El Recolector de Historias

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miércoles, 28 de octubre de 2015

"El Brazo Marchito"

I. Una lechera abandonada.
"Era una granja de ochenta vacas, y toda la tropa de ordeñadores, los permanentes y los provisionales, estaban trabajando; porque, a pesar de que la época del año no era aún sino primeros de abril, el alimento crecía ya abundante en los pastizales, y las vacas estaban «llenando los cubos hasta los topes». La hora era alrededor de las seis de la tarde y, habiendo ya terminado con tres cuartos de los grandes, rojos, rectangulares animales, había ocasión de charlar un poco.

–He oído decir que mañana se trae a la novia a casa. Hoy han llegado a Anglebury.

La voz parecía salir del vientre de la vaca llamada «Cherry», pero la que hablaba era una ordeñadora que tenía la cara hundida en el costado de aquel plácido animal.

–¿La ha visto ya alguien? –dijo otra.
La primera respondió negativamente.
–Pero dicen que es una muchachita de mejillas sonrosadas que parece una flor –añadió; y, mientras hablaba, la ordeñadora volvió la cabeza para poder mirar, por encima del rabo de la vaca, al otro extremo del establo, donde una mujer de unos treinta años, delgada y desvaída, estaba ordeñando, algo apartada de los demás.
–Dicen que es varios años más joven que él –prosiguió la segunda, lanzando, asimismo, una mirada llena de intención en aquella dirección.
–¿Cuántos años le echas a él?
–Unos treinta o así.
–Más bien unos cuarenta –intervino un viejo ordeñador que estaba cerca, con un largo delantal o mandil blanco y el ala del sombrero echada hacia abajo y atada, de tal forma que parecía una mujer–. Nació antes de que se construyera la gran presa, y yo no tenía jornal de hombre cuando sacaba agua de allí.

La discusión se hizo tan acalorada que el murmullo de los chorros de leche se hizo espasmódico, hasta q una voz que salió del vientre de otra vaca gritó con autoridad.

–¡Ya está bien! ¿Qué diablos nos importa a nosotros la edad del granjero Lodge o la nueva mujer del granjero Lodge? Tendré que pagarle nueve libras al año por el alquiler de cada una de estas vacas lecheras, sea la que sea su edad o la de ella. Seguid con vuestro trabajo o se nos hará de noche antes de que hayamos terminado. Ya se está poniendo rosa el cielo.

El que así habló era el dueño de la vaquería en persona, el que daba empleo a los ordeñadores. Ya no se dijo nada más acerca de la boda del granjero Lodge en voz alta, pero la primera mujer le susurró, por debajo de la vaca, a su vecina más próxima:

–Es muy duro para ella –refiriéndose a la lechera flaca y ajada, antes mencionada.
–Oh, no –dijo la segunda–. Hace varios años que él no se habla con Rhoda Brook.

Cuando acabaron de ordeñar lavaron los cubos y los colgaron de una especie de perchero con muchos ganchos, hecho, como era de costumbre, de la rama descortezada de un roble puesta verticalmente sobre el suelo: parecía una descomunal asta de ciervo. Después, la mayoría se dispersó por diferentes direcciones hacia sus casas. Un muchacho de unos doce años recogió a la mujer delgada, que no había dicho nada, y los dos se fueron también, campo arriba. La ruta que siguieron estaba apartada de las que seguían los demás y conducía a un paraje solitario que estaba más arriba de los pastizales y no lejos de los confines del erial de Egdon, cuyo oscuro perfil podían ver en la lejanía al acercarse a casa.

–Acaban de decir en el establo que tu padre se trae mañana a casa a su joven esposa desde Anglebury –comentó la mujer–. Quiero que vayas al mercado a comprar unas cuantas cosas, y seguro que te los encontrarás.
–Sí, madre –dijo el muchacho–. Entonces, ¿se ha casado padre?
–Sí...; podrás echarle un vistazo a ella y decirme cómo es, si la ves.
–Sí, madre.
–Si es morena o rubia, y si es alta..., tan alta como yo. Y si tiene aspecto de ser una mujer que ha trabajado siempre para ganarse la vida o de una que siempre ha tenido dinero y nunca ha hecho nada, y si tiene aire de dama, como espero que tenga.
–Sí.

Treparon por la colina bajo la luz del crepúsculo y entraron en la cabaña. Los muros eran de barro; muchas lluvias habían bañado sus superficies, produciendo en ellos canalillos y depresiones que hacían invisibles las lisas fachadas originales; mientras que aquí y allá, en la barda que hacía las veces de tejado, sobresalía una viga como un hueso que asoma entre la piel. Ella se arrodilló junto a la chimenea, delante de dos matojos de turba puestos juntos con brezos en medio; los encendió y sopló las cenizas candentes hasta que la turba ardió. El resplandor iluminó sus pálidas mejillas e hizo que sus ojos oscuros, que una vez habían sido hermosos, parecieran hermosos otra vez.

–Sí –prosiguió–, mira si es morena o rubia, y si puedes, fíjate en si sus manos son blancas; si no lo son, m ira a ver si son como las de la mujer que siempre ha hecho faenas caseras únicamente, o si son manos de lechera, como las mías.

El muchacho volvió a asentir, esta vez sin prestar atención, y sin que su madre se diera cuenta de que estaba haciendo, con su navaja, una incisión en la silla con respaldo de madera de haya.

II. La joven esposa.
La carretera que va de Anglebury a Holmstoke es llana en general; pero hay un lugar en el que una brusca elevación rompe su monotonía. Los granjeros que regresan a casa desde el mercado del pueblo mencionado en primer lugar, que hacen trotar a sus caballos durante el resto del camino, les hacen ir al paso durante esta breve cuesta o pendiente.

Al día siguiente por la tarde, cuando el sol aún resplandecía, un soberbio birlocho nuevo de color limón y ruedas rojas iba por la llana carretera en dirección oeste tirado por una poderosa yegua. El conductor era un pequeño terrateniente de edad viril, pulcramente afeitado como un actor, y su rostro tenía esa tonalidad bermejo azulada que con tanta frecuencia agracia las facciones de los granjeros prósperos cuando van de vuelta a sus casas después de haber hecho un buen negocio en la ciudad. A su lado iba sentada una mujer bastantes años más joven que él –casi, de hecho, una muchacha–. También su cara tenía buen color, pero era de una calidad totalmente distinta: suave y evanescente, como la luz a través de un puñado de pétalos de rosa.

Poca gente viajaba por aquel camino, pues la carretera no era principal; y la larga faja blanca de gravilla que se extendía ante los ojos de la pareja estaba vacía excepto por una pequeña mancha en el horizonte que apenas se movía, y que al cabo de unos instantes se reveló como la figura de un muchacho, que subía a paso de caracol y miraba hacia atrás continuamente, llevando un pesado bulto que era el pretexto, si no la causa, de su dilación. Cuando los ocupantes del oscilante birlocho aminoraron la marcha al principio de la cuesta ya mencionada, el caminante estaba sólo unas pocas yardas delante de ellos. Sujetó el enorme bulto poniéndose una mano sobre la cadera y se volvió para mirar fijamente a la mujer del granjero, como si estuviera leyendo a través de ella, mientras seguía caminando, de lado junto al caballo.

El sol poniente daba de lleno en la cara de la joven, haciendo que cada rasgo, cada sombra, cada perfil, fuera claro y preciso, desde la curva de su naricilla hasta el color de sus ojos. El granjero, aunque pareció sentirse molesto por la insistente presencia del muchacho, no le ordenó que se quitara de en medio; y así el chico les fue precediendo, sin dejar nunca de escudriñar a la dama, hasta que llegaron a la cima de la elevación, donde el granjero hizo trotar a la yegua con cierta expresión de alivio en el rostro –si bien, en apariencia, no le había hecho al muchacho el menor caso.

–¡De qué manera tan fija me miraba ese pobre chico! –dijo la joven esposa.
–Sí, querida; ya me he fijado.
–Supongo que será del pueblo, ¿no?
–Es de la vecindad. Creo que vive con su madre a una o dos millas del pueblo.
–Sabe quiénes somos, ¿verdad?
–Sí, claro. Tienes que acostumbrarte a que te miren fijamente al principio, mi preciosa Gertrude.
–Ya lo estoy... aunque tal vez el pobre chico nos haya mirado con la esperanza de que le aligerásemos de su pesada carga, más que por curiosidad.
–Oh, no –dijo su marido con naturalidad–. Estos chicos del campo cargan con un quintal una vez que se lo han echado sobre la espalda; además, su fardo tenía más volumen que peso. Bueno, otra milla más y te podré mostrar nuestra casa desde lejos, si para cuando lleguemos allí no ha oscurecido demasiado.

Las ruedas siguieron girando, y las piedrecillas volvieron a saltar a su alrededor como antes, hasta que apareció en lontananza una casa blanca de grandes dimensiones, con narras y construcciones granjeras a su espalda. Mientras tanto, el muchacho había avivado el paso, y, torciendo por una vereda que estaba a milla y media de la granja blanca, ascendió en dirección a los pastos más pobres hasta llegar a la cabaña de su madre. Ella había llegado ya a casa después de su jornada de ordeño en la vaquería de las afueras y estaba lavando coles en la entrada, a la luz del crepúsculo.

–Sujeta la red un momento –dijo sin preámbulos mientras el muchacho llegaba.
Este dejó su paquete en el suelo, sujetó uno de los extremos de la red en que estaban las coles, y ella, mientras la llenaba con las hojas mojadas, añadió:
–Bueno, ¿la has visto?
–Sí; perfectamente.
–¿Parece una dama?
–Sí; y más. Una verdadera dama.
–¿Es joven?
–Bueno, ya está crecida y tiene bastante aire de mujer.
–Por supuesto. ¿De qué color tiene el pelo y la cara?
–El pelo es claro, y su cara es tan bonita como la de una muñeca de carne y hueso.
–Entonces, ¿no tiene los ojos castaños, como los míos?
–No, son de un tono azulado, y la boca es muy linda y roja; y cuando sonríe se le ven unos dientes muy blancos.
–¿Es alta? –dijo la mujer bruscamente.
–No lo pude ver. Estaba sentada.
–Pues entonces irás mañana por la mañana a la iglesia de Holmstoke; seguro que ella estará allí. Ve pronto y fíjate cuando entre, y vienes a casa a decirme si es más alta que yo.
–Muy bien, madre. Pero, ¿por qué no vas tú y así lo ves por ti misma?
–¿Yo, ir a verla? No la miraría ni aunque fuera a pasar por delante de mi ventana en este mismo instante. Iba con el señor Lodge, por supuesto. ¿Qué te dijo o qué hizo él?
–Lo mismo que de costumbre.
–¿No prestaste la menor atención?
–Ninguna.

Al día siguiente la madre le puso al muchacho una camisa limpia y le hizo ir a la iglesia de Holmstoke. El chico llegó al antiguo y pequeño edificio de piedra cuando estaban abriendo las puertas, y fue el primero en entrar. Cogió un asiento cerca de la pila bautismal y observó la entrada en fila de todos los feligreses. El acomodado granjero Lodge llegó de los últimos; y su joven esposa, que le acompañaba, atravesó el pasillo con la timidez natural en una mujer recatada que aparecía allí por primera vez. Como todas las demás miradas se posaron en ella, la del mozalbete pasó esta vez desapercibida. Cuando llegó a casa su madre le dijo, antes de que hubiera entrado en la habitación:

–¿Y bien?
–No es alta. Es más bien baja –respondió él.
–¡Ah! –dijo la madre con satisfacción.
–Pero es muy bonita. Mucho. En realidad es guapísima. –La juvenil fragancia de la esposa del hacendado había, evidentemente, causado sensación hasta en la naturaleza algo tosca del muchacho.
–Eso es todo lo que quiero saber –dijo su madre rápidamente–. Ahora pon el mantel. La liebre que atrapaste con alambres está muy tierna; pero ándate con cuidado, no te vaya a pescar alguien. No me has dicho nunca cómo son sus manos.
–Nunca se las he visto. No se ha quitado nunca los guantes.
–¿Qué llevaba puesto esta mañana?
–Un sombrerito blanco y un vestido plateado. Crujía y silbaba tanto al rozar los bancos de la iglesia que la dama se puso más colorada que nunca de pura vergüenza que le daba el ruido, y tiró del vestido hacia M. para evitar que rozara; pero cuando se sentó, el vestido crujió más que nunca.

El señor Lodge parecía estar complacido, y le asomaba el chaleco, y sus enormes sellos dorados le colgaban como si fuera un lord; pero ella parecía estar deseando que su ruidoso vestido estuviera en cualquier parte menos en ella.

–¿Ella? ¡No! Bueno, con eso basta por hoy.

El muchacho continuó haciendo estas descripciones de la pareja de recién casados, a petición de su madre, de vez en cuando: cada vez que tenía algún encuentro fortuito con ellos. Pero Rhoda Brook, aunque podría haber visto con facilidad a la joven señora Lodge con sólo haber recorrido un par de millas, nunca había tratado de hacer una excursión hasta las cercanías de la granja. Ni tampoco hablaba jamás, mientras ordeñaba a diario en el establo de la segunda granja de Lodge, en las afueras, del tema del nuevo matrimonio. El dueño de la vaquería, que le alquilaba las vacas a Lodge y conocía a la perfección la historia de la lechera de elevada estatura, siempre impedía, con varonil gentileza, que los cotilleos del establo importunasen a Rhoda. Pero el ambiente estaba impregnado de aquel tema durante los primeros días de la llegada de la señora Lodge; y Rhoda Brook, a través de las descripciones de su chico y de las palabras que oía al azar en boca de los demás ordeñadores, pudo reconstruir una imagen de la inocente señora Lodge tan real como una fotografía.

III. Una visión.
Una noche, dos o tres semanas después del regreso nupcial, cuando su hijo ya se había acostado, Rhoda permaneció sentada durante largo rato junto a las cenizas del fuego de la turba. Estaba frente a ellas, las había estado atizando para apagarlas, y ahora contemplaba con tanta intensidad; por encima de los rescoldos, a la recién casada tal y como se le presentaba en su imaginación que se olvidó del tiempo. Finalmente, cansada por el trabajo del día, se retiró también. Pero la figura que tanto la había obsesionado durante aquel día y los anteriores no iba a verse desterrada durante la noche. Por primera vez Gertrude Lodge visitó en sueños a la mujer que había suplantado. Rhoda Brook soñó –pues sus afirmaciones de que realmente la había visto, antes de quedarse dormida, no iban a ser creídas– que la joven esposa, con su pálido vestido de seda y su sombrerito blanco, pero con las facciones espantosamente desfiguradas y arrugadas como por la edad, estaba sentada encima de su tórax mientras ella yacía dormida en la cama. La presión del cuerpo de la señora Lodge se hizo mayor; los azules ojos observaban cruel y furtivamente el rostro de Rhoda; y entonces la figura extendió su mano izquierda en un gesto de burla, como para hacer que el anillo de casada que llevaba puesto centelleara ante los ojos de Rhoda. La mujer dormida, enloquecida mentalmente y casi asfixiada por la presión forcejeó; el personaje de la pesadilla, mirándola todavía, se retiró hasta los pies de la cama, sólo, sin embargo, para volver a aproximarse poco a poco, ocupar de nuevo su lugar y hacer brillar su mano izquierda como antes.

Anhelando en busca de aire, Rhoda, en un último esfuerzo desesperado, sacó su mano derecha, agarró por su entrometido brazo izquierdo al espectro que le hacía frente y lo hizo rodar hasta el suelo mientras se levantaba rápidamente con un grito sofocado.

–¡Oh, Dios misericordioso! –gritó, empapada de sudor frío, sentándose en el borde de la cama–; ¡no ha sido un sueño... ella estaba aquí!

Aún podía sentir el brazo de su antagonista mientras lo agarraba: parecía en verdad de carne y hueso. Miró hacia el suelo, al lugar al que había hecho rodar al espectro, pero no vio nada, no había nada. Rhoda Brook no volvió a dormirse aquella noche, y al ir a ordeñar a la mañana siguiente todos advirtieron cuán pálida y ojerosa estaba. La leche que extraía caía en el cubo temblorosa; ni siquiera su mano se había tranquilizado todavía, y aún conservaba el tacto del brazo. Volvió a casa para desayunar tan cansada como si hubiera sido la hora de cenar.

–¿Qué fue ese ruido que hubo esta noche en tu cuarto, madre? –le preguntó su hijo–. ¿Te caíste de la cama?
–¿Oíste caer algo? ¿A qué hora?
–Justo cuando el reloj estaba dando las dos.

Ella no se lo pudo explicar, y cuando hubieron terminado de desayunar, Rhoda se puso a hacer sus quehaceres domésticos en silencio, ayudada por el muchacho, pues éste detestaba ir al campo, a las granjas, y ella era indulgente con sus aversiones. Entre las once y las doce oyó que alguien abría la portezuela del jardín y levantó la mirada hasta la ventana. A la entrada del jardín, pasada ya la portezuela, estaba la mujer de la visión. Rhoda se quedó traspuesta.

–¡Ah, dijo que vendría! –exclamó el muchacho, al reparar también en ella.
–¿Dijo eso? ¿Cuándo? ¿Cómo nos conoce?
–La vi y hablé con ella. Hablé con ella ayer.
–Te tengo dicho –dijo la madre enrojeciendo de indignación– que nunca hables con nadie de esa casa, y que no vayas por allí.
–Yo no le hablé hasta que ella me habló. Y no fui por allí. Me la encontré en la carretera.
–¿Qué le dijiste?
–Nada. Ella me dijo: «¿No eres tú el pobre chico que tenía que llevar aquel pesado bulto desde el mercado?», y me miró las botas, y dijo que no conservarían secos mis pies si llovía, porque estaban muy agrietadas. Le dije que vivía con mi madre y que nos daba bastante quehacer mantenernos, y así fue todo; y ella dijo entonces: «Iré a tu casa y te llevaré unas botas mejores, y veré a tu madre.»

