El Recolector de Historias

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jueves, 24 de septiembre de 2015

"La Puerta de Saturno"

"Cuando Morghi, el supremo sacerdote de la diosa Yhoundeh, junto con doce de sus más feroces y eficientes subordinados, llegaron con el amanecer a prender a Eibon, el hereje infame, en su casa de roca negra que estaba enclavada sobre un promontorio, se sorprendieron y desilusionaron al encontrarla vacía. Su sorpresa se debía al hecho de que estaban seguros de poder hundirle por sorpresa, ya que todos sus planes contra Eibon se habían llevado a cabo con meticuloso secreto en cámaras subterráneas con puertas insonorizadas. Por su parte, habían realizado el largo viaje hasta su casa en una sola noche, inmediatamente después de su condena. Su decepción se debía a que el terrible documento de arresto, plagado de caracteres simbólicos grabados con fuego en un rollo de piel humana, ya no servía; además, quedarían sin llevar a cabo las ingeniosas agonías y dolorosas torturas que con tanto cuidado habían preparado para Eibon.

El más decepcionado era el propio Morghi, y las maldiciones que soltó cuando encontró desierta la habitación más alta de la casa eran tan largas y cabalísticas como verdaderamente temibles. Eibon era su principal contrincante en hechicería y últimamente estaba adquiriendo demasiada fama y prestigio entre la gente de Mhu Thulan, esa península algo rezagada del continente Hyperbóreo. Por esta razón, Morghi se había prestado gustoso a dar crédito a ciertos rumores malignos en torno a Eibon, con el fin de utilizarlos en los cargos presentados. Dichos rumores consistían en que Eibon era devoto de un dios pagano desacreditado hacía tiempo, llamado Zhothaqquah, cuya devoción era indudablemente más antigua que el hombre, y que la magia de Eibon provenía de esta afiliación ilegal con la oscura deidad, quien había llegado a través de otros mundos desde un universo extraño, en tiempos remotos cuando la Tierra no era más que una masa hirviente. Todavía era temible el poder de Zhothaqquah, y se decía que quienes estuviesen dispuestos a ofrecer su humanidad sirviéndole se convertirían en herederos de secretos anteriores al mundo, así como en maestros de un conocimiento tan terrible que sólo podía venir de planetas lejanos sumidos en la noche y en el caos.

La casa de Eibon estaba construida con la forma de una torre pentagonal, con cinco pisos, incluyendo los dos subterráneos. Sin duda, se hizo una búsqueda exhaustiva por todo el edificio, y los tres criados de Eibon fueron sometidos a tortura, que consistía en rociarles lentamente con asfalto hirviendo, para que revelasen el paradero de su amo. Su constante negativa en cuanto a su conocimiento del paradero, durante media hora seguida, fue prueba suficiente de su total ignorancia. No se encontró ningún pasillo subterráneo después de tumbar las paredes y levantar los suelos de las habitaciones inferiores, aunque Morghi llegó incluso a retirar las losas de piedra bajo una imagen obscena de Zhothaqquah, que ocupaba una de las habitaciones más inferiores. Dicha operación la había llevado a cabo con verdadera repugnancia, ya que el dios peludo y rechoncho, con sus rasgos de murciélago y cuerpo de gusano, resultaba terriblemente desagradable para el supremo sacerdote de la diosa—cierva Yhoundeh.

Al realizar una nueva búsqueda por la habitación de la torre más alta de Eibon, los apresores tuvieron que reconocer su fracaso. Sólo encontraron algunos muebles, varios volúmenes antiguos sobre conjuraciones, propios de cualquier mago, algunas pinturas toscas y desagradables sobre tiras de pergamino de pterodáctilos; y algunas urnas y esculturas primitivas, así como totems, de los que Eibon era un gran coleccionista. En la mayoría estaba representado, de una u otra forma, Zhothaqquah: en los cerrajes de las urnas podía apreciarse su rostro inmerso en una somnolencia bestial, mientras que en los tótems —pertenecientes a las tribus infrahumanas— aparecía acompañado de la foca, el mamut, el tigre gigante y los alces. Morghi presintió que los cargos presentados contra Eibon contaban ahora con pruebas sustanciales que no dejaban lugar a dudas; nadie que no fuera un adorador de Zhothaqquah se tomaría la molestia de poseer una sola representación de esta repugnante deidad. Sin embargo, toda esta evidencia adicional de culpa, por muy significativa y condenatoria que fuese, no servía de nada en la búsqueda de Eibon. Mientras miraba desde las ventanas de la cámara más alta, desde donde las paredes descendían a lo largo del acantilado por ambos costados hasta el mar enfurecido a doscientos pies de profundidad, Morghi llegó a pensar que su rival le superaba en recursos mágicos. De otro modo, la desaparición del mago era demasiado misteriosa, y a Morghi no le gustaban los misterios que no formasen parte de su propia profesión.

Se retiró de la ventana y examinó de nuevo la habitación palmo a palmo. No había lugar a dudas que Eibon la utilizó como estudio: había un escritorio de marfil, con plumillas, palilleros y numerosas tintas de diversos colores en cuencos pequeños de barro; al lado, hojas de papel vegetal llenas de extraños cálculos astronómicos y astrológicos, cuyo significado no pudo entender Morghi. De cada una de las cinco paredes colgaba una pintura sobre pergamino, realizadas todas ellas al parecer por una raza aborigen. Los temas representados eran tan blasfemos como repugnantes; Zhothaqquah aparecía en todos, en medio de formas y paisajes cuya anormalidad y fealdad pudieran atribuirse a las técnicas poco desarrolladas de artistas primitivos. Morghi las arrancó de las paredes una a una, como si sospechase que Eibon estuviera de alguna forma escondido detrás de las mismas. Cuando las paredes quedaron completamente desnudas, Morghi se dedicó a contemplarlas durante largo rato, en medio del respetuoso silencio de sus subordinados. Al retirar una de las pinturas quedó al descubierto un extraño panel, en la parte sudeste de la habitación, encima del escritorio. Al verlo, las cejas de Morghi se fruncieron, formando una sola línea. Se diferenciaba muy poco del resto de la pared, ya que se trataba de una incrustación ovalada de una especie de metal rojizo que no era ni oro ni cobre; dicho metal irradiaba una fluorescencia oscura y fugaz de extraños colores, cuando se contemplaba a través de los párpados semicerrados. Pero por alguna razón desconocida resultaba imposible recordar los colores cuando se abrían completamente los ojos.

Morghi —posiblemente más astuto y perspicaz de lo que Eibon hubiera creído— llegó a sospechar algo que en apariencia era tan absurdo como improbable, ya que la pared del panel era un muro exterior del edificio, dando únicamente al mar y al cielo. Se subió al escritorio y golpeó el panel con el puño. Tanto la sensación que recibió como el resultado del golpe fueron sorprendentes. Al tocar el desconocido metal rojo, una sensación de frío gélido tan extremado que casi no se distinguía del fuego recorrió su mano, y a través del brazo, por todo el cuerpo. En cuanto al panel, cedió hacia fuera con facilidad, como si se apoyara en goznes invisibles, pero con un sonoro chasquido que parecía llegar desde una distancia inconmensurable. Al fondo, Morghi vio que no había ni cielo, ni mar, ni de hecho nada que hubiera podido imaginarse o soñar en la peor de sus pesadillas... Se volvió hacia sus compañeros. Su rostro reflejaba asombro y a la vez triunfo.

—Esperad aquí hasta que regrese —ordenó, y penetró a través del panel abierto.

Los cargos presentados contra Eibon eran ciertos. Durante su prolongado estudio de las leyes y medios naturales, así como sobrenaturales, el inteligente mago habíase enterado de los mitos que prevalecían en Mhu Thulan acerca de Zhothaqquah, pensando que merecería la pena realizar una investigación personal sobre semejante ser prehumano. Cultivó la compañía de Zhothaqquah, quien, al carecer de advocación, se veía obligado a llevar una existencia subterránea; recitó las oraciones prescritas y ofrendó los sacrificios más adecuados; y el pequeño dios, dormilón y extravagante, en agradecimiento a la devoción e interés de Eibon, le había confiado cierta información harto útil en la práctica del ocultismo. Además, habíale proporcionado datos autobiográficos que confirmaban plenamente las leyendas populares. Por razones que no especificó, había llegado a la tierra durante eones anteriores desde el planeta Cykranosh —nombre con que se conocía a Saturno en Mhu Thulan—, mera escala en sus viajes desde mundos y sistemas más remotos.

Después de numerosos años de servicio y ofrendas, obsequió a Eibon, como premio especial, con una bandeja grande, muy delgada y de forma ovalada, confeccionada con un material ultratelúrico; al mismo tiempo le indicó que la colocase como panel, girando sobre goznes, en una habitación alta de su casa. Si se abría el panel, girando hacia fuera, desde la pared al cielo abierto, era posible, gracias a sus propiedades, introducirse en el mundo Cykranosh, a muchos millones de millas en el espacio. De acuerdo con una explicación un tanto confusa e insatisfactoria, sonsacada al dios, al estar moldeado con una especie de materia procedente de un universo no humano, dicho panel poseía propiedades radiactivas poco frecuentes que le permitían unirse a cualquier dimensión superior del espacio, quedando reducida la distancia a esferas astronómicamente remotas a un mero paso. No obstante, Zhothaqquah le advirtió a Eibon que sólo utilizase el panel en casos de extrema necesidad, como medio de escape de algún peligro inminente, ya que sería muy difícil, cuando no imposible, devolver a Eibon de Cykranosh, un mundo de difícil adaptación para Eibon, ya que las condiciones de vida eran muy distintas a las de Mhu Thulan, a pesar de no suponer un cambio total de todas las costumbres y normas terrestres, como era el caso en planetas más lejanos.

Algunos parientes de Zhothaqquah habitaban aún en Cykranosh, donde eran adorados por sus pobladores; y Zhothaqquah le había confiado a Eibon el nombre, casi impronunciable, de la deidad más poderosa, añadiendo que le seria útil como contraseña en caso de que tuviera que visitar Cykranosh. La idea de un panel que se abriese dando paso a un mundo remoto le sonó a Eibon como algo fantástico, por no decir imposible; pero por otro lado, en todo momento y manera había podido constatar la veracidad de la deidad. A pesar de todo, nunca probó la única virtud del panel, hasta que Zhothaqquah —que siempre vigilaba de cerca los acontecimientos subterráneos— le advirtió acerca de las maquinaciones de Morghi, así como del proceso de la ley eclesiástica que se estaba preparando en las cámaras bajo el templo de Yhoundeh. Perfectamente consciente del poder de los envidiosos contrincantes, Eibon decidió que sería imprudente, por no decir una verdadera locura, dejarse atrapar en sus manos. Tras una corta pero agradecida despedida a Zhothaqquah, cogió un pequeño paquete de carne, queso y vino, y retirándose a su estudio se subió al escritorio. Entonces, apartando la burda pintura de una escena en Cykranosh que Zhothaqquah inspirara a algunos artistas primitivos, empujó el panel escondido.

Una vez más, Eibon constató que Zhothaqquah era un dios sincero: la escena que se extendía más allá del panel era tal que no tenía cabida en ningún lugar de la topografía de Mhu Thulan, u otra región de la Tierra. De hecho, no le resultó nada atractiva; pero no tenía otra alternativa excepto las inquisitorias celdas de la diosa Yhoundeh. Después de considerar las diversas sutilezas y complicaciones de las torturas que Morghi le tenía preparadas, saltó a través de la oquedad hacia Cykranosh con una agilidad insospechada para un mago de tan avanzada edad. No era mas que un paso; pero al volver la cabeza vio que habían desaparecido tanto el panel como su propia casa. Se encontraba sobre un largo declive de suelo ceniciento, por el que corría una turbia corriente que no era agua, sino un metal líquido parecido al mercurio, desde unos escarpados enormes e inaccesibles de las montañas que se erguían sobre él, para desembocar en un lago rodeado de colinas. La ladera que descendía a sus pies estaba bordeada de líneas de objetos extraños, y no pudo determinar si eran árboles, formas minerales u organismos de animales, ya que parecían combinar ciertas características conjuntas. Este paisaje prenatural era asombrosamente distinto en cada detalle, bajo un cielo verdinegro que formaba una especie de arco rematado de lado a lado con un triple anillo ciclópeo de una luminosidad deslumbrante. El aire era frío, pero Eibon no encontró molesto el olor a sulfuro ni la extraña sensación a moho que llenaban su nariz y pulmones. Cuando dio algunos pasos por el desagradable terreno, comprobó que tenía la desconcertante fragilidad de cenizas secas después de la lluvia.

