
"La iglesia de morenos que estaba en los bosques de pinos cerca del pequeño pueblo de Oxford Cross Roads, en uno de los condados más pobres de Virginia, era presidida por un individuo anciano, conocido por la comunidad en general como el Tío Pete; pero los domingos los miembros de su congregación se dirigían a él como Mano Pete. Era un hombre serio y lleno de energía, y, aunque no sabía leer ni escribir, por muchos años había expuesto las Escrituras a satisfacción de sus oyentes. Su memoria era buena, y esas partes de la Biblia, que de vez en cuando había escuchado, eran utilizadas por él, y a menudo con poderoso efecto, en sus sermones. Sus interpretaciones de las Escrituras eran por lo general completamente originales, y ajustadas a las necesidades, o lo que él suponía eran las necesidades, de su congregación.
Tanto como "Tío Pete" en el jardín y en el campo de maíz, o "Mano Pete" en la iglesia, disfrutaba de la buena opinión de todo el mundo excepto de una persona, y ésa era su esposa. Era una persona de gran temperamento y algo insatisfecha, que había concebido la idea de que su marido tenía el hábito de darle demasiado tiempo a la iglesia, y demasiado poco a la adquisición de pan de maíz y cerdo. Cierto sábado le dio un tremendo regaño que afectó tanto la moral del buen hombre que influyó en la selección del tema para su sermón del día siguiente. Sus feligreses estaban acostumbrados al asombro, y les gustaba bastante, pero nunca antes sus mentes habían recibido tal impacto como cuando el pastor anunció el tema de su disertación. No tomó ningún texto en particular, porque no era su costumbre, pero dijo que la Biblia establecía que cada mujer en este mundo era poseída por siete demonios; y mostró con mucho calor y sentimiento los males que este estado de cosas había causado en el mundo. El tema, principalmente de su propia experiencia, llenaba su mente, y lo entregó a su audiencia caliente y fuerte. Si sus deducciones eran correctas, todas las mujeres eran criaturas que, al ser poseídas por siete demonios, no eran capaces de un pensamiento ni de una acción independiente, y debían con lágrimas y humildad ponerse absolutamente bajo la dirección y la autoridad del otro sexo.
Cuando se acercaba a la conclusión de su sermón, el Hermano Peter cerró la Biblia, que, aunque no podía leer una palabra de ella, siempre estaba abierta delante de él mientras predicaba, y les entregó la exhortación final de su sermón.
—Ahora, mis amados feligreses de esta congregación —dijo—. Quiero que comprendan que no hay nada en este sermón que acaban de escuchar que les haga pensar que son ángeles. De ninguna manera, feligreses; todos ustedes nacieron de mujeres, y tienen que vivir con ellas, y si algo en este mundo es contagioso, mis feligreses, son los demonios, y por lo que he visto de algunos de los hombres de este mundo espero que sean perseguidos por todos los demonios que les puedan caber. Pero al parecer, la Biblia no dice nada sobre el tema de la cantidad de demonios en el hombre, y espero que ésos que los tienen —y deberíamos sentirnos muy agradecidos, mis queridos feligreses, porque la Biblia no dice que todos los tengamos— los tienen de acuerdo a las circunstancias. Pero con las mujeres es diferente; tienen exactamente siete, y Dios bendiga mi alma, feligreses, creo que eso es suficiente.
Mientras le daba vueltas en mi cabeza al tema de este sermón, recordé una parte de las Escrituras que escuché en un gran sermón y bautismo en el molino de Kyarter, hace unos diez años. Uno de los predicadores estaba contando sobre la vieja madre Eva comiendo una manzana. La serpiente pasa con una manzana roja, y le dice: "Dale esto a tu esposo y pensará que es tan buena cuando la coma que te dará cualquier cosa que le pidas, si le dices dónde está el árbol". Eva muerde una vez y entonces arroja la manzana. "Qué quieres decir, serpiente insignificante", dice ella. "¿Me das una manzana que no sirve para nada excepto para hacer sidra?" Entonces la serpiente le entrega una manzana amarilla, y ella le da un mordisco, y entonces dice: "Sigue de largo, tonta serpiente, me diste esa manzana de junio que no tiene gusto a nada". Entonces la serpiente piensa que a ella le gusta algo ácido y le entrega una manzana verde. Ella muerde una vez, y luego le lanza la manzana por la cabeza, y le grita: "¿Estás esperando que le dé esa manzana al tío Adán y que le dé un cólico?" Entonces el demonio le ofrece una manzana Lady, pero ella dice que no tomará nada tan insignificante como eso para su esposo, y le da un mordisco y la lanza lejos. Entonces él le ofrece otras dos clases de manzanas, una amarilla con líneas rojas y la otra roja de un lado y verde del otro —también manzanas de muy buen aspecto— de la clase que se compra por dos dólares el barril en la tienda. Pero Eva no se queda con ninguna de ellas y después de darles un mordisco las arroja a un lado. Entonces la vieja serpiente demonio se rasca la cabeza y dice para sus adentros: "Esta Eva, es muy quisquillosa con sus manzanas. Creo que tendré que esperar hasta después del invierno, y entonces buscar una realmente buena". Y espera hasta después del invierno, y entonces le ofrece una Albemarle, y cuando ella le da un mordisco sigue adelante y se la come toda, corazón, semillas, todo. "Mira esto, serpiente", dice ella. "¿Tienes otra de esas manzanas en tu bolsillo?" Y entonces él saca una y se la da. "Perdóname", dice ella. "Me iré a despertar a Adán, y si él no quiere saber dónde está el árbol donde crecen estas manzanas, puedes tenerlo como trabajador en un campo de maíz".
Y ahora, mis amados feligreses —dijo el Hermano Peter—, mientras le daba vueltas a este tema en mi cabeza, y preguntándome cómo era que las mujeres tenían exactamente siete demonios cada una, recordé esa parte de las Escrituras que escuché en el molino de Kyarter, y calculo que eso explica cómo entraron los demonios en la mujer. La serpiente le dio a madre Eva siete manzanas, y por cada mordisco que ella les dio recibió un demonio.
Como podía esperarse, este sermón causó una gran sensación, y produjo una profunda impresión sobre los feligreses. Por regla general, los hombres estaban aceptablemente bien satisfechos con él; y cuando los servicios terminaron, muchos de ellos aprovecharon la ocasión para señalar los puntos tímida pero muy claramente a sus amistades y parientes de sexo femenino. Pero a las mujeres no les gustó en absoluto. Algunas de ellas se enfadaron, y hablaron con mucha fuerza, y los sentimientos de indignación pronto se extendieron entre todas las hermanas de la iglesia. Si su Ministro hubiera creído conveniente quedarse en casa y predicar un sermón así a su propia esposa (quien, debe señalarse, no estaba presente en esta ocasión), habría sido bastante bueno, considerando que él no había hecho ninguna alusión a los de afuera; pero venir allí y predicarles esas cosas era completamente insoportable. Cada una de las mujeres sabía que no tenía siete demonios, y sólo algunas de ellas admitirían la posibilidad de que alguna de las otras estuviera poseída por tantos.
La explicación del predicador sobre la manera en que cada mujer llegó a ser poseída por tantos demonios les apareció de menor importancia. Lo que ellas objetaban era la doctrina fundamental de su sermón, que estaba basado en su afirmación de que la Biblia declaraba que cada mujer tenía siete demonios. No estaban dispuestas a creer que la Biblia dijera tal cosa. Algunas de ellas llegaron tan lejos como afirmar que era su opinión que el Tío Pete había escuchado esa tonta idea de algunos de los abogados en el juzgado cuando estuvo en un jurado un mes atrás. Era muy notable que, aunque la tarde del domingo apenas había comenzado, la mayor parte de las mujeres de la congregación llamaban Tío Pete a su Ministro. Era una prueba muy fehaciente de una repentina disminución de su popularidad. Algunas de las mujeres de más carácter, al no ver a su Ministro en el claro enfrente de la iglesia de troncos entre las demás personas, fueron a buscarlo, pero no lo encontraron. Su esposa le había ordenado volver a casa temprano, y poco después de despedir a la congregación partió por un atajo en el bosque. Esa tarde, un airado comité compuesto principalmente por mujeres, pero que incluía también a algunos hombres que habían expresado su incredulidad ante la nueva doctrina, llegó a la cabaña de su pastor, pero sólo encontró a su esposa, la vieja e intratable Tía Rebeca. Ella les informó que su marido no estaba en casa.
—Se había comprometido —dijo—, a cortar todo un bosque para Kunnel Martin de Little Mountain durante toda la semana próxima. Está a catorce o trece millas de aquí, y si se iba mañana por la mañana iba a perder todo el día. Además, le he dicho que si sigue hasta la noche la cena estará pasada. ¿Qué quieren todos ustedes con él? ¿Van a pagarle por predicar?
Cualquier intención en ese sentido fue negada al instante, y la Tía Rebeca fue informada sobre el tema por el que sus visitantes habían venido para tener una charla muy directa con su marido. Aunque pareciera extraño, el anuncio del nuevo y sorprendente dogma no tuvo al parecer ningún efecto preocupante sobre la Tía Rebeca. Por el contrario, la anciana más bien parecía disfrutar de la noticia.
—Creo que él debe saber todo sobre eso —dijo ella—. Ya tuvo tres esposas, y no se ha liberado de ésta todavía.
A juzgar por su risita y por los meneos de cabeza mientras hacía este comentario, alguien podía imaginar que la Tía Rebeca estaba un poco orgullosa del hecho de que su marido pensara que ella era capaz de exhibir un diferente tipo de demonismo cada día de la semana. La líder de los indignados miembros de la iglesia era Susan Henry; una mulata de una mente muy independiente. Se sentía orgullosa porque nunca trabajó en la casa de nadie, sólo en la suya, y esta inmunidad del servicio fuera le daba cierta preeminencia entre sus hermanas. Susan no sólo compartía el resentimiento general con que la sorprendente afirmación del viejo Peter había sido recibida, sino que sentía que su promulgación había afectado su posición en la comunidad. Si cada mujer estaba poseída por siete demonios, entonces a ese respecto no era mejor ni peor que ninguna de las otras; y por esto su orgulloso corazón se rebelaba. Si el pastor hubiera dicho que algunas mujeres tenían ocho demonios y otras seis, habría sido mejor. Podría haber hecho entonces un arreglo mental con respecto a su relativa posición que de alguna manera la habría consolado. Pero ahora no tenía ninguna oportunidad. Las palabras del pastor habían degradado a todas las mujeres por igual.
Una reunión de los miembros opositores de la iglesia tuvo lugar a la noche siguiente en la cabaña de Susan Henry, o mejor dicho en el pequeño jardín al frente, porque la casa no era bastante grande para contener a las personas que asistieron. La reunión no fue organizada, pero todo el mundo dijo lo que tenía que decir, y el resultado fue una gran cantidad de gritos, y un aumento general de la indignación contra el Tío Pete.
—¡Miren aquí! —gritó Susan, al final de algunos comentarios enérgicos—. ¿Hay alguna persona aquí que pueda contar dedos?
Consultas sobre el tema corrieron por la multitud, y en unos momentos un niño negro, de unos catorce años, fue empujado hacia ella como experto en aritmética.
—Ahora, tú Jim —dijo Susan—, has ido a la escuela, y puedes contar dedos. De acuerdo con los libros de la iglesia hay cuarenta y siete mujeres que pertenecen a la congregación, y si cada una tiene siete demonios dentro, exactamente quiero que me digas cuántos demonios vienen a la iglesia cada domingo a escuchar el sermón del viejo Tío Pete.
Esta perspectiva del caso creó una sensación, y mostraron mucho interés en el resultado de los cálculos de Jim, que fueron hechos con la ayuda de la parte posterior de una vieja carta y un trozo de lápiz suministrado por Susan. El resultado por fin fue anunciado como trescientos diecinueve, que, aunque no precisamente correcto, estaba bastante cerca de satisfacer a la compañía.
—Ahora, ténganlo todos en la mente —dijo Susan—. Más de trescientos demonios en la iglesia cada domingo, y nosotras las mujeres los tenemos. ¿Acaso alguien supone que voy a creer esa tonta charla?
Un hombre de edad madura levantó su voz ahora y dijo:
—Estuve pensando sobre este asunto y he llegado a la conclusión de que tal vez las palabras del pastor fueron usadas en una forma figurativa. Tal vez los siete demonios significan hijos.
Estos comentarios fueron mal recibidos por la reunión.
—¡Oh, váyase! —gritó Susan—. Su vieja mujer ha tenido siete hijos, con seguridad, y espero que sean todos demonios. Pero esos pensamientos no se aplican a todas las mujeres aquí, en particular porque las más jóvenes no se han casado todavía.
Era una buena lógica, pero el sentimiento sobre el tema resultó ser aún más fuerte, ya que las madres en la compañía se enfadaron tanto porque sus hijos fueran considerados demonios que por un rato pareció existir el peligro de un ataque de Amazonas sobre el desafortunado predicador. Esto fue evitado, pero siguió mucho alboroto; la sensación general era que debían hacer algo para mostrar el resentimiento profundamente arraigado por la horrible carga contra las madres y las hermanas de la congregación. Hicieron muchas proposiciones violentas, algunos de los hombres más jóvenes fueron tan lejos hasta ofrecer quemar la iglesia. Finalmente se llegó a un acuerdo, por unanimidad: que el viejo Peter debía ser destituido sin ceremonias de su lugar en el púlpito que había llenado durante tantos años. A medida que pasaba la semana, algunos de los hombres más viejos de la congregación que tenían sentimientos amistosos hacia su viejo compañero y pastor discutieron el tema entre ellos, y después con muchos de los otros miembros, y sucedió al final que llegaron al consenso general de que debía permitirse al Tío Pete una oportunidad para explicarse, y dar los fundamentos y razones para su asombrosa declaración con respecto al género femenino. Si podía mostrar autoridad bíblica para esto, por supuesto no se hablaría nada más. Pero si no podía, entonces debía salir del púlpito, y sentarse en un asiento al final de la iglesia por el resto de sus días. Esta proposición encontró mayor aceptación, porque incluso los que estaban más indignados tenían una seria curiosidad por saber qué diría el anciano en su favor.