Da cosas a la gente de los prados vecinos. La señora Lodge estaba ya al lado de la puerta –no con seda, como Rhoda había soñado en su alcoba, sino con un sombrero de mañana y un vestido ligero de tela corriente, que le sentaba mejor que la seda–. Llevaba una cesta colgada del brazo. La impresión que le quedaba de la experiencia nocturna era todavía fuerte. La Brook casi había esperado ver las arrugas, el desprecio y la crueldad en el rostro de la visita. Habría escapado del encuentro, si la huida hubiera sido posible. Pero no había puerta trasera en la cabaña, y unos instantes después el muchacho había levantado el picaporte ante la suave llamada de la señora Lodge.

–Veo que he venido a la casa indicada –dijo ésta, mirando al chico y sonriendo–. Pero no he estado segura hasta que has abierto tú la puerta.

La figura y los movimientos eran los del fantasma; pero su voz era tan indescriptiblemente dulce, su mirada tan encantadora, su sonrisa tan tierna, tan distinta de la del visitante nocturno de Rhoda, que ésta apenas podía creer en la evidencia que le mostraban sus sentidos. Se alegró sinceramente de no haberse escondido por pura aversión, como se había sentido inclinada a hacer. La señora Lodge traía en su cesta el par de botas que le había prometido al muchacho y otras prendas de vestir de utilidad. Ante esta demostración de buenos sentimientos hacia ella y los suyos, el corazón de Rhoda le hizo amargos reproches. Aquella joven inocente tenía que recibir su bendición y no su maldición.

Cuando se marchó pareció que una luz se había ido del lugar. Dos días después volvió para saber si las botas eran del número adecuado; y, antes de que pasaran dos semanas desde ese día, hizo otra visita a Rhoda. En esta ocasión el muchacho no estaba.

–Ando mucho –dijo la señora Lodge–, y su casa es la más cercana fuera de nuestro distrito. Espero que se encuentre usted bien. No tiene muy buen aspecto.

Rhoda le dijo que se encontraba bastante bien; y, en efecto, aunque era la más pálida de las dos, había más fuerza y más resistencia en sus bien dibujadas facciones y en su cuadrado esqueleto que en la joven mujer de suaves mejillas que estaba frente a ella. La conversación se hizo bastante confidencial en lo referente a las fuerzas y flaquezas de ambas; y cuando la señora Lodge ya se iba, Rhoda dijo:

–Espero que no le siente mal el aire de por aquí, señora, y que no le haga daño la humedad de los pastizales.
La más joven contestó que no se preocupara por ello, ya que su salud era buena por lo general.
–Aunque, ahora que me acuerdo –añadió–, tengo una pequeña dolencia que me tiene perpleja. No es nada grave, pero no lo puedo entender.

Se descubrió la mano y el brazo izquierdos; y la forma de éste se apareció ante la vista de Rhoda como el exacto original del miembro que había contemplado y agarrado en su sueño. Sobre la superficie rosa y redondeada del brazo había unas débiles señales de un color malsano, como producidas por un agarrón brutal. Los ojos de Rhoda parecieron quedarse clavados en las manchas; se le antojó que discernía en ellas las huellas de sus propios cuatro dedos.

–¿Cómo sucedió? –dijo de manera lacónica.
–No puedo decírselo –contestó la señora Lodge, negando con la cabeza–. Una noche, cuando estaba profundamente dormida, soñando que estaba lejos, en algún lugar extraño, sentí un dolor repentino ahí, en el brazo, tan agudo que me despertó. Debo de haberme dado un golpe durante el día, supongo, aunque no recuerdo habérmelo dado. –Y añadió, riéndose: Le digo a mi marido que parece como si él hubiera tenido un arrebato de cólera y me hubiera pegado ahí. ¡Oh, supongo que desaparecerá pronto!
–¡Ja, ja! Sí... ¿Y qué noche sucedió?
La señora Lodge pensó, y dijo que haría dos semanas al día siguiente.
–Cuando me desperté no podía recordar dónde estaba –añadió–; hasta que el reloj, que en aquel momento estaba dando las dos, me lo recordó.

Había mencionado la noche y la hora del encuentro de Rhoda con el espectro, y la Brook sintió un escalofrío de culpabilidad. El mero descubrimiento la sobrecogió; no razonó acerca de los caprichos del azar, y todas las circunstancias de aquella horrible noche volvieron a su mente con redoblada intensidad.

–Oh ¿es posible –se dijo a sí misma cuando su visita hubo partido– que yo ejerza un poder maligno sobre la gente en contra de mi propia voluntad?

Sabía que desde que había caído en desgracia se la había llamado bruja a sus espaldas; pero como nunca había comprendido por qué razón se le había atribuido aquel estigma en particular no había hecho ningún caso. ¿Podría ser aquello la explicación? ¿Habrían sucedido alguna vez, antes, cosas como aquélla?

IV. Una sugerencia.
El verano se aproximaba, y Rhoda Brook casi temía volver a ver a la señora Lodge, aun cuando sus sentimientos por la joven esposa estaban muy próximos al cariño. Algo en su interior parecía declararla culpable de un crimen. Pero la fatalidad dirigía a veces sus pasos hacia las inmediaciones de Holmstoke: cada vez, de hecho, que salía de casa con otra intención que la de ir al trabajo diario; y así ocurrió que su siguiente encuentro tuvo lugar en la calle. Rhoda no pudo evitar sacar el tema que tanto le había ofuscado, y tras las primeras frases de cortesía balbuceó:

–Espero que su... brazo esté ya bien, señora. –Había advertido con consternación que Gertrude Lodge llevaba yerto el brazo izquierdo.
–No; no está nada bien. De hecho, no está mejor en absoluto; está bastante peor. A veces me duele terriblemente.
–Tal vez lo mejor sería que fuera usted a ver a un médico, señora.

Ella contestó que ya había ido a ver a un médico. Su marido había insistido en que fuera a uno. Pero el cirujano no parecía haber entendido en absoluto la aflicción del miembro; le había dicho que lo bañara en agua caliente, y ella lo había bañado, pero el tratamiento no había servido de nada.

–¿Me deja verlo? –dijo la lechera.

La señora Lodge se subió la manga y descubrió el lugar, que estaba a unas pocas pulgadas de la muñeca. Tan pronto como lo vio, Rhoda apenas si puso guardar la compostura. No tenía ningún aspecto de herida, sino que el brazo, a aquella altura, tenía un aire marchito, y la huella de los cuatro dedos aparecía más clara que la vez anterior. Además, a Rhoda se le antojó que estaban impresos precisamente en la misma posición que sus propios dedos habían tenido al agarrar el brazo durante el trance: el primero cerca de la muñeca de Gertrude y el cuarto cerca del codo. La semejanza de la señal parecía haber afectado a la misma Gertrude desde su último encuentro.

–Casi parecen huellas de dedos –dijo; y añadió con una débil risa–: Mi marido dice que es como si alguna bruja, o el diablo en persona, me hubiera cogido por ahí y hubiera podrido la carne.
Rhoda sintió un escalofrío.
–Eso son imaginaciones –dijo apresuradamente–. Yo de usted no haría caso.
–No le haría tanto caso –dijo la más joven, con un titubeo– si no tuviera la sensación de que hace que mi marido... me aborrezca... no, me quiera menos. Los hombres piensan tanto en el aspecto físico.
–Algunos sí... él, por ejemplo.
–Sí; y estaba muy orgulloso de mí al principio. –Mantenga el brazo tapado ante su vista.
–Ah... ¡él sabe que la desfiguración está allí! –Trató de ocultar las lágrimas que asomaban a sus ojos.
–Bueno, señora, espero de veras que desaparezca pronto.

Y así la mente de la lechera se vio nuevamente encadenada a aquel tema, al volver a casa, por una especie de horrible encantamiento. La sensación de ser culpable de un acto de perversión aumentó, por mucho que hiciera para ridiculizar sus supersticiones. En el fondo de su corazón Rhoda no se oponía enteramente a una ligera disminución de la belleza de su sucesora, hubiera aquélla tenido lugar por los medios que fuera: pero no deseaba infligirle dolor físico. Porque, aun cuando aquella bonita mujer había hecho imposible que Lodge reparara de alguna forma su pasada conducta para con ella, cualquier cosa que se pareciera al resentimiento por aquella inconsciente usurpación había desaparecido por completo de la mente de la mayor de las dos mujeres. ¿Qué pensaría la dulce y gentil Gertrude si tuviera conocimiento, tan sólo, de la escena del sueño del dormitorio? No hablarle de aquello le parecía a Rhoda una traición a la amistad existente entre ambas; pero no podía decírselo espontáneamente... y tampoco podía inventar un remedio.

Reflexionó acerca del asunto durante la mayor parte de la noche; y al día siguiente, después del ordeño matinal, se puso en camino con el fin de ver nuevamente a Gertrude –si podía–, atraída hacia ella por una horrible fascinación. Mientras vigilaba la casa a cierta distancia, pudo discernir, al cabo de un rato de estar allí, a la mujer del granjero cabalgando a solas, probablemente para reunirse con su marido en algún campo alejado. La señora Lodge la vio, y fue en su dirección a medio galope.

–¡Buenos días, Rhoda! –dijo Gertrude al llegar junto a ella–. Iba a hacerte una visita.
Rhoda notó que la señora Lodge sujetaba las riendas con cierta dificultad.
–Espero que... el brazo malo... –dijo Rhoda.
–Me han dicho que tal vez haya un medio de averiguar la causa, y por tanto quizá también de hallar el remedio –contestó la otra con excitación–. Hay que ir a ver a un hombre muy habilidoso del erial de Egdon. No sabían si vive todavía... y no puedo acordarme de su nombre en este momento; pero me dijeron que tú sabías más acerca de sus movimientos que ninguna otra persona de por aquí, y que me podrías decir si aún se le pueden hacer consultas. Dios mío, ¿cómo se llamaba? Tú lo tienes que saber.
–No será el brujo Trendle, ¿verdad? –dijo su delgada interlocutora, empalideciendo.
–Trendle... eso es. ¿Vive todavía?
–Creo que sí –dijo Rhoda a regañadientes.
–¿Por qué le llamas el brujo?
–Bueno... se dice... solía decirse que era un... que tenía poderes que la demás gente no tiene.
–Oh, ¡cómo ha podido mi gente ser tan supersticiosa como para recomendarme a un hombre de esos! Creí que se referían a un médico. No pensaré más en ello.

Rhoda pareció sentirse aliviada, y la señora Lodge reanudó su paseo a caballo. La lechera se había dado cuenta en su interior, desde el momento en que oyó que se la mencionaba como intermediaria de aquel hombre, de que los trabajadores de la granja habían insinuado sarcásticamente que una hechicera conocería el paradero del exorcista. Sospechaban de ella, entonces. Poco tiempo antes esto no habría sido motivo de preocupación para una mujer de sentido común como ella. Pero ahora tenía una obsesionante razón para ser supersticiosa; y la embargó un repentino temor a que aquel brujo Trendle pudiera mencionarla como el influjo maligno que estaba marchitando la inmaculada persona de Gertrude, y a que, en consecuencia, esto pudiera hacer que su amiga la odiara para siempre y la tratara como a un demonio con forma humana. Pero no todo había terminado. Dos días después apareció una sombra en la forma de la ventana, proyectada en el suelo de Rhoda Brook por el sol de la tarde. La mujer abrió la puerta inmediatamente, casi sin aliento.

–¿Estás sola? –dijo Gertrude. No parecía menos atormentada y ansiosa que la misma Brook.
–Si –dijo Rhoda.
–La mancha de mi brazo parece que está peor y me inquieta –prosiguió la joven esposa del granjero–. ¡Es tan misteriosa! Espero que no sea una herida incurable. He estado pensando otra vez en lo que me dijeron acerca del brujo Trendle. Realmente no creo en esos hombres, pero no me importaría hacerle una visita, por curiosidad... aunque bajo ninguna circunstancia debe enterarse mi marido. ¿Está lejos el lugar donde vive?
–Sí... a cinco millas –dijo Rhoda de mala gana–. En el corazón de Egdon.
–Bueno, pues tendré que andar. ¿No podrías venir conmigo para enseñarme el camino... Digamos mañana por la tarde?
–Oh, yo no; es decir... –murmuró la lechera, a punto de desfallecer. De nuevo la embargó el temor a que algo que tuviera que ver con su bárbara acción del sueño fuera revelado y a que su figura se desplomara sin remisión a los ojos de la amiga más beneficiosa que había tenido nunca.

La señora Lodge insistió, y Rhoda, finalmente, asintió, si bien con mucho recelo. Triste como iba a ser el viaje para ella, no podía, de manera consciente, poner dificultades en el camino de un posible remedio para la extraña aflicción de su protectora. A fin de evitar que se sospechara su místico propósito, decidieron encontrarse a la entrada del erial, en el rincón de un plantío que se podía ver desde el lugar que ellas ocupaban ahora.

V. El brujo Trendle.
Al día siguiente, por la tarde, Rhoda habría hecho cualquier cosa para eludir aquel compromiso. Pero había prometido ir. Además, sentía en algunos momentos una horrible fascinación por convertirse en el instrumento que arrojara sobre su propia persona una luz que podría revelar que, en el mundo de lo desconocido, Rhoda Brook era algo más grande de lo que ni ella misma había sospechado nunca.

Partió justo antes de la hora que habían acordado, y al cabo de treinta minutos de paso veloz se encontró en la extensión sudoriental –donde estaba el plantío de abetos– del erial de Egdon. Una delicada figura envuelta en una capa y un velo estaba allí ya. Rhoda comprobó, casi con un estremecimiento, que la señora Lodge llevaba el brazo en cabestrillo. Cruzaron muy pocas palabras e inmediatamente se pusieron en marcha en su escalada hacia el interior de esta región solemne, mucho más alta que el fértil terreno aluvial que habían dejado atrás media hora antes. El paseo era largo; las espesas nubes oscurecían la atmósfera, a pesar de que todavía era sólo prima tarde; y el viento aullaba lúgubremente sobre los desniveles del erial (acaso el mismo erial que contempló la agonía del rey de Wessex, Ina, conocido como Lear por la posteridad). Gertrude Lodge era la que más hablaba de las dos, y Rhoda respondía con monosílabos que denotaban su preocupación. Le daba una extraña repugnancia caminar a la izquierda de su acompañante, donde colgaba el brazo afligido, y se cambiaba al otro cada vez que, sin darse cuenta, se encontraba junto a él. Sus pies habían rozado ya mucho brezo cuando descendieron hasta un camino de carretas, al lado del cual estaba la casa del hombre que buscaban.

Este no practicaba abiertamente sus experimentos terapéuticos y tampoco se ocupaba en absoluto de la continuidad de los mismos, pues sus principales ingresos provenían del tráfico de retama, turba, «arena menuda» y otros productos locales. Afectaba, de hecho, no creer demasiado en sus propios poderes, y cuando, por ejemplo, verrugas que le habían sido enseñadas para que las curase desaparecían milagrosamente –lo cual, ha de reconocerse, sucedía de manera infalible–, él decía con ligereza: «Oh, pero si lo único que hice fue beberme un vaso de grog por ellas a tu costa: quizá sea todo una casualidad», y acto seguido cambiaba de tema.

Estaba en casa cuando ellas llegaron, y en realidad ya las había visto descender hasta el valle. Era un hombre de barba gris, cara rojiza, y miró a Rhoda de una forma singular desde el primer momento en que la vio. La señora Lodge le contó su problema; y entonces, con unas palabras de descrédito hacia sí mismo, examinó el brazo.

–La medicina no lo puede curar –dijo inmediatamente–. Esto es obra de un enemigo.
Rhoda se encogió y retrocedió.
–¿Un enemigo? ¿Qué enemigo? –preguntó la señora Lodge.
Él hizo un gesto de negación con la cabeza.
–Eso lo tiene usted que saber mejor que yo –dijo–. Si quiere, puedo mostrarle a la persona, aunque yo no sabré quién es. No puedo hacer más; y no me gusta hacer esto.

Ella le apremió; ante lo cual él le dijo a Rhoda que esperara fuera, donde estaba, y llevó a la señora Lodge al cuarto. La puerta daba directamente a él; y, al quedar entornada, Rhoda Brook pudo ver los manejos sin tomar parte en ellos. El hombre tomó un vaso del aparador, lo llenó casi hasta el borde de agua y, cogiendo un huevo, lo preparó, en secreto, de alguna forma; hecho lo cual lo partió contra el borde del vaso de tal manera que la clara cayera dentro y la yema se quedara fuera. Como oscurecía, cogió el vaso con su contenido y lo llevó hasta la ventana, y le dijo a Gertrude que mirara de cerca la mezcolanza. Se inclinaron juntos sobre la mesa, y la lechera pudo ver el color opalino del fluido del huevo cambiando de forma al sumergirse en el agua. Pero no estaba lo bastante cerca para ver la forma que adquiría.

–¿Ve cierto parecido con algún rostro o figura? –le preguntó el brujo a la joven.
Ella susurró una respuesta en un tono tan bajo que resultó inaudible para Rhoda, y siguió mirando intensamente dentro del vaso. Rhoda dio media vuelta y se alejó unos pasos. Cuando la señora Lodge salió, y la luz le dio en la cara, ésta tenía un color excesivamente pálido –tan pálido como el de la cara de Rhoda– en contraste con las tristes y oscuras sombras de la vegetación de aquel elevado terreno. Trendle cerró la puerta tras ellas, y las dos se pusieron juntas en camino, hacia casa. Pero Rhoda advirtió que su acompañante estaba muy cambiada.

–¿Le ha cobrado mucho? –preguntó, a modo de tanteo.
–Oh, no, nada. No cogió ni un cuarto de penique –dijo Gertrude.
–¿Y qué es lo que ha visto usted? –inquirió Rhoda.
–Nada que... de lo que valga la pena hablar. –La contrición de su actitud era considerable; la expresión de su rostro era tan rígida que le daba un aspecto envejecido, que débilmente sugería la expresión del sueño de Rhoda.
–¿Fuiste tú quien primero propuso venir aquí? –preguntó de repente la señora Lodge después de un largo silencio–. ¡Qué curioso, si así fue!
–No fue así. Pero no lamento que hayamos venido, después de todo –respondió la otra. Por primera vez una sensación de triunfo se apoderó de ella, y no lamentó, en conjunto, que aquella joven que marchaba a su lado se hubiera enterado de que sus vidas se habían visto enemistadas por otras influencias, ajenas a sus respectivas voluntades.

