"El Club de los Ególatras es uno de los sitios más cordiales de Londres. Se trata de un lugar al que uno puede acudir cuando siente necesidad de narrar el extraño sueño que tuvo la noche anterior, o si desea anunciar el magnífico dentista que ha descubierto. Y si uno quiere y tiene el temperamento de una Jane Austen, también puede escribir cartas a ese club, ya que en él no existen salas en las que esté prohibido hablar, y donde parecer ocupado o absorto cuando otro miembro le dirige a uno la palabra, sería una violación de las normas del club. Sin embargo, no pueden hacerse referencias a la pesca ni al golf. Si la moción del honorable Freddy Arbuthnot es aprobada ante la próxima reunión del comité (y hasta ahora, la opinión respecto a ello parece muy favorable), tampoco se podrá hablar de la radio. Como dijo lord Peter Wimsey el otro día, cuando surgió el tema en la sala de fumar, esos son asuntos sobre los que uno puede conversar en cualquier lugar. Por otra parte, el club no es especialmente exclusivo. A nadie se le niega de antemano la entrada, excepto a los hombres graves y silenciosos. A pesar de todo, los candidatos tienen que superar ciertas pruebas cuya naturaleza quedará suficientemente indicada por el hecho de que cierto distinguido explorador vio rechazada su admisión por aceptar, y fumarse, un fuerte cigarro de Trichinopoli como acompañamiento de un oporto del sesenta y tres. Por otro lado, el querido sir Roger Bunt (el vendedor callejero millonario que ganó el premio de veinte mil libras ofrecido por el Sunday Shriek y lo empleó para fundar su inmenso negocio de abastecimientos en el interior del país) fue altamente recomendado y elegido por unanimidad tras declarar francamente que una jarra de cerveza y una pipa eran las únicas cosas que realmente le importaban. Como lord Peter volvió a decir:
—A nadie le importa la vulgaridad; pero no hay que traspasar los límites de la crueldad.
Aquella tarde en especial, Masterman (el poeta cubista) había llevado con él un invitado, un hombre llamado Varden. Varden había comenzado su vida como atleta profesional, pero un trastorno cardíaco le obligó a dejar una brillante carrera y a emplear su atractivo rostro y su bien formado cuerpo al servicio de la pantalla cinematográfica. Había acudido a Londres, desde Los Angeles, para estimular la publicidad de su nueva gran película “Marathón”, y resultó ser una persona muy agradable y nada envanecida, lo cual fue un gran alivio para el club, ya que, con los invitados de Masterman, nunca se podía estar seguro.
Aquella tarde, en la sala marrón no había más que ocho hombres, incluyendo a Varden. Aquella sala, con sus artesonados, sus luces tamizadas y sus gruesas cortinas azules era quizá la más cómoda y agradable de todas las salas de fumar, de las cuales el club poseía media docena o así. La conversación se había iniciado de forma accidental con el relato hecho por Armstrong de un curioso incidente que había presenciado aquella tarde en la estación del Temple, y Bayes continuó la charla diciendo que aquello no era nada comparado con la cosa verdaderamente extraña que le había ocurrido personalmente una noche de niebla en la carretera de Euston. Masterman aseguró que en los lugares más solitarios y retirados de Londres había una inmensa cantidad de temas para un escritor, y expuso como ejemplo su propio y extraño encuentro con una llorosa mujer y un mono muerto. Entonces, Judson tomó el mando de la conversación, explicando que cierta vez, a última hora de la noche, en un solitario suburbio, se encontró con el cuerpo de una mujer muerta que yacía sobre el pavimento, con un cuchillo clavado en un costado. Cerca de ella, un policía permanecía inmóvil. El preguntó al agente si podía hacer algo, pero el hombre se limitó a decirle:
—Si yo fuera usted, no intervendría, señor. Esa mujer se merecía lo que le ha pasado.
Judson aseguró que no había podido olvidar el incidente, y luego Pettifer les contó un extraño caso de su experiencia como médico. Ocurrió cuando un hombre totalmente desconocido le condujo a una casa de Bloomsbury donde había una mujer padeciendo los efectos de un envenenamiento por estricnina. Aquel hombre le ayudó de la forma más eficaz durante toda la noche y cuando la paciente estuvo fuera de peligro, el tipo salió de la casa y no volvió a aparecer; lo realmente extraño era que cuando Pettifer preguntó a la mujer, ella le contestó, con gran sorpresa, que nunca había visto a aquel hombre, y que le había tomado por el ayudante de Pettifer.
—Eso me recuerda —comenzó Varden— algo aún más extraño que me ocurrió una vez en Nueva York. Nunca he podido averiguar si se trató de un loco o de una broma, o bien si yo realmente escapé de la muerte por casualidad.
Aquello parecía prometedor, y todos instaron al invitado a que continuase su historia. El actor siguió:
—Bien... En realidad, la cosa comenzó hace mucho tiempo... Siete años o así, poco antes de que Norteamérica entrase en guerra. En aquellos tiempos yo tenía veinticinco años y llevaba poco más de dos dedicado al cine. Había un hombre llamado Eric P. Loder, que por aquella época era bastante bien conocido en Nueva York y que hubiera sido un magnífico escultor si no hubiera tenido más dinero del que le convenía, o al menos eso oí decir a los que se dedican a esas cosas. Hacía muchas exposiciones de sus obras, y a ellas acudían montones de intelectuales... Tengo entendido que hizo varias esculturas en bronce muy buenas. Quizá usted sepa algo de él, Masterman.
—No he visto ninguna de sus esculturas, pero recuerdo algunas fotografías publicadas en El Arte de Mañana —dijo el poeta—. Era un buen artista, pero más bien amanerado. ¿No se adscribió a la tendencia criselefantina? Supongo que sólo sería para demostrar que podía pagar los materiales.
—Sí, eso parece muy propio de él.
—Desde luego. Además, fue el autor de un grupo muy relamido y muy feo llamado “Lucina”, y tuvo la desfachatez de reproducirlo en oro macizo y colocarlo en el recibidor de su casa.