Durante todo este tiempo de airada discusión, el bueno y viejo Peter estaba callado y tranquilo, cortando madera y cargándola hasta Little Mountain. Su mente estaba en una condición de gran comodidad y paz, porque no sólo había sido capaz de librarse, en su último sermón, de muchos de los duros pensamientos con respecto a las mujeres que había estado reuniendo por años, sino que su ausencia de casa le daba vacaciones del hostigamiento de la lengua de la Tía Rebeca, de modo que ningún nuevo pensamiento culpable había surgido dentro de él. Se había olvidado del tema totalmente, y estuvo rumiando un sermón respecto al bautismo, porque pensaba que podía convencer a ciertos miembros más jóvenes de su congregación. Llegó a casa muy tarde, el sábado por la noche, y se durmió en su simple sofá sin saber nada de la terrible tormenta que se había estado reuniendo a lo largo de la semana y que estaba por caer sobre él en la mañana. Pero al día siguiente, mucho antes de la hora de la iglesia, recibió una advertencia suficiente de lo que iba a ocurrir. Unos individuos y delegaciones se reunieron dentro y alrededor de su cabaña; algunos para decirle todo lo que se había dicho y hecho; algunos para informarle lo que se esperaba de él; algunos para estar de pie y mirarlo; algunos para regañar; algunos para denunciar; pero ninguno para alentarlo; ni para llamarlo "Mano Pete", esa amada denominación de los domingos. Pero el anciano poseía un alma terca, y no se asustaba fácilmente.
—Lo que digo en el púlpito —señaló—, explicaré en el púlpito, y sería mejor que todos ustedes se fueran a la iglesia, y cuando llegue la hora del servicio, allí estaré.
Este consejo no fue acatado de inmediato, pero en el transcurso de media hora casi todos los aldeanos y holgazanes se habían marchado a la iglesia en el bosque; y cuando el Tío Peter se hubo puesto su alto sombrero negro, algo maltratado, pero todavía con suficiente aspecto clerical para esos feligreses, y le hubo dado algo de lustre a sus zapatos de cuero, se dirigió por el mismo sendero acostumbrado al edificio de troncos donde tan a menudo le había hablado largamente a su gente. Tan pronto como entró en la iglesia fue informado por un comité de los miembros líderes que antes de que empezara con los servicios, debía aclarar a los feligreses si lo que había dicho el domingo anterior, que cada mujer era poseída por siete demonios, era una verdad de las Escrituras y no una simple tontería perversa de su propio cerebro. Si no podía hacerlo, no querían más oraciones ni prédicas de él. El Tío Peter no respondió, sino que subió al pequeño púlpito, puso su sombrero sobre el banco donde acostumbraba ponerlo, sacó su pañuelo rojo de algodón, se sonó la nariz de la manera acostumbrada, y miró a su alrededor. La casa estaba llena de gente. Incluso Tía Rebeca estaba ahí.
Después de que una lenta revisión de su audiencia, el pastor dijo:
—Feligreses y hermanas, veo delante de mí al Mano Bill Hines, que puede leer la Biblia, y que tiene una. ¿Es cierto, Mano?
Después de que Bill Hines asintiera y gruñera recatadamente, el pastor continuó.
—Y allí está el hijo de Ann Priscilla, Jake, que no es un hermano todavía, aunque es bastante viejo, les digo; y él puede leer la Biblia, verdad, y me la ha leído a mí una y otra vez. ¿No es así, Jake?
Jake sonrió, asintió, y bajó la cabeza, muy incómodo al ser señalado públicamente.
—Y allí está la vieja Tía Patty, que conoce más de las Escrituras que cualquiera aquí, habiendo sido enseñada por las hijas pequeñas de Kunnel Jasper y por su madre antes que ellas. Creo que conoce toda la Biblia de memoria, desde el Jardín del Edén hasta Nueva Jerusalén. Y hay otros aquí que conocen las Escrituras, algunos una parte y otros otra. Ahora les pregunto a todos los que conocen las Escrituras si recuerdan que la Biblia cuenta cómo nuestro Señor, cuando era hombre, sacó siete demonios de María Magdalena.
Un murmullo de asentimiento subió desde los feligreses. La mayoría de ellos lo recordaban.
—¿Pero alguno de ustedes leyó, o les leyeron, que alguna vez sacara los demonios de alguna otra mujer?
Unos gruñidos negativos y sacudidas de cabeza significaban que nunca nadie había oído hablar de esto.
—Bien, entonces —dijo el pastor, mirando suavemente a su alrededor—, todas las otras mujeres todavía los tienen.
Un profundo silencio cayó sobre la asamblea, y en unos momentos un miembro de edad se puso de pie.
—Mano Pete —dijo—, creo que debería comenzar con el himno".
Frank R. Stockton

"Probablemente las circunstancias que rodearon la misteriosa destrucción por el fuego de una abandonada casa situada en una colina, a orillas del Seekonk, en un distrito poco habitado entre los puentes de Washington y Red, no llegarán a conocerse nunca. La policía fue acosada por el número habitual de maniáticos que se ofrecían para facilitar informes sobre el asunto. Nadie más insistente que Arthur Phillips, el descendiente de una vieja familia del East Side, residente desde hacía mucho en la calle Angell. Era un joven algo extraño y a la vez formal; preparó un relato de los acontecimientos que, según él, condujeron al incendio. Aunque la policía habló con todas las personas mencionadas en el relato del señor Phillips, no obtuvo ninguna confirmación. Solamente sirvió de apoyo a la alegación del señor Phillips la declaración de una bibliotecaria del Ateneo, en el sentido de que, efectivamente, el señor Phillips se había reunido allí con la señorita Rose Dexter. A continuación se reproduce su relato.
I.
Por la noche, las calles de cualquiera de las ciudades de la Costa Este proporcionan al paseante nocturno visiones de lo extraño y lo terrible, de lo macabro y de lo insólito: al amparo de la oscuridad, salen de las rendijas y grietas, de las buhardillas y callejones de la ciudad aquellos seres humanos que, por razones tenebrosas y remotas, se guarecen durante el día en sus grises nichos. Ellos son los deformes, los solitarios, los enfermos, los ancianos, los perseguidos, y esas almas perdidas que están siempre buscándose a sí mismas bajo el manto de la noche, que les es más beneficioso de lo que jamás puede serlo para ellos la fría luz del día. Son los heridos por la vida, los mutilados, hombres y mujeres que nunca se han recuperado de los traumas de la niñez, o que han buscado experiencias no permitidas al hombre. En cualquier lugar en que la sociedad humana se ha concentrado por un período de tiempo considerable, allí están ellos, aunque sólo se les ve surgir en las horas de oscuridad, como mariposas nocturnas que se mueven en los alrededores de sus guaridas por breves horas antes de huir de nuevo cuando surge la luz del sol. Como había sido un niño solitario al que dejaban hacer lo que le daba la gana, debido a mi persistente falta de salud, desarrollé muy pronto el hábito de deambular por las noches, al principio sólo en la calle Angell y la vecindad donde viví durante mi niñez, y luego, poco a poco, en un círculo más amplio de mi nativa Providence. Durante el día, si lo permitía mi salud, paseaba por el río Seekonk desde la ciudad hasta el campo abierto, o cuando me encontraba fuerte, jugaba con unos compañeros escrupulosamente elegidos en una «casaclub » edificada en una zona boscosa no muy lejos de la ciudad. También me gustaba leer, y pasaba largas horas en la copiosa biblioteca de mi abuelo. Leía sin discriminación, y por lo tanto asimilaba una gran variedad de conocimientos, desde las filosofías griegas hasta la historia de la monarquía inglesa, de los secretos de la antigua alquimia a los experimentos de Niels Bohr, de la ciencia de los papiros egipcios a los estudios regionales de Thomas Hardy.
Mi abuelo era muy católico en sus gustos en materia de libros: desdeñaba la especialización, y de todo lo que compraba sólo conservaba lo que, según él, era bueno; esto representaba, en el conjunto de sus lecturas, una variedad inaudita y a menudo desconcertante. Pero la ciudad nocturna superaba todo lo demás; caminar era lo que prefería a cualquier otra cosa, y salía por las noches, durante los años de mi niñez y los de mi adolescencia, en el curso de los cuales procuré -pues las enfermedades esporádicas impedían mi asistencia al colegio- bastarme a mí mismo y me volví más y más solitario. No podría decir ahora qué es lo que buscaba con tanta insistencia en la ciudad durante la noche, qué me atraía de las calles mal iluminadas, por qué merodeaba por la calle Benefit y los alrededores sombríos de la calle Poe, casi desconocidas en la extensa Providence, qué esperaba ver en las caras furtivas de otros paseantes nocturnos que se deslizaban y escabullían por las oscuras calles y pasajes de la ciudad. Quizá fuese para escapar a las más intensas realidades del día, lleno de insaciable curiosidad acerca de los secretos de la vida de la ciudad que sólo la noche podía descubrir. Cuando por fin finalicé mis estudios de secundaria, se esperaba que me dedicaría a otros menesteres. Pero no fue así. Mi salud era demasiado precaria para garantizarme la matrícula en la Universidad de Brown, adonde me habría gustado ir para continuar mis estudios. Esta restricción sirvió sólo para incrementar mis ocupaciones solitarias: dupliqué mis horas de lectura y aumentó el tiempo durante el que paseaba por las noches, con la compensación de dormir durante las horas del día. Sin embargo, me las arreglaba para llevar una existencia normal; no abandoné a mi madre viuda, ni a mis tías, con quienes vivíamos.
Mis compañeros de juventud se habían alejado de mí, pero me encontré con Rose Dexter, descendiente de las primeras familias inglesas que se instalaron en Providence, de ojos negros, de proporciones singularmente atractivas y de facciones de gran belleza. a quien persuadí para que compartiese mis paseos nocturnos. Con ella continué la exploración de la Providence nocturna, con un nuevo aliciente: el ansia de enseñar a Rose todo aquello que yo ya había descubierto en mis paseos por la ciudad. Al principio nos encontrábamos en el viejo Ateneo, y continuamos encontrándonos allí cada tarde, y desde sus portales nos introducíamos en la noche de la ciudad. Lo que para ella empezó como una ocurrencia del momento, pronto se convirtió en un hábito. Demostraba tanto deseo como yo por conocer los ocultos pasajes, y los caminos no utilizados desde hacía ya muchos años, y se sintió pronto como en su casa en medio de la ciudad nocturna, al igual que yo. Tampoco le gustaban las charlas intranscendentes, con lo que queda demostrado hasta qué punto nos complementábamos. Durante algunos meses habíamos estado explorando Providence en esta forma, cuando una noche, en la calle Benefit, un hombre con una capa hasta la rodilla, sobre una ropa raída y arrugada, se acercó a nosotros. Le había visto antes al doblar la esquina: estaba a poca distancia de nosotros, detenido en la acera, y le observé al pasar delante de él. Me chocó, porque su cara de ojos negros y bigote, y el indomable pelo en la cabeza sin cubrir, me resultaron familiares. Además, al pasar, hizo intención de seguimos. Por fin nos alcanzó, me tocó en el hombro y habló conmigo.
-Señor -dijo-, ¿podría decirme cómo se va al cementerio donde estuvo Poe?
Se lo expliqué y después, movido por un repentino impulso, le sugerí que podíamos acompañarle adonde deseaba ir. Antes de que me diera cuenta plenamente de lo que había pasado, íbamos los tres caminando juntos. Observé en seguida con qué aire escrutador aquel individuo examinaba a mi compañera. Sin embargo, cualquier resentimiento que pudiese surgir en mí estaba descartado porque reconocía que el interés de ese extraño era inofensivo: resultaba más frío y crítico que pasional. También aproveché la ocasión para examinarle lo más atentamente posible, en los momentos fugaces en que la luz de las calles alumbraba el camino por el cual pasábamos, y me inquietaba cada vez más la certidumbre de que le conocía o le había conocido alguna vez. Vestía totalmente de negro, excepto la camisa blanca y una ligera corbata de Windsor. Su ropa estaba muy arrugada, como si la hubiese llevado mucho tiempo Sin haberse ocupado de ella, pero a primera vista no estaba sucia. Tenía la frente amplia, casi abovedada; bajo ella miraban con cierta obsesión sus oscuros ojos y el rostro se estrechaba hasta acabar en una pequeña y tiesa barbilla. Llevaba el pelo más largo de como se estilaba entre las gentes de mi edad, y sin embargo parecía pertenecer a esa misma generación; no aparentaba ser más de cinco años mayor que yo. Pero definitivamente, su vestimenta no era la de mi generación; aunque su aspecto era nuevo, parecía cortada con un patrón de una generación anterior.
-¿Es usted forastero en Providence? -le pregunté.
-Estoy de paso -dijo en seguida.
-¿Se interesa usted por Poe?
Asintió.
-¿Qué sabe de él? -le pregunté.
-Muy poco -dijo-. ¿Podría usted contarme algo sobre él?
No hacía falta que me lo dijese dos veces. En seguida le solté un apunte biográfico del padre de las historias de detectives y maestro de los cuentos macabros, cuyas obras yo admiraba desde hacía mucho tiempo. Cité simplemente su romance con la señora Sara Helen Whitman, pues se refería a Providence y a la visita con la señora Whitman al cementerio al que nos dirigíamos. Pude observar que escuchaba con atención extasiada, y parecía estar grabando en su mente todo cuanto le decía. Pero no podía deducir de su rostro inexpresivo si lo que le con taba le agradaba o le desagradaba, ni qué interés podría tener en ello. Por su parte, Rose era consciente de la atracción que provocaba, pero no se sentía avergonzada, quizá porque intuía que era debida a un interés distinto del amor. Sólo en el momento de preguntarle ella cómo se llamaba me di cuenta de que ignorábamos su nombre. Nos dio el de «señor Allan». Al oírlo, Rose sonrió casi imperceptiblemente; observé su sonrisa mientras paseábamos bajo una farola de la calle.
