El Recolector de Historias

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miércoles, 23 de septiembre de 2015

"Una Víctima del Espacio Superior"

"-Un hombre estraordinario lo espera, señor -dijo el hombre nuevo.
-¿Por qué extraordinario? -preguntó el doctor Silence, deslizando la punta de los dedos a través de su barba castaña. Sus ojos centellaron- ¿Por qué extraordinario, Baker? -repitió alentadoramente, dándose cuenta de la expresión perpleja en los ojos del hombre.
-Es tan... flaco señor. Casi no podía verlo. Estuvo dentro de la casa antes que pudiera preguntarle su nombre.
-¿Y quién lo trajo hasta acá?
-Vino solo, señor, en un cabriolé cerrado. Me apartó antes de que yo pudiera decir algo.... sin hacer ningún ruido, no que yo pudiera oír. Parecía moverse muy suavemente...

El hombre se detuvo obviamente avergonzado, como si ya hubiese dicho suficiente para arriesgar su nueva situación, pero tratando de mostrar que recordaba las instrucciones y advertencias que había recibido respecto a la admisión de extraños sin una acreditación apropiada.

-¿Y dónde está ese caballero ahora? -preguntó el doctor Silence, apartándose para ocultar su diversión.
-No podría decirlo exactamente, señor. Lo dejé esperando en el vestíbulo...
El doctor lo miró agudamente.
-¿Y por qué en el vestíbulo? ¿Por qué no en la salita de espera? -fijó sus ojos penetrantes pero amables sobre el rostro del hombre- ¿Te asustó? -preguntó rápidamente.
-Creo que lo hizo, señor, si puedo decirlo de esa manera. Me parecía perderlo de vista, como si... -balbuceó, convencido de que se había ganado su despido- Entró de forma tan extraña, tal como el viento helado.

El doctor tomó nota internamente de la descripción vacilante; estaba satisfecho de que la sutil evidencia de intuición que lo había inducido a contratar a Baker no había fallado del todo. El doctor Silence buscaba esta cualidad en todos sus asistentes, desde el secretario hasta el hombre del servicio, y aunque esto lo rodeaba de un personal algo particular, los inconvenientes estaban más que compensados en su totalidad por sus destellos ocasionales de perspicacia.

-Así que el caballero te hizo sentir extraño, ¿no es cierto?
-Creo que así fue, señor -repitió el hombre.
-¿Y no trae ninguna clase de presentación para mí, ninguna carta o algo así? -preguntó el doctor con fingida sorpresa, como si supiera lo que vendría.
-Pido sus disculpas, señor -dijo, tremendamente perturbado- el caballero me entregó esto para usted.

Era la nota de un perspicaz amigo, quien hasta el momento jamás le había mandado un caso que no fuera interesante desde un punto de vista u otro: Por favor reciba al portador de esta nota -decía el breve mensaje- aunque dudo que incluso usted pueda hacer algo para ayudarlo.
John Silence se detuvo, como para atrapar de la mente del escritor todo lo que se encontraba detrás de las breves palabras. Luego observó a su sirviente con una expresión más seria de la que hasta el momento había mostrado.

-Regresa y encuentra a este caballero -dijo- y dirígelo al estudio verde. No contestes a sus preguntas, o hables más de lo realmente necesario; pero Barker, ten pensamientos amables, serviciales, compasivos, tan fuertemente como te sea posible. Recuerda lo que te dije cuando te contraté, acerca de la importancia de los pensamientos. Pon curiosidad en tu mente, y piensa amablemente, compasivamente, afectuosamente, si es que puedes.

Sonrió, y Barker, quien había recuperado su compostura frente a la presencia del doctor, se inclinó silenciosamente y salió.
Había dos salas de recepción distintas en la casa del doctor Silence. Una, pensada para las personas que creían necesitar ayuda espiritual cuando realmente eran sólo candidatos para el manicomio; tenía paredes acolchadas, y estaba bien aprovisionada con varios artilugios escondidos para enfrentar y superar cualquier violencia súbita. Sin embargo, raramente era utilizada. La otra, pensada para la recepción de genuinos casos de congoja espiritual y aflicciones extraordinarias de naturaleza psíquica, estaba enteramente tapizada y amueblada en un tranquilizante y profundo verde, calculado para inducir serenidad y descanso en la mente. Y ésta era la habitación donde el doctor Silence entrevistaba a la mayoría de sus casos "raros", y a la cual había ordenado a Baker traer a su actual visitante.

Para comenzar, la silla en la cual el paciente se sentaba, estaba clavada al suelo, pues su inmovilidad tendía a impartir esta misma excelente característica al ocupante. Invariablemente, los pacientes se iban excitando al hablar de sí mismos, y su entusiasmo tendía a confundir sus pensamientos y exagerar su lenguaje. La inmovilidad de la silla ayudaba a contrarrestar esto. Luego de repetidos esfuerzos por arrastrarla hacia adelante, o de empujarla hacia atrás, terminaban por resignarse a quedarse sentados quietos. Y a la futilidad de la impaciencia seguía un estado mental más tranquilo.

Sobre el suelo, y a intervalos en la pared inmediatamente detrás, habían ciertos botoncitos verdes, prácticamente invisibles, los cuales al ser presionados permitían la emanación invisible de un narcótico tranquilizante y persuasivo que rodeaba al ocupante de la silla. El efecto sobre el excitado paciente era rápido, admirable e inocuo. Más aún, el estudio estaba provisto de un secreto ojo espía; pues a John Silence le gustaba, cuando era posible, observar el rostro de su paciente antes de asumir la máscara que los rasgos de la expresión humana llevan invariablemente en presencia de otra persona. Un hombre sentado solo tiene una expresión psíquica; y esta expresión es el hombre en sí mismo. Desaparece en el momento en que otra persona se le une. Y el doctor Silence a menudo aprendía más de unos pocos momentos de secreta observación de un rostro que en largas horas de conversación con su dueño, posteriormente.

Un paso muy liviano, casi danzarín, siguió las pesadas zancadas de Baker hacia la habitación verde, y un momento después llegó el hombre anunciando que el caballero estaba esperando. Aún estaba pálido y sus gestos nerviosos.

-No te preocupes, Baker -dijo el doctor amablemente-; si no fueras intuitivo el hombre no te hubiera causado ningún efecto. Sólo necesitas entrenamiento y desarrollo. Y cuando hayas aprendido a interpretar mejor estos sentimientos y sensaciones, no sentirás miedo, sino sólo una gran compasión.
-Sí, señor; ¡Gracias Señor!. -Y Barker hizo una reverencia e hizo su escape, mientras el doctor Silence, una divertida sonrisa acechando en las comisuras de su boca, se dirigió silenciosamente a lo largo del pasaje, hacia abajo, y puso su ojo en el agujero espía en la puerta del estudio verde.

Este agujero espía estaba emplazado de tal manera que comandaba una visión de casi la habitación entera, y, mirando a través de él, el doctor vio un sombrero, guantes y un paraguas sobre una silla junto a la mesa, pero buscó en principio en vano a su dueño. Ambas ventanas estaban cerradas y un fuego vigoroso ardía en el hogar. Había varios signos signos inteligibles, por lo menos para un alma profundamente intuitiva que la habitación estaba ocupada, sin embargo, hasta a donde a seres humanos se refiere, parecía innegablemente vacía. Nadie estaba sentado en las sillas; nadie estaba parado en la esterilla frente al fuego; no había ni siquiera un signo de que un paciente estuviera en algún lugar cerca de la pared, examinado la reproducción de Böcklin como suelen hacer los pacientes tan frecuentemente cuando pensaban que estaban solos y por lo mismo, difíciles de avistar desde el agujero. Llanamente hablando, no había nadie en la habitación. Estaba desocupada.

Sin embargo, el doctor Silence estaba completamente conciente de que un ser humano se encontraba en la habitación. Su sistema sensorial nunca fallaba en darle a conocer la proximidad de un ser real o irreal. Incluso en la oscuridad podía definirlo. Y ahora supo fehacientemente que su paciente, el paciente que había alarmado a Barker, y había viajado por el corredor con ese paso danzarín, estaba en alguna parte escondido entre las cuatro paredes que eran dominadas desde su ojo espía. También se dio cuenta y esto era de lo más inusual que este individuo al que quería observar sabía que estaba siendo vigilado. Y, más aún, que el mismo extraño, a su vez, también estaba observando. De hecho, era él, el doctor, el que estaba siento observado y por un observador tan agudo y entrenado como él mismo.

Un indicio del verdadero estado del caso comenzó a caer sobre él, y estaba a punto de entrar de hecho su mano ya tocaba la manilla de la puerta cuando su ojo, aún adherido al agujero, detectó un movimiento. En una posición directamente opuesta, entre él y la chimenea, algo se agitó. Observó muy atentamente y se aseguró de no estar equivocado. Un objeto sobre la mesa era un vaso azul desapareció de la vista. Pasó fuera de la visión junto con la porción de mármol de la mesa, sobre la que reposaba. Luego, aquella parte del fuego, hogar y guardafuego de bronce inmediatamente debajo, se desvaneció completamente, como si una tajada hubiera sido limpiamente sacada de ellos.

En ese momento, el doctor Silence comprendió que algo entre él y aquellos objetos lentamente comenzaba a existir, algo que los escondía y obstruía a su visión al insertarse a sí mismo en la línea de visión entre ellos y él mismo.
Tranquilamente esperó por resultados posteriores antes de entrar.

Al principio vio una delgada y perpendicular línea que se trazaba por encima de la altura del reloj y continuaba hacia abajo hasta que alcanzaba el lanudo felpudo de la chimenea. La línea se hizo más ancha, ampliándose, haciéndose sólida. No era una sombra; era algo con sustancia. Se iba definiendo más y más. Luego, repentinamente, en la punta de la línea, al nivel de la cara del reloj, vio un pequeño disco luminoso contemplándolo resueltamente. Era un ojo humano, mirando fijamente al suyo, presionado allí contra el agujero. Y brillaba con inteligencia. El doctor Silence contuvo su respiración por un momento y nuevamente lo observó.

Luego, como alguien saliendo de una profunda oscuridad hacia la luz, vio la figura de un hombre deslizarse a la vista, una cara blancuzca siguiendo al ojo, y la línea perpendicular que al principio había visto ensancharse y desarrollarse hasta la completa figura de un ser humano. Era el paciente. Aparentemente había estado ahí, parado frente al fuego todo el tiempo. Un segundo ojo siguió al primero, y ambos miraban fijamente al ojo espía, gravemente concentrados, sin embargo, con un leve destello de humor y diversión que le hicieron imposible al doctor mantener su posición por más tiempo.

Abrió la puerta y entró rápidamente. Al hacerlo notó por primera vez el sonido de una banda alemana que entraba ruidosamente a través de los ventiladores abiertos. De alguna forma intuitiva, inexplicable, la música se conectaba con el paciente al que estaba a punto de entrevistar. Esta suerte de presagio no le era desconocida. Siempre se explicaba a sí mismo más tarde. Vio que el hombre era de mediana edad y de apariencia ordinaria; de hecho, tan ordinaria, que era difícil de describir su única particularidad era su extrema delgadez. Unas agradables vibraciones eso es, buenas- emanaban de su atmósfera y encontraron al doctor Silence mientras avanzaba a saludarlo, sin embargo, eran vibraciones vivientes llenas de corrientes y descargas que traicionaban la perturbada y desordenada condición de su mente y su cerebro. Evidentemente había algo absolutamente fuera de lo usual en el estado de sus pensamientos. Pero, aunque extraño, no era del todo perturbador; no era la impresión que la quebrada y violenta atmósfera del loco produce sobre la mente. El doctor Silence se dio cuenta en un destello que allí había un caso de absorbente interés que podría requerir de todo sus poderes para ser abordado apropiadamente.

-Lo estaba observando a través de mi pequeño ojo mágico, como notó -comenzó, con una agradable sonrisa, avanzando para darle la mano- . A veces lo encuentro de gran ayuda....

Pero el paciente lo interrumpió inmediatamente. Su voz era apurada y tenía extraños y estridentes cambios, quebrándose de agudo a grave de forma inesperada. En un momento tronaba, en el otro casi chirriaba.

-Comprendo sin que me explique -interrumpió rápidamente-. De esa forma obtiene la verdadera nota de un hombre, cuando no se siente observado. Lo apoyo completamente. Sólo que en mi caso, me temo que vio muy poco. Mi caso, como por supuesto usted comprende, doctor Silence, es extremadamente peculiar, incómodamente peculiar. De hecho, Sir Williams me aseguró que....
-Mi amigo lo ha mandado a verme -el doctor interrumpió seriamente, con una suave nota de autoridad-, y eso es suficiente. Por favor siéntese, señor ......
-Mudge... Racine Mudge -replicó el otro.
-Tome esta cómoda silla, señor Mudge -dirigiéndole hacia la silla arreglada-, y cuénteme acerca de su condición en sus propias palabras y a su propio paso. Mi día entero está a su disposición si así lo requiere.

El señor Mudge se dirigió hacia la silla en cuestión y luego dudó.

-Prométame que no usará los botones narcóticos -dijo, antes de sentarse- No los necesito. Además, debo mencionar que cualquier cosa que usted piense intensamente alcanzará mi mente. Esto es, aparentemente, parte de mi peculiar caso. -Se sentó con un suspiro y arregló sus delgadas piernas y cuerpo hasta alcanzar una posición cómoda. Evidentemente era muy sensible a los pensamientos de los otros, ya que la imagen de los botones verdes había entrado solamente por un segundo a la mente del doctor, mientras que el otro lo captó instantáneamente. El doctor Silence notó además, que el señor Mudge se aferraba fuertemente con ambas manos a los brazos de la silla.
-Casi estoy feliz de que la silla esté clavada al suelo -recalcó, mientras se establecía más cómodamente-. Me favorece. El hecho es... y esto es mi caso en una cáscara de nuez... lo cual es todo lo que un doctor de su maravilloso desarrollo requiere... el hecho es, doctor Silence, que soy una víctima del Espacio Superior. Eso es lo que sucede conmigo... ¡Espacio Superior!

