuraciones de los ancianos y los cuentos que su abuelo le contó en la Juventud le proveyeron de alguna especial información, a la luz de la que la espantosa crónica de Richard Blake adquirió un nuevo, claro y devastador significado casi insoportable para la mente humana normal. Esto pudo explicar la lentitud de su recuperación esa tarde de junio, la renuencia con la que permitió a su mujer e hijo leer el manuscrito, la singular desgana con la que accedió a su deseo de no quemar un documento tan oscuramente reseñable y, sobre todo, la peculiar rapidez con la que se apresuro a comprar la propiedad del viejo Tanner, demoliendo la casa con dinamita y talando los árboles del pantano hasta una considerable distancia del camino. Sobre todo este asunto, él mantiene hoy en día un inflexible mutismo y es sabido que se llevará a la tumba un conocimiento del que es mejor que el mundo prescinda. El manuscrito, tal como aquí aparece, fue copiado gracias a la cortesía de Floyd Morchouse, esquire, hijo del médico. Unas pequeñas omisiones, sustituidas por asteriscos, han sido hechas en interés de la paz mental pública, y otras son fruto de la imprecisión del texto, donde el afectado y veloz tecleo del autor incurre en incoherencias o ambigüedad. En tres sitios, donde las lagunas han sido plenamente subsanadas mediante el contexto, se ha acometido la tarea de rellenarlas. Sobre el cambio de estilo cerca del final, es mejor no especular. Seguramente es bastante plausible atribuir el fenómeno, a la vista del contenido y del aspecto fisico del tecleo, a la alborotada y tambaleante mente de la víctima cuyos grandes impedimentos no le habían arrendado ante nada antes de ese momento. Las mentes audaces están en libertad de sacar sus propias conclusiones.
He aquí, pues, el documento, escrito en una casa maldita por un cerebro cerrado a la vista y sonido del mundo... un cerebro aislado y librado a la compasión y las burlas de poderes que los hombres dotados de vista y oído nunca han encarado. Contrapuesto como es respecto de cuanto conocemos del universo por físicos, químicos y biólogos, la mente lógica puede clasificarlo como un singular producto de demencia... una demencia contagiada al hombre que huyó a tiempo de la casa. Y así, en efecto, puede considerarse mientras el doctor Arlo Morehouse mantenga su silencio.
El manuscrito.
Los vagos recelos del último cuarto de hora están ahora convirtiéndose en temores definidos. Para comenza, estoy absolutamente convencido de que algo debe haberle sucedido a Dobbs. Por primera vez desde que estamos juntos, ha fallado en responder a mis requerimientos. Cuando no contestó a mis repetidos timbrazos,supuse que la campana debía estar estropeada, pero he golpeado la mesa con suficiente vigor como para despertar al pasaje de Caronte. Al principio pensé que debía haber salido de la cas para tomar un poco el fresco, ya que ha habido calor y bochorno toda la tarde, pero no es propio de Dobbs estar mucho tiempo lejos sin cerciorarse de que no necesito nada. Son, sin embrago, los insólitos sucesos de los últimos minutos lo que confirman mi sospecha de que la ausencia de Dobbs es ajena a su voluuntad. Es el mismo suceso que me lleva a poner misconjeturas sobre el papel con la esperanza de que el simple acto de registrarlos pueda revelar unacierta y siniestra sugestión de inminente tragedia. Aunque lo intento, no puedo sacar de mi cabeza las leyendas relacionadas con esta vieja casa... simples necedades supersticiosas para deleite de cerebros resecos y en las que no gastaría mi pensamiento si Dobbs estuviera aquí.
En los años que he permanecido aislado del mundo que conocía, Dobbs ha sido mi sexto sentido. Ahora, por primera vez desde mi mutilación, comprendo todo el alcance de mi impotencia. Es Dobbs quien ha compensado mis ojos invidentes, mis oídos inútiles y mi garganta sin voz, así como mis piernas inválidas. Hay una jarra de agua en la mesa de la máquina de escribir. Sin Dobbs para rellenarla cuando se vacía, mis apuros serían los de Tántalo. Poco ha ocurrido en esta casa desde que vivimos aquí: poco tienen en común el parlanchín campesinado y un paralítico que no puede ver, oir o hablar con ellos; pueden pasar días antes de que nadie aparezca. Solo...con sólo mispensamientos para hacerme compañía; inquietantes pensamientos que no han sido precisamente apaciguados por las sensaciones de los últimos minutos. No me gustan esas sensaciones, tampoco, porque más y más se transforman desimples chismes de aldea en una imaginería fantástica que afecta mis emociones de la forma más peculiar y sin precedentes. Parecen haber pasado horas desde que comencé a escribir esto, pero sé que no pueden ser más que unos pocos minutos, porque había justo insertado esta nueva página en la máquina. La acción mecánica de cambiar de hojas, simple como es, me ha dado un nuevo asidero de mí mismo. Quizás pueda sacudirme ese sentimiento de peligro que se acerca lo bastante como para registrar lo que acaba de suceder.
Al principio no era más que un simple temblor, algo similar al estremecimiento de un bloque de viviendas baratas cuando un pesado camión ruge pegada al bordillo... pero éste no es un edificio mal construido. Tal vez soy sensible a tales cosas, y puede ser que esté dando rienda suelta a mi imaginación, pero me parece que la perturbación es más intensa directamente frente a mí... y mi silla está cara al ala sureste, lejos de la carretera, ¡directamente en línea con el pantano en el fondo de la morada! Por engañoso que esto pudiera ser, no se puede negar lo que siguió. Estoy recordando los instantes en que he sentido temblar el suelo bajo mis pies bajo el estallido de proyectiles gigantes; tiempos en los que vi buques sacudidos como cascarones por la furia de un tifón. La casa se estremecía como cenizas del Dweurgar en los cedazos de Niflheim. cada listón del suelo bajo mis pies se estremeció como un ser doliente. Mi máquina de escribir tembló hasta que pude imaginar que las teclas castañeteaban de miedo. Tras un breve instante, todo pasó. Todo quedó tan calmado como antes. ¡Demasiado calmado! Parecía imposible que una cosa así pudiera ocurrir y, sin embargo, dejar todo exactamente como antes. No, no exactamente... ¡estoy plenamente convencido de que algo le ha ocurrido a Dobbs! Es esta convicción, unida a esta calma antinatural, lo que acentúa el miedo premonitorio que persiste en reptar a mi alrededor. ¿Miedo? Sí... aunque estoy tratando de razonar cuerdamente conmigo mismo que no hay anda que temer. Los críticos han elogiado y condenado mi poesía porque muestra lo que ellos denominan una vívida imaginación. En un momento como éste puedo de corazón unirme a quienes gritan "demasiado vívida". Nada puede estar fuera tan de lugar o...
¡Humo! Como un débil rastro sulfuroso, pero inconfundible a mi agudo olfato. Tan débil, de hecho, que me es imposible determinar si viene de algún liugar de la casa o entra a través de la ventana de la habitación adyacente que se abre al pantano. La impresión se convierte rápidamente en algo más claramente definido. Estoy seguro ahora de que no viene del exterior. Erráticas visiones del pasado, sombrías escenas de otros días, vuelven a mí en un recuerdo estereoscópico. Una fábrica llameante... histéricos gritos de mujeres aterrorizadas atrapadas por paredes de fuego, una ardiente escuela... lastimeros gritos de desamparados niños presos derrumbadas escaleras; un teatro en llamas... frenética babel de gente enloquecida por el pánico luchando por liberarse sobre agrietados suelos y, sobre todo, las impenetrables nubes de negro, nocivo, malicioso humo contaminando el pacífico cielo. El aire de la habitación está saturado con oleadas espesas, pesadas, sofocantes... y a cada momento espero sentir las lenguas llameantes lamer con avidez mis piernas inútiles... me duelen los ojos... mis oídos laten... toso y me sofoco tratando de librar mis pulmones de los hedores de Ocypete... humo, tal como se asocia con aterradoras catástrofes... acre, hediondo, mefítico humo mezclado con el nauseabundo olor de la ardiente carne.
Una vez más estoy a solas con esta portentosa calma. La bienvenida brisa que acaricia mis mejillas está restaurando rápidamente mi perdido valor. Naturalmente, la casa no puede estar en llamas, ya que hasta el último vestigio del torturante humo se ha desvanecido. No puedo detectar un simple rastro de él, a pesar de que he estado olfateando como un sabueso. Estoy comenzando a preguntarme si no estaré volviéndome loco, si los años de soledad han desencajado mi mente... pero el fenómeno ha sido demasiado definido para permitirme clasificarlo como una simple alucinación. Cuerdo o loco, no puedo concebir tales cosas sino como realidades... y al momento las catalogo como algo sobre lo que no puedo sacar más que una conclusión lógica. La inferencia en sí es bastante para tratornar cualquier estabilidad mental. Admitir esto es dar carta de verdad a los superticiosos rumores que Dobbs recopila de los aldeanos y transcribe para que las sensibles yemas de mis dedos puedan leerlos... ¡rumores sin sustancia que mi mente materialista instintivamente condena como necedades!
¡Quisiera que los pitidos en mis oídos cesaran! Es como si espectrales instrumentistas locos aporrearan a dúo lacerantes tambores. Supongo que se trata simplemente de una reacción a la sofocante sensación que acabo de experimentar. Unas pocas bocanadas más de este aire vivificante... ¡Algo...hay algo en la habitación! Estoy tan seguro de no estar solo como si pudiera ver la presencia que tan irrefutablemente siento. Es una impresión bastante similar a la que he tenido mientras me abría paso a través de una calle abrrotada: la definida noción de ojos me han elegido entre el resto de la muchedumbre con una mirada lo bastante intensa como paracaptar mi atención subconsciente... la misma sensación, sólo que multiplicada. ¿Quién... qué puede ser? Después de todo, mis temores deben sre infundados, quizás significa tan sólo que Dobbs ha regresado. No... no es Dobbs. Como esperaba, el estruendo en mis oídos ha cesado y un leve susurro ha captado mi atención... el abrumador significado del hecho acba de registrarse por sí solo en mi aturdido cerebro... ¡Puedo oír!
No es una simple voz susurrante, ¡sino muchas! El lascivo zumbido de bestiales moscardones... Satánicos zumbidos de libidinosas abejas... sibilantes silbidos de obscenos reptiles... ¡un susurrante coro que la garganta humana no puede entonar! Aumenta de volumen... las habitaciones resuenan con demoniacos cánticos: destemplados, desentonados y grotescamente roncos... un diabólico coro entonando espantosas letanías... peanes de miseria mefitofélica elevados a música por almas dolientes...un odioso crescendo de odioso pandemónium. Las voces que me rodean están acercándose a mi silla. El cántico ha tenido un abrupto final y los susurros se han convertido en sonidos ininteligibles. Fuerzo mis oídos para distinguir las palabras. Cerca... y aún más cerca. Son claras ahora... ¡demasiado claras! Mejor hubiera sido que mis oídos hubieran permanecido sordos por siempre que ser obligados a escuchar sus voceríos infernales. Impías revelaciones de Saturnales corruptoras de almas... gulescas concepciones de devastadoras catástrofes... profanas invitaciones a orgías cabíricas... malevolentes amenazas de castigos inimaginables...
Hace frío. ¡Un frío impropio de la estación! Como inspirada por la cacodemoniaca presencia que me acosa, la brisa que era tan amistosa hace pocos minutos crece rabiosa en mis oídos... una helada galerna que sopla desde el pantano y me hiela hasta los huesos. Si Dobbs ha huido de mi lado, no se lo reprocho. No me gustan la cobardía o el temor implorante, pero aquí hay cosas... ¡Sólo deseo que su destino no haya sido peor que el haber salido a tiempo!
