"Un amigo mío, honesto agricultor, eran un empedernido cazador; lo veían, desde el amanecer saltar zanjas, subir colinas y perseguir a su presa hasta en sus últimos atrincheramientos.Una tarde en que roto de cansancio, y de muy mal humor, tomaba tristemente el camino de regreso a casa con el morral vacío, una liebre sale a sus pies, mi amigo dispara y yerra el tiro: su mal humor aumenta; éste desaparece no obstante cuando ve que la liebre se agazapa a cien pasos de él. Recarga su escopeta, se acerca, dispara y yerra de nuevo los dos tiros; no comprendía cómo había podido ser tan torpe, él que no disparaba nunca en falso. Retoma el camino refunfuñando, cuando vuelve a ver a la liebre, sentada sobre su trasero atusándose apaciblemente los bigotes. «Esta vez —dijo el cazador— no me desafiarás más»; entonces, apuntándole con una precisión que no lo engañó jamás, lanza el disparo y cree haber abatido a su víctima: vana ilusión, pues sale huyendo unos pasos y parece burlarse de su enemigo. El intrépido cazador, arrebatado de ira, jura perseguirla hasta el fin del mundo; cumplió su palabra y tan bien que al cabo de dos horas había consumido toda su munición, aunque veía aún al maligno animal plantarle cara insolentemente, a unos pasos de él.Sin contenerse más de rabia, mi amigo busca hasta el fondo del zurrón y encuentra una carga de pólvora, pero sin plomo; no sabía qué hacer, cuando se le ocurrió la idea de retorcer monedas de seis liards y de seis sous y hacer con ellas balas. Había llegado a recargar su escopeta a fuerza empeño y paciencia y se disponía a disparar, cuando la liebre cambió de repente de aspecto y fue reemplazada por un hombre que dirigió estas palabras al cazador: «Deja de perseguirme, desgraciado; el cielo ha permitido que vuelva a ser criatura humana para impedir que cometas un crimen. Yo soy tu abuelo: desde hace cincuenta años vivo en esta llanura bajo el aspecto de una liebre, y mi penitencia debe prolongarse aún por cincuenta más. Si no quieres sufrir la misma pena, evita tus pecados.» Cuando concluyó estas palabras, se convirtió de nuevo en liebre y dejó a su nieto estupefacto y temblando de espanto.numerosas montañas boscosas. Se quedó muy sorprendido cuando, creyéndose solo, oyó que alguien lo llamaba por su nombre. La voz no le resultaba desconocida. Pero como no parecía demasiado dispuesto a responder, lo llamaron por segunda vez. Creyó reconocer la voz de su padre, recién fallecido. Pese a su miedo, no dejó de dar unos pasos hacia adelante. Pero cuál no sería su sorpresa al ver una gran caverna o una especie de abismo, en la que había una escalera muy larga que iba de arriba abajo. El espectro de su padre se apareció en los primeros peldaños y le dijo que Dios había permitido que se le apareciera para darle instrucciones acerca de lo que debía hacer por su propia salvación y por la liberación de quien le hablaba, así como por la de su abuelo, que se encontraba unos cuantos peldaños más abajo. Añadió que la justicia divina los castigaba y los retenía donde estaban hasta que no restituyera a un determinado monasterio una herencia usurpada por sus antepasados...Recomendó a su hijo que realizara dicha restitución lo antes posible para evitar el castigo divino, pues de no hacerlo su lugar estaba ya reservado en aquel lugar de tormento. Tras aquella amenaza, la escalera y el espectro empezaron a desaparecer insensiblemente, y la entrada de la caverna volvió a cerrarse. El señor, cuyo pavor había llegado al límite, regresó inmediatamente a su casa; la agitación de su espíritu no le permitió intentar profundizar en aquel misterio.Devolvió a los monjes los bienes que le habían indicado, dejó a su hijo el resto de su herencia e ingresó en un monasterio donde pasó santamente el resto de su vida".
Charles Nodier
"A finales del siglo pasado vivió un hombre de ciencia, eminente en todas las ramas de la filosofía, quien no mucho antes de que se inicie nuestra historia había experimentado una afinidad espiritual más atractiva que cualquier otra química. Había dejado el laboratorio al cuidado de un ayudante, limpiado su semblante del humo del horno, lavado de sus dedos las manchas de ácidos y persuadido a una hermosa mujer para que se convirtiera en su esposa. En aquellos días, cuando el descubrimiento reciente de la electricidad y otros misterios parecía abrir caminos hacia el milagro, no era inusual que el amor a la ciencia rivalizara con el amor a la mujer. El intelecto, la imaginación, el espíritu, e incluso el corazón pueden encontrar su alimento en ocupaciones que, tal como creen algunos partidarios, irán ascendiendo de un paso de la inteligencia poderosa a otro, hasta que el filósofo pueda poner su mano sobre el secreto de la fuerza creativa y crear quizás mundos nuevos para sí mismo.No sabemos si Aylmer poseía ese grado de fe en el dominio del hombre sobre la Naturaleza. Sin embargo, se había dedicado sin reservas a los estudios científicos como para no apartarse de ellos por una segunda pasión. El amor hacia su joven esposa demostraría ser el más fuerte de los dos: pero sólo podía existir entremezclándose con su amor a la ciencia, y uniendo la fuerza de este último al primero.Esa unión se produjo, y tuvo unas consecuencias notables que causaron una impresión profunda. Un día, muy poco después de la boda, Aylmer estaba sentado mirando a su esposa con una turbación que fue creciendo hasta que habló.-Georgiana. -dijo él- ¿No se te ha ocurrido nunca que podría eliminarse la marca que tienes en la mejilla?-La verdad, no -contestó ella sonriendo; pero al darse cuenta de la seriedad de la actitud de Aylmer se sonrojó-. Tantas veces me han dicho que resultaba atractivo que en mi simpleza imaginé que lo era.-Ah, quizás lo fuera en otro rostro -respondió el marido-, pero nunca en el tuyo. No, mi queridísima Georgiana, saliste tan perfecta de la la Naturaleza que este ligerísimo defecto, que dudamos si llamar defecto o belleza, me sorprende, por ser la señal visible de la imperfección terrena.-¿Te sorprende, esposo mío? -añadió Georgiana levantando la voz y sintiéndose herida; al principio enrojeció por la cólera momentánea, pero luego estalló en llantos-. ¿Por qué me apartaste entonces del lado de mi madre? ¡No puedes amar lo que te sorprende!Para explicar esta conversación debe mencionarse que en el centro de la mejilla izquierda de Georgiana había una marca singular profundamente entrelazada, por así decirlo, con la textura y sustancia de su rostro. En el estado habitual de su tez (una lozanía saludable aunque delicada) la marca tenía un tono carmesí profundo. Cuando se sonrojaba perdía gradualmente definición hasta que desaparecía en el torrente triunfante de sangre que bañaba con brillo la mejilla entera. Pero si alguna emoción cambiante la hacía palidecer, allí estaba de nuevo la marca, una mancha carmesí sobre la nieve, con una claridad que a Aylmer le parecía a veces casi temible. Su forma guardaba no poca similaridad con una mano humana, aunque del tamaño más diminuto. Los enamorados de Georgiana acostumbraban a decir que en el momento de su nacimiento algún hada había puesto su mano diminuta sobre la mejilla de la recién nacida, dejando allí esa huella en señal de los dones mágicos que le daban ese dominio sobre todos los corazones.Muchos pretendientes desesperados habrían puesto en riesgo su vida por el privilegio de presionar con sus labios la mano misteriosa. No debe ocultarse, sin embargo, que la impresión producida por ese signo de las hadas variaba mucho de acuerdo con la diferencia de temperamento de quien la contemplaba. Algunas personas fastidiosas (exclusivamente de su propio sexo) afirmaban que la mano sangrienta, tal como la llamaban, destruía totalmente el efecto de la belleza de Georgiana y volvía su semblante incluso horrible. Pero eso sería tan poco razonable como decir que una de las pequeñas manchas azuladas que se encuentran a veces en las estatuas de mármol más puro convertirían en un monstruo la Eva de Hiram Powers.Los observadores masculinos, cuando la marca de nacimiento no servía para aumentar su admiración, se contentaban con desear que no estuviera para que el mundo pudiera poseer un ejemplar vivo del ideal amoroso sin fallo alguno. Tras su matrimonio (pues antes había pensando poco o nada en el asunto), Aylmer descubrió que eso era lo que le sucedía a él.Si hubiera sido menos hermosa, él podría haber sentido que su afecto aumentaba por lo hermoso de aquella mano que a veces se rebelaba vagamente, otras veces se perdía, y otras volvía a aparecer brillando con cada pulso de la emoción que latía en el corazón de Georgiana. Pero al verla tan perfecta en lo demás, descubrió que ese único defecto se le iba haciendo más y más intolerable a cada momento que pasaba en sus vidas unidas. Era la imperfección de la humanidad que la Naturaleza, en una u otra forma, estampa imborrablemente en todas sus creaciones, bien para dar a entender que son temporales y finitas, o para que su perfección se logre mediante el esfuerzo y el dolor.La mano carmesí expresaba el abrazo ineludible con que la mortalidad aferra los moldes terrenales más elevados hasta hacerlos semejantes a los más bajos, incluso los más brutales, como cuando sus cuerpos visibles regresan al polvo. Por ello, al elegir la marca como el símbolo de la capacidad de su esposa de pecar, penar, corromperse y morir, la imaginación sombría de Aylmer convirtió en poco tiempo la marca de nacimiento en un objeto terrible que le producía más turbación y horror que el placer que le había dado nunca, al alma o los sentidos, la belleza de Georgiana.En todas aquellas estaciones que deberían haber sido las más felices, invariablemente, y sin pretenderlo, o mejor dicho a pesar de pretender lo contrario, volvía a ese tema desastroso. Por insignificante que pudiera parecer al principio, estaba tan relacionado con innumerables modos del pensamiento y el sentimiento que se convirtió en el punto central de todo. Con la luz del amanecer Aylmer abría sus ojos sobre el rostro de la esposa y reconocía el símbolo de la imperfección; y cuando por la noche se encontraban sentados juntos frente al hogar, sus ojos se posaban en las mejillas de ella, y contemplaban, brillando apagadamente con las llamas del fuego de leña, la mano espectral que escribía la mortalidad allí donde de buena gana habría preferido encontrar veneración. Georgiana aprendió pronto a estremecerse ante su mirada. Sólo hacía falta que él la contemplara con la expresión peculiar que adoptaba a menudo su rostro para transformar las rosas de sus mejillas en una palidez mortal en medio de la cual la mano carmesí resaltaba como un bajorrelieve de rubí sobre el mármol más blanco.Una noche, a última hora, cuando la luz estaba desapareciendo, por lo que era difícil que traicionara la mancha en la mejilla de la pobre esposa, ella misma sacó el tema voluntariamente por primera vez.-¿Te acuerdas, mi querido Aylmer -preguntó con un débil intento de sonrisa-, tienes algún recuerdo de un sueño de la última noche acerca de esta mano odiosa?-¡Ninguno! ¡Ninguno en absoluto! -contestó Aylmer sorprendido; pero luego, con uno tono frío y seco, tratando de ocultar la profundidad real de su emoción, añadió- Podría haber soñado con ella, pero antes de quedarme dormido sujeté con firmeza mi fantasía.-¿Y soñaste con ella? -añadió Georgiana, pues temía que un torrente de lágrimas interrumpiera lo que iba a decir-. ¡Un sueño terrible! Me sorprende que hayas podido olvidarlo. ¿Es posible olvidar esa expresión? ¡Ahora está en su corazón; ¡tenemos que extirparlo! Reflexiona, esposo mío; pues sea como sea deberías recordarlo.La mente se encuentra en un triste estado cuando el sueño no puede confinar sus espectros dentro de la oscura región de sus dominios, produciendo miedo en la vida real con secretos que quizás pertenezcan a otra vida más profunda. Aylmer recordó entonces su sueño. Había soñado que él y su criado Aminadab intentaban una operación para eliminar la marca de nacimiento; pero cuanto más profundizaba el cuchillo, más se hundía la mano, hasta que finalmente la mano diminuta parecía sujetarse en el corazón de Georgiana; pero su marido estaba inexorablemente decidido a cortarla o arrancarlo.Cuando el sueño tomó perfectamente forma en su recuerdo, Aylmer, sentado en presencia de su esposa, se sintió culpable. A menudo la verdad se abre camino hasta la mente bien envuelta en los ropajes del sueño, y habla entonces con una claridad sin compromiso de asuntos respecto a los cuales nos engañamos cuando estamos despiertos. Hasta entonces no había tomado conciencia de la influencia tiránica que había adquirido una idea en su mente, y de hasta qué punto estaría dispuesto a ir con tal de pacificarse.