Rubén Darío
" Ven, cierra la puerta, siéntate junto al fuego de la chimenea, que la noche es fría, y seguro que estás cansado; acomódate y disfruta de una de tantas historias, que como cada noche vas a poder escuchar aquí..."
El Recolector de Historias
jueves, 31 de diciembre de 2009
"Thanatopía"
"-Mi padre fue el célebre doctor John Leen, miembro de la Real Sociedad de Investigaciones Psíquicas, de Londres, y muy conocido en el mundo científico por sus estudios sobre el hipnotismo y su célebre Memoria sobre el Old. Ha muerto no hace mucho tiempo. Dios lo tenga en gloria. (James Leen vació en su estómago gran parte de su cerveza y continuó):-Os habéis reído de mí y de lo que llamáis mis preocupaciones y ridiculeces. Os perdono porque, francamente, no sospecháis ninguna de las cosas que no comprende nuestra filosofía en el cielo y en la tierra, como dice nuestro maravilloso William. No sabéis que he sufrido mucho, que sufro mucho, aun las más amargas torturas, a causa de vuestras risas... Sí, os repito: no puedo dormir sin luz, no puedo soportar la soledad de una casa abandonada; tiemblo al ruido misterioso que en horas crepusculares brota de los boscajes en un camino; no me agrada ver revolar un mochuelo o un murciélago; no visito, en ninguna ciudad, los cementerios; me martirizan las conversaciones sobre asuntos macabros, y cuando las tengo, mis ojos aguardan para cerrarse, al amor del sueño, que la luz aparezca.Tengo horror de.. ¡oh Dios! de la muerte. Jamás me harían permanecer en una casa donde hubiese un cadáver, así fuese el de mi más amado amigo. Mirad: esa palabra es la más fatídica de las que existen en cualquier idioma: cadáver. Os habéis reído, os reís de mí: sea. Pero permitidme que os diga la verdad de mi secreto. Yo he llegado a la República Argentina, prófugo, después de haber estado cinco años preso, secuestrado miserablemente por el doctor Leen, mi padre, el cual, si era un gran sabio, sospecho que era un gran bandido. Por orden suya fui llevado a la casa de salud; por orden suya, pues, temía quizás que algún día me revelase lo que él pretendía tener oculto. Lo que vais a saber, porque ya me es imposible resistir el silencio por más tiempo.Os advierto que no estoy borracho. No he sido loco. Él ordenó mi secuestro, porque... Poned atención.(Delgado, rubio, nervioso, agitado por un frecuente estremecimiento, levantaba su busto James Leen, en la mesa de la cervecería en que, rodeado de amigos, nos decía esos conceptos. ¿Quién no le conoce en Buenos Aires? No es un excéntrico en su vida cotidiana. De cuando en cuando suele tener esos raros arranques. Como profesor, es uno de los más estimables en uno de nuestros principales colegios, y, como hombre de mundo, aunque un tanto silencioso, es uno de los mejores elementos jóvenes de los famosos cinderellas dance. Así prosiguió esa noche su extraña narración, que no nos atrevimos a calificar de fumisterie, dado el carácter de nuestro amigo. Dejamos al lector la apreciación de los hechos.)-Desde muy joven perdí a mi madre, y fui enviado por orden paternal a un colegio de Oxford. Mi padre, que nunca se manifestó cariñoso conmigo, me iba a visitar de Londres una vez al año al establecimiento de educación en donde yo crecía, solitario en mi espíritu, sin afectos, sin halagos. Allí aprendí a ser triste. Físicamente era el retrato de mi madre, según me han dicho, y supongo que por esto el doctor procuraba mirarme lo menos que podía. No os diré más sobre esto. Son ideas que me vienen. Excusad la manera de mi narración.Cuando he tocado ese tópico me he sentido conmovido por una reconocida fuerza. Procurad comprenderme. Digo, pues, que vivía yo solitario en mi espíritu, aprendiendo tristeza en aquel colegio de muros negros, que veo aún en mi imaginación en noches de luna. ¡Oh cómo aprendí entonces a ser triste! Veo aún, por una ventana de mi cuarto, bañados de una pálida y maleficiosa luz lunar, los álamos, los cipreses -¿por qué había cipreses en el colegio?- y a lo largo del parque, viejos Términos carcomidos, leprosos de tiempo, en donde solían posar las lechuzas que criaba el abominable septuagenario y encorvado rector -¿para qué criaba lechuzas el rector?- Y oigo, en lo más silencioso de la noche, el vuelo de los animales nocturnos y los crujidos de las mesas y una media noche, os lo juro, una voz: James. ¡Oh voz!Al cumplir los veinte años se me anunció un día la visita de mi padre. Alegréme, a pesar de que instintivamente sentía repulsión por él: alegréme, porque necesitaba en aquellos momentos desahogarme con alguien, aunque fuese con él. Llegó más amable que otras veces, y aunque no me miraba frente a frente, su voz sonaba grave, con cierta amabilidad. Yo le manifesté que deseaba, por fin, volver a Londres, que había concluido mis estudios; que si permanecía más tiempo en aquella casa, me moriría de tristeza. Su voz resonó grave, con cierta amabilidad para conmigo:-He pensado, cabalmente, James, llevarte hoy mismo. El rector me ha comunicado que no estás bien de salud, que padeces de insomnios, que comes poco. El exceso de estudios es malo, como todos los excesos. Además, quería decirte, tengo otro motivo para llevarte a Londres. Mi edad necesita un apoyo y lo he buscado. Tienes una madrastra, a quien he de presentarte y que desea ardientemente conocerte. Hoy mismo vendrás, pues, conmigo. ¡Una madrastra! Y de pronto se me vino a la memoria mi dulce y blanca y rubia madrecita, que de niño me amó tanto, me mimó tanto, abandonada casi por mi padre, que se pasaba noches y días en su horrible laboratorio, mientras aquella pobre y delicada flor se consumía. ¡Una madrastra! Iría yo, pues, a soportar la tiranía de la nueva esposa del doctor Leen, quizá una espantable bluestocking, o una cruel sabihonda, o una bruja. Perdonad las palabras. A veces no sé ciertamente lo que digo, o quizá lo sé demasiado.No contesté una sola palabra a mi padre, y, conforme con su disposición tomamos el tren que nos condujo a nuestra mansión de Londres.Desde que llegamos, desde que penetré por la gran puerta antigua, a la que seguía una escalera oscura que daba al piso principal, me sorprendí desagradablemente: no había en casa uno solo de los antiguos sirvientes. Cuatro o cinco viejos enclenques, con grandes libreas flojas y negras, se inclinaban a nuestro paso, con genuflexiones tardías, mudos. Penetramos al gran salón. Todo estaba cambiado: los muebles de antes estaban substituidos por otros de un gusto seco y frío. Tan solamente quedaba en el fondo del salón un gran, retrato de mi madre, obra de Dante Gabriel Rossetti, cubierto de un largo velo de crespón.Mi padre me condujo a mis habitaciones, que no quedaban lejos de su laboratorio. Me dio las buenas tardes. Por una inexplicable cortesía, preguntéle por mi madrastra. Me contestó despaciosamente, recalcando las sílabas con una voz entre cariñosa y temerosa que entonces yo no comprendía:-La verás luego. Que la has de ver es seguro, James. Adiós.- Ángeles del Señor, ¿por qué no me llevasteis con vosotros? Y tú, madre, madrecita mía? my sweet Lily, ¿por qué no me llevaste contigo en aquellos instantes? Hubiera preferido ser tragado por un abismo o pulverizado por una roca, o reducido a ceniza por la llama de un relámpago.Fue esa misma noche, sí. Con una extraña fatiga de cuerpo y de espíritu, me había echado en el lecho, vestido con el mismo traje de viaje. Como en un ensueño, recuerdo haber oído acercarse a mi cuarto a uno de los viejos de la servidumbre, mascullando no sé qué palabras y mirándome vagamente con un par de ojillos estrábicos que me hacían el efecto de un mal sueño. Luego vi que prendió un candelabro con tres velas de cera. Cuando desperté a eso de las nueve, las velas ardían en la habitación. Lavéme. Mudéme. Luego sentí pasos, apareció mi padre. Por primera vez, ¡por primera vez!, vi sus ojos clavados en los míos. Unos indescriptibles ojos, os lo aseguro; unos ojos como no habéis visto jamás, ni veréis jamás: unos ojos con una retina casi roja, como ojos de conejo; unos ojos que os harían temblar por la manera especial con que miraban.-Vamos hijo mío, te espera tu madrastra. Está allá, en el salón. Vamos.Allá, en un sillón de alto respaldo, como una silla de coro, estaba sentada una mujer.Ella...Y mi padre:-¡Acércate, mi pequeño James, acércate!Me acerqué maquinalmente. La mujer me tendía la mano. Oí entonces, como si viniese del gran retrato, del gran retrato envuelto en crespón, aquella voz del colegio de Oxford, pero muy triste, mucho más triste: ¡James!Tendí la mano. El contacto de aquella mano me heló, me horrorizó. Sentí hielo en mis huesos. Aquella mano rígida, fría, fría. Y la mujer no me miraba. Balbuceé un saludo, un cumplimiento. Y mi padre:-Esposa mía, aquí tienes a tu hijastro, a nuestro muy amado James. Mírale, aquí le tienes; ya es tu hijo también.- Y me miró. Mis mandíbulas se afianzaron una contra otra. Me poseyó el espanto: aquellos ojos no tenían brillo alguno. Una idea comenzó, enloquecedora, horrible, horrible, a aparecer clara en mi cerebro. De pronto, un olor, olor... ese olor, ¡madre mía! ¡Dios mío! Ese olor -no os lo quiero decir- porque ya lo sabéis, y os protesto: lo discuto aún ; me eriza los cabellos.Y luego brotó de aquellos labios blancos, de aquella mujer pálida, pálida, pálida, una voz, una voz como si saliese de un cántaro gemebundo o de un subterráneo:-James, nuestro querido James, hijito mío, acércate; quiero darte un beso en la frente, otro beso en los ojos, otro beso en la boca...No pude más. Grité:— ¡Madre, socorro! ¡Ángeles de Dios, socorro! ¡Potestades celestes, todas, socorro! ¡Quiero partir de aquí pronto, pronto; que me saquen de aquí!Oí la voz de mi padre:-¡Cálmate, James! ¡Cálmate, hijo mío! Silencio, hijo mío.-No -grité más alto, ya en lucha con los viejos de la servidumbre . Yo saldré de aquí y diré a todo el mundo que el doctor Leen es un cruel asesino; que su mujer es un vampiro; ¡que está casado mi padre con una muerta!"
Rubén Darío
Rubén Darío
miércoles, 30 de diciembre de 2009
"William Wilson"
"Qué dices de ella?¿Qué dices de la conciencia torva, ese espectro en mi sendero? Chamberlayne, Pharronida. Permitan que, por el momento, me presente como William Wilson. La página inmaculada que tengo ante mí no debe mancillarse con mi verdadero nombre. Éste ya ha sido el exagerado objeto del escarnio, horror y odio de mi estirpe. ¿Los vientos indignados, no han esparcido su incomparable infamia por las regiones más distantes del globo? ¡Oh, paria, el más abandonado de todos los exiliados! ¿No estás definitivamente muerto para la tierra? ¿No estás muerto para sus honores, para sus flores, para sus doradas ambiciones? Y una nube densa, lúgubre, limitada, ¿no flota eternamente entre tus esperanzas y el cielo?Aunque pudiese, no quisiera registrar hoy, ni aquí, la narración de mis últimos años de indecible desdicha y de crimen imperdonable. Esa época (esos años recientes) llegaron subitamente al cénit de la depravación, cuyo origen es lo único que en el presente me propongo señalar. Por lo común, los hombres caen gradualmente en la vileza. En mi caso, en un sólo instante, toda virtud se desprendió de mi cuerpo como si fuera un sudario. De una maldad comparativamente trivial pasé, con el paso de un gigante, a enormidades peores que las de un Heliogábalo. Acompáñenme en el relato de la oportunidad, del único acontecimiento que provocó una maldad semejante. La muerte se acerca, y la sombra que la precede ha ejercido un influjo tranquilizador sobre mi espíritu. Al atravesar el valle de las penumbras, anhelo la comprensión -casi dije la piedad- de mis semejantes. Desearía que creyeran que, en cierta medida, he sido esclavo de circunstancias que exceden el control humano. Desearía que, en los detalles que daré, buscaran algún pequeño oasis de fatalidad en un páramo de errores. Desearía que admitieran -y no pueden menos que hacerlo- que aunque hayan existido tentaciones igualmente grandes, el hombre no ha sido jamás así tentado y, sin duda, jamás así cayó. ¿Será por eso que nunca sufrió de esta manera? En realidad, ¿no habré vivido en un sueño? ¿No me muero ahora víctima del horror y del misterio de las más enloquecidas visiones sublunares?Soy descendiente de una estirpe cuya imaginación y temperamento fácilmente excitable la destacó en todo momento; y desde la más tierna infancia di muestras de haber heredado plenamente el carácter de la familia. A medida que avanzaba en años, ese carácter se desarrolló con más fuerza y se convirtió por muchos motivos en causa de grave preocupación para mis amigos, y de acusado perjuicio para mí. Crecí con voluntad propia, entregado a los más extravagantes caprichos, y víctima de las más incontrolables pasiones. Pobres de espíritu, mentalmente débiles y asaltados por enfermedades constitucionales análogas a las mías, mis padres poco pudieron hacer para contener las malas predisposiciones que me distinguían. Algunos esfuerzos flojos y mal dirigidos terminaron en un completo fracaso para ellos y, naturalmente, en un triunfo total para mí. De allí en adelante mi voz fue ley en esa casa; y a una edad en que pocos niños han abandonado los andadores, quedé a merced de mi propia voluntad y me convertí, de hecho, si no de derecho, en dueño de mis actos.Mis más tempranos recuerdos de la vida escolar se relacionan con una casa isabelina, amplia e irregular, en un pueblo de Inglaterra cubierto de niebla, donde se alzaban innumerables árboles nudosos y gigantescos, y donde todas las casas eran excesivamente antiguas. En verdad, esa vieja y venerable ciudad era un lugar de ensueño, propicio para la paz del espíritu. En este mismo momento, en mi fantasía, percibo el frío refrescante de sus avenidas profundamente sombreadas, inhalo la fragancia de sus mil arbustos, y me vuelvo a estremecer con indefinible deleite ante el sonido hueco y profundo de la campana de la iglesia que quebraba, cada hora, con su hosco y repentino tañido, el silencio de la melancólica atmósfera en la que el recamado campanario gótico se engastaba y dormía.Tal vez el mayor placer que me es dado alcanzar hoy en día sea el demorarme en recuerdos de la escuela y todo lo que con ella se relaciona. Empapado como estoy por la desgracia -una desgracia, ¡ay! demasiado real- se me perdonará que busque alivio, aunque leve y efímero, en la debilidad de algunos detalles por vagos que sean. Esos detalles, triviales y hasta ridículos en sí mismos, asumen en mi imaginación una extraña importancia por estar relacionados con una época y un lugar en donde reconozco la presencia de las primeras ambiguas admoniciones del destino que después me envolvieron tan completamente en su sombra. Permítanme, entonces, que recuerde.Ya he dicho que la casa era antigua e irregular. Se erguía en un terreno extenso y un alto y sólido muro de ladrillos, coronado por una capa de cemento y de vidrios rotos, rodeaba la propiedad. Esta muralla, semejante a la de una prisión, era el límite de nuestros dominios; lo que había más allá sólo lo veíamos tres veces por semana: una vez los sábados a la tarde cuando, acompañados por dos preceptores, se nos permitía realizar un breve paseo en grupo a través de alguno de los campos vecinos; y dos veces durante el domingo, cuando marchábamos de modo igualmente formal a los servicios matinales y vespertinos de la iglesia del pueblo. El director de la escuela era también el pastor de la iglesia. ¡Con qué profunda sorpresa y perplejidad lo contemplaba yo desde nuestros bancos lejanos, cuando con paso solemne y lento subía al púlpito! Ese hombre reverente, de semblante tan modestamente benigno, de vestiduras tan brillosas y clericalmente ondulantes, de peluca minuciosamente empolvada, rígida y enorme... ¿podía ser el mismo que poco antes, con rostro amargo y ropa manchada de rapé, administraba, férula en mano, las leyes draconianas de la escuela? ¡Oh, gigantesca Paradoja, demasiado monstruosa para tener solución!En un ángulo de la voluminosa pared rechinaba una puerta aun más voluminosa. Estaba remachada y tachonada con tomillos de hierro y coronada con picas dentadas del mismo metal. ¡Qué impresión de profundo temor inspiraba! Nunca se abría, salvo para las tres salidas y regresos mencionados; por eso, en cada crujido de sus enormes goznes encontrábamos la plenitud del misterio, un mando de asuntos para solemnes comentarios o para aun más solemnes meditaciones.El extenso muro era de forma irregular, con abundantes recesos espaciosos. De éstos, tres o cuatro de los más grandes constituían el campo de juegos. El piso estaba nivelado y cubierto de grava fina y dura. Recuerdo bien que no tenía árboles, ni bancos, ni nada parecido. Por supuesto que quedaba en la parte posterior de la casa. En el frente había un pequeño cantero, plantado con boj y otros arbustos; pero a través de esta sagrada división sólo pasábamos en contadas ocasiones, como el día de llegada o el de partida del colegio o quizás, cuando algún padre o amigo nos pasaba a buscar y nos íbamos alegremente a disfrutar de la Navidad o de las vacaciones de verano a nuestras casas.