El Recolector de Historias

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miércoles, 15 de abril de 2015

"La Mano Encantada"

LA PLAZA DAUPHINE.

"Nada es tan hermoso como las casas del siglo XVII que la Place Royale ofrece en tan majestuoso conjunto. Cuando sus fachadas de ladrillos intercalados y enmarcados por molduras y cantos de piedras, y cuando sus altas ventanas se encienden con los espléndidos rayos del sol del atardecer, uno siente, al contemplarlas, la misma veneración que ante un tribunal de magistrados vestidos con ropas rojas forradas de armiño y, si no fuese una pueril comparación, se podría decir que la larga mesa verde alrededor de la cual se sientan estos temibles magistrados formando un cuadrado se parece un poco a la diadema de tilos que bordea las cuatro caras de la Place Royale completando su grave armonía.

Hay otra plaza en la ciudad de París que no es menos agradable por su regularidad y su estilo, y que es, en triángulo, poco más o menos lo que la otra en cuadrado. Fue construida bajo el reinado de Enrique el Grande, que la llamó Place Dauphine, y entonces se admiró el poco tiempo que precisaron sus edificios para cubrir el vacío terreno de la isla de la Gourdaine. La invasión de este terreno fue un cruel disgusto para los clérigos que iban allí a divertirse ruidosamente, y para los abogados, que meditaban en él sus alegatos: ¡era un paseo tan verde y tan florido al salir de la infecta audiencia del Palacio...!

Apenas se levantaron aquellas tres filas de casas sobre sus pesados pórticos cargados y surcados de salientes y tabiques, apenas fueron revestidas con sus ladrillos, abiertas sus ventanas con balaústres y cubiertas con macizos tejados, aquel linaje de gentes de justicia invadió toda la plaza, siguiendo cada uno su categoría y sus medios, es decir, en relación inversa a la altura de los pisos. Aquello se convirtió en una especie de corte de los milagros de altos vuelos, un hampa de ladrones privilegiados, guarida de picapleitos, edificada con ladrillo y piedra, mientras que las otras eran de barro y madera.

En unas de aquellas casas que constituían la Place Dauphine vivía, en los últimos años del reinado de Enrique el Grande, un personaje bastante importante, llamado Godinot Chevassut, lugarteniente civil del preboste de París; cargo a la vez muy penoso y lucrativo en un siglo en que los ladrones eran mucho más numerosos de lo que lo son hoy en día, ¡tanto ha disminuido la probidad desde entonces en nuestra Francia!, y en el que el número de mujeres de alegre vivir era mucho más considerable, ¡tanto se han degradado nuestras costumbres! Como la humanidad no cambia en absoluto se puede decir, como un antiguo autor, que cuantos menos granujas hay en galeras más hay fuera. También hay que decir que los ladrones de aquel tiempo eran menos innobles que los de hoy, y que tan miserable oficio era entonces un tipo de arte que los hijos de familia no desdeñaban ejercer. Muchas buenas capacidades arrojadas a los pies de una sociedad de barreras y privilegios se desarrollaban considerablemente en este sentido; enemigos mucho más peligrosos para los particulares que para el Estado, cuya máquina quizá hubiera estallado sin esta salida. También, sin duda alguna, la justicia de entonces tenía muchos miramientos hacia los ladrones distinguidos, y nadie ejercía más a gusto esta tolerancia que nuestro magistrado de la Place Dauphine, y por razones que ya conocerán. Por el contrario, nadie más severo que él con los torpes: estos pagaban por los otros y llenaban los patíbulos que daban entonces sombra a París, según expresión de d'Aubigné, con gran deleite de los burgueses, que sólo eran entonces mejor robados, y con el perfeccionamiento del arte de la truhanería.

Godinot Chevassut era un hombrecillo regordete que empezaba a encanecer, y se alegraba mucho de ello, al revés de lo que ocurre normalmente con los viejos, porque al blanquearse sus cabellos perderían necesariamente aquel color encendido que tenían de nacimiento y que le había valido el desagradable mote de Rousseau, que sus conocidos sustituían por el suyo propio, por ser más fácil de pronunciar y de recordar. Tenía además los ojos bizcos y muy vivos, aunque siempre medio cerrados bajo sus espesas cejas, y una boca agrietada, como las personas que ríen mucho. Y, sin embargo, aunque sus rasgos tuvieran casi siempre un aire de malicia, nunca se le oía reír a grandes carcajadas; como suele decirse, a mandíbula batiente; solamente cuando se le escapaba alguna cosa divertida la acentuaba al final con un ¡ah! o ¡oh! que le salía de lo más hondo de sus pulmones, pero con un efecto singular; esto sucedía con mucha frecuencia, pues nuestro magistrado gustaba de salpicar su conversación con agudezas, equívocos y frases pícaras, incluso ante el tribunal. Por lo demás, era ésta una costumbre entre las gentes de toga de la época que hoy ha pasado casi por completo a provincias.

Para terminar su retrato sería preciso colocarle en el lugar acostumbrado una nariz bastante larga y cuadrada en la punta; luego las orejas, bastante pequeñas y lisas y de una finura de oído capaces de distinguir desde un cuarto de legua el tintineo de un cuarto de escudo y el de un doblón desde mucho más lejos. Por esto, como en cierta ocasión un litigante preguntase si el señor magistrado tenía algún amigo que le pudiera recomendar, le contestaron que en efecto, que Rousseau tenía unos amigos a los que hacía mucho caso, y que eran, entre otros, monseñor Doblón, maese Ducado e, incluso, don Escudo; que era necesario hacer actuar a varios a la vez y con ello se podía estar seguro de ser fervorosamente atendido.

II.
UNA IDEA FIJA.

Hay gentes que sienten más simpatía por esta o aquella cualidad o por tal o cual virtud. Unos tienen en la más alta estima la grandeza y el valor guerreros, y sólo se complacen en los relatos de hermosas hazañas bélicas; otros sitúan por encima de todo el genio y las invenciones de las Artes, las Letras y las Ciencias; otros se sienten conmovidos por la generosidad y las virtuosas acciones encaminadas a socorrer a nuestros semejantes y consagrándose a su salvación por inclinación propia. Pero el sentimiento personal de Godinot Chevassut era el mismo que el del sabio Carlos IX, a saber, que no se puede establecer ninguna virtud por encima del ingenio y la destreza, y que las gentes que lo poseen son los únicos dignos de ser admirados y honrados en este mundo; y en ninguna parte encontraba estas cualidades más brillantes y mejor desarrolladas como en la gran sociedad de los rateros, estafadores, bribones y vagabundos, cuya vida generosa y trucos singulares se desarrollaban cada día ante él con una inagotable variedad.

Su héroe favorito era maese François Villon, parisino, tan célebre en el arte de la poética como en el arte de la estafa y el robo; ¡seguramente habría dado la Ilíada junto con la Eneida y la novela no menos admirable de Huon de Bordeaux, por el poema de las Comilonas caseras, e induso por la Légende de maître Faifeu, que son las epopeyas rimadas de los truhanes! Las Illustrations de Du Bellay, el Aristóteles Peripoliticón y el Cymbalum mundi le parecían muy flojas al lado de la Jerga, seguida de los Estados Generales del reino del Argot, y de los diálogos del pícaro y el tunante, escrita por un papanatas e impresa en Tours con autorización del rey de Thunes, Fiacre el Embalador, Tours, 1603. Y como naturalmente aquellos que tienen una virtud sienten un profundo desprecio por el defecto contrario, no había nada más odioso para él que las gentes simples, de inteligencia espesa y de espíritu poco complicado. Esto llegaba a tal extremo que quiso cambiar por completo la distribución de la justicia, de modo que, cuando se descubriera algún grave latrocinio, se colgara no al ladrón, sino al robado. Era una idea; era su idea. Creía ver en ella el único medio de acelerar la emancipación intelectual del pueblo, y de hacer llegar a los hombres del siglo a un supremo progreso del ingenio, de destreza y de inventiva, que, según él decía, era la verdadera corona de la humanidad y la perfección que más agradaba a Dios.

Esto en cuanto a la moral. Respecto a la política estaba convencido de que el robo organizado a gran escala favorecía más que nada la división de las grandes fortunas y la circulación de las pequeñas, teniendo como resultado el bienestar y la liberación de las clases inferiores. Como verás, sólo le llenaba de gozo el fraude de calidad, las sutilezas y zalamerías de los verdaderos clérigos de San Nicolás, los viejos trucos de maese Gonin, que conservaban su gracia y su ingenio desde hacía doscientos años, y que Villon, el villonense, era su compadre y no los salteadores de caminos como Guilleris o el capitán Encrucijada. Ciertamente, el bandido que apostado en la carretera despoja brutalmente a un viajero le parecía tan espantoso como a todo espíriru sano, lo mismo que aquellos que sin ningún esfuerzo de imaginación penetran en una casa aislada, la saquean y, a veces, degüellan a sus dueños. Pero si hubiese sabido de algún distinguido ladrón que practicando una brecha en el muro para introducirse en una mansión hubiese cuidado de adornar su abertura con un trébol gótico, para que al día siguiente al descubrir el robo se viera que lo había ejecutado un hombre de buen gusto, ciertamente Godinot Chevassut hubiera tenido a éste en mayor estima que a Bertrand de Clasquin o al emperador César, como poco.