Ambos se miraron por un momento, en silencio, el pequeño paciente sujetándose fuertemente a los brazos de la silla que le "favorecían admirablemente", y mirando hacia arriba con ojos fijos, su atmósfera temblando por las ondas de alguna actividad desconocida; mientras que el doctor sonreía amable y compasivamente, y ponía su mente lo más lejos posible, dentro de la condición mental del otro.

-Espacio Superior -repetía el señor Mudge- eso es lo que es. Ahora, ¿piensa usted que puede ayudarme con eso?

Hubo una pausa durante la cual los ojos de los hombres buscaron fijamente bajo la superficie de sus respectivas personalidades. Entonces el doctor Silence habló.

-Estoy completamente seguro de que puedo ayudar -respondió serenamente- la compasión siempre debe ayudar, y el sufrimiento siempre llama a mi compasión. Veo que usted ha sufrido cruelmente. Debe contarme todo sobre su caso, y cuando escuche los pasos graduales por los cuales usted ha llegado a este extraño estado, no tengo duda que puedo ser de ayuda para usted.

Acercó la silla junto a su interlocutor y posó su mano sobre su hombro por un momento. Todo su ser irradiaba bondad, inteligencia, deseo de ayudar.

-Por ejemplo -prosiguió- estoy seguro de que fue el resultado de algo más que la coincidencia que usted se familiarizara con los terrores de lo que usted llama Espacio Superior; pues espacio superior no es sólo una medida externa. Es, por cierto, un estado espiritual, una condición espiritual, un desarrollo interno, y uno que debemos reconocer como anormal, pues se encuentra más allá del alcance de nuestros sentidos en la presente etapa de evolución. El Espacio Superior es un estado místico.
-¡Oh! -exclamó el otro, frotándose sus manos de pájaro con satisfacción-, ¡qué alivio para mí hablar con alguien que pueda comprender! Por supuesto, lo que dice usted es la absoluta verdad. Y tiene razón de que no fue la pura casualidad la que me condujo a mi actual condición, sin embargo fue un estudio prolongado y deliberado. Pero es la suerte, en un sentido, la que la gobierna. Me refiero a que, mi entrada a la condición de espacio superior parece depender sobre la suerte de ésta y aquélla circunstancia. -Suspiró y se detuvo por un momento . De hecho-continuó- el mero sonido de esa banda alemana me disparó. No es que toda la música lo haga, sino que ciertos sonidos, ciertas vibraciones me elevan de tono hasta alcanzar el nivel requerido, me disparan. La música de Wagner siempre lo hace, y aquella banda debe haber estado tocando una fuga de Wagner. Pero ya llegaré a todo eso más adelante. Pero primero -sonrió modestamente- debo pedirle que retire a su hombre del ojo espía.

II.
John Silence miró sobresaltado, pues el señor Mudge estaba de espaldas a la puerta, y no había ningún espejo. Vio el ojo café de Barker pegado al pequeño círculo de vidrio, y cruzó la habitación sin hablar y de golpe bajó la negra persiana provista para ese propósito, y luego oyó a Barker alejarse arrastrando los pies por el pasadizo.

-Ahora -continuó el pequeño hombre en la silla-, puedo continuar. Usted ha logrado ponerme completamente cómodo, y siento que podría contarle mi caso completo sin vergüenza o reserva. Usted entenderá. Pero deberá ser paciente conmigo si me extiendo en detalles que para usted ya son familiares... detalles del espacio superior, o sea... si parezco estúpido tratando de describir cosas que trascienden el poder del lenguaje y son realmente por lo mismo, indescriptibles.
-Mi querido amigo -añadió el otro calmadamente-, eso no necesita decirlo. Conocer el espacio superior es una experiencia que desafía cualquier descripción, y uno se ve obligado a hacer uso de símbolos más o menos inteligibles. Pero, por favor, proceda. Sus intensos pensamientos me dirán más que sus vacilantes palabras.

Un inmenso suspiro de alivio le llegó desde la pequeña figura media perdida en las profundidades de la silla. Aquella afinidad inteligente encontrándolo a medio camino era una experiencia nueva, y al instante tocó su corazón. Se reclinó hacia atrás, relajando su fuerte asidero de los brazos, y comenzó en su voz delgada y escamosa.
-Mi madre era francesa y mi padre un barquero de Essex -dijo abruptamente-. De ahí mi nombre... Racine y Mudge. Mi padre murió aún antes de que lo viera. Mi madre heredó dinero de sus parientes de Bordeaux, y cuando murió, poco después, fui dejado solo con riquezas y una extraña libertad. No tenía cuidadores, fiduciarios, hermanas, hermanos, o cualquier conexión en el mundo que me cuidara. De esta forma, crecí absolutamente sin educación. Todo esto fue en mi beneficio; no aprendí nada de esa basura engañosa que se enseña en los colegios, así que no tenía nada que desaprender cuando desperté a mi amor verdadero... las matemáticas, matemáticas superiores y geometría superior. Sin embargo, parecía conocerlas instintivamente. Era como el recuerdo de algo que había estudiado profundamente antes; los principios estaban en mi sangre, y simplemente corrían a través de las etapas ordinarias, y más allá, y luego hice lo mismo con la geometría. Luego, cuando leía los libros de estas materias, comprendía cuán ligero y fielmente el conocimiento había retornado a mí. Simplemente era memoria. Era simplemente recolectar los recuerdos de lo que había sabido antes, en una existencia previa y no requería de libros para enseñarme.

En su creciente entusiasmo, el señor Mudge trataba de arrastrar la silla hacia delante, algo más cerca de su oyente, y luego sonreía débilmente al resignarse instantáneamente a su inmovilidad, y se sumergía nuevamente al relato de su extrañan "enfermedad".
-Las audaces especulaciones de Bolilla, las sorprendentes teorías de Gauss... que a través de un punto más de una línea podía ser trazada paralela a la línea dada; la posibilidad de que los ángulos de un triángulo fueran en conjunto mayor que dos ángulos rectos, si es que eran dibujadas sobre inmensas curvaturas... las intuiciones de Beltrami y Lobatchewsky... a través de todas estas me apresuré y emergí, jadeante pero insatisfecho, sobre el límite de mi... mundo, mis posibilidades de espacio superior... en una palabra, ¡mi enfermedad!

Cómo llegué hasta allí -retomó luego de una breve pausa, durante la cual pareció haber estado esperando un sonido que se acercaba-, es más que lo que puedo poner en palabras inteligibles. Sólo puedo esperar dejar su mente con una comprensión intuitiva de la posibilidad de lo que digo.- Aquí, sin embargo, se introdujo un cambio. En este punto ya no estaba absorbiendo los frutos de los estudios que había realizado anteriormente; era el comienzo de nuevos esfuerzos por aprender por primera vez, y tenía que ir lenta y laboriosamente a través de un trabajo terrible. Aquí busqué en las teorías y especulaciones de otros. Sin embargo, los libros eran muy pocos y muy espaciados, y, con la excepción de un hombre_un "soñador", como el mundo lo llamaba... cuya audacia y penetrante intuición me sorprendieron y me encantaron más allá de toda descripción, no encontré a nadie que me guiara o ayudara.

Por supuesto que usted, doctor Silence, comprende algo de hacia dónde me estoy dirigiendo con estas titubeantes palabras, aunque no pueda quizá todavía adivinar a qué profundidades de dolor me llevó mi nuevo conocimiento, ni por qué una relación con una nueva dimensión del espacio pudo resultar una fuente de misterio y terror.

El señor Mudge, recordando que la silla no se movería, hizo lo mejor que pudo en su deseo de acercarse al hombre atento que lo encaraba, y se inclinó hacia adelante sobre el borde mismo de los cojines, cruzando sus piernas y gesticulando con ambas manos como mirando esta región del nuevo espacio que estaba intentando describir, y pudiera en cualquier momento saltar dentro de él desde el borde de la silla y perderse de vista. John Silence, separado de él por tres ases, se mantenía con los ojos fijos sobre la pálida cara de enfrente, reparando en cada palabra y gesto con una profunda atención.

-Esta habitación donde estamos sentados, doctor Silence, tiene un lado abierto al espacio... al espacio superior. Una caja cerrada sólo parece cerrada. Existe una entrada y una salida de una burbuja de jabón, sin romper la membrana.
-No me dice nada nuevo interpuso gentilmente el doctor.
-Por lo tanto, si el espacio superior existe y nuestro mundo limita con él y se encuentra parcialmente en él, necesariamente se concluye que nosotros sólo vemos porciones de los objetos. Jamás vemos su forma real y completa. Vemos tres dimensiones, pero no la cuarta. La nueva dirección se encuentra escondida para nosotros, y cuando sostengo este libro y muevo mi mano alrededor de él, no he hecho realmente el circuito completo. Sólo percibimos aquellas porciones de cualquier objeto que exista en nuestras tres dimensiones, el resto se nos escapa. Sin embargo, una vez aprendido a ver en espacio superior, todos los objetos aparecerán como realmente son. ¡Sólo que por lo mismo serán difícilmente reconocibles! Ahora puede comenzar a comprender hacia dónde me dirijo
-Comienzo a comprender algo de lo que usted debe haber sufrido -observó conciliadoramente el doctor- puesto que yo mismo viví experimentos similares, sólo que me detuve justo a tiempo....
-Usted es el único hombre en el mundo que me puede comprender, y compadecer -exclamó el señor Mudge, asiendo su mano y sosteniéndola fuertemente mientras hablaba. La silla clavada prevenía mayores entusiasmos.
-Bueno -continuó luego de una pausa momentánea- me procuré con los implementos y los cubos de colores para la experimentación práctica, y seguí las instrucciones cuidadosamente hasta que llegué a una concepción imaginaria del espacio en cuatro dimensiones. Al tesaracto, la figura cuyas fronteras son cubos, lo conocía de memoria. Me refiero a que lo conocía y lo veía mentalmente, pues mi ojo, por supuesto, jamás podría admitir una nueva medida, ni podrían mis manos o mis pies manejarla.

-De esta forma, al menos agregó, haciendo una mueca de desagrado-pensé que había llegado a la etapa en la que podía imaginar en una nueva dimensión. Era capaz de concebir la forma de una nueva figura que es intrínsecamente diferente a todo lo que conocemos... la forma del tesaracto. Podía percibir en cuatro dimensiones. De esta forma, cuando observaba un cubo, podía ver todos sus lados al instante. Su área superior no estaba reducida, ni su lado más distante ni la base invisible. Veía el todo plano, por así decirlo. Más aún, también veía su contenido... su interior.
-¿No fue usted capaz de entrar a este nuevo mundo? -interrumpió el doctor Silence.
-No entonces. Sólo era capaz de concebir intuitivamente cómo sería y cómo debería realmente verse. Más tarde, cuando me deslicé allí y vi los objetos en su completitud, ilimitados por la insuficiencia de nuestras pobres tres medidas, casi estuve a punto de perder mi vida. Pues usted sabe, el espacio no se detiene en una única nueva dimensión, la cuarta. Se extiende a todas las nuevas posibles, y debemos imaginarlo como conteniendo un número infinito de nuevas dimensiones. En otras palabras, no hay un espacio, sino sólo una condición. Pero, mientras tanto, he llegado a comprender el extraño hecho de que los objetos en nuestro mundo normal se nos presentan sólo parcialmente.

El señor Mudge se adelantó aún más en la silla balanceándose peligrosamente en el mismo borde de ésta.
-Desde este punto de partida -retomó- comencé mis estudios y experimentos, y los continué por años. Tenía dinero, y no tenía amigos. Vivía en soledad y experimentaba. Mi intelecto, por supuesto, tenía poco espacio en el trabajo, pues intelectualmente era impensable. Nunca se había visto más claramente demostrada la limitación de la mera razón. Fue místicamente, intuitivamente, espiritualmente como empecé a avanzar. Y lo que aprendí, sabía e hice, es imposible de poner en palabras, pues describen experiencias que trascienden las experiencias de los hombres. Son sólo algunos de los resultados los que usted llamaría los síntomas de mi enfermedad los que puedo entregarle, e incluso estos pueden muchas veces parecer contradicciones absurdas y paradojas imposibles.

-Sólo puedo decirle, doctor Silence -repentinamente sus maneras se volvieron graves- que a veces he llegado a una posición en que todos los grandes misterios del mundo se tornaron comprensibles para mí, y comprendí lo que en los libros de Yoga llaman "La Gran Herejía de la Separatividad"; porqué los grandes maestros han urgido la necesidad de que el hombre ame a su prójimo como a sí mismo; cómo los hombres son realmente uno; y porqué la pérdida absoluta de uno mismo es necesaria para la salvación y el descubrimiento de la vida verdadera del alma.

Se detuvo un instante y tomó aliento.