—¡Ah, aquello! Sí, a mí me parecía simplemente horrible. Nunca fui capaz de ver nada artístico en aquella idea. Supongo que ustedes le llaman a eso realismo. Me gustan los cuadros o las estatuas que me hacen sentir bien, si no, ¿para qué están? A pesar de todo, en Loder había algo muy atractivo.
—¿Cómo le conoció usted?
—Bien... Loder me vio en aquella película mía “Apolo en Nueva York”. Tal vez ustedes la recuerden. Fue mi primer papel de protagonista. Trataba de una estatua que cobra vida—ya saben, uno de los antiguos dioses—, y de cómo se desenvolvía en una ciudad moderna. La produjo el viejo Reubenssohn. Era un hombre que podía desarrollar cualquier tema con el mayor gusto artístico. En toda la película, de principio a fin, no era posible encontrar un solo átomo de mal gusto, aunque en la primera parte yo no llevaba más vestidura que una especie de capa... tomada de la estatua clásica, ya saben.
—¿El Apolo de Belvedere?
—Me atrevería a decir que sí. Bien, Loder me escribió diciendo que, como escultor, sentía un gran interés por mí, ya que yo me encontraba en muy buena forma y todo eso. Luego me preguntaba si querría hacerle una visita cuando dispusiera de tiempo. Hice averiguaciones respecto al hombre y decidí que aquello sería una buena publicidad. Cuando mi contrato expiró pude disponer de un poco de tiempo, fui a Nueva York y le llamé. Me trató muy amablemente y me pidió que pasase unas cuantas semanas con él. Loder poseía una magnífica mansión a unos ocho kilómetros de la ciudad. La casa estaba atestada de cuadros, antigüedades y cosas por el estilo. Mi anfitrión tendría unos treinta y cinco o cuarenta años, era moreno, de aspecto cuidado y de movimientos rápidos y vivaces.
Hablaba muy bien, parecía haber estado en todas partes, haberlo visto todo y no tener buena opinión de nada. Uno podía permanecer escuchándole horas enteras. Conocía anécdotas de todo el mundo, desde el Papa hasta el viejo Phineas E. Groot, del Chicago Ring. Las únicas historias que no me gustaba oír de sus labios eran las picantes. No es que no sepa apreciar un cuento verde, no, señor. No me gustaría que ustedes pensasen que soy un tipo remilgado; pero Loder contaba esas cosas con los ojos fijos en uno, como si sospechara que tú tenías algo que ver con la historia que estaba narrando. He conocido mujeres que obran igual y he visto hombres que también hacen lo mismo con mujeres, provocando en ellas una gran turbación, pero Loder fue el único hombre que me hizo experimentar esa sensación. Sin embargo, aparte de eso, mi anfitrión era el tipo más fascinante que he conocido. Y como digo, su casa era, indudablemente, muy hermosa, y la comida excelente.
En todo le gustaba tener lo mejor. Tomemos a su amante: María Morano. No creo haber visto nunca nada que se le pueda comparar, y cuando uno trabaja en el cine, tiene buenos patrones para comparar la belleza femenina. Era una de esas mujeres lánguidas, imponentes, de bellos movimientos, expresión plácida y suave y amplia sonrisa. En Estados Unidos no se dan mujeres como ella. María era procedente del Sur. Según Loder, había sido bailarina de cabaret, y ella nunca le contradijo. El hombre estaba muy orgulloso de María, y ella, a su manera, sentía una gran devoción por él. Loder acostumbraba a hacerla posar en el estudio, sin que la chica llevase encima más que una gran hoja de parra o algo por el estilo. Ella permanecía en pie junto a una de las esculturas que mi anfitrión estaba siempre haciéndole. Luego el hombre comparaba, punto por punto, a la mujer y a la estatua. En apariencia, en María sólo había unos cuantos milímetros que no eran del todo perfectos desde el punto de vista escultórico: el segundo dedo de su pie izquierdo era menor que el dedo gordo. Loder, desde luego, corregía esto en las esculturas. María escuchaba tales críticas con sonrisa de buen talante y expresión vagamente sumisa, no sé si me entienden. A pesar de todo, creo que la pobre chica algunas veces se sentía cansada de que Loder se metiera así con ella. En ocasiones se ponía a hablar conmigo y me confesaba que lo que siempre había deseado era tener un restaurante propio, con espectáculo de cabaret, muchos cocineros con mandiles blancos y un montón de relucientes cocinas eléctricas. «Luego me casaría y tendría cuatro niños y una niña», continuaba la chica.
Después me citaba los nombres que había elegido para sus hijos. A mí aquello me parecía más bien patético. Al final de una de estas conversaciones entró Loder. El hombre sonreía un poco torcidamente, por lo que me atrevería a decir que, por casualidad, había oído lo que hablábamos. No creo que diera mucha importancia a ello, lo cual demuestra que nunca comprendió de veras a la muchacha. Supongo que al hombre ni siquiera se le ocurrió que una mujer pudiera cansarse de la clase de vida que él daba a María, y si bien Loder era un poco posesivo en su forma de comportarse, al menos nunca la traicionó. A cambio de soportar todas sus charlas y sus desagradables estatuas, María era dueña absoluta de él, y ella lo sabía.
Permanecí allí un mes completo, disfrutando de una temporada extraordinariamente agradable. En dos ocasiones, Loder tuvo una ráfaga de inspiración artística y se encerró en su estudio durante varios días para trabajar, sin permitir que nadie entrase hasta que hubo concluido. Mi anfitrión era bastante dado a esa clase de cosas, y cuando acababa, celebrábamos una fiesta a la cual acudían todos los amigos y aduladores de Loder para echar un vistazo a la obra de arte. Según creo, por entonces el hombre estaba trabajando en la estatua de una diosa o una ninfa, que debía ser vaciada en plata, y María acostumbraba a acompañarle y posar para él. Excepto en estas ocasiones, Loder me acompañaba a todas partes y vimos cuanto había que ver. Admito que, cuando todo esto concluyó, me sentí muy entristecido. Se declaró la guerra, y yo había decidido alistarme cuando aquello sucediese. Mi trastorno cardíaco me impedía ir al frente, pero contaba con lograr, a fuerza de insistencia, alguna clase de trabajo militar, así que hice las maletas y me largué. Nunca hubiera creído que Loder lamentara tan sinceramente decirme adiós. Repitió una y otra vez que volveríamos a reunimos pronto. Sin embargo, yo conseguí un trabajo en los servicios sanitarios y fui mandado a Europa, de donde no regresé hasta 1920, cuando volví a ver a Loder.
