El Recolector de Historias

El Recolector de Historias

domingo, 25 de octubre de 2015

"La Cabaña de Landor"

"Durante una excursión a pie, que realicé el pasado verano a través de uno o dos de los condados ribereños de Nueva York, me encontré, al caer el día, un tanto desorientado acerca del camino que debía seguir. La tierra se ondulaba de un modo considerable y durante la última hora mi senda había dado vueltas y más vueltas de aquí para allá, tan confusamente en su esfuerzo por mantenerse dentro de los valles, que no tardé mucho en ignorar en qué dirección quedaba la bonita aldea de B..., donde había decidido pernoctar. El sol casi no había brillado durante el día —en el más estricto sentido de la palabra—, a pesar de lo cual había estado desagradablemente caluroso. Una niebla humeante, parecida a la del verano indio, envolvía todas las cosas y, desde luego, contribuía a mi incertidumbre. No es que me preocupara mucho por eso. Si. no llegaba a la aldea antes de la puesta del sol o aun antes de que oscureciese, sería más que posible que surgiera por allí una pequeña granja holandesa o algo por el estilo, aunque, de hecho, los alrededores estaban escasamente habitados, debido, quizá, a ser estos parajes más pintorescos que fértiles. De todos modos, con mi mochila por almohada y mi perro de centinela, vivaquear al aire libre era en realidad algo que debería divertirme. Seguí, por tanto, caminando a mis anchas, haciéndose Ponto cargo de mi escopeta, hasta que, finalmente, en el momento que yo había empezado a considerar si los pequeños senderos que se abrían aquí y allí eran auténticos senderos, uno de ellos, que parecía el más prometedor, me condujo a un verdadero camino de carros. No podía haber equivocación. Las ligeras huellas de ruedas eran evidentes, y aunque los altos arbustos y la maleza excesivamente crecida se entrecruzaban formando una maraña elevada, no había obstrucción alguna por abajo, incluso para el paso de una galera de Virginia, que es el vehículo con más aspiraciones de todos cuantos conozco de su clase. Sin embargo, la carretera, excepto en lo de estar trazada a través del bosque —si ésta no es una palabra demasiado importante para tan pequeña agrupación de árboles— y excepto en los detalles de evidentes huellas de ruedas, no guardaba la menor relación con todas las carreteras que yo había visto hasta entonces. Las huellas de las que hablo no eran sino débilmente perceptibles, habiendo sido impresas sobre la superficie firme, pero desagradablemente mojada, que era más parecida al verde terciopelo de Génova que a ninguna otra cosa. Naturalmente, era césped, pero un césped que raras veces vemos en Inglaterra —tan corto, tan espeso, tan nivelado y tan vivo de color—. En aquella vía de ruedas no existía ni un solo obstáculo, ¡ ni siquiera una piedra o una ramita seca! Las piedras que una vez obstruyeron el camino habían sido cuidadosamente colocadas, no tiradas a lo largo de las cunetas, sino puestas alrededor como para señalar sus límites, con una clase de definición medio precisa, medio negligente y totalmente pintoresca. Por todas partes crecían grupos de flores entre las piedras con una gran exuberancia. Desde luego, yo no sabía qué sacar de todo aquello. Sin duda alguna era arte, lo que no me sorprendía, pues todas las carreteras son obras de arte en el sentido corriente de la palabra. No puedo decir que hubiera mucho para maravillarse en el simple exceso de arte manifestado; todo parecía haber sido hecho, debería haber sido hecho allí, con "recursos naturales", tal como se dice en los libros de jardinería del paisaje, con muy poco trabajo y gasto. No eran la cantidad del arte, sino su carácter, lo que me indujo a tomar asiento sobre una de las floridas piedras y mirar de arriba abajo aquella avenida que parecía de hadas, durante media hora o más, con maravillosa admiración. Cualquier cosa se iba haciendo más y más evidente conforme la miraba: aquellos arreglos deberían haber sido dirigidos por un artista, y uno de gusto muy exigente para las formas. Se intentó conservar un equilibrio entre lo delicado y gracioso, por una parte, y lo pintoresco, en el verdadero sentido del término italiano, por la otra. Había pocas líneas rectas y pocas líneas continuas. El mismo efecto de curvatura o de color aparecía repetido en general dos veces, pero no aparecía con más frecuencia, desde ningún punto de vista.

Por todas partes había variedad en la uniformidad. Era una pieza de composición a la que el gusto del crítico más exigente apenas hubiera podido sugerir la más pequeña enmienda. Cuando entré por aquella carretera había torcido a la derecha y ahora, al levantarme, continué en la misma dirección. La senda era tan sinuosa que en ningún momento, desde luego, podía andar más de dos o tres pasos en línea recta. Su carácter no experimentaba ningún cambio material.

De forma repentina, el murmullo del agua se oyó suavemente y algunos momentos después, cuando el camino torcía de forma algo más brusca que la de antes, divisé un edificio de cierta categoría que se alzaba al pie del suave declive, precisamente delante de mí. No podía ver nada claramente a causa de la niebla que ocupaba todo el pequeño valle que se hallaba a mis pies. Sin embargo, ahora que el sol iba a ponerse, se levantaba una suave brisa, y mientras permanecía de pie sobre la cima de la ladera, la niebla se iba disipando gradualmente en espirales y de ese modo flotaba sobre el paisaje. Cuando el escenario fue haciéndose más visible, de forma gradual como lo describo, parte por parte, aquí un árbol, allí un resplandor de agua y aquí de nuevo el final de una chimenea, no pude menos de imaginar que todo no era sino una de esas ilusiones ingeniosas que algunas veces se exhiben bajo el nombre de "cuadros desvanecientes". Sin embargo, durante ese tiempo la niebla había desaparecido totalmente, el sol se había ocultado detrás de las suaves colinas y desde allí, como con un ligero paso hacia el sur, se había vuelto a hacer visible, brillando con reflejos purpúreos a través de una hondonada, por la que se penetraba al valle del Oeste. De repente, y como por arte de magia, todo el valle y todo lo que en él había se hizo visible. La primera ojeada, mientras el sol se deslizaba en la posición descrita, me impresionó mucho más de lo que me hubiera impresionado, siendo colegial, el final de una buena representación de teatro o melodrama. Ni siquiera se echaba de menos la monstruosidad de color, pues la luz del sol salía a través de la hondonada, coloreada por completo de anaranjado y púrpura, mientras el vivo verde del césped del valle era reflejado más o menos sobre los objetos, desde la cortina de vapor que aún colgaba por encima, como si le costase trabajo abandonar escena de tan encantadora belleza. El pequeño valle que yo curioseaba a mis pies desde aquel dosel de niebla, puede que no tuviera más de cuatrocientos metros de longitud, mientras que su ancho variaba de cincuenta a ciento cincuenta, o tal vez doscientos. Era más estrecho en su extremo norte, abriéndose conforme se acercaba hacia el sur, aunque con regularidad no muy precisa. La parte más ancha estaba a unas ochenta yardas del extremo sur. Las laderas que cerraban el valle no podían llamarse propiamente colinas, al menos en su cara norte. Aquí se elevaba un precipicio de granito escarpado con una altura de unos noventa pies y, como ya he dicho, el valle en este punto no tenía más de cincuenta pies de ancho. A medida que el visitante avanzaba hacia el sur desde el acantilado, encontraba a derecha e izquierda declives de menos altura, menos escarpados y menos rocosos. En una palabra, todo se inclinaba y se suavizaba hacia el sur, y a pesar de ello el valle estaba rodeado por eminencias más o menos altas, excepto en dos puntos. De uno ya he hablado. Se encontraba considerablemente al noroeste y estaba allí donde el sol poniente se abría camino, como ya lo he descrito, en el anfiteatro a través de una grieta natural lisamente trazada en el terraplén de granito; esta grieta tendría diez yardas por su parte más ancha, hasta donde el ojo era capaz de ver. Parecía llevar hacia arriba, como una calzada natural, a los recónditos lugares de inexploradas montañas y bosques. La otra abertura estaba situada directamente en el otro extremo sur del valle. Allí, por regla general, las pendientes no eran sino suaves inclinaciones que se extendían de este a oeste en unas cincuenta yardas, aproximadamente. En medio de esta extensión había una depresión al nivel corriente del suelo del valle. En cuanto a la vegetación, así como a todo lo demás, la escena se suavizaba y ondulaba hacia el sur. Hacia el norte, y sobre el precipicio escarpado, se alzaban a algunos pasos del borde magníficos troncos de numerosos nogales americanos, nogales negros y castaños, entremezclados con algún otro roble. Las fuertes ramas laterales de los castaños, especialmente, sobresalían en mucho sobre el borde del acantilado. Continuando su marcha hacia el sur, el viajero veía al principio la misma clase de árboles, pero cada vez menos elevados. Luego veía el olmo apacible, seguido por el sasafrás; el algarrobo y el curbaril, y éstos a su vez por el tilo, el ciclamor, la catalpa y el arce, y éstos de nuevo por otras variedades más graciosas y modestas. Toda la cara del declive sur estaba cubierta sólo de arbustos salvajes, con excepción de algún sauce plateado o álamo blanco. En el fondo del mismo valle (pues debe recordarse que la vegetación mencionada hasta ahora sólo crecía en los precipicios o laderas de los montes) podían verse tres árboles aislados. Uno era un olmo de hermoso tamaño y exquisita forma que se alzaba como si guardase la entrada sur del valle. Otro era un nogal americano, mucho mayor que el anterior y en su conjunto mucho más hermoso, aunque ambos eran muy bellos. Éste parecía tener a su cargo la entrada noroeste, brotando de un montón de rocas en la misma embocadura del precipicio y proyectando su graciosa figura en un ángulo de casi cuarenta y cinco grados, a lo lejos, sobre el iluminado anfiteatro. Casi a unas treinta yardas al este de dicho árbol se levantaba el orgullo del valle, y por encima de toda discusión, el árbol más magnífico que yo he visto jamás, salvo, tal vez, entre los cipreses de Ilchiatuckanee. Era un tulípero de triple tronco, el Liriodendron. Tulipiferurn, perteneciente a la familia de las magnolias. Los tres troncos estaban separados del padre unos tres pies del suelo, aproximadamente, y se apartaban muy suave y gradualmente, apenas distando entre ellos cuatro pies de donde el tronco más ancho extendía su follaje; esto ocurría a una altura de unos ochenta pies. La altura del tronco principal era de ciento veinticinco. Nada hay que supere en belleza a la forma y el color verde brillante de las hojas del tulipero. En el ejemplar al que me refiero tenían muy bien ocho pies de anchura, pero su gloria estaba completamente eclipsada por el magnífico esplendor de su profusa floración. ¡Imaginad, congregados en un denso ramillete, un millón de tulipanes de los más grandes y espléndidos! Sólo así puede el lector hacerse una idea del cuadro que intento describir; y luego, la gracia firme de los lisos troncos, finamente pulidos como columnas, el más ancho de los cuales medía cuatro pies de diámetro, a veinte del suelo. Las innumerables florescencias, mczclándose con las de los otros árboles de parecida belleza, aunque infinitamente de menor majestad, llenaban el valle de aromas más agradables que los perfumes de Arabia.

El suelo del anfiteatro tenía un césped de la misma clase que el de la carretera y aún más deliciosamente suave, espeso, aterciopelado y de un verde milagroso. Era difícil de concebir cómo se había logrado toda esa belleza. He hablado de las dos aberturas que tenía el valle. En una de ellas, la situada al noroeste, fluía un riachuelo que, con un murmullo suave y espumoso, llegaba hasta estrellarse contra el grupo de rocas sobre las que brotaba el nogal americano. Allí, después de rodear el árbol, pasaba un, poco hacia el nordeste, dejando el tulípero a unos veinte pies hacia el sur y no sufriendo otra alteración en su curso hasta que se aproximaba al centro entre los límites orientales y occidentales del valle. En este punto, después de una serie de revueltas, doblaba en ángulo recto y proseguía generalmente en dirección sur, serpenteando en su cauce hasta llegar a perderse en un pequeño lago de forma irregular (aunque ásperamente ovalado) que se extendía resplandeciente cerca de la extremidad inferior del valle. Este pequeño lago tenía tal vez cien yardas de diámetro en su parte más ancha. Ningún cristal podía ser más claro que sus aguas. Su fondo, que podía verse con claridad, estaba formado todo él de guijarros de un blanco brillante. Sus orillas, de césped esmeralda, ya descritas, redondeadas más bien que cortadas, se hundían en el claro cielo de debajo, y tan claro era éste y tan perfectamente reflejaba a veces los objetos que estaban por encima, que era un punto difícil de determinar dónde acababa la orilla verdadera y dónde comenzaba su reflejo. Las truchas y otras variedades de peces, de las que aquella laguna parecía estar incomprensiblemente repleta, tenían toda la apariencia de auténticos peces voladores. Resultaba casi imposible de creer que no estaban suspendidos del aire. Una ligera canoa de corteza de abedul que descansaba plácidamente sobre el agua, era reflejada hasta en sus más minuciosas fibras con una fidelidad superior al espejo más pulido. Una pequeña isla, que reía bellamente con flores en todo su apogeo y que ofrecía muy poco más espacio que el justo para sostener alguna pequeña y pintoresca edificación, como una casita de patos, se levantaba sobre la superficie del lago, no muy lejos de la orilla norte, a la cual estaba unida por medio de un puente inconcebiblemente ligero y rústico. Estaba formado por una tabla única, ancha y gruesa, de madera de tulípero que medía cuarenta pies de larga y que salvaba el espacio comprendido entre orilla y orilla con un ligero, como perceptible arco que prevenía toda oscilación. Del extremo sur del lago salía una prolongación del arroyo que después de serpentear tal vez treinta yardas, pasaba, finalmente, a través de la depresión (ya descrita) en medio de la pendiente sur, y lanzándose por un abrupto precipicio de cien pies, seguía su áspera y desconocida ruta hacia el Hudson.

El lago era profundo —en algunos puntos, treinta pies—, pero el arroyo raras veces excedía de tres, mientras su anchura mayor era casi de ocho. El fondo y las orillas eran semejantes a las del lago, y si se les debiera atribuir algún defecto, de acuerdo con su pintoresquismo, sería el de su excesiva pulcritud. La extensión del verde césped estaba suavizada aquí y allí por algún bonito arbusto, tal como la hortensia, la corriente bola de nieve o la aromática lila; o más frecuentemente por un macizo de geranios floreciendo magníficos en grandes variedades. Estos últimos crecían en tiestos que estaban cuidadosamente enterrados en el suelo, como para dar a las plantas la apariencia de ser naturales. Además de esto, el terciopelo del césped estaba exquisitamente moteado por un rebaño considerable que pastaba por el valle en compañía de tres gamos domesticados y un gran número de patos de brillantes plumas. Un mastín enorme parecía estar vigilando a cada uno de aquellos animales.

