El Recolector de Historias

El Recolector de Historias

martes, 12 de mayo de 2015

"El Doctor Misántropo"

"Este apodo no se lo endosaron hasta luego de que ocurriera un hecho; pero fue un hecho tan extraño que incluso apareció en los diarios. Su apellido era Heribert y su primer nombre era muy común, pero no me lo acuerdo. El señor Heribert era médico; por cierto que era de veras doctor en medicina diplomado, pero no atendía a nadie. Incluso él hubiera tenido que reconocer que desde la época en que andaba por los sanatorios no le había caído un solo paciente. Quizá lo hubiera reconocido abiertamente si hubiera conversado con alguien. Pero el doctor era un sujeto muy extraño.

El doctor Heribert era el hijo del doctor Heribert, que en sus tiempos había sido un prestigioso médico de la Malá Strana. Su madre falleció aún joven, y el padre poco después de llegar el muchacho a la adultez, legándole una pequeña casa de dos plantas en Oujezd y tal vez ciertos dinerillos, aunque no gran cosa. Allí vivió el doctor Heribert. En la planta baja había dos negocios pequeños y arriba un cuarto que daba a la calle, el importe de cuyo alquiler le facilitó una pequeña entrada mensual. También él vivía arriba, en un cuarto interno al cual se tenía acceso desde el patio por una escalera de madera descubierta. No sé con que comparar ese cuarto, pero inmediatamente revelaba la parquedad con que vivía el doctor. En uno de los locales de planta baja se había instalado un verdulero, y su mujer hacía la limpieza al doctor. El hijo de ésta, Josecito, era muy compinche mío, pero nuestra camaradería acabó hace mucho, porque Josecito consiguió trabajo como cochero del arzobispo y entonces se volvió muy vanidoso. Pero es gracias a él que me enteré de que el doctor Heribert se preparaba el desayuno él mismo, que almorzaba generalmente en alguna fonda barata en el barrio Staré Mesto y que cenaba cualquier cosa.

El doctor Heribert habría podido disponer de muchos pacientes en la Malá Strana de haberlo deseado así. Al fallecer su padre, los pacientes se pusieron en sus manos, pero él no quiso revisar ni ir a ver a ninguno, rico o pobre. La fe en él desapareció en seguida, la gente del barrio empezó a verlo como un "estudiante crónico" y después llegaron a esbozar sonrisas si se mencionaba al "doctor Heribert". "¡Qué doctor! ¡Yo no le encomendaría ni al gato!" El hecho no hizo mayormente mella en el doctor Heribert; por como actuaba, parecía que no le importaba la gente. No saludaba a ninguno, y si lo saludaban a él, entonces no contestaba: Cuando caminaba por la calle parecía que el viento arrastrara una hoja seca. Era considerablemente bajo -de acuerdo con el nuevo sistema de medidas, no tenía más de un metro cincuenta– y conducía su cuerpito magro por la calle de forma de quedar separado por lo menos medio metro de los demás. Sus ojos celestes ostentaban siempre una expresión hosca de perro castigado. El rostro se ocultaba tras una barba marrón clara; un rostro demasiado peludo, inconveniente en opinión de todo el mundo. Durante el invierno, cuando se cubría con su ancho gabán gris, la minúscula cabeza tapada con un gorro de tela quedaba escondida en la solapa de astracán ordinario; en verano, ocasión en que usaba un liviano traje a cuadros u otro de hilo, aun más liviano, esa cabeza daba la impresión de bambolearse sobre una débil ramita. En la época de estío salía a la mañana muy temprano, a eso de las cuatro, para dirigirse a los parques próximos a las murallas del castillo, y se instalaba en el mejor banco con un libro. En varias ocasiones algún habitante de la Malá Strana se ubicó junto a él e inició una charla. En esos casos el doctor Heribert se incorporaba, cerraba su libro bruscamente y se mandaba a mudar sin decir nada. En adelante no se metieron más con él. El asunto fue tan serio que, pese a no tener más de cuarenta años, las niñas casaderas de la Malá Strana no le prestaron atención.

Pero de repente pasó una cosa de la que, como ya mencioné más adelante, hasta los diarios se ocuparon. Es de eso que quiero decir unas palabras.
Era un hermoso día del mes de junio, uno de esos días en que se siente como si todo riera: la cúpula del cielo, la tierra, las caras de las personas. Ese día, ya entrada la tarde, pasó por Oujezd hacia la puerta del barrio un cortejo fúnebre de notable boato. Era el sepelio del señor Schepeler, Consejero del Tribunal de Cuentas, y –que el Señor tenga piedad de mí–, incluso parecía que esa comitiva mortuoria irradiaba una sonrisa de contento. Por supuesto que no se podía apreciar el rostro del finado, ya que no tenemos la usanza de algunos países meridionales que entierran a los difuntos en ataúdes abiertos para que el sol los entibie por vez postrera antes de descender a la sepultura. El hecho es que sin dejar de lado cierta circunspección exigida por las circunstancias, no se podía desmentir la alegría general. Ese magnífico día se les había metido a todos adentro, por así decir. Y eso les hacía saborear la vida.

Quizá los más felices fueran los empleados de varias oficinas públicas que cargaban el catafalco. No se hubieran resignado a no hacerlo. Habían estado dos días correteando por las oficinas, pero ahora desfilaban felices con medido paso bajo aquel bulto, íntimamente convencidos de que todos los estaban contemplando mientras decían: "Allí van los aspirantes al Tribunal de Cuentas". Quien asimismo se veía feliz era el doctor Link, hombre de elevada estatura, que había recibido de manos de la viuda veinte ducados en concepto de honorarios profesionales por los servicios prestados durante la dolencia de Schepeler, que apenas había durado una semana. No obstante, el doctor Link caminaba con la cabeza un tanto gacha, como reflexionando. También estaba contento el señor Ostrohradsky, fabricante de arneses de profesión y pariente más cercano del finado. En vida de su tío, lo había descuidado un tanto, pero se había enterado de que le había dejado en su testamento cinco mil florines y en el trayecto ya le había comentado unas cuantas veces al cervecero Kejrik: "¡No se puede negar, era una buena persona!" Iba atrás del catafalco y junto a él el regordete Kejrik, un tipo saludable que había sido el amigo más cercano del finado. Atrás de ellos iban los señores Kdojek, Musik y Homann, también consejeros del Tribunal de Cuentas pero de menor jerarquía que el difunto Schepeler. Estos iban también felices, a todas luces. Tengo que reconocer, apenado, que ni la señora Schepeler, que viajaba sola en el primer vehículo, podía rechazar el bienestar general; lo que ocurre es que su contento no tenía que ver con lo agradable del día. Esta buena dama era mujer, y para las mujeres el tercer día consecutivo de ser el centro de la atención de todos tiene un hechizo particular. Por otra parte las ropas de luto se avenían particularmente bien con su figura espigada y su rostro, usualmente un poco blanco, se veía especialmente bello en el cuadro del negro riguroso.

La única persona que lamentaba sinceramente el fallecimiento del señor Consejero y no podía evitar el pesar que le había producido esta desdicha era el cervecero Kejrik, hasta ese momento célibe y, como mencionamos, el amigo más grande y más fiel del finado. En la víspera, la joven viuda le había dicho claramente que aguardaba que él le retribuiría generosamente por guardar tanta... fidelidad en vida del esposo. Cuando Ostrohradsky le había dicho por vez primera que "¡sin duda el finado había sido una buena persona!", Kejrik le había replicado amargamente: "No, hombre. Si hubiera sido buena persona, habría vivido más". Después de lo cual no respondió más a Ostrohradsky.

El cortejo iba llegando ya a la enorme puerta. En esos tiempos la puerta aún no era tan grácil como en nuestros días: todavía consistía en dos largos pasadizos tenebrosos hechos bajo las pesadas murallas. Era un auténtico prefacio para las sepulturas que estaban del otro lado. El coche fúnebre se adelantó al cortejo, parándose ante la puerta. Se dieron vuelta los curas, los muchachos depositaron el ataúd cuidadosamente en el suelo y comenzaron las oraciones fúnebres. Luego los funebreros quitaron el fondo corredizo del coche y los muchachos alzaron el féretro para ponerlo sobre éste. ¡Fue entonces que ocurrió! Haya sido por una demasía en el esfuerzo hecho a uno de los lados o por falta de habilidad a ambos, la cuestión es que súbitamente se les soltó el féretro, golpeando en el piso con la punta más estrecha, a consecuencia de lo cual la cubierta cayó estrepitosamente. El cuerpo se mantuvo adentro del cajón, pero se flexionó un tanto a la altura de las rodillas y la mano derecha quedó suspendida afuera.

El horror se diseminó en la concurrencia. Se produjo inmediatamente un silencio tan hondo que se podía escuchar el tic-tac de los relojes en los bolsillos. Los ojos se fijaron en la faz inerte del finado Consejero. Y justamente junto al féretro irrumpió el doctor Heribert. Andaba circunstancialmente por el lugar, regresando de una caminata; había zigzagueado entre los asistentes unos momentos, se había tenido luego que detener al lado de los curas y ahora podía vérselo emergiendo de su gabancito gris justo al lado de la mortaja negra del difunto.

Fue cosa de un momento. Casi mecánicamente, Heribert tomó la mano del muerto, quizá para ponerla otra vez adentro del cajón; pero en vez de tornarla a su lugar, la sostuvo en su propia mano, agitó nerviosamente los dedos y clavó una mirada escudriñante en el rostro del finado. Luego estiró el brazo y alzó el párpado derecho.

–¡Qué es esto! –irrumpió Ostrohradsky, indignado–. ¿Qué hacemos? ¿Nos vamos a quedar aquí sin movernos?
Algunos muchachos estiraron los brazos para levantar otra vez el catafalco.
–¡Alto! –voceó Heribert, con una voz insospechadamente fuerte y vibrante–. ¡Ese hombre no ha muerto!
–¡Qué ridiculez! ¡Está chiflado! –dijo el doctor Link.
–¿Dónde hay un vigilante? –aulló Ostrohradsky.
En los rostros se apreciaba una fuerte zozobra. Únicamente el cervecero Kejrik se había llegado muy de prisa hasta el doctor Heribert.
–¿Qué tenemos que hacer? –le preguntó anhelante–. ¿Es cierto que no ha muerto?
–No. Pero tiene un ataque de catalepsia. Hay que trasportarlo rápidamente a una casa para intentar revivirlo.
–¡Es lo más absurdo que he oído! –contestó el doctor Link–. Si este hombre no murió...
–Pero, ¿éste quién es? –preguntó Ostrohradsky.
–Parece que es médico.
–¡Es el doctor misántropo! ¡Policía! –voceó el fabricante de arneses, recordando de golpe los cinco mil florines.
–¡El doctor misántropo! –repetían a coro los consejeros Kdojek y Muzik.

Pero ya Kejrik, el buen amigo del finado, estaba trasladando el féretro, auxiliado por algunos mozos, hasta un mesón de las proximidades. En la calle se armó una batahola tremenda. Se fue el coche mortuorio y se retiraron los demás vehículos. El consejero Kdojek dijo: "Es mejor que nos retiremos; ya sabremos qué pasó". Pero el caso es que ninguno sabía qué actitud tomar.

–¡Bueno! Por fin vino, señor comisario –dijo Ostrahradsky al comisario de la guardia del municipio que en ese instante arribaba–. Están pasando cosas muy raras: una farsa indebida, la profanación de un cadáver a la luz del sol y en presencia de media Praga...
Y fue tras el funcionario municipal hasta adentro del mesón. El doctor Link se hizo humo. Al cabo de unos instantes reaparecieron Ostrohradsky y el comisario.
–Por favor, váyanse –dijo éste al público que se apretujaba–. No se puede pasar. El doctor Heribert está muy seguro de revivir al Consejero.

La esposa del consejero quiso apearse de su coche, pero se desvaneció. En ocasiones, la alegría puede llegar a matar a la gente. Kejrik, muy apurado, fue hasta el carruaje, donde varias mujeres se afanaban junto a la dama desvanecida. "Llévenla con cuidado a la casa y se recobrará", les dijo. Y para sus adentros masculló "¡Buena está esta mujercita!". Se dio vuelta, trepó a otro coche y se encaminó a un lugar donde lo había enviado el doctor Heribert.

Los carruajes se fueron yendo de uno en uno y el público se apartó lentamente. No obstante, el lugar del hecho continuó siendo muy concurrido durante toda la jornada y hubo que colocar una guardia para controlar el orden ante el local al que habían trasladado al "finado". Circulaban entre la multitud las más raras versiones. Había quien ponía al doctor Link de vuelta y media y contaba acerca de él una serie de patrañas; otros se mofaban del doctor Heribert. Cada tanto hacía irrupción el señor Kejrik, arrebatado, haciendo algunos anuncios: "Estamos muy esperanzados. Hasta yo pude tomarle el pulso. ¡Este doctor es un portento!" Por fin gritó, como en trance: "¡Está respirando!", y se fue otra vez en el carruaje, que le estaba aguardando, a dar la buena noticia a la señora del Consejero.

Por último, a eso de las diez de la noche, sacaron del mesón una camilla tapada, flanqueada a un lado por el doctor Heribert y el señor Kejrik y al otro por el comisario.
No existió en toda la Malá Strana una sola bodega o mesón que no permaneciera repleta de público hasta pasada medianoche. El tema no era otro que la resurrección del consejero Schepeler y el doctor Heribert. Todos estaban aguadísimos.

–Ese hombre tiene más conocimientos que los libros de los latinos.
–Con sólo verlo, se nota de inmediato que es buen médico... Su padre era ya buen médico. ¡Muy buen médico! Y esas cosas se heredan.
–¿Y no quiere ejercer la profesión? Pero si podría tener tanta plata como un Consejero de Estado.
–Puede ser que tenga fortuna; ha de ser por eso.
–¿Por qué le dicen "doctor misántropo"?
–¿Misántropo? Jamás escuché tal cosa.
–Lo que es yo, ya lo oí un centenar de veces hoy.
Dos meses más tarde, el Consejero Schepeler estaba en sus funciones como antaño. "¡En el cielo, Dios; en la tierra el doctor Heribert!", decía siempre. Y otras veces: "Este Kejrik es una joya!"

En la ciudad entera se mentaba al doctor Heribert. Los diarios lo nombraron en todo el mundo. La Malá Strana estaba envanecida. Pasaron cosas raras. Barones, condes y príncipes quisieron al doctor Heribert como médico de cabecera. Incluso un rey de Italia le hizo una oferta nunca oída. Las personas cuya desaparición hubiera llenado de gozo a unos cuantos requerían insistentemente su atención. Pero el doctor Heribert no cedió. Se dijo incluso que la esposa del Consejero fue a llevarle una bolsita con ducados y que no la recibió. El doctor llegó a tirarle agua desde el balcón. Volvió a evidenciar que no le importaba la gente. Nunca devolvía los saludos que le hacían. Surcaba las calles como antes, y su pequeña testa traslúcida y seca oscilaba trémula como los pimpollos de amapola en su débil tallo. Jamás recibió ni fue a ver enfermos. Pero ya todos le decían "doctor misántropo", como si el apodo le hubiera llovido del cielo.

Hace ya más de diez años que no lo veo; no sé si todavía está vivo. Su pequeña casa en Oujezd no ha mostrado cambios hasta el momento. Un día de éstos voy a averiguar qué es de su vida".


Jan Neruda

lunes, 11 de mayo de 2015

"Carolina"

"Una joven de dieciocho años, llamada Carolina, inspiró la más violenta pasión a un hombre de edad madura, y como a los cincuenta uno es, según se dice, más enamoradizo que a los veinte -aunque con muchos menos medios para complacer-, el herrumbroso pretendiente asediaba sin cesar a Carolina, que estaba lejos de corresponder a sus sentimientos. Pero esta muchacha cometió el más imperdonable de los errores: ponerle en ridículo y atormentarle, cuando debería haberse contentado con alejarse de él con frialdad y decencia. Al cabo de tres años de perseverancia por una parte y de malos tratos por la otra, el infortunado amante sucumbió a una enfermedad de la que aquel funesto amor fue en gran parte el origen.

Sintiendo cercano su fin, solicitó, como último deseo, que Carolina se dignase al menos ir a recibir su eterno adiós. La joven rechazó tajantemente este ruego. Una de sus amigas, que estaba presente, le dijo amablemente que haría bien en conceder este triste consuelo a un infeliz que moría por y para ella. Sus consejos fueron inútiles. Vinieron por segunda vez a hacerle el mismo ruego, añadiendo que el enfermo solicitaba ver a Carolina más por el interés de ella que por el suyo propio. Pero este segundo mensaje no corrió mejor suerte que el primero.

La amiga de Carolina, indignada por esta dureza hacia un moribundo, la acució con más energía y le reprochó su coquetería y malos procedimientos hacia un hombre a quien al menos podía ofrecer un instante de piedad como expiación. Carolina, cansada de tales impertinencias, consintió finalmente de muy mala gana y dijo: -Vamos, llévame a casa de tu protegido: pero sólo estaremos un momento, te lo advierto, no me gustan ni los moribundos ni los muertos.