Mi última duda se ha disipado. Estoy doblemente contento, ahora, de haberme resuelto a escribir mis impresiones... no espero que nadie pueda entender... o creer... ha sido un alivio de la enloquecedora tensión de ociosa espera ante cada nueva manifestación de anormalidad psíquica. Según parece, hay tres caminos que puedo tomar: huir de este maldito lugar y gastar los torturantes años del porvenir tratando de olvidar... pero no puedo huir; admitir una abominable alianza con fuerzas tan malignas que el Tártaro, comparado con ellas, parecería la antesala del Paraíso... pero no puedo admitirlo; morir... pero preferiría mutilar mi cuerpo miembro a miembro que mancillar mi alma en un bárbaro truque con tales emisarios de Belial.
Tengo que descansar un instante para soplar en mis dedos. La habitación está helada con la fétida gelidez de la tumba... un apacible entumecimiento se enrosca sobre mí... debo combatir esta lasitud; está socavando mi determinación de morir antes de ceder a esas incidiosas demandas... Juro, de nuevo, resistir hasta el final... el final que sé que no puede estar lejos. Invisibles dedos me atenazan... dedos fantasmales que carecen de fuerza física para apartarme de mi máquina... dedos helados que me impulsan a un vil vórtice de vicio... dedos diabólicos que em arrastran a un albañal de eterna iniquidad... dedos muertos que detienen mi respiración y hacen sentir mis ojos ciegos como si ardieran de pena... heladas puntas oprimiendi mis sienes... duros, huesudos bultos como cuernos... el hálito boreal de algún ser largo tiempo muerto besa mis febriles labios y cauteriza mi ardiente garganta con heladas llamas...
Está oscuro. No la oscuridad que es parte de años de ceguera, la impenetrable oscuridad de la noche marcada de pecado... la negrura de la pez del Purgatorio.
Veo ¡spes mea Christus! es el fin...
No hay en la mente mortal ninguna defensa ante fuerzas más allá de la imaginación humana. Ni los espíritus inmortales pueden vencer a aquello que ha saboreado las profundidades y hecho de la humanidad un fugaz instante. ¿El fin? ¿En absoluto! Tan sólo el maravilloso comienzo..."
H.P. Lovecraft/C.M. Eddy Jr
"Piratas"
"Durante muchos años el proyecto de volver a comprar alguna vez la casa había bullido en la mente de Peter Graham, pero siempre que consideraba la idea con una intención práctica se presentaban razones que se lo impedían tenazmente. En primer lugar estaba muy alejada de su trabajo, en el centro de Cornwall, y sería imposible pensar en ir sólo los fines de semana; pero si se establecía allí durante períodos más largos, ¿qué diablos haría en esa remota Tierra del Loto? Era un hombre atareado, que cuando estaba trabajando le gustaba la diversión que le proporcionaban su Club y los teatros por la tarde, que sólo se concedía pocos días de vacaciones lejos de la ciudad, y los empleaba en algún río salmonero o en campos de golf con un pequeño grupo de amigos estables y de mentalidad semejante. Considerado bajo esta perspectiva, el proyecto estaba erizado de objeciones.
Sin embargo, a lo largo de todos aquellos años que habían ido pasando de manera tan imperceptible, cuarenta de ellos ya, el deseo de volver a estar en casa, en Lescop, había persistido siempre, y de vez en cuando, si su mente consciente no se ocupaba de ello, le producía pequeños e inesperados tirones. Se daba cuenta perfectamente de que ese deseo tenía una cualidad sentimental, y a menudo se extrañaba de que precisamente él, que tan bien blindado estaba contra ese tipo de emoción en el ajetreo general de mundo, tuviera precisamente eso en su carácter. No había vuelto al lugar desde que tenía dieciséis años, pero su recuerdo era más vivo que el de cualquier otro escenario de su experiencia posterior.
Desde entonces se había casado, había perdido a su esposa y muchos meses después de aquello se había sentido terriblemente solitario, después había cesado el dolor de la soledad y ahora, si alguna vez le hacían la pregunta directamente, confesaba que la vida de soltero le resultaba más conveniente de lo que había sido la de casado. La vida de casado no había sido un éxito notable y nunca sintió la menor tentación de repetir el experimento. Pero había otra soledad que no había extinguido nunca ni la vida marital ni su profundo interés por los negocios, y estaba relacionada directamente con su deseo de esa casa en la pendiente verde de las colinas que hay encima de Truro. Tan sólo siete años había vivido allí como el más joven de una familia de cinco hijos, y de toda aquella alegre compañía sólo quedaba él. Uno a uno se habían ido apartando del tallo de la vida, pero conforme cada uno de ellos penetraba en ese silencio, Peter no les había echado mucho de menos: su propia vida era demasiado ajetreada como para que pudiera echar de menos realmente a nadie, y tenía una constitución demasiado vital para permitirse otra cosa que no fuera mirar hacia el futuro.
Ninguno de sus hermanos, salvo él, se había casado, y él no había tenido hijos, y ahora que no tenía ningún vínculo íntimo de sangre con ningún ser vivo, una sensación de soledad le rodeaba. No se trataba en absoluto de una soledad trágica o desesperada: no tenía ningún deseo de seguirles si se diera la improbable y no verificada posibilidad de encontrarles a todos de nuevo. Además, no servía para la existencia descarnada: para él la vida significaba carne y sangre, actividades e intereses materiales, y aparte de eso no podía hacerse ninguna otra idea de la vida. Pero a veces sentía ese dolor sombrío de la soledad, que es peor que todos los demás, cuando pensaba en la quietud que se había congelado como el hielo sobre aquellos años juveniles y gozosos, cuando Lescop había sido tan ruidoso, alerta y lleno de risas, y en sus jardines resonaban los juegos, y la casa había estado llena de charadas, del juego del escondite y de planes multitudinarios. Desde luego que había habido trifulcas, peleas y desgracias, bastante fuertes a veces, pero ahora no había nadie con quien pelear. «No es posible pelearte con personas a las que no amas», pensaba Peter, «porque no te importan...» Y sin embargo era ridículo sentirse solo; era algo todavía peor que ridículo, era una debilidad, y Peter tenía por ese tipo de debilidad el desprecio habitual en un hombre de éxito, saludable y nada emotivo. Había tantas cosas divertidas e interesantes en el mundo, por así decirlo había tantos hierros que golpear bajo el fuego para convertirlos en oro cuando se dedicaba al trabajo, y tantas diversiones agradables cuando no trabajaba (pues seguía manteniendo por el trabajo y por el juego un entusiasmo infantil), que no había excusa para permitirse sentimentalismos estériles. Por eso, a lo largo de muchos meses apenas sí algún pensamiento extraviado le conducía hacia los años remotos que vivió en la casa de la ladera sobre Truro.
Últimamente se había convertido en el presidente de la junta de una empresa nueva y muy prometedora, la British Tin Syndicate. Sus propiedades incluían algunas minas de Cornish que previamente habían sido abandonadas por considerar que no podían dar beneficios, pero recientemente un astuto químico mineralógico había inventado un proceso por el que se podía extraer el metal de una manera mucho más económica de lo que había sido posible hasta entonces. La British Tin Syndicate había adquirido la patente, y tras comprar aquellas minas abandonadas de Cornish estaba obteniendo buenos resultados con una mena que antes no había merecido la pena tratar. Peter tenía opiniones muy asentadas acerca del deber de un presidente de familiarizarse con el aspecto práctico de sus negocios, y viajaba en esos momentos a Cornwall para realizar una inspección personal de las minas en las que se estaba utilizando dicho proceso. Llevaba con él unos informes técnicos que le habían enviado y que pensaba leer durante las horas ininterrumpidas de su viaje, y hasta que el tren no dejó atrás Exeter no terminó la lectura atenta de los documentos, y volviendo a ponerlos en su cartera contempló el panorama que pasaba rápidamente ante su ventanilla. Hacía ya muchos años que no estaba en el condado del oeste, y ahora, con la emoción del reconocimiento, los acantilados rojos de Dawlish, entre largas franjas de playas soleadas, le resultaban sorprendentemente familiares. Pensó que debía haberlos visto recientemente, hasta que de pronto, escudriñando minuciosamente su memoria, recordó que hacía cuarenta años desde la última vez que los había contemplado, cuando regresaba a Eton de sus últimas vacaciones en Lescop. ¡Qué intensas y precisas son las impresiones de la juventud!
Su destino para la noche era Penzance, y ahora, con una sensación extraña de esperanza, recordó que poco antes de llegar a la estación de Truro podría ver la casa de la colina desde el tren, pues a menudo en aquellos viajes a la escuela, y en los de regreso, había estado muy atento para captar la primera y la última visión de la casa. Quizás hubieran crecido árboles que se interpusieran, pero en cuanto pasaron la estación que había antes de Trun) se cambió al otro lado del vagón y volvió a mirar buscando esa vista... Allí estaba, a unos dos kilómetros al otro lado del valle, con la fachada de piedra gris y la pantalla de enormes hayas en un extremo, y su corazón saltó de alegría al verla. Y sin embargo, ¿de qué le servía la casa ahora? Lo que él quería no eran sus piedras y ladrillos, ni los altos campos de heno que había abajo, ni el enmarañado jardín de la parte de atrás, sino los días en los que vivió en ella. Sin embargo se asomó por la ventanilla hasta que un corte del terreno le impidió seguir viéndola, con la sensación de que miraba una fotografía que le recordaba una presencia viva. Todos los que habían hecho que Lescop le resultara un lugar querido y vivo se habían muerto, pero aquel registro permanecía, igual que una imagen sobre la placa... y entonces se sonrió a sí mismo con un poco de desprecio por su sentimentalismo.
Los tres días siguientes fueron una vorágine de gozosas ocupaciones; las minas de estaño, en concreto, le resultaban nuevas a Peter, y se dejó absorber por ellas como si se tratara de un nuevo juego o un ingenioso acertijo. Bajó a los pozos de las minas que habían vuelto a abrirse, inspeccionó el nuevo proceso químico, viéndolo en funcionamiento y comprobando los resultados, examinó los gastos corrientes y los comparó con el valor del metal recuperado. Además había rastros importantes de plata en algunas de aquellas menas, y abordó seriamente la cuestión de si daría beneficios extraerla. Con este proceso incluso las minas que previamente habían cerrado producirían dividendos decentes, y aquellas cuyo filón era más rico incrementarían enormemente sus beneficios. Pero había que pensar en la economía, la economía... seguramente, en lugar de emplear los camiones al final se ahorraría dinero trazando un ferrocarril ligero desde los talleres hasta la cabeza de línea, aunque exigiría al principio un considerable gasto de capital. Es cierto que había una pendiente muy fuerte, pero se evitaría con un pequeño rodeo tendiendo un puente de caballetes sobre el pequeño río.
Recorrió a pie con el ingeniero la ruta propuesta y marcharon por la orilla del río buscando un buen punto de partida para el puente de caballetes. Pero todo el tiempo, en la parte de atrás de su cabeza, en alguna región casi subconsciente del pensamiento, pasaban imágenes interminables de la casa y la colina, con sus habitaciones y pasillos, los campos y el jardín, y con ellas, como si fuera una melodía de acompañamiento, venía el dolor de la soledad. Sintió que debía volver a merodear por el lugar: sin duda el propietario, si él se presentaba, le dejaría dar un paseo a solas durante media hora. Así vería que todo se había alterado por la vida de los desconocidos que allí vivían, y la fotografía se convertiría en algo emborronado, hasta acabar ennegreciéndose. Eso sería lo mejor.
Con esa idea, tras haber explorado todas las posibilidades de dividendos para su empresa, abandonó Penzance en un tren de primera hora de la mañana para pasar algunas horas en Truro y regresar a Londres a última hora del día. Apenas había salido de la estación cuando una multitud de recuerdos de hacía cuarenta años, pero más vivos que cualquiera de los que le habían sucedido en los últimos días se precipitaron a su alrededor dándole la bienvenida por su regreso. Allí estaba el paso a nivel y la carretera que bajaba hasta el río en el que su hermana Sybil y él habían pescado un gasterosteo para su acuario, y al otro lado del puente estaba el prado hundido entre las altas orillas que conducía a un sendero que llevaba, a través de los campos, a Lescop. Sabía exactamente dónde estaba ese remanso sobre el que ondeaban largas tiras de hierbas acuáticas, donde habían pescado aquel notable pez: sabía que al lado de la senda habrían florecido las coronarias rojas y blancas, y las orquídeas de prado en los campos. Pero era más conveniente ir primero a la ciudad, almorzar en el hotel e investigar en una agencia inmobiliaria quién era el propietario actual de Lescop; quizás regresara a la estación, a tomar el tren de la tarde, por aquel atajo.