-Aylmer -volvió a hablar Georgiana con solemnidad-. No sé cuánto nos podrá costara ambos liberarme de esa marca fatal. Quizás su eliminación provoque una deformidad incurable, o quizás la mancha sea tan profunda como la propia vida. ¿Pero sabemos si existe una posibilidad, cueste lo que cueste, de liberarme del firme apretón de esta pequeña mano que se posó sobre mí antes de que yo viniera al mundo?-Mi queridísima Georgiana -interrumpió Aylmer-, he pensado mucho en ese tema. Estoy convencido de que es absolutamente posible su eliminación.-Si existe la más remota posibilidad de ello, debemos intentarlo a cualquier precio -respondió Georgiana-. El peligro nada significa para mí; pues la vida, cuando esta odiosa marca me convierte en blanco de tu horror y desagrado... la vida es una carga de la que me desprendería con alegría. ¡Elimina esa mano horrible o quítame la vida! Tu ciencia es profunda. El mundo es testigo de ello. Has hecho cosas grandes y maravillosas. ¿No vas a ser capaz de eliminar esa pequeñísima marca que no es más grande que las yemas de los dos dedos meñiques? ¿Está eso más allá de tu poder, por tu propia paz, y para salvar a tu pobre esposa de la locura?-Mi noble, querida y tierna esposa -respondió Aylmer-, no dudes de mi poder. Ya he meditado profundamente este asunto; con pensamientos que casi podrían haberme ilustrado para crear un ser menos perfecto que tú. Georgiana, tú me has llevado a una gran profundidad en el corazón de la ciencia. Me siento absolutamente competente para volver esta querida mejilla tan perfecta como su hermana; y entonces, queridísima mía, ¡qué triunfo cuando haya corregido lo que la Naturaleza dejó imperfecto en su obra más hermosa! Ni siquiera Pigmalión, cuando su mujer esculpida asumió la vida, sintió un éxtasis mayor del que yo mismo sentiré.-Entonces está decidido -contesto Georgiana sonriendo débilmente-. Y Aylmer, no abandones ni aunque la marca de nacimiento se refugie finalmente en mi corazón.El esposo la besó tiernamente en la mejilla, en la mejilla derecha, no en la que tenía impresa la mano carmesí.Al día siguiente Aylmer puso en conocimiento de su esposa un plan que había preparado y que le daría la oportunidad de mantener los intensos pensamientos y la vigilancia constante que exigiría la operación; y asimismo, Georgiana disfrutaría del reposo absoluto que era esencial para el éxito. Iban a encerrarse en los amplios apartamentos que ocupaban el laboratorio de Aylmer, y en los que durante su juventud había hecho descubrimientos acerca de los poderes elementales de la Naturaleza que habían provocado la admiración de todas las sociedades ilustradas de Europa. Tranquilamente sentado en ese laboratorio, el pálido filósofo había investigado los secretos de las más elevadas regiones nubosas y de las minas más profundas; había conocido las causas que encendían y mantenían vivos los fuegos del volcán; y había explicado el misterio de las fuentes, y cómo es que algunas brotan tan vivas y puras, y hay otras que tienen virtudes medicinales, desde el oscuro fondo de la tierra.También allí había estudiado las maravillas de la estructura humana y había intentado sondear los procesos mismos por los cuales la Naturaleza asimila todas sus influencias preciosas de la tierra y el aire, y del mundo espiritual, para crear al hombre, su obra maestra. Sin embargo hacía mucho tiempo que Aylmer había dejado a un lado ese último intento al reconocer a desgana la verdad de que nuestra gran madre creadora, aunque nos distrae trabajando a la luz del día, sin embargo cuida severamente sus secretos, y, a pesar de que pretende ser abierta, sólo nos enseña sus resultados. Nos permite, ciertamente, estropear sus obras, pero raras veces enmendarlas, y bajo ninguna circunstancia, como un celoso concesionario de una patente, nos permite crearlas. Sin embargo Aylmer había reanudado ahora esas investigaciones medio olvidadas; desde luego no con las esperanzas o deseos con las que las había iniciado, pero sí porque significaban una gran verdad fisiológica y eran necesarias para el plan que se había propuesto para el tratamiento de Georgiana.Cuando la permitió traspasar el umbral del laboratorio Georgiana se quedó fría y trémula. Aylmer la miró alegremente, con la intención de tranquilizarla, pero se quedó tan sorprendido por el brillo intenso de la marca de nacimiento sobre la blancura de su mejilla que no pudo evitar un potente y convulsivo estremecimiento. La esposa se desvaneció.-¡Aminadab! ¡Aminadab! -gritó Aylmer al tiempo que pateaba violentamente el suelo.De una habitación interior salió enseguida un hombre de baja pero voluminosa estructura. Ese personaje había sido el trabajador de Aylmer, por poca paga, durante toda su carrera científica, y resultaba admirablemente adecuado para ese oficio por su gran disposición mecánica y por la habilidad con que, aun siendo incapaz de entender un solo principio, realizaba todos los detalles de los experimentos de su amo. Con su enorme fuerza, el pelo lanudo, el aspecto ahumado y la terrosidad indescriptible que llevaba incrustada, parecía una representación de la naturaleza física del hombre; mientras que la figura esbelta de Aylmer, y su rostro pálido e intelectual, eran una representación no menos adecuada del elemento espiritual.-Aminadab, abre la puerta del tocador y quema una pastilla. -dijo Aylmer.-Sí, amo -respondió Aminadab mirando con intensidad la forma inerte de Georgiana; y después murmuró para sí mismo- si fuera ella mi esposa, jamás le quitaría esa marca de nacimiento.Cuando Georgiana recuperó la conciencia respiraba una atmósfera de penetrante fragancia, cuya potencia suave le recordaba su desvanecimiento casi mortal. También el escenario que la rodeaba le parecía encantador. Aylmer había convertido esas habitaciones sombrías, oscuras y cubiertas de humo, en las que había pasado sus años más brillantes dedicado a buscar lo escondido, en una serie de hermosos apartamentos convenientes para que viviera retirada una mujer encantadora. De las paredes colgaban magníficas cortinas que producían esa combinación de grandeza y gracia que ningún otro adorno puede producir; y al caer desde el techo hasta el suelo, sus pliegues ricos y pesados, que ocultaban todos los ángulos y líneas rectas, parecían separar ese escenario del espacio infinito. Pues, por lo que Geor giana sabía, podía tratarse de un pabellón entre las nubes. Y Aylmer, al cerrar el paso a la luz del sol, que habría interferido en sus procesos químicos, había puesto en el lugar lámparas perfumadas que emitían llamas de tonos diversos, pero todas soltaban una radiación suave y morada. Se arrodilló Aylmer entonces al lado de su esposa y la contempló seriamente pero sin alarma; pues confiaba en su ciencia y sabía que podría trazar a su alrededor un círculo mágico que ningún mal podría penetrar.-¿Dónde estoy? Ah, ya recuerdo -dijo Georgiana débilmente, al tiempo que se llevaba una mano a la mejilla para ocultar de los ojos de su marido la terrible marca.-¡Nada temas, querida mía! -exclamó él- ¡No te apartes de mí! Créeme, Georgiana, que incluso me regocijo de que tengas esa única imperfección, por el embeleso que me producirá eliminarla.-¡Ay, perdóname! -replicó tristemente la esposa-. Te ruego que no vuelvas a mirarla. Nunca podré olvidar aquel estremecimiento convulso.Para tranquilizar a Georgiana, y para liberar su mente, por así decirlo, de la carga de las cosas reales, Aylmer puso en práctica algunos de los secretos ligeros y lúdicos que la ciencia le había enseñado entre conocimientos más profundos. Figuras aéreas, ideas absolutamente incorpóreas y formas de belleza insustancial aparecieron y bailaron ante ella, imprimiendo sus huellas momentáneas en los haces de luz. Aunque ella tenía alguna vaga idea del método de esos fenómenos ópticos, la ilusión era casi tan perfecta como para hacerle creer que su marido tenía dominio e influencia sobre el mundo espiritual. Y entonces, cuando sintió el deseo de mirar hacia afuera desde su encierro, inmediatamente, como en respuesta a sus pensamientos, pasó por una pantalla la procesión de la existencia exterior. El escenario y las figuras de la vida real estaban perfectamente representados, pero con esa diferencia encantadora, aunque indescriptible, que hace siempre que un cuadro, una imagen o una sombra sean mucho más atractivos que el original. Cuando se cansó de aquello, Aylmer le ordenó que fijara la vista en un recipiente que contenía cierta cantidad de tierra. Así lo hizo ella, con poco interés al principio, pero se sorprendió enseguida al ver que el germen de una planta brotaba desde el suelo. Apareció luego el delgado tallo, se desplegaron gradualmente las hojas y en medio de ellas apareció una flor perfecta y encantadora.-¡Es mágica! -gritó Georgiana-. No me atrevo a tocarla.-Mejor todavía, arráncala -respondió Aylmer-. Arráncala e inhala mientras puedas su breve perfume. La flor se marchitará en unos momentos y no dejará más que las vainas oscuras de las semillas; así podrá perpetuarse una raza tan efímera como ésa.Apenas había tocado Georgiana la flor cuando la planta entera se destruyó y sus hojas se volvieron negras como el carbón, como si se hubieran quemado.-El estímulo fue demasiado potente -comentó pensativo Aylmer.Para compensar ese experimento le propuso hacer su retrato mediante un proceso científico de su invención. Lo haría dejando caer los rayos de luz sobre una placa de metal pulido. Georgiana aceptó, mas al mirar el resultado se asustó al ver que los rasgos del retrato eran borrosos e indefinibles; pero la figura diminuta de una mano aparecía donde debía estar la mejilla. Aylmer cogió la placa metálica y la introdujo en un recipiente de ácido corrosivo.Olvidó pronto, sin embargo, esos fracasos mortificantes. En los descansos del estudio y la experimentación química acudía junto a ella agotado y enrojecido, pero la presencia de Georgiana parecía darle vigor, y entonces hablaba con brillante lenguaje de los recursos de su arte. Le hizo una historia de la larga dinastía de alquimistas que pasaron muchos años buscando el disolvente universal mediante el cual podría extraerse el principio dorado de todas las cosas viles y bajas. Aylmer parecía creer que mediante la lógica científica más sencilla, estaba totalmente dentro de los límites de lo posible descubrir ese medio que durante tanto tiempo se había buscado.-Pero un filósofo que profundizara lo suficiente para adquirir ese poder, alcanzaría también una sabiduría tan elevada que le impulsaría a no ejercerlo. -añadió.No menos singulares eran sus opiniones respecto al elixir de la vida. Dio a entender con bastante seguridad que estaba en su mano conseguir un líquido que prolongaría la vida durante años, quizás interminablemente; pero que ello produciría en la Naturaleza una discordancia que todo el mundo, pero especialmente aquél que bebiera la panacea de la inmortalidad, tendría motivos para condenar.-Aylmer, ¿lo dices en serio? -preguntó Georgiana mirándole con asombro y miedo-. Es terrible poseer ese poder, incluso soñar con poseerlo.-Oh, no tiembles, amor mío -contestó el esposo-. Ni a ti ni a mí nos haría daño produciendo efectos tan poco armoniosos en nuestras vidas; pero querría que consideraras lo insignificante que es, en comparación, la habilidad necesaria para eliminar esa pequeña mano.Como de costumbre, a la mención de la marca de nacimiento Georgiana retrocedió como si un hierro al rojo hubiera tocado su mejilla. Aylmer regresó a su trabajo. Ella podía escuchar su voz en la distante habitación del horno dando órdenes a Aminadab, escuchando como respuesta los tonos duros y deformes de aquél, más semejantes al gruñido de un animal que al lenguaje humano.Tras horas de ausencia, Aylmer reapareció y propuso que examinara ella ahora su gabinete de productos químicos y de tesoros naturales de la tierra. De entre los primeros le enseñó un pequeño vial en el que comentó se contenía una fragancia suave, pero de lo más potente, capaz de impregnar todas las brisas que cruzaran un reino. Los contenidos del pequeño vial tenían un valor inestimable; y mientras se lo decía, arrojó un poco del perfume al aire llenando la habitación de una fragancia penetrante y vigorizante.-¿Y qué es eso? -preguntó Georgiana señalando una pequeña esfera de cristal que contenía un líquido de color dorado-. Es tan hermoso a la vista que podría pensar que es el elixir de la vida.-Y lo es en un sentido -contestó Aylmer-. O más bien el elixir de la inmortalidad. Es el veneno más precioso que se ha confeccionado nunca en este mundo.Con su ayuda podría acortar la vida de cualquier mortal a quien tú señalaras con el dedo. La potencia de la dosis determinaría si éste iba a vivir años o caer muerto en mitad de una respiración. Ningún rey, en su defendido trono, podría mantener la vida si yo, en mis aposentos privados, considerara que el bienestar de millones de personas justificaba el que yo le quitara la vida.