El Recolector de Historias

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sábado, 2 de enero de 2016

"Confesión"

"La niebla se arremolinaba a su alrededor, empujada por un fuerte movimiento propio, pues no había viento. Flotaba formando densas volutas y espirales tóxicas; subía y bajaba; las luces de las de la calle y los automóviles no lograban penetrarla, aunque aquí y allí algún escaparate grande formaba manchas de luz tenue sobre su cortina en perpetuo movimiento.

A O'Reilly le dolían los ojos debido al incesante esfuerzo de ver a un pie más allá de su rostro. El nervio óptico se cansaba, y la visión, por consiguiente, era cada vez menos precisa. Al avanzar cautelosamente a través de la sofocante oscuridad, tosió. Sólo el ahogado ruido del lento tráfico le persuadía de que se encontraba realmente en una ciudad populosa; esto y las vagas sombras de figuras que iban a tientas, enormemente aumentadas, que surgían súbitamente para desaparecer de nuevo, al avanzar a tientas hacía destinos inciertos.

Sin embargo, las figuras eran seres humanos; eran reales. Al menos sabía eso. Oía sus voces apagadas, cercanas, lejanas, extrañamente sofocadas. También oía el golpeteo de numerosos bastones. Estas formas fantasmagóricas representaban gente viva. No estaba solo.

Lo que le obsesionaba era el temor a encontrarse completamente solo, pues todavía era incapaz de cruzar un espacio abierto sin ayuda. Tenía la resistencia fisica, era el cerebro lo que le fallaba. A mitad del camino podría invadirle el pánico, se estremecería completamente, se disolvería su voluntad, gritaría pidiendo ayuda, correría furiosamente. Todavía no estaba curado, aunque en condiciones normales estaba bastante seguro, tal como le había confirmado el Dr. Henry.

Cuando una hora antes tomó el metro en Regent's Park el aire era claro, el sol de noviembre lucía brillante, el cielo azul estaba despejado y la presunción de que podría cruzar la ciudad de Londres solo estaba justificada. Al día siguiente tenía que partir para Brighton a pasar la última semana de convalecencia; esta prueba preliminar de su fortaleza en una brillante tarde de noviembre iba a serle beneficiosa. El doctor Henry le dio instrucciones precisas: Cambie en Piccadilly Circus -sin dejar la estación del metro, recuerde- y salga en South Kensington. Ya tiene la dirección de su amiga del Departamento de Ayuda Voluntaria. Tome su taza de té con ella y luego regrese de la misma manera a Regent's Park. Regrese antes de que oscurezca, lo más tarde a las seis. Es mejor". Le había explicado los giros que tenía que hacer al abandonar la estación, tantos a la derecha y tantos a la izquierda; era algo confuso, pero la distancia era corta. Siempre puede preguntar. Es imposible que se equivoque.

Sin embargo, la niebla desdibujaba estas instrucciones, que en su cerebro se convirtieron en un confuso revoltijo. La imposibilidad de ver reaccionó en su memoria. Además, la D. A. V. le había advertido de que su dirección no era fácil de encontrar. La casa se encontraba en un lugar retirado. ¡Pero con su sentido de la orientación en zonas poco habitadas probablemente lo conseguiría mejor que cualquier londinense! Tampoco ella había calculado la niebla.

Cuando O'Reilly subió las escaleras de la estación de South Kensington, emergió a una oscuridad tan tenebrosa que pensó que todavía estaba bajo tierra. A su alrededor se extendía un mundo impenetrable. Solamente un pequeño claro en la húmeda atmósfera le indicó que se encontraba a cielo abierto. Durante algún rato se quedó quieto y mirando la horrible niebla de Londres. Con sorpresa y el más vivo interés disfrutó del nuevo espectáculo durante unos diez minutos, mirando cómo la gente llegaba y se desvanecía, y preguntándose por qué las luces de la estación se apagaban completamente en el instante en que tocaban la calle; después, con sentido de aventura abandonó el edificio cubierto y se sumergió en el opaco mar.

Repitiéndose las instrucciones que había recibido -primera a la derecha, segunda a la izquierda, otra vez a la izquierda y así sucesivamente- comprobaba cada giro asegurándose de que era imposible equivocarse. Hizo progresos correctos aunque lentos, hasta que alguien chocó con él y le hizo una pregunta repentina y sorprendente.

-¿Sabe usted si voy bien para la estación de South Kensington?

Fue lo imprevisto lo que le sorprendió; un momento no había nadie, al siguiente estaban cara a cara, otro momento y el extraño había desaparecido en la oscuridad tras dar cortésmente las gracias. Pero el pequeño sobresalto de la interrupción le había perturbado. Ya había doblado dos veces hacia la derecha, ¿O no? O'Reilly se dio cuenta repentinamente de que había olvidado sus instrucciones. Se quedó quieto haciendo arduos esfuerzos para recuperarse, pero cada esfuerzo le dejaba más inseguro que antes. Cinco minutos después estaba perdido y tan desesperado como un habitante de la ciudad que sale de su tienda en un bosque sin hacer marcas en los árboles para poder encontrar el camino de regreso. Incluso el sentido de la dirección, tan fuerte en él entre los bosques de su tierra, había desaparecido por completo. No había estrellas, no había viento, ni olor, ni ruido de agua que corre. En ningún lado había nada que pudiera guiarle, nada sino ocasionales contornos confusos, el caminar a tientas, arrastrando los pies, el aparecer y desaparecer en la arremolinada niebla, pero raramente a una distancia para poder hablar ni, mucho menos, tocar. Estaba completamente perdido; más aún, estaba solo.

Pero a pesar de todo no completamente solo. En su inmediata cercanía todavía había figuras. Surgían, se desvanecían, reaparecían, se disolvían. No, no estaba completamente solo. Veía esos espesamientos de la niebla, oía sus voces, el sonido de sus cautelosos bastones, y también sus pies que se arrastraban. Eran reales. Se movían, parecía, en círculo alrededor de él, sin acercarse demasiado.

-Pero son reales -se dijo en voz alta, traicionando el punto débil de su coraza-. Sí, son seres humanos. Estoy seguro de ello.

Nunca había discutido con el Dr. Henry sobre ningún punto. Pero siempre había tenido su propia idea acerca de estas figuras, porque entre ellas estaban bastante a menudo sus propios compañeros del horror de Somme, Gallipoli, de Mespot también. ¡Y debía conocer a sus compañeros cuando los veía! Al mismo tiempo sabía muy bien que había sufrido un shock, que su ser se había dislocado, como si se hubiera disuelto a medias y su sistema se hubiera desequilibrado de tal manera que su registro se había vuelto impreciso. Cierto. Comprendía eso perfectamente. Pero, en ese shock y esa dislocación, ¿no habría adquirido posiblemente otro mecanismo? ¿No habría huecos y bordes rotos, piezas que ya no encajaban, ajustadas como siempre, intersticios, en una palabra? Sí, esa era la palabra: intersticios. ¿Fisuras, por decirlo así, entre su percepción del mundo exterior y su interpretación interna del mismo? ¿Entre los diversos estados de conciencia, que generalmente encajaban tan perfectamente que las uniones eran normalmente imperceptibles?

Su estado, lo sabía bien, era anormal; pero, ¿eran irreales sus síntomas de este relato? ¿No podrian ser utilizados estos intersticios por... otros? Cuando veía sus figuras, solía preguntarse: ¿No son éstos los reales y los otros -los seres humanos- los irreales? Ahora esta pregunta revivía en él con una nueva intensidad. ¿Eran reales o irreales estas figuras que veía en la niebla? El hombre que le había preguntado el camino hacia la estación, ¿no era, después de todo, simplemente una sombra?

Utilizando su bastón y sus pies y la poca visión que le quedaba, supo que se encontraba en una isla. A su lado se erigía una farola que proyectaba su débil mancha de luz. Sin embargo, había también barandas metálicas, y eso le sorprendía, pues su bastón golpeaba las barras metálicas formando claramente una sucesión. Y en una isla no debía de haber barandas. A pesar de todo, estaba completamente seguro de que había cruzado un terrible espacio abierto para llegar a donde estaba. Su confusión y aturdimiento aumentaban con peligrosa rapidez. El pánico no estaba lejos.

Ya no estaba en un trayecto de autobús. Algún taxi pasaba muy despacio ocasionalmente, como una mancha blanquecina en la ventanilla que mostraba un preocupado rostro humano; de vez en cuando pasaba una camioneta o un carro, con el carretero llevando una linterna para que el caballo no tropezara. Esto le confortaba, por raros que parecieran. Pero eran las figuras lo que más le llamaba la atención. Estaba completamente seguro de que eran reales. Eran seres humanos como él. Por todo esto, decidió que en este punto también podria ser positivo. Por consiguiente, eligió una, un hombre corpulento que surgió repentinamente de la misma tierra frente a él.

-¿Puede indicarme el camino hacia Morley Place? -preguntó.

Pero su pregunta fue ahogada por la que le hizo simultáneamente el otro con voz mucho más fuerte que la suya.

-¿Sabe si voy bien para la estación del metro? Estoy completamente perdido. Busco South Kent.

Y en el momento en que O'Reilly había señalado la dirección de la que él procedía, el hombre ya se había marchado de nuevo, borrado, tragado, ni siquiera sus pasos eran audibles, como si nunca hubiera estado allí.

Esto le dejó una impresión muy desagradable, un sentido de aturdimiento mayor que antes. Esperó cinco minutos sin atreverse a dar un paso y luego lo intentó con otra figura, ésta una mujer, quien, afortunadamente, conocía perfectamente los alrededores. Le dio instrucciones detalladas de la manera más amable posible y luego se desvaneció con increíble rapidez y facilidad en el mar de oscuridad. La manera instantánea cómo se había desvanecido era descorazonadora, inquietante: fue misteriosamente abrupta y repentina. Pero sin embargo le confortó. Según la versión de ella, Morley Place estaba a menos de doscientas yardas de donde se encontraba. Empezó a avanzar, paso a paso, utilizando su bastón, cruzando un vertiginoso espacio abierto, golpeando el bordillo alternativamente con las dos botas, tosiendo y atragantándose continuamente mientras lo hacía.

-De cualquier modo, creo que eran reales -dijo en voz alta-. Las dos eran bastante reales. ¡Y quizá la niebla pronto se levante un poco! -estaba haciendo un gran esfuerzo para seguir caminando. Casi luchaba. Se daba perfecta cuenta. El único punto era la realidad de las figuras. Se puede levantar en cualquier momento -repitió en voz alta. A pesar del frío, sudaba profusamente.

Pero, naturalmente, la niebla no se levantó. Las figuras se hicieron también escasas. No se oían carros. Había seguido cuidadosamente las instrucciones, pero ahora se encontraba, evidentemente, en algún camino poco frecuentado en el que los peatones eran escasos incluso con buen tiempo. A su alrededor había un sombrío silencio. Su pie perdió el bordillo, su bastón barrió el aire vacío, sin golpear nada sólido, y el pánico se apoderó de él, dejándole estremecido y helado. Estaba solo, se sabía solo, y peor aún... estaba en otro espacio abierto.

Cruzar aquel espacio abierto le llevó quince minutos, la mayor parte a gatas, inconsciente del frío lodo que manchaba sus pantalones y congelaba sus dedos, atento solamente a sentir de nuevo un apoyo sólido contra su espalda y su espina dorsal. Se acercaba el momento del colapso, el grito ya salía de su garganta, el temblor de todo su cuerpo era ya incontrolable cuando sus dedos dieron con un acogedor bordillo y vio una tenua mancha de luz que se difundía sobre su cabeza. Con un gran y rápido esfuerzo se levantó, y un momento después su bastón golpeaba una baranda. Se inclinó contra ella, agotado, jadeando, con su corazón latiendo penosamente mientras la farola le proporcionaba el consuelo adicional de su débil luminosidad, aunque la llama real era invisible. Miró a uno y otro lado; el pavimento estaba desierto. Estaba engullido en el oscuro silencio de la niebla.

Pero sabía que ahora Morley Place debía estar muy cerca. Pensó en la pequeña y amigable D. A. V. que había conocido en Francia, en un fuego tibio y luminoso, en una taza de té y un cigarrillo. Un esfuerzo más, pensó, y todo eso sería suyo. Avanzó a tientas con resolución otra vez, arrastrándose lentamente junto a la barandilla. Sí las cosas fueran otra vez realmente mal, llamaria a un timbre y pediría ayuda, por más que rechazara la idea. Suponiendo que no tuviera que cruzar más espacios abiertos, suponiendo que no viera más figuras emergiendo y desvaneciéndose como criaturas nacidas de la niebla y viviendo en ella como si fuera su elemento nativo -ahora eran las figuras lo que temía más que otra cosa, incluso más que la soledad-, suponiendo que el sentido del pánico...

Un ligero oscurecimiento de la niebla debajo de la farola siguiente llamó su atención. Se detuvo. Esta vez no se trataba de una figura, era la sombra de la columna grotescamente ampliada. No se movía. Se movía hacia él. Por su interior fluyó una llama de fuego seguida de hielo. Era una figura, muy cerca de su rostro. Era una mujer.

De repente recordó el consejo del doctor, el consejo que le había curado de un centenar de fantasmas:

No las ignore. Trátelas como si fueran reales. Hábleles y vaya con ellas. Pronto probará su irrealidad. Y ellas le dejarán.

Hizo un esfuerzo valiente y tremendo. Estaba temblando. Una mano agarró la húmeda y helada barandilla.

-Se perdió como yo, ¿verdad, señora? -dijo con voz temblorosa-. ¿Sabe usted dónde estamos realmente? Estoy buscando Morley Place...

Se calló de repente. La mujer se acercaba más y por primera vez vio claramente su rostro. Su palidez fantasmagórica, los ojos brillantes y asustados que miraban con una especie de aturdimiento hacia los suyos, su belleza, sobre todo, dejaron sus palabras sin terminar. La mujer era joven, y su alta figura envuelta en un abrigo oscuro de piel.

-¿Puedo ayudarla? -preguntó irreflexivo, olvidándose de su propio terror momentáneo.

Estaba más que asustado. El aire de angustia y dolor de ella despertó en él una aflicción peculiar. Durante un momento ella no contestó, acercando su cara pálida como si le examinara, tan cerca que apenas pudo controlar su instinto de retroceder un poco.

-¿Dónde estoy? -preguntó por fin, buscando fijamente sus ojos-. Me he perdido. No puedo encontrar mi camino de regreso.

Su voz era débil, un curioso gemido que despertó extrañamente su lástima. Sintió que su propia angustia se fundía con otra todavía mayor.

-Me pasa lo mismo -contestó más confiado-. Y también me aterroriza estar solo. He sufrido neurosis de guerra, ya sabe. Vayamos juntos. Juntos encontraremos un camino.
-¿Quién es usted? -murmuró la mujer mirándole todavía con sus grandes ojos brillantes, aunque su angustia no había disminuido ni una pizca. Le miraba como si se hubiera dado cuenta repentinamente de su presencia.

Él se lo contó brevemente.

-Y ahora voy a tomar el té con una amiga D. A. V. en Morley Place. ¿Cuál es su dirección? ¿Conoce el nombre de la calle?

Daba la impresión de que ella no le oía o no le comprendía por completo; era como si ya no le escuchara.

-Salí tan de repente, tan inesperadamente -escuchó la débil voz con angustia en cada sílaba-; no puedo encontrar el camino de mi casa. Precisamente cuando le esperaba, también... -miro a su alrededor con una expresión de inquietud que a O'Reilly le hizo desear tomarla en sus brazos inmediatamente para salvarla-. Quizá ya esté allí ahora... esperándome en este mismo momento... y yo no puedo regresar.

Tan triste era su voz que sólo haciendo un esfuerzo O'Reilly evitó extender la mano para tocarla. En su deseo de ayudarla se olvidaba cada vez más de sí mismo. Su belleza y la maravilla de sus extraños ojos brillantes en su cara pálida tenían un inmenso atractivo. Se calmó un poco. Esta mujer era bastante real. Le preguntó de nuevo su dirección, la calle y el número, la distancia a la que creía que estaba.

-¿Tiene usted alguna idea de la dirección, señora, aunque sólo sea una idea? Iremos juntos y...

De repente le interrumpió. Giró su cabeza como si escuchara, de manera que vio momentáneamente su perfil, la línea de su delgado cuello, un destello de joyas debajo del abrigo de pieles.

-¡Escuche! ¡Le oigo llamar! ¡Recuerdo...! -y se apartó de su lado y se introdujo en la arremolinada niebla.

Sin dudar un instante, O'Reilly la siguió, no sólo porque deseaba ayudarla, sino porque no se atrevía a quedarse solo. La presencia de esta mujer extraña y extraviada le había animado; sucediera lo que sucediera, no debía perderla de vista. Tuvo que correr, tan rápida iba, siempre delante de él, avanzando con confianza y seguridad, doblando a derecha e izquierda, cruzando la calle sin detenerse nunca, sin dudar, con su compañero siempre pisándole los talones jadeando y con un creciente terror a perderla de vista en cualquier momento. El modo cómo encontraba su camino a través de la densa niebla era bastante sorprendente pero el único pensamiento de O'Reilly era no perderla de vista para que no volviera a invadirle el pánico con su inevitable colapso en la calle solitaria y oscura. Era una persecución furiosa y agotadora, y le era difícil mantenerla a la vista, como una fugaz sombra siempre algunas yardas delante de él. Ella no giró la cabeza ni una sola vez, no producía ningún sonido, ningún grito; avanzaba corriendo con instinto firme. Tampoco se le ocurrió ni una sola vez que la persecución fuera extraña; ella era su salvación, y de esto es de lo único que se daba cuenta.

Sin embargo, después recordó una cosa, aunque en aquel momento solamente registró el detalle sin prestarle atención: dejaba en la atmósfera un perfume, uno, además, que conocía, aunque mientras corría no pudo recordar el nombre. Estaba vagamente asociado, para él, con algo desagradable, algo repugnante. Lo relacionó con el sufrimiento y el dolor. Le transmitió un sentimiento de desasosiego. En aquel momento no pudo notar más que eso, ni tampoco pudo recordar dónde había conocido antes este aroma particular.

Y luego la mujer se detuvo súbitamente, abrió una verja y pasó a un pequeño jardín privado; tan súbitamente que O'Reilly, que le pisaba los talones, evitó por muy poco abalanzarse sobre ella.

-¿La ha encontrado? -gritó él-. ¿Puedo entrar un momento con usted? ¿Me dejará telefonear al doctor?

Ella se giró al instante. Su rostro, muy cerca del suyo, estaba lívido.

-¡Doctor! -repitió con un horrible susurro.

La palabra le produjo terror. O'Reilly se quedó sorprendido. Durante uno o dos segundos ninguno de ellos se movió. La mujer parecía petrificada.

-El Dr. Henry, ya sabe -tartamudeó, recuperando de nuevo su habla-. Estoy bajo su cuidado. Vive en Harley Street.

Su rostro se iluminó tan súbitamente como se había oscurecido, aunque en sus grandes ojos todavía flotaba la expresión de aturdimiento y dolor. Pero el miedo la abandonó, como si de repente hubiera olvidado alguna asociación que lo había revivido.