¡Pero la casa! ¡Qué extraño era aquel viejo edificio! Y para mí, ¡qué palacio encantado! Realmente sus recovecos eran infinitos, así como sus incomprensibles subdivisiones. En cualquier momento resultaba difícil afirmar con seguridad en cuál de sus dos pisos nos hallábamos.Entre un cuarto y otro siempre había tres o cuatro escalones que subían o bajaban. Además, las alas laterales eran innumerables -inconcebibles- y volvían de tal modo sobre sí mismas que nuestras ideas más exactas con respecto a la casa en sí, no diferían demasiado de las que teníamos sobre el infinito. Durante los cinco años de mi residencia, nunca pude cerciorarme con precisión de en qué remoto lugar estaban situados los pequeños dormitorios que nos habían asignado a mí y a otros dieciocho o veinte alumnos.El aula era el cuarto más grande de la casa -y desde mi punto de vista- el más grande del mundo entero. Era muy largo, angosto y desconsoladoramente bajo, con puntiagudas ventanas góticas y cielo raso de roble. En un ángulo remoto y aterrorizante había un cerramiento cuadrado de unos ocho o diez pies, allí se encontraba el sanctum donde rezaba "entre una clase y otra" nuestro director, el reverendo doctor Bransby. Era una estructura sólida, de puerta maciza, y antes de abrirla en ausencia del "dómine" hubiéramos preferido morir por la peine forte et dure. En otros ángulos había dos cerramientos similares sin duda mucho menos reverenciados, pero no por eso menos motivo de terror. Uno de ellos era la cátedra del preceptor "clásico", otro el correspondiente a "inglés y matemáticas". Dispersos por el salón, entrecruzados en interminable irregularidad, había innumerables bancos y pupitres, negros, viejos, carcomidos por el tiempo, tapados por pilas de libros manoseados, y tan cubiertos de iniciales, nombres completos, figuras grotescas y otros múltiples esfuerzos del cortaplumas, que habían perdido lo poco que en lejanos días les quedaba de su forma original. En un extremo del salón había un inmenso balde de agua, y en el otro un reloj de formidables dimensiones.Encerrado entre las macizas paredes de esta venerable academia, pasé sin tedio ni disgustos los años del tercer lustro de mi vida.El fecundo cerebro de la infancia no requiere que lo ocupen o diviertan los sucesos del mundo exterior; y la monotonía aparentemente lúgubre de la escuela estaba repleta de excitaciones más intensas que las que mi juventud obtuvo del lujo, o mi edad madura del crimen. Sin embargo debo creer que mi primitivo desarrollo mental ya salía de lo común... y hasta tenía mucho de outré. Por lo general, los acontecimientos de la infancia no dejan un recuerdo definido en el hombre maduro. Todo se parece a una sombra grisácea, -un recuerdo débil e irregular- una evocación indistinta de pequeños placeres y fantasmagóricos dolores. Pero en mi caso no es así. En la infancia debo haber sentido con la energía de un hombre lo que ahora encuentro estampado en mi memoria con imágenes tan vívidas, tan profundas y tan duraderas como los exergos de las medallas cartaginesas.Y sin embargo -desde un punto de vista mundano- ¡qué poco había allí para recordar! Despertar por la mañana, el llamado nocturno a acostarse, los estudios, los recitados; las vacaciones periódicas y los paseos; el campo de juegos con sus peleas, sus pasatiempos, sus intrigas... todo eso que por obra de un hechizo mental totalmente olvidado después, llegaba a abarcar una multitud de sensaciones, un mundo de ricos incidentes, un universo de variadas emociones, de la más apasionada y entusiasta excitación. "¡Oh, le bon temps, que ce siècle de fer!"En verdad, el ardor, el entusiasmo y mi naturaleza imperiosa pronto me destacaron de mis condiscípulos y suave, pero naturalmente, fui ganando ascendiente sobre todos los que no eran mucho mayores que yo; sobre todos... con una única excepción. La excepción fue un alumno que sin ser pariente mío, llevaba mi mismo nombre y apellido; una circunstancia poco destacable porque pese a mi ascendencia noble, el mío era uno de. esos apellidos comunes que, desde tiempos inmemoriales, parecen haber pasado a ser propiedad de la plebe. En este relato me he denominado William Wilson, nombre ficticio, pero no muy distinto del verdadero. Sólo mi tocayo, entre los que según la fraseología del colegio formaban nuestro "grupo", se atrevía a competir conmigo en el estudio, -en los deportes y rencillas del campo de juegos- negándose a creer ciegamente en mis afirmaciones y a someterse a mis deseos... en una palabra, pretendía oponerse a mi arbitraria dictadura. Si existe en la tierra un despotismo supremo e ilimitado es el despotismo que ejerce en la juventud una mente superior sobre los espíritus menos enérgicos de sus compañeros.La rebeldía de Wilson era para mí una fuente de la mayor perplejidad; tanto más cuando pese a la bravuconería con que trataba en público tanto a él como a sus pretensiones, secretamente le temía y no podía menos que pensar que la igualdad que mantenía conmigo tan fácilmente era una prueba de su verdadera superioridad; porque no ser superado me costaba una lucha permanente. Sin embargo, esa superioridad -y aún esa igualdad- en realidad nadie más que yo la reconocía; nuestros compañeros, por una inexplicable ceguera, ni siquiera parecían sospecharla. Lo cierto es que su competencia, su resistencia y sobre todo su impertinente y tozuda interferencia en mis propósitos, eran tan dolorosas como poco evidentes. Era como si careciera tanto de la ambición que estimula, como de la apasionada energía mental que me permitía destacarme. Parecía que su rivalidad sólo se debía al caprichoso deseo de contradecirme, asombrarme o mortificarme; aunque había momentos en que yo no podía menos que observar, con una mezcla de asombro, humillación y resentimiento, que Wilson mezclaba sus injurias, sus insultos o sus contradicciones con un muy inapropiado y sin duda inoportuno modo afectuoso. Yo sólo podía concebir ese singular comportamiento como el producto de una consumada suficiencia que adoptaba el tono vulgar de la condescendencia y la protección.Quizás fuera este último rasgo en la conducta de Wilson, junto con nuestros nombres idénticos y la simple coincidencia de haber ingresado el mismo día en la escuela, lo que, entre los alumnos de los cursos superiores, dio pábulo a la idea de que éramos hermanos. Porque los estudiantes mayores, por lo general, no se informan en detalle de los asuntos de los menores. Ya he dicho, o debí decir, que Wilson no estaba ni remotamente emparentado con mi familia. Pero con seguridad, de haber sido hermanos, hubiéramos sido mellizos; porque después de egresar de la escuela del doctor Bransby, me enteré por casualidad de que mi tocayo había nacido el diecinueve de enero de 1813 y esta es una coincidencia bastante notable, pues se trata precisamente del día de mi natalicio.Tal vez parezca extraño que, pese a la continua ansiedad que me causaban la rivalidad de Wilson y su intolerable espíritu de contradicción, de alguna manera no podía resolverme a odiarlo. Sin duda, casi todos los días manteníamos una discusión en la que me cedía públicamente la palma de la victoria, aunque de alguna manera me hacía sentir que era él quien la merecía; sin embargo, una sensación de orgullo de mi parte, y una gran dignidad de la suya, nos mantenía siempre en lo que se ha dado en llamar "buenas relaciones", mientras en muchos aspectos nuestros temperamentos congeniaban, despertando en mí un sentimiento que sólo nuestras respectivas posturas impedían que madurara en amistad. Me resulta verdaderamente difícil definir y aun describir mis verdaderos sentimientos hacia él. Eran una mezcla abigarrada y heterogénea; cierta petulante animosidad, que no llegaba a ser odio, cierta estima, un respeto mayor aun, mucho temor y un mundo de inquietante curiosidad. Para los moralistas, será innecesario agregar, además, que Wilson y yo éramos compañeros inseparables.Sin duda esta anómala relación que existía entre nosotros era lo que me llevaba a atacarlo (y los ataques eran muchos, francos o encubiertos) por medio de la burla o de las bromas pesadas (que duelen aunque parezcan una simple diversión) en lugar de convertirse en una seria y decidida hostilidad. Pero mis esfuerzos en ese sentido no siempre resultaban exitosos, aunque concibiera mis planes con mucha astucia; porque el carácter de mi tocayo poseía esa modesta y silenciosa austeridad del que, aunque goce de sus propias bromas afiladas, no posee en sí mismo un talón de Aquiles y se niega totalmente a ser objeto de una burla. Sólo pude encontrarle un punto vulnerable, debido a una peculiaridad de su persona y ocasionado quizá por una enfermedad constitucional, que hubiese relegado a cualquier otro antagonista menos exasperado que yo; mi rival tenía un defecto en las cuerdas vocales que le impedía levantar la voz más allá de un susurro apenas audible. Y yo no dejé de aprovechar las pobres ventajas que ese defecto me proporcionaba.Las represalias de Wilson eran muchas; pero había una que me perturbaba más allá de toda medida. Jamás pude saber cómo descubrió con tanta sagacidad que algo tan insignificante me ofendería; pero una vez que lo supo, no dejó de asestármela. Yo siempre había experimentado aversión por mi poco elegante apellido y ni nombre de pila tan común que era casi plebeyo. Esos nombres eran veneno Para mis oídos y cuando, el día de mi llegada, se presentó un segundo William Wilson en la academia, me indigné con él por llevar tal nombre y me disgusté doblemente con el apellido debido a que lo llevaba un extraño el cual sería motivo de una doble repetición, que estaría constante en mi presencia y cuyas actividades en la rutina del colegio, a causa de esa odiosa coincidencia, muchas veces serían confundidas con las mías.Este sentimiento de vejación así engendrado fue creciendo con cada circunstancia que tendiera a revelar un parecido moral o físico entre mi rival y yo. Entonces todavía no había descubierto el hecho notable de que fuésemos de la misma edad, pero noté que éramos de la misma estatura y percibí una singular semejanza en nuestras facciones y aspecto físico. También me amargaba que entre los alumnos de las clases superiores se rumoreara que éramos parientes. En una palabra, nada podía molestarme más (aunque lo disimulara escrupulosamente) que cualquier alusión a un parecido intelectual, personal o familiar entre nosotros. Pero en realidad no tenía motivos para creer que (con excepción de un parentesco y en el caso del mismo Wilson) que estas similitudes fueran comentadas u observadas siquiera por nuestros compañeros. Me resultaba evidente que él las observaba en todos sus aspectos y con tanta claridad como yo, pero que en tales circunstancias hubiera sido capaz de descubrir tan fructífero campo de ataque, sólo puede ser atribuible, como ya dije, a su extraordinaria perspicacia.Su táctica consistía en perfeccionar una imitación de mi persona, tanto en palabras como en hechos, y Wilson desempeñaba admirablemente su papel. Mi forma de vestir era fácil de copiar; se apropió sin dificultad de mi manera de caminar y de mis actitudes, y a pesar de su defecto constitucional, ni siquiera mi voz escapó a su imitación. Por supuesto que no intentaba imitar mis tonos más fuertes, pero la tonalidad general de mi voz era idéntica; y su extraño susurro llegó a convertirse en el eco mismo de mi voz.No me aventuraré a describir hasta dónde me exasperaba este minucioso retrato (porque con justicia no podía tildarse de caricatura). Me quedaba un consuelo: por lo visto era el único que notaba la imitación y sólo tenía que soportar las sonrisas cómplices y misteriosamente sarcásticas de mi tocayo. Satisfecho de haber provocado en mí el efecto esperado, parecía reír en secreto por el aguijón que acababa de clavarme y desdeñaba el aplauso general que fácilmente podría haber obtenido con sus astutas maniobras. Durante muchos meses fue un enigma indescifrable para mí que la totalidad del colegio no advirtiera sus designios, no percibiera sus intenciones, ni comprobara su cumplimiento, y participara de su burla. Tal vez la gradación de su máscara la hizo menos perceptible; o posiblemente debí mi seguridad a la maestría del imitador que desdeñando la letra (que es todo lo que ven los obtusos en una pintura) sólo ofrecía en pleno el espíritu del original para mi contemplación y tormento.Ya he hablado más de una vez del desagradable aire protector que Wilson asumía con respecto a mí, y de sus frecuentes y oficiosas interferencias que se interponían en mi voluntad. Esta interferencia muchas veces adoptaba la desagradable forma de un consejo, consejo más insinuado que abiertamente ofrecido. Yo lo recibía con una repugnancia que se fue acentuando con los años. Y, sin embargo, en este día tan lejano, permítaseme el acto de justicia de reconocer que no recuerdo ocasión alguna en la que las sugerencias de mi rival me incitaran a los errores o tonterías tan habituales en esa edad inmadura e inexperta: si no su talento o su sabiduría mundana. por lo menos su sentido moral y su sensatez eran mucho más agudos que los míos; y hoy en día, yo hubiera podido ser un hombre mejor, y por lo tanto más feliz, de haber rechazado con menos frecuencia los consejos encerrados en esos susurros que en ese momento odiaba cordialmente y despreciaba con amargura.Como sea, acabé por impacientarme en extremo ante esa desagradable supervisión y cada día me sentía más agraviado por lo que consideraba su intolerable arrogancia. He dicho ya que durante nuestros primeros años de relación como condiscípulos, mis sentimientos hacia Wilson bien podrían haber madurado en una amistad; pero en los últimos meses de mi residencia en la academia, aunque su impertinencia hubiera disminuido, sin duda, en alguna medida, mis sentimientos se trocaron en similar proporción; en odio más profundo. Creo que en una ocasión él lo percibió, y desde entonces me evitó, o simuló evitarme.Si mal no recuerdo, en esa misma época tuvimos un violento altercado durante el que Wilson perdió la calma hasta un punto mayor que otras veces, y habló y actuó con una franqueza nada común en su carácter. En ese momento descubrí, o creí descubrir en su tono, en su aire, y en su apariencia general, algo que al principio me sorprendió y luego me interesó profundamente, trayendo a mi recuerdo veladas visiones de mi primera infancia: vehementes, confusos y tumultuosos recuerdos de un tiempo en que la memoria misma aún no había nacido. Sólo logro describir la sensación que me oprimía diciendo que me resultó difícil rechazar la convicción de haber estado vinculado en alguna época muy lejana con ese ser que permanecía de pie ante mí... una vinculación en algún punto infinitamente