-¿Y por qué guardas una droga tan terrible? -preguntó Georgiana horrorizada.-No debes desconfiar de mí, querida mía -contestó el esposo sonriendo- Su potencia virtuosa es todavía mayor que la nociva. ¡Pero fíjate! Aquí tienes un potente cosmético. Añadiendo unas gotas a un jarro de agua pueden eliminarse las pecas con la misma facilidad con la que nos lavamos las manos. Una infusión más fuerte sacaría la sangre de las mejillas y dejaría a la belleza más sonrosada como si fuera un fantasma pálido.-¿Con ésta loción intentas bañar mi mejilla? -preguntó Georgiana con ansiedad.-Oh, no -replicó inmediatamente el esposo-. Esta es simplemente superficial. Tu caso exige un remedio que profundice más.En sus conversaciones con Georgiana, generalmente Aylmer la interrogaba minuciosamente acerca de sus sensaciones y sobre si el confinamiento en sus habitaciones y la temperatura de la atmósfera le agradaban. Esas preguntas tenían una intención tan particular que Georgiana empezó a pensar que estaba siendo ya sometida a determinadas influencias físicas, que bien respiraba con el aire fragante o ingería con la comida. También se figuraba, aunque podía ser algo totalmente imaginario, que había una agitación en su sistema: una sensación extraña e indefinida que se deslizaba por sus venas y le cosquilleaba, mitad dolorosamente y mitad placenteramente en el corazón. Pero siempre que se atrevía a mirarse en el espejo se contemplaba pálida como una rosa blanca y con la marca de nacimiento carmesí impresa en su mejilla. Ahora ni siquiera Aylmer la odiaba tanto como ella.Para disipar el tedio de las horas que su esposo consideraba necesario dedicar a los procesos de combinación y análisis, Georgiana revolvía entre los volúmenes de su biblioteca científica. En muchos tomos oscuros y antiguos encontró capítulos llenos de romanticismo y poesía. Eran las obras de los filósofos de la Edad Media, como Alberto Magno, Cornelio Agripa, Paracelso y el famoso fraile que creó el profético Brazen Head.Todos esos antiguos naturalistas estaban avanzados con respecto a su siglo, pero se hallaban imbuidos de la credulidad de aquellos tiempos y se creía, quizás ellos mismos lo imaginaban, que habían adquirido en su investigación de la Naturaleza un poder sobre ésta, y del estudio de la física una influencia sobre el mundo espiritual. Menos curiosos e imaginativos eran los primeros volúmenes de las Actas de la Royal Society, en las que los miembros, conociendo poco los límites de la posibilidad natural, registraban continua mente maravillas o proponían métodos por los que podrían conseguirse dichas maravillas.Pero para Georgiana el volumen más absorbente era un gran infolio escrito de la mano de su marido en el que éste había registrado todos los experimentos de su trayectoria científica, su objetivo original, los métodos adoptados para su desarrollo y el fracaso o éxito últimos, con las circunstancias a los que atribuía cada uno. En verdad el libro era al mismo tiempo la historia y el emblema de su ardiente, ambiciosa, imaginativa y sin embargo práctica vida de trabajo. Manejaba los detalles físicos como si no existiera nada más allá de ellos; y sin embargo los espiritualizaba todos y se redimía a sí mismo del materialismo por su poderosa y ansiosa aspiración hacia el infinito. Ante él, el más humilde terrón asumía un alma. Mientras leía, Georgiana reverenciaba a Aylmer y le amaba más profundamente que nunca, pero con una dependencia de su juicio menos total que hasta entonces. Por mucho que él hubiera conseguido, ella no podía dejar de comprender que sus éxitos más espléndidos eran casi invariablemente fracasos si se comparaban con el ideal al que él apuntaba. Sus diamantes más brillantes eran simples guijarros, y así los percibía él mismo, en comparación con las gemas inestimables que yacían ocultas y fuera de su alcance. El volumen, enriquecido por los logros que habían dado fama a su autor, al mismo tiempo era el registro más melancólico que hubiera escrito nunca una mano mortal. Era la confesión triste y la ejemplificación continua de las deficiencias del hombre compuesto, con el espíritu cargado de arcilla y trabajando en la materia, y de la desesperanza que asalta a la naturaleza superior al descubrirse tan miserablemente reducida por su parte terrena. Quizás todo hombre de genio en cualquier esfera pueda reconocer la imagen de su propia experiencia en el diario de Aylmer.Tan profundamente afectaron a Georgiana estas reflexiones que encontró su esposo.-Es peligroso leer los libros de un brujo -le dijo éste sonriendo, aunque su semblante revelaba inquietud y desagrado-. Georgiana, en ese volumen hay páginas que yo apenas soy capaz de ver y mantener el sentido. Ten cuidado no te vaya a resultar dañino.-Me ha hecho venerarte más que nunca. -contestó ella.-Ah, pues aguarda a este único éxito, y entonces podrás venerarme -replicó él-. Con él difícilmente podré considerarme indigno. Pero ven, te he buscado por el placer de tu voz. Canta para mí, querida.Ella vertió entonces la música líquida de su voz para apagar la sed del espíritu de su esposo. Después él se despidió con exuberante alegría juvenil asegurándole que su reclusión sólo duraría un poco más, y que el resultado era ya seguro. Apenas se había marchado él cuando Georgiana se sintió irresistiblemente impulsada a seguirle. Se había olvidado de informar a Aylmer acerca de un síntoma que en las dos o tres últimas horas había empezado a llamar su atención. Era una sensación en la marca de nacimiento fatal, nada dolorosa, pero que inducía una inquietud en todo su sistema.Corriendo tras su esposo, entró por primera vez en el laboratorio.Lo primero que sorprendió su mirada fue el horno, ese instrumento de trabajo ardiente y enfebrecido, con el brillo intenso del fuego, que por la cantidad de hollín que se había amontonado encima parecía llevar ardiendo varios siglos. Había un aparato de destilación en pleno funcionamiento. Por la habitación había retortas, tubos, cilindros, crisoles y otros aparatos para la investigación química. Una máquina eléctrica estaba dispuesta a ser utilizada inmediatamente. La atmósfera resultaba oprimente y estaba teñida por olores gaseosos que habían sido atormentados con los procesos de la ciencia.La simplicidad severa y sencilla de la estancia, con las paredes y el pavimento de ladrillo desnudos, resultaba extraña porque Georgiana se había habituado a la elegancia fantástica de su salón. Pero lo que atrajo principalmente su atención, casi exclusivamente, fue la apariencia del propio Aylmer.Estaba pálido como la muerte, ansioso y absorbido, agachado sobre el horno, como si de su vigilancia máxima dependiera que el líquido que estaba destilando fuera la bebida de la desgracia o la felicidad inmortal. ¡Qué distinto del aire optimista y gozoso que había asumido para estimular a Georgiana!-Con cuidado ahora, Aminadab; con cuidado, máquina humana... ¡con cuidado, hombre de arcilla! -murmuró Aylmer, aunque más para sí mismo que para su ayudante-. Si ahora nos pasamos o nos quedamos cortos un poco, todo está perdido.-¡Ja, ja! -murmuró Aminadab-. ¡Mire ahora, amo! ¡Mire!Aylmer levantó rápidamente los ojos y enrojeciendo al principio, para quedar luego más pálido que nunca, contempló a Georgiana. Corrió hacia ella y la sujetó del brazo con una fuerza que hizo que sus dedos dejaran una marca en él.-¿Por qué has venido hasta aquí? ¿Es que no confías en tu esposo? -gritó él impetuosamente-. ¿Es que no dejas a mi esfuerzo el infortunio de esa marca fatal? Eso no está bien. ¡Vete, mujer entrometida, vete!-No, Aylmer, no eres tú quien tiene derecho aquejarse -exclamó Georgiana con una firmeza para la que estaba muy dotada-. Tú desconfías de tu esposa; tú has ocultado la ansiedad con la que observas el desarrollo de este experimento. No me consideres tan indigna, esposo mío. Dime todo el riesgo que corremos y no temas que vaya a echarme atrás; pues mi parte en ello no es menor que la tuya.-¡No, no, Georgiana! -exclamó Aylmer con impaciencia-. No debe ser así.-Me someto -contestó ella con tranquilidad-. Y me beberé cualquier cosa que me ofrezcas; pero lo haré por lo mismo que me induciría a aceptar una dosis de veneno si tu mano me la ofreciera.-Mi noble esposa -añadió Aylmer profundamente conmovido-. Hasta ahora no había conocido la altura y profundidad de tu naturaleza. Nada te ocultaré. Has de saber, entonces, que esa mano carmesí, aunque parece superficial, se ha aferrado en tu ser con una fuerza de la que anteriormente yo no tenía idea. Ya te he administrado agentes lo bastante poderosos como para hacerlo todo salvo cambiar tu sistema físico entero. Sólo una cosa cabe por intentar. Si falla, hemos fracasado.-¿Y por qué vacilas en decírmelo? -preguntó ella.-Porque es peligroso, Georgiana -contestó Aylmer en voz baja.-¿Peligroso? Sólo hay un peligro: ¡que este horrible estigma permanezca en mi mejilla! ¡Quítalo, quítalo sea cual sea el precio, o ambos enloqueceremos!-El cielo sabe que tus palabras son ciertas -exclamó Aylmer con tristeza-. Y ahora, querida mía, vuelve a tu salón. Dentro de muy poco haremos la prueba.La acompañó y se despidió de ella con ternura solemne que indicaba mucho más que sus palabras todo lo que estaba en juego. Tras la despedida, Georgiana se sumió en sus pensamientos. Consideró el carácter de Aylmer haciéndole más justicia que nunca antes. Su corazón se alegraba, aunque temblando, por lo honorable del amor de su esposo: tan puro y elevado que no aceptaría nada que no fuera la perfección, ni se contentaría miserablemente con una naturaleza más terrenal que la que él había soñado.Comprendió que ese sentimiento era mucho más precioso que aquel otro, más mediocre, que habría sido indulgente con la imperfección a cambio de su seguridad, y habría resultado culpable de traición al amor sagrado si hubiera degradado su idea de perfección al nivel de lo real. Y entonces ella rezó con todo su espíritu para que por un solo momento pudiera satisfacer la concepción más elevada y profunda de esposo.Sabía que no podría lograrlo más que por un momento, pues el espíritu de Aylmer estaba siempre en movimiento, siempre ascendiendo, y cada instante exigía algo que estaba más allá del alcance del instante anterior.El sonido de los pasos de su esposo la sobresaltó. Llevaba una esfera de cristal que contenía un licor tan incoloro como el agua, pero tan brillante que podría ser la bebida de la inmortalidad. Aylmer estaba pálido, pero más que por miedo o duda parecía la consecuencia de la tensión del espíritu y de un estado mental muy agitado.-La elaboración de la bebida ha sido perfecta -dijo él como respuesta a la mirada de Georgiana-. A menos que toda mi ciencia me haya engañado, no podrá fallar.-De no ser por ti, mi queridísimo Aylmer, desearía eliminar esta marca de la mortalidad abandonando la propia mortalidad -observó ella-. La vida es una triste posesión para quienes han alcanzado el grado de progreso moral en el que yo me encuentro. Si yo fuera más débil y ciega, podría ser feliz. Si fuera más fuerte, podría soportarlo con esperanza. Pero siendo lo que he descubierto ser, me parece que de todos los mortales yo soy la más apta para morir.-¡Eres apta para el cielo sin probar la muerte! -contestó el esposo-. Pero ¿por qué hablamos de morir? El licor no puede fallar. Contempla su efecto en esta planta.En la repisa de la ventana había un geranio enfermo con manchas amarillas que se habían extendido por todas sus hojas. Aylmer derramó una pequeña cantidad de líquido sobre la tierra en la que crecía. Poco después, cuando las raíces de la planta hubieron absorbido la humedad, las manchas repugnantes empezaron a desaparecer en medio de un verdor vivo.-No era necesaria prueba alguna -dijo Georgiana calmadamente-. Dame la copa. Gozosamente lo apuesto todo a tu palabra.-¡Bebe entonces, elevada criatura! -exclamó Aylmer con admiración-. No hay mancha alguna de imperfección en tu espíritu. Y también tu sensible estructura pronto será perfecta.Ella bebió el líquido y le devolvió la copa.