-Mi hogar murmuró-. Mi hogar está en alguna parte cerca de aquí. Estoy cerca de él. Debo regresar, a tiempo, para él. Debo hacerlo. Él viene hacia mí.

Y tras decir estas extraordinarias palabras se volvió, avanzó por el estrecho sendero y se detuvo en el porche de una casa de dos pisos antes de que su compañero se hubiera recuperado suficientemente de su asombro para moverse o decir alguna silaba de respuesta. La puerta principal, vio, estaba entornada. Había sido dejada abierta.

Durante cinco segundos, quizá durante diez, dudó; era el miedo a que la puerta se cerrara y le dejara fuera lo que dio decisión a su voluntad y a sus músculos. Subió las escaleras corriendo y siguió a la mujer hasta un vestíbulo oscuro en el que ella ya le había precedido, y en medio de cuya oscuridad finalmente se había desvanecido. Cerró la puerta sin saber exactamente por qué lo hacía, e inmediatamente tuvo el presentimiento de que la casa en la que ahora se encontraba con esta mujer desconocida estaba vacía y desocupada. Sin embargo, en una casa se sentía seguro. Su peligro estaba en las calles abiertas. Permaneció esperando y escuchando un momento antes de hablar; y oyó a la mujer que se movía por el pasillo de puerta en puerta, repitiendo para sí con su débil voz de desgraciado lamento algunas palabras que no pudo comprender.

-¿Dónde está? ¿Dónde está? Debo regresar...

Entonces O'Reilly se encontró repentinamente aquejado de mudez, como si, con aquellas extrañas palabras, le sobreviniera y le invadiera un terror obsesionante en la oscuridad.

¿Es ella una figura después de todo?, pasaba con letras de fuego por su entumecido cerebro."¿Es irreal o real?

Buscando alivio en la acción de cualquier clase, extendió automáticamente una mano y tanteó a lo largo de la pared en busca de un interruptor eléctrico, y aunque lo encontró por alguna milagrosa casualidad, ningún destello respondió a su accionamiento. Y la voz de la mujer surgió de la oscuridad.

-¡Ah! ¡Ah! ¡Al fin la encontré! ¡Estoy de nuevo en casa, por fin!

Oyó que en el piso de arriba se abría y cerraba una puerta. Él estaba ahora en la planta baja, solo. Siguió un completo silencio.

En el conflicto entre varias emociones -miedo hacia sí mismo para que no volviera a dominarle el pánico, miedo por la mujer que le había conducido a aquella casa vacía y ahora le abandonaba a causa de alguna misteriosa misión que le hizo pensar en la locura-, en este conflicto que le mantuvo hechizado un momento, había un ingrediente todavía mayor que solicitaba una explicación inmediata, pero una explicación que él no podía encontrar. ¿Era real o irreal la mujer? ¿Era un ser humano o una "figura"? El horror de la duda le obsesionaba con una aguda inquietud que se traicionaba a sí misma en respuesta a aquel inoportuno temblor interno que sabía que era peligroso.

Lo que le salvó de una crisis que habría tenido necesariamente resultados más peligrosos para su cerebro y su sistema nervioso en general parece haber sido el hecho excepcional de que sentía más por la mujer que por él mismo. Su simpatía y su lástima habían sufrido una honda impresión; su voz, su belleza, su angustia y aturdimiento, todo poco común, inexplicable y misterioso, formaban juntos una petición que situó la suya en segundo término. Además de esto estaba el detalle de que ella le había dejado, se había ido a otro piso sin decir una palabra, y ahora, detrás de una puerta cerrada en una habitación de arriba, se encontraba cara a cara por fin con el objeto desconocido de su frenética busca, con "ello", fuere lo que fuere lo que pudiera ser "ello". Real o irreal, figura o ser humano, el impulso que vencía en su ser era que debía ir hacia ella.

Fue este claro impulso lo que le dio la decisión y energía para hacer lo que hizo después. Encendió una cerilla, encontró un pedazo de vela y avanzó con ayuda de la parpadeante luz a lo largo del pasillo y de las escaleras sin alfombrar. Se movía cautelosamente, aunque no sabía por qué lo hacía de esa manera. La casa estaba ciertamente sin ocupar; los muebles amontonados estaban cubiertos con fundas; a través de las puertas entreabiertas, vislumbró pinturas colgadas en las paredes y repisas tapadas. Siguió avanzando sin parar, moviéndose de puntillas como si fuera consciente de que era observado, notando el hueco oscuro del vestíbulo y las grotescas sombras que sus movimientos proyectaban en las paredes y el techo. El silencio era desagradable, pero, recordando que la mujer estaba esperando a alguien, no deseaba que se rompiera. Alcanzó el rellano y permaneció inmóvil. Al apantallar la vela para examinar la escena, su vista dio con un pasillo con puertas cerradas a ambos lados. ¿Detrás de cuál de estas puertas, se preguntó, estaba la mujer, figura o ser humano, ahora sola con ello?

No había nada que le guiara, pero un instinto le envió hacia adelante otra vez hacia lo que bucaba. Probó una puerta de la derecha: una habitación vacía, con los colchones enrollados sobre la cama. Probó una segunda puerta dejando la primera abierta detrás de él, y se encontró con otro dormitorio vacío. Al salir de nuevo al pasillo se quedó un momento esperando y luego gritó fuerte con voz grave que, a pesar de todo, levantó desagradables ecos en el vestíbulo del piso de abajo.

-Dónde está usted? Quiero ayudarla. ¿En qué habitación está?

No hubo respuesta; casi le alegró no oir ningún sonido, pues sabía muy bien que estaba esperando en realidad otro sonido, los pasos de quien era esperado. Y la idea de encontrarse con este desconocido hizo que se estremeciera, como si tuviera relación con un diálogo que temía con su corazón y que debía evitar a toda costa. Tras esperar unos momentos, notó que su vela se estaba apagando y cruzó el rellano con un sentimiento de duda y determinación a la vez hacia una puerta al lado opuesto de donde se encontraba. La abrió; no se detuvo en el umbral. Manteniendo la vela con el brazo extendido, entró con decisión.

E instantáneamente su olfato le dijo que por fin había acertado, pues el olor del extraño perfume, aunque esta vez mucho más fuerte que antes, le dio la bienvenida haciendo que sus nervios volvieran a estremecerse. Ahora sabía por qué estaba asociado con algo desagradable, con el dolor, con el sufrimiento, pues lo reconoció: era el olor de un hospital. En esta habitación se había utilizado un poderoso anestésico, y hacía poco.

Simultáneamente con el olor, la vista también le envió un mensaje. Sobre la gran cama doble que había detrás de la puerta, a su derecha, yacía ante su asombro la mujer con su abrigo oscuro de pieles. Vio las joyas en su delgado cuello; pero los ojos no los vio, pues estaban cerrados, se dio cuenta inmediatamente, mortalmente. El cuerpo yacía completamente estirado e inmóvil. Se acercó. Una raya delgada y oscura que salía de sus labios abiertos y bajaba hacia el mentón, perdiéndose dentro del cuello de pieles, era un hilo de sangre. Apenas estaba seco. Brillaba.

Fue extraño quizás que, mientras los miedos imaginarios tenían el poder de paralizarle, mente y cuerpo, esta visión de algo real tuvo el efecto de restaurar su confianza. La visión de la sangre y la muerte en condiciones bastante horribles e incluso monstruosas, no era una cosa nueva para él. Se acercó tranquilamente y tocó con mano firme la mejilla de la mujer, con la tibieza de la vida reciente todavía en su tersura. El frío final todavía no había invadido esta forma vacía cuya belleza, en su perfecta quietud, había adquirido la nueva dulzura de una lozanía sobrenatural. Pálida, silenciosa, vacía, yacía ante él iluminada por el parpadeo de su vela goteante. Levantó el abrigo de pieles para sentir el inanimado corazón. Hacía dos horas como máximo, juzgó, este corazón funcionaba afanosamente, la respiración pasaba por esos labios abiertos. Los ojos brillaban en su absoluta belleza. Su mano tropezó con un botón duro, la cabeza de un largo alfiler de acero clavado en el corazón hasta su extremo.

Entonces supo cuál era la figura, cuál era la real y cuál la irreal. Supo también qué había querido decir ello.

Pero antes de que pudiera pensar o reflexionar, antes de que pudiera incluso incorporarse de su posición inclinada sobre el cuerpo que estaba sobre la cama, se escuchó a través de la casa vacía el fuerte ruido de la puerta principal que se cerraba. Le invadió aquel otro temor que había olvidado durante tanto rato, el temor a sí mismo. El pánico de sus propios nervios perturbados descendía con irresistible embestida. Se volvió, se le apagó la vela debido al violento temblor de su mano y salió precipitadamente de la habitación.

Los diez minutos siguientes parecieron una pesadilla. De lo único que se dio cuenta fue de que los pasos ya sonaban en las escaleras, acercándose rápidamente. El parpadeo de una linterna jugó en la baranda, cuyas sombras corrían con rapidez junto a la pared, mientras la mano que sostenía la luz ascendía. En un frenético segundo pensó en la policía, en su presencia en la casa, en la mujer asesinada. Era una combinación siniestra. Pasara lo que pasara, debía huir sin siquiera ser visto. Su corazón latía furiosamente. Se precipitó por el rellano hasta la habitación opuesta, cuya puerta había dejado afortunadarnente abierta. Y por alguna increíble casualidad no fue visto ni oído por el hombre que, un momento más tarde, llegó al rellano, entró en la habitación en la que yacía el cuerpo de la mujer y cerró la puerta cuidadosamente detrás de él.

Temblando, sin atreverse apenas a respirar para que no le oyera, O'Reilly, atrapado por su propio terror, residuo de su incurada neurosis de guerra, no pensó en qué podria pedirle o no pedirle. Sólo pensaba en sí mismo. Se dio cuenta de un problema claro: de que debía salir de la casa sin ser visto ni oído. Quién era el recién llegado no lo sabía, al margen de una misteriosa seguridad de que no era a él a quien la mujer había "esperado", sino al propio asesino, y de que era el asesino, a su vez, quien esperaba a esta tercera persona. En aquella habitación con la muerte a su lado, una muerte que él mismo había ocasionado una o dos horas antes, el asesino se ocultaba ahora esperando su segunda víctima. Y la puerta estaba cerrada. Sin embargo, a cada minuto podria abrirse de nuevo, cortando la retirada.

O'Reilly salió silenciosamente, cruzó rápidamente el rellano, alcanzó las escaleras y empezó, con la mayor precaución, el peligroso descenso. Cada vez que las tablas desnudas crujían bajo su peso su corazón se sobresaltaba. Probaba cada escalón antes de pisarlo, distribuyendo todo el peso que podía sobre la baranda. Estaba a más de medio camino cuando, ante su horror, su pie tocó una tachuela de alfombra que sobresalía; resbaló en la pulida madera y solamente evitó caer de cabeza al agarrarse furiosamente al pasamanos, produciendo un alboroto que le pareció como la explosión de una granada de mano en unas apartadas trincheras. Entonces sus nervios le traicionaron y le dominó el pánico. En el silencio que siguió al eco que retumbó, oyó que en el piso de arriba se abría la puerta del dormitorio.

Era inútil esconderse. También era imposible. Bajó el último tramo de escaleras saltándolas de cuatro en cuatro, llegó al vestíbulo, lo cruzó rápidamente y abrió la puerta principal justo cuando su perseguidor, linterna en mano, cubria la mitad de las escaleras detrás de él. Tras cerrar la puerta de golpe, se sumergió precipitadamente en la oscura niebla exterior.

Ahora la niebla no le producía terror, sino que agradeció su manto protector; ni tampoco importaba en qué dirección corría mientras se alejara de la casa de la muerte. Naturalmente, el perseguidor no le había seguido hasta la calle. Cruzó espacios abiertos sin un solo temblor. Sin embargo, corrió en círculo, aunque sin darse cuenta de que lo hacía. No había gente a su alrededor, ni una sola sombra pasó a tientas junto a él, ningún ruido de tráfico llegó a sus oídos cuando se detuvo a respirar por fin apoyado en una baranda. Y luego descubrió que no llevaba el sombrero. Ahora lo recordaba. Al examinar el cuerpo, en parte por respeto y en parte quizá inconscientemente, se lo había quitado y lo había dejado sobre la misma cama.

Estaba allí, como indicio de irrecusable evidencia, en la casa de la muerte. Y por su mente pasó como un relámpago una serie de consecuencias. Afortunadamente era un sombrero nuevo; aún no había escrito sus iniciales en él; pero la marca de fabricante estaba allí y la policía iría de inmediato a la tienda en que lo había comprado hacía sólo dos días. ¿Recordaría su apariencia el personal de la tienda? ¿Recordarían su visita, la fecha, la conversación? Pensó que era improbable; se parecía a docenas de hombres; no tenía ninguna peculiaridad destacada. Intentó pensar, pero su mente estaba confundida y perturbada. Su corazón latía terriblemente, se sentía enfermo. Buscó alguna excusa que justificara el hecho de que se encontrara en la niebla y lejos de su casa sin sombrero. No se le ocurrió ni una sola idea. Se agarró a la helada barandilla, apenas capaz de mantenerse en pie, muy cerca del colapso... cuando se repente surgió de la niebla una figura, se detuvo un momento para mirarle, extendió una mano para sostenerle y a continuación le habló.

-Mi querido señor, está usted enfermo -dijo una amable voz de hombre-. ¿Puedo serle de alguna ayuda? Venga, deje que le ayude. Venga, tome mi brazo, ¿quiere? Soy médico. Afortunadamente también, está precisamente junto a mi casa. Entre.

Y medio arrastró y medio empujó a O'Reilly, que ahora bordeaba el colapso, escaleras arriba y abrió la puerta con su llave.

-Me sentí súbitamente perdido en la niebla, pero pronto me recuperaré, muchísimas gracias -tartamudeó, agradecido, sintiéndose ya mejor.

Se hundió en un sillón del vestíbulo mientras el otro dejaba un paquete que llevaba y le conducía poco después a una habitación; ardía un fuego resplandeciente; las lámparas eléctricas estaban agradablemente apantalladas; en una pequeña mesa junto a un sillón había una jarra de whisky y un sifón; y antes de que O'Reilly pudiera decir nada más, el otro le sirvió un vaso y le ordenó que se lo bebiera despacio, y que no se molestara en hablar hasta que estuviera mejor.

-Esto le animará. Bébaselo despacio. Nunca debía haber salido en una noche como ésta. Si tiene que ir lejos, será mejor que me permita hospedarle.
-Muy amable, de verdad, muy amable -murmuró O'Reilly, recuperándose ante el alivio de la presencia de alguien que ya le agradaba y hacia quien se sentía incluso atraído.
-No hay ningún problema -respondió el doctor-. He estado en el frente, ya sabe. Conozco cual es su problema, neurosis de guerra, apostaría.

Muy impresionado por el rápido diagnóstico del otro, observó también su tacto y delicadeza. Por ejemplo, no había hecho referencia a la ausencia de sombrero.

-Es cierto -dijo-. Estoy en manos del Dr. Henry, en Harley Street -y añadió algunas palabras sobre su caso.

El whisky hacía su efecto. El otro le tendió un cigarrillo; empezaron a hablar acerca de sus síntomas y de su recuperación; recobró en gran parte su confianza. Los modos y personalidad del doctor le ayudaron, pues en su rostro había fortaleza y amabilidad, aunque sus facciones mostraban una determinación inusual suavizada por una repentina señal de sufrimiento en sus ojos brillantes y convincentes. Era el rostro de un hombre, pensó O'Reilly, que había visto muchas cosas y que probablemente había conocido el infierno, pero de un hombre que era sencillo, bueno, sincero. Pero a pesar de todo, de un hombre con quien no se podía jugar; detrás de su amabilidad se ocultaba algo muy severo. Este efecto de su carácter y personalidad despertó en el otro el respeto además de la gratitud. Estimulaba su simpatía.

-Usted me anima a formular otra suposición -dijo el hombre desde la acertada interpretación del estado del improvisado paciente-. La de que usted ha tenido, digamos, un fuerte shock hace muy poco, y que le alivíaria desahogarse con alguien que pudiera comprenderle.
-Alguien que pudiera comprender -repitió-. Este es precisamente mi problema. Ha dado usted con ello. Es todo tan increíble.

El otro sonrió.

-Cuánto más increíble mayor necesidad de expresarse. Como sabe, la contención es peligrosa en casos como éste. Usted cree que lo ha ocultado, pero espera el momento adecuado y regresa de nuevo, causando grandes problemas. La confesión, ya sabe -dijo enfatizando la palabra-, ¡la confesión es buena para el alma!
-Tiene toda la razón -asintió.

-Ahora, si puede, cobre el ánimo suficiente para contárselo a alguien que le escuchará y le creerá; a mí mismo, por ejemplo. Soy médico, estoy acostumbrado a estas cosas. Consideraré todo lo que diga como secreto profesional, naturalmente; y, como no nos conocemos, el que yo le crea o no le crea no tiene ninguna consecuencia especial. Sin embargo, debo decirle por adelantado, creo que puedo prometérselo, que creeré todo lo que tenga que decirme.

O'Reilly contó su historia sin más, pues la indicación del hábil médico había encontrado un terreno fácil. Durante la narración, los ojos de su anfitrión no dejaron de mirar los suyos ni un solo instante. No movía ni un músculo de su cuerpo. Su interés parecía intenso.

-Algo increíble, ¿verdad? -dijo al acabar su relato-. Y la cuestión es... -continuó con una amenaza de locuacidad que el otro cortó instantáneamente.
-¡Es extraño, sí, pero no increíble! -interrumpió el doctor-. No veo ninguna razón para no creer un solo detalle de lo que me acaba de contar. Cosas igualmente notables suceden en todas las ciudades grandes, como sé por experiencia personal. Podria darle ejemplos -se detuvo un momento, pero su compañero, mirando a sus ojos con interés y curiosidad, no efectuó ningún comentario-. De hecho, hace algunos años -prosiguió el otro- conocí un caso muy parecido... extrañamente parecido.

-¿De verdad? Mc interesaría enormemente.
-Tan parecido que parece casi una coincidencia. Usted puede, a su vez, encontrarlo dificil de creer. Sí, creo que todos los que tuvieron una relación con él ya han fallecido. No hay ninguna razón por la que no pueda contárselo, pues una confidencia merece otra, ya sabe. Sucedió durante la Guerra de los Boers, hace ya mucho tiempo de ello. En cierto sentido es realmente una historia muy vulgar, aunque muy terrible por otro, pero un hombre que ha servido en el frente la comprenderá y, estoy seguro de ello, se compadecerá.