-Sus especulaciones fueron las mías hace mucho tiempo atrás -dijo el doctor tranquilamente-. Me doy completamente cuenta de la fuerza de sus palabras. Sin duda los hombres no están del todo separados... en el sentido que ellos imaginan.
-Todo lo referente a este espacio aún más elevado sólo lo concebía oscuramente, por supuesto, -prosiguió el otro, elevando nuevamente su voz a tirones-; pero lo que me sucedió fue el accidente más insignificante... un desastre simple... de, oh, Dios, ¿cómo decirlo?...
Balbuceó y mostró evidentes signos de ansiedad.
-Simplemente fue esto -retomó con súbita prisa en sus palabras-, que, accidentalmente, como resultado de mis años de experimentación, un día me deslicé corporalmente hacia el próximo mundo, el mundo de las cuatro dimensiones, sin saber precisamente cómo había llegado allí, o cómo podría regresar. Descubrí que mi cuerpo ordinario en tres dimensiones, no era más que una expresión... una proyección parcial... ¡de mi cuerpo superior en cuatro dimensiones!
-Ahora comprenderá lo que mencioné hace un rato en nuestra conversación, cuando hablé del azar. No puedo controlar mi entrada o salida. Algunas personas, algunas atmósferas humanas, ciertas fuerzas errantes, pensamientos, incluso deseos... la radiación de ciertas combinaciones de colores, y sobretodo, las vibraciones de ciertos tipos de música, me arrojan a un estado que sólo puedo describir como una vibración interna, terrorífica e intensa... ¡y repentinamente me disparo! ¡Lejos, en dirección de todos los ángulos rectos de nuestras direcciones conocidas! ¡Lejos, en la dirección que toma un cubo cuando comienza a trazar los contornos de una nueva figura, el tesaracto! ¡Lejos, hacia mi espacio superior, intenso y semi divino!¡Lejos, dentro de mí mismo, dentro del mundo de las cuatro dimensiones!

Quedó sin aliento y se dejó caer en las profundidades de la silla inmóvil.

-Y allí -murmuró, su voz surgiendo de entre los cojines- allí debo quedarme hasta que dichas vibraciones cesen, o hasta que hagan algo, que no puedo encontrar las palabras para describir de forma apropiada o inteligible para usted_y entonces, de repente, estoy de vuelta nuevamente. Primero, desaparezco. Luego reaparezco. Sólo que- suspiró- no puedo controlar mi entrada ni mi salida.
-Perfecto -exclamó el doctor Silence- , y por eso hace unos pocos....
-Por eso hace pocos momentos- interrumpió el señor Mudge, quitándole las palabras de la boca-, me encontró ido, y luego me vio retornar. La música de esa funesta banda Alemana me empujó. Sus intensos pensamientos sobre mí me trajeron de vuelta... cuando la banda hubo terminado su Wagner. Lo vi aproximarse al agujero y vi más tarde la intención de Barker de hacer lo mismo. Para mí ningún interior está oculto. Yo veo dentro. Cuando estoy en ese estado los contenidos de su mente, así como los de su cuerpo, están abiertos a mí como el día. ¡OH Dios, oh Dios, oh Dios!

El señor Mudge se detuvo y enjuagó su frente. Un ligero estremecimiento recorrió la superficie de su pequeño cuerpo, como el viento sobre el pastizal. Aún se aferraba fuertemente a los brazos de la silla.
-Al principio -continuó-, mis nuevas experiencias eran tan gráficamente interesantes que no me sentí alarmado. No había espacio para eso. El miedo vino poco después.
-¿Entonces, usted realmente penetró en ese estado, lo suficientemente lejos como para experienciarse a sí mismo como una parte normal de él? -preguntó el doctor, acercándose, profundamente interesado.
El señor Mudge asintió con su rostro sudoroso como respuesta.
-Lo hice -murmuró-, indudablemente lo hice. Ya llegaré a eso. Comenzó primero por la noche, cuando me di cuenta que el sueño no se acompañaba de la pérdida de conciencia...
-El espíritu, por supuesto, nunca duerme. Sólo el cuerpo se vuelve inconsciente -agregó John Silence.
-Si, sabemos eso... teóricamente. Durante la noche, por supuesto, el espíritu se encuentra activo en alguna otra parte, y nosotros no conservamos recuerdos acerca del dónde ni del cómo, porque simplemente el cerebro se queda atrás y no recibe ningún registro. Pero me di cuenta que, mientras me mantenía conciente, también retenía la memoria. Había alcanzado el estado de conciencia continua, pues en las noches, con los primeros signos de somnolencia, entraba nolens volens al mundo de cuatro dimensiones.

Durante un tiempo esto sucedía frecuentemente, y no podía controlarlo; aunque más tarde descubrí un modo de regularlo mejor. Aparentemente el sueño es innecesario para el cuerpo superior... el tetradimensional. Sí, posiblemente. Sin embargo, hubiera preferido infinitamente el sueño insulso al conocimiento. Puesto que, incapaz de controlar mis movimientos, vagaba de allá para acá, atraído, debido a mi desarrollo parcial y prematura llegada, hacia partes de este nuevo mundo que me alarmaban más y más. Era la horrible desolación y el flujo de un mundo monstruoso, tan absolutamente distinto a todo lo que conocemos y vemos, que ni siquiera puedo dar una pista de la naturaleza de las visiones y objetos y seres en él. Más que eso, no puedo ni siquiera recordarlos. No puedo imaginármelos ahora ni para mí mismo, sino que sólo puedo evocar los recuerdos de la impresión que dejaron sobre mí, el horror y el devastador terror de todo eso. Estar en varios lugares a la vez, por ejemplo...

-Perfectamente -interrumpió John Silence, dándose cuenta del aumento de excitación del otro-, comprendo exactamente. Pero ahora, por favor, cuénteme algo más de este temor que experimentaba, y cómo lo afectó.
-No es desaparecer y reaparecer per se lo que me afecta -continuó el señor Mudge-, tanto como otras cosas. Es ver a la gente y los objetos en su extraña completitud, en sus formas reales y completas, eso es lo angustiante. Me he introducido a un mundo de monstruos. Caballos, perros, gatos, a todos los quería; personas, árboles, niños; todo lo que había considerado hermoso en la vida... todo, desde el rostro humano hasta una catedral... se me aparecía en un aspecto y forma diferente a todo lo que había conocido antes. En vez de ver su forma parcial en tres dimensiones, las veía completas... en cuatro. Tal vez no pueda explicarle por qué esto sería terrible, pero le aseguro que así es. Escuchar la voz humana proveniente de esta novedosa apariencia que difícilmente reconocía como un cuerpo humano, es espantoso, simplemente espantoso. Poder ver en el interior de todo y todos es una forma de discernimiento particularmente angustiosa. Estar tan confundido geográficamente como para encontrarme en un momento en el Polo Norte, y al siguiente en Claphan Junction... o posiblemente en ambos sitios a la vez..., es absurdamente terrorífico. Su imaginación le suministrará prontamente otros detalles sin multiplicar yo ahora mis experiencias. Pero usted no tiene idea lo que todo esto significa, y cómo sufro.

El señor Mudge interrumpió su jadeante recuento y se reclinó en la silla. Aún se aferraba fuertemente a los brazos como si pudieran mantenerlo en el mundo de la cordura y las tres dimensiones, y sólo una que otra vez soltaba su mano izquierda para enjuagar su rostro. Se veía muy delgado y pálido y extrañamente insubstancial, y observaba a su alrededor como si mirara a este otro espacio, sobre el cual había estado hablando.

John Silence también se sentía animado. Había escuchado cada palabra y había tomado muchas notas. La presencia de este hombre producía un efecto vivificante sobre él. Parecía como si el señor Mudge aún llevara consigo algo de aquella intensa condición del espacio superior que había estado describiendo. De cualquier forma, el doctor Silence había avanzado por sí mismo lo suficientemente lejos para darse cuenta que las visiones de esta extraordinaria y pequeña persona, tenían una base de verdad en su origen.

III.
Luego de una pausa que se prolongó por minutos, cruzó la habitación y abrió un cajón de su librero, sacando un pequeño libro de cubierta roja. Tenía un candado, y sacó una llave de su bolsillo y procedió a abrir las cubiertas. El brillo en los ojos del señor Mudge no lo dejó ni por un solo segundo.

-Señor Mudge -dijo por fin-, casi me parece una lástima curarlo. Usted está camino a descubrir grandes cosas. Aunque pudiera perder la vida en este proceso... me refiero a la vida acá, en el mundo de las tres dimensiones... no perdería, por lo mismo, nada de gran valor... perdone mi aparente rudeza, lo sé... pero podría ganar algo que es infinitamente superior. Su sufrimiento, por supuesto, se encuentra en el hecho de que usted alterna entre dos mundos y no está nunca completamente en uno u otro. Además, me atrevo a imaginar, aunque no puedo estar seguro de esto a través de ningún experimento personal, que usted incluso ha penetrado aquí y allá a un espacio de más de cuatro dimensiones, y de esta forma, ha experimentado el terror al que se refiere.

El sudoroso hijo del barquero de Essex y de una mujer de Normandía inclinó su cabeza varias veces asintiendo, pero no pronunció ninguna palabra como respuesta.

-Alguna extraña predisposición psíquica, que data sin duda de alguna de sus vidas pasadas, ha favorecido el desarrollo de su "enfermedad"; y el hecho de que usted no haya tenido un entrenamiento normal en la escuela o la universidad, que no esté guiado por el pobre intelecto hacia el culs de sac, falsamente llamado conocimiento, ha causado su excesivamente rápido movimiento a lo largo de las líneas directas de la experiencia interna. Nada del conocimiento que ha presagiado ha venido a usted a través de los sentidos, por cierto.

El señor Mudge, sentado en su silla inamovible, comenzó a estremecerse débilmente. Nuevamente pareció como si una brisa pasara sobre su superficie y como si de nuevo lo pusiera curiosamente en movimiento, como una pradera.
-Usted habla solamente para ganar tiempo -dijo con voz presurosa y titubeante-. Este pensamiento en voz alta nos demora. Vislumbro hacia dónde se dirige, por favor, apresúrese, porque algo va a suceder. Nuevamente una banda se aproxima por la calle, y si interpretan...si interpretan Wagner....saldré disparado en un destello.
-Precisamente. Seré rápido. Me dirigía al punto de cómo llevar a cabo su cura. Esta es la manera: simplemente debe aprender a bloquear las entradas... prevenir que los centros actúen.
-¡Es verdad, absolutamente verdad! -exclamó el hombrecito, evadiendo las profundidades de la silla-. ¿Pero cómo, en nombre del espacio, cómo puede eso lograrse?
-Mediante la concentración. Todos estos centros se encuentran dentro de usted, a pesar de que sean causas exteriores como el color, la música y otros elementos, los que lo guían hacia ellos. No puede esperar destruir estos elementos externos, sin embargo, una vez que las entradas están bloqueadas, le guiarán sólo hacia murallas de ladrillo y canales clausurados. No será capaz de encontrar el camino nuevamente.
-¡Rápido, rápido! -gritaba la figura que se sacudía sobre la silla-. ¿Cómo se lleva a cabo esta concentración?
-Este librito -continuó calmadamente el doctor Silence-, le explicará la manera-. Dio unos golpecitos sobre la cubierta-. Ahora, déjeme leerle algunas simples instrucciones y usted nunca más volverá a entrar al estado de espacio superior. Los accesos estarán bloqueados efectivamente.

El señor Mudge se irguió de golpe en su silla para escuchar, y John Silence aclaró su garganta y comenzó a leer lentamente, en un tono de voz muy claro. Mas antes de que hubiera pronunciado una docena de palabras, algo pasó. El sonido de la música de la calle penetró en la habitación a través de los ventiladores, ya que una banda había comenzado a tocar en en callejón de los establos, en la parte trasera de la casa... era la Marcha del Tannhäuser. Puede parecer muy extraño que una banda alemana aparezca dos veces dentro del lapso de una hora, en los mismos callejones y tocara Wagner, sin embargo, ese era el caso. El señor Racine Mudge la oyó. Lanzó un grito agudo y chirriante y nerviosamente enroscó sus brazos alrededor de la silla. Una mirada que daba pena y que no estaba lejos de las lágrimas se extendió sobre su pálido rostro. Grises sombras lo siguieron... el gris del miedo. Comenzó a luchar convulsionadamente.

¡Sujéteme firme! ¡Atrápeme! Por el amor de Dios, ¡manténgame aquí! Ya estoy en camino. ¡Oh, es espantoso! -gritó en tonos de angustia, su voz tan delgada como un junco.

El doctor Silence se precipitó hacia adelante para atraparlo, sin embargo, en un destello, antes de que pudiera cubrir el espacio entre ellos, el señor Racine Mudge, gritando y luchando, pareció dispararse hacia lo invisible. Desapareció como una flecha lanzada por un arco a una velocidad infinita, y su voz ya no resonaba en el aire externo, sino que de alguna curiosa manera, parecía hacerse audible a través de las profundidades del ser del propio doctor. Era casi como un débil cántico en su cabeza, como la voz de un sueño, una voz de visiones e irrealidad.

-¡Alcohol, alcohol! -gritaba débilmente, a la distancia- ¡deme alcohol! Es la manera más rápida. ¡Alcohol, antes de que esté fuera de alcance!

El doctor, acostumbrado a las decisiones rápidas y acciones aún más rápidas, recordó que había una botella de brandy sobre la mesa, y en menos de un segundo la había cogido y la sostenía hacia el espacio sobre la silla, recientemente ocupado por un visible Mudge. Pero, frente a sus propios ojos, y mucho antes de que pudiera abrir la tapa metálica, vio que el contenido del frasco cerrado se hundía y disminuía como si alguien estuviera bebiendo su licor con violencia y avidez.

-¡Gracias!¡Suficiente! ¡Espanta las vibraciones! -clamó la vocecita en su interior, mientras retiraba el frasco y lo restablecía sobre la mesa. Comprendió que la actual condición de un lado de la botella estaba abierta al espacio y que él podía beber sin remover la tapa. Difícilmente hubiera podido obtener una prueba más interesante acerca de lo que había estado escuchando, descrito en tal detalle.