Comenzó a descender por la ladera, en parte temeroso de que alguno de los dudosos objetos alargase sus ramas o brazos minerales y parasen su marcha. Había una especie de cactos de obsidiana azul—morada, con brazos que terminaban en espinas enormes con forma de talón, y cabezas que eran demasiado elaboradas para ser frutas o capullos. No se movieron cuando pasó a su lado, pero oyó un leve y singular tintineo con numerosas modelaciones de tono, que le precedían y seguían a lo largo de la ladera. Eibon llegó a la desagradable conclusión de que hablaban entre ellos, decidiendo incluso qué hacer con él. Sin embargo, pudo llegar hasta el final de la cuesta sin problema alguno, encontrándose con terrazas y salientes de materia descompuesta que formaban una gigantesca escalinata de antiguos eones rodeando el hundido lago de metal líquido. Considerando cuál camino seguir, Eibon permaneció decidido sobre uno de los salientes. Pero su línea de pensamiento quedó interrumpida por una sombra que sin previo aviso se proyectó sobre él formando un borrón monstruoso en la resquebrajada piedra que yacía a sus pies. Mas no se dejó intimidar por la sombra: se trataba de un desafío para las normas establecidas de la estética, y tanto su deformación como su distorsión eran poco menos que extravagantes.

Se volvió para ver qué clase de criatura había proyectado la sombra. Pero como pudo comprobar, dicho ser no era clasificable, a causa de sus patas cortas, sus brazos excesivamente largos y su cabeza redonda y adormilada colgando de un cuerpo esférico, como si estuviera a punto de realizar una voltereta de funambulista. Mas después de estudiarlo durante un rato, considerando su expresión tímida y adormilada, comenzó a apreciar una semejanza ligera pero invertida con el dios Zhothaqquah. Al recordar que Zhothaqquah le había dicho que la forma que asumía en la Tierra no era la misma que tenia en Cykranosh, Eibon se preguntó si dicho ser no sería un pariente de Zhothaqquah. Intentaba recordar el casi impronunciable nombre que le confiara el dios como contraseña, cuando el propietario de la sombra, sin al parecer considerar la presencia de Eibon, comenzó a descender por las terrazas y salientes hasta el lago. Su medio de locomoción eran las manos principalmente, ya que sus piernas eran tan absurdamente cortas que no servían ni para dar la mitad del paso necesario en el descenso. Al llegar al borde del lago, la criatura bebió del metal líquido tan copiosamente que Eibon se convenció de su naturaleza divina: ningún ser perteneciente a un grupo biológico inferior se permitiría satisfacer su sed con una bebida tan extraordinaria. Entonces, al subir de nuevo hasta la terraza donde se encontraba Eibon se paró, y por vez primera pareció advertir su presencia.

Por fin, Eibon pudo recordar el extraño nombre que durante largo tiempo intentara rememorar. Torpemente, intentó articular «Hziulquoigmnzhah». Estaba claro que el resultado de dicho intento no estaba de acuerdo con las reglas de Cykranosh; no obstante, Eibon hizo lo mejor que pudo con sus órganos vocales. El extraño ser pareció reconocer la palabra, ya que contempló a Eibon con más interés que antes, a través de los desplazados ojos; además, se dignó incluso murmurar algo que sonó a un intento por corregir su pronunciación. Eibon se preguntó cómo llegaría a aprender semejante idioma, o, si después de aprendido, podría pronunciarlo. Sin embargo, se sintió reconfortado al pensar que por fin le habían comprendido.

—Zhothaqquah —dijo, repitiendo el nombre por tres veces seguidas, lo más rotunda y claramente posible.

El fofo ser abrió los ojos un poco más y volvió a corregirle murmurando la palabra Zhothaqquah abreviando mucho las vocales y haciendo hincapié sobre las consonantes. Después se quedó contemplando a Eibon como si no supiera qué determinación adoptar. Por último, levantó uno de sus larguísimos brazos y señaló la costa del lago, donde se podía advertir entre las colinas la entrada de un profundo valle. Al mismo tiempo, pronunció las enigmáticas palabras de Iqhui dlosh odhqlonqh, y entonces, mientras el mago trataba de comprender el significado de esta extraña alocución, se apartó y comenzó a subir los escalones hacia una cueva grande y espaciosa, con una entrada de columnas, y de cuya existencia no se había percatado. Apenas había desaparecido el ser en el interior cuando Eibon fue saludado por el sumo sacerdote Morghi, quien había seguido su rastro por el suelo ceniciento.

—¡Detestable brujo! ¡Abominable hereje! ¡Os arresto! —dijo Morghi con severidad pontifical.

Eibon quedó sorprendido, por no decir asustado; no obstante, se tranquilizó al ver que Morghi estaba solo. Sacó la espada de bronce templado al rojo vivo que siempre llevaba consigo, y sonrió.

—Os recomendaría que moderaseis vuestras palabras, Morghi —le advirtió Eibon—. Además, vuestra idea de arrestarme carece actualmente de sentido, ya que nos encontramos solos en Cykranosh, y tanto Mhu Thulan como los calabozos de Yhoundeh se encuentran a muchos millones de millas de distancia.

Morghi no pareció apreciar dicha información. Frunció el ceño y murmuró:

—Supongo que esto no es más que una muestra de vuestra condenable magia.

Eibon prefirió ignorar la insinuación.

—He estado conversando con uno de los dioses de Cykranosh —dijo condescendientemente—. El dios, cuyo nombre es Hziulquoigmnzhah, me ha encomendado una misión, un mensaje que tengo que entregar, y me ha indicado la dirección que debo seguir. Sugiero que dejéis a un lado nuestras diferencias mundanas y me acompañéis. Sin duda podríamos cortarnos la cabeza mutuamente, o sacarnos las entrañas, ya que ambos llevamos armas. Pero teniendo en cuenta las circunstancias actuales, estoy seguro de que comprenderéis la puerilidad, por no decir la mera inutilidad, de semejante procedimiento. Si ambos vivimos podremos ayudarnos mutuamente, en un mundo extraño y desconocido, cuyos problemas y dificultades son, si no me equivoco, dignos de nuestros poderes conjuntos.

Morghi expresó duda y consideró las palabras de Eibon.

—De acuerdo —contestó de mal grado—. Accedo. Pero os advierto que los asuntos pendientes recobrarán su curso habitual cuando regresemos a Mhu Thulan.
—Eso —replicó Eibon— no es más que una contingencia que no debe preocuparnos por el momento a ninguno de los dos. ¿Comenzamos?

Mientras hablaban, los dos hyperbóreos habían seguido un desfiladero que se alejaba del lago de metal líquido, entre colinas cuya vegetación se iba espesando, además de adquirir mayor variedad, a la vez que iban descendiendo de altitud. Pronto se encontraron en el valle que el balanceante bípedo indicara al mago. Morghi, inquisitivo por naturaleza, bombardeaba a Eibon con preguntas.

—¿Quién o qué era ese ente singular que desapareció dentro de la cueva poco antes de que os imprecara?
—Era el dios Hziulquoigmnzhah.
—Y, decidme, ¿quién es ese dios? Confieso que nunca oí hablar de él.
—Es el tío paterno de Zhothaqquah.

Morghi guardó silencio, excepto por un extraño sonido que podía interpretarse como un estornudo interrumpido o como una exclamación de disgusto Pero al cabo de un rato preguntó:

—¿Y en qué consiste vuestra misión?
—Eso lo sabréis a su debido tiempo —respondió Eibon con dignidad sentenciosa—. No me es lícito comentarlo por ahora. Soy portador de un mensaje del dios que debo entregar únicamente a determinadas personas.

Sin desearlo, Morghi quedó muy impresionado.

—Bueno, supongo que sabréis lo que estáis haciendo y hacia dónde os encamináis. ¿No podríais darme una pista sobre nuestro destino?
—También eso lo sabréis a su debido tiempo.

Las colinas se deslizaban suavemente hacia una llanura con numerosos y frondosos bosques, cuya flora desesperaría a cualquier botánico de la Tierra. Cuando pasaron la última colina, Eibon y Morghi llegaron a un estrecho camino que comenzaba abruptamente y se perdía en la lejanía. Sin dudarlo un instante, Eibon se internó por el camino. Por otro lado, tampoco tenía otra alternativa, ya que a cada paso los arbustos de plantas minerales y los árboles se hacían más impenetrables. Delimitaban el camino a uno y otro lado, con ramas tan afiladas como puntas de flechas u hojas de dagas, filos de espadas o agujas. Eibon y Morghi no tardaron en observar que el camino estaba lleno de huellas de pie bastante grandes, redondas y con señales de garras salientes. Sin embargo, no se comunicaron sus preocupaciones. Después de un par de horas caminando a lo largo del ceniciento camino, entre vegetación más fea aún que las formas acuchilladas y caltropos, los viajeros recordaron que estaban hambrientos. Con la prisa por arrestar a Eibon, Morghi se había olvidado de desayunar; por su parte, al propio Eibon le había ocurrido lo mismo al escapar a toda prisa de Morghi. Hicieron un alto en la cuneta, y el mago compartió su comida y su vino con el sacerdote. Comieron y bebieron frugalmente, dado que las provisiones eran escasas, y por lo que podía deducir del paisaje que les rodeaba, no era muy posible que encontrasen viandas apropiadas al sustento del hombre.

Reanimados y fortalecidos después de tan frugal colación, reanudaron su marcha. No habían andado mucho cuando llegaron a la altura de un llamativo monstruo, autor, sin duda, de las numerosas huellas. Dicho ser estaba a cuatro patas, presentándoles sus enormes cuartos traseros, y llenando por completo el camino a lo largo de un trecho indefinible. Los viajeros pudieron observar que poseía numerosas patas cortas, pero no pudieron hacerse idea de cómo serían la cabeza o cuartos delanteros. Eibon y Morghi se mostraron alarmados.

—¿Se trata de otro de vuestros dioses? —preguntó Morghi con cierta ironía.

El mago no respondió, pero se dio cuenta de que su reputación estaba en juego. Se adelantó valientemente y gritó: «Hziulquoigmnzhah» lo más sonoramente que pudo. Al mismo tiempo desenvainó la espada y la introdujo entre dos placas de la malla llena de pinchos que cubría los cuartos traseros del monstruo. Para su tranquilidad, el animal comenzó a moverse y reanudó su marcha a lo largo del camino. Los hyperbóreos le siguieron, y cada vez que se paraba o disminuía la velocidad Eibon repetía la fórmula que tan buenos resultados le había dado. Morghi no tuvo más remedio que contemplarle con cierta admiración. De este modo, caminaron aún durante varias horas. El gran anillo luminoso y triple se arqueaba todavía sobre el cenit, aunque un sol de escaso tamaño y fríos rayos interceptaba el anillo, mientras descendía hacia el Oeste de Cykranosh. El bosque que se erguía a lo largo del camino parecía un alto muro de afilado follaje metálico; pero ahora podían distinguirse otros caminos y senderos que se ramificaban del que seguía el monstruo.

Reinaba el silencio, y lo único que se oía era el arrastrar de las numerosas patas del desagradable animal. El sumo sacerdote estaba cada vez más arrepentido por haberse apresurado en su persecución de Eibon a través del panel; por su parte, Eibon deseaba que Zhothaqquah le hubiera instruido en cuanto a su entrada en un mundo totalmente distinto. Pero un repentino clamor producido por profundas y resonantes voces que surgían de algún lugar delante del monstruo les sacó de sus respectivas meditaciones. Se trataba de un verdadero pandemonio de gritos y gruñidos guturales inhumanos, con notas que reflejaban reprobación y condena, algo parecido al golpear de tambores, como si un grupo de seres inimaginables estuviese reprendiendo al monstruo.

—¿Y bien? —inquirió Morghi.
—Todo lo que tengamos que contemplar se revelará a su debido tiempo —apuntó Eibon.

El bosque desaparecía rápidamente, mientras que se acercaba el clamor de los gritos. Siguiendo aún los cuartos traseros del polípedo animal, que se arrastraba con una lentitud forzada, los viajeros llegaron a un espacio abierto donde se encontraron ante un cuadro de lo más singular. El monstruo, sin duda domesticado e inofensivo, se retraía ante un grupo de seres más o menos del tamaño del hombre, cuya única arma consistía en aguijones con largos mangos. Dichos seres, que aunque eran bípedos, y no tan extraños en su estructura anatómica como el ser que Eibon se encontrara al borde del lago, presentaban una sola masa, y las orejas, ojos, nariz, bocas y otros órganos de desconocida utilidad estaban repartidos por el pecho y el abdomen. Estaban completamente desnudos, y la pigmentación era bastante oscura, sin trazas de pilosidad alguna. Detrás de ellos podían observarse numerosos edificios, cuya estructura no concordaba con el concepto humano de simetría arquitectónica. Valerosamente, Eibon se adelantó, con un Morghi discreto y temeroso a sus talones. Los seres torso—cabezudos cesaron de reprender al monstruo y escudriñaron a los terrestres con expresiones de difícil interpretación, a causa de la relación extraña y desconcertante entre sus rasgos.