El me había escrito antes, pero en el año 1919 yo tuve que hacer dos películas y no pude aceptar su invitación. Sin embargo, en 1920 me encontré de regreso en Nueva York, haciendo la publicidad de «El Estallido de Pasión». Entonces recibí una nota de Loder en la que me pedía que aceptase su hospitalidad, ya que deseaba que posara para él. Aquello representaba una buena publicidad y, además, gratis, así que acepté. Por entonces me había comprometido con la Mystofilms Ltd. para tomar parte en «Los Bosquímanos», aquella película que se realizó en Australia. Telegrafié a los de la productora que me uniría a ellos en Sydney durante la tercera semana de abril. Luego hice mis maletas y me dirigí a la residencia de Loder. El escultor me recibió muy cordialmente, aunque parecía más viejo que la última vez que le vi. Era indudable que se había vuelto más nervioso. Era... —¿cómo podría describirlo?— más intenso, más real, en una palabra. Hizo alarde de su acostumbrado cinismo, como si realmente lo sintiera, y volvió a narrar sus repetidas historias, dando aún más la sensación de que se estaba refiriendo a uno al contarlas. Al principio creí que esta falta de creencia en todo no era más que una especie de pose artística, pero luego empecé a comprender que había sido injusto con él. Pronto advertí que Loder era verdaderamente desgraciado, y en seguida descubrí el motivo. Mientras íbamos en el coche le pregunté por María.
—Me ha abandonado —replicó él.
Aquello me sorprendió de veras. Honradamente, no había supuesto que la muchacha tuviera tanta iniciativa. Indagué:
—¿Es que se ha ido a instalar aquel restaurante que tanto deseaba?
—Le habló de restaurantes, ¿verdad? —dijo Loder—. Supongo que es usted la clase de hombre al que las mujeres hacen confidencias. No. Hizo el idiota. Se fue.
No supe qué decir. Era evidente que estaba tan herido en su amor propio como en sus sentimientos. Murmuré las palabras que se dicen en tales casos y añadí que aquello debió significar una gran pérdida para su trabajo, así como en otros aspectos. Loder me dio la razón. Le pregunté cuándo había ocurrido aquello y si había concluido la ninfa en la que estaba trabajando antes de que yo me fuera. Dijo que sí, que la había acabado y hecho otra, algo muy original, que a mí me gustaría. Llegamos a la casa y cenamos. Mientras lo hacíamos, Loder me anunció que se iba a ir a Europa en breve, pocos días después de que yo mismo me fuera. La ninfa se encontraba en el comedor, en un nicho especial abierto en la pared. Se trataba, realmente, de una escultura maravillosa. No era tan llamativa como la mayor parte de las obras de Loder, y su parecido con María era asombroso. Loder me hizo sentar frente a la estatua, de forma que pudiera verla durante la cena y la verdad es que apenas pude apartar mis ojos de ella. Mi anfitrión parecía muy orgulloso de su obra, y no cesó de decirme lo mucho que le alegraba que a mí me gustase. Me dio la impresión de que Loder había cogido la muletilla de repetirse a sí mismo.
Después de la cena pasamos a la sala de fumar. La habitación había sido reorganizada, y la primera cosa que saltaba a la vista era un enorme banco que había ante la chimenea. Estaba a cosa de medio metro del suelo y consistía en una base como la de una poltrona romana, con cojines y un alto respaldo, todo ello hecho de roble con incrustaciones de plata. Sobre todo esto, formando el verdadero asiento donde uno se instalaba —si ustedes me siguen—, había una gran figura plateada de una mujer desnuda, de tamaño natural, que yacía con la cabeza echada hacia atrás y los brazos extendidos a lo largo de los costados del diván. Unos cuantos cojines sueltos hacían posible utilizar la obra como un verdadero asiento, aunque debo decir que no era, en absoluto, un sitio cómodo donde sentarse. Como objeto ornamental, para dar una idea de disipación, tal obra hubiera sido excelente, pero ver a Loder acomodarse sobre aquello, junto a su chimenea, me produjo una especie de shock. A pesar de todo, él parecía estar muy encariñado con el diván.
—Le dije que era algo muy original —comentó para mí.
Entonces miré más de cerca y me di cuenta de que, en realidad, la figura era la de María, aunque el rostro estaba más bien abocetado, no sé si me entienden. Supongo que Loder creyó que un tratamiento un poco tosco estaba más de acuerdo con una pieza de mobiliario. Al ver aquel diván, comencé a pensar que mi anfitrión era un poco degenerado. Y en la quincena que siguió fui sintiéndome cada vez más a disgusto con él. Aquel modo de ser suyo cada día se acentuaba más, y a veces, mientras posaba para él, Loder se sentaba en aquel diván y contaba las cosas más brutales, con sus penetrantes ojos fijos en mí, para ver cómo reaccionaba ante tales narraciones. Pueden creer que me hizo un enorme favor, porque comencé a creer que me sentiría más a gusto entre los bosquímanos... Bueno, y ahora viene la cosa verdaderamente extraña. Todo el mundo se echó hacia adelante en sus asientos y prestó expectante atención.
—Fue la noche antes de que yo partiese hacia Nueva York —continuó Varden—. Me encontraba sentado...
En aquel momento alguien abrió la puerta de la sala y fue recibido por un ademán preventivo de Bayes. El intruso se hundió en un gran sillón y se sirvió él mismo un whisky, con el mayor de los cuidados para no molestar al que estaba hablando.