A lo largo de las colinas de la parte este y oeste, hacia la parte superior del anfiteatro, donde eran más o menos escarpados los linderos, crecía una gran profusión de brillante hierba —de modo que sólo de tarde en tarde se podía descubrir algún sitio de la roca que hubiera quedado desnuda—. El precipicio norte estaba del mismo modo enteramente cubierto de viñas de rara exuberancia; algunas brotaban en la base del acantilado y otras sobre los bordes de sus paredes laterales. La ligera elevación que formaba el límite más bajo de esta pequeña posesión estaba coronada por un muro de piedra uniforme, de altura suficiente como para prevenir que escaparan los gamos. Por ningún lado se veía algo que pudiera ser un vallado; es que en realidad no era en modo alguno necesario, pues si, por ejemplo, llegaba a extraviarse alguna oveja que hubiese intentado salir del valle por medio del precipicio, después de unas cuantas yardas, habría encontrado interrumpido su caminar por el borde de la roca, sobre el cual se precipitaba la cascada que había atraído mi atención cuando por vez primera me acerqué a la finca. En resumen: las únicas entradas o salidas sólo eran posibles a través de una verja que ocupaba un paso rocoso en la carretera a algunas yardas por debajo del lugar donde yo me había detenido para contemplar el paisaje. He descrito el arroyo que serpenteaba de modo muy irregular a lo largo de su curso. Sus dos direcciones principales eran, como dije. primero de oeste a este y luego de norte a sur. En la revuelta, la corriente, retrocediendo en su marcha, describía una curva casi circular, de forma como de península o tal vez como una isla, y que incluía en su interior una extensión de la sexta parte de un acre. Sobre esta península se asentaba una casa, y cuando vi que esta casa, como la terraza infernal vista por Vathek; était d'une architecture inconnue dans les annales de la terre, quiero decir simplemente que todo su conjunto me impresionó con el más agudo sentido de una combinación de novedad y de propiedad —de poesía, en una palabra (en el término más abstracto y riguroso)—, y no es mi intención indicar que el soutre fuera tomado en cuenta en algún momento. De hecho, nada podría ser más sencillo, ni más completamente carente de ambición, que aquel cottage. Su maravilloso efecto radicaba principalmente en la artística disposición, como la de un cuadro. Mientras la miraba, podía haber imaginado que algún eminente paisajista la había creado con su pincel.

El sitio desde el cual vi el valle por vez primera no era por completo, aunque no faltara mucho para ello, el mejor punto desde el cual se pudiera contemplar la casa. Por tanto, la describiré como la vi más tarde, colocándome sobre las piedras en el extremo sur del anfiteatro.

El edificio principal tenía cerca de veinticuatro pies de largo y dieciséis de ancho. Su altura total, desde el suelo a la cúspide del tejado, no debería exceder de dieciocho pies. Al extremo oeste de esta estructura se le unía otra un tercio más pequeña en todas sus proporciones; la línea de su fachada retrocedía cerca de dos yardas en relación con la casa mayor, y la línea del tejado era también considerablemente más baja que el tejado de su compañera. A la derecha de este edificio, y detrás del principal —no exactamente en medio —, se extendía una tercera edificación, muy pequeña, y en general un tercio inferior que la situada en el ala oeste. Los tejados de las dos casas mayores eran muy empinados, descendiendo desde la cima con una larga curva cóncava y extendiéndose, por último, cuatro pies más allá de las paredes de la fachada, como para cubrir los tejados de dos galerías. Estos últimos no necesitaban soportes, desde luego, pero como tenían el aspecto de necesitarlos, unos ligeros y bien pulidos pilares se habían insertado sólo en las esquinas. El tejado del ala norte era simple prolongación de una parte del tejado principal. Entre el edificio principal y el ala oeste se alzaba una chimenea muy alta y esbelta de consistentes ladrillos holandeses que se alternaban en rojo y en negro; una ligera cornisa que sobresalía remataba el tejado. Los tejados se proyectaban mucho sobre los caballetes, haciéndolo en el edificio principal como cuatro pies al este y como dos al oeste. La puerta principal no estaba precisamente en el centro de la edificación principal, sino un poco hacia el este, mientras las dos ventanas quedaban al oeste. Éstas no bajaban al terreno, sino que, mucho más largas y estrechas que las corrientes, tenían hojas únicas, como las puertas, y cristales con forma de rombos, pero muy anchos. La puerta era de cristal en su medio panel superior, también en forma de rombos, y con una hoja movible, que se aseguraba por la noche. La puerta del ala oeste estaba en esta pared y era muy sencilla, con una única ventana que miraba hacia el sur. El ala norte no tenía puerta exterior, y sólo una ventana orientada hacia el este. El muro de sujeción del caballete oriental estaba realzado por una escalera de balaustrada que la cruzaba en diagonal. Bajo el tejado del amplio alero, esta escalera daba acceso a una puerta que conducía a la buhardilla, o mejor, al desván, pues éste se iluminaba únicamente por la luz de una ventana orientada al norte y parecía haber sido ideado como almacén. Las galerías del edificio principal y del ala oeste no tenían el suelo que acostumbran tener, pero ante las puertas y ventanas, anchas losas de granito de forma irregular, quedaban encajadas en el delicioso césped, proporcionando en cualquier tiempo un confortable pavimento. Excelentes senderos del mismo material, no ajustado, sino dejando que el césped aterciopelado llenara los frecuentes espacios entre las piedras, llevaban aquí y allá, desde la casa a un manantial cristalino que manaba a muy pocos pasos, a la carretera o a uno de los dos pabellones que se extendían al norte, más allá del arroyo y completamente tapados por algunos algarrobos y catalpas. A menos de seis pasos de la entrada principal del cottage se levantaba el tronco muerto de un fantástico peral, tan recubierto de pies a cabeza por espléndidas flores de bignonia, que uno precisaba una gran atención para determinar qué clase de cosa podía ser aquello. De diversas ramas de este árbol colgaban jaulas de clases diferentes. En una de ellas, un sinsonte se removía con gran algazara en un gran cilindro de mimbre con una anilla en su parte superior; en otra, una oropéndola, y en una tercera, el descarado gorrión de los arrozales, mientras que tres o cuatro más delicadas prisiones estaban ocupadas por canarios de potente canto. Los pilares de las galerías estaban enguirnaldados con jazmines y madreselvas, mientras que enfrente del ángulo formado por la estructura principal y su ala oeste brotaba una parra de exuberancia sin igual. Desafiando toda limitación, había trepado primero al tejado más bajo, luego al más elevado, y después, a lo largo del alero de este último, seguía retorciéndose, proyectando zarcillos a derecha e izquierda, hasta alcanzar, por último, el caballete del este y caer rastreando por las escaleras.

Toda la casa, con sus alas, fue construida con arreglo a la vieja moda holandesa de ancho entablado y bordes sin redondear. La particularidad de este material es dar a las casas construidas con él todo el aspecto de ser más anchas en la base que en la parte superior —como en la arquitectura egipcia—, y en el caso presente, aquel efecto, extraordinariamente pintoresco, se basaba en los numerosos tiestos de magníficas flores que casi circundaban la base de los edificios. El entablado estaba pintado de gris oscuro y un artista puede fácilmente imaginar el magnífico efecto que este tono neutro producía, mezclado con el vivo verde de las hojas de los tulíperos que parcialmente sombreaban el cottage.

Desde una posición cercana a la valla de piedra, tal como he descrito, se podían ver con gran facilidad los edificios., pues el ángulo sudeste avanzaba hacia adelante y la vista podía abarcar en seguida el conjunto de las dos fachadas, junto con el pintoresco caballete del este y, al mismo tiempo, tenía una vista suficiente del ala norte, con retazos del bonito tejado del invernadero y casi la mitad de un puentecillo, puente que se arqueaba sobre el arroyo en las cercanías de los edificios principales. No permanecí mucho tiempo en la cumbre de la colina, aunque sí el suficiente como para hacer una concienzuda recopilación del escenario que tenía a mis pies. Era evidente que me había apartado de la carretera de la aldea, y así tenía una buena disculpa de viajero para abrir la verja que estaba ante mí y preguntar el camino, lo cual hice sin la menor vacilación.

La carretera, después de cruzar la puerta, quedaba sobre un reborde natural que descendía gradualmente por la cara de los acantilados del nordeste. Me llevó al pie del precipicio norte, y de allí, luego de cruzar el puente y rodear el caballete norte, a la puerta de la fachada. Mientras avanzaba pude darme cuenta de que no se podían ver los pabellones. Cuando doblé la esquina del caballete, un mastín saltó hacia mí silenciosamente, pero con la vista y todo el aire de un tigre. Sin embargo, le alargué mi mano en señal de amistad —pues no he conocido perro alguno que se mostrase reacio a una llamada a su cortesía— y no sólo cerró su boca y meneó su cola, sino que me ofreció de verdad su pata, extendiendo después sus muestras de civilidad a Ponto.

No se veía ninguna campanilla y golpeé con mi bastón la puerta, que estaba entornada. Instantáneamente, la figura más bien delgada o ligera y de estatura superior a la media, de una joven de unos veintiocho años, avanzó hacia el umbral. Cuando se acercaba, con cierta humilde decisión, con su paso del todo indescriptible, me dije a mí mismo: "Con seguridad he encontrado aquí la perfección de lo natural, en contraposición a la gracia artificial". La segunda impresión que me causó, y la más viva de las dos, fue la del entusiasmo. Una impresión de romanticismo o tal vez de espiritualidad, tan intensa como aquella que brillaba en sus profundos ojos, jamás se había hundido en el fondo de mi corazón de aquel modo. No sé cómo fue, pero esa peculiar expresión de ojos, que a veces se refleja en los labios, es el atractivo más enérgico, sino el único, que despierta mi mayor interés hacia una mujer. "Romanticismo', hará comprender a mis lectores, lo que quiero decir con la palabra. Romanticismo y feminidad son para mí términos sinónimos, y después de todo, lo que un hombre ama en la mujer es simplemente su "feminidad". Los ojos de Annie (yo oí a alguien que desde el interior le llamaba "Annie querida. . ..." eran de un "gris espiritual"; su cabello, castaño claro; esto fue todo lo que tuve tiempo de observar en ella.

Atendiendo su cortés invitación, entré, pasando primero a un vestíbulo muy espacioso. Habiendo ido allí principalmente para observar, me fijé que a la derecha, al entrar, había una ventana semejante a las de la fachada de la casa; que a la izquierda, una puerta conducía a la habitación principal, mientras enfrente de mí una puerta abierta me permitía ver un pequeño apartamiento, precisamente del tamaño del vestíbulo, arreglado como estudio y con una ancha ventana saliente que daba al norte. Pasando al saloncito me encontré con míster Landor, pues éste, como supe después, era su nombre. Era un hombre educado y cordial en su modo de reír; pero precisamente entonces estaba yo más interesado en observar el decorado de la casa que tanto me había atraído, que no presté atención a sus ocupantes. El ala norte, como vi entonces, tenía un dormitorio cuya puerta comunicaba con el saloncito. Al oeste de esta puerta se veía una ventana que daba al arroyo. En el extremo oeste del saloncito había una chimenea y una puerta que conducía al ala oeste, probablemente a la cocina.

Nada podía ser más rigurosamente simple que el mobiliario del saloncito. En el suelo, una alfombra de nudo de excelente tejido, con fondo blanco salpicado de pequeñas figuras circulares verdes. En las ventanas había cortinas de muselina de inmaculada blancura, de anchura aceptable y que colgaban formando pliegues rectos y paralelos hasta el suelo. Las paredes estaban empapeladas con papel francés de eran delicadeza: fondo plateado con listas de color verde pálido, corriendo en zigzag de un lado a otro. Sobre él sólo había tres exquisitas litografías de Julien, a tres colores, colgadas de la pared, sin marcos. Uno de los cuadros representaba una escena de lujo oriental, llena de voluptuosidad; la otra era una escena de carnaval, de una fuerza incomparable; la tercera, una cabeza de mujer griega, un rostro tan divinamente hermoso y, sin embargo, con una expresión de inconstancia tan provocativa como jamás mis ojos habían visto hasta entonces.

Los muebles más importantes consistían en una mesa redonda, unas cuantas sillas (incluyendo una mecedora> y un sofá, o mejor, canapé de madera de arce lisa pintada de un tono blanco —crema, ligeramente ribeteado de verde, con asiento de enea. Las sillas y la mesa hacían juego. No cabía duda de que todo había sido designado por el mismo cerebro que planeó los terrenos; de otro modo sería imposible concebir algo tan delicado. Sobre la mesa había unos cuantos libros, una botella de cristal ancha y cuadrada en algún perfume nuevo, una lámpara de cristal esmerilado (no solar) con una pantalla de estilo italiano y un gran vaso repleto de espléndidas flores. Estas, de magníficos colores y suave aroma , constituían en verdad la única decoración del departamento. La repisa de la chimenea estaba enteramente repleta de un florero de geranios. Sobre una estantería triangular en cada ángulo de la habitación se veían vasos semejantes que sólo variaban en su bello contenido. Uno o dos pequeños bouquets, adornaban el mantel y tardías violetas se apretaban en las ventanas abiertas.

El propósito de este trabajo no ha sido sino el de dar con detalle una descripción de la residencia de míster Landor, tal y como yo la encontré".

Edgar Allan Poe

sábado, 24 de octubre de 2015

"La Capa"

"Estaba poniéndose el sol y el viento del atardecer arremolinaba las hojas secas y las impulsaba a lo largo de la estrecha calle, como si quisiera llevarlas hacia el oeste, para que asistiera al entierro del astro del día.

—¡Tonterías! —murmuró Henderson.

Y procuró apartar de su mente las ideas que habían estado inquietándole. Tal vez se debiesen a que aquel día era la víspera de la festividad de los Difuntos, y a que pronto caería la noche, la noche tan temida, antaño; porque se creía que con las primeras sombras empezarían a oírse los lúgubres lamentos de las almas en pena...

—¡Tonterías! —repitió Henderson, con aire tozudo.

Aquella noche no sería otra cosa que una más del otoño. Y la verdad era que ya iba siendo hora de que la llegada de esa noche recobrara su significado, o adquiriese uno nuevo. Que significase algo importante, en suma. En la Europa medieval, invadida por la superstición, millones de puertas se cerraban aquella noche para impedir la entrada de los espíritus y millones de plegarias eran musitadas por las almas de los difuntos, al par que se encendían millones de velas. En aquellos tiempos, pensaba Henderson, la llegada de la festividad resultaba impresionante. Los europeos de entonces vivían en un ambiente de terror, en un mundo poblado por demonios y vampiros. En aquellos tiempos, el alma de un ser humano tenía valor para sus semejantes. En cambio, el escepticismo de la época moderna la había despojado de ese valor, porque los hombres de los nuevos tiempos no concedían ya atención a los asuntos de su alma.

—¡Tonterías! —volvió a decir Henderson.

Pero no dejó de reconocer la vaciedad del comentario expresado, tan corriente en estos días de indiferencia total hacia los problemas anímicos. No obstante, y como hijo de su época, admitió que los tiempos habían cambiado, y se concentró en la idea que en aquel momento tenía más importancia para él: la de localizar la tienda de disfraces cuya dirección había encontrado en la guía telefónica, pues deseaba comprar una máscara para asistir al baile de aquella noche. Por eso siguió mirando atentamente los números de las puertas de la calle, hasta que los rojizos rayos del sol poniente, reflejándose en la fachada de un alto edificio, le mostraron el amplio cristal de un escaparate.

De pronto, Henderson notó que un escalofrío le recorría la espalda. Por supuesto que se encontraba frente a la tienda que buscaba y no ante la entrada del infierno. Entonces, ¿a qué se debía aquel rojizo resplandor que iluminaba todo el interior del local? Un resplandor siniestro, que prestaba horrenda apariencia a las caretas alineadas sobre el mostrador.

—El sol del atardecer —tranquilizóse, sonriendo levemente.

Y después de abrir la puerta avanzó hasta el fondo del local, sumido en profundo silencio. Notábase ese inconfundible olor que se percibe en recintos largo tiempo cerrados y mal ventilados; como debía de ser el de los sepulcros y...