Espesos como las flores en la estepa cuando llega la primavera, los recuerdos brillantes y fragantes le rodeaban. Allí estaba la tienda a la que había llevado el canario para disecarlo (¡qué hermoso parecía!); y allí el taller del «agente de pompas fúnebres y ebanista», todavía con el mismo nombre sobre la puerta, al que en un cumpleaños memorable en el que su familia le había regalado en dinero las prendas de su buena voluntad, por petición de él, había encargado un mueble con cinco cajones y dos bandejas, barnizado y oliendo a madera recién cortada, para su colección de conchas... Ahora miraba el escaparate un muchacho joven vestido con jersey y pantalones de franela, y Peter se sorprendió pensando para sí: «Dios mío, yo solía ser como ese muchacho: e iba vestido igual». Tenía un parecido sorprendente y Peter, con curiosidad, empezó a cruzar la calle para mirarle más de cerca. Pero era día de mercado, le retrasó un rebaño de ovejas y cuando llegó allí el muchacho había desaparecido entre los viandantes. Más lejos había una fachada adornada con un tramo de anchos escalones que llevaban hasta la puerta, en otro tiempo la temida morada de Tuck el dentista. De pie en el exterior había ahora una joven alta, y Peter volvió a pensar involuntariamente: «Vaya, ¡esa joven se parece maravillosamente a Sybil!» Pero antes de que pudiera verla más de cerca, se abrió la puerta y entró ella, y Peter se sintió bastante contrariado al ver que ya no había una placa en la puerta que indicase que pertenecía todavía al señor Tuck... Al final de la calle estaba el puente sobre el río Fal bajo el que a menudo solían tomar un bote para hacer una excursión por el río. Había allí un alegre grupo familiar que partía ahora del muelle; vio que lo formaban tres muchachos, dos chicas y una mujer de juvenil mediana edad.
Inmediatamente se lanzaron corriente abajo, y reprimiendo a medias un suspiro pensó: «El mismo número que nosotros cuando nos acompañaba mamá».
Se dirigió al Red Lion para el almuerzo: era nuevo y poco interesante, pues no podía recordar haber puesto antes un pie en esa hostería. Pero mientras masticaba su carne asada y fría algo bullía en su cerebro: estaba tratando de relacionar (pensando que podría hacerlo) al chico que estaba fuera del taller del ebanista, a la joven que se encontraba en el umbral de la casa que en otro tiempo perteneció al señor Tuck y al grupo familiar que partía de excursión por el río. En vano se decía a sí mismo que ni el muchacho, ni la chica ni el grupo podían tener alguna relación con él: pero en cuanto se relajó su atención esa caza subterránea de madriguera, como la de un ratón persiguiendo un conejo, empezó de nuevo... y entonces Peter se quedó con la boca abierta de asombro, pues recordó con absoluta claridad que la mañana de aquel cumpleaños memorable Sybil y él salieron antes que los demás de Lescop, él con el maravilloso recado de encargar su mueble, y ella para realizar una dolorosa visita al señor Tuck. Los demás salieron media hora más tarde para hacer una excursión por el Fal celebrando el importante hecho de que su edad requería ahora dos cifras (aunque una fuera un cero). Se acordó de que su madre le dijo: «Querido, pasarán noventa años antes de que necesites una tercera cifra, así que cuídate».
Cuando ese recuerdo momentáneo se abrió en él, Peter se sintió casi tan excitado como lo había estado aquel mismo día. Y no es que significara nada, se dijo a sí mismo, pues nada podía significar. Pero resultaba extraño. Era como si algo de aquellos tiempos siguiera suspendido todavía allí...
Después de eso terminó rápidamente la comida y fue a la agencia inmobiliaria para investigar. Nada podía haber más fácil que merodear por Lescop, pues la casa llevaba sin habitar desde hacía dos años. No era necesaria ninguna tarjeta de presentación, pero le dieron las llaves porque allí no había vigilante.
—Pero la casa se va a caer en pedazos —exclamó Peter indignado—. Una casa tan alegre. Es un falso ahorro el no dejar allí un vigilante. Aunque desde luego no es asunto mío. Le devolveré las llaves esta tarde, y ahora subiré andando.
—Será mejor que tome un taxi, señor —le dijo el agente inmobiliario—. Hace un día caluroso y son tres kilómetros cuesta arriba.
—Tonterías —replicó Peter—. Apenas dos kilómetros. Mi hermano y yo solíamos hacerlo en diez minutos.
Se le ocurrió entonces que aquellas hazañas atléticas de hacía cuarenta años no interesarían probablemente al mundo moderno...
Pyder Street estaba tan poblada de niños pequeños como siempre, aunque quizás fuera un poco más larga y empinada de lo que solía. Girando hacia la derecha entre unas villas residenciales desconocidas y recién construidas, entró en la senda que sí conocía y en cinco minutos había llegado a la puerta que daba al atajo que llevaba hasta la casa. Estaba inclinada sobre los goznes y tuvo que levantarla cogiéndola por el pestillo, deslizarse cuidadosamente y volverla a dejar en su lugar. El camino estaba recubierto de hierba, y en otro arranque de indignación vio que la escalera de madera que llevaba hasta el sendero cruzando la cerca estaba rota, y en su caída había arrastrado los alambres de la valla. Llegó entonces a la casa, cuyas ventanas estaban cubiertas de plantas trepadoras, y tras abrir la puerta se quedó en el recibidor, con el techo descolorido y manchas de moho en las paredes húmedas. La casa parecía desvencijada y avergonzada, con la pintura caída de los marcos de las ventanas, los cristales sucios, y en el aire el olor agrio de las habitaciones que llevaban mucho tiempo sin ventilar. Pero el espíritu de la casa seguía sin embargo allí, aunque melancólico y lleno de reproches, y le siguió fatigosamente de una habitación a otra: «Eres Peter, ¿no?», parecía decirle. «Veo que acabas de llegar para verme, pero no te vas a quedar. Recuerdo los días alegres tan bien como tú...» Fue pasando de una habitación a otra, el comedor, la sala de estar, el saloncito de su madre, el estudio del padre. Luego subió al piso de arriba, donde había estado la habitación que hacía de aula en los tiempos de la institutriz, convirtiéndose después en sala de juegos infantiles.
En el pasillo estaba la antigua habitación de los niños, y los dormitorios de los niños, y más arriba las habitaciones del ático, una de las cuales se le había concedido como dormitorio exclusivo desde que empezó a ir a la escuela. Había filtraciones en el tejado y una mancha de bordes marrones cubría el techo combado precisamente encima de donde había estado su cama.
—En bonito estado han dejado mi habitación —murmuró Peter—. ¿Cómo voy a dormir bajo esa gotera? ¡Es horrible!
La fuerza de su indignación le resultó sorprendente. No se había sentido como una personalidad doble, sino como el mismo Peter Graham en diferentes períodos de su existencia. Uno de ellos, el presidente de British Tin Syndicate, había protestado por el hecho de que al joven Peter Graham le hicieran dormir en una habitación tan húmeda y con goteras, y el otro (¡oh, fue maravilloso volver a verle!) era el propio Peter de joven que regresaba a su maravilloso ático, recién llegado a casa desde la escuela, y que miraba ahora a su alrededor con ojos ansiosos para convencerse de aquella bendita realidad antes de bajar a saltos las escaleras para tomar el té en la habitación de los niños. ¡Cuántas cosas que preguntar! ¿Cómo estaban sus conejos, y las cobayas de Sybil, y había aprendido Violeta aquella canción, la de «Oh, no es más que lluvia», y las palomas torcaces estaban volviendo a anidar en el tilo? Todos aquellos temas eran de importancia primordial...
Peter Graham el viejo se sentó junto a la ventana. Veía desde allí el prado, y al otro lado el tilo, un tilo inclinado que formaba una cueva verde en el interior de sus ramas inferiores, aunque las ramas de arriba crecieran rectas, y oyó que procedían de él los arrullos sofocados de las palomas torcaces. Así que estaban volviendo a anidar allí: esa pregunta del joven Peter había encontrado respuesta.
—Es muy extraño que esté pensando en eso —se dijo a sí mismo: de alguna manera no existía un vacío de años entre él y el joven Peter, pues aquel ático había servido de puente a los decenios que en un recuento torpe y material del tiempo se interponían entre ellos. Entonces Peter el viejo pareció hacerse cargo nuevamente de la situación.
Pensó que lo de la casa era un triste asunto: le producía una punzada de soledad ver la decadencia del teatro de sus años gozosos, sin ninguna evidencia de una vida nueva, de los niños de desconocidos, e incluso de los hijos de sus hijos que, creciendo allí podrían haber borrado esa impresión. Salió de la habitación del joven Peter y se detuvo en el rellano: las escaleras descendían en dos tramos cortos hasta el piso inferior, y volvió a ser el joven Peter, pasando la mano por la barandilla mientras bajaba y disponiéndose a cubrir el primer tramo de un salto. Pero entonces el viejo Peter se dio cuenta de que eso era una hazaña imposible para sus poco flexibles articulaciones.
Bueno, había que explorar el jardín, y luego regresaría a la agencia inmobiliaria para devolver las llaves. Ya no deseaba tomar el atajo que llevaba desde la empinada colina hasta la estación, junto al remanso en el que Sybil y él habían cazado aquel pez, pues su idea de regresar allí, tan urgente a veces, se había marchitado. Sólo pasearía por el jardín unos diez minutos, y cuando bajó con pasos tranquilos empezaron a invadirle los recuerdos del jardín y todo lo que habían hecho allí. Estaban los árboles para subirse a ellos, y los matorrales —en particular una celinda donde anidaban los jilgueros— en los que buscar nidos y orugas, pero sobre todo estaba el juego que jugaban allí, mucho más excitante que el criquet o el tenis sobre hierba, sobre el campo lleno de baches (aunque aquello era bastante excitante), y que se llamaba el juego de los piratas... En la parte de arriba del jardín había un cenador con baldosas y tejas y paredes sólidas, y aquello era la «casa» o el «Estrecho de Plymouth», de donde los barcos (es decir los niños) zarpaban bajo las órdenes del almirante para conseguir un trofeo sin ser atrapados por los piratas. En algún lugar del jardín se ocultaban dos piratas que surgían de un salto, y tres barcos (contando al almirante, que tras dar sus órdenes se convertía en el buque insignia) tenían que cruzar el huerto, o el jardín de flores o el campo y llevar hasta el refugio un trofeo cogido del lugar previamente señalado. Peter recordó que una vez volaba por el camino serpenteante hasta el cenador con un pirata a sus talones, y cayó al suelo, y el pirata humano saltó sobre él por miedo a pisarle, pero también cayó. Peter se volvió a casa con sangre en la nariz porque Dick le había caído encima de la cara...
—Dios mío, pudo haber sucedido ayer—musitó Peter—. Y Harry le llamó pirata sangriento y papá lo escuchó, y pensó que estaba utilizando un lenguaje soez, hasta que se lo explicaron todo.
El jardín estaba peor incluso que la casa, totalmente olvidado y cubierto de hierbas, y para encontrar la senda serpenteante Peter tuvo que abrirse paso entre los brezos y los matorrales. Pero perseveró y salió al rosal de arriba, y allí estaba el Estrecho de Plymouth, con el techo caído y las paredes combadas, y el musgo creciendo entre las losetas del suelo.
—Habría que repararlo de inmediato... —dijo Peter en voz alta—. ¿Qué es eso? —se dio rápidamente la vuelta hacia los arbustos a través de los cuales se había abierto paso, al oír una voz que desde allí, débil y lejana, le resultaba familiar, aunque hacía ya treinta años que había enmudecido.