Las dos amigas partieron finalmente. El moribundo, al ver entrar a Carolina, hizo un último esfuerzo y tomó la palabra con voz apagada:

-Ya no hay tiempo, señorita, -dijo- me habéis negado con crueldad la dicha de veros cuando os lo he rogado: sólo deseaba perdonaros mi muerte. A partir de ahora me veréis más a menudo que en el pasado. Recordad solamente que habéis tardado tres años en llevarme dolorosamente a la tumba... Adiós, señorita... Hasta esta noche.

Al acabar de decir estas palabras, que le costó un trabajo infinito pronunciar, expiró.

Carolina, presa del horror, huyó precipitadamente. Su amiga usó todos los medios posibles para calmar su extrema agitación. Carolina le suplicó que pasara la noche con ella. Dispusieron otra cama en la misma habitación, dejaron los candelabros encendidos, y las dos amigas, como no podían dormir, estuvieron mucho tiempo hablando entre ellas. De repente, hacia la medianoche, las luces se apagaron por sí solas. Carolina exclama con terror:

-¡Ya está aquí! ¡Ya está aquí!

Su amiga, que sólo oye ahogados suspiros, seguidos de un profundo silencio, reúne sus fuerzas y llama arrebatadamente; acude la gente de la casa, intentan encender los candelabros, pero es inútil. Al cabo de un cuarto de hora, que transcurre en medio de mortales angustias, suena el reloj. Carolina lanza un profundo suspiro, como alguien que sale de un largo sopor. Las velas se encienden solas; la gente de la casa se retira, y Carolina, con una voz agonizante, dice:

-¡Ah! ¡Por fin se ha ido!
-¿Lo has visto entonces?
-Sí, y estoy totalmente segura de que cumplirá sus amenazas.
-¡Y qué! ¿Te ha hablado?
-Esto es lo que acabo de oír: durante tres años vendré todas las noches a pasar un cuarto de hora con vos. Por lo demás, estad tranquila, no os haré ningún daño; limito mi venganza a obligaros a ver cada noche a aquel a quien habéis llevado a la tumba a causa de vuestra imprudente conducta.

La amiga, que no sentía mucha curiosidad por ver repetirse la misma escena, se negó a pasar las noches siguientes con Carolina, quien le reprochó que la abandonase a un vampiro.

Las visitas nocturnas continuaron. Carolina, bella, rica, dueña de sus acciones, y con veintiún años, quiso casarse con la esperanza de alejar al fantasma; pero el rumor de las apariciones hizo desistir a los pretendientes. Sólo uno, un gascón, llamado Señor de Forbignac, se presentó y se ofreció como esposo. La necesidad le obligó a aceptar; pero al día siguiente de las bodas (sin que llegara a saberse cómo había transcurrido la noche) el gascón desapareció con la dote y muchas joyas que no formaban parte de ella.

La amiga de Carolina, sensible a tantas desgracias, acudió junto a ella, la consoló lo mejor que pudo y la llevó a un lugar donde concluyó tristemente su penitencia. Pasados los tres años, su vampiro le anunció al fin que ya no le vería más; y cumplió su palabra. Una lección tan severa suavizó su carácter. La muerte del Señor de Forbignac, que tuvo la honestidad de no volver, dejó libre a Carolina para que pudiera casarse de nuevo, y esta vez encontró un esposo que la hizo totalmente feliz".


Charles Nodier

domingo, 10 de mayo de 2015

"El Hombre del Cerebro de Oro"

"Había un hombre que tenia el cerebro de oro. Al nacer, los médicos creyeron que moriría, pues su cabeza pesaba demasiado y su cráneo era desmesurado. Vivió, sin embargo, y se desarrolló al aire libre como un hermoso olivo; sólo que su gruesa cabeza tiraba de él, y daba pena verlo chocarse con los muebles cuando andaba por la casa. Se caía muchas veces. Un día rodó desde lo alto de unas gradas, y fue a dar con la frente en un escalón de mármol, sonando su cabeza como un lingote. Se lo creyó muerto; pero al levantarlo, no se le encontró más que una ligera herida, con dos o tres gotitas de metal cuajadas entre sus rubios cabellos. Así es como supieron los padres que el niño tenia los sesos de oro.

Se lo tuvo como un secreto; y el pobre niño no sospechó. De vez en cuando preguntaba por qué no lo dejaban correr con los chicos de la calle.

-¡Porque te robarían, amor mío -le respondió su madre.

Entonces el chico sentía miedo de que lo robasen; y jugaba solo, sin decir una palabra, arrastrándose pesadamente de una habitación a otra.

Hasta los dieciocho años no le revelaron su don monstruoso, regalo del destino; y como lo habían criado hasta aquella edad, le pidieron en recompensa un poco de su oro. El muchacho no vaciló; en el mismo instante (no dice la leyenda cómo y por qué medio) se arrancó del cráneo un pedazo de oro macizo del tamaño de una nuez, y se lo echó orgullosamente a su madre en el regazo. Deslumbrado con las riquezas que llevaba en la cabeza, poseído por el deseo, embriagado con su poder, abandonó la casa paterna, y se fue por el mundo despilfarrando su tesoro.

Por la vida que llevaba, y por el modo con que derramaba el oro sin llevar cuenta, se hubiera dicho que su cerebro era inagotable. Y sin embargo, se agotaba, y bien se advertía cómo se le apagaba la mirada, y cómo se le hundían las mejillas. Por fin, una mañana, después de una desenfrenada orgía, el desdichado que se había quedado solo entre los restos del festín y las lámparas que palidecían, se asustó de la enorme brecha que había abierto ya en su cabeza. Era tiempo de detenerse.

Desde aquel día emprendió nueva vida. El hombre del cerebro de oro se fue a vivir retirado, con el trabajo de sus manos, receloso y tímido como un avaro, huyendo de las tentaciones y procurando olvidarse de aquellas fatales riquezas que ya no quería tocar. Por desgracia, le había seguido un amigo suyo, y aquel amigo conocía su secreto. Una noche se despertó sobresaltado con un espantoso dolor en la cabeza; saltó de la cama, y a la luz de la luna vio a su amigo que huía escondiendo una cosa debajo de la capa.

¡Otro poco de cerebro que le quitaban!

Al poco tiempo, el hombre del cerebro de oro se enamoró, y esta vez se acabó todo... todo... Amaba con toda su alma a una rubia que también le quería, pero que prefería los lujos, las plumas blancas, y las lindas bellotas bronceadas que golpeaban sus botitas. Entre las manos de esta monísima criatura, medio pájaro, medio muñeca, las partículas de oro se derretían que era un primor. A ella todo se le antojaba y él no sabía negarle nada; por temor de disgustarla, le ocultó hasta el final el triste secreto de su fortuna.

-¿Conque somos muy ricos? - decía ella.
Y el pobre hombre respondía:
-¡Oh, si... muy ricos!

Y miraba con amorosa sonrisa al pajarito azul que se le iba comiendo el cráneo inocentemente. Algunas veces, sin embargo, se apoderaba de él el miedo, le daban tentaciones de ser avaricia; pero entonces la mujercita se le acercaba a saltitos y le decía:

-Maridito mio, ya que eres tan rico, cómprame alguna cosita muy car...
Y él la compraba algo de mucho valor.

Aquello duró unos dos años. La mujer murió una mañana, sin saberse la enfermedad, como un pájaro. El tesoro tocaba a su fin. Con lo que quedaba, el viudo mandó hacer a su amada un hermoso entierro. Doblar de campanas, magníficas carrozas enlutadas, caballos empenachados, lágrimas de plata sobre el terciopelo, nada le pareció demasiado. ¿Qué le importaba ya su tesoro? Dio para la iglesia, para los enterradores, para los vendedores de flores; lo repartió por todas partes, sin regatear. Y al salir del cementerio no le quedaba casi nada de aquel cerebro maravilloso; sólo algunas partículas en las paredes del cráneo.

Entonces se le vio andar extraviado por las calles, y las manos extendidas hacia delante, como un borracho. Por la noche, a la hora en que iluminan los bazares, se detuvo delante de un gran escaparate en que las luces hacían resplandecer telas y joyas, y se quedó allí mirando dos botitas de satén azul forradas de plumón de cisne.

Bien sé yo a quien le gustarían mucho estas botitas, pensaba sonriendo, sin acordarse ya de que su mujer había muerto; y entró a comprarlas.

Desde el fondo de la trastienda, la vendedora oyó un grito; vino corriendo, y retrocedió de miedo al ver un hombre que se reclinaba en el mostrador y la miraba tristemente. En una mano tenía las botitas azules con ribetes de cisne, y alargaba la otra mano ensangrentada con limaduras de oro en las puntas de las uñas.

Tal es la leyenda del hombre del cerebro de oro.

A pesar de su aspecto de cuento fantástico, esta leyenda es verdadera desde el principio hasta el fin. Hay por estos mundos algunos infelices, condenados a vivir de su cerebro y a pagar en finísimo oro, con su médula y con su sustancia, las cosas más insignificantes de la vida. Para ellos, cada día es un nuevo dolor, y luego, cuando están hartos de sufrir..."

Alphonse Daudet

sábado, 9 de mayo de 2015

"Canción Para la Noche"

"Oh, la Noche, la Noche, la Solemne Noche;
La Tierra cede bajo su caricia silenciosa,
y el Cielo, ornado de diamantes, simula un templo amplio,
donde los astros se rinden bajo el trono de la Deidad.
Oh, la Noche, la Noche, la Hechicera Noche;
el reinado grotesco del día ha terminado,
y miríadas de Elfos se acercan en calma,
con sus áureas barcas desde las Costas del Sueño.
Oh, la Noche amada,
Alegre y Desolada,
tu bravo Céfiro galopando sobre el aire,
cuando alta brilla la luna
en el rociado Espacio,
y la Brisa es dulce como el beso de una Dama.

Oh, la Noche, la Noche, la Encantadora Noche.
Desde la fuente a la sombra del mirto,
las primeras notas de la serenata
flotan suavemente en el aire soñoliento;
mientras claros ojos brillan entre las vides,
y blancos brazos se inclinan sobre los balcones,
bañando de suspiros al Caballero que aguarda,
así como la hierba ansía el abrazo de la mañana.
Amor en sus Ojos,
Amor en sus Suspiros,
Amor en cada pecho adornado con Lirios;
en palabras tan sinceras
que el oído más atento no las capta,
y el anhelante Corazón tal vez las Pierda.

Oh, la Silenciosa Noche, donde los sueños de los estudiantes
juntos se lamentan en la Tumba del Sabio;
y los ojos de la Madre sobre la Cuna
derraman lágrimas sobre la mejilla pálida.
Oh, la Pacífica Noche, donde el pobre Vagabundo
es atravesado en el campo de batalla,
mientras llora la trompeta y el sable canta.
Sobre ellos, la Solitaria y Triste luna es testigo de la matanza.
Las Lágrimas fluyen
sobre la mejilla de Hierro
del centinela que yace solo.
Pensamientos que ruedan
por su Alma intrépida;
mutilando su rostro, severo en el Día.

Oh, la Sagrada Noche, donde se acerca la Memoria,
con su rostro Suave y Dulce hacia mí.
Pero sus melodías son Tristes, como las aéreas baladas
que el infante oye sobre las maternales faldas.
A tu alrededor, delicadas formas huyen,
con níveas frentes y dorados cabellos,
con ojos que ciegan como los Cielos de Verano,
y Labios que hablan de perdidos días pasados.
Amplio es tu Vuelo,
Oh, Espíritu de la Noche,
por valles, corrientes y arboledas,
pero mayor es en la Penumbra
del austero cuarto del Poeta.
Allí eliges, esquiva; vagar".


Daniel Henry Deniehy

viernes, 8 de mayo de 2015

"El Vampiro"

"Sucedió en medio de las disipaciones de un duro invierno en Londres. Apareció en diversas fiestas de los personajes más importantes de la vida nocturna y diurna de la capital inglesa, un noble, más notable por sus peculiaridades que por su rango.

Miraba a su alrededor como si no participara de las diversiones generales. Aparentemente, sólo atraían su atención las risas de los demás, como si pudiera acallarlas a su voluntad y amedrentar aquellos pechos donde reinaba la alegría y la despreocupación.

Los que experimentaban esta sensación de temor no sabían explicar cual era su causa. Algunos la atribuían a la mirada gris y fija, que penetraba hasta lo más hondo de una conciencia, hasta lo más profundo de un corazón. Aunque lo cierto era que la mirada sólo recaía sobre una mejilla con un rayo de plomo que pesaba sobre la piel que no lograba atravesar.

Sus rarezas provocaban una serie de invitaciones a las principales mansiones de la capital. Todos deseaban verle, y quienes se hallaban acostumbrados a la excitación violenta, y experimentaban el peso del "ennui", estaban sumamente contentos de tener algo ante ellos capaz de atraer su atención de manera intensa.

A pesar del matiz mortal de su semblante, que jamás se coloreaba con un tinte rosado ni por modestia ni por la fuerte emoción de la pasión, pese a que sus facciones y su perfil fuesen bellos, muchas damas que andaban siempre en busca de notoriedad trataban de conquistar sus atenciones y conseguir al menos algunas señales de afecto. Lady Mercer, que había sido la burla de todos los monstruos arrastrados a sus aposentos particulares después de su casamiento, se interpuso en su paso, e hizo cuanto pudo para llamar su atención... pero en vano. Cuando la joven se hallaba ante él, aunque los ojos del misterioso personaje parecían fijos en ella, no parecían darse cuenta de su presencia. Incluso su imprudencia parecía pasar desapercibida a los ojos del caballero, por lo que, cansada de su fracaso, abandonó la lucha.

Mas aunque las vulgares adúlteras no lograron influir en la dirección de aquella mirada, el noble no era indiferente al bello sexo, si bien era tal la cautela con que se dirigía tanto a la esposa virtuosa como a la hija inocente, que muy pocos sabían que hablase también con las mujeres.

Sin embargo, pronto se ganó la fama de poseer una lengua meritoria. Y bien fuese porque la misma superaba al temor que inspiraba aquel carácter tan singular, o porque las damas se quedaron perturbadas ante su aparente odio del vicio, el caballero no tardó en contar con admiradoras tanto entre las mujeres que se ufanaban de su sexo junto con sus virtudes domésticas, como entre las que las manchaban con sus vicios.

Por la misma época, llegó a Londres un joven llamado Aubrey. Era huérfano, con una sola hermana que poseía una fortuna más que respetable, habiendo fallecido sus padres siendo él niño todavía.

Abandonado a sí mismo por sus tutores, que pensaban que su deber sólo consistía en cuidar de su fortuna, en tanto descuidaban aspectos más importantes en manos de personas subalternas, Aubrey cultivó más su imaginación que su buen juicio. Por consiguiente, alimentaba los sentimientos románticos del honor y el candor, que diariamente arruinan a tantos jóvenes inocentes.

Creía en la virtud y pensaba que el vicio lo consentía la Providencia sólo como un contraste de aquella, tal como se lee en las novelas. Pensaba que la desgracia de una casa consistía tan sólo en las vestimentas, que la mantenían cálida, aunque siempre quedaban mejor adaptadas a los ojos de un pintor gracias al desarreglo de sus pliegues y a los diversos manchones de pintura.

Pensaba, en suma, que los sueños de los poetas eran las realidades de la existencia.

Aubrey era guapo, sincero y rico. Por tales razones, tras su ingreso en los círculos alegres, le rodearon y atosigaron muchas mujeres, con hijastras casaderas, y muchas esposas en busca de pasatiempos extraconyugales. Las hijas y las esposas infieles pronto opinaron que era un joven de gran talento, gracias a sus brillantes ojos y a sus sensuales labios.

Adherido al romance de su solitarias horas, Aubrey se sobresaltó al descubrir que, excepto en las llamas de las velas, que chisporroteaban no por la presencia de un duende sino por las corrientes de aire, en la vida real no existía la menor base para las necedades románticas de las novelas, de las que había extraído sus pretendidos conocimientos.

Hallando, no obstante, cierta compensación a su vanidad satisfecha, estaba a punto de abandonar sus sueños, cuando el extraordinario ser antes mencionado y descrito se cruzó en su camino.

Le escrutó con atención. Y la imposibilidad de formarse una idea del carácter de un hombre tan completamente absorto en sí mismo, de un hombre que presentaba tan pocos signos de la observación de los objetos externos a él —aparte del tácito reconocimiento de su existencia, implicado por la evitación de su contacto, dejando que su imaginación ideara todo aquello que halagaba su propensión a las ideas extravagantes— pronto convirtió a semejante ser en el héroe de un romance. Y decidió observar a aquel retoño de su fantasía más que al personaje en sí mismo.

Trabó amistad con él, fue atento con sus nociones, y llegó a hacerse notar por el misterioso caballero. Su presencia acabó por ser reconocida.

Se enteró gradualmente de que Lord Ruthven tenía unos asuntos algo embrollados, y no tardó en averiguar, de acuerdo con las notas halladas en la calle, que estaba a punto de emprender un viaje.

Deseando obtener más información con respecto a tan singular criatura, que hasta entonces sólo había excitado su curiosidad sin apenas satisfacerla, Aubrey les comunicó a sus tutores que había llegado el instante de realizar una excursión, que durante muchas generaciones se creía necesaria para que la juventud trepara rápidamente por las escaleras del vicio, igualándose con las personas maduras, con lo que no parecerían caídos del cielo cuando se mencionara ante ellos intrigas escandalosas, como temas de placer y alabanza, según el grado de perversión de las mismas.