-Estoy seguro de ello -repitió el otro rápidamente.
-Un colega mio, ya fallecido, un cirujano con mucha práctica, se casó con una muchacha joven y encantadora. Vivieron juntos durante varios años. La riqueza de él hacía que ella se sintiera muy a gusto. Su sala de consulta, debo decírselo, estaba a alguna distancia de su casa, como puede estarlo ésta, de modo que a ella no le molestaba. Después llegó la guerra. Como muchos otros, aunque sobrepasaba bastante la edad, se ofreció voluntario. Abandonó su lucrativo trabajo y partió a Sudáfrica. Naturalmente, sus ingresos cesaron; la gran casa estaba cerrada; su esposa encontró considerablemente restringida su vida de diversiones. Parece que ella consideraba esto como una gran privación. Se sentía amargada por lo que consideraba un agravio de él. Falta de imaginación, sin ningún poder de sacrificio, egoísta, era todavía una mujer hermosa, atractiva y joven. Entró en escena el inevitable amante para consolarla. Planearon huir juntos. Él era rico. Creyeron que Japón seria el lugar adecuado. Pero, por verdadera mala suerte, el marido olió algo y llegó a Londres en el momento crítico.

-Y se desembarazó de ella -interrumpió O'Reilly.

El doctor esperó un momento. Sorbió su bebida. Después sus ojos se fijaron algo severamente en el rostro de su compañero.

-Se desembarazó de ella, sí -prosiguió-, pero determinó hacerlo de manera definitiva. Decidió matarla a ella y a su amante. Ya ve, la amaba.

O'Reilly no hizo ningún comentario. En su propio país no era desconocido este método con una mujer infiel. Su interés estaba muy concentrado, pero también estaba pensando mientras escuchaba, pensando mucho.

-Planeó el momento y el lugar con mucho cuidado. Sabía que se veían en la casa grande, ahora cerrada, la casa en donde él y su joven esposa habían pasado años tan felices durante su época de prosperidad. Sin embargo, el plan fracasó en un importante detalle: la mujer llegó a la hora prevista, pero sin su amante. Encontró la muerte mientras le esperaba. Fue una muerte sin dolor. Pero su amante, que tenía que llegar media hora más tarde, no llegó nunca. La puerta estaba abierta a propósito para él. La casa estaba a oscuras, sus habitaciones cerradas, desiertas; ni siquiera había guardián. Era una noche neblinosa... exactamente como la de hoy.

-¿Y el otro? -preguntó O'Reilly con voz débil-. El amante...
-Entró un hombre -prosiguió el doctor con calma-, pero no era el amante. Era un extraño.
-¿Un extraño? -susurró el otro-. ¿Y dónde estuvo el cirujano todo este rato?
-Esperando fuera para verle entrar, oculto en la niebla. Vio que el hombre entraba. Cinco minutos más tarde le siguió, con la intención de completar su venganza. o su acto de justicia, como quiera llamarlo. Pero el hombre que había entrado era un extraño: había entrado por casualidad, como pudo haberlo hecho usted, para protegerse de la niebla...

O'Reilly, aunque con un gran esfuerzo, se levantó repentinamente. Tenía el horroroso presentimiento de que el hombre que tenía enfrente estaba loco. Tenía un agudo deseo de salir al exterior, con niebla o sin ella, de dejar esta habitación, de escapar del tono tranquilo de esta insistente voz. El efecto del whisky todavía se notaba en su sangre. No sentía falta de confianza, pero las palabras le brotaron con dificultad.

-Pienso que será mejor que me vaya, doctor -dijo torpemente-. Pero creo que debo agradecerle toda su amabilidad y ayuda. A su amigo -dijo susurrando-, el cirujano, espero que... quiero decir, ¿le llegaron a detener?
-No -fue la grave respuesta, mientras el doctor estaba de pie frente a él-, nunca le detuvieron.

O'Reilly esperó un momento antes de hacer otra observación.

-Bueno -dijo por fin, pero en un tono más fuerte que antes-, creo que... me alegra.

Y avanzó hacia la puerta sin darle la mano.

-No tiene sombrero -dijo la voz detrás de él-. Si se espera un momento le daré uno mío. No debe molestarse en devolvérmelo.

Y el doctor se lo dio mientras iban hacia el vestíbulo. Se oyó un ruido de papel que se rasgaba. O'Reilly salió de la casa un instante después con un sombrero en su cabeza, pero no fue hasta que llegó a la estación del metro, media hora después, cuando se dio cuenta de que era el suyo".

Algernon Blackwood

viernes, 1 de enero de 2016

"Allí Pasa la Gente Indiferente"

"Allí pasa la gente indiferente,
aquellos que llaman a sus almas propias,
allí por el camino donde vago
como un solitario y ocioso espíritu.

Ah, pasando la rompiente de las olas,
en mares que no puedo abarcar
con mi alma, mi corazón, y mis sentidos,
el mundo infinito es ahogado.

Su locura no tiene cuerpo,
debajo del azul del día,
que brinda al hombre y la mujer
el dulce exilio de sus espíritus.

Allí, las flores no lo consuelan;
del este al oeste de la tierra,
yace perdido eternamente
el corazón fuera de su pecho.

Aquí, por el laborioso sendero,
con las manos vacías camino:
Hasta que en la mañana trágica
vea los despojos de mi propia esperanza".


A.E.Housman

jueves, 31 de diciembre de 2015

"Alma Desnuda"

"Soy un alma desnuda en estos versos,
Alma desnuda que angustiada y sola
Va dejando sus pétalos dispersos.

Alma que puede ser una amapola,
Que puede ser un lirio, una violeta,
Un peñasco, una selva y una ola.

Alma que como el viento vaga inquieta
Y ruge cuando está sobre los mares,
Y duerme dulcemente en una grieta.

Alma que adora sobre sus altares,
Dioses que no se bajan a cegarla;
Alma que no conoce valladares.

Alma que fuera fácil dominarla
Con sólo un corazón que se partiera
Para en su sangre cálida regarla.

Alma que cuando está en la primavera
Dice al invierno que demora: vuelve,
Caiga tu nieve sobre la pradera.

Alma que cuando nieva se disuelve
En tristezas, clamando por las rosas
Con que la primavera nos envuelve.

Alma que a ratos suelta mariposas
A campo abierto, sin fijar distancia,
Y les dice libad sobre las cosas.

Alma que ha de morir de una fragancia,
De un suspiro, de un verso en que se ruega,
Sin perder, a poderlo, su elegancia.

Alma que nada sabe y todo niega
Y negando lo bueno el bien propicia
Porque es negando como más se entrega,

Alma que suele haber como delicia
Palpar las almas, despreciar la huella,
Y sentir en la mano una caricia.

Alma que siempre disconforme de ella,
Como los vientos vaga, corre y gira;
Alma que sangra y sin cesar delira
Por ser el buque en marcha de la estrella".

Alfonsina Storni

miércoles, 30 de diciembre de 2015

"El Zar Saltan"

"Érase una vez… Tres muchachas hilaban sentadas junto a la ventana.

—Si yo fuera zarina —dijo una de ellas— prepararía sola un festín para el mundo entero.
—Si fuera yo zarina —dijo su hermana— hilaría tanta tela de lino que a nadie le faltara.
—Si yo fuera zarina —dijo la tercera hermana— pariría un héroe para nuestro zar…

Apenas lo dijo cuando la puerta se abrió crujiendo y compareció en la estancia el zar, dueño y señor de aquel país. Había escuchado la conversación escondido detrás del tabique y le agradaron mucho las palabras de la última muchacha.

—¡Te saludo, hermosa mía! Sé, pues, zarina, y regálame un héroe para fines de septiembre. Y vosotras, hermanas y palomitas, preparaos ahora mismo a acompañar a vuestra hermana. Una de vosotras será hilandera, y cocinera la otra.

Entró luego el zar en su palacio, seguido de las doncellas, y sin pérdida de tiempo se casó el mismo día, sentándose junto a la mesa del festín junto a su joven zarina. Concluida la fiesta los convidados condujéronlos al dormitorio y los dejaron solos en la cama de marfil. En la cocina gruñía la cocinera, y lloraba la hilandera junto a su rueca, envidiosas ambas de su hermana la zarina. Mientras tanto ésta, fiel a su palabra, quedó encinta desde aquella misma noche. Por aquel tiempo hubo guerra: el zar Saltán se despidió de su esposa y, montando a caballo, le suplicó, por su amor, que se cuidara cuanto pudiera. Mientras se hallaba lejos de allí, combatiendo con gran denuedo y por muy largo tiempo, llegó la hora del parto y Dios les dio un hijo grande como un archín. Y he aquí que la zarina estaba cuidando a su hijito como una águila a su aguilucho, y envió a un mensajero con una carta para comunicar al padre la buena nueva.

Y he aquí también que la cocinera y la hilandera, en unión con la comadre Babarija, intentaron perder a la zarina. Ordenaron detener al mensajero y lo sustituyeron por otro, al que entregaron una carta que decía así:

“La zarina ha parido esta noche algo que no es hijo ni hija, ni rana ni ratón, sino un bicho desconocido.”

Al recibir tal noticia, el zar Saltán se puso tan furioso que quiso ahorcar al mensajero, pero, ablandándose luego, le ordenó aguardar su decisión hasta después de su regreso. El mensajero se puso en camino y llegó por fin al palacio. Pero la cocinera y la hilandera, en unión con la comadre Babarija, lo emborracharon, y metieron en su bolsa una carta redactada en manera tal que pareciera una orden del zar:

“Ordeno a mis boyardos echar al agua sin pérdida de tiempo a la zarina con lo que ha parido.”

No quedaba más remedio que cumplir la orden. Los boyardos, aunque compadecidos de ella y del joven zarévich, entraron en su dormitorio y le notificaron la voluntad del zar leyendo el mensaje. Acto seguido los metieron en un gran tonel y lo cubrieron de alquitrán y lo hicieron rodar hasta el océano, según la orden del zar Saltán. Flotaba el tonel sobre las olas, bajo la luz de las estrellas. La zarina lloraba y su hijo crecía, no por días sino por horas. Mientras ella vertía lágrimas, su hijo se dirigió a las olas:

—¡Ah, ola mía, libre siempre y que en todo momento deseas pasear! ¡Tú que vas a donde quieres, quebrando las rocas y llevando las naves en tus ondas! ¡Ten piedad de nosotros y vuelve a dejarnos en tierra!...

Y la ola, obedeciéndolo, depositó seguidamente el tonel en la orilla y se alejó plácidamente. Madre e hijo se alegraron. Pero ¿quién podría sacarlos del tonel? En esto el hijo se levantó y, enderezándose, empujó con la cabeza un extremo de su prisión.

—A ver si logro abrir una ventana por este lado.
Y dicho y hecho. Salieron ambos y se vieron libres. Ya fuera del tonel, vieron que por un lado se extendía el mar azul, y por el otro un vasto campo, con una colina en cuya cima crecía un verde roble.
—Todo esto está muy bien —pensó el zarévich—, pero tampoco estaría mal que pudiéramos almorzar…

Rompió una rama, y, como llevaba sobre el pecho una cruz sujeta con una cinta de seda, ajustó ésta a la rama, doblándola, y con ello consiguió un buen arco. Preparóse luego una afilada flecha y se encaminó a la orilla a ver si cazaría algo. Apenas había dado unos pasos cuando oyó un débil gemido, y comprendió al instante que algo extraordinario sucedía. Miró y vio que sobre las olas se debatía un cisne atacado por un azor. El pobre cisne golpeaba desesperadamente el agua con sus alas, mientras el azor preparaba ya sus garras y su pico… Pero silbó la flecha, y fue a clavarse en el cuello del carnívoro, atravesándolo, y el rapaz azor cayó ensangrentado al mar… El zarévich dejó reposar su arco. Chilló el azor con voz que no semejaba de ave, mientras el cisne lo atacaba ahora a su vez, procurando golpearlo con sus alas y clavarle su pico. Pero lo que resultó más extraño aún fue que luego se dirigió el cisne al zarévich y le dijo en ruso:

—¡Zarévich, eres mi salvador! No te apenes si por mi culpa no comes durante tres días, ni por haber perdido tu flecha… Puedes creer que el mal no es grave, pues te recompensaré con creces. Debes saber que has salvado no a un cisne, sino a una doncella; y a quien has matado no es a un azor, sino a un terrible hechicero. Jamás lo olvidaré. Allí donde estés me encontrarás a tu lado. Pero ahora vuelve y reposa.

El cisne voló, y la zarina y su hijo se acostaron para dormir sin haber comido nada en todo el día.
Y he aquí que durante la noche el zarévich se despertó, sacudiéndose el sueño, miró, y, lleno de asombro, descubrió no lejos de allí una gran ciudad, detrás de cuyos blancos muros con almenas centelleaban las cúpulas de santas iglesias y monasterios. El zarévich se apresuró a despertar a su madre. Ésta dejó escapar una exclamación de sorpresa.

—Pues no dudo de que veremos aún mayores maravillas —contestó el zarévich—. Estoy seguro de que es obra de mi cisne.

Los dos se dirigieron a la ciudad. Pero apenas habían entrado cuando fueron recibidos por una inmensa multitud al repique de todas las campanas y al son de las voces de un coro que entonaba una oración. Luego los hicieron instalarse en un magnífico carruaje, que los llevó a la coronación. Y así fue cómo el mismo día subió el zarévich al trono para reinar en su capital, y, con el consentimiento de su madre, tomó el nombre de príncipe Gvidón.

Paseaba el viento por el mar y empujaba a una nave que corría con todas las velas desplegadas. Los de a bordo estaban reunidos en la cubierta y se extrañaron al ver que en una isla tan conocida por ellos y siempre desierta, apareciera ahora aquella espléndida ciudad con sus cúpulas doradas y su magnífico puerto, del que llegaban salvas, ordenándoles entrar. Obedeciendo, amarraron en el puerto y acto seguido fueron conducidos a palacio, en donde los recibió el príncipe Gvidón. Invitólos a su mesa y les hizo preguntas:

—¿Qué clase de mercancía lleváis, caballeros, y hacia dónde os dirigís ahora?
—Navegamos por el mundo entero y vendemos pieles de cibellina y de zorro; pero ahora vamos a Oriente, pasando por la isla de Buyana, al reino del zar Saltán.
—Os deseo, pues, una feliz travesía, y os ruego saludéis de parte mía al buen zar Saltán.
Los navegantes se hicieron a la mar seguidos por la mirada del príncipe, que se quedó muy triste.
Pero vio de pronto al blanco cisne que se acercaba por las olas.
—¡Te saludo, buen príncipe! ¿Qué te ocurre? ¿Por qué estás tan triste?
Y el príncipe contestó:
—Estoy triste por no haber visto desde hace tanto tiempo a mi padre.
—Pues me es fácil complacerte: te transformaré en seguida en mosquito, y así, volando, podrás seguir al navío.

El cisne batió las aguas con sus alas, mojó al príncipe de pies a cabeza y éste se transformó en mosquito. Silbando y zumbando emprendió el vuelo. Pronto alcanzó la nave y se escondió en una rendija. El viento seguía soplando y el barco navegaba alegremente. Rebasó la isla de Buyana y se dirigió al reino de Saltán, que no tardó en descubrirse en la lejanía. Amarraron allí y seguidamente fueron llamados a palacio. Tras ellos voló nuestro mosquito. Al entrar vio en el trono al zar Saltán, vestido todo de oro, llevando puesta su corona; pero con semblante triste. A su lado estaban sentadas la hilandera y la cocinera en unión de la comadre Babarija, que no apartaban los ojos de él. El zar Saltán invitó a los huéspedes a su mesa y los interrogó:

—Señores y caballeros: ¿cuánto tiempo lleváis navegando? ¿Cómo se vive al otro lado del mar y qué habéis visto de sorprendente en vuestros viajes?
Los navegantes le contestaron:
—Hemos navegado por el mundo entero. No se vive mal allí. Y por lo que toca a lo extraño y milagroso te diremos lo siguiente: conocíamos una isla inhospitalaria y desierta. En ella sólo se veía un roble en la cima de una colina. Y ahora hemos encontrado allí una gran ciudad, con un espléndido palacio, multitud de iglesias y magníficas quintas rodeadas de jardines. En el trono hemos visto al príncipe Gvidón, que te saluda con respeto.
El zar Saltán encontró aquello milagroso de verdad y dijo:
—Si viviera un poco más, me gustaría ver la isla y visitar a su príncipe Gvidón.
Pero la hilandera con la cocinera, en unión de la comadre Babarija, quisieron disuadirlo de su propósito:
—¡Vaya una cosa milagrosa! —dijo la hilandera guiñando el ojo a las otras—. Lo que voy a decirte sí que es milagroso de verdad. Conozco un bosque en el que crece un pino. Debajo de él hay una ardilla que canta y come nueces. Y aquellas nueces tienen corteza de oro, y el fruto es una esmeralda pura. ¡De esto sí que puede decirse que es una maravilla!

El zar Saltán quedóse sorprendido y admirado; pero el mosquito se puso furioso y picó de pronto a su tía en el ojo derecho. La hilandera palideció, desvanecióse y perdió su ojo. Entonces su hermana, la servidumbre y los demás presentes comenzaron a perseguir al mosquito, chillando:

—¡Te cazaremos, maldito!
Pero el mosquito se escapó por la ventana, atravesó tranquilamente el mar y volvió a su isla. Y nuevamente se entristeció el príncipe al contemplar las olas. Y volvió a presentarse el cisne.
—¡Te saludo, buen príncipe! ¿Qué te ocurre? ¿Por qué estás triste?
Y el príncipe le contestó:
—Estoy triste porque deseo ver una cosa no vista jamás. Sé que en alguna parte del mundo existe un bosque. En aquel bosque crece un pino, debajo del cual hay una ardilla que canta y come nueces. Las nueces tienen cáscara de oro y el fruto es una esmeralda pura… Pero tal vez mienta la gente y no exista semejante cosa…
Mas el cisne le contestó:
—No, príncipe, no miente: existen tal bosque y tal ardilla. No te preocupes, pues me gusta poder complacerte.

Contento, volvió el príncipe a su palacio. Pero, apenas entraba en el cercado, vio un pino bajo el cual una ardilla se comía una nuez de oro. Dejaba a un lado la corteza, amontonaba las esmeraldas y mientras tanto cantaba “Una vez en un jardín…”, y todos la escuchaban. Asombróse mucho el príncipe Gvidón y dijo:

—¡Qué maravilloso cisne! ¡Que Dios lo haga venturoso, y a mí también!
Ordenó construir para la ardilla un kiosco de cristal, puso centinelas en sus puertas y designó a un funcionario para llevar la cuenta exacta de las nueces. ¡Gloria a la ardilla! Y ¡vaya ganga para un príncipe!

Soplaba el viento sobre el mar y una nave se deslizaba por las olas con todas sus velas desplegadas. Se acercó a la isla. Oyéronse salvas que ordenaban a la nave entrar en el puerto. Amarró la embarcación y los navegantes fueron llamados a palacio. El príncipe Gvidón los invitó a su mesa para beber y comer, y les preguntó:

—¿A dónde os dirigís ahora y qué clase de mercancía lleváis a bordo?
—Hemos viajado por el mundo entero y vendemos caballos del Don. Nos dirigimos ahora al reino de Saltán, pasando por la isla de Buyana.
—Os deseo, pues, feliz travesía, y os ruego saludar de parte mía al buen zar Saltán.
Los navegantes se despidieron del príncipe e hiciéronse a la mar. Al seguirlos éste con la mirada, vio que se acercaba el cisne.
—¡Ay! —lamentóse el príncipe—. ¡No puedo resistir más! ¡Quiero ver a mi padre!