Pues era la voz de Violet la que había hablado, y había dicho:
—¡Oh, Peter, estás aquí!
Sabía que era la voz de ella, pero sabía también la absoluta imposibilidad de que fuera así. Le asustó, y sin embargo le pareció absurdo asustarse, pues era sólo su imaginación espoleada por antiguas visiones y recuerdos la que le estaba engañando. Pero qué alegría haber imaginado siquiera que había vuelto a oír la voz de Violet.
—¡Vi! —gritó, y desde luego nadie respondió. Las palomas torcaces arrullaban en el tilo, había un zumbido de abejas y un susurro de viento en los árboles, y le rodeaba el aire suave y encantador de Cornish, que cargaba con el material de los sueños.
Se sentó en los escalones del cenador y exigió la presencia de su sentido común. Había sido una tarde incómoda, se sentía irritado por el olvido y la ruina en que había caído el lugar, y no quería imaginar esas voces que le llamaban desde el pasado, o tener extrañas y fugaces visiones que pertenecían a su infancia y adolescencia. Ya no pertenecía a esa época que presidían las hierbas ondulantes y las lápidas, y debía apartarse de todo lo que la evocaba, pues más que cualquier otra cosa era el director de prósperas empresas con grandes intereses que dependían de él. Se sentó para calmarse durante cinco minutos, desafiando a Violet, por así decirlo, a que le llamara de nuevo. Y entonces, tan inestable era su estado de ánimo, se quedó allí escuchándola. Pero Violet siempre se daba cuenta enseguida de cuándo no la querían, y debía haberse ido para unirse a los demás...
Rehízo el camino fijando su mente en lo que le rodeaba materialmente. El arce dorado de la parte de arriba del camino, un arbolillo tan alto como él la última vez que lo vio, se había convertido en un árbol de tronco robusto, el matorral de laurel en una elevada columna de hojas fragantes, y al pasar junto a la celinda salió de ella un jilguero con un vuelo en picado. Volvió otra vez a la casa, donde la fucsia trepadora extendía sus ramas a través de la ventana de su madre, y un aroma fuerte y picante (¡qué bien lo recordaba!) brotaba de los cálices del magnolio.
—Ha sido una tontería por mi parte volver a ver la casa —se dijo a sí mismo—. No quiero pensar más en ello: se acabó. Pero es una maldad no haber cuidado de la casa.
Regresó a la ciudad para devolver las llaves.
—Le estoy muy agradecido —dijo—. Era una casa agradable hace muchos años, cuando la conocí. ¿Por qué se ha permitido que se arruine de esa manera?
—No podría contestarle, señor. En los últimos diez años la han alquilado una o dos veces, pero los arrendatarios nunca se quedaban mucho tiempo. Al propietario le encantaría venderla.
En ese mismo momento Peter tuvo una idea caprichosa y absurda.
—¿Y por qué no vive él allí? —preguntó—. ¿O por qué los arrendatarios se iban enseguida? ¿Había algo en la casa que no les gustara? ¿Estaba hechizada, o algo parecido?
No pienso alquilarla ni comprarla, así que no importará que me lo diga.
El agente vaciló un momento.
—Bueno, corrían historias, si puedo hablarle confidencialmente. Pero todo son tonterías, desde luego.
—Por supuesto —contestó Peter—. Usted y yo no creemos en esas tonterías. Pero quisiera preguntarle: ¿se contaba que en el jardín se oían voces infantiles?
La discreción volvió a adueñarse del agente inmobiliario.
—No podría decirle, señor, no estoy seguro —contestó—. Lo único que sé es que la casa resultaría muy barata. Quizás quiera llevarse nuestra tarjeta.
Peter llegó a Londres a una hora tardía de la noche. Le estaba esperando una bandeja con sandwiches y bebidas, y tras el refrigerio se sentó a fumar y a pensar en los tres días de trabajo que había tenido en las minas de Cornwall: había que celebrar lo antes posible una reunión de directores para que consideraran sus sugerencias... Entonces se descubrió a sí mismo mirando la mesa redonda de palo de rosa sobre la que estaba la bandeja.
Pertenecía a la sala de estar de su madre en Lescop, y la silla en la que él se sentaba, una hermosa pieza del período estuardo, había sido la silla de su padre en la mesa del comedor, y la librería había estado en el salón, y la mesa para tarjetas de estilo chippendale... no podía recordar exactamente de dónde procedía. La colección de poemas de Browning había pertenecido a Sybil: el volumen lo había cogido de las repisas de la sala infantil. Pero era el momento de acostarse y se alegraba de no dormir en el ático del joven Peter.
Es dudoso que un hombre pueda extirpar una idea que haya enraizado bien en su mente. Puede cortar los brotes, quitar los capullos, y si éstos maduran destruir la semilla: pero las raíces son un desafío. Si tira de ellas, se rompen dejando en tierra alguna parte vital, y no pasará mucho tiempo antes de que una nueva prueba de su vitalidad brote del suelo allí donde menos lo esperaba. Eso era lo que le sucedía ahora a Peter: en mitad de una reunión de negocios el rostro de uno de los codirectores le recordaba al cochero de Lescop; si iba un fin de semana a jugar al golf a Rye, al Dormy House, el mirador de la sala de billar tenía la misma forma y tamaño que los de la sala de estar de Lescop, y el banco de aulagas situado junto al décimo green era como la hierba del campo de tenis: casi esperaba encontrar allí una pelota de tenis. Hiciera lo que hiciera, íuera donde fuera, algo le hacía acordarse de Lescop, y por la tarde, al regresar a casa, estaban allí los muebles, más de los que se había dado cuenta, pidiéndole regresar a su lugar de origen: alfombras, cuadros, libros, la cubertería de plata de la mesa, todo se unía en esa súplica muda. Pero Peter se tapaba los oídos; aquello era un sentimentalismo materialista carente de sentido, y no podía imaginar que pudiera volver a captar la vida sobre la que habían pasado tantos años, y de la que no quedaba otro actor que él mismo, simplemente restaurando la casa y sus antiguos muebles y volviendo a vivir allí. Aquello sólo serviría para poner de relieve su soledad por el contraste de vida de aquel escenario, en otro tiempo tan poblado, con su vacío actual. Y esa «irrupción» (así lo expresaba él) del sentimentalismo materialista sólo servía para confirmar la determinación que había tomado en Lescop. Había sido una visión amarga pero tonificante, y ahora la olvidaría.
Pero cuando ya había sellado su resolución, venía a él, como una brisa descuidada del oeste, el recuerdo de ese chico y esa chica a quienes había visto en la ciudad, y de la alegre familia que se iba de excursión por el río, de la bienvenida sutil que le habían hecho desde los arbustos del jardín, y sobre todo la sospecha de que el lugar estaba supuestamente hechizado. Y era precisamente porque estaba hechizado que lo deseaba, y cuando con mayor fuerza y sensatez se aseguraba a sí mismo que poseer la casa era una tontería, más la deseaba, y ahora constantemente daba color a sus sueños. Eran sueños felices; había regresado allí con los demás, como en los viejos tiempos, otra vez como niños en época de vacaciones, y a todos, como a él, les encantaba estar de nuevo en casa, y felicitaba mucho a Peter porque era él quien lo había arreglado todo. A menudo, en esos sueños, se decía a sí mismo: «Ya he soñado esto antes, y después despertaré y me volveré a encontrar viejo y solo, pero entonces será real».
Pasaron las semanas, atareado y próspero, se convirtieron en meses, y un día de otoño Peter se desmayó al regresar a casa tras haber pasado el día jugando al golf. No se había sentido muy bien desde hacía tiempo, estaba lánguido y se fatigaba con facilidad, pero con sus hábitos mentales robustos había considerado esos síntomas como simple pereza, y se había fustigado a sí mismo. Quizás fuera conveniente ahora someterse a una revisión médica para tener la satisfacción de que le dijeran que no había ningún problema.
Sin embargo, no fue ése el pronunciamiento médico...
—Pero es que realmente no puedo —contestó:—. ¡Un mes de cama y un invierno holgazaneando en la Riviera! Tengo el tiempo ocupado casi hasta Navidad, y después había decidido tomarme unas cortas vacaciones con unos amigos. Además, la Riviera es un agujero pestilente. No es posible. Supongamos que sigo viviendo como de costumbre:
¿qué pasaría?
El doctor Dufflin se hizo un resumen mental de su terco paciente.
—Morirá, señor Graham —le contestó alegremente—. Su corazón no es ya lo que era, y si quiere que siga funcionando, y que lo haga todavía muchos años, tendrá que ser sensato y darle un descanso. Evidentemente no insisto en la Riviera, era sólo una sugerencia porque pensé que probablemente tendría allí amigos que le ayudaran a pasar el tiempo. Pero sí insisto en algún clima suave, en el que pueda haraganear al aire libre.
Londres, con sus heladas y nieblas, no es conveniente.
—¿Y qué le parece Cornwall? —preguntó tras haber guardado unos momentos de silencio.
—Perfectamente, si le gusta. Pero desde luego no en la costa norte.
—Lo pensaré —dijo Peter—. Todavía me queda un mes.
Peter sabía que no tenía necesidad de pensarlo. Los acontecimientos conspiraban de modo irresistible para impulsarle a lo que deseaba hacer, aunque en contra de todo por lo que había estado luchando, así de fantástico e irracional era aquello. Ahora le resultaba fácil ceder y abandonar su obstinación. Unos cuantos telegramas al agente inmobiliario sirvieron para que Lescop fuera suya, otro telegrama le dio la dirección de un constructor y decorador de confianza, y con los planos de la casa, aunque en realidad poco los necesitaba, extendidos sobre la colcha, Peter dio órdenes urgentes. Había que abordar de inmediato todas las reparaciones estructurales, como las filtraciones de los tejados y las goteras en los techos, los maderajes podridos y la escayola que se desmenuzaba, y cuando todo eso estuviera hecho vendría la pintura y el empapelado. En la sala de estar solía haber un papel Morris; había sobre él flores de primavera, espinos, violetas y tableros de damas, un papel odiosamente sinuoso, pensó, pero ningún otro serviría. El recibidor estaba pintado de color huevo de pato verde, y la habitación de su madre en color rosa, «dígales que un rosa terrible», ordenó Peter a su secretario, «con un toque de azul: deben mandarme muestras a vuelta de correo, pero piezas grandes, no retales...» Luego estaba el asunto de los muebles: todos los muebles de la casa en la que se encontraba ahora y que hubieran pertenecido a Lescop tenían que regresar allí. Por lo demás, enviaría algunas cosas de Londres, accesorios del dormitorio, ropa blanca y utensilios de cocina: ya se encargaría de las alfombras cuando estuviera allí. Los dormitorios de invitados podían esperar; había que amueblar habitaciones para cuatro criados, y también el ático que había marcado en el plano, y que pensaba ocupar él. Nadie debía tocar el jardín hasta que él llegara: vigilaría personalmente los trabajos, aunque a mediados del mes siguiente debía disponer de un par de jardineros.
—Y eso es todo, por el momento —dijo Peter.
«¿Todo?», pensó mientras doblaba los planos, bastante aburrido con la dirección de unos asuntos que marchaban por sí solos. «Esto es sólo el principio: un simple apoyo».