—Me encontraba sentado en la sala de fumar —siguió Varden—, esperando a que Loder llegase. Estaba solo en la casa, ya que Loder había dado permiso a los criados para que acudieran a no sé qué espectáculo o conferencia, y él mismo estaba arreglando sus asuntos para su viaje a Europa y tenía que acudir a una cita con su representante. Debí de quedarme adormecido porque cuando desperté había caído ya la noche. Entonces vi a un joven que estaba muy cerca de mí. El hombre no parecía en absoluto un ladrón, y mucho menos aún un fantasma. Casi podría decir que su aspecto era del todo ordinario. Llevaba un traje gris, un abrigo color beige al brazo y en su mano un sombrero flexible y un bastón. Su cabello era liso y descolorido, y el suyo era uno de esos rostros más bien estúpidos, de larga nariz y con monóculo. Le miré fijamente. Sabía que la puerta de la casa estaba cerrada, pero antes de que pudiera llegar a ninguna conclusión, él me habló. Tenía una voz vacilante y ronca, y un fuerte acento inglés. Me preguntó:
—¿Es usted el señor Varden?
—Sabe usted más que yo —contesté.
El replicó:
—Perdone que me entrometa; sé que eso parece de mala educación, pero lo mejor que puede usted hacer es irse inmediatamente de esta casa.
—¿Qué diablos quiere usted decir?
—No trato de inmiscuirme en asuntos que no me importan; pero debe usted comprender que Loder no le ha perdonado, y mucho me temo que trate que convertirle en un perchero o en el pie de una lámpara eléctrica, o en cualquier cosa por el estilo.
¡Dios mío! Puedo asegurarles que me sentí asombrado. La voz del hombre era tranquila, y sus modales, perfectos y, sin embargo, sus palabras carecían totalmente de sentido. Recordé que suele decirse que los locos tienen una enorme fortaleza, y me dirigí hacia el timbre... Entonces recordé, con un escalofrío, que me encontraba solo en la casa.
—¿Cómo ha entrado? —le pregunté, adoptando una expresión decidida.
—Lamento decir que utilicé una ganzúa —replicó el hombre, de forma tan indiferente como si se estuviese disculpando por no tener una carta de presentación—. No podía estar seguro de que Loder no hubiera regresado. Pero creo de veras que lo mejor que puede usted hacer es irse lo más rápido posible.
—Veamos —dije yo—. ¿Quién es usted y dónde diablos quiere ir a parar? ¿Qué significa esto de que Loder no me ha perdonado? ¿Qué tenía que perdonarme?
—Pues... lo de..., y perdone que me entrometa en su vida privada, lo de María Morano.
—¿Y qué diablos pasa con ella? —grité—. De todas maneras, ¿qué sabe usted de María? Se fue mientras yo estaba en la guerra. ¿Qué tiene eso que ver conmigo?
—¡Oh! —exclamó el extraño joven—. Le suplico que me perdone. Tal vez he confiado excesivamente en el juicio de Loder. Será una condenada estupidez, pero nunca se me ocurrió la posibilidad de que él estuviera equivocado. Cree que, cuando estuvo aquí la última vez, usted fue amante de María Morano.
—¿Amante de María? —repetí—. ¡Eso es ridículo! Ella se largó con su hombre, quienquiera que fuese. Loder debía saber que María no se fue conmigo.
—María nunca ha abandonado la casa —replicó el joven—. Y si usted no sale de aquí ahora mismo, tampoco respondo de que usted la abandone nunca.
—¡En nombre de Dios!, ¿qué diablos quiere usted decir? —grité, exasperado.
El hombre se volvió y retiró los cojines azules que había a los pies del plateado diván.
—¿Ha examinado usted estos dedos? —me preguntó.
—No especialmente —respondí, aún más confundido—. ¿Por qué tendría que haberlo hecho?
—¿Ha visto usted alguna vez que Loder hiciera alguna figura de María con ese dedo segundo del pie izquierdo tan corto? —prosiguió él.
Eché un vistazo a lo que el hombre indicaba y pude ver que era como él decía: el segundo dedo del pie izquierdo era más corto que el pulgar.
—Así es —admití—, pero, después de todo, ¿qué importancia tiene?
—¿Cree usted que ninguna? —preguntó el joven—. ¿No le gustaría conocer el motivo de que, de entre todas las esculturas que Loder hizo de María, ésta sea la única que tenga el mismo pie que la mujer?
El hombre tomó el atizador.
—¡Mire! —dijo.
Con mucha más fuerza de la que yo había esperado de él, el hombre asestó un terrible golpe con el atizador sobre el plateado diván. El enorme batacazo alcanzó a uno de los brazos de la figura a la altura del codo, produciendo una profunda melladura en la plata. El hombre tiró del brazo y lo arrancó. Estaba hueco y, tan cierto como que estoy vivo, en su interior había un seco y largo hueso humano. Varden hizo una pausa y bebió un largo trago de whisky.
—¿Y bien...? —gritaron varias voces sin aliento.
—Pues... no me avergüenzo de decir que huí de la casa como un conejo que oye acercarse al cazador. Frente al edificio había un coche, y el conductor abrió la puerta. Entré en el vehículo y entonces se me ocurrió que todo aquello podía ser una trampa, así que volví a salir y eché a correr hasta que llegué a la parada de tranvías. Sin embargo, al día siguiente encontré mis maletas en la estación, debidamente registradas con dirección a Vancouver. Cuando recobré la serenidad, me pregunté lo que pensaría Loder acerca de mi desaparición, pero estaba tan poco dispuesto a volver a aquella casa como a tomar veneno. A la mañana siguiente salí hacia Vancouver y desde entonces no he vuelto a ver ninguno de aquellos hombres. Sigo sin tener la menor idea de quién era aquel joven ni de lo que pasó con él. De forma indirecta me enteré de que Loder había muerto, en un accidente, según creo.