No se aludió más al tema durante el largo y pesado recorrido de vuelta. Pero, de alguna forma, aquel invierno se susurró, en la tierra baja de las muchas granjas, una historia que decía que la pérdida gradual del uso del brazo izquierdo de la señora Lodge se debía al «mal de ojo» que le había hecho Rhoda Brook. Esta se guardó su propia opinión acerca del personaje de la pesadilla, pero su rostro se fue haciendo más triste y delgado; y durante la primavera ella y su hijo desaparecieron de las inmediaciones de Holmstoke.

VI. Una segunda tentativa.
Media docena de años pasaron, y la experiencia matrimonial del señor y la señora Lodge se hundió en el prosaísmo y en otras cosas peores. El granjero estaba por lo general meditabundo y callado; la mujer que había cortejado por su gracia y belleza tenía deformado y desfigurado el brazo izquierdo; además, no le había dado hijos, lo que hacía probable que él fuera el último descendiente de una familia que había habitado en el valle durante cerca de doscientos años. Pensaba en Rhoda Brook y su hijo; y temía que todo aquello pudiera ser un castigo del cielo caído sobre él. La una vez jovial y sensata Gertrude se estaba convirtiendo en una mujer irritable y supersticiosa, que dedicaba todo su tiempo a experimentar con el primer remedio de curandero que se le cruzara en el camino con el fin de acabar con su dolencia. Se sentía sinceramente ligada a su marido, y en secreto estaba siempre esperando, desesperadamente, reconquistar de nuevo su corazón si recobraba parte, al menos, de su belleza personal. El resultado era que su armario estaba lleno de botellas, cacharros y frascos de ungüentos de todo tipo –qué digo, de manojos de hierbas medicinales, amuletos y libros de magia negra, que en sus tiempos de colegiala había ridiculizado considerándolos tonterías.

–Ojalá te envenenes algún día con esas pócimas de hechicero y esos mejunjes de bruja –decía su marido cuando su vista recaía por casualidad sobre la numerosa formación.
Ella no contestaba, pero volvía hacia él su triste, dulce mirada de angustioso reproche, y entonces él parecía arrepentirse de sus palabras y añadía:
–Ya sabes que sólo lo digo por tu bien, Gertrude.
–Me desharé de todo el lote y lo destruiré –decía ella con sequedad–, ¡y no volveré a probar estos remedios!
–Necesitas alguien que te alegre –observaba él–. Una vez pensé en adoptar a un muchacho; pero ahora es demasiado mayor. Y no sé dónde está.

Ella adivinaba a quién se refería; porque con el paso de los años había llegado a saber la historia de Rhoda Brook; pero nunca había cruzado con su marido ni una sola palabra acerca del tema. Ni tampoco le había hablado jamás de su visita al brujo Trendle ni de lo que aquel solitario hombre de los brezos le había revelado, o ella pensaba que le había revelado. Tenía ella ahora veinticinco años; pero parecía mayor.

–Seis años de matrimonio y sólo unos pocos meses de amor –murmuraba a veces para sí. Y entonces pensaba en la causa evidente, y se decía, echándole una trágica mirada a su descarnado miembro–: ¡Ojalá pudiera volver a ser como era la primera vez que él me vio!

Obediente destruyó sus panaceas y amuletos; pero quedó un anhelante deseo de probar algo más: algún otro tipo de remedio. No había vuelto a visitar a Trendle desde que Rhoda, en contra de su propia voluntad, la había llevado a la casa del solitario; pero ahora, de pronto, a Gertrude se le ocurrió que podía dirigirse de nuevo, en un último esfuerzo desesperado por librarse de aquella aparente maldición, a aquel hombre, si aún vivía. Había que concederle un cierto crédito, porque la forma indistinta que había hecho surgir del vaso se había sin duda asemejado a la única mujer del mundo que –como sabía ahora, aunque no entonces– podía tener un motivo para guardarle rencor.

Debía hacer aquella visita. Esta vez fue sola; estuvo a punto de perderse en el erial y erró, apartada de su camino, durante un trecho considerable. Por fin llegó, sin embargo, a casa de Trendle: no estaba dentro, y Gertrude, en vez de esperarle en la cabaña, fue, al verle desde lejos, hasta el lugar en que se encontraba su figura agachada, trabajando. Trendle se acordaba de ella, y, dejando en el suelo el puñado de raíces de retama que estaba juntando y amontonando, se ofreció a acompañarla de regreso a casa, ya que la distancia era considerable y los días eran cortos. Así, pues, caminaron juntos, la cabeza de él inclinada, mirando al suelo, y su figura del mismo color que la tierra.

–Usted puede curar verrugas y otras excrecencias, lo sé –dijo ella–; ¿por qué no puede curar esto? –y se destapó el brazo.
–Cree usted demasiado en mis poderes –dijo Trendle–, y yo, además, ya estoy viejo y débil. No, no; es demasiado para mí el intentarlo personalmente. ¿Qué ha probado?
Ella enumeró algunos de los cientos de medicamentos y antídotos que había tomado de vez en cuando. Él hizo un gesto de negación con la cabeza.
–Algunos eran bastante buenos –dijo con aprobación–; pero no mucho para una cosa como ésta.
Esto tiene la naturaleza de un... marchitamiento, no la naturaleza de una herida; y si se le quita alguna vez, no será poco a poco, sino todo de una vez.
–¡Si supiera cómo!
–Sólo conozco una forma de hacerlo posible. Nunca ha fallado en aflicciones semejantes... Que yo sepa. Pero es duro de llevarse a cabo, y en especial para una mujer.
–¡Dígame cuál es! –exclamó ella.
–Tiene que tocar con el brazo el cuello de un hombre que haya sido ahorcado.
Ella dio un pequeño respingo ante la imagen que él había sugerido.
–Antes de que esté frío... inmediatamente después de que hayan cortado la soga y lo hayan bajado –prosiguió el brujo, impasible.
–¿Cómo puede eso hacer algún bien?
–Transformará la sangre y cambiará la constitución. Pero, como digo, hacerlo es muy duro. Debe usted ir a la cárcel cuando haya una ejecución, y esperar a que bajen el cuerpo del patíbulo. Muchos lo han hecho, aunque no tal vez mujeres tan bonitas como usted. Solía enviar a docenas con enfermedades de la piel. Pero aquello fue en otros tiempos. El último que envié fue en el año trece, hace ya casi doce.

No tenía nada más que decirle; y, tras depositarla en una senda que llevaba a casa directamente, dio media vuelta y se marchó, rehusando aceptar ningún dinero, como en la primera ocasión.

VII. Un recorrido a caballo.
Aquella revelación se afincó en las profundidades de la mente de Gertrude. Su carácter era más bien tímido; y, probablemente, de entre todos los remedios que el mago blanco pudiera haber sugerido, no había ninguno que le produjera tanta aversión como éste, sin contar con los enormes obstáculos que encontraría en el camino de su realización.

Casterbridge, la ciudad del condado, estaba a doce o quince millas; y aunque en aquellos tiempos; en que se ejecutaba a la gente por robar caballos, provocar incendios y desvalijar las casas, rara vez pasaba una sesión del tribunal de justicia en la que no hubiera una ahorcamiento, no era probable que ella pudiera tener acceso al cadáver del criminal sin ningún tipo de ayuda. Y el miedo a la cólera de su marido hacía que no se atreviera a decir, ni a él ni a nadie que tuviera que ver algo con él, ni una palabra acerca de la sugerencia de Trendle. No hizo nada durante meses, y llevó con resignación, como antes, su deformidad. Pero su naturaleza de mujer, que anhelaba la reconquista del amor mediante la reconquista de la belleza (sólo tenía veinticinco años), estaba siempre incitándola a probar lo que, en cualquier caso, difícilmente podría hacerle daño alguno. «Lo que vino con un hechizo se irá seguramente con un hechizo», se decía. Cada vez que su imaginación le presentaba el hecho, ella se estremecía de horror ante la mera posibilidad de llevarlo a la práctica: entonces las palabras del brujo «transformará la sangre» se aparecían, susceptibles de una interpretación no menos científica que espectral; el imperioso deseo retornaba, y de nuevo la apremiaba.

En aquella época no había más que un solo periódico en el condado y el marido de Gertrude sólo lo adquiría de vez en cuando. Pero aquellos tiempos anticuados tenían sus anticuados medios de difusión, y las noticias se transmitían ampliamente de viva voz, de mercado en mercado, o de feria en feria; de modo que, cada vez que un acontecimiento de la importancia de una ejecución iba a tener lugar, pocos, dentro de un radio de veinte millas, dejaban de enterarse de que iba a haber un buen espectáculo; y, sólo en lo que se refería a Holmstoke, se sabía de algunos entusiastas que habían recorrido el camino hasta Casterbridge y habían vuelto en un solo día, con el único fin de ser testigos del espectáculo. Las próximas sesiones del tribunal de justicia eran en marzo; y cuando Gertrude se enteró de que ya se habían celebrado, fue a escondidas a la posada, a preguntar por el resultado, en cuanto pudo encontrar una ocasión.

Era, sin embargo, demasiado tarde. La hora de que se cumplieran las sentencias había llegado ya, y hacer el viaje y conseguir tener acceso a la prisión en un plazo tan corto requería, por lo menos, la ayuda de su marido. No se atrevió a decírselo, pues sabía, por delicada experiencia, que la sola mención de aquellas ocultas creencias de aldea le enfurecían, en parte porque él mismo las tomaba en consideración. Había, por tanto, que esperar otra oportunidad.

Su decisión se vio reafirmada al enterarse de que dos niños epilépticos de la misma aldea de Holmstoke habían acudido, muchos años antes, con resultados beneficiosos, aunque el experimento había sido severamente condenado por el clero de la vecindad. Pasó abril, mayo, junio; y no es una exageración decir que hacia el final del último mes mencionado Gertrude casi anhelaba la muerte de un semejante. En lugar de las obligadas oraciones de cada noche, su inconsciente oración era: «Oh, Señor, ¡ahorca pronto a alguien, sea culpable o inocente!»

Esta vez hizo antes sus indagaciones y fue mucho más sistemática en sus preparativos. Además, la estación era verano, entre el henaje y la cosecha, y su marido, durante la temporada de inactividad que atravesaba gracias a esto, se tomaba de vez en cuando algunos días de vacaciones fuera de casa. Las sesiones del tribunal eran en julio, y fue a la posada como la vez anterior. Iba a haber una ejecución –sólo una– por un delito de incendio. Su mayor problema no era ahora cómo llegar hasta Casterbridge, sino qué medios debería emplear para conseguir acceso a la prisión. Aunque el acceso para aquella clase de fines nunca había sido denegado en otros tiempos, la costumbre había caído en desuso; y al sopesar las posibles dificultades con que se encontraría, estuvo otra vez a punto de verse impelida a recurrir a su marido.

Pero cuando le sondeó acerca de las sesiones del tribunal de justicia él se mostró tan poco comunicativo, tan frío –más que de costumbre–, que ella no continuó y decidió que, hiciera lo que hiciese, lo haría sola. La fortuna, adversa hasta entonces, se mostró inesperadamente favorable. El jueves que precedía al sábado fijado para la ejecución, Lodge le comunicó que pensaba ausentarse otros dos o tres días por una cuestión de negocios relacionada con una feria, y que lamentaba no poder llevarla con él. Ella exteriorizó en esta ocasión tal presteza a quedarse en casa que él la miró con sorpresa. En otro tiempo se habría mostrado profundamente decepcionada por perderse la excursión. Pero él volvió a sumirse en su acostumbrada taciturnidad, y el día mencionado partió de Holmstoke. Ahora le tocaba a ella. Al principio había pensado ir en carro, pero después de reflexionar juzgó que no le convenía, ya que aquello la obligaría a mantenerse dentro de la carretera principal, multiplicando así por diez el riesgo de que su horripilante misión fuera descubierta. Decidió ir a caballo y eludir así la trillada senda, aun cuando no había en los establos de su marido, en aquellos momentos, ningún animal que pudiera considerarse, por mucho esfuerzo de imaginación que se hiciera, montura apropiada para una dama –a pesar de la promesa que él le había hecho antes de casarse de que siempre tendría una yegua para ella–. Tenía, en cambio, muchos caballos de tiro, buenos para su género; y entre los demás había una bestia aprovechable: un caballo de amazona con el lomo tan ancho como un sofá, en el cual Gertrude había dado de vez en cuando algún paseo cuando no se encontraba bien. Eligió este caballo.

El viernes por la tarde uno de los hombres de la granja se lo trajo. Ella ya estaba preparada y, antes de salir, se miró el brazo marchito.

–¡Ah! –le dijo–. ¡De no haber sido por ti me habría ahorrado esta terrible prueba!

Mientras el criado liaba con unas cuerdas el paquete que ella llevaba con alguna ropa, Gertrude aprovechó para decirle:

–Me llevo esto por si acaso no regreso esta misma noche de casa de la persona que voy a visitar. No os alarméis si no estoy de vuelta a las diez, y cerrad la casa con llave como de costumbre. Mañana, sin ninguna duda, estaré en casa.

Entonces, pensaba, se lo contaría todo a su marido, a solas: el acto ya realizado no era lo mismo que el acto proyectado. Estaba casi segura de que él la perdonaría. Y así, la hermosa y palpitante Gertrude salió de la casa solariega de su marido; pero aunque su destino era Casterbridge no tomó la ruta que iba allí directamente y que pasaba por Stickleford. La dirección que astutamente tomó al principio era precisamente la opuesta. Pero en cuanto estuvo fuera del alcance de la vista torció a la izquierda por un camino que llevaba a Egdon, y al entrar en el erial hizo girar al caballo sobre sus cascos y se puso en marcha en la verdadera dirección, hacia el oeste. No se podría imaginar camino más solitario que aquél en todo el condado; y en cuanto a la dirección que tenía que seguir, simplemente había de mantener la cabeza del caballo mirando hacia un punto un poco a la derecha del sol. Además, sabía que de vez en cuando se encontraría con algún cortador de retama o campesino que podría hacerle rectificar la orientación. Aunque la época es relativamente reciente, Egdon tenía entonces un carácter mucho más fragmentario que ahora. Los ensayos –afortunados y de los otros– de labranza en las vertientes más bajas, que penetran y roturan el primitivo erial convirtiéndolo en pequeños eriales individuales, no habían llegado muy lejos; las leyes de cercado no estaban en vigor, y aún no se habían erigido los márgenes y vallas que en la actualidad impiden el paso del ganado de los aldeanos que en otros tiempos disfrutaban de los derechos de pastos y el de los carros de los que gozaban del privilegio de extraer turba, actividad que los mantenía ocupados durante todo el año. Gertrude, por tanto, cabalgaba sin más obstáculos que los espinosos arbustos de retama, las alfombrillas de brezos, los blancos arroyos y los declives y pendientes naturales del terreno.

El caballo era tranquilo, de marcha pesada y lenta, y aunque era un animal de tiro, era fácil de dominar; ella era una mujer que, de no haber sido tan dócil su montura, no podría haberse arriesgado a cabalgar por aquella parte de la región con un brazo medio inútil. Eran ya cerca de las ocho, en consecuencia, cuando aflojó las riendas para que el animal descansara un poco antes de bajar por la última pendiente del camino de brezos que conducía a Casterbridge, la última antes de dejar Egdon por los valles cultivados. Se detuvo delante de una poza llamada «La charca de los juncos», flanqueada por los extremos de dos setos; una cerca atravesaba el centro de la charca, dividiéndola en dos mitades. Por encima de la cerca vio la verde tierra baja; por encima de los verdes árboles los tejados del pueblo; por encima de los tejados una lisa fachada blanca que indicaba la entrada a la cárcel del condado. Sobre el tejado de esta fachada se movían unas pequeñas manchas; parecían obreros erigiendo algo. Gertrude sintió un escalofrío. Descendió lentamente y pronto se encontró entre pastos y campos de cereales. Media hora más tarde, cuando ya casi era de noche, Gertrude llegó al «Cervatillo Blanco», la primera posada del pueblo que se veía llegando por este lado.

Su llegada provocó poca sorpresa; por entonces las mujeres de los granjeros iban a caballo con más frecuencia que ahora; aunque, en tal sentido, nadie se imaginó en absoluto que la señora Lodge fuera casada; el posadero supuso que sería alguna joven atolondrada que había venido a presenciar la «feria de ahorcados» del día siguiente. Ni su marido ni ella hacían nunca negocios en el mercado de Casterbridge, de modo que allí no era conocida. Mientras desmontaba vio un tropel de muchachos en la puerta de la tienda de un guarnicionero –que estaba justo al lado de la posada– mirando dentro con profundo interés.

–¿Qué pasa ahí? –le preguntó al mozo de cuadra.
–Están haciendo la cuerda para mañana.
Ella se estremeció en respuesta y contrajo el brazo.
–Después se vende la pulgada –prosiguió el hombre–. Si quiere le puedo conseguir un trozo, señorita, por nada.

Ella rechazó apresuradamente cualquier deseo parecido, más que nada por una singular sensación que iba en aumento de que el destino del miserable que habían condenado se estaba entrelazando con el suyo propio, y después de dejar apalabrada una habitación para pasar la noche, se sentó a reflexionar. Hasta aquel momento no había tenido más que muy vagas ideas acerca de los medios que emplearía para tener acceso a la prisión. Las palabras del habilidoso solitario volvieron a su mente. Él había dado por supuesto que ella habría de utilizar su belleza, aunque estuviera deteriorada, como llave maestra. En su inexperiencia, sabía poco acerca de los funcionarios de una cárcel; había oído hablar de un jefe superior y de un subjefe, pero confusamente. Lo que sí sabía es que tenía que haber un verdugo, y al verdugo decidió recurrir.