La cura de descanso de un mes fue un verdadero éxito, y con instrucciones escritas de no agotar la mente ni el cuerpo, haraganear, salir al aire libre siempre que le fuera posible con paseos tranquilos y abundantes descansos, Peter recibió permiso para ir a Lescop y una tarde de diciembre le abrieron la puerta y por ella brotó la luz de la bienvenida. En el momento en que puso un pie en el interior supo, como un sexto sentido, que había hecho lo correcto, pues no sólo le saludaba la calidez y la comodidad ordenada que había en la casa antes desierta, sino también el conocimiento firme de que le estaban saludando aquéllos cuya pérdida le hacía sentirse solo... Esa sensación se produjo fugazmente, de una manera fantástica pero también convincente; era algo fundamental, todo se basaba en ella. La casa había recuperado su antiguo aspecto, y aunque se había atrevido a convertir el pequeño ático que estaba en la puerta de al lado del dormitorio del joven Peter en un baño, pensó: «Al fin y al cabo es mi casa, y debo estar cómodo. Ellos no necesitan cuartos de baño, pero yo sí, y aquí está». Y allí estaba, ciertamente, e instaló luz eléctrica, y cenó sentado en la silla de su padre, y después vagó de habitación en habitación sin hacer nada, embebiéndose de la atmósfera antigua y amistosa que le rodeaba dondequiera que fuese, pues Ellos estaban complacidos. Pero no se manifestó ninguna voz ni visión, y quizás les atribuía a Ellos el placer que él mismo sentía por haber regresado. Le habría encantado, sin embargo, escuchar un susurro o tener una visión fugaz, y de vez en cuando, mientras estaba sentado examinando algún informe de la British Tin Syndicate, escudriñaba las esquinas de la habitación, creyendo que algo se había movido allí, y cuando la rama de una trepadora golpeaba la ventana se levantaba y miraba hacia el exterior. Pero lo único que veía era la luz de las estrellas que caía como rocío sobre el césped abandonado.
—Sin embargo, están aquí —se dijo a sí mismo mientras corría la cortina.
Los jardineros estaban dispuestos a empezar a trabajar a la mañana siguiente, y bajo su supervisión empezaron a domesticar la jungla salvaje. Resultó agradable que uno de ellos fuera el hijo del vaquero, Calloway, el que había estado allí hacía cuarenta años, y seguía teniendo recuerdos de su infancia en el jardín, al que solía acudir con su padre desde la lechería, llevando a la casa cubos llenos. Se acordaba de que Sybil tenía sus cobayas en el secadero de la parte de atrás de la casa. Cuando Peter le oyó eso, se acordó también, y decidió entonces que tenía que limpiar el secadero de zarzas y hierbas.
—Pues me pensaba yo entonces que eran unas alimañas pero que muy feas —dijo Calloway el joven—. Aquí tenía la señorita Sybil las conejeras, rodeadas de tela de alambre. Menudo lío cuando el terrier de mi padre entró y mató a la mitad, mientras la joven señorita lloraba a los animalejos muertos.
Peter no recordaba aquella masacre de los inocentes; debió suceder un trimestre que él estaba en la escuela, y seguro que en las vacaciones siguientes los hábitos prolíficos de esos animales ya habrían alegrado la pena de Sybil.
Limpiaron el secadero y el sendero serpenteante que por entre los matorrales conducía al cenador, refugio de los afligidos barcos perseguidos por piratas. El cenador había sido reconstruido, cubriendo el techo de madera, las paredes rectificadas y encaladas, y las escaleras que conducían hasta el suelo de losetas fueron limpiadas del musgo que se había incrustado. El trabajo se terminó pronto y Peter solía sentarse allí a descansar y leer documentos tras una mañana de pasear y supervisar el jardín, pues se cansaba sólo de estar en pie una o dos horas, por lo que se quedaba dormitando en el soleado refugio. Pero ya nunca soñaba con regresar a Lescop, ni con las presencias que le daban la bienvenida. «Quizás sea porque he venido», pensó. «Y esos sueños sólo significaban que tenía que hacerlo. Pero creo que deberían demostrar que están complacidos: yo hago todo lo que puedo».
Sabía sin embargo que sí estaban complacidos, pues conforme avanzaba el trabajo en el jardín la sensación de Ellos y de su placer se hallaba suspendida sobre los caminos arreglados con la misma fuerza que el olor de la tierra húmeda y los helechos, ahora desenraizados, que impedían el paso. Todas las tardes Calloway recogía lo que había limpiado durante el día y lo apilaba sobre la hoguera del huerto. Los helechos llameaban, y los tallos húmedos de avellano siseaban antes de que prendieran las llamas; la fragancia del humo de madera llegaba hasta la casa. El trabajo se había terminado al cabo de tres semanas y aquella tarde Peter no durmió la siesta en el cenador, pues no podía dejar de caminar por entre el jardín de flores, el de hierbas de la cocina y el del huerto, que habían recuperado ya absolutamente su antiguo orden. Empezó a llover y se refugió bajo el tilo en el que anidaban las palomas, el sol volvió a salir y con su brillo de finales del invierno dio un último paseo hasta el fondo del camino, donde la puerta se encontraba ahora firme sobre sus goznes. De niño solía tardar mucho tiempo en cerrarla, dejándola que oscilara como un péndulo hacía atrás y hacia delante mientras el pestillo hacía un ruidito cada vez que cruzaba junto al pasador: ahora la abrió del todo y la soltó, dejándola que fuera hacia adelante y hacia atrás en un movimiento que se fue haciendo cada vez menor hasta que al final, con un ruidito metálico, se quedó inmóvil. Aquello le produjo un gran placer: le gustaba la precisión en los detalles.
De lo que no cabía duda era de que estaba muy fatigado: tenía además una sensación desagradable, como si tuviera un alambre tenso que atravesaba su corazón, y como si estuvieran aporreando contra él. El alambre le producía un dolor sordo, y el aporreo punzadas de dolor agudo. Todo el día había sido consciente de que le sucedía algo, pero estaba demasiado contento por haber terminado el jardín como para prestar atención a esos pequeños indicios físicos. Volvería a estar perfectamente con una buena noche de descanso, y si no podría quedarse en la cama el día siguiente. Subió las escaleras pronto, aunque no menos ansioso, y al instante se fue a dormir. El aire suave de la noche entraba por la ventana abierta, y el último sonido que escuchó fue el de la borla de la persiana contra la ventana.
Despertó de pronto, sabiendo que alguien le había llamado. La habitación estaba curiosamente iluminada, pero no con la calidad de la luz de la luna: era como un valle que estuviera en la sombra, mientras que en algún lugar, un poco por encima, brillaba el mediodía con poderoso esplendor. Volvió a oír entonces que le llamaban por su nombre, y supo que el sonido de la voz entraba por la ventana. Era indudable que le estaba llamando Violet: ella y los demás estaban fuera, en el jardín.
—Sí, ya voy —gritó saliendo de un salto de la cama.
Le pareció que ya estaba vestido, lo que no le resultó extraño: llevaba puesto un jersey y unos pantalones de franela, pero iba descalzo, por lo que se puso unos zapatos. Bajó las escaleras cruzando de un salto el primer tramo, lo mismo que hacía el joven Peter. La puerta de la habitación de su madre estaba abierta, y al mirar en el interior vio que ella estaba allí, evidentemente, sentada en la mesa y escribiendo cartas.
—Peter, es maravilloso que hayas regresado a casa —dijo—. Están todos fuera en el jardín, y te han estado llamando, querido. Ven a verme pronto y charlaremos.
Salió corriendo fuera por el camino que iba junto a las ventanas, y tomó luego el sendero serpenteante que llevaba al cenador cruzando los matorrales, pues sabía que iban a jugar a los piratas. Tenía que darse prisa si no quería que los piratas estuvieran fuera antes de que él llegara allí, y mientras corría gritó:
—Esperad un segundo, ya voy.
Cruzó corriendo junto al arce dorado y el laurel, y allí estaban todos en el cenador que era el refugio. De un solo salto subió los escalones y se encontró entre Ellos. Allí lo encontró Calloway a la mañana siguiente. Debió subir corriendo por el sendero serpenteante como un muchacho, pues la gravilla, recién puesta, mostraba con largos intervalos las huellas de las puntas de sus zapatos".
E.F. Benson
Sin embargo, a lo largo de todos aquellos años que habían ido pasando de manera tan imperceptible, cuarenta de ellos ya, el deseo de volver a estar en casa, en Lescop, había persistido siempre, y de vez en cuando, si su mente consciente no se ocupaba de ello, le producía pequeños e inesperados tirones. Se daba cuenta perfectamente de que ese deseo tenía una cualidad sentimental, y a menudo se extrañaba de que precisamente él, que tan bien blindado estaba contra ese tipo de emoción en el ajetreo general de mundo, tuviera precisamente eso en su carácter. No había vuelto al lugar desde que tenía dieciséis años, pero su recuerdo era más vivo que el de cualquier otro escenario de su experiencia posterior.
Desde entonces se había casado, había perdido a su esposa y muchos meses después de aquello se había sentido terriblemente solitario, después había cesado el dolor de la soledad y ahora, si alguna vez le hacían la pregunta directamente, confesaba que la vida de soltero le resultaba más conveniente de lo que había sido la de casado. La vida de casado no había sido un éxito notable y nunca sintió la menor tentación de repetir el experimento. Pero había otra soledad que no había extinguido nunca ni la vida marital ni su profundo interés por los negocios, y estaba relacionada directamente con su deseo de esa casa en la pendiente verde de las colinas que hay encima de Truro. Tan sólo siete años había vivido allí como el más joven de una familia de cinco hijos, y de toda aquella alegre compañía sólo quedaba él. Uno a uno se habían ido apartando del tallo de la vida, pero conforme cada uno de ellos penetraba en ese silencio, Peter no les había echado mucho de menos: su propia vida era demasiado ajetreada como para que pudiera echar de menos realmente a nadie, y tenía una constitución demasiado vital para permitirse otra cosa que no fuera mirar hacia el futuro.
Ninguno de sus hermanos, salvo él, se había casado, y él no había tenido hijos, y ahora que no tenía ningún vínculo íntimo de sangre con ningún ser vivo, una sensación de soledad le rodeaba. No se trataba en absoluto de una soledad trágica o desesperada: no tenía ningún deseo de seguirles si se diera la improbable y no verificada posibilidad de encontrarles a todos de nuevo. Además, no servía para la existencia descarnada: para él la vida significaba carne y sangre, actividades e intereses materiales, y aparte de eso no podía hacerse ninguna otra idea de la vida. Pero a veces sentía ese dolor sombrío de la soledad, que es peor que todos los demás, cuando pensaba en la quietud que se había congelado como el hielo sobre aquellos años juveniles y gozosos, cuando Lescop había sido tan ruidoso, alerta y lleno de risas, y en sus jardines resonaban los juegos, y la casa había estado llena de charadas, del juego del escondite y de planes multitudinarios. Desde luego que había habido trifulcas, peleas y desgracias, bastante fuertes a veces, pero ahora no había nadie con quien pelear. «No es posible pelearte con personas a las que no amas», pensaba Peter, «porque no te importan...» Y sin embargo era ridículo sentirse solo; era algo todavía peor que ridículo, era una debilidad, y Peter tenía por ese tipo de debilidad el desprecio habitual en un hombre de éxito, saludable y nada emotivo. Había tantas cosas divertidas e interesantes en el mundo, por así decirlo había tantos hierros que golpear bajo el fuego para convertirlos en oro cuando se dedicaba al trabajo, y tantas diversiones agradables cuando no trabajaba (pues seguía manteniendo por el trabajo y por el juego un entusiasmo infantil), que no había excusa para permitirse sentimentalismos estériles. Por eso, a lo largo de muchos meses apenas sí algún pensamiento extraviado le conducía hacia los años remotos que vivió en la casa de la ladera sobre Truro.
Últimamente se había convertido en el presidente de la junta de una empresa nueva y muy prometedora, la British Tin Syndicate. Sus propiedades incluían algunas minas de Cornish que previamente habían sido abandonadas por considerar que no podían dar beneficios, pero recientemente un astuto químico mineralógico había inventado un proceso por el que se podía extraer el metal de una manera mucho más económica de lo que había sido posible hasta entonces. La British Tin Syndicate había adquirido la patente, y tras comprar aquellas minas abandonadas de Cornish estaba obteniendo buenos resultados con una mena que antes no había merecido la pena tratar. Peter tenía opiniones muy asentadas acerca del deber de un presidente de familiarizarse con el aspecto práctico de sus negocios, y viajaba en esos momentos a Cornwall para realizar una inspección personal de las minas en las que se estaba utilizando dicho proceso. Llevaba con él unos informes técnicos que le habían enviado y que pensaba leer durante las horas ininterrumpidas de su viaje, y hasta que el tren no dejó atrás Exeter no terminó la lectura atenta de los documentos, y volviendo a ponerlos en su cartera contempló el panorama que pasaba rápidamente ante su ventanilla. Hacía ya muchos años que no estaba en el condado del oeste, y ahora, con la emoción del reconocimiento, los acantilados rojos de Dawlish, entre largas franjas de playas soleadas, le resultaban sorprendentemente familiares. Pensó que debía haberlos visto recientemente, hasta que de pronto, escudriñando minuciosamente su memoria, recordó que hacía cuarenta años desde la última vez que los había contemplado, cuando regresaba a Eton de sus últimas vacaciones en Lescop. ¡Qué intensas y precisas son las impresiones de la juventud!