III.
LOS GREGÜESCOS DEL MAGISTRADO.

Dicho todo esto, creo que ya es hora de descorrer la cortina y, siguiendo la costumbre de los antiguos comediantes, de dar una patada en el trasero al señor Prólogo tan enojosamente prolijo que ha sido preciso despabilar tres veces las velas desde su exordio. Que acabe de prisa como Bruscambille, conjurando a los espectadores a que «limpien las imperfecciones de su decir con el cepillo de su humanidad y que reciban una lavativa de excusas en el intestino de su impaciencia»; ya está dicho, y la acción va a comenzar. Estamos en una gran sala, sombría y amueblada. El viejo magistrado, sentado en un amplio sillón labrado, de retorcidas patas y de respaldo forrado de damasco a franjas, está probándose unos gregüescos nuevos y almidonados que acaba de traerle Eustaquio Bouteroue, aprendiz de maese Goubard, pañero–calcetero. Maese Chevassut, anudándose los cordones, se levanta y se vuelve a sentar dirigiendo la palabra de vez en cuando al aprendiz que, rígido como un santo de piedra, se ha sentado, accediendo a su invitación, en el borde de un escabel, y le mira con vacilación y timidez.

–¡Hum! ¡Estos ya cumplieron! –dijo empujando con el pie los viejos gregüescos que se acababa de quitar–. Estaban tan desgastados como una ordenanza prohibitiva del prebostazgo, y todos los pedazos se decían adiós..., ¡un adiós desgarrador!

El chistoso magistrado recogió, sin embargo, el viejo vestido necesario para coger su bolsillo del que sacó algunas monedas y las extendió en su mano.

–Está claro –continuó– que nosotros los hombres de leyes damos un uso muy prolongado a nuestros trajes gracias a la toga bajo la que los llevamos mientras los tejidos resisten y se mantienen las costuras; es por ello y porque es necesario que todo el mundo viva, incluso los ladrones, y, por tanto, los pañeros–calceteros, que no regatearé los seis escudos que maese Goubard me pide; a los que añado, además, generosamente un escudo falso para el dependiente con la condición de que no lo cambie perdiendo, sino que lo haga pasar por bueno a algún burgués bribón, empleando para ello todos los recursos de su ingenio; si no es así, me quedo el citado escudo para la colecta de mañana domingo en Nôtre–Dame.

Eustaquio Bouteroue cogió los seis escudos y el escudo falso, dando las gracias muy bajo.

–¡Y bien, muchacho!, ¿empiezas ya a cogerle el tino a la pañería?, ¿sabes ya sisar cuando mides y cortas, y colocarle al parroquiano lo viejo por nuevo y hacerle ver lo blanco negro? En fin, ¿mantienes la vieja reputación de los comerciantes del mercado de Les Halles? Eustaquio levantó los ojos hacia el magistrado con cierto temor, y, suponiendo que bromeaba se echó a reír, pero el magistrado no bromeaba.
–No me gusta nada el modo de robar de los comerciantes –añadió–; el ladrón roba y no engaña; el comerciante roba y engaña. Un camarada mío con muy buena labia y que sabía latín compra un par de gregüescos; regatea en el precio y acaba pagándolos a seis escudos. Luego llega un buen cristiano, de esos que algunos llaman parias y los comerciantes buenos parroquianos, y puede ocurrir que coja un par de gregüescos como los del otro, y confiando en el pañero que pone a la Virgen y a los santos por testigos de su honestidad los pague a ocho escudos; en ese caso, no le compadeceré, porque es un idiota. Pero si, mientras el comerciante está contando las dos sumas que acaba de cobrar y hace tintinear en su mano satisfecho los dos escudos de diferencia de una y otra cuenta, pasa por delante de su tienda un pobre infeliz condenado a galeras por haber robado de un bolsillo algún pañuelo sucio y agujereado va y exclama: ¡Mirad que gran criminal!, ¡si la justicia fuera justa, ese truhán sería descuartizado vivo, y yo iría a verlo!, y dice esto con los dos escudos en la mano, Eustaquio, ¿qué piensas tú que pasaría si según el deseo del comerciante la justicia fuera justa?

Eustaquio Bouteroue ya no reía; la paradoja era demasiado inaudita para atreverse a contestar, y la boca de donde salía la hacía aún más inquietante. Maese Chevassut, viendo al muchacho aturdido como un lobo cogido en la trampa, se echó a reír con su risa especial, le dio una palmadita en la mejilla y le despidió. Eustaquio descendió muy pensativo la escalera con barandilla de piedra y, aunque oyó a lo lejos en el patio del palacio la trompeta de Galinette la Galine, bufón del célebre curandero Jerónimo, que llamaba a los curiosos a escuchar sus chistes y a comprar los potingues de su amo, se hizo el sordo esta vez y se dispuso a cruzar el Pont–Neuf para llegar al barrio del mercado de Les Halles.

IV.
EL PONT–NEUF.

El Pont–Neuf, terminado bajo Enrique IV, es el monumento más importante de su reinado. Nada es comparable al entusiasmo que produjo su contemplación cuando, después de grandes trabajos, atravesó completamente el Sena con sus doce arcos y unió más estrechamente las tres antiguas ciudades a la capital. Pronto se convirtió también en el lugar de cita de todos los parisinos ociosos, cuyo número es considerable, y, por consiguiente, de juglares, vendedores de ungüentos y timadores, cuyas habilidades ponen en marcha la multitud como la corriente de agua el molino.

Cuando Eustaquio salió del triángulo de la Place Dauphine, el sol lanzaba sus rayos polvorientos sobre el puente, muy concurrido, pese a que por lo general los paseos más frecuentes de París eran aquellos adornados de escaparates, empedrados y a la sombra de las casas y de las murallas. Eustaquio iba adentrándose a duras penas en aquel río de gente que cruzaba el otro río y discurría con lentitud de un extremo a otro del puente, deteniéndose al menor obstáculo como témpanos de hielo que el agua arrastra, dando vueltas y arremolinándose en torno a algunos escamoteadores, cantantes o vendedores que pregonan sus mercancías. Muchos se detenían a lo largo de la barandilla del puente para ver pasar las almadías bajo los arcos, o deslizarse los barcos, o contemplar el magnífico panorama que ofrecía río abajo el Sena, costeando a la derecha la larga fila de edificios del Louvre, y a la izquierda el Pré–aux–Clercs, surcados por las hermosas avenidas de tilos y rodeados de sauces grises desgreñados o sauces verdes llorando sobre el agua; más allá y en cada orilla, la torre de Nesle y la torre de Bois, que parecían centinelas a las puertas de París, como los gigantes de las novelas antiguas.

De pronto, un gran ruido de petardos hizo volver los ojos de los transeúntes y mirones hacia un mismo sitio, y anunció un espectáculo digno de llamar la atención. Era en el centro de una de esas plataformas en forma de media luna, cubiertas en otro tiempo de tiendas de piedra y que formaban ahora espacios vacíos encima de cada pilar del puente fuera de la calzada. Un prestidigitador se había instalado allí; había colocado una mesa, y sobre ella se paseaba un hermoso mono vestido de negro y rojo como un perfecto diablo, con rabo y todo, y que, sin la menor timidez, lanzaba gran cantidad de petardos y cohetes con gran disgusto del resto de tenderetes que no habían hecho círculo tan aprisa.

El dueño del mono era uno de esos cíngaros tan frecuentes hace cien años, pero ya escasos entonces y hoy día ahogados y perdidos en la fealdad y en la insignificancia de nuestras cabezas burguesas: un perfil de filo de hacha, frente alta pero recta, nariz larga y gibosa, inclinada, pero, sin embargo, no al estilo de la nariz romana, sino al contrario, respingona y apenas adelantándose a la boca, de labios finos y salientes, la barbilla hundida; luego, los ojos oblicuos bajo unas cejas dibujadas en V y largos cabellos negros completaban el conjunto. Un cierto aire, en fin, de soltura y agilidad en sus gestos y actitudes denotaba a un truhán habilidoso metido desde temprana edad en todo tipo de oficios. Iba vestido con un viejo traje de bufón que llevaba con gran dignidad y tocado con un gran sombrero de fieltro negro de amplias alas, muy arrugado y viejo. Todos le llamaban maese Gonin, tal vez a causa de su habilidad en los juegos de prestidigitación, o quizá porque en efecto descendiera de aquel famoso juglar que fundó bajo Carlos VI el teatro de los Enfants–sans–Souci y fuera el primero en llevar el título de Príncipe de los Tontos, heredado por el señor Chotacabras, quien mantuvo sus soberanas prerrogativas, incluso, en el parlamento.