-Es agradable -dijo con sonrisa plácida-. Me parece que es como agua de una fuente celestial; pues contiene no sé qué deliciosa y discreta fragancia. Me ha apagado la sed enfebrecida que desde hacía varios días me resecaba. Pero ahora, querido, déjame dormir. Mis sentidos terrenales se están cerrando sobre mi espíritu como las hojas alrededor del corazón de una rosa al anochecer.Pronunció estas últimas palabras con suave desgana, como si necesitara más energía de la que podía reunir para pronunciar lenta y débilmente las sílabas. Apenas habían salido de sus labios cuando se perdió en el sueño. Aylmer se sentó a su lado, observando su aspecto con las emociones adecuadas para un hombre que se jugaba toda la existencia en el proceso que ahora iba a comprobar. Sin embargo, combinado con ese estado de ánimo se daba la característica de la investigación filosófica del hombre de ciencia. Ni el más diminuto síntoma se le escapó. Un aumento del rubor de la mejilla, una ligera irregularidad de la respiración, un estremecimiento del párpado, un temblor apenas perceptible de la estructura: ésos fueron los detalles que conforme fueron transcurriendo los momentos escribió en su volumen de infolio. Intensos pensamientos habían impreso su huella en todas las páginas anteriores del volumen, pero los pensamientos de todos los años se concentraron en la última página.Mientras lo hacía no dejó de contemplar a menudo la mano fatal, siempre con un estremecimiento. Y en una ocasión, por un impulso extraño e inexplicable, la rozó con sus labios. Sin embargo su espíritu retrocedió en ese mismo acto; y Georgiana, saliendo a medias de su sueño profundo, se movió con inquietud y murmuró una protesta.Aylmer reanudó su vigilancia. No careció de resultados: mano carmesí que al principio se veía poderosamente en la palidez marmórea la mejilla de Georgiana, empezó a perfilarse con mayor debilidad. Ella permanecí tan pálida como siempre; pero la marca de nacimiento perdía algo de su claridad anterior con cada respiración. Horrible había sido su presencia; pero más horrible todavía resultaba su desaparición. Para saber cómo desaparecía ese símbolo misterioso tendrá que observar cómo lo hace el arco iris en el cielo.-¡Cielos! ¡Casi ha desaparecido! -dijo Aylmer para sí mismo en éxtasis-. Apenas sí puedo verla ahora. ¡Éxito! ¡Éxito! Ahora tiene el color rosado más débil que pueda existir. Él más ligero arrebolamiento de la sangre en sus mejillas la ocultaría. ¡Pero qué pálida está ella!Descorrió la cortina de la ventana permitiendo que la luz natural del día entrara en la habitación y cayera en su mejilla. En ese mismo instante escuchó una risa brutal y ronca que reconocía desde hace tiempo como la expresión de placer de su criado Aminadab.-¡Ah, pedazo de tierra! ¡Ah, masa terrosa! -gritó Aylmer riéndose con una especie de frenesí-. ¡Bien me has servido! ¡Materia y espíritu, tierra y cielo, han hecho ambos su parte en esto! ¡Ríe, objeto de los sentidos! Te has ganado el derecho a reír.Ésas exclamaciones despertaron a Georgiana de su sueño. Lentamente abrió los ojos y miró en el espejo que su esposo le había dispuesto para ello. Una débil sonrisa aleteó en sus labios cuando reconoció que ahora apenas era perceptible esa mano carmesí que en otro tiempo brillaba tan desastrosamente como para alejar toda su felicidad. Pero enseguida sus ojos buscaron el rostro de Aylmer con una inquietud y ansiedad que él no pudo menos que percibir.-¡Mi pobre Aylmer! -murmuró ella.-¿Pobre? ¡No, el más rico, feliz y favorecido! -exclamó él- ¡Mi novia sin igual, hemos tenido éxito! ¡Eres perfecta!-Mi pobre Aylmer -repitió ella con una ternura más que humana-. Has apuntado a lo alto y lo has hecho noblemente. No te arrepientas de que con tan elevado y puro sentimiento hayas rechazado lo mejor que la tierra podía ofrecer. ¡Aylmer, mi queridísimo Aylmer, me muero!¡Ay, era cierto! La mano fatal había luchado con el misterio de la vida y era el eslabón por el que un espíritu angélico se mantenía unido a un cuerpo mortal. Cuando el último tono carmesí de la marca de nacimiento -la única prueba de la imperfección humana- desapareció de su mejilla, el aliento de la mujer ahora' perfecta se trasladó a la atmósfera, y su alma, deteniéndose un momento cerca del esposo, emprendió su vuelo hacia el cielo. ¡Entonces volvió a escucharse la risa ronca! Así se complace siempre la fatalidad grosera de la tierra en su triunfo invariable sobre la esencia inmortal que, en esta oscura esfera del desarrollo a medias, exige completarse en un estado superior. Si Aylmer hubiera logrado una sabiduría más profunda no habría tenido que desprenderse de la felicidad que habría entretejido su vida de textura mortal con lo celestial. Pero la circunstancia del momento fue demasiado potente para él; no miró más allá del alcance sombrío del tiempo, y viviendo de una vez por siempre en la eternidad, no logró encontrar en el presente el futuro perfecto".
Nathaniel Hawthorne
"Por falta menos grave que la de Luzbel, que no alcanzó proporciones de «caída», un ángel fue condenado a pena de destierro en el mundo. Tenía que cumplirla por espacio de un año, lo cual supone una inmensa suma de pérdida felicidad; un año de beatitud es un infinito de goces y bienes que no pueden vislumbrar ni remotamente nuestros sentidos groseros y nuestra mezquina imaginación. Sin embargo, el ángel, sumiso y pesaroso de su yerro, no chistó; bajó los ojos, abrió las alas, y con vuelo pausado y seguro descendió a nuestro planeta.Lo primero que sintió al poner en él los pies fue dolorosa impresión de soledad y aislamiento. A nadie conocía, y nadie le conocía a él tampoco bajo la forma humana que se había visto precisado a adoptar. Y se le hacía pesado e intolerable, pues los ángeles ni son hoscos ni huraños, sino sociables en grado sumo, como que rara vez andan solos, y se juntan y acompañan y amigan para cantar himnos de gloria a Dios, para agruparse al pie de su trono y hasta para recorrer las amenidades del Paraíso; además están organizados en milicias y los une la estrecha solidaridad de los hermanos de armas.Aburrido de ver pasar caras desconocidas y gente indiferente, el ángel, la tarde del primer día de su castigo, salió de una gran ciudad, se sentó a la orilla del camino, sobre una piedra miliaria, y alzó los ojos hacia el firmamento que le ocultaba su patria, y que estaba a la sazón teñido de un verde luminoso, ligeramente franjeado de naranja a la parte del Poniente. El desterrado gimió, pensando cómo podría volver a la deleitosa morada de sus hermanos; pero sabía que una orden divina no se revoca fácilmente, y entre la melancolía del crepúsculo apoyó en las manos la cabeza, y lloró hermosas lágrimas de contrición, pues aparte del dolor del castigo, le pesaba haber ofendido a Dios por ser quien es, y por lo mucho que le amaba. Ya he cuidado de advertir que, a pesar de su desliz, este ángel era un ángel bastante bueno.Apenas se calmó su aflicción, se le ocurrió mirar hacia el suelo, y vio que donde habían caído gotas de su llanto, nacían y crecían y abrían sus cálices con increíble celeridad muchas flores blancas, de las que llaman margaritas, pero que tenían los pétalos de finas perlas y el corazón de oro. El ángel se inclinó, recogió una por una las maravillosas flores y las guardó cuidadosamente en un pliegue de su manto. Al bajarse para la recolección distinguió en el suelo un objeto blanco -Un pedazo de papel, un trozo de periódico-. Lo tomó también y empezó a leerlo, porque el ángel de mi cuento no era ningún ignorante a quien le estorbase lo negro sobre lo blanco; y con gozo profundo vio que ocupaban una columna del periódico ciertos desiguales renglones, bajo este epígrafe: A un ángel.¡A un ángel! ¡Qué coincidencia! Leyó afanosamente, y, por el contexto de la poesía, dedujo que el ángel vivía en la Tierra y habitaba una casa en la ciudad, cuyas señas daba minuciosamente el poeta, describiendo la reja de la ventana tapizada de jazmín, la tapia del jardín de donde se desbordaban las enredaderas y los rosales, y hasta el recodo de la calle, con la torre de la iglesia a la vuelta.«Alguno de mis hermanos -pensó el desterrado- ha cometido, sin duda, otro delito igual al mío y le han aplicado la misma pena que a mí. ¡Qué consuelo tan grande recibirá su alma cuando me vea!¡Qué felicidad la suya, y también la mía, al encontrar un compañero! Y no puedo dudar que lo es. La poesía lo dice bien claro; que ha bajado del cielo, que está aquí en el mundo, por casualidad, y teme el poeta que se vuelva el día menos pensado a su patria... ¡Oh ventura! A buscarle inmediatamente».Dicho y hecho. El ángel se dirigió hacia la ciudad. No sabía en qué barrio podría vivir su hermano; pero estaba seguro de acertar pronto. Hasta suponía que de la casa habitada por el ángel se exhalaría un perfume peculiar que delatase su celestial presencia. Empezó, pues, a recorrer calles y callejuelas. La luna brillaba, y a su luz clarísima el ángel podía examinar las rejas y las tapias, y ver por cual de ellas se enramaba el jazmín y se desbordaban las rosas.Al fin, en una calle muy solitaria, un aroma que traía la brisa hizo latir fuertemente el corazón del ángel; no olía a gloria, pero sí olía a jazmín; y el perfume era embriagador y sutil, como un pensamiento amoroso. A la vez que percibía el perfume, divisó tras los hierros de una reja una cara muy bonita, muy bonita, rodeada de una aureola de pelo oscuro... No cabía duda: aquel era el otro ángel desterrado, el que debía aliviarle la pena de la soledad. Se acercó a la reja trémulo de emoción.No archivan las historias el traslado fiel de lo que platicaron al través de los hierros el ángel verdadero y el supuesto ángel, que escondía su faz entre el follaje menudo y las pálidas flores del fragante jazmín. Sin duda desde el primer momento, sin más explicaciones, se convino en que, efectivamente, era un ángel la criatura resguardada por la reja; habituada a oírselo llamar en verso, no extrañó que una vez más se le atribuyese en prosa naturaleza angélica. Así es como los ripios falsean el juicio, y los poetas chirles hacen más daño que la langosta.Lo que también comprendió el ángel desterrado fue que el otro ángel era doblemente desdichado que él, pues se quejaba de no poder salir de allí, de que le guardaban y vigilaban mucho, de que le tenían sujeto entre cuatro paredes y de que su único desahogo era asomarse a aquella reja a respirar el aire nocturno y a echar un ratito de parrafeo. El desterrado prometió acudir fielmente todas las noches a dar este consuelo al recluso, y tan a gusto cumplió su promesa que desde entones lo único que le pareció largo fue el día, mientras no llegaba la grata hora del coloquio.Cada noche se prolongaba más, y, por último, sólo cuando blanqueaba el alba y se apagaban las dulces estrellas se retiraba de la reja el ángel, tan dichoso y anegado en bienestar sin límites, como si nadase todavía en la luz del empíreo y le asistiese la perfecta bienaventuranza. Sin embargo, el recluso iba mostrándose descontento y exigente. Sacando los dedos por la reja y cogiendo los de su amigo, preguntábale, con asomos de mal humor, cuándo pensaba libertarle de aquel cautiverio.El ángel, para entretenerle, fue regalándole las margaritas de corazón de oro y pétalos de perlas; hasta que, muy estrechado ya, hubo de decir que sin duda el encierro era disposición de Dios, y que no se debían contrariar sus decretos santos. Una carcajada burlona fue la respuesta del encerrado, y a la otra noche, al acudir a la reja, el ángel vio con sorpresa que por la puertecilla del jardín salía una figura velada y tapada, que un brazo se cogía de su brazo y una voz dulce, apasionada y melodiosa le decía al oído... «Ya somos libres... Llévame contigo..., escapemos pronto, no sea que me echen de menos».El ángel, sobrecogido, no acertó a responder: apretó el paso y huyeron, no sólo de la calle, sino de la ciudad, refugiándose en el monte. La noche era deliciosa, del mes de mayo; descansaron al pie de un árbol frondoso; él, saboreando plácidamente, como ángel que era, la dicha de estar juntos; ella -porque ya habrán sospechado los lectores que se trataba de una mujer-, nerviosa, sardónica, soltando lagrimitas y haciendo desplantes.No podía explicarse -ahora que ya no se interponía entre ellos la reja -cómo su compañero de escapatoria no se mostraba más vehemente, cómo no formaba planes de vida, cómo no hablaba de matrimonio y otros temas de indiscutible actualidad. Nada: allí se mantenía tan sereno, tan contento al parecer, extasiado, sonriendo, abrigándola con su manto de anchos pliegues y mirando al cielo, lo mismo que si de la luna fuese a caerle en la boca algún bollo. La mujer, que empezó por extrañarse, acabó por indignarse y enfurecerse; se alejó algunos pasos, y como el ángel preguntase afectuosamente la causa del desvío, alzó la mano de súbito y descargó en la hermosa mejilla angélica solemne y estruendoso bofetón... después de lo cual rompió a correr en dirección de la ciudad como una loca. Y el abandonado, sin sentir el dolor ni la afrenta, murmuraba tristemente:-¡El poeta mentía! ¡No era un ángel! ¡No era un ángel!Al decir esto vio abrirse las nubes y bajar una legión de ángeles, pero de ángeles reales y efectivos, que le rodearon gozosos. Estaba perdonado, había vencido la mayor tentación, que es la de la mujer, y Dios le alzaba el destierro. Mezclándose al coro luminoso, ascendió el ángel al cielo entre resplandores de gloria; pero el ascender, volvía la cabeza atrás para mirar a la Tierra a hurtadillas, y un suspiro hinchaba y oprimía su corazón. Allí se le quedaba un sueño... ¡Y olía tan bien el jazmín de la reja!"