Pero al momento siguiente... casi parecía que al mismo tiempo... , la banda alemana se detuvo a la mitad de su tonada... ¡y ahí estaba el señor Mudge, de regreso nuevamente en su silla, resollando y jadeando!
-¡Rápido! -chilló- ¡detenga a la banda!¡Envíelos lejos! ¡Sujéteme! ¡Bloquee las entradas! ¡Bloquee las entradas! ¡Deme el libro rojo! ¡¡¡¡Oh, oh, oh h h h!!!!
La música había comenzado nuevamente. Sólo había sido una interrupción momentánea. La Marcha del Tannhäuser había comenzado nuevamente, esta vez a un ritmo tremendo que la hacía sonar como un rápido paso doble, como si los instrumentos tocaran contra el tiempo. Sin embargo, la breve interrupción dio al doctor Silence un momento para reunir sus pensamientos disgregados, y antes que la banda hubiera llegado a la mitad del compás, se había precipitado sobre la silla y sujetaba al señor Racine Mudge, la pequeña víctima del espacio superior, en un abrazo de hierro. Sus brazos rodearon su diminuta persona, tomando al mismo tiempo una buena parte de la silla. Si bien no era un hombre grande, pareció sofocar por completo a Mudge.

Sin embargo, incluso mientras actuaba de esta manera, sintiendo la agitación bajo suyo, comenzó a deshacerse y a deslizarse como el aire o el agua. De algún modo, la madera del brazo de la silla se desenredaba de entre sus propios brazos y los del señor Mudge. Se llevó a cabo el fenómeno conocido como el paso de la materia a través de la materia. El hombrecito parecía estar realmente fundido con el ser del otro. El doctor Silence sólo pudo ver la cara por debajo suyo. Se arrugó y se volvió gris como debido a un gran esfuerzo interno. Oyó la delgada y fina voz clamando en su oído: "¡Bloquee las entradas, bloquee las entradas!. Y luego....pero, ¿cómo en el mundo describir aquello que es indescriptible?
John Silence se paró para observar. Racine Mudge, su rostro distorsionado más allá de todo reconocimiento, estaba haciendo un maravilloso movimiento hacia adentro, como si se contrajera sobre sí mismo. Se volvió como un embudo, como agua en un remolineante torbellino, y luego pareció quebrarse como se quiebra un reflejo y se divide, en la distorsión de un espejo convexo. No se movió ni hacia adelante ni hacia atrás, ni hacia la izquierda ni a la derecha, ni arriba ni abajo. Pero se fue. Se fue completamente. Simplemente se esfumó de la vista, como un proyectil desvaneciéndose.

-¡Todo menos una pierna! -El doctor Silence sólo tuvo el tiempo y la presencia de mente para sujetar el tobillo izquierdo y la bota del desaparecido, y a esto se aferró durante algunos segundos como a la torva muerte. Sin embargo, todo el tiempo supo que era algo estúpido e inútil. El pie estaba en su control por un momento, y al siguiente parecía... esta era la única manera que podía describirlo... estar dentro de su propia piel y huesos, y al mismo tiempo fuera de su mano y en todo su alrededor. De alguna manera sorprendente, parecía estar mezclada con su propia carne y sangre. Luego se había ido, y él se encontraba asiendo fuertemente sólo una corriente de aire tibio.

-¡Ido!¡Ido!¡Ido!-gritaba una débil y susurrante voz en algún lugar dentro de su propia conciencia. ¡Perdido!¡Perdido!¡Perdido!-repetía, haciéndose cada vez más débil hasta que finalmente se desvaneció en la nada, y los últimos signos del señor Racine Mudge se desvanecieron con ella.

John Silence cerró su libro rojo y lo repuso en el gabinete, el cual aseguró con un clic, y cuando Barker acudió al campanilleo, le preguntó si el señor Mudge había dejado una tarjeta sobre la mesa. Aparentemente lo había hecho, y cuando el sirviente regresó con ella el doctor Silence leyó la dirección y tomó nota de ella. Era en el norte de Londres.
-El señor Mudge se ha ido -le dijo tranquilamente a Barker, notando su expresión de alarma.
-No se ha llevado su sombrero, señor.
-El señor Mudge no necesita un sombrero donde se encuentra ahora -continuó el doctor, agachándose para atizar el fuego-. Pero podría regresar por él...
-¿Y el paraguas, señor?
-Y el paraguas.
-Si me lo permite, señor, él no salió por mi camino -tartamudeó el sorprendido sirviente, su curiosidad superando el nerviosismo.
-El señor Mudge tiene sus propias maneras de ir y venir, y las prefiere. Si llega a regresar por la puerta en cualquier momento, recuerda traérmelo inmediatamente, y se amable y gentil con él y no le hagas preguntas. Además, Barker, recuerda pensar agradablemente, compasivamente, afectuosamente en él mientras se encuentra ausente. El señor Mudge es un caballero que sufre mucho.

Barker hizo una reverencia y salió de la habitación de espaldas, jadeando y palpando dentro de su cuello con tres dedos de una mano, muy calientes.
Fue dos días después cuando trajo un telegrama al estudio. El doctor Silence lo abrió y leyó lo siguiente:

Bombay. Recién deslizado fuera nuevamente. A salvo. Entradas bloqueadas. Mil gracias. Dirección Cooks, Londres." MUDGE.

El doctor Silence levantó la mirada y vio a Barker mirándolo perplejamente. Se le ocurrió que de alguna manera conocía el contenido del telegrama.
-Haga un paquete con las cosas del señor Mudge -dijo brevemente-, y envíalas a Thomas Cook e Hijos, Ludgate Circus. Y envíalas allí en exactamente un mes a partir de hoy, marcada "Para ser reclamada".
-Sí, señor -dijo Baker, abandonado la sala con un suspiro profundo y echando una rápida mirada al papelero, donde su amo había tirado el papel color rosa".

Algernon Blackwood

martes, 22 de septiembre de 2015

"La Verdad del Caso de Iscariote"

"Su sombra, curvándose en el terreno desigual, se alargaba detrás de él, y en la quietud soporífera de la tarde sólo se oían los murmullos vagamente dísonos de la ciudad, y las ráfagas caliginosas que luego de agitar los vergeles y los gallardos sicomoros erguidos a las márgenes del Cedrón, venían a estremecer el desbordamiento gris de su barba y a turbar sus meditaciones. Aquellas tibias ráfagas henchidas de aromas le recordaban los alientos capitosos de Marta y de María la de Magdal.

Había salido de Jerusalén después de la colación de mediodía por la puerta de Efraím, ansioso de expandir en la soledad la turbulencia de sus ideas. Y marchaba con lentos pasos, abatida la cabeza, que sólo de tiempo en tiempo alzaba para mirar a su diestra la mole del monte Oh- veto y la verde extensión del valle, donde, sobre el reposado ondular, las anémonas y los lirios abríanse como un florecimiento de purezas.

Su pensamiento, saltando los sucesos cercanos, iba hasta la bienhadada hora en que la luz entrando en su espíritu, antes todo tinieblas, habíale hecho abandonar el regalo familiar en su aldea de Karioth, para seguir al sublime maestro. Andaba, andaba, olvidando con sus meditaciones las fatigas de su cuerpo. Y sus pensamientos eran una bendición para los ojos de su materia que habían visto los prodigios de leprosos sanados y de muertos alzados con vidas de sus tumbas, y era un epinicio para los ojos de su alma, que habían logrado conocer en el nazareno enfermizo, de laberíntico platicar y de carácter extraño que iba desde la mansedumbre máxima hasta las iracundas violencias, al hijo de Aquel que en el Cielo todo lo creó y todo desde allí lo rige. Andaba, andaba, y cuando sus pies descalzos se hundían en las pequeñas abras del camino, la túnica, estremeciéndose, acusaba su musculatura viril, y en la bolsa cantaban argentinamente los siglos, oblaciones hechas a la divina compañía por las caritativas mujeres.

Al fin sentóse a reposar, y mientras miraba lejos de él, hacia la puerta de los Rébanos, un fariseo que lanzaba con su honda guijarros a un águila mientras ésta describía rápidas espirales imperfectas en torno del cadáver de una alimaña, un anciano, cuya llegada no advirtiera, sentóse en un peñasco próximo y le saludó con la palabra Paz.

–Sea la paz contigo, hermano.

Y hablaron. El anciano habló al apóstol, con segura voz impregnada de sabiduría, de todas las ciencias, de todas las artes, de todas las filosofías, afirmándole conocer otras lenguas que él, sólo sabedor de la aramea, no sospechaba que existiesen. Y en tanto que de los labios desconocidos fluía la plática, el tesorero divino se preguntaba si rio sería la conversión de aquel hombre de figura majestuosa y de talento profundo como el Tiberiades y caudaloso como el Hinnon, el mejor tesoro que pudiera ofrendarle al maestro.

–¿Eres escriba?... ¿No? Entonces descarrías –como el rebaño que desoyendo las voces del pastor que le muestra la buena senda con su lanza, se precipita en los barrancos– las luces que te dio el Padre del que es mi maestro, siguiendo las idólatras falsedades de los Nicolaístas, de los Gnósticos o de los Simoníacos.

El viejo movía negativamente la cabeza. Y el santo no veía en sus ojos un sulfúreo brillo, ni en su frente, bajo los largos cabellos nazarenos, la insinuación de dos protuberancias córneas, ni veía en la tierra que hollaban sus pies las marcas bisulcas de unos cascos de macho cabrío.

–Mi religión no te es conocida. ¿Crees que el mundo está entre tu aldea y el mar Muerto y entre el monte del Mal Consejo y el mar de Mármara? El mundo es inmenso y hay en él muchos hombres y muchos dioses.
–No hay más Dios que uno: el Galileo es su hijo y deber creer en él. Ha ordenado a las aguas, ha multiplicado los alimentos y ha vuelto la vida a cuerpos ya pútridos.
–Tu Dios es de debilidad. Si es fuerte y todopoderoso, por qué no aniquiló a los escribas y a los saduceos que se burlaron de él cuando les dijo en el pórtico del templo que era el hijo de Dios? ¿Por qué no convierte a los judíos que le llaman impostor y se niegan a reconocerle por el Mesías?
–Porque nuestra religión no ama el rigor, sino la fraternidad. Pero oyéndole, muchos han visto la luz y han besado sus pies y le han llamado por su nombre: Hijo del verdadero Dios.
–Sólo ha convertido a débiles y a mujeres. Y él, que reverencia a su Padre, ha obligado a otros hijos a que abandonen hermanos y deudos para seguirle. Pudiendo hacer el mundo perfecto, ha hecho que los animales para vivir se tengan que devorar los unos a los otros, Ama la adulación y se deja ungir los pies con perfumes, permitiendo que Juan y Jacobo murmuren de ti, porque propusiste la venta de ese sándalo para repartir a los menesterosos el producto... En vuestra peregrinación nada habéis hecho de divino. Esos milagros son naturales, y llegará el día en que sean comprensibles para todos los hombres. Los convertidos por vuestras predicaciones son pobres de espíritu, y por cada varón que habéis arrancado a Tyro y a Sidón y a Samaria, han olvidado el culto de sus hogares muchas mujeres para quienes la divinidad de tu maestro sólo está en la barba rizada, en la elocuencia de sus frases, en los amplios ademanes imperativos y en el fuego de sus miradas que habla de otros fuegos concupiscentes.
–¡Herejía, herejía!

Y mientras en la quietud vesperal temblaban los acentos demoledores, Judas meditaba cómo aquel viejo sabía las calumnias de que era víctima por parte de Jacobo y de Juan, Insinuó el desconocido:

–Y si es ciertamente el Salvador, las Escrituras no podrán cumplirse: Santiago, Juan, Felipe, Mateo y Andrés han tenido tentaciones y se han negado a vender al Galileo. Hasta ahora, vuestra religión es sólo de vanidad y de triunfo. Falta la profetizada acción de mansedumbre; falta que el Galileo, que ya ha demostrado ser un gran hombre, muestre a sus enemigos y a su propio rebaño que es Dios.
–¡Es Dios! Es el hijo de Dios, y con el Santo Espíritu es uno solo. No hay más Dios que él y siendo tres es uno siendo uno domina todo el Universo.

Y encendida en el fuego de la fe su mirada húmeda, buen Judas narró cómo con la sola virtud de su palabra había el hijo de María alzado de la tumba a Lázaro y al unigénito de Jairo. Y sin amedrentarse por la sonrisa fosforescente y gentílica del viejo, refirióle, una a una, las sorprendentes parábolas del convite de los judíos, de la perla, del Samaritano y la del trigo y la cizaña, Y aun, sin hacer caso del incrédulo musitar, le dijo cómo siendo un niño había triunfado con su sapiencia de la de los doctores y cómo en la puerta del templo había respondido a la salutación de un mendigo tullido con estas milagrosas palabras: “No tengo oro ni plata, pero te doy lo que poseo: levántate, que ya estás sano.”

Pero el viejo seguía murmurando:

–El mundo se quedará sin redimir, porque los discípulos del Galileo son egoístas. Oseas, Jonás, Amós, Ezechiel y Elías habrán mentido, y los hombres no serán redimidos por el que se llama redentor.

De la ciudad, pasando por Gethsemaní, partía una caravana. En la penumbra vespertina, la larga fila de camellos, graves y deformes, aparecía velada por el polvo que alzaba el múltiple pisar. Y las ráfagas abrasadoras del desierto, que se refrescaban al besar los vergeles, acercaban las voces de los beduinos y el ruf-ruf de un pandero con el que uno de los viandantes distraía la marcha.

Obseso por la tenaz afirmación del desconocido, aseguró Judas:

–El mundo será redimido. Los profetas no quedarán como impostores. Jesús de Nazareth, el hijo de Dios, morirá por todos los hombres que han sido y por los que han de ser y por los que son.