Su destino para la noche era Penzance, y ahora, con una sensación extraña de esperanza, recordó que poco antes de llegar a la estación de Truro podría ver la casa de la colina desde el tren, pues a menudo en aquellos viajes a la escuela, y en los de regreso, había estado muy atento para captar la primera y la última visión de la casa. Quizás hubieran crecido árboles que se interpusieran, pero en cuanto pasaron la estación que había antes de Trun) se cambió al otro lado del vagón y volvió a mirar buscando esa vista... Allí estaba, a unos dos kilómetros al otro lado del valle, con la fachada de piedra gris y la pantalla de enormes hayas en un extremo, y su corazón saltó de alegría al verla. Y sin embargo, ¿de qué le servía la casa ahora? Lo que él quería no eran sus piedras y ladrillos, ni los altos campos de heno que había abajo, ni el enmarañado jardín de la parte de atrás, sino los días en los que vivió en ella. Sin embargo se asomó por la ventanilla hasta que un corte del terreno le impidió seguir viéndola, con la sensación de que miraba una fotografía que le recordaba una presencia viva. Todos los que habían hecho que Lescop le resultara un lugar querido y vivo se habían muerto, pero aquel registro permanecía, igual que una imagen sobre la placa... y entonces se sonrió a sí mismo con un poco de desprecio por su sentimentalismo.
Los tres días siguientes fueron una vorágine de gozosas ocupaciones; las minas de estaño, en concreto, le resultaban nuevas a Peter, y se dejó absorber por ellas como si se tratara de un nuevo juego o un ingenioso acertijo. Bajó a los pozos de las minas que habían vuelto a abrirse, inspeccionó el nuevo proceso químico, viéndolo en funcionamiento y comprobando los resultados, examinó los gastos corrientes y los comparó con el valor del metal recuperado. Además había rastros importantes de plata en algunas de aquellas menas, y abordó seriamente la cuestión de si daría beneficios extraerla. Con este proceso incluso las minas que previamente habían cerrado producirían dividendos decentes, y aquellas cuyo filón era más rico incrementarían enormemente sus beneficios. Pero había que pensar en la economía, la economía... seguramente, en lugar de emplear los camiones al final se ahorraría dinero trazando un ferrocarril ligero desde los talleres hasta la cabeza de línea, aunque exigiría al principio un considerable gasto de capital. Es cierto que había una pendiente muy fuerte, pero se evitaría con un pequeño rodeo tendiendo un puente de caballetes sobre el pequeño río.
Recorrió a pie con el ingeniero la ruta propuesta y marcharon por la orilla del río buscando un buen punto de partida para el puente de caballetes. Pero todo el tiempo, en la parte de atrás de su cabeza, en alguna región casi subconsciente del pensamiento, pasaban imágenes interminables de la casa y la colina, con sus habitaciones y pasillos, los campos y el jardín, y con ellas, como si fuera una melodía de acompañamiento, venía el dolor de la soledad. Sintió que debía volver a merodear por el lugar: sin duda el propietario, si él se presentaba, le dejaría dar un paseo a solas durante media hora. Así vería que todo se había alterado por la vida de los desconocidos que allí vivían, y la fotografía se convertiría en algo emborronado, hasta acabar ennegreciéndose. Eso sería lo mejor.
Con esa idea, tras haber explorado todas las posibilidades de dividendos para su empresa, abandonó Penzance en un tren de primera hora de la mañana para pasar algunas horas en Truro y regresar a Londres a última hora del día. Apenas había salido de la estación cuando una multitud de recuerdos de hacía cuarenta años, pero más vivos que cualquiera de los que le habían sucedido en los últimos días se precipitaron a su alrededor dándole la bienvenida por su regreso. Allí estaba el paso a nivel y la carretera que bajaba hasta el río en el que su hermana Sybil y él habían pescado un gasterosteo para su acuario, y al otro lado del puente estaba el prado hundido entre las altas orillas que conducía a un sendero que llevaba, a través de los campos, a Lescop. Sabía exactamente dónde estaba ese remanso sobre el que ondeaban largas tiras de hierbas acuáticas, donde habían pescado aquel notable pez: sabía que al lado de la senda habrían florecido las coronarias rojas y blancas, y las orquídeas de prado en los campos. Pero era más conveniente ir primero a la ciudad, almorzar en el hotel e investigar en una agencia inmobiliaria quién era el propietario actual de Lescop; quizás regresara a la estación, a tomar el tren de la tarde, por aquel atajo.
Espesos como las flores en la estepa cuando llega la primavera, los recuerdos brillantes y fragantes le rodeaban. Allí estaba la tienda a la que había llevado el canario para disecarlo (¡qué hermoso parecía!); y allí el taller del «agente de pompas fúnebres y ebanista», todavía con el mismo nombre sobre la puerta, al que en un cumpleaños memorable en el que su familia le había regalado en dinero las prendas de su buena voluntad, por petición de él, había encargado un mueble con cinco cajones y dos bandejas, barnizado y oliendo a madera recién cortada, para su colección de conchas... Ahora miraba el escaparate un muchacho joven vestido con jersey y pantalones de franela, y Peter se sorprendió pensando para sí: «Dios mío, yo solía ser como ese muchacho: e iba vestido igual». Tenía un parecido sorprendente y Peter, con curiosidad, empezó a cruzar la calle para mirarle más de cerca. Pero era día de mercado, le retrasó un rebaño de ovejas y cuando llegó allí el muchacho había desaparecido entre los viandantes. Más lejos había una fachada adornada con un tramo de anchos escalones que llevaban hasta la puerta, en otro tiempo la temida morada de Tuck el dentista. De pie en el exterior había ahora una joven alta, y Peter volvió a pensar involuntariamente: «Vaya, ¡esa joven se parece maravillosamente a Sybil!» Pero antes de que pudiera verla más de cerca, se abrió la puerta y entró ella, y Peter se sintió bastante contrariado al ver que ya no había una placa en la puerta que indicase que pertenecía todavía al señor Tuck... Al final de la calle estaba el puente sobre el río Fal bajo el que a menudo solían tomar un bote para hacer una excursión por el río. Había allí un alegre grupo familiar que partía ahora del muelle; vio que lo formaban tres muchachos, dos chicas y una mujer de juvenil mediana edad.
Inmediatamente se lanzaron corriente abajo, y reprimiendo a medias un suspiro pensó: «El mismo número que nosotros cuando nos acompañaba mamá».
Se dirigió al Red Lion para el almuerzo: era nuevo y poco interesante, pues no podía recordar haber puesto antes un pie en esa hostería. Pero mientras masticaba su carne asada y fría algo bullía en su cerebro: estaba tratando de relacionar (pensando que podría hacerlo) al chico que estaba fuera del taller del ebanista, a la joven que se encontraba en el umbral de la casa que en otro tiempo perteneció al señor Tuck y al grupo familiar que partía de excursión por el río. En vano se decía a sí mismo que ni el muchacho, ni la chica ni el grupo podían tener alguna relación con él: pero en cuanto se relajó su atención esa caza subterránea de madriguera, como la de un ratón persiguiendo un conejo, empezó de nuevo... y entonces Peter se quedó con la boca abierta de asombro, pues recordó con absoluta claridad que la mañana de aquel cumpleaños memorable Sybil y él salieron antes que los demás de Lescop, él con el maravilloso recado de encargar su mueble, y ella para realizar una dolorosa visita al señor Tuck. Los demás salieron media hora más tarde para hacer una excursión por el Fal celebrando el importante hecho de que su edad requería ahora dos cifras (aunque una fuera un cero). Se acordó de que su madre le dijo: «Querido, pasarán noventa años antes de que necesites una tercera cifra, así que cuídate».
Cuando ese recuerdo momentáneo se abrió en él, Peter se sintió casi tan excitado como lo había estado aquel mismo día. Y no es que significara nada, se dijo a sí mismo, pues nada podía significar. Pero resultaba extraño. Era como si algo de aquellos tiempos siguiera suspendido todavía allí...
Después de eso terminó rápidamente la comida y fue a la agencia inmobiliaria para investigar. Nada podía haber más fácil que merodear por Lescop, pues la casa llevaba sin habitar desde hacía dos años. No era necesaria ninguna tarjeta de presentación, pero le dieron las llaves porque allí no había vigilante.
—Pero la casa se va a caer en pedazos —exclamó Peter indignado—. Una casa tan alegre. Es un falso ahorro el no dejar allí un vigilante. Aunque desde luego no es asunto mío. Le devolveré las llaves esta tarde, y ahora subiré andando.
—Será mejor que tome un taxi, señor —le dijo el agente inmobiliario—. Hace un día caluroso y son tres kilómetros cuesta arriba.
—Tonterías —replicó Peter—. Apenas dos kilómetros. Mi hermano y yo solíamos hacerlo en diez minutos.
Se le ocurrió entonces que aquellas hazañas atléticas de hacía cuarenta años no interesarían probablemente al mundo moderno...
Pyder Street estaba tan poblada de niños pequeños como siempre, aunque quizás fuera un poco más larga y empinada de lo que solía. Girando hacia la derecha entre unas villas residenciales desconocidas y recién construidas, entró en la senda que sí conocía y en cinco minutos había llegado a la puerta que daba al atajo que llevaba hasta la casa. Estaba inclinada sobre los goznes y tuvo que levantarla cogiéndola por el pestillo, deslizarse cuidadosamente y volverla a dejar en su lugar. El camino estaba recubierto de hierba, y en otro arranque de indignación vio que la escalera de madera que llevaba hasta el sendero cruzando la cerca estaba rota, y en su caída había arrastrado los alambres de la valla. Llegó entonces a la casa, cuyas ventanas estaban cubiertas de plantas trepadoras, y tras abrir la puerta se quedó en el recibidor, con el techo descolorido y manchas de moho en las paredes húmedas. La casa parecía desvencijada y avergonzada, con la pintura caída de los marcos de las ventanas, los cristales sucios, y en el aire el olor agrio de las habitaciones que llevaban mucho tiempo sin ventilar. Pero el espíritu de la casa seguía sin embargo allí, aunque melancólico y lleno de reproches, y le siguió fatigosamente de una habitación a otra: «Eres Peter, ¿no?», parecía decirle. «Veo que acabas de llegar para verme, pero no te vas a quedar. Recuerdo los días alegres tan bien como tú...» Fue pasando de una habitación a otra, el comedor, la sala de estar, el saloncito de su madre, el estudio del padre. Luego subió al piso de arriba, donde había estado la habitación que hacía de aula en los tiempos de la institutriz, convirtiéndose después en sala de juegos infantiles.
En el pasillo estaba la antigua habitación de los niños, y los dormitorios de los niños, y más arriba las habitaciones del ático, una de las cuales se le había concedido como dormitorio exclusivo desde que empezó a ir a la escuela. Había filtraciones en el tejado y una mancha de bordes marrones cubría el techo combado precisamente encima de donde había estado su cama.
—En bonito estado han dejado mi habitación —murmuró Peter—. ¿Cómo voy a dormir bajo esa gotera? ¡Es horrible!