El cisne batió las aguas, mojó al joven de pies a cabeza y lo transformó en moscardón. El moscardón voló entre mar y cielo, alcanzó la nave y se escondió en una rendija. El viento seguía soplando y la embarcación navegaba alegremente. Pasó por la isla de Buyana y se aproximó al reino de Saltán. Saltaron a tierra los navegantes y en seguida fueron llamados a palacio; y allí los siguió nuestro moscardón. Al introducirse en el palacio vio al zar Saltán, vestido todo de oro y llevando puesta la corona, pero sumamente triste… A su lado estaban sentadas la hilandera y la cocinera en unión de la comadre Babarija, las que miraban al zar con ojos de sapo. El zar Saltán invitó a los navegantes a su mesa y los interrogó:

—¿Cuánto tiempo lleváis navegando? ¿Cómo se vive al otro lado del mar y qué habéis visto de maravilloso en los países lejanos?
—Hemos navegado por el mundo entero. No se vive mal allí. Y hemos visto una cosa en verdad milagrosa: una gran ciudad en una isla, magníficos palacios, y quintas rodeadas de jardines. Ante el palacio del rey crece un enorme pino, bajo el cual se levanta un kiosco de cristal. En este kiosco vive una ardilla amaestrada que, mientras canta, va rompiendo nueces. Pero las nueces no son como las otras: su cáscara es de oro puro y su fruto es una esmeralda. La maravillosa ardilla está rodeada de servidores y un funcionario lleva la cuenta exacta de las nueces. El ejército rinde honores a la ardilla; con las cáscaras se acuñan monedas que circulan por el mundo entero y las muchachas recogen las esmeraldas y las ocultan en sus cofres. Todos son ricos en aquella isla. Allí no hay chozas, sino palacios. Y reina en aquel dichoso país el príncipe Gvidón, que te manda sus saludos.

El zar Saltán se maravilló.
—Si viviera un poco más, me gustaría ver la isla y visitar a su príncipe Gvidón.
Pero la hilandera y la cocinera, en unión de la comadre Babarija, intentaron disuadirlo de la idea.
—¡Vaya un milagro! ¿Qué tiene de particular que una ardilla rompa nueces de oro y amontone esmeraldas? Sé de una cosa mucho más sorprendente. En cierto lugar, cuando el mar se agita cubriendo la orilla de blanca espuma, salen de las olas treinta y tres héroes gigantes, a cuál más hermoso, capitaneados por un tal Chernomor. Todos son iguales y todos tienen escamas de oro, que brillan como el fuego. De esto sí que puede decirse que es una maravilla.

Nadie se atrevió a contradecirla. El zar Saltán se quedó con la boca abierta, mientras se enfurecía el moscardón. Silbó y zumbó y de pronto picó a su tía en el ojo izquierdo.
—¡A cazarlo, a cazarlo! —gritaron todos—. ¡Te cazaremos, maldito!
Pero era tarde ya. El moscardón se escapó por la ventana. Tranquilamente atravesó el mar y regresó a su isla. Y de nuevo se paseó de nuevo el príncipe contemplando el mar. Y volvió a presentarse el cisne:
—¡Te saludo, buen príncipe! ¿Qué te ocurre? ¿Por qué estás tan triste y preocupado?
—¡Ah! ¡Si pudiera yo conseguir para mi isla una cosa en verdad maravillosa!...
—Habla, pues; a ver si puedo complacerte…
—No sé en dónde… pero sé que hay un cierto lugar en el cual, cuando se enfurece el océano y las olas invaden la tierra, salen de ellas treinta y tres héroes gigantes, todos iguales, todos jóvenes y hermosos, capitaneados por un tal Chernomor. Todos tienen escamas de oro que brillan como el fuego…
—¡Bueno, príncipe! Pues no te preocupes. Si no es más que esto, es fácil arreglarlo. Conozco a estos jóvenes héroes: son mis hermanos, y haré que se presenten aquí.

El príncipe se fue, olvidando su preocupación; subió a una torre y desde allí empezó a contemplar el mar. Y no había transcurrido mucho rato cuando se levantaron las olas y salieron de ellas treinta y tres héroes —todos hermosos jóvenes, con escamas de oro que brillaban como el fuego—. Los precedía el viejo y canoso Chernomor, que los condujo a la ciudad. El príncipe Gvidón bajó corriendo a su encuentro. De todos los lugares acudieron gentes a verlos. Chernomor se acercó, saludó al príncipe y le dijo:

—Nos manda aquí el cisne para que guardemos tu hermosa ciudad. Cada día saldremos al mar para hacer la ronda en torno a los muros. Así es que pronto nos volveremos a ver. Y ahora, adiós, pues nos molesta el aire de la tierra.

Y dicho esto se alejaron. El viento seguía soplando y la nave proseguía su camino… Se deslizó por las olas con todas sus velas desplegadas. Se acercó a la isla. Los cañones lanzaron sus salvas, ordenándole que entrara y amarrara. Y como de costumbre el príncipe Gvidón invitó a los navegantes a su mesa y les rogó que contestaran a sus preguntas:

—¿A dónde os dirigís y qué clase de mercancía lleváis a bordo?
—Navegamos por el mundo —contestaron los del barco—. Vendemos armas, plata y oro, y nos dirigimos ahora, pasando por la isla de Buyana, hacia el reino de Saltán.
Los navegantes se despidieron y se hicieron a la mar. El príncipe se encaminó también a la orilla, en donde lo aguardaba ya el cisne.
—¡Ah, cisne mío! ¡Cuánto me gustaría ver a mi padre!...
De nuevo batió el cisne las aguas con sus alas y mojó al príncipe. Pero esta vez lo transformó en zángano. El zángano voló, alcanzó la nave y se escondió en una rendija de popa.

Silbaba el viento y corría la nave. Rebasó la isla de Buyana y se acercó al anhelado reino de Saltán, que ya se vislumbraba en la lejanía. Pronto amarraron en el puerto, bajaron a tierra y, llamados por el zar, se dirigieron a palacio. Nuestro zángano los siguió y se introdujo en los aposentos del monarca. El zar Saltán estaba en su trono, vestido todo de oro y con la corona puesta. Como siempre, se mostraba triste. A su lado estaban sentadas la hilandera y la cocinera, en unión de la comadre Babarija. Y las tres mujeres lo miraban con sus cuatro ojos. El zar Saltán hizo sentarse a los navegantes a su mesa y les preguntó:

—¿Cuánto tiempo lleváis navegando? ¿Cómo se vive al otro lado del mar y qué habéis visto de milagroso en los países lejanos?
—Hemos recorrido todo el mundo. No se vive mal allí. Y, por lo que a lo maravilloso se refiere, te diremos que hemos visto una isla en la que se levanta una ciudad en verdad prodigiosa. Cada día el mar se enfurece, cubre la tierra de blanca espuma y las olas, al retirarse, dejan en la orilla a treinta y tres valientes héroes, gigantes, hermosos jóvenes, con escamas de oro, y precedidos por el viejo Chernomor. Los pone en doble fila y todos hacen la ronda en torno a los muros de la ciudad. Y no hay guardianes mejores ni más seguros en el mundo entero. Reina allí el príncipe Gvidón, que te manda sus saludos.
—Si viviera un poco más, me gustaría ver la isla y visitar al príncipe Gvidón.

Esta vez la hilandera y la cocinera no chistaron. Pero la comadre Babarija dijo sonriendo con malicia:
—Nadie podrá asombrarnos con semejante cosa. No sé si es verdad o mentira, pero nada de sorprendente veo en ello. ¡Vaya una maravilla! ¿Qué tiene de particular que unos mancebos salgan del mar para vigilar una ciudad? Conozco una cosa… ¡pero ésa sí que es en verdad maravillosa! Dicen que al otro lado del mar existe una princesa de belleza tal que todo el que la ve no puede apartar de ella la mirada. Deslumbra al día y todo lo ilumina por la noche. En sus cabellos lleva la luna y en su frente brilla una estrella. Tiene un andar de pavo real y su voz es más dulce que el murmullo de un arroyuelo. ¡De eso sí que puede decirse que es una maravilla!

El zar Saltán se quedó con la boca abierta. Pero el príncipe se indignó, aunque tuvo lástima de la vieja Babarija. Se puso a zumbar en torno a ella y la picó en la nariz, produciéndole una enorme hinchazón. Y volvieron a gritar todos:

—¡A él! ¡a él! ¡Esta vez te cazaremos, maldito!
Pero el zángano voló por la ventana, atravesó tranquilamente el mar y regresó a su isla.

El príncipe se paseaba a orillas del mar y se le acercó el blanco cisne nadando por las aguas cristalinas.
—¡Te saludo, hermoso príncipe! ¿Por qué estás tan triste?
—Pues dime: ¿cómo puedo estar alegre? La gente se casa y sólo yo permanezco soltero.
—¿Y a nadie tienes que pueda ser tu novia?
—Sí y no. Dicen que existe una princesa tan hermosa que aquel que la ha visto una vez no puede ya apartar de ella la mirada. Deslumbra hasta a la luz del día y todo lo ilumina por la noche. En sus cabellos lleva la luna y en su frente brilla una estrella. Es majestuosa como un pavo real y su voz es más dulce que el murmullo de un arroyuelo… Pero no sé si lo que dicen es verdad o mentira…
El cisne permaneció un instante callado y dijo luego:
—Sí. Existe tal princesa. Pero casarse no es cosa tan sencilla como ponerse un guante. Luego ya no te lo podrás quitar. Así es que voy a darte un consejo para que lo medites bien antes de decidirte.

Pero el príncipe empezó a jurar que se había propuesto casarse y que había pensado y meditado suficientemente en ello. Y que, de ser preciso, estaba dispuesto a ir a buscar a la princesa hasta el fin del mundo. Al oír estas palabras, el cisne suspiró profundamente y le dijo:

—No hace falta ir tan lejos. Debes saber que tu destino está muy cerca de ti: ¡la princesa de que hablan soy yo!

Y al decir esto se levantó, voló por encima de las olas y se escondió detrás de unos arbustos, transformándose allí en una hermosa princesa. En sus cabellos brillaba la luna y en la frente llevaba una estrella. Se acercó caminando como un pavo real y al empezar a hablar parecía que murmuraba un arroyuelo. Al verla, el príncipe corrió a su encuentro, la estrechó contra su pecho y se apresuró a presentársela su madre, a la que suplicó:

—¡Ah, madre mía querida! He encontrado una prometida que deberá ser mi esposa y que siempre y en todo te obedecerá. Así, pues, te suplicamos que bendigas a tus hijos, pues lo somos, para que podamos vivir en paz y amor.
Entonces la madre levantó un icono y, aunque llorando, los bendijo:
—¡Que Dios os haga felices, queridos hijos míos!
El príncipe no quiso retrasar ni un día el casamiento. Se celebró la boda y empezaron a esperar hijos.

Soplaba el viento; una nave se deslizaba sobre el mar con todas las velas desplegadas, dirigiéndose al puerto de una gran ciudad. Oyéronse salvas. La nave amarró. El príncipe Gvidón aguardaba ya a sus huéspedes los navegantes, a los que invitó a beber y a comer.

—¿A dónde vais ahora? Y ¿qué lleváis a bordo para vender?
—Hemos navegado por el mundo entero vendiendo lo que no se debería vender… Pero ahora nos dirigimos a la tierra del zar Saltán, pasando por la isla de Buyana.
—Pues os deseo una feliz travesía. Y os ruego que recordéis al zar Saltán su intención de visitarme. ¡Hace mucho tiempo que lo espero! ¡Saludadlo de parte mía!
Los navegantes se hicieron a la mar, pero esta vez el príncipe se quedó en casa, pues no quiso abandonar a su joven esposa.

Silbaba el viento. La nave rebasó la isla de Buyana y se dirigió al reino de Saltán, que ya se vislumbraba en la lejanía. El zar Saltán aguardaba a los huéspedes en su palacio, reposando en su trono, vestido todo de oro y llevando puesta la corona. A su lado estaban sentadas la hilandera y la cocinera en unión de la comadre Babarija, que miraban, las tres, con sus cuatro ojos. El zar Saltán rogó a los navegantes que se sentaran a su mesa y les preguntó:

—¿Qué habéis visto viajando por el mundo? ¿Cómo se vive al otro lado del mar?
—Hemos viajado por el mundo entero. No se vive mal allí. Pero lo que hemos visto esta vez es en verdad maravilloso. Existe una isla; en ella hay una magnífica ciudad, llena de iglesias con cúpulas doradas, de quintas rodeadas de jardines y de multitud de palacios. Ante el del príncipe crece un pino, y bajo el pino se levanta un kiosco de cristal. En el kiosco vive una ardilla amaestrada que canta siempre y rompe las nueces con sus dientes. La cáscara de esas nueces es de oro puro, y el fruto es una esmeralda. Todos se ocupan de ella y la vigilan… Además, hay allí una cosa más maravillosa aún: cuando el mar se enfurece, cubriendo la tierra con su espuma, y se retiran las olas quedan en la orilla treinta y tres héroes, jóvenes, hermosos, iguales, con escamas de oro que brillan como el fuego. Los capitanea Chernomor. Y no hay en el mundo guardia más segura que aquella… Además, el príncipe tiene por esposa a una hermosa princesa. Nadie que la haya visto una vez puede apartar de ella la mirada. Deslumbra al día y todo lo ilumina por la noche. En sus cabellos lleva la luna y en su frente brilla una estrella. En el trono se sienta el príncipe Gvidón, que se lamenta de que no lo hayas visitado todavía.

Al oír esto, Saltán mandó preparar una escuadra. Pero la hilandera y la cocinera, en unión de la comadre Babarija, no quisieron permitirle realizar el viaje para ver la isla milagrosa. Mas el zar Saltán no les hizo caso:

—¿Soy un rey o soy un niño? —les dijo irritado—. ¡Pues me marcho hoy mismo!
Y diciendo esto salió dando un portazo.

El príncipe Gvidón estaba sentado frente a la ventana y contemplaba el mar tristemente. El mar estaba en calma y no se veía ola alguna… Pero en el horizonte aparecieron naves… Era la flota de Saltán, que se deslizaba sobre el océano. Al adivinarlo, el príncipe Gvidón dio un salto y gritó:

-¡Eh! ¡Madre mía, esposa querida: mirad allí… Viene mi padre!
Se aproximó la escuadra. Gvidón miró con un anteojo. En la cubierta pudo ver al zar Saltán, que también los miraba con un anteojo. A su lado estaban la hilandera y la cocinera, en unión de la comadre Babarija. Los tres quedaron maravillados ante la isla desconocida. Y he aquí que tronaron todos los cañones y fueron lanzadas al vuelo todas las campanas. El príncipe Gvidón descendió a la orilla para recibir al zar, y al propio tiempo a la hilandera y la cocinera, en unión de la comadre Babarija. Y sin explicación alguna los llevó a palacio. Entraron todos. En las puertas montaban guardia los treinta y tres héroes gigantes, todos hermosos jóvenes con escamas de oro puro, y al frente de ellos Chernomor. El zar entró en el cercado y vio cómo debajo de un pino la ardilla cantaba una canción, rompiendo una nuez de oro, sacando la esmeralda y colocándola en un saquito. Y todo el cercado estaba repleto de cáscaras de oro. Los recién llegados entraron en los aposentos. Allí los recibió la princesa, que era en verdad maravillosa: en sus cabellos llevaba la luna y en su frente brillaba una estrella. Su andar era el de un pavo real. A su lado estaba su suegra. Miróla el zar y la reconoció…

—¿Qué veo? ¿Qué es esto? —exclamó. Y empezó a sollozar… Abrazó luego a la zarina, a su hijo y a su joven esposa.

Acto seguido todos se sentaron a la mesa y dio comienzo un alegre festín. Mientras tanto la hilandera y la cocinera, como también la comadre Babarija, se escondieron en sendos rincones. Las encontraron, pero ellas se arrepintieron e imploraron gracia. El zar Saltán, vista la felicidad común, las perdonó, y las mandó a casa. Al declinar el día, Saltán se emborrachó de tal manera que tuvieron que llevarlo a la cama. Y yo estuve allí: me ofrecieron cerveza, vino y miel, que me pasaron muy cerca de la boca y sólo me mojaron el bigote".

Alexander Pushkin

martes, 29 de diciembre de 2015

"La Dama Pálida"

"Soy polaca, nacida en Sandomir, vale decir en un país donde las leyendas se tornan artículos de fe, donde creemos en las tradiciones de familia como y -acaso más que- en el Evangelio. No hay castillo entre nosotros que no tenga su espectro, ni una cabaña que no tenga su genio familiar. En la casa del rico como en la del pobre, en el castillo como en la cabaña, se reconoce el principio amigo y el principio enemigo.

A veces estos dos principios entran en lucha y se combaten. Entonces se escuchan ruidos tan misteriosos en los corredores, rugidos tan horrendos en las antiguas torres, sacudidas tan formidables en las murallas, que los habitantes huyen de la cabaña como del castillo, y aldeanos y nobles corren a la iglesia en procura de la cruz bendita o de las santas reliquias, únicos resguardos contra los demonios que nos atormentan. Pero otros dos principios más terribles aún, más furiosos e implacables, se encuentren allí enfrentados: la tiranía y la libertad.

El año 1825 vio empeñarse entre Rusia y Polonia una de esas luchas en las cuales se creyó agotada toda la sangre de un pueblo, como a menudo se agota la sangre de una familia entera. Mi padre y mis dos hermanos, rebelados contra el nuevo zar, habían ido a alinearse bajo la bandera de la independencia polaca, postrada siempre, siempre renacida. Un día supe que mi hermano menor había sido muerto; otro día me anunciaron que mi hermano mayor estaba mortalmente herido; y por fin, después de una jornada angustiosa, durante la cual yo había escuchado aterrorizada el tronar siempre más cercano del cañón, vi llegar a mi padre con un centenar de soldados de a caballo, residuo de tres mil hombres que él comandaba.

Había venido a encerrarse en nuestro castillo con la intención de sepultarse bajo sus ruinas. Mientras no temía nada por él, temblaba por mí. Y en efecto, para él era único riesgo la muerte, porque estaba confiado de no caer vivo en manos del enemigo; pero a mí me amenazaba la esclavitud, el deshonor, la vergüenza. Mi padre escogió diez hombres entre los cien que le quedaban, llamó al intendente, le hizo entrega de cuanto dinero y objetos preciosos poseíamos y, recordando que -en ocasión de la segunda división de Polonia- mi madre, casi niña aún, había encontrado un asilo inaccesible en el monasterio de Sabastru, situado en medio de los montes Cárpatos, le ordenó conducirme a aquel monasterio que abriría a la hija, como hacía tiempo a la madre, sus hospitalarias puertas.