Una vez que supo nuestros nombres, nuestro acompañante no parecía interesado en nada más, y silenciosamente llegamos por fin al cementerio. Pensé que el señor Allan entraría, pero no tenía ese propósito; sólo pretendía localizarlo para poder volver de día. Era una sensata conclusión: para mí tenía atractivo a aquellas horas por haberlo pateado a menudo de noche, pero ofrecía poco encanto a un extraño, incapaz de ver nada en plena oscuridad. Nos despedimos en la entrada, y Rose y yo continuamos.
-He visto a ese hombre antes en algún sitio -le dije a Rose cuando nos habíamos alejado lo suficiente para que no pudiera oírnos-. Pero no logro recordar dónde. Quizá en la biblioteca.
-Debe de haber sido en la biblioteca -contestó Rose con aquella risa quebrada tan frecuente en ella-. En un retrato de la pared.
-¡Vamos! ¿Qué dices? -grité.
-¡Pero si estoy segura de que te diste cuenta del parecido, Arthur! -dijo-. Incluso de su nombre. Se parece a Edgar Allan Poe.
En efecto, se parecía. En cuanto Rose lo dijo me di cuenta de la gran semejanza, incluso en su ropa, y en seguida califiqué al señor Allan de inofensivo idólatra de Poe. Un hombre tan obsesionado con su ídolo que iba a su estilo, incluso con una ropa pasada de moda. ¡Otro de los extraños ejemplares de la raza humana que callejeaban de noche por la ciudad!
-Bien, es el tipo más extraño que hemos encontrado desde que empezamos nuestros paseos -dije.
Su mano apretó mi brazo.
-Arthur, ¿no sentiste algo, algo extraño que emanaba de él?
-Bueno, supongo que algo «extraño» trasluce de todos nosotros, los que buscamos la oscuridad -dije-. En cierto modo, tendemos a crear nuestra propia realidad.
Pero mientras le contestaba, me daba cuenta de lo que quería decirme. Ya no había necesidad de la aclaración que buscaba ella afanosamente en las palabras de explicación que pronunció a continuación. Sí, había algo extraño en el señor Allan, y lo que había era una profunda falsedad. Se notaba, ahora lo veía claro y lo aceptaba, en un buen número de cosas triviales, pero particularmente en la falta de expresión de sus facciones. Su forma de hablar, a pesar de haber sido poco locuaz, no tenía entonación, era casi mecánica. No había sonreído, ni se había alterado la expresión de su rostro. Había hablado con una precisión que sugería un distanciamiento de la mayoría de los hombres. Incluso el interés manifiesto que mostraba por Rose era más clínico que admirativo. Al tiempo que se despertaba mi curiosidad, creció en mí una bocanada de aprensión. Preferí llevar el tema de nuestra conversación por otros derroteros y acompañé a Rose a su casa.
II.
Era inevitable, sospecho, que me encontrase de nuevo con el señor Allan. Ocurrió dos noches después, no lejos de la puerta de mi casa. Quizá resulte absurdo, pero no pude evitar el pensamiento de que estaba esperándome, que su ansiedad por encontrarse conmigo era tan grande como la mía. Le saludé jovialmente, como a un compañero nocturno más, y me di cuenta en seguida de que, aunque su voz remedaba mi propia jovialidad, ningún trazo de emoción asomaba a su rostro; permanecía absolutamente impasible, hierático, como diría un escritor romántico. Ni un atisbo de sonrisa aparecía en su rostro, ni había ningún reflejo en sus brillantes ojos negros. Y ahora, como me habían sugerido, pude apreciar que el parecido con Poe era asombroso, tanto que de haberme dicho el señor Allan que era descendiente de Poe, le habría creído sin dudarlo.
Pensé que se trataba de una, curiosa coincidencia, y nada más. El señor Allan no hizo en esta ocasión ninguna mención de Poe o de nada relacionado con Providence. Parecía, era evidente, más interesado en escucharme que en hablar. Se mostraba tan singularmente hermético como si de hecho no nos hubiésemos visto antes. Pero tal vez buscaba algún terreno común, pues en cuanto mencioné que colaboraba con artículos semanales relacionados con la astronomía en el Journal de Providence, empezó a tomar parte en la conversación; lo que había sido durante algunas manzanas un monólogo, se convirtió en diálogo. Pronto me di cuenta de que el señor Allan no era un novato en cuestiones astronómicas. Escuchaba ansiosamente mis puntos de vista, pero él mantenía los suyos, diferentes a los míos y a veces muy discutibles. No se mostró remiso en manifestar que no sólo era posible un viaje interplanetario, sino que innumerables estrellas, no sólo planetas de nuestro sistema solar, estaban habitadas.
-¿Por seres humanos? -pregunté incrédulamente.
-¿Por qué tendrían que ser seres humanos? -replicó-. La vida es única, no el hombre. Incluso aquí, en este planeta, la vida toma muchas formas.
Le pregunté si había leído las obras de Charles Fort. No lo había hecho. No sabía nada de él, y al pedírmelo, le expliqué algunas de las teorías de Fort, así como los hechos que aducía para apoyar estas teorías. Vi que de cuando en cuando, mientras caminábamos, la cabeza de mi acompañante se balanceaba, aunque su cara permanecía inexpresiva; era como si estuviese de acuerdo. Y en una ocasión llegó a exclamar.
-Sí, así es. Lo que él dice es así.
Fue al hablar yo de objetos voladores no identificados vistos cerca de Japón durante la última mitad del siglo diecinueve.
-¿Cómo puede afirmar eso? -interrogué.
Se lanzó a una extensa perorata, que podía resumirse así: en el terreno de la astronomía, todo científico que estuviera al día tenía la certeza de que no había vida solamente en la tierra. Por tanto, al igual que se podían concebir cuerpos celestes con formas de vida inferiores a la nuestra, otros podrían dar cabida a formas superiores. Si se aceptaba esta premisa, era perfectamente lógico que los viajes interplanetarios no tuvieran misterios para esas formas superiores y pudiesen, tras décadas de observación, familiarizarse con la Tierra y sus habitantes, así como con los demás planetas hermanos.
-¿Con qué propósito? -le pregunté-. ¿Para hacer la guerra? ¿Para invadirnos?
-Un modo de vida tan desarrollado no tendría necesidad de emplear tales métodos primitivos -señaló-. Nos vigilan, al igual que nosotros vigilamos la luna y escuchamos las señales de radio de los planetas. Nosotros estamos aún en las primeras etapas de la comunicación interplanetaria, y no digamos de los viajes espaciales, mientras que otras razas en estrellas remotas hace mucho que han superado ambas cosas.
-¿Cómo puede hablar con tanta seguridad? -le pregunté entonces.
-Porque estoy convencido de ello. Seguramente habrá conocido a gente que ha llegado a conclusiones similares.
Admití que así era.
-¿Se considera usted un hombre sin prejuicios por lo que respecta al tema?
Admití esto también.
-¿Tanto es así que examinaría ciertas pruebas si le fueran presentadas?
-Ciertamente -repliqué, aunque no debió pasarle inadvertido mi escepticismo.
-Eso está bien -dijo-. Si nos permite a mí y a mis hermanos ir a su casa de la calle Angell, puede ser que le convenzamos de que hay vida en el espacio. No con forma humana, pero vida. Vida de unos seres poseedores de una inteligencia muy superior a la de los hombres más inteligentes.
Me resultaba cómica la magnitud de sus aseveraciones y de sus creencias, pero no lo demostré en ningún momento. Su confidencia me hizo pensar otra vez en el cúmulo de personajes que pueden encontrarse entre los paseantes nocturnos de Providence. El señor Allan era un obseso de sus inauditas convicciones y como todos los obsesos ansiaba hacer proselitismo, convertir a la gente.
-Cuando quiera -dije como invitación-. Cuanto más tarde mejor, para dar tiempo a que mi madre se acueste. Los experimentos no le hacen gracia.
-¿Digamos el próximo lunes por la noche?
-De acuerdo.
A partir de ese momento, mi acompañante no volvió a hablar del tema. Apenas se refirió a otras cuestiones, y de hecho me tocó a mí hablar todo el rato. Evidentemente se aburría; no habíamos recorrido tres manzanas cuando llegamos a un callejón y allí el señor Allan se despidió de mí bruscamente, se volvió hacia el callejón y se lo tragó la oscuridad. ¿Estaría su casa al final del callejón?, pensé. De no ser así, tendría que salir inevitablemente por el otro extremo. Impulsivamente corrí alrededor de la manzana y me puse a esperar en una calle paralela, en las sombras. Desde allí podía observar la entrada del callejón sin ser visto. El señor Allan salió tranquilamente del callejón antes de que me diera tiempo a recobrar la respiración. Esperaba que continuase a través del callejón, pero no fue así; bajó por la calle, y acelerando un poco el paso, continuó su camino. Movido por la curiosidad, le seguí, procurando mantenerme oculto. Pero el señor Allan nunca se volvió a mirar. Con la mirada fija delante de él, no le vi dirigir la vista ni una sola vez siquiera a derecha o izquierda. Se dirigía claramente a un sitio determinado que sólo podía ser su casa, pues ya era más de medianoche. Me fue fácil seguir a mi acompañante. Conocía bien estas calles, las conocía desde mi niñez. El señor Allan se dirigía al Seekonk, y mantuvo esta ruta, sin desviarse, hasta que llegó a una zona de Providence. Una vez allí, se dirigió hacia una casa hace ya tiempo deshabitada. Se introdujo en ella, y no le volví a ver. Aguardé un poco más, esperando ver alguna luz encenderse en la casa, pero no fue así, y llegué a la conclusión de que se había acostado.
Afortunadamente me había mantenido en las sombras, puesto que al parecer el señor Allan no se había acostado. Parecía que había pasado por la casa y rodeado la manzana entera, pues de repente le vi acercarse a la casa, en la dirección en que habíamos venido, y una vez más pasó por delante del lugar en que me ocultaba, y se introdujo en la casa, de nuevo sin encender ninguna luz. Esta vez, ciertamente, se quedó dentro. Esperé unos cinco minutos, quizá más; entonces di media vuelta y me encaminé hacia mi casa de la calle Angell, convencido de haber hecho lo mismo que el señor Allan la noche en que nos conocimos: me había seguido. Sí, había llegado a la conclusión de que nuestro encuentro esta noche no había sido fruto del azar, sino premeditado. Sin embargo, algunas manzanas más allá, me sorprendí al ver que él, Allan, se acercaba en dirección a mí, procedente de la calle Benefit. Traté de explicarme cómo se las había arreglado para dejar la casa otra vez y dar un rodeo hasta conseguir caminar derecho hacia mí. Quise imaginar en vano la ruta que pudo haber tomado para lograrlo. El caso es que pasó a mi lado sin aparentar reconocerme. Pero no cabía duda: era él. La misma semejanza con Poe le distinguía de cualquier otro caminante nocturno. Ahogué su nombre en mi boca y me volví para mirarle. En ningún momento volvió la cabeza, y caminó hacia adelante, dirigiéndose con paso seguro hacia el lugar que yo había dejado momentos antes. Le vi desaparecer mientras intentaba en vano, todavía, trazar en mi mente la ruta que tendría que haber tomado, en medio de los vericuetos y callejuelas tan familiares para mí, para hacer posible que me tropezase de nuevo con él cara a cara.
Vamos a ver: nos habíamos encontrado en la calle Angell, luego caminamos hacia Benefit y el norte, y nos volvimos hacia el río otra vez. Tenía que haber corrido mucho para poder dar la vuelta y regresar. ¿Y a que propósito obedecía seguir semejante ruta? Me dejó totalmente perplejo, especialmente porque ni siquiera había dado muestras de conocerme, como si fuésemos completamente extraños. Pero si los acontecimientos de la noche me habían dejado tan confundido, más lo estaba aún al encontrarme con Rose en el Ateneo la noche siguiente. Me esperaba, y corrió hacia mí en cuanto me vio.
-¿Has visto al señor Allan? -me preguntó.
-Ayer por la noche -le respondí, y habría continuado con la explicación de los hechos de no haber vuelto a hablar ella.
-¡Yo también! Me acompañó desde la biblioteca a casa.
Me callé lo que iba a decir y le escuché. El señor Allan había estado esperando a que saliese de la biblioteca. La había saludado y le había preguntado si podía pasear con ella. Anduvieron durante una hora, pero sin hablar mucho. Lo poco que dijeron fue muy superficial: vaguedades referentes a las antigüedades de la ciudad, la arquitectura de algunas casas, y cuestiones similares, de interés para quien sintiera curiosidad por los aspectos históricos de Providence. Luego la acompañó a casa. Ella había estado con el señor Allan en un lugar de la ciudad a la vez que yo había estado con él en otro. Ninguno de nosotros teníamos la menor duda respecto a la identidad de nuestro acompañante.
-Le vi después de medianoche -dije.