V.
LA BUENAVENTURA.

El prestidigitador, viendo que había conseguido reunir un buen número de espectadores, hizo unos cuantos juegos de manos que produjeron una ruidosa admiración. Lo cierto es que el compadre había elegido su sitio en la media luna de forma premeditada, y no solamente, como parecía, para no entorpecer la circulación, pues de este modo los espectadores sólo podían estar delante de él, y no detrás. Y es que el arte, en verdad, no era entonces lo que ha llegado a ser hoy en día, en que el escamoteador trabaja rodeado por su público. Una vez terminados los juegos de manos, el mono dio una vuelta entre la multitud, recogiendo gran cantidad de monedas que agradecía de forma muy galante, acompañando sus saludos con un grito bastante parecido al del grillo. Pero los juegos de manos eran tan sólo el preludio de otra cosa muy distinta, y en un prólogo muy bien traído, el nuevo maese Gonin anunció que poseía el don de adivinar el futuro valiéndose de la cartomancia, la quiromancia y los números pitagóricos; cosa que no se podía pagar, pero que hacía por un sueldo por agradar al público. Y diciendo esto, barajaba los naipes que el mono, llamado Pacolet, distribuía inteligentemente entre aquellos que tendían la mano. Cuando el mono hubo atendido todas las demandas, su dueño fue llamando por los nombres de sus naipes a los curiosos para que se acercaran a la media luna, y predijo a cada uno su buena o mala fortuna, mientras que Pacolet, al que dio una cebolla en premio a su trabajo, distraía a la concurrencia con las contorsiones que aquel manjar le provocaba, a la vez encantado y desdichado, con la risa en la boca y el llanto en los ojos, emitiendo con cada mordisco un gruñido de satisfacción y haciendo una mueca lamentable.

Eustaquio Bouteroue, que también había cogido una carta, fue llamado en último lugar. Maese Gonin miró atentamente su cara ingenua y alargada y le habló en un tono enfático:

–He aquí vuestro pasado: vos no tenéis padre ni madre, y desde hace seis años sois aprendiz de calcetero en la plaza de Les Halles. Y he aquí el presente: vuestro patrón os ha prometido su única hija y piensa retirarse dejándoos su comercio. Para el futuro, enseñadme vuestra mano.

Eustaquio, muy asombrado, alargó la mano. El prestidigitador examinó curiosamente las rayas, frunció las cejas con gesto de duda y llamó a su mono como para consultarle. Éste tomó la mano, la observó, y subiéndose al hombro de su dueño pareció hablarle al oído; pero sólo movía los labios muy de prisa, como hacen los animales cuando están descontentos.

–¡Qué cosa más extraña! –exclamó finalmente maese Gonin–, ¡cómo una existencia al principio tan sencilla y burguesa tiende a transformarse en algo tan poco común y hacia un final tan elevado...! ¡Ah, polluelo!, vos romperéis el cascarón; llegaréis muy alto, muy alto... ¡Moriréis hecho un gran hombre!

«¡Bueno! –se dijo Eustaquio para sus adentros–. Es lo que estas gentes prometen siempre... Pero ¿cómo sabe las cosas que me ha dicho primero? ¡Es maravilloso...! A menos que me conozca de alguna parte.»

No obstante, sacó de su bolsillo el escudo falso del magistrado rogándole que le diera la vuelta. Quizá dijo esto en voz muy baja. Quizá el escamoteador no le oyó, pues haciendo girar el escudo entre sus dedos continuó diciendo:

–Bien, veo que vos sabéis vivir, y por eso añadiré algunos detalles a la predicción, verdadera, pero un poco ambigua, que os acabo de hacer. Sí, querido compañero, habéis hecho bien no pagándome con un sueldo como los otros, aunque vuestro escudo pierda una cuarta parte de su valor, no importa, esta blanca moneda será para vos un espejo reluciente donde la verdad pura va a reflejarse.
–¿Pero lo que acabáis de decirme de mi encumbramiento no es cierto entonces? –preguntó Eustaquio.
–Vos me pedisteis la buenaventura, y yo os la he dicho; pero faltaba la glosa... Ese fin elevado de vuestra existencia que os he vaticinado, ¿vos cómo lo entendéis?
–Pienso que puedo llegar a ser síndico de los pañeros–calceteros, mayordomo de una parroquia, regidor...
–¡Eso sí que es dar en el clavo...! ¡Y por qué no gran Sultán de Turquía? ¡No señor, querido amigo! Hay que entenderlo en otro sentido. Y puesto que vos deseáis una explicación de este oráculo sibilino os diré que para nosotros llegar alto se dice de quienes son enviados a guardar ovejas a la luna, del mismo modo que decimos llegar lejos de aquellos que son enviados a escribir su historia en el océano con plumas de quince pies...
–¡Ah, ya...! Pero si me explicáis ahora vuestra explicación, seguramente lo comprenderé.
–Son dos honestas frases para sustituir dos palabras, horca y galeras. Vos llegaréis alto y yo lejos. Esto está muy claro para mí en esta raya central, cortada en ángulos rectos por otras rayas menos pronunciadas; en vuestro caso, por una línea que corta la del medio sin prolongarse, y otra que atraviesa oblicuamente a las dos.
–¡La horca! –exclamó Eustaquio.
–¿Es que tenéis un especial apego a la muerte horizontal? –observó Gonin–. Sería una puerilidad; tanto más cuanto que de este modo os veis libre de caer en otros tipos de fines a los que cualquier mortal está expuesto. Además, es posible que cuando la señora Horca os levante cogiéndoos del cuello y os cuelguen los brazos, no seáis más que un pobre viejo asqueado del mundo y de todo... Pero están dando las doce y a esta hora la orden del preboste de París es echarnos del Pont–Neuf hasta la tarde. Ahora bien, si alguna vez necesitáis un consejo, un sortilegio, un hechizo o un filtro para usar en caso de peligro, de amor o de venganza, vivo allí, al final del puente, en el Château–Gaillard. ¿Veis desde aquí la torrecilla puntiaguda?
–Sólo una cosa más –dijo Eustaquio temblando–. ¿Seré feliz en mi matrimonio?
–Traedme a vuestra mujer y os lo diré... Pacolet, haz una reverencia al señor y bésale la mano.

El prestidigitador plegó su mesa, se la puso bajo el brazo, se cargó el mono a la espalda y se dirigió hacia el Château–Gaillard tarareando entre dientes una vieja canción.

VI.
CRUCES Y MISERIAS.

Es cierto que Eustaquio Bouteroue iba a casarse bien pronto con la hija del maestro calcetero. Era un muchacho formal, listo para los negocios y que no empleaba sus ratos libres jugando a los bolos o a la pelota, como otros jóvenes, sino a las cuentas o a la lectura del Bocage des six corporations y a aprender un poco de español, muy conveniente entonces para un comerciante, como hoy día el inglés, por el gran número de personas de esta nación que residen en París. Convencido maese Goubard, a lo largo de seis años, de la perfecta honestidad y del excelente carácter de su dependiente y habiendo advertido además entre su hija y el muchacho cierta inclinación muy virtuosa y severamente contenida por ambas partes, había decidido unirlos el día de San Juan Bautista y retirarse luego a Laon, en Picardía, donde poseía algunos bienes de familia.

Eustaquio carecía de fortuna, pero entonces no era costumbre casar un saco de escudos con otro saco de escudos; los padres consultaban los gustos y simpatías de los futuros esposos y se dedicaban a estudiar largamente el carácter, la conducta y la capacidad de las personas que iban a unirse. Muy distintos son los padres de hoy día, que exigen mayores garantías morales de un criado a su servicio que de un futuro yerno. Mientras tanto, la predicción del juglar había condensado hasta tal punto las ideas poco fluidas del pañero, que se había quedado completamente aturdido en el centro de la media luna, sin oír las cristalinas voces que parloteaban en los campanarios de la Samaritaine y repetían: ¡mediodía! ¡mediodía...! Pero en París están dando las doce durante una hora, y el reloj del Louvre tomó pronto la palabra con más solemnidad, luego el de los Agustinos y después el del Châtelet, de modo que Eustaquio, asustado porque se había hecho muy tarde, echó a correr con todas sus fuerzas, dejando atrás en pocos minutos las calles de la Monnaie, de Borrel y Tirechappe; luego contuvo el paso y, una vez dobló la calle de la Boucherie–de–Beauvais, alegró el semblante al vislumbrar los toldos rojos de la plaza de Les Halles, los tenderetes de los Enfants–sans–Souci, la escala y la cruz y el hermoso farol de la picota con su tejadillo de plomo. Era en aquella plaza y bajo uno de aquellos toldos donde Javotte Goubard, la novia de Eustaquio, esperaba su regreso. La mayor parte de los comerciantes tenían un puesto en la plaza del mercado de Les Halles que servía de sucursal a su oscura tienda y que guardaba una persona de su familia. Javotte se instalaba todas las mañanas en el de su padre, y allí, o bien sentada sobre las mercancías, hacía ganchillo, o bien se levantaba para llamar a los transeúntes, les cogía del brazo y no les soltaba hasta que comprasen alguna mercancía; lo cual, por otra parte, no le impedía ser al mismo tiempo la más tímida de las jovencitas de cuantas, sin haberse casado, había llegado a la edad en la que a una muchacha se la consideraba solterona; llena de gracia, linda, rubia, alta y ligeramente encorvada, como la mayoría de las chicas dedicadas al comercio, de talle esbelto y delicado; además, de fácil rubor por cualquier palabra que pronunciase fuera del puesto, mientras que en éste aventajaba a cualquier otra por su labia y desparpajo (estilo comercial de entonces).

A mediodía venía normalmente Eustaquio a sustituirla bajo el toldo rojo, mientras ella iba a comer con su padre a la tienda. Y a cumplir con este deber iba ahora Eustaquio, temiendo que su retraso hubiese impacientado a Javotte. Pero, tan pronto como la vio de lejos le pareció muy tranquila, con el codo apoyado en un rollo de mercancías y muy atenta a la conversación animada y ruidosa de un guapo militar, apoyado en el mismo rollo, y que lo mismo podía parecer un parroquiano que cualquier otra cosa que uno se pudiera imaginar.