remoto del pasado. Sin embargo la ilusión se desvaneció con la misma rapidez con que había llegado, y si la refiero es para precisar el día en que mantuve la última conversación con mi extraño tocayo en la academia.La enorme casa vieja, con sus innumerables subdivisiones, tenía varios cuartos contiguos de gran tamaño donde dormía la mayoría de los estudiantes. Como sucede inevitablemente en un edificio tan mal proyectado, había asimismo una cantidad de cuartos de menor tamaño, verdaderas sobras de la estructura, y que el ingenio económico del doctor Bransby también había habilitado como dormitorios; pese a que por su tamaño tan reducido no pudieran alojar más que a un sólo individuo. Wilson ocupaba uno de esos cuartos pequeños.Una noche, hacia el final de mi quinto año en la escuela e inmediatamente después del altercado que acabo de mencionar, cuando todos dormían, me levanté, y lámpara en mano me interné por interminables pasillos angostos rumbo al dormitorio de mi rival. Hacía mucho que planeaba hacerle una de esas perversas bromas pesadas, hasta ese momento siempre infructuosas. Tenía intenciones de llevar a cabo de inmediato mi plan, y decidí que Wilson percibiera toda su malicia Al llegar a su cuarto, entré en silencio, y dejé afuera la lámpara cubierta con una pantalla. Avancé un paso y escuché el sonido de su respiración tranquila. Seguro de que dormía, volví a tomar la lámpara y me aproximé con ella a la cama. Ésta se hallaba rodeada de pesadas cortinas; siguiendo con mi plan, las aparté con lentitud y en silencio hasta que rayos de luz iluminaron de golpe al durmiente, mientras mis ojos se clavaban en su cara. Lo miré, e instantáneamente quedé petrificado, helado. Respiré con dificultad, me temblaban las rodillas y mi espíritu era presa de un horror sin sentido, pero intolerable. Jadeando, aproximé aún más la lámpara a su cara. ¿Eran esos... ésos, los rasgos de William Wilson? Veía sin duda que eran los suyos, pero me estremecía como presa de un ataque de fiebre al imaginar que no lo eran. ¿Qué había en ellos para confundirme de tal manera? Lo miré fijo mientras mi cerebro era presa de un torbellino de pensamientos incoherentes. No era esa su apariencia -seguramente no era ésa- cuando estaba despierto. ¡El mismo nombre! ¡La misma figura! ¡El mismo día de llegada a la academia! ¡Y después su obstinada e insensata imitación de mi manera de caminar, mi voz, mis costumbres y actitudes! ¿Estaría en verdad, dentro de los límites de las posibilidades humanas que lo que ahora veía fuese meramente el resultado de su constante y sarcástica imitación? Despavorido y cada vez más tembloroso apagué la lámpara, salí en silencio del cuarto y abandoné en el acto los salones de esa vieja academia a la que no regresaría jamásDespués de pasar algunos meses holgazaneando en casa, me hallé convertido en un estudiante de Eton. El breve intervalo transcurrido bastó para debilitar el recuerdo de los acontecimientos ocurridos en la academia del doctor Bransby, o por lo menos para modificar los sentimientos que esos recuerdos me inspiraban. La verdad -la tragedia- del drama, ya no existían. Ahora podía dudar de la evidencia de mis sentidos, y las pocas veces que recordaba el episodio me sorprendían los extremos a que puede llegar la credulidad humana y sonreía ante la fuerza de la imaginación que poseía por herencia. Dado el género de vida que empecé a llevar en Eton era lógico que este escepticismo no decreciera. El vórtice de locura irreflexiva en el que inmediata y temerariamente me sumergí, barrió con todo lo que no fuera el pasado reciente ahogando de inmediato toda impresión sólida o seria y dejando en mi recuerdo tan sólo las cosas más triviales de mi vida anterior.No deseo, sin embargo, trazar aquí el curso de este miserable libertinaje, un libertinaje que desafiaba las leyes y eludía la vigilancia de la institución. Transcurrieron tres años de locura que no me dejaron ningún provecho, sino que arraigaron en mí los vicios y, de manera insólita, aumentaron mi estatura corporal. En ese tiempo, después de una semana de tonta disipación, invité a un grupo de los estudiantes más disolutos a una orgía secreta en mis habitaciones. Nos encontramos ya avanzada la noche, porque nuestra orgía debía prolongarse fielmente hasta la mañana. Corría con libertad el vino, y no faltaban otras seducciones tal vez más peligrosas; cuando el gris de la aurora apenas se perfilaba en el este, nuestro extravagante delirio estaba en su punto más alto. Excitado hasta la locura por las cartas y el alcohol, yo insistía en un brindis especialmente blasfemo cuando de repente atrajo mi atención la puerta que se entreabría con violencia, y la voz ansiosa de un criado. Decía que una persona me reclamaba con desesperada urgencia en el vestíbulo.Salvajemente excitado por el vino, la inesperada interrupción me alegró en lugar de sorprenderme. Salí tambaleante y en pocos pasos estuve en el vestíbulo del edificio. En ese lugar, estrecho y bajo, no había lámpara, y sólo la pálida claridad del amanecer se abría paso por la ventana semicircular. Al transponer el umbral percibí la presencia de un joven casi de mi misma estatura, que vestía una bata de casimir blanco, cortada al nuevo estilo, como la que llevaba yo puesta en ese momento. La débil luz me permitió percibirlo, pero no alcancé a distinguir los rasgos de su cara. Al verme entrar, vino presuroso a mi encuentro y tomándome del brazo con un gesto de petulante impaciencia, me murmuró al oído las palabras:-¡William Wilson!Recuperé en el acto la sobriedad.En los modales del desconocido, y en el temblor de su dedo suspenso entre mis ojos y la luz, había algo que me llenó de indescriptible asombro; pero no fue eso lo que me conmovió con mayor violencia. Fue la solemne admonición que contenían aquellas palabras sibilantes pronunciadas en voz baja y singular; y por sobre todo, fue el carácter, el tono, el sonido de esas sílabas escasas, simples y familiares, pero susurradas, que llegaban a mí con mil turbulentos recuerdos de días pasados, y que golpearon mi alma con el impacto de una batería galvánica. Antes de que pudiera recobrar el uso de mis facultades, mi visitante había desaparecido.Aunque ese acontecimiento tuvo un vívido efecto sobre mi imaginación, fue también un efecto pasajero. Durante una semana me ocupé en hacer toda clase de investigaciones o me dejé envolver en una nube de especulaciones morbosas. No pretendí ocultar a mi percepción la identidad del singular individuo que con tanta perseverancia se inmiscuía en mis asuntos y que me acosaba con sus insinuados consejos. ¿Pero quién era y qué era ese Wilson? ¿De dónde venía? ¿Cuáles eran sus propósitos? Me resultó imposible encontrar una respuesta satisfactoria a estas preguntas; sólo alcancé a averiguar que un repentino accidente familiar lo obligó a abandonar la academia del doctor Bransby el mismo día de mi huida. Pero poco tiempo después dejé de pensar en el asunto; mi atención estaba completamente absorbida por el proyecto de ingresar en Oxford. Hacia allí pronto me trasladé; mis padres, en su irreflexiva vanidad, me proporcionaron un vestuario y una pensión anual que me permitirían disfrutar a mi antojo del lujo, ya tan caro a mi corazón, y rivalizar en despilfarro con los más altivos herederos de los más opulentos ducados de Gran Bretaña.Excitado por tantos medios para fomentar el vicio, mi temperamento se desbordó con renovado ardor, y en la loca infatuación de mis francachelas mancillé las más elementales normas de decencia. Pero sería absurdo detenerme en los detalles de mis extravagancias. Baste decir que fui más despilfarrador que el mismo Herodes, y que dando nombre a una multitud de nuevas locuras, agregué un apéndice nada breve al largo catálogo de vicios entonces habituales en la más disoluta universidad de Europa.Sin embargo, resultaba casi increíble que pese a haber caído tan bajo mancillando mi condición de caballero, hubiera de llegar a familiarizarme con el vil arte del jugador profesional y que, habiéndome convertido en adepto de esa ciencia despreciable, la practicara con frecuencia, corno un medio de aumentar aún más mis enormes rentas a expensas de mis compañeros más débiles de carácter. Sin embargo, esa era la verdad. Y la misma enormidad de esta ofensa contra todos los sentimientos varoniles y honorables demostraba, más allá de toda duda, la principal ya que no la única razón de la impunidad con que la cometía. ¿Quién, entre mis más desenfrenados camaradas, no hubiera preferido dudar del testimonio de sus sentidos antes de sospechar culpable de semejante vileza al alegre, al franco, al generoso William Wilson -el más noble y liberal compañero de Oxford- ese cuyas locuras (según decían sus parásitos) eran sólo las locuras de la juventud y de la fantasía, cuyos errores no eran más que caprichos inimitables, cuyos vicios más negros eran sólo descuidadas y atrevidas extravagancias?Había estado dos años exitosamente entregado a estas actividades cuando llegó a la Universidad un joven noble, un parvenu de apellido Glendinning -tan rico como Herodes Atico según los rumores- y cuyas riquezas también habían sido fácilmente obtenidas. Pronto me di cuenta de que era un simple y, naturalmente, lo consideré un sujeto adecuado para poner a prueba mis habilidades. Lo invité a jugar con frecuencia y, con la habitual artimaña del tahúr, le permití ganar sumas considerables para envolverlo más eficazmente en mis redes. Una vez maduros mis planes, me encontré con él (decidido a que esa partida fuera la última y decisiva) en las habitaciones de un compañero llamado Preston, amigo por igual de ambos pero que, para hacerle justicia, no abrigaba la más remota sospecha de mis intenciones. Para mayor disimulo, conseguí reunir un grupo de ocho a diez personas y me las ingenié para que la propuesta de jugar a las cartas pareciera accidental y la sugiriera la misma víctima. Para no prolongar un tema tan vil, no omití ninguna de las acostumbradas y delicadas bajezas de situaciones similares, hasta tal punto repetidas que sorprende que todavía existan seres tan tontos que caigan en la trampa.Dilatamos el juego hasta altas horas de la noche y por fin llevé a cabo la maniobra gracias a la cual Glendinning quedaba como mi único adversario. El juego también era mi preferido: el écarté. El resto de los invitados, interesados por nuestra partida, abandonó sus propias cartas y nos rodeó. El parvenú, a quien al principio de la noche logré inducir a beber en abundancia, mezclaba las cartas, las repartía y jugaba con una nerviosidad que su ebriedad sólo en parte podía explicar. En poco rato se convirtió en mi deudor por una importante suma y entonces, después de beber un gran trago de oporto, hizo lo que yo fríamente esperaba: me propuso doblar nuestras ya extravagantes apuestas. Simulé una enorme renuencia y recién cuando mis repetidas negativas le provocaron algunas réplicas coléricas, que me acusaban de cobarde, acepté la propuesta. El resultado, por supuesto, no hizo más que demostrar hasta qué punto había caído la presa en mis redes: en menos de una hora, su deuda se cuadruplicó. Hacía rato que el semblante de Glendinning perdía el tinte rubicundo provocado por el vino; pero ahora, para mi sorpresa, percibí en él una palidez verdaderamente espantosa. Aseguro que me sorprendió, porque en respuesta a mis ansiosas averiguaciones, Glendinning me había sido presentado como inmensamente rico, y las sumas que ya llevaba perdidas, aunque importantes en sí mismas, supuse que no podían incomodarlo seriamente, y mucho menos afectarlo con tal violencia. Lo primero que pensé era que estaba agobiado por el vino que acababa de beber; y más por mantener mi reputación a los ojos de mis compañeros que por motivos menos interesados, me disponía a exigir con tono perentorio la suspensión de la partida, cuando algunas frases dichas a mi alrededor y la exclamación de total desesperanza que profirió Glendinning, me dieron a entender que acababa de provocar su ruina total en circunstancias que, al convertirlo en objeto de la piedad general, deberían haberlo protegido hasta de los ataques de un espíritu maligno.Es difícil saber cuál debía haber sido mi conducta en ese momento. La lamentable condición de mi víctima creaba un clima de incómodo abatimiento en todos los presentes; hubo algunos instantes de profundo silencio durante el que me ardieron las mejillas ante las miradas abrasadoras de desprecio y de reproche que me dirigían los menos viciosos del grupo. Confieso que el peso intolerable de mi ansiedad se vio durante breves instantes aliviada por una repentina y extraordinaria interrupción. Las pesadas puertas plegadizas de la habitación se abrieron de par en par con un ímpetu tan vigoroso y arrollador que, como por arte de magia, se extinguieron todas las velas del cuarto. Pero las llamas, agonizantes, nos permitieron percibir la entrada de un desconocido, un hombre aproximadamente de mi estatura, completamente envuelto en una capa. La oscuridad era ahora total y sólo podíamos sentir que el desconocido estaba entre nosotros. Antes de que nadie pudiera recobrarse de la sorpresa provocada por entrada tan ruda e intempestiva, oímos la voz del intruso.-Señores -dijo en una voz baja y clara, en un susurro jamás olvidado que me estremeció hasta la médula-. Señores, no me disculparé por mi comportamiento, porque al conducirme de esta manera cumplo con un deber. Sin lugar a dudas, ustedes ignoran la verdadera personalidad del que esta noche le ha ganado a lord Glendinning una importante suma al écarté. Por lo tanto les señalaré una manera expeditiva para obtener esta tan necesaria información. Por favor examinen con cuidado el paño de su manga izquierda y los pequeños paquetes que encontrarán en los espaciosos bolsillos de su bata bordada.Mientras hablaba, el silencio era tan profundo que se hubiera podido oír la caída de un alfiler sobre el piso. Al terminar de hablar, salió tan abruptamente como había llegado. ¿Puedo describir... describiré mis sensaciones? ¿Necesito decir que experimenté todos los horrores del condenado? No tuve tiempo de reflexionar. Varias manos me aferraron con rudeza, impidiéndome todo movimiento, y de inmediato se volvieron a prender las luces. Enseguida me registraron. En el forro de mi manga encontraron todas las cartas esenciales en el écarté, y en los bolsillos de mi bata una serie de mazos de barajas idénticos a los que utilizábamos en nuestras partidas, con la única excepción de que las mías eran lo que técnicamente se denomina arrondées: los honores eran levemente convexos en las puntas, las cartas más bajas, levemente convexas a los costados. De esta manera, el incauto que corta el mazo a lo largo, según lo acostumbrado, invariablemente proporciona un honor a su adversario, mientras el tahúr cortará a lo ancho sin proporcionar a su víctima ninguna carta de importancia en el juego.Cualquier explosión de indignación ante lo que acababan de descubrir me hubiera afectado menos que el silencioso desprecio o la sarcástica compostura con que lo recibieron.