Emilia Pardo Bazán
"La sala de una casa de subastas de libros prestigiosa y antigua de Londres es, desde luego, un importante lugar de encuentro para coleccionistas, bibliotecarios y marchantes, no sólo durante la puja sino más especialmente quizá, cuando se hallan expuestos los libros que se van a subastar. Fue en una de estas salas donde empezaron la serie de sucesos sorprendentes que hace unos meses me refirió con detalle la persona a la que afectaron de manera principal, a saber: el señor James Denton, Lic. en Letras, M. de la Soc. de Ant., etc, etc, en otro tiempo residente en Trinity Hall y hoy, o hasta hace poco, en Rendcomb Manor, condado de Warwick.Hace unos años, por primavera, pasó unos días en Londres, dedicado principalmente a hacer gestiones para amueblar la casa que acababa de construir en Rendcomb. Tal vez os decepcione saber que Rendcomb Manor es un edificio reciente, pero eso es algo que yo no puedo remediar. La verdad es que había habido allí una casa antigua, pero no había destacado ni por su belleza ni por su interés. Y aunque hubiese sido así, ni la belleza ni el interés la habrían salvado del incendio devastador que un par de años antes del comienzo de mi historia la arrasó por completo. Me alegra decir que se salvó cuanto contenía de valor, y que estaba asegurada. De manera que el señor Denton pudo afrontar con relativa alegría la tarea de construir una morada nueva y bastante más cómoda, para él y para su tía, que constituía toda su familia.Dado que estaba en Londres, con tiempo de sobra, y no lejos de la casa de subastas a la que someramente me acabo de referir, al señor Denton se le ocurrió que podía detenerse allí una hora, para ver si descubría entre los manuscritos de la famosa colección Thomas que sabía que estaban expuestos, algo sobre la historia o la topografía de la comarca de Warwickshire donde vivía.Entró, pues, compró el catálogo y subió a la sala, donde, como es costumbre, estaban expuestos los libros, unos en vitrinas y otros abiertos sobre largas mesas. Junto a las estanterías, o sentadas ante las mesas, había numerosas personas, a muchas de las cuales conocía. Intercambió un gesto o unas palabras de saludo con varias, y a continuación se dedicó a estudiar el catálogo y a señalar los ejemplares que podían tener algún interés para él. Había recorrido ya unos doscientos de los quinientos títulos —levantándose de cuando en cuando a sacar el correspondiente libro de la estantería y echarle una ojeada—, cuando una mano se posó en su hombro; alzó los ojos. El que le interrumpía era uno de esos intelectuales de barba puntiaguda y camisa de franela, de los que fue tan prolífico el último cuarto del siglo XIX.No es mi propósito repetir la conversación entera que siguió entre el señor Denton y su amigo. Baste decir que gran parte versó sobre conocidos comunes, sobre el sobrino del amigo del señor Denton, por ejemplo, que se había casado hacía poco y había fijado residencia en Chelsea; sobre la cuñada del amigo del señor Denton, que acababa de pasar una grave enfermedad y ahora estaba mejor, y sobre una pieza de porcelana que el amigo del señor Denton había comprado unos meses antes a un precio muy por debajo de su valor real... de donde podéis inferir con toda justicia que más bien se trató de un monólogo. Llegado el momento, no obstante, el amigo cayó en la cuenta de que el señor Denton estaba allí con algún propósito, y dijo:—¿Qué, estás buscando algo en particular? Me parece que no hay gran cosa esta vez.—Ya; pensaba que podía haber alguna colección de estampas de Warwickshire; pero no veo nada de Warwick en el catálogo.—No, parece que no —dijo el amigo—. Aunque creo que he visto algo así como un diario de Warwickshire. ¿Cómo se llamaba el autor? ¿Drayton? ¿Potter? ¿Painter?... Empezaba por P o por D, estoy seguro —pasó hojas rápidamente—. Sí. Aquí está: Poynter. Lote 486. Tal vez te interese esto. Allí están los libros, creo: en aquella mesa. Los estaba mirando alguien. Bueno, tengo que irme. Hasta pronto. Vendrás a vernos, ¿de acuerdo? ¿Podría ser esta tarde? Tenemos un poco de música a eso de las cuatro. Bueno, entonces la próxima vez que vengas a la capital.Se fue. El señor Denton consultó su reloj y, para su confusión, vio que sólo disponía de un momento antes de pasar a recoger el equipaje y salir para la estación. Y ese momento le bastó para localizar cuatro grandes volúmenes del diario: correspondían a la década de 1710, y al parecer contenían bastantes anotaciones de diversa naturaleza. Pensó que merecía la pena dejar una puja de hasta veinticinco libras, cosa que pudo hacer porque justamente entró en la sala su agente habitual cuando él estaba a punto de marcharse.Esa noche se reunió con su tía en su domicilio provisional: una pequeña vivienda a unos centenares de yardas de la mansión. Por la mañana reanudaron una discusión que ya duraba varias semanas sobre el equipamiento de la nueva casa. El señor Denton presentó a su tía un informe de sus gestiones en la capital: detalles sobre alfombras, sillas, armarios y loza de dormitorio.—Sí, cariño —dijo su tía—. Pero aquí no veo nada sobre la tela de zaraza. ¿Fuiste a...?El señor Denton dio una patada en el suelo (¿dónde iba a darla si no?):—¡Vaya por Dios! —dijo—; es lo único que se me ha olvidado. Lo siento de verasEl caso es que me dirigía allí cuando pasé casualmente por delante de Robin's...Su tía alzó las manos.—¿De Robin's? Entonces no tardará en llegar otro paquete de libros horribles y viejos a un precio de escándalo. Creo, James, que dado que me tomo todos estos trabajos por ti, podías esforzarte en recordar el par de cosas que te suplico especialmente que me busques. No las pido para mí. No sé si habrás creído que eran para darme gusto a mí misma, pero si es eso lo que crees te puedo asegurar que es al revés. No te puedes imaginar las preocupaciones, molestias y quebraderos de cabeza que representa para mí; en cambio tú lo único que tienes que hacer es ir a la tienda y pedirlo.El señor Denton exhaló un gemido de compunción.—Oh, tía...—Sí; todo eso está muy bien, cariño; no quiero ser severa contigo, pero tienes que reconocer que es un fastidio; sobre todo porque retrasará todo nuestro trabajo hasta no sé cuándo. Hoy es miércoles: mañana vienen los Simpson y no puedes desatenderles. Después, sabes que hemos quedado en que el sábado vendrán amigos a jugar al tenis. Sí, dijiste que les invitarías tú, pero naturalmente, he tenido que escribir yo las invitaciones; y es ridículo que tuerzas el gesto, James: de cuando en cuando hay que ser amables con los vecinos; no querrás que vayan diciendo por ahí que somos unos cavernícolas. ¿Qué estaba diciendo? En fin, a lo que me refiero es a que no volverás a la capital lo menos hasta el jueves que viene, y mientras no decidamos la tela para esas cortinas no podemos ocuparnos de nada más.El señor Denton se atrevió a insinuar que, puesto que ya estaban encargados el papel y la pintura para las paredes, esa forma de ver las cosas era demasiado rigurosa; pero su tía no estaba dispuesta a admitir semejante opinión en este momento. Ni habría podido él expresar ninguna otra, en realidad, que su tía se hubiera sentido inclinada a admitir. Sin embargo, conforme avanzaba el día, fue ablandando su actitud: examinó cada vez con menos displicencia las muestras y precios que le había traído el sobrino, e incluso en algunos casos dio su aprobación de experta a lo escogido.En cuanto a él, se sentía un poco contrariado por la conciencia de no haber cumplido todos los encargos, pero sobre todo por la perspectiva de tener que jugar al tenis, un mal que, aunque inevitable en agosto, había creído que no era de temer que le cayese encima en mayo. Pero el viernes por la mañana vino a levantarle el ánimo en cierta medida el anuncio de que había conseguido los cuatro tomos del diario manuscrito de Poynter al precio de 12 libras y diez chelines, y aún se lo levantó más la llegada, a la mañana siguiente, del diario propiamente dicho.La obligación, el sábado por la mañana, de sacar al señor y la señora Simpson a dar un paseo en coche y atender a sus vecinos e invitados por la tarde le impidió hacer otra cosa que abrir el paquete; hasta el sábado por la noche, una vez que se habían retirado todos a descansar. Fue entonces cuando comprobó —hasta ahora había sido mera suposición— que había adquirido efectivamente el diario de William Poynter, dueño de Acrington (a unas cuatro millas de su propio municipio): el mismo Poynter que durante un tiempo fue miembro del círculo de anticuarios de Oxford, cuya alma era Thomas Hearne, y con el que al parecer Hearne acabó peleándose: episodio nada insólito en la carrera de este hombre extraordinario. Como en el caso de las colecciones del propio Hearne, el diario de Poynter contenía multitud de notas tomadas de libros publicados, descripciones de monedas y otras antigüedades sometidas a su juicio, así como borradores de cartas sobre estas cuestiones, además de la crónica de los acontecimientos diarios. La descripción que traía el catálogo de la subasta no había hecho sospechar al señor Denton el interés que parecía encerrar la obra, y permaneció leyendo el primero de los cuatro volúmenes hasta una hora censurablemente tardía.El domingo por la mañana entró su tía en el despacho al regresar de la iglesia, y al ver los cuatro libros en piel marrón sobre la mesa se le fue de la cabeza lo que venía a decirle.—¿Qué es eso? —dijo con recelo—. ¿Son nuevos? ¡Ah!, ¿eso es lo que te hizo olvidar mi tela para las cortinas? Me lo figuraba. Una repugnancia. ¿Se puede saber qué te han costado? ¿Más de diez libras? James, es un escándalo. Bueno, si tienes dinero para dilapidarlo en esas cosas no puede haber ninguna razón para que no te suscribas (y generosamente) a mi Liga Antivivisección. Verdaderamente no la hay, James; y me disgustaría mucho si... ¿Quién dices que lo escribió? ¿El viejo señor Poynter de Acrington? Bueno, por supuesto, no está mal reunir viejos escritos de este contorno ¡Pero diez libras! —cogió uno de los volúmenes, no el que había estado leyendo su sobrino, lo abrió al azar, y lo soltó al instante siguiente con una exclamación de repugnancia, al tiempo que salía de entre sus páginas una tijereta. El señor Denton lo recogió del suelo, reprimiendo un exabrupto, y dijo:—¡Pobre libro! Creo que eres demasiado adusta con el señor Poynter.—¿De veras, cariño? Pues le pido perdón, pero ya sabes que no soporto esos bichos horribles. Déjame ver si lo he estropeado.—No; creo que no ha pasado nada. Pero mira por dónde lo has abierto.—¡Dios mío, es verdad! ¡Qué interesante! Despréndelo, James, y déjame que lo vea.Era un trozo de tela estampada del tamaño de la página en cuarto a la que estaba sujeto con un alfiler anticuado. James lo desprendió y se lo tendió a su tía, volviendo a clavar cuidadosamente el alfiler en el papel.Bien, yo no sé exactamente qué clase de tejido era, pero tenía un dibujo que fascinó totalmente a la señorita Denton. Se sintió entusiasmada, lo puso sobre la pared, pidió a James que lo sujetara él, a fin de poder observarlo ella a cierta distancia; después lo examinó de cerca, y terminó expresando, en los términos más encendidos, su apreciación del gusto del viejo señor Poynter, que había tenido la feliz idea de conservar esta muestra en su diario.