–¡Es mi novio! –dijo Javotte sonriendo al desconocido, que hizo un movimiento de cabeza sin cambiar de postura mientras medía al dependiente con ese desdén que tienen los militares para con los burgueses, cuyo aspecto es poco importante.
–Tiene un cierto aire de corneta –observó gravemente–, sólo que el corneta tiene más consistencia en el paso; pero sabes, Javotte, el corneta en un escuadrón es algo menos que un caballo y algo más que un perro...
–Aquí tienes a mi sobrino –dijo Javotte a Eustaquio, mirándole con sus grandes ojos azules y sonriendo satisfecha–. Ha conseguido un permiso para venir a nuestra boda, ¿qué bien, verdad? Es arcabucero de Caballería. ¡Oh! ¡Un cuerpo estupendo! ¡Si tú fueras así vestido, Eustaquio! Pero tú no eres tan alto ni tan fuerte...
–¿Y cuánto tiempo –dijo tímidamente el joven Eustaquio– nos hará el honor de permanecer con nosotros en París?
–Depende... –dijo el militar irguiéndose, después de hacer esperar un poco su respuesta–. Nos han enviado a Berri para exterminar a los villanos, y si permanecen tranquilos durante algún tiempo, os concederé un mes; pero de todas formas por San Martín nos destinarán a París para reemplazar al regimiento de Humières ,y entonces podré veros todos los días ya indefinidamente.

Eustaquio examinaba al arcabucero cuando conseguía evitar la mirada de éste y decididamente le encontró fisicamente desproporcionado para lo que debe ser un sobrino.

–Bueno, he dicho todos los días y no es así –prosiguió el sobrino–, pues los jueves asistimos a la gran parada... pero como tenemos la noche, ese día cenaré siempre en vuestra casa.
«¿Pero es que cuenta con comer los demás días?», pensó Eustaquio...
–Pero no me habíais dicho, señorita Goubard, que vuestro sobrino fuese tan...
–¿Tan apuesto? ¡Oh sí!, ¡cómo ha crecido! Bueno, es que hacía siete años que no veíamos al pobre José, y desde entonces ha pasado bien de agua bajo el puente...
«Y mucho vino bajo su nariz», pensó el dependiente, deslumbrado por la cara resplandeciente de su futuro sobrino. «No se le enciende a uno la cara bebiendo vino aguado, y las botellas de maese Goubard van a bailar la danza de los muertos antes de la boda... y quizá después...»
–Vamos a comer, papá debe estar impacience –dijo Javotte saliendo del puesto–. ¡Ay, José, dame tu brazo...!, y pensar que antes, cuando tenía doce años y tú diez, yo era la mayor y me llamabas mamá... ¡Y qué orgullosa voy del brazo de un arcabucero! ¿Me llevarás de paseo, verdad? ¡Salgo tan poco!, y como no puedo salir sola..., los domingos por la tarde tengo que asistir a los ejercicios piadosos, porque soy de la cofradía de la Virgen de los Santos Inocentes; llevo una cinta del estandarte. Aquel parloteo de la joven rítmicamente cortado por el paso del militar, aquella forma graciosa y ligera que andaba a saltitos enlazada a la otra, pesada y rígida, se perdieron pronto en la sorda sombra de los pilares que bordeaban la calle de la Tonnellerie, no dejando en los ojos de Eustaquio más que una sombra y en sus oídos un zumbido.

VII.
MISERIAS Y CRUCES.

Hasta aquí hemos ido pisándole los talones a esta historia burguesa, sin emplear más tiempo para contarla del que ella ha necesitado para suceder; y ahora, a pesar de nuestro respeto, o mejor aún, de nuestra profunda estima por la observación de las tres unidades en la novela, nos vemos obligados a que una de ellas dé un salto de varias jornadas. Las tribulaciones de Eustaquio con respecto a su futuro sobrino serían quizá lo bastante interesantes de relatar, pero fueron, sin embargo, menos amargas de lo que pudiera pensarse después de lo dicho. Eustaquio se sintió pronto tranquilo en lo relativo a su novia; Javotte, en realidad, no había hecho otra cosa que guardar una impresión demasiado intensa de sus recuerdos de niña, que en una vida tan poco accidentada como la suya adquirían una importancia desmesurada.

Al principio, ella sólo había visto en el arcabucero de Caballería al niño alegre y bullicioso, en otro tiempo compañero de juegos; pero no tardó en darse cuenta de que este niño había crecido, que había tomado otros rumbos y se tornó más reservada para con él. En cuanto al militar, aparte las familiaridades de costumbre, no aparentaba albergar malas intenciones hacia su joven tía; incluso podría decirse que era de ese tipo de hombres, bastante numerosos, a quienes las mujeres honradas inspiraban poco deseo, y por el momento decía, como Tabarin, «que la botella era su amante». Los tres primeros días de su estancia en París no dejó ni por un momento a Javotte, e incluso la llevaba por la noche al Cours de la Reine, acompañados únicamente por la vieja criada de la casa, con gran disgusto de Eustaquio. Pero aquello no duró mucho, pues él no tardó en aburrirse de su compañía y cogió la costumbre de salir solo durante todo el día, teniendo la cortesía eso sí, de volver a las horas de las comidas. Por consiguiente, la única cosa que inquietaba al futuro esposo era ver a ese pariente tan bien establecido en la casa que iba a ser suya después de la boda y que no parecía fácil de desalojar, pues cada día se le veía más sólidamente incrustado en ella. Y eso que era sobrino político de Javotte, pues era hijo del primer matrimonio de la difunta esposa de maese Goubard. Pero ¿cómo hacerle comprender que exageraba la importancia de los vínculos familiares y que tenía ideas demasiado exigentes acerca de los derechos y de los principios del parentesco e incluso hasta cierto punto demasiado anticuadas y patriarcales?

Sin embargo, era posible que él mismo se diera cuenta de su indiscreción, y Eustaquio se vio obligado a tener paciencia como las damas de Fontainebleau cuando la Corte está en París, como dice el proverbio. Pero la celebración de la boda no cambió las costumbres del arcabucero, quien pensó que gracias a la tranquilidad de los villanos podría obtener un permiso para quedarse en París hasta la llegada de su Cuerpo. Eustaquio intentó algunas alusiones epigramáticas acerca de algunas gentes, que tomaban una tienda por una hospedería, otras que no eran bien acogidas y que parecían débiles; por otra parte, no se atrevía a hablar abiertamente a su mujer y a su suegro para no dar la impresión de ser un hombre interesado desde los primeros días de su matrimonio, cuando realmente les debía a ellos todo cuanto era. Además, la compañía del soldado no era en absoluto divertida, su boca era eterna campana de su gloria, adquirida en parte por sus triunfos en singulares combates, que le convertían en el terror del ejército, y en parte por sus proezas contra los villanos, infelices aldeanos franceses a quienes los soldados del rey Enrique combatían porque no podían pagar los impuestos, y no parecían gozar precisamente de la famosa olla de gallina...

Esta fanfarronería era entonces bastante frecuente, como bien puede verse en los tipos de los Taillebras y de los capitanes Matamoros, reproducidos constantemente en las comedias de la época, y esto se debe, a mi juicio, a la victoriosa irrupción del gascón, seguido del navarro, en París. Pero este carácter vanidoso se fue debilitando a medida que se extendía, y, algunos años más tarde, el varón de Foeneste fue ya débil caricatura, pero de una comicidad perfecta, y en la comedia del Menteur se mostró, en 1662, reducida a proporciones casi comunes. Pero lo que más llamaba la atención del bueno de Eustaquio en las costumbres del militar era su constante manía de tratarle a él como a un niño pequeño, de poner en evidencia aquellos rasgos menos favorecidos de su fisonomía y, siempre que podía, de ponerle en ridículo delante de Javotte, cosa muy perjudicial en los primeros días, cuando el recién casado necesita asentar su respetabilidad cara al fururo; además, era muy fácil herir el amor propio recién estrenado de un hombre establecido, patentado y juramentado hacía bien poco.

No tardó en colmar la medida una nueva tribulación. Como Eustaquio iba a formar parte de la ronda gremial, y como no quería, al igual que el honrado maese Goubard, desempeñar su oficio con traje burgués y con una alabarda prestada, se compró una espada de cazoleta, pero sin cazoleta, una celada y una loriga de cobre rojo que parecía de calderero, y después de pasarse tres días limpiándolas y bruñéndolas consiguió darles el lustre que no tenían; pero cuando se puso todo ello y se paseó orgulloso por la tienda preguntando si tenía gracia para llevar la armadura, el arcabucero se echó a reír a mandíbula batiente y aseguró que parecía llevar puesta la batería de cocina.

VIII.
EL PAPlROTAZO.

Estando así las cosas sucedió que una tarde –era el día doce o trece, desde luego un jueves–, Eustaquio cerró su tienda temprano, cosa que él no se habría permitido de no estar ausente maese Goubard, que había marchado la víspera para visitar su hacienda de Picardía, porque pensaba instalarse allí tres meses más tarde, cuando su sucesor estuviese sólidamente establecido y mereciese plenamente la confianza de los demás mercaderes. Sucedió entonces que el arcabucero, al volver como de costumbre, encontró la puerta cerrada y las luces apagadas. Aquello le asombró muchísimo, porque en el Châtelet no había pasado la ronda, y como siempre volvía un poco animado por el vino, su contrariedad se tradujo en una maldición que hizo estremecer a Eustaquio, que aún no se había acostado, temeroso ya por la audacia de su resolución.