-Señor Wilson -dijo nuestro anfitrión, inclinándose para levantar del piso una lujosa capa de pieles excepcionales- señor Wilson, esta capa es suya. (Hacía frío y al salir de mi habitación me había echado la capa sobre los hombros quitándomela luego al llegar a la escena del juego). Supongo que está de más buscar aquí mayores pruebas de su habilidad -comentó, observando los pliegues de la capa con amarga sonrisa-. Ya tenemos bastantes. Espero que comprenda la necesidad de abandonar Oxford y, en todo caso, de salir inmediatamente de mis aposentos.Envilecido, humillado como estaba, es probable que hubiera respondido a tan exasperante lenguaje con un arrebato de violencia si en ese momento mi atención no hubiese sido atraída por un hecho sorprendente. La capa que me había puesto para la reunión era de pieles extremadamente raras; tan poco comunes y extravagantemente costosas que no me aventuraré a hablar de su precio. También el modelo era de mi propia y fantástica invención; porque era exigente hasta la fanfarronería en cuestiones de naturaleza tan frívola. Por eso, cuando el señor Preston me alcanzó la que acababa de levantar del piso, cerca de las puertas plegadizas de la habitación vi, con un asombro que se acercaba al terror, que yo tenía mi propia capa colgando del brazo (donde distraídamente la había colocado) y que la que él me entregaba era absolutamente idéntica en todos y cada uno de sus detalles. Recordé que el extraño personaje que me desenmascarara estaba envuelto en una capa al entrar y, aparte de mí, esa noche ningún otro invitado llevaba capa. Con la poca presencia de ánimo que me quedaba, tomé la que me ofrecía Preston, la coloqué con disimulo sobre la mía; salí de la habitación con una resuelta expresión de desafío, y al alba de la mañana siguiente inicié un viaje al continente sumido en un abismo de horror y de vergüenza.Huía en vano. Mi maldito destino me persiguió exultante y me demostró, sin lugar a dudas, que su misterioso dominio acababa de empezar. Apenas puse mis pies en París tuve nuevas pruebas del odioso interés que Wilson demostraba en mis asuntos. Volaron los años, sin que yo pudiera experimentar el menor alivio. ¡Miserable! ¡En Roma se interpuso entre mis ambiciones y yo con inoportuna y espectral solicitud! También en Viena, en Berlín y en Moscú. ¿Dónde, en verdad, no tuve amargos motivos para maldecirlo desde el fondo del corazón? Por fin huí, presa de pánico, de esa inescrutable tiranía, como si se tratara de una peste; y huí en vano hasta los mismos confines de la tierra.Y una y otra vez, en secreta comunión con mi espíritu, me preguntaba; "¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Qué quiere?" Pero no encontré la respuesta. Entonces estudié con minuciosidad las formas y los métodos y los rasgos dominantes de aquella impertinente vigilancia. Pero aún en eso no había en qué basar una conjetura. Era ciertamente notable que en ninguna de las múltiples instancias en que se había cruzado últimamente en mi camino lo había hecho más que para frustrar planes o malograr hechos que, de haberse cumplido, hubieran culminado en una amarga maldad. ¡Pobre justificación es ésta, en verdad, para una autoridad tan imperiosamente asumida! ¡Pobre compensación para los derechos de un libre albedrío tan pertinaz e insultantemente negado!También me había visto obligado a notar que, durante un largo período, mi verdugo (que escrupulosamente y con maravillosa destreza mantuvo su capricho de vestirse de manera idéntica que yo) consiguió que, en la ejecución de sus variadas interferencias a mi voluntad, nunca y en ningún momento pudiera ver sus facciones. Quienquiera fuese Wilson, esto, al menos, era el colmo de la afectación o de la locura. ¿Supuso por un instante que en quien me amonestó en Eton, en quien malogró mi ambición en Roma, mi venganza en París, mi apasionado amor en Nápoles o lo que falsamente definiera como mi avaricia en Egipto. que en éste -mi archienemigo y genio maligno-, dejaría de reconocer al William Wilson de mis días de escolar. al tocayo, al compañero, al rival, al odiado y temido rival de la academia del doctor Bransby? ¡Imposible! Pero permitan que me apresure a llegar a la última escena del drama.Hasta allí yo había sucumbido con indolencia a su imperioso dominio. El sentimiento de profundo temor con que habitualmente contemplaba el elevado carácter, la majestuosa sabiduría y la aparente ubicuidad y omnipotencia de Wilson, sumados al terror que ciertos rasgos de su naturaleza, y las conjeturas que me inspiraban, habían llevado a grabar en mí la idea de mi absoluta debilidad y desamparo, y a sugerirme una implícita aunque amarga y renuente sumisión a su arbitraria voluntad. Pero últimamente me había entregado por completo a la bebida, y la terrible influencia que ésta ejercía sobre mi temperamento hereditario me llevó a impacientarme cada vez más ante esa vigilancia. Empecé a murmurar, a vacilar, a resistir. ¿Y fue sólo mi imaginación la que me indujo a creer que con el aumento de mi propia firmeza, la de mi torturador sufriría una proporcional disminución? Sea como fuere, empecé a sentirme inspirado por una ardiente esperanza, que con el tiempo fomentó en mis más secretos pensamientos la firme y desesperada resolución de no seguir tolerando esa esclavitud.Fue en Roma, durante el carnaval de 18..., que asistí a un baile de máscaras en el palazzo del duque napolitano Di Broglio. Me dejé arrastrar con más libertad que de costumbre por el exceso de bebida, y luego la atmósfera sofocante de los salones atestados me irritó hasta un punto intolerable. Además, la dificultad de abrirme paso entre la aglomeración de invitados contribuyó en gran medida a aumentar mi malhumor; porque buscaba ansioso (permítanme no decir con qué indigno motivo) a la joven, alegre y hermosa esposa del anciano y tambaleante Di Broglio. Con inescrupulosa confianza ella me había confiado el secreto del disfraz que luciría esa noche, y habiéndola vislumbrado a la distancia me apresuraba a reunirme con ella. En ese momento sentí que una mano liviana se apoyaba sobre mi hombro y volví a escuchar ese inolvidable, bajo y maldito susurro junto a mi oído.En un absoluto frenesí de furia me volví de inmediato contra aquél que así me interrumpía y lo aferré por el cuello con violencia. Tal como yo suponía, vestía un disfraz similar al mío: capa española de terciopelo azul y cinturón rojo del que pendía una espada. Una máscara de seda negra le cubría por completo la cara.-¡Miserable! -grité con voz ronca por la furia que cada sílaba que pronunciaba parecía atizar-. ¡Miserable! ¡Impostor! ¡Maldito villano! ¡No permitiré... no permitiré que me persigas hasta la muerte! ¡Sígueme o te atravesaré aquí mismo con mi espada!- Y me encaminé a una pequeña antecámara contigua, arrastrándolo conmigo sin que se resistiera.En cuanto entramos, furioso, lo empujé para alejarlo de mí. Él trastabilló contra la pared, mientras yo cerraba la puerta con un juramento y le ordenaba que desenvainara su espada. Sólo vaciló un instante; después, con un pequeño suspiro, desenvainó en silencio y se preparó para defenderse.El duelo fue breve. Frenético y presa de feroz excitación, yo sentía en mi brazo la energía y el poder de una multitud. En pocos segundos lo acorralé contra la pared, y allí, teniéndolo en mi poder, le hundí repetidas veces la espada en el pecho con brutal ferocidad.En aquel instante, alguien movió el pestillo de la puerta. Evité presuroso una intrusión y de inmediato regresé al lado de mi moribundo rival. ¿Pero qué lenguaje humano puede transmitir adecuadamente esa sorpresa, ese horror que me poseyó frente al espectáculo que tenía ante mi vista? El breve instante en que aparté la mirada pareció ser suficiente para producir un cambio material en el arreglo de aquel extremo lejano de la habitación. Un gran espejo -en mi confusión, al menos, eso me pareció al principio-, se alzaba donde antes no había nada. Y cuando avancé hacia él, en el colmo del espanto, cubierta de sangre y pálida la cara, mi propia imagen vino tambaleándose hacia mí.Eso me pareció, digo, pero me equivocaba. Era mi antagonista, era Wilson quien se erguía ante mí, agonizante. Su máscara y su capa yacían en el suelo, donde las había arrojado. Cada hebra de su ropa, cada línea de los marcados y singulares rasgos de su cara ¡eran idénticos a los míos!Era Wilson. Pero ya no se expresaba en susurros y hubiera podido imaginar que era yo mismo el que hablaba cuando dijo:-Has vencido y me entrego. Pero a partir de ahora tú también estás muerto... muerto para el mundo, para el cielo y para la esperanza. ¡En mí existías... y observa esta imagen, que es la tuya, porque al matarme te has asesinado tú mismo!"
Edgar Allan Poe
martes, 29 de diciembre de 2009
"El Trasgo"
"El comedor de la venta de Aristondo, sitio en donde nos reuníamos después de cenar, tenía en el pueblo los honores de casino. Era una habitación grande, muy larga, separada de la cocina por un tabique, cuya puerta casi nunca se cerraba, lo que permitía llamar a cada paso para pedir café o una copa a la simpática Maintoni, la dueña de la casa, o a sus hijas, dos muchachas a cual más bonitas; una de ellas, seria, abstraída, con esa mirada dulce que da la contemplación del campo; la otra, vivaracha y de mal genio.Las paredes del cuarto, blanqueadas de cal, tenían por todo adorno varios números de La Lidia, puestos con mucha simetría y sujetos a la pared con tachuelas, que dejaron de ser doradas para quedarse negras y mugrientas.La mano del patrón, José Ona, se veía en aquello; su carácter, recto y al mismo tiempo bonachón y dulce como su apellido (Ona en vascuence significa bueno), se traslucía en el orden, en la simetría, en la bondad, si se me permite la palabra, que habían inspirado la ornamentación del cuarto. Del techo del comedor, cruzado por largas vigas negruzcas, colgaban dos quinqués de petróleo, de esos de cocina, que aunque daban algo más humo que luz, iluminaban bastante bien la mesa del centro, como si dijéramos, la mesa redonda, y bastante mal otras mesas pequeñas, diseminadas por el cuarto.Todas las noches tomábamos allí café; algunos preferían vino, y charlábamos un rato el médico joven, el maestro, el empleado de la fundición, Pachi el cartero, el cabo de la Guardia Civil y algunos otros de menor categoría y representación social. Como parroquianos y además gente distinguida, nos sentábamos en la mesa del centro.Aquella noche era víspera de feria y, por tanto, martes. Supongo que nadie ignorará que las ferias en Arrigotia se celebran los primeros miércoles de cada mes; porque, al fin y al cabo, Arrigotia es un pueblo importante, con sus sesenta y tantos vecinos, sin contar los caseríos inmediatos. Con motivo de la feria había más gente que de ordinario en la venta.Estaban jugando su partida de, tute el doctor y el maestro, cuando entró la patrona, la obesa y sonriente Maintoni, y dijo:-Oiga su merced, señor médico, ¿cómo siguen las hijas de Aspillaga, el herrador?-¿Cómo han de estar? Mal -contestó el médico incomodado-, locas de remate. La menor, que es una histérica tipo, tuvo anteanoche un ataque, la vieron las otras dos hermanas reír y llorar sin motivo, y empezaron a hacer lo mismo. Un caso de contagio nervioso. Nada más.-Y, oiga su merced, señor médico -siguió diciendo la patrona-, ¿es verdad que han llamado a la curandera de Elisabide?-Creo que sí; y esa curandera, que es otra loca, les ha dicho que en la casa debe haber un duende, y han sacado en consecuencia que el duende es un gato negro de la vecindad, que se presenta allí de cuando en cuando. ¡Sea usted médico con semejantes imbéciles!-Pues si estuviera usted en Galicia, vería usted lo que era bueno -saltó el empleado de la fundición-. Nosotros tuvimos una criada en Monforte que cuando se le quemaba un guiso o echaba mucha sal al puchero, decía que había sido o trasgo; y mientras mi mujer le regañaba por su descuido, ella decía que estaba oyendo al trasgo que se reía en un rincón.-Pero, en fin -dijo el médico-, se conoce que los trasgos de allá no son tan fieros como los de aquí.-¡Oh! No lo crea usted. Los hay de todas clases; así, al menos, nos decía a nosotros la criada de Monforte. Unos son buenos, y llevan a casa el trigo y el maíz que roban en los graneros, y cuidan de vuestras tierras y hasta os cepillan las botas; y otros son perversos y desentierran cadáveres de niños en los cementerios, y otros, por último, son unos guasones completos y se beben las botellas de vino de la despensa o quitan las tajadas al puchero y las sustituyen con piedras, o se entretienen en dar la gran tabarra por las noches, sin dejarle a uno dormir, haciéndole cosquillas o dándole pellizcos.-¿Y eso es verdad? -preguntó el cartero, cándidamente.Todos nos echamos a reír de la inocente salida del cartero.-Algunos dicen que sí -contestó el empleado de la fundición, siguiendo la broma.-Y se citan personas que han visto los trasgos -añadió uno.-Sí -repuso el médico en tono doctoral-. En eso sucede como en todo. Se le pregunta a uno: «¿Usted lo vio?», y dicen: «Yo, no; pero el hijo de la tía Fulana, que estaba de pastor en tal parte, sí que lo vio», y resulta que todos aseguran una cosa que nadie ha visto.-Quizá sea eso mucho decir, señor -murmuró una humilde voz a nuestro lado.Nos volvimos a ver quién hablaba. Era un buhonero que había llegado por la tarde al pueblo, y que estaba comiendo en una mesa próxima a la nuestra.-Pues qué, ¿usted ha visto algún duende de ésos? -dijo el cartero, con curiosidad.-Sí, señor.-¿Y cómo fue eso? -preguntó el empleado, guiñando un ojo con malicia-. Cuente usted, hombre, cuente usted, y siéntese aquí si ha concluido de comer. Se le convida a café y copa, a cambio de la historia, por supuesto -y el empleado volvió a guiñar el ojo.-Pues verán ustedes -dijo el buhonero, sentándose a nuestra mesa-. Había salido por la tarde de un pueblo y me había oscurecido en el camino. La noche estaba fría, tranquila, serena; ni una ráfaga de viento movía el aire.El paraje infundía respeto; yo era la primera vez que viajaba por esa parte de la montaña de Asturias, y, la verdad, tenía miedo. Estaba muy cansado de tanto andar con el cuévano en la espalda, pero no me atrevía a detenerme. Me daba el corazón que por los sitios que recorría no estaba seguro.De repente, sin saber de dónde ni cómo, veo a mi lado un perro escuálido, todo de un mismo color, oscuro, que se pone a seguirme. ¿De dónde podía haber salido aquel animal tan feo?, me pregunté. Seguí adelante, ¡hala, hala!, y el perro detrás, primero gruñendo y luego aullando, aunque por lo bajo.La verdad, los aullidos de los perros no me gustan. Me iba cargando el acompañante, y, para librarme de él, pensé sacudirle un garrotazo; pero cuando me volví con el palo en la mano para dárselo, una ráfaga de viento me llenó los ojos de tierra y me cegó por completo.Al mismo tiempo, el perro empezó a reírse detrás de mí, y desde entonces ya no pude hacer cosa a derechas; tropecé, me caí, rodé por una cuesta, y el perro, ríe que ríe, a mi lado. Yo empecé a rezar, y me encomendé a San Rafael, abogado de toda necesidad, y San Rafael me sacó de aquellos parajes y me llevó a un pueblo.Al llegar aquí, el perro ya no me siguió, y se quedó aullando con furia delante de una casa blanca con un jardín. Recorrí el pueblo, un pueblo de sierra con lostejados muy bajos y las tejas negruzcas, que no tenía más que una calle. Todas las casas estaban cerradas. Solo a un lado de la calle había un cobertizo con luz. Era como un portalón grande, con vigas en el techo, con las paredes blanqueadas de cal. En el interior, un hombre desarrapado, con una boina, hablaba con una mujer vieja, calentándose en una hoguera. Entré allí, y les conté lo que me había sucedido.-¿Y el perro se ha quedado aullando? -preguntó con interés el hombre.-Sí; aullando junto a esa casa blanca que hay a la entrada de la calle.-Era o trasgo -murmuró la vieja-, y ha venido a anunciarle la muerte.-¿A quién? -pregunté yo, asustado.-Al amo de esa casa blanca. Hace una media hora que está el médico ahí. Pronto volverá.Seguimos hablando, y al poco rato vimos venir al médico a caballo, y por delante un criado con un farol.-¿Y el enfermo, señor médico? -preguntó la vieja, saliendo al umbral del cobertizo.-Ha muerto -contestó una voz secamente.-¡Eh! -dijo la vieja-; era o trasgo.Entonces cogió un palo, y marcó en el suelo, a su alrededor, una figura como la de los ochavos morunos, una estrella de cinco puntas. Su hijo la imitó, y yo hice lo mismo.-Es para librarse de los trasgos -añadió la vieja.Y, efectivamente, aquella noche no nos molestaron, y dormimos perfectamente...Concluyó el buhonero de hablar, y nos levantamos todos para ir a casa".