A despecho del gran amor que mi padre alimentaba por mí, nuestros saludos no fueron largos. Según todas las probabilidades, los rusos debían llegar el día siguiente a la vista del castillo, por lo que no había tiempo que perder. Me puse de prisa un vestido de amazona, con el que solía acompañar a mis hermanos en la caza. Me trajeron ensillado el mejor caballo de la cuadra; mi padre me puso en los bolsillos del arzón sus propias pistolas, obras maestras de las fábricas de Tula, me abrazó y dio la orden de partida.

Durante aquella noche y el día siguiente recorrimos veinte leguas, costeando uno de esos ríos sin nombre que desembocan en el Vístula. Esta primer doble etapa nos había sustraído al peligro de caer en manos de los rusos. El sol se dirigía al tramonto, cuando vimos brillar las nevadas cimas de los Cárpatos.

Hacia la noche del día siguiente llegamos a su pie: al fin, en la mañana del tercer día, comenzamos a avanzar por una de sus gargantas. Nuestros Cárpatos no se parecen a los fértiles montes del occidente de ustedes. Cuanto la naturaleza tiene de extraordinario y grandioso se presenta allí en toda su majestad. Sus tempestuosas cumbres se pierden en las nubes cubiertas de eternas nieves; sus inmensos bosques de abetos se inclinan sobre el terso espejo de lagos que por su vastedad semejan mares; y de aquellos lagos, jamás navecilla alguna ha surcado sus ondas, jamás redes de pescadores turbaron su cristal profundo como el azul del cielo; apenas, de tiempo en tiempo, resuena allí la voz humana, haciendo escuchar un canto moldavo al que contestan los gritos de los animales selváticos: y cantos y gritos van a desvelar algún solitario eco, atónito de que un ruido cualquiera le haya revelado su propia existencia. Por millas y millas se viaja allí bajo la umbría bóveda de los bosques entrecruzados de las inesperadas maravillas que la soledad nos descubre a cada instante, y que hacen pasar nuestro ánimo del estupor a la admiración. Ahí doquiera hay peligro, y el peligro se compone de mil riesgos diversos; pero no se tiene tiempo para atemorizarse, tan sublimes son aquellos riesgos. Aquí hay alguna cascada a la que dio origen súbitamente la licuefacción de los hielos y que, saltando de roca en roca, invade de pronto el angosto sendero que se recorre, trazado por el paso de las fieras en fuga y del cazador que las persigue; allí hay árboles minados por el tiempo, que se desprenden del suelo y se derrumban con horrible estrépito semejante al de un terremoto; en otra parte, en fin, son los huracanes los que nos envuelven de nubes, en medio de las cuales se ve centellear, extenderse y contorsionarse el relámpago, como sierpe inflamada. Luego, tras de haber superado aquellas moles agrestes, aquellos bosques primitivos, tras de encontraros en medio de gigantescas montañas y bosques interminables, nos vemos ante inmensos páramos, como mares que tienen también sus ondas y sus tempestades, áridas y gibosas estepas, donde la vista se pierde en un horizonte sin límite. Entonces no es terror lo que experimentamos, sino una triste y profunda melancolía, de la cual nada hay que pueda distraernos, porque el aspecto de la región, por lejos que se alargue nuestra mirada, es siempre el mismo. Ascendamos o descendamos las cien veces iguales pendientes, buscando en vano un camino trazado: al hallarnos tan perdidos en aquel aislamiento, en medio de desiertos, nos creemos solos en la naturaleza, y nuestra melancolía se convierte en desolación. Nos parece inútil caminar más adelante, porque no vemos una meta para nuestros pasos; no encontramos una aldea, ni un castillo, ni una cabaña, ni en suma vestigio de humana morada. Sólo de cuando en cuando, como una tristeza más en aquella región melancólica, un pequeño lago sin cañas, sin arbustos, dormido en el fondo de un barranco, casi otro mar Muerto, nos cierra el camino con sus verdes aguas, sobre las cuales se levantan al acercarnos algunas aves acuáticas de gritos prolongados y discordantes. Rodeamos ese lago, trasponemos el collado que está delante de nosotros, descendemos a otro valle, superamos otra colina, y así sucesivamente, hasta que hayamos llegado a los comienzos de la cadena de montes que van siempre disminuyendo más. Pero si al concluir esa cadena nos volvemos hacia el mediodía, la región recobra un carácter majestuoso, se nos presenta una naturaleza más grandiosa y descubriremos otra cadena de montañas más altas, de forma más pintoresca, de más rica vegetación, toda cubierta de espesos bosques, toda surcada de arroyos: con la sombra y con el agua renace también la vida en aquella comarca; se escucha ya el tañido de la campana de una ermita, y sobre el flanco de aquella montaña se ve serpentear una caravana. Por fin, a los últimos rayos del sol poniente se perciben desde lejos, a guisa de bandada de pájaros blancos, apoyándose las unas en las otras, las casas de una aldea, que parece que se hubieran agrupado en cierto modo para defenderse de un asalto nocturno; pues con la vida ha vuelto el peligro: aquí no se luchará con osos y lobos, como en aquellas altas montañas, sino con hordas de bandidos moldavos.

Entretanto nos acercábamos a nuestra meta. Diez días de camino habían transcurrido sin ningún incidente. Ya distinguíamos la cumbre del monte Pion, que se eleva sobre toda aquella familia de gigantes, y sobre cuya vertiente meridional está situado el convento de Sabastru al cual yo me trasladaba. Tres días más, y nos hallábamos al término de nuestro viaje. Eran los últimos días de julio. Habíamos tenido una jornada muy cálida, y hacia las cuatro respirábamos con ansioso deleite las primeras brisas del atardecer. Habíamos dejado atrás hacía poco las torres ruinosas de Niantzo. Bajábamos a una llanura que empezábamos a ver a través de una hendidura de la montaña.

Desde el sitio donde estábamos, ya podíamos seguir con la vista el curso del Bistriza, de riberas esmaltadas de sonrosados viñedos y de altas campánulas de flores blancas. Bordeábamos un abismo en cuyo fondo corría el río, que en aquel lugar tenía apenas forma de torrente, y nuestras cabalgaduras tenían escaso espacio para caminar dos de frente. Nos precedía un guía, quien, inclinado de flanco sobre la grupa de su caballo, cantaba una canción morlaca, cuyas palabras seguía con singular atención. El cantor era también al mismo tiempo el poeta. Necesitaría ser uno de aquellos montañeses para poder expresarnos la melancolía de su canción con su salvaje tristeza, con toda su profunda sencillez. Las palabras de la canción eran poco más o menos las siguientes:

"¡Vean allí ese cadáver en la palude de Stavila, donde corriera tanta sangre de guerreros! No es un hijo de Iliria, no; es un feroz bandido, que después de haber engañado a la gentil María, robó, exterminó, incendió.

"Rauda como el relámpago una bala ha venido a atravesar el corazón del bandido; un yatagán le ha tronchado el cuello. Pero, oh misterio, después de tres días, su sangre, tibia aún, riega la tierra bajo el pino tétrico y solitario y ennegrece el pálido Ovigan.

"Sus ojos turquíes brillan siempre; huyamos, huyamos: guay de quien pase por la palude cerca de él: ¡es un vampiro! El feroz lobo se aleja del impuro cadáver, y el fúnebre buitre huye al monte de calvo frontis."

De pronto se oyó la detonación de un arma de fuego y el silbar de una bala. La canción quedó interrumpida, y el guía, herido de muerte, se precipitó al abismo, mientras su caballo se detenía temblando y tendiendo la inteligente testa hacia el fondo del precipicio, donde desapareciera su dueño. Al mismo tiempo, se levantó por los aires un grito estridente, y sobre los flancos de la montaña vimos aparecer una treintena de bandidos: estábamos completamente rodeados. Cada uno de los nuestros empuñó un arma, y bien que tomados inopinadamente, mis acompañantes, como que eran viejos soldados avezados al fuego, no se dejaron intimidar, y se pusieron en guardia. Yo misma, dando el ejemplo, empuñé una pistola, y conociendo bien cuan desventajosa era nuestra situación, grité: ¡Adelante!, y dí con la espuela a mi caballo que se lanzó a toda carrera hacia la llanura. Pero teníamos que vérnoslas con montañeses que brincaban de roca en roca como verdaderos demonios de los abismos, que aun saltando, hacían fuego, manteniendo a nuestros flancos la posición tomada. Por lo demás, nuestro plan había sido previsto. En un punto donde el camino se ensanchaba y la montaña se allanaba un poco, aguardaba nuestro paso un joven a la cabeza de diez hombres a caballo. Cuando nos vieron, pusieron al galope sus cabalgaduras, y nos asaltaron de frente, mientras aquellos que nos perseguían bajaban saltando en gran cantidad, y cortada de tal modo nuestra retirada, nos rodeaban por todas partes.

La situación era grave; sin embargo, acostumbrada desde niña a las escenas de guerra, pude apreciarla sin que se me escapara una sola circunstancia. Todos aquellos hombres, vestidos de pieles de carnero, llevaban inmensos sombreros redondos, coronados de flores naturales al modo de los húngaros. Cada uno de ellos manejaba un largo fusil turco, que agitaban vivamente luego de haber disparado, dando gritos salvajes, y en la cintura portaba un sable corvo y dos pistolas. Su jefe era un joven de apenas veintidós años, de tez pálida, de ojos negros y cabellos ensortijados que le caían sobre las espaldas. Vestía la casaca moldava guarnecida de piel y ajustada al cuerpo por una faja con listas de oro y seda. En su mano resplandecía un sable corvo, y en su cintura relucían cuatro pistolas. Durante la lucha daba gritos roncos e inarticulados que parecían no pertenecer al habla humana, y sin embargo eran una eficaz expresión de sus deseos, pues a aquellos gritos obedecían todos sus hombres, ora echándose a tierra boca abajo para esquivar nuestras descargas, ora levantándose para disparar a su vez, haciendo caer a aquellos de nosotros que aún estaban de pie, matando a los heridos, haciendo en suma de la lucha una carnicería. Yo había visto caer uno después del otro los dos tercios de mis defensores. Cuatro estaban aún ilesos y se apretaban a mi alrededor, no pidiendo una gracia que tenían la certidumbre de no conseguir, y pensando sólo en vender la vida lo más cara que fuese posible. Entonces el joven jefe dio un grito más expresivo que los anteriores, tendiendo la punta de su sable hacia nosotros. En verdad aquella orden significaba que debía rodearse nuestro último grupo de un cerco de fuego y fusilarnos a todos juntos, pues de un golpe vimos apuntarnos todos aquellos largos mosquetes.

Comprendí que había llegado la hora final. Alcé los ojos y las manos al cielo, murmurando una última plegaria, y aguardé la muerte. En ese instante vi, no descender sino precipitarse de peña en pena, un joven que se detuvo enhiesto sobre una roca que dominaba la escena, semejante a una estatua en un pedestal, y, extendiendo la mano hacia el campo de batalla, pronunció esta sola palabra: "¡Basta!" Todas las miradas se volvieron a esa voz, y cada uno pareció obedecer al nuevo amo. Sólo un bandido apuntó de nuevo su fusil e hizo el disparo. Uno de nuestros hombres dio un grito; la bala le había roto el brazo izquierdo. Se volvió al punto para lanzarse sobre el que le hiriera, pero aún no había hecho cuatro pasos su caballo, que un relámpago brilló por encima de nosotros y el bandido rebelde cayó herido por una bala en la cabeza... Tantas y tan diversas emociones habían acabado mis fuerza; me desvanecí. Cuando recobré los sentidos, me hallé acostada sobre la hierba, con la cabeza apoyada en las rodillas de un hombre, de quien no veía sino la mano blanca y cubierta de anillos rodeándome el cuerpo, mientras ante mí estaba parado, de brazos cruzados y la espada bajo la axila, el joven jefe moldavo que dirigiera el asalto contra nosotros.

-Kostaki -decía en francés y con gesto autoritario el que me sostenía- que tus hombres se retiren de inmediato. Déjame al cuidado de esta joven.

-Hermano, hermano -respondió aquel a quien eran dirigidas tales palabras, y que parecía contenerse con esfuerzo- cuídate de no cansar mi paciencia; yo te dejo el castillo, déjame a mí el bosque. En el castillo tú eres el amo, pero aquí yo soy todopoderoso. Aquí me bastaría una sola palabra para obligarte a obedecerme.

-Kostaki, yo soy el mayor; lo que quiere decir que soy amo en todas partes, así en el bosque como en el castillo, allá y aquí. Como a ti, me corre por las venas la sangre de los Brankovan, sangre real que tiene el hábito de mandar, y yo mando.

-Manda a tus servidores, Gregoriska, no a mis soldados.

-Tus soldados son bandidos, Kostaki... bandidos que haré ahorcar en las almenas de nuestras torres si no me obedecen al instante.

-Bien, intenta darles una orden.

Sentí entonces que quien me sostenía retiraba su rodilla, y colocaba suavemente mi cabeza sobre una piedra.

Lo seguí ansiosa con la mirada y pude examinar a aquel joven que cayera, por así decirlo, del cielo en medio de la refriega, y que yo había podido ver apenas, estando desmayada, mientras aparecía a punto en escena. Era un joven de veinticuatro años, de alta estatura y con dos grandes ojos celestes y resplandecientes como el relámpago, en los que se leía una extraordinaria decisión y firmeza. Los largos cabellos rubios, indicio de la estirpe eslava, le caían sobre las espaldas como los del arcángel Miguel, circundando dos mejillas rubicundas y frescas; sus labios realzados por una sonrisa desdeñosa, dejaban ver una doble hilera de perlas. Vestía una especie de túnica de velludo negro, calzones ceñidos a las piernas y botas bordadas; en la cabeza tenía un gorro puntiagudo ornado de una pluma de águila; en la cintura portaba un cuchillo de caza, y al hombro una pequeña carabina de dos caños, cuya precisión había aprendido a apreciar uno de los bandidos. Extendió la mano, y con ese gesto imperioso pareció imponerse hasta a su hermano. Pronunció algunas palabras en lengua moldava, las cuales parecieron causar profunda impresión sobre los bandidos. Entonces, a su vez, habló en la misma lengua el joven jefe, y me pareció que su discurso estaba lleno de amenazas y de imprecaciones. A aquel largo y vehemente discurso el hermano mayor contestó con una sola palabra. Los bandidos se sometieron; hizo un gesto, y los bandidos se sometieron; hizo un gesto, y los bandidos se reunieron detrás de nosotros.

-¡Bien! Sea, pues, Gregoriska -dijo Kostaki volviendo a hablar en francés-. Esta mujer no irá a la caverna, pero no por ello será menos mía. La encuentro hermosa, la he conquistado yo y la quiero yo.

Así diciendo, se lanzó hacia mí y me levantó entre sus brazos.

-Esta mujer será llevada al castillo y entregada a mi madre, yo no la abandonaré -dijo mi protector.

-¡Mi caballo! -gritó Kostaki en lengua moldava.

Varios bandidos se apresuraron a obedecer, condujeron a su señor la cabalgadura pedida... Gregoriska miró en torno, asió las bridas de un caballo sin dueño, y saltó a la silla sin tocar los estribos. Kostaki, bien que me tenía aún apretada entre sus brazos, montó en la silla casi tan ágilmente como su hermano, y partió a todo galope. El caballo de Gregoriska pareció haber recibido el mismo impulso y fue a ponerse pegado al flanco y al pescuezo del corcel de Kostaki. Extraño de verse eran aquellos dos caballeros que volaban el uno junto al otro, taciturnos, silenciosos, sin perderse de vista un solo instante, aun cuando aparentaran no mirarse, y se entregaban por entero a sus cabalgaduras, cuya impetuosa carrera los llevaba a través de bosques, rocas y precipicios.

Tenía la cabeza caída, y esto me permitía ver los bellos ojos de Gregoriska fijos en mí. Kostaki lo advirtió, me levantó la cabeza, y ya no vi más que su tétrica mirada devorándome. Bajé los párpados, pero en vano; a través de su velo, veía no obstante siempre aquella mirada relampagueante que me penetraba hasta las vísceras y me punzaba el corazón. Entonces me acaeció una extraña alucinación; me parecía ser la Leonora de la balada de Bürger, llevada por el caballo y el caballero fantasmas, y cuando sentí que se me cerraban abrí los ojos amedrentada, tan persuadida estaba de ver alrededor mío sólo cruces rotas y tumbas abiertas. Vi algo un poco más alegre; era el patio interno de un castillo moldavo construido en el siglo XIV.

Kostaki me dejó resbalar a tierra, bajando casi en seguida después que yo; pero, por rápido que hubiera sido su acto, Gregoriska le había precedido. Como lo dijera, en el castillo él era el amo. Al ver llegar a los dos jóvenes y a la extranjera que llevaban con ellos, acudieron los servidores; pero, aunque dividieron sus diligencias entre Kostaki y Gregoriska, aparecía claro que los mayores miramientos, el respeto más profundo eran para el segundo. Se aproximaron dos mujeres, Gregoriska les dio una orden en lengua moldava, y con la mano me indicó que las siguiera. La mirada que acompañaba aquel gesto era tan respetuosa que yo no vacilé absolutamente en obedecerle. Cinco minutos después me encontraba en una cámara que, aun cuando pudiera parecer desnuda y triste a una persona de menos fácil contentamiento, era sin embargo evidentemente la más hermosa del castillo. Una gran habitación cuadrada, con una especie de diván de sayal verde, asiento de día, lecho de noche. Había también allí cinco o seis sillones de encina, un inmenso cofre, y en un ángulo un trono semejante a una gran silla de coro.

No había que hablar de cortinas en las ventanas y en el lecho. A los costados de la escalera que llevaba a aquella cámara, se erguían, dentro de nichos, tres estatuas de los Brankovan de tamaño superior al natural. Al poco rato trajeron nuestros bagajes, entre los cuales se encontraban también mis maletas. Las mujeres me ofrecieron sus servicios. Pero no obstante, reparando el desorden que lo sucedido causara en mi tocado, conservé mi vestimenta de amazona, la cual, más que cualquier otra, acordaba con el modo de vestir de mis huéspedes. Apenas había hecho los pocos cambios necesarios en mis ropas, cuando oí golpear levemente en la puerta.

-Adelante -dije en francés, siendo esta lengua para nosotros los polacos, como saben, casi una segunda lengua materna.

Entró Gregoriska.

-¡Ah! señora, cuánto me complace que hables francés.

-Y yo también -respondí- estoy contenta de saber esta lengua, porque de tal modo he podido, gracias a este hecho, apreciar toda la generosidad de tu conducta conmigo. En esa lengua me defendiste de los designios de tu hermano, y en esa lengua te ofrezco yo la expresión de mi sincero reconocimiento.

-Te lo agradezco, señora. Era cosa muy natural que me preocupara de una mujer que se encontraba en tu situación. Andaba de caza por los montes cuando llegaron a mi oído algunas detonaciones anormales y continuas; comprendí que se trataba de un asalto a mano armada, y marché al encuentro del fuego, como decimos nosotros en términos guerreros. A Dios gracias, llegué a tiempo, pero ¿sería tal vez demasiado atrevido si te preguntara, oh señora, por cuál motivo una mujer de alto linaje, como eres tú, se ha visto reducida a aventurarse en nuestros montes?