–¡Hola! ¡Eh! –exclamó dando una patada en la puerta–. ¿Acaso es fiesta esta tarde? ¿Es hoy acaso San Miguel, fiesta de los pañeros, ladrones y vacía–bolsillos...?

Y aporreaba con el puño el escaparate; pero aquello no hizo más efecto que si hubiese majado agua en un mortero.

–¡Eh! ¡Tío, tía...! ¿Pero es que queréis que me acueste al aire libre, sobre los adoquines de la calle a merced de perros y otras bestias...? ¡Ah, ah!, ¡baja pronto burgués, te traigo dinero! ¡Mala peste te lleve, patán!

Toda esta arenga del pobre sobrino no llegó a conmover ni lo más mínimo al rostro de madera de la puerta; sus palabras no fueron escuchadas, como cuando el venerable Beda predicaba a un montón de piedras. Pero cuando las puertas están sordas, las ventanas no son ciegas y hay una forma muy sencilla de iluminarles la vista; el soldado se hizo de pronto esta reflexión, salió de la sombría galería de pórticos, retrocedió hasta el medio de la calle de la Tonnellerie y cogiendo una piedra apuntó tan bien que destrozó una de las pequeñas ventanas del entresuelo. Semejante incidente no había sido previsto por Eustaquio, un formidable interrogante para la pregunta que resumía el monólogo del militar: ¿por qué no se me abre la puerta...?

Eustaquio tomó de pronto una decisión; pues un cobarde que pierde la cabeza es como un villano que se pone a despilfarrar llevando las situaciones al extremo, y, además, se había propuesto dar la cara por una vez ante su esposa, que quizá sentía poco respeto por él viéndole durante muchos días servir de fantoche al militar, con la diferencia de que el fantoche devuelve alguno de los golpes que recibe. Se lió, pues, la manta a la cabeza y, antes de que Javotte tuviese tiempo de detenerle, se precipitó por la estrecha escalera del entresuelo. Descolgó su espada al pasar por la trastienda y, sólo cuando sintió en su mano ardiente el frío de la empuñadura de cobre, se detuvo un instante para caminar con pies de plomo hacia la puerta, cuya llave llevaba en la otra mano. Pero un segundo cristal roto con gran estruendo y los pasos de su mujer que oyó tras los suyos le devolvieron toda su energía; abrió precipitadamente la pesada puerta y se plantó en el umbral con la espada desnuda, como el arcángel en la puerta del paraíso terrenal.

–¿Pero qué quiere este trasnochador? ¿Este borracho de tres al cuarto? ¿Este chiflado que busca pelea...? –gritó con un tono de voz que habría resultado temblón si llega a cogerlo dos notas más bajo–. ¿Ésta es forma de comportarse con gente honrada...?, ¡vamos, marchad de aquí enseguida a dormir bajo los toldos con los de vuestra cuerda o llamo a los vecinos y a la ronda para que os prendan!
–¡Oh, oh! ¡Hay que ver cómo canta ahora el muy simple!, ¿qué te han dado esta noche? ¡Esto es otra cosa...! Me gusta verte hablar trágicamente como Tranchemontagne, ¡los valientes son mis amigos! ¡Ven que te abrace Picrochole...!
–¡Vete de aquí granuja! ¡No oyes a los vecinos que se están despertando con tu escándalo y que te van a meter en el primer cuerpo de guardia como a un estafador o a un ladrón! ¡Vete, pues, sin más alboroto, y no vuelvas!

Pero, en lugar de irse, el soldado avanzaba hacia la puerta, lo cual debilitó un poco el final de la réplica de Eustaquio.

–¡Muy bien hablado! –dijo el soldado a este último–. El aviso es honesto y merece ser pagado...

Y en un abrir y cerrar de ojos se plantó junto a él y soltó tal papirotazo en la nariz al joven mercader que se la puso como el carmín.

–¡Quédatelo todo si no tienes cambio y hasta la vista, tío!

Eustaquio no pudo tolerar pacientemente ante su esposa una afrenta semejante, más humillante aún que un bofetón, y a pesar de los esfuerzos de Javotte por retenerle, se lanzó sobre su adversario, que se iba, y le soltó un mandoble que habría honrado al brazo del valeroso Roger si la espada hubiera sido una tizona; pero, desde las guerras de religión no cortaba, y ni siquiera rompió el correaje del soldado; éste cogió sus dos manos con las suyas de modo que la espada cayó enseguida y Eustaquio se puso a gritar tan fuerte como pudo arremetiendo a patadas contra las botas de su verdugo. Felizmente se interpuso Javotte, pues aunque los vecinos contemplaban la lucha desde sus ventanas, no pensaban bajar para darle fin, y Eustaquio sacó finalmente sus azulados dedos del torno natural que los había atenazado, y tuvo que frotárselos mucho tiempo para quitarles la forma cuadrada que habían adquirido.

–¡No te tengo miedo! –exclamó– ¡Y nos veremos las caras! ¡Si tienes dignidad ve mañana por la mañana al Pré–áux–Clercs...! ¡A las seis, bribón, y nos batiremos a muerte, bravucón!
–¡Muy bien elegido el sitio, campeoncete mío, y haremos como los caballeros! ¡Hasta mañana entonces, y por San Jorge que la noche te parecerá corta!

El militar pronunció aquellas palabras en un tono considerado, que no había empleado hasta entonces. Eustaquio se volvió con orgullo hacia su mujer; su desafío le había hecho crecer seis palmos. Recogió su espada y cerró la puerta con estrépito.

IX.
EL CHATEAU–GAILLARD.

Cuando el joven pañero se despertó se sintió completamente desamparado de su valor de la víspera. No le costó reconocer que había hecho el ridículo proponiéndole un duelo al arcabucero, él, que no sabía manejar más arma que la vara, con la que había jugado a menudo en sus tiempos de aprendiz en el campo de los Cartujos con sus amigos. No tardó entonces en tomar la firme resolución de quedarse en casa y dejar a su adversario paseando, luciendo el tipo y balanceándose como un ganso atado. Cuando transcurrió la hora de la cita, se levantó, abrió la tienda y no dijo una palabra a su mujer de lo que ocurriera la víspera; ella, por su parte, evitó también cualquier alusión. Desayunaron silenciosamente, y, luego, Javotte, como de costumbre, fue a instalarse bajo el toldo rojo, dejando a su marido ocupado en examinar, con ayuda de una sirvienta, una pieza de tela para buscarle los defectos. Hay que decir que dirigía con frecuencia su mirada hacia la puerta, temiendo cada vez que su terrible pariente viniera a reprocharle su cobardía y su falta de palabra. Pero, hacia las ocho y media vio aparecer a lo lejos el uniforme del arcabucero bajo la galería de los pórticos, como un soldado alemán de Rembrandt que brillara por el triple resplandor de su morrión, de su coraza y de su nariz; funesta aparición que se agrandaba y esclarecía rápidamente, y cuyo metálico paso parecía marcar cada minuto de la última hora del pañero.

Pero el mismo uniforme no cubría el mismo cuerpo, para decirlo de un modo más simple, era un militar compañero del otro quien se detuvo ante la tienda de Eustaquio, que a duras penas volvía de su espanto y le dirigió la palabra en un tono calmado y muy civilizado. Le hizo saber, en primer lugar, que su adversario, después de haberle esperado durante dos horas en el lugar de la cita y no viéndole, había pensado que algún accidente imprevisto le había impedido acudir y que por ello volvería al día siguiente, a la misma hora y al mismo lugar, permaneciendo allí el mismo espacio de tiempo, y que si también resultaba sin éxito, se dirigiría enseguida a la tienda, le cortaría las dos orejas y se las metería en el bolsillo, como hizo, en 1605, el célebre Brusquet a un escudero del duque de Chevreuse por el mismo motivo, obteniendo a continuación el aplauso de la corte que lo encontró de muy buen gusto.

Eustaquio respondió que su adversario ofendía su valor con una amenaza semejante y con ello doblaba el motivo del duelo; añadió que el obstáculo no era otro sino que no había encontrado a nadie que le sirviera de padrino. El otro pareció satisfecho con la explicación e incluso informó al comerciante de que encontraría excelentes padrinos en el Pont–Neuf, delante de la Samaritaine, por donde paseaban de costumbre estas gentes que no tenían otra profesión y que por un escudo se encargaban de abrazar la causa que fuera y hasta de proporcionar las espadas. Tras estas observaciones hizo una profunda reverencia y se retiró. Cuando Eustaquio se quedó solo se puso a pensar y permaneció largo rato sumido en la perplejidad: su espíritu se enredaba en tres resoluciones distintas: tan pronto pensaba en avisar al juez de las molestias y amenazas del militar y pedir autorización para llevar armas con qué defenderse; pero esto le exponía al combate. O bien se decidía a ir al lugar de la cita advirtiendo a los sargentos, de modo que llegaran en el momento de comenzar el duelo; pero también podrían llegar cuando hubiera terminado. Y por fin pensaba también consultar al bohemio del Pont–Neuf. Y fue esto lo que por fin decidió.