La fuerza de su indignación le resultó sorprendente. No se había sentido como una personalidad doble, sino como el mismo Peter Graham en diferentes períodos de su existencia. Uno de ellos, el presidente de British Tin Syndicate, había protestado por el hecho de que al joven Peter Graham le hicieran dormir en una habitación tan húmeda y con goteras, y el otro (¡oh, fue maravilloso volver a verle!) era el propio Peter de joven que regresaba a su maravilloso ático, recién llegado a casa desde la escuela, y que miraba ahora a su alrededor con ojos ansiosos para convencerse de aquella bendita realidad antes de bajar a saltos las escaleras para tomar el té en la habitación de los niños. ¡Cuántas cosas que preguntar! ¿Cómo estaban sus conejos, y las cobayas de Sybil, y había aprendido Violeta aquella canción, la de «Oh, no es más que lluvia», y las palomas torcaces estaban volviendo a anidar en el tilo? Todos aquellos temas eran de importancia primordial...
Peter Graham el viejo se sentó junto a la ventana. Veía desde allí el prado, y al otro lado el tilo, un tilo inclinado que formaba una cueva verde en el interior de sus ramas inferiores, aunque las ramas de arriba crecieran rectas, y oyó que procedían de él los arrullos sofocados de las palomas torcaces. Así que estaban volviendo a anidar allí: esa pregunta del joven Peter había encontrado respuesta.
—Es muy extraño que esté pensando en eso —se dijo a sí mismo: de alguna manera no existía un vacío de años entre él y el joven Peter, pues aquel ático había servido de puente a los decenios que en un recuento torpe y material del tiempo se interponían entre ellos. Entonces Peter el viejo pareció hacerse cargo nuevamente de la situación.
Pensó que lo de la casa era un triste asunto: le producía una punzada de soledad ver la decadencia del teatro de sus años gozosos, sin ninguna evidencia de una vida nueva, de los niños de desconocidos, e incluso de los hijos de sus hijos que, creciendo allí podrían haber borrado esa impresión. Salió de la habitación del joven Peter y se detuvo en el rellano: las escaleras descendían en dos tramos cortos hasta el piso inferior, y volvió a ser el joven Peter, pasando la mano por la barandilla mientras bajaba y disponiéndose a cubrir el primer tramo de un salto. Pero entonces el viejo Peter se dio cuenta de que eso era una hazaña imposible para sus poco flexibles articulaciones.
Bueno, había que explorar el jardín, y luego regresaría a la agencia inmobiliaria para devolver las llaves. Ya no deseaba tomar el atajo que llevaba desde la empinada colina hasta la estación, junto al remanso en el que Sybil y él habían cazado aquel pez, pues su idea de regresar allí, tan urgente a veces, se había marchitado. Sólo pasearía por el jardín unos diez minutos, y cuando bajó con pasos tranquilos empezaron a invadirle los recuerdos del jardín y todo lo que habían hecho allí. Estaban los árboles para subirse a ellos, y los matorrales —en particular una celinda donde anidaban los jilgueros— en los que buscar nidos y orugas, pero sobre todo estaba el juego que jugaban allí, mucho más excitante que el criquet o el tenis sobre hierba, sobre el campo lleno de baches (aunque aquello era bastante excitante), y que se llamaba el juego de los piratas... En la parte de arriba del jardín había un cenador con baldosas y tejas y paredes sólidas, y aquello era la «casa» o el «Estrecho de Plymouth», de donde los barcos (es decir los niños) zarpaban bajo las órdenes del almirante para conseguir un trofeo sin ser atrapados por los piratas. En algún lugar del jardín se ocultaban dos piratas que surgían de un salto, y tres barcos (contando al almirante, que tras dar sus órdenes se convertía en el buque insignia) tenían que cruzar el huerto, o el jardín de flores o el campo y llevar hasta el refugio un trofeo cogido del lugar previamente señalado. Peter recordó que una vez volaba por el camino serpenteante hasta el cenador con un pirata a sus talones, y cayó al suelo, y el pirata humano saltó sobre él por miedo a pisarle, pero también cayó. Peter se volvió a casa con sangre en la nariz porque Dick le había caído encima de la cara...
—Dios mío, pudo haber sucedido ayer—musitó Peter—. Y Harry le llamó pirata sangriento y papá lo escuchó, y pensó que estaba utilizando un lenguaje soez, hasta que se lo explicaron todo.
El jardín estaba peor incluso que la casa, totalmente olvidado y cubierto de hierbas, y para encontrar la senda serpenteante Peter tuvo que abrirse paso entre los brezos y los matorrales. Pero perseveró y salió al rosal de arriba, y allí estaba el Estrecho de Plymouth, con el techo caído y las paredes combadas, y el musgo creciendo entre las losetas del suelo.
—Habría que repararlo de inmediato... —dijo Peter en voz alta—. ¿Qué es eso? —se dio rápidamente la vuelta hacia los arbustos a través de los cuales se había abierto paso, al oír una voz que desde allí, débil y lejana, le resultaba familiar, aunque hacía ya treinta años que había enmudecido.
Pues era la voz de Violet la que había hablado, y había dicho:
—¡Oh, Peter, estás aquí!
Sabía que era la voz de ella, pero sabía también la absoluta imposibilidad de que fuera así. Le asustó, y sin embargo le pareció absurdo asustarse, pues era sólo su imaginación espoleada por antiguas visiones y recuerdos la que le estaba engañando. Pero qué alegría haber imaginado siquiera que había vuelto a oír la voz de Violet.
—¡Vi! —gritó, y desde luego nadie respondió. Las palomas torcaces arrullaban en el tilo, había un zumbido de abejas y un susurro de viento en los árboles, y le rodeaba el aire suave y encantador de Cornish, que cargaba con el material de los sueños.
Se sentó en los escalones del cenador y exigió la presencia de su sentido común. Había sido una tarde incómoda, se sentía irritado por el olvido y la ruina en que había caído el lugar, y no quería imaginar esas voces que le llamaban desde el pasado, o tener extrañas y fugaces visiones que pertenecían a su infancia y adolescencia. Ya no pertenecía a esa época que presidían las hierbas ondulantes y las lápidas, y debía apartarse de todo lo que la evocaba, pues más que cualquier otra cosa era el director de prósperas empresas con grandes intereses que dependían de él. Se sentó para calmarse durante cinco minutos, desafiando a Violet, por así decirlo, a que le llamara de nuevo. Y entonces, tan inestable era su estado de ánimo, se quedó allí escuchándola. Pero Violet siempre se daba cuenta enseguida de cuándo no la querían, y debía haberse ido para unirse a los demás...
Rehízo el camino fijando su mente en lo que le rodeaba materialmente. El arce dorado de la parte de arriba del camino, un arbolillo tan alto como él la última vez que lo vio, se había convertido en un árbol de tronco robusto, el matorral de laurel en una elevada columna de hojas fragantes, y al pasar junto a la celinda salió de ella un jilguero con un vuelo en picado. Volvió otra vez a la casa, donde la fucsia trepadora extendía sus ramas a través de la ventana de su madre, y un aroma fuerte y picante (¡qué bien lo recordaba!) brotaba de los cálices del magnolio.
—Ha sido una tontería por mi parte volver a ver la casa —se dijo a sí mismo—. No quiero pensar más en ello: se acabó. Pero es una maldad no haber cuidado de la casa.
Regresó a la ciudad para devolver las llaves.
—Le estoy muy agradecido —dijo—. Era una casa agradable hace muchos años, cuando la conocí. ¿Por qué se ha permitido que se arruine de esa manera?
—No podría contestarle, señor. En los últimos diez años la han alquilado una o dos veces, pero los arrendatarios nunca se quedaban mucho tiempo. Al propietario le encantaría venderla.
En ese mismo momento Peter tuvo una idea caprichosa y absurda.
—¿Y por qué no vive él allí? —preguntó—. ¿O por qué los arrendatarios se iban enseguida? ¿Había algo en la casa que no les gustara? ¿Estaba hechizada, o algo parecido?
No pienso alquilarla ni comprarla, así que no importará que me lo diga.
El agente vaciló un momento.
—Bueno, corrían historias, si puedo hablarle confidencialmente. Pero todo son tonterías, desde luego.
—Por supuesto —contestó Peter—. Usted y yo no creemos en esas tonterías. Pero quisiera preguntarle: ¿se contaba que en el jardín se oían voces infantiles?
La discreción volvió a adueñarse del agente inmobiliario.
—No podría decirle, señor, no estoy seguro —contestó—. Lo único que sé es que la casa resultaría muy barata. Quizás quiera llevarse nuestra tarjeta.
Peter llegó a Londres a una hora tardía de la noche. Le estaba esperando una bandeja con sandwiches y bebidas, y tras el refrigerio se sentó a fumar y a pensar en los tres días de trabajo que había tenido en las minas de Cornwall: había que celebrar lo antes posible una reunión de directores para que consideraran sus sugerencias... Entonces se descubrió a sí mismo mirando la mesa redonda de palo de rosa sobre la que estaba la bandeja.
Pertenecía a la sala de estar de su madre en Lescop, y la silla en la que él se sentaba, una hermosa pieza del período estuardo, había sido la silla de su padre en la mesa del comedor, y la librería había estado en el salón, y la mesa para tarjetas de estilo chippendale... no podía recordar exactamente de dónde procedía. La colección de poemas de Browning había pertenecido a Sybil: el volumen lo había cogido de las repisas de la sala infantil. Pero era el momento de acostarse y se alegraba de no dormir en el ático del joven Peter.
Es dudoso que un hombre pueda extirpar una idea que haya enraizado bien en su mente. Puede cortar los brotes, quitar los capullos, y si éstos maduran destruir la semilla: pero las raíces son un desafío. Si tira de ellas, se rompen dejando en tierra alguna parte vital, y no pasará mucho tiempo antes de que una nueva prueba de su vitalidad brote del suelo allí donde menos lo esperaba. Eso era lo que le sucedía ahora a Peter: en mitad de una reunión de negocios el rostro de uno de los codirectores le recordaba al cochero de Lescop; si iba un fin de semana a jugar al golf a Rye, al Dormy House, el mirador de la sala de billar tenía la misma forma y tamaño que los de la sala de estar de Lescop, y el banco de aulagas situado junto al décimo green era como la hierba del campo de tenis: casi esperaba encontrar allí una pelota de tenis. Hiciera lo que hiciera, íuera donde fuera, algo le hacía acordarse de Lescop, y por la tarde, al regresar a casa, estaban allí los muebles, más de los que se había dado cuenta, pidiéndole regresar a su lugar de origen: alfombras, cuadros, libros, la cubertería de plata de la mesa, todo se unía en esa súplica muda. Pero Peter se tapaba los oídos; aquello era un sentimentalismo materialista carente de sentido, y no podía imaginar que pudiera volver a captar la vida sobre la que habían pasado tantos años, y de la que no quedaba otro actor que él mismo, simplemente restaurando la casa y sus antiguos muebles y volviendo a vivir allí. Aquello sólo serviría para poner de relieve su soledad por el contraste de vida de aquel escenario, en otro tiempo tan poblado, con su vacío actual. Y esa «irrupción» (así lo expresaba él) del sentimentalismo materialista sólo servía para confirmar la determinación que había tomado en Lescop. Había sido una visión amarga pero tonificante, y ahora la olvidaría.
Pero cuando ya había sellado su resolución, venía a él, como una brisa descuidada del oeste, el recuerdo de ese chico y esa chica a quienes había visto en la ciudad, y de la alegre familia que se iba de excursión por el río, de la bienvenida sutil que le habían hecho desde los arbustos del jardín, y sobre todo la sospecha de que el lugar estaba supuestamente hechizado. Y era precisamente porque estaba hechizado que lo deseaba, y cuando con mayor fuerza y sensatez se aseguraba a sí mismo que poseer la casa era una tontería, más la deseaba, y ahora constantemente daba color a sus sueños. Eran sueños felices; había regresado allí con los demás, como en los viejos tiempos, otra vez como niños en época de vacaciones, y a todos, como a él, les encantaba estar de nuevo en casa, y felicitaba mucho a Peter porque era él quien lo había arreglado todo. A menudo, en esos sueños, se decía a sí mismo: «Ya he soñado esto antes, y después despertaré y me volveré a encontrar viejo y solo, pero entonces será real».