—Es un estampado precioso de verdad —dijo—; y muy original. Mira qué ondulaciones más bonitas hacen las rayas. Recuerdan mucho las del pelo, ¿verdad? Y con esos lazos a intervalos. Dan el tono de color preciso. Me pregunto...—Iba a decirte —dijo James con deferencia—, si costaría mucho encargar que lo copiaran para nuestras cortinas.—¿Mandarlo copiar? ¿Y cómo podría hacerse una cosa así, james?—Bueno, yo el proceso no lo sé, pero supongo que es un dibujo impreso, y puede sacarse un molde en madera o en metal.—Pues, sí; sería realmente maravilloso, James. Casi me alegro de que fueras tan... de que olvidaras la tela de zaraza el miércoles. Desde luego te prometo perdonártelo y olvidarlo si consigues que te copien esta antigua maravilla. Nadie tendrá algo así ni de lejos; y recuerda, James, que no hay que consentir que vendan tela con este dibujo. Ahora tengo que irme; se me ha olvidado por completo qué venía a decirte. No importa; ya me acordaré.Después de marcharse su tía, James Denton dedicó unos minutos a examinar el dibujo más detenidamente de lo que había tenido ocasión de hacer. Le tenía perplejo lo mucho que había impresionado a la señorita Denton. No le parecía especialmente bonito ni original. Desde luego estaba bastante bien para dibujo de cortina: formaba franjas verticales e insinuaban una tendencia a converger hacia arriba. También tenía razón su tía al decir que estas franjas amplias semejaban mechones de cabello ondulado, casi rizado. Bueno, lo principal era encontrar en los anuarios comerciales una empresa que pudiera llevar a cabo la reproducción de un viejo dibujo de este género. Para no entretener al lector con los pormenores de esta parte de la historia: el señor Denton se hizo una lista de empresas capaces de realizar el trabajo, y fijó el día para hacerles una visita con la muestra.Las dos primeras visitas que hizo fueron infructuosas; pero a la tercera va la vencida: la empresa de Bermondsey, que era la tercera de la lista, estaba acostumbrada a este tipo de trabajos. Las pruebas que le mostraron justificaban que les confiase el encargo. «Nuestro señor Cattel» se tomó un entusiasta interés personal en él.—Es impresionante —dijo— la cantidad de hermosos paños medievales de esta clase que permanecen guardados en tantas de nuestras mansiones campestres; muchos de ellos, supongo, en peligro de ir a la basura... como insignificantes bagatelas, como dice Shakespeare. ¡Ah!, yo siempre digo, señor, que es un hombre que tiene una palabra para cada uno de nosotros. Me refiero a Shakespeare; aunque sé muy bien que no todos coinciden en eso. El otro día tuve una pequeña discusión con un señor que vino: un nombre de alcurnia, además; y recuerdo que me dijo que había escrito algo sobre este tema. Yo cité casualmente lo de Hércules y la tela teñida. ¡Válgame Dios!, no vea usted cómo se puso. Pero en cuanto a este trabajo que tiene la gentileza de confiarnos, lo haremos con verdadero entusiasmo, poniendo en ello toda nuestra pericia. Lo que ha hecho el hombre, como le decía yo hace unas semanas a otro estimado cliente, el hombre lo puede hacer, y en el plazo de tres o cuatro semanas, si todo va bien, esperamos poder presentarle la prueba fehaciente. Señor Higgins, tome nota, haga el favor.Ése fue el tenor general del discurso del señor Cattell con ocasión de su primera entrevista con el señor Denton. Como un mes más tarde, avisado de que tenían ya preparadas unas muestras para que las viese, el señor Denton volvió a hablar con él, y al parecer tuvo motivos para sentirse satisfecho de la fidelidad con que habían logrado reproducir el dibujo. Habían completado la parte superior conforme a la indicación a que he hecho referencia, de forma que las franjas verticales se unían arriba. Sin embargo, todavía había que sacar el color del original. El señor Cattell hizo una serie de sugerencias de carácter técnico, con las que no tengo por qué importunaros. Además, se mostró vagamente escéptico en cuanto a la posibilidad de que el dibujo tuviera buena acogida en el mercado:—¿Dice que no desea que se suministre este estampado a nadie salvo a amigos personales provistos de una autorización suya? Descuide. Comprendo su deseo de tenerlo en exclusiva: da originalidad al juego del dormitorio, ¿verdad? Lo que es de todos, dicen, no es de nadie.—¿Cree que se popularizaría si fuese accesible al público? —preguntó el señor Denton.—No lo creo, señor —dijo Cattell, cogiéndose pensativamente la barba—. No lo creo. No me parece de gusto corriente; no le ha parecido corriente al señor Higgins, que es quien ha hecho las plantillas.—¿Le ha resultado un trabajo difícil?—No lo llamó así, señor; pero lo cierto es que el temperamento artístico (porque nuestros operarios, todos sin excepción, son tan artistas como los que el mundo califica así) es propenso a extrañas simpatías y antipatías difíciles de explicar, y éste es un ejemplo. Las dos o tres veces que he ido a ver cómo marchaba el trabajo, entendí sus palabras, porque ésa es la manera suya de hablar; pero no el evidente desagrado a lo que yo llamaría una cosa exquisita; ni consigo entenderlo ahora. Parecía —dijo el señor Cattell mirando fijamente al señor Denton— como si el hombre notara un olor infernal en el dibujo.—¿De verdad? ¿Eso dijo? Pues yo no lo encuentro nada siniestro.—Ni yo, señor. De hecho se lo dije así. «Vamos, Gatwick», dije, «¿qué le pasa? ¿A qué vienen esas aprensiones?... Porque no puedo llamarlo de otra manera». Pero nada; no le saqué ninguna explicación. Así que me limité, como ahora, a un encogimiento de hombros y un cui bono. Pero en fin, aquí está —y tras este comentario volvió a primer plano el aspecto técnico de la cuestión.La tarea de sacar los colores para el fondo, la orilla y los lazos fue con mucho la parte más laboriosa del proceso, e hicieron falta muchas idas y venidas por correo de las muestras y nuevas pruebas. Además, durante parte de agosto y septiembre, los Denton estuvieron ausentes de casa, de manera que hasta bien entrado octubre no tuvieron hecha suficiente cantidad de tela para proveer de cortinas los tres o cuatro dormitorios que había que vestir.El día de san Simón y san judas, tía y sobrino regresaron de una corta visita para encontrarlo todo terminado, y su satisfacción ante el efecto general fue inmensa. Las nuevas cortinas, sobre todo, iban admirablemente con el conjunto. Observando su habitación mientras se vestía para cenar, el señor Denton se congratulaba, una y otra vez de la suerte que primero le había hecho olvidarse del encargo de su tía, y después había puesto en sus manos este medio eficacísimo de reparar su olvido. Como dijo en la cena, el dibujo era sedante sin resultar insulso. Y la señorita Denton —que dicho sea de paso no tenía nada con esa tela en su habitación—, estuvo totalmente dispuesta a coincidir con él.En el desayuno, a la mañana siguiente, matizó un poco, aunque muy ligeramente, su satisfacción.—Hay una cosa que ahora me sabe mal —dijo—, y es haber dejado que unieran por arriba las franjas verticales. Creo que habría sido mejor dejarlas como eran.—¿Sí? —dijo su tía interrogante.—Sí; mientras leía en la cama, anoche, me distraían constantemente. O sea, a cada momento me sorprendía a mí mismo mirándolas. Era como si hubiese alguien espiando entre las cortinas en un lugar donde no había bordes de ninguna clase, y creo que se debía al hecho de juntarse arriba las franjas. Otra cosa que me ha molestado ha sido el viento.—Vaya, pues a mí me ha parecido una noche de lo más apacible.—Puede que soplara solamente por el lado de la casa donde duermo yo; pero era lo bastante fuerte como para agitar las cortinas y hacerlas susurrar más de lo que yo hubiera querido.Esa noche llegó un amigo soltero de James Denton, y se le acomodó en una habitación de la misma planta que su anfitrión, aunque al final de un largo pasillo en cuya mitad había una puerta forrada de bayeta roja para impedir que se formasen corrientes y evitar ruidos.Se habían retirado los tres. La señorita Denton mucho antes, y los dos hombres hacia las once. James Denton, que aún no tenía ganas de meterse en la cama, se sentó en una butaca a leer un rato. Se adormiló, se despabiló al poco rato y recordó que no había subido con él su spaniel marrón, que normalmente dormía también en su cuarto. Pero en seguida comprobó que se había equivocado; porque al mover la mano que le colgaba por encima del brazo del sillón a pocas pulgadas del suelo, notó en el dorso el roce leve de una superficie peluda; y extendiéndola en esa dirección, rascó y acarició parte de su redondez. Pero el tacto, y más aún el hecho de que en vez de responder con algún movimiento siguiera inmóvil, le hizo asomarse a mirar. Lo que había estado tocando se levantó hacia él. Tenía la postura del que ha entrado arrastrándose vientre a tierra y, según pudo recordar más tarde, forma humana. Pero de la cara que ahora se acercó a unas pulgadas de la suya no pudo discernir ningún rasgo; era toda pelo. Aunque informe, había en ella un aire tan horrible de amenaza que al saltar del sillón y salir despavorido se oyó a sí mismo exhalar un gemido de terror; y sin duda hizo bien en huir. Al chocar con la puerta que cortaba el pasillo, y —olvidando que se abría hacia él — mientras la empujaba con todas sus fuerzas, sintió que algo le arañaba inocuamente la espalda, y que dicha presión iba en aumento; como si la mano, o algo peor quizá, se fuera haciendo más material a medida que la furia del perseguidor se volvía más concentrada. Entonces recordó qué pasaba con la puerta: la abrió, cerró tras él, llegó a la habitación de su amigo, y eso es cuanto necesitamos saber.Es curioso que durante todo el tiempo transcurrido desde que compró el diario del señor Poynter no hubiera buscado James Denton una explicación a la presencia del trozo de tela prendido en él; bueno, había leído el diario de principio a fin sin encontrar mención alguna, y concluyó que no había nada que decir. Pero al abandonar Rendcomb Manor (no sabía si para siempre), como naturalmente se empeñó en hacer al día siguiente de la espantosa experiencia que he intentado explicar con palabras, se llevó consigo el diario. Y en su alojamiento junto al mar examinó con más detenimiento el lugar donde había estado prendida la tela. Resultó ser cierto lo que recordaba haber sospechado al principio: había dos o tres hojas pegadas; pero estaban escritas, como quedó patente al mirarlas al trasluz. Al ponerlas al vapor se despegaron con facilidad, dado que el engrudo había perdido fuerza. Y el texto que contenían hacía referencia al dibujo de la tela.La anotación era de 1797:...El viejo señor Casbury de Acrington me ha hablado mucho hoy de sir Everard Charlett, al que recordaba de estudiante de la unibersidad (y consideraba de la misma familia que el doctor Arthur Charlett), hoy cabeza suprema de ese centro. Este Charlett era un joben de buena presencia, aunque también ateo irreconciliable, y gran Libador, como llamavan entonces a los muy bebedores, y aún siguen llamándolos por lo que sé. Fue muy sinificado, y ogeto de varias censuras en divesas ocasiones por sus estravagancias; y