VIII. El ermitaño de la ribera.
En aquella fecha, y durante varios años después, había –casi– un verdugo para cada cárcel. Gertrude hizo indagaciones y averiguó que el funcionario de Casterbridge vivía en una cabaña solitaria a la vera de un río lento y profundo que manaba del risco sobre el cual estaban situados los edificios de la prisión –la corriente, aunque ella lo ignoraba, era la misma que, en una parte más baja de su curso, regaba los prados de Stickleford y Holmstoke. Después de cambiarse de vestido, y antes de comer o beber nada –pues no podría estar tranquila hasta que hubiera averiguado algunos pormenores–, Gertrude prosiguió su camino, por un sendero a lo largo de la ribera, hasta la cabaña indicada. Al pasar por las inmediaciones de la cárcel, divisó, sobre el tejado plano, encima de la entrada, tres líneas rectangulares que se dibujaban contra el cielo, en el lugar donde, como había visto desde la lejanía, las pequeñas manchas se habían estado moviendo; reconoció la forma y pasó junto a ella rápidamente. Otras cien yardas la condujeron hasta la casa del verdugo, que un muchacho le señaló. Estaba al lado de la misma corriente, y muy cerca de una presa cuyas aguas emitían un rugido continuo.

Mientras se decidía, la puerta se abrió y apareció un viejo protegiendo la llama de una vela con la mano. El viejo cerró la puerta con llave por fuera, se volvió hacia una escalerilla de madera que estaba apoyada contra uno de los lados de la cabaña, y empezó a subir los peldaños; era, evidentemente, la escalera que conducía a su dormitorio. Gertrude avanzó apresuradamente hacia él, pero cuando llegó a los pies de la escalerilla él ya estaba arriba. Le llamó en voz lo bastante alta como para que se la oyera por encima del bramido de la presa; él miró hacia abajo y dijo:

–¿Qué busca usted aquí?
–Quiero hablar un minuto con usted.

La luz de la vela, a pesar de ser muy tenue, iluminó el rostro suplicante, pálido, vuelto hacia arriba de Gertrude, y Davies (así se llamaba el verdugo) volvió a bajar por la escalerilla.

–Iba a acostarme ya –dijo–; «cuanto antes te acuestes, antes te levantarás»; pero no me importa esperar un minuto por alguien como usted. Entre en la casa. –Abrió la puerta de nuevo y precedió a Gertrude hasta el interior de la habitación.

Las herramientas de su trabajo cotidiano, que era el de un jardinero eventual, estaban en un rincón, y él, probablemente al ver que ella tenía un aspecto rural, dijo: Si quiere usted contratarme para que trabaje en el campo no puedo ir, porque nunca salgo de Casterbridge ni por propios ni por extraños: no, yo no. Mi verdadera profesión es la de encargado de la justicia –añadió con solemnidad.

–¡Sí, sí! Eso es. ¡Mañana!
–¡Ah! Ya me lo suponía. Bueno, ¿qué pasa con eso? No sirve de nada venir aquí a hablar del nudo. La gente viene continuamente, pero yo les digo siempre que un nudo es tan clemente como cualquier otro si se lo pones debajo de la oreja. ¿Es el desdichado algún pariente? ¿O debería decir, quizá –añadió mirándole el vestido–, alguien que trabajaba para usted?
–No. ¿A qué hora es la ejecución?
–A la misma que de costumbre. A las once en punto, o en cuanto llegue el coche con el correo de Londres. Siempre lo esperamos, por si hay un aplazamiento.
–Oh... un aplazamiento... ¡espero que no lo haya! –dijo ella involuntariamente.
–¡Bueno, ji, ji! ¡Considerándolo como un asunto de negocios, así lo espero también yo! Pero, con todo, si alguna vez algún joven mereció que lo dejaran libre, es éste; acaba de cumplir los dieciocho, y lo único que hizo fue estar presente por casualidad cuando incendiaron el montón de paja. De cualquier forma, no hay mucho riesgo de que lo haya. Ha habido últimamente tanta destrucción de propiedad por este método que están obligados a dar con él un escarmiento.
–Quiero decir –explicó ella– que quiero tocarlo por un hechizo, para curar una aflicción por consejo de un hombre que ha probado la eficacia del remedio.
–¡Ah, ya lo entiendo, señorita! Ahora comprendo. He tenido gente así que venía en años anteriores. Pero no me pegaba su aspecto con el de los que vienen a pedir transformaciones de la sangre. ¿Cuál es el mal? Apuesto a que no es del tipo indicado para esto.
–Mi brazo –Gertrude le enseñó, de mala gana, la piel descarnada.
–¡Ah! ¡Está todo podrido! –dijo el verdugo, examinándolo.
–Sí –dijo ella.
–Bueno –prosiguió él con interés–, ¡esa es la clase de cosa, tengo que admitirlo! Me gusta el aspecto de la herida; es realmente la más apropiada que he visto nunca para el tratamiento. El hombre que la envió sabía de esto, fuera quien fuese.
–¿Puede usted procurarme todo lo que sea necesario? –dijo ella casi sin aliento.
–En realidad debería usted haber ido a ver al gobernador de la prisión, y con usted su médico, y haber dado su nombre y dirección; así es como solía hacerse si no recuerdo mal. Pero quizá se lo pueda arreglar yo por una propina insignificante.
–¡Oh, gracias! Prefiero hacerlo así, porque me gustaría que quedara en secreto.
–Que no se entere el novio, ¿eh?
–No... el marido.
–Ajá. Muy bien, conseguiré que toque el cadáver. ¿Dónde está ahora? –preguntó ella con un estremecimiento.
–¿El cadáver? El hombre, querrá decir; todavía vive. Está justo detrás de aquel ventanuco de allá arriba, en la sombra –y señaló la cárcel, que estaba encima del risco.

Gertrude pensó en su marido y en sus amigos. –Sí, claro –dijo–; ¿y qué tengo que hacer? Él la acompañó hasta la puerta.

–Verá, esté usted esperando no más tarde de la una en punto junto a la portezuela que hay en el muro. La encontrará subiendo por esa calle. Yo la abriré desde dentro, pues no volveré a casa para almorzar hasta que lo hayan bajado. Buenas noches. Sea puntual; y si no quiere que la reconozca nadie, lleve un velo. ¡Ah!... ¡Una vez tuve una hija que se parecía a usted!

Gertrude se fue y subió por la calle que Davies le había indicado para asegurarse de que podría encontrar la portezuela al día siguiente. Pronto vio la forma rectangular: era una estrecha abertura que había en el muro exterior del recinto de la prisión. La calle estaba tan en cuesta que, al llegar a la altura de la portezuela, Gertrude se detuvo un momento para descansar; y, al volverse para mirar hacia la choza de la ribera, vio al verdugo subiendo de nuevo por la escalera exterior. El viejo entró en el desván o dormitorio a que conducía, y al cabo de unos segundos apagó la luz.

El reloj del pueblo dio las diez, y Gertrude regresó al «Cervatillo Blanco» como había venido.

IX. Un encuentro inesperado.
El sábado, a la una en punto, Gertrude Lodge, después de haberse introducido en la cárcel de la manera antes descrita, estaba sentada en una sala de espera pasada la segunda puerta; ésta se hallaba debajo de una arcada clásica de sillería, entonces relativamente moderna, que llevaba la inscripción: «CÁRCEL DEL CONDADO: 1793». Esta era la fachada que ella había visto el día anterior desde el erial. Muy cerca de la joven esposa había una especie de pasadizo vertical que llegaba hasta el techo de la habitación, sobre el cual estaba el patíbulo.

El pueblo estaba abarrotado y habían cerrado el mercado; pero Gertrude apenas había visto un alma. Había esperado encerrada en su habitación hasta la hora de la cita, y entonces se había dirigido al lugar por un camino que evitaba tener que pasar por el amplio espacio abierto que estaba bajo el risco, donde los espectadores se habían congregado; pero podía, incluso ahora, oír el parloteo de sus numerosas voces, y una voz aislada que a intervalos se elevaba por encima de las demás y, con un ronco graznido, gritaba la frase «¡Últimas palabras del condenado y confesión!».

No había habido aplazamiento, y la ejecución se había efectuado; pero la multitud esperaba todavía para ver cómo bajaban el cadáver. Pronto la persistente mujer oyó varias pisadas encima de su cabeza, y entonces una mano le hizo una seña y Gertrude, siguiendo la dirección que ésta le indicaba, salió de allí y atravesó el patio interior pavimentado que estaba pasada la puerta principal; las rodillas le temblaban tanto que casi no podía andar. Llevaba un brazo fuera de la manga del vestido y sólo iba cubierto por un chal. En el lugar al que ahora había llegado había dos caballetes, y antes de que pudiera pensar en su posible finalidad oyó que unos pies pesados descendían por unas escaleras que estaban en algún sitio detrás de ella. No quiso, o no pudo, volver la cabeza, y, en aquella rígida, postura, notó que un áspero ataúd, llevado por cuatro hombres, pasaba por encima de uno de sus hombros. Estaba abierto, y en su interior yacía el cuerpo de un joven que llevaba una camisa de rústico y pantalones de fustán. El cadáver había sido arrojado al interior del ataúd con tanta precipitación que el faldón de la camisa colgaba por fuera. La carga fue depositada provisionalmente encima de los caballetes.

Para entonces el estado de la joven era tal que una niebla grisácea parecía estar flotando delante de sus ojos, a causa de lo cual –y del velo que llevaba puesto– Gertrude apenas podía discernir nada: era como si estuviera casi muerta, pero se sostuviera de pie por una especie de galvanismo.

–¡Ahora! –dijo una voz que estaba a su lado; Gertrude sólo pudo darse cuenta de que aquella palabra iba dirigida a ella.

Haciendo un último esfuerzo sobrehumano avanzó, mientras, al mismo tiempo, oía que algunas personas se aproximaban por detrás de ella. Desnudó su pobre brazo maldecido; y Davies, descubriendo el rostro del cadáver, cogió la mano de Gertrude y la sostuvo de manera que el brazo se posara sobre el cuello del muerto, sobre una línea que lo rodeaba y que tenía el color de una mora que todavía no está madura. Gertrude dio un alarido: «la transformación de la sangre» predecida por el brujo había tenido lugar. Pero en aquel instante un segundo alarido desgarró el aire del recinto: Gertrude no lo había dado, y tuvo el efecto de hacer que ella se volviera sobresaltada. Inmediatamente detrás de ella estaba Rhoda Brook, su rostro contraído y sus ojos enrojecidos por el llanto. Detrás de Rhoda estaba el propio marido de Gertrude; su semblante arrugado, sus ojos oscurecidos pero sin una sola lágrima.

–¡Maldita seas! ¿Qué estás haciendo aquí? –dijo él, roncamente.
–¡Zorra! ¡Interponerte, ahora, entre nosotros y nuestro hijo! –gritó Rhoda–. ¡Este es el significado de lo que Satanás me mostró en la visión! ¡Al fin eres como ella! –Y agarrando del brazo a aquella mujer, más joven que ella, la empujó sin que la otra pudiera oponer resistencia y la golpeó contra la pared. En cuanto la Brook hubo soltado el brazo de su agarrón, la joven y frágil Gertrude se dejó caer a los pies de su marido. Cuando él la levantó del suelo, ella estaba inconsciente.

La simple visión de aquella pareja había sido suficiente para indicarle que el joven muerto era el hijo de Rhoda. En aquellos tiempos los parientes de un reo ejecutado tenían derecho a reclamar el cuerpo para enterrarlo si lo deseaban: y con aquel propósito estaba Lodge aguardando con Rhoda a que se hiciera la pesquisa judicial. Rhoda le había llamado en cuanto el joven fue apresado por el delito, y varias veces más desde entonces; y había estado presente en la sala durante el juicio.

Aquellas eran las «vacaciones» que Lodge se había estado tomando en los últimos tiempos. Los desdichados padres habían deseado permanecer en la sombra; y por eso habían ido ellos mismos, con un carro que estaba esperando fuera– para transportarlo y una sábana para cubrirlo, a recoger el cuerpo. El caso de Gertrude era tan grave que se estimó aconsejable que la viera el médico más cercano. La llevaron desde la cárcel al pueblo; pero nunca llegó a su casa con vida. Su delicada vitalidad, desgastada tal vez por el brazo paralizado, se desplomó bajo la doble impresión que siguió al tremendo esfuerzo, físico y mental, a que se había sometido durante las veinticuatro horas previas.

Su sangre, en efecto, había sido «transformada»... demasiado. Su muerte tuvo lugar en el pueblo tres días después. Su marido no volvió a ser visto en Casterbridge; sólo una vez en la vieja plaza del mercado de Anglebury, que tanto había frecuentado, y muy rara vez en público. Cargado al principio con el peso de la tristeza y el remordimiento, al cabo de cierto tiempo cambió para bien, y reapareció como un hombre redimido y considerado. Poco después de asistir al funeral de su pobre y joven esposa dio los pasos necesarios para deshacerse de las granjas de Holmstoke y del distrito colindante, y, habiendo vendido todas las cabezas de ganado, se marchó a Port-Bredy, en el otro extremo del condado, y vivió allí, en unos retirados aposentos, hasta su muerte, que acaeció dos años más tarde como consecuencia de una tisis que no fue dolorosa. Fue entonces cuando se descubrió que había legado la totalidad de sus considerables propiedades a un reformatorio de menores, que a su vez quedaba obligado a pasar una pequeña cantidad anual a Rhoda Brook, si se podía dar con ella para entregársela.

No se pudo dar con ella durante algún tiempo; pero finalmente reapareció en su antiguo distrito... negándose, sin embargo, a tener nada que ver en absoluto con el legado que se le había hecho.

Volvió a su monótono trabajo de ordeñadora en la vaquería y continuó ejerciéndolo durante muchos y largos años, hasta que su figura se hizo encorvada y su cabello, una vez negro y abundante, se le puso blanco y se le empezó a caer por encima de la frente... tal vez por haber tenido ésta apretada contra las vacas durante mucho tiempo. Aquí, a veces, los que sabían de sus experiencias se detenían a observarla y se preguntaban qué sombríos pensamientos estarían latiendo detrás de aquella frente arrugada e impasible, al ritmo de los intermitentes chorros de leche".

Thomas Hardy

martes, 27 de octubre de 2015

"La Tumba de sus Ancestros"

"Algunas personas le dirán que si sólo quedara una hogaza de pan en toda India ésta se dividiría a partes iguales entre los Plowden, los Trevor, los Beadon y los Rivett-Carnac. Eso es sólo una manera de decir que algunas familias han servido en India generación tras generación de la misma manera que los delfines van en fila uno tras otro a través del mar abierto. Veamos un caso pequeño y oscuro. Ha habido por lo menos un representante de los Chinn de Devonshire en Central India o cerca de ella desde los tiempos del teniente artificiero Humphrey Chinn, del Regimiento Europeo de Bombay, que ayudó a la toma de Seringapatam en 1799. Alfred Ellis Chinn, el hermano menor de Humphrey, mandó un regimiento de granaderos de Bombay entre 1804 y 1813, lo que le permitió contemplar algunos buenos combates; y en 1834 aparece John Chinn, de la misma familia, al que llamaremos John Chinn el Primero, como sagaz administrador de un lugar llamado Mundesur durante una época turbulenta. Murió joven, pero dejó su impronta en el nuevo país, y la Honorable Junta de Directores de la Honorable East India Company resumió sus virtudes en una majestuosa resolución por la que se hacía cargo de los gastos de su tumba en las colinas de Satpura.

Fue sucedido por su hijo, Lionel Chinn, que abandonó el pequeño y viejo hogar de Devonshire a tiempo para ser gravemente herido en el Motín. Trabajó toda su vida a menos de ciento cincuenta millas de la tumba de John Chinn, y llegó a ocupar el mando de un regimiento de salvajes y pequeños hombres de las colinas que en su mayor parte habían conocido a su padre. Su hijo John nació en el pequeño acantona¬miento de casas de techo de albarda y paredes de barro que sigue existiendo a ochenta millas del ferrocarril más cercano en el corazón de una zona olvidada y feroz. El coronel Lionel Chinn sirvió treinta años y se retiró. En el Canal su vapor se cruzó con un barco de transporte de tropas con destino a puerto extranjero que llevaba a su hijo a Oriente, para cumplir con sus deberes familiares. Los Chinn son más afortunados que la mayoría de la gente porque saben con exactitud qué es lo que deben hacer. Un Chinn listo aprueba los exámenes del Servicio Civil de Bombay y es destinado a Central India, donde todo el mundo está encantado de verle. Un Chinn torpe entra en el Departamento de Policía o en el de Bosques, y antes o después aparece también en Central India, y eso es lo que da lugar al refrán: «Central India está habitado por los bhili , los mair y los Chinn, todos muy semejantes». La raza es de huesos pequeños, oscura y silenciosa, y hasta los más tontos de ellos saben aprovechar las oportunidades. John Chinn el Segundo era bastante listo, pero como primogénito entró en el ejército según la tradición de los Chinn. Su deber le obligaba a entrar en el regimiento de su padre, durante su vida natural, aunque el cuerpo fuera tal que la mayoría de los hombres habrían pagado mucho para evitarlo. Eran irregulares, pequeños, oscuros y negruzcos, vestidos de verde oscuro con guarniciones de cuero negro; los amigos les llaman los «wuddar», por una raza de pueblos de casta baja que caza ratones para comer. Pero a los wuddar eso no les importaba. Eran los únicos wuddar, y su orgullo se basaba en lo siguiente:

En primer lugar, tenían menos oficiales ingleses que cualquier otro regimiento nativo. En segundo lugar, los oficiales subalternos no iban montados en los desfiles, como es la norma general, sino que desfilaban a pie a la cabeza de sus hombres. Un hombre que pudiera mantenerse al paso de los wuddar cuando avanzaban con rapidez tenía que estar sano de aliento y de miembros. En tercer lugar, eran los más pukka shikarries (los más redomados cazadores) de toda India. En cuarto lugar, eran ciento por ciento wuddar: los reclutas bhili irregulares de Chinn de los viejos tiempos, y ahora, desde entonces y para siempre, los wuddar. Ningún inglés entraba en ese revoltijo salvo por amor o costumbre familiar. Los oficiales les hablaban a los soldados en una lengua que no entendían ni doscientos hombres blancos en toda India; y los hombres eran sus hijos, todos reclutados de entre los bhili, posiblemente la más extraña de las numerosas razas extrañas de India. Eran y siguen siendo en su corazón hombres salvajes, furtivos, reservados y llenos de innumerables supersticiones. Las razas a las que consideramos nativos del país encontraron a los bhili como dueños de la tierra cuando hace miles de años entraron en esa parte del mundo. Los libros dicen que son prearios, aborígenes, dravidianos, etcétera; y, aunque dicho con otras palabras, así es como los bhili se llaman a sí mismos. Cuando un jefe rajput, cuyos bardos pueden cantar su pedigrí hasta mil doscientos años atrás, asciende al trono, su investidura no se considera completa hasta que se le ha marcado la frente con sangre de las venas de un bhili. Los rajput dicen que la ceremonia no tiene significado, pero los bhili saben que es la última sombra de sus antiguos derechos como los más antiguos dueños de la tierra.