Pío Baroja
lunes, 28 de diciembre de 2009
"Aceite de Perro"
"Me llamo Boffer Bing. Mis respetables padres eran de clase muy humilde: él fabricaba aceite de perro y mi madre tenía un pequeño local junto a la iglesia del pueblo, en donde se deshacía de los niños no deseados. Desde mi adolescencia me inculcaron hábitos de trabajo: ayudaba a mi padre a capturar perros para sus calderos y a veces mi madre me empleaba para hacer desaparecer los «restos» de su labor. Para llevar a cabo esta última tarea tuve que recurrir con frecuencia a mi talento natural, pues todos los guardias del barrio estaban en contra del negocio materno. No se trataba de una cuestión política, ya que los guardias que salían elegidos no eran de la oposición; era sólo una cuestión de gusto, nada más. La actividad de mi padre era, lógicamente, menos impopular, aunque los dueños de los perros desaparecidos le miraban con una desconfianza que, en cierta medida, se hacía extensible a mí. Mi padre contaba con el apoyo tácito de los médicos del pueblo, quienes raras veces recetaban algo que no contuviera lo que ellos gustaban llamar Ol.can. Y es que realmente el aceite de perro es una de las más valiosas medicinas jamás descubiertas. A pesar de ello, mucha gente no estaba dispuesta a hacer un sacrificio para ayudar a los afligidos y no dejaban que los perros más gordos del pueblo jugaran conmigo; eso hirió mi joven sensibilidad, y me faltó poco para hacerme pirata.Cuando recuerdo aquellos días a veces siento que, al haber ocasionado indirectamente la muerte de mis padres, tuve la culpa de las desgracias que afectaron tan profundamente mi futuro.Una noche, cuando volvía del local de mi madre de recoger el cuerpo de un huérfano, pasé junto a la fábrica de aceite y vi a un guardia que parecía vigilar atentamente mis movimientos. Me habían enseñado que los guardias, hagan lo que hagan, siempre actúan inspirados por los más execrables motivos; así que, para eludirle, me escabullí por una puerta lateral del edificio, que por casualidad estaba entreabierta. Una vez dentro cerré rápidamente y me quedé a solas con el pequeño cadáver. Mi padre ya se había ido a descansar. La única luz visible era la del fuego que, al arder con fuerza bajo uno de los calderos, producía unos reflejos rojizos en las paredes. El aceite hervía con lentitud y de vez en cuando un trozo de perro asomaba a la superficie. Me senté a esperar que el guardia se fuera y empecé a acariciar el pelo corto y sedoso del niño cuyo cuerpo desnudo había colocado en mi regazo. ¡Qué hermoso era! A pesar de mi corta edad ya me gustaban apasionadamente los niños, y al contemplar a aquel angelito deseé con todo mi corazón que la pequeña herida roja que había sobre su pecho, obra de mi querida madre, hubiera sido mortal.Mi costumbre era arrojar a los bebés al río que la naturaleza había dispuesto sabiamente para tal fin, pero aquella noche no me atreví a salir de la fábrica por miedo al guardia. «Seguro que si lo echo al caldero no pasará nada —me dije—. Mi padre nunca distinguirá sus huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que pueda ocasionar la administración de un tipo de aceite diferente al incomparable Ol.can. no pueden ser importantes en una población que crece con tanta rapidez.» En resumen, di mi primer paso en el crimen y arrojé al niño al caldero con una tristeza inexpresable.Al día siguiente, y para asombro mío, mi padre nos informó, frotándose las manos de satisfacción, que había conseguido la mejor calidad de aceite nunca vista y que los médicos a los que había enviado las muestras así lo afirmaban. Añadió que no tenía la menor idea de cómo lo había hecho, pues los perros eran de las razas habituales y habían sido tratados como siempre. Consideré mi deber dar una explicación y eso fue lo que hice, aunque de haber previsto las consecuencias, me habría callado. Mis padres, tras lamentar haber ignorado hasta entonces las ventajas que la fusión de sus respectivos quehaceres suponía, pusieron manos a la obra para reparar tal error. Mi madre trasladó su negocio a una de las alas del edificio de la fábrica y mis obligaciones respecto a ella cesaron: nunca más volvió a pedirme que me deshiciera de los cuerpos de los niños superfluos. Como mi padre había decidido prescindir totalmente de los perros, tampoco hubo necesidad de causarles más sufrimientos. Eso sí, aún conservaban un lugar honorable en el nombre del aceite. Al encontrarme abocado, tan repentinamente, a llevar una vida ociosa, me podría haber convertido en un chico perverso y disoluto, pero no fue así. La santa influencia de mi querida madre siguió protegiéndome de las tentaciones que acechan a la juventud, y además mi padre era diácono de la iglesia. ¡Ay! ¡Y pensar que por mi culpa unas personas tan estimables tuvieran un final tan trágico!Debido al doble provecho que encontraba en su actividad, mi madre se entregó totalmente a ella. No sólo aceptaba encargos para eliminar bebés no deseados, sino que se acercaba a las carreteras y caminos en busca de niños más crecidos, e incluso adultos, a los que conseguía arrastrar con engaños hasta la fábrica. Mi padre, encantado con la superior calidad del producto, también se dedicaba con diligencia y celo a abastecer sus calderos. La transformación de sus vecinos en aceite de perro llegó a ser, en pocas palabras, la pasión de sus vidas; una codicia absorbente y arrolladora se apoderó de sus almas y pasó a ocupar el lugar antes destinado a la esperanza de alcanzar la Gloria, que, por cierto, también les inspiraba.Se habían hecho tan emprendedores que llegó a celebrarse una asamblea pública en la que se aprobaron varias mociones de censura contra ellos. El presidente hizo saber que en lo sucesivo los ataques contra la población hallarían una contundente respuesta. Mis pobres padres abandonaron la reunión con el corazón partido, sumidos en la desesperación y creo que algo desequilibrados. A pesar de ello, creí prudente no acompañarles a la fábrica aquella noche y preferí dormir fuera, en el establo.Hacia la medianoche, un misterioso impulso me hizo levantarme y espiar a través de una ventana el cuarto en el que, junto al horno, mi padre dormía. Los fuegos ardían vivamente, como si la cosecha del día siguiente fuera a ser abundante.Uno de los enormes calderos hervía lentamente, con un misterioso aire de contención, en espera de la hora propicia para desplegar todas sus energías. La cama estaba vacía: mi padre se había levantado y, en camisón, estaba haciendo un nudo en una soga. Por las miradas que lanzaba hacia la puerta de la habitación de mi madre, adiviné lo que estaba tramando. Mudo e inmóvil por el terror, no supe qué hacer para evitarlo. De pronto, la puerta de la alcoba se abrió sin hacer el menor ruido y los dos, algo sorprendidos, se encontraron. Mi madre también estaba en camisón y blandía en la mano derecha su herramienta de trabajo: una larga daga de hoja estrecha.Ella, como mi padre, no estaba dispuesta a quedarse sin la única oportunidad que la actitud poco amistosa de los ciudadanos y mi ausencia le dejaban. Por un instante sus miradas encendidas se cruzaron e inmediatamente saltaron el uno sobre el otro con una furia indescriptible. Lucharon por toda la habitación como demonios: mi madre gritaba y pretendía clavar la daga a mi padre, que profería maldiciones e intentaba ahogarla con sus grandes manos desnudas. No sé durante cuánto tiempo tuve la desgracia de contemplar aquella tragedia familiar pero, por fin, después de un forcejeo particularmente violento, los combatientes se separaron de pronto.El pecho de mi padre y la daga mostraban pruebas de haber entrado en contacto. Durante un momento mis progenitores se miraron de la forma más hostil; entonces, mi pobre padre, malherido, al sentir la proximidad de la muerte, dio un salto hacia delante y, sin prestar atención a la resistencia que ofrecía, agarró a mi madre en brazos, la llevó hasta el caldero hirviente y, sacando fuerzas de flaqueza, se precipitó con ella en su interior. En solo un instante los dos desaparecieron y su aceite se unió al del comité de ciudadanos que habían traído la citación para la asamblea del día anterior.Convencido de que estos desafortunados acontecimientos me cerraban todas las puertas para llevar a cabo una carrera honrada en aquel pueblo, me trasladé a la conocida ciudad de Otumwee, desde donde escribo estos recuerdos con el corazón lleno de remordimiento por aquel acto insensato que dio lugar a un desastre comercial tan espantoso".
Ambrose Bierce
domingo, 27 de diciembre de 2009
"El Ruiseñor y la Rosa"
"-Dijo que bailaría conmigo si le regalaba una rosa roja -se lamentaba el joven estudiante-, pero no hay una sóla rosa roja en todo mi jardín.Desde su nido de la encina, lo escuchó el ruiseñor, Mirando asombrado entre las hojas.-¡No hay ni una rosa roja en todo mi jardín! -gritaba el estudiante.Y sus bellos ojos se llenaron de llanto.-¡Ah, de qué cosa más insignificante depende la felicidad! He leído cuanto han escrito los sabios; poseo todos los secretos de la filosofía y encuentro mi vida destrozada por carecer de una rosa roja.-He aquí, por fin, el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Le he cantado todas las noches, aún sin conocerlo; todas las noches les cuento su historia a las estrellas, y ahora lo veo. Su cabellera es oscura como la flor del jacinto y sus labios rojos como la rosa que desea; pero la pasión lo ha puesto pálido como el marfil y el dolor ha sellado su frente.-El príncipe da un baile mañana por la noche -balbuceaba el joven-, y mi amada asistirá a la fiesta. Si le llevo una rosa roja, bailará conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja, la tendré en mis brazos, descansará su cabeza sobre mi hombro y su mano acariciará la mía. Pero no hay rosas rojas en mi jardín. Por lo tanto, tendré que estar solo. No se fijará en mí para nada y se destrozará mi corazón.-He aquí el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-. Sufre todo lo que yo canto: todo lo que es alegría para mí es pena para él. Realmente el amor es algo maravilloso: es más bello que las esmeraldas y más raro que los finos ópalos. Perlas y rubíes no pueden comprarlo porque no se halla expuesto en el mercado. No puede uno comprarlo al vendedor ni ponerlo en una balanza para adquirirlo a peso de oro.-Los músicos estarán en su estrado -decía el joven estudiante-. Tocarán sus instrumentos de cuerda y mi adorada bailará a los sones del arpa y del violín. Bailará tan vaporosamente que su pie no tocará el suelo, y los cortesanos con sus alegres atavíos la rodearán solícitos; pero conmigo no bailará, porque no tengo rosas rojas que regalarle.Y dejándose caer en el césped, se cubría la cara con las manos y lloraba.-¿Por qué llora? -preguntó la lagartija verde, correteando cerca de él, con la cola levantada.-Si, ¿por qué? -decía una mariposa que revoloteaba persiguiendo un rayo de sol.-Eso digo yo, ¿por qué? -murmuró una margarita a su vecina, con una vocecilla tenue.-Llora por una rosa roja.-¿Por una rosa roja? ¡Qué tontería!Y la lagartija, que era algo cínica, se echo a reír con todas sus ganas.Pero el ruiseñor, que comprendía el secreto de la pena del estudiante, permaneció silencioso en la encina, reflexionando sobre el misterio del amor.De pronto desplegó sus alas oscuras y emprendió el vuelo.Pasó por el bosque como una sombra, y como una sombra atravesó el jardín.En el centro del prado se levantaba un hermoso rosal, y al verle, voló hacia él y se posó sobre una ramita.-Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces.Pero el rosal meneó la cabeza.-Mis rosas son blancas -contestó-, blancas como la espuma del mar, más blancas que la nieve de la montaña. Ve en busca del hermano mío que crece alrededor del viejo reloj de sol y quizá el te dé lo que quieres.Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía entorno del viejo reloj de sol.-Dame una rosa roja -le gritó -, y te cantaré mis canciones más dulces.Pero el rosal meneó la cabeza.-Mis rosas son amarillas -respondió-, tan amarillas como los cabellos de las sirenas que se sientan sobre un tronco de árbol, más amarillas que el narciso que florece en los prados antes de que llegue el segador con la hoz. Ve en busca de mi hermano, el que crece debajo de la ventana del estudiante, y quizá el te dé lo que quieres.Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía debajo de la ventana del estudiante.-Regálame una rosa roja -le gritó-, y te cantaré mis canciones más dulces.Pero el rosal meneó la cabeza.-Mis rosas son rojas -respondió-, tan rojas como las patas de las palomas, más rojas que los grandes abanicos de coral que el océano mece en sus abismos; pero el invierno ha helado mis venas, la escarcha ha marchitado mis brotes, el huracán ha partido mis ramas, y no tendré más rosas este año.-No necesito más que una rosa roja -gritó el ruiseñor-, una sola rosa roja. ¿No hay ningún medio para que yo la consiga?-Hay un medio -respondió el rosal-, pero es tan terrible que no me atrevo a decírtelo.-Dímelo -contestó el ruiseñor-. No soy cobarde.-Si necesitas una rosa roja -dijo el rosal -, tienes que hacerla con notas de música al claro de luna y teñirla con sangre de tu propio corazón. Cantarás para mí con el pecho apoyado en mis espinas. Cantarás para mí durante toda la noche y las espinas te atravesarán el corazón: la sangre de tu vida correrá por mis venas y se convertirá en sangre mía.-La muerte es un buen precio por una rosa roja -replicó el ruiseñor-, y todo el mundo ama la vida. Es grato posarse en el bosque verdeante y mirar al sol en su carro de oro y a la luna en su carro de perlas. Suave es el aroma de los nobles espinos. Dulces son las campanillas que se esconden en el valle y los brezos que cubren la colina. Sin embargo, el amor es mejor que la vida. ¿Y qué es el corazón de un pájaro comparado con el de un hombre?Entonces desplegó sus alas oscuras y emprendió el vuelo. Pasó por el jardín como una sombra y como una sombra cruzó el bosque.El joven estudiante permanecía tendido sobre el césped allí donde el ruiseñor lo dejó y las lágrimas no se habían secado aún en sus bellos ojos.-Sé feliz -le gritó el ruiseñor-, sé feliz; tendrás tu rosa roja. La crearé con notas de música al claro de luna y la teñiré con la sangre de mi propio corazón. Lo único que te pido, en cambio, es que seas un verdadero enamorado, porque el amor es más sabio que la filosofía, aunque ésta sea sabia; más fuerte que el poder, por fuerte que éste lo sea. Sus alas son color de fuego y su cuerpo color de llama; sus labios son dulces como la miel y su hálito es como el incienso.El estudiante levantó los ojos del césped y prestó atención; pero no pudo comprender lo que le decía el ruiseñor, pues sólo sabía las cosas que están escritas en los libros.Pero la encina lo comprendió y se puso triste, porque amaba mucho al ruiseñor que había construido su nido en sus ramas.-Cántame la última canción -murmuró-. ¡Me quedaré tan triste cuando te vayas!Entonces el ruiseñor cantó para la encina, y su voz era como el agua que ríe en una fuente argentina.Al terminar la canción, el estudiante se levantó, sacando al mismo tiempo su cuaderno de notas y su lápiz."El ruiseñor -se decía paseándose por la alameda-, el ruiseñor posee una belleza innegable, ¿pero siente? Me temo que no. Después de todo, es como muchos artistas: puro estilo, exento de sinceridad. No se sacrifica por los demás. No piensa más que en la música y en el arte; como todo el mundo sabe, es egoísta. Ciertamente, no puede negarse que su garganta tiene notas bellísimas. ¿Que lástima que todo eso no tenga sentido alguno, que no persiga ningún fin práctico!"Y volviendo a su habitación, se acostó sobre su jergoncillo y se puso a pensar en su adorada.Al poco rato se quedo dormido.Y cuando la luna brillaba en los cielos, el ruiseñor voló al rosal y colocó su pecho contra las espinas.Y toda la noche cantó con el pecho apoyado sobre las espinas, y la fría luna de cristal se detuvo y estuvo escuchando toda la noche.Cantó durante toda la noche, y las espinas penetraron cada vez más en su pecho, y la sangre de su vida fluía de su pecho.Al principio cantó el nacimiento del amor en el corazón de un joven y de una muchacha, y sobre la rama más alta del rosal floreció una rosa maravillosa, pétalo tras pétalo, canción tras canción.Primero era pálida como la bruma que flota sobre el río, pálida como los pies de la mañana y plateada como las alas de la aurora.La rosa que florecía sobre la rama más alta del rosal parecía la sombra de una rosa en un espejo de plata, la sombra de la rosa en un lago.Pero el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.-Acércatete más, pequeño ruiseñor -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada.Entonces el ruiseñor se apretó más contra las espinas y su canto fluyó más sonoro, porque cantaba el nacimiento de la pasión en el alma de un hombre y de una doncella.Y un delicado rubor apareció sobre los pétalos de la rosa, lo mismo que enrojece la cara de un enamorado que besa los labios de su prometida.Pero las espinas no habían llegado aún al corazón del ruiseñor; por eso el corazón de la rosa seguía blanco: porque sólo la sangre de un ruiseñor puede colorear el corazón de una rosa.Y el rosal gritó al ruiseñor que se apretase más contra las espinas.-Acércatete más, solitario ruiseñor -le decía-, o llegará el día antes de que la rosa esté terminada.Entonces el ruiseñor se apretó aún más contra las espinas, y las espinas tocaron su corazón y él sintió en su interior un cruel tormento de dolor.Cuanto más profundo era su dolor, más impetuoso salía su canto, porque cantaba el amor sublimado por la muerte, el amor que no termina en la tumba.Y la rosa maravillosa enrojeció como las rosas de Bengala. Purpúreo era el color de los pétalos y purpúreo como un rubí era su corazón.Pero la voz del ruiseñor desfalleció. Sus breves alas empezaron a batir y una nube se extendió sobre sus ojos.Su canto se fue debilitando cada vez más. Sintió que algo se le ahogaba en la garganta.Entonces su canto tuvo un último destello. La blanca luna le oyó y olvidándose de la aurora se detuvo en el cielo.La rosa roja le oyó; tembló toda ella de arrobamiento y abrió sus pétalos al aire frío del alba.El eco le condujo hacia su caverna purpúrea de las colinas, despertando de sus sueños a los rebaños dormidos.El canto flotó entre los cañaverales del río, que llevaron su mensaje al mar.-Mira, mira -gritó el rosal-, ya está terminada la rosa.Pero el ruiseñor no respondió; yacía muerto sobre las altas hierbas, con el corazón traspasado de espinas.A medio día el estudiante abrió su ventana y miró hacia afuera.-¡Qué extraña buena suerte! -exclamó-. ¡He aquí una rosa roja! No he visto rosa semejante en toda vida. Es tan bella que estoy seguro de que debe tener en latín un nombre muy enrevesado.E inclinándose, la cogió.Inmediatamente se puso el sombrero y corrió a casa del profesor, llevando en su mano la rosa.La hija del profesor estaba sentada a la puerta. Devanaba seda azul sobre un carrete, con un perrito echado a sus pies.-Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja -le dijo el estudiante-. He aquí la rosa más roja del mundo. Esta noche la prenderás cerca de tu corazón, y cuando bailemos juntos, ella te dirá cuanto te quiero.Pero la joven frunció las cejas.-Temo que esta rosa no armonice bien con mi vestido -respondió-. Además, el sobrino del chambelán me ha enviado varias joyas de verdad, y ya se sabe que las joyas cuestan más que las flores.-¡Oh, qué ingrata eres! -dijo el estudiante lleno de cólera.Y tiró la rosa al arroyo.Un pesado carro la aplastó.-¡Ingrato! -dijo la joven-. Te diré que te portas como un grosero; y después de todo, ¿qué eres? Un simple estudiante. ¡Bah! No creo que puedas tener nunca hebillas de plata en los zapatos como las del sobrino del chambelán.Y levantándose de su silla, se metió en su casa."¡Qué tontería es el amor! -se decía el estudiante a su regreso-. No es ni la mitad de útil que la lógica, porque no puede probar nada; habla siempre de cosas que no sucederán y hace creer a la gente cosas que no son ciertas. Realmente, no es nada práctico, y como en nuestra época todo estriba en ser práctico, voy a volver a la filosofía y al estudio de la metafísica."Y dicho esto, el estudiante, una vez en su habitación, abrió un gran libro polvoriento y se puso a leer".