Era parte de la verdad, pero no toda. Esta extraordinaria coincidencia debía de tener alguna aplicación lógica, aunque no estaba dispuesto a discutirla con Rose, para que no se alarmase. El señor Allan había hablado de «sus hermanos»; entraba dentro de lo posible que el señor Allan tuviese un gemelo idéntico. Pero ¿qué explicación cabía para lo que obviamente resultaba decepcionante? Uno de nuestros acompañantes no era, no podía ser el mismo señor Allan con quien previamente habíamos paseado. Pero ¿cuál de ellos? Yo estaba seguro de que mi acompañante era el mismo señor Allan al que habíamos conocido dos noches antes. Sin darle importancia, y en vista de las circunstancias, hice a Rose algunas preguntas en relación con la identidad de su acompañante, a ver si en algún momento de nuestro diálogo salía a relucir si era el mismo al que había visto yo. No dudaba en absoluto; estaba plenamente convencida de que su acompañante era el mismo hombre que había paseado con nosotros dos noches antes; pues al parecer incluso había hecho varias referencias al paseo nocturno anterior. No tenía motivos para dudar, y yo preferí callarme. Había un extraño misterio aquí: los hermanos tenían alguna razón oculta para interesarse por nosotros. Había una razón distinta a la de compartir nuestro interés por los paseantes de la ciudad y por los lugares desconocidos que se desvelan únicamente con el crepúsculo y se desvanecen otra vez, desapareciendo con el amanecer. Sin embargo, mi compañero de la víspera se había citado conmigo, mientras que el de Rose, que yo supiera, no había planeado otro encuentro con ella. Pero ¿por qué había esperado a encontrarse con ella? Esta línea de investigación no era válida ante la evidencia de que ninguno de los seres con quienes me encontré anoche, después de haber dejado a mi compañero en su casa, podía haber acompañado a Rose, pues ella vivía muy lejos del lugar en que por última vez me crucé con el extraño individuo; no podía haber tenido tiempo de dejarla en la puerta de su casa y, simultáneamente, encontrarse conmigo casi al otro extremo de la ciudad. Una inquietante sensación comenzó a invadirme. ¿Eran quizá tres Allan -todos idénticos-, trillizos? ¿O cuatro? No, seguramente el segundo señor Allan que me encontré la noche anterior era el mismo con quien habíamos estado paseando hasta el cementerio dos noches antes. El que sí podía ser otro era el de mi tercer encuentro. Por mucho que intentase pensar en ello, el rompecabezas continuaba sin resolverse. Aguardaba con cierto ánimo desafiante la cita del lunes por la noche con el señor Allan, para la que sólo faltaban dos días.
III.
Aun así, no estaba bien preparado para la visita del señor Allan y sus hermanos en la noche del lunes siguiente. Llegaron a la diez y cuarto; mi madre acababa de subir a acostarse. Esperaba, como máximo, a tres personas. Eran siete. Y tan parecidos como los guisantes en una vaina, tanto que no era capaz de distinguir entre ellos al señor Allan con quien había paseado dos veces por las nocturnas calles de Providence, aunque deduje que era el que hablaba del grupo Se encaminaron al salón, y el señor Allan inmediatamente se dispuso a colocar las sillas en semicírculo. Le ayudaban sus hermanos, mientras él murmuraba algo acerca de la «naturaleza del experimento». A decir verdad, yo estaba aún demasiado sorprendido e inquieto con la apariencia de los siete hombres idénticos, tan pasmosamente semejantes a Edgar Allan Poe, como para darme verdadera cuenta de lo que se decía. Pude observar también, a la luz de mi lámpara de gas Welsbach, que los siete eran de una complexión pálida, cerúlea, no hasta el punto de dudar que fuesen de carne y hueso como yo, pero sí para pensar que a todos les aquejaba algún tipo de enfermedad, anemia quizá, o que algún mal hereditario había dejado sus rostros carentes de color. Sus ojos eran muy negros y parecían mirar fijamente, aunque sin ver. Pero no se trataba de un defecto de percepción; era como si viesen gracias a un extrasentido invisible para mí. La sensación que experimenté no era predominantemente de miedo, sino de abrumadora curiosidad mezclada con una cada vez mayor intuición de algo extremadamente desconocido no sólo para mi experiencia, sino para mi propia existencia.
Pocas cosas reseñables habían sucedido hasta el momento entre nosotros. Pero en cuanto el semicírculo se completó, y mis visitantes se sentaron, el que llevaba la voz cantante me señaló una silla situada dentro del semicírculo y de cara a los hombres sentados.
-¿Quiere tomar asiento aquí, señor Phillips? -preguntó.
Hice lo que me indicaba y me encontré con que me había convertido en el centro de todas las miradas. Más que el objeto, el foco de sus miradas: los siete hombres no parecían mirarme a mí, sino mirar a través de mí.
-Nuestra intención, señor Phillips -dijo el que llevaba la voz cantante, a quien tomé por el caballero con quien me había encontrado en la calle Benefit- es producir en usted ciertas impresiones de vida extraterrestre. Todo lo que tiene que hacer es relajarse y ser receptivo.
-Estoy listo -dije.
Creí que iban a pedirme que amortiguase la intensidad de la luz, cuestión que forma parte integrante de este tipo de sesiones, pero no lo hicieron. Esperaron un rato en silencio, un silencio sólo roto por el tic-tac del reloj del hall y el alejado murmullo de la ciudad, y entonces comenzaron algo que sólo puedo describir como un cántico, un tarareo bajo, no desagradable, casi arrullador, que aumentaba en volumen y era interrumpido por sonidos que imaginé palabras aunque no podía distinguir ninguna. La canción que cantaban, y la forma en que cantaban, eran indescriptibles, extrañas; en clave menor, los intervalos de los tonos no se parecían a ningún sistema de música terrestre que pudiera serme familiar, aunque me parecía más oriental que occidental.
Tuve poco tiempo para percatarme de la música, pues pronto me sobrecogió una sensación de profundo malestar. Las caras de los siete hombres se tomaron difusas y se fundieron en un rostro borroso. Tuve la intolerable sensación de que me barría el paso de miles de años de tiempo. Llegué a la conclusión de que algún tipo de hipnosis era responsable de mi estado, pero me daba igual; la experiencia a la que me estaba sometiendo era totalmente nueva y no desagradable, aunque había en ella una nota discordante, como de algún mal acechando detrás de las relajantes sensaciones que se acumulaban y me arrastraban. Gradualmente, la lámpara, las paredes y los hombres que tenía delante se emborronaron y desvanecieron. Me daba cuenta de que todavía estaba en mi casa de la calle Angell, pero al mismo tiempo presentía que de alguna forma había sido trasladado a otros lugares, y empezó a manifestarse un sentimiento de alarma ante el desconocimiento de lo que me rodeaba, así como de repulsión y alienación. Era como si temiese la pérdida del conocimiento en un lugar extraño, sin medios para volver a la tierra, pues lo que presenciaba era una escena extraterrestre, de unas proporciones de grandeza y magnificencia incomprensibles para mí.
Vastas panorámicas del espacio se arremolinaban ante mí en una dimensión desconocida, y en el centro veía una colección de cubos gigantes, esparcidos en una ensenada de agitada radiación violeta. Entre ellos se movían otras figuras enormes, cambiantes, unos conos rugosos cuya talla alcanzaba los diez pies de altura y que reposaban sobre su base compuesta de un material semielástico, con escamas y bultos. De sus ápices salían cuatro miembros flexibles, cilíndricos, cada uno por lo menos de un pie de ancho, y de una sustancia similar, aunque más parecida a la carne, a la de los conos. Estos eran los supuestos cuerpos de los miembros que los coronaban. Según pude observar, tenían la capacidad de contraerse y dilatarse algunas veces hasta alcanzar una medida de largo similar a la altura del cono al que estaban adheridos. Dos de estos miembros tenían unas enormes garras en el extremo, mientras que un tercero llevaba una cresta de cuatro apéndices rojos con forma de trompeta, y el cuarto acababa en un globo amarillo de dos pies de diámetro, en medio del cual había tres enormes ojos, de un ópalo oscuro, que, dada su posición en el miembro elástico, podían volverse en cualquier dirección. Fue una escena que me causó gran fascinación, pero al mismo tiempo me inspiraba una repelencia atroz, dada la absoluta extrañeza y el aura de temibles descubrimientos que se desprendía de ella. Con mayor claridad y distinción, pude ver las figuras moverse: parecían atender a los grandes cubos; logré ver que sus extrañas cabezas estaban coronadas por cuatro grandes tallos grises con apéndices similares a unas flores y que, en su parte inferior, ostentaban ocho tentáculos sinuosos y elásticos, del color verde alga, constantemente agitados en un movimiento de serpentina. Esos tentáculos se dilataban y se contraían, se alargaban y se acortaban; azotaban de un lado a otro como si tuviesen una vida independiente de aquella que animaba a los conos, que parecían más perezosos. La escena estaba bañada en un descolorido resplandor rojo, como el de un sol moribundo que, habiendo perdido a su planeta, hubiese ocupado ahora el lugar de la radiación violeta de la ensenada.
Me causó un indescriptible impacto; era como si se me hubiese permitido mirar a otro mundo, un mundo increíblemente mayor que el nuestro, diferente al nuestro por distintos valores antipódicos y formas de vida, y lejos del nuestro en el tiempo y el espacio; y mientras miraba a este vasto mundo, me di cuenta -como si este conocimiento estuviera introduciéndose en mí por algún sistema psíquico- que contemplaba una raza destinada a morir, una raza que tenía que escapar de su planeta o morir. Espontáneamente, intuí la amenaza de un mal, y con un rápido y violento esfuerzo, me deshice del hechizo del cántico que me tenía apresado, exterioricé la excitación del miedo que me poseía, irrumpí en un grito de protesta y me levanté mientras la silla en que estaba sentado se caía hacia atrás estrepitosamente.
De inmediato la escena que discurría ante mis ojos se desvaneció y la habitación volvió a enfocarse. Enfrente de mí estaban sentados mis visitantes, los siete caballeros parecidos a Poe, impasibles y silenciosos. los sonidos que habían emitido, el tararear y las extrañas palabras y ruidos tonales, habían cesado. Me calmé y mi pulso se hizo más pausado.
-Lo que ha visto, señor Phillips, era una escena de otra estrella lejana -dijo el señor Allan-, muy alejada en el espacio. De hecho, pertenece a otro universo. ¿Le ha convencido?
-¡Basta ya! -grité.
No podía decir si mis visitantes se divertían o me despreciaban; no tenían expresión alguna, incluido su portavoz, que se limitó a inclinar la cabeza levemente y decir:
-Nos vamos, entonces, con su permiso.
Y silenciosamente, uno tras otro, desfilaron por la puerta que daba a la calle Angell.
Aquella experiencia me había dejado una impresión sumamente desagradable. No poseía pruebas de haber visto algo de otro planeta, pero podía atestiguar que había sido preso de una extraordinaria alucinación, indudablemente por influencia hipnótica. ¿Pero cuál era su razón de ser? Lo pensé mientras ordenaba el salón. No me era posible aducir ninguna razón sólida para demostrar lo que había presenciado. Era incapaz de negar que mis visitantes habían mostrado poseer facultades extraordinarias. Pero ¿con qué fin? Tenía que admitir que me confundía tanto la aparición de nada menos que siete hombres idénticos, como la experiencia alucinante que acababa de vivir. Quintillizos, era posible, sí, ¿pero alguien había oído hablar de siete gemelos? Tampoco eran usuales los nacimientos múltiples de niños idénticos. Y sin embargo había siete hombres poco más o menos de la misma edad e idénticos en apariencia, de cuya existencia no cabía la más mínima explicación. Tampoco tenía ningún significado palpable la escena que había presenciado durante la demostración. De alguna forma había comprendido que los grandes cubos eran seres vivos y sensibles para quienes la radiación violeta era como la vida: me di cuenta de que las criaturas de los conos les servían en alguna forma, pero nada había descubierto que lo demostrase. La visión entera carecía de sentido: era una de esas escenas que podía haber sido creada por una imaginación altamente organizada, y telepáticamente dirigida a un sujeto que se prestase a ello, como, por ejemplo, yo mismo. Era ridículo demostrar así la existencia de vida extraterrestre; lo único que demostraba era que yo había sido víctima de una alucinación inducida. Pero, una vez más, se trataba de un círculo vicioso. Como alucinación, no tenía razón de ser. Y sin embargo, esa noche no conseguí evitar una insistente inquietud que me atenazó durante largo tiempo, hasta que pude dormir.
IV.
Lo raro es que mi malestar fue en aumento a medida que transcurría la mañana siguiente. Pese a estar acostumbrado a las curiosidades humanas, a los frecuentes e increíbles personajes y las extrañas cosas que encontraba en mis paseos nocturnos por Providence, las circunstancias que rodeaban al señor Allan y sus hermanos, todos tan parecidos a Poe, eran tan extraordinarias que no podía quitármelos de la mente. Instintivamente, dejé mi trabajo esa tarde y me dirigí a la casa del callejón a orillas del Seekonk, dispuesto a enfrentarme con mi acompañante nocturno. Pero la casa, cuando llegué a ella, tenía aspecto de estar totalmente desierta; cortinas raídas colgaban por el antepecho de las ventanas y, en torno, todo era cenizas de abandono.
Sin embargo, llamé a la puerta y esperé. No hubo respuesta. Llamé otra vez.
No parecía haber nadie dentro de la casa. Arrastrado por la curiosidad, intenté abrir la puerta. Y se abrió nada más tocarla. Dudé aún, y miré a mi alrededor. No había nadie a la vista; por lo menos dos de las casas de la vecindad estaban desocupadas. Y si me estaban vigilando, yo no lo notaba. Abrí la puerta y entré en la casa. Permanecí de pie durante un momento con mi espalda contra la puerta, para acostumbrarme a la oscuridad crepuscular que llenaba las habitaciones. Entonces anduve cautelosamente a través del pequeño vestíbulo hacia la habitación contigua, una salita llena de muebles tapizados por lo menos veinte años antes. Ni rastro de seres humanos, aunque existían indicios de que no hacía mucho alguien había andado por allí y había dejado huellas en el polvo visible del suelo sin alfombras. Crucé la habitación y entre en un pequeño comedor. Lo crucé también, y me encontré en una cocina. Al igual que el resto de las habitaciones tenía pocas trazas de haber sido utilizada, pues no había nada de comida, y la mesa parecía que no se había usado en años. Pero aquí también había un gran número de huellas que demostraban que la casa estaba habitada. Y la escalera demostraba asimismo un uso intenso. Pero fue en la parte posterior de la casa donde descubrí lo que mayor desasosiego me produjo. Esta parte del edificio consistía en una gran habitación, aunque era evidente que antiguamente habían sido tres, pues en las paredes quedaban sin enfoscar los agujeros de los tabiques que las habían separado. Vi esto con el rabillo del ojo, pues lo que había en el centro de la habitación atraía poderosamente mi atención. Una luz violeta bañaba la habitación, un suave resplandor que emanaba de una especie de largo bloque introducido en un cristal, rodeado, junto a un segundo bloque, similar y apagado, de maquinaria de una clase que nunca había visto antes, excepto en mis sueños.