Se produjo un breve silencio, y luego:
—Esa es una historia condenadamente buena, señor Varden —dijo Armstrong. El hombre sentía afición a distintas clases de trabajos manuales y era, sin duda alguna, el principal responsable de la moción del señor Arbuthnot para prohibir las conversaciones respecto a la radio. Haciendo alarde de sus habilidades, el hombre continuó—: Pero, ¿sugiere usted que en el interior de ese vaciado en plata había un esqueleto completo? ¿Quiere usted decir que Loder lo puso en el interior del molde cuando se hizo el vaciado? Eso hubiera sido terriblemente difícil y peligroso... el más leve accidente le hubiera puesto a merced de sus trabajadores. Además, esa estatua hubiese debido de ser considerablemente mayor que el tamaño natural para conseguir que el esqueleto resultara bien cubierto.
—Sin darse cuenta, el señor Varden le ha conducido a conclusiones erróneas, Armstrong —dijo, de pronto, una tranquila y ronca voz que surgía de las sombras existentes tras el sillón de Varden—. La figura no era de plata, sino galvanoplastiada sobre una base de cobre depositada directamente sobre el cuerpo. En realidad, a esa dama se le dio un baño de plata, como a algunos cubiertos. Supongo que las partes blandas de su cuerpo fueron digeridas por pepsinas o alguna preparación de esa clase después de que el proceso hubo concluido, pero no tengo la seguridad de que fuera así.
—Hola, Wimsey —dijo Armstrong—. ¿Eras tú el que acaba de entrar? ¿Cuál es el motivo de que hagas una declaración tan tajante?
El efecto que la voz de Wimsey produjo en Varden fue extraordinario. El actor se puso en pie y volvió la lámpara, de forma que iluminase el rostro del que había hablado.
—Buenas noches, señor Varden —dijo lord Peter—. Estoy encantado de volverle a ver y de tener la oportunidad de disculparme por mi poco ceremonioso comportamiento de la última vez que nos encontramos.
Varden aceptó la mano que el otro le tendía, pero fue incapaz de pronunciar palabra.
—¿Quieres decir que eras tú el misterioso desconocido del cuento de Varden? —preguntó Bayes—. ¡Ah, claro! —añadió, bruscamente —. Debimos haberlo supuesto por su vivida descripción.
—Bueno, ya que estás aquí, creo que deberías concluir la historia —invitó Smith- Hartington, el periodista que trabajaba en el Morning Yell.
—¿Se trató sólo de una broma? —preguntó Judson.
—Claro que no —interrumpió Pettifer, antes de que lord Peter tuviera tiempo de replicar—. ¿Por qué iba a serlo? Wimsey ha visto el suficiente número de cosas extrañas como para no tener que inventar ninguna.
—Eso es muy cierto —dijo Bayes—. Se debe a poseer dotes deductivas y todas esas cosas y, además, a andar metiendo siempre las narices en asuntos sobre los que sería mejor no investigar.
—Todo esto está muy bien, Bayes —replicó su señoría—, pero... ¿dónde estaría el señor Varden si yo aquella noche no hubiera intervenido?
—¡Ah, dónde! Eso es exactamente lo que deseamos saber —exigió Smith-Hartington—. Vamos, Wimsey; sin andarse por las ramas. Queremos conocer la historia.
—Y toda la historia — añadió Pettifer.
—Y nada más que la historia —concluyó Armstrong, retirando diestramente la botella de whisky y los cigarros de debajo de las narices de lord Peter—. Anda con ello, hijo. No fumarás una sola bocanada ni beberás un sorbo hasta que hayas concluido.
—¡Bruto! —exclamó su señoría, quejosamente. Luego siguió, con un cambio en su tono—: En realidad, se trata de una historia que no deseo airear. Podría colocarme en una posición muy desagradable: la de que me acusaran de homicidio sin premeditación, e incluso de asesinato.
—¡Caramba! —exclamó Bayes.
—Muy bien —dijo Armstrong—. Nadie dirá nada. Ya sabes que en el club no podríamos soportar tu pérdida. Smith-Hartington tendrá que controlar su pasión por repetir cuanto se le dice, y eso será todo.
Cuando todos hubieron hecho promesas de discreción, Lord Peter volvió a acomodarse y comenzó su narración:
—El curioso caso de Eric P. Loder es una muestra más de las extrañas formas mediante las cuales un poder que está más allá de la débil voluntad humana arregla los asuntos de los hombres. Llamémosle Providencia, llamémosle Destino...
—Podemos no llamarle de ninguna forma —le interrumpió Bayes—. Puedes saltarte esa parte.
Lord Peter lanzó un suspiro de resignación y volvió vio a empezar:
—Bien... La primera cosa que me hizo sentir curiosidad respecto a Loder fue un comentario casual hecho por un hombre en la oficina de Emigración de Nueva York, adonde yo tuve que ir por algo relacionado con aquel estúpido asunto de la señora Bilt. El tipo dijo:
—¿Qué narices se le habrá perdido a Eric Loder en Australia? Yo hubiera dicho que Europa está más en su línea.
—¿Australia? —pregunté—. Está usted equivocado, buen hombre. El otro día él me dijo que dentro de tres semanas se iba a Italia.
—De Italia, nada —replicó el hombre—. Hoy ha venido aquí preguntando cómo se podía ir a Sydney, cuáles eran las formalidades necesarias, y cosas por el estilo.
—¡Ah! —exclamé—. Supongo que piensa ir por la ruta del Pacífico, y en su viaje hará escala en Sydney. Sin embargo, seguí preguntándome por qué no me lo había dicho así cuando le encontré el día anterior. Entonces me había explicado que salía en barco para Europa y que, antes de ir a Roma, se detendría en París. Me sentí tan intrigado, que dos noches después fui a visitar a Loder. El pareció encantado de verme, y no cesó de hablar de su próximo viaje. Volví a preguntarle respecto a su ruta y me respondió que iba vía París. Bien, eso era todo y, realmente, no se trataba de nada de mi incumbencia, así que charlamos de otras cosas. Loder me dijo que el señor Varden iba a ir a hospedarse con él antes de que partiese para Europa, y que esperaba conseguir que el actor, antes de irse, posara para una figura que pensaba hacerle. El escultor añadió que nunca había visto un hombre tan perfectamente formado como Varden.