Los tutores accedieron a su petición, e inmediatamente Aubrey le contó sus intenciones a Lord Ruthven, sorprendiéndose agradablemente cuando éste le invitó a viajar en su compañía.

Muy ufano de esta prueba de afecto, por parte de una persona que aparentemente no tenía nada en común con los demás mortales, aceptó encantado. Unos días más tarde, ya habían cruzado el Canal de la Mancha.

Hasta entonces, Aubrey no había tenido oportunidad de estudiar a fondo el carácter de su compañero de viaje, y de pronto descubrió que, aunque gran parte de sus acciones eran plenamente visibles, los resultados ofrecían unas conclusiones muy diferentes, de acuerdo con los motivos de su comportamiento.

Hasta entonces, Aubrey no había tenido oportunidad de estudiar a fondo el carácter de su compañero de viaje, y de pronto descubrió que, aunque gran parte de sus acciones eran plenamente visibles los resultados ofrecían conclusiones muy diferentes, de acuerdo con los motivos de su comportamiento.

Su compañero era muy liberal: el vago, el ocioso y el pordiosero recibían de su mano más de lo necesario para aliviar sus necesidades más perentorias. Pero Aubrey observó asimismo que Lord Ruthven jamás aliviaba las desdichas de los virtuosos, reducidos a la indigencia por la mala suerte, a los cuales despedía sin contemplaciones y aun con burlas. Cuando alguien acudía a él no para remediar sus necesidades, sino para poder hundirse en la lujuria o en las más tremendas iniquidades, Lord Ruthven jamás negaba su ayuda.

Sin embargo, Aubrey atribuía esta nota de su carácter a la mayor importunidad del vicio, que generalmente es mucho más insistente que el desdichado y el virtuoso indigente.

En las obras de beneficencia del Lord había una circunstancia que quedó muy grabada en la mente del joven: todos aquellos a quienes ayudaba Lord Ruthven, inevitablemente veían caer una maldición sobre ellos, pues eran llevados al cadalso o se hundían en la miseria más abyecta.

En Bruselas y otras ciudades por las que pasaron, Aubrey se asombró ante la aparente avidez con que su acompañante buscaba los centros de los mayores vicios. Solía entrar en los garitos de faro, donde apostaba, y siempre con fortuna, salvo cuando un canalla era su antagonista, siendo entonces cuando perdía más de lo que había ganado antes. Pero siempre conservaba la misma expresión pétrea, imperturbable, con la generalmente contemplaba a la sociedad que le rodeaba.

No sucedía lo mismo cuando el noble se tropezaba con la novicia juvenil o con un padre infortunado de una familia numerosa. Entonces, su deseo parecía la ley de la fortuna, dejando de lado su abstracción, al tiempo que sus ojos brillaban con más fuego que los del gato cuando juega con el ratón ya moribundo.

En todas las ciudades dejaba a la florida juventud asistente a los círculos por él frecuentados, echando maldiciones, en la soledad de una fortaleza del destino que la había arrastrado hacia él, al alcance de aquel mortal enemigo.

Asimismo, muchos padres sentábanse coléricos en medio de sus hambrientos hijos, sin un solo penique de su anterior fortuna, sin lo necesario siquiera para satisfacer sus más acuciantes necesidades.

Sin embargo, cuanto ganaba en las mesas de juego, lo perdía inmediatamente, tras haber esquilmado algunas grandes fortunas de personas inocentes.

Este podía ser el resultado de cierto grado de conocimiento capaz de combatir la destreza de los más experimentados.

Aubrey deseaba a menudo decirle todo esto a su amigo, suplicarle que abandonase esta caridad y estos placeres que causaban la ruina de todo el mundo, sin producirle a él beneficio alguno. Pero demoraba esta súplica, porque un día y otro esperaba que su amigo le diera una oportunidad de poder hablarle con franqueza y sinceridad. Cosa que nunca ocurrió.

Lord Ruthven, en su carruaje, y en medio de la naturaleza más lujuriosa y salvaje, siempre era el mismo: sus ojos hablaban menos que sus labios. Y aunque Aubrey se hallaba tan cerca del objeto de su curiosidad, no obtenía mayor satisfacción de este hecho que la de la constante exaltación del vano deseo de desentrañar aquel misterio que a su excitada imaginación empezaba a asumir las proporciones de algo sobrenatural.

No tardaron en llegar a Roma, y Aubrey perdió de vista a su compañero por algún tiempo, dejándole en la cotidiana compañía del círculo de amistades de una condesa italiana, en tanto él visitaba los monumentos de la ciudad casi desierta.

Estando así ocupado, llegaron varias cartas de Inglaterra, que abría con impaciencia. La primera era de su hermana dándole las mayores seguridades de su cariño; las otras eran de sus tutores; y la última le dejó asombrado.

Si antes había pasado por su imaginación que su compañero de viaje poseía algún malvado poder, aquella carta parecía reforzar tal creencia. Sus tutores insistían en que abandonase inmediatamente a su amigo, urgiéndole a ello en vista de la maldad de tal personaje, a causa de sus casi irresistibles poderes de seducción, que tornaban sumamente peligrosos sus hábitos para con la sociedad en general.

Habían descubierto que su desdén hacia las adúlteras no tenía su origen en el odio a ellas, sino que había requerido, para aumentar su satisfacción personal, que las víctimas —los compañeros de la culpa— fuesen arrojadas desde el pináculo de la virtud inmaculada a los más hondos abismos de la infamia y la degradación. En resumen: que todas aquellas damas a las que había buscado, aparentemente por sus virtudes, habíanse quitado la máscara desde la partida de Lord Ruthven, y no sentían ya el menor escrúpulo en exponer toda la deformidad de sus vicios a la contemplación pública.

Aubrey decidió al punto separarse de un personaje que todavía no le había mostrado ni un solo punto brillante en donde posar la mirada. Resolvió inventar un pretexto plausible para abandonarle, proponiéndose, mientras tanto, continuar vigilándole estrechamente y no dejar pasar la menor circunstancia acusatoria.

De este modo, penetró en el mismo círculo de amistades que Lord Ruthven, y no tardó en darse cuenta de que su amigo estaba dedicado a ocuparse de la inexperiencia de la hija de la dama cuya mansión frecuentaba más a menudo. En Italia, es muy raro que una mujer soltera frecuente los círculos sociales, por lo que Lord Ruthven se veía obligado a llevar adelante sus planes en secreto. Pero la mirada de Aubrey le siguió en todas sus tortuosidades, y pronto averiguó que la pareja había concertado una cita que sin duda iba a causar la ruina de una chica inocente, poco reflexiva.

Sin pérdida de tiempo, se presentó en el apartamento de su amigo, y bruscamente le preguntó cuáles eran sus intenciones con respecto a la joven, manifestándole al propio tiempo que estaba enterado de su cita para aquella misma noche.

Lord Ruthven contestó que sus intenciones eran las que podían suponerse en semejante menester. Y al ser interrogado respecto a si pensaba casarse con la muchacha, se echó a reír.

Aubrey se marchó, e inmediatamente redactó una nota alegando que desde aquel momento renunciaba a acompañar a Lord Ruthven durante el resto del viaje. Luego le pidió a su sirviente que buscase otro apartamento, y fue a visitar a la madre de la joven, a la que informó de cuanto sabía, no sólo respecto a su hija, sino también al carácter de Lord Ruthven.

La cita quedó cancelada. Al día siguiente, Lord Ruthven se limitó a enviar a su criado con una comunicación en la que se avenía a una completa separación, mas sin insinuar que sus planes hubieran quedado arruinados por la intromisión de Aubrey.

Tras salir de Roma, el joven dirigió sus pasos a Grecia, y tras cruzar la península, llegó a Atenas.

Allí fijó su residencia en casa de un griego, no tardando en hallarse sumamente ocupado en buscar las pruebas de la antigua gloria en unos monumentos que, avergonzados al parecer de ser testigos mudos de las hazañas de los hombres que antes fueron libres para convertirse después en esclavos, se hallaban escondidos debajo del polvo o de intrincados líquenes.

Bajo su mismo techo habitaba un ser tan delicado y bello que podía haber sido la modelo de un pintor que deseara llevar a la tela la esperanza prometida a los seguidores de Mahoma en el Paraíso, salvo que sus ojos eran demasiado pícaros y vivaces para pretender a un alma y no a un ser vivo.

Cuando bailaba en el prado, o correteaba por el monte, parecía mucho más ágil y veloz que las gacelas, y también mucho más grácil. Era, en resumen, el verdadero sueño de un epicuro.

El leve paso de Ianthe acompañaba a menudo a Aubrey en su búsqueda de antigüedad. Y a veces la incosciente joven se empeñaba en la persecución de una mariposa de Cachemira, mostrando la hermosura de sus formas al dejar flotar su túnica al viento, bajo la ávida mirada de Aubrey que así olvidaba las letras que acababa de descifrar en una tablilla medio borrada.

A veces, sus trenzas relucían a los rayos del sol con un brillo sumamente delicado, cambiando rápidamente de matices, pudiendo ello haber sido la excusa del olvido del joven anticuario que dejaba huir de su mente el objeto que antes había creído de capital importancia para la debida interpretación de un pasaje de Pausanias.

Pero, ¿por qué intentar describir unos encantos que todo el mundo veía, mas nadie podía apreciar?

Era la inocencia, la juventud, la belleza, sin estar aún contaminadas por los atestados salones, por las salas de baile.

Mientras el joven anotaba los recuerdos que deseaba conservar en su memoria para el futuro, la muchacha estaba a su alrededor, contemplando los mágicos efectos del lápiz que trazaba los paisajes de su solar patrio.

Entonces, ella le describía las danzas en la pradera, pintándoselas con todos los colores de su juvenil paleta; las pompas matrimoniales entrevistas en su niñez; y, refiriéndose a los temas que evidentemente más la habían impresionado, hablaba de los cuentos sobrenaturales de su nodriza.

Su afán y la creencia en lo que narraba, excitaron el interés de Aubrey. A menudo, cuando ella contaba el cuento del vampiro vivo, que había pasado muchos años entre amigos y sus más queridos parientes alimentándose con la sangre de las doncellas más hermosas para prolongar su existencia unos meses más, la suya se le helaba a Aubrey en las venas, mientras intentaba reírse de aquellas horribles fantasías.

Sin embargo, Ianthe le citaba nombres de ancianos que, por lo menos, habían contado entre sus contemporáneos con un vampiro vivo, habiendo hallado a parientes cercanos y algunos niños marcados con la señal del apetito del monstruo. Cuando la joven veía que Aubrey se mostraba incrédulo ante tales relatos, le suplicaba que la creyese, puesto que la gente había observado que aquellos que se atrevían a negar la existencia del vampiro siempre obtenían alguna prueba que, con gran dolor y penosos castigos, les obligaba a reconocer su existencia.

Ianthe le detalló la aparición tradicional de aquellos monstruos, y el horror de Aubrey aumentó al escuchar una descripción casi exacta de Lord Ruthven.

Pese a ello, el joven, persistió en querer convencer a la joven griega de que sus temores no podían ser debidos a una cosa cierta, si bien al mismo tiempo repasaba en su memoria todas las coincidencias que le habían incitado a creer en los poderes sobrenaturales de Lord Ruthven.

Aubrey cada día sentíase más ligado a Ianthe, ya que su inocencia, tan en contraste con las virtudes fingidas de las mujeres entre las que había buscado su idea de romance, había conquistado su corazón. Si bien le parecía ridícula la idea de que un muchacho inglés, de buena familia y mejor educación, se casara con una joven griega, carente casi de cultura, lo cierto era que cada vez amaba más a la doncella que le acompañaba constantemente.

En algunas ocasiones se separaba de ella, decidido a no volver a su lado hasta haber conseguido sus objetivos. Pero siempre le resultaba imposible concentrarse en las ruinas que le rodeaban, teniendo constantemente en su mente la imagen de quien lo era todo para él.

Ianthe no se daba cuenta el amor que por ella experimentaba Aubrey, mostrándose con él la misma chiquilla casi infantil de los primeros días. Siempre, no obstante, se despedía del joven con frecuencia, mas ello se debía tan sólo a no tener a nadie con quien visitar sus sitios favoritos, en tanto su acompañante se hallaba ocupado bosquejando o descubriendo algún fragmento que había escapado a la acción destructora del tiempo.

La joven apeló a sus padres para dar fe de la existencia de los vampiros. Y todos, con algunos individuos presentes, afirmaron su existencia, pálidos de horror ante aquel solo nombre.

Poco después, Aubrey decidió realizar una excursión, que le llevaría varias horas. Cuando los padres de Ianthe oyeron el nombre del lugar, le suplicaron que no regresase de noche, ya que necesariamente debería atravesar un bosque por el que ningún griego pasaba, una vez que había oscurecido, por ningún motivo.

Le describieron dicho lugar como el paraje donde los vampiros celebraban sus orgías y bacanales nocturnas. Y le aseguraron que sobre el que se atrevía a cruzar por aquel sitio recaían los peores males.

Aubrey no quiso hacer caso de tales advertencias, tratando de burlarse de aquellos temores. Pero cuando vio que todos se estremecían ante sus risas por aquel poder superior o infernal, cuyo solo nombre le helaba la sangre, acabó por callar y ponerse grave.

A la mañana siguiente, Aubrey salió de excursión, según había proyectado. Le sorprendió observar la melancólica cara de su huésped, preocupado asimismo al comprender que sus burlas de aquellos poderes hubiesen inspirado tal terror.

Cuando se hallaba a punto de partir, Ianthe se acercó al caballo que el joven montaba y le suplicó que regresase pronto, pues era por la noche cuando aquellos seres malvados entraban en acción. Aubrey se lo prometió.

Sin embargo, estuvo tan ocupado en sus investigaciones que no se dio cuenta de que el día iba dando fin a su reinado y que en el horizonte aparecía una de aquellas manchas que en los países cálidos se convierten muy pronto en una masa de nubes tempestuosas, vertiendo todo su furor sobre el desdichado país.

Finalmente, montó a caballo, decidido a recuperar su retraso. Pero ya era tarde. En los países del sur apenas existe el crepúsculo. El sol se pone inmediatamente y sobreviene la noche. Aubrey se había demorado con exceso. Tenía la tormenta encima, los truenos apenas se concedían un respiro entre sí, y el fuerte aguacero se abría paso por entre el espeso follaje, en tanto el relámpago azul parecía caer a sus pies.

El caballo se asustó de repente, y emprendió un galope alocado por entre el espeso bosque. Por fin, agotado de cansanci, el animal se paró, y Aubrey descubrió a la luz de los relámpagos que estaba en la vecindad de una choza que apenas se destacaba por entre la hojarasca y la maleza que le rodeaba.

Desmontó y se aproximó, cojeando, con el fin de encontrar a alguien que pudiera llevarle a la ciudad, o al menos obtener asilo contra la furiosa tormenta.

Cuando se acercaba a la cabaña, los truenos, que habían callado un instante, le permitieron oír unos gritos femeninos, gritos mezclados con risotadas de burla, todo como en un solo sonido. Aubrey quedó turbado. Mas, soliviantado por el trueno que retumbó en aquel momento, con un súbito esfuerzo empujó la puerta de la choza.

No vio más que densas tinieblas, pero el sonido le guió. Aparentemente, nadie se había dado cuenta de su presencia, pues aunque llamó, los mismos sonidos continuaron, sin que nadie reparase al parecer en él.

No tardó en tropezar con alguien, a quien apresó inmediatamente. De pronto, una voz volvió a gritar de manera ahogada, y al grito sucedió una carcajada. Aubrey hallóse al momento asido por una fuerza sobrehumana. Decidido a vender cara su vida, luchó mas en vano. Fue levantado del suelo y arrojado de nuevo al mismo con una potencia enorme. Luego, su enemigo se le echó encima y, arrodillado sobre su pecho, le rodeó la garganta con las manos. De repente, el resplandor de varias antorchas entrevistas por el agujero que hacía las veces de ventana, vino en su ayuda. Al momento, su rival se puso de pie y, separándose del joven, corrió hacia la puerta. Muy poco después, el crujido de las ramas caídas al ser pisoteadas por el fugitivo también dejó de oírse.

La tormenta había cesado, y Aubrey, incapaz de moverse, gritó, siendo oído poco después por los portadores de antorchas.

Entraron a la cabaña, y el resplandor de la resina quemada cayó sobre los muros de barro y el techo de bálago, totalmente lleno de mugre.

A instancias del joven, los recién llegados buscaron a la mujer que le había atraído con sus chillidos. Volvió, por tanto, a quedarse en tinieblas. Cual fue su horror cuando de nuevo quedó iluminado por la luz de las antorchas, pudiendo percibir la forma etérea de su amada convertida en un cadáver.

Cerró los ojos, esperando que sólo se tratase de un producto espantoso de su imaginación. Pero volvió a ver la misma forma al abrirlos, tendida a su lado.