—Tonterías —tornó a murmurar Henderson.

Y pensó que lo que su olfato percibía era el ambiente propio de un vulgar comercio poco frecuentado: naftalina, pieles viejas, cartón, polvo... Allá en los días de su niñez, Henderson había participado en funciones teatrales escolares y recordaba que había representado el papel de «Hamlet», viéndose obligado a sostener en sus manos una calavera. Pues bien, el recuerdo le sugirió una idea apropiada para la fiesta de aquella noche. Puesto que era la víspera de la Festividad de los Difuntos, no se disfrazaría de rajá ni de pirata ni de ninguna otra cosa por el estilo, sino de fiera, brujo, hombre-lobo... ¡Eso era lo que habría de hacer! Causar una tremenda impresión al «snob» de Lindstrom y a los cursis de sus invitados. Sonrió entonces, al figurarse las expresiones de horror y sorpresa que provocaría, cuando entrase en aquella casa vestido como un monstruo. Y un tanto impaciente, golpeó con los nudillos sobre el mostrador.

—¡Eh! ¿No hay nadie que atienda a los clientes?

Al pronto, no recibió respuesta. Luego, un apagado rumor sonó a sus espaldas y volvióse en redondo, mientras que pensaba que bien podrían encender la luz antes de que acabase de caer la noche. Acto seguido, Henderson abrió la boca y los ojos, en expresión de gran asombro, al ver un oscuro bulto que iba ascendiendo desde el suelo, envuelto en un rojizo resplandor...

—Tonterías —dijo una vez más.

Desde luego, la aparición no tenía nada de sobrenatural. No era más que el dueño de la tienda, un anciano de pálida faz, que subía por la escalera del sótano.

—Buenas noches —saludó el tendero—. Creo que me quedé dormido, ahí abajo. ¿Quería usted algo?
—Sí. He venido a buscar un disfraz para el baile de esta noche.
—Ya. ¿Qué desearía?
—Nada de particular, lo corriente en estos casos. Creo que en vista del carácter de la fiesta, me convendría comprar un disfraz de monstruo. ¿Tiene algo que se le parezca?
—Puedo enseñarle las máscaras.
—No, no. Yo me refiero a un disfraz completo, ¿comprende usted? Un disfraz de lobo humano, o algo semejante, pero quiero que sea auténtico.
—Exactamente, sí, señor —respondió el viejo tendero—. Au-tén-ti-co.

Henderson se preguntó por qué habría tenido que recalcar aquel viejo imbécil la última palabra.

—Creo que tengo lo que usted necesita —añadió el comerciante, con ligera sonrisa—, un disfraz adecuado para la fiesta de los difuntos.
—¿De qué se trata?
—Hum... ¿No ha considerado la oportunidad de disfrazarse hoy de vampiro?
—¿Como Drácula?
—Eso es, algo así como Drácula.
—No es mala idea, aunque, ¿cree que tengo tipo adecuado para ese disfraz?

El viejo observó por un instante al cliente y luego contestó:

—Los vampiros pueden tener cualquier aspecto, según tengo entendido. Y el suyo no está mal, para ese disfraz.
—Gracias por el cumplido —repuso Henderson, en tono burlón—. De todos modos, ¿cómo es el disfraz?
—¿Disfraz? No es más que un traje de etiqueta, o lo que quiera llevar puesto. Yo le suministraré la capa, una capa au-tén-ti-ca.
—¿Nada más que una capa?
—Nada más, pero se usa como un sudario. Es una mortaja, en realidad. Espere, ahora mismo se la enseñaré.

Se dirigió a la parte trasera del local, para bajar por la escalera del sótano. Al cabo de un par de minutos volvió a aparecer por la puerta-trampa y después de sacudir el polvo que la cubría, mostróle la capa, diciendo:

—Ésta es. ¡La auténtica!
—¿Auténtica?
—Efectivamente. Permítame que se la ponga. Obrará maravillas, ya lo verá.

Henderson notó el contacto del pesado paño en torno a sus hombros, antes de dar unos pasos para plantarse frente al espejo. Tal como había indicado el viejo comerciante, aquella prenda cambiaba notablemente su apariencia. Sus mejillas aparecían más prominentes, en contraste con el resto de su rostro, y sus ojos brillaban con extraño fulgor, sobre el fondo claro de su pálida tez, pero lo que más le impresionó fue la súbita sensación de frío que había experimentado al ponerle la capa el dueño de la tienda.

—Me la llevaré —dijo—. ¿Cuánto es?
—Se divertirá con ella, se lo aseguro.
—Así lo espero. ¿Cuánto cuesta el alquiler de esta capa?
—¿Qué le parecen cinco dólares?
—Bien.

El viejo recogió el dinero y retiró la capa de los hombros de Henderson, que volvió a sentir entonces calor en su cuerpo. Era muy posible que hiciera mucho frío en el sótano, porque la tela de aquella prenda estaba helada. Cuando el tendero le entregó el paquete, Henderson prometió:

—Mañana se la devolveré.
—¡Oh! No hace falta. La ha comprado usted. Ahora es suya.
—¿Mía? Pero...
—Es que voy a retirarme de los negocios, ¿sabe usted? Quédese con ella. Seguro que le servirá para otras cosas.

Henderson se encogió de hombros y salió de la tienda con el paquete bajo un brazo, un tanto inquieto por la fija mirada de aquel anciano, cuyos ojos no parpadeaban en ningún momento. Y lo raro fue que su inquietud no sólo no se disipó, sino que iba en aumento, hasta el punto de que al llegar las ocho, a punto estuvo de telefonear a Lindstrom para decirle que no podría asistir a la fiesta. Después de unos cuantos tragos de licor, Henderson se sintió más animado. Para ensayar su papel dio unos pasos por la habitación, se envolvió en la capa y puso varias veces expresión feroz ante el espejo. Y al fin, complacido con su terrorífico aspecto, bajó a la calle y detuvo un taxi, cuyo conductor se quedó mirándole con aire de asombro.

—Escuche bien la dirección que voy a indicarle —dijo Henderson, mientras se acomodaba en el asiento posterior.
El taxista, visiblemente impresionado y con trémula voz murmuró:
—Ssss... sí, señor.

En cuanto hubo oído las señas, el chófer puso el coche en marcha y empezó a recorrer las calles de la ciudad a gran velocidad. Divertido, el pasajero emitió una risita, pues no había dejado de advertir el efecto producido por su disfraz. Luego reparó en que el conductor no le perdía de vista, observándole por el retrovisor. «Buena señal —se dijo—. Cuando llegue a casa de Lindstrom voy a dar el golpe.» Y sin darse cuenta, profirió una burlona carcajada, que sonó con acento sepulcral. El impresionable taxista apretó el acelerador a fondo y no paró hasta que hubo llegado a su destino. Sólo se detuvo el tiempo preciso para cerrar la portezuela cuando se apeó el pasajero, y partió veloz, sin cobrar el importe del trayecto.

Al entrar en el ascensor, Henderson encontró a otros cuatro invitados y ninguno pareció reconocerle, a pesar de haber hablado con ellos en otras ocasiones. Tal circunstancia le satisfizo sobremanera y le indujo a sonreír torvamente. Resultábale curioso el afán de la gente de adoptar disfraces según sus reprimidos deseos. Las mujeres procuraban acentuar su figura, en tanto que los hombres se esforzaban por destacar su masculinidad, como por ejemplo, el que se vestía de torero. En el fondo, era triste que tantos seres humanos aprovechasen un baile de máscaras para imaginarse que eran lo que no habían sido nunca.

Los que iban en el ascensor eran hombres y mujeres de aspecto saludable. Henderson se sorprendió al darse cuenta de que estaba mirando intensamente uno de los sonrosados y regordetes brazos de la dama que se hallaba a su lado. Y acto seguido advirtió que los demás se habían apiñado en un ángulo, como si quisieran apartarse de él, como si les amedrentase su siniestra apariencia. «¿Qué diantres estará sucediendo? —preguntóse—. Primero, el taxista, y ahora, estos tontos, que incluso han dejado de hablar.» No tuvo tiempo de buscar una explicación razonable, porque en aquel momento se detuvo el ascensor. Abrióse la puerta y salieron todos al rellano, donde el propio Lindstrom recibió a los visitantes y les hizo pasar al vestíbulo en un lujoso departamento. Volvióse hacia Henderson y en tono de amigable sorpresa, exclamó:

—¡Vaya! ¿Qué es lo que tenemos aquí?
Era obvio que el dueño de la casa había bebido ya bastante, y añadió:
—¡Tómate una copa, Henderson! Yo la tomaré de la misma botella. Estás impresionante con ese disfraz. ¿De dónde has sacado un maquillaje tan...?
—¿Maquillaje? No me he maquillado.
—¿Ah, no? Bueno... claro, claro. Perdona, soy un tonto.

Henderson se preguntó si su amigo se habría vuelto loco. ¿Sería verdad, o se lo habría parecido solamente, que Lindstrom acababa de dar un paso atrás? ¿Y aquella mirada tan recelosa? Tal vez estuviese completamente borracho.

—Bueno —murmuró Lindstrom—. Te... te veré más tarde.

Y girando sobre sus talones, se alejó rápidamente en dirección al salón, de donde provenía un confuso rumor de música, risa y conversaciones en voz alta. Henderson se quedó con la vista fija en el abultado y rojizo cuello de su amigo, de su aterrorizado amigo. Porque no cabía duda que Lindstrom estaba temblando de miedo. Intrigado, Henderson se bebió de un solo trago el contenido de su copa, e inmediatamente fue a mirarse al espejo que adornaba un rincón del vestíbulo, pero no vio nada. Absolutamente nada. ¡La superficie del espejo no reflejaba su imagen!

Debo de haber bebido de más —se dijo, con aviesa sonrisa—. Allá en casa cuatro o cinco vasos de whisky, y ahora, este ron... Eso es lo que ocurre, que estoy tan borracho que no veo. O mejor dicho, veo visiones, como la de este ángel que ha llegado junto a mí.» Y volviéndose a medias, saludó:

—Hola, ángel.
—Hola —respondióle la bella y rubia joven que acababa de detenerse a su lado.
Henderson advirtió que tenía ojos muy azules y labios muy rojos. En tono serio le preguntó:
—¿Eres un ángel de verdad o se trata de una aparición?
—Es una aparición que se llama Sheila Darrly —respondió la joven—, y que le agradecerá que se aparte un momento del espejo, pues necesita empolvarse la nariz.
—Con muchísimo gusto se aparta Stephen Henderson —dijo, sonriendo.

La joven le dedicó un picaresco guiño antes de comenzar a empolvarse, pero al notar que la observaba con curiosidad, inquirió:

—¿No ha visto nunca cómo se ponen los polvos de tocador?
—No sabía que los ángeles los emplearan —contestóle Henderson—, pero no es raro. Hay muchas cosas que ignoro, con respecto a los ángeles. De ahora en adelante procuraré informarme convenientemente. No le extrañe que la siga por todas partes con una libreta de notas, para tomar apuntes y...
—¿Apuntes, un vampiro?
—¡Bueno! Pero soy un vampiro inteligente, no uno de aquellos monstruos de Transilvania que... Estoy seguro de que le agradará mi compañía.
—No lo dudo. Y desde luego que tiene usted tipo de vampiro. Claro que un ángel y un vampiro formarían una absurda pareja, ¿no cree?
—¡Oh! Podríamos reformarnos mutuamente. Por otra parte, tengo la sospecha de que es usted un poco diabólica. Con esa capa negra encima de su manto angelical... No será usted un ángel de las tinieblas, ¿verdad que no? Porque en lugar de haber bajado del cielo, podría provenir de mis sombrías mansiones.

Pese a su desparpajo, Henderson se sentía aturdido. Recordaba muchas de sus cínicas observaciones referentes al «flechazo», al enamoramiento instantáneo, así como su concepto de que el amor no existía, de que la gente no hacía más que imitar a los personajes de las novelas o películas cinematográficas en que se presentaban idilios, para actuar en consecuencia y fingir unos sentimientos que no experimentaban. Y he aquí que en aquel momento se sentía enamorado, perdidamente enamorado de un ángel de rubios cabellos y mirada arrobadora. Por lo visto, la chica notó lo que estaba sucediendo, pues con ligero retintín le preguntó:

—Espero que le satisfaga lo que ve.
—Tiene usted una intuición maravillosa, pero hay algo interesante que querría saber acerca de los ángeles: si saben bailar.
—Buena muestra de tacto, para proceder de un vampiro. ¿Pasamos al salón?

Tomados del brazo entraron los dos en la vasta estancia, donde los presentes charlaban animadamente y bebían, pero nadie bailaba. Algunas parejas se paseaban, en tanto que unos invitados disfrazados de gangsters simulaban atracos con risa y jarana. En suma, la clase de ambiente que tanto detestaba Henderson, por lo que reaccionando de súbito se envolvió en su negra capa e imprimió a sus facciones una torva expresión, mientras echaba a andar en ominoso silencio. A su paso, interrumpíanse las conversaciones y se oían algunos susurros:

—¿Quién es ese hombre?
—¿Has visto qué ojos?
—Es un vampiro...

El dueño de la casa, cada vez más embriagado, estaba junto a una llamativa morena disfrazada de Cleopatra. Henderson era amigo de Lindstrom y le agradaba su compañía, pero no podía soportarlo en fiestas como aquélla, a causa de su incorrecto comportamiento en lo tocante a la bebida.

—¡Oh, Dracula! —exclamó Lindstrom, alzando un brazo—. Perrrmíteme que te prrresente a una essstupenda be-beldad. Y tú... beldad... te prrrsentó a un buen amigo mío... El conde Drácula, que viene con su hija. También invité a su abuela; pero esta noche se encuentra atareada. Está celebrando una Ceremonia Negra... En... Hola, conde, ¿qué tal?

La morena abrió los ojos desmesuradamente y con fingido horror exclamó:

—¡Ooooh, Drácula! ¡Qué cara más espantosa! ¡Qué largos y afilados dientes!...
Lindstrom se dirigió a toda la concurrencia, para anunciar:
—¡Queridos amigos! ¡Aquí está el único vampiro real que queda en cautividad! ¡Drácula Henderson, el único vampiro con dentadura postiza!

En otras circunstancias, Henderson habría aplicado un potente y eficiente directo a la mandíbula de su amigo, pero entonces, con Sheila a su lado y en medio de una festiva reunión... Sería preferible soportar las bromas y mostrar buen talante. Y como no le faltaba correa, ¿por qué no podía seguir la corriente y actuar como un verdadero vampiro? Miró entonces a su bella acompañante y le dedicó una sonrisa. Luego se irguió tiesamente y entreabrió su capa, que continuaba tan fría como horas atrás, cuando la había comprado, y abrió los ojos, para fijar su penetrante mirada en el grueso cuello de Lindstrom. Como en sueños, notó que sus manos salían proyectadas hacia delante, en dirección a aquel carnoso cuello, cuyo dueño lanzó un alarido de espanto, como el chillido de una rata, de una rata gorda y repleta de sangre, como la sangre que sirve de alimento a los vampiros... sangre de aquella rata... del cuello de aquella rata que seguía chillando... con la cabeza caída hacia un costado, mientras los dientes de Henderson se acercaban a su cuello...

—¡Basta ya!
Había sido la seca y fría voz de Sheila. Y también fueron los dedos de la joven los que apretaron fuertemente un brazo de Henderson, que se volvió a mirarla, estupefacto. Lindstrom se había desplomado sobre una butaca y estaba enjugándose el sudor, mientras los demás contemplaban la escena con estupor.