Al mediodía, la sirvienta reemplazó a Javotte bajo el toldo rojo, y ésta fue a comer con su marido. Eustaquio no le habló en absoluto de la visita de por la mañana, pero después le pidió que se ocupara de la tienda mientras él iba a hacerse publicidad a casa de un gentilhombre que acababa de llegar a la ciudad y quería hacerse ropa. Cogió, en efecto, su muestrario y se dirigió al Pont–Neuf. El Château–Gaillard, situado a la orilla del río, en el extremo meridional del puente, era un edificio coronado por una torre redonda que en otros tiempos sirvió de prisión, pero que ahora empezaba a arruinarse y a desmoronarse, siendo sólo habitable por aquellos que no tenían otro refugio. Eustaquio, después de caminar vacilante algún tiempo por el suelo pedregoso encontró una pequeña puerta, en el centro de la cual había un murciélago clavado. Llamó suavemente, y el mono de maese Gonin le abrió enseguida levantando un pestillo, servicio para el que estaba amaestrado como suelen estarlo a veces los gatos domésticos.

El prestidigitador estaba ante una mesa, leyendo. Se volvió gravemente y le hizo una indicación al joven para que se sentase en un escabel. Cuando éste le contó su aventura le dijo que era lo más fácil del mundo, pero que había hecho bien dirigiéndose a él.

–Lo que deseáis es un hechizo –añadió–, un hechizo mágico para vencer a vuestro adversario con seguridad, ¿no es eso lo que queréis?
–Sí, si es posible.
–Aunque todo el mundo los fabrica, no encontraréis en ninguna parte ninguno tan eficaz como los míos; además, no es como otros, procedente de artes diabólicas, sino el resultado de una ciencia profunda de magia blanca y que no puede, de ninguna forma, comprometer la salvación del alma.
–Eso está bien, porque de otro modo yo me guardaría de usarla. Pero, ¿cuánto cuesta vuestro mágico producto? Pues debo saber si puedo pagarlo.
–Pensad que es la vida lo que vais a comprar, y la gloria además. Siendo así, ¿pensáis que por estas dos excelentes cosas puede pedirse menos de cien escudos?
–¡Cien diablos te lleven! –gruñó Eustaquio cuyo rostro se ensombreció–; ¡es más de lo que poseo...! ¿Y qué vale la vida sin pan y la gloria sin vestidos? Puede incluso que todo sean falsas promesas de charlatán para embaucar a las gentes crédulas.
–Pagadme después.
–Eso es otra cosa..., ¿qué queréis como prenda?
–Vuestra mano solamente.
–Vamos, que soy un necio escuchando vuestras fanfarronadas. ¿Acaso no me dijisteis que acabaría en la horca?
–Sin duda, y no me desdigo.
–Entonces, si eso es cierto, ¿qué voy a temer del duelo?
–Nada, salvo algunas estocadas y rasguños que abrirán a vuestra alma las puertas más grandes... Después de esto os recogerán y seréis izado a la media cruz alto y corto, muerto o vivo, como mandan las ordenanzas, y así se cumplirá vuestro destino. ¿Comprendéis?

El pañero comprendió hasta tal punto que se apresuró a ofrecer su mano al prestidigitador como prueba de asentimiento, pidiéndole diez días para encontrar el dinero, a lo cual se avino el otro, después de anotar en la pared el día fijado del plazo. Luego, cogió el libro del gran Alberto comentado por Cornelio Agripa y el abad Trithème, lo abrió por el capítulo de los «Combates singulares», y para convencer aún más a Eustaquio de que su operación no tenía nada de diabólica, le dijo que podía seguir rezando sus oraciones sin temor de que ello fuera un obstáculo. Levantó después la tapa de un cofre y sacó una vasija de barro sin barnizar y mezcló en ella diversos ingredientes que parecía le iba indicando el libro, mientras pronunciaba quedamente algún tipo de encantamiento. Cuando terminó, cogió la mano derecha de Eustaquio que se santiguaba con la otra y le ungió hasta la muñeca con la mezcla que acababa de hacer.

Seguidamente sacó de otro cofre un frasco muy viejo y grasiento y volcándolo lentamente derramó algunas gotas sobre el dorso de la mano pronunciando unas palabras en latín parecidas a la fórmula que los sacerdotes emplean para el bautismo. Y entonces Eustaquio sintió por todo el brazo una especie de conmoción eléctrica que le asustó muchísimo; le pareció que su mano se entumecía, y sin embargo –cosa extraña–, se retorció y estiró varias veces haciendo crujir las articulaciones, como un animal que se despierta, luego no sintió nada más, la circulación pareció restablecerse, y maese Gonin dijo que todo había concluido, que ya podía desafiar a los espadachines más encopetados de la corte y del ejército y abrirles ojales para todos los inútiles botones con que la moda recargaba sus uniformes.

X.
EL PRÉ–AUX–CLERCS.

Al día siguiente por la mañana cuatro hombres cruzaban las verdes avenidas del Pré–aux–Clercs buscando un lugar adecuado y lo suficientemente oculto. Cuando llegaron al pie de una pequeña colina que bordeaba la parte meridional se detuvieron en el lugar del juego de bolos, que les pareció el sitio indicado para batirse cómodamente. Entonces, Eustaquio y su adversario se quitaron los jubones, y los padrinos les pasaron revista según la costumbre, bajo la camisa y bajo las calzas. El pañero estaba emocionado, pero tenía fe en el sortilegio del cíngaro, pues es sabido que nunca operaciones mágicas, encantos, filtros y sortilegios tuvieron tanto crédito como en aquella época, en que dieron lugar a tantísimos procesos, llenando los registros de los tribunales y compartiendo los mismos jueces la credulidad general.

El padrino que Eustaquio había tomado en el Pont Neuf pagándole un escudo, saludó al amigo del arcabucero y le preguntó si también tenía la intención de batirse; como el otro contestase que no, se cruzó de brazos con indiferencia y retrocedió para contemplar a los campeones. El pañero no pudo evitar una cierta angustia cuando su adversario le hizo el saludo de armas, que no rindió por su parte. Permaneció inmóvil, sosteniendo su espada como si fuese un cirio y puesto en guardia de tal manera que el militar, que en el fondo tenía buen corazón, se prometió hacerle sólo un rasguño. Pero apenas se hubieron tocado las armas, Eustaquio advirtió que su mano arrastraba su brazo hacia delante y se debatía violentamente. Más exactamente, sólo sentía su mano en la poderosa fuerza que ésta ejercía sobre los músculos de su brazo; sus movimientos tenían una fuerza y una elasticidad prodigiosas, que se podría comparar a la de un resorte de acero. Así que el militar casi se disloca la muñeca al parar un golpe en tercera; pero un golpe en cuarta envió su espada a diez pasos mientras la de Eustaquio, sin tomar nuevo impulso y con el mismo movimiento inicial, le atravesó el cuerpo tan violentamente que la cazoleta se le incrustó en el pecho. Eustaquio, que no se había lanzado a fondo y, arrastrado por una sacudida imprevista de la mano, se hubiera roto la cabeza al caer cuan largo era, de no haber ido a parar al vientre de su adversario.

–¡Dios, qué muñeca! –exclamó el padrino del soldado–. ¡Este tipo le daría una lección al caballero Tord–Chêne. No tiene su gracia, ni su físico, pero en cuanto a la fuerza del brazo es peor que un arquero del País de Gales.

Entre tanto, Eustaquio se había levantado con la ayuda de su testigo, y permanecía absorto ante lo que acababa de suceder; pero cuando pudo distinguir claramente al arcabucero tendido a sus pies, clavado al suelo con la espada como un sapo en un círculo mágico, echó a correr de tal modo que se dejó olvidado en la hierba su jubón de domingo, acuchillado y con franjas de seda. Así que como el soldado estaba bien muerto, los dos padrinos no tenían nada que hacer quedándose ahí y se alejaron rápidamente. Habrían andado unos cien pasos cuando el de Eustaquio exclamó dándose una palmada en la frente:

–¡Pues no me olvidaba de la espada que le presté!

Dejó al otro que continuara su camino y una vez en el lugar del combate se puso a registrar los bolsillos del muerto, hallando sólo unos dados, un trozo de cuerda y una baraja de tarot sucia y vieja.

–¡Fullero, más que fullero! ¡Otro tipejo que no lleva ni un miserable reloj! ¡Así te lleve el diablo, soplamechas!

La educación enciclopédica del siglo nos dispensa explicar, en esta frase, otra cosa que no sea el último término, que alude a la profesión arcabucera del difunto. No atreviéndose nuestro hombre a llevarse nada del uniforme, cuya venta hubiera podido comprometerle, se limitó a quitarle las botas, las enrolló bajo su capa junto con el jubón de Eustaquio y se alejó refunfuñando.

XI.
OBSESION.

El pañero estuvo varios días sin salir de su casa con el corazón afligido por aquella muerte trágica que él había causado por ofensas de tan poco peso y por un medio reprobable y condenable tanto en este mundo como en otro. Había momentos en que pensaba que todo era un sueño, y si no hubiese sido por su jubón olvidado en la hierba, testimonio que brillaba por su ausencia, habría dudado de la exactitud de su memoria. Una tarde, por fin quiso abrir los ojos a la evidencia y se dirigió hacia el Pré–aux–Clercs como para dar un paseo. La vista se le nubló al reconocer el juego de bolos donde se desarrolló el duelo, y tuvo que sentarse. Algunos procuradores jugaban allí, según su costumbre, antes de cenar. Eustaquio, cuando la neblina que cubría sus ojos se disipó, creyó ver en el suelo entre los pies separados de uno de los jugadores una gran mancha de sangre.