—¡Hziulquoigmnzhah! ¡Zhothaqquah! —exclamó Eibon con solemnidad y sonoridad oraculares. Después de una pausa impregnada de hieratismo, exclamó—: ¡Iqhui dlosh odhqlonqh!

El resultado no pudo ser más positivo, incluso de una fórmula tan sorprendente: los habitantes de Cykranosh inclinaron sus cuerpos y saludaron al mago hasta que la parte frontal tocaba el suelo.

—He llevado a término mi misión, ya que he entregado el mensaje que me encomendara Hziulquoigmnzhah —dijo Eibon a Morghi.

Durante varios meses cykranóshicos ambos hyperbóreos recibieron el trato de huéspedes de honor por parte de estos seres menudos, honorables y virtuosos, cuyo nombre era bhlemphroimos. Excepcionalmente dotado para los idiomas, Eibon realizó verdaderos progresos en el idioma local, mientras que Morghi avanzaba con más lentitud. En poco tiempo, Eibon adquirió un gran conocimiento de las costumbres, modos de vida, ideas y creencias de los bhlemphroimos, aunque dicho conocimiento le produjo una mezcla de desilusión y de iluminación. Como pronto se enteró, el monstruo que tan valientemente les guiara a Morghi y a él no era más que un animal doméstico de carga, que se había alejado de sus dueños por entre la vegetación mineral de las tierras desérticas muy próximas a Vhlorrh, la ciudad principal de los bhlemphroimos. Las genuflexiones de que fueron objeto a su llegada significaban una expresión de gratitud por la devolución de dicho animal, y no, como imaginara Eibon en un principio, como muestra de reconocimiento ante los nombres divinos que expresara en la temible frase de Iqhui dlosh odhqlonqh.

Sin embargo, el ser con el que se había encontrado junto al lago sí era el dios Hziulquoigmnzhah; y, por lo que pudo deducir, existían lejanas tradiciones de Zhothaqquah en algunos mitos de los bhlemphroimos. Pero al parecer, dicho pueblo presentaba un carácter claramente materialista, y desde hacía mucho había dejado de ofrecer sacrificios y oraciones a los dioses; no obstante, cuando se referían a ellos lo hacían con verdadero respeto, y sin blasfemia alguna. Eibon aprendió que las palabras Iqhui dlosh odhqlonqh pertenecían sin duda alguna al lenguaje privado de los dioses, incomprensible desde hacía tiempo para los bhlemphroimos; sin embargo, un pueblo vecino, los ydheemos, lo seguían estudiando, a la vez que conservaban y cultivaban el antiguo rito formal de Hziulquoigmnzhah y otras deidades afines. Estaba claro que los bhlemphroimos eran una raza eminentemente práctica, y sus intereses inmediatos se limitaban al cultivo de una gran variedad de fungus comestibles, la cría de enormes animales centipedos y la propagación de su propia raza. Esto último, según les informaron a Eibon y a Morghi, consistía en un extraño proceso: aunque los bhlemphroimos eran bisexuales, se elegía a una sola hembra de cada generación para los deberes de reproducción; dicha hembra se convertía en la madre de una nueva generación entera, después de alimentarse a base de una comida preparada con un fungus especial, y adquirir el tamaño de un mamut.

Después de iniciarse a conciencia en la vida y costumbres de Vhlorrh, los hyperbóreos disfrutaron el privilegio de visitar a la madre nacional, llamada la Djhenquomb, quien ya había logrado las proporciones exigidas después de numerosos años de alimentación científica. Habitaba en un edificio que, por razones obvias, era mayor que cualquiera de las casas de Vhlorrh. Su única y exclusiva actividad consistía en la consumición de enormes cantidades de comida. Tanto el mago como el inquisidor quedaron impresionados, por no decir cautivados, por la amplitud casi montañosa de sus encantos, así como por lo insólito de sus rasgos. Según les informaron, el padre (o los padres) aún no habían sido seleccionados. El hecho de que los hyperbóreos poseyeran cabezas separadas constituía un verdadero interés biológico a los ojos de sus anfitriones. Estos últimos, como pronto se informaron Eibon y Morghi, no siempre carecieron de cabeza, ya que habían alcanzado su estado actual a través de un lento proceso de evolución. a lo largo del cual la cabeza del bhlemphroimo prototípico se había ido incrustando gradualmente en el torso, hasta formar parte del mismo. Pero, al contrario que otros pueblos, no consideraban su estado de desarrollo con complacencia. De hecho, suponía una fuente de tristeza nacional: deploraban la deformación natural en este sentido, y la llegada de Eibon y Morghi, considerados como ejemplos ideales de evolución cefálica, supuso un acicate más para su tristeza.

Por su parte, el mago y el inquisidor encontraban aburrida su existencia entre los bhlemphroimos, especialmente después de que se agotase el atractivo de lo exótico. Por un lado, la dieta resultaba monótona, ya que casi siempre estaba compuesta de setas crudas, cocidas o asadas, salteadas en raras ocasiones con trozos de carne, vasta y fláccida, de los monstruos domesticados. Por otro lado, dichas gentes, aunque siempre se mostraban correctas y respetuosas, no parecían asombrarse lo más mínimo ante las exhibiciones de magia hyperbórea, con cuyos trucos tanto Eibon como Morghi se esforzaban por complacerles; y por último, su falta absoluta de ardor religioso dificultaba cualquier tarea de carácter evangélico. Pero lo peor de todo era que como no tenían imaginación alguna, no se sintieron impresionados al saber que sus visitantes habían llegado procedentes de un remoto mundo ultracykranóshico.

—Me da la sensación —dijo Eibon a Morghi cierto día— que el dios estaba bastante equivocado al dignarse enviar a estas gentes cualquier mensaje.

Poco después, un numeroso comité de bhlemphroimos se presentó ante Eibon y Morghi para informarles que habían sido elegidos para padres de la siguiente generación, y que en consecuencia tenían que contraer matrimonio inmediatamente con la madre tribal, esperando que de esta unión naciese una raza de bhlemphroimos con sus cabezas bien formadas. Eibon y Morghi se sintieron muy agradecidos por el honor concedido; pero al recordar a la gigantesca hembra que acababan de ver, Morghi se sintió inclinado a rememorar sus votos sacerdotales de celibato, mientras que Eibon decidió tomarlos a su vez inmediatamente. A pesar de todo, el inquisidor se sentía tan honrado que casi se queda sin habla; pero, por su parte, el mago dio muestras de una extraña presencia de ánimo al contemporizar con algunas preguntas acerca del estatus social y legal que disfrutarían él y Morghi como esposos de Djhenquomb. Los ingenuos bhlemphroimos le dijeron que ese problema sería de corta duración, puesto que después de realizar sus deberes maritales los esposos eran servidos a la madre nacional bajo la forma de guisado de carne u otras preparaciones culinarias.

Los hyperbóreos intentaron ocultar la repugnancia que les producía semejantes honores. Pero Eibon, verdadero maestro de la diplomacia en cualquier circunstancia, aceptó formalmente en nombre suyo y de su compañero. Cuando se hubo marchado la delegación de bhlemphroimos, le dijo a Morghi:

—Ahora más que nunca estoy convencido de que el dios estaba equivocado. Debemos partir de la ciudad de Vhlorrh lo más rápidamente posible, y continuar nuestro viaje hasta que encontremos un pueblo digno de recibir su comunicado.

Al parecer, nunca se les había ocurrido a los sencillos y patrióticos bhlemphroimos que la paternidad de la siguiente generación nacional sería un privilegio rechazable. Eibon y Morghi no estaban obligados a restricción alguna, y por lo tanto nadie vigilaba sus movimientos. Así, resultaba fácil abandonar la casa que se les había asignado como domicilio, mientras los sonoros gruñidos de sus anfitriones se elevaban hacia el gran anillo de las lunas cykranóshicas, y continuar el camino principal que conducía desde Vhlorrh hacia el país de los ydheemos. Ante ellos se extendía el camino bien delimitado, y la luz del anillo era casi tan brillante como a plena luz del día. Caminaron un largo trecho a través de un paisaje distinto pero siempre único antes de la salida del sol, y en consecuencia antes de que los bhlemphroimos se enterasen de su partida. Pero estos bípedos de escasa inteligencia estaban demasiado perplejos y confundidos por la pérdida de los huéspedes a quienes habían escogido como progenitores como para pensar en seguirles.

La tierra de los ydheemos —como anteriormente les indicaron los bhlemphroimos— se encontraba a muchas leguas de distancia, y para llegar hasta allí debían atravesar numerosos espacios de desiertos cenicientos, de cactos minerales, de bosques de fungosos, así como altísimas montañas. Llegaron a la frontera de los bhlemphroimos, señalada con una escultura tosca de la madre tribal, poco antes del amanecer. A lo largo de todo el día siguiente viajaron a través de numerosas razas a cada cual más extraña, características de la población de Saturno. Vieron a los djhibbis, ese pueblo con forma de pájaro que permanece acurrucado en sus casas durante años enteros, entregado a profundas meditaciones sobre el cosmos, y que a intervalos muy prolongados se lanzan unos a otros las místicas sílabas de yop, yeep y yoop, que según la tradición expresan una serie insondable de pensamientos esotéricos. También se encontraron con esos pigmeos minúsculos, los ephiqhs, que construyen sus casas ahuecando el tronco de ciertos fungus grandes, y están casi constantemente buscando nuevas moradas porque las viejas se les derrumban, quedando reducidas a cenizas en pocos días. Y pudieron escuchar el croar subterráneo de ese pueblo misterioso, los ghlonghos, temerosos no sólo de la luz solar, sino también de la luz del anillo lunar, y que ningún habitante de la superficie ha visto jamas.

Pero a la caída del sol, Eibon y Morghi habían atravesado los dominios de las mencionadas razas, e incluso trepado los escarpados inferiores de las montañas que aún les separaban de los ydheemos. Cuando llegaron a las mismas, su. cansancio les obligó a descansar bajo una arista protegida, y como ya no temían la persecución de los bhlemphroimos, se envolvieron en sus mantos para protegerse del frío; después de una frugal cena a base de setas crudas, cayeron profundamente dormidos. Su reposo se vio perturbado por una serie de sueños cacodemoniacos, donde ambos creyeron estar capturados por los bhlemphroimos, quienes les obligaban a desposarse con la Djhenquomb. Despertaron poco antes del amanecer, inquietos aún por visiones que parecían verídicas, y reanudaron con redoblado afán su ascensión por las montañas.

Las colinas y vaguadas que se erguían sobre sus cabezas eran lo suficientemente desoladoras como para desalentar a cualquier viajero que no tuviese ni su fortaleza física ni el pánico que les impulsaba a seguir. Los altos bosques de fungus se habían reducido a tamaños casi diminutos, y al cabo de un trecho no eran mayores que plantas de musgo; después sólo quedaba la roca desnuda y negra. Eibon, delgado y nervudo, no tuvo grandes dificultades en el ascenso; pero Morghi, con su amplitud y atavío sacerdotal, pronto se fatigó. Cada vez que se paraba para recuperar el aliento, Eibon le gritaba:

—¡Pensad en la madre nacional! —y Morghi se lanzaba hacia delante como una cabra montesa ágil pero algo asmática.

Al mediodía llegaron a una garganta custodiada por un alto pico, desde donde pudieron contemplar a sus pies el país de los ydheemos. Comprobaron que se trataba de un reino amplio y fértil, con bosques de setas gigantes y otras plantas superiores en tamaño y número a las de cualquier región que habían atravesado. Incluso las laderas de las montañas parecían ser más fructíferas en esta vertiente, ya que no habían descendido apenas cuando Eibon y Morghi se encontraron bajo arcos de enormes ortigas y tréboles. Estaban admirando la magnitud y variedad de dichas plantas, cuando oyeron sobre sus cabezas un ruido estruendoso, procedente de las montañas. El ruido se acercaba, atrayendo el rugido de nuevos truenos. Eibon hubiera rezado a Zhothaqquah, y Morghi hubiera suplicado a la diosa Yhoundeh, pero desgraciadamente no había tiempo. Se encontraron apresados en una gran masa de ortigas que rodaban y tréboles amontonados por la enorme avalancha que había comenzado arriba, en las alturas; y arrebatados en cuestión de segundos, terminaron el descenso de la montaña en menos de un minuto presos de una rapidez vertiginosa y en medio de un montón de fungus cada vez mayor.