Entonces el viejo, arrodillándose súbitamente, besó los pies del apóstol. Lágrimas de júbilo ponían, como las noches serenas en los campos, gotas transparentes en la ola de su barba gris. (Judas no veía sus negras alas, ni sus patas de caprípedo, ni sus córneos abultamientos.) Y su voz era tremolada por los sollozos cuando dijo:

–¡Oh, tú eres el único generoso y bueno Judas! Dio, te coloca a su diestra porque tú vas a ser instrumento para que la redención se realice... Tú has desoído la voz del orgullo que te aconsejaba anteponer el prestigio de tu nombre a la salvación de la humanidad... Tú venderás al maestro para que no muera como simple criatura, sino como Dios. Y porque no sean imposturas los vaticinios y porque la voluntad de Dios, el que es padre de tu maestro, se cumpla te expondrás a que la multitud ignara te moteje de infiel... Sí, yo me convierto a la religión única. La luz ha entrado en mi espíritu al igual de una espada que hiere. Tu acción sublime me hace reconocer a Dios, Le venderás y será el precio de tu acción noble lo que compro la redención del mundo. ¿Qué sería de los hombres sin ti? Sólo tu espíritu abnegado los salva. Eres el discípulo único; el espíritu clarividente sabedor de que preservando de la muerte al cuerpo de Jesús expones a morir a su divinidad. Al venderle, cumples la voluntad del Padre, llevas a término los designios de la vida humana del Hijo y eres brazo del Espíritu Santo que inspiró a los profetas. ¡Oh Judas! Tú eres el redentor... Ve a ver a los príncipes de los judíos, pero dame antes a besar la diestra que ha de sellar el pacto. ¡Oh discípulo noble que no sabes de egoísmo! ¡Oh amado de Dios!

Y entonces fue cuando el buen Judas tendió al anciano, que en la oscuridad sonreía, la mano calumniada y heroica que había de recibir los treinta denarios".

Alfonso Hernández Catá

lunes, 21 de septiembre de 2015

"Un Ojo de Vidrio. Memorias de un Esqueleto"

"Lector:
Cierto día se quedó mirándome una vaca. ¿Que me mirará?, pensé yo; y en aquel instante la vaca bajó la cabeza y siguió comiendo hierba. Ahora ya se que la vaca sólo dijo:

—Bah, total un hombre con anteojos.

Y a lo mejor yo no soy más que lo que vió la vaca. He ahí la alegría de pensar que cuando mi calavera esté al descubierto ya no podrá juzgarme ninguna vaca. La muerte no me asusta, y el mal que le deseo a mi enemigo es que viva hasta sobrevivirse. Yo soy de los que se estrujan la cara para palpar la propia calavera y jamás huyo de los cementerios. Tanto es así que tengo un amigo enterrador en un cementerio de la ciudad. Este amigo mío no es, de hecho, amigo mío; es solamente un objeto de experimentación, un conejillo de indias. Un enterrador sabe siempre muchas cosas y las cuenta con humor. Un enterrador de ciudad que desnuda y descalza a los muertos para surtir las tiendas de ropa de segunda mano, tiene que ser el hombre que le hace falta a un humorista. Un enterrador que saca una buena soldada del oro de los dientes de las calaveras tenía que ser amigo mío.

Este enterrador se tiene por hombre de bien y me cuenta cosas trágicas que hacen reír y me cuenta cosas de reír que dan miedo, y con las sorpresas en su conversación se pasan las horas sin que me dé cuenta. Bueno; el cuento fue que un día tomé el camino del cementerio y encontré al enterrador un poquillo… no sé cómo, y después de hablar mucho me dijo que tenía que contarme en secreto una cosa, siempre que fuese yo un hombre de bien y amigo leal. Me quede un poco acobardado por el miedo a la sorpresa desconocida y, después de cogerme por el hombro y acercarme sus labios podridos a la oreja, me dijo en voz baja:

-¡Encontré unos papeles en una caja...! En una caja que no se de quién sería. El esqueleto tenía en la calavera un ojo de vidrio que me miraba con resentimiento.

Y el enterrador saco de entre el abrigo unos papeles arrugados. El enterrador no sabía leer y me los dio a mí para que se los leyese. Eran trozos de periódico, papeles de fumar... todos numerados, y en el primero campaban estas palabras: “memorias de un esqueleto”.

Aquella letra era trabajosa de leer y estaba escrita con un tizón. Cuando terminé la lectura ya había empezado a anochecer y el enterrador, muy mosqueado, juró que si no fuese por Dios se iba al esqueleto y le destrozaba la calavera con una azada. Me despedí de él y cuando ya iba por la carretera, camino de la ciudad, oí que me llamaba desde la puerta del cementerio.

-¡Oiga, venga aquí!
Y después en voz baja y muy solemnemente me dejó en la oreja esta pregunta:
-Usted, que es médico, ¿no sabría dónde compran ojos de vidrio?
Y por cuatro cuartos me hice dueño del ojo de vidrio y de las memorias.

Las memorias del esqueleto son lo que vais a leer. Escuchad pues a un hombre del otro mundo, rogándoos por adelantado que no me hagáis partícipe de sus ideas. Yo nací, crecí y me hice hombre, y un buen día se me enfermó un ojo. Fui a los médicos y me soplaron un puñado de dinero y a fin de cuentas el ojo sanar sanó, pero me quedó turbio. Por aquel tiempo tenía un gallo tan cariñoso que venía a comer de mi mano. Le llamaban Tenorio. Un día estando yo agachado con los granos de maíz en la palma de las manos se vino hacia mi, despacito, pisando la tierra con aquel aire de señorón hidalgo. Se planta delante de mí, levanta el pescuezo para mirar de cerca, quizá burlonamente, aquel malhadado ojo turbio mío, y pensando que sería algo de comer, me dio un picotazo tan bien dirigido que me dejó tuerto. Ahora sí, los médicos, después de sacarme otro puñado de dinero, me pusieron un ojo de vidrio, tan bien imitado que se movía y todo.

¡A cuántas mujeres embauqué guiñándoles el ojo de vidrio…!

Morí entre cobertores como mueren a menudo los buenos hombres, y bien afeitado y bien peinado y con mi traje de los días de fiesta –que por cierto me lo llevó el enterrador al día siguiente de enterrarme- fui para debajo de los terrones sin que nadie se acordase de quitarme el ojo de vidrio. Tumbado en mi caja de pino reposé muchos días, tantos que perdí la cuenta. Me pudrí pronto y a los pocos días de enterrado empezaron los gusanos a hacerme cosquillas. Es necesario decir que aquí no está permitido presentarse en sociedad con harapos de carne apestosa pegada a los huesos, pues los esqueletos que ni ven ni comen, huelen tan bien como los vivos; así fue que mientras los gusanos no comieron el poco magro que traje, no me pude levantar. Fue una noche de luna llena cuando salí de la cueva por primera vez. Trabajito me costó desentumecer las piernas y cuando me levanté y saqué la cabeza fuera de la tierra me quedé pasmado… Aquel ojo de vidrio que de nada me sirviera en vida me sirve ahora para mirar.

Loco de contento me quité el ojo, le di cuatro besos y lo volví a poner en su sitio. De un brinco salté de la cueva y fui hacia la plaza de los esqueletos. Los esqueletos son tan tontos como las personas. Basta decir que no piensan más que en bailar. Para mi todos los esqueletos son iguales. Me pasa en este mundo de huesos lo que me pasaba en el otro con los negros, que todos me parecían iguales. En cambio ellos, entre si, se conocen bien. Debe de ser porque ellos son ciegos y yo veo. Harto de mirar a mis compañeros bailando como si fuesen osos al son de la “Danza macabra” de Saint Saëns, me aparté de la plaza y me fije en un esqueleto que estaba sentado en un claro y que tenía la calavera ladeada (expresión de tristeza y melancolía en este mundo). Me acerqué a él y miré cómo en el hueco de las caderas tenía escondido un esqueleto pequeñito. Pronto me di cuenta de que era un esqueleto de mujer y le pregunté, cariñoso:

-¿Será usted alguna de las mujeres que mataron en Oseira, Nebra, o Sofán?
-No, señor, no –me respondió-. ¡Yo morí de tristeza!

Después me di cuenta de que en los huesos de la cadera no tenía agujero de bala

- Muy honda debió de ser la tristeza – le dije.
- Si, señor. Morí enamorada del hombre que se pudre bajo esta piedra.

Y mirando la piedra pude leer un epitafio en castellano, y colgando de la cruz vi un retrato con marco de varilla dorada. Era un sargento de bigote orgulloso fumando un puro con anilla. No quise saber más y me fui a acostar. En estos días hay muchos entierros. No se si habrá peste, pues revolución no debe haberla con la cobardía que tienen los vivos. Quizá haya huelga de médicos, aunque no creo que los médicos puedan evitar la muerte. Frente a mi enterraron a uno, y para salir de dudas golpeé su caja.

-¿Hay peste en la ciudad?
-¡Yo qué se!- me contestó una voz como si saliese por una boca llena de gachas. (debe tener ya la lengua podrida)
-¿Entonces usted no sabe de qué murió?
-¿Yo? ¡Yo me pegué un tiro!

Me dieron ganas de reír, pero no pude. Los esqueletos no ríen a carcajadas. El estómago es la fuente de la carcajada, y sin estómago no puede haber carcajada.

-¿Entonces habrá huelga de médicos?
-No hay huelga, no; porque antes de enterrarme dos médicos arremangados como dos carniceros me abrieron la cabeza con un serrucho.

Cerca de mi reposa un zapatero. Me contó sus penas en un tono menor.

-Yo tenía una voz de trueno, una voz que metía miedo de lo honda que era, y en calidad de fenómeno entré como bajo en el orfeón; mas al poco de entrar el director me dijo que desafinaba y tuvieron el cuajo de echarme fuera. Dios me había regalado una buena garganta y no me dio oreja… Tan triste quedé que perdí el color y el fuelle para trabajar, me desgané, enflaquecí y me puse a morir. Todas las noches escuchaba los ensayos del orfeón escondidito en las sombras de la calle, suspirando seguido con el alma dolida. La tristeza fue estrujándome la caja del pecho y en el último ensayo del orfeón se me escapó la vida en un suspiro sutil.

El pobre zapatero murió de añoranza. Por matar el tiempo fui al cementerio civil. Allí no se baila; allí todo es serio. Cuando entré me fui hacia un grupo de esqueletos que estaban escuchando la cantinela de una calavera que tenía una agujero en una sien (calavera de suicida muy siglo XIX). Sus palabras les tenían a todos con la boca abierta; pero en la media hora que estuve escuchándolo ni siquiera pude recoger una idea. Aquel suicida tenía un solo ideal: la República. Yo en el mundo también fui un poco republicano aunque nunca pensé que la República fuese suficiente para gobernar España. Lo que más me hirió de aquella gente fue que no quisiesen hablar gallego, sabiendo que los esqueletos no pueden hablar bien el castellano. No hay vuelta que darle: sin garganta no puede pronunciarse la “j” ni la “g” fuerte.

Oyéndoles decir que el progreso va hacia la unidad tomé la palabra para aclarar que el progreso iba hacia la armonía y que si el progreso fuese hacia esa unidad antipática, antiestética, antinatural y criminal, por encima del progreso está la perfección, y que nosotros, los gallegos, por un deseo de perfección y por una dignidad que ya va siendo dignidad personal, no debíamos consentir que en el habla de nuestros abuelos se expresase sólo la incultura que le debemos al centralismo. En aquel momento me olvidé de que no era hombre ni sujeto de derecho. ¡Ay! Yo ya morí y no soy nada y aún seré menos cuando la tierra me coma del todo. Comprendiendo que estaba en el mundo de los esqueletos, volví a decir:

-¿Cómo queréis hablar castellano si no tenéis garganta?

No acababa todavía de soltar la última palabra cuando un esqueleto estirado y fuerte, tirando de mí, me apartó de aquella reunión diciéndome:

-Vostede facer mal falar con oitocentistas. (Usted hacer mal hablar con ochocentistas)

¡Era un inglés que hablaba gallego! Soy muy amigo del inglés. Juntos paseamos muchas veces. Ayer salimos del cementerio y fuimos por la calle hablando de mil cosas; por cierto que un mozo que iba tocando en el acordeón un pasodoble flamenco, al vernos, tiró el acorrercerdos (así le llamaba yo cuando vivía) y huyó como un relámpago. El inglés y yo saltábamos para echar fuera la risa que teníamos en el alma.

Volviéndonos al cementerio hablamos de la tierra.

¡Mucho hablan de la tierra los vivos! Una cosa es la tierra y otra cosa es el paisaje. Para los vivos la tierra es una cosa muy hermosa por cierto, para los muertos la tierra son las tinieblas. Yo pienso que no moriríamos si la tierra no nos necesitase para echar hierbecitas y florecitas y lucirse a cuenta de los que se pudren. Creo que fue María Guerrero quien en un momento de cursilería y para embaucar a un hato de gallegos tontorrones, le dio un beso a un puñado de tierra gallega. ¡Mejor hubiera sido que besara la costra de un pino o la corteza de un roble! La tierra gallega metida en una olla es como la tierra castellana, pongo por comparación. Los hermanos pinos y los hermanos castaños, que ha de tragar la tierra, esos si que son gallegos. Acabo de descubrir un gran defecto en el inglés. El descubrimiento me ha costado una profunda pena. Parece mentira que un alma tan recta y tan inteligente tenga un humor tan poco noble.

El inglés viene a buscarme casi todos los días a mi tumba y, como yo soy perezoso para levantarme, se entretiene hablando y jugando con el esqueleto de un niño que reposa cerca de mí. Mirad qué clase de juego entretenía al inglés. Le daba un coscorrón en la calavera al chico y se la tiraba al suelo, y después se ponía a saltar. El pobre esqueletito buscaba a tientas la calavera y después se la ponía en su sitio diciéndole al inglés:

-¿Qué mal le hice yo? ¡Estése quieto!