No había el menor color en sus mejillas, ni siquiera en sus labios, y en su semblante se veía una inmovilidad que resultaba casi tan atrayente como la vida que antes lo animara. En el cuello y en el pecho había sangre, en la garganta las señales de los colmillos que se habían hincado en las venas.

—¡Un vampiro! ¡Un vampiro! —gritaron los componentes de la partida ante aquel espectáculo.

Rápidamente construyeron unas parihuelas, y Aubrey echó a andar al lado de la que había sido el objeto de tan brillantes visiones, ahora muerta en la flor de su vida.

Aubrey no podía ni siquiera pensar, pues tenía el cerebro ofuscado, pareciendo querer refugiarse en el vacío. Sin casi darse cuenta, empuñaba en su mano una daga de forma especial, que habían encontrado en la choza. La partida no tardó en reunirse con más hombres, enviados a la búsqueda de la joven por su afligida madre. Los gritos de los exploradores al aproximarse a la ciudad, advirtieron a los padres de la doncella que había sucedido una horrorosa catástrofe. Sería imposible describir su dolor. Cuando comprobaron la causa de la muerte de su hija, miraron a Aubrey y señalaron el cadáver. Estaban inconsolables, y ambos murieron de pesar.

Aubrey, ya en la cama, padeció una violentísima fiebre, con mezcolanza de delirios. En estos intervalos llamaba a Lord Ruthven y a Ianthe, mediante cierta combinación que le parecía una súplica a su antiguo compañero de viaje para que perdonase la vida de la doncella.

Otras veces lanzaba imprecaciones contra Lord Ruthven, maldiciéndole como asesino de la joven griega.

Por casualidad, Lord Ruthven llegó por aquel entonces a Atenas. Cuando se enteró del estado de su amigo, se presentó inmediatamente en su casa y se convirtió en su enfermero particular.

Cuando Aubrey se recobró de la fiebre y los delirios, quedóse horrorizado, petrificado, ante la imagen de aquel a quien ahora consideraba un vampiro. Lord Ruthven —con sus amables palabras, que implicaban casi cierto arrepentimiento por la causa que había motivado su separación— y la ansiedad, las atenciones y los cuidados prodigados a Aubrey, hicieron que éste pronto se reconciliase con su presencia.

Lord Ruthven parecía cambiado, no siendo ya el ser apático de antes, que tanto había asobrado a Aubrey. Pero tan pronto terminó la convalescencia del joven, su compañero volvió a ofrecer la misma condición de antes, y Aubrey ya no distinguió la menor diferencia, salvo que a veces veía la mirada de Lord Ruthven fija en él, al tiempo que una sonrisa maliciosa flotaba en sus labios. Sin saber por qué, aquella sonrisa le molestaba.

Durante la última fase de su recuperación, Lord Ruthven pareció absorto en la contemplación de las olas que levantaba en el mar la brisa marina, o en señalar el progreso de los astros que, como el nuestro, dan vueltas en torno al Sol. Y más que nada, parecía evitar todas las miradas ajenas.

Aubrey, a causa de la desgracia sufrida, tenía su cerebro bastante debilitado, y la elasticidad de espíritu que antes era su característica más acusada parecía haberle abandonado para siempre.

No era tan amable del silencio y la soledad como Lord Ruthven, pero deseaba estar solo, cosa que no podía conseguir en Atenas. Si se dedicaba a explorar las ruinas de la antigüedad, el recuerdo de Ianthe a su lado le atosigaba de continuo. Si recorría los bosques, el paso ligero de la joven parecía corretear a su lado, en busca de la modesta violeta. De repente, esta visión se esfumaba, y en su lugar veía el rostro pálido y la garganta herida de la joven, con una tímida sonrisa en sus labios.

Decidió rehuir tales visiones, que en su mente creaban una serie de amargas asociaciones. De este modo, le propuso a Lord Ruthven, a quien sentíase unido por los cuidados que aquel le había prodigado durante su enfermedad, que visitasen aquellos rincones de Grecia que aún no habían visto.

Los dos recorrieron la península en todas las direcciones, buscando cada rincón que pudiera estar unido a un recuerdo. Pero aunque lo exploraron todo, nada vieron que llamase realmente su interés.

Oían hablar mucho de diversas bandas de ladrones, mas gradualmente fueron olvidándose de ellas atribuyéndolas a la imaginación popular, o a la invención de algunos individuos cuyo interés consistía en excitar la generosidad de aquellos a quienes fingían proteger de tales peligros.

En consecuencia, sin hacer caso de tales advertencias, en cierta ocasión viajaban con muy poca escolta, cuyos componentes más debían servirles de guía que de protección. Al penetrar en un estrecho desfiladero, en el fondo del cual se hallaba el lecho de un torrente, lleno de grandes masas rocosas desprendidas de los altos acantilados que lo flanqueaban, tuvieron motivos para arrepentirse de su negligencia. Apenas se habían adentrado por paso tan angosto cuando se vieron sorprendidos por el silbido de las balas que pasaban muy cerca de sus cabezas, y las detonaciones de varias armas.

Al instante siguiente, la escolta les había abandonado, y resguardándose detrás de las rocas, empezaron todos a disparar contra sus atacantes.

Lord Ruthven y Aubrey, imitando su ejemplo, se retiraron momentáneamente al amparo de un recodo del desfiladero. Avergonzados por asustarse tanto ante un vulgar enemigo, que con gritos insultantes les conminaban a seguir avanzando, y estando expuestos al mismo tiempo a una matanza segura si alguno de los ladrones se situaba más arriba de su posición y les atacaba por la espalda, determinaron precipitarse al frente, en busca del enemigo...

Apenas abandonaron el refugio rocoso, Lord Ruthven recibió en el hombro el impacto de una bala que le envió rodando al suelo. Aubrey corrió en su ayuda, sin hacer caso del peligro a que se exponía, mas no tardó en verse rodeado por los malhechores, al tiempo que los componentes de la escolta, al ver herido a Lord Ruthven, levantaron inmediatamente las manos en señal de rendición.

Mediante la promesa de grandes recompensas, Aubrey logró convencer a sus atacantes para que trasladasen a su herido amigo a una cabaña situada no lejos de allí. Tras hacer concertado el rescate a pagar, los ladrones no le molestaron, contentándose con vigilar la entrada de la cabaña hasta el regreso de uno de ellos, que debía percibir la suma prometida gracias a una orden firmada por el joven.

Las energías de Lord Ruthven disminuyeron rápidamente. Dos días más tarde, la muerte pareció ya inminente. Su comportamiento y su aspecto no había cambiado, pareciendo tan incosciente al dolor como a cuanto le rodeaba. Hacia el fin del tercer día, su mente pareció extraviarse, y su mirada se fijó insistentemente en Aubrey, el cual sintióse impulsado a ofrecerle más que nunca su ayuda.

—Sí, tú puedes salvarme... Puedes hacer aún mucho más... No me refiero a mi vida, pues temo tan poco a la muerte como al término del día. Pero puedes salvar mi honor. Sí, puedes salvar el honor de tu amigo.

—Decidme cómo —asintió Aubrey—, y lo haré.

—Es muy sencillo. Yo necesito muy poco... Mi vida necesita espacio... Oh, no puedo explicarlo todo... Mas si callas cuanto sabes de mí, mi honor se verá libre de las murmuraciones del mundo, y si mi muerte es por algún tiempo desconocida en Inglaterra... yo... yo... ah, viviré.

—Nadie lo sabrá.

—¡Júralo! —exigió el moribundo, incorporándose con gran violencia—. ¡Júralo por las almas de tus antepasados, por todos los temores de la naturaleza, jura que durante un año y un día no le contarás a nadie mis crímenes ni mi muerte, pase lo que pase, veas lo que veas!

Sus ojos parecían querer salir de sus órbitas.

—¡Lo juro! —exclamó Aubrey.

Lord Ruthven de dejó caer sobre la almohada, lanzando una carcajada, y expiró.

Aubrey retiróse a descansar, mas no durmió pues su cerebro daba vueltas y más vueltas sobre los detalles de su amistad con tan extraño ser, y sin saber por qué, cuando recordaba el juramento prestado sentíase invadido por un frío extraño, con el presentimiento de una desgracia inminente.

Levantóse muy temprano al día siguiente, e iba ya a entrar en la cabaña donde había dejado el cadáver, cuando uno de los ladrones le comunicó que ya no estaba allí, puesto que él y sus camaradas lo habían transportado a la cima de la montaña, según la promesa hecha al difunto de que lo dejarían expuesto al primer rayo de luna después de su muerte.

Aubrey quedóse atónito ante aquella noticia. Junto con varios individuos, decidió ir adonde habían dejado a Lord Ruthven, para enterrarlo debidamente. Pero una vez en la cumbre de la montaña, no halló ni rastro del cadáver ni de sus ropas, aunque los ladrones juraron que era aquel el lugar en que dejaron al muerto.

Durante algún tiempo su mente perdióse en conjeturas, hasta que decidió descender de nuevo, convencido de que los ladrones habían enterrado el cadáver tras despojarlo de sus vestiduras.

Harto de un país en el que sólo había padecido tremendos horrores, y en el que todo conspiraba para fortalecer aquella superstición melancólica que se había adueñado de su mente, resolvió abandonarlo, no tardando en llegar a Esmirna.

Mientras esperaba un barco que le condujera a Otranto o a Nápoles, estuvo ocupado en disponer los efectos que tenía consigo y que habían pertenecido a Lord Ruthven. Entre otras cosas halló un estuche que contenía varias armas, más o menos adecuada para asegurar la muerte de una víctima. Dentro se hallaban varias dagas y yataganes.

Mientras los examinaba, asombrado ante sus curiosas formas, grande fue su sorpresa al encontrar una vaina ornamentada en el mismo estilo que la daga hallada en la choza fatal. Aubrey se estremeció, y deseando obtener nuevas pruebas, buscó la daga. Su horror llegó a su culminación cuando verificó que la hoja se adaptaba a la vaina, pese a su peculiar forma.

No necesitaba ya más pruebas, aunque sus ojos parecían como pegados a la daga, pese a lo cuál todavía se resistía a creerlo. Sin embargo, aquella forma especial, los mismos esplendorosos adornos del mango y la vaina, no dejaban el menor resquicio a la duda. Además, ambos objetos mostraban gotas de sangre.

Partió de Esmirna y, ya en Roma, sus primeras investigaciones se refirieron a la joven que él había intentado arrancar a las artes seductoras de Lord Ruthven. Sus padres se hallaban desconsolados, totalmente arruinados, y a la joven no se la había vuelto a ver desde la salida de la capital de Lord Ruthven.

El cerebro de Aubrey estuvo a punto de desquiciarse ante tal cúmulo de horrores, temiendo que la joven también hubiese sido víctima del mismo asesino de Ianthe. Aubrey tornóse más callado y retraído y su sola ocupación consistió ya en apresurar a sus postillones, como si tuviese necesidad de salvar a un ser muy querido.

Llegó a Calais, y una brisa que parecía obediente a sus deseos no tardó en dejarle en las costas de Inglaterra. Corrió a la mansión de sus padres y allí, por un momento, pareció perder, gracias a los besos y abrazos de su hermana, todo recuerdo del pasado. Si antes, con sus infantiles caricias, ya había conquistado el afecto de su hermano, ahora que empezaba a ser mujer todavía la quería más.

La señorita Aubrey no poseía la alada gracia que atrae las miradas y el aplauso de las reuniones y fiestas. No había en ella el ingenio ligero que sólo existe en los salones. Sus ojos azules jamás se iluminaban con ironías o sarcasmos. En toda su persona había como un halo de encanto melancólico que no se debía a ninguna desdicha sino a un sentimiento interior, que parecía indicar un alma consciente de un reino más brillante.

No tenía el paso leve, que atrae como el vuelo grácil de la mariposa, como un color grato a la vista. Su paso era sosegado y pensativo. Cuando estaba sola, su semblante jamás se alegraba con una sonrisa de júbilo. Pero al sentir el afecto de su hermano, y olvidar en su presencia los pesares que le impedían el descanso, ¿quién no habría cambiado una sonrisa por tanta dicha?

Era como si los ojos de la joven, su rostro entero, jugasen a la luz de su esfera propia. Sin embargo, la muchacha sólo contaba dieciocho años, por lo que no había sido presentada en sociedad, habiendo juzgado sus tutores que debían demorarse tal acto hasta que su hermano regresara del continente, momento en que se constituiría en su protector.

Por tanto, resolvieron que darían una fiesta con el fin de que ella apareciese "en escena". Aubrey habría preferido estar apartado de todo bullicio, alimentándose con la melancolía que le abrumaba. No experimentaba el menor interés por las frivolidades de personas desconocidas, aunque se mostró dispuesto a sacrificar su comodidad para proteger a su hermana.

De esta manera, no tardaron en llegar a su casa de la capital, a fin de disponerlo todo para el día siguiente, elegido para la fiesta.

La multitud era excesiva. Una fiesta no vista en mucho tiempo, donde todo el mundo estaba ansioso de dejarse ver.

Aubrey apareció con su hermana. Luego, estando solo en un rincón, mirando a su alrededor con muy poco interés, pensando abstraídamente que la primera vez que había visto a Lord Ruthven había sido en aquel mismo salón había sido en aquel mismo salón, sintióse de pronto cogido por el brazo, al tiempo que en sus oídos resonaba una voz que recordaba demasiado bien.

—Acuérdate del juramento.

Aubrey apenas tuvo valor para volverse, temiendo ver a un espectro que le podría destruir; y distinguió no lejos a la misma figura que había atraído su atención cuando, a su vez, él había entrado por primera vez en sociedad.

Contempló a aquella figura fijamente, hasta que sus piernas casi se negaron a sostener el peso de su cuerpo. Luego, asiendo a un amigo del brazo, subió a su carruaje y le ordenó al cochero que le llevase a su casa de campo.

Una vez allí, empezó a pasearse agitadamente, con la cabeza entre las manos, como temiendo que sus pensamientos le estallaran en el cerebro.

Lord Ruthven había vuelto a presentarse ante él... Y todos los detalles se encadenaron súbitamente ante sus ojos; la daga..., la vaina..., la víctima..., su juramento.

¡No era posible, se dijo muy excitado, no era posible que un muerto resucitara!

Era imposible que fuese un ser real. Por eso, decidió frecuentar de nuevo la sociedad. Necesitaba aclarar sus dudas. Pero cuando, noche tras noche, recorrió diversos salones, siempre con el nombre de Lord Ruthven en sus labios, nada consiguió.

Una semana más tarde, acudió con su hermana a una fiesta en la mansión de unas nuevas amistades. Dejándola bajo la protección de la anfitriona, Aubrey retiróse a un rincón y allí dio rienda suelta a sus pensamientos.

Cuando al fin vio que los invitados empezaban a marcharse, penetró en el salón y halló a su hermana rodeada de varios caballeros, al parecer conversando animadamente. El joven intentó abrirse paso para acudir junto a su hermana, cuando uno de los presentes, al volverse, le ofreció aquellas facciones que tanto aborrecía.

Aubrey dio un tremendo salto, tomó a su hermana del brazo y apresuradamente la arrastró hacia la calle. En la puerta encontró impedido el paso por la multitud de criados que aguardaban a sus respectivos amos. Mientras trataba de superar aquella barrera humana, volvió a su oído la conocida y fatídica voz:

—¡Acuérdate del juramento!

No se atrevió a girar y, siempre arrastrando a su hermana, no tardó en llegar a casa.

Aubrey empezó a dar señales de desequilibrio mental. Si antes su cerebro había estado sólo ocupado con un tema, ahora se hallaba totalmente absorto en él, teniendo ya la certidumbre de que el monstruo continuaba viviendo.

No paraba ya mientes en su hermana, y fue inútil que ésta tratara de arrancarle la verdad de tan extraña conducta. Aubrey limitábase a proferir palabras casi incoherentes, que aún aterraban más a la muchacha.

Cuando Aubrey más meditaba en ello, más transtornado estaba. Su juramento le abrumaba. ¿Debía permitir, pues, que aquel monstruo rondase por el mundo, en medio de tantos seres queridos, sin delatar sus intenciones? Su misma hermana había hablado con él. Pero, aunque quebrantase su juramento y revelase las verdaderas intenciones de Lord Ruthven, ¿quién le iba a creer? Pensó en servirse de su propia mano para desembarazar al mundo de tan cruel enemigo. Recordó, sin embargo, que la muerte no afectaba al monstruo. Durante días permaneció en tal estado, encerrado en su habitación, sin ver a nadie, comiendo sólo cuando su hermana le apremiaba a ello, con lágrimas en los ojos.

Al fin, no pudiendo soportar por más tiempo el silencio y la soledad salió de la casa para rondar de calle en calle, ansioso de descubrir la imagen de quien tanto le acosaba. Su aspecto distaba mucho de ser atildado, exponiendo sus ropas tanto al feroz sol de mediodía como a la humedad de la noche. Al fin, nadie pudo ya reconocer en él al antiguo Aubrey. Y si al principio regresaba todas las noches a su casa, pronto empezó a descansar allí donde la fatiga le vencía.

Su hermana, angustiada por su salud, empleó a algunas personas para que le siguiesen, pero el joven supo distanciarlas, puesto que huía de un perseguidor más veloz que aquellas: su propio pensamiento.