Pasaron las semanas, atareado y próspero, se convirtieron en meses, y un día de otoño Peter se desmayó al regresar a casa tras haber pasado el día jugando al golf. No se había sentido muy bien desde hacía tiempo, estaba lánguido y se fatigaba con facilidad, pero con sus hábitos mentales robustos había considerado esos síntomas como simple pereza, y se había fustigado a sí mismo. Quizás fuera conveniente ahora someterse a una revisión médica para tener la satisfacción de que le dijeran que no había ningún problema.
Sin embargo, no fue ése el pronunciamiento médico...
—Pero es que realmente no puedo —contestó:—. ¡Un mes de cama y un invierno holgazaneando en la Riviera! Tengo el tiempo ocupado casi hasta Navidad, y después había decidido tomarme unas cortas vacaciones con unos amigos. Además, la Riviera es un agujero pestilente. No es posible. Supongamos que sigo viviendo como de costumbre:
¿qué pasaría?
El doctor Dufflin se hizo un resumen mental de su terco paciente.
—Morirá, señor Graham —le contestó alegremente—. Su corazón no es ya lo que era, y si quiere que siga funcionando, y que lo haga todavía muchos años, tendrá que ser sensato y darle un descanso. Evidentemente no insisto en la Riviera, era sólo una sugerencia porque pensé que probablemente tendría allí amigos que le ayudaran a pasar el tiempo. Pero sí insisto en algún clima suave, en el que pueda haraganear al aire libre.
Londres, con sus heladas y nieblas, no es conveniente.
—¿Y qué le parece Cornwall? —preguntó tras haber guardado unos momentos de silencio.
—Perfectamente, si le gusta. Pero desde luego no en la costa norte.
—Lo pensaré —dijo Peter—. Todavía me queda un mes.
Peter sabía que no tenía necesidad de pensarlo. Los acontecimientos conspiraban de modo irresistible para impulsarle a lo que deseaba hacer, aunque en contra de todo por lo que había estado luchando, así de fantástico e irracional era aquello. Ahora le resultaba fácil ceder y abandonar su obstinación. Unos cuantos telegramas al agente inmobiliario sirvieron para que Lescop fuera suya, otro telegrama le dio la dirección de un constructor y decorador de confianza, y con los planos de la casa, aunque en realidad poco los necesitaba, extendidos sobre la colcha, Peter dio órdenes urgentes. Había que abordar de inmediato todas las reparaciones estructurales, como las filtraciones de los tejados y las goteras en los techos, los maderajes podridos y la escayola que se desmenuzaba, y cuando todo eso estuviera hecho vendría la pintura y el empapelado. En la sala de estar solía haber un papel Morris; había sobre él flores de primavera, espinos, violetas y tableros de damas, un papel odiosamente sinuoso, pensó, pero ningún otro serviría. El recibidor estaba pintado de color huevo de pato verde, y la habitación de su madre en color rosa, «dígales que un rosa terrible», ordenó Peter a su secretario, «con un toque de azul: deben mandarme muestras a vuelta de correo, pero piezas grandes, no retales...» Luego estaba el asunto de los muebles: todos los muebles de la casa en la que se encontraba ahora y que hubieran pertenecido a Lescop tenían que regresar allí. Por lo demás, enviaría algunas cosas de Londres, accesorios del dormitorio, ropa blanca y utensilios de cocina: ya se encargaría de las alfombras cuando estuviera allí. Los dormitorios de invitados podían esperar; había que amueblar habitaciones para cuatro criados, y también el ático que había marcado en el plano, y que pensaba ocupar él. Nadie debía tocar el jardín hasta que él llegara: vigilaría personalmente los trabajos, aunque a mediados del mes siguiente debía disponer de un par de jardineros.
—Y eso es todo, por el momento —dijo Peter.
«¿Todo?», pensó mientras doblaba los planos, bastante aburrido con la dirección de unos asuntos que marchaban por sí solos. «Esto es sólo el principio: un simple apoyo».
La cura de descanso de un mes fue un verdadero éxito, y con instrucciones escritas de no agotar la mente ni el cuerpo, haraganear, salir al aire libre siempre que le fuera posible con paseos tranquilos y abundantes descansos, Peter recibió permiso para ir a Lescop y una tarde de diciembre le abrieron la puerta y por ella brotó la luz de la bienvenida. En el momento en que puso un pie en el interior supo, como un sexto sentido, que había hecho lo correcto, pues no sólo le saludaba la calidez y la comodidad ordenada que había en la casa antes desierta, sino también el conocimiento firme de que le estaban saludando aquéllos cuya pérdida le hacía sentirse solo... Esa sensación se produjo fugazmente, de una manera fantástica pero también convincente; era algo fundamental, todo se basaba en ella. La casa había recuperado su antiguo aspecto, y aunque se había atrevido a convertir el pequeño ático que estaba en la puerta de al lado del dormitorio del joven Peter en un baño, pensó: «Al fin y al cabo es mi casa, y debo estar cómodo. Ellos no necesitan cuartos de baño, pero yo sí, y aquí está». Y allí estaba, ciertamente, e instaló luz eléctrica, y cenó sentado en la silla de su padre, y después vagó de habitación en habitación sin hacer nada, embebiéndose de la atmósfera antigua y amistosa que le rodeaba dondequiera que fuese, pues Ellos estaban complacidos. Pero no se manifestó ninguna voz ni visión, y quizás les atribuía a Ellos el placer que él mismo sentía por haber regresado. Le habría encantado, sin embargo, escuchar un susurro o tener una visión fugaz, y de vez en cuando, mientras estaba sentado examinando algún informe de la British Tin Syndicate, escudriñaba las esquinas de la habitación, creyendo que algo se había movido allí, y cuando la rama de una trepadora golpeaba la ventana se levantaba y miraba hacia el exterior. Pero lo único que veía era la luz de las estrellas que caía como rocío sobre el césped abandonado.
—Sin embargo, están aquí —se dijo a sí mismo mientras corría la cortina.
Los jardineros estaban dispuestos a empezar a trabajar a la mañana siguiente, y bajo su supervisión empezaron a domesticar la jungla salvaje. Resultó agradable que uno de ellos fuera el hijo del vaquero, Calloway, el que había estado allí hacía cuarenta años, y seguía teniendo recuerdos de su infancia en el jardín, al que solía acudir con su padre desde la lechería, llevando a la casa cubos llenos. Se acordaba de que Sybil tenía sus cobayas en el secadero de la parte de atrás de la casa. Cuando Peter le oyó eso, se acordó también, y decidió entonces que tenía que limpiar el secadero de zarzas y hierbas.
—Pues me pensaba yo entonces que eran unas alimañas pero que muy feas —dijo Calloway el joven—. Aquí tenía la señorita Sybil las conejeras, rodeadas de tela de alambre. Menudo lío cuando el terrier de mi padre entró y mató a la mitad, mientras la joven señorita lloraba a los animalejos muertos.
Peter no recordaba aquella masacre de los inocentes; debió suceder un trimestre que él estaba en la escuela, y seguro que en las vacaciones siguientes los hábitos prolíficos de esos animales ya habrían alegrado la pena de Sybil.
Limpiaron el secadero y el sendero serpenteante que por entre los matorrales conducía al cenador, refugio de los afligidos barcos perseguidos por piratas. El cenador había sido reconstruido, cubriendo el techo de madera, las paredes rectificadas y encaladas, y las escaleras que conducían hasta el suelo de losetas fueron limpiadas del musgo que se había incrustado. El trabajo se terminó pronto y Peter solía sentarse allí a descansar y leer documentos tras una mañana de pasear y supervisar el jardín, pues se cansaba sólo de estar en pie una o dos horas, por lo que se quedaba dormitando en el soleado refugio. Pero ya nunca soñaba con regresar a Lescop, ni con las presencias que le daban la bienvenida. «Quizás sea porque he venido», pensó. «Y esos sueños sólo significaban que tenía que hacerlo. Pero creo que deberían demostrar que están complacidos: yo hago todo lo que puedo».
Sabía sin embargo que sí estaban complacidos, pues conforme avanzaba el trabajo en el jardín la sensación de Ellos y de su placer se hallaba suspendida sobre los caminos arreglados con la misma fuerza que el olor de la tierra húmeda y los helechos, ahora desenraizados, que impedían el paso. Todas las tardes Calloway recogía lo que había limpiado durante el día y lo apilaba sobre la hoguera del huerto. Los helechos llameaban, y los tallos húmedos de avellano siseaban antes de que prendieran las llamas; la fragancia del humo de madera llegaba hasta la casa. El trabajo se había terminado al cabo de tres semanas y aquella tarde Peter no durmió la siesta en el cenador, pues no podía dejar de caminar por entre el jardín de flores, el de hierbas de la cocina y el del huerto, que habían recuperado ya absolutamente su antiguo orden. Empezó a llover y se refugió bajo el tilo en el que anidaban las palomas, el sol volvió a salir y con su brillo de finales del invierno dio un último paseo hasta el fondo del camino, donde la puerta se encontraba ahora firme sobre sus goznes. De niño solía tardar mucho tiempo en cerrarla, dejándola que oscilara como un péndulo hacía atrás y hacia delante mientras el pestillo hacía un ruidito cada vez que cruzaba junto al pasador: ahora la abrió del todo y la soltó, dejándola que fuera hacia adelante y hacia atrás en un movimiento que se fue haciendo cada vez menor hasta que al final, con un ruidito metálico, se quedó inmóvil. Aquello le produjo un gran placer: le gustaba la precisión en los detalles.
De lo que no cabía duda era de que estaba muy fatigado: tenía además una sensación desagradable, como si tuviera un alambre tenso que atravesaba su corazón, y como si estuvieran aporreando contra él. El alambre le producía un dolor sordo, y el aporreo punzadas de dolor agudo. Todo el día había sido consciente de que le sucedía algo, pero estaba demasiado contento por haber terminado el jardín como para prestar atención a esos pequeños indicios físicos. Volvería a estar perfectamente con una buena noche de descanso, y si no podría quedarse en la cama el día siguiente. Subió las escaleras pronto, aunque no menos ansioso, y al instante se fue a dormir. El aire suave de la noche entraba por la ventana abierta, y el último sonido que escuchó fue el de la borla de la persiana contra la ventana.
Despertó de pronto, sabiendo que alguien le había llamado. La habitación estaba curiosamente iluminada, pero no con la calidad de la luz de la luna: era como un valle que estuviera en la sombra, mientras que en algún lugar, un poco por encima, brillaba el mediodía con poderoso esplendor. Volvió a oír entonces que le llamaban por su nombre, y supo que el sonido de la voz entraba por la ventana. Era indudable que le estaba llamando Violet: ella y los demás estaban fuera, en el jardín.
—Sí, ya voy —gritó saliendo de un salto de la cama.
Le pareció que ya estaba vestido, lo que no le resultó extraño: llevaba puesto un jersey y unos pantalones de franela, pero iba descalzo, por lo que se puso unos zapatos. Bajó las escaleras cruzando de un salto el primer tramo, lo mismo que hacía el joven Peter. La puerta de la habitación de su madre estaba abierta, y al mirar en el interior vio que ella estaba allí, evidentemente, sentada en la mesa y escribiendo cartas.
—Peter, es maravilloso que hayas regresado a casa —dijo—. Están todos fuera en el jardín, y te han estado llamando, querido. Ven a verme pronto y charlaremos.
Salió corriendo fuera por el camino que iba junto a las ventanas, y tomó luego el sendero serpenteante que llevaba al cenador cruzando los matorrales, pues sabía que iban a jugar a los piratas. Tenía que darse prisa si no quería que los piratas estuvieran fuera antes de que él llegara allí, y mientras corría gritó:
—Esperad un segundo, ya voy.
Cruzó corriendo junto al arce dorado y el laurel, y allí estaban todos en el cenador que era el refugio. De un solo salto subió los escalones y se encontró entre Ellos. Allí lo encontró Calloway a la mañana siguiente. Debió subir corriendo por el sendero serpenteante como un muchacho, pues la gravilla, recién puesta, mostraba con largos intervalos las huellas de las puntas de sus zapatos".
E.F. Benson
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