Se levantó convulsivamente y apresuró el paso para salir del paseo, llevando en sus ojos la mancha de sangre, que conservaba su forma y se posaba en aquellos objetos donde su mirada se detenía al pasar, semejante a las manchas lívidas que revolotean alrededor nuestro cuando se ha fijado la vista en el sol. Al regresar a casa creyó descubrir que le habían seguido; sólo entonces pensó que alguien del hotel de la reina Margarita, ante el cual había pasado la otra mañana y esta misma tarde, podría haberle reconocido; y aunque en aquella época las leyes del duelo no eran aplicadas con rigor, consideró que bien podían juzgar conveniente ahorcar a un pobre mercader como escarmiento de los cortesanos a quienes en aquel tiempo no se osaba atacar, como más tarde se haría. Estos pensamientos y otros muchos le hicieron pasar una noche muy agitada: no podía cerrar los ojos sin que se le aparecieran mil patíbulos mostrando sus puños, de los que pendía una soga, y de ella un muerto que se retorcía riendo de una forma horrible, o un esqueleto cuyas costillas se dibujaban claramente en la amplia faz de la luna.

Pero una feliz idea vino a borrar todas aquellas retorcidas visiones: Eustaquio se acordó del magistrado, antiguo cliente de su suegro y que tan amablemente le había acogido; se propuso ir a verle a la mañana siguiente y confiarse a él por completo, persuadido de que le protegería, aunque sólo fuera por Javotte, a quien había visto y acariciado desde niña y por maese Goubard, al que tenía gran estima. El pobre comerciante se durmió por fin, y descansó hasta la mañana, apoyado en la almohada de tan buena resolución. Al día siguiente cerca de las nueve, llamaba a la puerta del magistrado. El ayuda de cámara, suponiendo que venía a tomar medidas para algún traje o a proponer alguna venta, le condujo enseguida ante su señor que, medio tumbado en un sillón con cojines leía un libro regocijante. Tenía en su mano el antiguo poema de Merlín Coccaie y se delectaba especialmente con la narración de las proezas de Balde, el valiente prototipo de Pantagruel, y todavía más con las incomparables sutilezas y latrocinios de Cingar, ese grotesco patrón que tan felizmente dio forma a nuestro Panurge.

Maese Chevassut estaba leyendo la historia de las ovejas que Cingar consigue arrojar de la nave, tirando al mar la que había pagado, y a la que siguen todas las demás al instante, cuando se dio cuenta de la visita que recibía, y dejando el libro sobre una mesa se volvió hacia el pañero de muy buen humor. Le preguntó por la salud de su mujer y de su suegro y le gastó todo tipo de bromas banales, aludiendo a su estado de recién casado. El joven aprovechó ese momento para hablarle de su aventura, y después de contarle la disputa con el arcabucero, animado por el aire paternal del magistrado, confesó también el triste desenlace.

El otro le miró con el mismo asombro que si se hubiera tratado del gigante Fracasse de su libro, o el fiel Falquet que parecía un lebrel y no de maese Eustaquio Bouteroue, comerciante de los pórticos: pues aunque supo que se sospechaba de un tal Eustaquio no había prestado el menor crédito a tales informes ni a la hazaña referida a la espada que había dejado clavado al suelo a un soldado del rey, atribuida a un enano dependiente de pañero, no más alto que Gribouille o Triboulet. Pero cuando ya no pudo dudar del hecho aseguró al pobre pañero que se valdría de su influencia para silenciar el asunto y despistar a los agentes de la justicia que seguían su rastro, y le prometió que, si los testigos no le acusaban, podría vivir tranquilo y libre.

Ya le acompañaba maese Chevassut hasta la puerta reiterándole sus promesas cuando, en el instante de despedirse humildemente de él, Eustaquio le propinó un bofetón que le volvió la cara del revés, un glorioso bofetón que puso al magistrado el rostro mitad rojo y mitad azul, como el escudo de París y que le dejó mudo de asombro, con dos palmos de boca abierta y más mudo que un pez sin lengua. El pobre Eustaquio se espantó tanto de su acción que se arrojó a los pies del magistrado pidiéndole perdón en los términos más suplicantes y piadosos, jurando que había sido un movimiento convulsivo imprevisto, en el que su voluntad no entraba para nada y para el que esperaba la misericordia suya y de Dios. El anciano le levantó más asombrado que colérico; pero apenas Eustaquio estuvo de pie le soltó un revés en la otra mejilla para que hiciera pareja con el primero, de forma que los cinco dedos se le quedaron marcados de tal manera que se podría haber hecho un molde.

Esto ya era insoportable y maese Chevassut corrió a la campanilla para llamar a su gente; pero el pañero le perseguía continuando su danza, lo cual constituía una escena singular, porque a cada bofetón con que gratificaba a su protector, el infeliz se deshacía en lacrimosas excusas y ahogadas súplicas que contrastaban con su acción de forma jocosa; pero en vano intentaba detener los impulsos a que le arrastraba su mano, semejante a un niño que sujeta con un cordel a un enorme pájaro. El pájaro arrastra al asustado niño por todos los rincones de la habitación y éste no se atreve a soltarlo y no tiene fuerza para detenerlo. Así era arrastrado el infortunado Eustaquio por su mano en la persecución del magistrado que daba vueltas a mesas y sillas, llamaba al timbre y gritaba furioso de dolor y de rabia. Finalmente entraron los criados y redujeron a Eustaquio, sofocado y desfallecido. Maese Chevassut, que por supuesto no creía en la magia blanca, no pensaba otra cosa sino que había sido burlado y maltratado por aquel joven por alguna razón que no acertaba a explicarse; hizo llamar, pues, a los agentes y les entregó a su hombre bajo la doble acusación de homicidio en duelo y ultrajes de obra a un magistrado en su propio domicilio. Eustaquio sólo volvió en sí al oír los cerrojos del calabozo que le era destinado.

–¡Soy inocente! –gritaba al carcelero que le conducía.
–¡Por Dios! –repuso el carcelero gravemente– ¿dónde creéis que estáis? ¡Si aquí todos sois inocentes...!

XII.
DE ALBERTO EL GRANDE Y DE LA MUERTE.

Eustaquio fue encerrado en una de esas celdas del Châtelet, de las que Cyrano decía que viéndole allí, le habrían tomado como una vela bajo una ventosa.

–Si es que me dan –pensaba después de dar una vuelta por todos los rincones con una pirueta–, si es que me dan este traje de roca como vestido, es demasiado ancho; si es como tumba, es demasiado estrecho. Los piojos tienen los dientes más largos que el cuerpo, y se sufre del mal de piedra que no es menos doloroso por ser exterior.

Aquí pudo nuestro héroe reflexionar a placer sobre su mala fortuna y maldecir el auxilio fatal que había recibido del escamoteador, distrayendo de aquel modo uno de sus miembros de la natural autoridad de su cabeza, lo cual originaba a la fuerza toda clase de desórdenes. Pero su sorpresa fue enorme al verle aparecer un día en su calabozo preguntándole con toda tranquilidad cómo se encontraba.

–¡Que el diablo te cuelgue con tus tripas, canalla charlatán y echador de cartas! ¡tus malditos encantamientos tienen la culpa!
–¿Cómo? –respondió el otro–; ¡tengo yo la culpa de que no vinierais el décimo día para hacer desaparecer el encantamiento trayéndome la suma convenida?
–¿Eh? ¿Acaso sabía yo que necesitabais tanto el dinero? –dijo Eustaquio bajando la voz–, ¡vos que hacéis oro a voluntad, como el escritor Flamel!
–¡De ninguna manera! –contestó el otro–, ¡es todo lo contrario! Algún día llegaré a realizar esa gran obra hermética, puesto que estoy en vías de descubrirlo; pero hasta ahora sólo he logrado transformar el oro fino en un hierro muy bueno y muy puro: secreto que ya poseía el gran Raimundo Lulio al final de su vida...
–¡Extraordinaria ciencia! –dijo el pañero–. ¡Ya! ¡Por fin viene usted a sacarme de aquí! ¡Pardiez! ¡Ya era hora!, ya no contaba con ello...
–¡He aquí precisamente la clave del asunto, amigo mío! Eso es, en efecto, lo que pretendo conseguir, abrir las puertas sin llaves, para poder entrar y salir, y veréis por medio de qué operación se obtiene.

Diciendo esto, el cíngaro se sacó del bolsillo su libro de Alberto el Grande, y a la luz de una linterna que había traído consigo, leyó el párrafo siguiente:

–Medio heroico del que se sirven los ladrones para introducirse en las casas.

»Se coge la mano cortada de un ahorcado, que habrá que comprar antes de su muerte; se la sumerge con cuidado de tenerla casi cerrada en un recipiente de cobre que contenga cimac y nitro con grasa de spondillis. Se pone el recipiente a fuego vivo de helecho y verbena hasta que la mano, al cabo de un cuarto de hora, esté completamente seca y lista para conservarse durante mucho tiempo. Después se fabrica una vela con grasa de foca y sésamo de Laponia y se hace que la mano coja la vela encendida como si fuera una palmatoria; y por donde quiera que se vaya, llevándola ante sí, caen las barreras, se abren las cerraduras, y las personas que salen al encuentro permanecen inmóviles.