-Soy polaca -contesté-. Mis dos hermanos sucumbieron, no ha mucho, en la guerra contra Rusia; mi padre, a quien dejé yo mientras se preparaba a defender su castillo, sin duda se les ha reunido ya a esta hora, y yo, huyendo por orden de mi padre de todos aquellos estragos, iba en busca de refugio al monasterio de Sabastru, donde mi madre, en su juventud y en circunstancias semejantes, había encontrado asilo seguro.

-Eres enemiga de los rusos, tanto mejor -dijo el joven- este título te será poderosa ayuda en el castillo, y nosotros necesitaremos de todas nuestras fuerzas para sostener la lucha que se prepara. Pero ante todo, señora, pues que ya sé quién eres, debes saber también quienes somos nosotros: el nombre de los Brankovan no te es desconocido, ¿verdad, señora? -Yo me incliné-. Mi madre es la última princesa de este nombre, la última descendiente del ilustre jefe mandado matar por los Cantimir, los viles cortesanos de Pedro I. Casó en primeras nupcias con mi padre, Serban Waivady, príncipe también él, pero de estirpe menos ilustre. Mi padre había sido educado en Viena, y allí pudo apreciar las ventajas de la civilización. Decidió hacer de mí un europeo. Partimos para Francia, Italia, España y Alemania. Mi madre -no le toca a un hijo, lo sé, narrar lo que te diré, pero, ya que por nuestra salvación es necesario que nos conozcamos bien, reconocerás justos los motivos de esta revelación- mi madre, digo, que durante los primeros viajes de mi padre, mientras era yo aún niño, había tenido culpables relaciones con un jefe de parciales (que con tal nombre, agregó sonriendo Gregoriska, se llaman en este país a los hombres por quienes fuiste agredida), cierto conde Giordaki Koproli, medio griego y medio moldavo, escribió a mi padre confesándole todo y pidiéndole el divorcio, apoyando su demanda en que no quería ella, una Brankovan, continuar siendo por más tiempo mujer de un hombre que se tornaba día a día más extranjero a su patria. ¡Ay! Mi padre no tuvo necesidad de dar su asentimiento a esa petición, que te podrá parecer extraña, pero entre nosotros es cosa muy natural. Él había muerto de un aneurisma que desde mucho tiempo lo atormentaba, y la carta de mi madre la recibí yo. A mí ahora no me quedaba otra cosa que hacer votos sinceros por la felicidad de mi madre, y le escribí una carta, en la que le comunicaba estos votos míos junto con la noticia de su viudez. En aquella carta le pedía también permiso para poder continuar mis viajes, que me fue concedido. Tenía yo la firme intención de establecerme en Francia o Alemania para no encontrarme cara a cara con un hombre que aborrecía, y que no podía amar, quiero decir al marido de mi madre; cuando he aquí que, de improviso, vine a saber que el conde Giordaki Koproli había sido asesinado, según decires, por los viejos cosacos de mi padre. Amaba yo demasiado a mi madre para no apresurarme a regresar a la patria, comprendía su aislamiento y la necesidad en que debía encontrarse de tener junto a ella en tales circunstancias las personas que podían serle queridas. Aun cuando ella nunca se hubiera mostrado muy tierna conmigo, era su hijo. Una mañana llegué inesperadamente al castillo de mis padres. Allí encontré a un joven, a quien al principio tomé por un extranjero, pero luego supe que era mi hermano. Era Kostaki, el hijo del adulterio, legitimado por un segundo matrimonio; Kostaki, la indomable criatura que viste, para quien son leyes sólo sus pasiones, que nada tiene por sagrado aquí abajo fuera de su madre, que me obedece como la tigresa obedece al brazo que la ha domado, pero rugiendo por siempre, en la vaga esperanza de poder devorarme un día. En el interior del castillo, en el hogar de los Brakovan y de los Waivady, yo soy aún el amo; pero fuera de este recinto, en la abierta campiña, él se convierte en el salvaje hijo de los bosques y de los montes, que quiere doblegarlo todo bajo su férrea voluntad. Cómo hoy él y sus hombres hicieron para ceder, no lo sé; quizá por antigua costumbre, o por un resto de respeto que me tienen. Pero no quisiera arriesgar otra prueba. Permanece aquí, no salgas de esta cámara, del patio, del castillo en suma, y respondo de todo; si das un paso fuera del castillo, no puedo prometerte otra cosa que hacerme matar por defenderte.

-¿No podré entonces -dije yo- según el deseo de mi padre, continuar el viaje hacia el convento de Sabastru?

-Obra, intenta, ordena, yo te acompañaré, pero quedaré en mitad del camino, y tú... tú ciertamente no alcanzarás la meta de tu viaje.

-Pero ¿qué hacer, entonces?

-Quédate aquí, aguarda, toma consejo de los hechos y aprovecha las circunstancias. Suponte haber caído en una caverna de bandidos, y que sólo tu valor podrá sacarte del apuro, tu calma salvarte. Mi madre, a despecho de la preferencia que concede a Kostaki, hijo de su amor, es buena y generosa. Por otra parte, es una Brankovan, vale decir una verdadera princesa. La verás: ella te defenderá de las brutales pasiones de Kostaki. Ponte bajo la protección de ella: sé cortés y te amará. Y en realidad (agregó él con expresión indefinible), ¿quién podría verte y no amarte? Ven ahora al comedor donde mi madre te espera. No demuestres fastidio ni desconfianza: habla polaco: aquí nadie conoce esta lengua; yo traduciré a mi madre tus palabras, y estate tranquila, que sólo diré aquello que sea conveniente decir. Sobre todo ni una palabra de cuanto te he revelado: nadie debe sospechar que estamos de acuerdo. Tú no sabes aún de cuánta astucia y disimulación es capaz el más sincero de entre nosotros. Ven.

Lo seguí por la escalera iluminada de antorchas de resina ardiendo, puestas dentro de manos de hierro que sobresalían del muro. Era evidente que aquella insólita iluminación había sido dispuesta para mí. Llegamos al comedor. Apenas Gregoriska hubo abierto la puerta de aquella sala, y pronunciado en el umbral una palabra en lengua moldava, que después supe significaba la extranjera, vino a nuestro encuentro una mujer de alta estatura. Era la princesa Brankovan. Tenía cabellos blancos entrelazados alrededor de la cabeza, la cual estaba cubierta de un gorro de cibelina, ornado de un penacho, signo de su origen principesco. Vestía una especie de túnica de brocado, el corpiño sembrado de piedras preciosas, sobrepuesta a una larga hopalanda de estofa turca, guarnecida de piel igual a la del gorro. Tenía en la mano un rosario de cuentas de ámbar, que hacía correr rápidamente entre los dedos. Junto a ella estaba Kostaki, vestido con el espléndido y majestuoso traje magiar, en el cual me pareció aún más extraño. Su traje estaba compuesto de una sobrevesta de velludo negro, de ancha mangas, que le caía hasta debajo de la rodilla, calzones de casimir rojo, y los largos cabellos de color negro tirando a azulado le caían sobre el cuello desnudo, rodeado solamente por la orla blanca de una fina camisa de seda. Me saludó torpemente, y pronunció en moldavo algunas palabras para mí ininteligibles.

-Puedes hablar en francés, hermano mío -dijo Gregoriska-; la señora es polaca y comprende esta lengua.

Entonces Kostaki dijo en francés algunas palabras casi tan incomprensibles para mí como las que pronunciara en moldavo; pero la madre, tendiendo gravemente el brazo, interrumpió a los dos hermanos. Aparecía claro que intimaba a sus hijos que esperaran a que sólo ella me recibiera. Comenzó entonces en lengua moldava un discurso de cumplimiento, al cual la movilidad de sus facciones daba un sentido fácil de explicarse. Me indicó la mesa, me ofreció una silla cerca de ella, señaló con un gesto la casa toda, como diciendo que estaba a mi disposición, y, sentándose antes que los demás con benévola dignidad, hizo la señal de la cruz y pronunció una plegaria. Entonces cada uno ocupó su lugar propio, establecido por la etiqueta, Gregoriska cerca de mí. Como extranjera, yo había determinado que a Kostaki le tocara el puesto de honor junto a su madre Smeranda. Así se llamaba la condesa. También Gregoriska había mudado de vestimenta. Llevaba él igualmente la túnica magiar y los calzones de casimir, pero aquélla de color granate y estos turquíes. Tenía colgada del cuello una espléndida condecoración, el nisciam del sultán Mahmud. Los otros comensales de la casa cenaban en la misma mesa, cada uno en el sitio que le correspondía según el grado que ocupaba entre los amigos o los servidores. La cena fue triste: Kostaki no me dirigió nunca la palabra, si bien su hermano tuvo siempre la atención de hablarme en francés. La madre me ofrecía de todo con sus propias manos con ese ademán solemne que le era natural; Gregoriska había dicho la verdad: era una verdadera princesa. Luego de la cena, Gregoriska se acercó a su madre, y le explicó en lengua moldava el deseo que yo debía tener de estar sola, y cuán necesario me sería el reposo después de las emociones de aquella jornada. Smeranda hizo un gesto de aprobación, me tendió la mano, me besó en la frente, como lo hubiera hecho con una hija suya, y me deseó buena noche en su castillo. Gregoriska no se había engañado: yo ansiaba ardientemente aquel instante de soledad. Agradecí por eso a la princesa, quien me condujo hasta la puerta, donde me esperaban las dos mujeres que antes ya me acompañaran en mi cámara. Saludado que hube a la madre y a los dos hijos, volví a mi aposento, de donde saliera una hora antes.

El sofá estaba transformado en lecho. Otros cambios no se habían hecho. Agradecí a las mujeres: les hice comprender que me desvestiría sola, y ellas salieron en seguida con mil testimonios de respeto que querían significar tener órdenes de obedecerme en todo y por todo. Quedé sola en aquella inmensa cámara, que mi candela podía alumbrar apenas en parte. Era un singular juego de luces, una especie de lucha entre el resplandor trémulo de mi cirio y los rayos de la luna que pasaban a través de la ventana sin cortinados. Además de la puerta por la que entrara, y que caía sobre la escalera, habían otras dos en la cámara; pero sus gruesos cerrojos, que se cerraban por dentro, bastaban para tranquilizarme. Miré la puerta de entrada; también ella tenía medios de defensa. Abrí la ventana: daba sobre un abismo. Comprendí que Gregoriska había elegido aquella cámara calculadamente. De vuelta por fin a mi sofá, encontré sobre una mesita puesta junto a la cabecera una tarjeta doblada. La abrí y leí en polaco: Duerme tranquila: nada tienes que temer mientras permanezcas en el interior del castillo. Seguí el buen consejo, y como el cansancio vencía sobre las preocupaciones que me tenían desazonada, me acosté y en seguida me dormí.

Desde aquel momento quedaba fijada mi permanencia en el castillo y tenía principio el drama que voy a narrarles.

Los dos hermanos se enamoraron de mí, cada uno según su índole. Kostaki me confesó de improviso, al día siguiente, que me amaba, y declaró que sería suya y no de otro, y que me mataría antes que cederme a quienquiera que fuese. Gregoriska no me dijo nada, pero se mostró lleno de amor y de consideraciones conmigo. Para complacerme puso en práctica todos los medios de su refinada educación, todos los recuerdos de una juventud transcurrida en la más nobles Cortes de Europa. ¡Ay! No era cosa tan difícil pues ya el primer sonido de su voz me había acariciado el alma, y ya su primera mirada me había serenado el corazón. Al cabo de tres meses Kostaki me había repetido cien veces que me amaba, y yo lo odiaba; Gregoriska aún no me había dicho una palabra de amor y yo sentía que cuando él lo deseara sería toda suya.

Kostaki había renunciado a sus incursiones. Encerrado siempre en el castillo, había cedido momentáneamente el mando a un lugarteniente, quien de cuando en cuando venía a pedirle órdenes, y en seguida desaparecía. También Smeranda había concebido por mí una amistad apasionada, cuyas expresiones me causaban temor. Protegía ella visiblemente a Kostaki, y parecía celosa de mí más aún de lo que él lo fuera. Pero como no hablaba polaco ni francés, y yo no comprendía el moldavo, ella no tenía modo de insistir ante mí en favor de su hijo predilecto. Había sin embargo aprendido a decir en francés unas palabras que me repetía siempre cuando posaba sus labios en mi frente:

-¡Kostaki ama a Edvige!...

Un día recibí una noticia horrible que colmó mi desventura. Los cuatro hombres sobrevivientes del combate habían sido puestos en libertad y regresado a Polonia, prometiendo que uno de ellos, antes de que pasaran tres meses, volvería para darme noticias de mi padre. En efecto, una mañana se presentó de nuevo uno de ellos. Nuestro castillo había sido tomado, incendiado, destruido, y mi padre se había hecho matar defendiéndolo. En adelante estaba sola en el mundo. Kostaki redobló sus insinuaciones, y Smeranda sus ternuras; pero esta vez aduje como pretexto mi duelo por la muerte de mi padre. Kostaki insistió diciendo que cuanto más sola me encontraba tanto más necesidad tenía de apoyo, y su madre insistió al par y acaso más que él.

Gregoriska me había hablado del poder que los moldavos tienen sobre sí mismos, cuando no quieren que otros lean en su corazón. Él era un vivo ejemplo de ello. Estaba segurísima de su amor, y sin embargo, si alguien me hubiera preguntado en qué prueba se fundaba tal certidumbre, me habría sido imposible decirlo: nadie en el castillo había visto nunca que su mano tocara la mía, o que sus ojos buscaran los míos. Sólo los celos podían hacer clara a Kostaki la rivalidad del hermano, como sólo el amor que alimentaba yo por Gregoriska podía hacerme claro su amor. Sin embargo, lo confieso, me inquietaba mucho aquel poder de Gregoriska sobre sí mismo. Yo tenía fe en él, pero no bastaba; necesitaba ser convencida; cuando he aquí que una noche, de vuelta apenas en mi cámara, oí golpear levemente a una de las dos puertas que se cerraban por dentro. Por el modo de golpear adiviné que era una llamada amiga. Me acerqué, preguntando quién estaba allí.

-Gregoriska -contestó una voz cuyo acento no podía engañarme.

-¿Qué queréis de mí? -le pregunté toda temblorosa.

-Si tienes fe en mí -dijo Gregoriska- si me crees hombre de honor, ¿me permites una pregunta?

-¿Cuál?

-Apaga la luz como si te hubierais acostado, y de aquí en media hora, ábreme esta puerta.

-Vuelve dentro de media hora... -fue mi única respuesta.

Apagué la luz y aguardé. El corazón me palpitaba con violencia, pues comprendía que se trataba de un hecho importante. Transcurrió la media hora: oí golpear más levemente aún que la primera vez. Durante el intervalo había descorrido los cerrojos; no me quedaba pues sino abrir la puerta. Gregoriska entró, y sin que me dijera, cerré la puerta tras él y eché los cerrojos. Él permaneció un instante mudo e inmóvil, imponiéndome silencio con el gesto. Luego, cuando estuvo seguro de que ningún peligro nos amenazaba por el momento, me llevó al centro de la vasta cámara, y sintiendo, por mi temblor, que no habría podido sostenerme de pie, me buscó una silla. Me senté o más bien me dejé caer sobre el asiento.

-¡Dios mío! -le dije- ¿qué hay de nuevo, o por qué tantas precauciones?

-Porque mi vida, que no contaría para nada, y acaso también la tuya, dependen de la conversación que tendremos.

Amedrentada, le aferré una mano. Se la llevó él a los labios, mirándome como si quisiera pedir excusas por tanta audacia. Bajé yo los ojos, era un tácito consentimiento.

-Yo te amo -me dijo con aquella voz melodiosa como un canto- ¿me amas tú?

-Sí -le respondí.

-¿Y consentirías en ser mi mujer?

-Sí.

Llevó la mano a la frente con profunda expresión de felicidad.

-Entonces, ¿no rehusarás seguirme?

-Te seguiré doquiera.

-Pues comprenderás bien que no podemos ser felices sino huyendo de estos lugares.

-¡Oh sí! Huyamos -exclamé.

-¡Silencio -dijo él estremeciéndose-. ¡Silencio!

-Tienes razón.

Y me le acerqué.

-Escucha lo que he hecho -continuó Gregoriska- escucha por qué he estado tanto tiempo sin confesarte que te amaba. Quería yo, cuando estuviera seguro de tu amor, que nadie pudiera oponerse a nuestra unión. Yo soy rico, querida Edvige, inmensamente rico, pero como lo son los señores moldavos: rico en tierras, en ganados, en servidores. Ahora bien, he vendido por un millón, tierras, rebaños y campesinos al monasterio de Hango. Me han dado trescientos mil francos en muchas piedras preciosas, cien mil francos en oro, el resto en letras de cambio sobre Viena. ¿Te bastará un millón?

Le apreté la mano.

-Me hubiera bastado tu amor, Gregoriska, júzgalo tú.

-¡Bien! Escucha; mañana voy al monasterio de Hango para tomar mis últimas disposiciones con el superior. Él me tiene listos caballos que nos esperarán de las nueve de la mañana en adelante ocultos a cien pasos de castillo. Después de la cena, subirá de nuevo como hoy a tu cámara; como hoy apagarás la luz; como hoy entraré yo en tu aposento. Pero mañana, en vez de salir solo tú me seguirás, saldremos por la puerta que da sobre los campos, encontraremos los caballos, montaremos, y pasado mañana por la mañana habremos recorrido treinta leguas.

-¡Oh! ¡Por qué no será ya pasado mañana!

-¡Querida Edvige!

Gregoriska me apretó sobre el corazón, y nuestros labios se encontraron. ¡Oh! Lo había dicho él, yo había abierto la puerta de mi cámara a un hombre de honor; pero comprendió bien que si no le pertenecía en cuerpo le pertenecía en alma. Transcurrió la noche sin que pudiera cerrar los ojos. Me veía huir con Gregoriska, me sentía transportada por él como ya lo había sido por Kostaki: sólo que aquella carrera terrible, espantable, fúnebre, se trocaba ahora en un apuro suave y delicioso, al que la velocidad del movimiento agregaba deleite, pues también el movimiento veloz tiene un deleite propio... Nació el día. Bajé. Me pareció que el ademán con que me saludó Kostaki era aún más tétrico que de costumbre. Su sonrisa era irónica y amenazadora. Smeranda no me pareció cambiada. Durante la colación, Gregoriska ordenó sus caballos. Parecía que Kostaki no pusiera ni la mínima atención en aquella orden. Hacia las once Gregoriska nos saludó, anunciando que estaría de regreso recién a la noche, y rogando a su madre que no lo esperase a cenar: después, se volvió hacia mí y me rogó quisiera admitir sus excusas.