Oscar Wilde
sábado, 26 de diciembre de 2009
"Ego te Absolvo"
"Bajo sus boinas azules, ennegrecidas por la pólvora y manchadas por el polvo de los caminos, los soldados de Miralles tienen caras de bandidos, con su piel color hollín y sus barbas y cabelleras descuidadas. Desde hace cinco largas semanas se arrastran por las carreteras, sin casi dormir, sin casi descansar, tiroteando en cualquier momento con una rabia creciente.¿No acabarán con aquellos bandidos liberales? Don Carlos habíales prometido, sin embargo, que después de las fatigas de Estella, España seria suya. Todos ellos tienen sed de venganza y de sangre, y la alegría de verterla es la que les mantiene en pie, por muy cansados y rendidos que se encuentren.Vascos, navarros, catalanes, hijos de desterrados que murieron de hambre y de miseria en tierras extranjeras, sienten rabia de fieras contra aquellos soldados que les disputan el camino de la meseta de Castilla, la vía de los palacios en los que han jurado establecer al legítimo rey para repartirse, sobre las gradas del trono restaurado, los cargos del reino y las riquezas de los vencidos.Entre estos montañeses y los hombres de los partidos nuevos no median únicamente rencores políticos: existen, sobre todo, y antes que nada, viejas cuentas de asesinatos impunes, saqueos sin indemnizar, incendios sin revancha. Por eso, cuando un soldado de Concha cae entre sus manos, ¡infeliz de él!, paga por los demás, por los que se escurren.-Hermano, hay que morir -le dicen, apoyándole contra una roca.El hombre inicia el signo de la cruz, y no bien desciende su mano en un amén más lento, los fusiles, alineados a diez pasos de su pecho, vomitan la muerte. La víctima se desploma como un guiñapo y no se vuelve a hablar de la cosa. Los buitres de los Pirineos hacen lo demás. Si el cura de Miralles, un hombrecillo rechoncho y encorvado, de ojos semicerrados, con la sotana arremangada, pasa junto a los guerrilleros, se cuelga su fusil al hombro y absuelve o bendice al moribundo con gesto rápido.A veces, sin separar sus ojos del catalejo marino que le sirve para escudriñar rocas o encinares, confiesa al prisionero. ¡Un general es responsable de la vida de sus tropas, qué diantre! Liberal, pero, eso sí, católico, el prisionero no parece sorprendido del extraño doble oficio del sacerdote soldado. Es necesario que le confiese, puesto que van a fusilarle, y es muy natural que le fusilen, puesto que se había dejado coger y porque él fusilaría lo mismo si hubiera cogido un prisionero. Esta lógica satisface por completo las débiles exigencias de su cerebro de campesino arrancado del terruño para doblar la cerviz bajo los arreos militares. Y, además, ¿para qué luchar con este hecho brutal de la muerte amenazadora, inmediata, inevitable?Puesto que tiene que llegar, se trata solamente de hacer el equipaje bien para presentarse con todo en orden cuando le corresponda hacer su entrada en el más allá inevitable.Aquella noche, al ponerse el sol, hallábase Pedro Careaga de centinela en la sima de Mallorta, cuando una mujer con un mulo dobló por el sendero de Buenavista. Tiró al azar y fue el mulo el que cayó. La mujer corrió hacia él sin darle tiempo a cargar otra vez, y cuando la tuvo en la punta del cañón, el navarro no pudo decidirse a tirar. La hembra era bella y deseable, con sus largos cabellos negros que caían en cascada hasta sus piernas, sus labios rojos y sus pupilas brillantes.Pedro Careaga olvidó, por su prisionera, la causa de don Carlos y la Libertad. La mujer, que tenía miedo, le juró además que adoraba al «rey neto». Le probó que no detestaba las caricias perfumadas con pólvora de guerra y que Pedro Careaga era, si no el más hermoso de los mortales, por lo menos el más mimado de los vencedores: todo esto entre las moles de piedra de la sima de Mallorta.Los brazos de la prisionera rodeaban aún, como un collar de oro moreno, el cuello curtido de Careaga, cuando llegó Joaquín Martínez a relevarle.-¡Eh, poquito a poco! -dijo-. Hay que repartir, caballerito. Las noches son frescas. No es bueno dormir sin capote, compañero. Ya veo que eres hombre precavido: dosel de pelo, brazos tibios como pañuelo del cuello y manta de carne suave. ¡Me llegó la vez, amigo!Careaga se levantó y, colocando detrás de él a la prisionera, respondió:-¡Te llegó la vez, mequetrefe! Donde reina Careaga, no hay otro rey. Si las noches son frescas, ve a calentarte contra esa mula que ha tirado patas arriba mi carabina, o si no tira tú otra. ¡Mi botín es mío, como Navarra es del rey Carlos, hijo de judía!Joaquín Martínez se echó el fusil a la cara, e iba a tirar, cuando la mujer, de un brinco salvaje, desvió el cañón y mandó la bala a perderse en las nubes. Alzándose de hombros, Martínez tiró el arma descargada y de un navajazo en pleno vientre tendió en el suelo a la prisionera de Careaga.-¡Ah canalla! -aulló el navarro precipitándose hacia adelante y blandiendo su carabina.Pero un nuevo navajazo cortó en sus labios el rosario de las blasfemias. Y se desplomó arrojando una espuma blanquecina por la comisura de los labios en el charco de sangre que salía del cuerpo de la mujer destripada. Atraído por el ruido de la detonación, llegaba Aliralles seguido de unos cuantos hombres. Con sus ojos casi desprovistos de cejas por el estallido de un mal fusil, el cura bandolero abarcó la escena.-¡Puercos! -gruñó sordamente-. Veamos la hembra. ¡Hermosa mujer despachada de un negro navajazo! ¡De qué te ha servido, inocente narciso!Careaga, por lo menos, ha gozado. Bien, muchacho -repuso dirigiéndose a Martínez, cuyos ojos no se despegaban de él-, ¡es muy bonito eso de querer robar el botín de un compañero! ¡Eh, vosotros! Dejadme confesar a este pagano; aquí no se os necesita para nada. Di tu «confiteor» Martínez, y haz acto de contrición.-Ego te absolvo -murmuró Miralles con un gesto de bendición-. ¡Puercos, malditos hijos de perra que se destrozan por una hembra!Y en seguida, encañonando bruscamente su fusil hacia el individuo, le abrasó los sesos sobre los dos cadáveres.-¡Si les dejase uno hacer a estos mocitos -refunfuñó- no tendría don Carlos ejército dentro de poco!"
Oscar wilde
viernes, 25 de diciembre de 2009
"El Fantasma de Marley"
"Digamos primero que Marley había muerto. De ello no cabía la menor duda. Firmaron la partida de su entierro el clérigo, el sacristán, el comisario de entierros y el presidente del duelo. También la fírmó Scrooge. Y el nombre de Scrooge era prestigioso en la Bolsa, cualquiera que fuese el papel en que pusiera su firma.El viejo Marley estaba tan muerto como el clavo de una puerta.Esto no quiere decir que yo sepa por experiencia propia lo que hay particularmente muerto en el clavo de una puerta; pero puedo inclinarme a considerar un clavo de féretro como la pieza de ferretería más muerta que hay en el comercio. Mas la sabiduría de nuestros antepasados resplandece en los símiles, y mis manos profanas no deben perturbarla, o desaparecería el país. Me permitiré pues, repetir enfáticamente que Marley estaba tan muerto como el clavo de una puerta.¿Sabía Scrooge que aquél había muerto? Indudablemente. ¿Cómo podía ser de otro modo? Scrooge y él fueron consocios durante no sé cuántos años. Scrooge fue su único albacea, su único administrador, su único cesionario, su único legatario universal, su único amigo y el único que vistió luto por él. Pero Scrooge no estaba tan terriblemente afligido por el triste suceso que dejara de ser un perfecto negociante, y el mismo día del entierro lo solemnizó con un buen negocio.La mención del entierro de Marley me hace retroceder al punto de partida. Es indudable que Marley había muerto. Esto debe ser perfectamente comprendido; si no, nada admirable se puede ver en la historia que voy a referir. Si no estuviéramos plenamente convencidos de que el padre de Hamlet murió antes de empezar la representación teatral, no habría en su paseo durante la noche, en medio del vendaval. por las murallas de su ciudad, nada más notable que otro caballero de mediana edad temerariamente lanzado, después de oscurecer, en un recinto expuesto a los vientos -el cementerio de San Pablo, por ejemplo-, sencillamente para deslumbrar el débil espíritu de su hijo.Scrooge no borró el nombre del viejo Marley. Permaneció durante muchos años esta inscripción sobre la puerta del almacén: Scrooge y Marley. La casa de comercio se conocía bajo la razón social Scrooge y Marley. Algunas veces los clientes modernos llamaban a Scrooge Scrooge y otras veces Marley: pero él atendía por ambos nombres. Todo era lo mismo para él.¡Oh! Pero Scrooge era atrozmente tacaño, avaro, cruel, desalmado, miserable, codicioso. incorregible, duro y esquinado como el pedernal, pero del cual ningún eslabón había arrancado nunca una chispa generosa; secreto y retraído y solitario como una ostra. El frío de su interior le helaba las viejas facciones. le amorataba la nariz afilada, le arrugaba las mejillas, le entorpecía la marcha, le enrojecía los ojos, le ponía azules los delgados labios; hablaba astutamente y con voz áspera. Fría escarcha cubría su cabeza y sus cejas y su barba de alambre. Siempre llevaba consigo su temperatura bajo cero; helaba su despacho en los días caniculares y no lo templaba ni un grado en Navidad.El calor y el frío exteriores ejercían poca influencia sobre Scrooge. Ningún calor podía templarle, ninguna temperatura invernal podía enfriarle. Ningún viento era más áspero que él, ninguna nieve más insistente en sus propósitos, ninguna lluvia más impía. El temporal no sabía cómo atacarle. La más mortificante lluvia, y la nieve, y el granizo, y el agua de nieve, podían jactarse de aventajarle en un sola cosa: en que con frecuencia bajaban gallardamente, y Scrooge, nunca.Jamás le detuvo nadie en la calle para decirle alegremente: Querido Scrooge, ¿cómo estáis? ¿Cuándo iréis a verme? Ningún mendigo le pedía limosna, ningún niño le preguntaba qué hora era, ningún hombre ni mujer le preguntaron en toda su vida por dónde se iba a tal o cual sitio. Aun los perros de los ciegos parecían conocerle, y cuando le veían acercarse arrastraban a sus amos hacia los portales o hacia las callejuelas, y entonces meneaban la cola como diciendo: Es mejor ser ciego que tener mal ojo.¡Pero qué le importaba a Scrooge! Era lo que deseaba: seguir su camino a lo largo de los concurridos senderos de la vida, avisando a toda humana simpatía para conservar la distancia.Una vez, en uno de los mejores días del año, la víspera de Navidad, el viejo Scrooge se hallaba trabajando en su despacho. Hacía un tiempo frío, crudísimo y nebuloso, y podía oír a la gente que pasaba jadeando arriba y abajo, golpeándose el pecho con las manos y pateando sobre las piedras del pavimento para entrar en calor. Los relojes públicos acababan de dar las tres: pero la oscuridad era casi completa, y por las ventanas de las casas se veían brillar las luces como manchas rubias en el aire moreno de la tarde. La bruma se filtraba a través de todas las hendiduras y de los ojos de las cerraduras, y era tan densa por fuera que, aunque la calleja era de las más estrechas, las casas de enfrente se veían como meros fantasmas. Al ver cómo descendía la nube sombría, obscureciéndolo todo, se habría pensado que la Naturaleza habitaba cerca y que estaba haciendo destilaciones en gran escala.Scrooge tenía abierta la puerta del despacho para poder vigilar a su dependiente, que en una celda lóbrega y apartada, una especie de cisterna, estaba copiando cartas. Scrooge tenía poquísima lumbre, pero la del dependiente era mucho más escasa mas no podía aumentarla, porque Scrooge guardaba la caja del carbón en su cuarto, y si el dependiente hubiera aparecido trayendo carbón en la pala, sin duda que su amo habría considerado necesario despedirle. Así, el dependiente se embozó en la blanca bufanda y trató de calentarse en la llama de la bujía: pero, como no era hombre de gran imaginación: fracasó en el intento.-¡Felices Pascuas, tío! ¡Dios os guarde! -gritó una voz alegre.Era la voz del sobrino de Scrooge, que cayó sobre él con tal precipitación que fue el primer aviso que tuvo de su aproximación.-¡Bah! -dijo Scrooge-. ¡PatrañaslEste sobrino de Scrooge se hallaba tan arrebatado a causa de la carrera a través de la bruma y de la helada, que estaba todo encendido: tenía la cara como una cereza, sus ojos chispeaban y humeaba su aliento.-Pero, tío: ¿una patraña la Navidad? -dijo el sobrino de Scrooge- Seguramente no habéis querido decir eso.-Sí. -contestó Scrooge- ¡Felices Pascuas! ¿Qué derecho tienes tú para estar alegre? ¿Qué razón tienes tú para estar alegre? Eres bastante pobre.-¡Vamos! -replicó el sobrino alegremente- ¿Y qué derecho tenéis vos para estar triste? ¿Qué razón tenéis para estar cabizbajo? Sois bastante rico.No disponiendo Scrooge de mejor respuesta en aquel momento, dijo de nuevo: ¡Bah! Y a continuación: ¡Patrañas!-No estéis enfadado, tío -dijo el sobrino. -¿Cómo no voy a estarlo -replicó el tío- viviendo en un mundo de locos como éste? ¡Felices Pascuas! ¿Qué es la Pascua de Navidad sino la época en que hay que pagar cuentas no teniendo dinero; en que te ves un año más viejo y ni una hora más rico: la época en que, hecho el balance de los libros, ves que los artículos mencionados en ellos no te han dejado la menor ganancia después de una docena de meses desaparecidos? Si estuviera en mi mano -dijo Scrooge con indignación- a todos los idiotas que van con el ¡Felices Pascuas! en los labios los cocería en su propia substancia y los enterraría con una vara de acebo atravesándoles el corazón. !Eso es!-¡Tío! -suplicó el sobrino.-¡Sobrino! -repuso el tío secamente- Celebra la Navidad a tu modo y déjame a mí celebrarla al mío.-¡Celebrar la Navidad! -repitió el sobrino de Scrooge- Pero vos no la celebráis.-Déjame que no la celebre -dijo Scrooge- ¡Mucho bien puede hacerte a ti! ¡Mucho bien te ha hecho siempre!-Hay muchas cosas que podían haberme hecho muy bien y que no he aprovechado, me atrevo a decir, -replicó el sobrino- entre ellas la Navidad. Mas estoy seguro de que siempre, al llegar esta época, he pensado en la Navidad, aparte la veneración debida a su nombre sagrado y a su origen, como en una agradable época de cariño, de perdón y de caridad; el único día, en el largo almanaque del año, en que hombres y mujeres parecen estar de acuerdo para abrir sus corazones libremente y para considerar a sus inferiores como verdaderos compañeros de viaje en el camino de la tumba y no otra raza de criaturas con destino diferente. Así, pues, tío, aunque tal fiesta nunca ha puesto una moneda de oro o de plata en mi bolsillo, creo que me ha hecho bien y que me hará bien, y digo: ¡Bendita sea!El dependiente, en su mazmorra, aplaudió involuntariamente: pero, notando en el acto que había cometido una inconveniencia, quiso remover el fuego y apagó el último débil residuo para siempre.