—Muy bien hecho —murmuró la chica—. Que le sirva de lección.
Henderson exhaló un suspiro antes de encararse con los presentes, para decirles jocosamente:
—Señoras y caballeros, lo que acabo de hacer no ha sido más que una demostración de lo que ha afirmado nuestro querido amigo Lindstrom. Soy, en efecto, un vampiro. Y ahora que están ustedes advertidos, creo que no correrán peligro. Si hay un médico entre ustedes, podríamos arreglarnos con una transfusión de sangre, porque la verdad es que estoy desfallecido y necesito alimento.

La salida provocó risa general. Deshecha la tensión, todos reanudaron sus interrumpidas charlas. Y uno de los asistentes, que había bajado a la portería en busca de un periódico, aprovechó la oportunidad para imitar a un vendedor callejero y empezó a pregonar:

—¡Extra! ¡Con el siniestro de la Noche de Difuntos! ¡Extra!
Muchos de los invitados se precipitaron a su encuentro para arrebatarle diarios de las manos.
—¡Extra! ¡Con las últimas noticias sobre el incendio de la tienda de disfraces! ¡Lean el extra de esta noche, con información completa!
—Hasta luego, vampiro —dijo Sheila.
—Hasta luego —murmuró Henderson, prendido en sus bellos ojos.

Pero en seguida se estremeció. ¿Qué era lo que estaba anunciando aquel hombre? Un incendio en una tienda de disfraces. «Alrededor de las ocho de esta noche, los bomberos tuvieron que acudir a un establecimiento de la calle... no pudo dominarse el incendio... completamene destruido... se encontró un esqueleto en una...»

—¡No! —exclamó.
Pero siguió leyendo el resto de la información. Aquel esqueleto había aparecido en una caja que estaba debajo del establecimiento. Era un ataúd. También se encontraron otras dos cajas, vacías. El esqueleto estaba envuelto en una capa negra, que no fue dañada por las llamas. Seguían relatos de testigos presenciales, de vecinos que afirmaban que en aquella casa se habían verificado extraños ritos, que de vez en cuando entraban allí algunos individuos de aspecto sospechoso para comprar objetos raros, como filtros de amor, encantamientos y disfraces endemoniados.

La auténtcia capa, recordó Henderson. Eso era lo que había dicho aquel viejo. Y también: «Voy a retirarme de los negocios... Tal vez le sirva para otras cosas.» Presa de honda desazón, encaminóse al vestíbulo, para detenerse ante el espejo. Consternado, se llevó una mano a la cara, a fin de resguardarse de la mirada reflejada que no podía ver. Porque los vampiros no se reflejan en los espejos. No era extraño que asustara tanto a la gente. Ni que sus manos se sintiesen atraídas hacia los cuellos de las personas, como sucedió con Lindstrom. ¿Qué era lo que le había ocurrido?

¡La capa! Aquella capa, que había estado en un féretro, de donde la sacó el viejo cuando bajó al sótano para buscarla. Aquella capa helada con el frío de la muerte le había transmitido sentimiento de un verdadero vampiro. Y estaba maldita, por haber amortajado el cuerpo de un monstruo condenado.

—Hola, querido amigo.

Sheila. Allí estaba Sheila, mirándole con expresión invitadora. Henderson notó una oleada de calor en el rostro, al par que se sentía invadido por una inefable sensación, mezcla de amor, de deseo... y de hambre; hambre suscitada por aquella nacarada piel, por aquellos labios tentadores. ¡Nunca! ¡Jamás haría semejante cosa! Su amor debía triunfar sobre cualquier nefanda pasión. Con brusco e instintivo movimiento, se despojó de la capa e inmediatamente se sintió aliviado, libre de negros pensamientos. La joven sonrió levemente y se quitó la suya, en tanto comentaba:

—¿Qué? ¿Cansado del disfraz?
—Ángel... —susurró él.
—Diablo —respondió Sheila, con tonillo burlón.

Un momento después estaban estrechamente abrazados. Henderson había recogido la negra capa de la chica y la llevaba al brazo, junto con la suya. Cuando dejaron de besarse, Henderson, mientras llevaba a Sheila hacia el ascensor, propuso:

—¿Y si saliéramos a respirar un poco?
—¿Adónde? ¿A la calle?
—No. No quiero que vayamos a mis mansiones, sino a las tuyas.
—¿A la azotea?
—Exactamente, mi ángel. Quiero hablarte allí, sobre el fondo de tu propio cielo. Quiero besarte cerca de las nubes y de las estrellas.
En la alta terraza Henderson enlazó a la chica por el talle y la condujo hasta el parapeto.
—Un ángel y un diablo —murmuró la joven—. ¡Qué pareja! ¿Cómo saldrán nuestros chicos? ¿Con halos o con cuernos?
—Con las dos cosas, quizás.

Abajo quedaron Lindstrom y sus bulliciosos invitados. En cambio, allí, en la azotea, reinaba la templada noche del otoño, sin música estridente, sin bebidas ni charla insustancial. Una noche como tantas otras, hecha para el amor y presidida por el disco de la Luna. No obstante, la brisa que soplaba no resultaba muy agradable, y la joven se estremeció levemente.

—Tengo frío —dijo—. ¿Me das la capa?

Henderson recogió la prenda del borde del parapeto, donde la había colgado, y la deslizó sobre los hombros de su amada, a la que volvió a abrazar.
—Tu también tienes frío —advirtió Sheila—. Ponte la tuya.

«Ponerse otra vez aquella maldición...» Henderson dio un paso atrás, aterrado con el simple pensamiento de revestirse nuevamente con la aborrecible prenda, pero la chica tornó a pasarle los brazos alrededor del cuello y con mimosa entonación insistió:

—Póntela, no vayas a resfriarte.

Frío... Eso era lo que volvía a sentir Henderson en todo su cuerpo. El extraño frío que había percibido mientras llevaba puesta aquella capa. Bajó la vista hasta los labios de la chica, y otra vez le acometió el insensato deseo de mordérselos, de beber su sangre. No debía hacer eso. Amaba a Sheila como nunca habría supuesto que fuera capaz de amar. Y su amor tenía que vencer aquel incomprensible impulso. Por tanto, haciendo un esfuerzo la apartó de sí.

—Sheila —balbuceó—. Tengo que... tengo que decirte una cosa.
—Dime, querido.
—Sheila, por favor. Tú has leído la edición extra de esta noche...
—Sí —repuso la joven, sin dejar de mirarle a los ojos.
—Pues bien, yo... yo compré allí mi capa, ¿sabes? Y ya has visto lo que sucedió con Lindstrom. No era ficción, sino realidad. Yo quería, realmente, chuparle la sangre. No puedo explicarte a qué se debió eso ni... Creo que esa capa es la culpable de tan extraña reacción.

Sheila seguía mirándole con expresión de intenso cariño, sin inmutarse en absoluto por lo que acababa de escuchar. ¿Es que no le creía? ¿O se figurarla, tal vez, que estaba bromeando?

—Yo te quiero, Sheila. Créeme. Estoy loco por ti.
—Ya lo sé.
—Por eso quiero demostrártelo, y demostrármelo a mí mismo, que lo que siento por ti es verdadero amor. Para convencerme necesito volver a ponerme esa capa. Si mi amor es tan inmenso como yo creo, vencerá a todo otro impulso y te besaré, pero en caso de que la maldición fuera más potente y yo... y yo empezara a morderte, ¡apártate en seguida y huye, cariño mío! ¿Comprendes el significado de este experimento? Quiero comprobar que te quiero más allá de cualquier posible influjo maligno, que te querré eternamente. ¿Tie... tienes miedo?
—No.
—Seguro que creerás que estoy loco.
—Tampoco.
—Entonces.

La impasible actitud de la joven desconcertaba a Henderson, que se quedó mirándola en silencio, hasta que Sheila soltó una risita y se abrazó a él, acariciándole suavemente la nuca y susurrando:

—Ya lo sabía, querido. Lo supe en cuanto te miré por el espejo, la primera vez. Entonces me di cuenta de que tenías una capa igual que la mía... porque yo compré la mía en el mismo comercio.

Henderson se sorprendió al ver que los labios de Sheila eludían los suyos cuando intentó besarla. Luego notó el agudo contacto de los dientes de la chica en su garganta, seguido por una sensación de debilidad... y por el negro abismo de la completa inconsciencia".

Robert Bloch

viernes, 23 de octubre de 2015

"Las Bestias Oscuras"

"Peter se inclinó y examinó la rana. Estaba muerta. Yacía entre los guijarros al borde del arroyo, y sus largas piernas estaban rígidas y violentamente separadas. 

-Quién puede querer hacerle daño a un animal así? -murmuró Pete-. ¡Pobre animalito! -    añadió.

Peter no era muy perspicaz. Tenía dieciocho años, pero su cerebro era de niño. Sin embargo, sabía que la rana había sido estrangulada, cruel y alevosamente, por una o varias personas desconocidas. Temblando, puso cautamente un dedo en el tirante y brillante alambre que rodeaba el cuello del anfibio. La carne fría le produjo un estremecimiento en la muñeca que casi le llegó hasta el codo.

-Quién puede haber hecho daño a este pobre animalito? -repitió, perplejo y asombrado.

No quiso detenerse más contemplando el pequeño y patético cadáver. Estaba anocheciendo, y tenía miedo de las sombras que se alargaban rápidamente y de las ramas, negras y delgadas, que se entrecruzaban sobre su cabeza. El bosque no era un lugar acogedor cuando el sol no lo alumbraba. Inhóspito, lúgubre y repleto de voces. Cuando Peter llegó a su casa, su madre estaba poniendo la mesa para la cena y su padrastro se encontraba sentado junto a la ventana, con un periódico atrasado sobre las rodillas y una pipa de zuro entre los cariados y descoloridos Dientes. Peter cerró la puerta y entró tímidamente en la habitación.

-Hola -dijo su padrastro-. Dónde has estado?
-Pescando en el río - replicó Peter nervioso-. Esperaba que una trucha se tragara el anzuelo y poder cogerla. Estaba allí pescando. Eso es todo lo que he hecho desde que llegué allí. No estuve en ningún otro sitio. Esperaba poder pescar una trucha. El padrastro frunció el ceño. Era un hombre alto, delgado, de más de media edad, con ojos oscuros, malhumorados y una torva mueca en la boca.
-Oye, muchacho -gruñó-. ¿No te he dicho que no te metas en el bosque? ¿No lo has oído?
-No he hecho nada malo, papá -gimoteó Peter-. Sólo pescaba en el río. Esperaba coger una trucha. No he ido allí para nada más.
-Sí, eh? Que no te vea otra vez por los bosques. Si sé que has vuelto a poner los pies, te daré una zurra de la que te acordarás toda la vida.
-Vamos, vamos, Henry- murmuró la madre de Peter desde la cocina.

Durante la cena, Peter estuvo silencioso y contrito; pero tan pronto terminó el último bocado, se excusó torpemente y se retiró a su cuarto. Estaba horriblemente asustado. En su cerebro sensible e inculto, el humor brutal de su padrastro tenía cierto vínculo con la sensación que le producía el bosque y las tranquilas y oscuras aguas del río cuando el sol no los alumbraba. Hubiera querido echar a correr cuando su padrastro lo amenazó con darle una zurra, no por temor al daño físico, sino... bueno, sino porque le asustaba algo que quedaba oculto detras de su cruel e inhumana cara.

-No deberías ser tan duro con el chico -dijo la madre de Peter, mientras recogía los platos de la cena y los llevaba al fregadero-. Es un buen muchacho y no hace nada malo.
-Ah, no? -dijo Henry-. Entonces, ¿qué hace? ¿Por qué me desobedece y se va al bosque? ¿ Por qué esas correrías por ahí, donde están esas cosas esperando y vigilando? Quizás ha hablado con ellas. Por lo que sé, puede muy bien estar de su parte. No es inteligente y debes vigilarlo por eso, Mary. Debes vigilarlo mucho más. No puedes saber lo que harán o dirán.

La madre de Peter suspiró.

-Ha ido a divertirse un poco.
-Ah, sí? Está bien, será mejor que no entre en el bosque. Puedo encargarme de las bestias que han mandado contra nosotros, pero la ley no me permitiría tocarle un pelo de su estúpida cabeza. Si ellos lo mandan contra nosotros, no podré hacer nada. Es hijo tuyo, no mío. Si lo malquistan con nosotros, tendré que salir corriendo. ¿Qué piensas de eso, mujer?

La madre de Peter se humedeció los labios con la lengua.

-¿Has estado haciendo algo cruel otra vez, Henry?

El padrastro de Peter se levantó de la mesa y arrojó la silla contra la pared.

-Eso a ti no te importa -exclamó-. Tengo que protegerme, ¿no es así? Si la cosecha se seca y las vacas no dan leche, debo luchar para vivir -se aclaró la garganta-. Toda la culpa la tienen esas ranas que croan y que han mandado contra nosotros. No me dirás que no eran las ranas las que croaban. Noche tras noche las hemos estado oyendo. Pues bien, ya he acabado con eso; esta noche ya no las oirás croar. Mary palideció. Dejó los platos y se enfrentó con él.
-Las ranas eran nuestros amigos - se lamentó -. Creía y rezaba para que no les hicieras nada malo. Dijiste que lo harías, pero esperaba...
-De qué te sirve esperar y rezar cuando tenemos algo peor que el diablo contra nosotros? Cuando Dios hizo el diablo, Mary, lo hizo bueno, pero esas cosas han sido malas desde el principio. Considero que no forman parte de la Creación. Han surgido por equivocación.
-Las ranas eran nuestros amigos -insistió Mary con desesperación-. Ayer, cuando me paseaba por el bosque, me avisaron. Una de esas cosas estaba en un árbol mirando. Si no me hubiera avisado, hubiera caído sobre mí. Pude ver sus ojos crueles, malvados, como me miraban a través de las hojas. Pero cuando las ranas empezaron a croar, di media vuelta y eché a correr. Se están volviendo cada vez más atrevidos, Henry. Saben que el padre de Jim, no volverá, y están dispuestos a... apoderarse de nosotros. Supongo que tendré que ir a ellas cuando quieran. Y tendré que tomar el lugar del padre de Jim. No soy de su misma sangre, pero al casarme entré a formar parte de la familia y la maldición pesa sobre mí.
-Y de mí que dices, mujer? - refunfuñó Henry-. ¡No creas que no he estado pensando lo que me pasará si no las combatimos! Cuando me casé contigo te tomé para lo bueno y lo malo. Bueno, ha sido para lo malo, pero seguiré contigo si tú haces lo mismo. No tienes derecho a criticarme. He sido muy bueno contigo. Cuando me hablaste de tu difunto esposo y de la maldición que pesaba sobre su familia, dije que no me importaba, porque consideraba que serías una buena esposa. Pero cuando lo dije, no había visto esas cosas. No sabía cómo eran. No sabía que mandarían contra nosotros todas las bestias del bosque.
-Ellos no han enviado las ranas contra nosotros, Henry. Las ranas nos quieren y nos avisan.
-No lo creas. Esas ranas que croan están contra nosotros. Estaban contra nosotros desde el comienzo -lanzó una risa triste-. He hecho lo que dije. Que pondría las cabezas de cada una de esas ranas en un nudo corredizo, y lo he hecho. He estado allí todo el día. No ha quedado una sola rana en los bosques. Mary se hundió en una silla cerca de la ventana, y se pellizcaba, con nerviosos dedos, la carne flácida y arrugada de su rostro.
-Has hecho una cosa mala y cruel -murmuró-. Nada bueno puede salir de esto. Las ranas eran nuestros amigos. Los únicos amigos que teníamos.
-Las mandaron contra nosotros. Agotaron la cosecha, impidieron que las gallinas pusieran huevos y que las vacas dieran leche. Estoy contento de haber puesto un nudo corredizo en sus cabezas. Para ellos será un aviso de que no me quedo cruzado de brazos.
-Lo lamentarás, Henry. Las ranas eran nuestras amigas; sólo procuraban avisarnos. Esas cosas se impacientan e inquietan. Hace tiempo que nos esperan a Peter y a mí. También te esperan a ti. No tardarán mucho en venir a buscarnos a todos. Mientras tuvimos las ranas que nos avisaban, había una esperanza, pero ahora ya no hay esperanza para ninguno de nosotros. Ya no tenemos amigos ni en los bosques. Esas cosas nos despedazarán, Henry, nos desgarrarán. No podemos hacer nada. Sentía una especie de alivio con las ranas allí, avisándonos. Quizás no pudieran hacer mucho, pero yo notaba que nos guardaban. Las cosas saben ahora que el padre de Jim no volverá a su tumba. No mantendrán el pacto que hice con ellas. Pero con las ranas ahí, todavía quedaba alguna esperanza. Parecían impedir que se cumpliera la maldición. Me hacían sentir segura.