El inglés prometía estarse quieto y enseguida volvía a tirarle la calavera al pobre esqueletito. Y así hizo muchas veces. Cuado me di cuenta de ello me enfrenté al inglés, que me respondió fríamente:

-Yo divertirme mucho. Yo sentir no estar en el otro mundo para dar al chico una esterlina.

Los obreros del mundo quieren las patatas baratas, los labriegos quieren que suban las patatas y hay hombres que no viven de las patatas. Aquí las patatas no son ningún problema; mas por lo que fuimos en el mundo respecto de las patatas, nos dividimos en dos castas. En el camposanto hay un patatero que murió de hambre y que hoy tiene un mausoleo de mármol. Fue un hombre de gran merecimiento en vida; pero ahora es insoportable a fuerza de pensar que no nacerá en el mundo quién lo aventaje como poeta. Otro esqueleto de mausoleo de mármol fue un “americano” que, harto de embaucar a los indios en el Chaco con cuentas de vidrio, murió en olor de santidad, dejando dinero para escuelas y hospitales. Su mausoleo tiene en el pico un símbolo de la Caridad en forma de ama de cría. Este filántropo todavía conserva un bisoñé que me hace saltar de risa.

El filántropo y el poeta se tienen mucha manía. El filántropo dice que el poeta no hizo más que “macanas” (supongo que querrá decir versos). El poeta dice que el filántropo fue un bestia. De esos que “sobre el bien y el mal consultan simplemente el código penal”.

El poeta no tiene mucho seso. Anda siempre pidiendo una calavera prestada para recitar el monólogo de Hamlet, y aún hace más locuras. El filántropo no hace ni dice nada que merezca contarse. Sin dinero tiene muertas todas sus actividades. Ahora ya se por qué el inglés me tenía en tan gran estima. ¡Ya lo veo! Me pidió prestado el ojo; pero yo con dulces palabras y muy buenas razones le dije que no se lo prestaba. Debajo de una cruz de palo mal pintada con herrumbre, reposa un esqueleto que, según dice, fue tan desventurado en el otro mundo como feliz es en éste.

-Yo era criada de servir – me contó- . Aunque no era bonita tenía juventud. Un día se me cayó un diente y cierto demonio de señorito, que andaba detrás de mí, me ofreció dinero para que fuese al dentista. Me miré al espejo y enseguida comprendí cuánto me afeaba aquel hueco en la boca, y tanto revolvió el señorito en mi locura juvenil que me dejé poner el diente… ¡Ay!, aquel diente me costó un hijo; aquel hijo me costo el crédito y cuanto tenía de buena moza. Caí en picado y me encontré con la muerte, sin saber lo que era un traje de seda ni un sorbo de champán. Fea viví, maltratada y golpeada; ahora puedo dormir.

Esta sencilla historieta me dejó entristecido. Me acuerdo de que siendo yo niño llegó mi padre de América. El pobre no trajo más que unos borceguíes viejos y un tarro mediado de bicarbonato; venía enfermo y murió pronto. Siempre lloré el fracaso de mi padre que, en mi admiración de hijo, lo tuve por el más bueno, valiente, inteligente y fuerte del mundo entero. Aquellas tierras lejanas que sorbieron la vida de mi padre fueron muy a menudo malditas por mí. Mi padre era digno de volver sano y millonario. Ayer en la plaza hablábamos de nuestras vidas y me llego el turno de contar la mía. Todavía no había terminado de contarla, cuando un esqueleto, de esos esqueletos que parecen tontos, se levantó como un relámpago y me dio un abrazo tan fuerte que me rompió una costilla.

¡Era mi padre! Con cierto esqueleto que se trajo en la cabeza una biblioteca entera hablo de muchas cosas y de todas sabe muchas mi amigo. De todas sabe mucho, menos de lo que es el humorismo. Cuando llegamos en nuestras controversias a tal punto, mi amigo hace cuatro o cinco funambulismos filosóficos, estudia el humorismo de los grandes humoristas, pasan las horas y al final terminamos sin saber nada del asunto. A veces parece que va a llegar a la definición y de repente enreda más el hilo. Un esqueleto tiene que tener humor y un esqueleto gallego mucho más todavía. Un gallego es siempre socarrón o humorista y la socarronería es el humorismo de los incultos así como el humorismo es la socarronería de los cultos. Un esqueleto gallego que trajo una biblioteca en la cabeza debía definir el humorismo y no lo define, y según dice no hubo nadie que lo definiese todavía.

Yo que no traje más de tres o cuatro libros en la cabeza, le pongo ejemplos como estos:

-Un niño pequeñito rompe una botella de aceite en los adoquines de la calle y el pobre se echa a llorar. Un hombre gordo desde la puerta de una tienda mira al niño y se ríe ¿cuál de las figuras le interesa más al humorista?
-Por la puerta de una iglesia salen dos novios recién casados. La novia -¡pobrecilla!- no puede tapar lo que lleva de siete meses. En la puerta de la iglesia hay mucha gente. A una mujer gorda le tiembla la barriga de risa. Un hombre, que tiene un libro debajo del brazo, mira sereno la escena. Una mujer del pueblo pone cara de pena. Otra mujer, también del pueblo, arruga la nariz y murmura por lo bajo palabras como estas: ¡Sinvergüenza! ¿Quién de estos es el humorista?
-Un médico busca el bacilo de Koch en el esputo de un amigo suyo y de repente levanta la cabeza, respira fuerte y dice suspirando: “¡Lo encontré!” ¿Puede ser humorista este hombre?
-Vestir a un niño de torero o de militar en carnaval, ¿puede ser humorismo?
-Le diré... le diré –contesta siempre el esqueleto sabio-. Y no me dice nada.

Yo bien podía escribir algo de la Santa Compaña; pero el pueblo gallego se quedaría sin un misterio en las largas noches de invierno, cuando la imaginación hierve en la cabeza como el caldo en la olla. No; yo callaré como una lápida. El que “anda” con los muertos que pierda el color de las mejillas, que enflaquezca y que muera. La Santa Compaña hace falta en las cocinas cálidas alrededor del lar, cuando silba el viento en las tinieblas de la noche. Hoy mi padre, con un lagarto apresado en las manos, me habló de este modo:

-Tengo que ir a San Andrés de Teixido para cumplir una ofrenda que hice y no cumplí en vida. Mi alma tiene que reencarnarse en este lagarto y tardaré mucho en volver.
Te pido que cuides mi tumba y que de vez en cuando le eches un vistazo a mi esqueleto, porque tengo un vecino cojo y puede robarme una pierna.

Quisiera estar enterrado en un cementerio aldeano, en el atrio de la iglesia… ¡con qué gusto escucharía en las alegres mañanas de domingo las conversaciones de los feligreses! En este cementerio de ciudad la gente no viene más que a hablar de los muertos, ¡y cuántas tonterías dicen…! Luego mis compañeros, acostumbrados a las regalías del otro mundo o fracasados en la vida, no hacen más que llorar por lo que perdieron o por lo que no consiguieron. Desde hace tiempo vengo advirtiendo que un hombre de carne y hueso sale de una tumba, escala por la pared del cementerio y huye hacia la ciudad. De ahí a dos o tres horas vuelve al cementerio enterrándose en un decir amén debajo de la tierra. La primera vez que me di cuenta de tal cosa no quería dar crédito a mi ojo; pero el caso se repitió muchas veces seguidas.

Una noche me puse al acecho esperando a que surgiese de la tierra y fui detrás de él. Correr corría el condenado; pero yo, escurriéndome por las sombras de los muros, no le quité el ojo de encima. Llegó al barrio más pobre de la ciudad y se paró delante de una chabola entrando después en ella por una rendija de la puerta. Yo subí al tejado y salté a la huerta que daba a la parte de atrás de la chabola, y por un agujerito pude ver la escena más horrible que pudiera imaginarse. Una lamparita de aceite alumbraba suavemente la carita flaca y cadavérica de una muchacha que dormía en un lecho misérrimo. El fantasma se acercó a ella y estuvo un montón de tiempo con los labios posados en el cuello de la muchacha. Cuando se levantó tenía la boca orillada de rojo, mientras del pescuezo de la joven corría un hilo de sangre y en la piel de su carita flaca se adivinaba la blancura de la muerte.

Aquel fantasma era un vampiro.

Al día siguiente el fantasma chupó la última sangre que podía dar la pobre muchacha. Cuando todavía estaba caliente la última campanada de las doce en el campanario de la iglesia, aullaron los perros oliendo la muerte. El vampiro siguió sorbiendo la sangre de más víctimas, que iban muriendo como las lámparas de aceite chupadas por los murciélagos. Quise saber quién había sido el vampiro en el mundo de los hombres y fui a leer su nombre de bronce en el rico mármol de la lápida. El nombre solo fue bastante: había sido un canalla que robaba para darle gusto a su estómago de cerdo; dueño de la justicia, robaba desde su cómoda casa. ¿Para qué decir más? Era... ¡era un cacique!

Yo quería encontrar la manera de darle muerte al vampiro. Busca por aquí, revuelve por allá… no pude abarcar en los recovecos de mi mente una buena manera de matarlo, y quise hablar con el esqueleto que trajo una biblioteca en la cabeza para ver si me iluminaba su conversación.

-En el vampirismo creen muchos pueblos y hay muchas pruebas judiciales de apariciones de fantasmas que chupaban la sangre de personas; pero yo creo que no se les debe dar crédito a semejantes cuentos. Pasaron los tiempos en los que el verdugo quemaba los cadáveres sospechosos de vampirismo, y hoy no se permitiría a nadie clavar una estaca en el corazón de un cadáver.

Mi amigo, lleno de ciencia oficial, se burlaba de la gente sencilla que cree en los vampiros. Yo guardé mi secreto para no pasar por tonto y seguí preguntando solapadamente:

-¿Y hay sabios en el mundo que crean en el vampirismo?
-Los hay. La fundadora de la Teosofía habla de eso y cuenta muchos hechos. Si mal no recuerdo recoge la explicación del fenómeno por causas físicas. Cuando un muerto aparente estuvo muy apegado a la materia y fue en vida un malvado, su cuerpo astral, envuelto en su doble etéreo, sale de la sepultura con el objeto de mantener el cuerpo físico con la sangre que chupa de los vivos, y de esta manera se perpetúa el estado cataléptico del enterrado. El cuerpo astral transfiere la sangre de una manera todavía desconocida, pero esperan que cualquier día sea explicado por la ciencia psicológica.
-¿Y usted ni siquiera tiene dudas?
-Yo, que soy un hombre sesudo, no creo; aunque, la verdad, me hacen pensar ciertas cosas, como son las muertes aparentes y el hecho de que se hayan encontrado cadáveres que todavía tenían la carne blanda, los ojos abiertos, la piel sonrosada, la boca y la nariz llenas de sangre fresca, que también surgía de las heridas que, por asesinato o por ajusticiamiento, les produjeron la muerte. Eso cuentan viejos documentos.
-¿Y de qué manera se le da muerte al vampiro?
-Pues para apartar el cuerpo astral del físico no hay otro remedio que quemar el cadáver.

No quise saber más. Me aparté de mi biblioteca y pensé para mis adentros: “vampiros hay; por tanto, por las buenas o por las malas, debía quemarse a todos los caciques. Los caciques son capaces de hacerse los muertos para seguir viviendo a cuenta de los pobrecillos”.

Fin

Lector:
Ya que leíste las memorias del esqueleto enterrado en un cementerio de ciudad y ya que te entretuviste aprendiendo cosas del más allá que no sabías, bien puedes escucharme un ratito a mí para terminar rápido. Una cosa que hice con premeditación y nocturnidad podría llevarme a la cárcel si hubiera testigos, mas yo te aseguro que no fue por hacer mal. Escucha. Con el ojo de vidrio comprado al enterrador de ciudad cogí el camino de la parroquia de Tal y allí, en el atrio de la iglesia y ayudado por un hombre valiente, pasada la media noche, abrí la sepultura donde reposa para siempre jamás un amigo mío. ¡Miedo pasé!

Mi amigo fue un muchacho de gran inteligencia y espíritu superior a toda alabanza. Estudiamos juntos en la vieja Compostela y la gripe me lo escamoteó. Como última prueba de honda amistad quise hacerle el regalo del ojo de vidrio. ¡Después de todo yo no lo quería para nada…! Abrimos la tapa de la caja bien despacio para no descolocar el esqueleto. Oh, lector: mi amigo conservaba su traje y sus zapatos nuevos, prueba de que el enterrador de aldea es mejor cristiano que su colega de la ciudad. En la cuenca derecha de su calavera dejé el ojo de vidrio, encima de sus manos deje un bloc de papel y un lápiz. Y acercándome al agujero del oído, le dije así:

-Querido Pedro: ahí te dejo un ojo de vidrio para que veas, papel y lápiz para que escribas. Serás el rey en este cementerio, pero te ruego que no te vuelvas cacique. Pasados unos meses vendré a recoger cuanto escribas. Perdóname, querido, que no te dé un beso. Adiós y hasta luego.

Si cuanto escriba mi amigo es digno de interés te aseguro que será publicado para que compares y veas que no es lo mismo ser enterrado en el atrio de una iglesia que en un cementerio de ciudad.

Entretente como puedas, lector, y no te digo más".