—Tenía el propósito de lograr que posara para mí desde hace tiempo —añadió—, pero estalló la guerra y se alistó en el Ejército antes de que yo tuviera tiempo de empezar.
En aquellos momentos se encontraba retrepado en su horrible diván y, en un instante en que no se daba cuenta de que le observaba, capté un brillo tan desagradable en sus ojos, que sufrí un sobresalto. Tenía a la figura agarrada por el cuello y sonreía torcidamente.
—Espero que no sea ninguno de tus experimentos galvanoplásticos —comenté.
—Bueno, pensaba hacer una especie de compañero de esta figura. El Atleta Durmiente, o algo por el estilo.
—Será mucho mejor que lo vacíes —dije—. ¿Por qué recurrir a un procedimiento tan tosco? Eso destruye el detalle.
Aquello le puso incómodo. Nunca le había gustado que pusieran peros a sus obras de arte.
—Lo del diván fue sólo un experimento —explicó—. Estoy dispuesto a que la próxima sea una verdadera obra maestra. Ya lo verás.
Al llegar a este punto apareció el mayordomo para preguntar si debía preparar una cama para mí, ya que la noche era muy mala. No nos habíamos fijado en el tiempo que hacía, aunque, cuando salí de Nueva York, amenazaba lluvia. Miramos afuera y vimos que estaba cayendo un torrencial aguacero. Eso no hubiera importado a no ser porque yo sólo había llevado un coche deportivo abierto, no llevaba abrigo, y, la verdad, la perspectiva de conducir ocho kilómetros bajo tal chaparrón no era nada apetecible. Loder insistió en que me quedase, y yo acepté. Me sentía un poco fatigado, así que me fui en seguida a la cama. Loder dijo que antes deseaba trabajar un poco en el estudio, y vi cómo desaparecía por el pasillo. Como no me dejáis mencionar la Providencia, sólo diré que fue un hecho muy notable el que me despertase a las dos de la madrugada y me encontrara reposando sobre un enorme charco de agua. El mayordomo había colocado una bolsa de agua caliente entre las sábanas, ya que la cama hacía tiempo que no era empleada. Y resultó que aquel repulsivo objeto había vaciado su contenido mientras yo dormía. Permanecí despierto durante diez minutos en las profundidades de aquella húmeda porquería antes de reunir la fortaleza suficiente para investigar. Al hacerlo, advertí que la situación era desesperada. No había arreglo posible. Todo estaba empapado: las sábanas, las mantas y el colchón. Dirigí una mirada de disgusto hacia el sillón del cuarto y entonces se me ocurrió una brillante idea. Recordé que en el estudio había un enorme y encantador sofá, con una manta de piel y un montón de cojines. ¿Por qué no acabar allí la noche? Tomé la pequeña linterna eléctrica que siempre llevo conmigo y me dirigí hacia allí.
El estudio estaba vacío, por lo que supuse que Loder había concluido su trabajo y se había ido a dormir. El sofá estaba allí, aislado en parte por un biombo. Sin pensar más me envolví en la manta y me dispuse a descansar. Estaba a punto de volverme a dormir cuando oí unas pisadas. Estas no provenían del corredor, sino que, en apariencia, sonaban en el otro lado de la habitación. Me sentí sorprendido, ya que no sabía que por allí hubiera ningún pasillo ni habitación. Permanecí tumbado y alerta y poco después vi aparecer una raya de luz bajo la puerta del armario donde Loder guardaba sus herramientas. La grieta de luz se ensanchó y por allí salió Loder, llevando una linterna eléctrica. Cerró muy suavemente la puerta del armario tras él y cruzó el estudio. Se detuvo ante el caballete y lo descubrió; pude verle a través de un agujero del biombo. Permaneció unos minutos mirando el boceto que había en el caballete, y luego soltó una de las risas más desagradables que he tenido oportunidad de oír. Si yo había tenido la más leve intención de hacerlo, al oír aquello abandoné todo propósito de anunciar mi presencia. Luego Loder volvió a cubrir el caballete y salió por la puerta que yo había empleado para entrar. Esperé hasta estar seguro de que se había ido, y entonces me puse silenciosamente en pie. Fui de puntillas hasta el caballete para ver de qué fascinante obra de arte se trataba.
En seguida me di cuenta de que era el diseño para la figura del Atleta Durmiente, y, mientras lo miraba, me sentí invadido por una especie de horrible convicción. Era una idea que parecía comenzar en mi estómago y llegar hasta las raíces de mis cabellos. Mi familia dice que soy demasiado curioso. Lo único que yo puedo decir es que ni caballos salvajes tirando de mí me hubieran impedido investigar aquel armario. Con la sensación de que podía encontrarme con algo verdaderamente espantoso —me sentía un poco excitado y era una pésima hora de la noche—, puse una heroica mano en el tirador de la puerta. Para mi asombro, el armario ni siquiera estaba cerrado. Se abrió en seguida y en el interior pude ver una serie de estanterías, totalmente inofensivas y muy bien ordenadas, ninguna de las cuales era posible que hubiera podido albergar el cuerpo de Loder. Para entonces, mi curiosidad ya estaba picada, así que me dediqué a buscar el oculto resorte que estaba convencido de que había. Lo encontré sin demasiadas dificultades. La parte trasera del armario giró silenciosamente hacia adentro, y yo me encontré ante un angosto tramo de escaleras.