Pasada la medianoche, Peter se despertó. Se sentó, se frotó los ojos y miró aturdido a su alrededor. Algo daba golpecitos en el cristal de la ventana. Peter no quería salir de la cama. La noche era fría y se sentía caliente y cómodo bajo las gruesas mantas. Pero algo daba golpecitos en la recia ventana, con insistencia, de un modo monótono. Tap, tap-tap, tap, tap, tap-tap, tap.

Despacio y de mala gana, Peter retiró las cubiertas y saltó al suelo.

-Ya voy -exclamó-. Abriré la ventana. Haré lo que quiera. La abriré completamente.

Cruzó temblando el pavimento. Su corazón latía con fuerza salvaje, y el miedo y el terror aparecieron en sus ojos. No obstante, cuando llegó a la ventana, su vista sólo encontró una mancha oscura y amorfa tras los cristales plateados de la luna. Aturdido y ebrio de sueño, le pareció que se movía lenta y torpemente, como un gran escarabajo abandonado. Sólo que mucho mayor que un escarabajo. Peter abrió la ventana hasta que el viento sopló sobre su asustado y vacío rostro, despeinando su rebelde cabello rojo. En otras ocasiones hubiera temido las consecuencias de un acto tan temerario, pero se hallaba bajo un impulso tan fuerte y lleno de curiosidad que obró instintivamente, sin pensar. Durante unos segundos contempló la vacilante oscuridad y olfateó los efluvios que emanaban de la tierra. Luego, sacudiendo la cabeza, volvió con paso vacilante a la cama.

-Ahí no hay nada -murmuró-. Pensé que habría alguien, pero debo haberme equivocado. Con un gesto perplejo, se metió en la cama.
-Temía que hubiera alguien de los bosques -continuó, mientras estiraba las sábanas hasta cubrirse las mejillas-, alguien vivo, como... como esas cosas que vi cuando tenía ocho años.

Durante unos momentos se quedó mirando el techo. Su cerebro inculto, infantil, se pobló de imágenes, recuerdos, impresiones de un pasado triste y sombrío.

-No es conveniente preguntar lo que hay en donde pusieron a mi abuelo -profirió-. Es mejor no preguntar a dónde fue el abuelo cuando aquello empezo. Yo no estaba allí, pero oí a madre decir que era espantoso, y que el abuelo era un hombre muy malo, a pesar de todo, pues hizo un pacto con él para volver.

»Una vez, hace muchos años, cuando yo tenía ocho, vi al abuelo hablando con algo que parecía uno de ellos. Sólo que la habitación se hallaba a oscuras y no pude verlo muy bien. Estaba en el ángulo cerca de la chimenea, y abuelo le hablaba. No era tan alto como el abuelo y estaba inclinado como si tuviera una giba en la espalda. No pude ver bien su cabeza, pero por lo que pude adivinar era como la de una serpiente cuando la miras por detrás, y con esto fue suficiente. No pude quedarme mucho rato en el cuarto, pues el olor me daba náuseas, pero aún así, no hubiera podido quedarme todo lo que hubiera querido. Con la cabeza que vi cerca de la chimenea,,ya tuve bastante.

»Cuando le conté a madre lo que había visto, casi se desmayó. Me dijo: es lo que temía. Tu padre también les ha hablado. ¡Oh, por qué me casé con él! -Luego me besó y dijo-: ¡Pobre niño!, ¡oh, pobrecito! Tú también los verás. ¡Vendrán a buscarte!

»-¿Qué era, madre? -le pregunté-. Dímelo, por favor, ¿qué era?
»-Cuando seas mayor -contestó-. Ahora no lo comprenderías.

-No volví a ver a ninguno más, pero antes de que abuelo muriera él me lo contó: Ellos sólo quieren descansar -me dijo-, pero sólo lo consiguen cuando alguien muere. Vienen de muy lejos, y sólo quieren descansar en nuevas tumbas.

»Imagino que el problema consiste en que el abuelo nunca volvió. Nunca cumplió su promesa. Ellos quieren descansar, pero no pueden y están esperando a que abuelo vuelva. Pero ahora abuelo está fuera, en algún lugar del mundo. Está recorriendo el mundo y no volverá si puede evitarlo. Y todo el tiempo ellos yacen en su tumba de la colina, esperando. Supongo que estarán cansados de esperar en aquella tumba profunda y negra a que regrese abuelo.

»Madre dijo que yo los vería alguna vez. También dijo que vendrían a por mí. Quizás por eso siento esa extrañeza dentro de mí cuando voy al bosque. Quizá por eso papá no quiere que vaya al bosque. Puede ser que cuando alguien hace un pacto y no lo cumple, ellos vienen y se llevan a algún familiar cuando se cansan de esperar. Es lo único que supongo. Madre sabía que el abuelo no iba a volver si le era posible. ¿Quién desearía dejar de ver la hierba verde y sentir el aire fresco, y oler la tierra cuando ha llovido, sólo porque ha hecho un pacto y puede romperlo? No culpo al abuelo porque no quiera volver.

»Si tengo la suerte de vivir para siempre, no volvería. Me pasearía siempre feliz, pensando que podía ver la hierba verde y oler la tierra mojada y tener a alguien que me quisiera siempre. La modorra se iba apoderando de Peter. Durante unos momentos continuó mascullando, pero poco a poco su cerebro dejó de pensar en aquel pasado, poblado de sombras; cerró los ojos y entreabrió los labios en una sonrisa llena de paz. Su mente, limpia de toda imagen, volvía otra vez a ser un órgano vacío y satisfecho. Dormía tranquilo, separado del mundo y totalmente inconsciente de que una presencia extraña había entrado en el cuarto. El objeto que apareció en la ventana abierta era chaparro y húmedo. Durante un momento se quedó oscilando incierto en el antepecho plateado de la ventana. Luego, con un croar, saltó ágilmente. Un instante después, la ventana quedaba vacía. Luego, otra forma surgió de la oscuridad y cayó al suelo con un ronco croar. Le siguió otro y otro. Peter no se despertó mientras la extraña procesión saltaba y manoteaba sobre el suelo. Ni siquiera se agitó en sueños. A los pocos minutos, la ventana se encontraba de nuevo ocupada. El nuevo intruso era mucho mayor que las formas que croaban. Mayor y más oscuro. Estaba cubierto de cabello espeso y negro, y su pequeña y desproporcionada cabeza se movía ágilmente a la luz de la luna. Se demoró unos momentos en el antepecho. Después, lenta, deliberadamente y sin hacer el menor ruido, se tiró al suelo y cruzó rápidamente la habitación. Mientras corría, abría la boca y dejaba escapar un silbido sordo entre sus blancos y resplandecientes dientes. El incierto amanecer se deslizaba como una cosa herida por los senderos de la selva, esparciendo una luz rojiza sobre los altos árboles y arrojando fluctuantes sombras en las profundas y oscuras aguas del río. En el estanque de Eaton una hoja de azucena se convirtió en una gigantesca mano escarlata y una moteada salamandra se echó al agua, desparramando burbujas de aire en todas direcciones y dejando en su estela un remolino de un milagroso resplandor. La mano de la hoja de azucena ardió sobre el agua, y brilló en todos los senderos iluminados de la selva, en los agudos e inquisitivos ojos que la poblaban, en las aletas de la nariz que husmeaban la humedad, en las huellas de los piececitos que se escampaban por todas partes. La marmota no es un animal muy curioso. Ni la roja ardilla, ni la chata y gris rata de bosque, ni el astuto y fornido hurón. Hasta la gritona lechuza, con sus anchos y dilatados ojos, no se detenía a mirar el pajar que ardía en llamas. Pero los vecinos de Ogelthorpe se reunieron a una prudente distancia para ver cómo ardía su cabaña. Las llamas crepitaban, se alzaban y lanzaban un resplandor oscilante en el establo de paredes grises de Ogelthorpe, y las pilas de estiércol que se elevaban entre el establo y el pozo cerca de la nevería, con sus enmohecidas bombas, y los baldes anegados de agua, llenos hasta los bordes de las rojizas hojas del otoño. Cuando llegaron los bomberos, las llamas daban paso a un resplandor cegador que iluminaba todo el paisaje. Con un desespero inútil, los bomberos se unieron a los circunstantes contemplando cómo las llamas amainaban en un fulgor rojo oscuro. Antes de la mañana, la opacidad lo cubría todo como una pesada manta. Al amanecer, los vecinos, como un enjambre de abejas, andaban a tientas entre las ruinas e hicieron un horrendo descubrimiento. Los restos carbonizados de tres cuerpos humanos se hallaban espantosamente diseminados en medio de los negros ladrillos y de los escombros todavía humeantes. Todo lo que quedaba de los restos de Peter y de su madre yacía disperso y suelto, pero el padrastro de Peter no había sido desmembrado. Estaba echado de espaldas con las largas piernas rígidas y violentamente separadas. La carne, chamuscada hasta quedar rizada, y sus facciones, tan negras y retorcidas que nadie hubiera podido identificarlo. Uno de los circunstantes se inclinó y puso un tembloroso dedo en el tenso y brillante alambre que rodeaba el cuello del muerto. La carne, aún caliente, le produjo un estremecimiento en la muñeca que casi le llegó hasta el codo.

-Ha sido estrangulado -exclamó-. Antes de que las llamas lo quemasen, ya estaba muerto.
-Es la cosa más extraña que han visto mis ojos -dijo el "sheriff" Simpson cuando surgió del cobertizo donde se guardaban los aperos.
-Encontraste algo? -preguntó el comisario Wilson. Estaba de pie, sobre la alta y empapada hierba; mirando hacia el oeste, con aire meditabundo, las negras ruinas de la desventurada granja.
-Ranas, Jim -contestó el sheriff.
-Ranas?
-Sí. Una veintena. Todas estranguladas con un alambre de latón. Lo mismo como fue estrangulado Ogelthorpe. Sólo que el alambre de Ogelthorpe estaba hecho de cobre y era unas diez veces más fuerte.
-Y qué hay de las ranas?
-Todas están ahí, en el cobertizo. Muertas, estranguladas. Pero lo más raro de todo es que están junto a un gran ovillo de alambre de cobre, de la misma clase con el que estrangularon a Ogelthorpe.

El comisario sacudió la cabeza.

-Me parece a mí que en todo esto hay algo muy misterioso. El "sheriff" convino.
-Uno de los vecinos vio cómo ardía la casa, y dijo que antes de que llegaran los bomberos vio que algo salía corriendo por la puerta. Agregó que era más pequeño que un hombre, pero que tenía el aspecto de ser humano. Era oscuro, y por lo que pudo descubrir, tenía el aire de una persona. No pudo verlo muy bien a causa del resplandor pero le pareció que estaba todo cubierto de un cabello negro y espeso, y que sólo el verlo le produjo náuseas. Es extraño, ¿verdad? ¡Dijo también que esa cosa llevaba una antorcha encendida!"

Frank Belknap Long

jueves, 22 de octubre de 2015

"Estatuas de la Noche"

"Limitadas por un horizonte lejano, que desde cierto punto se encuentra muy remoto y parece fundido con la brillantez azul de un cielo metálico, contrastan el negro esplendor de sus formas marmóreas con el insuperable resplandor del sol. Construidas en el amanecer de los tiempos, por una raza cuyas tumbas en forma de torre y ciudades de altas cúpulas constituyen ahora un sólo polvo con el de sus constructores en las lentas evoluciones del desierto, permanecen en pie para contemplar los terribles amaneceres postreros, que surgen en otros países, consumiendo los velos de la noche en las desolaciones infinitas. Al mismo nivel de la luz, sus ceños temibles conservan el orgullo de los reyes Titánicos. En sus ojos de mirada pétrea, implacables y sin párpados, se refleja la desesperación de quienes han contemplado el infinito durante demasiado tiempo.

Mudas como las montañas de cuyo seno metálico surgieran, sus labios nunca han reconocido la soberanía de los soles que en llamarada triunfante cabalgan de horizonte a horizonte por la tierra subyugada. Únicamente al atardecer, cuando el oeste arde como un horno gigantesco, y las lejanas montañas lanzan chispas doradas a las profundidades de los cielos caldeados (únicamente al atardecer, cuando el este se hace infinito e indefinido, y las sombras del desierto se mezclan con la sombra de la noche hasta formar una sola), entonces, y sólo entonces, surge de sus gargantas pétreas una música que se eleva hacia el horizonte cobrizo; es una música fuerte y triste, extraña y de gran sonoridad, como el canto de las estrellas negras, o la letanía de dioses que invocan al olvido; es una música que enternece al desierto llegando hasta su corazón de roca, y que retumba en el granito de tumbas olvidadas, hasta que los últimos ecos de su alegría, cual trompetas del destino, se unen al negro silencio de lo infinito"

Clark Ashton Smith

miércoles, 21 de octubre de 2015

"La Nieve a la Deriva"

"Los pasos de tía Mary se detuvieron en seco antes de llegar a la mesa y Clodetta se volvió para ver qué retenía a la anciana. Estaba quieta, rígida, con los ojos clavados en la cristalera que quedaba justo enfrente de la puerta por la que había entrado. Ante ella, bien derecho, el bastón que sujetaba. Clodetta lanzó una mirada fugaz al otro extremo de la mesa, hacia su marido. Él también miraba a la anciana; su rostro no dejaba entrever emoción alguna. Clodetta se volvió de nuevo y vio que ahora era ella quien centraba el interés de la anciana, que la contemplaba en silencio, impávida. Clodetta se sintió incómoda.

-¿Quién ha descorrido las cortinas de las ventanas que dan al oeste?
Al acordarse, Clodetta se sonrojó.
-He sido yo, tía. Disculpa. Me olvidé de que no querías que esas ventanas quedaran expuestas. La anciana emitió un sonido extraño semejante a un bufido y volvió a posar la mirada en la cristalera. A un movimiento suyo apenas perceptible, Lisa emergió de la penumbra del salón, desde donde había estado observando a los dos comensales con aire huraño y reprobador. La criada fue derecha a las ventanas del oeste y corrió las cortinas.

Tía Mary se acercó lentamente a la mesa y ocupó su lugar en la cabecera. Apoyó el bastón en su silla, tiró de la cadena que le colgaba del cuello para que los impertinentes descansaran en su regazo y transfirió la mirada de Clodetta a su sobrino, Ernest. Luego fijó los ojos en la silla vacía del otro extremo de la mesa y habló sin dar señales de estar viendo a sus dos acompañantes.