Entré cautelosamente en la habitación, alerta por si alguien interrumpía mi intromisión. Nadie ni nada se movió. Me acerqué más a la caja de cristal encendida de violeta. Había algo dentro de ella, aunque al principio no me percaté de esto, pues me fijé en que estaba sobre una reproducción de tamaño natural de Edgar Allan Poe, iluminada, como todo lo demás, por la misma luz violeta. No podía determinar su origen, excepto que estaba envuelta en una sustancia parecida al cristal que formaba el envase. Pero cuando finalmente me di cuenta de qué era lo que había encima de la reproducción de Poe, casi grité de miedo, pues era una miniatura, una exacta reproducción de uno de esos conos rugosos que sólo había visto ayer por la noche en la alucinación a la que había sido inducido en mi casa de la calle Angell. ¡Y el sinuoso movimiento de los tentáculos de su cabeza -o lo que yo creía que era su cabeza- evidenciaba indiscutiblemente que estaba vivo!
Me retiré rápidamente con una ojeada al otro envase para asegurarme de que estaba vacío y sin ocupar, aunque conectado por muchos tubos metálicos al otro que estaba paralelo a él; me fui rápidamente haciendo el menor ruido posible, pues estaba convencido que los hermanos de la noche dormían arriba y en mi confusión por esta inexplicable revelación que situaba mi alucinación de la noche anterior en otras coordenadas, no quería encontrarme con nadie. Me fui de la casa sigilosamente, aunque me pareció ver la sombra de una de esas caras tan parecidas a la de Poe en una de las ventanas superiores. Corrí a lo largo de las calles que unían el Seekonk con el río Providence, corrí durante muchas manzanas antes de ponerme a caminar más despacio, pues empezaba a llamar la atención en mi loca carrera.
Mientras caminaba, intentaba poner en orden mis caóticos pensamientos. No podía dar ninguna explicación a lo que había visto, pero sabía intuitivamente que me había topado con un peligro amenazante demasiado oscuro y repelente, y quizá demasiado vasto para poder comprenderlo. Busqué un significado pero no pude hallar ninguno; nunca había tenido una preparación muy científica, aparte de la química y la astronomía, de modo que no estaba preparado para comprender el empleo de máquinas tan grandes como las que había visto en esa casa alrededor de ese bloque encendido de violeta donde estaba el cono rugoso en cálida y animadora radiación portadora de vida. De hecho no era capaz de asimilar siquiera la misma maquinaria, pues sólo existía una remota similitud con algo que podía haber visto antes, como la dínamo de una central eléctrica. Estaban todas las máquinas conectadas de algún modo a los dos bloques, y a los envases de cristal -si el material era cristal-, uno ocupado, el otro vacío y oscuro, también unidos entre sí por unos tubos.
Pero había visto suficiente para convencerme de que el oscuro clan fraternal que caminaba por las calles de Providence durante la noche con vestimenta y aspecto de Edgar Allan Poe paseaba por motivos diferentes a los míos; los suyos no eran simple curiosidad acerca de los personajes nocturnos, de los colegas paseantes de la noche. Quizá la oscuridad era su estado más natural, al igual que la luz del sol era la de la mayoría de las personas; pero sus motivos eran siniestros, no podía dudarlo. Sin embargo, no lograba imaginarme lo que iba a suceder después. Por fin dirigí mis pasos hacia la biblioteca, con la vaga esperanza de tropezarme con algo que me diese una clave para llegar a comprender lo que había visto. Pero nada. Por mucho que busqué no encontré clave alguna, ningún indicio, aunque leí atentamente toda referencia concebible -incluso las de la estancia de Poe en Providence- a mi alcance sobre los estantes, y dejé la biblioteca tarde, tan desconcertado como cuando había llegado.
Quizá era inevitable que volviese a encontrarme con el señor Allan otra vez esa noche. No había forma de saber si mi visita a su casa había sido observada, a pesar de que creía haber visto a un observador en la ventana de arriba en el momento de mi huida, cuando estaba algo turbado. Pero esa sospecha mía no debía de tener fundamento alguno, pues cuando me encontré con el señor Allan más tarde, y le saludé en la calle Benefit, no había nada en su actitud o en sus palabras que dejase notar su posible conocimiento de mi intromisión. Ahora bien, yo ya conocía su habilidad para mantener su rostro impermeable a toda expresión: humor, disgusto, incluso enfado o irritación eran ajenos a sus facciones, que nunca abandonaban esa máscara introspectiva que caracterizaba a Poe.
-Espero que se haya recuperado de nuestro experimento, señor Phillips -dijo, después de intercambiar las frases de costumbre.
-Totalmente -le contesté, aunque no era cierto. Añadí algo acerca de un repentino marco, que había precipitado el final del experimento.
-Es uno de los mundos exteriores lo que vio, señor Phillips -continuó el señor Allan-. Son muchos. Cien mil por lo menos. La vida no es propiedad exclusiva de la Tierra. Tampoco la vida en forma de seres humanos. La vida toma muchas formas en otros planetas y estrellas, formas que aparecerían extrañas para los humanos, al igual que la vida humana resulta extraña a esas otras formas de vida.
Por una vez, el señor Allan se mostraba singularmente comunicativo, y yo tenía poco que decir. Estaba claro, creyese yo o no que lo que había visto era una alucinación -incluso ante el descubrimiento que había hecho en casa de mi acompañante- que él creía sin la menor reserva en lo que decía. Hablaba de muchos mundos, como si le fuesen familiares todos ellos. En un momento dado habló casi con reverencia de ciertas formas de vida, particularmente de aquellas que tenían una asombrosa capacidad de adaptación para tomar las formas de vida de otros planetas en su incesante búsqueda de las condiciones necesarias para su existencia.
-La estrella que vi -le interrumpí- estaba muriéndose.
-Sí -dijo simplemente.
-¿La ha visto usted?
-La he visto, señor Phillips.
Le escuché con alivio. Ya que era imposible que ningún hombre pudiese ver la vida propia del espacio exterior, lo que yo había experimentado no era más que la transmisión de una alucinación del señor Allan y sus hermanos. Comunicación telepática, ciertamente, ayudada con una especie de hipnosis que no había experimentado antes. Aun así no podía deshacerme de la inquietante sensación de peligro que rodeaba a mi acompañante nocturno, ni del malestar que se había apoderado de mí, pues aquella explicación que me había apresurado a aceptar resultaba sumamente ingenua. En cuanto pude, presenté mis excusas al señor Allan y me marché. Me fui de prisa y directamente al Ateneo con la esperanza de encontrar a Rose Dexter, pero ya se había marchado, si es que estuvo allí. Fui al teléfono público del edificio y la llamé a su casa. Contestó Rose, y confieso que sentí al instante una sensación de alivio.
-¿Has visto al señor Allan esta noche? -le pregunté.
-Sí -replicó-. Pero sólo unos instantes. Iba camino de la biblioteca.
-Yo también le he visto.
-Me pidió que fuese a su casa alguna noche para ver un experimento -continuó.
-No vayas -le dije en seguida.
Hubo un largo silencio al otro lado del teléfono.
-¿Por qué no?
Desafortunadamente no me di cuenta del acento de crueldad que había en su voz.
-Sería preferible que no fueras -dije con toda la firmeza que pude.
-¿No cree, señor Phillips, que soy yo quien debe decidirlo?
Me apresuré a asegurarle que yo no era quién para juzgar sus acciones; sólo le sugería que podría ser peligroso ir.
-¿Por qué?
-No puedo decírtelo por teléfono -contesté, plenamente convencido de que sonaba a tonto, y de que a la vez era cierto que no podría poner en palabras todas las terribles sospechas que habían empezado a aparecer en mi mente, pues eran tan fantásticas, tan extrañas, que nadie se las creería.
-Lo pensaré -dijo quebradamente.
-Intentaré explicártelo cuando te vea -le prometí.
Me dio las buenas noches y colgó con una intransigencia que no presagiaba nada bueno y que me dejó profundamente preocupado.
V.
Llego ahora al final de los apocalípticos acontecimientos concernientes al señor Allan y al misterio que rodeaba la casa en el olvidado callejón. Dudo en ponerlos aquí, incluso ahora, pues sé de sobra que el cargo que ya pesa contra mí se agravaría y daría lugar a serias dudas con respecto a mi salud mental. Pero no me queda otro remedio. De hecho, el futuro entero de la humanidad, el curso de todo lo que llamamos civilización, puede verse afectado por lo que pueda o no pueda escribir acerca de esta cuestión. Los acontecimientos culminantes se desarrollaron con rapidez tras la conversación mantenida con Rose Dexter, ese insatisfactorio intercambio telefónico. Tras un día de trabajo inquietante y lleno de desasosiego, llegué a la conclusión de que tenía que dar una explicación justificativa a Rose. A la noche siguiente, fui temprano a la biblioteca, donde solía encontrarme con ella, y me coloqué en un lugar desde el que podía ver la entrada principal. Allí esperé durante más de una hora hasta que se me ocurrió que a lo mejor no iba a la biblioteca aquella noche. Otra vez recurrí al teléfono, con intención de preguntarle si podía acercarme a verla para explicarle lo de la noche anterior. Fue su cuñada, y no Rose, quien contestó al teléfono. Rose había salido
-Un caballero la llamó.
-¿Le conoce usted? -pregunté.
-No, señor Phillips.
-¿Oyó su nombre?
No lo había oído. De hecho sólo le había visto parcialmente cuando Rose salió presurosa a encontrarse con él, pero ante mi insistencia admitió que el caballero que había llamado a Rose tenía bigote. ¡El señor Allan! No necesitaba averiguar más. Colgué y durante unos momentos no supe qué hacer. Quizá Rose y el señor Allan se dedicaban solamente a pasear a lo largo de la calle Benefit. Pero tal vez habían ido a esa casa misteriosa. Sólo pensar en ello me llenó de una aprensión tal que me hizo perder la cabeza. Salí de la biblioteca y me dirigí a casa. Eran las diez cuando llegué a la casa de la calle Angell. Afortunadamente mi madre se había acostado, de modo que pude coger la pistola de mi padre sin molestarla. Una vez cargada, caminé apresuradamente a través de una Providence invadida por la noche, manzana tras manzana, hacia la orilla del Seekonk y el callejón en que estaba la extraña casa del señor Allan, sin percatarme del espectáculo que, para otros paseantes nocturnos, representaba la prisa incontrolada con la que caminaba. De todos modos, no me importaba, pues quizá la vida de Rose estaba en peligro, y más allá de eso, poco definido, rondaba un mal más espantoso aún y mayor. Cuando llegué a la casa en que había desaparecido el señor Allan, me sorprendieron su soledad y sus ventanas oscuras. Aturdido, dudaba en continuar, y esperé durante un minuto o dos para tomar aire y tranquilizar mi pulso. Entonces, siempre en las sombras, me moví silenciosamente hacia la casa, vigilando el menor rayo de luz.
Di la vuelta a la casa desde la puerta delantera a la trasera. No se veía el más mínimo rayo de luz. Pero sí podía oírse un tararear bajo, un sonido vibrante, como el silbido de un cable respondiendo al viento. Crucé hacia un extremo de la casa, y ahí vi indicios de luz, no luz amarilla, como de una lámpara en el interior, sino una pálida radiación color lavanda que parecía emanar tenuemente de la propia pared. Me retiré, recordando vívidamente lo que había visto en la casa. Pero mi papel no podía ser pasivo. Tenía que saber si Rose estaba en la casa oscura, quizá en aquella misma habitación de la maquinaria desconocida y el envase de cristal con el monstruo dentro de la radiación violeta. Di la vuelta hacia la parte delantera de la casa, y subí los escalones que conducían a la puerta de entrada. De nuevo la puerta estaba abierta. Cedió a la presión de mis dedos. Me paré únicamente para coger la pesada arma en mis manos, empujé la puerta y entré en el vestíbulo. Me detuve un instante para acostumbrar mis ojos a la oscuridad; ahí de pie, percibía mejor el sonido tarareante que había oído, y algo más: el mismo tipo de cántico que me había dejado en estado hipnótico cuando fui testigo de la turbadora visión que supuestamente era la vida en otro mundo.
Me di cuenta de su significado inmediatamente. Pensé que Rose estaría con el señor Allan y sus hermanos, pasando por una experiencia similar. ¡Ojalá no hubiese sido más que eso! Pues cuando entré en la gran habitación de la parte trasera de la casa, vi algo que para siempre se quedará grabado en mi mente. Alumbrada la habitación por la radiación del envase de cristal, podía ver al señor Allan y sus hermanos postrados en el suelo alrededor de los dos envases, entregados a su cántico. Detrás de ellos, junto a la pared, yacía -en su tamaño natural- la reproducción de Poe que yo había visto bajo la extraña criatura en el envase de cristal bañado por la radiación violeta. Pero no era el señor Allan y sus hermanos lo que me produjo el profundo shock y me repelió. ¡Fue lo que vi en los envases de cristal! En el que daba resplandor a la habitación con su pulsante y agitada radiación violeta, estaba Rose Dexter, completamente vestida, y ciertamente bajo hipnosis. Y encima de ella estaba, alargado y con sus tentáculos azotando furiosamente, la figura de cono rugoso que la última vez había visto encogerse sobre la silueta de Poe. Y en el envase que se conectaba -casi me espanta anotarlo aquí-, yacía, idéntica en todos los detalles, ¡un duplicado perfecto de Rose Dexter!