Alfonso Castelao

domingo, 20 de septiembre de 2015

"El Disparo"

"Estábamos acantonados en el pequeño pueblo de X. Todo el mundo sabe cómo es la vida de un oficial de tropa de guarnición. A la mañana, estudio y picadero; la comida en casa del comandante del regimiento o en una fonda judía; a la noche, ponche y naipes. En X no había ningún lugar donde reunirse, ni una muchacha; íbamos unos a casa de otros, donde, aparte de nuestros uniformes, no veíamos nada más. Un solo civil formaba parte de nuestro grupo. Tenía unos 35 años, lo que nos hacía considerarlo viejo. Su experiencia le daba superioridad sobre nosotros en varios puntos, y, además, su aspecto sombrío que mostraba habitualmente, sus rudas costumbres y su lengua mordaz ejercían una clara influencia en nuestras mentes juveniles. Un cierto misterio parecía envolver su destino: se le hubiera tomado por ruso aunque llevaba apellido extranjero. En otros tiempos había servido en los húsares, y hasta con suerte; sin embargo, nadie sabía qué motivos le habían hecho retirarse del servicio para ir a radicarse en un mísero pueblucho, donde vivía en la estrechez, unida, no obstante, a cierto despilfarro. Iba siempre a pie, vestía una chaqueta negra, raída por el uso, y su mesa estaba siempre a disposición de todos los oficiales de nuestro regimiento. Sus cenas estaban compuestas por no más de dos o tres platos, preparados por un militar retirado, pero el champán solía correr a torrentes durante las comidas.

Nadie sabía si poseía o no fortuna ni cuales eran sus rentas, ni nadie se atrevía a preguntárselo. Tenía muchos libros, la mayoría obras de milicia y novelas. Los prestaba de buen grado, sin exigir nunca su devolución, como tampoco, por su parte, devolvía nunca los que a él le prestaban. Su ocupación predilecta era ejercitarse en el tiro a pistola. Las paredes de su cuarto estaban tan acribilladas de balazos, que parecían paneles de una colmena. Una rica colección de pistolas constituía el único lujo de la miserable casucha que habitaba. La destreza que había adquirido simplemente en el tiro, era increíble, tanto como para que, de haberse propuesto acertar de un balazo un objeto puesto sobre la gorra, ninguno de los de nuestro regimiento hubiera vacilado en ofrecerle su cabeza como blanco. El tema de nuestras conversaciones era con frecuencia los duelos. Silvio (así le llamaremos) nunca participaba de ellas. Cuando se le preguntaba si alguna vez le había tocado batirse, solía responder secamente que sí, pero nunca daba detalles, y saltaba a la vista que tales preguntas lo contrariaban. Acabamos por suponer que pesaba en su conciencia alguna desgraciada víctima de su siniestra habilidad. Por lo demás, nunca se nos cruzó por la mente imputarle de algo parecido al temor. Hay personas cuya sola apariencia disipa tales suposiciones.

Un inesperado acontecimiento nos dejó a todos consternados. Un día comíamos en casa de Silvio unos diez oficiales del regimiento. Bebimos como de costumbre, es decir, muchísimo. Al terminar la comida pedimos a nuestro anfitrión que jugara una partida con nosotros. Durante largo rato se negó, porque no acostumbraba jugar, pero por fin mandó traer las cartas, echó sobre la mesa medio centenar de ducados y tomó la banca. Todos lo rodeamos y la partida comenzó. Silvio solía guardar absoluto silencio mientras jugaba, y jamás había discutido ni hecho observaciones. Si el que apuntaba se descontaba por azar, Silvio pagaba inmediatamente la diferencia o apuntaba el resto. Todos lo sabíamos y en nada nos oponíamos a su libre arbitrio; pero sucedió que entre nosotros se hallaba un oficial recientemente llegado a nuestro regimiento. Participaba del juego y cometió una equivocación de un punto. Silvio tomó la tiza y rectificó la anotación. El oficial, exaltado por los efluvios del vino, por el juego y las burlas de sus camaradas, lo tomó como una grave ofensa y enardecido tomó de la mesa un candelabro de bronce y se lo arrojó a Silvio, quien apenas logró eludir el golpe. Todos quedamos confusos. Silvio se incorporó, pálido de ira, y con mirada centellante exclamó:

-Caballero, hágame el favor de retirarse inmediatamente y dé gracias a Dios que esto haya sucedido en mi casa.

No dudamos en lo más mínimo de cuales serían las consecuencias de esa escena, y ya dábamos por muerto a nuestro compañero. El oficial se fue no sin decir que estaba dispuesto a dar satisfacción de su ofensa de la manera que dispusiera el banquero. La partida duró unos pocos minutos más; conscientes, no obstante, de que nuestro anfitrión no estaba para juegos, nos retiramos uno tras otro, hablando de la inminente vacante. Al otro día, en el picadero, nos preguntábamos entre nosotros si el pobre teniente respiraría aún cuando se presentó éste mismo en persona. Lo interrogamos y nos respondió que hasta la fecha no tenía noticias de Silvio. Asombrados, fuimos a casa de nuestro amigo, a quien hallamos en el patio, metiendo bala tras bala en un as de baraja, clavado en una hoja del portal. Nos recibió como siempre, sin mencionar una sola palabra con relación al suceso de la víspera.

Pasaron tres días, y el teniente seguía aún con vida. Preguntábamos extrañados:

-¿No se batirá?

Y así fue, Silvio no se batió. Se dio por satisfecho con una explicación muy superficial y se reconcilió con el adversario. Esta circunstancia perjudicó mucho su reputación entre los jóvenes, los que suelen tener a la valentía por la calidad más sublime de un hombre, excusándole toda clase de defectos. Con el tiempo, no obstante, se olvidó lo ocurrido, y Silvio recuperó su prestigio de siempre. Yo fui el único que no pudo tratarlo con la misma confianza. Teniendo, como tenía, una imaginación romántica, me sentía atraído, más que mis compañeros, por un hombre cuya vida era un enigma, y que me parecía el personaje de alguna historia misteriosa. Él me quería, y conmigo dejaba de lado sus palabras punzantes, y hablaba de toda clase de asuntos con gran sinceridad y agrado. Sin embargo, después de aquella velada, la idea de que su honor había sido mancillado, y no rehabilitado por propia voluntad, me inquietaba y me impedía tratarlo como antes. Silvio era demasiado inteligente y perspicaz como para no notar el vuelco de mi conducta, pero no descubría el motivo. Parecía estar amargadamente impresionado. Por lo menos en dos ocasiones pude notar en él el deseo de darme una explicación; yo, sin embargo, eludí sus tentativas, y él acabó por evitar mi trato. Desde entonces solía verlo sólo en presencia de mis compañeros, y nuestras sinceras relaciones de otros tiempos se cortaron.

Los displicentes habitantes de una capital no pueden imaginar siquiera muchas impresiones que les son familiares a quienes viven en aldeas o pueblecitos, como por ejemplo la espera de la llegada del correo... Los martes y los viernes el despacho del regimiento estaba colmado de oficiales. Unos esperaban dinero, otros cartas, otros periódicos, etc. Los paquetes solían abrirse allí mismo, y unos a otros se daban las noticias, de modo que la oficina deparaba un espectáculo de extrema animación. Silvio se hacía enviar sus cartas a nuestro regimiento, y solía acudir a la oficina. Un día le entregaron un sobre que abrió dando muestras de gran impaciencia. Al leer la carta sus ojos centelleaban. Los oficiales, ocupados en la lectura de sus cartas, no advirtieron nada.

-Señores -les dijo Silvio-, las circunstancias requieren que me ausente inmediatamente... Me voy esta misma noche, y espero que no se negarán a cenar conmigo esta última vez. También a usted lo espero -continuó, dirigiéndose a mí-. Lo espero sin falta.

Y dicho esto salió precipitadamente. Nosotros, decididos a reunirnos en casa de Silvio, nos fuimos cada cual por un lado. Fui a casa de Silvio a la hora indicada, y allí encontré a casi todo nuestro regimiento. Los muebles estaban ya embalados, y no había más que las paredes, acribilladas a balazos. Nos sentamos a la mesa. Nuestro huésped estaba del mejor humor, y no pasó mucho tiempo sin que comunicara su alegría a todos los demás... A cada momento saltaban los tapones de las botellas de champagne. Los vasos relucían y espumaban sin pausa, y todos nosotros, con profunda franqueza, deseábamos al amigo que se ausentaba, buen viaje y toda suerte de felicidades. Nos levantamos de la mesa ya muy avanzada la noche. Cuando fuimos a recoger la gorra, Silvio se despidió de todos, me tomó del brazo y me retuvo.

-Quiero hablar con usted -me dijo, bajando la voz.
Ya todos los demás se habían ido... Quedamos solos, nos sentamos uno frente a otro, fumando despaciosamente nuestras pipas. Silvio estaba visiblemente preocupado; en su rostro no quedaban huellas de su febril alegría de poco antes. Su palidez sombría, el destello de sus ojos, y el espeso humo que despedía su boca, le daban el aspecto de un verdadero demonio. Pasaron algunos minutos antes que Silvio rompiera el silencio.

-Es probable que no nos veamos más -me dijo-, y antes de despedirnos, he querido darle una explicación... Tiene que haber notado usted lo poco que me importa la opinión de los demás; pero me sería penoso dejar en su mente una impresión contraria a la verdad.
Dijo esto y calló. Volvió a llenar su pipa apagada... Yo me quedé silencioso, bajando los ojos.
-A usted le habrá extrañado -prosiguió- que yo no exigiese satisfacción a aquel insensato borracho de R... Creo que convendrá usted conmigo en que, teniendo yo libre elección de armas, su vida estaba en mis manos, en tanto que la mía casi no peligraba... Podría atribuir mi prudencia a la magnanimidad... Sin embargo, no quiero mentir. Si hubiese podido castigar a R... sin arriesgar mi vida, no lo hubiera perdonado...
Miré a Silvio con aire de asombro. Esta contestación acabó por consternarme. Silvio continuó:
-Es cierto. No tengo derecho a exponerme al peligro de la muerte. Hace seis años recibí una bofetada, y mi adversario vive todavía.
Mi curiosidad estaba vivamente excitada.
-¿Fue porque usted no quiso batirse con él? -pregunté-. Sin duda, se lo impidieron las circunstancias.
-Me batí con él y éste es el recuerdo de aquel duelo.

Silvio se levantó, sacó de una caja de cartón una gorra encarnada con borla de oro y galoneada, lo que los franceses llaman bonnet de police. Se la encasquetó: la gorra estaba agujereada a la altura de la frente.

-Usted sabe -prosiguió Silvio- que yo he servido en el regimiento de húsares de X... Sabe también cuál es mi carácter; suelo hacer notar mi personalidad en todo, y esta cualidad era una verdadera manía en mi juventud. En nuestros tiempos solían usarse modales violentos y entre mis compañeros no había quién me aventajara. Alardeábamos de nuestras orgías, y dejé atrás al famoso Burtsov encomiado por Dionisio Davidov. Los duelos, en nuestro regimiento, se entablaban a cada momento, y de todos participaba yo como testigo o interesado. Mis compañeros me adoraban y los comandantes del regimiento, que cambiaban con frecuencia, me consideraban un mal inevitable.

Tranquilo (o intranquilo), disfrutaba mi gloria, hasta que llegó a nuestro regimiento un joven rico de muy buena familia (su nombre no importa). ¡En mi vida había tropezado con un hombre tan espléndidamente halagado por la suerte! Figúrese que además de la juventud, tenía ingenio, apostura, un espíritu alegre, la más desenfadada valentía, un prestigio social envidiable y una fortuna cuantiosa, inagotable, y podrá imaginar el efecto que había de causar inevitablemente entre nosotros. El predominio de mi personalidad estaba en peligro. Atraído por la fama que gozaba, trató de granjearse mi amistad; pero yo me mostré frío y él se apartó de mí con total indiferencia; le tomé odio. Sus éxitos en el regimiento y en el ambiente femenino me sumieron en completa desesperación. Comencé a buscar motivos para provocarlo... Pero mis frases hirientes las contestaba él con otras que siempre me parecían más punzantes y más agudas que las mías, y que a decir verdad eran muchísimo más alegres: él bromeaba y yo expresaba mi odio. Por fin, una vez, en un baile que daba un hacendado polaco, al ver concentrada en él la atención de todas las damas, y sobre todo de la misma ama de casa, que había estado antes en relaciones conmigo, le dije al oído cierta banal grosería. Presa de repentina ira me pegó una bofetada. En seguida buscamos los sables... Las señoras se desvanecían... Nos apartaron no sin esfuerzo y aquella misma noche nos batimos en duelo.

Amanecía... Yo estaba en el lugar acordado, acompañado por mis tres padrinos... Con una impaciencia inexplicable aguardaba a mi adversario. Despuntó el sol primaveral, y el calor empezó a hacerse sentir... Lo vi cuando aún estaba lejos... a pie, llevando el uniforme sostenido con el sable, y acompañado por un padrino. Se acercó. En la mano llevaba su gorra llena de cerezas. Los padrinos midieron los doce pasos. A mí me tocó disparar primero. Sin embargo, la agitación que me causaba la ira me hizo desconfiar de la firmeza de mi pulso, y le cedí el derecho del primer disparo, ansioso por ganar tiempo para serenarme. Mi contrincante rehusó el ofrecimiento. Se propuso echar suertes, y ganó él, eterno favorito de la Fortuna. Apuntó y con su bala atravesó mi gorra. Era mi turno... Su vida, por fin, estaba en mis manos. Lo miré con ansia devoradora, tratando de discernir en su rostro una señal de inquietud. Él permanecía inmóvil frente al cañón de mi pistola, tomando de la gorra las cerezas maduras, que comía escupiendo los carozos que casi me alcanzaban. Su indiferencia me enardeció. ¿Qué voy a lograr'-pensé- quitándole la vida, si no siente el más leve temor por ella? Fue entonces cuando una idea diabólica cruzó por mi mente. Bajé la pistola.

-Según parece -le dije- usted no está ahora para pensar en la muerte. Como se propone almorzar, no quiero molestarlo.
-No me molesta usted en lo más mínimo -replicó-. Hágame el favor de disparar, o haga lo que le parezca. Le queda reservado el derecho a este disparo, y en cuanto a mí, estaré siempre a su disposición.