-Os he dicho a los dos que ni una sola de las cortinas de las ventanas que dan al oeste debía tocarse después de la puesta de sol, y habréis advertido que, por la noche, ninguna ventana ha quedado descubierta ni un instante. Me he cuidado de alojaros en las habitaciones que miran al este, y también es al este adonde mira el salón.
-Estoy convencido de que Clodetta no tenía intención de contravenir tus deseos, tía Mary -dijo Ernest bruscamente.
-No, claro que no, tía.
La anciana arqueó las cejas y continuó, impasible.
-No consideré conveniente dar explicaciones acerca del porqué de mi petición. No voy a daros ninguna. Pero lo que sí quiero decir es que descorrer las cortinas entraña un peligro seguro. Ernest ya conoce la historia, pero tú, Clodetta, no la conoces. Clodetta le dirigió a su marido una mirada espantada que la anciana advirtió.
-Por supuesto que sois libres de creer que se me va la cabeza y que estoy volviéndome excéntrica, pero no os aconsejo que lo hagáis. De repente, un joven entró en la habitación y se dirigió a la silla que quedaba frente a la cabecera de la mesa, sobre la que se abalanzó dedicando a los otros tres comensales un saludo casi inaudible.
-Has vuelto a retrasarte, Henry -dijo la anciana.

Henry farfulló algo y se dispuso a comer a toda prisa. La anciana suspiró y al momento empezó a comer, tras lo cual Clodetta y Ernest hicieron otro tanto. La vieja criada, que no se había movido de detrás de la silla de tía Mary, se retiró no sin antes dirigirle a Henry una mirada llena de desprecio. Al cabo de unos instantes, Clodetta levantó la vista y se aventuró a hablar.

-Aquí no estás tan aislada como yo pensaba, tía Mary.
-Claro que no, querida mía, con los teléfonos y los coches de ahora, no. Pero hace tan sólo veinte años era otra cosa, te lo aseguro.
-Los recuerdos arrancaron una sonrisa a la anciana, que miró a Ernest-. Entonces tu abuelo aún vivía, y fueron muchas las veces que se quedó aislado por la nieve sin poder avisar a nadie.
-Cuando en Chicago hablan de «allá, en el norte» o de los «bosques de Wisconsin», siempre tienes la impresión de que quedan muy lejos -dijo Clodetta.
-Es que quedan muy lejos -añadió Henry bruscamente-. Y espero que tengas algo previsto por si nos quedamos encerrados aquí un día o dos, tía. Parece que afuera nieva, y en la radio dicen que se avecina ventisca.

La anciana dio un bufido y lo miró.

-¡Ah! A mí me pareces excesivamente inquieto, Henry. Tengo la impresión de que en cuanto pusiste los pies en mi casa empezaste a arrepentirte de este viaje. Si te preocupa que se desate una tormenta de nieve, puedo pedirle a Sam que te lleve en coche a Wausau y mañana mismo estarás en Chicago.
-Por supuesto que no.
Se hizo el silencio.
-Lisa -la anciana llamó a la criada, que entró en el comedor para ayudarla a levantarse de su asiento, aunque como Clodetta ya le había dicho a su esposo, «No necesitaba ayuda».

Tía Mary les dio las buenas noches desde el umbral. Tenía un aspecto imponente, con el bastón en una mano y los impertinentes cerrados en la otra. Se desvaneció en la penumbra del pasillo, donde, al alejarse, el ruido de sus pasos se mezcló con el de los de la criada, que rara vez se separaba de la anciana. Casi siempre estaban solas en casa, y la plácida somnolencia de sus vidas tranquilas sólo se veía mitigada por las breves temporadas en las que la anciana recibía la visita de su sobrino Ernest, «el chico del querido John», o de Henry, de cuyo padre la anciana no hablaba jamás. Sam, que solía dormir en el garaje, no contaba. Clodetta miró a su marido con inquietud, pero fue Henry quien dijo lo que todos pensaban.

-Creo que está perdiendo la razón -declaró sin ambages. Dejando a Clodetta con la réplica en los labios, Henry se levantó y entró en la sala, donde no tardó en llegar la música de la radio. Clodetta jugueteó con la cuchara y finalmente dijo:
-Creo que es un poco rara, Ernest.
Él le dedicó una sonrisa paciente.
-No, yo creo que no. Lo de tener las ventanas que dan al oeste cubiertas lo entiendo. Mi abuelo murió ahí; una noche lo atrapó el frío y murió congelado en la cuesta de la colina. No sé cómo sucedió exactamente, yo no estaba aquí. Supongo que no querrá ver nada que se lo recuerde.
-¿Cuál es entonces el peligro al que se refería? Ernest se encogió de hombros.
-Tal vez ese peligro lo lleve dentro; tal vez la afecte y, a su vez, nos afecte a nosotros. -Se detuvo durante un instante y luego añadió-: Supongo que a ti sí que te parecerá rara, pero desde que tengo uso de razón, tía Mary siempre ha sido así. La próxima vez que vengas ya te habrás acostumbrado.

Clodetta se quedó mirando a su marido durante un momento antes de contestarle. Por fin, dijo:

-Bobadas, cariño.
Él hizo ademán de levantarse, pero Clodetta se lo impidió.
-Escucha, Ernest. Recordaba a la perfección que tía Mary no quiere que nadie descorra las cortinas, pero en ese momento sentí que debía hacerlo. Yo no quería, pero algo me obligó a hacerlo...
-La voz le temblaba.
- ¿Por qué, Clodetta? ¿Por qué no me lo contaste antes?
Ella se encogió de hombros.
-Tía Mary habría pensado que estoy tocada.
-Bueno, no es nada grave, pero has dejado que el asunto te preocupe, y eso no te conviene. Olvídalo, piensa en otra cosa. Ven a escuchar la radio.

Se levantaron y fueron a la sala juntos. Cuando entraban por la puerta se encontraron con Henry, que se hizo a un lado.

-Debí de haber supuesto que terminaríamos aislados aquí arriba. -Cuando Clodetta hizo ademán de replicar, añadió-: No nos pasará nada. Se ha levantado un vendaval y está empezando a nevar, y sé lo que eso significa.

Henry continuó su camino y entró en el comedor vacío, donde se detuvo un momento a mirar la mesa excesivamente larga. Luego se volvió a un lado, se dirigió a la cristalera, descorrió las cortinas y se quedó ahí, escudriñando la oscuridad. Desde la sala, Ernest lo vio de pie al lado de la puerta y protestó.

-Tía Mary no quiere que las cortinas queden descorridas, Henry.
-Bueno. Puede que a ella le parezca peligroso, pero yo me arriesgaré -contestó él tras volverse.

En vez de mirar a Henry, Clodetta tenía los ojos clavados en la noche que quedaba al otro lado de los cristales.

- ¡Ahí fuera hay alguien! -dijo de repente.
Henry echó un vistazo rápido afuera.
-No, es la nieve; está cayendo con fuerza y el viento la arrastra de aquí para allá.
Soltó las cortinas y se apartó de cristalera.
-Vaya, habría jurado que vi pasar a alguien por aquí afuera -dijo Clodetta, vacilante.
-Supongo que desde donde tú estás da esa impresión -apuntó Henry, que había vuelto a la sala-, pero lo que yo opino es que has dejado que las rarezas de tía Mary te afecten. Ernest replicó al comentario con un gesto impaciente, y Clodetta no respondió. Henry se sentó frente a la radio y fue girando el dial lentamente. Ernest había encontrado un libro que empezaba a despertar su interés, pero Clodetta mantenía los ojos clavados en las cortinas, que seguían moviéndose lentamente y ocultando la cristalera. Entonces Clodetta se levantó y salió de la sala; recorrió el pasillo en dirección al ala este y ahí llamó delicadamente a la puerta de tía Mary.
-Entra -dijo la anciana.

Clodetta abrió la puerta y entró; tía Mary estaba sentada, llevaba una bata. Su dignidad, en forma de unos impertinentes y un bastón, descansaba sobre la cómoda y en un rincón del cuarto. La anciana tenía un aspecto sorprendentemente benévolo, como Clodetta le confesó de inmediato.

-¡Ja! Pensabas que era un ogro disfrazado, ¿verdad? -dijo la anciana, sonriendo a su pesar-. Ya ves que no lo soy, pero las ventanas que miran al oeste me dan miedo, como habrás visto.
-Quería contarte una cosa acerca de esas ventanas, tía Mary -dijo Clodetta. Se detuvo bruscamente. La expresión que había adquirido el rostro de la anciana causaba una extraña desazón: no traslucía rabia ni disgusto, sino tan sólo una inquietud tensa ¡Vaya! ¡Que la vieja dama estaba asustada!
-¿Cómo? -le preguntó a Clodetta bruscamente.
-Estaba mirando por la cristalera, fue sólo un instante, y me pareció ver a alguien fuera.
-Por supuesto que no viste nada, Clodetta. Sería tu imaginación, o la nieve que arrastra el viento.
-¿Mi imaginación? Tal vez. Pero no había viento que pudiera arrastrar la nieve, aunque desde entonces se ha levantado ventisca.
-Yo también me he confundido a menudo, querida. En ocasiones he salido de buena mañana a buscar huellas; y no había ninguna, nunca. Estamos en mitad de una tormenta de nieve, y a pesar del teléfono y de la radio seguimos bastante lejos de la civilización. Nuestro vecino más cercano vive a más de tres millas de aquí, a los pies de la cuesta larga y empinada, y nos separa un trecho arbolado. La carretera más cercana queda a la misma distancia.
-Lo vi tan claramente que podría haberlo jurado.
-¿Quieres salir a buscar mañana por la mañana? -preguntó la anciana de repente.
-Por supuesto que no.
-¿No viste nada, entonces?
Las palabras de la anciana eran mitad pregunta, mitad ruego.
-¡Oh, tía Mary! Ahora estás sacando las cosas de quicio -dijo Clodetta.
-¿Viste o no viste algo, Clodetta? ¿Puedes asegurarlo?
-Supongo que no vi nada, tía Mary.
-Muy bien. Y ahora, ¿crees que podríamos hablar de algo más agradable?
-Claro que sí. Discúlpame, tía Mary. No sabía que el abuelo de Ernest hubiera muerto ahí fuera.
-Eso te ha contado, ¿verdad? Dime.
-Sí, Ernest dijo que por eso no te gustaba ver la cuesta después del anochecer, porque no querías que nada te lo recordara.

La anciana miró a Clodetta con aire impasible.

-Tal vez Ernest nunca llegue a saber cuánta verdad hay en lo que te dijo.
-¿Qué quieres decir, tía Mary?
-Nada que sea de tu incumbencia, querida. -Volvió a sonreír; había perdido su aire severo-. ¿Cómo está el tiempo?
-Está nevando, y mucho, dice Henry. Y sopla un vendaval. El desagrado con el que la anciana recibió la noticia se reflejó en su rostro.
-No me gusta la noticia, no me gusta nada. ¿Y si a alguien se le ocurriera asomarse a la cuesta esta noche? -Hablaba sola; parecía haber olvidado que Clodetta seguía en la puerta. Cuando volvió a verla, dijo-: Pero tú no sabes nada, Clodetta. Buenas noches. Clodetta apoyó la espalda en la puerta cerrada preguntándose qué habría querido decir la anciana. Pero tú no sabes nada, Clodetta. Qué curioso. Se diría que durante unos instantes la anciana se había olvidado de ella por completo.

Se alejó de la puerta y se topó con Ernest, que se dirigía al ala este.

-Por fin te encuentro -le dijo-. Me preguntaba dónde te habrías metido.
-Estaba hablando con tía Mary.
-Henry ha vuelto a la cristalera que da al oeste, y ahora es él quien cree que hay alguien afuera.

Clodetta se detuvo de repente.

-¿Lo cree de verdad?
Ernest asintió en silencio, muy serio.
-Pero la ventisca está arreciando; no me extrañaría nada que tus insinuaciones lo hubieran afectado.

Clodetta dio media vuelta y se marchó pasillo abajo.

-Voy a contárselo a tía Mary.

Ernest trató de disuadirla, pero no sirvió de nada: Clodetta se puso a llamar a la puerta de la anciana, y antes de que él hubiera podido formular una objeción adecuada ella ya había abierto la puerta y había entrado en la habitación.

-Tía Mary -dijo-, no quería volver a molestarte, pero Henry se ha acercado a la cristalera del comedor y dice que hay alguien fuera.

Aquello tuvo un efecto mágico sobre la anciana.

-¡Los ha visto! -exclamó. Entonces se puso en pie y se acercó a Clodetta apresuradamente-. ¿Cuánto hace de eso? Dímelo, rápido. ¿Cuánto hace que los ha visto? -le preguntó; la agarraba de los brazos, casi con violencia. El asombro le impidió hablar durante unos instantes, pero sintiendo cómo los ojos de la anciana se clavaban en ella, dijo finalmente:

-Hace un rato, tía Mary, después de cenar. Las manos de la anciana se relajaron, y con las manos también se relajó la tensión que la dominaba.
-¡Oh! -exclamó; dio media vuelta y, agarrando el bastón que había dejado en el rincón, volvió lentamente a su asiento.
-¿Entonces sí que hay alguien ahí fuera? -inquirió Clodetta, desafiante, cuando la anciana hubo alcanzado la silla.

A Clodetta le pareció que la respuesta tardaba en llegar. La anciana empezó a asentir suavemente, y de sus labios escapó un «sí» que apenas alcanzaba a oírse.

-Será mejor que les hagamos pasar, tía Mary. La anciana dirigió a Clodetta una mirada breve y seria; luego, con voz firme y suave, y los ojos clavados en la pared que quedaba detrás de la joven, replicó:

-No podemos hacerles pasar, Clodetta, porque no están vivos".

August Derleth

martes, 20 de octubre de 2015

"El Modelo de Pickman"

"No es necesario afirmar que he enloquecido, Eliot: hay mucha gente que tiene prejuicios más extravagantes que éste. ¿Por qué no te burlas del abuelo de Oliver, por ejemplo, que nunca se ha subido a un vehículo con motor? Si no puedo soportar ese maldito ferrocarril metropolitano es cosa mía; y, por otra parte, hemos llegado mucho más rápido que si hubiésemos venido en taxi. De haber elegido el metro, habríamos tenido que subir a pie la colina de Park Street.

Confieso que me encuentro más nervioso que el año pasado, cuando me viste, pero no creo que sea razón suficiente como para que me recomiendes el asilo. El Señor sabe bien que tengo vastos motivos para estar conmovido, y creo que soy muy afortunado por haber conservado la lucidez hasta ahora. ¿Por qué el tercer grado? Antes no eras tan cruel.

Bien, si tienes que escucharlo, no veo razón para que no lo hagas. Quizá hasta te asista el derecho a saberlo, ya que fuiste el único en escribirme, como si fueras un pariente agraviado, cuando te enteraste de que ya no frecuentaba el Art Club y que me mantenía distanciado de Pickman. Ahora que Pickman ya no está, de vez en cuando me doy una vuelta por el club, pero desde ya que mis nervios no son los de antes.