Lo que ocurrió a continuación estaba confuso en mi mente. Sé que perdí el control, que disparé a ciegas contra los envases de cristal, intentando romperlos. Sé que le di a uno o a ambos, pues el impacto de la radiación se desvaneció, la habitación quedó sumida en la oscuridad, gritos de miedo y de alarma por parte del señor Allan y sus hermanos, y entre la sucesión de explosiones de la maquinaria, corrí hacia adelante y cogí a Rose Dexter. No sé cómo, alcancé la calle con Rose. Miré hacia atrás y vi que las llamas aparecían en las ventanas de la maldita casa, y entonces, inesperadamente, la pared norte se derrumbó, y algo -un objeto que no pude identificar- salió de la casa en llamas y se esfumó en el cielo. Salí corriendo, con Rose en mis brazos. Una vez que recuperó el sentido, Rose se puso histérica, pero al fin logré calmarla y se quedó callada, sin querer decir nada. En silencio la llevé a casa. Sabía lo terrible que tenía que haber sido su experiencia, y estaba dispuesto a no decir nada hasta que se hubiese recuperado totalmente. En el curso de la semana siguiente, pude darme cuenta con toda claridad de lo que había ocurrido en la casa del callejón, pero el delito de incendio -del que me culpaban, en lugar de otro mucho más serio, por la pistola que había abandonado en la casa ardiendo- había cegado a la policía y rechazaban cualquier interpretación de los hechos que tuvieran algo que ver con cuestiones extraterrestres. He insistido en que viesen a Rose Dexter cuando estuviese recuperada y pudiese hablar, y desease hacerlo. No puedo hacerles entender lo que yo ahora comprendo perfectamente. Pero los hechos están ahí, indiscutibles. Dicen que la carne achicharrada encontrada en la casa no es humana, al menos la mayor parte de ella no lo es. ¿Podían esperar otra cosa? ¿Siete hombres parecidos a Edgar Allan Poe? ¡Tienen que comprender que lo que había dentro de la casa procedía de otro mundo, de un mundo agonizante, que pretendía invadir y tomar posesión de la Tierra reproduciéndose con forma humana! Tienen que saber que el primer modelo humano elegido por esos seres para reencarnarse había sido, por casualidad, Poe, escogido porque ignoraban que no representaba el tipo medio de hombre. Y han de saber, como yo llegué a saber, que el cono rugoso provisto de tentáculos, en la radiación violeta, era el origen de su forma material, y que la maquinaria y los tubos -que decían habían quedado demasiado estropeados por el incendio para poder identificarlos, ¡como si hubiesen podido identificar su función aun sin estar destrozados!-creaba, a partir del material suministrado por el cono en la luz violeta, material que simulaba carne, unas criaturas con forma humana y parecidas a Poe.
El propio «señor Allan» me proporcionó la clave, aunque no lo supe entonces, cuando le pregunté por qué la humanidad era objeto de escrutinio interplanetario: «¿Para hacer la guerra? ¿Para invadimos?»; y respondió: «Una forma de vida tan desarrollada no tendría necesidad de utilizar métodos tan primitivos». ¿Podía algo servir de explicación mejor que esto para la extraña ocupación de la casa a orillas del Seekonk? Desde luego, era evidente ahora que lo que el «señor Allan» y sus hermanos me ofrecieron en mi propia casa era una visión del planeta de los cubos y los conos rugosos, su planeta. Y seguramente lo más abominable de todo, evidente para cualquier observador imparcial, era la razón por la cual querían a Rose. Pretendían reproducir a su especie en la forma de hombres y mujeres, para poder mezclarse con nosotros, sin ser detectados, sin sospechar de ellos, y lentamente, a lo largo de décadas, quizá de siglos, mientras su mundo moría, tomar y preparar la Tierra para aquellos que viniesen después.
¡Sólo Dios sabe cuántos de ellos puede haber aquí, entre nosotros, incluso ahora! Más tarde. No he podido ver a Rose todavía, esta noche, y no sé si llamarla. Me ocurre algo terrible. Me siento preso de horribles dudas. No lo pensé durante esa terrible experiencia, después de los disparos en la habitación iluminada de violeta, y es ahora cuando he empezado a preguntármelo, y mi preocupación ha ido creciendo hora tras hora, hasta convertirse en insoportable. ¿Cómo puedo estar seguro de que en esos minutos de locura rescaté a la verdadera Rose Dexter? Si lo hice, sin duda, ella me lo confirmará esta noche. Si no lo hice ¡Dios sabe lo que he soltado, sin quererlo, sobre Providence y el mundo!
Extracto de The Providence Journal, 17 de julio:
UNA MUCHACHA DE LA VECINDAD MATA A SU AGRESOR
Rose Dexter, hija del señor Elisha Dexter y señora, del 127 de la calle de Benevolent, repelió y dio muerte ayer noche a un joven al que acusó de haberla agredido. La señorita Dexter fue encontrada en un estado de histeria mientras corría por la calle Benefit, en las cercanías de la Catedral de San Juan, cerca del cementerio donde tuvo lugar el suceso.
Su agresor fue identificado como un viejo amigo, Arthur Phillips..."
H.P. Lovecraft/August Derleth

"Palideciendo, Iván Ivanovitch Panihidin empezó la historia con emoción:
-Densa niebla cubría el pueblo, cuando, en la Noche Vieja de 1883 regresaba a casa. Pasando la velada con un amigo, nos entretuvimos en una sesión espiritualista. Las callejuelas que tenía que atravesar estaban negras y había que andar casi a tientas. Entonces vivía en Moscú, en un barrio muy apartado. El camino era largo; los pensamientos confusos; tenía el corazón oprimido...
"¡Declina tu existencia!... ¡Arrepiéntete!", había dicho el espíritu de Spinoza, que habíamos consultado.
Al pedirle que me dijera algo más, no sólo repitió la misma sentencia, sino que agregó: "Esta noche".
No creo en el espiritismo, pero las ideas y hasta las alusiones a la muerte me impresionan profundamente. No se puede prescindir ni retrasar la muerte; pero, a pesar de todo, es una idea que nuestra naturaleza repele. Entonces, al encontrarme en medio de las tinieblas, mientras la lluvia caía sin cesar y el viento aullaba lastimeramente, cuando en el contorno no se veía un ser vivo, no se oía una voz humana, mi alma estaba dominada por un terror incomprensible. Yo, hombre sin supersticiones, corría a toda prisa temiendo mirar hacia atrás. Tenía miedo de que al volver la cara, la muerte se me apareciera bajo la forma de un fantasma.
Panihidin suspiró y, bebiendo un trago de agua, continuó:
-Aquel miedo infundado, pero irreprimible, no me abandonaba. Subí los cuatro pisos de mi casa y abrí la puerta de mi cuarto. Mi modesta habitación estaba oscura. El viento gemía en la chimenea; como si se quejara por quedarse fuera.
Si he de creer en las palabras de Spinoza, la muerte vendrá esta noche acompañada de este gemido...¡brr!... ¡Qué horror!... Encendí un fósforo. El viento aumentó, convirtiéndose el gemido en aullido furioso; los postigos retemblaban como si alguien los golpease.
"Desgraciados los que carecen de un hogar en una noche como ésta", pensé.
No pude proseguir mis pensamientos. A la llama amarilla del fósforo que alumbraba el cuarto, un espectáculo inverosímil y horroroso se presentó ante mí... Fue lástima que una ráfaga de viento no alcanzara a mi fósforo; así me hubiera evitado ver lo que me erizó los cabellos... Grité, di un paso hacia la puerta y, loco de terror, de espanto y de desesperación, cerré los ojos.
En medio del cuarto había un ataúd.
Aunque el fósforo ardió poco tiempo, el aspecto del ataúd quedó grabado en mí. Era de brocado rosa, con cruz de galón dorado sobre la tapa. El brocado, las asas y los pies de bronce indicaban que el difunto había sido rico; a juzgar pro el tamaño y el color del ataúd, el muerto debía ser una joven de alta estatura.
Sin razonar ni detenerme, salí como loco y me eché escaleras abajo. En el pasillo y en la escalera todo era oscuridad; los pies se me enredaban en el abrigo. No comprendo cómo no me caí y me rompí los huesos. En la calle, me apoyé en un farol e intenté tranquilizarme. Mi corazón latía; la garganta esta seca. No me hubiera asombrado encontrar en mi cuarto un ladrón, un perro rabioso, un incendio...No me hubiera asombrado que el techo se hubiese hundido, que el piso se hubiese desplomado... Todo esto es natural y concebible. Pero, ¿cómo fue a parar a mi cuarto un ataúd? Un ataúd caro, destinado evidentemente a una joven rica. ¿Cómo había ido a parar a la pobre morada de un empleado insignificante? ¿estará vacío, o habrá dentro un cadáver? ¿Y quién será la desgraciada que me hizo tan terrible visita? ¡Misterio!
O es un milagro, o un crimen. Perdía la cabeza en conjeturas. En mi ausencia, la puerta estaba siempre cerrada, y el lugar donde escondía la llave sólo lo sabían mis mejores amigos; pero ellos no iban a meter un ataúd en mi cuarto. Se podía presumir que el fabricante lo llevase allí por equivocación; pero, en tal caso, no se hubiera ido sin cobrar el importe, o por lo menos un anticipo.
Los espíritus me han profetizado la muerte. ¿Me habrán proporcionado acaso el ataúd?
No creía, y sigo no creyendo, en le espiritismo; pero semejante coincidencia era capaz de desconcertar a cualquiera. Es imposible. Soy un miedoso, un chiquillo. Habrá sido una alucinación. Al volver a casa, estaba tan sugestionado que creí ver lo que no existía. ¡Claro! ¿Qué otra cosa puede ser?
La lluvia me empapaba; el viento me sacudía el gorro y me arremolinaba el abrigo. Estaba chorreando... Sentía frío... No podía quedarme allí. Pero ¿adónde ir? ¿Volver a casa y encontrarme otra vez frente al ataúd? No podía ni pensarlo; me hubiera vuelto loco al ver otra vez aquel ataúd, que probablemente contenía un cadáver. Decidí ir a pasar la noche a casa de un amigo.
Panihidin, secándose la frente bañada de sudor frío, suspiró y siguió el relato:
-Mi amigo no estaba en casa. Después de llamar varias veces, me convencí de que estaba ausente. Busqué la llave detrás de la viga, abrí la puerta y entré. Me apresuré a quitarme el abrigo mojado, lo arrojé al suelo y me dejé caer desplomado en el sofá. Las tinieblas eran completas; el viento rugía más fuertemente; en la torre del Kremlin sonó el toque de las dos. Saqué los fósforos y encendí uno. Pero la luz no me tranquilizó. Al contrario: lo que vi me llenó de horror. Vacilé un momento y huí como loco de aquel lugar... En la habitación de mi amigo vi un ataúd...¡De doble tamaño que el otro!
El color marrón le proporcionaba un aspecto más lúgubre... ¿Por qué se encontraba allí? No cabía duda: era una alucinación... Era imposible que en todas las habitaciones hubiese ataúdes. Evidentemente, adonde quiera que fuese, por todas partes llevaría conmigo la terrible visión de la última morada.
Por lo visto, sufría una enfermedad nerviosa, a causa de la sesión espiritista y de las palabras de Spinoza.
"Me vuelvo loco", pensaba, aturdido, sujetándome la cabeza. "¡Dios mío!" "¿Cómo remediarlo?"
Sentía vértigos... Las piernas se me doblaban; llovía a cántaros; estaba calado hasta los huesos, sin gorra y sin abrigo. Imposible volver a buscarlos; estaba seguro de que todo aquello era una alucinación. Y, sin embargo, el terror me aprisionaba, tenía la cara inundada de sudor frío, los pelos de punta...
Me volvía loco y me arriesgaba a pillar una pulmonía. Por suerte, recordé que, en la misma calle, vivía un médico conocido mío, que precisamente había asistido también a la sesión espiritista. Me dirigí a su casa; entonces aún era soltero y habitaba en el quinto piso de una casa grande. Mis nervios hubieron de soportar todavía otra sacudida... Al subir la escalera oí un ruido atroz; alguien bajaba corriendo, cerrando violentamente las puertas y gritando con todas sus fuerzas: "¡Socorro, socorro! ¡Portero!"
Momentos después veía aparecer una figura oscura que bajaba casi rodando las escaleras.
-¡Pagostof!-exclamé, al reconocer a mi amigo el médico-¿Es usted? ¿Qué le ocurre?
Pagastof, parándose, me agarró la mano convulsivamente; estaba lívido, respiraba con dificultad, le temblaba el cuerpo, los ojos se le extraviaban, desmesuradamente abiertos...
-¿Es usted, Panihidin? – me preguntó con voz ronca-. ¿Es verdaderamente usted? Está usted pálido como un muerto... ¡Dios mío! ¿No es una alucinación?
¡Me da usted miedo!...
-Pero, ¿qué le pasa? ¿Qué ocurre?-pregunté lívido.
-¡Amigo mío! ¡Gracias a Dios que es usted realmente! ¡Qué contento estoy de verle! La maldita sesión espiritista me ha trastornado los nervios. Imagínese usted que se me ha aparecido en mi cuarto al volver. ¡Un ataúd!
No lo puedo creer , y le pedí que lo repitiera.
-¡Un ataúd, un ataúd de veras! –dijo el médico creyendo extenuado en la escalera-. No soy cobarde; pero el diablo mismo se asustaría encontrándose un ataúd en su cuarto, después de una sesión espiritista...
Entonces, balbuceando y tartamudeando, conté al médico los ataúdes que había visto yo también. Por unos momentos nos quedamos mudos, mirándonos fijamente. Después para convencernos de que todo aquello no era un sueño, empezamos a pellizcarnos.