Salió. La mirada de su hermano lo siguió hasta cuando dejó la cámara, y en ese momento le brotó de los ojos un tal relámpago de odio que me estremecí. Pueden imaginarse con qué inquietud pasé aquel día. A nadie había confiado nuestros designios, a duras penas le hablé a Dios de ello en mis plegarias, y me parecía que todos los conocieran, que cada mirada puesta en mí pudiera penetrar y leer en lo íntimo de mi corazón... La cena fue un suplicio; hosco y taciturno, Kostaki, por costumbre, hablaba raramente: esta vez no dijo más que dos o tres palabras en moldavo a su madre, y siempre con tal acento que hacía estremecer. Cuando me levanté para subir a mi aposento, Smeranda, como de ordinario, me abrazó, y al abrazarme repitió aquella frase que desde ya ocho días no le saliera de la boca: ¡Kostaki ama a Edvige!

Esta frase me siguió como una amenaza hasta mi cámara, y aun allí me parecía que una voz fatal me susurrase al oído: ¡Kostaki ama a Edvige! Ahora el amor de Kostaki, me lo había dicho Gregoriska, equivalía a la muerte. Hacia las siete de la noche vi a Kostaki atravesar el patio. Se volvió para verme, pero me aparté para que no pudiera descubrirme. Estaba inquieta, pues por cuanto podía yo ver desde mi ventana, me parecía que él iba directamente hacia la caballeriza. Me arriesgué a correr los cerrojos de una de las puertas internas de mi cámara y pasar a la cámara vecina, desde donde podía ver todo lo que él estaba por hacer. Se dirigía, en efecto, hacia la caballeriza, y cuando hubo llegado a ella sacó él mismo su caballo favorito, ensillándolo de su propia mano con el cuidado de un hombre que da la mayor importancia a cada detalle. Vestía el mismo traje que cuando se me apareciera la vez primera, pero no llevaba otra arma que el sable. Cuando hubo ensillado el caballo, miró otra vez hacia la ventana de mi cámara. No habiéndome visto, saltó sobre la silla, se hizo abrir la misma puerta por la que saliera y debía volver su hermano, y se alejó a todo galope en dirección del monasterio de Hango. Se me apretó entonces terriblemente el corazón; un fatal presentimiento me decía que Kostaki iba al encuentro de su hermano. Estuve en la ventana hasta cuando pude distinguir el camino que, a un cuarto de legua de distancia del castillo, hacía un recodo a la izquierda y se perdía en el comienzo de un bosque. Pero la noche se tornaba cada vez más cerrada, y pronto no pude distinguir más el camino.

Me quedé todavía.

Finalmente, la inquietud que me atormentaba renovó, precisamente por exceso, mis fuerzas, y pues las primeras noticias, de uno o de otro hermano, debían llegarme en la sala inferior, bajé.

Miré ante todo Smeranda. En la tranquilidad de su rostro advertí que no tenía ninguna aprensión; daba órdenes para la acostumbrada cena, y los cubiertos de los hermanos estaban en los lugares habituales. No me atreví a interrogar a nadie. Por otra parte, ¿a quién hubiera podido dirigirme? En el castillo ninguno, excepto Kostaki y Gregoriska, hablaban las dos lenguas que yo sabía. Me sobresaltaba al mínimo rumor. Por costumbre, nos poníamos a la mesa a las nueve.

Había bajado a la sala a las ocho y media, y seguía con la mirada la aguja de los minutos, cuyo avance era casi visible sobre el amplio cuadrante del reloj. La viajera aguja transitó la distancia que nos separaba del cuarto de hora.

El cuarto golpeó, y las vibraciones resonaron profundas y tristes; en seguida, la aguja continuó su girar silencioso, y la vi recorrer de nuevo la distancia con la regularidad y la lentitud de la punta de un compás. Algunos minutos antes de dar las nueve me pareció oír el pataleo de un caballo en el patio. Lo oyó también Smeranda, y volvió el rostro hacia la ventana: pero la noche era demasiado oscura para poder distinguir objeto alguno. ¡Oh! Si me hubiera mirado en aquel momento, cuán presto habría adivinado lo que pasaba en mi corazón...

Se había oído el patalear de un solo caballo, y era cosa muy natural, pues estaba yo bien segura de que habría regresado un solo caballero. ¿Pero cuál? Resonaron algunos pasos en la antecámara; pasos lentos, como los de un hombre que camina hesitando: cada uno de ellos me parecía transitarme el corazón. La puerta se abrió, y en la oscuridad vi delinearse una sombra.

La sombra se detuvo un instante en la puerta; el corazón se me quedó en suspenso. La sombra avanzó, y a medida que entraba en el círculo de la luz, recobraba yo el aliento.

Reconocí a Gregoriska. Algunos momentos más, y el corazón se me quebraba. Reconocí a Gregoriska, pero estaba pálido como un cadáver. Con sólo verle se podía adivinar que había acontecido algo terrible.

-¿Eres tú, Kostaki? -preguntó Smeranda.

-No, madre mía -contestó Gregoriska con sorda voz.

-¡Ah, al fin! -dijo ella- ¿y desde cuándo acá toca a tu madre esperarte?

-Madre mía -dijo Gregoriska mirando la péndola- apenas son las nueve.

Y efectivamente en ese mismo momento sonaron las nueve.

-Es verdad -dijo Smeranda-. ¿Dónde está tu hermano?

A pesar mío se presentó en mi mente el pensamiento de que Dios había hecho la misma pregunta a Caín. Gregoriska no contestó.

-¿Nadie ha visto hasta ahora a Kostaki? -preguntó Smeranda.

El vatar, o sea el mayordomo, fue a informarse.

-Hacia las siete -dijo él de regreso- el conde ha estado en las caballerizas, ha ensillado con propia mano su caballo, y ha partido por el camino de Hango.

En ese instante mis ojos se encontraron con los de Gregoriska. No sé si fue realidad o alucinación, pero me pareció notar una gota de sangre en medio de su frente. Me llevé lentamente el dedo a la frente indicando el punto donde creía yo ver aquella mancha, Gregoriska me comprendió: sacó el pañuelo y se secó.

-Sí, sí -murmuró Smeranda- habrá encontrado algún lobo u oso, y se habrá entretenido en perseguirlo. He aquí por qué un hijo hace esperar a su madre. ¿Dónde le has dejado, Gregoriska?

-Madre mía -respondió éste con voz conmovida pero firme- mi hermano y yo no hemos salido juntos.

-Bien -dijo Smeranda-. Vamos a la mesa, cada uno póngase en su lugar, y luego ciérrense las puertas; quien esté afuera, dormirá afuera.

Las dos primeras partes de estas órdenes fueron estrictamente ejecutadas. Smeranda se puso en su lugar, Gregoriska se sentó a su diestra, yo a su siniestra. Después los servidores salieron para cumplir la tercera parte de las órdenes, es decir para cerrar las puertas del castillo. En ese momento mismo se escuchó un gran estrépito en el patio, y un servidor entró espantado diciendo:

-Princesa, ha entrado en este instante al patio el caballo del conde Kostaki, solo y por entero cubierto de sangre.

-¡Oh! -murmuró Smeranda levantándose pálida y amenazadora- de tal modo volvió una noche al castillo el caballo de su padre.

Dirigió una mirada a Gregoriska: no estaba pálido ya, estaba lívido. El caballo del conde Koproli, en efecto, había regresado una noche al castillo todo manchado de sangre, y una hora después los servidores encontraron y trajeron el cuerpo del amo cubierto de heridas. Smeranda tomó una antorcha de manos de un criado, se acercó a la puerta y abriéndola bajó al patio. El caballo, espantado, era retenido trabajosamente por tres o cuatro servidores que hacían toda clase de esfuerzos para tranquilizarlo. Smeranda se aproximó al animal, examinó la sangre que cubría la silla y vio una herida en su testuz.

-Kostaki fue muerto de frente -dijo ella- en duelo y por un solo enemigo. Busquen su cuerpo, hijos míos, más tarde buscaremos al homicida.

Así como el caballo había entrado por la puerta de Hango, todos los servidores se precipitaron afuera por ella, y se vieron sus antorchas perderse en la campiña y entrar en lo profundo del bosque, como en una hermosa noche de estío se ven centellear las luciérnagas en la llanura de Niza o de Pisa.

Smeranda, como si hubiera estado segura de que la búsqueda no duraría mucho, aguardó enhiesta en la puerta. Ni una lágrima humedecía las mejillas de aquella madre desolada, sin embargo se veía que la desesperación rugía tempestuosa en lo profundo de su corazón... Gregoriska estaba detrás de ella, y yo cerca de Gregoriska. Al abandonar la sala, pareció querer ofrecerme su brazo, pero no se había atrevido a hacerlo. De ahí en cerca de un cuarto de hora se vio aparecer en el recodo del camino una antorcha, luego una segunda, una tercera, y finalmente se distinguieron todas. Sólo que ahora, en vez de dispersarse estaban agrupadas en torno a un centro común. Ese centro era, como bien pronto se pudo advertir, unas parihuelas1 con un hombre tendido sobre ellas. El fúnebre cortejo avanzaba lentamente, pero al cabo de diez minutos quienes lo llevaban se descubrieron instintivamente la cabeza, y taciturnos entraron en el patio, donde fue depositado el cuerpo. Entonces, con un majestuoso gesto, Smeranda ordenó que se le abriera paso, y acercándose al cadáver puso una rodilla en tierra ante él, apartó los cabellos que le formaban un velo sobre el rostro, y estuvo contemplándolo largamente, sin derramar una lágrima. Le abrió luego la vestimenta moldava y apartó camisa ensangrentada. La herida se hallaba en la parte diestra del pecho. Debía haber sido hecha con una hoja recta y de dos filos. Recordé haber visto esa mañana misma al costado de Gregoriska el largo cuchillo de caza que servía de bayoneta a su carabina. Busqué con los ojos el arma: no estaba ya allí. Smeranda se hizo llevar agua, mojó en ella su pañuelo y lavó la llaga. Una sangre pura y tibia todavía enrojeció los labios de la herida. El espectáculo que tenía bajo los ojos era a un tiempo atroz y sublime. Aquella vasta cámara ahumada por las antorchas de resina, aquellos rostros bárbaros, aquellos ojos centelleantes de ferocidad, aquellos ropajes singulares, aquella madre que, a la vista de la sangre aun cálida, calculaba cuánto tiempo hacía que la muerte arrebatara a su hijo, aquel profundo silencio interrumpido sólo por los sollozos de los bandidos cuyo jefe era Kostaki, todo eso, repito, tenía en sí algo de atroz y de sublime. Smeranda acercó sus labios a la frente de su hijo, y se levantó; en seguida, echándose a las espaldas las largas trenzas de blancos cabellos que se le habían desunido:

-¡Gregoriska! -dijo.

Gregoriska se estremeció, sacudió la cabeza y saliendo de su atonía:

-Madre mía -respondió.

-Ven aquí, hijo mío, y escúchame.

Gregoriska obedeció, temblando, pero obedeció.

A medida que se aproximaba al cuerpo de Kostaki, la sangre brotaba de la herida más abundante y más roja. Afortunadamente Smeranda no miraba más hacia aquel lado, pues a la vista de aquella sangre no habría tenido ya necesidad de buscar el asesino.

-Gregoriska -dijo ella- bien sé que Kostaki y tú no se miraban con buenos ojos, bien sé que tú eres un Waivady por parte de tu padre, y él un Koproli por parte del suyo, pero por parte de madre son ambos de la sangre de los Brankovan. Sé que tú eres un hombre de ciudad occidental y él un hijo de las montañas orientales; pero por el seno que los llevó a ambos, son hermanos. ¡Pues bien! Gregoriska, quiero saber si mi hijo será llevado a yacer junto a la tumba de su padre sin que haya sido pronunciado el juramento, si yo en fin podré llorar tranquila, como mujer, descansando en ti, vale decir en un hombre, para el castigo.

-Dime, señora, el nombre del homicida, y ordena; te juro que dentro de una hora, si tú lo exiges, habrá dejado de vivir.

-¿Juras so pena de mi maldición, lo has entendido, hijo mío? ¿Juras que el asesino morirá, que no dejarás piedra sobre piedra de su casa: que su madre, sus hijos, sus hermanos, su mujer o su prometida perecerán por tu mano? Júralo, y, al jurarlo, invoca sobre ti la cólera celeste si faltas a la sacra promesa. Si faltas a esta sacra promesa, padecerás la miseria, la execración de los amigos, la maldición de tu madre.

Gregoriska extendió la mano sobre el cadáver, y:

-¡Juro que el asesino morirá -dijo.

A aquel singular juramento, cuyo verdadero sentido yo sola y el muerto quizá podíamos comprender, vi o creí ver cumplirse un horrendo prodigio. Los ojos del cadáver se abrieron, se fijaron sobre mí más vivos cual nunca los viera, y, como si aquella mirada hubiera sido palpable, sentí penetrarme hasta el corazón un hierro candente. No resistí tanto dolor, y me desvanecí.

Cuando recobré los sentidos me encontré acostada sobre el lecho de mi cámara: una de las dos mujeres velaba cerca de mí. Pregunté dónde estaba Smeranda; me fue contestado que velaba junto al cuerpo de su hijo. Pregunté dónde estaba Gregoriska: se me dijo que en el monasterio de Hango.

Ahora no era preciso huir: ¿no había muerto Kostaki? No se debía ya hablar de boda, ¿podía yo casarme con el fratricida? Transcurrieron así tres días y tres noches en medio de extraños sueños. En la vigilia y en el sueño veía siempre aquellos dos ojos vivos en ese rostro de muerto: era una visión horrenda. Kostaki debía ser sepultado al tercer día.

Por la mañana me fue traído de parte de Smeranda un vestido completo de viuda. Me lo puse y bajé. La casa parecía vacía, todos estaban en la capilla. Me encaminé hacia ella, y al tiempo que trasponía su umbral, vino a mi encuentro Smeranda a quien no había visto desde hacia tres días.

Se hubiera dicho que era la imagen del Dolor. Con lento movimiento como el de una estatua, posó sobre mi frente sus helados labios, y con voz que parecía salir ya de la tumba, pronunció las habituales palabras; ¡Kostaki te ama!... No se pueden imaginar el efecto que produjeron en mí aquellas palabras. Esa protesta de amor expresada en presente en vez de en pasado, que decía te ama, y no ya te amaba; ese amor de ultratumba que venía a buscarme en la vida, hizo sobre mi corazón una impresión terrible. Al mismo tiempo se apoderaba de mí un extraño sentimiento, tal como si fuera verdaderamente la mujer de aquel que había muerto, no la prometida del vivo. Aquel ataúd me atraía a mi pesar, dolorosamente, como la sierpe atrae al pajarillo por ella fascinado.

Busqué con los ojos a Gregoriska; lo vi pálido y enhiesto contra una columna: miraba hacia lo alto. No sé decir si me vio. Los monjes del convento de Hango rodeaban el cuerpo cantando salmos del rito griego, a veces armoniosos, con frecuencia monótonos. También yo hubiera querido orar, pero la plegaria expiraba en mis labios; mi mente estaba tan confusa que me parecía antes bien presenciar un consistorio de demonios que una reunión de monjes. Cuando fue sacado el cuerpo de allí, quise seguirlo, pero desfallecieron mis fuerzas. Sentí doblárseme las piernas, y me apoyé en la puerta. Entonces Smeranda se me acercó e hizo una seña a Gregoriska. Este se aproximó. Smeranda me habló en moldavo:

-Mi madre me ordena repetirte palabra por palabra lo que va a decir -me expresó Gregoriska.

Smeranda habló de nuevo; cuando hubo terminado:

-He aquí las palabras de mi madre -dijo él-: Lloras a mi hijo, Edvige, tu lo amabas, ¿verdad? Te agradezco las lágrimas y tu amor; de ahora en adelante tienes una patria, una madre, una familia. Derramemos las muchas lágrimas debidas a los muertos, luego seamos de nuevo dignas ambas de aquel que ya no es... ¡yo su madre, tú su mujer! Adiós, vuelve a tu cámara; yo acompañaré a mi hijo hasta su última morada; cuando regrese, me encerraré en mi estancia con mi dolor, y me volverás a ver sólo cuando lo haya vencido; quédate tranquila, mataré este dolor, porque no quiero que me mate a mí.

A estas palabras de Smeranda, traducidas por Gregoriska, no pude responder sino con un gemido. Subí a mi cámara: el fúnebre cortejo se alejó, y lo vi desaparecer en el ángulo del camino. El convento de Hango estaba a sólo media legua de distancia del castillo en línea recta; pero los obstáculos del suelo hacían dar muchas vueltas al camino, de modo que se empleaban dos horas en recorrer aquel espacio. Era el mes de noviembre. Las jornadas se habían tornado frías y breves, y a las cinco ya era noche oscura. Hacia las siete vi reaparecer las antorchas; el cortejo fúnebre había regresado. El cadáver reposaba en la tumba de sus padres; todo estaba concluido.

Les dije ya en qué singular pesadilla vivía presa luego del fatal suceso que nos sumergiera a todos en el duelo, y sobre todo después que viera reabrirse y fijarse sobre mí los ojos cerrados del muerto. La noche que siguió, oprimida por las emociones experimentadas durante el día, estaba aún más triste. Escuchaba sonar todas las horas del reloj del castillo, y a medida que el tiempo fugitivo me acercaba al momento en que había muerto Kostaki, me sentía cada vez más desconsolada. Sonaron las nueve menos cuarto. Entonces se apoderó de mí una extraña sensación. Me corría por todo el cuerpo un terror, un estremecimiento que me helaba; luego una especie de sueño invencible entorpecía mis sentidos, me oprimía el pecho, y me velaba los ojos. Tendí el brazo y fui a caer de espaldas sobre el lecho. Sin embargo no había perdido totalmente los sentidos como para que no pudiera oír como unos pasos acercándose a mi puerta, después me pareció abrirse la puerta, en seguida no vi ni escuché más nada. Sólo sentí un vivo dolor en el cuello. Luego de lo cual caí en profundo letargo.

Me desperté a medianoche; mi lámpara ardía aún; intenté levantarme, pero estaba tan débil que hube de repetir la tentativa dos veces. Finalmente logré superar mi debilidad, y como despierta sentía en el cuello el mismo dolor que experimentara en el sueño, me arrastré, apoyándome en el muro, hasta el espejo, y miré. Algo que semejaba la punzadura de un alfiler marcaba la arteria de mi cuello. Creí que algún insecto me hubiera picado durante el sueño, y como me sentía abatida por la extenuación, me acosté de nuevo y me dormí. A la mañana me desperté como de costumbre; pero entonces sentí una tal debilidad como la experimentara sólo una vez en mi vida, a la mañana siguiente de un día en que fuera sangrada. Me miré en el espejo, y me sorprendí de mi extraordinaria palidez. La jornada transcurrió triste y oscura; experimentaba yo una cosa singular; cuando me encontraba en un lugar sentía necesidad de quedarme allí: cualquier cambio de posición me fatigaba.