Siglos de opresión y masacres convirtieron a los bhili en ladrones y cuatreros crueles y medio locos, y cuando llegaron los ingleses parecían tan abiertos a la civilización como los tigres de sus selvas. Pero John Chinn el Primero, padre de Lionel, abuelo de nuestro John, fue a su país, vivió con ellos, aprendió su lengua, mató al ciervo que se comía sus escasos cultivos y se ganó su confianza, de forma que algunos bhili aprendieron a arar y sembrar, mientras otros se sintieron tentados a entrar al servicio de la Compañía para vigilar y administrar a sus amigos. Cuando entendieron que alinearse no significaba que fueran a ser ejecutados al instante, aceptaron la vida militar como un tipo de deporte molesto pero divertido, y se sintieron entusiasmados con la tarea de mantener bajo control a los bhili salvajes. Ahí radicaba el peligro de la situación. John Chinn el Primero les hizo por escrito la promesa de que si se portaban bien a partir de cierta fecha el Gobierno perdonaría ofensas previas; y como se desconocía que John Chinn hubiera roto alguna vez su palabra -en una ocasión prometió ahorcar a un bhili al que se consideraba invulnerable, y lo hizo delante de su tribu por siete asesinatos demostrados-, los bhili se acomodaron lo mejor que pudieron. Fue un trabajo lento e imperceptible, del tipo que se está haciendo hoy en toda India; y aunque la única recompensa de John Chinn se produjo, tal como ya he dicho, en la forma de una tumba a expensas del Gobierno, el pequeño pueblo de las colinas no se olvidó jamás de él.

El coronel Lionel Chinn también les conocía y amaba, y estaban bastante civilizados, para ser bhili, antes de que terminara su servicio. Muchos de ellos apenas podían distinguirse de los campesinos hindúes de casta baja; pero en el sur, donde fue enterrado John Chinn el Primero, los más salvajes seguían aferrados a las cordilleras de Satpura sosteniendo la leyenda de que algún día regresaría Jan Chinn, tal como ellos le llamaban. Entretanto, desconfiaban del hombre blanco y sus costumbres. La menor conmoción les hacía huir para dedicarse al saqueo, y de vez en cuando a la matanza; pero si se les trataba con discreción, se arrepentían como niños y prometían no volver a hacerlo. Los bhili del regimiento, los hombres uniformados, eran virtuosos en muchos aspectos, pero necesitaban que se les complaciera. Se sentían nostálgicos y aburridos a menos que persiguieran tigres como batidores; y su osadía y sangre fría -los wuddar siempre mataban los tigres a pie, era su señal de casta- maravillaba incluso a los oficiales. Perseguían a un tigre herido con la misma despreocupación que si se tratara de un gorrión con un ala rota; y lo hacían en un país lleno de cuevas, grietas y fosos, donde un animal salvaje podía tener a su merced a una docena de hombres. De vez en cuando, algún hombrecillo era conducido de regreso al cuartel con la cabeza aplastada o las costillas desgarradas; pero sus compañeros no aprendían nunca a ser cautelosos: se contentaban con liquidar al tigre. El joven John Chinn fue traspasado a la terraza del solitario comedor del rancho de los wuddar desde el asiento trasero de un carro de dos ruedas, con las cartucheras cayéndole en cascada a su alrededor. El delgado y pequeño muchacho, de nariz ganchuda, parecía tan desamparado como una cabra extraviada cuando se quitó el polvo blanco de las rodillas y el carro traqueteó por el brillante camino. Pero en su corazón se sentía contento. Al fin y al cabo, aquél era el lugar en donde había nacido, y las cosas no habían cambiado mucho desde que fue enviado a Inglaterra, de niño, de eso hacía ya quince años.

Había algunos edificios nuevos, pero el aire, el olor y el brillo del sol seguían siendo los mismos; y los pequeños hombres vestidos de verde que cruzaban la plaza de armas le parecían muy familiares. Tres semanas antes, John Chinn habría dicho que no recordaba una sola palabra de la lengua bhili, pero en la puerta del comedor se dio cuenta de que sus labios se movían formando frases que no entendía: trozos de antiguas canciones infantiles, y finales de órdenes como las que su padre solía dar a los hombres. El coronel le vio subir los escalones y se echó a reír.

-¡Fíjate! -le dijo el comandante-. No es necesario preguntar cuál es la familia del joven. Es un pukka Chinn. Podría ser otra vez su padre en los cincuenta.
-Esperemos que sepa disparar, con toda la quincalla que trae encima -contestó el comandante.
-No sería un Chinn si no supiera. Mira cómo se suena la nariz. Un pico Chinn de reglamento. Sacude el pañuelo como su padre. Es la segunda edición: línea por línea.
-¡Como en un cuento de hadas, por Júpiter! -exclamó el comandante mirando por entre las tablillas de la persiana-. Si es el heredero legal, él... pero el viejo Chinn no podría pasar junto a ese pollo sin juguetear con él ...
-¡Su hijo! -dijo el Coronel poniéndose en pie de un salto.
-¡Bueno, que me aspen! -exclamó el comandante.

La mirada del muchacho se fijó en una cortina de juncos partidos que colgaba sobre un lodazal entre las columnas de la galería y mecánicamente tiró del borde para ponerlo a nivel. El viejo Chinn había jurado tres veces al día ante esa pantalla durante muchos años; nunca podía enderezarla a su entera satisfacción. Su hijo entró en la antesala en medio de un silencio quíntuple. Le dieron la bienvenida en el nombre de su padre, y después en su propio nombre tras haber hecho inventario de él. Se parecía ridículamente al retrato del coronel que colgaba de la pared, y tras quitarse un poco el polvo de la garganta, con una copa, se dirigió a su alojamiento con el típico paso corto y silencioso de la selva que utilizaba su padre.

-Una herencia excesiva-dijo el comandante-. Eso viene de tres generaciones entre los bhili.
-Y los hombres lo saben -añadió un oficial-. Han estado esperando a este joven con las lenguas fuera. Estoy convencido de que a menos que les golpee en la cabeza se le entregarán compañías enteras y le venerarán.
-No hay nada como tener un padre que haya ido por delante -añadió el comandante-. Entre los míos soy un recién llegado: sólo llevo veinte años en el regimiento y mi reverenciado padre era un simple hacendado. Ésa no es manera de llegar al fondo de la mente de un bhili. Pero ¿por qué el porteador que se trajo con él el joven Chinn huye por el campo con su hatillo?
Se asomó a la galería y lanzó un grito a aquel hombre, un típico criado de un mando subalterno recién alistado que habla inglés y engaña a su amo.
-¿Qué sucede? -le preguntó.
-Muchos malos hombres aquí. Me voy, señor-fue la respuesta-. Me han quitado las llaves del Sahib, y dicho que dispararán.
-Poco claro, pero convincente. ¡Cómo se van estos ladrones del norte! Alguien le ha dado un susto mortal -añadió el comandante dirigiéndose presurosamente a sus habitaciones para vestirse para la cena.

El joven Chinn, caminando como un hombre que estuviera dormido, se había dado una vuelta completa por todo el acantonamiento antes de dirigirse a su pequeña casa. El alojamiento del capitán, en donde él había nacido, le retrasó un poco; después contempló el pozo del patio de armas, donde había estado sentado muchas tardes con su cuidadora, y la iglesia de tres por cuatro metros y medio, donde los oficiales acudían al servicio si acertaba a pasar por allí un capellán de cualquier credo oficial. Le pareció muy pequeño en comparación con el gigantesco edificio que él solía quedarse mirando hacia arriba, pero era el mismo lugar. De vez en cuando pasaba un grupo de soldados silenciosos que le saludaban. Podían ser los mismos hombres que le habían llevado en su espalda cuando él iba vestido con sus primeros calzones cortos. Una débil luz iluminaba su habitación, y al entrar unas manos se agarraron a sus pies y una voz le habló desde el suelo.

-¿Quién es? -preguntó el joven Chinn sin darse cuenta de si estaba hablando en la lengua bhili.
-Sahib, le llevé en mis brazos cuando yo era un hombre fuerte y usted un pequeño que lloraba, lloraba y lloraba. Soy su criado, como lo fui antes de su padre. Todos somos sus criados.
El joven Chinn no se aventuró a responder, por lo que la voz siguió hablando:
-Le he quitado las llaves a ese extranjero gordo y le he despedido; y los gemelos están puestos en la camisa de la cena. ¿Quién iba a saberlo, de no ser yo? Así que el bebé se ha convertido en un hombre y se ha olvidado de su niñero; pues mi sobrino será un buen criado o le azotaré dos veces al día.

Se levantó entonces, rechinando y tan recto como una flecha bhili, un hombrecillo simiesco, reseco y de cabellos blancos, con medallas y órdenes en su túnica, tartamudeando, saludando y temblando. Tras él, un bhili joven y fuerte, de uniforme, sacaba las hormas de las botas de la cena de Chinn. Chinn tenía los ojos llenos de lágrimas. El anciano le entregó las llaves.

-Los extranjeros son mala gente. No regresará. Todos somos criados del hijo de su padre. ¿Se ha olvidado el Sahib de quién le llevó a ver el tigre atrapado en la aldea de más allá del río, cuando su madre estaba asustada pero él era tan valiente?
La escena regresó a Chinn como en destellos de una enorme linterna mágica:
-¡Bukta! -gritó, e inmediatamente después añadió-: Me prometiste que nada me haría daño. ¿Eres Bukta?
Aquel hombre se encontraba a sus pies por segunda vez:
-Él no ha olvidado. Recuerda a su pueblo como lo recordaba su padre. Ahora ya puedo morir. Pero antes viviré y le enseñaré al Sahib cómo matar tigres. Ése de ahí es mi sobrino. Si no es un buen criado, azótele y envíemelo, que seguramente yo le mataré, pues ahora el Sahib está con su propio pueblo. ¡Ay, Jan baba! ¡Jan baba! ¡Mi Jan baba! Me quedaré aquí para ver que éste hace bien su trabajo. Quítale las botas, estúpido. Siéntese en la cama, Sahib, y déjeme mirar. ¡Es Jan baba!

Adelantó la empuñadura de su espada como signo de servicio, honor que se presta sólo a virreyes, gobernadores, generales o a los niños pequeños a los que uno ama tiernamente. Mecánicamente, Chinn tocó la empuñadura con tres dedos, murmurando ni él sabía qué. Resultó ser la antigua respuesta de su niñez, cuando Bukta, en broma, le llamaba pequeño general Sahib.
El alojamiento del comandante estaba enfrente del de Chinn, y cuando oyó a su criado hablar entrecortadamente por la sorpresa, miró al otro lado de la habitación. Entonces el comandante se sentó en la cama y silbó; pues resultaba excesivo para sus nervios el espectáculo del más alto oficial nativo comisionado del regimiento, un bhili «puro», un Compañero de la Orden de la India Británica, con treinta y cinco años de servicio inmaculado en el ejército, y una graduación entre su propio pueblo superior a la de muchos nobles bengalíes, haciendo de criado para el oficial subalterno que acababa de incorporarse en último lugar. Las cornetas guturales tocaron llamando a la cena unas notas que tienen detrás una larga leyenda. Primero unas cuantas notas penetrantes, semejantes a los gritos de los batidores desde un refugio lejano, y luego, amplio, lleno y suave, el refrán de la canción salvaje: «¡Y oh, y oh, la legumbre verde de Mundore... Mundore!»

-Todos los niños pequeños estaban en la cama cuando el Sahib escuchaba ese último toque -dijo Bukta dándole a Chinn un pañuelo limpio. La llamada le traía recuerdos de su pequeña cama bajo la red contra los mosquitos, el beso de su madre y el sonido de los pasos que se iba haciendo más débil mientras él se quedaba dormido entre sus hombres. Se prendió el cuello de color oscuro de su nuevo traje para la cena y acudió a cenar como un príncipe que acabara de heredar la corona de su padre.

El viejo Bukta se quedó contoneándose y retorciéndose los bigotes. Conocía su propio valor y ningún dinero ni grado que pudiera concederle el Gobierno le habría inducido a poner los gemelos en las camisas del joven oficial, o a entregarle corbatas limpias. Sin embargo, cuando aquella noche se quitó el uniforme y se acuclilló entre sus compañeros para fumar tranquilamente, les contó lo que había hecho y ellos le dijeron que estaba muy bien. Después Bukta propuso una teoría que a un hombre blanco le habría parecido locura absoluta; pero los susurrantes hombrecillos de la guerra, de cabeza plana, la consideraron desde todos los puntos de vista y pensaron que podía haber mucha razón en ella. En la cena, bajo las lámparas de aceite, la conversación recayó como de costumbre en el tema infalible del shikar; la caza mayor de todo tipo y bajo toda suerte de condiciones. El joven Chinn se quedó con los ojos bien abiertos cuando comprendió que todos sus compañeros habían matado varios tigres al estilo wuddar, es decir, a pie, alardeando de aquello como si se hubiera tratado de un perro.

-En nueve casos de cada diez un tigre es casi tan peligroso como un puercoespín -comentó el coman¬dante-. Pero con el décimo es mejor volverse a casa enseguida.

Con eso se puso fin a la conversación y mucho antes de la medianoche el cerebro de Chinn era un torbellino de historias de tigres: devoradores de hombres y de ganado dedicados cada uno a sus propios asuntos tan metódicamente como los funcionarios de una oficina; tigres nuevos que acababan de llegar a tal o cual distrito; animales antiguos y amigables de gran astucia, conocidos en la mesa por apodos, como «Puggy», que era perezoso, de enormes garras, y «la señorita Malaprop», que aparecía cuando no la esperabas y emitía ruidos femeninos. Después hablaron de las supersticiones de los bhili, un campo amplio y pintoresco, hasta que el joven Chinn empezó a sospechar que debían de estar tomándole el pelo.

-Quizás no seamos muy fieles a los hechos -dijo un oficial sentado a su izquierda-. Lo sabemos todo sobre ti. Eres un Chinn y todo eso, y tienes tus derechos aquí; pero si no crees lo que te estamos diciendo, ¿qué harás cuando el viejo Bukta empiece con sus historias? Conoce relatos sobre tigres fantasmas, y tigres que se han ido al infierno porque han querido; tigres que caminan sobre las patas traseras y también el tigre de montar de tu abuelo. Es extraño que todavía no te haya hablado de eso.
-Sabes que tienes un antepasado enterrado en el camino de Satpura, ¿no? -preguntó el comandante, ante lo que Chinn sonrió con vacilación.
-Claro que sí -contestó Chinn, que se sabía de memoria la crónica del libro de los Chinn. Era un libro antiguo y desgastado que se conservaba en la mesa china lacada de detrás del piano en la casa de Devonshire, y a los niños se les permitía verlo los domingos.
-Bueno, no estoy muy seguro. Tu reverenciado antepasado, según los bhili, tenía un tigre de su propiedad: un tigre con silla de montar sobre el que cabalgaba por el país siempre que le apetecía. No diría que eso sea muy apropiado para el fantasma de un ex recaudador; pero eso es lo que creen los bhili del sur. Incluso a nuestros hombres, de los que podríamos decir que son moderadamente fríos, no les gusta batir esa zona del país si han oído que Jan Chinn corre por ahí sobre su tigre. Se supone que es un animal manchado: no a rayas, sino emborronado, como un gato de concha de tortuga. Es muy salvaje, y signo seguro de guerra, peste o... o algo. Es una agradable leyenda familiar para ti.
-¿Y cuál supone que es su origen? -preguntó Chinn.
-Pregunta a los bhili de Satpura. El viejo Jan Chinn era un poderoso cazador antes del Señor. Quizá fuera la venganza del tigre, o quizá los siga cazando todavía. Uno de estos días puedes ir a su tumba y preguntar. Probablemente Bukta te ayudará en eso. Antes de que tú vinieras tenía miedo de que se diera la mala suerte de que hubieras capturado ya tu tigre. Si no es así, te tomará bajo su protección. Evidentemente, de entre todos los hombres para ti es algo imperativo. Tendrás unos momentos de primera categoría con Bukta.

El comandante no estaba equivocado. Bukta vigilaba ansiosamente al joven Chinn mientras éste hacía la instrucción, y fue notable que la primera vez que el nuevo oficial levantó su voz para dar una orden toda la fila se estremeció. Incluso el coronel retrocedió sorprendido, pues podría haberse tratado de Lionel Chinn recién regresado de Devonshire con una vida nueva. Bukta había seguido desarrollando su peculiar teoría entre sus amigos, que era aceptada como dogma de fe entre las tropas, pues la confirmaba cada palabra y cada gesto del joven Chinn. Muy pronto el anciano dispuso que su pupilo tenía que poner fin al reproche de no haber matado un tigre; pero no se contentaba con ocuparse del primero que acertara a pasar. Era él quien dispensaba la justicia alta, baja y media en las aldeas, y cuando los hombres de su pueblo, desnudos y agitados, venían a él para hablarle de un animal marcado, les ordenaba enviar espías a los lugares de abrevadero y matanza, para asegurarse de que la presa fuera conveniente para la dignidad de un hombre semejante. En tres o cuatro ocasiones, los temerarios rastreadores regresaron diciendo que el animal estaba sarnoso, o era de escaso tamaño, o era una tigresa fatigada por sus cachorros o un macho viejo de dientes rotos, por lo que Bukta tenía que refrenar la impaciencia del joven Chinn. Finalmente localizaron un animal noble: un devorador de ganado de diez pies con una imponente piel suelta a lo largo del estómago, de pellejo brillante y crespo por el cuello, grandes bigotes, alegre y joven. Decían que había destrozado a un hombre por pura diversión.