Su conducta, no obstante, cambió de pronto. Sobresaltado ante la idea de que estaba abandonando a sus amigos, con un feroz enemigo entre ellos de cuya presencia no tenían el menor conocimiento, decidió entrar de nuevo en sociedad y vigilarle estrechamente, ansiando advertir, a pesar de su juramento, a todos aquellos a quienes Lord Ruthven demostrase cierta amistad.

Mas al entrar en un salón, su aspecto miserable, su barba de varios días, resultaron tan sorprendentes, sus estremecimientos interiores tan visibles, que su hermana vióse al fin obligada a suplicarle que se abstuviese en bien de ambos a una sociedad que le afectaba de manera tan extraña.

Cuando esta súplica resultó vana, los tutores creyeron su deber interponerse y, temiendo que el joven tuviera transtornado el cerebro, pensaron que había llegado el momento de recobrar ante él la autoridad delegada por sus difuntos padres.

Deseoso de precaverle de las heridas mentales y de los sufrimientos físicos que padecía a diario en sus vagabundeos, e impedir que se expusiera a los ojos de sus amistades con las inequívocas señales de su trastorno, acudieron a un médico para que residiera en la mansión y cuidase de Aubrey.

Este apenas pareció darse cuenta de ello: tan completamente absorta estaba su mente en el otro asunto. Su incoherencia acabó por ser tan grande, que se vio confinado en su dormitorio. Allí pasaba los días tendido en la cama, incapaz de levantarse.

Su rostro se tornó demacrado y sus pupilas adquirieron un brillo vidrioso; sólo mostraba cierto reconocimiento y afecto cuando entraba su hermana a visitarle. A veces se sobresaltaba, y tomándole las manos, con unas miradas que afligían intensamente a la joven, deseaba que el monstruo no la hubiese tocado ni rozado siquiera.

—¡Oh, hermana querida, no le toques! ¡Si de veras me quieres, no te acerques a él!

Sin embargo, cuando ella le preguntaba a quién se refería, Aubrey se limitaba a murmurar:

—¡Es verdad, es verdad!

Y de nuevo se hundía en su abatimiento anterior, del que su hermana no lograba ya arrancarle.

Esto duró muchos meses. Pero, gradualmente, en el transcurso de aquel año, sus incoherencias fueron menos frecuentes, y su cerebro se aclaró bastante, al tiempo que sus tutores observaban que varias veces diarias contaba con los dedos cierto número, y luego sonreía.

Al llegar el último día del año, uno de los tutores entró en el dormitorio y empezó a conversar con el médico respecto a la melancolía del muchacho, precisamente cuando al día siguiente debía casarse su hermana.

Instantáneamente, Aubrey mostróse alerta, y preguntó angustiosamente con quién iba a contraer matrimonio. Encantados de aquella demostración de cordura, de la que le creían privado, mencionaron el nombre del Conde de Marsden.

Creyendo que se trataba del joven conde al que él había conocido en sociedad, Aubrey pareció complacido, y aún asombró más a sus oyentes al expresar su intención de asistir a la boda, y su deseo de ver cuanto antes a su hermana.

Aunque ellos se negaron a este anhelo, su hermana no tardó en hallarse a su lado. Aubrey, al parecer, no fue capaz de verse afectado por el influjo de la encantadora sonrisa de la muchacha, puesto que la abrazó, la besó en las mejillas, bañadas en lágrimas por la propia joven al pensar que su hermano volvía a estar en el mundo de los cuerdos.

Aubrey empezó a expresar su cálido afecto y a felicitarla por casarse con una persona tan distinguida, cuando de repente se fijó en un medallón que ella lucía sobre el pecho. Al abrirlo, cuál no sería su inmenso estupor al descubrir las facciones del monstruo que tanto y tan funestamente había influido en su existencia.

En un paroxismo de furor, tomó el medallón y, arrojándolo al suelo, lo pisoteó. Cuando ella le preguntó por qué había destruído el retrato de su futuro esposo, Aubrey la miró como sin comprender. Después, asiéndola de las manos, y mirándola con una frenética expresión de espanto, quiso obligarla a jurar que jamás se casaría con semejante monstruo, ya que él...

No pudo continuar. Era como si su propia voz le recordase el juramento prestado, y al girarse en redondo, pensando que Lord Ruthven se hallaba detrás suyo, no vio a nadie.

Mientras tanto, los tutores y el médico, que todo lo habían oído, pensando que la locura había vuelto a apoderarse de aquel pobre cerebro, entraron y le obligaron a separarse de su hermana.

Aubrey cayó de rodillas ante ellos, suplicándoles que demorasen la boda un solo día. Mas ellos, atribuyendo tal petición a la locura que se imaginaban devoraba su mente, intentaron calmarle y le dejaron solo.

Lord Ruthven visitó la mansión a la mañana siguiente de la fiesta, y le fue negada la entrada como a todo el mundo. Cuando se enteró de la enfermedad de Aubrey, comprendió que era él la causa inmediata de la misma. Cuando se enteró de que el joven estaba loco, apenas si consiguió ocultar su júbilo ante aquellos que le ofrecieron esta información.

Corrió a casa de su antiguo compañero de viaje, y con sus constantes cuidados y fingimiento del gran interés que sentía por su hermano y por su triste destino, gradualmente fue conquistando el corazón de la señorita Aubrey.

¿Quien podía resistirse a aquel poder? Lord Ruthven hablaba de los peligros que le habían rodeado siempre, del escaso cariño que había hallado en el mundo, excepto por parte de la joven con la que conversaba. ¡Ah, desde que la conocía, su existencia había empezado a parecer digna de algún valor, aunque sólo fuese por la atención que ella le prestaba! En fin, supo utilizar con tanto arte sus astutas mañas, o tal fue la voluntad del Destino, que Lord Ruthven conquistó el amor de la hermana de Aubrey.

Gracias al título de una rama de su familia, obtuvo una embajada importante, que le sirvió de excusa para apresurar la boda (pese al trastorno mental del hermano), de modo que la misma tendría lugar al día siguiente, antes de su partida para el continente.

Aubrey, una vez lejos del médico y el tutor, trató de sobornar a los criados, pero en vano. Pidió pluma y papel, que le entregaron, y escribió una carta a su hermana, conjurándola —si en algo apreciaba su felicidad, su honor y el de quienes yacían en sus tumbas, que antaño la habían tenido en brazos como su esperanza y la esperanza del buen nombre familiar— a posponer sólo por unas horas aquel matrimonio, sobre el que vertía sus más terribles maldiciones.

Los criados prometieron entregar la misiva, mas como se la dieron al médico, éste prefirió no alterar a la señorita Aubrey con lo que, consideraba, era solamente la manía de un demente.

Transcurrió la noche sin descanso para ninguno de los ocupantes de la casa. Y Aubrey percibió con horror los rumores de los preparativos para el casamiento.

Vino la mañana, y a sus oídos llegó el ruido de los carruajes al ponerse en marcha. Aubrey se puso frenético. La curiosidad de los sirvientes superó, al fin, a su vigilancia. Y gradualmente se alejaron para ver partir a la novia, dejando a Aubrey al cuidado de una indefensa anciana.

Aubrey se aprovechó de aquella oportunidad. Saltó fuera de la habitación y no tardó en presentarse en el salón donde todo el mundo se hallaba reunido, dispuesto para la marcha. Lord Ruthven fue el primero en divisarle, e inmediatamente se le acercó, asiéndolo del brazo con inusitada fuerza para sacarle de la estancia, trémulo de rabia.

Una vez en la escalinata, le susurró al oído:

—Acuérdate del juramento y sabe que si hoy no es mi esposa, tu hermana quedará deshonrada. ¡Las mujeres son tan frágiles...!

Así deciendo, le empujó hacia los criados, quienes, alertados ya por la anciana, le estaban buscando. Aubrey no pudo soportarlo más: al no hallar salida a su furor, se le rompió un vaso sanguíneo y tuvo que ser trasladado rápidamente a su cama.

Tal suceso no le fue mencionado a la hermana, que no estaba presente cuando aconteció , pues el médico temía causarle cualquier agitación.

La boda se celebró con toda solemnidad, y el novio y la novia abandonaron Londres.

La debilidad de Aubrey fue en aumento, y la hemorragia de sangre produjo los síntomas de la muerte próxima. Deseaba que llamaran a los tutores de su hermana, y cuando éstos estuvieron presentes y sonaron las doce campanadas de la medianoche, instantes en que se cumplía el plazo impuesto a su silencio, relató apresuradamente cuanto había vivido y sufrido... y falleció inmediatamente después.

Los tutores se apresuraron a proteger a la hermana de Aubrey, mas cuando llegaron ya era tarde. Lord Ruthven había desaparecido, y la joven había saciado la sed de sangre de un vampiro".


John William Polidori

jueves, 7 de mayo de 2015

"La Cámara Secreta"

"El Castillo Gowrie es uno de los más interesantes de Escocia. Es una bella casa, de grandeza feudal, con torres y muros que podrían contener a un ejército. Sus laberintos, sus escaleras ocultas, sus largos y misteriosos pasadizos -que parecen no conducir a ningún lado-. El frente, con su entrada flanqueada por dos torres, tiene una bella calzada, con doble fila de árboles, como una catedral; y los bosques que circundan estas torres son ricos en follaje pero no muy extensos, como los bosquecillos del sur.

Este aspecto es nuevo, es decir, nuevo para la época del relato, pero no para la historia del castillo, cuya parte más antigua se ha mantenido desde los días en que los sajones trajeron sus propias artes para regular el arte celta que se manifestaba en piedras sepulcrales y místicos nudos en sus cruces. Hay en Gowrie reliquias primitivas, como algunas runas en los muros antiguos, sólidos como roca y casi perpetuos. ¡Qué intervalo de siglos hay entre estas y las torretas de agraciado estilo francés! Pero estas poseen un historial lleno de crónicas, no siempre descifrables, a través de los diferentes estilos arquitectónicos. Los Condes de Gowrie han estado involucrados en cada conmoción que tuvo lugar en los Highlands por más generaciones de las que pudiera anotar. En rebeliones, venganzas, insurrecciones, conspiraciones o conquista que haya tenido lugar en Escocia, los Gowrie tuvieron participación; los anales de la casa son muy extensos y no carecen de mancilla. Han sido una raza valiente, con mucha maldad, pero también bondad; por supuesto, huelga decir que hoy en día son remarcables. Desde el ascenso del primer Estuardo, conocido en Escocia como el Quince, ellos no han hecho muchas cosas para recordar, sin embargo la historia familiar siempre fue del tipo inusual.

Los Randolph no pueden ser llamados excéntricos, por el contrario, cuando uno los conoce son una raza respetable y virtuosa. No obstante sus carreras públicas se han visto afectadas por extrañas vicisitudes, podría decirse que es una familia impulsiva y caprichosa que cae en la mediocridad por impulsos egoístas e interesados. Pero esto no traería una verdadera concepción de la familia; sus virtudes reales no eran imaginarias y sus rarezas eran un misterio hasta para los amigos. Estas mismas, no obstante, eran aquellas cosas que el mundo general más sabía de los Randolph. El último Conde había sido un representante del Reino de Escocia, lo cual fue un maravilloso comienzo, que por un año o dos pareció ponerlo en una eminente posición de los asuntos de Escocia; pero su ambición le hizo utilizar medios erróneos de conseguir influencia, y cayó en desgracia para siempre. Esta fue una circunstancia común en la familia. Un comienzo aparentemente brillante, un hallazgo de índole maligna utilizado para fines ambiciosos, una súbita calma y la curiosa conclusión al final de toda esta trama, en que este inescrupuloso especulador o político torpe, se revela como buen hombre, sin ambición, contento, bondadoso y benevolente.

Esta peculiaridad hizo que la historia de los Randolph fuera tan extraña y accidentada por raras interrupciones. No obstante, había otra circunstancia que les atraía más curiosidad del público. Aquellos que apreciaban el carácter recóndito de la familia, se interesaron en un secreto familiar, y la casa de los Randolph poseía uno perfecto. Era un misterio que incitaba la imaginación y atraía el interés del país. La historia era que en algún lugar entre los enormes muros y tortuosos pasadizos del Castillo Gowrie, había una cámara secreta. Todos sabían acerca de su existencia, pero salvo el Conde, su heredero, y alguna otra persona más, no de la familia sino a su servicio confidencial, ningún otro mortal conocía la ubicación de este lugar. Incontables habían sido las conjeturas. Cada visitante que ingresaba, y más aún, los eventuales viajeros que divisaban las torretas desde el camino, buscaban rastros de esta misteriosa cámara. Pero todas las conjeturas y búsquedas eran en vano.

Estaba por decir que no he escuchado otra historia de fantasmas que haya sido tan creída. Pero sería un error, nadie sabía bien si ciertamente había un fantasma conectado con esta historia. Una cámara secreta no era nada maravilloso en una casa antigua. No había duda que estas existían en viejos castillos, y que siempre eran objeto de curiosidad. Eran como extrañas reliquias, más emocionantes que cualquier historia, de un tiempo en que el hombre no estaba a salvo en su propia casa, y en que necesitaba estar en un refugio, seguro de espías y traidores. Tal refugio era una necesidad vital en la vida del noble medieval. La particularidad de esta casa, sin embargo, era un secreto relacionado con la misma existencia de la familia; no era únicamente el refugio secreto, sino que había algo que era mantenido oculto y de lo que la familia no estaba orgullosa. Es maravillosa la facilidad con que una familia se jacta ante cualquier posesión distintiva. Un fantasma es un signo de importancia, algo para nada menospreciable; un cuarto encantado vale tanto como una pequeña granja para la complacencia de la familia que lo posee. Y sin duda que las ramas jóvenes de la familia Gowrie -la parte menos pensante del clan- sentía de esa manera, y se enorgullecían de su insondable misterio, sintiendo un agradable temor cada vez que recordaban ese secreto que ellos no conocían de su propia casa.

Esa misma emoción corría entre los visitantes, niños y sirvientes, cada vez que el Conde prohibía una refacción o suspendía alguna exploración. Ellos se miraban unos a otros y se estremecían: -¿Escuchaste eso?- decían, -no dejará que Lady Gowrie haga su guardarropa donde lo desea, en ese sector del muro. Echó a los obreros antes que pudieran tocarlo, aunque el muro tiene veinte pies- decían los visitantes, y esta sugestión los excitaba hasta que les daba comezón en los dedos; pero ni a su esposa, afligida por el cómodo guardarropa que había intentado, el Conde podía ofrecer una explicación coherente. Para ella podía ser a causa de que la funesta cámara se hallaría cerca de su habitación. Y podía ser que esta sugestión trajera a sus venas alguna emoción o rareza, quizás muy vívida para ser disfrutada. Pero ella no estaba en el grupo de personas favorecido o desafortunado al que la verdad se le podía revelar.

No necesito decir que había diferentes teorías sobre el asunto. Algunos pensaron que hubo una masacre, y que la cámara secreta fue bloqueada por los esqueletos de los invitados asesinados. Esta traición sin duda cubrió de vergüenza a la familia en su época, pero con el transcurso de los años, le fue perdonada, tal como otras manchas. Los Randolph nunca se sintieron afectados por registros históricos. No eran tan mórbidamente sensibles. Otros dijeron que el Conde Robert, el Siniestro Robert, había sido encerrado como castigo en la cámara, jugándose el alma a los naipes con el Diablo. Pero habría sido un mérito bastante importante haber tenido al Diablo, o a alguno de sus ángeles caídos, ahí embotellados. ¡Qué cosa sería saber que donde uno duerme está el Príncipe de las Tinieblas!

Esta no fue una solución satisfactoria, y tampoco fue sugerida otra que fuera más convincente. El vulgo ya lo asignó; y aún cada uno que visita Gowrie, sea como invitado, como turista o simplemente como fisgón, se toma su momento de curiosidad, admiración y conjetura sobre la cámara secreta, la más preciada y misteriosa intriga que se ha mantenido indescifrable hasta nuestros tiempos.

Así es como estaba el asunto cuando John Randolph, Lord Lindores, cumplió su mayoría de edad. Era un joven de carácter, no el usual y violento de los Randolph, cuyo típico carácter, como se ha dicho, no obstante los incidentes comunes a ellos, era de gran honestidad y también ingenuidad. Pero el joven Lindores no era así. Era honesto, pero no tonto. Había asistido a un curso escolar y a la Universidad, no quizás la clase usual de escolaridad, pero suficiente como para atraer las miradas de sus compañeros a través de más de un gran discurso que había tenido ocasión de dar. Estaba lleno de ambiciones y vida, intentando toda clase de proezas y tratando de labrarse una posición en todo lo que fuera la vida pública. La existencia noble y la vida familiar no eran para él. La idea de continuar portando los honores de la familia, y convertirse en un Par del Reino, le llenaba de horror. Cada vez que rezaba, invertía todas las energías personales y filiales para que su padre viva, si no por siempre, más de lo que cualquier Lord Gowrie hubiera vivido por los últimos siglos. Estaba tan seguro de su deseo como nadie jamás de algo; y en el lapso se propuso viajar, ir a América, ir a donde nadie fue, buscando conocimiento y experiencia, tal y como cualquier joven con tendencias parlamentarias hoy en día.