Al intentar salir de la pila de restos vegetales donde se encontraban sepultados, Eibon y Morghi pudieron apreciar que el estruendo persistía, a pesar de que la tormenta había cesado. Además, sintieron otros ruidos y movimientos en la pila de hierbas, aparte de los suyos. Cuando consiguieron sacar el cuello y los hombros, descubrieron que los autores del estruendo no eran otros que unas gentes cuya diferencia básica con respecto a sus anteriores anfitriones era que poseían una cabeza. Pertenecían a los ydheemos, y la avalancha había caído sobre una de sus ciudades. Los tejados y las torres emergían poco a poco de entre la masa de rocas y ortigas, y justo enfrente de los hyperbóreos se elevaba un gran edificio, con aspecto de templo, en cuya puerta bloqueada estaba trabajando una multitud de ydheemos. Al ver a Eibon y a Morghi suspendieron su faena, y el mago que había conseguido salir de la montaña de plantas, después de cerciorarse de que todos sus huesos y miembros estaban intactos, escogió la oportunidad que le brindaban y se dirigió a ellos.

—¡Escuchad! —dijo con gran imperio—, he venido a traeros el mensaje del dios Hziulquoigmnzhah. Lo he traído fielmente a pesar de los caminos sembrados de peligros y aventuras. En las palabras divinas del dios quiere decir lo siguiente: «Iqhui dlosh odhqlonqh».

Como les habló en el dialecto de los bhlemphroimos, que era algo distinto al suyo, quizá la primera parte de la alocución no quedase muy clara para los ydheemos. Pero Hziulquoigmnzhah era su divinidad tutelar, y conocían el lenguaje de los dioses. Ante las palabras: «Iqhui dlosh odhqlonqh» la actividad se reanimó sensiblemente, provocando un constante movimiento por parte de los ydheemos, un griterío de órdenes guturales y un resurgimiento de cabezas y cuerpos de entre la avalancha. Los que habían salido del templo retornaron a él, para volver a salir llevando entre ellos una enorme imagen de Hziulquoigmnzhah, algunos iconos más pequeños de deidades menos importantes, y un ídolo muy antiguo en el que tanto Eibon como Morghi reconocieron un gran parecido con Zhothaqquah. Otros ydheemos sacaron sus enseres y muebles de las casas, y cantando pidieron a los hyperbóreos que evacuasen con ellos la ciudad.

Eibon y Morghi no entendían lo que ocurría. Y hasta que no construyeron otra ciudad completamente nueva, en una llanura rodeada de bosques de fungus, a un día de marcha, donde les instalaron en el nuevo templo junto a sus propios sacerdotes, no se enteraron del porqué: ni del sentido de las palabras «Iqhui dlosh odhqlonqh». Dichas palabras tan sólo querían decir: «Poneos en marcha», pero el dios se las había dicho a Eibon a modo de despedida. No obstante, la coincidencia de la avalancha con la llegada de Eibon y Morghi portadores de semejante mensaje de parte del dios fue interpretada por los ydheemos como una llamada para que se retirasen junto con sus dioses a otro lugar distinto. De ahí, el éxodo del pueblo con sus ídolos y enseres domésticos. La ciudad recién fundada recibió el nombre de Ghlomph, en memoria de la que había quedado enterrada por la avalancha. Hasta el final de sus días, tanto Eibon como Morghi fueron objeto de constantes honores, ya que su llegada con el mensaje de «Iqhui dlosh odhqlonqh» no pudo ser, en efecto, más afortunada, ya que no había riesgo de más avalanchas que atentasen contra la seguridad de Ghlomph dada su lejanía de las montañas.

Los hyperbóreos compartieron el aumento de la afluencia cívica y bienestar de los ciudadanos, como resultado de dicha seguridad. No existía madre nacional entre los ydheemos, cuya propagación era muy distinta a la de los bhlemphroimos, y la existencia transcurría tranquila y segura. Eibon, por lo menos, se encontraba en su elemento: las noticias que había traído de parte de Zhothaqquah, que todavía era adorado en esta región de Cykranosh, le permitieron establecerse como una especie de profeta menor, aparte incluso del renombre que disfrutaba como portador del mensaje divino y fundador de la nueva ciudad de Ghlomph. Sin embargo, Morghi no era del todo feliz. Aunque los ydheemos eran religiosos, su fervor no era ni exagerado ni intolerante; por lo tanto, resultaba imposible iniciar una inquisición entre ellos. Pero todavía había compensaciones: el vino del fungus que fabricaban los ydheemos era muy fuerte y de sabor agradable, y había hembras disponibles para quien no tuviera grandes pretensiones. En consecuencia, tanto Eibon como Morghi se instalaron en un régimen eclesiástico, que, después de todo, no era tan radicalmente diferente del de Mhu Thulan u otro lugar de su planeta.

Estas fueron las aventuras y éste fue el final de la desabrida pareja de Cykranosh. Pero en la torre de basalto negro de Eibon que se elevaba sobre el saliente del mar del norte en Mhu Thulan, los subordinados de Morghi aguardaron su regreso durante muchos días, sin desear seguir al sumo sacerdote a través del panel mágico, y sin atreverse a abandonar la habitación desobedeciendo sus órdenes. Por último, una dispensa especial emitida por el quiromante, que reemplazaba a Eibon temporalmente, les permitió abandonar la vigilancia. Pero desde el punto de vista de la jerarquía de Yhoundeh, el resultado del asunto no podía ser más desagradable. Era opinión general que Eibon no sólo se había escapado gracias a la poderosa magia que aprendiera de Zhothaqquah, sino que además había conseguido que Morghi se fuera con él. El resultado de dicha creencia fue que desapareció la fe en Yhoundeh, mientras se producía un renacimiento general del culto a Zhothaqquah a través de Mhu Thulan, durante el último siglo antes de la llegada de la gran Era Glaciar".

Clark Ashton Smith

miércoles, 23 de septiembre de 2015

"Una Víctima del Espacio Superior"

"-Un hombre estraordinario lo espera, señor -dijo el hombre nuevo.
-¿Por qué extraordinario? -preguntó el doctor Silence, deslizando la punta de los dedos a través de su barba castaña. Sus ojos centellaron- ¿Por qué extraordinario, Baker? -repitió alentadoramente, dándose cuenta de la expresión perpleja en los ojos del hombre.
-Es tan... flaco señor. Casi no podía verlo. Estuvo dentro de la casa antes que pudiera preguntarle su nombre.
-¿Y quién lo trajo hasta acá?
-Vino solo, señor, en un cabriolé cerrado. Me apartó antes de que yo pudiera decir algo.... sin hacer ningún ruido, no que yo pudiera oír. Parecía moverse muy suavemente...

El hombre se detuvo obviamente avergonzado, como si ya hubiese dicho suficiente para arriesgar su nueva situación, pero tratando de mostrar que recordaba las instrucciones y advertencias que había recibido respecto a la admisión de extraños sin una acreditación apropiada.

-¿Y dónde está ese caballero ahora? -preguntó el doctor Silence, apartándose para ocultar su diversión.
-No podría decirlo exactamente, señor. Lo dejé esperando en el vestíbulo...
El doctor lo miró agudamente.
-¿Y por qué en el vestíbulo? ¿Por qué no en la salita de espera? -fijó sus ojos penetrantes pero amables sobre el rostro del hombre- ¿Te asustó? -preguntó rápidamente.
-Creo que lo hizo, señor, si puedo decirlo de esa manera. Me parecía perderlo de vista, como si... -balbuceó, convencido de que se había ganado su despido- Entró de forma tan extraña, tal como el viento helado.

El doctor tomó nota internamente de la descripción vacilante; estaba satisfecho de que la sutil evidencia de intuición que lo había inducido a contratar a Baker no había fallado del todo. El doctor Silence buscaba esta cualidad en todos sus asistentes, desde el secretario hasta el hombre del servicio, y aunque esto lo rodeaba de un personal algo particular, los inconvenientes estaban más que compensados en su totalidad por sus destellos ocasionales de perspicacia.

-Así que el caballero te hizo sentir extraño, ¿no es cierto?
-Creo que así fue, señor -repitió el hombre.
-¿Y no trae ninguna clase de presentación para mí, ninguna carta o algo así? -preguntó el doctor con fingida sorpresa, como si supiera lo que vendría.
-Pido sus disculpas, señor -dijo, tremendamente perturbado- el caballero me entregó esto para usted.

Era la nota de un perspicaz amigo, quien hasta el momento jamás le había mandado un caso que no fuera interesante desde un punto de vista u otro: Por favor reciba al portador de esta nota -decía el breve mensaje- aunque dudo que incluso usted pueda hacer algo para ayudarlo.
John Silence se detuvo, como para atrapar de la mente del escritor todo lo que se encontraba detrás de las breves palabras. Luego observó a su sirviente con una expresión más seria de la que hasta el momento había mostrado.

-Regresa y encuentra a este caballero -dijo- y dirígelo al estudio verde. No contestes a sus preguntas, o hables más de lo realmente necesario; pero Barker, ten pensamientos amables, serviciales, compasivos, tan fuertemente como te sea posible. Recuerda lo que te dije cuando te contraté, acerca de la importancia de los pensamientos. Pon curiosidad en tu mente, y piensa amablemente, compasivamente, afectuosamente, si es que puedes.

Sonrió, y Barker, quien había recuperado su compostura frente a la presencia del doctor, se inclinó silenciosamente y salió.
Había dos salas de recepción distintas en la casa del doctor Silence. Una, pensada para las personas que creían necesitar ayuda espiritual cuando realmente eran sólo candidatos para el manicomio; tenía paredes acolchadas, y estaba bien aprovisionada con varios artilugios escondidos para enfrentar y superar cualquier violencia súbita. Sin embargo, raramente era utilizada. La otra, pensada para la recepción de genuinos casos de congoja espiritual y aflicciones extraordinarias de naturaleza psíquica, estaba enteramente tapizada y amueblada en un tranquilizante y profundo verde, calculado para inducir serenidad y descanso en la mente. Y ésta era la habitación donde el doctor Silence entrevistaba a la mayoría de sus casos "raros", y a la cual había ordenado a Baker traer a su actual visitante.

Para comenzar, la silla en la cual el paciente se sentaba, estaba clavada al suelo, pues su inmovilidad tendía a impartir esta misma excelente característica al ocupante. Invariablemente, los pacientes se iban excitando al hablar de sí mismos, y su entusiasmo tendía a confundir sus pensamientos y exagerar su lenguaje. La inmovilidad de la silla ayudaba a contrarrestar esto. Luego de repetidos esfuerzos por arrastrarla hacia adelante, o de empujarla hacia atrás, terminaban por resignarse a quedarse sentados quietos. Y a la futilidad de la impaciencia seguía un estado mental más tranquilo.

Sobre el suelo, y a intervalos en la pared inmediatamente detrás, habían ciertos botoncitos verdes, prácticamente invisibles, los cuales al ser presionados permitían la emanación invisible de un narcótico tranquilizante y persuasivo que rodeaba al ocupante de la silla. El efecto sobre el excitado paciente era rápido, admirable e inocuo. Más aún, el estudio estaba provisto de un secreto ojo espía; pues a John Silence le gustaba, cuando era posible, observar el rostro de su paciente antes de asumir la máscara que los rasgos de la expresión humana llevan invariablemente en presencia de otra persona. Un hombre sentado solo tiene una expresión psíquica; y esta expresión es el hombre en sí mismo. Desaparece en el momento en que otra persona se le une. Y el doctor Silence a menudo aprendía más de unos pocos momentos de secreta observación de un rostro que en largas horas de conversación con su dueño, posteriormente.

Un paso muy liviano, casi danzarín, siguió las pesadas zancadas de Baker hacia la habitación verde, y un momento después llegó el hombre anunciando que el caballero estaba esperando. Aún estaba pálido y sus gestos nerviosos.

-No te preocupes, Baker -dijo el doctor amablemente-; si no fueras intuitivo el hombre no te hubiera causado ningún efecto. Sólo necesitas entrenamiento y desarrollo. Y cuando hayas aprendido a interpretar mejor estos sentimientos y sensaciones, no sentirás miedo, sino sólo una gran compasión.
-Sí, señor; ¡Gracias Señor!. -Y Barker hizo una reverencia e hizo su escape, mientras el doctor Silence, una divertida sonrisa acechando en las comisuras de su boca, se dirigió silenciosamente a lo largo del pasaje, hacia abajo, y puso su ojo en el agujero espía en la puerta del estudio verde.