-Dejadle que se alimente -dijo Bukta, y los aldeanos, obedientemente, le llevaron vacas para divertirle, y para que pudiera descansar en aquella zona.
Príncipes y potentados habían ido en barco a India gastando mucho dinero sólo para ver animales la mitad de hermosos que aquél de Bukta.
-No es bueno -le dijo al coronel al pedirle permiso para ir de caza-, que el hijo de mi coronel, que podría ser... que el hijo de mi coronel perdiera su virginidad con un pequeño animal de la selva. Eso ya podrá hacerlo después. He esperado mucho para encontrar un tigre así. Viene del país de Mair. Dentro de siete días regresaremos con la piel.

Los que estaban a la mesa rechinaron los dientes por la envidia. Si Bukta hubiera querido, les podría haber invitado a todos. Pero se fue a solas con Chinn, a dos días de viaje en un carro de caza y un día a pie, hasta llegar a un valle rocoso y deslumbrante que tenía una laguna con agua muy buena. Hacía un día abrasador, y como era natural el muchacho se desnudó y fue a darse un baño, dejando a Bukta con la ropa. Una piel blanca resalta mucho sobre el telón de fondo de la selva, y lo que Bukta contempló en la espalda y el hombro derecho de Chinn le hizo adelantarse hacia él, paso a paso, con la mirada fija.

«Había olvidado que no es decoroso desnudarse delante de un hombre de su posición», pensó Chinn ocultándose en el agua. «¡Cómo mira el pequeño diablo!»
-¿Qué sucede, Bukta?
-¡La señal! -respondió el anciano con un susurro¬.- No es nada. Ya sabe lo que pasa con mi pueblo.
Chinn se sentía molesto. La marca de nacimiento de un color rojo apagado, algo parecido a una nube de crema tártara convencional, se le había olvidado, pues en otro caso no se habría bañado. En su casa decían que se producía en generaciones alternas, y que curiosamente aparecía ocho o nueve años después del nacimiento, y salvo por el hecho de que formaba parte de la herencia Chinn, no se consideraba hermosa. Fue corriendo hasta la orilla, se vistió de nuevo y siguieron andando hasta encontrarse con dos o tres bhili que inmediatamente se arrojaron al suelo hundiendo en él el rostro.
-Mi pueblo -gruñó Bukta sin condescender a fijarse en ellos-. Y por tanto su pueblo, Sahib. Cuando yo era joven éramos menos, pero no tan débiles. Ahora somos muchos, pero de peor raza. Por lo que soy capaz de recordar. ¿Cómo lo matará, Sahib? ¿Desde un árbol, desde un abrigo que construya mi pueblo, de día o de noche?
A pie y de día-contestó el joven Chinn.
-He oído que ésa era su costumbre -dijo Bukta para sí mismo-. Tendré noticias de él. Y entonces Sahib y yo iremos a buscarle. Yo llevaré una escopeta y Sahib tendrá la suya. No necesitamos más. ¿Qué tigre va a resistirse ante Sahib?

Había sido localizado junto a una pequeña poza de agua en la cabecera de un barranco, saciado y medio dormido bajo el sol de mayo. Se acercaron a él como si se tratara de una perdiz, y se dio la vuelta para luchar por su vida. Bukta no hizo movimiento alguno para levantar el rifle, y mantuvo la vista fija en Chinn, quien se enfrentó al rugido estruendoso de la carga con un solo disparo -mientras contemplaba el ataque le dio la impresión de que habían transcurrido horas que le desgarró la garganta, golpeándole el espinazo por debajo del cuello y entre los hombros. El animal se encogió, se ahogó y cayó, y antes de que Chinn pudiera darse cuenta plenamente de lo que había sucedido, Bukta le ordenó que se quedara quieto todavía, mientras él recorría la distancia entre sus pies y las mandíbulas resonantes.

-Quince pasos, y de los cortos -dijo Bukta-. No es necesario un segundo disparo, Sahib. Sangra limpiamente tal como está y no estropearemos la piel. Les había dicho a ésos que no les necesitaríamos, pero vinieron... por si acaso.

De pronto las pendientes del barranco se llenaron de cabezas de hombres del pueblo de Bukta: una fuerza que podría haber atacado los costados del animal si el tiro de Chinn hubiera fallado; pero sus rifles estaban ocultos, y aparecieron como batidores interesados, unos cinco o seis, aguardando la orden de despellejarlo. Bukta observó cómo desaparecía la vida de aquellos ojos salvajes, levantó una mano y se dio la vuelta sobre sus talones.
-No es necesario mostrar que nos preocupamos -dijo-. Pero después de esto podremos matar lo que queramos. Extienda la mano, Sahib.
Chinn obedeció. Estaba totalmente estabilizada, y Bukta asintió:
-Ésa era también su costumbre. Mis hombres lo desollarán rápidamente. Llevarán la piel al acantona¬miento. ¿Querrá el Sahib venir a mi pobre aldea para pasar la noche, y olvidarse quizá de que soy su oficial?
-Pero esos hombres... los batidores. Han trabajado mucho y quizá...
-Ah, si le quitan la piel con torpeza los despellejaremos a ellos. Ellos son mi pueblo. En el ejército soy una cosa. Aquí soy otra.

Aquello era muy cierto. Cuando Bukta se quitó el uniforme y volvió a ponerse el vestido fragmentario de su pueblo, dejó su civilización en el otro mundo. Aquella noche, tras charlar un poco de sus temas favoritos, se entregó a una orgía; y una orgía bhili no es algo de lo que pueda escribirse con seguridad. Chinn, engreído por su triunfo, se metió en ella, aunque se le quedó oculto el significado de los misterios. Gentes salvajes venían y le llenaban las rodillas de ofrendas. Pasó su botella a los ancianos de la aldea. Éstos fueron muy elocuentes y le pusieron guirnaldas de flores. Le dieron regalos y préstamos, no todos decentes, se escuchaba una música infernal y enloquecedora alrededor de los fuegos, mientras los cantantes entonaban canciones de tiempos antiguos y bailaban danzas peculiares. Los licores aborígenes son muy fuertes y Chinn fue obligado a probarlos a menudo, pero a menos que estuvieran cargados de droga, ¿cómo es que se quedó dormido de pronto y despertó al siguiente día, a mitad de camino desde la aldea?

-El Sahib estaba muy cansado. Poco antes de amanecer se durmió -explicó Bukta-. Los míos le han traído hasta aquí y es la hora de que regresemos al acantonamiento.
La voz suave y deferente, el paso uniforme y silencioso, hacían que pareciera difícil creer que sólo unas horas antes Bukta hubiera estado gritando y dando ca¬briolas con los diablos desnudos de los matorrales.
-Mi pueblo quedó muy complacido de ver al Sahib. Nunca le olvidarán. La próxima vez que el Sahib venga a reclutar hombres, le darán todos los hombres que necesitemos.

Chinn guardó en secreto todo aquello, salvo la cacería del tigre, que Bukta adornó con una lengua desvergonzada. La piel era ciertamente una de las más hermosas que habían colgado nunca en el comedor, y sería la primera de otras muchas. Cuando Bukta no podía acompañar a su muchacho en las cacerías, procuraba ponerle en buenas manos, y Chinn aprendió más acerca de la mente y los deseos de los bhili salvajes en sus marchas y acampadas, en las conversaciones du¬rante el crepúsculo o en la orilla de las lagunas, de lo que podría haber aprendido en toda su vida un hombre sin instrucción. Los hombres del regimiento se fueron atreviendo a hablarle de sus parientes, casi todos ellos en problemas, y a exponerle casos de costumbres tribales. Sentándose en cuclillas en la galería, al crepúsculo, le decían con el estilo sencillo y confidencial de los wuddar que tal soltero se había escapado con tal esposa de una aldea lejana. ¿Cuántas vacas consideraría Chinn Sahib que serían una multa justa? O si llegaba una orden escrita del Gobierno diciendo que un bhili tenía que presentarse en una ciudad amurallada de las llanuras para prestar testimonio en un tribunal, ¿sería prudente no tener en consideración esa orden? Por otra parte, si la obedecía, ¿regresaría vivo el temerario viajero?

-¿Pero qué tengo yo que ver con esas cosas? -le preguntaba Chinn a Bukta con impaciencia-. Soy un soldado, no conozco la ley.
-¡Ja! La ley es para los estúpidos y los blancos. De¬les una orden grande y fuerte y vivirán por ella. Para ellos, el Sahib es la ley.
-Pero ¿por qué?
El semblante de Bukta perdió toda expresión. Posiblemente fue la primera vez que se le ocurrió esa idea:
-¿Cómo puedo saberlo? -contestó-. Quizá sea por el nombre. A un bhili no le gustan las cosas des¬conocidas. Deles órdenes, Sahib, dos, tres o cuatro palabras cada vez, para que puedan recordarlas. Con eso bastará.

Y Chinn les dio órdenes, con valentía, sin tomar conciencia de que una palabra pronunciada con precipitación en la mesa del comedor se convertía en la ley fija e inapelable de las aldeas que estaban más allá de las montañas humeantes: que en realidad no era menos que la ley de Jan Chinn el Primero, quien según la leyenda extendida había regresado a la tierra para vigilar a la tercera generación dentro del cuerpo y la piel de su nieto. No podía existir la menor duda a este respecto. Todos los bhili sabían que la reencarnación de Jan Chinn había honrado el pueblo de Bukta con su presencia después de matar su primer tigre -en esta vida-; que había comido y bebido con el pueblo, tal como él solía hacer; y Bukta debió poner mucha droga en el licor de Chinn, pues todos los hombres habían visto en su espalda y hombro derecho la colérica y rojiza nube volante que los dioses supremos habían puesto en la carne de Jan Chinn el Primero cuando llegó junto a los bhili. Por lo que respecta al estúpido mundo blanco, que carece de ojos, era un joven y delgado oficial de los wuddar, pero su pueblo sabía que era Jan Chinn, el que había convertido al bhili en un hombre; y como lo creían, se apresuraban a transmitir sus palabras cuidando de no alterarlas en el camino. Lo mismo que el salvaje y el niño que juega solitario, a quienes les horroriza que se rían de ellos o los cuestionen, el pueblo pequeño guardaba para sí sus convicciones; y el coronel, que creía conocer a su regimiento, jamás sospechó que todos y cada uno de los seiscientos hombres de pie rápido y ojos pequeños y brillantes que estaban en posición de atención junto a su rifle creían serena e inequívocamente que el subalterno que estaba al lado izquierdo de la fila era un semidiós que había nacido dos veces: era la deidad tutelar de su tierra y su pueblo. Los propios dioses de la tierra habían puesto la marca de la reencarnación: ¿y quién se atrevía a dudar de la maniobra de los dioses de la tierra?

Chinn, que por encima de todo era práctico, vio que su apellido le era muy útil en las filas y en el campamento. Sus hombres no le daban ningún problema -nadie comete faltas militares cuando es un dios el que se sienta en la silla de justicia-, y estaba seguro de contar con los mejores batidores de la región siempre que los necesitaba. Ellos creían estar cubiertos por la protección de Jan Chinn el Primero y en esa creencia eran audaces más allá de los más osados de los bhili. Su alojamiento empezaba a parecerse a un museo de historia natural de un aficionado, a pesar de las cabezas, cuernos y cráneos que había enviado a su casa de Devonshire. El pueblo aprendió de manera muy humana cuál era el lado débil de su dios. Era ciertamente insobornable, pero le encantaban las pieles de pájaros, las mariposas, los escarabajos y, por encima de todo, las noticias de una caza importante. En otros aspectos, vivía según la tradición Chinn. Jamás tenía malaria. Una noche entera sentado sobre una cabra enjaezada en un valle húmedo, que habría producido al comandante un mes entero de malaria, no producía efecto alguno en él. Tal como se decía, «había sido inmunizado antes de nacer». En el otoño de su segundo año de servicio surgió un rumor inquieto que se extendió entre los bhili. Chinn no supo nada de él hasta que un oficial de su misma graduación se lo dijo en la mesa del comedor:

-Tu reverenciado antepasado de la región de Satpura está inquieto. Convendría que lo vigilaras.
-No quisiera ser irrespetuoso, pero estoy un poco harto de mi reverenciado antepasado. Bukta no habla de otra cosa. ¿Qué es lo que está haciendo ahora el anciano?
-Recorriendo el país bajo la luz de la luna a lomos de su tigre procesional. Eso es lo que se dice. Ya lo han visto unos dos mil bhili, brincando por las cumbres del Satpura y asustando mortalmente a la gente. Ellos lo creen devotamente, y todos los tipos de Satpura le veneran en su santuario, quería decir tumba, como buenos fieles. Realmente tendrías que ir allí. Debe de resultar extraño ver que tratan a tu abuelo como a un dios.
-¿Qué te hace pensar que hay la menor verdad en esa historia? -preguntó Chinn.
-El hecho de que todos nuestros hombres lo nieguen. Dicen que nunca han oído hablar del tigre de Chinn. Y eso es una mentira manifiesta, porque todos los bhili han oído hablar de ello.
-Pero hay una cosa que pasa por alto -intervino pensativamente el coronel-. Cuando un dios local reaparece en la tierra es siempre una excusa para problemas de uno u otro tipo; y los bhili de Satpura siguen siendo tan salvajes como los dejó su abuelo, joven. Eso significa algo.
-¿Que pueden tomar el camino de la guerra? -preguntó Chinn.
-No sabría decirlo... todavía. Pero no me sorprendería bastante.
-A mí no me han dicho ni una sílaba.
-Eso refuerza las pruebas. Están ocultando algo.
-Bukta me lo dice siempre todo, como norma general. ¿Por qué no me iba a hablar de eso?
Aquella misma noche, Chinn se lo preguntó directamente al anciano, y la respuesta le sorprendió.
-¿Por qué iba a hablar de lo que es bien sabido? Sí, el tigre nublado está en la región de Satpura.
-¿Y qué piensan los bhili salvajes que significa eso?
-No lo saben. Aguardan. ¿Qué hay que hacer, Sahib? Diga una sola palabra y estaremos contentos.
-¿Nosotros? ¿Qué tienen que ver las historias del sur, donde viven los bhili de la selva, con los hombres de uniforme?
-Cuando Jan Chinn despierta no es momento para que ningún bhili esté quieto.
-Pero no ha despertado, Bukta.
-Sahib -le dijo el anciano con sus ojos llenos de tierno reproche-: si él no desea ser visto, ¿por qué va a salir bajo la luz de la luna? Sabemos que está despierto, pero no lo que él desea. ¿Es un signo para todos los bhili o solamente interesa a las gentes de Satpura? Sahib, diga una sola palabra que pueda transmitir a los soldados y enviar a nuestros pueblos. ¿Por qué ha salido a cabalgar Jan Chinn? ¿Quién ha hecho una mala acción? ¿Es la peste? ¿Es la fiebre maligna? ¿Morirán nuestros hijos? ¿Es una espada? Recuerde, Sahib, que somos su pueblo y sus siervos, y en esta vida le he llevado en mis brazos... sin saber.

«Evidentemente Bukta ha bebido esta noche», pensó Chinn. «Pero si puedo hacer algo para tranquilizar al viejo, debo hacerlo. Es como los rumores del Motín pero a pequeña escala. Se dejó caer en un sillón de mimbre sobre el que había puesto su primera piel de tigre y reposó el cuerpo sobre el cojín de manera que las garras le quedaban por encima de los hombros. Mientras hablaba, las cogía mecánicamente colocándose por encima, a modo de manto, la piel pintada.