En otros tiempos, hubiera ido a guerrear. Pero los días de Guerras y Cruzadas habían pasado, y Lindores seguía las modas de su época. Había realizado todos los preparativos para su viaje, al que su padre no se oponía. Por el contrario, Lord Gowrie alentaba esos planes con un aire de melancólica indulgencia que su hijo no podía entender. -Te hará bien,- decía, con un suspiro. -Sí, sí, mi hijo; es lo mejor para tí.- Esto, sin duda era bastante cierto, pero implicaba un sentimiento de que el joven necesitaba algo que le hiciera bien, como quisiera arrojarse al cambio de la gratificación de sus deseos, como uno puede hablar con una víctima. Ese tono confundía a Lindores, que pensaba que un viaje le serviría para adquirir información, y desdeñaba sin embargo la idea de hacerse tan bueno como es natural de cualquier estudiante de Oxford y triunfar en la Unión. Pero él reflexionaba que la escuela tenía sus normas y eso le satisfacía. Todo estaba listo para el viaje, antes vendrían la ceremonia de la mayoría de edad, la cena de los arrendatarios, los discursos, los agradecimientos, el banquete y el baile. Era verano, y todo el Condado estaba feliz con todas estas diversiones. Su amigo, que iba a acompañarlo, Almeric Farrington, un joven de similares aspiraciones, llegó a Escocia para tales festividades. Ambos tomaron el ferrocarril nocturno. En el intervalo entre dos siestas, tuvieron una charla sobre el festejo de su cumpleaños.

-Será aburrido, pero no durará mucho,- dijo Lindores. Ambos eran de la opinión que todo aquello que no produjera información o promoviera cultura, era aburrido.
-¿Pero no se te hará una revelación, entre otras muchas cosas? -preguntó Ffarrington- ¿No se te dirá lo de la Cámara Secreta?
-Ah, -dijo el heredero- había olvidado eso. Aún no se si me lo dirán. Todos los dogmas familiares están trastocados hoy en día.
-Deberías insistir, -dijo Farrington, suavemente- no hay muchos que puedan darse tal gusto, mejor que Daniel Home y todos los médiums, debes insistir en el asunto.
-No tengo razones para suponer que haya alguna conexión con Home o con los médiums, -dijo Lindores, ligeramente irritado. Un misterio en la familia no era un misterio vulgar, y le gustaba que fuera respetado.
-Oh, sin ofender. -dijo su compañero- Siempre pensé que un viaje en tren era una gran chance para los espíritus. Si uno se mostrara de repente en ese asiento vacío, a tu lado, ¡qué triunfante prueba de su existencia! Pero ellos no aprovechan tales oportunidades.

Lindores no podría decir qué fue lo que le hizo pensar en ese momento en un retrato que había visto en el castillo, del Viejo Conde Robert, el conde siniestro. Era un mal retrato, una copia realizada por un amateur del retrato genuino, el que, para horror del Conde Robert y su malvado legado, había sido retirado de la galería por algún Lord intermedio. Lindores jamás había visto el original, esa copia. Sin embargo, algo de su rostro se le venía a la mente, quizás por alguna asociación, mientras su amigo hablaba. Un leve temblor lo estremeció. Fue extraño. No le replicó a Farrington, pero se puso a pensar como pudo ser que esa presencia en su mente, se hiciera real ante la sugestión de su amigo, y el recuerdo del hechicero de la familia le viniera a la memoria. Esta frase está llena de palabras largas, pero, desafortunadamente estas son requeridas para describir la situación. El proceso fue, en cambio, muy simple. Fue un claro caso de pensamiento inconciente. Cerró sus ojos como para asegurar su privacidad mientras lo pensaba; y viéndose cansado, y no tan alarmado por su actividad inconciente, antes de poder abrirlos de nuevo, se quedó dormido.

Y el cumpleaños, que fue al día siguiente de su arribo a Glen Lyon, fue ajetreado. No tuvo tiempo para pensar otra cosa. Agradecimientos, ofrendas, todas vertidas en él. Los Gowries eran muy populares, lo cual no era usual en la familia. Lady Gowrie era benevolente y generosa, con una generosidad de corazón y con una bondad suficiente como para impresionar el juicio popular. Lord Gowrie tenía, a su vez, poca de la equívoca reputación de sus ancestros. Siempre estaban espléndidos en las grandes ocasiones. Sería un aburrimiento, decía Lindores; pero ciertamente el joven no distinguía los honores de las adulaciones y las palabras sinceras de meros buenos deseos. Es muy dulce para un joven sentirse el centro. Y a él le parecía muy razonable, muy natural, que así fuera. Él prometió con la más sincera buena fe que no los defraudaría, que sentía tal interés en aquellos como un estímulo adicional. ¿Qué más natural que esos intereses y esas espectativas? Casi había solemnizado su propia posición; tan joven, en el centro de las miradas de tanta gente, tantas esperanzas en él; era lo más natural. Su padre estaba más solemnizado, lo cuál era muy extraño. Su semblante se ponía más grave a cada momento, hasta que al final parecía que estaba en desacuerdo con la popularidad de su hijo o bien que tuviera algún pensamiento en su cabeza. Estuvo ansioso por el final de la cena, y por deshacerse de sus invitados. Con el retiro del último se mostró igual de ansioso para que su hijo se retirara también.

-Hijo, ve a la cama, como un favor hacia mí, -dijo Lord Gowrie- Mañana tendrás un largo día.
-No necesitas temer tanto por mí, Señor- dijo Lindores, un poco afrentado; pero como estaba cansado, obedeció. No había pensado en el secreto que se le iba a revelar en ningún momento del día. Pero cuando despertó sobresaltado en el medio de la noche, viendo todas las luces de su recámara encendidas y a su padre a su lado, Lindores recordó el asunto; y en un momento pensó que el principal envento (el más importante de todos los que hasta ahora habían tenido lugar) estaba a punto de llevarse a cabo.

II.

Lord Gowrie estaba serio y pálido. Tenía su mano en el hombro de su hijo para despertarlo. La vista de sus atuendos dejó azorado al joven cuando se levantó. Pero luego pareció darse cuenta de todo. En cualquier otro lugar, un hombre se habría asustado de ser despertado súbitamente en la mitad de la noche. Pero Lindores no; no hizo ni una pregunta. Solo se levantó con los ojos fijos en su padre.

-Arriba, muchacho, -dijo Lord Gowrie-, y vístete rápido; es la hora señalada. He encendido todas las velas y tus cosas están listas. Ya has dormido bastante.

Siguió sin formular preguntas que, en otras circunstancias, hubiese hecho. Se levantó, con la nerviosa velocidad que solo la excitación puede provocar, y se vistió. Su padre le ayudó en silencio. Era una escena curiosa: el cuarto completamente iluminado, el silencio, la apresurada vestimenta, la profunda quietud de la noche. La casa, aún con los ecos de la festividad recién celebrada, estaba tan calma como si no hubiese ser viviente en ella. Lord Gowrie fue a la mesa cuando cumplieron el primer paso, y sirvió un vaso de vino. -Necesitarás todas tus fuerzas, -dijo- bebe esto antes de ir. Es el famoso Tokay Imperial; queda solo un poco pero te dará fuerzas.

Lindores tomó; nunca antes había bebido algo así. Los ojos de su padre se posaron en él como con simpatía y melancolía. -Estás por afrontar el desafío más grande de tu vida, -dijo; y tomando de la mano a su hijo, prosiguió- será rápido, pero también duro, y tu ya has dormido algo- Entonces hizo lo que hacen los ingleses para darse fuerza, besó a su hijo en la mejilla- ¡Dios te bendiga! -dijo, vacilando- Vamos, todo está listo, Lindores.

Tomó en su mano una lámpara y guió el camino. En ese momento Lindores comenzó a tomar conciencia de su superioridad y condiciones. El simple sentido de que era miembro de una familia con un misterio, y que había llegado el momento de su encuentro con ese poder lo había emocionado, pero ahora lo agobiaba. Seguía a su padre, y comenzaba a recordar que no era como otros hombres; que estaba en él arrojar algo de luz en este secreto cuidadosamente ocultado. ¿Qué misterio podría haber allí, algún secreto hereditario de fuerza psíquica o de confrontación mental, o alguna curiosa combinación de circunstancias más o menos potentes que estas? Aunó todas sus fuerzas recordó su instrucción, templó sus nervios, preparándolos para el horror. Se alistó para pasar la noche entre los esqueletos de una masacre olvidada por el tiempo, para arrepentirse de los pecados de sus ancestros, y para ser persuadido por alguna ilusión óptica creída hasta ahora por todas las generaciones, que sin duda tendría un carácter espantoso. Su corazón y espíritu se alzaron. Un joven raramente tenía oportunidad de demostrar valor. No tenía dudas que la experiencia sería exasperante para sus nervios. Por ello convocó sus fuerzas, y junto a este llamado, también tuvo un impulso de curiosidad: finalmente conocería la verdad acerca de la Cámara Secreta. Esto le pareció algo verdaderamente interesante. Se había dicho que debería haber emprendido una exploración, y que, en otras circunstancias, una cámara secreta con algún impensable objeto histórico, habría sido un muy fascinante descubrimiento. Trató de verse excitado por tal hecho; pero era curioso que no tenía interés real a pesar de los esfuerzos que hacía. El hecho era que la Cámara Secreta tenía una importancia secundaria. Su principal pensamiento era sobre sí mismo.

No debe suponerse, sin embargo, que padre e hijo habían tenido un largo camino como para dar lugar a estos pensamientos. Los pensamientos viajan a la velocidad de la luz, y había tenido abundante espacio para pensar en el tiempo en que salieron de la recámara de Lindores al pasillo y luego caminaron hasta la habitación de Lord Gowrie, naturalmente una de las más importantes de la casa. Frente a la misma había un pequeño y descuidado cuarto destinado a la leña. El motivo de porque ese nido de basura, polvo y telarañas estaba tan cercano al centro de la casa había sido tema de sorpresa para los invitados que lo notaban en sus exploraciones o para cada nuevo siervo, que planteó limpiarlo ante la negligencia de sus antecesores. Por supuesto, todas estas tentativas de ataque habían sido resistidas, nadie sabía porque y no valía la pena preguntar.

Lindores había utilizado el lugar desde niño para sus juegos y lo aceptaba como la cosa más natural. Había entrado y salido un centenar de veces, y había sido allí donde había visto el retrato del Conde Robert, que había venido a su mente durante el viaje. Lo primero que sintió cuando su padre abrió la puerta fue una mezcla de sorpresa y gracia. ¿Qué iba a buscar allí? ¿Algún viejo pentáculo, un amuleto o algún trozo de anticuada magia para usar como armadura contra el maligno? Pero Lord Gowrie, habiendo entrado y apoyado la lámpara en la mesa, se volvió hacia su hijo con una expresión de agitación y dolor que barrió con toda posible diversión. Lo tomó de la mano, estrujándola con la propia.

-Ahora, hijo mío, mi querido muchacho, -dijo, en un tono apenas audible. Su semblante desbordaba dolor, el dolor de un espectador, aquel que no correrá ningún peligro personal, pero que será testigo del mortal riesgo que correrá un tercero. Él era un hombre poderoso, y su gran humanidad se estremecía por la emoción. Una vieja espada con una empuñadura en cruz, yacía sobre una silla junto con otras reliquias llenas de polvo. -Tómala, -dijo, en el mismo inaudible tono; pero Lindores no podía discernir si la espada le serviría como un arma o como símbolo religioso. La tomó mecánicamente. Su padre empujó una puerta que a Lindores le pareció como que jamás la había visto antes, y se vio una cámara abovedada.

Aquí pareció que el don del habla abandonó a Lord Gowrie. Le indicó a su hijo otra puerta, en el extremo opuesto. A través de una seña, le dio a entender que tenía que golpear ahí y luego regresar al cuarto de la leña. La puerta quedó abierta y un débil resplandor de la lámpara iluminó parte de ese lugar intermedio. A pesar de sus ideas anteriores, Lindores comenzó a notar el latido de su corazón. Hizo una pausa y miró a su alrededor. Tenía la espada en la mano, sin saber lo que le esperaba. Entonces se adelantó y golpeó la puerta. Su golpe no fue muy fuerte, pero alcanzó para hacer eco en toda la casa. ¿Podría ser que alguien escuchara? Este capricho de la imaginación lo embargó, desalojando sus firmes convicciones, y la resuelta calma con la que quería resolver el misterio. ¿Levantaría a toda la casa antes que la puerta se abra? ¡Cómo tardaba su apertura! Volvió a tocar. Esta vez no hubo dilación. Repentinamente, como si fuera abierta desde el interior, la puerta se movió. Se abrió solo lo suficiente como para permitirle entrar, deteniéndose a la mitad de su camino, como si una mano invisible la contuviera. Lindores se paró en el umbral. ¿Qué estaba por ver? ¿Los esqueletos de las víctimas asesinadas? ¿Otra habitación llena de los rastros de un crimen? ¿Qué vería?

No vio nada, excepto lo que era posible por la débil iluminación: un cuarto anticuado, vieja tapicería, viejo diseño, colores desteñidos. Entre los pliegues había paneles de madera tallada de formas rústicas y rastros dorados, ya bastante raídos. Y una mesa, cubierta con extraños instrumentos, pergaminos, tubos químicos y curiosas maquinarias, de formas pintorescas y materiales que acusaban gran edad. Un tapete de terciopelo, pesado y grueso, cubría la mesa; frente a ella, sobre una pared, algo que parecía un viejo espejo veneciano, con el cristal tan oscurecido que a duras penas reflejaba algo; sobre el piso había una alfombra persa, de una vaga mezcla de todos los colores. Eso fue todo lo que vio. Su corazón se fue calmando. Todo estaba quieto, oscuro, vacío. No había lámparas ni fuego, y sin embargo había una extraña luminosidad que le hacía ver todo con claridad. Miró a su alrededor tratando de reir de sus terrores, de decirse a sí mismo que era el lugar más curioso que hubiera visitado jamás (tenía que mostrarle a Farrington esos tapices), hasta que se dio cuenta que se había cerrado la puerta por la que había entrado. Pero no más que cerrada, había sido, de manera no discernible, cubierta, tal y como el resto de las paredes, por esos extraños tapices. En ese punto su corazón reinició el golpeteo anterior. Volvió a mirar y, con un supremo susto vio un ser. ¿Habían sido sus ojos incapaces de percibirlo al entrar? ¿Vacía? ¿Quién estaba en la gran silla?

Lindores había creído ver a su ingreso en la cámara que la silla estaba vacía. Pero ahora, inconfundiblemente, encima de la silla había un hombre, que lo miró. El corazón del joven retumbaba, pero él era valiente bravo e hizo un esfuerzo para romper el hechizo. Intentó hablar pero la voz no llegó a su garganta, y sus labios no se abrieron para articular palabras. -Veo como es. -era lo que quería decir. Era el rostro del Conde Robert; y, asustado como estaba, apeló a su filosofía para soportar la situación. ¿Qué otra cosa podía ser aquello, más que una ilusión óptica, un pensamiento inconciente, una aprehensión oculta por la impresión de este semblante? Pero su estado convulsivo no le permitía emitir palabras y sus labios estaban secos.

La aparición sonrió, como si leyera sus pensamientos, no de manera perversa, sino con cierta gracia mezclada con desdén. En ese momento habló, y su voz se difundió por el cuarto. Su timbre era algo que Lindores jamás había escuchado antes, como el susurro del aire o el movimiento del mar.

-Sabrás todo esta noche: este no es un fantasma de tu mente, soy yo.
-En el nombre de Dios, -gritó el joven en su alma; no sabía bien si había pronunciado tales palabras o si habían sonado en el aire, si es que había algún aire- En el nombre de Dios, ¿quién es usted?

La figura se irguió como si fuera a replicar, y Lindores rompió en una palabra, un grito provino de su boca (esta vez lo escuchó) y sintió el tormento hasta sus extremidades. Pero no se acobardó, se mantuvo de pie y concentró todas sus fuerzas, nunca había retrocedido. Vagamente surgió en su mente la creencia que esta era la experiencia más deseada en la tierra, el punto final de cientos de preguntas; pero sus facultades no podían distenderse mucho. Solo atinó a permanecer firme. Eso era todo.

Y la figura no se aproximó; luego de un momento se volvió a sentar, sin realizar el menor sonido. Tenía la forma de un hombre de mediana edad, el cabello blanco y la barba gris, sus rasgos como los del cuadro. Estaba ataviado con un largo manto oscuro, bordado con extrañas líneas y ángulos. No tenía nada terrible o pavoroso (excepto su ausencia total de sonidos, la absoluta calma, su quietud permanente. Su expresión estaba llena de dignidad y no era maligna o siniestra. Podía haber sido el buen patriarca de la casa, mirando sus fortunas desde el aislamiento. El pulso de Lindores se calmó. ¿Por qué había entrado en pánico? Se sintió ridículo, parado ahí como uno de esos absurdos héroes de romance anticuado, sosteniendo una espada polvorienta, inútil, seguramente, contra este viejo y noble hechicero.

-Estás en lo cierto. -dijo la voz, una vez más leyendo su mente- ¿Qué podrías hacerme con esa espada, joven Lindores? Enváinala. ¿Por qué mis chicos me tratan como a un enemigo? Eres mi carne y mi sangre. Dame tu mano.