Este agujero espía estaba emplazado de tal manera que comandaba una visión de casi la habitación entera, y, mirando a través de él, el doctor vio un sombrero, guantes y un paraguas sobre una silla junto a la mesa, pero buscó en principio en vano a su dueño. Ambas ventanas estaban cerradas y un fuego vigoroso ardía en el hogar. Había varios signos signos inteligibles, por lo menos para un alma profundamente intuitiva que la habitación estaba ocupada, sin embargo, hasta a donde a seres humanos se refiere, parecía innegablemente vacía. Nadie estaba sentado en las sillas; nadie estaba parado en la esterilla frente al fuego; no había ni siquiera un signo de que un paciente estuviera en algún lugar cerca de la pared, examinado la reproducción de Böcklin como suelen hacer los pacientes tan frecuentemente cuando pensaban que estaban solos y por lo mismo, difíciles de avistar desde el agujero. Llanamente hablando, no había nadie en la habitación. Estaba desocupada.

Sin embargo, el doctor Silence estaba completamente conciente de que un ser humano se encontraba en la habitación. Su sistema sensorial nunca fallaba en darle a conocer la proximidad de un ser real o irreal. Incluso en la oscuridad podía definirlo. Y ahora supo fehacientemente que su paciente, el paciente que había alarmado a Barker, y había viajado por el corredor con ese paso danzarín, estaba en alguna parte escondido entre las cuatro paredes que eran dominadas desde su ojo espía. También se dio cuenta y esto era de lo más inusual que este individuo al que quería observar sabía que estaba siendo vigilado. Y, más aún, que el mismo extraño, a su vez, también estaba observando. De hecho, era él, el doctor, el que estaba siento observado y por un observador tan agudo y entrenado como él mismo.

Un indicio del verdadero estado del caso comenzó a caer sobre él, y estaba a punto de entrar de hecho su mano ya tocaba la manilla de la puerta cuando su ojo, aún adherido al agujero, detectó un movimiento. En una posición directamente opuesta, entre él y la chimenea, algo se agitó. Observó muy atentamente y se aseguró de no estar equivocado. Un objeto sobre la mesa era un vaso azul desapareció de la vista. Pasó fuera de la visión junto con la porción de mármol de la mesa, sobre la que reposaba. Luego, aquella parte del fuego, hogar y guardafuego de bronce inmediatamente debajo, se desvaneció completamente, como si una tajada hubiera sido limpiamente sacada de ellos.

En ese momento, el doctor Silence comprendió que algo entre él y aquellos objetos lentamente comenzaba a existir, algo que los escondía y obstruía a su visión al insertarse a sí mismo en la línea de visión entre ellos y él mismo.
Tranquilamente esperó por resultados posteriores antes de entrar.

Al principio vio una delgada y perpendicular línea que se trazaba por encima de la altura del reloj y continuaba hacia abajo hasta que alcanzaba el lanudo felpudo de la chimenea. La línea se hizo más ancha, ampliándose, haciéndose sólida. No era una sombra; era algo con sustancia. Se iba definiendo más y más. Luego, repentinamente, en la punta de la línea, al nivel de la cara del reloj, vio un pequeño disco luminoso contemplándolo resueltamente. Era un ojo humano, mirando fijamente al suyo, presionado allí contra el agujero. Y brillaba con inteligencia. El doctor Silence contuvo su respiración por un momento y nuevamente lo observó.

Luego, como alguien saliendo de una profunda oscuridad hacia la luz, vio la figura de un hombre deslizarse a la vista, una cara blancuzca siguiendo al ojo, y la línea perpendicular que al principio había visto ensancharse y desarrollarse hasta la completa figura de un ser humano. Era el paciente. Aparentemente había estado ahí, parado frente al fuego todo el tiempo. Un segundo ojo siguió al primero, y ambos miraban fijamente al ojo espía, gravemente concentrados, sin embargo, con un leve destello de humor y diversión que le hicieron imposible al doctor mantener su posición por más tiempo.

Abrió la puerta y entró rápidamente. Al hacerlo notó por primera vez el sonido de una banda alemana que entraba ruidosamente a través de los ventiladores abiertos. De alguna forma intuitiva, inexplicable, la música se conectaba con el paciente al que estaba a punto de entrevistar. Esta suerte de presagio no le era desconocida. Siempre se explicaba a sí mismo más tarde. Vio que el hombre era de mediana edad y de apariencia ordinaria; de hecho, tan ordinaria, que era difícil de describir su única particularidad era su extrema delgadez. Unas agradables vibraciones eso es, buenas- emanaban de su atmósfera y encontraron al doctor Silence mientras avanzaba a saludarlo, sin embargo, eran vibraciones vivientes llenas de corrientes y descargas que traicionaban la perturbada y desordenada condición de su mente y su cerebro. Evidentemente había algo absolutamente fuera de lo usual en el estado de sus pensamientos. Pero, aunque extraño, no era del todo perturbador; no era la impresión que la quebrada y violenta atmósfera del loco produce sobre la mente. El doctor Silence se dio cuenta en un destello que allí había un caso de absorbente interés que podría requerir de todo sus poderes para ser abordado apropiadamente.

-Lo estaba observando a través de mi pequeño ojo mágico, como notó -comenzó, con una agradable sonrisa, avanzando para darle la mano- . A veces lo encuentro de gran ayuda....

Pero el paciente lo interrumpió inmediatamente. Su voz era apurada y tenía extraños y estridentes cambios, quebrándose de agudo a grave de forma inesperada. En un momento tronaba, en el otro casi chirriaba.

-Comprendo sin que me explique -interrumpió rápidamente-. De esa forma obtiene la verdadera nota de un hombre, cuando no se siente observado. Lo apoyo completamente. Sólo que en mi caso, me temo que vio muy poco. Mi caso, como por supuesto usted comprende, doctor Silence, es extremadamente peculiar, incómodamente peculiar. De hecho, Sir Williams me aseguró que....
-Mi amigo lo ha mandado a verme -el doctor interrumpió seriamente, con una suave nota de autoridad-, y eso es suficiente. Por favor siéntese, señor ......
-Mudge... Racine Mudge -replicó el otro.
-Tome esta cómoda silla, señor Mudge -dirigiéndole hacia la silla arreglada-, y cuénteme acerca de su condición en sus propias palabras y a su propio paso. Mi día entero está a su disposición si así lo requiere.

El señor Mudge se dirigió hacia la silla en cuestión y luego dudó.

-Prométame que no usará los botones narcóticos -dijo, antes de sentarse- No los necesito. Además, debo mencionar que cualquier cosa que usted piense intensamente alcanzará mi mente. Esto es, aparentemente, parte de mi peculiar caso. -Se sentó con un suspiro y arregló sus delgadas piernas y cuerpo hasta alcanzar una posición cómoda. Evidentemente era muy sensible a los pensamientos de los otros, ya que la imagen de los botones verdes había entrado solamente por un segundo a la mente del doctor, mientras que el otro lo captó instantáneamente. El doctor Silence notó además, que el señor Mudge se aferraba fuertemente con ambas manos a los brazos de la silla.
-Casi estoy feliz de que la silla esté clavada al suelo -recalcó, mientras se establecía más cómodamente-. Me favorece. El hecho es... y esto es mi caso en una cáscara de nuez... lo cual es todo lo que un doctor de su maravilloso desarrollo requiere... el hecho es, doctor Silence, que soy una víctima del Espacio Superior. Eso es lo que sucede conmigo... ¡Espacio Superior!

Ambos se miraron por un momento, en silencio, el pequeño paciente sujetándose fuertemente a los brazos de la silla que le "favorecían admirablemente", y mirando hacia arriba con ojos fijos, su atmósfera temblando por las ondas de alguna actividad desconocida; mientras que el doctor sonreía amable y compasivamente, y ponía su mente lo más lejos posible, dentro de la condición mental del otro.

-Espacio Superior -repetía el señor Mudge- eso es lo que es. Ahora, ¿piensa usted que puede ayudarme con eso?

Hubo una pausa durante la cual los ojos de los hombres buscaron fijamente bajo la superficie de sus respectivas personalidades. Entonces el doctor Silence habló.

-Estoy completamente seguro de que puedo ayudar -respondió serenamente- la compasión siempre debe ayudar, y el sufrimiento siempre llama a mi compasión. Veo que usted ha sufrido cruelmente. Debe contarme todo sobre su caso, y cuando escuche los pasos graduales por los cuales usted ha llegado a este extraño estado, no tengo duda que puedo ser de ayuda para usted.

Acercó la silla junto a su interlocutor y posó su mano sobre su hombro por un momento. Todo su ser irradiaba bondad, inteligencia, deseo de ayudar.

-Por ejemplo -prosiguió- estoy seguro de que fue el resultado de algo más que la coincidencia que usted se familiarizara con los terrores de lo que usted llama Espacio Superior; pues espacio superior no es sólo una medida externa. Es, por cierto, un estado espiritual, una condición espiritual, un desarrollo interno, y uno que debemos reconocer como anormal, pues se encuentra más allá del alcance de nuestros sentidos en la presente etapa de evolución. El Espacio Superior es un estado místico.
-¡Oh! -exclamó el otro, frotándose sus manos de pájaro con satisfacción-, ¡qué alivio para mí hablar con alguien que pueda comprender! Por supuesto, lo que dice usted es la absoluta verdad. Y tiene razón de que no fue la pura casualidad la que me condujo a mi actual condición, sin embargo fue un estudio prolongado y deliberado. Pero es la suerte, en un sentido, la que la gobierna. Me refiero a que, mi entrada a la condición de espacio superior parece depender sobre la suerte de ésta y aquélla circunstancia. -Suspiró y se detuvo por un momento . De hecho-continuó- el mero sonido de esa banda alemana me disparó. No es que toda la música lo haga, sino que ciertos sonidos, ciertas vibraciones me elevan de tono hasta alcanzar el nivel requerido, me disparan. La música de Wagner siempre lo hace, y aquella banda debe haber estado tocando una fuga de Wagner. Pero ya llegaré a todo eso más adelante. Pero primero -sonrió modestamente- debo pedirle que retire a su hombre del ojo espía.

II.
John Silence miró sobresaltado, pues el señor Mudge estaba de espaldas a la puerta, y no había ningún espejo. Vio el ojo café de Barker pegado al pequeño círculo de vidrio, y cruzó la habitación sin hablar y de golpe bajó la negra persiana provista para ese propósito, y luego oyó a Barker alejarse arrastrando los pies por el pasadizo.

-Ahora -continuó el pequeño hombre en la silla-, puedo continuar. Usted ha logrado ponerme completamente cómodo, y siento que podría contarle mi caso completo sin vergüenza o reserva. Usted entenderá. Pero deberá ser paciente conmigo si me extiendo en detalles que para usted ya son familiares... detalles del espacio superior, o sea... si parezco estúpido tratando de describir cosas que trascienden el poder del lenguaje y son realmente por lo mismo, indescriptibles.
-Mi querido amigo -añadió el otro calmadamente-, eso no necesita decirlo. Conocer el espacio superior es una experiencia que desafía cualquier descripción, y uno se ve obligado a hacer uso de símbolos más o menos inteligibles. Pero, por favor, proceda. Sus intensos pensamientos me dirán más que sus vacilantes palabras.

Un inmenso suspiro de alivio le llegó desde la pequeña figura media perdida en las profundidades de la silla. Aquella afinidad inteligente encontrándolo a medio camino era una experiencia nueva, y al instante tocó su corazón. Se reclinó hacia atrás, relajando su fuerte asidero de los brazos, y comenzó en su voz delgada y escamosa.
-Mi madre era francesa y mi padre un barquero de Essex -dijo abruptamente-. De ahí mi nombre... Racine y Mudge. Mi padre murió aún antes de que lo viera. Mi madre heredó dinero de sus parientes de Bordeaux, y cuando murió, poco después, fui dejado solo con riquezas y una extraña libertad. No tenía cuidadores, fiduciarios, hermanas, hermanos, o cualquier conexión en el mundo que me cuidara. De esta forma, crecí absolutamente sin educación. Todo esto fue en mi beneficio; no aprendí nada de esa basura engañosa que se enseña en los colegios, así que no tenía nada que desaprender cuando desperté a mi amor verdadero... las matemáticas, matemáticas superiores y geometría superior. Sin embargo, parecía conocerlas instintivamente. Era como el recuerdo de algo que había estudiado profundamente antes; los principios estaban en mi sangre, y simplemente corrían a través de las etapas ordinarias, y más allá, y luego hice lo mismo con la geometría. Luego, cuando leía los libros de estas materias, comprendía cuán ligero y fielmente el conocimiento había retornado a mí. Simplemente era memoria. Era simplemente recolectar los recuerdos de lo que había sabido antes, en una existencia previa y no requería de libros para enseñarme.