-Te voy a decir la verdad, Bukta -dijo inclinándose hacia el frente, con el hocico reseco del animal sobre su hombro, mientras inventaba una mentira plausible.
-Ya veo que es la verdad -le respondió el otro con voz trémula.
-¿Dices que Jan Chinn recorre los Satpura a lomos del tigre nublado? Quizá sea así. Por tanto el signo de maravilla es sólo para los bhili de Satpura, y no afecta a los que aran los campos en el norte y el oriente, los bhili de Khandesh, o cualquier otros, salvo a los de Satpura, quienes por lo que sabemos son salvajes estúpidos.
-Entonces es una señal para ellos. ¿Buena o mala?
-Buena, sin la menor duda. ¿Por qué iba a hacer mal Jan Chinn a aquellos a quienes convirtió en sus hombres? Allí las noches son calurosas; es malo quedarse tumbado en la cama mucho tiempo sin darse la vuelta, y Jan Chinn vigila a su pueblo. Así que se levanta, llama de un silbido a su tigre nublado y sale a pasear un poco, para respirar el aire fresco. Si los bhili de Satpura se quedaran en sus aldeas y no deambularan por ahí después de la oscuridad, no le verían. Ciertamente, Bukta, se trata sólo de que él desea volver a ver la luz en su propio país. Transmite estas noticias al sur y di que es mi palabra.
Bukta se inclinó hacia el suelo. «¡Dios de los cielos!», pensó Chinn. «¡Y este condenado pagano es un oficial de primera categoría, y recto hasta la muerte! Sería mejor que acabara con esto claramente». Pero siguió hablando:
-Si los bhili de Satpura preguntan por el significado de la señal, diles que Jan Chinn quiere ver cómo mantienen sus antiguas promesas de vivir bien. Quizá se han dedicado al saqueo; quizás tienen la intención de desobedecer las órdenes del Gobierno; quizá hay un cadáver en la selva; y por eso Jan Chinn ha acudido a verlo.
-¿Entonces está enfadado?
-¡Bah! ¿Acaso me enfado yo alguna vez con mis bhili? Puedo pronunciar palabras coléricas, y proferir muchas amenazas. Tú lo sabes, Bukta. Te he visto sonreír por detrás. Yo lo sé, y tú lo sabes. Los bhili son mis hijos. Lo he dicho muchas veces.
-¡Ay! Somos tus hijos-dijo Bukta.
-Y no otra cosa le pasa a Jan Chinn, el padre de mi padre. Quería ver de nuevo la tierra y el pueblo que amaba. Es un buen fantasma, Bukta. Lo digo yo. Ve y díselo a ellos. Y espero verdaderamente que con eso se calmen -añadió. Y echando hacia atrás la piel de tigre, se levantó con un prolongado y abierto bostezo que dejó al descubierto sus dientes bien cuidados.
Bukta salió corriendo y fue recibido por un grupo de soldados jadeantes que le interrogaron.
-Es cierto -dijo Bukta-. Se envolvió en la piel y habló desde dentro de ella. Quería ver su país de nuevo. La señal no nos está destinada; y ciertamente es un hombre joven. ¿Cómo iba a pasar ociosamente las noches? Dice que su cama está demasiado caliente y el aire es malo. Va de aquí para allá porque le gusta andar por la noche. Él lo ha dicho.
La asamblea de hombres de bigotes grises se estremeció.
-Dice que los bhili son sus hijos. Sabéis que él no miente. Me lo ha dicho a mí.
-¿Pero qué hay de los bhili de Satpura? ¿Qué significa la señal para ellos?
-Nada. Como ya he dicho, es sólo que sale a pasear por la noche. Cabalga en ella para ver si obedecen al Gobierno, tal como les enseñó a hacer en su primera vida.
-¿Y si no lo hacen?
-Él no dijo nada.
La luz se apagó en el alojamiento de Chinn.
-Mirad -dijo Bukta-. Ahora se va. Como él ha dicho, es un buen fantasma. ¿Cómo íbamos a temer a Jan Chinn, que convirtió al bhili en hombre? Tenemos su protección; y sabéis que Jan Chinn nunca rompió una promesa de protección hablada o escrita en un papel. Cuando sea mayor y haya encontrado una esposa, dormirá en su cama hasta la mañana.

Un oficial en jefe suele darse cuenta del estado mental del regimiento un poco antes que los hombres; y por eso varios días más tarde el coronel dijo que alguien había metido el miedo a Dios en los wuddar. Como él era la única persona titulada oficialmente para hacerlo, le molestó ver una virtud tan unánime.

-Es demasiado bueno para que dure -dijo-. Me gustaría descubrir qué es lo que traman esos tipos.
Le pareció que la explicación estaba en el cambio de la luna, cuando recibió órdenes de estar preparado para «calmar cualquier posible excitación» entre los bhili de Satpura, quienes estaban inquietos, por decirlo suavemente, porque un Gobierno paternal había enviado contra ellos a un vacunador mahratta educado por el estado con lancetas, virus para inocular y una vaquilla con el registro oficial. Según el lenguaje del Estado, habían «manifestado una fuerte objeción a toda medida profiláctica», habían «retenido por la fuerza al vacunador» y «estaban a punto de olvidar o evadir sus obligaciones tribales».

-Eso significa que están aterrados y nerviosos, lo mismo que cuando se hizo el censo -dijo el coronel-. Si hacemos que huyan a las colinas, en primer lugar nunca les cogeremos, y en segundo lugar se lanzarán dando gritos al pillaje y al saqueo hasta nuevas órdenes. Me pregunto quién será el idiota abandonado por Dios que está intentando vacunar a un bhili. Sabía que iba a haber problemas. Menos mal que sólo utilizan cuerpos locales y podemos improvisar algo a lo que demos el nombre de campaña para que se tranquilicen. ¡Tendría gracia que tuviéramos que disparar a nuestros mejores batidores porque éstos no quieran ser vacunados! Sólo están locos de miedo.
-¿No cree, señor, que podría darme un permiso de caza de quince días? -le preguntó Chinn al día siguiente.
-¡Deserción frente al enemigo, por Júpiter! -exclamó el coronel con una risotada-. Podría hacerlo, pero tendría que darle una fecha un poco anterior, pues se nos ha advertido que estemos dispuestos para el servicio, podríamos decir. Sin embargo, supondremos que hizo la petición de permiso hace tres días, y ahora está ya de camino al sur.
-Me gustaría llevarme a Bukta conmigo.
-Por supuesto, claro que sí. Creo que ése será el mejor plan. Tiene usted una especie de influencia hereditaria sobre esos pequeños tipos, y a usted le escucharán, cuando sólo ver nuestros uniformes les volvería salvajes. Nunca ha estado antes en esa parte del mundo, ¿no es cierto? Procure que no le envíen a la bóveda familiar en su juventud e inocencia. Creo que estará usted muy bien si puede conseguir que le escuchen.
-Así lo creo yo, señor; pero si... si accidentalmente ellos... hacen el majadero... podrían, ya sabe... espero que comprenda usted que sólo estaban asustados. No hay un gramo de crueldad auténtica en ellos, y jamás me perdonaría si cualquiera de... se mete en problemas por mi persona.
El coronel asintió, pero no dijo nada.

Chinn y Bukta se marcharon enseguida. Bukta no dijo que desde que el vacunador oficial había sido arrastrado a las colinas por los bhili indignados, un corredor tras otro había ido llegando al acantonamiento para rogar, con la frente sobre el polvo, que acudiera Jan Chinn para explicar ese horror desconocido que pendía sobre su pueblo. El portento del tigre nublado era ya evidente. Jan Chinn tenía que consolar a los suyos, pues la ayuda de un hombre mortal era inútil. Bukta había suavizado el tono de las súplicas convirtiéndolas en una simple petición de la presencia de Chinn. Nada habría complacido más al anciano que una agitada campaña contra los satpuras, a quienes él despreciaba en cuanto que bhili «sin mezcla»; pero tenía un deber ante toda su nación en cuanto que intérprete de Jan Chinn, y creía fervientemente que caerían cuarenta plagas sobre su aldea si faltaba a dicha obligación. Además, Jan Chinn conocía todas las cosas, y cabalgaba sobre el tigre nublado. Cubrieron treinta millas al día a pie y a caballo, alcanzando la línea del Satpura, semejante a una muralla azul, con toda la rapidez posible. Bukta estaba muy silencioso. Poco después del mediodía iniciaron la empinada ascensión, y casi era el crepúsculo cuando llegaron a la plataforma de piedra adherida al costado de una colina agrietada y cubierta por la selva en la que estaba enterrado Jan Chinn el Primero, tal como él había deseado, para poder vigilar desde allí a su pueblo.

Toda India está llena de tumbas olvidadas que datan de principios del siglo XVIII: tumbas de coroneles olvidados de cuerpos hace tiempo desaparecidos; compañeras de indios orientales que habían ido a una expedición de caza y nunca habían regresado; comisionados, agentes, autores y alféreces de la Honorable East India Company a cientos, a miles y decenas de miles. El pueblo inglés olvida pronto, pero los nativos tienen una memoria profunda, y cuando un hombre ha hecho el bien en su vida es recordado después de la muerte. El metro y medio cuadrado de la tumba de Jan Chinn, colocada a la intemperie, estaba cubierto de flores y frutos silvestres, paquetes de cera y de miel, botellas de alcoholes nativos, cigarros infames, cuernos de búfalo y hojas de hierba seca. En un extremo había una tosca imagen de arcilla de un hombre blanco, tocado con una anticuada chistera, cabalgando sobre un tigre manchado. Bukta saludó reverentemente cuando se acercaron. Chinn se descubrió la cabeza y empezó a interpretar la borrosa inscripción. Por lo que pudo leer era así, palabra por palabra y letra por letra:

A la memoria de JOHN CHINN, ESQ.
último recaudador de ...
... in derramamiento de sangre o ... error en el em¬pleo de la autoridad. ... solo ...nte la concil... y la confi... logró el ...otal sometimiento ... un pueblo predador y sin ...ey ...
...eñándoles a ...ar el gobierno mediante una conq... sobre ... mentes el más perma... y racional Modo de domin...
... Gobernador General y Cons... ... al
ha ordenado que és... levantado
... ta vida agosto, diecinueve, 184...

En el otro lado de la tumba había unos versos antiguos, también muy borrosos. Lo que pudo descifrar Chinn decía:

... la banda salvaje
abandonó sus cacerías y ... es la autoridad ...
mendada la tendencia a ... expolio
y ...tiliz... las aldeas demostró su gene... trabajo
la humanid... vigilante ...techos restaur...
una nación sale.. sometida sin espada.

Estuvo algún tiempo inclinado sobre la tumba, pensando en aquel hombre muerto de su propia sangre, y en la casa de Devonshire; luego dijo mirando a las llanuras:
-Sí; es una gran obra, toda ella... incluso mi pequeña parte. Debió haber sabido... Bukta, ¿dónde está mi pueblo?
-Aquí no, Sahib. Ningún hombre viene aquí salvo a plena luz del día. Aguardan arriba. Subamos a ver.
Pero Chinn, que recordaba la primera ley de la diplomacia oriental, con una voz apagada respondió:
-He venido hasta aquí sólo porque el pueblo satpura está loco y no se atreve a visitar nuestras líneas. Ordénales ahora que me aguarden aquí. No soy un criado, sino el amo de los bhili.
-Iré... iré -cloqueó el anciano. Caía la noche y en cualquier momento Jan Chinn podría llamar con un silbido a su temible corcel desde los oscuros matorrales.
Por primera vez en su larga vida Bukta desobedeció entonces una orden legal y abandonó a su jefe; pues no regresó, sino que se quedó en la meseta plana de la colina y les llamó suavemente. Los hombres se agitaron a su alrededor, hombres pequeños y temblorosos con arcos y flechas que desde el mediodía les habían estado viendo a ambos.
-¿Dónde está él? -susurró uno.
-En el lugar que le corresponde. Os ordena que vayáis-dijo Bukta.
-¿Ahora?
-Ahora.
-Podría soltar al tigre nublado sobre nosotros. No iremos.
-Ni yo tampoco, aunque le llevé en mis brazos cuando era un niño en esta vida. Aguardemos aquí hasta que se haga de día.
-Pero seguramente él se enfadará.
-Claro que se enfadará mucho, pues no tiene nada que comer. Pero me ha dicho muchas veces que los bhili son sus hijos. Bajo la luz del sol así lo creo, pero... bajo la luna no estoy tan seguro. ¿Qué locura habéis cometido vosotros, cerdos de Satpura, que tenéis necesidad de él?
-Vino uno hasta nosotros en el nombre del Gobierno con cuchillitos fantasmales y un ternero mágico, para convertirnos en ganado cortándonos en nuestros brazos. Teníamos mucho miedo, pero no matamos al hombre. Está aquí, atado: es un negro; y creemos que viene del oeste. Dijo que era una orden cortarnos a todos con cuchillos: sobre todo a las mujeres y los niños. No oímos que era una orden, por lo que tuvimos miedo, y nos quedamos en nuestras colinas. Algunos de nuestros hombres han cogido caballos y bueyes de las llanuras, y otros cazos de cerámica, ropas y zarcillos.
-¿Ha muerto alguien?
-¿En manos de nuestros hombres? Todavía nadie. Pero los hombres jóvenes van de aquí para allá por los muchos rumores que como llamas prenden en la colina. Envié mensajeros pidiendo que viniera jan Chinn para que no empeoraran las cosas. Este miedo es lo que él presagió con la señal del tigre nublado.
-Él dice que es otra cosa -contestó Bukta; y repitió, ampliándolo, todo lo que le había dicho el joven Chinn en la conversación del sillón de mimbre.
-¿Crees que el Gobierno se echará sobre nosotros? -preguntó finalmente el interrogador.
-Eso no lo sé -replicó Bukta-. Jan Chinn dará una orden y vosotros obedeceréis. El resto es un asunto entre el Gobierno y Jan Chinn. Personalmente sé algo de los cuchillos fantasmales y los cortes. Es un encantamiento contra la viruela. Pero no sé cómo funciona. Ni es algo que te interese a ti.
-Si él se pone entre nosotros y la cólera del Gobierno, obedeceremos absolutamente ajan Chinn, salvo... salvo que no vamos a bajar a ese lugar esta noche.

Oyeron al joven Chinn que desde abajo llamaba a gritos a Bukta; pero tenían miedo y se quedaron quietos, esperando al tigre nublado. La tumba había sido terreno sagrado durante casi medio siglo. Si Jan Chinn decidía dormir allí, ¿quién podía tener más derecho? Pero hasta que llegara la luz del día, no se acercarían a aquel lugar. Al principio Chinn se enfadó mucho, hasta que se le ocurrió que probablemente Bukta tendría una razón (y ciertamente la tenía), y su propia dignidad se vería afectada si le llamaba a gritos sin respuesta. Se apoyó sobre el pie de la tumba y fumando y dormitando alternativamente se fue enorgulleciendo en la cálida noche de ser un Chinn legal, legítimo y a prueba de fiebre. Preparó su plan de acción casi como lo habría hecho su abuelo; y cuando apareció Bukta por la mañana con un generoso suministro de alimentos, no dijo nada de la deserción de la noche anterior. Bukta se habría sentido aliviado con un ataque de cólera humana; pero Chinn terminó sus manjares ociosamente, y después se fumó un puro, antes de hacer señal alguna.

-Tienen mucho miedo -le dijo Bukta, que tampoco se sentía muy audaz-. Sólo queda dar órdenes. Di¬cen que obedecerán si se coloca usted entre ellos y el Gobierno.
-Eso ya lo sé -dijo Chinn encaminándose lentamente hacia la meseta. Allí estaban algunos de los hombres más ancianos, de pie en un semicírculo irre gular abierto en un claro; pero la mayor parte del pueblo, con las mujeres y los niños, se había ocultado en la espesura. No deseaban enfrentarse al primer ataque de cólera de Jan Chinn el Primero.

Sentándose sobre un fragmento de roca partida, se fumó su puro hasta el final, oyendo a los hombres respirar con fuerza a su alrededor. Después gritó, haciendo que todos se pusieran en pie de un salto:
-¡Traed al hombre que estaba atado!
Tras un griterío y agitación apareció un vacunador hindú, temblando de miedo, atado de pies y manos tal como los antiguos bhili acostumbraban atar a las víctimas del sacrificio humano. Con precaución, fue llevado ante su presencia; pero el joven Chinn no le miró.
-Dije el hombre que estaba atado. ¿Es una broma el traerme a uno atado como un búfalo? ¿Desde cuándo pueden los bhili atar a la gente a su placer? ¡Cortad la cuerda!
Media docena de cuchillos presurosos cortaron las correas, y el hombre se arrastró delante de Chinn, quien se apropió de su caja de lancetas y tubos de virus para la inoculación. Después, barriendo el semicírculo con un dedo índice, y voz de cumplido, dijo claramente:
-¡Cerdos!
-¡Ay! -susurró Bukta-. Ahora habla él. ¡Pobre del pueblo estúpido!
-He venido a pie desde mi casa -al oír esto la asamblea se estremeció- para aclarar un asunto que cualquiera que no sea un bhili de Satpura habría visto con ambos ojos desde lejos. Conocéis la viruela, que deja hoyos y cicatrices en vuestros hijos, hasta que parecen panales de avispas. Es una orden del Gobierno que quien sea arañado en el brazo con estos cuchillitos que yo sostengo en alto ha recibido un encanta¬miento contra Ella . Todos los Sahibs han recibido este encantamiento, y también muchos hindúes. Ésta es la marca del encantamiento. ¡Mirad! -Se subió la manga hasta las axilas y mostró las cicatrices blancas de la señal de la vacunación sobre la blanca piel-. Venid todos y mirad.

Algunos valientes se acercaron y asintieron sabiamente con un movimiento de cabeza. Era evidente que allí había una señal, y sabían bien que otras señales terribles estaban ocultas por la camisa. Jan Chinn fue misericordioso por no haber proclamado allí y entonces su divinidad.
-Todas estas cosas os las dijo el hombre al que atasteis.
-Lo hice... cien veces; pero me respondieron con golpes -se quejó el vacunador, frotándose las muñecas y tobillos.
-Pero como sois cerdos, no le creísteis; y por eso he venido yo aquí para salvaros, primero de la viruela, después de la gran locura del miedo, y finalmente, quizás, de la cuerda y la cárcel. Aquí no hay beneficio para mí; aquí no hay placer para mí; pero en el nombre de aquel que está allí, y convirtió al bhili en hombre -en ese momento señaló colina abajo-, yo, que soy de su sangre, el hijo de su hijo, he venido a cambiar a su pueblo. Y hablo la verdad, como lo hizo Jan Chinn.

Entre la multitud brotó un murmullo reverente y los hombres fueron saliendo de la espesura en grupos de dos y de tres para unirse al grupo. No había cólera en el rostro de su dios.

-Éstas son mis órdenes. (¡Quiera el cielo que las acepten, aunque hasta ahora parece que les he impresionado!) Yo mismo me quedaré entre vosotros mientras este hombre os araña el brazo con un cuchillo, según la orden del Gobierno. En tres días, quizás en cinco o en siete, vuestros brazos se hincharán, os picarán y quemarán. Es ése el poder de la viruela que lucha en vuestra sangre contra las órdenes del Gobierno. Por eso me quedaré entre vosotros hasta que vea que la viruela ha sido vencida, y no me iré hasta que los hombres, las mujeres y los niños pequeños me enseñen en sus brazos la marca que yo os he enseñado a vosotros. Traigo conmigo dos rifles muy buenos, y a un hombre cuyo nombre es conocido entre los animales y los hombres. Cazaremos juntos, él y yo, y vuestros hombres jóvenes y los demás comerán y se estarán quietos. Ésa es mi orden.