si se huviese llegado a conocer la historia entera de sus escándalos, sin duda habría sido espulsado de la unibersidad; eso si no movió ningún hilo en su favor, como sospechaba el señor Casbury. Era muy gentil de persona, y lucía siempre su propio cabello, que era muy abundante; debido a lo cual, y a su licenciosa vida, vinieron a ponerle el apodo de Absalón; y él solía decir que, en efeto, creía que había acortado los días de David, refiriéndose con ello a su padre, sir Job Charlett, un caballero anciano y respetable....Así mismo el señor Casbury dice que no recuerda el año de la muerte de sir Everard Charlett, pero que debió ser en 1692 o 93. Murió de súbito en octubre [se han suprimido varias líneas en las que se describen sus hábitos condenables y los desmanes que se le atribuyen]. Dado que le había visto rebosante de ánimo la víspera, el señor Casbury se quedó estupefato al enterarse de su muerte. Le encontraron en el foso de la ciudad, con el cavello arrancado de la cabeza. La mayoría de las campanas de Oxford doblaron por él, dado que era noble, y fue enterrado a la noche siguiente en la iglesia de san Pedro, en el lado este. Pero dos años más tarde, cuando su sucesor quiso trasladar sus restos a su propiedad solariega, se dijo que el ataúd, al romperse por acidente puso al descubierto que estaba lleno de cabello; cosa que parece fábula, aunque creo que hay registrados otros casos, como en la Historia de Staffordshire, del doctor Piot....Más tarde, al ser desguarnecidas sus cámaras, el señor Casbury guardó para sí parte de las colgaduras que dicen que había mandado hacer este Charlett a modo de homenage a su cabello, entregando al artesano encargado de dicha labor un mechón suyo para que lo siguiese, y el trozo que he prendido aquí es muestra del mismo, que el señor Casbury me ha facilitado. Dice que cree que el dibujo encierra alguna clase de artificio, aunque él no lo ha descubierto, ni le gusta pensar en eso...Bien podían haber arrojado al fuego el dinero gastado en las cortinas, como arrojaron éstas. El comentario del señor Cattell cuando le contaron el episodio tomó forma de cita de Shakespeare. Seguro que la adivináis sin dificultad; empieza con estas palabras: «Hay más cosas...»"M.R. James
"Un día de fiesta, los jóvenes del Bosquel habían bailado y bebido mucho. La mayoría de ellos estaban medio borrachos.—¿Y si termináramos la fiesta yendo a bailar al cementerio? —propuso uno de ellos.—Sí, sí. ¡Vamos a bailar alrededor de las tumbas! —exclamaron todos los demás. Y, tomándose de la mano, se marcharon cantando para bailar entre las tumbas. Unos tropezaban en los túmulos, otros derribaban las cruces de madera, pero se levantaban rápidos y el baile proseguía. De repente, se oyeron las doce de la noche en la iglesia del pueblo y sin saber por qué, los jóvenes se detuvieron. Todas las tumbas se abrieron y se tragaron a los alegres danzantes. Ni uno sólo regresó al pueblo.Cada año, el día de la fiesta patronal, cuentan que las tumbas se abren y que los danzantes prosiguen su baile lanzando horribles gemidos. A las doce de la noche las tumbas vuelven a cerrarse con los fantasmas dentro y todo vuelve al silencio".
Henri Carnoy
"Mi amigo Hugh Grainger y yo acabábamos de regresar de una estancia de dos días en el campo durante la que nos habíamos hospedado en una casa de siniestra fama, que se suponía acosada por fantasmas de un tipo peculiarmente temible y truculento. Por sí sola la casa tenía todo lo que debía tener una casa semejante, pues era jacobina y revestida de tablas de roble, con pasillos largos y oscuros y altas estancias abovedadas. Además se hallaba situada en un lugar muy remoto, rodeada por un bosque de sombríos pinos que murmuraban y susurraban en la oscuridad; todo el tiempo que estuvimos allí había predominado un ventarrón del sudoeste con torrentes de lluvia que era la causa de que día y noche voces extrañas gimieran y cantaran en las chimeneas, de que un grupo de espíritus inquietos celebraran coloquios entre los árboles, y de que golpes y señales llamaran nuestra atención desde los cristales de las ventanas. Pero, a pesar de ese entorno que casi podríamos decir que bastaba por sí solo para generar espontáneamente fenómenos ocultos, no había sucedido nada de ese tipo. Me siento inclinado a añadir, además, que mi estado mental se hallaba peculiarmente bien dispuesto a recibir, incluso a inventar, los suspiros y sonidos que habíamos ido a buscar; pues confieso que durante todo el tiempo que estuvimos allí me hallaba en un estado de abyecta aprensión, y permanecí despierto las dos noches de largas horas de terrorífica inquietud, teniendo miedo de la oscuridad; y más miedo todavía de lo que una vela encendida pudiera mostrarme.La tarde siguiente a nuestro regreso a la ciudad Hugh Grainger cenó conmigo, y como es natural, tras la cena nuestra conversación recayó pronto en esos temas cautivadores.—No soy capaz de imaginar el motivo de que quieras buscar fantasmas —me dijo—,pues de puro miedo los dientes te castañeteaban y los ojos se te salían de las órbitas todo el tiempo que estuvimos allí. ¿Es que te gusta estar asustado?Aunque en general inteligente, Hugh es duro de mollera en algunos aspectos; y uno de ellos es éste.—Vaya, desde luego que me gusta sentirme asustado —respondí—. Quiero que me hagan arrastrarme, arrastrarme y arrastrarme. El miedo es la más absorbente y lujosa de las emociones. Cuando uno tiene miedo se olvida de todo lo demás.—Bien, pero el hecho de que ninguno de nosotros viera nada confirma lo que siempre he creído —replicó él.—¿Y qué es lo que siempre has creído?—Que estos fenómenos son puramente objetivos, no subjetivos, y que el estado mental no tiene nada que ver con la percepción que los percibe, ni está relacionado con las circunstancias o los alrededores. Fíjate en Osburton. Durante años había tenido fama de ser una casa encantada, y la verdad es que tiene todos los accesorios necesarios. Fíjate también en ti mismo, con todos los nervios a flor de piel... ¡temeroso de mirar a tu alrededor o encender una vela por miedo a ver algo! Seguramente, si los fantasmas fueran subjetivos, ahí habríamos tenido al hombre adecuado en el lugar correcto.Se levantó y encendió un cigarrillo, y mirándole —Hugh mide casi un metro ochenta y es tan ancho como largo— sentí una réplica en mis labios, pero no pude evitar que mi mente retrocediera a un período determinado de su vida, cuando por alguna causa que, por lo que sé, no había contado a nadie, se había convertido en una simple masa estremecida de nervios desordenados. Extrañamente, en ese mismo momento y por primera vez empezó a hablar de ello.—Podrás contestarme que tampoco merecía la pena que fuera yo, porque evidentemente era el hombre equivocado en el lugar erróneo. Pero no es así. Tú, pese a todas tus aprensiones y expectativas, nunca habías visto un fantasma. Pero yo sí, aunque sea la última persona en el mundo que tú pensarías que lo ha visto; y aunque ahora mis nervios están totalmente recuperados, aquello me deshizo en pedazos.Se volvió a sentar en la silla.—Sin duda te acordarás de que había quedado hecho polvo —siguió diciéndome—. Y como creo que ahora vuelvo a estar bien, preferiría hablarte de ello. Pero antes no habría podido hacerlo; no era capaz de hablar de ello con nadie. Y sin embargo en aquello no debía haber nada amenazador; el fantasma que vi era ciertamente de lo más útil y amigable. Aun así, procedía del lado oscuro de las cosas; surgió de pronto de la noche y el misterio con el que está rodeado la vida.Primero quiero hablarte brevemente de mi teoría sobre la aparición de fantasmas —siguió diciendo—. Y creo que se explica mejor con un símil, con una imagen. Piensa que tú y yo, y todo el mundo, somos personas cuyo ojo está directamente al otro lado de un pequeñísimo agujero hecho en una plancha de cartón que está continuamente moviéndose y girando. Al otro lado de la hoja de cartón hay otro, que también por leyes propias se encuentra en un movimiento perpetuo pero independiente. También en el otro cartón hay un agujero, y cuando de una manera al parecer fortuita los dos agujeros, aquél por el que estamos siempre mirando y el otro, del plano espiritual, quedan uno delante del otro, vemos a través de ellos, y sólo entonces las visiones y sonidos del mundo espiritual se nos vuelven visibles o audibles. En el caso de la mayoría de las personas esos agujeros nunca llegan a estar uno delante del otro en toda su vida. Pero a la hora de la muerte lo hacen, y entonces permanecen inmóviles. Sospecho que así es como perdemos el conocimiento.Ahora bien, en algunas naturalezas esos agujeros son comparativamente grandes, y están colocándose en posición constantemente. Es lo que pasa en el caso de clarividentes y médiums. Pero por lo que yo sabía no tenía la menor facultad clarividente o mediumnística. Por tanto soy de esas personas que hace mucho tiempo decidieron que nunca verían un fantasma. Por así decirlo había una posibilidad diminuta de que mi pequeño agujero entrara en posición con el otro. Pero lo hizo, y me dejó sin sentido.Ya había oído antes una teoría semejante, y si bien Hugh la expresaba de manera bastante pintoresca, no existía en ella nada que resultara mínimamente convincente o práctico. Podía ser así, o podía no serlo.—Espero que tu fantasma fuera más original que tu teoría —dije yo para que no se desviara del tema.—Sí, creo que lo fue. Tú mismo podrás juzgar.Añadí más carbón y avivé el fuego. Siempre he considerado que Hugh tiene un gran talento para contar historias, y ese sentido del drama que tan necesario es para el narrador. Lo cierto es que ya antes le había sugerido que adoptara esa profesión, sentándose junto a la fuente de Piccadilly Circus, cuando el tiempo es malo, como de costumbre, y contara historias a los viandantes, a la manera de los árabes, a cambio de una gratificación. Sé que a la mayor parte de la humanidad no le gustan las historias largas, pero para aquellas pocas personas, entre las que me cuento a mí mismo, a quienes les gusta realmente escuchar largos relatos de experiencias, Hugh es un narrador ideal. No me importan sus teorías ni sus símiles, pero por lo que respecta a los hechos, a las cosas que han sucedido, me gusta que se demoren.—Sigue, por favor, y lentamente —le dije—. La brevedad puede ser el alma del ingenio, pero es la perdición del contador de historias. Quiero saber cuándo, dónde y cómo sucedió, y lo que habías comido en el almuerzo, y dónde habías cenado, y lo que...Hugh me interrumpió y empezó su historia:—Fue el veinticuatro de junio, hace exactamente dieciocho meses. Había abandonado mi piso, como recordarás, para dirigirme al campo y pasar contigo una semana. Cenamos a solas...No pude evitar interrumpirle.—¿Viste al fantasma aquí? —pregunté—. ¿En esta pequeña y cuadrada caja que es esta casa y en una calle moderna?—Lo vi en la casa.Mentalmente, me felicité a mí mismo.