-Nos duelen los pellizcos a los dos- dijo finalmente el médico-; lo cual quiere decir que no soñamos y que los ataúdes, el mío y los de usted, no son fenómenos ópticos, sino que existen realmente. ¿Qué vamos a hacer?
Pasamos una hora entre conjeturas y suposiciones; estábamos helados, y, por fin, resolvimos dominar el terror y entrar en el cuarto del médico. Prevenimos al portero, que subió con nosotros. Al entrar, encendimos una vela y vimos un ataúd de brocado blanco con flores y borlas doradas. El portero se persignó devotamente.
-Vamos ahora a averiguar- dijo el médico temblando – si el ataúd está vacío u ocupado.
Después de mucho vacilar, el médico se acercó y, rechinando los dientes de miedo, levantó la tapa. Echamos una mirada y vimos que... el ataúd estaba vacío. No había cadáver; pero sí una carta que decía: "Querido amigo: sabrás que el negocio de mi suegro va de capa caída; tiene muchas deudas. Uno de estos días vendrán a embargarle, y esto nos arruinará y deshonrará. Hemos decidido esconder lo de más valor, y como la fortuna de mi suegro consiste en ataúdes (es el de más fama en nuestro pueblo), procuramos poner a salvo los mejores. Confío en que tú, como buen amigo, me ayudarás a defender la honra y fortuna, y por ello te envío un ataúd, rogándote que lo guardes hasta que pase el peligro. Necesitamos la ayuda de amigos y conocidos. No me niegues este favor.
El ataúd sólo quedará en tu casa una semana. A todos los que se consideran amigos míos les he mandado muebles como éste, contando con su nobleza y generosidad. Tu amigo Tchelustin."
Después de aquella noche, tuve que ponerme a tratamiento de mis nervios durante tres semanas. Nuestro amigo, el yerno del fabricante de ataúdes, salvó fortuna y honra. Ahora tiene un funeraria y vende panteones; pero su negocio no prospera, y por las noches, al volver a casa, temo encontrarme junto a mi cama un catafalco o un panteón".
Anton Chejov

"No sé cuánto tiempo había estado vagando errante en el bote. Hay varios días, y varias noches, que tan sólo recuerdo como espacios vacíos, de gris y de oscuridad, alternándose; y, después de éstos, hubo una fantasmagórica eternidad de delirio y una inmersión indeterminada en el más negro olvido. El agua del mar que me tragué debió revivirme; porque, cuando recuperé el sentido, estaba tumbado sobre el fondo del bote, con la cabeza un poco apoyada en la popa y con seis pulgadas de salmuera lamiéndome los labios. Estaba jadeando y atragantándome a causa de los sorbos que había bebido; el bote se estaba sacudiendo violentamente y le entraba más agua por cada costado a cada sacudida; y podía oír, no muy lejos, el sonido de las rompientes. Intenté incorporarme, y lo conseguí después de un esfuerzo prodigioso. Mis pensamientos y sensaciones se encontraban curiosamente confundidos y me resultaba especialmente difícil orientarme de manera alguna. La sensación física de sed extrema dominaba sobre todo lo demás... Mi boca estaba forrada de un fuego móvil, palpitante..., me sentía atontado, con el resto del cuerpo extrañamente lánguido y hueco. Me resultaba difícil recordar lo que había sucedido; y, durante un momento, ni siquiera me sorprendió el hecho de encontrarme solo en el bote. Pero, incluso para mis atontados y confusos sentidos, el sonido de aquellas rompientes transmitía un claro aviso de peligro; y, sentándome, intenté alcanzar los remos.
Los remos habían desaparecido; pero, en mi estado febril, no era probable que pudiese haber hecho mucho uso de ellos. Miré a mi alrededor y vi cómo el bote estaba siendo arrastrado por el flujo de una corriente que se dirigía a la orilla, por entre dos arrecifes de color oscuro, ocultos a medias por la espuma de las olas. Un acantilado, empinado y árido, se cernía frente mí; pero, al aproximarse el bote, el acantilado pareció partirse milagrosamente, revelando un estrecho canal por el que floté hasta las aguas espejadas de una tranquila albufera. El paso del violento mar exterior al refugio del silencio y el aislamiento, fue no menos abrupto que los cambios de acontecimientos y de paisajes que, con frecuencia, acontecen en un sueño. La albufera era alargada y estrecha, y se alejaba sinuosamente entre dos orillas parejas que estaban bordeadas por vegetación ultra—vegetal. Había muchos helechos de una variedad que nunca había visto y muchas rígidas palmeras gigantescas y arbustos de anchas hojas, más altos que árboles jóvenes. Incluso entonces, me sentí un poco asombrado ante ellos, aunque, mientras el bote se movía hacía la playa más próxima, estaba ocupado principalmente en clarificar y poner en orden mis ideas. Esto me causó más problemas de lo que podría imaginarse.
Aún debía estar un poco atontado; y la salmuera que había bebido no podía haberme sentado demasiado bien tampoco, aunque había ayudado a revivirme. Recordaba, por supuesto, que yo era Mark Irwin, piloto del carguero Auckland, que hacía la ruta entre Callao y Wellington; y demasiado bien me acordaba de la noche en que el capitán Melville me había arrancado de mi litera, desde el sopor sin sueños en que me había arrojado cansadísimo, gritándome que el barco ardía. Recordaba aquel rugiente infierno de llamas y humo a través del cual tuvimos que abrirnos camino hasta la cubierta, sólo para descubrir que la nave era ya irrecuperable, dado que las llamas habían alcanzado el petróleo, que constituía la parte principal de su carga: y, entonces, la rápida botadura de las lanchas bajo el vívido brillo del incendio. La mitad de la tripulación había quedado atrapada en el ardiente castillo de proa; y aquellos de nosotros que escapamos nos vimos obligados a hacerlo sin agua ni provisiones. Habíamos remado durante días en medio de una calma chicha, sin avistar nave alguna, y estábamos sufriendo las torturas de los condenados cuando se había levantado una tormenta. En estas tormentas se habían perdido dos de los botes; y el tercero, que estaba tripulado por el capitán Melville, el segundo piloto, el contramaestre y yo mismo, fue el único que sobrevivió. Pero, en algún momento durante la tormenta, o durante los días y noches de delirio que siguieron, mis compañeros debieron caerse al agua... Al menos esto recordaba, pero todo ello resultaba de algún modo irreal y remoto, y parecía afectar solamente a otra persona que no era la que estaba flotando en dirección a la orilla de las aguas de una tranquila albufera. Me sentía muy contemplativo y distante; y ni siquiera mi sed me molestaba tanto ahora como lo había hecho al despertarme.
No comencé a preguntarme dónde estaba y a hacer conjeturas de sobre qué costas había alcanzado hasta que el bote no llegó a la orilla de una playa de fina arena nacarada. Sabía que nos habíamos encontrado a cientos de millas al sudoeste de la isla de Pascua, la noche del incendio, en una zona del Pacífico donde no hay ninguna otra tierra; y, desde luego, ésta no era la isla de Pascua. ¿Qué podría ser entonces? Me di cuenta, con un cierto sobresalto, de que no debía encontrarse en ninguna ruta cartografiada ni en ningún mapa geológico. Por supuesto, se trataba de una especie de isla; pero no conseguía formarme una idea de su posible extensión; y no tenía manera de decidir de antemano si estaba habitada o deshabitada. A excepción de la lujuriante vegetación, algunos pájaros y mariposas de aspecto raro, y algunos peces de aspecto igualmente raro, no había vida visible en la albufera. Me bajé del barco, sintiéndome muy débil e inestable, bajo la cálida y blanca luz solar que se vertía sobre todo como una inmóvil catarata universal. Mi primera idea fue buscar agua potable; y me adentré al azar entre los grandes helechos, separándolos con gran esfuerzo, apoyándome en ocasiones contra sus troncos para evitar caerme. Veinte o treinta pasos, sin embargo, y llegué hasta un fino riachuelo que saltaba cristalino desde un bajo desnivel, formando un plácido estanque donde el musgo, de diez pulgadas, y anchas floraciones, parecidas a anémonas, se reflejaban. EI agua estaba fría y dulce; bebí profundamente, y noté el alivio de su frescura empapar todos mis resecos tejidos.
Entonces, comencé a buscar a mi alrededor alguna clase de fruta comestible. Cerca del riachuelo, encontré un arbusto que arrastraba su carga de drupas amarillo salmón sobre los musgos gigantes. No pude identificar la fruta; pero su aspecto era delicioso, y decidí arriesgarme. Estaban llenas de una pulpa azucarada; y recuperé fuerzas ya en el mismo acto de comerlas. Mi cerebro se aclaró y recuperé, si no todas, muchas de mis facultades que habían estado parcialmente apagadas. Regresé al bote y achiqué toda la salmuera; entonces, intenté arrastrarlo todo lo lejos que pude sobre la arena, por si llegase a necesitarlo en alguna ocasión futura. Mi fuerza resultó inadecuada para esta tarea; y, temiendo aún que la marea pudiese arrastrarlo, corté algunas de las altas hierbas con mi navaja y las trencé en una larga soga, con la cual sujeté el bote a la palmera más próxima. Ahora, por primera vez, examiné mi situación con un ojo analítico, y me di cuenta de muchas cosas en las que hasta el momento no me había fijado. Una mezcla de raras impresiones se amontonaban sobre mí, algunas de las cuales no podrían haberme llegado por la vía de los sentidos conocidos. Para empezar, vi más claramente la anormalidad de las plantas que me rodeaban: no eran los helechos, hierbas y arbustos que son nativos de los mares del sur. Sus hojas, sus tallos, su follaje, eran principalmente de toscos tipos arcaicos, tales como podrían haber existido durante evos anteriores, sobre los perdidos litorales marítimos de Mu. Eran diferentes de cualquier otra cosa que hubiese visto en Australia o Nueva Guinea, esos asilos para flora antiquísima; y, mirándolos. me sentí impresionado por la sugerencia de una antigüedad oscura y prehistórica.
Y el silencio en torno mío pareció convenirse en el silencio de las edades muertas y de las cosas que se han hundido bajo la marea del olvido. A partir de ese momento, sentí que había algo que estaba equivocado en la isla. Pero, de alguna manera, no sabía decir lo que era, o captar claramente todo lo que contribuía a formarme esa impresión. Aparte de la vegetación de aspecto extraño, noté que había cierta rareza alrededor del sol. Estaba demasiado elevado en el cielo para cualquier latitud a la que concebiblemente pudiese haber flotado; y, de todos modos, era demasiado grande; y el cielo era antinaturalmente brillante, con una cegadora incandescencia. En el aire había un hechizo de eterna quietud, y nunca el menor movimiento de las hojas ni del agua; y todo el paisaje colgaba ante mí como una visión monstruosa de reinos increíbles más allá del tiempo y del espacio. De acuerdo con todos los mapas, esta isla no podría existir, de todos modos... De una manera cada vez más clara, supe que había algo que estaba mal: noté una fantasmal confusión, un extraño pasmo, como si hubiese sido arrojado a las costas de otro planeta; me parecía que estaba separado de mi vida anterior, y de todo lo que alguna vez había conocido, por un intervalo de distancia más irremediable que todas las azules leguas de cielo y mar; que, al igual que la propia isla, estaba perdido para toda posible reorientación. Por unos breves instantes, este sentimiento se convirtió en un pánico nervioso, en un horror paralizante.
Esforzándome para vencer mi nerviosismo, partí a lo largo de la orilla de la albufera, andando con rapidez febril. Se me ocurrió que sería buena idea explorar la isla; y quizá, después de todo, podría encontrar alguna pista para el misterio, podría tropezar con algo que explicase o me tranquilizase. Después de varios giros serpentinos de la tortuosa costa, llegué al final de la albufera. Aquí el terreno comenzaba a elevarse en dirección a un alto cerro, en el que abundaba la misma vegetación que ya había encontrado, a la cual se añadía ahora una araucaria de largas hojas. Este cerro no era, aparentemente, la mayor elevación de la isla, y, después de media hora de tantear entre los helechos, los rígidos arbustos y las araucarias, conseguí ascenderlo. Aquí, a través de una brecha en el follaje, bajé mi vista sobre una escena no menos increíble que inesperada. La orilla opuesta de la isla era visible debajo de mí; y, por toda la extensión de la playa curvada, ¡eran visibles los techos de piedra y las torres de una ciudad! Incluso a esa distancia, podía ver que la arquitectura era de un tipo desconocido; y no estuve seguro a primera vista de si los edificios eran ruinas antiguas o la morada de seres vivientes Entonces, más allá de los techos, vi que varias naves de aspecto extraño estaban amarradas a una especie de muelle, mostrando sus velas naranjas bajo la luz del sol. Mi emoción fue indescriptible; como mucho (si es que la isla estaba habitada en absoluto), había esperado encontrar unas pocas chozas de salvajes; y aquí, frente a mí, ¡había edificios que indicaban un grado elevado de civilización!
Qué eran, o quién los había construido, quedaban seguramente más allá de toda hipótesis; pero, mientras me apresuraba a descender la colina, una ansiedad muy humana estuvo mezclada con el atontamiento y la estupefacción que había estado sintiendo. Por lo menos, había gente en la isla, y, al darme cuenta de esto, el horror que había sido parte de mi sorpresa quedó disipado por el momento. Cuando me acerqué a las casas, vi que eran verdaderamente raras. Pero su extrañeza no era por completo inherente a sus formas arquitectónicas; tampoco fui capaz de encontrar su fuente, o de definirlo de ninguna manera, ni mediante palabras ni mediante imágenes. Las casas estaban construidas con una piedra cuyo color concreto no consigo recordar, ya que no era ni marrón ni rojo ni gris, sino un tono que parecía combinar todos ellos, siendo distinto; y recuerdo solamente que el tipo general de las construcciones era bajo y cuadrado, con torres también cuadradas. La extrañeza descansaba en algo más que en todo eso.... en la sensación de remota y pasmosa antigüedad que emanaba de ellas como un olor: supe inmediatamente que eran tan antiguas como los toscos árboles e hierbas primordiales, y, como ellos, formaban parte de un mundo largo tiempo olvidado. Entonces, vi a la gente..., esa gente ante la cual no sólo mis conocimientos etnográficos, sino también mi propia cordura, quedarían confusos. Había docenas de ellos a la vista entre los edificios, y todos parecían estar gravemente preocupados con una cosa o con la otra.