»La mano preparada de tal modo recibe el nombre de mano de gloria.

–¡Vaya invento! –exclamó Eustaquio Bouteroue.
–¡Esperad un momento! Aunque no me hayáis vendido vuestra mano, ésta me pertenece, puesto que no la habéis rescatado el día convenido; y la prueba de ello es que una vez cumplido el plazo se ha conducido –gracias al espíritu que la posee– de modo que yo pudiese gozar de ella a la mayor brevedad. Mañana, el parlamento os condenará a la horca; pasado mañana se ejecutará la sentencia, y ese mismo día cogeré el fruto tan codiciado y lo aderezaré como es debido.
–¡De eso nada! –exclamó Eustaquio–. ¡Mañana mismo desvelaré a esos señores todo el misterio!
–¡Ah, muy bien! Hacedlo... y seréis quemado vivo por serviros de la magia, lo cual os irá acostumbrando a la parrilla del Diablo... Pero ni siquiera esto sucederá, pues vuestro horóscopo dice la horca, y nada podrá libraros de ella.

Entonces, el infeliz Eustaquio empezó a gritar tan desesperadamente y a llorar con tanta amargura que daba lástima.

–¡Vamos, vamos, querido amigo! –le dijo cariñosamente maese Gonin–. ¿Por qué rebelarse así contra el destino?
–¡Cielo santo! Es fácil hablar así... –dijo entre sollozos Eustaquio–. Pero cuando la muerte está tan cerca...
–¡Bueno!, ¿y qué tiene la muerte de extraño...? ¡A mí la muerte me importa un rábano! «Nadie muere antes de su hora», dijo Séneca el Trágico. ¿Acaso sois vos el único vasallo de esa Dama, camarada? También lo soy yo, y el otro, y el de más allá, y Martín, y Philippe..., la muerte no respeta a nadie. Es tan atrevida que condena, mata y coge indistintamente a papas, emperadores y reyes, como prebostes, sargentos y otras canallas. Por ello, no os aflijáis tanto de hacer lo que otros harán más tarde: Su suerte es más deplorable que la vuestra, pues si la muerte es un mal, sólo es un mal para aquellos que van a morir. De modo que a vos sólo os queda un día de padecer este mal, y la mayor parte de la gente tiene para veinte o treinta años, o más.

»Un viejo autor decía: "La hora que os ha dado la vida ya os la disminuye." Se está en la muerte mientras se está en la vida, pues, cuando ya no se está en la vida, uno está más allá de la muerte; o, para decirlo mejor y terminar, la muerte no os concierne ni muerto ni vivo; vivo porque sois, y muerto porque ya no sois. Deben bastaros, amigo mío, estos razonamientos para daros valor cuando bebáis el ajenjo de la muerte, y meditad hasta entonces un hermoso verso de Lucrecio, cuyo sentido es éste: "Vivid tanto como podáis, que no quitaréis nada a la eternidad de vuestra muerte."

Después de aquellas máximas, quintaesencia de clásicos y modernos, sutilizadas y sofisticadas a gusto del siglo, maese Gonin guardó su linterna, golpeó la puerta del calabozo, que abrió el carcelero, y las tinieblas cayeron de nuevo sobre el preso como una plancha de plomo.

XIII.
DONDE EL AUTOR TOMA LA PALABRA.

Las personas que deseen conocer todos los detalles del proceso de Eustaquio Bouteroue encontrarán los documentos en los Arrêts memorables du Parlement de Paris, que se hallan en la biblioteca de manuscriros y cuya localización será facilitada por M. Paris con su solicitud acostumbrada. Este proceso va por orden alfabético, justo antes del proceso del barón de Boutreville, muy curioso también por la singularidad de su duelo con el marqués de Bussi, en el que, para desafiar las leyes, vino expresamente de Lorena a París y se batió en la mismísima Place Royale, a las tres de la tarde y el domingo de Pascua (1627). Pero ahora no se trata de esto. En el proceso de Eustaquio Bouteroue sólo se trata del duelo y de los ultrajes al magistrado, y no del mágico encantamiento que causó todo el desorden. Pero una nota aneja remite al Recueil d'histoires tragiques de Belleforest (edición de la Haye; la de Rouen está incompleta); y allí es donde se encuentran los detalles que nos faltan relativos a esta aventura que Belleforest titula con bastante acierto: La mano poseída.

XIV.
CONCLUSION.

La mañana de su ejecución, Eustaquio, que había sido alojado en una celda menos oscura que la otra, recibió la visita de un confesor que le masculló algunos consuelos espirituales del mismo estilo que los del cíngaro, pero que no produjeron mejor efecto. Era un tonsurado que pertenecía a una de esas buenas familias que para enaltecer su nombre tienen un hijo abate; llevaba un alzacuello bordado, la barba recortada en forma de huso y unos bigotes retorcidos y atusados; tenía el pelo muy rizado y hablaba de forma pastosa y con un estilo afectado. Eustaquio, viéndole tan superficial y pimpante no tuvo valor para confesarle toda su culpa y confió en sus propias oraciones para obtener el perdón.

El sacerdote le absolvió, y, para pasar el rato, como tenía que permanecer hasta las dos junto al condenado le enseñó un libro titulado: El llanto del alma penitente, o el regreso del pecador hacia su Dios. Eustaquio abrió el volumen por el capítulo del privilegio real y se puso a leerlo, muy compungido, por: «Enrique, rey de Francia y de Navarra, a nuestros súbditos y vasallos», etc., hasta la frase, «considerando estas causas, y queriendo tratar favorablemente al ya citado...» Aquí, no pudo contener sus lágrimas y devolvió el libro al sacerdote diciéndole que era demasiado emocionante y que temía enternecerse demasiado si seguía leyendo. Entonces, el confesor sacó de su bolsillo una baraja muy bien pintada y propuso al penitente jugar unas cuantas partidas, en las que le ganó algún dinero enviado por Javotte para procurarle consuelo. El pobre Eustaquio no estaba muy atento al juego, y la pérdida le era poco sensible.

A las dos, salió del Châtelet temblándole la voz al decir los padrenuestros de rutina, y fue conducido a la plaza de los Agustinos, situada entre los dos arcos que forman la entrada de la calle Dauphine y el Pont–Neuf donde se le honró con un patíbulo de piedra. Mostró bastante firmeza al subir la escalera, ya que al ser este lugar de ejecución uno de los más frecuentados, había mucha gente mirándole. Unicamente, como para dar este salto al vacío uno se toma el mayor tiempo posible, en el instante en que el verdugo se dispuso a pasarle la soga por el cuello con la misma ceremonia que si se tratara del Toisón de Oro, pues este tipo de personas cuando ejerce su profesión ante el público se aplican con habilidad e incluso con cierta gracia, Eustaquio le rogó que se detuviera un instante para que pudiera rezar aún dos oraciones a San Ignacio y a San Luis Gonzaga, santos que había reservado para el final porque habían sido beatificados aquel mismo año 1609; pero el verdugo le respondió que el público también tenía sus quehaceres y que era de mal gusto hacerle esperar para un espectáculo tan sencillo como una simple ejecución; así que, la soga que sujetaba, al empujarle fuera de la escalerilla, interrumpió la réplica de Eustaquio.

Se asegura que, cuando todo parecía haber terminado y el verdugo se iba a su casa, maese Gonin se asomó a una de las troneras del Château–Gaillard que daban a la plaza. Al instante, aunque el cuerpo del pañero colgaba totalmente flojo e inanimado, su brazo se levantó y su mano empezó a agitarse alegremente como el rabo de un perro que ve a su amo. Esto hizo que la multitud lanzara un grito de sorpresa y que aquellos que se marchaban volvieran presurosos, como la gente que cree que el espectáculo ha terminado cuando todavía queda un acto. El verdugo volvió a poner la escalerilla, tocó los pies del ahorcado en los tobillos: el pulso no latía; cortó una arteria, y no manó sangre, pero el brazo continuaba, sin embargo, sus movimientos desordenados.

El verdugo no era hombre que se asustase fácilmente; se subió a la espalda de su víctima con gran griterío de los asistentes, pero la mano mostró con su rostro la misma irreverencia que con el del magistrado Chevassut; el verdugo, maldiciendo, sacó un gran cuchillo que llevaba siempre entre sus ropas y de dos golpes cortó la mano poseída. Ésta dio un salto prodigioso y cayó ensangrentada en medio de la multitud, que se dispersó espantada; entonces dando varios saltos gracias a la elasticidad de sus dedos y ya que todo el mundo le dejaba libre el camino, pronto se encontró al pie de la torrecilla del Château–Gaillard; luego, trepando con los dedos como un cangrejo por los salientes y asperezas de la muralla, subió hasta la tronera donde el cíngaro la esperaba.

Belleforest detiene aquí su singular historia y termina con estas palabras:

–Esta aventura, anotada, comentada e ilustrada, constituyó durante mucho tiempo la comidilla de la buena sociedad y de las clases populares, siempre ávidas de narraciones extrañas y sobrenaturales; pero incluso hoy es un buen relato para distraer a los niños al amor de la lumbre, aunque no debe ser tomado a la ligera por personas serias y de buen juicio".


Gérard de Nerval

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