Un frío recorrió la osamenta del joven. La mano que le había tendido era grande, bien formada y blanca, con una línea recta a través de la palma (una señal familiar de la que los Randolph se enorgullecían). El rostro sonrió tras esta amigable mano, fijando con esa calma unos profundos ojos azules.

-Ven. -dijo la voz. Él estaba calmado y sosegado. Espíritu o no espíritu, ¿por qué rechazar su cortesía? ¿Qué daño podía hacerle? La principal razón que lo retenía era la vieja espada, pesada e inútil, que él sostenía mecánicamente. Un sentimiento interno lo detenía de arrojarla. ¿Era por superstición?

-Sí, es superstición. -dijo su ancestro- Déjala y ven.
-Usted conoce mis pensamientos.
-Tu mente habla, y habla justamente. Deposita este emblema de fuerza bruta y superstición. Aquí hay una inteligencia que es superior. Ven.

Lindores se quedó dubitativo. Estaba calmo; el poder de la reflexión le había regresado. Si este benevolente y venerable patriarca era lo que aparentaba, ¿por qué el terror de su padre? ¿Cuál sería el secreto que ocultaba? Su propia mente, a pesar de estar calmada, no parecía estar actuando de manera normal. Los pensamientos parecían acudirle a través de un viento. Uno de estos le surgió de repente.

Como se veía en el rostro. Era un ángel bello y brillante. Pero lo sabía, era un monstruo.

Estas palabras no habían terminado cuando el Conde Robert replicó con impaciencia:

-Los monstruos vienen de la imaginación; como los ángeles y otras fantasías. Soy tu padre, y me conocés; y tú eres mío, Lindores. Tengo un poder que va más allá de tu comprensión. Pero necesito carne y sangre, para reinar y disfrutar. ¡Ven Lindores!

Le ofreció su otra mano. La acción, su aspecto, eran de benevolencia, el rostro era familiar y la voz era la de la estirpe. ¡Sobrenatural! ¿Era sobrenatural que este hombre viviera a través de generaciones encerrado? ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Había explicación para aquello? El joven comenzó a devanarse el seso; él no podía saber que fuera real, si aquello que había dejado atrás, hacía ya tiempo, o esto. Trató de mirar a su alrededor, pero no pudo, sus ojos estaban atrapados por aquellos, que parecían dilatarse y profundizarse cada vez que los miraba más y más, y que le provocaban una extraña compulsión. Se sentía a sí mismo abandonado, lentamenta aproximándose hacia el extraño ser que lo invitaba. ¿Qué podía pasar si cedía? Y no se podía volver, no podía dejar de observar esos fascinadores ojos. Con un súbito y raro impulso, mitad desconsuelo y mitad azoramiento, echó adelante el mango en cruz de la vieja espada y la interpuso entre él y aquellas apelantes manos. -¡En el nombre de Dios!- dijo.

Lindores nunca supo si fue que él mismo se debilitó, y la negrura del desmayo le oscureció los ojos luego de su esfuerzo. La cuestión fue que hubo un cambio. Todo pareció deslizarse en ese momento y sufrió una ceguera momentánea, alcanzando a percibir nada más que el vago contorno de la cámara, vacía tal y como estaba al principio, cuando entró. Pero gradualmente regresó su conciencia, y se vio a sí mismo como en un sueño, fue reconociendo la misma figura, como emergiendo entre la niebla que había envuelto por un instante todo lo que le rodeaba. Pero ya no estaba en la misma actitud. Las manos que antes le había extendido amigablemente, ahora estaban sobre la mesa con algunos extraños instrumentos, ora en acción de escribir, ora en la de mover las teclas de algo parecido a un telégrafo. Lindores sintió que estaba confundido, pero él era un ser humano de su siglo. Pensó sobre un telégrafo con una sutil sensación de curiosidad, entre otras más vívidas. ¿Qué tipo de comunicación era aquella que se desarrollaba frente a sus ojos? El hechicero seguía trabajando. Había vuelto su cara hacia su víctima, pero sus manos continuaban moviéndose. Y Lindores, ya acostumbrado a su posición, comenzó a perder la paciencia, a sentirse como un actor abandonado en busca de público. La espera se le hacía intolerante y la impaciencia lo embargaba. ¿Qué circunstancias podían darse para que un ser humano no sintiera impaciencia? Hizo muchos esfuerzos para hablar, hasta que al final tuvo la idea que su cuerpo tenía más miedo que él mismo. Sus músculos estaban contraídos, su garganta cerrada, su lengua se negaba a cumplir con su oficio. Sin embargo, su mente no se veía afectada y permanecía lúcida. Al final logró articular sus pensamientos.

-¿Quién es usted, -preguntó- usted que vive aquí y oprime esta casa?...


La visión elevó su mirada, con una sonrisa burlona.

-¿No me recuerdas, -dijo- durante tu viaje hasta aquí?
-Eso fue una ilusión.
-Tanto como tú eres una ilusión. Tu has vivido tan solo veintiún años, y yo... por siglos.
-¿Cómo? Por siglos... ¿Por qué? Contésteme, ¿es usted hombre o demonio? -gritó Lindores, casi expulsando las palabras fueras de su garganta- ¿Está vivo o muerto?"

El hechicero lo miró con aquella intensa expresión de antes.

-Ven a mi lado y conocerás todo, Lindores. Quiero uno de mi propia estirpe. Otros han tenido en plenitud; pero te quiero a tí. ¡Un Randolph, un Randolph! ¡Muerto! ¿Parezco muerto? Tendrás más de lo que alguna vez soñaste, si vienes a mí lado.
-¿Podía él dar lo que no tenía? -Fue el pensamiento que cruzó la mente de Lindores. Pero no podía hablar. Algo le atenazaba y sofocaba la garganta.
-¿Puedo darte lo que no tengo? Yo tengo todo, poder, lo único que vale, y tu tendrás más que poder, ya que eres joven, ¡mi hijo Lindores!

Este argumento le dio fuerza para debatir. ¿Esto es vida, -dijo- aquí? ¿De qué vale su poder, aquí? ¿Para estar sentado por generaciones y hacer infeliz a una familia?

Una convulsión momentánea surcó el rostro inmóvil.

-Tú me menosprecias ya que no comprendes como muevo el mundo. ¡Poder! Es más de lo que fantasía puede comprender. ¡Y tu lo tendrás! -dijo el hechicero. Pareció aumentar de tamaño. Puso delante sus manos, y esta vez se acercaron tanto que parecía imposible escapar. Y una andanada de deseos parecieron surgir en la mente de Lindores. ¿Qué hay de malo con intentarlo? Intentar aquello, que tal vez no fuera más que una ilusión, vano espectáculo, no causaría ningún daño; o quizás sea el conocimiento de tener poder. ¡Intenta, intenta, intenta! El aire le zumbaba en su alrededor. El cuarto se llenó de estas voces que lo urgían . Su cuerpo se llenó de gran excitación; sus venas parecieron hincharse hasta casi explotar, sus labios se estaba posicionando para emitir un sí, pero él se estaba estremeciendo. El siseo de la s parecía entrar en su oído. Pero lo cambió por el nombre que funcionaba como contrahechizo, y gritó: -¡Ayúdame, Dios!- no sabiendo bien porque.

Hubo entonces otra pausa. Nuevamente todo se desvaneció a su lado, y no pudo reconocer en que lugar estaba. ¿Habría podido escapar? Fue la primera pregunta que surgió en su mente. Pero antes que pudiera pensarlo, estaba en el mismo punto, rodeado por los viejos tapices y los paneles tallados, pero ahora estaba solo. Sintió también que era capaz de moverse, pero la más extraña conciencia dual le siguió durante el resto de su prueba. Su cuerpo se sentía como un caballo asustado se sentiría de un viajero por la noche: una cosa separada de él, más asustado de lo que su mente estaba; sobresaltándose a cada paso, como percibiendo cosas que su cerebro no podía. Sus extremidades temblaban de terror, casi negándose a obedecer los mandatos de su voluntad. Su cabello estaba todo erizado, sus dedos tiritaban, sus labios y globos oculares se movían con nerviosa agitación. Pero su mente era fuerte, y se estimulaba con una desesperada calma. Cruzó la habitación y pasó por el mismo lugar en donde había estado el hechicero. Pero todo estaba vacío, en silencio. ¿Había vencido al enemigo? Este pensamiento surgió en su mente con una sensación de triunfo. La vieja fuerza de ánimo se vio restablecida. Quizás todo había sido producto de la imaginación o de la excitación, o fuera una mera ilusión.

Lindores miró repentinamente, por una súbita atracción que no pudo explicar, y la sangre se le heló en las venas, que antes habían estado tan candentes. Alguien lo estaba mirando desde el espejo en la pared. Era un rostro inhumano y vivo, como el del habitante del lugar, pero fantasmagórico y terrible, como el de un muerto; y mientras miraba, una multitud de rostros se amontonaron detrás suyo, arriba y abajo, todos con la vista fija en él, algunos con mirada triste, como de luto, otros con aspecto amenazante. El espejo no cambió, pero dentro de un pequeño y oscurecido espacio parecía haberse congregado una innumerable compañía, todos con la vista clavada en él. Sus labios se curvaron como en una expresión de horror. ¡Más y más y más! Él estaba parado cerca de la mesa cuando se produjo la llegada de la multitud. En ese momento, todos le tendieron una gélida mano. Retrocedió, pero a su lado, casi frotándolo con su manto, tomándolo del brazo, apareció el Conde Robert en su gran silla. Un alarido surgió de la boca del joven. Pareció escuchar su propio eco a notable distancia. El tacto frío le penetró el alma misma.

-¿Intentas encantamientos conmigo, Lindores? Eso es arma del pasado. Debes tener algo mejor para intentar. ¿Y estás seguro de quien vas a invocar? Si hay alguien, ¿por qué él iba a ayudarte, si tu nunca lo llamaste?"

Lindores no pudo decir si estas palabras fueron pronunciadas. ¡Fue una comunicación rápida como el pensamiento en su mente! Y se sintió como si algo respondiese por él. -¿Distingue Dios cuando alguien sufre un problema, si él lo ha invocado anteriormente? Yo lo invoco ahora-, y en ese momento sintió como propia la siguiente exclamación: -¡Fuera, espíritu maligno! ¡Fuera, muerto y maldito! ¡Fuera, en nombre de Dios!

Fue arrojado violentamente contra el muro. Una débil risa, apagada, se convirtió en un gruñido que embargó el cuarto. Los viejos tapices se abrieron y se agitaron como por el viento. Lindores apoyó su espalda contra el muro, y todos sus sentidos regresaron. Sintió una gota de sangre en su cuello; y su cuerpo volvió a la normalidad. Por primera vez se sintió amo de sí mismo. A pesar que el hechicero seguía en su lugar, él no volvió a gritar. -¡Mentiroso!- le espetó, con un tono que hizo eco en toda la cámara. "Asiéndote a la vida como un gusano, como un reptil; prometiéndolo todo, no teniendo nada, más que este cuchitril, que desconoce la luz del día. ¿Es este tu poder, esta tu superioridad sobre los hombres que mueren? ¿Es por esto que oprimes a una familia, y haces infeliz su morada? ¡Voto, en nombre de Dios, que tu reinado ha expirado! Tú, y tu secreto ya no seguirán más.

No hubo réplica, pero Lindores sintió los ojos de su terrible ancestro imprimiendo una vez más su poder mesmérico sobre él, que casi se había impuesto sobre esos poderes. Debía retirar su vista, o perecer. Había experimentado el indecible horror de volverle la espalda; encararlo le había parecido la única seguridad; pero encararlo era vencerlo. Lentamente, con un tormento imposible de describir, logró separar violentamente esos ojos de su vista: pareció como que al quitar su mirada de aquellas cuencas, el corazón le saltaría de su pecho. Resueltamente, con la temeridad de la desesperación, se dio la vuelta hacia el lugar por donde se ingresó (el punto donde no se veía la puerta). Detrás escuchó un paso y sintió la mano que iría a sofocar y ahogar su exhausta vida, pero estaba muy desesperado para prestar atención a ello.

III.

¡Qué maravilloso es el crepúsculo del nuevo día antes de la salida del sol! Aún no estaba el cielo rosado, como la aurora de los griegos, que vendría luego con todo su encanto; pero sí se veía maravilloso y como en un ensueño, iluminado por la solemnidad de un nuevo nacimiento. Cuando los ansiosos espectadores ven el primer brillo iluminar el cielo nocturno, ¡qué mezcla de realce y miseria! ¡Significa otro largo día de faena y otra noche triste! Lord Gowrie, sentado sobre el polvo y la telaraña, con su lámpara ardiendo ociosamente entre las azuladas luces de la mañana, había oído la voz de su hijo y luego nada más; esperaba tenerlo de vuelta, tal y como le había sucedido a él mismo, habiendo quedado desmayado, casi muerto, fuera de la puerta mística. Así es como había venido sucediendo a cada heredero, uno tras otro, con el secreto siendo transmitido de padres a hijos. Uno o dos portadores del nombre de Lindores nunca se habían repuesto; la mayoría de ellos habían sido melancólicos de por vida. Él recordaba tristemente la lozanía de vida que nunca había vuelto a tener; las esperanzas nunca realizadas; la confianza que nunca había recobrado. Y ahora su hijo sería como él mismo, sus ambiciones, sus aspiraciones, zozobradas todas. Él no había sido tan dotado como su hijo. Había sido lisa y llanamente, un hombre honesto nada más; pero la vida y la experiencia le habían dado sabiduría, suficiente como para sonreir a veces, ante las coqueterías que Lindores consentía. ¿Se habían acabado todos esos fenómenos de joven inteligencia, aquellos entusiastas de espíritu? La maldición de la casa había caído; el magnetismo de esa extraña presencia, siempre viva, siempre alerta, presente en toda la historia familiar.

Su corazón estaba apenado por su hijo, y, junto con este sentimiento, había una especie de consuelo hacia él, porque a partir de ahora sería socio del secreto, alguien con quien podría hablar del tema, cosa que él no había podido hacer desde que falleciera su propio padre. Casi todas las pugnas mentales con Gowrie habían estado relacionadas con este misterio; y él se había visto obligado a cubrirlo dentro de su seno. Ahora tenía un camarada en este problema. Esto es lo que pensó a lo largo de toda la noche, sentado en el cuarto. ¡Cuán lentamente pasaban los momentos! No se percató de la llegada del nuevo día. Luego de un rato dejó de escuchar. ¿No era ya la hora? Se levantó y comenzó a pasear dentro del pequeño espacio, que no tenía más de dos pasos de extensión. En la pared había un aparador, en el que había algunos restaurativos (escencias picantes, agua fresca) que él mismo había traído. Todo estaba listo; dentro de poco el aterrorizado cuerpo de su hijo, medio muerto, sería puesto a su cuidado.

Pero no fue así como sucedió. Mientra esperaba atento, escuchó el ruido del cierre de una puerta, que se prodigó en apagados ecos a través de toda la casa. El cuerpo de Lindores, aterrorizado y medio muerto, apareció, pero caminando recta y firmemente, con los rasgos de su rostro estirados y los ojos desorbitados. Lord Gowrie pegó un grito. Estaba más alarmado por este inesperado regreso que por el desmayo que estaba esperando. Retrocedió ante su hijo como si este también fuera un espíritu. -¡Lindores!- gritó, ¿era Lindores o era otro en su lugar? El joven pareció no verle. Caminó derecho hasta donde estaba el agua y tomó un trago, luego se volvió a la puerta. -¡Lindores!- dijo su padre, con mísera ansiedad; -¿No me reconoces?- Recién entonces el joven miró a su padre, y le tendió una mano tan gélida como aquella que lo había tomado en la cámara secreta; una débil sonrisa se le dibujó en el rostro. -No estés aquí, -murmuró- ¡vamos, vamos!

Lord Gowrie tiró del brazo de su hijo, y sintió el terror a través de sus nervios encrispados. A duras penas lo pudo llevar consigo a lo largo del corredor hasta su habitación, tropezando como si estuviera ciego, aunque rápido como flecha. Una vez que ingresaron en el dormitorio, cerró y echó llave a la puerta. Luego de esto, el joven rió y se sentó en la cama. -¿Eso no saldrá de allí, verdad?- preguntó. -Lindores, -dijo su padre- esperaba hallarte inconciente. Estoy casi tan asustado como tú, por encontrarte así, no necesito preguntarte si lo viste...

-Oh, lo he visto. ¡El viejo mentiroso! ¡Padre, promete desenmascararlo... promete aclarar y limpiar ese maldito escondrijo! Es nuestra propia culpa. ¿Por qué tenemos que dejar que ese lugar quede cerrado a la luz del día? ¿No hay algo en la Biblia acerca de aquellos que odian la luz?
-¡Lindores! Tú no citas la Biblia a menudo.
-No, supongo que no; pero hay más verdades en... muchas cosas que pensamos.
-Recuéstate, -dijo el ansioso padre- Toma algo de este vino... trata de dormir.
-Llévatelo, no quiero más de ese trago infernal. Háblame, eso será mejor. ¿Tú atravesaste por lo mismo, pobre papá? ¡Tú eres cálido, eres honesto! ¿Y tú atravesaste por lo mismo?
-¡Mi muchacho! -gritó el padre, sintiéndose el corazón henchido y enardecido ante ese hijo que había estado tanto tiempo lejos del hogar y que había estado desarrollando su joven hombría y madurando el intelecto. Lord Gowrie pensaba que su hijo despreciaba su mentalidad simple y su imaginación torpe; pero ese aferrarse infantil lo venció, y las lágrimas también bañaron sus ojos. -Yo me desanimé, supongo. Nunca supe que pasó. Hicieron lo que quisieron de mí. Pero tú, mi bravo muchacho, tu volviste de pie.