En su creciente entusiasmo, el señor Mudge trataba de arrastrar la silla hacia delante, algo más cerca de su oyente, y luego sonreía débilmente al resignarse instantáneamente a su inmovilidad, y se sumergía nuevamente al relato de su extrañan "enfermedad".
-Las audaces especulaciones de Bolilla, las sorprendentes teorías de Gauss... que a través de un punto más de una línea podía ser trazada paralela a la línea dada; la posibilidad de que los ángulos de un triángulo fueran en conjunto mayor que dos ángulos rectos, si es que eran dibujadas sobre inmensas curvaturas... las intuiciones de Beltrami y Lobatchewsky... a través de todas estas me apresuré y emergí, jadeante pero insatisfecho, sobre el límite de mi... mundo, mis posibilidades de espacio superior... en una palabra, ¡mi enfermedad!

Cómo llegué hasta allí -retomó luego de una breve pausa, durante la cual pareció haber estado esperando un sonido que se acercaba-, es más que lo que puedo poner en palabras inteligibles. Sólo puedo esperar dejar su mente con una comprensión intuitiva de la posibilidad de lo que digo.- Aquí, sin embargo, se introdujo un cambio. En este punto ya no estaba absorbiendo los frutos de los estudios que había realizado anteriormente; era el comienzo de nuevos esfuerzos por aprender por primera vez, y tenía que ir lenta y laboriosamente a través de un trabajo terrible. Aquí busqué en las teorías y especulaciones de otros. Sin embargo, los libros eran muy pocos y muy espaciados, y, con la excepción de un hombre_un "soñador", como el mundo lo llamaba... cuya audacia y penetrante intuición me sorprendieron y me encantaron más allá de toda descripción, no encontré a nadie que me guiara o ayudara.

Por supuesto que usted, doctor Silence, comprende algo de hacia dónde me estoy dirigiendo con estas titubeantes palabras, aunque no pueda quizá todavía adivinar a qué profundidades de dolor me llevó mi nuevo conocimiento, ni por qué una relación con una nueva dimensión del espacio pudo resultar una fuente de misterio y terror.

El señor Mudge, recordando que la silla no se movería, hizo lo mejor que pudo en su deseo de acercarse al hombre atento que lo encaraba, y se inclinó hacia adelante sobre el borde mismo de los cojines, cruzando sus piernas y gesticulando con ambas manos como mirando esta región del nuevo espacio que estaba intentando describir, y pudiera en cualquier momento saltar dentro de él desde el borde de la silla y perderse de vista. John Silence, separado de él por tres ases, se mantenía con los ojos fijos sobre la pálida cara de enfrente, reparando en cada palabra y gesto con una profunda atención.

-Esta habitación donde estamos sentados, doctor Silence, tiene un lado abierto al espacio... al espacio superior. Una caja cerrada sólo parece cerrada. Existe una entrada y una salida de una burbuja de jabón, sin romper la membrana.
-No me dice nada nuevo interpuso gentilmente el doctor.
-Por lo tanto, si el espacio superior existe y nuestro mundo limita con él y se encuentra parcialmente en él, necesariamente se concluye que nosotros sólo vemos porciones de los objetos. Jamás vemos su forma real y completa. Vemos tres dimensiones, pero no la cuarta. La nueva dirección se encuentra escondida para nosotros, y cuando sostengo este libro y muevo mi mano alrededor de él, no he hecho realmente el circuito completo. Sólo percibimos aquellas porciones de cualquier objeto que exista en nuestras tres dimensiones, el resto se nos escapa. Sin embargo, una vez aprendido a ver en espacio superior, todos los objetos aparecerán como realmente son. ¡Sólo que por lo mismo serán difícilmente reconocibles! Ahora puede comenzar a comprender hacia dónde me dirijo
-Comienzo a comprender algo de lo que usted debe haber sufrido -observó conciliadoramente el doctor- puesto que yo mismo viví experimentos similares, sólo que me detuve justo a tiempo....
-Usted es el único hombre en el mundo que me puede comprender, y compadecer -exclamó el señor Mudge, asiendo su mano y sosteniéndola fuertemente mientras hablaba. La silla clavada prevenía mayores entusiasmos.
-Bueno -continuó luego de una pausa momentánea- me procuré con los implementos y los cubos de colores para la experimentación práctica, y seguí las instrucciones cuidadosamente hasta que llegué a una concepción imaginaria del espacio en cuatro dimensiones. Al tesaracto, la figura cuyas fronteras son cubos, lo conocía de memoria. Me refiero a que lo conocía y lo veía mentalmente, pues mi ojo, por supuesto, jamás podría admitir una nueva medida, ni podrían mis manos o mis pies manejarla.

-De esta forma, al menos agregó, haciendo una mueca de desagrado-pensé que había llegado a la etapa en la que podía imaginar en una nueva dimensión. Era capaz de concebir la forma de una nueva figura que es intrínsecamente diferente a todo lo que conocemos... la forma del tesaracto. Podía percibir en cuatro dimensiones. De esta forma, cuando observaba un cubo, podía ver todos sus lados al instante. Su área superior no estaba reducida, ni su lado más distante ni la base invisible. Veía el todo plano, por así decirlo. Más aún, también veía su contenido... su interior.
-¿No fue usted capaz de entrar a este nuevo mundo? -interrumpió el doctor Silence.
-No entonces. Sólo era capaz de concebir intuitivamente cómo sería y cómo debería realmente verse. Más tarde, cuando me deslicé allí y vi los objetos en su completitud, ilimitados por la insuficiencia de nuestras pobres tres medidas, casi estuve a punto de perder mi vida. Pues usted sabe, el espacio no se detiene en una única nueva dimensión, la cuarta. Se extiende a todas las nuevas posibles, y debemos imaginarlo como conteniendo un número infinito de nuevas dimensiones. En otras palabras, no hay un espacio, sino sólo una condición. Pero, mientras tanto, he llegado a comprender el extraño hecho de que los objetos en nuestro mundo normal se nos presentan sólo parcialmente.

El señor Mudge se adelantó aún más en la silla balanceándose peligrosamente en el mismo borde de ésta.
-Desde este punto de partida -retomó- comencé mis estudios y experimentos, y los continué por años. Tenía dinero, y no tenía amigos. Vivía en soledad y experimentaba. Mi intelecto, por supuesto, tenía poco espacio en el trabajo, pues intelectualmente era impensable. Nunca se había visto más claramente demostrada la limitación de la mera razón. Fue místicamente, intuitivamente, espiritualmente como empecé a avanzar. Y lo que aprendí, sabía e hice, es imposible de poner en palabras, pues describen experiencias que trascienden las experiencias de los hombres. Son sólo algunos de los resultados los que usted llamaría los síntomas de mi enfermedad los que puedo entregarle, e incluso estos pueden muchas veces parecer contradicciones absurdas y paradojas imposibles.

-Sólo puedo decirle, doctor Silence -repentinamente sus maneras se volvieron graves- que a veces he llegado a una posición en que todos los grandes misterios del mundo se tornaron comprensibles para mí, y comprendí lo que en los libros de Yoga llaman "La Gran Herejía de la Separatividad"; porqué los grandes maestros han urgido la necesidad de que el hombre ame a su prójimo como a sí mismo; cómo los hombres son realmente uno; y porqué la pérdida absoluta de uno mismo es necesaria para la salvación y el descubrimiento de la vida verdadera del alma.

Se detuvo un instante y tomó aliento.

-Sus especulaciones fueron las mías hace mucho tiempo atrás -dijo el doctor tranquilamente-. Me doy completamente cuenta de la fuerza de sus palabras. Sin duda los hombres no están del todo separados... en el sentido que ellos imaginan.
-Todo lo referente a este espacio aún más elevado sólo lo concebía oscuramente, por supuesto, -prosiguió el otro, elevando nuevamente su voz a tirones-; pero lo que me sucedió fue el accidente más insignificante... un desastre simple... de, oh, Dios, ¿cómo decirlo?...
Balbuceó y mostró evidentes signos de ansiedad.
-Simplemente fue esto -retomó con súbita prisa en sus palabras-, que, accidentalmente, como resultado de mis años de experimentación, un día me deslicé corporalmente hacia el próximo mundo, el mundo de las cuatro dimensiones, sin saber precisamente cómo había llegado allí, o cómo podría regresar. Descubrí que mi cuerpo ordinario en tres dimensiones, no era más que una expresión... una proyección parcial... ¡de mi cuerpo superior en cuatro dimensiones!
-Ahora comprenderá lo que mencioné hace un rato en nuestra conversación, cuando hablé del azar. No puedo controlar mi entrada o salida. Algunas personas, algunas atmósferas humanas, ciertas fuerzas errantes, pensamientos, incluso deseos... la radiación de ciertas combinaciones de colores, y sobretodo, las vibraciones de ciertos tipos de música, me arrojan a un estado que sólo puedo describir como una vibración interna, terrorífica e intensa... ¡y repentinamente me disparo! ¡Lejos, en dirección de todos los ángulos rectos de nuestras direcciones conocidas! ¡Lejos, en la dirección que toma un cubo cuando comienza a trazar los contornos de una nueva figura, el tesaracto! ¡Lejos, hacia mi espacio superior, intenso y semi divino!¡Lejos, dentro de mí mismo, dentro del mundo de las cuatro dimensiones!

Quedó sin aliento y se dejó caer en las profundidades de la silla inmóvil.

-Y allí -murmuró, su voz surgiendo de entre los cojines- allí debo quedarme hasta que dichas vibraciones cesen, o hasta que hagan algo, que no puedo encontrar las palabras para describir de forma apropiada o inteligible para usted_y entonces, de repente, estoy de vuelta nuevamente. Primero, desaparezco. Luego reaparezco. Sólo que- suspiró- no puedo controlar mi entrada ni mi salida.
-Perfecto -exclamó el doctor Silence- , y por eso hace unos pocos....
-Por eso hace pocos momentos- interrumpió el señor Mudge, quitándole las palabras de la boca-, me encontró ido, y luego me vio retornar. La música de esa funesta banda Alemana me empujó. Sus intensos pensamientos sobre mí me trajeron de vuelta... cuando la banda hubo terminado su Wagner. Lo vi aproximarse al agujero y vi más tarde la intención de Barker de hacer lo mismo. Para mí ningún interior está oculto. Yo veo dentro. Cuando estoy en ese estado los contenidos de su mente, así como los de su cuerpo, están abiertos a mí como el día. ¡OH Dios, oh Dios, oh Dios!

El señor Mudge se detuvo y enjuagó su frente. Un ligero estremecimiento recorrió la superficie de su pequeño cuerpo, como el viento sobre el pastizal. Aún se aferraba fuertemente a los brazos de la silla.
-Al principio -continuó-, mis nuevas experiencias eran tan gráficamente interesantes que no me sentí alarmado. No había espacio para eso. El miedo vino poco después.
-¿Entonces, usted realmente penetró en ese estado, lo suficientemente lejos como para experienciarse a sí mismo como una parte normal de él? -preguntó el doctor, acercándose, profundamente interesado.
El señor Mudge asintió con su rostro sudoroso como respuesta.
-Lo hice -murmuró-, indudablemente lo hice. Ya llegaré a eso. Comenzó primero por la noche, cuando me di cuenta que el sueño no se acompañaba de la pérdida de conciencia...
-El espíritu, por supuesto, nunca duerme. Sólo el cuerpo se vuelve inconsciente -agregó John Silence.
-Si, sabemos eso... teóricamente. Durante la noche, por supuesto, el espíritu se encuentra activo en alguna otra parte, y nosotros no conservamos recuerdos acerca del dónde ni del cómo, porque simplemente el cerebro se queda atrás y no recibe ningún registro. Pero me di cuenta que, mientras me mantenía conciente, también retenía la memoria. Había alcanzado el estado de conciencia continua, pues en las noches, con los primeros signos de somnolencia, entraba nolens volens al mundo de cuatro dimensiones.