No, no sé qué ha sido de Pickman y tampoco me gusta entregarme a las conjeturas. Pudiste sospechar que yo sabía algo importante cuando me distancié de él... y esta es la causa por la que me niego a pensar hacia dónde habrá ido. Dejemos que la policía investigue cuanto pueda. No creo que sea mucho, teniendo en cuenta que todavía no sabe nada acerca de la casa que, bajo el nombre de Peters, alquiló en el North End. Tampoco estoy seguro de que yo mismo sea capaz de encontrarla otra vez... ni siquiera de que piense en ir a encontrarla, aún a plena luz del día. Sí, creo saber por qué la alquiló. Sobre esto puedo hablarte. Así sabrás, mucho antes de que haya concluido, por qué motivo no voy a la policía. Me obligarían a que los llevara hasta ella, pero la verdad es que no podría regresar a esa casa aunque conociera el camino. Bien, por eso no puedo tomar el metro, ni bajar a sótano o bodega alguna, y esto también te causará risa.

Me pareció que podrías entender que mi distanciamiento con Pickman no se debió a las mismas razones estúpidas que produjeron la misma reacción en hombres como el doctor Reid o Joe Minot o Rosworth. El arte que se ocupa de lo morboso no me interesa en absoluto, pero cuando alguien tiene la genialidad que tenía Pickman, para mí resulta un honor conocerlo, al márgen de los cauces que tome su obra. Boston jamás ha contado con un pintor tan notable como Richard Upton Pickman. Lo dije desde un principio y continúo afirmándolo; también lo sostuve cuando dio a conocer aquel "Vampiro alimentándose". Según recordarás, por esa obra Minot dejó de saludarlo.

Para engendrar obras como las de Pickman, es necesario un profundo dominio de su arte y una no menos profunda percepción de las entrañas de la naturaleza. Cualquier ilustrador de portadas está en condiciones de volcar absurdamente color sobre un papel y anunciar que nos está entregando una pesadilla, un aquelarre de brujas o un retrato del diablo. Pero sólo un gran artista puede llegar a un resultado que nos impresione como verosímil y que nos aterrorice. Esto es posible porque solamente un verdadero artista puede reconocer la verdadera anatomía de lo terrible y la fisiología del miedo: es el único que conoce el tipo exacto de líneas que despiertan los instintos adormecidos o los heredados recuerdos del miedo, es el único capaz de rastrear los contrastes precisos de color y los efectos de luz que estimulan en su espectador el latente sentido de lo anormal. No necesito explicarte por qué un Fuseli nos produce escalofríos, mientras que la portada de una revista de fantasmas sólo nos mueve a la risa. Existe algo que esos seres excepcionales captan, algo que está más allá de la vida, y son capaces de trasmitírnoslo aunque sea fugazmente. Es el don que distingue a Gustave Doré. Sidney Sime tambien lo tiene. Angarola de Chicago también. Y Pickman lo poseía en grado superlativo, como nadie lo tuvo antes de él y como nadie, así lo quiera el Señor, volverá a tenerlo.

No quieras saber qué es lo que esos hombres ven. En la práctica artística se advierte una gran diferencia entre las obras que captan estos seres esenciales arrancados a la naturaleza y los productos industriales que se fabrican en un estudio. En suma, debería decir que el artista propiamente fantástico está dotado de un tipo de visión que lo faculta para percibir motivos genuinos de un mundo espectral. Por esto, logra unos resultados que distan kilómetros de las melosas representaciones de sueños, así como las obras de un pintor "vitalista" toman distancia de los pastiches de alguien que ha aprendido a dibujar por correspondencia. ¡Si alguna vez me hubiese sido permitido ver lo que Pickman vio!... Pero no. Mejor vayamos a beber un trago antes de enfrascarnos en este asunto. ¡Por Dios! No estaría con vida si hubiera visto lo que ese hombre —si es que era un hombre— vio.

Como recordarás, el fuerte de Pickman eran los rostros. Creo que nadie, desde Francisco Goya, ha puesto tanta intensidad en unos rasgos o en una expresión. Y antes que Goya habría que buscar en los anónimos artistas medievales que crearon las gárgolas o las quimeras de Notre Dame o del Mont SaintMichel. Ellos creían en la realidad de las criaturas que plasmaban en sus obras... y tal vez también veían esa clase de criaturas, sobre todo si se recuerda que la Edad Media tuvo algunas etapas muy curiosas. Recuerdo perfectamente que en cierta ocasión le preguntaste a Pickman dónde demonios conseguía tales ideas y visiones. La respuesta fue una por demás desagradable carcajada. Esa carcajada fue, casualmente, la razón por la que Reid se disgustó con él. Reid venía de graduarse en Patología Comparada y era un saco de grandes ideas sobre el significado biológico o evolutivo de cualquiera de los síntomas mentales o físicos imaginables. Su aversión a Pickman era cada vez más notoria y terminó prácticamente en miedo al pintor; decía que la expresión de Pickman e incluso sus rasgos tomaban un derrotero progresivo que no le gustaba: se desarrollaban en un sentido que no era humano. Si has mantenido correspondencia con Reid, supongo que le habrás dicho que su error consistió en dejar que los cuadros de Pickman operaran directamente sobre sus nervios o su imaginación. Fue lo que yo dije por aquel entonces.

Puedes estar seguro de que no me distancié de Pickman por ninguna de estas cosas. Al contrario, mi admiración hacia el maestro fue creciendo, ya que no había duda alguna de que aquel "Vampiro alimentándose" era una obra maestra. Como sabes, el Club se negó a exhibirlo y el Museo de Bellas Artes ni siquiera lo aceptó como donación, nadie tampoco quiso comprarlo, así que el cuadro quedó arrumbado en casa de Pickman hasta que éste se marchó. Ahora está en manos de su padre, en la casa familiar de Salem. Bien sabes que Pickman es originario de la antigua Salem; uno de sus antepasados fue quemado en 1692 por brujería.

Me acostumbré a visitar a Pickman con alguna frecuencia, en especial después de que comencé a buscar material para la preparación de una monografía sobre el arte fantástico. Tal vez haya sido su propia obra la que me sugirió la idea. De todos modos, debo confesar que su obra fue una rica cantera de sugerencias y de datos para aquel propósito. Me facilitó el acceso a todos sus trabajos, a todos los cuadros y dibujos que tenía con él, incluyendo algunos bocetos a tinta que hubieran significado su inmediata expulsión del Club de haber caído ante los ojos de sus integrantes. En poco tiempo me había transformado en una especie de adepto que pasaba horas enteras pendiente de teorías artísticas y especulaciones filosóficas tan desatinadas que por sí solas habrían justificado la internación de Pickman en el manicomio de Danvers.

El pintor se volvió muy confidencial conmigo, seguramente debido tanto a mi demostrada admiración cuanto al hecho de que casi toda la gente había comenzado a rehuirlo. Una tarde me dijo que si estuviese seguro de mi discreción y de mi entereza me mostraría algo distinto a lo que yo estaba acostumbrado a ver, algo considerablemente más perturbador que cualquiera de las piezas que tenía en su casa.

Ciertas cosas, me confió, no son tolerables para la Newbury Street; aquí estarían fuera de lugar y tampoco podrían ser concebidas en este lugar. Mi misión consiste en capturar las armonías del alma y esto claramente resulta imposible de practicar en una serie de aburridas calles de reciente construcción. Back Bay no es Boston... todavía sigue siendo nada porque no ha tenido tiempo suficiente como para compactar recuerdos y poblarse de espíritus locales. Los fantasmas de aquí son fantasmas domesticados que han olvidado su hogar inicial en un pantano o en una cueva de relativa profundidad. Yo necesito fantasmas humanos, fantasmas de seres lo suficientemente fuertes como para haber resistido una ojeada al infierno y lo suficientemente aptos como para haber vuelto con el significado de lo que habían visto.

El mejor lugar para que viva un artista, continuó, es el North End. Si fuera coherente y sincero consigo mismo y con su obra, el artista sólo habitaría en los barrios pobres, allí donde se acumulan las tradiciones. Esos lugares no sólo han sido construidos; se han desarrollado. En esos lugares han vivido generaciones tras generaciones, han gozado de la vida y han muerto, en épocas en que la gente se atrevía a vivir, sentir y morir. ¿Tenías idea de que en 1632 existía un molino en la Copp's Hill y que la mitad de las actuales calles fueron trazadas en 1650? Puedo mostrarte edificios que se mantienen en pie desde hace más de dos siglos y medio, casas que han soportado cosas que harían derrumbarse a los edificios modernos. ¿Qué sabe la gente de hoy en día acerca de la vida y de las fuerzas que las mueven? Hoy le llamas fantasías a la brujería de Salem, pero mi retatarabuela bien podría haber usado otras palabras. La colgaron en la Gallow Hill, custodiada por la mirada beata de Cotton Mather. El maldito Mather siempre estaba obsesionado con que alguien lograra fugarse de aquella demoníaca cárcel de monotonía. ¡Lástima que no lo hayan hecho víctima de un hechizo o que le hayan chupado toda la sangre durante la noche!

Puedo mostrarte uno de los lugares donde vivió, proseguía Pickman, y también puedo llevarte a otra casa a la que no se atrevía a entrar pese a sus muchas bravatas. Conocía cosas que no se animó a escribir en aquel desabrido Magnalia ni en el pueril Maravillas del mundo invisible. A propósito, ¿sabías que existió una época en que todo el North End estaba surcado por una red de túneles que permitían a ciertas personas el contacto con ciertas casas, con el cementerio y con el mar? Si examinamos diez casas construidas antes de 1700, apuesto a que en ocho de ellas puedo mostrarte algo raro en la bodega. No pasa mes sin que leamos en los periódicos que un grupo de obreros descubrió pasadizos subterráneos que no llevan a ninguna parte. Hace poco se localizó uno en la Henchman Street. Había brujas y la invocación de sus sortilegios, contrabandistas, piratas y lo que del mar recogían. Puedo asegurarte que en otras épocas la gente sabía cómo vivir y cómo ingeniárselas para dilatar las fronteras de la vida. Por cierto que éste no era el único mundo que un hombre con imaginación y valiente podía conocer. Y pensar que hoy, en cambio, las mentes se han aguado tanto que incluso un club de pretendidos artistas se estremece y conmociona si un cuadro traspone los sentimientos que pudo experimentar un feriante de la Beacon Street.

Lo único que salva al presente, afirmaba el pintor, es su propia estupidez, porque lo inhabilita para interrogar al pasado. ¿Qué dicen en realidad del North End los mapas, los archivos y las guías? Puedo llevarte a treinta o cuarenta callejuelas ubicadas al norte de la Prince Street, cuya existencia no es conocida ni siquiera por diez personas, aparte de los extranjeros que viven en ellas. ¿Y qué saben acerca de su naturaleza esos hombres morenos? Nada, Thurber, porque esos lugares ancestrales están repletos de terror, de maravillas y de puertas para acceder a mundos diferentes de los vulgares. Y, sin embargo, no hay nadie que sepa comprenderlos o sacarles el provecho necesario. Para decirlo mejor, hay una sola alma capaz... o crees que he estado escudriñando el pasado en vano.

Por lo que advierto, me decía, te interesa esta clase de cosas. Pues bien, ¿Qué dirías si te confiara que tengo otro estudio por esa zona, donde puedo capturar el lóbrego espíritu de horrores pasados y pintar cosas que jamás habrían acudido a mi imaginación en la Newbury Street? Por supuesto que no haría esta revelación a los estúpidos menopáusicos del Club... empezando por Reid... el muy maldito... siempre susurrando como si yo fuera una especie de monstruo. Puedes creerme, Thurber, hace ya tiempo que decidí pintar el terror de la vida, de manera análoga a como se pinta su belleza, así que realice algunas investigaciones en sitios sobre los que tenía motivos para saber que habitaba el terror.

Ubiqué un lugar, musitó Pickman, que aparte de mí mismo sólo han visto tres hombres nórdicos vivientes. No se encuentra a mucha distancia del metro pero está a siglos de él en cuanto a espíritu se refiere. Me decidí a alquilarlo debido al extraño pozo con paredes de ladrillos que hay en la bodega. El edificio está casi en ruinas, por lo que a nadie se le ocurriría ir a vivir allí. Me avergonzaría confesarte lo que pago por él. He tapiado las ventanas ya que no necesito luz solar para mi tarea. He instalado el taller en la bodega, lugar donde la inspiración se vuelve más intensa, pero también tengo otras habitaciones con muebles en la planta baja. El edificio pertenece a un siciliano y para alquilárselo he usado el nombre de Peters.

Si quieres, concluyó Pickman, te llevaré esta noche. Estoy seguro de que los cuadros te gustarán mucho, puesto que en ellos está lo mejor de mí. No tendremos que caminar mucho. Siempre voy a pie para no llamar la atención con un taxi en semejante lugar. Tomaremos el metro en la South Station e iremos hasta la Battery Street. Luego una pequeña caminata y estaremos allí.

Me comprenderás, Eliot, si te digo que después de semejante arenga habría acompañando a Pickman hasta el mismísimo infierno. Tomamos el metro en la South Station y muy cerca de las doce nos encontrábamos en la Battery Street, caminando a lo largo del muelle. A continuación subimos por todo el largo de una desierta callejuela que era la más vieja y la más sucia que había visto en toda mi vida, salpicada por casas de tejados reventados, ventanas astilladas y maltrechas chimeneas a medio desintegrarse, que, sin embargo, aún se erguían contra el cielo. Me dio la impresión de que todas las casas que yo veía también las había visto Cotton Mather.

Al llegar a una esquina mezquinamente iluminada torcimos a la izquierda y tomamos un callejón mucho más estrecho, igualmente silencioso, pero sin luz alguna. De pronto nos detuvimos y Pickman extrajo de entre sus ropas una linterna con la que proyectó un haz de luz contra una puerta prediluviana de madera tan podrida que parecía imposible que se tuviera en pie. Pickman la abrió y me invitó a entrar a un desierto vestíbulo que aún conservaba los rastros de lo que en otros tiempos supo ser un magnífico artesonado de roble. Era simple, por supuesto, pero claramente indicativo de la época de Andros, Phipps y la brujería. Luego me hizo franquear una puerta a la izquierda, encendió una lampara de petróleo y me invitó a que me pusiera cómodo, como si estuviera en mi propia casa.

Bien sabes, Eliot, que soy lo que se llama un tipo duro, pero debo confesarte que lo que me mostraron las paredes de aquella casa me anudó el alma y las tri pas. Eran los cuadros de Pickman —los que no podía pintar, ni mucho menos exhibir, en la New bury Street— y... ¡qué decirte! Mejor vamos a tomar otra copa. La necesito.

Como comprenderás, es inútil que trate de describirte aquellas telas, porque ¿cómo hacer para describir el más terrible, herético horror, y la más hedionda descomposición moral mediante unas simples pinceladas de color puestas sobre un plano? No se veía en esas obras la técnica sofisticada que se advierte en Sidney Sime, ni siquiera los panoramas o la vegetación cósmica que Clark Ashton Smith emplea para suscitar el horror. Los contornos recogían por lo general los desdibujados rasgos de antiguos cementerios, bosques tenebrosos, rocas linderas al mar, túneles revestidos de la drillos, viejas habitaciones ar tesonadas o sencillas criptas de mampostería. El cementerio de la Copp's Hill, que seguramente no se encontraba muy lejos de dónde estábamos, era el escenario pre dilecto.