Al principio, no pude darme cuenta de qué era lo que estaban haciendo, o intentando hacer; pero estaba claro que se lo tomaban muy en serio. Algunos estaban mirando el sol y el mar, y largos pergaminos de material parecido al papel que sujetaban entre las manos; y muchos estaban reunidos en torno a una plataforma de piedra que sostenía un aparato metálico, grande e intrincado, que parecía una esfera armilar. Todas estas personas estaban vestidas con prendas parecidas a túnicas de raros tonos de ámbar, azul cielo y púrpura de Tiro, cortadas según una moda que es desconocida para la historia; y, cuando me acerqué, sus caras eran anchas y planas, con un vago aviso de lo mongol en sus ojos oblicuos. Pero, de una manera que no se puede especificar, los rasgos de sus caras no eran los de ninguna raza que haya visto el sol desde hace un millón de años; y las palabras bajas, líquidas y de muchas vocales con las que se hablaban los unos a los otros no se parecían a ningún lenguaje estudiado. Ninguno de ellos pareció fijarse en mí; y me dirigí a un grupo de tres que estaba estudiando uno de los largos pergaminos que antes he mencionado. Como única respuesta, se inclinaron aún más sobre su pergamino; e, incluso cuando le cogí a uno de ellos de la manga, era evidente que él no me observaba. Muy sorprendido, les miré a la cara, y me quedé estupefacto ante la mezcla de extrema confusión y de intensidad monomaniaca de las expresiones que mostraban.
Había mucho del loco, y más del científico absorbido por un problema irresoluble. Su vista era fija y brillante; sus labios se movían y murmuraban en una fiebre de continuo nerviosismo; y, siguiendo sus miradas, vi que la cosa que estaban estudiando era una especie de carta o de mapa, cuyo papel amarillento y tintas decoloradas pertenecían, de una manera manifiesta, a edades pasadas. Los continentes, mares e islas de este mapa no eran aquellos del mundo que yo conocía; y sus nombres estaban escritos en los caracteres irregulares de algún alfabeto perdido. Había un inmenso continente en particular, con una isla diminuta cerca de su costa del sur; y, una y otra vez, uno de los seres que estudiaban el mapa tocaría esta isla con la yema del dedo, y entonces se quedaría mirando al horizonte vacío, como si estuviese intentando descubrir una costa desaparecida. Recibí una impresión clara de que esta gente estaba tan profundamente perdida como yo mismo; de que ellos también estaban molestos y confusos ante una situación que no podía solucionarse ni redimirse. Continué hasta la plataforma de piedra, que se levantaba en un amplio claro entre las casas delanteras. Tenía, quizá, unos diez pies de altura, y un tramo de tortuosas escaleras proporcionaba acceso a ella. Ascendí los peldaños e intenté llamar la atención de la gente agrupada en torno al instrumento que parecía una esfera armilar. Pero me ignoraban de una manera demasiado completa, y estaban concentrados en las observaciones que realizaban. Algunos de entre ellos daban la vuelta hacia la gran esfera; otros estaban consultando distintos mapas geográficos y celestiales; y, basado en mis conocimientos náuticos, podía ver que algunos de sus compañeros estaban tomando la altura del sol con una especie de astrolabio. Todos tenían la misma expresión de perplejidad y de concentración de sabio que había observado en los demás.
Viendo cómo mis esfuerzos para llamar su atención resultaban estériles, abandoné la plataforma y vagabundeé por las calles en dirección al puerto. Lo extraño y lo inexplicable de todo esto era demasiado para mí; me sentía cada vez más alienado de los reinos de la experiencia y de la conjetura racionales; que había caído en algún limbo ultraterreno de confusión y de irracionalidad, en el callejón sin salida de una dimensión ultraterrestre. Estos seres estaban confusos y perdidos de una manera bastante palpable; era evidente que sabían tan bien como yo que había algo que estaba mal con la geografía, y quizá con la cronología, de su isla. Me pasé el resto del día vagabundeando, pero no encontré en ningún sitio a alguien que fuese capaz de notar mi presencia; y en ningún sitio había nada que me tranquilizase o disminuyese mi siempre creciente confusión de mente y espíritu. Por todas partes había hombres, y también mujeres; y, aunque comparativamente pocos entre ellos estaban grises y arrugados, todos me comunicaban una sensación de vejez inmemorial, de años y de ciclos más allá de los archivos y del cuento. Todos estaban preocupados. todos tenían una concentración febril, y estaban estudiando mapas o consultando antiguas tabletas y volúmenes, o mirando fijamente el mar y el cielo, o estudiando las tabletas de bronce de los paralelos astronómicos por la calle, como si, haciéndolo así, pudiesen, de alguna manera, encontrar el error en sus cálculos. Había hombres y mujeres de edad madura, y algunos con rasgos frescos y tersos de la juventud; pero en todo el lugar vi solamente un niño, que no estaba menos perplejo y preocupado que sus mayores. Si alguien comió o bebió o hizo algunos de los actos normales de la vida diaria, no fue ante mi vista; y concebí la idea de que habían vívido de esta manera, obsesionados por el mismo problema, a través de un periodo de tiempo que habría parecido eterno prácticamente en cualquier otro mundo que no fuese el suyo.
Llegué hasta un gran edificio, cuyo abierto portal era tan oscuro como las sombras que había en su interior. Mirando, descubrí que se trataba de un templo; porque, a lo largo de su crepúsculo desierto, con el ambiente carga do por el humo estancado de incienso quemado, los ojos rasgados de una imagen maligna y monstruosa se fijaron en mí. La cosa estaba hecha aparentemente con madera o con piedra, con brazos como de gorila, y las malignas facciones de una raza subhumana. Por lo poco que pude ver en las tinieblas, no era agradable de contemplar; y abandoné el templo y continué con mis paseos. Entonces, llegué al puerto, donde los barcos de vela naranja estaban amarrados a un muelle de piedra. Habría unos cincos o seis en total: eran pequeñas galeras, con una única fila de remos, y mascarones de proa metálicos modelados con la forma de dioses primordiales. Estaban indescriptiblemente gastados por las olas de años incontables; sus velas eran trapos pudriéndose; y, no menos que el resto de las cosas en esta isla, daban la impresión de una terrible antigüedad. Era fácil suponer que sus mascarones grotescamente tallados habían tocado los muelles, hundidos desde hacía evos, de Lemuria. Regresé a la aldea; y nuevamente intenté, en vano, que sus habitantes notasen mi presencia. Después de un rato, mientras andaba de calle en calle, el sol se puso más allá de la isla; las estrellas aparecieron rápidamente en un cielo de terciopelo púrpura.
Las estrellas eran grandes y brillantes, y de una densidad innumerable; con los ojos de un marinero experto, las estudié con ansiedad; pero no conseguía descubrir las constelaciones acostumbradas, aunque aquí y allá creí notar una distorsión o un alargamiento de algún grupo conocido. Todo estaba desesperadamente torcido, y el desorden se arrastró hasta mi propio cerebro, al intentar de nuevo orientarme, y notar que los habitantes de la ciudad seguían ocupados con una empresa similar... No tengo manera de medir la duración de mi estancia en aquella isla. El tiempo no parecía tener ningún significado correcto allí; y, aunque lo hubiese tenido, mi estado mental no admitía un cómputo preciso. Todo era tan imposible y tan irreal, tan parecido a una absurda y preocupante alucinación; y, la mitad del tiempo, pensaba que se trataba sencillamente de una continuación de mi delirio..., que probablemente seguía flotando a la deriva en el bote. Después de todo, ésta era la hipótesis más razonable; y no me extraña que aquellos que han escuchado mi narración se nieguen a admitir otra. Yo estaría de acuerdo, a no ser por uno o dos detalles bastante materiales... La manera en que yo vivía también me resulta bastante vaga, además. Recuerdo haber dormido debajo de las estrellas, fuera de la ciudad; recuerdo haber comido y bebido; y haber observado a aquellas gentes día tras día, mientras continuaban con sus cálculos desesperados.
A veces, iba a las casas y me servía comida; y una o dos veces, si es que lo recuerdo correctamente, dormí en el sofá de una de ellas sin que los dueños me lo impidiesen o me hiciesen caso. No había nada que pudiese romper el hechizo de su obsesión u obligarles a hacerme caso; y enseguida abandoné el intento. Me parecía, conforme transcurría el tiempo, que yo mismo no era menos irreal, menos dudoso o insustancial, que lo que su desprecio parecía indicar. En medio de mi asombro. me descubrí preguntándome si resultaría posible alejarse de la isla. Me acordaba de mi bote, y recordaba, además, que no tenía remos. Y entonces, hice preparaciones de tanteo para el viaje. A plena luz del día, ante la vista de los habitantes de la ciudad, cogí dos remos de una de las galeras del puerto, y me los llevé acarreándolos al lugar en que estaba oculto mi bote. Los remos eran pesados, sus palas eran anchas como abanicos, y sus empuñaduras estaban decoradas con jeroglíficos de plata. Además me apropié de dos jarras de barro de una de las casas, pintadas con figuras barbáricas, y me las llevé a la albufera, con la intención de llenarlas de agua potable cuando me marchase. También reuní una provisión de comida. Pero, de alguna manera, el rompecabezas de la isla había paralizado mi iniciativa, e, incluso cuando todo estaba preparado, retrasaba mi partida. Además. yo sentía que los habitantes de la isla deberían haber intentado marcharse innumerables veces en sus galeras, y siempre habían fracasado. Así, me quedé como un hombre atrapado en una ridícula pesadilla.
Una tarde, cuando habían salido todas aquellas estrellas distorsionadas, me di cuenta de que algo fuera de lo normal estaba sucediendo. La gente ya no estaba parada en grupos, con sus estudios y discusiones habituales, sino que todos se apresuraban al edificio que parecía un templo. Les seguí y miré por la puerta. El lugar estaba iluminado por antorchas encendidas que proyectaban sombras demoníacas sobre la multitud, y sobre el ídolo ante el cual se inclinaban. Se quemaban perfumes y se entonaban cantos en la lengua, con una miríada de vocales, a la cual mi oído se había acostumbrado. Estaban invocando a aquella terrible imagen de brazos de gorila y rostro mitad humano y mitad animal; y no me resultaba difícil adivinar el propósito de esa invocación. Entonces las voces se apagaron hasta un triste susurro, el humo de los hisopos se hizo más tenue, y el niño pequeño que una vez había visto fue empujado adelante al espacio vacío entre la congregación y el ídolo. Había creído, por supuesto, que el dios era de piedra o de madera, pero, en un chispazo de terror y consternación, me pregunté si había estado equivocado. Porque los ojos oblicuos se habían abierto más, y los largos brazos terminados en uñas como cuchillos se levantaron lentamente y alcanzaron adelante. Y colmillos afilados como flechas fueron mostrados en la sonrisa bestial de la cara inclinada.
El niño estaba tan inmóvil como un pájaro ante los ojos hipnóticos de una serpiente; y ya no había un solo movimiento, ni siquiera un susurro, partiendo de la multitud que esperaba... No puedo recordar lo que sucedió entonces; siempre que intento recordarlo, hay una nube de horror y de oscuridad en mi cerebro. Debo haber salido del templo y escapado a lo largo de la isla bajo la luz de las estrellas; pero de esto tampoco recuerdo nada. Mi primer recuerdo es remar en dirección al mar a través del estrecho canal por el que había entrado a la albufera. Y, después de eso, huyo, día tras día, sobre un mar calmado y sin una onda bajo un sol de incandescencia cegadora; y más noches debajo de las estrellas enloquecidas; hasta que los días y las noches se convirtieron en una eternidad de torturado cansancio; y mi comida y mi agua se agotaron; y mi hambre y mi sed, y una calentura febril con alucinaciones hirvientes que me hacían revolverme, eran todo de lo que yo era consciente. Una noche, recuperé los sentidos un rato, y me quedé tumbado mirando al cielo. Y, una vez más, las estrellas eran las de los cielos correctos; y di gracias a Dios por ver la cruz del sur, antes de que volviese a hundirme en el coma y en el delirio. Y, cuando recobré la conciencia de nuevo, estaba tumbado en la cabina de un buque, y el médico de a bordo estaba inclinado sobre mí. En ese barco, todos fueron muy amables conmigo. Pero, cuando intenté contarles mi historia, sonreían compasivos; y, después de algunas intentonas, aprendí a guardar silencio. Sentían curiosidad por los dos remos con mangos de plata y por las jarras pintadas que encontraron conmigo en el bote; pero fueron, si acaso, demasiado francos a la hora de rechazar mi explicación. Ni una isla ni una gente semejante podrían concebiblemente existir, dijeron; era contrario a todos los mapas que se habían trazado, y llamaba mentirosos, directamente, a todos los etnólogos y geógrafos.
A veces, yo mismo me hago preguntas al respecto, porque hay bastantes cosas que no puedo explicar. ¿Hay una parte del océano Pacífico que existe más allá del tiempo y del espacio?... ¿Un limbo oceánico en el cual, a través de un cataclismo desconocido, esta isla desapareció en un periodo desconocido, como la propia Lemuria se hundió debajo de las aguas? ¿Y, si así es, por qué ruptura de las leyes dimensionales se me permitió alcanzar esa isla y partir de ella? Estas cosas quedan mas allá de mi capacidad de especular. Pero a menudo veo en mis sueños las estrellas irreconociblemente distorsionadas, y comparto la confusión y la frustración de una gente perdida, mientras se inclinan sobre sus inútiles cartas y toman la altitud de un sol desviado".
Clark Ashton Smith