-Que oiga yo otra de esas manifestaciones -dijo Scrooge- y os haré celebrar la Navidad echándoos a la calle. Eres de verdad un elocuente orador -añadió, volviéndose hacía su sobrino-. Me admira que no estés en el Parlamento.-No os enfadéis, tío. ¡Vamos, venid a comer con nosotros mañana!Scrooge dijo que le agradaría verle... Sí, lo dijo. Pero completó la idea, y dijo que antes le agradaría verle... en el infierno.-Pero ¿por qué? -gritó el sobrino- ¿Por qué?-¿Por qué te casaste? -dijo Scrooge. -Porque me enamoré.-¡Porque te enamoraste! -gruñó Scrooge, como si aquello fuese la sola cosa del mundo más ridícula que una alegre Navidad- ¡Buenas tardes!-Pero, tío, si nunca fuisteis a verme antes, ¿por qué hacer de esto una razón para no ir ahora?-Buenas tardes -dijo Scrooge.-No necesito nada vuestro: no os pido nada; ¿por qué no podemos ser amigos?-Buenas tardes -dijo Scrooge.-Lamento de todo corazón encontraros tan resuelto. Nunca ha habido el más pequeño disgusto entre nosotros. Pero he insistido en la celebración de la Navidad y llevaré mi buen humor de Navidad hasta lo último. Así, ¡Felices Pascuas. tío!-Buenas tardes -dijo Scrooge. -¡Y feliz Año Nuevo! -Buenas tardes -dijo Scrooge.Su sobrino salió de la habitación, no obstante,. sin pronunciar una palabra de disgusto. Detúvose en la puerta exterior para desearle felices Pascuas al dependiente, que, aunque tenía frío, era más ardiente que Scrooge, pues le correspondió cordialmente.-Este es otro que tal -murmuró Scrooge, que le oyó- un dependiente con quince chelines a la semana, con mujer y con hijos. hablando de la alegre Navidad. Es para llevarle a una casa de locos.Aquel maniático. al despedir al sobrino de Scrooge, introdujo a otros dos visitantes. Eran dos caballeros corpulentos, simpáticos. y estaban en pie, descubiertos, en el despacho de Scrooge. Tenían en la mano libros y papeles y se inclinaron ante él.-Scrooge y Marley, supongo -dijo uno de los caballeros, consultando una lista- ¿Tengo el honor de hablar al señor Scrooge o al señor Marley?-El señor Marley murió hace siete años. -respondió Scrooge- Esta misma noche hace siete años que murió.-No dudamos que su liberalidad estará representada en su socio superviviente -dijo el caballero, presentando sus cartas credenciales.Era verdad. pues ambos habían sido tal para cual. Al oír la horrible palabra liberalidad, Scrooge frunció el ceño, meneó la cabeza y devolvió al visitante las cartas credenciales.-En esta alegre época del año, señor Scrooge dijo el caballero. tomando una pluma- es más necesario que nunca que hagamos algo en favor de tos pobres y de los desamparados, que en estos días sufren de modo atroz. Muchos miles de ellos carecen de lo indispensable; cientos de miles necesitan alivio, señor.-¿No hay cárceles? -preguntó Scrooge -Muchísimas cárceles -dijo el caballero, dejando la pluma.-¿Y casa de corrección? -interrogó Scrooge. ¿Funcionan todavía?-Funcionan, sí, todavía -contestó el caballero--. Quisiera poder decir que no funcionan.-¿El Treadmill y la Ley de Pobreza están, pues. en todo su vigor?- dijo Scrooge.-Ambos funcionan continuamente, señor.-Tenía miedo. por lo que decíais al principio. de que hubiera ocurrido algo que interrumpiese sus útiles servicios -dijo Scrooge-. Me alegra mucho saberlo.-Persuadido de que tales instituciones apenas pueden proporcionar cristiana alegría a la mente o bienestar al cuerpo de la multitud -continuó el caballero-, algunos de nosotros nos hemos propuesto reunir fondos para comprar a los pobres algunos alimentos y bebidas y un poco de calefacción. Hemos escogido esta época porque es, sobre todas aquella en que la Necesidad se siente con más intensidad y la Abundancia se regocija. ¿Con cuánto queréis contribuir?-¡Con nada! -replicó Scrooge.-¿Queréis guardar el anónimo?-Quiero que me dejéis en paz -dijo Scrooge-. Puesto que me preguntáis lo que quiero, señores. ésa es mi respuesta. Yo no celebro la Navidad. y no puedo contribuir a que se diviertan los vagos; ayudo a sostener los establecimientos de que os he hablado... y que cuestan bastante; y quienes estén mal en ellos, que se vayan a otra parte.-Muchos no pueden, y otros muchos preferirán morir.-Si prefieren morir -dijo Scrooge-, es lo mejor que pueden hacer y así disminuirá el exceso de población. Además, y ustedes perdonen, no entiendo de eso.-Pues.. debierais entender -hizo observar el caballero.-No es de mi incumbencia -replicó Scrooge-. Un hombre tiene bastante con preocuparse de sus asuntos y no debe mezclarse en los ajenos. Los míos me absorben por completo. ¡Buenas tardes, señores!Comprendiendo claramente que sería inútil insistir, los dos caballeros se marcharon. Scrooge reanudó su tarea con mayor estimación de sí mismo y más animado de lo que tenía por costumbre.Entretanto, la bruma y la oscuridad hiciéronse tan densas, que las gentes marchaban alumbrándose con antorchas, ofreciéndose a marchar delante de los caballos de los coches para mostrarles el camino. La antigua torre de una iglesia, cuya vieja y estridente campana parecía estar siempre atisbando a Scrooge por una ventana gótica del muro, se hizo invisible, y daba las horas envuelta en las nubes. resonando después con trémulas vibraciones, como si le castañeteasen los dientes a aquella elevadísima cabeza. El frío se hizo intenso. En la calle Mayor, en la esquina de la calleja, algunos obreros hallábanse reparando los mecheros de gas y habían encendido una gran hoguera, a la cual rodeaba un grupo de mendigos y chicuelos, calentándose las manos y guiñando los ojos con delicia ante las llamas. Taponados los sumideros, el agua sobrante se congelaba con rapidez y se convertía en hielo. El resplandor de las tiendas, donde las ramas de acebo cargadas de frutas brillaban con la luz de las ventanas, ponía tonos dorados en las caras de los transeúntes. Las pollerías y los comercios de comestibles estaban deslumbrantes: era un glorioso espectáculo, ante el cual era casi increíble que los prosaicos principios de ajuste y venta tuvieran algo que hacer. El alcalde de la ciudad, en la fortaleza de la poderosa Mansion-House, daba órdenes a sus cincuenta cocineros y reposteros para celebrar la Navidad de una manera digna de la casa de un alcalde, y hasta el sastrecillo, que había sido multado con cinco chelines el lunes anterior por estar borracho y sentirse escandaloso en las calles, preparaba en su guardilla la confección del postre del día siguiente, mientras su flaca esposa iba con el nene a comprar la carne indispensable.Más niebla aún y más frío. Frío agudo, penetrante, mordiente. Sí el buen San Dunstan hubiera sólo rasguñado la nariz del espíritu maligno con un tiempo como aquél, en vez de usar sus armas habituales, en verdad que el diablo habría rugido.El propietario de una naricilla juvenil, roída y mordisqueada por el hambriento frío, como los huesos roídos por los perros, se detuvo ante la puerta de Scrooge para obsequiarle por el ojo de la cerradura con una canción de Navidad; pero no había hecho más que empezar: Bendigaos Dios, alegre caballero; que nada pueda nunca disgustaros... cuando Scrooge cogió la regla con tal decisión, que el cantor corrió lleno de miedo. abandonando el ojo de la cerradura a la bruma y a la penetrante helada. Por fin llegó la hora de cerrar el despacho. De mala gana se alzó Scrooge de su asiento y tácitamente aprobó la actitud del dependiente en su cuchitril, quien inmediatamente apagó su luz y se puso el sombrero.-Supongo que necesitaréis todo el día de mañana -dijo Scrooge.-Si no hay inconveniente, señor.-Pues sí hay inconveniente -dijo Scrooge- y no es justo. Si por ello os descontara media corona, pensaríais que os perjudicaba. ¿Pero estoy obligado a pagarla?El dependiente sonrió lánguidamente.-Sin embargo -dijo Scrooge- no pensáis que me perjudico pagando el sueldo de un día por no trabajar.El dependiente hizo notar que eso ocurría una sola vez al año.-¡Una pobre excusa para morder en el bolsillo de uno todos los días veinticinco de diciembre! -dijo Scrooge. abrochándose el gabán hasta la barba-. Pero supongo que es que necesitáis todo el día. Venid lo más temprano posible pasado mañana.El dependiente prometió hacerlo. y Scrooge salió gruñendo. Cerróse el despacho en un instante, y el dependiente, con los largos extremos de su bufanda blanca colgando hasta más abajo de la cintura (pues no presumía de abrigo), bajó veinte veces un resbaladero en Cornhill, al final de una calleja llena de muchachos. para celebrar la Nochebuena. y luego salió corriendo hacia su casa para jugar a la gallina ciega.Scrooge cenó melancólicamente en su melancólica taberna habitual; y después de leer todos los periódicos, se entretuvo et resto de la noche con los libros comerciales y se fue a acostar. Ocupaba las habitaciones que habían pertenecido anteriormente a su difunto socio. Eran una serie de cuartos lóbregos en un sombrío edificio al final de una calleja, y en el cual había tan poco movimiento, que no se podía menos de imaginar que había llegado allí corriendo, cuando era una casa de pocos años, mientras jugaba al escondite con las otras casas, y había olvidado el camino para salir. Era ésta entonces bastante vieja y bastante lúgubre; sólo Scrooge vivía en ella, pues los otros cuartos estaban alquilados para oficinas. La calleja era tan oscura, que el mismo Scrooge, que la conocía piedra por piedra, veíase obligado a cruzarla a tientas. La niebla y la helada se agolpaban de tal modo ante la negra entrada de la casa, que parecía como si el Genio del Invierno se hallase en triste meditación sentado en el umbral.Hay que advertir que no había absolutamente nada de particular en el llamador de la puerta, salvo que era de gran tamaño: hay que hacer notar también que Scrooge lo había visto, de día y de noche, durante toda su residencia en aquel lugar, y también que Scrooge poseía tan poca cantidad de lo que se llama fantasía como otro cualquier hombre de la ciudad de Londres, aun incluyendo -la frase es algo atrevida- las Corporaciones, los miembros del Concejo municipal y los de los Gremios. Téngase también en cuenta que Scrooge no había dedicado un solo pensamiento a Marley desde que aquella tarde hizo mención de los siete años transcurridas desde su muerte. Y ahora, que me explique alguien, si puede, cómo sucedió que Scrooge, al meter la llave en la cerradura, vio en el llamador -sin mediar ninguna mágica influencia- no un llamador, sino la cara de Marley.La cara de Marley no era una sombra impenetrable, como los demás objetos de la calleja, pues la rodeaba un medroso fulgor semejante al que presentaría una langosta en mal estado puesta en un sótano. No aparecía colérico ni feroz, sino que miraba a Scrooge como Marley acostumbraba: con espectrales anteojos levantados hacía la frente espectral. Agitábanse curiosamente sus cabellos, como ante un soplo de aire ardoroso, y sus ojos, aunque hallábanse abiertos por completo, estaban absolutamente inmóviles. Todo eso, y su palidez, le hacían horrible: pero este horror parecía ajeno a la cara, fuera de su dominio, más bien que una parte de su propia expresión. Cuando Scrooge se puso a considerar atentamente aquel fenómeno, ya el llamador era otra vez un llamador.Decir que no se sintió inquieto o que su sangre no experimentó una terrible sensación, desconocida desde la infancia, sería mentir. Pero llevó la mano a la llave que había abandonado. la hizo girar resueltamente, penetró y encendió una bujía. Detúvose con vacilación momentánea, antes de cerrar la puerta, y miró detrás de ella con desconfianza, aguardando casi aterrorizarse a la vista del cabello de Marley pegado en la parte exterior: pero no había nada sobre la puerta, excepto los tornillos y tuercas que sujetaban el llamador, por lo cual exclamó: ¡Bah, bah! y la cerró de golpe.Resonó el portazo en toda la casa como un trueno. Encima todas las habitaciones, y debajo todas las cubas en el sótano del vinatero, parecieron poseer estrépito de ecos independientes de la puerta de Scrooge, que no era hombre a quien espantasen los ecos. Sujetó la puerta, cruzó el zaguán y empezó a subir la escalera lentamente, sin embargo, alumbrando un lado y otro conforme subía. Podéis hablar vagamente de las viejas escaleras de antaño, por las cuales hubiera podido subir fácilmente un coche de seis caballos o el cortejo de una sesión parlamentaria. Pero yo os digo que la escalera de Scrooge era cosa muy diferente: habría de subir por ella un coche fúnebre, y lo haría con toda facilidad.Había allí suficiente amplitud para ello y aun sobraba espacio; tal es, quizás, la razón por la cual pensó Scrooge ver una comitiva fúnebre en movimiento delante de él en la oscuridad. Medía docena de faroles de gas de las calles no habrían iluminado bastante bien el vestíbulo; supondréis, pues, que estaba un tanto oscuro con la manera de alumbrar de Scrooge, que siguió subiendo sin preocuparse por ello. La oscuridad es barata y por eso agradábale a Scrooge. Pero antes de cerrar la puerta, registró las habitaciones para ver si todo estaba en orden; precisamente deseaba hacerlo, porque persistía en él el recuerdo de aquella cara.La salita, el dormitorio, el cuarto de trastos, todo estaba normal. Nadie debajo de la mesa, nadie debajo del sofá; un poco de lumbre en la rejilla; la cuchara y la jofaina, listas; y la cacerolita, con un cocimiento (Scrooge tenía un resfriado de cabeza) junto al hogar. Nadie debajo de la cama; nadie en el gabinete; nadie dentro de la bata, que colgaba de la pared en actitud sospechosa. El cuarto de los trastos, como siempre. El viejo guardafuegos, los zapatos viejos, dos cestas para pescado, el lavabo de tres patas y un atizador. Enteramente satisfecho, cerró la puerta y echó la llave, dándole dos vueltas, lo cual no era su costumbre. Asegurado así contra toda sorpresa, se quitó la corbata, púsose la bata, las zapatillas y el gorro de dormir, y se sentó delante del fuego para tomar su cocimiento.Era en verdad un fuego insignificante: nada para noche tan cruda. Víose obligado a arrimarse a él todo lo posible, cubriéndolo, para poder extraer la más pequeña sensación de calor de tal puñado de combustible. El hogar era viejo, construido por algún comerciante holandés mucho tiempo antes, y pavimentado con extraños ladrillos holandeses, que representaban escenas de las Escrituras. Había Caínes y Abeles, hijas de Faraón. reinas de Sabá, mensajeros angélicos descendiendo a través del aire sobre nubes que parecían de plumón, Abrahanes, Baltasares, apóstoles navegando en mantequilleras, cientos de figuras para atraer la atención; no obstante, aquella cara de Marley, muerto siete años antes; llegaba como la vara del antiguo Profeta y hacía desaparecer todo. Si cada uno de los pulidos ladrillos hubiera estado en blanco, con virtud para presentar sobre su superficie alguna figura proveniente de los fragmentados pensamientos de Scrooge, habría aparecido una copia de la cabeza del viejo Marley sobre todos ellos.