Antes de seguir adelante, tuve el suficiente buen sentido para asegurarme de que la puerta se podía abrir desde el interior. También cogí de una de las estanterías una gruesa maza para utilizarla como arma en caso de accidente. Luego cerré la puerta y, con ligereza digna de un fantasma, comencé a bajar aquellas vetustas escaleras. Al final de los escalones había otra puerta, pero no me costó mucho averiguar su secreto. Sintiéndome terriblemente excitado la abrí valientemente, con la maza lista para entrar en acción. Sin embargo, el cuarto parecía estar vacío. Mi linterna captó el brillo de algo líquido, y luego encontré el interruptor de la luz. Al hacerlo, me encontré en una gran habitación cuadrangular, que estaba dispuesta como un taller. En la pared de la derecha había un gran cuadro de mandos, con un banco debajo. Del centro del techo colgaba una gran lámpara, que estaba sobre un gran tanque de cristal, que tendría sus buenos dos metros de largo por uno de ancho. Encendí la gran lámpara y miré en el interior del gran depósito. Estaba lleno de un líquido oscuro que reconocí como el compuesto de cianuro y sulfato de cobre que se utiliza normalmente para la galvanoplastia.
Las varillas colgaban sobre el líquido con todos sus ganchos vacíos, pero en un lado de la habitación había un embalaje medio abierto y, al levantar su tapa, pude ver en su interior un montón de ánodos de cobre —los suficientes para extender una capa de plata de más de medio centímetro sobre una figura de tamaño humano—. También había otra caja más pequeña, aún cerrada, que, por su peso, supuse contenía la plata para el resto del proceso. Buscaba algo más, y lo encontré en seguida: una considerable cantidad de grafito preparado y una gran botella de barniz. Desde luego, en realidad no había ni sombra de evidencia de que allí se estuviese fraguando nada malo. No existía ninguna razón por la que Loder, si la cosa le gustaba, no pudiera hacer un vaciado en yeso y someterlo luego a un proceso galvanoplástico. Pero entonces encontré algo que no podía haber llegado hasta allí de forma lógica. Sobre el banco había una placa oval de cobre que mediría unos cuatro centímetros de largo. Supuse que aquél era el trabajo realizado por Loder aquella noche. Se trataba de un electrotipo del sello consular norteamericano, eso que taponan sobre la fotografía del pasaporte para evitar que uno la arranque y la cambie por la de su amigo el señor Jiggs, al cual le gustaría mucho salir del país porque es un personaje muy popular entre los de Scotland Yard.
Me senté en el taburete de Loder y comencé a deducir los detalles de aquel bonito plan. Todas mis suposiciones se basaban en tres hechos: Primero debía averiguar si Varden se proponía viajar dentro de poco a Australia, ya que, si no era así, aquello echaría por tierra todas mis hermosas teorías. En segundo lugar, ayudaría bastante el hecho de que el actor tuviese el cabello oscuro, como el de Loder —cosa que, como ven, sucede—, o, al menos de un tono lo bastante aproximado para estar de acuerdo con la descripción de un pasaporte. Y sólo había visto a Varden en aquella película sobre el Apolo de Belvedere, y allí llevaba una peluca. Sin embargo, tenía la seguridad de verle si me dejaba caer por la casa cuando él fuera a quedarse con Loder. Y, por último, como es lógico, debía descubrir si Loder tenía algún motivo de rencor hacia Varden. Después de esto, me pareció que ya había permanecido en aquel cuarto más tiempo del que era saludable. Loder podía regresar en cualquier momento y yo no olvidaba que un tanque de sulfato de cobre y cianuro potásico sería una forma muy práctica de deshacerse de un huésped demasiado curioso. Además, no puedo decir que sintiese unas ansias excesivas de formar parte del mobiliario doméstico de Loder. Siempre he detestado los objetos que adoptaban la forma de otras cosas: volúmenes de Dickens que resultaban ser muebles-bar y artilugios por el estilo; y, aunque nunca he sentido excesivo interés en mi propio funeral, me gustaría que éste fuese de buen gusto. Llegué hasta el extremo de borrar todas las huellas dactilares que pudiera haber dejado. Luego regresé al estudio y volví a arreglar el sofá. No sentía el más mínimo deseo de que Loder supiese que había estado allí.
Sólo había otra cosa hacia la cual sintiera curiosidad. Crucé el vestíbulo de puntillas y me introduje en el salón de fumar. El plateado diván brilló bajo la luz de la linterna. En esos momentos detesté aquel objeto cincuenta veces más que antes. Sin embargo, reuní ánimos y eché un cuidadoso vistazo a los pies de la figura. Yo también había oído hablar de aquel segundo dedo del pie de María Morano. Después de todo esto, pasé la noche en el sillón de mi cuarto. Debido al asunto de la señora Bilt y unas y otras cosas, además de las investigaciones que tuve que realizar, tuve que aplazar hasta muy tarde mi intervención en el asunto de Loder. Averigüé que Varden había vivido en casa de Loder pocos meses antes de que la maravillosa María Morano se hubiese evaporado. Me temo que respecto a eso fui un poco estúpido, señor Varden. Pensé que quizá había habido algo entre ustedes dos.
—No se disculpe —dijo Varden, sonriente—. Los actores de cine tenemos fama de inmorales.
—¿Por qué machacar en ello? —preguntó Wimsey, con tono levemente herido—. Le pido perdón. De todas formas, por lo que a Loder respecta, la cosa era igual. Después de todo aquello, aún quedaba un pequeño fragmento de evidencia que debía lograr para estar totalmente seguro. La galvanoplastia, especialmente para un trabajo como el que yo tenía en la mente, no era un trabajo que pudiera acabarse en una noche; por otro lado, parecía necesario que el señor Varden fuese visto vivo en Nueva York hasta el día que debía partir.
Resultaba también diáfana mente claro que Loder intentaba probar que un señor Varden había abandonado Nueva York en perfectas condiciones y que, realmente, había llegado a Sydney. Según esto, un falso señor Varden debía partir con los documentos y el pasaporte del verdadero Varden, todo ello debidamente legalizado por el sello consular. Luego, en Sydney desaparecería tranquilamente y se transformaría en el señor Eric Loder, que viajaba con un pasaporte perfectamente legal. Bien, en ese case, era necesario mandar un telegrama a la Mystofilms Ltd., advirtiéndoles que esperasen a Varden en un barco posterior al acordado. Confié esta parte del trabajo a mi ayudante, Bunter, cuya capacidad es muy poco usual. Este estupendo tipo fue la sombra de Loder durante tres semanas, y al fin, el mismísimo día antes de que el señor Varden fuera a partir, el cablegrama fue mandado desde una oficina en la cual, por una feliz providencia (una vez más), los lápices eran extremadamente duros.