Durante un tiempo esto sucedía frecuentemente, y no podía controlarlo; aunque más tarde descubrí un modo de regularlo mejor. Aparentemente el sueño es innecesario para el cuerpo superior... el tetradimensional. Sí, posiblemente. Sin embargo, hubiera preferido infinitamente el sueño insulso al conocimiento. Puesto que, incapaz de controlar mis movimientos, vagaba de allá para acá, atraído, debido a mi desarrollo parcial y prematura llegada, hacia partes de este nuevo mundo que me alarmaban más y más. Era la horrible desolación y el flujo de un mundo monstruoso, tan absolutamente distinto a todo lo que conocemos y vemos, que ni siquiera puedo dar una pista de la naturaleza de las visiones y objetos y seres en él. Más que eso, no puedo ni siquiera recordarlos. No puedo imaginármelos ahora ni para mí mismo, sino que sólo puedo evocar los recuerdos de la impresión que dejaron sobre mí, el horror y el devastador terror de todo eso. Estar en varios lugares a la vez, por ejemplo...

-Perfectamente -interrumpió John Silence, dándose cuenta del aumento de excitación del otro-, comprendo exactamente. Pero ahora, por favor, cuénteme algo más de este temor que experimentaba, y cómo lo afectó.
-No es desaparecer y reaparecer per se lo que me afecta -continuó el señor Mudge-, tanto como otras cosas. Es ver a la gente y los objetos en su extraña completitud, en sus formas reales y completas, eso es lo angustiante. Me he introducido a un mundo de monstruos. Caballos, perros, gatos, a todos los quería; personas, árboles, niños; todo lo que había considerado hermoso en la vida... todo, desde el rostro humano hasta una catedral... se me aparecía en un aspecto y forma diferente a todo lo que había conocido antes. En vez de ver su forma parcial en tres dimensiones, las veía completas... en cuatro. Tal vez no pueda explicarle por qué esto sería terrible, pero le aseguro que así es. Escuchar la voz humana proveniente de esta novedosa apariencia que difícilmente reconocía como un cuerpo humano, es espantoso, simplemente espantoso. Poder ver en el interior de todo y todos es una forma de discernimiento particularmente angustiosa. Estar tan confundido geográficamente como para encontrarme en un momento en el Polo Norte, y al siguiente en Claphan Junction... o posiblemente en ambos sitios a la vez..., es absurdamente terrorífico. Su imaginación le suministrará prontamente otros detalles sin multiplicar yo ahora mis experiencias. Pero usted no tiene idea lo que todo esto significa, y cómo sufro.

El señor Mudge interrumpió su jadeante recuento y se reclinó en la silla. Aún se aferraba fuertemente a los brazos como si pudieran mantenerlo en el mundo de la cordura y las tres dimensiones, y sólo una que otra vez soltaba su mano izquierda para enjuagar su rostro. Se veía muy delgado y pálido y extrañamente insubstancial, y observaba a su alrededor como si mirara a este otro espacio, sobre el cual había estado hablando.

John Silence también se sentía animado. Había escuchado cada palabra y había tomado muchas notas. La presencia de este hombre producía un efecto vivificante sobre él. Parecía como si el señor Mudge aún llevara consigo algo de aquella intensa condición del espacio superior que había estado describiendo. De cualquier forma, el doctor Silence había avanzado por sí mismo lo suficientemente lejos para darse cuenta que las visiones de esta extraordinaria y pequeña persona, tenían una base de verdad en su origen.

III.
Luego de una pausa que se prolongó por minutos, cruzó la habitación y abrió un cajón de su librero, sacando un pequeño libro de cubierta roja. Tenía un candado, y sacó una llave de su bolsillo y procedió a abrir las cubiertas. El brillo en los ojos del señor Mudge no lo dejó ni por un solo segundo.

-Señor Mudge -dijo por fin-, casi me parece una lástima curarlo. Usted está camino a descubrir grandes cosas. Aunque pudiera perder la vida en este proceso... me refiero a la vida acá, en el mundo de las tres dimensiones... no perdería, por lo mismo, nada de gran valor... perdone mi aparente rudeza, lo sé... pero podría ganar algo que es infinitamente superior. Su sufrimiento, por supuesto, se encuentra en el hecho de que usted alterna entre dos mundos y no está nunca completamente en uno u otro. Además, me atrevo a imaginar, aunque no puedo estar seguro de esto a través de ningún experimento personal, que usted incluso ha penetrado aquí y allá a un espacio de más de cuatro dimensiones, y de esta forma, ha experimentado el terror al que se refiere.

El sudoroso hijo del barquero de Essex y de una mujer de Normandía inclinó su cabeza varias veces asintiendo, pero no pronunció ninguna palabra como respuesta.

-Alguna extraña predisposición psíquica, que data sin duda de alguna de sus vidas pasadas, ha favorecido el desarrollo de su "enfermedad"; y el hecho de que usted no haya tenido un entrenamiento normal en la escuela o la universidad, que no esté guiado por el pobre intelecto hacia el culs de sac, falsamente llamado conocimiento, ha causado su excesivamente rápido movimiento a lo largo de las líneas directas de la experiencia interna. Nada del conocimiento que ha presagiado ha venido a usted a través de los sentidos, por cierto.

El señor Mudge, sentado en su silla inamovible, comenzó a estremecerse débilmente. Nuevamente pareció como si una brisa pasara sobre su superficie y como si de nuevo lo pusiera curiosamente en movimiento, como una pradera.
-Usted habla solamente para ganar tiempo -dijo con voz presurosa y titubeante-. Este pensamiento en voz alta nos demora. Vislumbro hacia dónde se dirige, por favor, apresúrese, porque algo va a suceder. Nuevamente una banda se aproxima por la calle, y si interpretan...si interpretan Wagner....saldré disparado en un destello.
-Precisamente. Seré rápido. Me dirigía al punto de cómo llevar a cabo su cura. Esta es la manera: simplemente debe aprender a bloquear las entradas... prevenir que los centros actúen.
-¡Es verdad, absolutamente verdad! -exclamó el hombrecito, evadiendo las profundidades de la silla-. ¿Pero cómo, en nombre del espacio, cómo puede eso lograrse?
-Mediante la concentración. Todos estos centros se encuentran dentro de usted, a pesar de que sean causas exteriores como el color, la música y otros elementos, los que lo guían hacia ellos. No puede esperar destruir estos elementos externos, sin embargo, una vez que las entradas están bloqueadas, le guiarán sólo hacia murallas de ladrillo y canales clausurados. No será capaz de encontrar el camino nuevamente.
-¡Rápido, rápido! -gritaba la figura que se sacudía sobre la silla-. ¿Cómo se lleva a cabo esta concentración?
-Este librito -continuó calmadamente el doctor Silence-, le explicará la manera-. Dio unos golpecitos sobre la cubierta-. Ahora, déjeme leerle algunas simples instrucciones y usted nunca más volverá a entrar al estado de espacio superior. Los accesos estarán bloqueados efectivamente.

El señor Mudge se irguió de golpe en su silla para escuchar, y John Silence aclaró su garganta y comenzó a leer lentamente, en un tono de voz muy claro. Mas antes de que hubiera pronunciado una docena de palabras, algo pasó. El sonido de la música de la calle penetró en la habitación a través de los ventiladores, ya que una banda había comenzado a tocar en en callejón de los establos, en la parte trasera de la casa... era la Marcha del Tannhäuser. Puede parecer muy extraño que una banda alemana aparezca dos veces dentro del lapso de una hora, en los mismos callejones y tocara Wagner, sin embargo, ese era el caso. El señor Racine Mudge la oyó. Lanzó un grito agudo y chirriante y nerviosamente enroscó sus brazos alrededor de la silla. Una mirada que daba pena y que no estaba lejos de las lágrimas se extendió sobre su pálido rostro. Grises sombras lo siguieron... el gris del miedo. Comenzó a luchar convulsionadamente.

¡Sujéteme firme! ¡Atrápeme! Por el amor de Dios, ¡manténgame aquí! Ya estoy en camino. ¡Oh, es espantoso! -gritó en tonos de angustia, su voz tan delgada como un junco.

El doctor Silence se precipitó hacia adelante para atraparlo, sin embargo, en un destello, antes de que pudiera cubrir el espacio entre ellos, el señor Racine Mudge, gritando y luchando, pareció dispararse hacia lo invisible. Desapareció como una flecha lanzada por un arco a una velocidad infinita, y su voz ya no resonaba en el aire externo, sino que de alguna curiosa manera, parecía hacerse audible a través de las profundidades del ser del propio doctor. Era casi como un débil cántico en su cabeza, como la voz de un sueño, una voz de visiones e irrealidad.

-¡Alcohol, alcohol! -gritaba débilmente, a la distancia- ¡deme alcohol! Es la manera más rápida. ¡Alcohol, antes de que esté fuera de alcance!

El doctor, acostumbrado a las decisiones rápidas y acciones aún más rápidas, recordó que había una botella de brandy sobre la mesa, y en menos de un segundo la había cogido y la sostenía hacia el espacio sobre la silla, recientemente ocupado por un visible Mudge. Pero, frente a sus propios ojos, y mucho antes de que pudiera abrir la tapa metálica, vio que el contenido del frasco cerrado se hundía y disminuía como si alguien estuviera bebiendo su licor con violencia y avidez.

-¡Gracias!¡Suficiente! ¡Espanta las vibraciones! -clamó la vocecita en su interior, mientras retiraba el frasco y lo restablecía sobre la mesa. Comprendió que la actual condición de un lado de la botella estaba abierta al espacio y que él podía beber sin remover la tapa. Difícilmente hubiera podido obtener una prueba más interesante acerca de lo que había estado escuchando, descrito en tal detalle.

Pero al momento siguiente... casi parecía que al mismo tiempo... , la banda alemana se detuvo a la mitad de su tonada... ¡y ahí estaba el señor Mudge, de regreso nuevamente en su silla, resollando y jadeando!
-¡Rápido! -chilló- ¡detenga a la banda!¡Envíelos lejos! ¡Sujéteme! ¡Bloquee las entradas! ¡Bloquee las entradas! ¡Deme el libro rojo! ¡¡¡¡Oh, oh, oh h h h!!!!
La música había comenzado nuevamente. Sólo había sido una interrupción momentánea. La Marcha del Tannhäuser había comenzado nuevamente, esta vez a un ritmo tremendo que la hacía sonar como un rápido paso doble, como si los instrumentos tocaran contra el tiempo. Sin embargo, la breve interrupción dio al doctor Silence un momento para reunir sus pensamientos disgregados, y antes que la banda hubiera llegado a la mitad del compás, se había precipitado sobre la silla y sujetaba al señor Racine Mudge, la pequeña víctima del espacio superior, en un abrazo de hierro. Sus brazos rodearon su diminuta persona, tomando al mismo tiempo una buena parte de la silla. Si bien no era un hombre grande, pareció sofocar por completo a Mudge.

Sin embargo, incluso mientras actuaba de esta manera, sintiendo la agitación bajo suyo, comenzó a deshacerse y a deslizarse como el aire o el agua. De algún modo, la madera del brazo de la silla se desenredaba de entre sus propios brazos y los del señor Mudge. Se llevó a cabo el fenómeno conocido como el paso de la materia a través de la materia. El hombrecito parecía estar realmente fundido con el ser del otro. El doctor Silence sólo pudo ver la cara por debajo suyo. Se arrugó y se volvió gris como debido a un gran esfuerzo interno. Oyó la delgada y fina voz clamando en su oído: "¡Bloquee las entradas, bloquee las entradas!. Y luego....pero, ¿cómo en el mundo describir aquello que es indescriptible?
John Silence se paró para observar. Racine Mudge, su rostro distorsionado más allá de todo reconocimiento, estaba haciendo un maravilloso movimiento hacia adentro, como si se contrajera sobre sí mismo. Se volvió como un embudo, como agua en un remolineante torbellino, y luego pareció quebrarse como se quiebra un reflejo y se divide, en la distorsión de un espejo convexo. No se movió ni hacia adelante ni hacia atrás, ni hacia la izquierda ni a la derecha, ni arriba ni abajo. Pero se fue. Se fue completamente. Simplemente se esfumó de la vista, como un proyectil desvaneciéndose.

-¡Todo menos una pierna! -El doctor Silence sólo tuvo el tiempo y la presencia de mente para sujetar el tobillo izquierdo y la bota del desaparecido, y a esto se aferró durante algunos segundos como a la torva muerte. Sin embargo, todo el tiempo supo que era algo estúpido e inútil. El pie estaba en su control por un momento, y al siguiente parecía... esta era la única manera que podía describirlo... estar dentro de su propia piel y huesos, y al mismo tiempo fuera de su mano y en todo su alrededor. De alguna manera sorprendente, parecía estar mezclada con su propia carne y sangre. Luego se había ido, y él se encontraba asiendo fuertemente sólo una corriente de aire tibio.