La locura y la deformidad se cebaban en las figuras de primer plano, puesto que, como sabes, en la pintura de Pickman predomina un satánico retratismo. Las figuras no eran del todo humanas; más bien, intentaban acercarse a diversos grados de lo humano. La mayor parte de los seres, apenas bípedos, ostenta ban un aire canino. ¡Me parece verlos! Sus ocupaciones... no me pidas precisión. Por lo general se hallaban alimentándose. No te voy a decir en qué consistía su alimento. Algunas veces se agrupaban en cementerios o pasadizos subterráneos y de vez en cuando se disputaban su presa..., o para decirlo mejor, su preciado botín. Y, sobre todo, esa maldita expresividad que Pickman sabía insuflar a los cegados rostros del macabro botín. En algunos cuadros las criaturas saltaban a través de una ventana abierta al corazón de la noche o anidaban en el pecho de algún ser durmiente para entretenerse con su garganta. Una de las pinturas mostraba a una jauría de aquellas repugnantes criaturas aullando en torno a una bruja empalada en la Gallows Hill, cuya fisonomía tenía una notable similitud con la de los seres que la rodeaban.

Sin embargo no debes creer que lo que me impresionó hasta el vómito fue la temática de aquellos, cuadros. No soy un niño y por cierto que he visto cuadros parecidos muchas veces. Fueron los rostros, Eliot, aquellos rostros que parecían escapar de la tela movidos por un hálito vital. En este mismo momento podría jurarte que estaban vivos. Dame otro trago, Eliot.

Recuerdo una tela llamada "La lección"... ¡Dios mío! ¿Te imaginas a un grupo de esos seres agazapado en semicírculo en un cementerio entregados a la tarea de enseñar a un niño a alimentarse como ellos? Supongo que se trataría de los términos de un intercambio... Seguramente cono ces el viejo mito sobre las terribles sustituciones que practican los seres sobrenaturales, dejando en las cunas a sus propias crías y llevándose a los niños que duermen en ellas. Los cuadros de Pickman mostraban qué les ocurre a esos niños robados, cómo se desarrollan... y desde ese instante comencé a advertir una espantosa similitud entre los rostros de las figuras humanas y las no humanas. En lo esencial Pickman se dedicaba a establecer, con todos los grados de morbosidad posibles, un siniestro nexo evolutivo entre lo cabalmente humano y lo envilecidamente inhumano. ¡El origen de los seres caninos eran seres humanos!

Me pasó por la mente la incógnita de qué sucedería con las crías que quedaban en las cunas a modo de trueque, pero un cuadro que de pronto quedó frente a mis ojos me ilustró sobre ese tema. La tela representaba los interiores de una casa puritana, ornada con muebles del siglo XVII, y una reunión familiar en torno al padre, que leía las Escrituras. Todos los rostros, a excepción de uno, trasmitían integridad y solemnidad; el diverso exhalaba la más repulsiva mofa. Se trataba de un joven, por lo que podía inferirse hijo de aquel piadoso padre, aunque su hermandad con los seres infrahumanos era indudable. Era el producto de uno de aquellos trueques... y en un impulso de ironía superior, Pickman había conferido a las facciones del joven una estremecedora semejanza con las suyas propias.

A todo esto, Pickman había dado luz a una lámpara en la habitación contigua y me invitaba a pasar para enseñarme sus últimos estudios. Aún no había abierto la boca para comunicarle mis impresiones sobre lo que había visto —el terror y la emoción me habían dejado mudo—, pero él percibió claramente mi estado anímico y, sin duda, éste le halagó. Nuevamente, Eliot, quiero que tengas en cuenta que no soy un payaso capaz de ponerse a gritar frente a cualquier espectáculo que se aparte de lo que llamamos normal. Soy lo bastante mayor como para no dejarme impresionar con facilidad. No obstante, lo que vi en aquella habitación me arrancó un grito y me vi obligado a asirme al marco de la puerta para no caer al piso. La primera de las salas era el reino de una cantidad de vampiros y de brujas poblando el mundo de nuestros antepasados, pero esta habitación se ocupaba del horror que anida en nuestra vida cotidiana.

¡Cómo podía Pickman pintar esas cosas! Había un bosquejo llamado "Accidente en el Metro", donde se veía una jauría de los seres malignos brotando de una descomunal catacumba por una grieta del suelo y atacando a la multitud que esperaba en la plataforma. Otro mostraba una danza en la Copp's Hill entre las tumbas, pero en la actualidad. También había varias vistas de sótanos, con monstruos entresa liendo de agujeros y grietas de la mampostería, haciendo siniestros gestos sin dejar de mante nerse agazapados tras barriles o calefactores a la espera de la primera víctima que bajara por la escalera.

Una repulsiva tela parecía centrarse en un vasto sector de las Beacon Hill, con densos ejércitos de mefíticos monstruos que brotaban de los miles de agujeros que tapizaban el suelo. Había también trabajos con danzas en cementerios actuales, pero lo que más me perturbó fue una escena en una cripta perdida donde una muchedumbre de pequeñas bestias se arremolinaba en torno de otra que, con una conocida guía de Boston en sus manos, la leía evidentemente en voz alta. Todas las bestias señalaban un mismo pasaje y sus rostros estaban crispados por una risa epiléptica, cuya reverberancia casi me pareció oír. El titulo de la tela era: "Holmes, Lowell y Longfellow están enterrados en Mount Auburn".

Mientras recobraba algo de aplomo y serenidad, en tanto me iba adaptando a aquella segunda habitación diabólica y morbosa, comencé a analizar mi propio estado de ánimo. En primer término, dilucidé que todo aquello me producía asco porque evidenciaba la falta de humanidad y la impertérrita crueldad de Pickman. Sin duda debía de ser un indeclinable enemigo del género humano para regodearse de aquella manera con la tortura del espíritu y de la carne, y con la degradación de lo humano. En segundo lugar, toda aquella pintura era aterradora debido a su propia grandeza. El suyo era un arte que persuadía: al mirar sus cuadros veíamos a los demonios en persona y, por supuesto, nos inspiraban miedo. Y, lo más curioso de todo era que Pickman pintaba de un modo lineal, sin recurrir a ningún truco o efectismo, sin difuminaciones de la luz o distorsión de lo real: los perfiles eran nítidos y los detalles eran lamentablemente definidos. ¡Y qué decirte de los rostros!

Lo que se veía en los cuadros era algo más que la simple interpretación de un artista; se trataba del propio infierno volcado con la mayor fidelidad que se pueda imaginar. No era posible confundir a Pickman con un imaginativo o con un romántico: su tarea se limitaba a reflejar un mundo terrible que él veía cristalinamente. Sólo Dios puede saber dónde había capturado las heréticas formas que se veían en los cuadros. Pero fuere cual fuese el origen de sus imágenes, algo era más que evidente: en cuanto a concepción y ejecución, Pickman era un pintor realista y casi científico.

Más adelante bajé tras mi anfitrión al verdadero estudio, que se encontraba en el sótano. Cuando alcanzamos el pie de la escalera húmeda, Pickman concentró el haz de luz de su linterna en un rincón, donde se veía un círculo de ladrillos que marcaba evidentemente un pozo de gran dimensión excavado en el piso. Al acercarnos comprobé que el orificio medía aproximadamente un metro y medio de diámetro, con paredes que tendrían un pie de espesor y que sobresalían unas seis pulgadas por encima del nivel del suelo. Tenía todo el aspecto de tratarse de una de esas sólidas obras del siglo XVII. Según me explicó Pickman, se trataba de un acceso para conectarse con la red de túneles que surcaba las entrañas de la colina y de la que me había hablado antes. Advertí que el pozo estaba cubierto con un sólido disco de madera. Al pensar en los sitios adónde debía llevar el pozo, si es que las desatinadas revelaciones de Pickman tenían algo de verdad, un estremecimiento recorrió todo mi cuerpo. No obstante, seguimos avanzando y a través de una carcomida puerta, mi anfitrión me hizo pasar a una habitación bastante grande, con piso de madera y equipada propiamente como el estudio de un pintor. Una instalación de gas acetileno aportaba la luz necesaria para trabajar allí.

Los cuadros sin acabar, puestos sobre caballetes o simplemente apoyados contra la pared, producían el mismo horror que los que había visto arriba y volvían a dar fe de la meticulosidad que caracterizaba al artista. El esbozo de las escenas era muy cuidadoso y las líneas de lápiz revelaban el cuidado con que Pickman trataba de con seguir la perspectiva y las proporciones precisas. Era un gran pintor, y puedo seguir diciéndolo ahora, pese a todo lo que sé. Una enorme cámara fotográfica que se hallaba sobre una mesa atrajo mi atención: Pickman me explicó que la empleaba para fotografiar paisajes que luego ingresaban como fondo en sus telas; con este método se ahorraba el tener que cargar con todos sus cacharros de un lado para otro, hasta dar con un paisaje adecuado. Sostenía que una fotografía era tan buena como un paisaje o un modelo real y que por eso recurría a ellas habitualmente.

Había algo perturbador en los repulsivos bocetos y en las inacabadas monstruosidades que se agazapaban en todos los rincones del estudio. Pero cuando súbitamente Pickman descubrió una enorme tela colocada sobre un caballete, no pude contener un nuevo grito de horror; el segundo de aquella noche. Sus ecos rodaron en una y otra de las oscuras bóvedas de aquella húmeda y salitrosa bodega y fue grande el esfuerzo que implicó contenerme para no estallar en una histérica carcajada. ¡Mi Dios! Aún hoy no puedo saber hasta qué punto me encontraba frente a una realidad o a una fantasía.

En el cuadro se veía un gigantesco e indescriptible monstruo de ojos llameantes y enrojecidos que sostenía con sus afiladas garras a un ser que había sido un hombre, cuya cabeza roía con la misma fruición con que un niño mordisquea una golosina. Estaba acuclillado y cuando se lo miraba, surgía la atroz sensación de que en cualquier instante podía arrojar su presa y saltar en procura de alguna golosina más sólida.

Pese a todo, lo que producía una sensación de helado terror no era aquel rostro canino de orejas puntiagudas, ni sus ojos embebidos en sangre, ni la nariz deforme, ni sus fauces, de las que chorreaba una baba rosácea. Tampoco eran las garras escamadas, ni la ciertamente repulsiva pelambre que recubría el cuerpo, ni los pies no del todo ungulados, si bien cualquiera de aquellas características por sí solas podría haber desestabilizado a un hombre impresionable.

Lo que golpeaba, Eliot, era la técnica, la maldita, implacable y deshumanizada técnica. Hasta aquella noche no me había sido dado ver sobre una tela el élan vital de una manera tan impiadosamente real. El monstruo estaba entre nosotros —miraba con ferocidad y roía, roía y miraba con ferocidad— y comprendí que sólo un paréntesis breve en la vigencia de las leyes de la naturaleza había permitido a un hombre pintar una cosa como aquella sin un modelo... y sin haber frecuentado ese mundo infrahumano que ningún mortal que no haya vendido el alma al diablo ha conseguido ver.

Adosado desprolijamente a una parte de la tela aún no pintada se veía un trozo de papel muy arrugado; en principio pensé que se trataba de una de las fotografías que Pickman utilizaba para lograr algún fondo tan espantoso como el motivo central del cuadro. Cuando iba a alisarlo para observarlo más cuidadosamente, Pickman se sobresaltó súbita y violentamente. Noté que desde que mi grito despertó inusitados ecos en la lóbrega bodega, mi anfitrión había evidenciado prestar atención con singular cuidado a posibles ruidos de respuesta. Ahora él también parecía ser presa del miedo, aunque a diferencia del que yo experimentaba, en su caso parecía más físico que espiritual. Extrajo un revólver del bolsillo y con una seña me recomendó que guardara silencio. Avanzó hacia el interior de la bodega, cerró la puerta y me dejó solo en el estudio.

Sentí que la parálisis se apoderaba de mí. Aguzando el oído me pareció percibir un sutil sonido en alguna parte, como de alguien deslizándose por el suelo y a continuación muchos chillidos agudos y golpes fuertes en una dirección que no pude determinar. La imagen de ratas enormes acudió a mi conmovida imaginación. Un nuevo ruido consiguió ponerme la carne de gallina: el estrépito de una pesada madera al caer sobre alguna piedra o ladrillo. ¿Madera sobre ladrillo? Esa combinación no me resultaba extraña.

Nuevamente se escuchó el ruido, ahora con mayor intensidad, seguido por una vibración como si la madera hubiese caído mucho más lejos que la primera vez. No se habían apagado las vibraciones cuando resonaron, uno tras otro, seis disparos de revólver, disparados de un modo especial, como si lo hiciera un domador de leones deseoso de impresionar a su público. Pocos momentos después se abrió la puerta e ingreso Pickman con su arma humeante y maldiciendo a las ratas que pululaban en el viejo pozo.

—Sólo el diablo sabe lo que comen allí, Thurber —refunfuñó con sarcasmo—, porque esos viejísimos túneles comunican con cementerios, cubiles de bruja y con el mar. Tus gritos seguramente las habrán excitado. Des pués de todo, no hay que quejarse demasiado: agregan un poco de atmósfera y color al ambiente, ¿no crees?

De ese modo concluyó la aventura de aquella noche. La promesa de Pickman de mostrarme el lugar se había cumplido acabadamente. Abandonamos aquel laberinto de callejuelas por otra dirección, ya que de pronto me encontré en la muy familiar Charter Street, aunque me sentía muy excitado como para identificar el modo en que habíamos llegado hasta allí. Era demasiado tarde como para tomar el metro, así que regresamos a pie por la Hannover Street. Recuerdo muy bien la caminata. Doblamos en Tremont y luego de subir por Beacon llegamos hasta la esquina de Joy, donde Pickman me abandonó. Desde ese momento no volví a verlo.

¿Por qué dejé de ver a Pickman? Contén tu impaciencia. Deja que pida otro poco de café. No... no fue por los cuadros que vi en aquel lugar. Aunque por cierto que ellos hubieran sido motivo más que suficiente para que a Pickman le hubiesen prohibido el acceso a nueve de cada diez hogares de Boston. Espero que ahora comprendas la razón de mi fobia a bajar a los túneles del metro o a sótanos. Me aparté de él por algo que encontré a la mañana siguiente en uno de los bolsillos de mi abrigo. Sí, era el estrujado papel que estaba prendido a la espantosa tela de la bodega, lo que yo había pensado que era una fotografía con algún paisaje que Pickman se proponía emplear como fondo para el monstruo. Seguramente cuando se produjo el sobresalto súbito de Pickman, me eché inadvertida mente el papel en el bolsillo antes de llegar a mirarlo. Y bien, aquí está el café, Eliot; te aconsejo que lo tomes puro.

En efecto, a ese papel se debió mi distanciamiento de Pickman, de Richard Upton Pickman, el artista más notable que haya conocido... y el ser más execrable que haya traspuesto jamás los límites de la vida para abismarse en el mito y la locura. Reid estaba en lo cierto: Pickman no era estrictamente humano.

No quieras que te explique o que conjeture sobre aquel papel que quemé. Hay secretos que se remontan a la época de Salem y no olvides que Cotton Mather refiere cosas aún mucho más extrañas. Bien sabes lo endemoniadamente expresivos que eran los cuadros de Pickman y todas las veces que nos preguntamos de dónde habría sacado aquellos rostros.

Bueno... debo confesarte que aquél papel no era la fotografía de un paisaje para ser empleado como fondo. En la imagen sólo se veía al ser monstruoso que estaba pintando en aquella terrible tela. Era el modelo que le había servido de inspiración y el fondo no era más que la pared de la bodega registrada con todos sus detalles. Por Dios, Eliot, aquella era una fotografía tomada del natural. Era el modelo que le había servido de inspiración y el fondo no era más que la pared de la bodega registrada con todos sus detalles. Por Dios, Eliot, aquella era una fotografía tomada del natural".

H.P. Lovecraft