Se produjo una larga pausa mientras la victoria estaba en juego. Un viejo pecador de pelo blanco, sosteniéndose sobre una pierna inquieta, dijo con voz aguda:

-Necesitamos un kowl -protección- por algunos caballos, bueyes y otras cosas. No fueron tomados según los modos del comercio.
La batalla había sido ganada y John Chinn respiró aliviado. Los jóvenes bhili habían atacado, pero si se actuaba rápidamente todo podía arreglarse.
-Escribiré un kowl en cuanto los caballos, los bueyes y las otras cosas sean contados ante mí y devueltos al lugar de donde salieron. Pero primero pondremos la señal del Gobierno en los que no hayan sido visitados por la viruela -y en tono bajo añadió al vacunador-. Si muestra que tiene miedo, amigo mío, nunca volverá a ver Poona.
-No hay vacunas suficientes para toda esta población-dijo el hombre-. Han matado al ternero.
-No se darán cuenta de la diferencia. Ráspeles a todos y deme un par de lancetas; yo atenderé a los más ancianos.

El viejo que había pedido la protección fue la primera víctima. Cayó ante la mano de Chinn y no se atrevió a gritar. En cuanto fue liberado, trajo a rastras a un compañero, le sujetó y la crisis se convirtió, por así decirlo, en un juego de niños; pues el que había sido vacunado perseguía al que no lo había sido para llevarlo ante el tratamiento, afirmando que toda la tribu debía sufrir por igual. Las mujeres chillaron y los niños escaparon gritando; pero Chinn se reía y ondeaba la lanceta de punta rosada.

-Es un honor -gritó-. Bukta, diles qué gran honor es que yo mismo les haga la señal. Pero yo no puedo señalar a todos, el hindú debe hacer también su trabajo, aunque tocaré todas las señales que él haga para que haya una virtud igual en ellas. Así es como los rajput prenden a los cerdos. ¡Eh, hermano tuerto! Coge a esa joven y tráela aquí. No tiene que escapar todavía, pues no está casada y no la pretendo en matrimonio. ¿No quiere venir? Entonces será avergonzada por su hermanito, un muchacho gordo, un muchacho valiente. Extiende su brazo como un soldado. ¡Mira! Él no se acobarda ante la sangre. Algún día estará en mi regimiento. Y ahora, madre de muchos, te tocaremos a ti ligeramente, pues la viruela ha estado aquí antes que nosotros. Es algo cierto que este encantamiento acaba con el poder de Mata. Ya no habrá más rostros con agujeros entre los satpura, y así podréis pedir muchas vacas por cada joven que se case.

Y siguió hablando y hablando de ese modo, con la fluencia de un vendedor que habla a borbotones, adornándolo con proverbios de caza bhili y relatos de su propio y tosco humor, hasta que las lancetas se quedaron sin filo y los dos vacunadores estuvieron fatigados. Pero como la naturaleza es la misma en todo el mundo, los que no habían sido vacunados sintieron envidia de sus camaradas señalados, y empezaron a pelearse por ello. Entonces Chinn se declaró tribunal de justicia, dejó de ser junta médica, y realizó una investigación formal de los últimos robos.

-Somos los ladrones de Mahadeo -se limitaron a decir los bhili-. Es nuestro destino y estábamos asustados. Cuando estamos asustados siempre robamos.

Simple y directamente, como los niños, relataron el saqueo, de todo salvo de dos bueyes y algunas botellas de alcohol que se habían perdido -Chinn prometió re poner éstas de su propio bolsillo-, y diez cabecillas fueron enviados a las tierras bajas con un documento maravilloso, escrito en la hoja de un cuaderno, y dirigido a un comisario ayudante de distrito de la policía. Tal como Jan Chinn les advirtió, había desdicha en esa nota, pero cualquier cosa era mejor que la pérdida de la libertad. Armados con esa protección, los atacantes arrepen¬tidos descendieron de las colinas. No tenían el menor deseo de encontrarse con el señor Dundas Fawne, de la policía, de veintidós años y rostro alegre, ni deseaban volver a visitar la escena de sus robos. Tomando un camino medio, acudieron al campamento del único capellán gubernamental que podía asistir a los diversos cuerpos irregulares en una región de unos cuarenta mil metros cuadrados, y se plantaron ante él entre una nube de polvo. Lo conocían como sacerdote, y lo que era más importante, le consideraban un buen deportista que paga generosamente a sus batidores. Cuando leyó la nota de Chinn se echó a reír, lo que para ellos fue un buen presagio, hasta que llamó a los policías, quienes se llevaron a un establo los caballos y los bueyes y trataron duramente a tres miembros de la sonriente banda de los ladrones de Mahadeo. El propio capellán les trató magistralmente con una fusta de montar. Aquello fue doloroso, pero Jan Chinn lo había profetizado. Se sometieron, pero como tenían miedo de la cárcel no abandonaron la protección escrita. En el camino de regreso se encontraron con el señor D. Fawne, quien había oído hablar de los robos y no estaba contento.

-Ciertamente -dijo el miembro de más edad de la banda cuando hubo terminado la segunda entrevista-, ciertamente la protección de Jan Chinn nos ha permitido conservar la libertad, pero es como si hubiera muchos golpes en un pequeño trozo de papel. Deshagámonos de él.

Uno de ellos se subió a un árbol y metió la carta en una grieta a doce metros del suelo, donde no podría hacer daño. Calientes, doloridos pero felices, al día siguiente los diez regresaron junto a Jan Chinn, que estaba sentado entre los intranquilos bhili, todos mirándose el brazo derecho, y todos aterrorizados de que su dios no les hiciera el favor de arañarles.

-Fue un buen kowl-dijo el jefe-. Primero el capellán, que se echó a reír, nos quitó lo que habíamos saqueado y golpeó a tres de nosotros, tal como estaba prometido. Después nos encontramos con Fawne Sahib, que estaba muy serio y nos preguntó por los saqueos. Le contamos la verdad y nos pegó a todos, uno tras otro, y nos dijo cosas muy escogidas. Luego nos dio estos dos paquetes -en ese momento le entregó una botella de whisky y una caja de puros- y nos fuimos. El kowl se ha quedado en un árbol, porque tiene la virtud de que en cuanto se lo enseñamos a un Sahib nos azota.
-Pero de no ser por ese kowl todos estaríais de camino a la cárcel con un policía a cada lado -le contestó Jan Chinn con severidad-. Ahora haréis de batidores para mí. Éstos se sienten infelices y nos iremos de caza hasta que estén bien. Esta noche haremos una fiesta.

Está escrito en las crónicas de los bhili de Satpura, junto con otras muchas cosas que no son adecuadas para aparecer impresas, que durante cinco días, a partir del día que les había puesto la señal encima, Jan Chinn el Primero cazó para su pueblo; y en las cinco noches de aquellos días la tribu se emborrachó total y gloriosamente. Jan Chinn compró alcohol del país de una fuerza terrible, y mató jabalíes y ciervos innumerables, para que si alguno caía enfermo tuvieran dos buenas razones para ello. Entre los dolores de cabeza y los de estómago no tuvieron tiempo para pensar en sus brazos, pero siguieron a Jan Chinn obedientemente por la selva, y cada día que pasaba recuperaban la confianza y hombres, mujeres y niños iban regresando a hurtadillas a sus pueblos cuando pasaba el pequeño ejército. Llevaban con ellos la noticia de que era bueno y correcto ser arañado con los cuchillos fantasmales; que Jan Chinn se había reencarnado verdaderamente como un dios de la comida y la bebida gratuitas, y que de todas las naciones los bhili de Satpura eran los que primero estaban en su favor, aunque para ello tenían que evitar rascarse. A partir de entonces, ese amable semidiós estaría relacionado en su mente con grandes comilonas y con la vacuna y las lancetas de un Gobierno paternal.

-Mañana regresaré a mi casa-dijo Jan Chinn a sus escasos fieles, quienes no se dejaban vencer ni por el alcohol, ni por el exceso de comida ni por las glándulas hinchadas. Era difícil que los niños y los salvajes se comportasen reverentemente en todo momento ante los ídolos de sus creencias, y se habían divertido excesivamente con Jan Chinn. Por eso la referencia a su casa entristeció al pueblo.
-¿Y el Sahib no regresará? -preguntó el que había sido vacunado primero.
-Eso habrá de verse -contestó Chinn cautamente.
-Pero mejor venga como hombre blanco: como el hombre joven a quien conocemos y amamos; pues como sabe muy bien, somos un pueblo débil. Si volvemos a ver su... su caballo... -estaban tratando de cobrar valor.
-No tengo caballo. Vine a pie con Bukta, desde allí. ¿A qué te refieres?
-Ya lo sabe... aquello que ha elegido como caballo para la noche -los hombrecillos se agitaban por el miedo y el temor.
-¿Caballo de noche? Bukta, ¿qué es esto último?
Bukta había sido un jefe silencioso en presencia de Chinn desde la noche de su deserción, y agradeció una pregunta que le daba una oportunidad.
-Ellos lo saben, Sahib -susurró-. Es el tigre nublado. El que viene del lugar en donde durmió una vez. Es su caballo... como lo ha sido estas tres generaciones.
-¡Mi caballo! ¡Eso era un sueño de los bhili!
-No es un sueño. ¿Acaso los sueños dejan rastros de anchas garras en la tierra? ¿Por qué tiene dos rostros ante su pueblo? Ellos saben de las cabalgadas nocturnas, y ellos... ellos...
-Tienen miedo, y querrían que acabara.
-Si ya no tiene necesidad de él -añadió Bukta asintiendo-. Es su caballo.
-¿Entonces deja un rastro? -dijo Chinn.
-Lo hemos visto. Es como una carretera de pueblo bajo la tumba.
-¿Puedes encontrarlo y seguirlo por mí?
-A la luz del día... si alguien viene con nosotros y sobre todo está cercano.
-Yo estaré cerca, y me encargaré de que Jan Chinn no vuelva a cabalgar más.

Los bhili gritaron las últimas palabras una y otra vez. Desde el punto de vista de Chinn se trataba de una caza ordinaria: colina abajo, entre rocas rajadas y agrietadas, quizás insegura si un hombre no mantenía la razón fría, pero no peor que otras veinte en las que había participado. Y sin embargo sus hombres -se negaban absolutamente a batir y sólo rastreaban- sudaban con cada movimiento. Señalaban las huellas de unas garras enormes que, siempre colina abajo, iban hasta unos cientos de pies más allá de la tumba de Jan Chinn, desapareciendo en una cueva de boca estrecha. Era una camino insolentemente abierto, una carretera doméstica abierta sin la menor intención de ocultamiento.

-El mendigo debe estar pagando renta e impuestos -murmuró Chinn antes de preguntarse si los gustos de su amigo se encaminaban hacia el ganado o el hombre.
Al ganado -le respondieron-. Dos vaquillas por semana. Se las llevamos hasta el pie de la colina. Es su costumbre. Si no lo hiciéramos podría buscarnos a nosotros.
-Chantaje y piratería -dijo Chinn-. No sé si meterme en la cueva para perseguirle. ¿Qué deberemos hacer?
Los bhili retrocedieron cuando Chinn se colocó tras una roca, con el rifle dispuesto. Sabía que los tigres son animales tímidos, pero uno que lleva tanto tiempo siendo alimentado suntuosamente con ganado podría resultar excesivamente audaz.
-¡Éste habla! -susurró uno que tenía detrás-. También conoce.
-¡Bien, seamos audaces con ese ser infernal! -exclamó Chinn. De la cueva salió entonces un gruñido colérico, un desafío directo-. Sal pues -gritó Chinn-. ¡Sal de ahí! Veamos cómo eres.

El animal sabía muy bien que existía alguna relación entre los bhili desnudos y oscuros y su pitanza semanal; pero el yelmo blanco de la luz del sol le molestaba, y además no le gustaba la voz que interrumpió su descanso. Perezosamente, como una serpiente saciada, se arrastró fuera de la cueva y se quedó bostezando y parpadeando en la entrada. Cuando la luz del sol cayó sobre su costado derecho, Chinn se sorprendió, pues nunca había visto un tigre con esas marcas. Salvo la cabeza, llamativamente cruzada por rayas, era moteado: no a rayas, sino moteado como un caballito-balancín infantil con fuertes tonos de negro ahumado sobre dorado rojizo. La parte del vientre y la garganta, que debían haber sido blancos, eran anaranjados, y negras la cola y las garras. Su mirada se fijó despreocupada durante unos diez segundos y luego, deliberadamente, bajó la cabeza, la mandíbula inferior cayó y se retrajo, y miró fijamente al hombre. Como consecuencia de ello adelantó el arco redondeado del cráneo, cruzado por dos anchas bandas, y bajo éstas brillaban sus ojos, que ya no parpadeaban; y así, mientras se quedaba con la cabeza adelantada, mostró algo que se asemejaba a una máscara de pantomima diabólicamente burlona. Era un acto de mesmerismo natural que ya había puesto en práctica muchas veces frente a sus presas, y aunque Chinn no fuera en absoluto una vaquilla aterrada, se quedó sorprendido un momento, quieto por la extraordinaria rareza del ataque. La cabeza -pues el cuerpo parecía como algo que arrastrara atrás-, la cabeza feroz y craneana, se fue acercando mientras oscilaba sobre la hierba la colérica punta del rabo. Los bhili habían desaparecido a izquierda y a derecha, dejando a Jan Chinn para que sometiera él solo a su propio caballo.

-¡Válgame Dios! -susurró-. ¡Está tratando de asustarme! -y entonces disparó entre los ojos semejantes a platos, dando un salto lateral tras el disparo.

Una masa enorme que apestaba a carroña pasó tosiendo a su lado colina arriba, y él la siguió con discreción. El tigre no hizo intento alguno de dirigirse a la selva: buscaba visibilidad y aire, con el hocico alzado, la boca abierta, lanzando al aire la gravilla con sus tremendas patas delanteras.

-¡Tocado! -dijo John Chinn viendo la fuga-. Si fuera una perdiz habría caído al suelo. Debe de tener los pulmones llenos de sangre.

El animal había saltado por encima de una roca cayendo al otro lado, fuera del alcance de la vista de Chinn. Éste vigilaba con un cañón preparado. Pero el rastro rojizo conducía tan rectamente como la trayectoria de una flecha hacia la tumba de su abuelo, y allí, entre las botellas de alcohol aplastadas y los fragmentos de la imagen de barro, acabó su vida con una agitación y un gruñido.

-Si mi digno antepasado pudiera ver esto -exclamó John Chinn-, estaría orgulloso de mí. Los ojos, la mandíbula inferior y los pulmones. Un tiro realmente bueno -silbó llamando a Bukta, mientras pasaba la cinta métrica por encima del cuerpo, que iba quedándose rígido-. ¡Diez... seis... ocho... por Júpiter! Casi cuatro... pongamos cuatro. Patas delanteras, seis... uno y medio... dos y medio. Una cola corta, además; un metro. ¡Pero qué piel! ¡Ay, Bukta! ¡Bukta! Que vengan los hombres con los cuchillos, rápido.
-¿Está indudablemente muerto? -preguntó detrás de una roca una voz atemorizada.
-No fue así como maté mi primer tigre -contestó Chinn-. No creía que Bukta fuera a escapar. No tenía una segunda escopeta.
-Es... es el tigre nublado -dijo Bukta haciendo caso omiso del insulto-. Está muerto.

Chinn no podía saber si todos los bhili de Satpura, vacunados o sin vacunar, se habían acercado para ver la cacería, pero la ladera entera de la colina se llenó de hombrecillos que gritaban, cantaban y pateaban el suelo. Y sin embargo, hasta que él mismo dio el primer corte en la espléndida piel ni un solo hombre sacó un cuchillo; y cuando cayeron las sombras escaparon de la tumba teñida de rojo y hasta el amanecer no hubo manera de persuadirles para que regresaran. De modo que Chinn pasó una segunda noche al descubierto, defendiendo al animal muerto frente a los chacales, y pensando en su antepasado. Regresó a los valles inferiores acompañado por el canto triunfal de un ejército de escolta de trescientos hombres fuertes, con el vacunador mahratta muy pegado a su lado, y la piel toscamente secada llevada como un trofeo delante de él. Cuando el ejército, de manera repentina y sin hacer ruido, desapareció como lo hace la codorniz entre el maíz, comprendió que estaba cerca de la civilización, y al dar una vuelta en el camino se encontró con el campamento de un ala de su propio ejército. Dejó la piel sobre la parte trasera de un carro para que el mundo la viera y buscó al coronel.

-Tienen toda la razón -le explicó seriamente-. No hay un gramo de maldad en ellos. Sólo estaban asustados. He vacunado a todos y les gustó muchísimo. Señor... ¿qué estamos haciendo aquí?
-Eso es lo que estoy tratando de averiguar -contestó el coronel-. No sé todavía si somos parte de una brigada o de una fuerza policial. Aunque creo que podríamos considerarnos fuerza policial. ¿Cómo consiguió que se vacunara un bhili?
-Bueno, señor, he estado pensando en ello, y por lo que he podido averiguar tengo una especie de influencia hereditaria sobre ellos.
-Eso ya lo sé, de lo contrario no le habría enviado: pero ¿cómo exactamente?
-Es algo de lo más raro. Por lo que he podido averiguar parece ser que soy mi propio abuelo reencarnado, y he estado perturbando la paz del país por cabalgar por las noches sobre un tigre. De no haber hecho tal cosa no creo que hubieran puesto objeciones a la vacunación; pero las dos cosas juntas fueron más de lo que podían soportar. Y por ello, señor, les he vacunado y he matado a mi tigre-caballo como una especie de prueba de buena fe. Nunca vio una piel semejante en toda su vida.
El coronel se tiraba de los bigotes pensativamente.
-Y ahora, ¿cómo demonios voy a incluir eso en mi informe?

Ciertamente la versión oficial de la huida antivacunación de los bhili no decía nada sobre el teniente John Chinn, su divinidad. Pero Bukta lo sabía, el cuerpo de ejército lo sabía, y todos los bhili de las colinas de Satpura lo sabían. Y ahora Bukta está ansioso porque John Chinn se case pronto y legue sus poderes a un hijo; pues si falla la sucesión de los Chinn, y los pequeños bhili se quedan solos con su imaginación, habrá nuevos problemas con los satpura".

Rudyard Kipling