Lindores se estremeció. -¡Yo hui!- dijo -No hay nada honorable en ello; no tuve el valor de enfrentarlo más. Te lo digo, pero quiero saber acerca de lo tuyo.

¡Qué tranquilidad era para el padre poder hablar! Durante años y años esto había estado silenciado en su corazón. Esto lo había convertido en un solitario entre sus mismos amigos.

-Gracias a Dios, -dijo- que puedo hablarlo contigo, Lindores. A menudo me he visto tentado a contarlo a tu madre. Pero, ¿por qué hacerle miserable la vida? Ella sabe que hay algo en la cámara secreta; sabe cuando lo vi, pero no sabe más que eso.
-¿Cuándo lo viste? -Lindores se irguió, regresando a su expresión de terror. Él levantó su puño cerrado, y sacudiendo el aire, exclamó- ¡Demonio vil, cobarde y engañoso!
-¡Oh, calma, calma, calma Lindores! ¡Dios nos ayude! ¡Qué problemas puedes traer!
-¡Y Dios me ayude, con cualquier clase de problema que traiga, -dijo el joven-. Lo desafié, padre. Un ser maldito como ese no puede ser más poderoso que nosotros, con Dios a nuestras espaldas. Solo quédate conmigo... quédate conmigo...
-¡Calma, Lindores! No pienses así. ¡Nunca dejarás de escuchar de él en toda tu vida! Él puede hacer que tú pagues por eso, quizás no ahora, pero sí después; cuando tú recuerdes, él está ahí; cualquier cosa que pase, ¡él lo sabe todo! Pero espero que no sea tan malo contigo, como fue conmigo, Dios te ayude si así lo fuera, ya que tu tienes más imaginación e inteligencia. Yo puedo olvidarlo, algunas veces cuando estoy ocupado, en el coto de caza, o en recorrer el campo. Pero tú no eres un cazador, mi pobre muchacho, -dijo Lord Gowrie, con una curiosa sensación de culpa. Entonces bajó su voz- Lindores, esto es lo que ha pasado desde el momento que le di la mano.
-Yo no le di la mano.
-¿No le diste la mano? ¡Dios te bendiga, mi muchacho! ¿Tú te mantuviste firme? -gritó, mientras las lágrimas le brotaban de sus ojos- y decían... dijeron... pero no se si hay alguna verdad en ello. -Lord Gowrie se levantó del lado de su hijo y caminó de un lado para otro con pasos excitados- ¡Si hubiera algo de verdad en ello! Muchos pensaron que era una fantasía. ¡Debería haber algo de cierto, Lindores!
-¿En qué, padre?
-Decían que si una vez resistido, su podre se rompe, solo si es rechazado. ¡Tú pudiste mantenerte firme contra él, tú! Perdóname, hijo, espero que Dios me perdone, por haber pensado tan poco de Su Mejor Regalo, -exclamó Lord Gowrie, regresando con ojos húmedos; y deteniéndose besó la mano de su hijo- Pensé que te sentirías más espantado por ser más inteligencia que fuerza, pensé que podía salvarte de la prueba, ¡y tú eres el vencedor!
-¿Soy el vencedor? Me siento como si tuviera todos los huesos rotos, padre, fuera de sus lugares, -dijo el joven, en un tono bajo- Creo que debería dormir.
-Sí, descansa hijo mío. Es lo mejor, -dijo el padre, aunque con un poco de desengaño.

Lindores se recostó sobre la almohada. Estaba tan pálido que por momentos el ansioso padre pensaba que en vez de dormido estaría muerto.

La luz del día había ingresado en la habitación, a través de los postigos y cortinas, escarneciendo a la lámpara, que aún ardía sobre la mesa. Parecía un emblema de los desórdenes, mental y material, de aquella extraña noche; y, como tal, afectó la imaginación de Lord Gowrie, que se levantó para apagarla, y cuya mente siguió recordando tal síntoma de conmoción. Una vez que Lindores estuvo profundamente dormido, él se levantó de su lado, y quitó el vino de la mesa, abriendo levemente la ventana como para que el aire fresco ingrese a la recinto. El parque se veía fresco ante los rayos del sol y el gorjeo de los pájaros. Nunca antes Lord Gowrie había mirado la belleza del mundo exterior que le rodeaba sin pensar en la extraña presencia que estaba tan cerca suyo, y que había rehuído por siglos de la luz solar. La Cámara Secreta había estado presente en cada cosa que veía. Nunca había podido verse libre de su embrujo. Se había sentido espiado, rodeado, vigilado, día a día, desde que tenía la edad de Lindores, y eso había sido hacía treinta años. Pero ahora, mientras su hijo dormía, sentía como que todo había terminado. Estaba en sus labios contárselo a su hijo, que ahora había comprendido la herencia de la familia. ¿Apreciaría escucharlo al despertar? Podría ser que no, tal como Lord Gowrie recordaba haber hecho a su vez, acometiendo tras la idea de que podía olvidar todo (hasta que el tiempo le mostró que no se le fue posible olvidar). Él recordaba que, en su momento, no había querido escuchar el relato de su padre. "Lo recuerdo," se dijo a sí mismo, "lo recuerdo," mientras le daba vueltas todo en la cabeza. ¡Si Lindores tan solo quisiera escuchar la historia al despertar! Pero recordar que él mismo, habiendo sido Lord Lindores, no lo quiso, y podía comprender a su hijo, y no podía culparlo. Pero sería decepcionante. Estaba pensando todo eso cuando escuchó la voz de Lindores que lo llamaba. Se reclinó de prisa en la cama. Era extraño verlo en sus ropas de noche con la cara tan cansada, en la fresca luz matinal que ingresaba por cada hendidura. "¿Sabe mi madre?" preguntó Lindores; "¿qué pensará?"

"Ella sabe algo; sabe que tu tendrías que afrontar cierta prueba. Es muy probable que haya estado rezando por ambos; esa es la manera que tienen las mujeres," dijo Lord Gowrie, con la ternura que le viene a la voz del hombre cuando habla acerca de una buena esposa. "Iré con ella para tranquilizarla, y decirle que todo está bien..."

"No, todavía no. Cuéntame antes," dijo el joven, poniendo su mano el brazo de su padre.

¡Qué tranquilidad era! "No fui tan bueno para mi padre," pensó para sí mismo, con súbita penitencia por la culpa tanto tiempo olvidada, y que nunca antes había sentido como culpa. Y contó a su hijo la historia de su vida, como nunca antes había podido sentarse solo sin sentir desde algún rincón de la casa, desde alguna cortina, aquellos ojos sobre sí mismo; y como, en las dificultades de su vida, aquel habitante secreto había estado presente: "Todas las veces que había algo que hacer, cuando había una incógnita entre dos soluciones, en un momento, lo veía conmigo. Sentía cuando venía, esto sin importar en qué lugar estaba, tan pronto había alguna decisión de asuntos familiares; y siempre me persuadía de obrar en modo erróneo, Lindores. Él hace que todo se vea claro; hace que lo equivocado se vea correcto. Si habré obrado mal en mis días..."

"No lo has hecho, padre."

"Sí, lo hice: estos pobres de los highland, que rechacé. No quería hacerlo, Lindores; pero él me demostró que sería mejor para la familia. Y mi pobre hermana que se casó con Tweedside y fue infeliz toda su vida. Esa fue cosa suya, ese matrimonio; él dijo que ella sería rica, y así fue, ¡pobrecita, pobrecita! Y murió así. Y el contrato del viejo MacAllister... ¡Lindores, Lindores! Cada asunto de negocios que había me ponía mal de ánimo. Porque sabía que vendría y que me aconsejaría mal, haciendo luego que me arrepintiera.

"Hay que decidir de antemano, para que, bien o mal, no tomes ninguno de sus consejos."

Lord Gowrie se estremeció. "No soy tan duro como tú, no puedo resistir. Algunas veces me arrepiento y no tomo sus consejos, ¡y luego! Pero por tu madre y por tí, fue que no he dicho adiós a mi vida."

"Padre," dijo Lindores, erguido en la cama. "Nosotros dos podemos hacer muchas cosas juntos. Dame tu palabra de terminar con esta guarida de maldad este mismo día."

"¡Lindores, calma, calma, por el amor de Dios!"

"¡No lo haré por el amor de Dios! Ábrelo, deja que todo aquel que quiera lo vea, pon fin al secreto, tira todo abajo, cortinas, paredes, ¿qué dices? ¿Rociar agua bendita? ¿Te estás riendo de mí?"

"Yo no hablé," dijo el Conde Gowrie, poniéndose muy pálido, y tomando entre sus dos manos el brazo de su hijo. "Calma, hijo, ¿crees que él no te escucha?"

Entonces se oyó una risa cercana a ellos, tan cerca que ambos que sobresaltaron, una risa menos audible que un suspiro.

"¿Tú reíste, padre?"


"No Lindores." Lord Gowrie tenía los ojos fijos. Estaba pálido como la muerte. Su mirada se relajó y se dejó caer débilmente en una silla.

"¿Lo ves?" dijo, "cualquier cosa que hagamos, será lo mismo; estamos bajo su poder."

Y entonces hubo una pausa, de esas en que los hombres desconcertados confrontan situaciones desesperanzadoras. Pero en ese momento, las primeras mociones de la casa (una puerta abierta, un movimiento de pies, unas voces) se hicieron audibles en la quietud de la mañana. Lord Gowrie se puso de pie. "No debemos ser encontrados aquí," dijo; "no debemos mostrar como pasamos la noche. ¡Gracias a Dios todo ha terminado! ¡Ah, mi muchacho, perdóname! Estoy agradecido que ya somos dos; eso alivia la carga, aunque debo pedirte disculpas por hablar así. Te habría salvado si hubiera podido, Lindores."

"No deseo ser salvado, y no cargaré con ese peso, sino que lo terminaré," dijo el joven con un juramento, a lo que su padre dijo: "calma, calma." Con una mirada de terror y dolor, le dejó; hubo un brillo de orgullo en su mente. ¡Qué muchacho bravío era! ¿Serviría para algo ese intento de resistencia, sabiendo que otros intentos anteriores no habían conducido a nada?

"Supongo que ahora sabés todo acerca de ello, Lindores," dijo su amigo Ffarrington, luego del desayuno; "afortunadamente para nosotros, que vamos a visitar la casa. ¡Qué viejo y glorioso lugar es este!"

"Creo qeu Lindores no disfruta el viejo y glorioso lugar esta mañana," dijo otro de los invitados. "¡Qué pálido se ve! Se ve como si no hubiera dormido."

"Les mostraré todos los rincones en los que he estado," dijo Lindores. Miró a su padre casi con imposición en sus ojos. "Todos ustedes, vengan conmigo. No tendremos más secretos en esta casa."

"¿Te has vuelto loco?" le dijo su padre al oído.

"No importa," gritó el joven. "Oh, confía en mí; procedo con juicio. ¿Están todos listos?" Había una excitación que se contagió rápidamente en el grupo. Todos se levantaron, ansiosos y dubitativos. Su madre se le acercó y le tomó del brazo.

"¡Lindores! No harás nada con vejar a tu padre; no lo hagas infeliz. No conozco sus secretos; pero mira que él ya tiene bastante peso encima."

"Quiero que conozcas nuestros secretos, madre. ¿Por qué tendríamos que tener secretos contigo?"

"¿Por qué, de veras?" dijo ella, con lágrimas en sus ojos. "Pero, Lindores, mi hijo querido, no se lo hagas peor para él."

"Te doy mi palabra, seré prudente," dijo; y ella lo dejó para ir al lado de su padre, quien seguía al grupo, con una mirada ansiosa en su rostro.

"¿Vendrás tu también?" preguntó él.

"¿Yo? No, no iré; pero confía en él, confía en el muchacho, John."

"No podrá hacer nada, no logrará hacer nada," dijo.

Y así los invitados rodearon al dúo (el hijo adelante, excitado y trémulo, y el padre detrás, ansioso y alerta). Comenzaron el paseo por los viejos salones y la galería de retratos de la manera usual; en breve lapso los invitados habían olvidado que habría algo inusual en la inspección. Cuando ya habían recorrido la mitad de la galería, Lindores se detuvo con un aire de curiosidad. "¿Lo has vuelto a colgar?" preguntó. Estaba parado en frente del espacio vacante en donde se suponía tenía que estar el retrato del Conde Robert. "¿Qué es esto?" gritaron todos juntos, amontonándose en torno al joven, listos para maravillarse. Pero no había nada que ver, y los visitantes se rieron entre sí. "Sí, no había nada sugestivo en un hueco vacío," dijo una dama que era parte del grupo. "¿Qué retrato tendría que estar ahí, Lord Lindores?"

Él miró a su padre, que hizo un suave gesto de asentimiento, luego sacudió la cabeza tristemente.

"¿Quién lo puso ahí?" preguntó Lindores, con un susurro.

"No está ahí, pero tú y yo podemos verlo," dijo Lord Gowrie, con un suspiro.

Los visitantes percibieron que algo se habían dicho padre e hijo, y, no obstante, su gran curiosidad, obedecieron los dictados de la cortesía, y se dispersaron en grupos, mirando otros retratos. Lindores apretó los dientes y cerró los puños. La furia crecía dentro de él, no el temor que llenaba la mente de su padre. "Dejaremos el resto para otra ocasión," gritó volviéndose hacia los demás. "Vengan, les mostraré algo más sorprendente ahora." No fingió más que iba a mostrar el resto de la casa sistemáticamente. Pegó la vuelta y comenzó a ir escaleras arriba, llegando al corredor.

"¿Vamos a ver los dormitorios?" preguntó uno. Lindores guió al grupo directo al cuarto de la leña, un extraño lugar para tal feliz partida. Las damas estiraron sus vestidos. No había espacio ni para la mitad de ellos. Aquellos que entraron comenzaron a tocar las extrañas cosas que había por ahí, tocándolas con delicadeza, exclamando lo polvorientas que estaban. La ventana estaba medio bloqueada por una vieja armadura y toscas armas; pero esto no impedía que la luz del sol ingrese al pequeño recinto. Lindores había entrado con fiera determinación en sus ojos. Fue derecho a la pared, como si creyera que podía atravesarla. Se detuvo con una mirada en blanco. "¿Dónde está la puerta?" dijo.

"Estás olvidándolo," dijo Lord Gowrie, hablando por encima de las cabezas de los demás. "¡Lindores! Lo sabes muy bien, nunca hubo ninguna puerta ahí; la pared es muy gruesa; lo puedes deducir por la profundidad de la ventana. No hay puerta allí."

El joven la palpó con su mano. La pared estaba bastante lisa y cubierta por el polvo de los años. Con un gruñido se retiró. En ese momento una risa contenida, grave y distintiva, sonó en sus oídos. "¿Tú reíste?" preguntó con vehemencia a Ffarrington, que estaba a su lado, poniéndole la mano en su hombro.

"¿Yo, reir? Nada de eso," dijo su amigo, quien se hallaba examinando algo que reposaba sobre una vieja silla tallada. "¡Miren esto! ¡Qué maravillosa espada, con empuñadura en cruz! ¿Es una Andrea? ¿Qué es, Lindores?"

Lindores tomó entre sus manos la inútil arma y se arrojó contra la pared con un juramento. Las otras personas en el cuarto se horrorizaron.

"¡Lindores!" dijo su padre, en tono de advertencia. El joven dejó caer la espada con un gruñido. "¡Entonces, que Dios nos asista!" dijo; "encontraré otro camino."

"Hay un muy interesante cuarto contiguo a este," dijo Lord Gowrie, apresuradamente. "¡Por aquí! Lindores pasó por aquí y algunos cambios fueron hechos sin su conocimiento," dijo, con mucha calma. "No deben hacerle caso. Está desconcertado. Quizás está muy acostumbrado a hacerse su propio camino."

Pero Lord Gowrie sabía que nadie le creía. Los llevó al cuarto siguiente y les contó una simple historia de una aparición que supuestamente encantaba el lugar. "¿Lo han visto alguna vez?" inquirió un invitado, pretendiendo cierto interés. "No yo, pero nosotros no creemos en fantasmas," respondió, con una sonrisa. Y así reanudaron la visita a la vieja y mística casa.

No puedo decir al lector que hizo el joven Lindores para llevar a cabo su promesa y redimir a su familia. Esto, tal vez, no llegue a ser conocido hasta la siguiente generación y no será mía la tarea de escribir ese concluyente capítulo. Pero, a la sazón del tiempo que fue narrado, nadie puede decir que el misterio del Castillo Gowrie haya sido un horror vulgar, a pesar que hay quienes están dispuestos a afirmar tal cosa".

Margaret Oliphant