—¡Caramba! —gritó Varden—. Ahora recuerdo que, al llegar a Sydney, los de la productora hablaron de cierto telegrama, pero nunca relacioné la cosa con Loder. Creí que sólo se trataba de una estupidez de los de Telégrafos.
—No me extraña. Bien, tan pronto como me enteré de aquello, me dirigí a casa de Loder, llevando una ganzúa en el bolsillo y una pistola automática en el otro. El bueno de Bunter me acompañó y tenía instrucciones de que, si yo no había vuelto a cierta hora, debía llamar a la policía. Como ven, todo estaba muy bien pensado. Bunter era el chófer que le estaba esperando, señor Varden, pero usted entró en sospechas —no le critico por ello en absoluto—, así que todo cuanto pudimos hacer fue mandar sus maletas a la estación.
Al dirigirnos a la casa nos cruzamos con los criados de Loder, camino de Nueva York. Eso nos demostró que seguíamos la pista acertada, y también que yo iba a enfrentarme a un trabajo muy sencillo. Ya han oído ustedes todos los detalles acerca de mi entrevista con el señor Varden y, realmente, no creo poder mejorar en absoluto su narración. Cuando él y sus bártulos hubieron abandonado la casa, me dirigí al estudio. Estaba vacío, así que abrí la puerta secreta y, como esperaba, vi una línea de luz bajo la puerta del taller que había al final del pasadizo.
—¿Así que Loder estuvo allí todo el tiempo?
—Claro que estaba. Empuñé fuertemente mi pistola y abrí la puerta con gran suavidad. Loder se encontraba entre el tanque y el cuadro de mandos, y parecía muy atareado. Tanto, que ni siquiera me oyó entrar. Tenía las manos negras del grafito, buena cantidad del cual estaba extendido sobre una placa que había en el suelo. Loder estaba ocupado con un gran rollo de alambre de cobre que iba hasta la salida del transformador. El gran embalaje estaba abierto y de cada gancho colgaba su correspondiente ánodo.
-¡Loder! —grité.
Al volverse hacia mí, el rostro del escultor no tenía nada de humano.
—¡Wimsey! —exclamó—. ¿Qué diablos estás haciendo aquí?
—He venido a decirte que estoy enterado de todo —dije, mostrándole mi pistola automática.
Loder lanzó un alarido y se volvió hacia el cuadro de mandos. Apagó la luz, de forma que yo no pudiera apuntarle. Le oí saltar hacia mí y luego, en la oscuridad se oyó un estrépito y un ruido de chapoteo. Después, un alarido como yo nunca había escuchado antes —ni siquiera en cinco años de guerra—, y nunca quisiera volver a escuchar. A tientas, me dirigí al cuadro de mandos. Como es lógico, antes de encontrar la luz toqué un montón de interruptores, pero al fin conseguí encender la gran lámpara que colgaba sobre el tanque. Loder estaba allí dentro. Su cuerpo aún se mecía suavemente en el interior del líquido. Como saben, el cianuro es uno de los venenos más rápidos y dolorosos. Antes de que yo pudiera hacer nada, comprendí que Loder había muerto por asfixia y por envenenamiento. El rollo de alambre que tenía entre las manos había caído en el tanque con él. Sin pararme a pensar, toqué el líquido y recibí una descarga que me hizo tambalear.
Entonces comprendí que, mientras buscaba el interruptor de la luz, debía de haber conectado la corriente. Volví a mirar el interior del depósito. Al caer, las manos de Loder se habían aferrado al alambre. La bobina estaba pegada a sus dedos y la corriente iba depositando metódicamente una película de cobre sobre sus manos, ennegrecidas por grafito.
Tuve el suficiente sentido común para comprender que Loder estaba muerto y que yo me vería en aprietos si la cosa trascendía ya que era cierto que yo había bajado al taller para amenazar a Loder con una pistola. Registré el cuarto hasta encontrar un soldador y un martillo. Luego me dirigí escaleras arriba y llamé a Bun-ter, el cual había recorrido sus dieciséis kilómetros en un tiempo record. Fuimos al salón de fumar y soldamos lo mejor que pudimos el brazo de aquella maldita figura. Luego volvimos a bajar las herramientas al taller. Limpiamos todas las huellas dactilares y borramos hasta el último indicio de nuestra presencia. Dejamos la luz y el tablero de mandos tal como estaban y volvimos a Nueva York dando un enorme rodeo. Lo único que nos llevamos fue el facsímil del sello consular, que, aquella misma tarde, tiramos al río.
A la mañana siguiente, el mayordomo encontró el cuerpo de Loder. En los periódicos leímos que el escultor había caído en el tanque mientras realizaba ciertos experimentos galvanoplásticos. Lo que más se comentaba era el horrible hecho de que las manos del cadáver tenían sobre ellas una espesa capa de cobre. Y como era imposible limpiarlas de esa película metálica sin recurrir a una irreverente violencia, Loder fue enterrado tal cual. Y eso es todo. ¿Puedo tomarme ahora mi whisky con soda?
—¿Qué ocurrió en el diván? —preguntó Smith Hartington.
—Cuando se hizo la venta de los bienes de Loder, lo compré —explicó Wimsey—. Luego acudí a un viejo sacerdote católico que conocía y le conté toda la historia bajo promesa de estricto secreto. El hombre era muy sensible y comprensivo, así que una noche de luna, Bunter y yo llevamos en coche el objeto hasta la pequeña iglesia del sacerdote, a pocos kilómetros de la ciudad, y le dimos cristiana sepultura en una esquina del cementerio. Era lo mejor que podía hacerse".
Dorothy L. Sayers