-¡Patrañas! -dijo Scrooge, y empezó a pasear por la habitación.Después de algunos paseos, volvió a sentarse. Al recostarse en la silla, su mirada fue a tropezar con una campanilla, una campanilla que no se utilizaba colgada en la habitación, y que comunicaba para algún servicio olvidado, con un cuarto del piso más alto del edificio. Con gran admiración, y con extraño e inexplicable temor, vio que la campanilla empezaba a oscilar. Oscilaba tan suavemente al principio, que apenas producía sonido; pero pronto sonó estrepitosamente y lo mismo hicieron todas las campanillas de la casa.Ello podría durar medio minuto, un minuto, mas a Scrooge le pareció una hora. Las campanillas dejaron de sonar como habían empezado: todas a la vez. A aquel estrépito siguió un ruido rechinante, que venía de la parte más profunda, como si alguien arrastrase una pesada cadena sobre los toneles del sótano del vinatero. Entonces recordó Scrooge haber oído que los espectros que se aparecían en las casas presentábanse arrastrando cadenas. La puerta del sótano abrióse con estrépito y luego se oyó el ruido con mucha mayor claridad en el piso de abajo: después el viejo oyó que el ruido subía por la escalera: después, que se dirigía derechamente hacia su puerta.-¿Patrañas, nada más! -dijo Scrooge-. No quiero pensar en ello.Sin embargo, cambió de color cuando, sin detenerse, el Fantsma pasó a través de la pesada puerta y entró en la habitación ante sus ojos. Cuando entró, la moribunda llama dio un salto, como si gritara: ¡Le conozco! ¡Es el fantasma de Marley!, y volvió a caer.La misma cara, exactamente la misma. Marley, con sus cabellos erizados, su chaleco habitual, sus estrechos calzones y sus botas, y con su casaca ribeteada. La cadena que arrastraba llevábala alrededor de la cintura; era larga y estaba sujeta a él como una cola, y se componía (pues Scrooge la observó muy de cerca) de cajas de caudales, llaves, candados, libros comerciales, documentos y fuertes bolsillos de acero. Su cuerpo era transparente, de modo que Scrooge, observándole y mirando a través de su chaleco, pudo ver los dos botones de la parte posterior de la casaca. Scrooge había oído decir muchas veces que Marley no tenía entrañas; pero nunca lo había creído hasta entonces.No, ni aun entonces lo creía. Aunque miraba al Fantasma de parte a parte y le veía en píe delante de él: aunque sentía la escalofriante influencia de sus ojos fríos como la muerte, y comprobaba aún el tejido del pañuelo que le rodeaba la cabeza y la barba, y el cual no había observado antes, sentíase aún incrédulo y luchaba contra sus sentidos.-¡Cómo! -dijo Scrooge, cáustico y frío como siempre- ¿Qué queréis de mí?-¡Mucho! -contestó la voz de Marley, pues tal era, sin duda.-¿Quién sois?-Preguntadme quién fui.-¿Quién fuisteis pues? -dijo Scrooge, alzando la voz.-En vida fui vuestro socio, Jacob Marley.-¿Podéís... podéis sentaros? -preguntó Scrooge, mirándole perplejo.-Puedo.-Sentaos, pues.Scrooge hizo esa pregunta porque no sabía si un fantasma tan transparente se hallaría en condiciones de tomar una asiento, y pensó que, en el caso de que le fuera imposible, habría necesidad de una explicación embarazosa. Pero el Fantasma tomó asiento enfrente del hogar, como si estuviera habituado a ello.-¿No creéis en mí? -preguntó el Fantasma. -No -contestó Scrooge.-¿Qué evidencia deseáis de mi existencia real, además de la de vuestros sentidos?-No lo sé.-¿Por qué dudáis de vuestros sentidos?-Porque lo más insignificante -dijo Scrooge- les hace impresión. El más ligero trastorno del estómago les hace fingir. Tal vez sois un trozo de carne que no he digerido, un poco de mostaza, una miga de queso, un pedazo de patata poco cocida. Hay más de guiso que de tumba en vos, quienquiera que seáis.Scrooge no tenía mucha costumbre de hacer chistes, y, según entonces sentíase el corazón, sus bromas tenían que ser chocarreras. Lo cierto es que procuraba mostrar agudeza como medio de distraer su propia atención y ahuyentar su terror, pues la voz del Fantasma le trastornaba hasta la médula de los huesos.Permanecer sentado con la vista clavada en aquellos ojos vidriosos, en silencio, durante unos instantes, sería estar, según pensaba Scrooge, con el mismo Demonio. Había algo muy espantoso, además, en la atmósfera infernal, propia de él, que rodeaba al Fantasma. Scrooge no pudo sentirla por sí mismo, pero no por eso era menos real, pues, aunque el Espectro se hallaba en completa inmovilidad, sus cabellos, los ribetes de su casaca, se agitaban todavía impulsados por el ardiente vapor de un horno.-¿Veis este mondadientes? -dijo Scrooge, volviendo apresuradamente a la carga, por la razón que acabamos de exponer. y deseando, aunque sólo fuera durante un segundo, apartar de él la pétrea mirada del aparecido.-Lo veo -replicó el Fantasma.-¡Si no lo miráis! -dijo Scrooge.-Pero lo veo, sin embargo -replicó el Fantasma.-¡Bien! -repuso Scrooge-. No haría yo más que tragármelo. y durante toda mí vida veríame perseguido por una legión de duendes creados por mi fantasía. ¡Patrañas. digo yo; patrañas!Entonces el Espíritu lanzó un grito espantoso y sacudió su cadena con un ruido tan terrible, que Scrooge tuvo que apoyarse en la silla para no caer desmayado. Pero mayor fue su espanto cuando el Fantasma, quitándose la venda que le ceñía la frente, como si notara demasiado calor bajo techado. dejó caer su mandíbula inferior sobre el pecho. Scrooge cayó de rodillas y se llevó las manos a la cara.-¡Perdón! -exclamó-. Terrible aparición ¿por qué me atormentáis?-Hombre apegado al mundo -replicó el Espectro--, ¿creéis en mí, o no?-Creo --contestó Scrooge- Tengo que creer. Pero, ¿por qué los espíritus vuelven a la tierra y por qué se dirigen a mí?-A todos los hombres se les exige -replicó el Fantasma- que su espíritu se aparezca entre sus conocidos y que viajen de un lado a otro; y si un espíritu no hace tales excursiones en su vida terrenal, es condenado a hacerlas después de la muerte. Es su destino vagar por el mundo -¿oh, miserable de mí? -y no poder participar de lo que ve, aunque de ello participan los demás y es la felicidad de ellos.El Fantasma lanzó otro grito y sacudió la cadena, retorciéndose las manos espectrales.-Estáis encadenado -dijo Scrooge temblando-. Decidme por qué.-Llevo la cadena que forjé en vida -replicó el Fantasma-. La hice eslabón a eslabón, metro a metro; la ciño a mi cuerpo por mi libre voluntad y por mi libre voluntad la usaré. ¿Os parece rara?Scrooge temblaba cada vez más.-¿O queréis saber -prosiguió el Fantasma- el peso y la longitud de la cadena que soportáis? Era tari larga y tan pesada como ésta hace siete Nochebuenas. Desde entonces la habéis aumentado. y es una cadena tremenda.Scrooge miró al suelo alrededor del Fantasma creyendo encontrarle rodeado por unas cincuenta o sesenta brazas de férreo cable; pero nada pudo ver.-¿Jacob -le dijo suplicante-, viejo Jacob Marley, habladme más! ¡Habladme para mi consuelo, Jacob!No tengo ninguno que dar...-replicó el Fantasma-. Eso viene de otras regiones, Scrooge, y por medio de otros ministros. a otra clase de hombres que vos. No puedo deciros todo lo que deseo. Un poquito más de tiempo se me permite solamente. No puedo reposar, no puedo detenerme, no puedo permanecer en ninguna parte. Mi espíritu nunca fue más allá de nuestro despacho..., ¡ay de mí!... En mí vida terrenal nunca mi espíritu vagó más allá de los estrechos límites de nuestra ventanilla para el cambio; ¡y qué fatigosas jornadas me quedan aún!Scrooge tenía por costumbre: cuando se ponía pensativo, meterse las manos en los bolsillos del pantalón. Considerando lo que el Fantasma había dicho, lo hizo así, pero sin levantar los ojos y sin alzarse del suelo.-Debéis haber sido muy calmoso en ese asunto, Jacob -hizo observar Scrooge, en actitud comercial, aunque con humildad y deferencia.-¡Calmoso! -repitió el Fantasma.-Siete años muerto -murmuró Scrooge-¿Y viajando todo ese tiempo?-Todo -dijo el Fantasma-, sin reposo, sin paz. ¡Incesante tortura del remordimiento!-¿Viajáis velozmente?-En las alas del viento.-Ya habréis recorrido un gran número de regiones en siete años -dijo Scrooge.Al oír esto el Fantasma lanzó otro grito, haciendo rechinar .la cadena de modo espantoso en el sepulcral silencio de la noche.-¡Oh, cautivo, atado y doblemente aherrojado! -gritó el Fantasma- ¡No saber que han de pasar a la eternidad siglos de incesante labor hecha por criaturas inmortales en la tierra, antes de que el bien de que es susceptible esté desarrollado por completo! ¡No saber que todo espíritu cristiano que obra rectamente en su reducida esfera. sea cual fuere, encontrará su vida mortal demasiado corta para compensar las buenas ocasiones perdidas! ¡No saber que ningún arrepentimiento puede evitar lo pasado! ¡Sin embargo. eso hice yo! ¡Oh, eso hice yo!-Pero vos siempre fuisteis un buen hombre de negocios, Jacob -tartamudeó Scrooge, que empezaba a aplicarse esto a sí mismo.-¡Negocios! -gritó el Fantasma, retorciéndose las manos de nuevo-. El género humano era mi negocio. El bienestar general era mi negocio: la caridad, la misericordia, la paciencia y la benevolencia: todo eso era mi negocio. ¡Mis tratos comerciales no eran sino una gota de agua en el océano de mis negocios!Sostuvo la cadena a lo largo del brazo, como si fuera la causa de toda su infructuosa pesadumbre, y la volvió a arrojar pesadamente al suelo.-En esta época del año -dijo el Espectro- sufro lo indecible. ¡Por qué atravesé tantas multitudes con los ojos cerrados, sin elevarlos nunca hacia la bendita estrella que guió a los Magos a la morada del pobre? ¿No había pobres a los cuales me guiara su luz?Scrooge estaba espantado de oír al Espectro hablar tan continuadamente y empezó a temblar más de lo que quisiera.-Oídme -gritó el Fantasma-. Mi tiempo va a acabarse.-Bueno -dijo Scrooge-. Pero no me mortifiquéis. ¡No hagáis floreos, Jacob, os lo suplico!-Lo que no me explico es que haya podido aparecer ante vos como una sombra que podéis ver, cuando he permanecido invisible a vuestro lado durante días y días.No era una idea agradable. Scrooge estremecióse y se enjugó el sudor de la frente.-Eso no es lo que menos me aflige -continuó el Espectro-. He venido esta noche a advertiros que aun podéis tener esperanza de escapar a mi influencia fatal: una esperanza que yo os proporcionaré.-Siempre fuisteis un buen amigo mío -dijo Scrooge-. Gracias.-Se os aparecerán -continuó el Fantasma- tres Espíritus.El rostro de Scrooge se alargó casi tanto como lo había hecho el del Fantasma.-¿Es ésa la esperanza de que hablabais, Jacob? -preguntó con voz temblorosa.-Esa. -Yo... yo preferiría no verlos -dijo Scrooge.-Sin su visita -replicó el Espectro- no podéis evitar la senda que yo sigo. Esperad al primero mañana, cuando la campana anuncie la una.-¿No podría recibir a todos de una vez, para terminar antes? -insinuó Scrooge.-Esperad al segundo la noche siguiente a la misma hora. Al tercero, a la otra noche, cuando cese de vibrar la última campanada de las doce. Pensad que no me volveréis a ver y cuidad, por vuestro bien, de recordar lo que ha pasado entre nosotros.Dichas tales palabras, el Fantasma tomó su pañuelo de encima de la mesa y se lo ciñó alrededor de la cabeza, como antes. Scrooge lo conoció en el agudo sonido que hicieron los dientes al juntarse las mandíbulas por medio de aquel vendaje. Se aventuró a levantar los ojos y encontró a su visitante sobrenatural mirándole de frente, en actitud erguida, con su cadena alrededor del brazo.La aparición fue apartándose de Scrooge hacia atrás, y a cada paso que daba, abríase la ventana un poco, de modo que cuando el Espectro llegó a ella estaba de par en par. Hizo señas a Scrooge para que se acercara, y éste obedeció. Cuando estuvieron a dos pasos uno de otro, el espectro de Marley levantó una mano, advirtiendo a Scrooge que no se acercara más. Scrooge se detuvo. No tanto por obediencia como por sorpresa y temor, pues, al levantar la mano el Espectro, advirtió ruidos confusos en el aire, incoherentes gemidos de desesperación, lamentos indeciblemente pesarosos y gritos de arrepentimiento. El Fantasma, después de escuchar un momento, se unió al canto fúnebre y salió flotando en la helada y obscura noche.Scrooge se dirigió a la ventana, pues se moría de curiosidad. Miró afuera. El aire estaba lleno de fantasmas, que vagaban de aquí para allá en continuo movimiento y gemían sin detenerse. Todos llevaban cadenas como la del fantasma de Marley: algunos (tal vez gobernantes culpables) estaban encadenados en grupo; ninguno tenía libertad. A muchos los había conocido Scrooge cuando vivían. Había sido íntimo de un viejo espectro, con chaleco blanco, con una monstruosa caja de hierro sujeta a un tobillo, y que se lamentaba a gritos al verse impotente para socorrer a una infeliz mujer con una criaturita, a la que veía bajo él en el quicio de una puerta. El castigo de todos los fantasmas era, evidentemente, que procuraban con afán aliviar los dolores humanos y habían perdido para siempre la posibilidad de conseguirlo.Si tales fantasmas se desvanecieron en la niebla, o la niebla los amortajó, no podría decirlo Sçrooge. Pero ellos y sus voces sobrenaturales se perdieron juntos, y la noche volvió a ser como cuando llegó a su casa.Cerró Scrooge la ventana y examinó la puerta por donde había entrado el Fantasma. Estaba cerrada con dos vueltas de llave, como él la cerró con sus propias manos, y los cerrojos sin señal de violencia. Intentó decir ¡Patrañas!, pero se detuvo a la primera sílaba. Y hallándose muy necesitado de reposo, por la emoción que había sufrido, o por las fatigas del día, o por haber entrevisto el Mundo Invisible, o por la abrumadora conversación del Espectro, o por lo avanzado de la hora, se tendió resueltamente en el lecho. sin desnudarse, y al instante se quedó dormido".
Charles Dickens
(Como no y oliendo a tipico si, pero no a ser la primera Navidad del blog, creo que el Maestro Dickens se merece el relato de hoy ^^, disfrutadlo quien no lo haya echo todavia.
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