—Habíamos cenado solos aquí, en Graeme Street —dijo—. Y después de la cena yo salí a una fiesta y tú te quedaste en casa. Tu criado no se quedó hasta la cena, y cuando te pregunté que dónde estaba me contestaste que se encontraba enfermo, y me pareció que cambiabas de tema abruptamente. Al salir me diste el llavín, y al regresar vi que te habías acostado. Yo tenía varias cartas que era necesario responder, así que las escribí allí mismo, metiéndolas en el buzón de enfrente, por lo que supongo que era bastante tarde cuando subí a acostarme.Me habías asignado la habitación delantera del tercer piso, desde la que se veía la calle; una habitación que creía yo que solías ocupar tú. Era una noche muy calurosa, y aunque se veía la luna cuando me dirigí a la fiesta, de regreso todo el cielo estaba cubierto por nubes; no sólo parecía que fuéramos a tener tormenta antes de amanecer, sino que tenía además esa sensación. Tenía mucho sueño y me sentía pesado, y sólo cuando me metí en la cama observé por las sombras de los marcos de las ventanas sobre la persiana que sólo una de las ventanas estaba abierta. No me pareció que mereciera la pena levantarme para abrirlas, aunque me sentía incómodo por la falta de aire, y me dormí.No sé qué hora era cuando desperté, pero con seguridad todavía no había amanecido, y no recuerdo haber conocido jamás una quietud tan extraordinaria como la que invadía el ambiente. No había ruido ni de peatones ni de tráfico rodado; la música de la vida parecía haber enmudecido absolutamente. Y entonces, en lugar de somnoliento y pesado, aunque debía haber dormido una o dos horas como máximo, pues todavía no había amanecido, me sentí totalmente recuperado y despierto, y el esfuerzo que antes no me había parecido necesario hacer, el de levantarme de la cama para abrir la otra ventana, ahora me parecía muy sencillo, por lo que subí la persiana, abrí bien la ventana y me asomé al exterior, pues tenía verdadera necesidad de aire fresco. Pero también en el exterior la opresión resultaba notable, y, aunque como ya sabes, no me dejo afectar fácilmente por los efectos mentales del clima, tuve conciencia de una sensación escalofriante. Intenté rechazarla mediante el análisis, pero sin éxito; el día anterior había resultado agradable, el día siguiente me esperaba otra jornada agradable, y sin embargo me invadía una aprensión inexpresable. Además, en esa quietud anterior al amanecer me sentía terriblemente solo.Escuché entonces de pronto, y no muy lejano, el sonido de un vehículo que se aproximaba; podía distinguir el resonar de los cascos de dos caballos que avanzaban a paso lento. Aunque todavía no podía verlos, subían por la calle, pero esa indicación de vida no puso fin a la terrible sensación de soledad de la que te he hablado. Además, de una manera oscura y carente de formulación, lo que se aproximaba me pareció que tenía alguna relación con la causa de mi opresión.El vehículo apareció ante mi vista. No pude distinguir al principio de qué se trataba, pero luego vi que los caballos eran negros y tenían la cola larga, y que lo que arrastraban estaba hecho de cristal, aunque con un bastidor negro. Era un coche fúnebre. Vacío.Subía por este lado de la calle y se detuvo junto a tu puerta.Entonces me sobrecogió la solución evidente. Durante la cena habías dicho que tu criado estaba enfermo, y me pareció que no deseabas hablar más del asunto. Imaginé ahora que sin duda había muerto, y que por alguna razón, quizás porque no querías que supiera nada sobre ello, habías pedido que se llevaran el cadáver por la noche. Debo decirte que eso pasó por mí mente instantáneamente, y que no se me ocurrió lo improbable que resultaba antes de que sucediera el acontecimiento siguiente.Estaba todavía asomado a la ventana y recuerdo que me sorprendió, aunque momentáneamente, lo extraño que era que viera las cosas —o más bien la única cosa que estaba mirando— de manera tan clara. Evidentemente la luna estaba tras las nubes, pero resultaba curioso que fueran visibles todos los detalles del coche y los caballos. En el coche sólo iba un hombre, el conductor, y aparte del vehículo la calle estaba absolutamente desierta. Ahora le estaba mirando a él. Pude ver todos los detalles de su ropa, aunque desde el lugar en el que me encontraba, muy por encima de él, no pudiera verle el rostro.Vestía pantalones grises, botas marrones, una capa negra abotonada hasta arriba y un sombrero de paja. Le cruzaba el hombro una cinta de la que parecía colgar una especie de bolsita. Parecía exactamente como... bueno, a partir de esa descripción, ¿qué crees tú que parecía?—Bueno... un cobrador de autobús —respondí yo de inmediato.—Eso es lo que pensé yo, y cuando lo estaba pensando, él me miró. Tenía un rostro delgado y alargado, y en la mejilla izquierda un lunar en el que crecían pelos oscuros. Todo resultaba tan claro como si fuera mediodía, y como si me encontrara a un metro de él. No tuve tiempo sin embargo —fue tan instantáneo lo que narrado exige tanto tiempo— para pensar que era extraño que el conductor de un coche mortuorio fuera vestido de manera tan poco funeraria.Se quitó el sombrero ante mí e hizo una señal con el pulgar por encima de su hombro.—Dentro hay sitio para uno, señor—dijo.Había en ello algo tan odioso, tan tosco y desagradable, que al instante metí la cabeza, volví a bajar la persiana y, por alguna razón que desconozco, encendí la luz eléctrica para ver qué hora era. Las manecillas del reloj señalaban las once y media. Creo que fue entonces cuando por primera vez cruzó mi mente una duda relativa a la naturaleza de lo que acababa de ver. Apagué la luz de nuevo, me metí en la cama y empecé a pensar. Habíamos cenado; yo había ido a una fiesta, al regresar había escrito cartas, me había acostado y me había dormido. Entonces, ¿cómo podían ser las once y media...? O, ¿qué once y media eran?Entonces se me ocurrió otra solución sencilla; mi reloj se debía haber parado. Pero no era así; podía oír su tic-tac. Volvió otra vez la quietud y el silencio. A cada momento esperaba escuchar pasos ahogados en las escaleras, pasos que se movieran lenta y cuidadosamente bajo el peso de una gran carga, pero en el interior de la casa no había sonido alguno. También fuera había ese mismo silencio mortal mientras el coche funerario aguardaba en la puerta. Los minutos pasaban y pasaban y finalmente empecé a ver una diferencia en la luz de la habitación que me hizo saber que fuera empezaba a amanecer. ¿Cómo explicar entonces que si el cadáver iba a ser sacado por la noche estuviera todavía allí, y que el coche funerario aguardara aún, cuando la mañana ya había llegado?Volví a salir de la cama, y con una sensación poderosa de encogimiento físico fui a la ventana y subí la persiana. El amanecer se acercaba rápidamente; la calle entera estaba iluminada por esa luz plateada y sin tonalidad de la mañana. Pero allí no estaba el coche. Volví a mirar el reloj. Eran las cuatro y cuarto, y habría jurado que no había pasado media hora desde que había visto las once y media.Tuve entonces una curiosa sensación doble, como si hubiera estado viviendo en el presente y simultáneamente viviera en otro tiempo. Era el amanecer del veinticinco de junio, y naturalmente la calle estaba vacía. Pero poco antes el conductor de un coche funerario me había hablado y eran las once y media. ¿Qué era ese conductor, a qué plano pertenecía? Y además, ¿qué once y media eran las que había visto en la esfera de mi reloj?Me dije entonces que todo había sido un sueño. Pero si me preguntas si creía lo que me estaba diciendo, debo confesarte que no. Tu criado no se presentó esa mañana durante el desayuno, ni volví a verle antes de irme por la tarde. Creo que de haberlo visto te habría contado todo esto, pero, como comprenderás, seguía siendo posible que lo que yo hubiera visto fuera un coche funerario auténtico conducido por un conductor auténtico, pese a la animación fantasmal del rostro que me miró, y a la levedad de la mano con la que me hizo la señal. Debía haberme quedado dormido poco después de verle, y permanecer así mientras el coche funerario se llevaba el cadáver. Por eso no te dije nada.En todo aquello había algo maravillosamente sencillo y prosaico; no había aquí casas jacobinas con entablamientos de roble rodeadas por pinares, y de alguna manera la ausencia de un entorno conveniente hacía que la historia resultara más impresionante. Pero por un momento me asaltó la duda.—No me digas que todo fue un sueño —comenté.—No sé si lo fue o no. Lo único que puedo decir es que creía estar bien despierto. En cualquier caso, el resto de la historia es... extraña.Aquella tarde volví a ir a la ciudad —siguió diciendo—, y debo decir que no creo que ni siquiera por un momento me acosara la sensación de lo que había visto o soñado aquella noche. Estaba siempre presente en mí como una visión incumplida. Era como si algún reloj hubiera dado los cuatro cuartos y siguiera esperando a que tocara la hora exacta.Exactamente un mes después volví a encontrarme en Londres, pero sólo para pasar el día. Llegué a la estación Victoria hacia las once, y tomé el metro hasta Sloane Square para ver si estabas en la ciudad y almorzabas conmigo. Era una mañana muy calurosa y decidí tomar un autobús desde King's Road hasta Graeme Street. Nada más salir de la estación vi una parada en la esquina, pero el piso superior del autobús estaba completo y el interior también parecía estarlo. En el momento en que yo llegaba el cobrador, que imagino había estado en el interior cobrando los billetes, salió a la plataforma, a escasos metros de mí. Llevaba pantalones grises, botas marrones, una chaqueta negra abotonada, sombrero de paja y sobre el hombro llevaba una cinta de la que colgaba su maquinilla para perforar billetes. Vi también su rostro y era el del conductor del coche funerario, con un lunar en la mejilla izquierda. Entonces me habló haciéndome una seña con el pulgar por encima de su hombro.—Dentro hay sitio para uno, señor—dijo.Al oír eso se apoderó de mí una especie de pánico y terror, y me acuerdo que gesticulé torpemente con los brazos mientras gritaba: «¡No, no!» Pero en ese momento no vivía en la hora que era entonces, sino en aquella hora que había transcurrido hacía un mes, cuando me asomé a la ventana de tu dormitorio poco antes de amanecer. También supe en ese momento que el agujero de mi cartón se había colocado enfrente del agujero del cartón del mundo espiritual. Lo que había visto allí había tenido algún significado que ahora se estaba realizando, un significado que estaba más allá de los acontecimientos triviales del hoy y el mañana. Las Potencias de las que tan pocas cosas sabemos funcionaban de una manera visible delante de mí. Y yo me quedé allí en la acera, agitado y tembloroso.Me encontraba enfrente de la oficina de correos de la esquina y exactamente cuando se marchó el autobús mi mirada se fijó en el reloj del escaparate. No es necesario que te diga qué hora marcaba.Quizás no sea necesario que te cuente el resto, pues probablemente lo imaginarás, ya que no habrás olvidado lo que sucedió en la esquina de Sloane Square a finales de julio durante el último verano. El autobús, al salir de la parada, rodeó un furgón de mudanzas que tenía delante. Bajaba en ese momento por King's Road un gran vehículo de motor a una peligrosísima velocidad. Se estrelló contra el autobús, metiéndose en él con la facilidad con la que una barrena se mete en un tablero.Se detuvo.—Y ésa es mi historia —dijo".
E.F. Benson