Llegada la noche, me trajeron la lámpara; mis mujeres, según podía yo comprender por sus gestos, se ofrecieron a quedarse conmigo. Se lo agradecí y salieron. A la misma hora que la noche precedente experimenté los mismos síntomas. Quise levantarme entonces y pedir ayuda; pero no pude llegar a la salida. Oí vagamente dar las nueve menos cuarto; los pasos resonaron, se abrió la puerta, pero yo no veía ni escuchaba nada, y, como la noche anterior, caí de espaldas sobre el lecho. Como el día anterior experimenté un dolor en el mismo sitio. Como el día anterior me desperté a medianoche; pero más pálida y más débil aún. Al día siguiente se renovó la horrible pesadilla.

Estaba decidida a bajar a la estancia de Smeranda por muy débil que me sintiera, cuando entró en la cámara una de mis mujeres y pronunció el nombre de Gregoriska. El joven la seguía. Intenté levantarme para recibirle; pero volví a caer en mi sillón. Él dio un grito al verme, y quiso lanzarse hacia mí; pero tuve la fuerza de tender el brazo hacia él.

-¿Qué vienes a hacer aquí? -le pregunté.

-¡Ay! -dijo él- ¡venía a decirte adiós! A decirte que abandono este mundo que me es insoportable sin tu amor y tu presencia; a anunciarte que me retiro al monasterio de Hango.

-Gregoriska -le respondí- estás privado de mi presencias, pero no de mi amor. ¡Ay! Te amo siempre, y mi mayor pena es que este amor sea en adelante casi un delito.

-Entonces, ¿puedo esperar que rogarás por mí, Edvige?

-Sí, pero no lo podré hacer por largo tiempo -repliqué yo con una sonrisa.

-¿Por qué no? Pero en verdad te veo muy abatida. Dime, ¿qué tienes? ¿Por qué tan pálida?

-Porque... Dios tiene ciertamente piedad de mí, y a él me llama.

Gregoriska se me acercó, me tomó una mano que no tuve fuerza de sustraerle, mirándome fijo al rostro:

-Esa palidez no es natural, Edvige -me dijo- ¿cuál es la causa?

-Si te la dijera, Gregoriska, creerías que estoy loca.

-No, no, habla, Edvige, te lo suplico; estamos en un país que no se parece a ningún otro país, en una familia que no se asemeja a ninguna otra familia. Dime, dímelo todo, te lo encarezco.

Se lo narré todo: la extraña alucinación que me poseía a la hora en que Kostaki debió morir; ese terror, ese letargo, ese frío glacial, esa postración que me hacía caer de espaldas sobre el lecho, ese ruido de pasos que me parecía oír, esa puerta que creía ver abrirse, y finalmente ese agudo dolor en el cuello seguido de una palidez y de una debilidad siempre crecientes. Creía yo que mi relato parecería a Gregoriska un comienzo de locura, y lo terminaba con una cierta timidez, cuando por el contrario advertí que me prestaba gran atención.

Cuando hube terminado de hablar, Gregoriska reflexionó un instante.

-¿De manera -preguntó él- que te duermes cada noche a las nueve menos cuarto?

-Sí, por muchos que sean los esfuerzos que haga para resistir al sueño.

-¿Y a esa misma hora crees ver abrirse la puerta?

-Sí, aunque eche el cerrojo.

-¿Y luego experimentas un agudo dolor en el cuello?

-Sí, aunque sea apenas visible la señal de la herida.

-¿Me permites ver?

Doblé la cabeza hacia atrás. Examinó él la cicatriz.

-Edvige -dijo Gregoriska después de un momento de reflexión-, ¿tienes confianza en mí?

-¿Me lo preguntas? -contesté.

-¿Crees en mi palabra?

-Como creo en el Evangelio.

-¡Bien! Edvige, por mi fe, te juro que no tienes ocho días de vida si no aceptas hacer, hoy mismo, lo que voy a decirte.

-¿Y si consiento?

-Si consientes, quizás te salves.

-¿Quizás? -él se calló-. Suceda lo que fuere, Gregoriska -continué diciendo yo- haré cuanto me ordenes hacer.

-Escucha entonces -dijo él- y ante todo no te espantes. En tu país, como en Hungría y en nuestra Rumanía, existe una tradición.

Temblé porque esa tradición ya había vuelto a mi memoria.

-¡Ah! ¿Sabes lo que quiero decir?

-Sí -contesté- en Polonia vi algunas personas padecer el horrendo hecho.

-Quieres hablar del vampiro, ¿no es verdad?

-Sí, niña aún, me sucedió ver desenterrar en el cementerio de una aldea perteneciente a mi padre cuarenta personas muertas en quince días, sin que se hubiera podido en ninguna ocasión acertar con la causa de su muerte. Diecisiete de esos cadáveres expusieron todos los signos de vampirismo, es decir fueron encontrados frescos como si hubieran estado vivos; los otros eran sus víctimas.

-¿Y qué se hizo para liberar de eso a la región?

-Se les clavó un palo en el corazón, y luego los quemaron.

-Sí, así se acostumbra hacer; pero para nosotros eso no basta. Para librarte de tu fantasma antes quiero conocerlo, y ¡por Dios! lo conoceré. Sí, y si es preciso, lucharé cuerpo a cuerpo con él, quienquiera fuere.

-¡Oh, Gregoriska! -exclamé espantada.

Dijo:

-Quienquiera que fuere, lo repito. Mas para llevar a buen fin esta terrible aventura, es necesario que hagas todo lo que te exigiré.

-Di.

-Estate preparada a las siete. Desciende a la capilla, pero desciende sola; es necesario que venzas a toda costa tu debilidad, Edvige. Allí recibiremos la bendición nupcial. Consiéntemelo, amada mía: para velar por ti. Luego subiremos de nuevo a esta cámara, y entonces veremos.

-¡Oh! Gregoriska -exclamé- ¡si es él, te matará!

-No temas, amada Edvige. Consiente solamente.

-Sabes bien que haré todo lo que quieras, Gregoriska.

-Entonces, hasta luego a la noche.

-Sí, haz lo que creas más oportuno, y te secundaré yo cuanto mejor pueda; adiós.

Se fue. Un cuarto de hora después vi a un caballero precipitarse a toda carrera por el camino del monasterio; era él.

Apenas le hube perdido de vista, caí de rodillas y oré, oré como ya no se reza en nuestras tierras sin fe, y aguardé a las siete, ofreciendo a Dios y a los santos el holocausto de mis pensamientos; no me levanté sino al sonar las siete. Estaba débil como una moribunda, pálida como una muerta. Me eché sobre la cabeza un gran velo negro, descendí la escalera, apoyándome en el muro, y me dirigí a la capilla sin encontrar a nadie.

Gregoriska me esperaba con el padre Basilio, prior del monasterio de Hango. Ceñía una espada santa, reliquia de un antiguo cruzado que asistiera a la toma de Constantinopla con Ville-Hardouin y Baldouin de Flandes.

-Edvige -dijo él golpeando con la mano su espada- con la ayuda de Dios, ésta romperá el encantamiento que amenaza tu vida. Acércate, pues, resueltamente; este santo hombre, que ya ha recibido mi confesión, recibirá nuestros juramentos.

Comenzó la ceremonia; quizá nunca otra fue más sencilla y a un tiempo más solemne. Nadie asistía al monje; él mismo nos puso sobre la cabeza las coronas nupciales. Vestidos ambos de luto, giramos en torno al altar con un cirio en la mano; luego el monje, tras pronunciar las sacras palabras, agregó:

Váyanse ahora, hijos míos, y el Señor les dé fuerza y valor para luchar contra el enemigo del humano género. Armados de la inocencia de ustedes y defendidos por Su justicia, vencerán al demonio. Vayan, y benditos sean.

Besamos los libros santos y salimos de la capilla. Entonces por vez primera me apoyé en el brazo de Gregoriska, y me pareció que al contacto de aquel fuerte brazo, de aquel noble corazón, volvía a mis venas la vida. Estaba segura del triunfo, porque Gregoriska estaba conmigo; subimos a mi cámara. Sonaban las ocho y media.

-Edvige -me dijo entonces Gregoriska- no tenemos tiempo que perder. ¿Quieres dormir, como de costumbre, para que todo suceda durante tu sueño, o bien permanecer desvelada y verlo todo?

-Junto a ti nada temo: quiero permanecer despierta y verlo todo.

Gregoriska extrajo de su pecho un boj2 bendito, húmedo aún de agua santa, y me lo dio:

-Toma entonces esta ramita -me dijo- acuéstate en tu lecho, recita las preces de la Virgen y aguarda sin temor. Dios está con nosotros. Cuida ante todo de no dejar caer la ramita; con ella podrás ordenar aun en el infierno. No me llames, no des ningún grito; reza, confía y aguarda.

Me acosté en el lecho. Crucé las manos sobre el seno, y puse sobre él la ramita bendecida. Gregoriska se ocultó tras del trono de que ya hablé. Contaba yo los minutos, y de seguro mi esposo hacía lo mismo. Sonaron los tres cuartos. Vibraba aún el tañir del martillo, cuando me sentí presa del mismo entorpecimiento, del mismo terror y del mismo frío glacial de los días precedentes; acerqué a mis labios la rama bendita, y aquella primera sensación se desvaneció. Oí entonces muy claro el ruido de aquel conocido paso lento y medido que subía los peldaños de la escalera y se aproximaba a la puerta. Luego la puerta se abrió despaciosamente, sin ruido, como empujada por sobrenatural fuerza, y entonces... -La voz se apagó a medias, casi sofocada en la garganta de la narradora-. Y entonces -continuó haciendo un esfuerzo- vi a Kostaki, pálido como se me apareciera en las parihuelas2; los largos cabellos negros, cayéndole sobre las espaldas, goteaban sangre; vestía como de costumbre, pero tenía descubierto el pecho y dejaba ver su sangrante herida. Todo estaba muerto, todo era cadáver... carne, ropas, porte... solamente los ojos, aquellos terribles ojos, estaban vivos.

Ante aquella aparición, ¡extraño es decirlo!, en vez de sentir duplicárseme el espanto, sentí crecerme el valor. Dios me lo enviaba de seguro para decidir mi situación y defenderme del infierno. Al primer paso que el espectro dio hacia mi lecho, le clavé intrépidamente los ojos en el rostro y le presenté la rama bendita. El espectro intentó avanzar, pero un poder más fuerte que él lo retuvo en el sitio. Se detuvo.

-¡Oh! -murmuró- ella no duerme, lo sabe todo.

Pronunció él estas palabras en lengua moldava, y sin embargo las comprendí yo como si hubieran sido pronunciadas en lengua por mí sabida.

Estábamos así uno frente al otro, el fantasma y yo, sin que pudiera apartar mis miradas de las suyas, cuando con el rabillo del ojo vi a Gregoriska salir detrás del baldaquino, semejante al ángel exterminador y con la espada en el puño. Se hizo la señal de la cruz con la mano siniestra, y avanzó lentamente con la espada tendida vuelta hacia el fantasma; éste, al ver al hermano, desenvainó también el sable soltando una horrible carcajada; pero apenas su sable tocó el hierro bendito, el brazo le cayó inerte junto al cuerpo. Kostaki exhaló un suspiro de rabia y desesperación.

-¿Qué quieres de mí? -preguntó al hermano.

-En nombre del Dios verdadero y viviente -dijo Gregoriska- te conjuro a que respondas.

-Habla -dijo el espectro rechinando los dientes.

-¿Te he tendido yo una emboscada?

-No.

-¿Te he asaltado yo?

-No.

-Te he herido yo?

-No.

-Te arrojaste tú mismo sobre mi espada y tú mismo corriste al encuentro de la muerte. Luego, ante Dios y los hombres no soy culpable yo del delito de fratricidio; luego no has recibido una misión divina sino infernal; luego has salido de tu tumba no como una sombra santa sino como un espectro maldito, y volverás a tu tumba.

-¡Con ella, sí! -exclamó Kostaki haciendo un supremo esfuerzo para apoderarse de mí.

-¡Volverás allá solo! -exclamó a su vez Gregoriska-. Esta mujer me pertenece.

Y al pronunciar tales palabras tocó con la punta del hierro bendito la llaga viva. Kostaki exhaló un grito como si le hubiera tocado una espada de fuego y, llevándose una mano al pecho, dio un paso atrás. Al mismo tiempo, Gregoriska, con un movimiento que parecía coordinado con el del hermano, dio un paso adelante; entonces, con los ojos fijos en los ojos del muerto, con la espada contra el pecho de su hermano, comenzó una marcha lenta, terrible, solemne. Era algo semejante al pasaje de don Juan y el comendador; el espectro retrocedía bajo la presión de la sacra espada, bajo la voluntad irresistible del campeón de Dios, que lo seguía paso a paso, sin pronunciar una palabra, ambos anhelantes, ambos lívidos del rostro, el vivo arrojando al muerto y obligándolo a abandonar el castillo, su anterior morada, para volver a la tumba, su morada futura... Lo aseguro, a fe mía, ¡era cosa horrenda de verse! Y sin embargo, yo misma, movida por una fuerza superior, invisible, desconocida, sin saber lo que hacía, me levanté y los seguí. Bajamos la escalera, iluminados sólo por las ardientes pupilas de Kostaki. Atravesamos la galería y el patio, y luego traspusimos la puerta siempre con el mismo paso medido, el espectro retrocediendo, Gregoriska con el brazo tendido, yo detrás de ellos.

Esta marcha fantástica duró una hora, pues era necesario volver el cadáver a su tumba; pero en vez de seguir el camino acostumbrado, Kostaki y Gregoriska atravesaron el terreno en línea recta, cuidándose poco de los obstáculos, que para ellos ya no existían; ante ellos el suelo se allanaba, los torrentes se secaban, los árboles se apartaban, las rocas se abrían. El mismo milagro se operaba para mí: sólo que el cielo me parecía todo cubierto de un negro velo, las lunas y las estrellas habían desaparecido y en medio de las tinieblas sólo veía resplandecer los ojos llameantes del vampiro. Llegamos de tal modo a Hango y pasamos a través del seto vivo de madroños que servía de cerco al cementerio. Apenas entrada, distinguí entre las sombras la tumba de Kostaki, junto a la de su padre, no sabía que estuviera allí y sin embargo la reconocí. Nada me era desconocido en aquella noche.

Gregoriska se detuvo al borde de la fosa abierta.

-Kostaki -dijo él- aun no está todo terminado para ti, y una voz del cielo me avisa que puede concebirse el perdón si te arrepientes; ¿prometes retornar a la tumba?, ¿no salir de ella más?, ¿consagrar a Dios el culto que consagraste al infierno?.

-¡No! -respondió Kostaki.

-¿Te arrepientes? -preguntó Gregoriska.

-¡No!

-Por última vez, ¿te arrepientes?

-¡No!

-¡Bien! Invoca la ayuda de Satanás, como invoco yo la de Dios, y veremos quién saldrá esta vez aún victorioso.

Resonaron simultáneamente dos gritos; los hierros se cruzaron despidiendo centellas, y la lucha duró un minuto que me pareció un siglo. Kostaki cayó; vi alzarse la terrible espada de su hermano, introducírsela en el cuerpo, y clavar ese cuerpo sobre la tierra recién removida. Un último grito que nada tenía de humano se alzó por el aire. Acudí: Gregoriska estaba en pie, pero vacilante. Le di apoyo con mis brazos.

-¿Estás herido? -le pregunté ansiosamente.

-No -me respondió- pero en tal duelo, querida Edvige, la lucha, no la herida, mata. He luchado con la muerte, y a ella pertenezco.

-Amigo, amigo -exclamé- aléjate de aquí y acaso vuelvas a la vida.

-No, ésta es mi tumba, Edvige, pero no perdamos tiempo; toma un poco de esta tierra impregnada de su sangre y aplícala a la mordedura que te hizo; es el único medio que puede preservarte en el porvenir de su horrendo amor.

Obedecí temblando. Me incliné para recoger aquella tierra sanguinosa, y al doblarme vi el cadáver clavado al suelo: la espada bendita le atravesaba el corazón, y una sangre oscura le brotaba abundante de la herida, como si hubiera muerto en aquel momento.

Amasé un poco de tierra con la sangre, y apliqué a mi herida el espantoso talismán.

-Ahora, mi adorada Edvige -dijo Gregoriska con voz semiapagada- escucha bien mi último consejo. Abandona el país apenas te sea posible. Sólo la distancia es una seguridad para ti. El padre Basilio recibió hoy mi suprema voluntad y la cumplirá. ¡Edvige, un beso! ¡El último, el único beso! ¡Edvige, me muero!

Y así diciendo, Gregoriska cayó junto al hermano.

En cualquier otra circunstancia, en medio de aquel cementerio, cerca de aquella tumba abierta, con aquellos dos cadáveres yaciendo uno junto al otro, hubiera enloquecido; pero como dije ya, Dios me había inspirado una fuerza igual a los acontecimientos, de los que él me hacía no sólo testigo sino también actriz. Mientras miraba a mi alrededor en busca de ayuda, vi abrirse la puerta del monasterio y avanzar los monjes de a dos conducidos por el padre Basilio, llevando cirios ardientes y cantando las preces de difuntos. El padre Basilio había llegado hacía poco al convento, y previendo lo sucedido, se dirigía al cementerio con toda la congregación. Me encontró viva cerca de los dos muertos. Una última convulsión había retorcido el rostro de Kostaki; Gregoriska en cambio estaba tranquilo y casi sonriente. Fue sepultado, como lo deseara él, junto al hermano, el cristiano junto al maldito. Smeranda, cuando tuvo noticia de la nueva desdicha, quiso verme, fue a buscarme al convento de Hango, y supo de mis labios cuanto había acontecido en aquella tremenda noche.

Le referí todos los detalles de la fantástica historia, pero ella me escuchó, como ya me escuchara Gregoriska, sin mostrar estupor ni espanto.

-Edvige -me contestó ella después de un instante de silencio- por muy extraño que sea lo que me has narrado, dijiste sólo la verdad. La estirpe de los Brankovan está maldita hasta la tercera y cuarta generación, porque un Brankovan mató a un sacerdote. El término de la maldición ha llegado, pues tú, aunque esposa, eres virgen, y en mí se extingue el linaje. Si mi hijo te ha dejado en herencia un millón, tómalo. Después de mi muerte, salvo los píos legados que tengo la intención de hacer, recibirás el resto de mis bienes. Y ahora sigue el consejo de tu esposo. Vuelve lo más presto que puedas a aquellas tierras donde Dios no permite que se cumplan tan horrendos prodigios. No necesito de nadie para llorar conmigo a mis hijos. Mi dolor quiere soledad. Adiós, no me tengas ya en cuenta. Mi suerte futura me pertenece a mí sola y a Dios.

Y luego de besarme en la frente como de costumbre, me dejó y fue a encerrarse en el castillo de Brankovan.

Ocho días después partí para Francia. Como lo esperara Gregoriska, mis noches no fueron turbadas ya por el terrible fantasma. Se restableció mi salud, y de aquel suceso no me quedó otro recuerdo fuera de esta palidez mortal que suele acompañar hasta la tumba a toda humana criatura que haya sufrido el beso de un vampiro".


Alejandro Dumas