-¡Ido!¡Ido!¡Ido!-gritaba una débil y susurrante voz en algún lugar dentro de su propia conciencia. ¡Perdido!¡Perdido!¡Perdido!-repetía, haciéndose cada vez más débil hasta que finalmente se desvaneció en la nada, y los últimos signos del señor Racine Mudge se desvanecieron con ella.

John Silence cerró su libro rojo y lo repuso en el gabinete, el cual aseguró con un clic, y cuando Barker acudió al campanilleo, le preguntó si el señor Mudge había dejado una tarjeta sobre la mesa. Aparentemente lo había hecho, y cuando el sirviente regresó con ella el doctor Silence leyó la dirección y tomó nota de ella. Era en el norte de Londres.
-El señor Mudge se ha ido -le dijo tranquilamente a Barker, notando su expresión de alarma.
-No se ha llevado su sombrero, señor.
-El señor Mudge no necesita un sombrero donde se encuentra ahora -continuó el doctor, agachándose para atizar el fuego-. Pero podría regresar por él...
-¿Y el paraguas, señor?
-Y el paraguas.
-Si me lo permite, señor, él no salió por mi camino -tartamudeó el sorprendido sirviente, su curiosidad superando el nerviosismo.
-El señor Mudge tiene sus propias maneras de ir y venir, y las prefiere. Si llega a regresar por la puerta en cualquier momento, recuerda traérmelo inmediatamente, y se amable y gentil con él y no le hagas preguntas. Además, Barker, recuerda pensar agradablemente, compasivamente, afectuosamente en él mientras se encuentra ausente. El señor Mudge es un caballero que sufre mucho.

Barker hizo una reverencia y salió de la habitación de espaldas, jadeando y palpando dentro de su cuello con tres dedos de una mano, muy calientes.
Fue dos días después cuando trajo un telegrama al estudio. El doctor Silence lo abrió y leyó lo siguiente:

Bombay. Recién deslizado fuera nuevamente. A salvo. Entradas bloqueadas. Mil gracias. Dirección Cooks, Londres." MUDGE.

El doctor Silence levantó la mirada y vio a Barker mirándolo perplejamente. Se le ocurrió que de alguna manera conocía el contenido del telegrama.
-Haga un paquete con las cosas del señor Mudge -dijo brevemente-, y envíalas a Thomas Cook e Hijos, Ludgate Circus. Y envíalas allí en exactamente un mes a partir de hoy, marcada "Para ser reclamada".
-Sí, señor -dijo Baker, abandonado la sala con un suspiro profundo y echando una rápida mirada al papelero, donde su amo había tirado el papel color rosa".

Algernon Blackwood

martes, 22 de septiembre de 2015

"La Verdad del Caso de Iscariote"

"Su sombra, curvándose en el terreno desigual, se alargaba detrás de él, y en la quietud soporífera de la tarde sólo se oían los murmullos vagamente dísonos de la ciudad, y las ráfagas caliginosas que luego de agitar los vergeles y los gallardos sicomoros erguidos a las márgenes del Cedrón, venían a estremecer el desbordamiento gris de su barba y a turbar sus meditaciones. Aquellas tibias ráfagas henchidas de aromas le recordaban los alientos capitosos de Marta y de María la de Magdal.

Había salido de Jerusalén después de la colación de mediodía por la puerta de Efraím, ansioso de expandir en la soledad la turbulencia de sus ideas. Y marchaba con lentos pasos, abatida la cabeza, que sólo de tiempo en tiempo alzaba para mirar a su diestra la mole del monte Oh- veto y la verde extensión del valle, donde, sobre el reposado ondular, las anémonas y los lirios abríanse como un florecimiento de purezas.

Su pensamiento, saltando los sucesos cercanos, iba hasta la bienhadada hora en que la luz entrando en su espíritu, antes todo tinieblas, habíale hecho abandonar el regalo familiar en su aldea de Karioth, para seguir al sublime maestro. Andaba, andaba, olvidando con sus meditaciones las fatigas de su cuerpo. Y sus pensamientos eran una bendición para los ojos de su materia que habían visto los prodigios de leprosos sanados y de muertos alzados con vidas de sus tumbas, y era un epinicio para los ojos de su alma, que habían logrado conocer en el nazareno enfermizo, de laberíntico platicar y de carácter extraño que iba desde la mansedumbre máxima hasta las iracundas violencias, al hijo de Aquel que en el Cielo todo lo creó y todo desde allí lo rige. Andaba, andaba, y cuando sus pies descalzos se hundían en las pequeñas abras del camino, la túnica, estremeciéndose, acusaba su musculatura viril, y en la bolsa cantaban argentinamente los siglos, oblaciones hechas a la divina compañía por las caritativas mujeres.

Al fin sentóse a reposar, y mientras miraba lejos de él, hacia la puerta de los Rébanos, un fariseo que lanzaba con su honda guijarros a un águila mientras ésta describía rápidas espirales imperfectas en torno del cadáver de una alimaña, un anciano, cuya llegada no advirtiera, sentóse en un peñasco próximo y le saludó con la palabra Paz.

–Sea la paz contigo, hermano.

Y hablaron. El anciano habló al apóstol, con segura voz impregnada de sabiduría, de todas las ciencias, de todas las artes, de todas las filosofías, afirmándole conocer otras lenguas que él, sólo sabedor de la aramea, no sospechaba que existiesen. Y en tanto que de los labios desconocidos fluía la plática, el tesorero divino se preguntaba si rio sería la conversión de aquel hombre de figura majestuosa y de talento profundo como el Tiberiades y caudaloso como el Hinnon, el mejor tesoro que pudiera ofrendarle al maestro.

–¿Eres escriba?... ¿No? Entonces descarrías –como el rebaño que desoyendo las voces del pastor que le muestra la buena senda con su lanza, se precipita en los barrancos– las luces que te dio el Padre del que es mi maestro, siguiendo las idólatras falsedades de los Nicolaístas, de los Gnósticos o de los Simoníacos.

El viejo movía negativamente la cabeza. Y el santo no veía en sus ojos un sulfúreo brillo, ni en su frente, bajo los largos cabellos nazarenos, la insinuación de dos protuberancias córneas, ni veía en la tierra que hollaban sus pies las marcas bisulcas de unos cascos de macho cabrío.

–Mi religión no te es conocida. ¿Crees que el mundo está entre tu aldea y el mar Muerto y entre el monte del Mal Consejo y el mar de Mármara? El mundo es inmenso y hay en él muchos hombres y muchos dioses.
–No hay más Dios que uno: el Galileo es su hijo y deber creer en él. Ha ordenado a las aguas, ha multiplicado los alimentos y ha vuelto la vida a cuerpos ya pútridos.
–Tu Dios es de debilidad. Si es fuerte y todopoderoso, por qué no aniquiló a los escribas y a los saduceos que se burlaron de él cuando les dijo en el pórtico del templo que era el hijo de Dios? ¿Por qué no convierte a los judíos que le llaman impostor y se niegan a reconocerle por el Mesías?
–Porque nuestra religión no ama el rigor, sino la fraternidad. Pero oyéndole, muchos han visto la luz y han besado sus pies y le han llamado por su nombre: Hijo del verdadero Dios.
–Sólo ha convertido a débiles y a mujeres. Y él, que reverencia a su Padre, ha obligado a otros hijos a que abandonen hermanos y deudos para seguirle. Pudiendo hacer el mundo perfecto, ha hecho que los animales para vivir se tengan que devorar los unos a los otros, Ama la adulación y se deja ungir los pies con perfumes, permitiendo que Juan y Jacobo murmuren de ti, porque propusiste la venta de ese sándalo para repartir a los menesterosos el producto... En vuestra peregrinación nada habéis hecho de divino. Esos milagros son naturales, y llegará el día en que sean comprensibles para todos los hombres. Los convertidos por vuestras predicaciones son pobres de espíritu, y por cada varón que habéis arrancado a Tyro y a Sidón y a Samaria, han olvidado el culto de sus hogares muchas mujeres para quienes la divinidad de tu maestro sólo está en la barba rizada, en la elocuencia de sus frases, en los amplios ademanes imperativos y en el fuego de sus miradas que habla de otros fuegos concupiscentes.
–¡Herejía, herejía!

Y mientras en la quietud vesperal temblaban los acentos demoledores, Judas meditaba cómo aquel viejo sabía las calumnias de que era víctima por parte de Jacobo y de Juan, Insinuó el desconocido:

–Y si es ciertamente el Salvador, las Escrituras no podrán cumplirse: Santiago, Juan, Felipe, Mateo y Andrés han tenido tentaciones y se han negado a vender al Galileo. Hasta ahora, vuestra religión es sólo de vanidad y de triunfo. Falta la profetizada acción de mansedumbre; falta que el Galileo, que ya ha demostrado ser un gran hombre, muestre a sus enemigos y a su propio rebaño que es Dios.
–¡Es Dios! Es el hijo de Dios, y con el Santo Espíritu es uno solo. No hay más Dios que él y siendo tres es uno siendo uno domina todo el Universo.

Y encendida en el fuego de la fe su mirada húmeda, buen Judas narró cómo con la sola virtud de su palabra había el hijo de María alzado de la tumba a Lázaro y al unigénito de Jairo. Y sin amedrentarse por la sonrisa fosforescente y gentílica del viejo, refirióle, una a una, las sorprendentes parábolas del convite de los judíos, de la perla, del Samaritano y la del trigo y la cizaña, Y aun, sin hacer caso del incrédulo musitar, le dijo cómo siendo un niño había triunfado con su sapiencia de la de los doctores y cómo en la puerta del templo había respondido a la salutación de un mendigo tullido con estas milagrosas palabras: “No tengo oro ni plata, pero te doy lo que poseo: levántate, que ya estás sano.”

Pero el viejo seguía murmurando:

–El mundo se quedará sin redimir, porque los discípulos del Galileo son egoístas. Oseas, Jonás, Amós, Ezechiel y Elías habrán mentido, y los hombres no serán redimidos por el que se llama redentor.

De la ciudad, pasando por Gethsemaní, partía una caravana. En la penumbra vespertina, la larga fila de camellos, graves y deformes, aparecía velada por el polvo que alzaba el múltiple pisar. Y las ráfagas abrasadoras del desierto, que se refrescaban al besar los vergeles, acercaban las voces de los beduinos y el ruf-ruf de un pandero con el que uno de los viandantes distraía la marcha.

Obseso por la tenaz afirmación del desconocido, aseguró Judas:

–El mundo será redimido. Los profetas no quedarán como impostores. Jesús de Nazareth, el hijo de Dios, morirá por todos los hombres que han sido y por los que han de ser y por los que son.

Entonces el viejo, arrodillándose súbitamente, besó los pies del apóstol. Lágrimas de júbilo ponían, como las noches serenas en los campos, gotas transparentes en la ola de su barba gris. (Judas no veía sus negras alas, ni sus patas de caprípedo, ni sus córneos abultamientos.) Y su voz era tremolada por los sollozos cuando dijo:

–¡Oh, tú eres el único generoso y bueno Judas! Dio, te coloca a su diestra porque tú vas a ser instrumento para que la redención se realice... Tú has desoído la voz del orgullo que te aconsejaba anteponer el prestigio de tu nombre a la salvación de la humanidad... Tú venderás al maestro para que no muera como simple criatura, sino como Dios. Y porque no sean imposturas los vaticinios y porque la voluntad de Dios, el que es padre de tu maestro, se cumpla te expondrás a que la multitud ignara te moteje de infiel... Sí, yo me convierto a la religión única. La luz ha entrado en mi espíritu al igual de una espada que hiere. Tu acción sublime me hace reconocer a Dios, Le venderás y será el precio de tu acción noble lo que compro la redención del mundo. ¿Qué sería de los hombres sin ti? Sólo tu espíritu abnegado los salva. Eres el discípulo único; el espíritu clarividente sabedor de que preservando de la muerte al cuerpo de Jesús expones a morir a su divinidad. Al venderle, cumples la voluntad del Padre, llevas a término los designios de la vida humana del Hijo y eres brazo del Espíritu Santo que inspiró a los profetas. ¡Oh Judas! Tú eres el redentor... Ve a ver a los príncipes de los judíos, pero dame antes a besar la diestra que ha de sellar el pacto. ¡Oh discípulo noble que no sabes de egoísmo! ¡Oh amado de Dios!

Y entonces fue cuando el buen Judas tendió al anciano, que en la oscuridad sonreía, la mano calumniada y heroica que había de recibir los treinta denarios".

Alfonso Hernández Catá