Me volví hacia mis padrinos, les manifesté que por el momento no estaba dispuesto a tirar, y así acabó el duelo... Pedí mi retiro y me radiqué en esta aldea. Desde entonces no hubo un solo día en que yo no pensara en la venganza. Ahora, por fin, llegó el momento...

Silvio sacó del bolsillo la carta que había recibido por la mañana y me la dio para que la leyera. Una persona, probablemente administrador de sus asuntos, le escribía desde Moscú, que el consabido individuo pronto contraería matrimonio con una joven muy bella.

-Ya habrá adivinado -dijo Silvio- quién es ese consabido individuo. Salgo para Moscú... Me gustaría ver si en vísperas de su casamiento, se enfrentará a la muerte con la misma indiferencia que en otro tiempo, saboreando cerezas.

Y con estas palabras, se levantó, arrojó la gorra al suelo y echó a andar agitado por la habitación como un tigre por su jaula. Yo lo había escuchado absorto: sentimientos terribles y opuestos me agitaban. El criado entró para anunciar que los caballos estaban listos para el viaje. Silvio me dio un fuerte apretón de manos... Nos abrazamos... Subió a un coche, en el que estaban acomodadas dos maletas, una con su equipaje, otra con pistolas. Nos saludamos por última vez y los caballos arrancaron... Algunos años más tarde, circunstancias de familia me llevaron a establecerme en una pequeña aldehuela del distrito de N. Me había consagrado a la agricultura y no dejaba de suspirar secretamente, cuando recordaba mi vida pasada, bulliciosa y despreocupada. Lo que se me hacía más difícil era pasar las noches, tanto en primavera, invierno, como verano, en completa soledad. Hasta la hora de la comida encontraba la manera de matar el tiempo, unas veces charlando con el alcalde, otras inspeccionando las tareas de labranza y echando un vistazo a los nuevos establecimientos; pero tan pronto como caía la noche no se me ocurría adónde meterme. Unos cuantos libros que encontré bajo los armarios y en el depósito de trastos, me los sabía ya de memoria, a fuerza de reiteradas lecturas. Todos los cuentos que atesoraba en su memoria el ama de llaves Kirilovna, ya los conocía, y las canciones de las campesinas me sumían en lánguida tristeza. Por fin me di a la bebida de un fuerte licor vegetal, pero me causaba dolor de cabeza y, además, confieso que temí convertirme en un "borracho melancólico", como tantos que había visto en nuestro distrito.

A mi alrededor no había vecinos cercanos, salvo dos o tres "melancólicos", cuya conversación consistía las más de las veces en hipos y suspiros. La soledad era preferible. Por fin resolví acostarme cuanto antes, y comer lo más tarde posible; de esta manera logré acortar la velada, y alargar al mismo tiempo los días... Y "vi todo lo que había hecho y he aquí que era bueno..." A cuatro verstas de mi finca estaba la rica propiedad de la condesa de B.; pero allí vivía sólo el administrador. La propietaria había visitado su finca una vez, hacía ya mucho tiempo, el primer año de su matrimonio, y no había pasado en ello más de un mes. Pero cuando transcurría la segunda primavera de mi vida de ermitaño, corrió el rumor de que la condesa llegaría a la aldea acompañada por su marido, para pasar el verano. Y así fue; llegaron a principios de junio. La llegada de un vecino acaudalado es un acontecimiento memorable para los moradores de una aldehuela. Los propietarios y los miembros de su servidumbre suelen hablar de ello desde dos meses antes y hasta tres años después. En cuanto a mí, confieso con franqueza que la noticia del arribo de una vecina joven y hermosa, me emocionó fuertemente. Me abrasaba un ferviente deseo de verla, y, por lo tanto, el primer domingo siguiente a su llegada, fui, después de comer, a la aldea X para presentar mi respeto a sus Altezas, como correspondía al vecino más cercano que les ofrecía sus humildes servicios.

Un lacayo me llevó hasta el gabinete del conde, y se adelantó para anunciarme. El amplio despacho estaba puesto con fastuoso lujo; a lo largo de las paredes había algunas bibliotecas, sobre las cuales se veían bustos de bronce. Arriba de la chimenea había un espejo muy ancho; el piso estaba cubierto de paño verde y tapizado de alfombras. Mi vida en mi humilde rincón me había hecho perder la costumbre del lujo, y hacía tiempo que no admiraba la esplendidez ajena. En aquel momento me sentí cohibido. Esperé al conde embargado por una inquietud parecida a la del candidato provinciano que espera la salida de un ministro. Cuando se abrió la puerta entró un hombre de unos treinta años, de hermosa presencia. El conde se acercó con aire de absoluta sinceridad amistosa, mientras que yo me esforzaba por recuperar mi aplomo. Empecé por presentarle mis respetos y, sin darme tiempo para hablar, sugirió que nos sentáramos. Su conversación, espontánea y amable, pronto logró disipar mi timidez de solitario. Empezaba ya a recobrar mi estado normal, cuando de pronto se presentó la condesa, causándome una nueva confusión, mayor que la anterior. En realidad, era de una acabada belleza. El conde me presentó. Yo, por mi parte, cuanto más me esforzaba por parecer locuaz, cuanto más trataba de asumir un aire de serenidad, más turbado me sentía. Para darme tiempo a que me repusiera y acostumbrase a ellos, mis nuevos amigos comenzaron a discurrir entre sí, dándome el trato que se le da a un antiguo vecino, sin ninguna clase de ceremonias. Yo, entretanto, eché a andar de un lado a otro, examinando los libros y las pinturas. Aun cuando no soy ducho en artes plásticas, hubo un cuadro que llamó mi atención. Representaba cierto paisaje de Suiza, y lo que me sorprendió no fue la parte artística, sino el hecho de que estuviese atravesado por dos balazos que casi se juntaban.

-¡Notable disparo! -exclamé a la vez que miraba al conde.
-Sí -me respondió-: fue un disparo muy memorable. Pero, dígame. ¿Es usted buen tirador?
-Excelente -contesté satisfecho al notar que la conversación recaía por fin en un tema que me era tan familiar-; a treinta pasos no yerro jamás, teniendo por blanco une carta, si tiro con una pistola a la cual esté acostumbrado.
-¿Es cierto? -dijo la condesa con tono de gran interés-. Y tú, amigo mío, ¿serías capaz de atravesar una carta a treinta pasos?
-Probaremos -contestó el conde-. He sido un tirador regular; pero hace cuatro años que no tomo una pistola.
-¡Oh! -comenté-. En ese caso apuesto cualquier cosa a que vuestra Alteza no le da a una carta ni siquiera a veinte pasos; la pistola requiere un ejercicio diario. Lo sé por experiencia. En nuestro regimiento se me tenía por uno de los mejores tiradores. En una ocasión dejé de manejar la pistola por un mes entero, porque mis armas estaban en reparación. ¿Y qué diría que sucedió, Alteza? La primera vez que volví a tirar, erré cuatro veces seguidas a una botella a veinte pasos. En nuestro regimiento había un sargento, hombre ingenioso y muy dado a las bromas, que estando presente por casualidad dijo: "Está visto, amiguito, que has perdido la costumbre de habértelas con una botella". Créame, vuestra Alteza, hay que cultivar esta habilidad, porque el día menos pensado se olvida lo que se ha aprendido. El tirador más diestro que encontré en mi vida practicaba todos los días, tres veces por lo menos, antes de la comida. Esto estaba en él tan arraigado, como la copita de vodka que tomaba como aperitivo.

A los condes les satisfizo mi locuacidad.
-¿Y cómo tiraba? -me preguntó el conde.
-A veces veía una mosca que acababa de posarse en la pared... ¿Lo toma usted a risa, condesa? Pues es cierto... Veía una mosca y gritaba: "¡Kuzka, mi pistola!". El criado le llevaba con celeridad una pistola cargada. Él disparaba entonces y enterraba la mosca en la pared...
-¡Asombroso! -dijo el conde-. ¿Y cuál era su nombre?
-Silvio, Alteza.
-¡Silvio! -exclamó el conde, incorporándose de un salto-. ¿Usted conoció a Silvio?
-¿Que si lo conocí, Alteza? Éramos amigos. En nuestro regimiento fue recibido como un verdadero compañero... pero desde hace cinco años no sé nada de él. Así que también vuestra Alteza lo conoció, ¿no es verdad?
-Lo conocí muy bien. ¿No le contó acaso un suceso muy extraño?
-¿El de una bofetada, Alteza, que recibió en un baile?
-¿Y no le dijo a usted el nombre...?
-No, Alteza, no me lo dijo. ¡Ah! -proseguí, al intuir la verdad-. ¿Fue quizás vuestra Alteza?
-Yo fui -respondió el conde, con aire extremadamente distraído-; esa pintura agujereada a balazos es un recuerdo de nuestro último encuentro.
-¡Ay! -dijo la condesa-. ¡No lo cuentes, por Dios!... Me horroriza escucharlo.
-No puedo complacerte -replicó el conde-. Lo contaré todo. El señor sabe cómo ofendí a su amigo y conviene que sepa también cómo Silvio se vengó de mí.
Me ofreció el sillón y yo, con viva curiosidad, escuché el siguiente relato:
-Hace cinco años me casé. El primer mes, la luna de miel, la pasé aquí, en esta aldea. En esta casa viví los instantes más hermosos de mi vida, pero a ella le debo también uno de mis recuerdos más dolorosos.

Un día, al atardecer, salimos a cabalgar. El caballo que montaba mi mujer comenzó a desmandarse y ella, asustada, me pasó las riendas y volvió a casa a pie. Yo cabalgué delante. En el patio vi un coche, y me dijeron que en mi despacho me esperaba un caballero que había rehusado dar su nombre. Sólo había dicho que tenía que hablar conmigo de cierto asunto. Entré en la habitación y vi en la penumbra a un hombre con barba cubierto de polvo. Estaba al lado de la chimenea... Me acerqué a él, tratando de reconocer sus facciones...

-¿No me recuerdas, conde? -preguntó con voz trémula.
-¡Silvio! -exclamé, y confieso que en aquel momento sentí que mis cabellos se erizaban.
-Exactamente -continuó él-. Conservo el derecho a un disparo y he venido a disparar. ¿Estás preparado?

Una pistola asomaba del bolsillo lateral de su chaqueta. Yo di doce pasos y me paré allí, en el rincón, suplicándole que acabara lo más pronto posible, antes que llegara mi mujer. Vaciló por un momento... Me pidió lumbre... Hice que trajeran una vela. Cerré la puerta, ordené que no entrara nadie, y volví a suplicarle que disparase. Sacó la pistola y apuntó... Yo conté los segundos.. Pensé en ella... ¡Fue un minuto terrible! Silvio bajó el brazo.

-Lamento de veras que la pistola no esté cargada con carozos de cereza. Una bala pesa demasiado... y después de todo, creo que esto no es un duelo, sino un homicidio. Yo no acostumbro disparar a un indefenso... Empecemos de nuevo. Volvamos a tirar suertes para ver quién dispara primero.

La cabeza me daba vueltas... Creo recordar que me negué... Por fin cargamos una pistola, arrollamos dos papelitos... Él los puso en la gorra, que atravesó un día mi balazo... Yo saqué de nuevo el primer número.

-Tienes mala suerte, conde -dijo él, con una sonrisa que nunca olvidaré.
No recuerdo lo que sucedió entonces, ni cómo pudo él impulsarme a ello... Pero cierto es que disparé, dando con la bala en ese cuadro... Y el conde dirigió su dedo hacia la tela agujereada. Su rostro parecía arder. La condesa estaba tan blanca como el pañuelo que llevaba. Yo no pude contener un grito de espanto.

-Disparé -continuó el conde- y, gracias a Dios, no acerté. Entonces Silvio -en ese momento tenía verdaderamente un aspecto siniestro- apuntó hacia mí... De pronto la puerta se abrió... Masha entró precipitadamente y, profiriendo un grito desgarrador se echó en mis brazos. Su presencia me devolvió por completo la sangre fría.
-Querida mía -le dije-, ¿no ves acaso que estamos bromeando? ¿Te asustaste? Ven, bebe un poco de agua y acércate... Voy a presentarte a uno de mis amigos y compañeros.
Masha dudaba aún de la veracidad de mis palabras.
-Dígame usted, ¿es cierto lo que dice mi marido? -preguntó, volviéndose hacia aquel hombre terrible-. ¿Es verdad que bromean ustedes?
-Suele bromear, condesa -le respondió Silvio-. Una vez me dio, bromeando, una bofetada... Bromeando también, me perforó esta gorra, y, bromeando, acaba de errar el tiro. Ahora soy yo quien quiere bromear.

Y al decir esto me apuntó ¡delante de ella! Masha se echó a sus pies.

-¡Levántate, Masha, es humillante! -grité furioso-. Y usted, caballero, ¿cuándo dejará de burlarse de una pobre mujer? ¿Va a disparar o no?
-No dispararé -respondió Silvio-; me doy por satisfecho. He visto tu confusión, tu desasosiego. Te he obligado a dispararme. No pido más. Te acordarás de mí. Te dejo a solas con tu conciencia.

Entonces se encaminó a la puerta. Allí se detuvo y, volviéndose hacia el cuadro agujereado por mí, disparó casi sin haber tomado puntería, y desapareció. Mi mujer estaba desmayada. Mi gente no se atrevió a detenerlo y lo contempló horrorizada. Él salió por el portal, llamó al cochero y se alejó antes de que yo lograra reponerme.

El conde calló. Fue así cómo me enteré del final de la historia, cuyo principio tanto me había asombrado No volví a encontrar jamás a su protagonista. e dijo alguna vez que Silvio, en tiempos de la rebelión de Alejandro Ipsilanti, capitaneó una compañía de heteristas griegos y murió en un combate cerca de Skulani".

Alexander Pushkin